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El diablo que ya conoces

(Felix Castor - 1)

Mike Carey
A Lin; como si hubiese otro rumbo que importe.
Agradecimientos
Quiero dar las gracias a todo el personal del Archivo Metropolitano de Londres, tan hospitalario y generoso con su tiempo,
especialmente a Jan Pimblett y a Dorota Pomorska-Dawid. También a mi agente, Meg Davis, que siempre me ha animado y me ayudó
con mi vacilante ruso, y a mi editor, Darren Nash, que me sirvió como banco de pruebas para las ideas que se me ocurrían y también
aportó una enorme cantidad de cerveza belga para mejorar la acústica de dicho banco. A la correctora de estilo Gabriella Nemeth, cuyo
callejero de Londres está ordenado como es debido, al contrario que el mío. Y por último a mi esposa, Lin, la superdotada hija de un
abogado y una judía de origen lituano, que halló nada menos que seis errores garrafales en el texto original. Habéis hecho un gran
trabajo, equipo: ahora, colocaos en vuestras posiciones para el segundo libro.
I

H abitualmente llevo puesto un abrigo del ejército zarista, del tipo que algunos llaman paletó, con bolsillos cosidos ex
profeso para mi flautín irlandés, mi libreta de notas, una daga y un cáliz. Hoy me he decidido por una chaqueta verde con
una flor marchita de pega en el ojal, zapatos de charol de color rosa y un bigote pintado, al estilo de Groucho Marx. Saliendo
de Bunhill Fields, al este, crucé todo Londres, el lugar donde me siento más fuerte. Debo admitir, sin embargo, que no era
fuerte precisamente como me sentía: no es cosa fácil mantener el tipo cuando tu aspecto es el de un helado de pistacho con
cobertura de caramelo.
La geografía económica de Londres ha cambiado mucho en los últimos años, pero Hampstead será siempre Hampstead. Y
en esa fría tarde de noviembre, en expiación de mis incontables pecados y probablemente con la misma expresión de contento
que tendría una tricoteuse tras saber que las ejecuciones de ese día han sido canceladas debido al mal tiempo, a Hampstead
era a donde me dirigía.
Para ser más precisos, a Grosvenor Terrace, número 17: una pequeña obra de arte sin pretensiones de principios de la
época victoriana, diseñada apresuradamente por Sir Charles Barry en sus ratos libres, al tiempo que trabajaba en el Reform
Club. Consta en los libros, guste o no: el gran hombre solía pluriemplearse por un billete de mil libras al contado, tomando
ideas prestadas de lo que fuera que estuviese haciendo en esos momentos. Pueden hallarse ejemplos de su ilegítima
progenie arquitectónica en todas partes, de Landbroke Grove a Highgate, y siempre causa la misma incómoda sensación de
déjàvu, como cuando uno ve en su primogénito la nariz del lechero.
Estacioné el coche lo bastante lejos de la puerta para evitar un posible bochorno a los habitantes de la casa que iba a
visitar, y me las arreglé para caminar los cien últimos metros cargado con cuatro maletas, llenas de equipo altamente
especializado. El timbre de la puerta resonó severo y funcional, como el torno de un dentista resbalando sobre un esmalte
recalcitrante. Mientras aguardaba respuesta observé la ramita de serbal clavada a la derecha del porche. Habían atado a ella
cordeles negros, blancos y rojos en el orden prescrito, pero aún así... una ramita de serbal en noviembre no podía tener ya
mucho jugo dentro. Llegué a la conclusión de que aquél debía de ser un vecindario tranquilo.
El hombre que me abrió la puerta era seguramente James Dodson, el padre del cumpleañero. Al momento sentí una fuerte
animadversión por él, para ahorrar tiempo y esfuerzo más tarde. Parecía robusto, no muy grande pero de estructura sólida:
ojos grises como rodamientos de acero y pelo entrecano, que añadía otros matices al gris. Ya cuarentón, pero probablemente
tan en forma como dos décadas antes: estaba claro que era un hombre que reconocía la importancia de la dieta sana, el
ejercicio regular y una inquebrantable superioridad moral. Pen me había dicho que era un poli: jefe de policía in pectore, una de
las parteras de la nueva Agencia Gubernamental contra el Crimen Organizado y los Delitos Graves en Agar Street. Yo hubiese
supuesto que era o un poli o bien un cura, y la mayoría de los curas dejan de cuidarse mucho antes de cumplir los cuarenta:
es uno de los privilegios de haber sido llamados a tan alta vocación.
—Usted es el artista —dijo Dodson, con el tono de estar diciendo: "Eres una escoria de mierda y encima te has follado a mi
perra".
No movió un dedo para ayudarme con las maletas, aunque llevaba dos en cada mano.
—Félix Castor —confirmé, con el gesto más soso e inexpresivo que pude componer—. Conmigo se olvidan las penas.
Asintió con gesto neutral y abrió más la puerta para dejarme paso.
—En la sala de estar —dijo, señalando—. Habrá bastantes más niños de lo que habíamos acordado. Espero que no haya
problema.
—Cuantos más seamos, más reiremos —contesté, al tiempo que entraba.
Comprobé el tamaño de la estancia con ojo experto, o eso era lo que esperaba que pareciese, porque para mí no era más
que una habitación normal y corriente.
—Me vale perfectamente. Tiene todo lo que necesito. Magnífico.
—Íbamos a enviar a Sebastian con su padre, pero el muy imbécil tiene una crisis laboral o algo así —explicó Dodson desde
atrás—, con lo cual es uno más. Y unos cuantos amigos extra...
—¿Sebastian? —pregunté.
Para mí es un reflejo el formular preguntas así, tanto si espero respuesta como si no: se debe a mi trabajo. Quiero decir, al
trabajo que solía hacer. El que hago a veces. El que es toda mi vida.
—El hermanastro de Peter. Del anterior matrimonio de Barbara, al igual que Peter es de uno mío. Se llevan
estupendamente.
—Por supuesto —asentí solemne, como si tuviese por costumbre comprobar la solidez de los lazos familiares antes de
empezar con los trucos de magia y las payasadas.
Peter era el chico que estaba de aniversario: acababa de cumplir catorce. Seguramente era demasiado mayor para
payasos, ilusionistas y fiestas de tarta y helados. Pero eso no era asunto mío. También sirven los que se limitan a sacar
interminables cintas de colores de una lata de judías guisadas.
—Lo dejaré a solas para que pueda prepararlo todo, pues —dijo Dodson en tono de duda—. Por favor, no mueva ningún
mueble sin preguntarnos primero a mí o a Barbara. Y si va a colocar sobre el parqué algo que pueda rayarlo, pídanos unos
paños.
—Gracias —respondí—. Y tráigame una cerveza cada vez que usted vaya a tomarse una. Cuando digo "cerveza" se
entiende que es cerveza negra, claro está.
Él se dirigía ya hacia la puerta cuando le solté eso, y siguió su camino sin inmutarse. Tenía tantas posibilidades de que me
ofreciese un trago como de que me diera un beso de tornillo.
De modo que me puse a desempacar, tarea tanto más dificultosa por el hecho de que aquellas maletas no se habían
movido del garaje de Pen en la última década. Entre los cachivaches de magia que me proporcionaron una pequeña pausa (o
no tan pequeña) había todo tipo de cosas: Una navaja suiza (que había pertenecido a mi viejo amigo Rafi) con la hoja principal
rota casi por la mitad; un muñeco de vudú hecho en casa con el cuerpo momificado de una rana y tres herrumbrosos clavos;
una redecilla adornada con plumas, un poco raída pero que aún conservaba un débil rastro de perfume; y la cámara.
Mierda. La cámara.
Le di vueltas en mis manos, sumergiéndome al instante en una breve pero intensa evocación. Era una Brownie
Autographic N° 3, y con el fuelle recogido parecía más bien un portameriendas infantil. Pero al soltar los enganches pude ver
que el fuelle de piel tenida de rojo seguía en su sitio, el visor de cristal esmerilado estaba intacto y, maravilla de las maravillas,
las ruedecillas dentadas que colocaban la lente en posición parecían seguir funcionando. Me la había encontrado en un
mercadillo de segunda mano, en Múnich, cuando viajaba de mochilero por Europa; tenía casi cien años, y pagué algo así como
una libra por ella, que fue lo que me pidieron porque la lente estaba partida por en medio. Eso no me importó, al menos para
lo que yo tenía en mente en ese momento, de modo que lo consideré una ganga.
Pero tuve que dejarla a un lado, porque en ese momento llegaron los primeros invitados a la fiesta, pastoreados por una
mujer muy hermosa, muy rubia y muy pechugona, que obviamente era demasiado buena para un tipo como James Dodson. O
para uno como yo, para ser justos. Llevaba una camiseta blanca ablusada y una falda caqui de corte asimétrico que
probablemente llevaría el nombre de algún diseñador famoso en la etiqueta y costaría más de lo que yo gano en seis meses. A
pesar de todo, la mujer parecía algo ajada. Supuse que era debido a la vida con James, el super policía; o quizás a la vida con
Peter, suponiendo que era el agrio y sombrío rubiales que la rondaba. Tenía, como su padre, un aire de solidez monolítica y
agresiva, al que se añadía la cautelosa testarudez propia del adolescente: la combinación era muy poco atractiva.
La dama se presentó como Barbara, con una voz de una calidez tan natural que hacía innecesaria la existencia de las
mantas eléctricas. También presentó a Peter, al que yo dediqué una sonrisa y una muda inclinación de cabeza. Intenté
estrechar la mano del muchacho, por un impulso atávico que probablemente se debía al barrio en el que me encontraba, pero
él ya se había alejado a grandes zancadas hacia un recién llegado, emitiendo un fuerte rugido de bienvenida. Barbara lo vio
alejarse con una inescrutable sonrisa zen que parecía conseguida por prescripción facultativa, pero cuando se volvió hacia mí
su mirada era clara y penetrante.
—Y bien —dijo—. ¿Está ya dispuesto?
A lo que sea, estuve a punto de decir, pero opté por un sencillo sí. A pesar de ello, seguramente le sostuve la mirada un
instante más de lo debido, porque de pronto Barbara recordó la botella de agua mineral que sostenía en la mano y me la
entregó con un ligero sonrojo y una sonrisa de disculpa.
—Al acabar podrá acompañarnos a tomar una cerveza en la cocina —prometió—. Si le doy una ahora, los chicos exigirán el
mismo trato.
Alcé la botella en un brindis sin palabras.
—Entonces... —habló de nuevo—. La actuación dura una hora, luego tiene una hora de descanso mientras servimos la
comida y después vuelve a actuar media hora al final. ¿Está bien así?
—Es una estrategia válida —concedí—. Napoleón la utilizó en Quatre Bras.
Esto mereció una carcajada, aunque débil.
—No podremos quedarnos a ver el espectáculo —dijo Barbara, con una buena imitación de pesar—. Hay mucho que hacer
tras las bambalinas: algunos de los amigos de Peter se quedan a pasar la noche. Pero quizás podamos asomarnos un
momento para ver el final. Si no es así, lo veré en el descanso.
Inició la retirada con una mueca cómplice, dejándome con mi público.
Recorrí la estancia con la mirada, estudiándolos. Había un grupito de íntimos alrededor de Peter que mantenía una
animada conversación a gritos, dominando toda la sala. Después estaban los demás, cuatro o cinco grupos provisionales,
diseminados por las esquinas de la estancia, que intentaban de vez en cuando unirse al grupo principal, en una especie de
fisión celular al revés. Y también estaba Sebastian, el hermanastro.
No era difícil distinguirlo. Lo identifiqué con seguridad cuando todavía estaba desplegando la mesa de caballete y
preparando mi truco inicial. Tenía el pelo rubio de su madre, pero la piel más pálida y los acuosos ojos azules hacían que
pareciese como si alguien lo hubiera dibujado al pastel y después hubiese intentado borrarlo. También parecía mucho más
pequeño y delgado que Peter. ¿Por ser el más joven de los dos? Era difícil de saber, porque su postura encorvada, como
intentando pasar desapercibida, le restaba probablemente unos tres centímetros de altura. Era el que estaba al margen de la
bulliciosa chiquillería, apenas tolerado por el cumpleañero y olímpicamente ignorado por los amigos de éste.
Era el que quedaba fuera de todos los chistes para iniciados, y tenía el gesto del que estaba fuera de lugar y hubiese
preferido estar en cualquier otro sitio: quizás incluso con su verdadero padre, en aquel día en el que estaba en marcha una
crisis laboral.
Cuando di una palmada y atraje su atención con un discurso a gritos de dos minutos, Sebastian desfiló junto al último de
la retaguardia y se colocó justo detrás de Peter, en una zona muerta que nadie más pareció querer disputarle.
Entonces comenzó el espectáculo, y yo hube de atender a mis propias tribulaciones.
No soy mal mago sobre un escenario. Así fue como me pagué los estudios superiores, y cuando estoy en forma podría
incluso decir que soy hasta brillante. Por entonces estaba más que oxidado, pero aún así fui capaz de sacar adelante unos
cuantos trucos de cierto nivel, mi modesta versión de los grandes ilusionismos que estudié durante mi desaprovechada
juventud. Hice desaparecer el reloj de pulsera de uno de los chicos, metido en una bolsa de tela que él mismo sostenía, y
después reapareció dentro de una caja que estaba en el bolsillo de otro de los muchachos. Hice levitar el teléfono móvil de
ese mismo chico por toda la estancia, mientras Peter y la élite de la primera fila se ponían en pie y movían los brazos, con la
vana esperanza de enredar los hilos que creían que estaba utilizando. Incluso corté en trozos una baraja con tijeras de podar
y la rehíce después, haciendo que la carta que Peter había elegido y firmado previamente quedase en la parte de arriba del
mazo.
Sin embargo, hiciese lo que hiciese no conseguía triunfar. Peter seguía impasiblemente sentado en el centro de la primera
fila, con los brazos cruzados sobre el regazo y una devastadora mirada de helado desprecio. Estaba claro que había decidido
que dejarse impresionar por el mago de una fiesta infantil podía hacerle perder categoría ante sus iguales. Y si incluso él corría
ese riesgo, para sus invitados especiales la posibilidad era claramente inaceptable. Observaron su actitud y siguieron su
ejemplo, formando una tendencia de voto a la cual yo no tenía la menor posibilidad de hacer cambiar de opinión.
Sebastian parecía ser el único realmente interesado en el espectáculo por voluntad propia, o quizás era el único que tenía
tan poco que perder que podía correr el riesgo de concentrarse en él, sin atender a las consecuencias. Sin embargo lo puse en
un aprieto. Al acabar el truco de cartas, cuando mostré a Peter su ocho de diamantes intacto, Sebastian estalló en un tímido
aplauso, dejándose llevar durante un momento por el entusiasmo que le había provocado el desenlace del truco.
Se detuvo en cuanto vio que nadie más se unía a él, pero ya se había delatado, olvidando el que parecía ser un sofisticado
hábito de camuflaje y supervivencia. Molesto, Peter clavó el codo hacia atrás y pude oír el jadeo de Sebastian, que se inclinó
rápidamente hacia delante al tiempo que se sujetaba el estómago. Permaneció con la cabeza inclinada durante un rato, y
después la alzó lentamente.
—Gilipollas —rezongó Peter en voz baja—. No ha hecho más que utilizar dos barajas; eso ni siquiera es inteligente.
Deduje muchas cosas de ese pequeño intercambio de opiniones: una completa crónica de crueldades ocasionales y
opresión psicológica. Se puede opinar que eso es llevar demasiado lejos un codazo en las costillas, pero yo mismo tengo
hermanos mayores y el método no me es extraño. Y, además de eso, yo sabía algo del cumpleañero que ninguno de los
presentes conocía.
Me llamé al orden mentalmente. Sí señor. Estaba empezando a irritarme, y eso no era bueno. Todavía me quedaban veinte
minutos hasta la pausa y la cerveza fría en la cocina. Y tenía un truco que no fallaría; había pensado reservarlo para el final,
pero qué demonios. Tan sólo se vive una vez, como dice la gente, incluso aunque tenga ante las narices las pruebas que
demuestran lo contrario.
Extendí los brazos, enderecé los hombros y estiré las mangas, una exagerada pantomima de preparación, pensada sobre
todo para desviar la atención de Sebastian. Funcionó, al menos de momento: todas las miradas se volvieron hacia mí.
—Atended bien —dije, sacando un nuevo artefacto de una de las maletas y colocándolo sobre la mesa, ante mí—. Un
paquete de cereales, normal y corriente. ¿Alguno de vosotros suele comer de estas cosas? No, yo tampoco. Lo intenté una
vez, pero me atacó un tigre de caricatura.
Ni un rayo de esperanza: no había rastro de piedad en los casi veinte pares de ojos que me contemplaban.
—La caja no tiene nada de especial. Ni aperturas ocultas ni doble fondo.
Le di vueltas en todas direcciones, le pegué capirotazos con el dedo gordo para mostrar que sonaba a hueco y mostré a
Peter el extremo abierto para que comprobase el interior. Él puso los ojos en blanco, como si no pudiera creerse que pidiesen
su colaboración para esa estupidez, y después hizo un gesto con la mano para mostrar que estaba todo lo satisfecho que
podía estar con la comprobación.
—Sí, venga, vale —resopló en tono de burla.
Sus amigos rieron también; era lo bastante popular para que todos lo coreasen cada vez que hablaba, se reía por lo bajo
o hacía pedorretas. Tenía estilo, eso era cierto. En cuatro o cinco años como mucho llegaría a ser todo un hijo de puta.
A no ser que una mañana decidiese darse un paseo por el camino de Damasco y tuviese un encontronazo con algo grande
que viniera a toda velocidad en sentido contrario.
—Muuuy bien —dije, haciendo que la caja trazase un amplio arco a mi alrededor para que todos los demás pudiesen verla
—. Así que es una caja vacía. Entonces, ¿para qué la queremos, eh? Las cajas como ésta no son más que basura.
La tiré al suelo, boca abajo, y la pisé hasta aplanarla.
Eso me valió al menos alguna mirada de asombro y un cambio de postura aquí y allá; algunos se inclinaron para delante
para ver mejor, aunque sólo fuese para comprobar lo completo y convincente que era el destrozo. Fui muy concienzudo. Hay
que serlo: al igual que en el sadomasoquismo, acabas averiguando que hay una relación directa entre la intensidad de las
patadas y pisotones y la magnitud del efecto final.
Cuando la caja estuvo completamente aplastada, la recogí con la mano izquierda y la dejé colgando, oscilante.
—Pero, antes de tirar esta porquería —dije, recorriendo el racimo de inexpresivos rostros con gesto serio y profesoral—,
hay que comprobar si contiene agentes biológicos contaminantes. ¿Alguien se atreve? ¿Alguien quiere ser de mayor inspector
de salud y medio ambiente?
Se produjo un embarazoso silencio, pero dejé que se prolongara. Era el regalito de cumpleaños de Peter: sólo tenía que
entretenerlo, no buscarle una fulana.
Por fin, uno de los amiguetes de la primera fila se encogió de hombros y se puso en pie. Me hice a un lado para recibirlo en
mi escenario, que más o menos era la zona que había entre la butaca reclinable y el bufé libre.
—¡Un gran aplauso para el voluntario! —sugerí.
En vez de eso lo abuchearon cordialmente: así es como averiguas quiénes son tus amigos.
Enderecé la caja con unos cuantos tirones y dobleces largamente practicados. Esa era la parte crucial, de modo que, por
supuesto, mantuve un gesto tan soso como las natillas de los comedores escolares. El voluntario alargó la mano para recibir la
caja; en lugar de ello, tomé su mano en la mía y la giré, colocando la palma hacia arriba.
—La otra también —dije—. Forma una copa con ambas. ¿Verstehen Sie "copa"? Así. Muy bien, excelente. Buena suerte,
porque nunca se sabe...
Posé la caja en sus manos, boca abajo, y una gran rata marrón cayó de pronto en el recipiente formado por sus dedos. Él
dejó escapar un sonido gorgoteante, como una cama de agua agujereada, y saltó hacia atrás, apartando convulsivamente las
manos, pero yo estaba alerta y atrapé limpiamente la rata antes de que cayese al suelo.
Como la conocía bien añadí entonces una pequeña nota de humor al truco, acariciando sus pezones con la yema del dedo
gordo. Eso hizo que la rata arqueara el lomo y abriera la boca de par en par, de modo que cuando la blandí ante el rostro de
los demás muchachos obtuve una buena cantidad de brincos y sobresaltos. Por supuesto que no lo hacía como amenaza, sino
más bien para que me dijesen "¡Más, más!", pero a su tierna edad no podía esperarse que fueran capaces de descifrar la
expresión de mi rostro. Ni tampoco que supieran que había metido a Rhona en la caja mientras fingía enderezarla, tras los
pisotones.
Hice una reverencia para agradecer el aplauso, lo cual habría estado muy bien si lo hubiese habido. Pero Peter seguía
tieso como el monumento a la paciencia, mientras el voluntario volvía a su asiento caminando con dificultad, con su chulería a
media asta.
El rostro de Peter me dijo que debía hacer algo mucho más brillante que aquello para impresionarlo.
Así que pensé de nuevo en el camino de Damasco. Y, como el hijo de puta que soy, eché mano de la cámara.

No es así como creo que debe actuar un hombre hecho y derecho para alejar a los acreedores de su puerta. Quiero que lo
sepáis: fue Pen la que me lo ofreció. Pamela Elisa Bruckner; nunca he sabido bien por qué el diminutivo es Pen y no Pam, pero
es una vieja amiga mía, y también, por cierto, la auténtica propietaria de Rhona, la rata. También es mi casera, al menos por el
momento, y como no le desearía esa suerte ni a un perro rabioso, puedo considerarme afortunado de que ese papel haya
caído sobre alguien que me aprecia de verdad. Me permite escaquearme muchísimas veces.
También debería contaros que tengo un trabajo, un trabajo de verdad, de los que sirven para pagar el alquiler y esas
cosas, al menos de vez en cuando. Pero en la época de la que estamos hablando ahora estaba disfrutando de unas largas
vacaciones, no totalmente voluntarias y no sin los consiguientes problemas en cuanto a mis economías, mi credibilidad
profesional y mi autoestima. En cualquier caso, esto hacía que Pen tuviese un interés personal en conseguirme trabajos
alternativos. Como todavía era una buena católica (cuando no actuaba como sacerdotisa de los Wicca), iba a misa todos los
domingos, le encendía una vela a la Virgen y rezaba lo siguiente: "Por favor, Señora, puesto que eres sabia y compasiva,
intercede por mi madre, aunque haya muerto con el peso de sus muchos pecados carnales sobre el alma; permite que las
turbulentas naciones de la Tierra hallen el camino hacia la paz y la libertad, y haz que Castor sea solvente, amén".
Pero normalmente todo acababa ahí, lo cual era una situación con la que ambos podíamos convivir. Por eso fue una
sorpresa nada agradable para mí cuando dejó de contar con la intervención divina y me habló de la empresa de fiestas
infantiles que estaba poniendo en marcha con su loca amiga Leona, y del cabrón del mago callejero que la había dejado tirada
como una colilla a última hora.
—Pero para ti sería tan fácil, Fix... —insistió tras el café con unas gotas de coñac en su subterránea sala de estar.
El olor me estaba mareando: no el olor a licor, sino a ratas, tierra y mantillo, a hojas podridas de los rosales de la señora
Amelia Underwood, a cosas que crecían y se marchitaban. Uno de sus dos cuervos —Arthur, creo—, picoteaba el estante
superior de la librería, haciendo que me fuese difícil concentrarme en razonamiento alguno. Ésa era su guarida, su centro de
gravedad: como un ático al revés, bajo la monstruosidad de tres pisos en la que había vivido y muerto su abuela, en los días
en los que los mamuts todavía recorrían la Tierra. Allí me tenía en desventaja; por eso precisamente me había pedido que
fuese.
—Tú puedes hacer magia de verdad —afirmó Pen dulcemente—, así que la magia de mentira tiene que resultarte una
nadería.
Parpadeé un par de veces para aclararme la vista, cegada por las velas y borracha de incienso. En muchos sentidos, la
forma en que vive Pen recuerda un poco a la señorita Haversham en Grandes esperanzas: tan sólo utiliza el sótano, lo que
significa que el resto de la casa, excepto mi estudio en la buhardilla, se ha quedado anclado en los años cincuenta, y nunca lo
visita ni lo toca. La misma Pen se quedó anclada sólo un poco más tarde, pero, al igual que la señorita Haversham, lleva
siempre el corazón en la mano. Yo intento no mirarlo.
En esa ocasión en concreto me refugié en una justa indignación.
—No puedo hacer magia de verdad, Pen, porque eso no existe. Al menos no de la forma en que dices. ¿Qué es lo que te
parece que soy, eh? Sólo porque pueda hablar con los muertos y tocar la flauta para ellos, eso no significa que yo sea el
cabrón de Gandalf el Gris. Y tampoco que existan hadas en lo más hondo del jardín de los cojones.
El fuerte lenguaje era una estratagema para intentar desviar la conversación. Pero no funcionó; me dio la impresión de
que, esta vez, Pen había preparado su guión cuidadosamente.
—"Lo que ahora podemos demostrar fue un día tan sólo fruto de la imaginación" —dijo con retintín, porque sabe bien que
Blake es mi fuente de inspiración y no puedo discutir con él.
—Muy bien —continuó, llenando mi taza hasta el borde con casi treinta centilitros de Janneau XO (iba a ser una guerra
sucia por ambas partes, pues)—; pero tú trabajaste como mago sobre un escenario en tu época de estudiante, ¿verdad? Y
eras ma-ra-vi-llo-so. Apuesto a que todavía podrías hacerlo. Apuesto a que ni siquiera necesitarías practicar. Y son doscientos
billetes por un día de trabajo, así que podrías pagarme algo de lo que me debes del mes pasado...
Hizo falta bastante más insistencia y una buena cantidad de coñac; tanta, de hecho, que intenté meterle mano cuando ya
me dirigía hacia la puerta, tambaleante. Me dio un manotazo en la diestra, guió la siniestra hacia el picaporte y me deseó
buenas noches con un beso en la mejilla, sin perder la calma.
Se lo agradecí en el alma a la mañana siguiente, cuando desperté con la lengua pegada al velo del paladar y la cabeza
llena de imágenes borrosas y sin sentido. Una Pen de diecinueve años, sensual, dulce y desinhibida, con su pelo como una
fogata de otoño, sus ojos color pistacho y su sonrisa probablemente ilegal, sería otra cosa: la Madre Tierra Pen, de treinta y
tantos, en su caverna de sibila cuidada por ratas, cuervos y Dios sabe qué otros espíritus familiares, todavía a la espera de su
príncipe azul, a pesar de saber quién era éste y en qué se había convertido... Había corrido demasiada sangre. Dejémoslo
estar.
Entonces recordé que había aceptado lo de la fiesta, justo antes de meterle mano, y juré como un estibador. Juego, set y
partido para Pen y Monsieur Janneau. Ni siquiera sabía que estábamos jugando a dobles.

De modo que había un motivo al fin y al cabo, aunque no fuese bueno ni suficiente, por el cual me hallaba ahora frente a
aquellas mierdecillas arrogantes, prostituyendo un talento otorgado por Dios, por la irrisoria suma de doscientos billetes.
Había un motivo por el cual me había visto abocado a la tentación. Y había un motivo por el cual caí en ella.
—Ahora —dije, con una sonrisa tan amplia como la de una calabaza de Halloween— necesito otro voluntario de entre el
público para mi último y más ambicioso truco, antes de que todos os larguéis a poneros ciegos de pasteles.
Señalé a Sebastian.
—Usted, caballero, el de la segunda fila. ¿Sería tan amable?
Sebastian pareció avergonzado y muy reacio a aceptar; colocarse bajo los focos significaba cierta humillación, y
seguramente algo mucho peor. Pero los chicos mayores estaban silbando y protestando ruidosamente, y Peter le estaba
diciendo que se decidiese de una puta vez y subiera. De modo que se puso en pie y se abrió camino a lo largo de la fila,
tropezando un par de veces contra las piernas extendidas que se interponían en su camino.
Esto iba a ser cruel, pero no para el hermanastro Sebastian: no, mi regalo de no cumpleaños para él era una pistola
cargada, que podría utilizar de la forma que desease. Y en cuanto a Peter... bueno, a veces la crueldad es el disfraz de la
bondad. A veces el dolor es el mejor maestro. A veces es bueno darse cuenta de que existe un límite en las cosas que puedes
conseguir de rositas.
Sebastian había llegado por fin hasta donde yo estaba, tras la mesa plegable, y se quedó desmañadamente en pie junto a
mí. Tomé en mis manos la Autographic y solté los enganches de los lados, extendiendo el fuelle hasta su posición operativa.
Con el cuero teñido de rojo y la madera oscura era un equipo de aspecto bastante impresionante: cuando se lo pasé a
Sebastian para que lo sostuviera lo tomó con gran cautela.
—Haz el favor de examinar la cámara —le dije—. Asegúrate de que está todo bien. Completamente intacta y operativa.
Le echó un vistazo por encima, rutinario y sin entusiasmo, asintió con un gesto e intentó devolvérmela. No la acepté.
—Lo siento —dije—; ahora tú eres mi cámara. Tienes que hacer bien el trabajo, porque dependo de ti.
Volvió a mirar, y esta vez se dio cuenta de lo que tenía ante sus narices.
—Bueno, es que hay cinta adhesiva negra sobre la lente —dijo. Fingí sorprenderme, y eché yo mismo un vistazo.
—Caballeros —dije, dirigiéndome a todo mi público—. Damas...
Dejé una pausa de cinco segundos a las agudas risitas fingidas, los codazos y los dedos acusadores.
—Mi ayudante acaba de atraer mi atención sobre algo muy alarmante: Esta cámara tiene una cinta adhesiva negra que
tapa la lente, y por tanto no puede hacer fotografías... —dejé una larga pausa—, al menos de la forma habitual. Tendremos
que intentar hacer una foto espiritual.
Peter y sus amigos lanzaron una mirada de reproche y desdén ante tal sugerencia: les pareció que era un final bastante
cojo.
—Las fotografías espirituales están entre las proezas más difíciles de dominar para un mago —dije con voz grave, sin
prestar atención a las mofas—. Imaginad un escapista liberándose de una saca de correo colgada boca abajo de un garfio,
dentro de una jaula que haya sido arrojada de un avión que vuela a más de tres mil metros de altitud. Pues bien, este truco
es algo muy similar. Menos espectacular visualmente, pero casi igual de extravagante y sin sentido.
Hice un gesto hacia el cumpleañero.
—Vamos a hacerte una foto, Peter —le dije—. Así que, ¿qué tal si vas y te pones allí de pie, junto a la pared? Un fondo
neutro es lo mejor en estos casos.
Peter obedeció haciendo ostensibles gestos de resignación.
—¿Tienes algún hermano más? —le pregunté a Sebastian en voz baja.
Me miró, sobresaltado.
—No —dijo.
—¿Ni un primo o algo así, alguien de tu edad que vivía aquí contigo?
Negó con un gesto.
—¿Y sabes utilizar una cámara?
Ahí Sebastian pisaba un terreno más firme, y pareció aliviado.
—Sí; tengo una arriba. Pero es de las de apuntar y disparar, no tiene ningún... foco de ésos, ni...
Descarté sus objeciones con un gesto, ofreciéndole una media sonrisa de ánimo.
—No importa —dije—. Ésta tiene enfoque manual, pero tampoco vamos a preocuparnos por eso. Porque no vamos a
utilizar ni la lente ni la luz normal para formar la imagen. Lo que has de apretar es esto.
Le entregué la perilla de aire que colgaba al extremo de un tubo de caucho en espiral, la única parte de la cámara que
había tenido que reemplazar.
—La aprietas con fuerza para que abra el obturador. Cuando yo te diga, ¿vale?
Hacía más de una década que no cargaba la Autographic, pero todo lo que necesitaba para hacerlo estaba en el propio
estuche, y mis manos sabían qué hacer. Saqué una placa nueva, despegué una esquina de la lámina encerada que la
protegía, coloqué la placa rápidamente en su lugar y arranqué la lámina de un suave tirón. No era lo que hubiese hecho un
profesional, en parte debido a que si cargas una cámara como ésta en una habitación iluminada es posible que haya
filtraciones de luz, pero sobre todo porque yo había cargado papel fotográfico en lugar de un negativo. Nos estábamos
saltando una de las etapas del procedimiento habitual en fotografía. Tampoco era importante pero, mientras volvía a apretar
los tornillos, vi que James y Barbara Dodson habían entrado un momento y estaban de pie, al fondo. Eso significaba que la
erupción iba a ser atronadora, pero a esas alturas ya me importaba un pimiento: Peter me había cabreado pero bien.
Coloqué a Sebastian en posición, posando la mano en su espalda para guiarlo. Peter empezaba a aburrirse e
impacientarse, pero ya casi habíamos acabado. Podría haber hecho que aumentase la tensión unos cuantos grados más pero,
como el resultado todavía era dudoso, pensé que era mejor arrear y ver qué pasaba. O funcionaba, o no funcionaba.
—Muy bien: a mi señal. Peter, sonríe. Buen intento, pero no. A ver, los chicos de la primera fila, enseñadle a Peter cómo se
sonríe. Sebastian: tres, dos, uno, ¡ya!
Sebastian apretó la pera y el obturador hizo un ruidito lento y artrítico, algo así como pum-chass. Estupendo. Por un
momento temí que no sucedería nada.
—Ahora no disponemos de ningún líquido fijador —anuncié, al tiempo que mi memoria empezaba a funcionar de nuevo,
poco a poco—, de modo que la imagen no durará mucho tiempo. Pero podemos aclararla con un baño que la retenga un poco.
Zumo de limón serviría, o vinagre, ¿podrían...?
Miré esperanzado a los dos adultos, y Barbara volvió a salir discretamente de la estancia.
—¿Y el líquido de revelado? —preguntó James, mirándome con una vaga pero evidente desconfianza.
Negué con un gesto.
—No estamos utilizando luz —repetí—. Estamos fotografiando el mundo de los espíritus, no el visible, así que la película no
ha de revelarse: ha de interpretar ese mundo.
El rostro de James mostró claramente lo que pensaba de aquella explicación. Se produjo un embarazoso silencio, roto
cuando Barbara volvió con una botella de vinagre, un recipiente de plástico y una sonrisa de disculpa.
—Va a oler muy mal —me advirtió mientras se retiraba de nuevo al fondo del cuarto.
Tenía razón. El agridulce y penetrante olor del vinagre se expandió y permaneció flotando en el ambiente en cuanto vertí
unos dos tercios del contenido de la botella, cubriendo la base del recipiente hasta llegar a un centímetro de profundidad.
Entonces, todavía con Sebastian a mi lado, extraje suavemente la placa de la cámara, interponiendo deliberadamente mi
cuerpo entre el público y ésta, para que no pudiesen ver nada.
—Sebastian —dije—, tú sigues siendo el cámara. Eso significa que eres el medio a través del cual actúan los espíritus. Por
favor, sumerge el papel fotográfico en el vinagre y remójalo bien, hasta que esté completamente empapado. Al hacerlo debe
formarse una imagen en él. ¿Ves alguna imagen, Sebastian?
Peter no se había molestado siquiera en moverse de donde estaba, junto a la pared: de hecho, en ese momento se
apoyaba en ella, más hosco y aburrido que nunca. Sebastian miró el papel al tiempo que le daba vueltas en el recipiente,
primero con un ligero temor y después atónito.
—¿Ves alguna imagen? —repetí, sabiendo bien que sí.
—¡Sí! —soltó de repente.
Toda la sala notó su tensión y su asombro: No tuve necesidad de magnificarlo con una explicación verbal.
—¿Y qué imagen es esa?
—Un chico. ¡Es... creo que es...!
—Por supuesto que ves a un chico —le interrumpí—. Acabamos de hacerle una foto a tu hermano Peter. ¿Es eso lo que
ves, Sebastian?
Negó con la cabeza, mirando todavía con ojos muy abiertos la turbia fotografía.
—No. Bueno, quiero decir sí, pero... hay alguien más. Es... Volví a atajar sus palabras. Todo estaba saliendo como debía.
—¿Alguien que conoces?
Sebastian asintió categóricamente.
—Sí.
Me gusta pensar que lo que estaba haciendo en ese momento era alinearme con el más desvalido, pero si no hubiera
habido ningún rasgo de sadismo en ello, no estaría mirando a Peter cuando pronuncié las siguientes palabras.
—¿Y tiene nombre ese otro chico? ¿Qué oscuras maravillas del mundo de los espíritus hemos capturado y clavado a la
pared, Sebastian? Dinos cómo se llama.
Sebastian tragó saliva. Era verdadero nerviosismo y no fingimiento, pero la larga pausa fue mejor que cualquiera de mis
coreografías.
—Davey Simmons —dijo Sebastian, con la voz ligeramente aguda.
El efecto de estas palabras sobre Peter fue electrizante. Soltó un grito que sonó a terror puro y duro, se apartó de la
pared de un salto y dio tres tambaleantes zancadas hacia el recipiente. Pero fui demasiado rápido para él.
—Gracias, Sebastian —dije, escamoteando la imagen del cuenco y sacudiéndola en el aire, como para secarla, como si
colocarla fuera del alcance de Peter fuese sólo fortuito.
Había salido bastante bien. En blanco y negro, por supuesto, y estaba oscurecida en los bordes en los que la luz había
velado el papel, pero bastante nítida donde tenía que estarlo. Se veía a Peter como una especie de granulado borroso,
reconocible tan sólo por su postura y por el manchón más oscuro del pelo. Por el contrario, la figura que estaba en pie junto a
él era muy nítida: triste, macilento, vencido por el tiempo, la soledad y el hecho de su propia muerte, pero imposible de
confundir con la bruma de un pantano, una silueta de cartón o el producto de una imaginación desbocada.
—Davey Simmons —medité—. ¿Lo conocías bien, Peter?
—¡No tengo ni puta idea de quién era! —gritó Peter, arrojándose sobre mí con desesperada furia—. ¡Dame eso!
No soy fornido ni mucho menos, pero con todo su corpachón Peter no era más que un niño; no me fue difícil mantenerlo
alejado de mí mientras mostraba la imagen a sus amigos. Todos se quedaron mirándola, con unas expresiones que abarcaban
el espectro que va de la aversión al pánico que acaba por soltarte el vientre.
—Y sin embargo —reflexioné—, está a tu lado mientras comes, trabajas y duermes. Desde su muerte observa tu vida, día y
noche, todos los días. ¿Por qué crees que será?
—¡No lo sé! —chilló Peter—. ¡No lo sé! ¡Dámela!
La mayor parte del público estaba ya en pie; unos pocos se acercaban atropelladamente para mirar la imagen, pero la
mayoría retrocedían, como si deseasen distanciarse de ella en lo posible. James Dodson se abrió paso entre ellos como un
acorazado entre barquichuelos de pesca, y fue él quien me arrancó la imagen de las manos. Peter volvió inmediatamente toda
su atención hacia su padre y volvió a intentar conseguir la foto, pero James lo apartó bruscamente de un empujón. Se quedó
mirando la imagen, perplejo, moviendo lentamente la cabeza de un lado a otro. Después, con el rostro de un rojo subido, la
rompió cuidadosamente en dos trozos, después en cuatro y después en ocho. Peter soltó un quejido, atrapado en algún lugar
entre el sufrimiento y la vana esperanza de alivio: pero desde donde yo estaba me pareció que tendría que vivir con aquello
durante una buena temporada.
Dodson llegaba ya a los treinta y dos trocitos cuando me volví hacia Sebastian y le estreché solemnemente la mano.
—Tienes un don —dije.
Alzó los ojos e intercambiamos una mirada de comprensión. Lo que él tenía era un punto de apoyo. En el futuro, Peter ya
no gozaría de tanta libertad con los codos, los puños o los pies: ahora que todos habían contemplado su culpa y su debilidad,
ya no. No hubo ningún recargo por esto: trabajo por un precio fijo.
Me fijé en el desdichado fantasmita que flotaba junto a Peter en cuanto éste entró en la sala. Son más difíciles de ver a la
luz del día, pero tengo amplia experiencia en ello, además de una gran sensibilidad innata, y sé qué he de esperar en una
casa en la que no mantienen frescas sus ramitas de serbal. No sabía cuál era la relación entre ellos pero, a menos que Davey
Simmons no tuviese familia, tenía que haber una muy buena razón por la cual se estaba apareciendo en esta casa en lugar de
en la suya propia. No podía apartarse de Peter: su alma estaba enredada en él como un pájaro en un brezal. Eso podía
interpretarse de muchas formas, pero la violenta reacción de Peter había descartado unas cuantas, y cambiado las
probabilidades de otras tantas.
Fuera como fuese, la situación se volvió un poco confusa desde ese momento. Dodson me gritaba que recogiese mis cosas
y me largase, balbuceando atropelladamente algo sobre la demanda que iba a interponer contra mí al tiempo que me rociaba
de saliva. Peter había huido de la sala, perseguido por Barbara, y se había parapetado en algún lugar del piso de arriba, a
juzgar por los golpes y gritos que se oían. Los invitados corrían de un lado a otro como un pulpo sin cabeza: muchos
apéndices, nada de cerebro y un olor ligeramente sospechoso. Y Sebastian permanecía allí de pie, mirándome con ojos muy
abiertos y solemnes; no volvió a pronunciar palabra en todo el tiempo que estuve en aquel lugar.
Cuando pedí a Dodson el dinero que me debía por la actuación me dio un puñetazo en la boca. Me lo tomé con calma: no
se me había aflojado ningún diente, tan sólo hubo una cantidad simbólica de sangre derramada. Probablemente me lo tenía
merecido. Pero después fue a por la cámara, y yo detrás: esa Brownie y yo teníamos una larga historia a nuestras espaldas, y
no quería tener que empezar a buscar otra máquina tan sensible a las vibraciones como ésta. Forcejeamos en vano por su
posesión durante unos momentos y, por fin, pareció recordar dónde estaba: en su propia sala de estar, ante los ojos de la
pandilla formada por los mejores amigos de su hijo, a cuyos padres sin duda también conocería, del club o del trabajo.
—¡Largo! —me dijo, con una mirada todavía furiosa—. ¡Lárguese de mi casa, hijo de puta irresponsable, antes de que lo
saque de una oreja!
Cedí en lo del dinero. Habría sido complicado argumentar que traumatizar al cumpleañero entraba dentro de mis
atribuciones. Recogí todo laboriosamente dentro de las cuatro maletas, bajo la feroz supervisión y la respiración trabajosa de
James. Estaba sufriendo una especie de reacción anafiláctica hacia mí, y si no salía pronto de allí podía estallar, al tiempo que
su sistema inmune se autodestruía en el ardiente deseo de hacer desaparecer su irritación.
Salí al recibidor y pude ver de refilón a Barbara en el rellano del piso de arriba. Tenía el rostro pálido y tenso, pero juro que
me saludó con un gesto. Con la pesada carga de cuatro maletas no estaba en disposición de devolverle el saludo, y quizás
habría sido una falta de tacto, de todas formas.

Para entonces eran más o menos las seis y media, y la oscuridad propia del mes de noviembre ya se había adueñado del
cielo. Pen estaría esperándome en su sótano, deseando recibir buenas noticias y dinero contante y sonante. En tales
circunstancias, no podía ofrecerle ni lo uno ni lo otro.
A la luna le quedaban tres días de luz. Como la mayoría de la gente en esa época, siempre que planeaba estar fuera
después de anochecer echaba un vistazo al almanaque. Los muertos no siguen las fases de la luna, por supuesto, pero había
muchos especímenes bastante más desagradables que sí lo hacían y, de todas formas, a los muertos sabía cómo tratarlos.
Así que conduje hacia Craven Park Road, por hacer algo; además tenía que pasar por el despacho cada dos meses, más o
menos, aunque sólo fuese para recoger el correo, ya que de otro modo el peso de las facturas impagadas, que aumentaba
progresivamente, podría amenazar la integridad de la estructura del edificio.
Harlesden no es el mejor lugar del mundo para colocar una placa en la puerta. Hay que estacionar el auto en la calle
principal si uno desea tener alguna posibilidad de que siga allí al regresar. Los pandilleros jamaicanos venden coca en plena
calle y lanzan miradas de odio si por casualidad se les mira a los ojos. Y los mendigos que se sientan exhaustos en los
portales y te arponean al pasar con la mirada de sus ojos hundidos, como en La Balada del Viejo Marinero, son resucitados en
su mayoría: Es decir, no fantasmas, sino de los que vuelven al mundo en carne y hueso: zombis, a falta de una palabra menos
melodramática. En general son una triste cuadrilla, pero eso no evita que se te ponga la piel de gallina cuando pasas junto a
ellos.
Sin embargo, esa noche todo estaba bastante tranquilo: incluso el letrero que había sobre mi puerta se sostenía bastante
bien. Algunas veces, los chicos de Stonehouse Estate vienen con sus pistolas de pintura y convierten mi letrero en un capricho
barroco, borrando al tiempo el digno y sencillo rostro con el que me presento ante el mundo. Pero, esa noche, las palabras F.
CASTOR — EXTERMINADOR lucían con toda su austera nitidez.
Grambas, el propietario del kebab de al lado, estaba apoyado en su umbral, disfrutando de un cigarrillo liado, cuyo espeso
humo flotaba a su alrededor como un sudario. Me hizo una mueca al verme abrir la puerta de la calle, y yo respondí con un
guiño. Tenemos un acuerdo: él me ha prometido que no devolverá fantasmas a sus tumbas ni someterá demonios mientras yo
no sirva carne grasienta frita ni ensalada pasada.
En realidad, mi despacho está sobre su restaurante. Una vez traspasada la entrada hay un estrecho tramo de escaleras,
de escalones tremendamente altos, que gira en ángulo recto y conduce a mi local, en el primer piso. Pen dice que los
escalones son tan altos porque el edificio sufrió una extraña rehabilitación que alternaba entre tres y cuatro alturas,
dependiendo de qué partes vendieron los habitantes originales y qué partes se quedaron. Supongo que los constructores
trabajaban a destajo: veinte escalones altos son más rápidos de levantar que treinta de tamaño normal.
Recogí un buen puñado de correo y seguí subiendo. Incluso estando en forma, al final de esos escalones se llega casi sin
aliento. Y yo no estoy en forma. Abrí la puerta del despacho de una patada, jadeando como un teléfono erótico, y encendí la
luz de un manotazo.
No es que sea gran cosa como despacho, incluso según los estándares de Harlesden. Al estar sobre un negocio de
kebabs, aunque esto tiene sus ventajas en cuanto al sustento diario, las paredes, los muebles y el aire que respiras tienden a
llenarse de efluvios grasientos. Y Pen no había llegado a cumplir su promesa de conseguirme muebles decentes (aunque su
oferta seguía en pie, siempre que yo consiguiese saldar mis deudas del alquiler), de modo que todo lo que poseía era un
escritorio de formica, de los que debes montar tú mismo, y dos sillas de tubo de acero de IKEA. El archivador era una miniatura
de dos cajones que servía también como mesa para el hervidor de agua y los utensilios para el té. Como decoración tenía seis
ilustraciones enmarcadas de Little Nemo in Slumberlami que compré en IKEA, en la misma expedición en la que me traje las
sillas. Hacían que los clientes se sintiesen relajados y receptivos. Además, costaban menos de cuatro billetes cada una.
Sí: era patético. Pero era mío.
O al menos lo había sido.
Me senté en una de las sillas, apoyé los pies sobre el archivador y empecé a revisar el correo. Por cada carta de verdad
había dos folletos de restaurantes de comida india o de grandes oportunidades de inversión, lo que aceleraba la revisión: no
tenía que abrir más que unos pocos sobres, antes de hacerles ejecutar el salto del ángel en dirección a la ya desbordada
papelera. Una factura de la electricidad, de color negro, otra del teléfono, roja... Los colores cambian en cada estación, como
un amable recordatorio del paso del tiempo.
De repente me detuve. El siguiente sobre de la pila era de color gris pálido, y llevaba un remite que reconocí: Unidad
Asistencial Charles Stanger, en Muswell Hill. Mi nombre estaba escrito en la cara frontal del sobre con una letra trabajosa y
apiñada en la que las líneas curvas se delineaban a base de varios toquecitos cortos en ángulo. Era una escritura fractal: al
mirarla, uno podía imaginar que, bajo el microscopio, cada golpe de pluma se descompondría en mil manchas angulosas de
martirizada tinta.
Rafi. Nadie más escribía así. Nadie en sus cabales podría escribir así.
Abrí cuidadosamente el sobre, despegando el borde engomado en lugar de romper uno de los extremos para meter el
dedo y pasarlo por todo el borde. Rafi me había sorprendido una vez con una cuchilla de afeitar, sujeta con cinta a la esquina
del sobre. Casi pierdo la primera falange del dedo gordo. Esta vez, sin embargo, no había más que una única hoja de papel,
arrancada de una libreta. Allí, escrito con una letra muy diferente a la que aparecía en las señas del sobre (pero también de
Rafi; tenía varias), había un mensaje que, como mínimo, era admirable por su brevedad.

VAS A COMETER UN ERROR TIENES QUE HABLAR CONMIGO ANTES DE QUE COMETAS UN ERROR TIENES QUE
HABLAR CONMIGO YA

Todavía estaba contemplando la carta de Rafi, dudando entre metérmela en el bolsillo o dejarla caer en la papelera,
cuando sonó el teléfono. El descolgarlo fue un acto reflejo: si me lo hubiera pensado lo habría dejado sonar, porque esa
acción iba a hacerme participar en una conversación que ni quería ni necesitaba mantener.
—¿Señor Castor?
Era una voz masculina, seca y dura, con un matiz de severa desaprobación. Ante mí surgió la imagen de un predicador, con
una biblia en la mano y el dedo apuntándome al corazón.
—Sí.
—¿El exorcista?
Pensé si mentir, pero no tenía mucho sentido, puesto que había confesado mi nombre. De todos modos era culpa mía.
Nadie me había obligado a coger el maldito teléfono: lo había hecho por voluntad propia, como dueño de mis actos.
Y ahora tenía un cliente.
II

E sto ocurrió diez años o más después de que los muertos empezasen a levantarse de sus tumbas: Es decir, a levantarse en
número suficiente para que ignorarlos ya no fuese una opción.
Supongo que siempre habían estado ahí. Desde luego, de niño los veía de vez en cuando, cuando me encontraba en algún
lugar tranquilo o donde la luz era tenue. Un viejo de pie en medio de la calle, con la mirada perdida, mientras las madres
empujaban sus cochecitos atravesándolo y seguían caminando; una niñita que rondaba indecisa los columpios del parque
infantil, a cualquier hora de la noche, sin intentar subirse a ellos; una sombra entre las más espesas sombras de un estrecho
callejón que no se apartaba al paso de un automóvil. Sin embargo no era un gran problema, ni siquiera para los que, como yo,
podíamos verlos: la mayoría de los fantasmas evitan a la gente; no es como si hubiese que darles de comer o limpiar lo que
ensuciasen. Noventa y nueve de cada cien nunca dan ni el menor problema. Yo aprendí a no hablar de ellos con nadie y a
evitar mirarlos directamente, no fuera a ser que me cogiesen cariño y empezasen a charlar. Sólo era malo cuando hablaban.
Pero algo ocurrió pocos años antes de que pasásemos la página del viejo milenio: como si hubiese aparecido el
equivalente cósmico de un niño enorme y rencoroso que hubiera hundido un palo en los cementerios de todo el mundo,
simplemente por ver qué sucedía.
Lo que sucedió fue que los muertos empezaron a surgir en tropel, como hormigas: los muertos y alguna que otra cosa
más.
Nadie sabía explicar lo que sucedía; bueno, eso sin contar con las múltiples variedades de "estamos viviendo los últimos
días, y ésos son los signos y prodigios que se habían anunciado". Ése era un argumento que funcionaba bastante bien, hasta
cierto punto. Cristianos y judíos habían apostado por la resurrección de la carne, y parecía que eso era lo que algunos
estaban obteniendo. Pero la Biblia es increíblemente evasiva en cuanto al tema de los hombres bestia, juega a dos bandas en
el tema de los demonios y olvida completa y absolutamente a los fantasmas, de modo que ni cristianos ni judíos parecen estar
en mejores circunstancias que nosotros para aventurar nada.
Los argumentos teológicos se consumieron como rastrojos y, por debajo de la humareda que formaron, el mundo cambió:
no de la noche a la mañana, sino con el lento e irrevocable paso de un eclipse, o de la tinta que se derrama sobre el papel y lo
va empapando. El prometido apocalipsis no llegó, pero de todos modos se escribieron nuevos testamentos, y pronto surgieron
nuevas religiones. Se abrieron inéditas posibilidades de trabajo para los que son como yo. Incluso se modificó el plano de
Londres, lo cual, al menos en lo que a mí respecta, era lo más difícil de creer y de aceptar.
Tenéis que entender que yo nací en otro lugar, al norte, a más de trescientos kilómetros de la Ciudad de la Niebla, y mi
perspectiva de Londres es la de un forastero, ensamblada en sencillas piezas durante los últimos veinte años. Cuando recreo
la ciudad en mi mente tiendo a verla de forma simplificada y esquemática, como la jaula formada por serpientes, naranja sobre
verde y sobre azul, que se ve en la contracubierta de los planos de la ciudad. La zona nula está donde la serpiente más
grande, la reina pitón, el Támesis, fluye justamente por en medio. Los fantasmas no pueden cruzar el agua que fluye, y ni
siquiera les gusta su sonido. Los demonios menores y los hombres bestia también suelen resistirse a hacerlo, aunque eso no
lo sabe mucha gente. De forma que el río es un buen lugar en donde estar, a menos que lo que tú quieras, por alguna razón,
sea precisamente confraternizar con los muertos.
Sin embargo, si recorres unas cuantas calles en cualquier dirección, hasta que ya no puedas ver el Támesis a tu espalda,
te encuentras en la ciudad que ha sido uno de los principales núcleos de población desde que Gog y Magog se sentaron sobre
sus dos colinas, hacia mediados de la Edad de Piedra, y pusieron los pies en alto. Saqueada por la guerra, destruida
interiormente por los disturbios, arrasada por el fuego y diezmada por la peste, posee una proporción de unos veinte muertos
por cada habitante vivo, proporción que aumenta sobre todo en el centro, la zona más antigua de la ciudad.
La cosa no es tan sombría como suena, porque no todos los que son sepultados regresan: una buena cantidad de ellos se
conforman con la idea de dormir fuera de casa. Y los que sí regresan suelen quedarse en un solo lugar, en vez de vagar de un
sitio a otro inspirando en los vivos un terror de ésos que aflojan los esfínteres. La mayoría de los fantasmas están atados al
lugar en el que murieron, seguido muy de cerca por el lugar en el que fueron enterrados (cosa que convierte los bloques que
rodean los cementerios de los barrios urbanos en las peores zonas de la ciudad). Los zombis no son más que espíritus todavía
más constreñidos, pues en realidad lo que rondan es a sus propios cuerpos muertos, y en cuanto a los loup-garous, los
hombres bestia... en fin, nos ocuparemos de ellos en su momento. Sin embargo, en ocasiones los fantasmas se dedican a
vagar por ahí, impelidos por la curiosidad, la soledad, el interés, el aburrimiento, la malicia, el rencor, la preocupación, la
adicción... algún asunto sin concluir, en todo caso, que no les permite descansar en paz hasta un todavía lejano día del Juicio
Final.
Estoy hablando de los muertos como si experimentasen emociones y motivaciones humanas. Mis disculpas. Es un error
muy común, pero cualquier profesional os ofrecerá un punto de vista diferente sobre el tema, tanto si se lo pedís como si no.
Los fantasmas son como los reflejos de los espejos deformantes que hay en las ferias: ecos distorsionados de emociones
pasadas, que persisten mucho después de su fecha de caducidad. A veces todavía permanece un fragmento de consciencia,
suficiente para que puedan reaccionar ante uno aunque sea de forma rudimentaria; lo normal es que no sea así. Lo último que
uno desea es cometer el error de pensar en ellos como personas normales. Ése es el momento crítico, según calculan los
cazafantasmas. Los antropomorfismos sentimentales no son exactamente una cualidad en un negocio como el mío.
Seas o no sensible, el encuentro cara a cara con un fantasma puede ser una experiencia desconcertante, por no decir que
puede hacer que mojes el asiento. Ahí es donde intervienen los exorcistas, tanto los patrocinados por las iglesias oficiales,
que suelen ser o idiotas o fanáticos, como los que trabajan por su cuenta, como yo, que saben bien lo que hacen.
Mi vocación hizo su aparición al día siguiente de mi sexto cumpleaños, cuando me harté de compartir la cama con mi
fallecida hermana Katie, que el año anterior había sido atropellada por un camión, y la ahuyenté gritándole rimas escatológicas
de patio de recreo. Sí, ya sé: Nunca he visto un cáliz envenenado con un letrero de "Peligro, productos químicos" más palmario
que éste, si es que alguna vez ha habido.
Y sin embargo, ¿a cuánta gente conocéis que consiga de verdad elegir su forma de ganarse la vida? El orientador del
instituto me dijo que debería estudiar gerencia de establecimientos hoteleros, de modo que escogí el exorcismo.
Hasta ahora. Ahora estaba de año sabático. Más o menos año y medio antes había sufrido una más que mediana
quemadura de dedos, y no tenía prisa por volver a jugar con cerillas. Me dije a mí mismo que me había retirado, y me obligué a
creérmelo durante buena parte del día desde entonces.

De modo que ahora, mientras escuchaba la voz de aquel muy respetable ciudadano que acudía a mí en busca de auxilio en
medio de la noche londinense, el primer pensamiento que me asaltó fue cómo diablos iba a librarme de él. El segundo fue que
tenía suerte de que no hubiese venido en persona, porque yo seguía vestido de payaso. Por otro lado, lo segundo hubiese
ayudado a conseguir lo primero, seguramente.
—Señor Castor, tenemos un problema —anunció la voz, en un convincente tono de queja y ansiedad.
¿Esa primera persona del plural era el "Nos" que utiliza la realeza o se estaba refiriendo a él y yo? Eso sería un poco
agobiante para una primera cita.
—Siento oír eso —respondí.
Y, puesto que la mejor defensa es un buen ataque, dije:
—Tengo la agenda bastante llena en estos momentos. No creo que pueda...
Disparó a esa liebre mucho antes de que pudiese refugiarse entre los arbustos:
—Me parece difícil de creer —soltó—. Muy difícil. Usted nunca contesta al teléfono. He estado llamando durante cuatro días
y no ha respondido ni una sola vez. No tiene usted contestador, y ni siquiera utiliza buzón de voz, así que ¿cómo haría para
concertar sus citas?
En cualquier otro momento ese sermón me habría sonado a gloria: Un cliente que ha estado llamando durante cuatro días
ha hecho ya una gran inversión en el negocio, lo cual hace que sea mucho más probable llegar a un trato.
En cualquier otro momento.
Incluso entonces, mientras meditaba mi respuesta, sentí la familiar aceleración del pulso, la conocida sensación de estar
sobre el trampolín más alto, mirando hacia abajo. Sólo que, esta vez, no iba a permitirme a mí mismo saltar.
—En estos momentos no acepto nuevos clientes —repetí, después de una pausa quizás demasiado larga—. Si me explica
cuál es su problema, podría orientarle sobre alguna otra persona que sí pueda ayudarle, señor...
—Peele. Jeffrey Peele. Soy el director jefe del Archivo Bonnington. Me dirijo a usted por recomendación de otra persona. No
he pensado siquiera en la posibilidad de contratar a un tercero, completamente desconocido para mí.
Una pena, pensé.
—Es todo lo que puedo hacer por usted.
Solté el fajo de cartas que todavía quedaban sobre el archivador; el apagado golpe delató lo vacío que estaba. Me puse
en pie. Quería terminar con aquello de una vez y empezar a moverme: la velada se presentaba problemática.
—¿Para qué necesita un exorcista? —le urgí.
Eso pareció sacar todavía más al señor Peele de sus cabales.
—¡Porque tenemos un fantasma! —dijo, con una voz que ahora sonaba ligeramente aguda—. ¿Qué otra cosa podría ser?
Decidí dejar esa pregunta en el aire. Se sorprendería. Pero los cuentos al calor del fuego no parecían una opción muy
atractiva en esos momentos.
—¿Qué clase de fantasma?
Probablemente, la mejor forma de librarse de Peele era sacándole algo más de información. Dependiendo de lo que me
contase, estaba casi seguro de poder guiarlo hacia alguien que pudiese hacer el trabajo: si era alguien compasivo, quizás
podría incluso reclamar una comisión.
—Quiero decir, ¿cómo se comporta?
—Hasta la semana pasada era completamente inofensivo —dijo, algo más calmado—. Al menos en cuanto a que no hacía
nada que fuese abiertamente hostil. Simplemente, estaba allí. Sé que este tipo de cosas se han convertido en un
acontecimiento bastante común, pero esto... —se atascó en lo que quiera que intentase decir e intentó reformularlo—. Nunca
había experimentado algo así.
Expresé mis condolencias, por si servía de algo. Incluso ahora nos topamos con bastantes casos así: personas que, por
suerte, estilo de vida o por simples motivos de lejanía geográfica nunca se habían encontrado con ninguno de ellos, ni
fantasmas ni zombis. Pen llamaba a esa clase de personas "vestales", para distinguirlos de los vírgenes en sentido
convencional. Pero Peele acababa de perder su virgo espectral y era obvio que quería hablar de ello.
—El Archivo Bonnington está en Euston —empezó—. En Churchway, al final de la antigua Drummond Street. Nuestra
especialidad son mapas, cartas de navegación y documentos originales, todos procedentes de Londres, por supuesto, porque
la mayoría de los gastos de mantenimiento los sufragan la Alcaldía de Londres y los fondos de la UMF local.
Tradujo el acrónimo casi automáticamente, como alguien acostumbrado a hablar en una jerga que nadie comprendía:
—Unión de Museos y Fundaciones, creada a iniciativa de la alcaldía. También tenemos una colección de artefactos
marítimos, con su propia financiación, proveniente del ministerio de Marina y la Unión de Marinos, y una más que notable
biblioteca de primeras ediciones, adquirida de un modo bastante azaroso...
—¿Y el fantasma ronda el archivo mismo? —interrumpí, alarmado ante la perspectiva de tener que escuchar una lista
pormenorizada—. ¿Desde cuándo, exactamente?
—Desde el verano pasado. Quizás a mediados de septiembre, más o menos. Hubo una pausa en octubre, pero ahora ha
vuelto, y parece peor que nunca. Realmente amenazadora. Incluso violenta.
—¿Los avistamientos están delimitados? Es decir, ¿el fantasma ronda alguna estancia en particular?
—No la verdad es que no. Va de aquí para allá, por una amplia zona. Pero dentro de unos límites. Creo que la han visto en
casi todas las estancias de la planta baja y el sótano. A veces, con menor frecuencia, en los pisos superiores.
Ese aspecto errabundo era poco habitual y atrajo mi interés.
—Habla usted en femenino... ¿Debo entender que tiene una forma reconociblemente humana?
Esta pregunta pareció alarmar un poco a Peele.
—Sí, por supuesto. ¿Es que hay algunos fantasmas que no lo son? Parece ser una joven de pelo oscuro. Lleva una especie
de vestido o túnica blanca con capucha. Sólo su rostro es... —de nuevo pareció luchar durante unos instantes con una palabra
o concepto difícil de manejar para él—. Su rostro es muy difícil de ver —explicó por fin.
—¿Y qué es lo que hace?
Eché un vistazo a mi reloj. Todavía tenía que confesarle a Pen que la había jodido bien en la fiesta, y ahora tenía que
ocuparme también de la carta de Rafi. Cuanto antes acabase con la rutinaria escucha comprensiva y me largase a atender mis
asuntos, mejor.
—Ha dicho usted que hasta hace poco era inofensiva.
Hubo una pausa al otro extremo del hilo, tan larga que cuando Peele habló por fin yo ya había abierto la boca para
preguntarle si todavía estaba allí.
—Cuando la veían, especialmente al final del día, la mayor parte del tiempo se limitaba a estar allí. Notabas algo, parecido
a la ráfaga de aire que crea una puerta al abrirse y, cuando mirabas a tu alrededor, allí estaba. Mirándote.
Hubo una pausa preñada de significado antes de esa última palabra: Peele estaba reviviendo la experiencia en su mente
al tiempo que hablaba, y no parecía que fuese agradable.
—Nunca era desde muy cerca. Al otro lado de la habitación, o al pie de una escalera. Tenemos muchas escaleras. El edificio
tiene un diseño muy original, con muchos... —recuperó el hilo de su narración, con algo de esfuerzo—. Tenemos treinta
personas en plantilla, incluyendo a varios con contrato a tiempo parcial, y creo que todos la han visto como mínimo una vez. Al
principio era espantoso. Como dije, ella tendía a preferir la tarde, y en esta época del año suele estar oscuro ya hacia las
cuatro. Era muy desconcertante estar buscando un libro entre los estantes, levantar la vista y verla al final del pasillo.
Mirándote detenidamente. Con los pies unos centímetros por encima del suelo, o bien con los tobillos hundidos en él.
—Mirándote detenidamente.
—¿Cómo?
—Lo ha dicho dos veces —señalé—, que ella los observa. Pero creo que también ha mencionado que su rostro es borroso.
¿Cómo sabe a qué mira?
—Borroso no —objetó Peele—. Nunca dije eso. Dije que su rostro no se puede ver. La parte superior sobre todo. Es como
si hubiese... una cortina sobre él. Un velo. Un velo rojo. No puedo describir bien la impresión que causa, pero probablemente
es lo más desconcertante en ella. El velo cubre todo lo que va del nacimiento del pelo hasta poco más abajo de la nariz, de
modo que sólo la boca es visible.
Se detuvo un momento, supuse que para consultar sus recuerdos, y su voz se volvió todavía más vacilante. Podía notar
cómo escogía las palabras, dándoles vueltas en su cabeza para medir todos sus matices:
—Y sin embargo se puede sentir su atención —dijo—. Sabes que estás siendo observado. Examinado. No existe la menor
duda.
—Eso ocurre en muchas apariciones —convine—. La mirada ectoplásmica. Se puede notar incluso sin que el fantasma se
haga visible: en esos casos es mucho más difícil de tratar, por supuesto, porque es mucho más complicado reconocer de qué
se trata. La que tienen ustedes es la más habitual: ella les mira y ustedes notan la presión de su mirada. Sin embargo —y de
nuevo lo obligué a volver al tema principal—, ahora hace algo más que limitarse a mirar, ¿no es así?
—El viernes pasado —dijo Peele, preocupado—. Uno de mis ayudantes, llamado Richard Clitheroe, estaba restaurando un
documento en la sala de trabajo del personal. Muchos de los manuscritos originales de nuestra colección han estado muy
descuidados; supongo que es inevitable: por eso, gran parte de nuestro trabajo es de mantenimiento y restauración. Cogió
unas tijeras y entonces hubo... hubo una conmoción. Todos los objetos que había en la mesa empezaron a volar dando
vueltas, sin control, y las tijeras le fueron arrancadas de las manos. Le cortaron la cara, no con un corte profundo, pero sí muy
visible, y... y también mutilaron el documento.
Quedó en silencio. Me impresionó que mencionase en último lugar el daño causado al documento: a juzgar por el tono
apagado de su voz, eso fue lo que más le había atemorizado. Así pues, el archivo de Peele poseía un fantasma tranquilo y
pacífico que de repente se había vuelto furioso y activo. Era algo poco común, y sentí que la curiosidad se desenredaba en mi
estómago como una serpiente que se despereza. Apreté los dientes para contrarrestar ese sentimiento con todas mis
fuerzas.
—Hay una mujer con la que solía trabajar a veces —le dije a Peele. La verdad es que lo que hacía era trabajar a sus
órdenes, pero continué con la mentira que salvaguardaba mi dignidad—. La profesora Jenna-Jane Mulbridge. Probablemente
haya oído hablar de ella. Es la autora de En cuerpo y alma.
Peele emitió un sonido que se quedó a medio camino de un "Ahh". La obra maestra de JJ era uno de los pocos manuales
de nuestra profesión que ha tenido un gran tirón entre el público en general, por lo cual todo el mundo ha oído hablar de ella,
aunque no la hayan leído.
—¿La mujer que invocó a Rosie? —confirmó Peele, claramente impresionado.
En realidad hubo que echar mano de todo un grupo de exorcistas para invocar al espíritu conocido medio en broma como
Rosie Crucis, y se necesitó a todo un equipo de personas a tiempo completo para mantener la invocación una vez la
conseguimos atrapar, pero no hice comentario alguno.
—La profesora Mulbridge todavía ejerce de vez en cuando —dije—. Y también dirige la clínica de Ontología Metamórfica de
Paddington, de modo que se relaciona cotidianamente con docenas de los hombres y mujeres más destacados de esta
profesión. Puedo escribirle unas líneas para pedirle que se ponga en contacto con usted. Estoy seguro de que ella podrá
ayudarle.
Peele ponderó cuidadosamente esa posibilidad. Por un lado, JJ era una buena zanahoria que morder; por otro, obviamente
él buscaba una solución instantánea, como todos los clientes.
—Pensé que quizás podría venir usted mismo —remarcó—. Esta noche. La verdad es que necesitaría que alguien se ocupe
del asunto esta misma noche.
Tengo un discurso preparado para los clientes que utilizan esta táctica, pero sentí que ya había concedido a Peele más
comprensión y paciencia de lo que merecía.
—El exorcismo no funciona así —dije suavemente—. Señor Peele, me temo que tendré que volver a tratar esto con usted
más tarde, a menos que elija usted encargárselo a otra persona. Tengo una cita, a la que no quiero llegar tarde.
—Entonces, ¿la señora Mulbridge llevará a cabo el exorcismo? —insistió Peele.
—Es la profesora Mulbridge. No puedo prometérselo, pero le preguntaré si tiene tiempo para ocuparse de ello. Si es así,
supongo que el teléfono del archivo figurará en la guía.
—Tenemos una página web. Todos los datos están en ella, excepto mi teléfono particular...
Lo interrumpí para decirle que la página web valía perfectamente, pero se obstinó en que apuntase su teléfono de todas
maneras. Lo anoté en la parte de atrás del sobre de Rafi.
—Gracias, señor Peele. Ha sido un placer hablar con usted.
—Pero, ¿si la profesora no está disponible...?
—Se lo haré saber. Tendrá noticias, suyas o mías, en uno u otro sentido. Buenas noches, señor Peele. Cuídese.
Colgué, crucé la habitación hacia la puerta y bajé las escaleras. Había llegado al pie cuando sonó de nuevo el teléfono.
Apagué las luces de un manotazo, cerré con llave y me alejé hacia el coche. Estaba aún donde lo dejé, y seguía teniendo
sus cuatro ruedas; incluso en los momentos más bajos hay diminutos agujeros de luz en el negro manto de mi mala suerte.
Un vaso de whisky me llamaba con sensuales cantos de sirena, por encima de las roncas y gastadas voces de la noche.
Pero yo estaba atado al mástil, como Ulises.
Antes debía ir a ver a Rafi.

***

Me cambié de ropa en el auto, y cuando tiré la chaqueta verde sobre el asiento trasero sentí un palpable hormigueo de
alivio. No era por su ridículo color, sino por la sensación de estar sin mi flautín, tan necesario para mí como la pistola para un
detective privado norteamericano. Mientras me retorcía para volver a ponerme el abrigo, cosa bastante complicada en tan
reducido espacio, sentí la necesidad de comprobar que el flautín estaba todavía en el largo bolsillo que había añadido a la
altura del pecho, donde puedo alcanzarlo con la mano izquierda, de forma que parece que estoy mirando la hora en mi reloj.
La daga y el cáliz de plata son herramientas muy útiles a su manera, pero el flautín es más bien una parte de mí, como un
miembro extra.
Es un Clarke Original, en re, con diamantes pintados a mano en cada agujero y el ataque con aire más dulce que haya oído
nunca. Lo hay también en do, pero, como dijo una vez David St Hubbins, "re es la nota más triste". Con él me siento como en
casa.
Satisfecho de que el flautín volviese a estar donde debía, puse en marcha el automóvil y me alejé del despacho con la
habitual mezcla de sentimientos, entre el alivio y el malhumor que te provoca el mono de algo.
La Unidad Asistencial Charles Stanger es un edificio pequeño y discreto a un tercio de la larga y cerrada curva de Coppets
Road, justo después de pasar la North Circular. La parte central se formó uniendo toda una fila de humildes casas adosadas
para crear un único edificio, aunque de esa especie de columna vertebral surgen ahora varios miembros, extraños y deformes.
Con el bosque de Coldfall como telón de fondo, el lugar todavía se las arregla para parecer idílico si te aproximas a él en un día
de verano, y si consigues obviar la columnata de cojos armazones de camas y neveras averiadas, abandonados a ambos
lados del camino por los que descargan allí ilegalmente sus cachivaches.
Pero en una fría noche de noviembre el lugar se muestra a una luz mucho más sombría, y una vez que se entra por la
puerta principal, que en realidad son dos puertas y tan sólo se abren mediante un timbre que las franquea desde el interior,
uno debe abandonar todo lo que quedaba de idílico en el receptáculo dispuesto a ese fin. Los muros de ese lugar parecen
recocidos en dolor y locura, como una capa de sudor rancio, y siempre hay alguien que grita o alguien que maldice a pleno
pulmón. Para mí es como pasar del sol a la sombra, a pesar de que mantienen la calefacción un grado o dos por encima de lo
aconsejable. No sé hasta qué punto esa sensación se debe a lo que soy o a la simple autosugestión.
Charles Stanger era un esquizofrénico paranoide que asesinó a tres niñas en una de estas casuchas, justo después de la
Segunda Guerra Mundial. Los libros dicen dos, pero fueron tres: las conozco. Pasó el resto de su vida en Broadmoor, por orden
de Su Majestad, y en sus períodos más lúcidos, ya que Charlie había estudiado en Cambridge y sabía tornear una frase como
un carpintero tornea la pata de una mesa, escribió elocuentes misivas al Ministro del Interior, al presidente de la Alianza
Howard por la Reforma Penal y a cualquiera que mostrase interés, lamentando la falta de instalaciones adecuadas para el
encarcelamiento a largo plazo de aquellos cuyos crímenes habían sido cometidos no por mala intención o movidos por
pasiones depravadas, sino pura y simplemente por estar más locos que un rebaño de cabras.
Tras su muerte se descubrió que no sólo era propietario de la casita en la que vivía, sino también de la de al lado. Su
testamento estipulaba que debía entregarse a una fundación, esperando que algún día fuese el germen inicial de una
institución más humana y menos alienante, en la cual los perturbados que supusiesen un peligro para los demás pudiesen
pasar el resto de sus días a salvo y apartados de sus clientes habituales.
Es una historia conmovedora, la verdad. Un poco triste para los tres fantasmitas, por supuesto, porque ahora pasan la
eternidad en compañía de una infinita multitud de violentos perturbados que probablemente les traerán a la memoria las
circunstancias de su propio fallecimiento. Pero los muertos no tienen derechos. Los enfermos mentales sí, al menos sobre el
papel, y la Unidad Asistencial Charles Stanger muestra los habituales equilibrios entre el respeto a esos derechos y el intento
de recortar sus bordes. En general, los internos son bastante bien tratados, a menos que tengan algún violento tropiezo con
el celador menos indicado en el momento más inoportuno. La institución sólo ha sufrido cuatro muertes de personas a su
cuidado en los últimos veinte años, y tan sólo una de ellas puede calificarse en justicia como sospechosa. Me habría gustado
encontrarme también a ese sujeto, pero no se había quedado rondando por allí.
La Stanger no limita su fe a actualizar el serbal de abril pasado; si alguna vez habéis visto el efecto que pueden tener los
aparecidos en las personas frágiles de mente o definitivamente tocadas, sabréis por qué. Los sortilegios protectores se
renuevan semanalmente, y disponen de los tres sabores: una cruz y una mezuzá, representando la perspectiva religiosa, un
rizado brote de pagana madreselva y un círculo nigromántico meticulosamente trazado alrededor de las palabras HOC
FUGERE, es decir, huid de este lugar.
La enfermera del mostrador de recepción alzó la vista cuando entré y me dirigió una cálida sonrisa. Se trataba de Carla.
Era una veterana, y sabía por qué disfrutaba yo del privilegio de entrar y salir cuando quisiese.
—Buenas noches, cariño —dijo.
Así es como suele llamarme, aunque ya sabe que no me voy a hacer ideas equivocadas: su marido, Jason, es un fornido
enfermero que podría hacer de mí una original figura de origami en apenas cinco segundos.
—Creo que últimamente está bastante bien.
—Está estupendamente, Carla —dije, mientras garabateaba mi nombre en el libro de incidencias—. Esta noche sólo vengo
de visita. Me ha escrito una carta.
Sus ojos se abrieron de par en par, y leí el interés en su rostro. Carla era una cotilla empedernida. Era su único vicio, y
lamentaba amargamente que los hospitales de verdad no gozasen de los mismos niveles de intriga y promiscuidad que los
ficticios.
—Sí, ya lo vi —dijo, inclinándose un poco hacia mí—. Lo pasó bastante mal, por cierto. Ya sabes, la mano fuerte escribía
mientras la otra intentaba arrancarle el papel.
Alcé las cejas en un encogimiento virtual de hombros.
—Venció Asmodeo —dije suavemente, y Carla hizo un gesto de amargura.
Asmodeo siempre vencía. No valía la pena siquiera hacer más comentarios, y tan sólo lo dije para evitar contestar otra
cosa a la pregunta que implicaba su comentario.
—Voy a entrar —dije—. Si el doctor Webb quiere hablar conmigo puedo quedarme un rato después. Pero la verdad es que
sólo vengo por un asunto privado.
—Adelante, Felix —dijo, animándome con un gesto—. Paul tiene las llaves.
Paul era un fúnebre hombre negro, tan alto y ancho que en una formación de 4-4—2 contaría él sólo como uno de los
cuatros. Casi nunca hablaba, y cuando lo hacía era breve y preciso. Cuando me vio acercarme a él por el corredor dijo
únicamente "¿Ditko?". Asentí, se dio la vuelta y me condujo hasta él.
Al final del corredor principal hay un giro a la izquierda que tiene una pequeña cuesta arriba mediante la que se pasa de
las casitas reconvertidas en hospital a un ala más reciente, construida para la nueva función. También causa una sensación
distinta; psíquicamente, quiero decir. Las piedras antiguas emiten una especie de campo emocional difuso y constante, como
el resplandor de una hoguera extinguida; el cemento recién fraguado es neutro y frío.
Quizás por eso sentí un escalofrío cuando nos detuvimos frente a la puerta de Rafi.
Paul se inclinó para inspeccionar el interior por la ventanilla, chasqueó la lengua en señal de desaprobación y giró la llave
en la cerradura. La puerta se abrió de par en par.
Entre una visita y la siguiente siempre olvido lo pequeña y desnuda que es la celda de Rafi. Supongo que el olvido ayuda a
soportarlo mejor. La estancia es esencialmente un cubo de tres metros de lado. No hay muebles, porque incluso cuando están
atornillados Rafi puede arrancarlos y utilizarlos, y todavía quedan empleados en la Stanger que recuerdan la última vez que
esto ocurrió; ante la duda, no lo hagas, es el credo que se sigue a rajatabla. Paredes y techo son de enlucido blanco pero,
bajo él, oculto a la vista, en lugar de planchas de yeso hay una capa de una aleación de plata y acero en proporción de una
por cada diez partes. No me preguntéis cuánto cuesta: ésa es la principal razón de mi pobreza. En el suelo el metal está a la
vista, con un brillo opaco entre antiguas marcas de arañazos.
Rafi estaba sentado en una esquina, en la postura del loto. El pelo largo y lacio le caía sobre la cara, ocultándola por
completo, pero alzó la vista al oír mis pisadas, apartó el follaje y me hizo una mueca. Alguien le había soltado un brazo de la
camisa de fuerza y le había dado un mazo de cartas: estaban desplegadas en el suelo, frente a él, colocados como en el
solitario llamado "juego del reloj". Las cartas tenían los bordes duros y estaban plastificadas, lo cual me pareció muy mala
idea. Me dije a mí mismo que tenía que pedirle a Carla que diese un pescozón a Webb de mi parte y le preguntase qué creía
que estaba haciendo.
—¡Felix! —gruñó Rafi, con uno de sus tonos más desagradables: pronunciadas desde lo más hondo de su garganta, las
guturales sonaban tan ásperas como disparos a baja velocidad—. Me siento muy honrado. ¡Qué gran privilegio, coño! Pasa,
venga; entra ya, no seas tímido.
—Si le da problemas llame, ¿de acuerdo? —dijo Paul, con su voz lúgubre y flemática.
Cerró la puerta tras de mí y oí cómo giraba la llave de nuevo en la cerradura.
Rafi me contemplaba en silencio, expectante. Desabroché mi abrigo y toqué con los dedos el bolsillo en el que guardaba el
flautín irlandés; podía verse más o menos una pulgada de su parte superior, de cobre brillante, que destacaba sobre el forro
gris como ceniza a medio enfriar. Suspiró al verla, con un deje entrecortado.
—¿Vas a tocarnos una canción? —susurró. Y por un momento fue el verdadero Rafi, no Asmodeo hablando mediante su
voz.
—Me alegro de verte, Rafi —dije—. Sí, tocaré algo para ti dentro de un momento. Te dará unos momentos de paz, o al
menos te permitirá pensar un poco por tu cuenta.
El rostro de Rafi se distorsionó de pronto, como si se hubiese derretido y rehecho en un instante para transformarse en
una mueca sarcástica y brutal.
—¡Ya quisieras, gilipollas! —gruñó la otra voz.
En fin, ya sabía que no iba a ser fácil. Nunca lo es. Sintiéndome como alguien a punto de saltar por encima de la trinchera y
cargar contra el enemigo atravesando la tierra de nadie, me senté frente a él y crucé las piernas en una postura que era como
un reflejo de la suya. Saqué la carta del bolsillo de mi abrigo, la desdoblé y se la acerqué para que la viese.
—Tú me escribiste —dije, haciendo hincapié deliberadamente en el "tú". A pesar de lo que acababa de decirle a Carla, no
estaba seguro al cien por cien de si había sido Rafi o su malvado pasajero el que capitaneaba el barco cuando esa carta fue
escrita, y sentí que necesitaba averiguarlo.
Rafi cogió la carta y la miró durante un segundo con gesto calmo y ligeramente divertido. De entre sus dedos surgió una
llama, que en un instante se extendió a las cuatro esquinas de la arrugada hoja de papel y la consumió en una única
vaharada de calor que llegó a donde yo estaba sentado. Los dedos de Rafi se abrieron y la negra ceniza cayó sobre el trozo
de suelo que había entre ambos.
—Sí, yo lo hice —fue todo lo que dijo.
Tocó las cenizas con el dedo, mirando al suelo.
—Decías que yo estaba a punto de cometer una equivocación —insistí, aunque a cada segundo me sentía más y más
pesimista—. ¿Qué equivocación era esa, Rafi?
Volvió a alzar la vista hacia mí y nuestros ojos se encontraron. Los de Rafi normalmente eran castaños, pero éstos eran de
un negro líquido, como si de ellos manasen lágrimas de tinta.
—Vas a aceptar el caso —dijo Asmodeo en tono irritado—, y eso te matará.
III

L a primera vez que vi a Rafael Ditko yo estaba casi al fondo de una espiral. Tenía diecinueve años, y llevaba menos de un
año en Oxford, estudiando una licenciatura en Lengua que seguía mecánicamente, porque era la asignatura que se me
daba mejor en la escuela y porque mi padre no se había dejado la piel en fábricas y astilleros durante cuarenta años para ver
cómo sus hijos acababan haciendo lo mismo que él. Pero la desesperación y el nihilismo habían estado royéndome las
entrañas durante años. Cuanto más observaba a los tristes e insustanciales muertos que rondaban por los bordes de la vida
como mendigos a la puerta del restaurante de moda, más lúgubre y sin esperanzas me parecía el universo entero. Según mi
razonamiento, si existía un Dios era o un psicópata o un gilipollas: nadie respetable hubiese creado un universo en el que
tienes una sola oportunidad para calentarte las manos al calor del fuego y después has de pasarte el resto de la eternidad al
relente. La vida no tenía el suficiente sentido para mí como para querer involucrarme en ella, ni siquiera en los momentos en
los que conseguía olvidar el asustado fantasmita de mi hermana Katie y la manera en la que le había cerrado la puerta en las
narices.
Ditko tenía veintidós años; era un estudiante de intercambio, procedente de la República Checa, lo que por entonces era
algo inusual ("por entonces" eran los hedonistas años ochenta, el amanecer en la nueva era del heroico capitalismo). Con sus
ojos y cabello oscuros parecía el hijo bastardo de un arcángel y una bailarina sagrada, y destilaba desdén por los sueños de
apoteosis empresarial que afligían a la mayoría de sus compañeros de estudio. ¿Un empleo en la City? ¿Jubilarse a los treinta?
¡A la mierda! Él se dedicaba en cuerpo y alma a apurar la vida, el sexo y la muerte, con un fervor que excluía incluso ese grado
de cálculo.
Rafi tomó prestado el culto a uno mismo de la generación Thatcher, lo probó y lo convirtió en algo elegante e irónico. Sí:
birlaba las novias de sus amigos, fumaba su hierba, colonizaba sus apartamentos y asaltaba sus neveras: pero nos
compensaba regalándonos entradas para el espectáculo. Nadie consiguió nunca odiarlo por ello, ni siquiera las mujeres de las
que se aprovechaba al máximo y a las que escogía como si fuesen baratijas en un puesto de mercadillo. Ni siquiera Pen, para
quien él fue el primero y (al final) el único.
A veces me pregunto cómo habría sido su vida si nunca me hubiese conocido. Desde luego, ya sentía gran fascinación por
lo oculto, pero por entonces era un interés académico, porque él era demasiado frívolo y demasiado mordaz para creer en
nada. Pero durante nuestras conversaciones de borrachos sobre los muertos, los que nunca llegan a irse y los que regresan,
ese interés comenzó a acentuarse y a convertirse en algo distinto. A pesar de templar mi amargo ateísmo con su propio
evangelio, agnóstico e indulgente (prueba a ver qué tal, contén la lengua, limítate a mirar las ilustraciones), atendía a mis
descripciones de los fantasmas londinenses con un entusiasmo demasiado intenso para ser saludable. Por entonces yo era
tan estúpido y estaba tan metido en mí mismo que no me di cuenta, pero estaba ofreciéndole algo nuevo de lo que colgarse.
Abandoné la facultad justo al comienzo del segundo curso, y comencé a recorrer el mundo en un vagabundeo sin rumbo
pero muy intenso, que consumiría los cuatro años siguientes de mi vida: mi gira basada en "¿dónde toca ir ahora?". Rafi me
había proporcionado el combustible espiritual para el viaje, me había preparado, apuntado y prendido la mecha; eso significó,
en la práctica, que probablemente le debía la vida. Sin embargo no volví a verlo hasta dos años después de mi vuelta, y para
entonces había cambiado. Se había convertido en uno de esos tipos que se pasan las horas en los sótanos de las librerías y
pagan por la lista de la lavandería de Aleister Crowley diez veces más de lo que vale.
Nos tomamos unas cuantas cervezas en el Angel, en St Giles's High Street, pero, al menos para mí, fue una experiencia
turbadora y deprimente. Lo que me había atraído de Rafi era que tenía un estilo de vida que yo estaba deseando observar de
cerca y a ser posible imitar; ahora no quería más que hablar de la muerte: como estado, como destino, como origen y como
estanque lleno de truchas. Dijo que estaba aprendiendo para convertirse en nigromante. Le dije que era una gilipollez;
aunque algunos de nosotros fuésemos capaces de ver a los muertos y hablar con ellos (para entonces yo había conocido a
cinco sensitivos, y había oído hablar de un puñado más de ellos), eso no hacía que la muerte en sí misma fuese menos
irrevocable. Existía una línea: cada uno de nosotros la cruzaría tan sólo una vez, y todos íbamos en la misma dirección. Nunca
había oído hablar de nadie que de repente volviese para cerrar la llave del gas. No estaba diciendo más que estupideces, por
supuesto. Pero por entonces casi nadie había oído hablar de los zombis, y yo nunca me había encontrado con ninguno.
De todas formas Rafi no me escuchaba. Estaba tras la pista de algo, dijo, algo que haría que, de la noche a la mañana, mis
poderes fuesen irrelevantes a su lado.
—Antes incluso —repetía, chasqueando los dedos ante mis narices con una mueca salvaje en el rostro—. Así de rápido.
Esta ronda la pagas tú, Fix.
Yo había pagado las siete rondas anteriores, y más adelante eso me tranquilizó un poco. Al menos en algunos aspectos
Rafi no había cambiado: seguía siendo un elegante parásito que hacía que te sintieses agradecido mientras te gorroneaba
descaradamente. Quizás el Ditko esencial estaba intacto todavía, por debajo de todas aquellas gilipolleces. Quizás conseguiría
resistirlo y hallar otra cosa de la que colgarse.
La siguiente vez que lo vi fue en la primavera de 2004. Una llamada telefónica a medianoche me arrastró a un estudio en
Seven Sisters Road, donde hallé a Rafi con los hombros caídos y los ojos en blanco, sentado en una bañera de patas en forma
de garra que tenía los grifos abiertos. Su novia, flaca y macilenta, con ese pelo blanco y fino que siempre me trae a la memoria
los bulbos de narciso, tenía que añadir al agua un par de bolsas de hielo de la tienda de licores cada diez minutos, cuando el
agua empezaba a hervir.
—Rafi ha hecho un conjuro —dijo—. Una pasada de fuerte. Había conjurado a un espíritu, pero algo había salido mal y, en
lugar de acabar dentro del círculo, el fantasma se había metido en su cuerpo. Y entonces había empezado a arder.
Me quedé a su lado toda la noche, escuchándole divagar y rugir en lo que parecían cuatro idiomas diferentes, tratando de
conectar con el espíritu que le causaba todo aquello. Hacia las seis de la mañana nos quedamos sin hielo, y temí que, si
esperaba mucho tiempo más, Rafi ardería hasta consumirse. De modo que saqué mi flautín, eché a la muchacha de la
habitación y empecé a tocar. Así es como lo hago: la música es un encantamiento, y si funciona tiene el mismo efecto sobre los
espíritus incorpóreos que el papel matamoscas sobre dichos insectos. Los fantasmas quedan enganchados a ella y no son
capaces de liberarse y, cuando la música se detiene, abracadabra: no tienen nada a lo que engancharse, de modo que ellos
también se detienen. Cuando se desvanece la última nota ellos ya no están allí, simplemente.
Si eso parece sencillo, recordad el dato de que nunca llegué a acabar la carrera de Lengua. En realidad es lento y difícil, y
tan sólo funciona si consigo fijar exactamente al fantasma en cuestión. Cuanto más clara es la imagen mental que tengo de él,
mejor es la melodía y más certeros los efectos.
En este caso, el fantasma tenía una presencia tan fuerte que era casi como humo saliendo de la recalentada piel de Rafi.
Creí que ya lo había pillado. Me llevé el flautín a los labios e hice sonar unas cuantas notas, agudas y rápidas, para abrir boca.
Fue como una pistola, una grande y pesada, algo así como una 38 Trooper, dirigida a la cabeza de Rafi.

***

Seguía sentado sobre el suelo de plata y acero de la celda, mientras notaba el frío del metal, nunca menos que glacial,
subiéndome por la espalda. A lo lejos se oyó gritar a una enfermera, algo en tono jovial y probablemente obsceno, y una
puerta se cerró con un fuerte portazo.
Los negrísimos ojos de Rafi se cerraron y volvieron a abrirse, manteniéndome clavado a sus dianas, perezosas y
dementes. Emanaba un olor a carne rancia, y supe que era debido a que yo acababa de llegar desde mi despacho, sobre el
restaurante de kebabs de Gramba: una de las marcas distintivas de la presencia de Asmodeo era que Rafi empezaba a oler
como el último lugar en el que habías estado, lo cual era el típico jueguecito gilipollas del demonio.
—Vas a morir —repitió, casi ausente, mientras volteaba un par de naipes de su solitario.
—Te equivocas —dije, sintiendo una prematura sensación de alivio—. Esta noche me han ofrecido un trabajo, pero ya he
dicho que no.
—Por supuesto —rechinó de nuevo la voz, como de cristales rotos, en tono de burla—. Todavía llevas luto por tu viejo
amigo, ¿verdad? Te prometiste a ti mismo que no volverías a cagarla de esa manera. "Ante todo no hacer daño", lo que en tu
caso significa "Mejor que no hagas nada y así no la joderás".
Rafi se relamió los labios, produciendo un sonido como de periódicos arrastrados calle abajo por un fuerte viento. De
pronto me di cuenta de que sus labios estaban resecos y cuarteados, formando escamas de piel que colgaban de ellos como
en un glaseado ligero e irregular. Debería haberme dado cuenta antes: es otro de los signos a los que suelo prestar atención,
y confirmaba lo que ya había notado por el olor de Rafi. Significaba que definitivamente era con Asmodeo con quien hablaba
ahora, y que Rafi no volvería a asomar a la superficie a menos que el demonio se lo permitiese.
Lentamente y con expresión ausente, se hizo una profunda herida en el antebrazo con la uña del pulgar. La sangre brotó,
salpicando el suelo de la celda. Fingí no darme cuenta: Asmodeo hace ese tipo de cosas espectaculares, pero después
siempre repara el daño. Tiene un interés personal en mantener el cuerpo de Rafi en buena forma.
—De todas formas es demasiado tarde para poder hacer nada —murmuró, más para sí mismo que para mí—. La cosa está
más o menos dispuesta ya. Y tampoco es que hayas hecho siquiera las preguntas adecuadas...
Hubo un silencio. Cuando volvió a hablar lo hizo con una voz diferente, casi líquida, con una modulación aflautada que
resultaba insidiosa y desagradable.
—De modo que dijiste que no. Pero así están las cosas, Castor: Vas a cambiar de idea, estoy casi seguro. Verás: para los
que son como yo el tiempo es diferente, lo cual quiere decir que es más lento. Ya me parece llevar mil años atrapado aquí.
Tengo que hacer algo para mantenerme en forma, ¿entiendes? De modo que me fijo en algunas cosas. Cosas que están a
punto de suceder. Cosas que están a punto de derramarse por el borde de lo posible y ensuciar las alfombras de lo real. Sé
de lo que hablo. Después del último "no" viene un "sí", y tú llegarás a eso antes del final de esta noche. Ah, eres tan
dolorosamente predecible en lo que respecta a tus amigos... —inclinó la cabeza, hacia la izquierda, derecha, izquierda—. Creo
que es bastante obvio al son de qué canción acabarás bailando.
Saqué el flautín del bolsillo y lo dejé en el suelo, a mi lado. Rafi, o la cosa que vivía dentro de él, lo miró con un gesto de
gélida diversión.
—Yo no bailo —dije—. No me pidas que lo haga.
Se echó a reír, y no era un sonido agradable, en absoluto.
—Todos bailáis, Castor. Todos y cada uno de los gilipollas como tú. Todavía no he encontrado a un hombre, mujer o niño
que presenten una verdadera resistencia.
Extendió la mano libre, formó el cañón de una pistola con los dedos índice y corazón y apuntó a mis pies.
—¡Pum, pum, pum! Si no estuviese cumpliendo condena dentro de este amasijo de carne y ternilla, yo podría hacerte
bailar. Pero, puesto que estoy... indispuesto, otro se encargará de ello. Y ese otro... en fin, son demasiado grandes para ti.
—¿Prefieres "Oh Danny Boy" o "Ye Banks and Braes"? —pregunté, imperturbable.
—Oh, qué ordinario —soltó una risita—. Toca "O Fortuna". Me gusta la música que suena como el fin de este puto mundo.
Pero bueno, volviendo a nuestro tema... a pesar de que eso no me va a llevar a ninguna parte: deberías decir que no a este
caso, porque hay tantas probabilidades de que acabes de una pieza como de que el infierno se enfríe.
—Sabes que siempre me siento halagado cuando hablas así —le dije—. ¿Que no debería aceptar el caso? Los que aceptan
casos son los abogados y los detectives privados. Las personas que utilizan mis servicios suelen verme más bien como a un
triturador de basuras.
—En fin, si tienes las pelotas de decir no y mantener tu decisión, estupendo: no tendrás problemas. Pero no es eso lo que
dicen las apuestas, Castor. Y en lo que se refiere al estudio del comportamiento humano te llevo unos cuantos años de
ventaja. Empecé a observar cuando la raza humana en pleno no tenía más que un par de pelotas en total, y ambas estaban
en mis manos. Y hablando de eso, ¿cómo está Pen?
El súbito cambio de tema me hizo perder pie; además utilizó la voz de Rafi, para obtener el mayor impacto posible.
—Métete en tus malditos asuntos, cabrón —contesté, lo que me valió una mueca desdeñosa.
—Todo lo que está maldito es cosa mía —dijo, burlón—. Deberías escoger mejor las palabras, Castor. Las palabras son los
pájaros que salen volando espantados y muestran al enemigo tu escondrijo. Atiende: Empieza a practicar.
Tomó uno de los naipes y me lo envió volando, de forma que cayó boca abajo a mis pies. Lo recogí y le di la vuelta,
esperando que fuese el as de espadas o el comodín, pero estaba en blanco: era la carta extra que viene en algunos mazos
para reemplazar la primera que se pierde.
—No; todas las apuestas dicen que picarás —dijo Asmodeo—. Yo sólo te digo que necesitas guardarte las espaldas mejor
que hasta ahora. Eres demasiado fácil, Castor. Tienes que levantar algo de polvo de vez en cuando para que sea más difícil
ver por dónde vas. De otro modo, llegarás allí y te encontrarás con toda una fiesta sorpresa —sus ojos se empequeñecieron
hasta convertirse en dos ranuras de negro carbón—. Ahora estás pensando en tocar para que vuelva al sótano, pero uno de
estos días vendrás a mí y tocarás para echarme de aquí de una puta vez. Libérame, y libera también al angelito Rafael. Esas
son las reglas, ¿no? Tú lo rompes, tú lo arreglas. Pero no me sirves una mierda muerto. Así que tienes que hacer tres cosas:
Toma la tarjeta cuando ella te la dé. Cuídate de los licores ardientes y de las mujeres malvadas. Y no apoyes el dedo en el
gatillo hasta saber a qué estás disparando. Besitos, besitos.
Se besó los dedos, los mismos que antes habían sido una pistola, y volvió a apuntarlos hacia mí. Me llevé el flautín a los
labios y empecé a tocar, y después lo ataqué sin descanso durante media hora.

Cuando golpeé la puerta de la celda para que Paul viniese y me dejase salir, Rafi estaba durmiendo. Ahora sí era Rafi, y
seguramente iba a estar serrando el tronco hasta la mañana siguiente, de modo que no tenía sentido que me quedase. Eché
una mirada a la herida de su brazo justo antes de marcharme: ya estaba curada, y sólo una leve cicatriz mostraba el lugar
donde había estado. Malditos demonios. La mayor parte de las veces se les va toda la fuerza por la boca.
Sin embargo, mientras conducía de vuelta a la casa de Pen, las palabras de Asmodeo se abrieron paso en mi cerebro como
la arenilla en una herida. ¿Así que iba a cambiar de opinión sobre la oferta de trabajo de Peele? Yo no opinaba lo mismo. En
esos momentos no podía imaginar ninguna razón que pudiese hacerme cambiar de idea. El asunto de Rafi había sido lo que
me hizo pronunciar mi adiós a las armas casi un año antes, y esa noche había servido para recordar vívidamente lo que ocurrió
cuando cometí un error. ¡Como si necesitase que me lo recordaran! Tenía que vivir con ello cada puto día.
Pero seguía llevando conmigo el flautín. Seguía sintiéndome indefenso sin él. Y mi pulso seguía subiendo de revoluciones
cuando oía alguna historia de fantasmas.
Como la arenilla en una herida: enquistada bien adentro, donde ya no puedes extraerla.
Entré marcha atrás en el camino de entrada a la casa de Pen, cubierto de maleza, aplastando unos cuantos brotes de
zarza duros de pelar, que habían tenido arrestos para volver a levantar cabeza desde que salí por la tarde. Salí del coche y
recuperé del asiento de atrás la jaula de la rata Rhona. Me miró con bastante inquina. Según sus cuentas, yo era uno de esos
tipos que te engañan, te utilizan y te dejan colgada. Si se piensa bien, me había calado.
Cuando cerré el coche, el mando a distancia comenzó a interpretar el primer compás de "Para Elisa". Deseé que el
fantasma de Beethoven estuviese bien lejos esa noche, atormentando al director general de la Ford como se merecía.
No se veía ni rastro de luz. Yo vivo en la parte superior de la gran mole de tres pisos, y Pen en la inferior, pero, como está
construida en la ladera de una colina, de este lado sus estancias están bajo el terreno: por el otro dan a un jardín que está
tres metros por debajo del nivel de la carretera. Pero no necesitaba ver ninguna luz: sabía que estaba allí, esperándome.
La Gran Masacre de la fiesta de cumpleaños de Peter parecía haber ocurrido mucho tiempo atrás, y su hedor ya se había
disipado; sin embargo, para Pen seguía siendo la gran historia del día, y estaría deseando saber lo bien que había acabado
todo. Y también estaría deseando contar el dinero.
Pues bien, la cosa había acabado como el Titanic, y el dinero seguía dentro de la cartera de James Dodson. Ahora tenía
que enfrentarme a la cantinela, que probablemente se parecería mucho más a "O Fortuna" que a "Ye Banks and Braes".
Entré y cerré la puerta con llave. También pasé el cerrojo, y alcé la mano para crear un sortilegio protector sobre ella, lo
cual sigue siendo automático en mí, a pesar de llevar tres años viviendo en casa de Pen. Pero me acordé a tiempo y la retiré,
con una vaga sensación de coitus interruptus. Ahora Pen es sacerdotisa, y lleva a cabo sus propias invocaciones.
Pero en cuanto puse el pie en la parte superior de las escaleras del solano vi que me había equivocado al situar a Pen:
había luz en la cocina, que no era visible desde la calle, y se oían ruidos de alguna actividad llevada a cabo de forma resuelta e
incluso ligeramente violenta.
Me encaminé hacia allí. Pen estaba sentada a la mesa, de espaldas a mí; la desnuda bombilla oscilaba suavemente sobre
su cabeza, movida por la brisa que entraba por una grieta de la ventana. No alzó la vista: estaba demasiado absorbida en su
trabajo. Tenía su caja de herramientas abierta sobre la mesa, frente a ella, y también los restos de un collar roto y
desparramado. Me acerqué un par de pasos y vi lo que estaba haciendo: Estaba limando las cuentas del collar, laboriosa y
cuidadosamente. A su izquierda tenía un platillo lleno de cuentas que presumiblemente había acabado a su entera
satisfacción. También había una botella de Glen Lead Free y un vaso.
—Puedes beber de él —dijo, como si me estuviese leyendo el pensamiento—. Rompí el otro vaso al intentar quitarle el olor
a aguarrás.
Ahora estaba justo detrás de ella. Tomé el vaso, bebí un largo trago de whisky y volví a dejarlo sobre la mesa. Mientras lo
hacía miré con más atención el collar y vi que era su rosario.
—Pen —dije, porque no podía evitar preguntarlo—, ¿qué haces?
—Estoy limando las cuentas —contestó, como si fuese lo más lógico del mundo.
—¿Y eso por...?
—Eran demasiado grandes.
Entonces alzó la vista hacia mí, girando la cabeza y entornando los ojos ante la luz.
—Te has cambiado de ropa —dijo, y el tono era de decepción—. Espero que no hayas olvidado el traje.
—Está en el coche —dije, colocando la jaula de Rhona sobre la mesa—. Gracias por el préstamo.
Frunció los labios y envió besitos por el aire a Rhona, que se sentó sobre las patas traseras y arañó los barrotes.
—¿Te importaría llevarla de nuevo al harén? —preguntó Pen.
Lo hice encantado: la alternativa era confesar al momento lo ocurrido en la fiesta, y cada minuto que pudiese retrasar
aquella conversación era un instante más de felicidad. Pero las cuentas del rosario seguían rondándome la cabeza,
probablemente porque acababa de ver a Rafi y aquello se parecía mucho a lo que haría un interno de la Stanger para pasar
las horas entre dos sesiones de electrochoque.
—¿Demasiado grandes para qué? —quise saber. Pen no contestó.
—Llévate a Rhona abajo —dijo—. Te sigo ahora mismo. Por cierto, he encontrado algo que es tuyo; está en la repisa de la
chimenea, junto al reloj.
Cuando bajaba las escaleras hacia la ciudadela subterránea de Pen oí algo que levantó una repentina oleada de malestar
en mi interior: Era "Enola Gay", de OMD. Pen solía dejar sus viejos vinilos en el tocadiscos al salir del cuarto, y el plato era de
los que vuelven al inicio cuando el disco se acaba. Pero que estuviese escuchando música de los ochenta no era buena señal.
La puerta de su cuarto de estar estaba abierta. Edgar y Arthur me miraron tristemente desde sus perchas favoritas, la
parte superior de la librería y un pálido busto de John Lennon, respectivamente, mientras yo sacaba a Rhona de la jaula de
transporte para colocarla en el lujoso apartamento para ratas donde vivía con su séquito de musculosas ratas macho, que se
sentirían felices de darle lo que yo claramente no había sabido proporcionarle.
Miré hacia la repisa de la chimenea. Había algo apoyado contra el extravagante y antiguo reloj de mesa de Pen: una
tarjeta combada y brillante, descolorida por la cara que estaba hacia mí. Una foto. Atravesé el cuarto, la cogí y le di la vuelta.
Sabía más o menos lo que iba a ser: la música y el humor de Pen me habían adelantado ya algunas pistas. Aún así me
golpeó como un puñetazo en pleno pecho.
Era la plaza cuadrangular de la parte de atrás de St Peter, en Oxford, la de la fuente de la que tiende a manar de todo
excepto agua. Una escena nocturna, captada por el torvo ojo de alguien con un flash poco adecuado, de modo que no hay un
fondo que pueda ser descrito. Tan sólo Felix Castor a los dieciocho años, todo rizos castaños y sonrisa forzada, intentando
con todas sus fuerzas que no se notase que hacía ocho meses que había salido de un instituto público. Ya gustaba de usar
abrigo largo, aunque por entonces era un Burberry negro muy pijo; todavía no me había alistado en el ejército ruso
prerrevolucionario. Y, puesto que el abrigo estaba diseñado para alguien mucho más ancho de hombros, tenía el aspecto de
un enclenque de un metro setenta y ocho.
A mi izquierda, Pen. Dios, estaba preciosa. No existe una foto que pueda hacer justicia a su colorismo, su agudeza y su
vivacidad. Con una redecilla adornada con plumas en el pelo, una camiseta de escote palabra de honor, roja y con lentejuelas,
una falda negra con abertura lateral (lo que indicaba que era la mañana siguiente a una fiesta) y la mirada modestamente fija
en el suelo, parecía una prostituta que acaba de mandar todo al carajo para hacerse monja, pero todavía no se lo ha dicho a
nadie. Tenía la mano alzada hacia el cielo, con el índice extendido.
A mi derecha, Rafi. Llevaba puesta la chaqueta negra de cuello Mao y los pantalones ceñidos que eran su marca
registrada, y sonreía como un hombre que guarda un gran secreto. Herman Melville dice que eso es un truco barato, pero
bueno, también creía que Moby Dick era una ballena.
Tanto Rafi como yo estamos casi en cuclillas, con una pierna estirada hacia atrás y la otra con la rodilla flexionada.
Recordaba esa noche con una claridad que nunca había menguado, y sabía la razón de aquella extraña pose: Estábamos en
nuestras marcas, y Pen estaba a punto de decir "¡ya!".
—La encontré en el garaje —dijo Pen detrás de mí—, después de que sacases todos tus cachivaches mágicos. Estaba
tirada en el suelo.
Me volví para mirarla, con la sensación de haber sido pillado en falta. Una emoción, quizás, algo indigno y secreto que me
hacía sentir avergonzado. Pen llevaba el platillo con las cuentas en una mano y el mutilado rosario en la otra. Parecía algo
melancólica.
—¿Cómo va el marcador? —pregunté, buscando algo que decir que no estuviese relacionado con la foto. Hice un gesto con
la cabeza, señalando el platillo.
—¿El marcador?
Se quedó rumiándolo, dejando las cuentas sobre el brazo del sofá antes de dejarse caer pesadamente sobre él. Parecía
como si mis palabras la hubiesen dejado algo perpleja, a menos que fuese por el whisky. El silencio se hizo más largo.
—El partido fue suspendido —dijo por fin, sin conseguir dominar del todo el tono frívolo que intentaba dar a su voz—. Por la
lluvia. Mierda, ojalá fuese rica. Ojalá supieses tocar la guitarra como Stoker.
Era un chiste privado que ya había empezado a decaer, y que se derrumbó por completo en esa ocasión. Mack Stoker,
Mack el Hacha o Mack Cinco, era un chico matriculado en el mismo curso que nosotros, y que también abandonó la facultad,
aunque él lo hizo para convertirse en el guitarra de Stasis Leak, la banda de trash-metal, y tuvo tanto éxito que ya había
estado tres veces en rehabilitación.
Conseguí dibujar una sonrisa cansada, que Pen no me devolvió. Me miró solemne, para después mirar el platillo con las
cuentas y otra vez a mí.
—Me preocupas, Fix —dijo—. De verdad. No quiero que te hagan daño. La semana pasada fui a ver a Rafi y me dijo que
ibas a meterte en líos. En algo que te sobrepasa.
Después de un momento de silencio continuó, en voz mucho más baja:
—A veces me pregunto... si las cosas podrían haber salido de otra forma. Para él. Y para todos nosotros.
—En una banda heavy no hay lugar para un flautín irlandés —dije, intentando cambiar de tema torpemente.
Pero ahora ella hablaba de la foto, y sus palabras me hicieron regresar a mi pesar al recuerdo que había estado evitando.
No era una fiesta más: era el Baile de Mayo. Chicos que disfrutaban de todos privilegios jugando a ser adultos
decadentes, aunque sin ninguna desenvoltura y seguramente sin el suficiente cinismo. Pen llevaba a Rafi de un brazo y a mí
del otro, los tres con una excitación muy por encima de los límites de seguridad gracias al alcohol, el baile agarrado y las
hormonas de la adolescencia. Rafi, con su característica audacia judía, sugirió un trío. Pen le dio una bofetada. Era una buena
chica católica, aunque no lo propagaba. Pero hizo otra sugerencia: Podríamos hacer una carrera, cruzando la plaza y de vuelta
hacia donde ella estaba. El primero que la tocase...
—¿Qué tal estuvo la fiesta? —preguntó Pen, bajándome de golpe de mi nube.
La miré como un conejo deslumbrado por los faros de un automóvil.
—Estupendamente —mentí—. Todo salió estupendo. Pero el tipo, el señor importante de la División de Delitos Graves, me
pagó con cheque. Mañana te daré el dinero.
—¡Magnífico! —dijo Pen—. Y yo te enseñaré para qué son las cuentas. Mañana también. Es un trato justo, Fix.
—Ese es el lema de todos los buenos caseros, en este mundo y en el siguiente —convine.
—Gracias a Dios que uno de nosotros tiene ingresos, por fin —susurró Pen, haciendo una mueca mientras se tomaba otro
trago de whisky—. Si no entrego algo de dinero al banco voy a perder la casa.
Lo dijo en tono ligero, pero para Pen aquello era como decir "Voy a perder un brazo". Sabía perfectamente lo mucho que
amaba aquella casa. No, más que eso: lo mucho que la necesitaba, porque ella era la tercera de las Bruckner que vivía allí y el
tres era un número mágico. Todas las devociones que llevaba a cabo, los rituales y los encantamientos, su extravagante
versión postcatólica de la religión wicca, todo dependía de la casa del número 14 de Lydgate Road. No podría realizarlos en
ningún otro lugar.
—Pensaba que la hipoteca estaba ya pagada —dije, intentando imitar su tono desenvuelto.
—La primera sí —admitió—, pero ha habido otros préstamos desde entonces. La casa es el aval de todos ellos.
A Pen tan sólo le gusta hablar de sus planes de hacerse rica rápidamente cuando atraviesa una buena racha. El hecho de
que esos planes la dejen invariablemente más pobre de lo que estaba es una verdad que siempre le parece imposible de
digerir.
—¿Tan grave es la cosa? —pregunté.
—Necesito un par de billetes grandes antes de fin de mes —suspiró—. Cuando empiece a llegar el dinero de las fiestas ya
reservadas estaré bien. Pero, ahora mismo, cualquier cantidad ayuda.
Sé cuándo me han vencido. Le di un beso de buenas noches, subí a mi cuarto y me dejé caer exhausto sobre la cama. Algo
que tenía en el bolsillo del pantalón se me clavó en el muslo, así que me doblé para buscarlo y lo acerqué a la luz. Era un naipe
en blanco.
"Después del último "no" viene un "sí", y tú llegarás a eso antes del final de esta noche".
—Cabrón —susurré.
Envié la carta volando hasta la esquina del cuarto, apagué la luz y me fui a dormir, todavía vestido. El teléfono del Archivo
Bonnington estaba en el libro, y aún tenía el sobre en el que había escrito el número privado de Peele, pero no tenía sentido
llamar a nadie antes de la mañana siguiente.
IV

H ay un racimo de calles entre Regent's Park y King's Cross que una vez fue ciudad. Se llamaba Somers Town, y así se llama
todavía en la mayoría de los planos de la zona, aunque no sea un nombre que utilicen demasiado la mayoría de los allí
residentes.
Es uno de esos lugares que quedaron completamente jodidos durante la Revolución Industrial y nunca se ha recuperado
del todo. A mediados del siglo dieciocho era aún una sucesión de campos y huertos en su mayor parte, y los ricos construían
allí sus mansiones. Cien años después era una barriada pestilente y un nido de ladrones, uno de esos lugares que hacían que
Charles Dickens babease de gusto mientras afilaba su pluma. La estación de St Pancras está justo en medio, como un enorme
y pretencioso pastel de bodas: pero fue toda Somers Town la que acabó atravesada de calles, vías de tren, depósitos de
mercancías, almacenes y la fría lógica comercial de una nueva era. Ya no es uno de los barrios bajos, pero el motivo es sobre
todo porque ya no es siquiera un lugar. Es más bien como el muñón de un miembro amputado: cada calle por la que pasas
está atravesada por una vía de tren, o un paso subterráneo, o un espacio vacío que casi siempre acaba por ser parte de la
gris y descompuesta piel de Euston Station.
El Archivo Bonnington estaba en una de aquellas truncadas avenidas, fuera de Eversholt Street, la calle principal de
dirección norte-sur que conecta Camden Town con Bloomsbury. El resto de la calle eran principalmente almacenes, oficinas y
tiendas de fotocopias, con ventanas cegadas por el polvo y, de vez en cuando, el exoesqueleto de un andamio; pero, a lo
lejos, en la parte más alejada de las vías del tren, había un bloque de pisos de los años 30, todo ladrillo marrón y hierro
forjado comido por el óxido, con sus vencidos balcones llenos de cordeles de calcetines secándose como banderas de
rendición, y, cosa inverosímil, una virgen con su niño de piedra blanca justo encima del pórtico de la entrada principal, pues el
nombre del edificio era Saint Mary.
El Archivo Bonnington en sí destacaba entre las más bajas monstruosidades de cemento que tenía alrededor como una
solterona entre desmadejados borrachos. Parecía ser de principios del siglo diecinueve, de ladrillo oscuro y cuatro pisos de
altura, con meticulosos dibujos hechos con los propios ladrillos por debajo de cada hilera de ventanas, como un parqué
vertical. Me gustó. Tenía el aspecto de un palacio construido gracias al capricho de algún alto funcionario deseoso de un feudo
propio, pero que había muerto, igual que Fernando I, antes de poder traspasar el umbral de su Belvedere. Desde más cerca,
sin embargo, era palmario que este palacio había sido conquistado y repartido mucho tiempo atrás: una de las ventanas del
bajo estaba cegada con un trozo de aglomerado clavado en el marco, y una puerta cercana estaba taponada a base de
desechos y viejas cajas empapadas de agua. La verdadera entrada al archivo, aunque todo parecía formar parte del mismo
edificio, estaba casi veinte metros más adelante.
Las puertas dobles, cada una dividida en cuatro paneles, eran de caoba barnizada, generosamente marcadas con
abolladuras y arañazos en su parte inferior pero igualmente reales y sólidas, obviamente. Junto a la puerta había una placa de
latón que proclamaba con ornada formalidad que aquel era el Archivo Bonnington, financiado por la Alcaldía de Londres y socio
de la Comisión de la Unión de Museos y Fundaciones. También se especificaba el horario de apertura, pero aquel no parecía un
lugar que la gente estuviese ansiosa por visitar.
Entré a un enorme e impresionante vestíbulo.
Quizás me había equivocado en una o dos décadas al calcular la antigüedad del edificio: los austeros azulejos blancos y
negros del suelo poseían la solemnidad moral de Su blanca y negra Majestad, Victoria. A mi izquierda había un mostrador de
mármol gris, vacío en ese momento, pero tan largo e inexpugnable como la empalizada de Rorke's Drift, y con el aspecto de
provenir de la misma escuela de fortificaciones defensivas. Tras él, sin embargo, había media docena de colgadores en los que
se apiñaban montones de perchas. Estaban todas vacías, pero al menos mostraban su voluntad de servicio: se habían tenido
en cuenta las necesidades y la comodidad de cualquier horda invasora que pudiese llegar al lugar. Un poco más allá, al otro
lado del mostrador, había un despacho cerrado con un letrero que lucía una única palabra, SEGURIDAD. Me pareció un poco
irónico verlo junto al desierto mostrador.
A mi derecha había una ancha escalera de un gris desvaído y por encima de mi cabeza, un tragaluz abovedado con una
impresionante vidriera figurando una rosa heráldica, que luchaba por brillar entre el polvo y la mierda de paloma. Al pie de las
escaleras había tres modernas sillas de oficina tapizadas en rojo brillante, que parecían completamente fuera de lugar.
Me quedé completamente inmóvil y en silencio en medio de aquella luz triste y grisácea, aguardando, escuchando,
sintiendo. Sí, allí había algo: un sutil cambio en el aire, tan tenue que tardé un rato en notarlo. Mi mirada se desenfocó
mientras permitía que el indefinible sentido que he venido perfeccionando a través de un par de cientos de exorcismos se
abriese lentamente al espacio que me rodeaba.
Pero antes de que pudiese comenzar a centrarme en la fugitiva presencia se oyó un fuerte portazo a mi izquierda,
haciendo que aquello se escurriese fuera de mi alcance. Por encima del hombro pude ver que un guardia de uniforme salía del
despacho que rezaba SEGURIDAD. Parecía muy profesional, a pesar de tener unos cincuenta y pico años: un tipo duro de pelo
color castaño sucio, que no era que empezase a ralear, sino que huía de su frente, y una nariz que en algún momento de su
carrera le habían roto y recolocado. Se enderezó la corbata como alguien que se aleja intacto de una pelea multitudinaria. Por
un momento pensé que iba a pedirme que ocupase su puesto.
Pero en cuanto sonrió pudo verse que todo era fachada. Era la sonrisa de un cachorro, una sonrisa que buscaba caer
simpática.
—¿Sí, caballero? —dijo con vivacidad—. ¿Qué será?
Contuve las ganas de decir que una jarra de cerveza bien fuerte y una bolsa de patatitas.
—Soy Felix Castor. He venido a ver al señor Peele.
El guardia asintió con gran seriedad y me apuntó con el dedo, como si le alegrase mucho que hubiera sacado el tema.
Después de hurgar un momento bajo el mostrador volvió con un boli Bic color negro e hizo un gesto hacia un enorme libro de
visitas que estaba sobre el mármol.
—Si no le importa firmar, caballero —dijo—. Le diré que está usted aquí.
Mientras yo firmaba descolgó el teléfono y presionó la tecla con el signo de almohadilla, y después otras tres.
—Hola, Alice —dijo, tras una breve pausa—. Tengo aquí a un tal señor Felix —miró el libro de visitas— Castro, en el
mostrador central. Sí. Estupendo. Muy bien. Se lo diré.
¿Alice? Pensaba que el nombre de pila de Peele era Jeffrey.
El guardia colgó el auricular e hizo un amplio gesto hacia las sillas, el mismo que utilizan los actores al pedir un aplauso
para la orquesta.
—Si quiere tomar asiento, caballero, en un momento vendrá alguien a atenderle.
—Agradecido —dije.
Fui hasta allí y me senté, y el guardia se inventó cosas que hacer en el mostrador, en un visible esfuerzo por parecer
ocupado y resuelto. Yo cerré los ojos para no verlo, e intenté volver a localizar aquella inquietante presencia; pero no había
nada que hacer: los ruiditos provocados por los movimientos del guardia eran suficientes para desbaratar mi frágil
concentración.
Un minuto más tarde se oyeron pasos en las escaleras. Abrí de nuevo los ojos y miré a la mujer que bajaba a mi
encuentro.
Era algo digno de verse. Mientras me formaba una opinión sobre ella me coloqué la imparcialidad profesional ante los ojos,
como si fuese un visor. Yo habría dicho que le faltaba poco para cumplir los treinta, pero podía tener más, bien llevados. Era
más bien alta y muy delgada, de una delgadez enjuta, fruto del entrenamiento, no simplemente de constitución, y tenía el pelo
liso y rubio, recogido atrás en un tenso moño que en otro contexto podría pensarse que era el típico lifting barato de los
barrios marginales: aquí no, sin embargo. Iba bien vestida, incluso inmaculadamente vestida, con un dos piezas muy elegante
de color gris que imitaba conscientemente los trajes de los hombres de negocios. Los zapatos eran de piel gris con tacones de
cinco centímetros, sin más adorno que una hebilla roja a un lado. El color rojo hacía juego con el pañuelo que llevaba en el
bolsillo de la pechera. En la cintura llevaba un enorme manojo de llaves, sujeto a un cinturón de piel gris. Ese detalle y el
severo corte de pelo la hacían parecer una guardiana de las inmaculadas cárceles de mujeres que tan sólo existen en la
pornografía italiana.
Entonces habló, y, al igual que había sucedido con el guardia de seguridad, su voz hizo que todos los demás detalles
saltasen en pedazos y volvieran a reunirse formando una nueva imagen. El timbre era lo bastante grave para resultar
excitante, pero el tono frío contrarrestó ese efecto y volvió a colocarme firmemente en mi lugar.
—¿Es usted el exorcista? —preguntó.
De repente hice un viaje al pasado, sin la ayuda de ningún ácido, al momento en que James Dodson me decía "¿Es usted
el artista?" No había ni la más mínima diferencia entre ambos.
Ya estoy acostumbrado a esto. Aunque me considero interesante y atractivo por derecho propio, este trabajo proyecta un
velo de sospecha sobre el modo en que la gente me percibe y me trata. Pude ver esa perspectiva desdeñosa en la forma en
que me miraba, y supe exactamente lo que estaba viendo ella: un vendedor de aceite de serpiente, ofreciendo un dudoso
servicio a tarifas exorbitantes.
—El mismo —respondí amigablemente—. Felix Castor. Y usted es...
—Alice Gascoigne —dijo—. Soy la archivera jefe. Extendió automáticamente la mano al decirlo, como sale el cuco al sonar
las campanadas. Estreché su mano con firmeza, demorándome en el saludo, lo cual en teoría me daba la oportunidad de
ahondar en mis primeras impresiones. No soy médium, o al menos no de los de campanillas, de esos que pueden leer los
pensamientos de la gente con la facilidad con la que leen el periódico, o tienen visiones de sus futuros posibles. Pero sí soy
sensitivo: eso viene dado por el oficio. Tengo las antenas orientadas hacia longitudes de onda que otros infrautilizan o no
controlan conscientemente, y algunas veces el contacto directo, piel con piel, me sintoniza lo bastante con el otro para hacer
una lectura instantánea de su forma de ser, ver por un momento sus pensamientos superficiales o saborear algo de su
personalidad. A veces.
Pero no en el caso de Alice. Estaba completamente sellada.
—Jeffrey está en su despacho —dijo, liberando su mano de la mía en cuanto tuvo ocasión—. La verdad es que está
ocupado con unos informes de fin de mes y no podrá verle. Dice que debe usted seguir adelante y hacer su trabajo, y después
puede enviarle la factura cuando lo crea conveniente.
Mi sonrisa adquirió un leve toque dolorido. Estábamos comenzando con muy mal pie.
—Creo que Jeffrey, es decir, el señor Peele —dije, escogiendo cuidadosamente las palabras—, debe de tener una
impresión equivocada sobre cómo funciona el exorcismo. Voy a necesitar hablar con él.
Alice mantuvo su postura, y el tono de su voz cayó unos cuantos grados más hacia el cero.
—Le he dicho que no va a ser posible. Estará ocupado todo el día.
Me encogí de hombros.
—Entonces, ¿le importaría sugerirme un día más adecuado?
Alice se quedó mirándome fijamente, entre perpleja y airada.
—¿Hay alguna razón por la cual no pueda hacer usted su trabajo ahora mismo? —quiso saber.
—De hecho hay muchas razones —dije—. La mayoría son bastante técnicas. Me encantaría explicárselas a usted y esperar
después a que se las transmita al señor Peele. Pero eso me parece una forma muy enrevesada de hacer las cosas. Sería
mejor si pudiese discutirlo con ambos, y con cualquier otra persona que deba saber del asunto.
Alice sopesó esa posibilidad. Pude ver que no le hacía ninguna gracia; también noté, aunque esto era sólo una suposición,
que su urgencia inicial por decirme que me largase se había atenuado al concluir, a regañadientes, que no tenía suficiente
autoridad para hacerlo.
—Muy bien —dijo por fin—. Usted es el experto.
El énfasis de la última palabra cayó unos milímetros hacia el lado del sarcasmo.
Señaló a las taquillas de enfrente.
—Tendrá que dejar aquí su abrigo —dijo—. Existen normas sobre los efectos personales. Frank, por favor, ¿podrías
guardar el abrigo del señor Castor y darle una ficha?
—Ya mismo.
El guardia tomó una percha de una de las barras y la dejó sobre el mostrador. Pensé si protestar, pero me di cuenta de
que las cosas ya estaban lo bastante cuesta arriba con Alice como para volverlas todavía más difíciles. Cambié el flautín
irlandés al cinturón, en el que queda bastante bien sujeto, y le entregué el abrigo al guardia, pasándolo por encima del
mostrador. Él había contemplado mi diálogo con Alice sin ninguna reacción visible, pero cuando cogió el abrigo me sonrió y
asintió con la cabeza. Colgó el abrigo en la barra, antes vacía, y me entregó una etiqueta de plástico en el que estaba
recortado en hueco el número 022.
—Veintidós —dijo—. Los dos patitos. Hice un gesto de agradecimiento.
Alice se hizo a un lado para dejar que subiese las escaleras por delante de ella, consciente sin duda de lo corta que era su
falda y de la consiguiente necesidad de mantener la dignidad de su estatus. Mientras subía oía tras de mí el taconeo de sus
zapatos sobre los peldaños de piedra.
En el primer piso había una serie de puertas batientes con paneles de cristal. Alice se adelantó para abrirlas y pasar por
ellas. La seguí hasta el interior de una gran estancia que parecía algo así como una biblioteca pública, aunque con estanterías
mucho menos surtidas. En el centro de la sala había como una docena de anchas mesas, cada una de ellas con seis u ocho
sillas alrededor. La mayoría de las mesas estaban vacías, pero en una de ellas un hombre estaba pasando las páginas de lo
que parecía un viejo registro parroquial, al tiempo que tomaba notas en una estrecha libretilla de espiral; en otra, dos mujeres
habían desplegado un mapa y estaban copiando trabajosamente parte de él en una hoja tamaño A3; en una tercera, un
hombre algo mayor leía The Times; tal vez ese periódico consiga saltarse la cola y convertirse inmediatamente en historia. En
otro lugar había estanterías llenas de lo que parecían enciclopedias y libros de referencia, unos cuantos exhibidores giratorios
llenos de revistas, un par de muebles enormes para guardar mapas, una fila de unos ocho ordenadores bastante
baqueteados, junto a la pared y, en el extremo más alejado de nosotros, el mostrador hexagonal de los bibliotecarios,
atendido en ese momento por un joven de expresión aburrida.
—¿Es ésta la colección? —aventuré, intentando ser amable. Alice soltó una risita seca y breve.
—Ésta es la sala de lectura —dijo, con un tono de paciencia algo exagerado—; es el área que mantenemos abierta al
público. La colección se almacena en las cámaras acorazadas, que en su mayor parte están en el nuevo anexo.
Se lanzó a atravesar la sala sin molestarse en mirar atrás para comprobar si la seguía. Se dirigía hacia una fea puerta
reforzada de acero que estaba en la diagonal opuesta, al otro lado del gran espacio abierto. A cada lado de la puerta había
dos arcos antirrobo, del tipo que se encuentra en las grandes tiendas para desanimar a los ladronzuelos de escasos
conocimientos técnicos.
Alice abrió la puerta, no con una de las llaves que llevaba al cinto, sino con una tarjeta que deslizó a través de un escáner
que había a la izquierda de la puerta, haciendo que una lucecita roja que había en él cambiase a verde. Sostuvo la puerta
abierta, cediéndome el paso, y pasé a un largo corredor de techo bajo. Volvió a cerrar la puerta a sus espaldas, empujando en
contra del mecanismo que evitaba los portazos hasta que oyó el clic de la cerradura, y después volvió a adelantarme —lo cual
requirió una sutil maniobra —para abrir la marcha.
Había puertas a ambos lados del corredor, todas cerradas. Unos estrechos paneles de cristal protegidos con tela metálica
dejaban ver estancias atravesadas por hileras de archivadores, o llenas de librerías de suelo a techo. En algunos casos las
ventanas tenían pegados trozos de cartulina negra, agrisados por el tiempo.
—¿Qué es lo que hace una archivera jefe? —pregunté, por dar conversación.
—De todo —dijo Alice—. Superviso todo lo que se hace aquí.
—¿Y el señor Peele...?
—Él se responsabiliza de las directrices generales. Y de reunir fondos. Y de las relaciones con el exterior. Yo me ocupo de
gestionar el día a día.
Lo decía con irritación, como si le molestase que le hicieran preguntas. Pero, como dije, es algo automático en mí: sólo
puedes decidir qué es información útil y qué es una trivialidad cuando lo ves por el retrovisor.
Así que seguí adelante.
—¿Es muy valiosa la colección del archivo?
Alice me clavó los ojos con una expresión algo severa, pero estaba claro que sobre ese tema estaba más dispuesta a
hablar.
—No es algo que tenga una respuesta definitiva —contestó, un poco condescendiente, con las llaves tintineando en su
cintura—. El valor es algo establecido por el mercado, ¿entiende? Un objeto vale la cantidad por la que se puede vender.
Muchas de las cosas que tenemos son de un valor literalmente incalculable, porque no existe mercado en el que poder
venderlas. Otras no tienen valor alguno. Poseemos más de ciento veinte kilómetros de estanterías, llenas en un ochenta por
ciento. Los documentos más antiguos que custodiamos tienen nueve siglos, y ni siquiera llegan a exponerse nunca al público,
excepto cuando montamos una exhibición. Pero el grueso de la colección consiste en materiales mucho más mundanos: la
verdad es que no son el tipo de cosas por las que la gente paga una fortuna. Estamos hablando de documentos como
conocimientos de embarque de buques antiguos; escrituras de propiedad y otras de constitución de empresas; cartas y
diarios, muchísimos, aunque la mayoría no están escritos por gente muy famosa, y en muchos casos ni siquiera están bien
conservados. Si supiese usted lo que busca, en teoría podría robar lo suficiente para vivir con bastante desahogo. Pero
tendría muchos problemas para venderlos. Nunca conseguiría que una casa de subastas los aceptase, porque son nuestros y
son conocidos. Cualquier casa de subastas o tratante que se preocupe por su reputación comprueba rutinariamente el origen
de los objetos. Tan sólo los peristas compran a ciegas.
Mientras ella hablaba doblamos una esquina, y luego otra. Estaba claro que el interior del edificio había sufrido una
reconversión tan desconcertante y caótica como mi despacho. La impresión era que rodeábamos salas o muros maestros que
no podían modificarse; tras el austero esplendor del vestíbulo de entrada, la mala calidad y la desnudez de esta zona
causaban una deplorable impresión. Por fin llegamos a otro tramo de escaleras, que apenas tenía relación con el que Alice
había descendido poco antes: era de cemento armado, con cinta antirresbalones burdamente colocada en forma de V invertida
en el borde de cada escalón. Alice volvió a quedarse atrás para dejar que yo subiese en primer lugar.
—¿Ha visto usted al fantasma? —pregunté mientras subíamos.
—No, no lo he visto —su tono era seco y precavido.
—Creía que todos...
Se reunió conmigo en el descansillo superior de las escaleras y negó firmemente con la cabeza.
—Todos excepto yo. Parece que siempre estaba en otra parte. La verdad es que es curioso.
—¿De modo que no estaba usted cuando atacó a su colega?
—He dicho que nunca la he visto.
Parecía que eso era todo lo que iba a decirme. Vale, muy bien: la mayoría de las veces me doy bastante maña para saber
cuándo presionar y cuándo no. Pasamos otra curva y entonces el corredor se transformó en otro más ancho, que parecía
obedecer en mayor medida al espíritu del edificio original. Recorrimos este nuevo tramo durante casi veinte metros, hasta
atravesar la única puerta abierta hasta el momento. Ésta daba paso a una gran estancia que se utilizaba como oficina abierta,
con seis escritorios, no muy uniformemente distribuidos, cada uno con su ordenador y con sus bandejas clasificadoras llenas
hasta arriba de documentos y carpetas. Un hombre y una mujer alzaron la vista cuando pasamos frente a ellos; el hombre me
echó una rápida ojeada, la mujer pareció bastante más interesada. Un segundo hombre estaba al teléfono, hablando
animadamente, y no nos vio.
El sonido de su voz nos siguió mientras nos alejábamos:
—Sí, bueno, la verdad es que tan pronto como sea posible. No soy muy bueno con el idioma, y no puedo... Sí. Al menos
para comprobar su autenticidad.
Unos metros más adelante, Alice se detuvo de repente y se volvió hacia mí.
—La verdad es que creo que será mejor que espere en la sala de trabajo —dijo—. Vendré a buscarlo.
—Muy bien —dije.
Hizo un brusco gesto de asentimiento y se alejó. Giré sobre mis talones y volví a la estancia que acabábamos de pasar, y
esta vez sus tres ocupantes me miraron de arriba abajo al entrar.
—Hola, ¿qué tal? —dijo el hombre que había estado al teléfono—. Usted debe de ser Castor.
Debía de tener más o menos mi edad, o un poco mayor, hacia la mitad de la treintena, en caída libre hacia los temibles
cuarenta. Tenía un bronceado algo diluido ya, que las pecas hacían menos uniforme, y el pelo castaño claro, tan despeinado
como si acabara de levantarse. Estaba vestido informalmente, por decirlo de una manera suave: vaqueros raídos, camiseta del
grupo heavy Damageplan y deportivas sin atar. Sin embargo, el manojo de llaves que llevaba al cinto era tan grande como el
de Alice. En la mejilla izquierda lucía un vendaje quirúrgico.
Hizo una mueca afable y me ofreció la mano. La estreché y pude leer cierta tensión tras su sonrisa: tensión y, quizás,
expectación. No estaba muy seguro aún de cómo clasificarme, pero albergaba esperanzas de que pudiese llegar vivo a cobrar
la factura. Naturalmente, aquel era el tipo que tenía más razones para desear que se pudiese echar de allí al fantasma.
—Encantado de conocerle, señor Clitheroe —dije.
Tras de mí, la mujer silbó aprobadoramente y después tarareó los primeros compases de la banda sonora de Expediente X.
Clitheroe se echó a reír.
—Llámame Rich —dijo—. Lo has sabido por el vendaje, ¿verdad? Es decir, no ha sido ningún tipo de emanaciones del
ectoplasma o algo así...
—¿A quién vas a llamar? —dijo la mujer, arrastrando las palabras—. ¡A los Cazafantasmas!
Me volví hacia ella y Rich la presentó al momento.
—Esta es Cheryl, Cheryl Telemaque, nuestra especialista en Tecnologías de la Información.
Cheryl era muy compacta de cuerpo, muy llamativa y de piel muy oscura, del tono de castaño que puede llamarse
legítimamente negro. Parecía tener poco más de veinte años, y su gusto en el vestir incluía claramente las camisetas
ajustadas cuajadas de brillantes falsos y una buena cantidad de abalorios de gran tamaño que bordeaba la resplandeciente
frontera del maqueo a tope.
—¿De qué tipo eres tú? —preguntó, con una jovial mueca de cachondeo—. ¿El cerebrito, el guaperas o el de fijación anal?
—Me sorprende que tengas que preguntarlo —dije. Estreché también su mano. Su saludo fue fuerte y firme, y recibí una
instantánea sensación de calidez, diversión y travesura: Cheryl era, sin duda, una verdadera fuente de energía. Faltaba por
saber su voltaje exacto.
—¿Tienes que usar pentagramas, velas y esas cosas? —me preguntó con viveza.
—Normalmente no. Muchos de esos cachivaches no son más que para la galería. Yo suelo saltarme lo de las velas en
beneficio del cliente.
—Y este es Jon Tiler —dijo Rich.
Me volví de nuevo. Rich me señalaba con el brazo extendido al otro hombre, el que me había seguido con una fría mirada
cuando pasé por allí poco antes. Me pareció el más joven de los tres y el menos atractivo físicamente: medía menos de metro
setenta, tenía un sobrepeso de unos quince kilos y su enrojecido rostro estaba repleto de venillas rotas. Vestía una camisa de
manga corta con un dibujo más o menos floral en tonos naranja, rosa y verde, como si estuviese equipado para maniobras en
una jungla de macedonia de frutas.
—Hola —dije, ofreciéndole la mano.
Asintió brevemente con la cabeza, pero no me estrechó la mano ni habló.
—Jon da clases a los niños más pequeños —dijo Cheryl, en un tono que, aún siendo de chanza, parecía algo intencionado.
—Soy el encargado de interpretación —dijo Jon, con hosco énfasis.
Las respuestas comedidas suelen ser señal de una intensa ira, y además hacen que la gente te tome por un idiota sumiso.
—¿Y qué es lo que interpreta exactamente? —pregunté.
—La colección —dijo Jon—. La gente viene y yo les ofrezco una sesión explicativa. Y no son sólo niños, Cheryl. También
ofrecemos muchos programas para adultos.
—Lo siento, Jon —dijo Cheryl, bajando la vista como una escolar a la que están reprendiendo.
Rich se lanzó a llenar el silencio que siguió antes de que se volviese incómodo.
—Hemos recibido un encargo del QCA —dijo—. Son una de nuestras fuentes de financiación, y nos marcan objetivos que
cumplir. Se supone que debemos organizar cursos de un solo día para los niveles dos, tres y cuatro del National Curriculum, y
abarcar también sesiones para estudiantes adultos. Alice supervisa y Jon da las charlas, con la ayuda de un par de los
contratados a tiempo parcial.
Jon volvió a lo que estaba haciendo, que era fotocopiar páginas de un libro en una enorme impresora-copiadora, algo
anticuada. Me volvió la espalda de forma bastante ostensible, y me pregunté qué era lo que le repelía tanto de mí. Enseguida
se me ocurrió una posible respuesta, y me hice el propósito de comprobarla en cuanto tuviese oportunidad, suponiendo que el
trabajo siguiese siendo mío después de la entrevista con Peele.
No había aún ni rastro de Alice, de modo que decidí que no haría ningún daño si empezaba a recopilar algo de información.
—Rich —dije—, si no te importa hablar de ello, ¿cómo te hiciste esa herida?
Cheryl saltó antes de que él pudiese responder.
—Tengo los derechos de esa película —dijo, jovial—. Lo firmó en un posavasos, así que llegas demasiado tarde.
Rich sonrió, algo tímidamente.
—Fue muy extraño. Estaba ya preparándome para marchar, ¿entiendes? Tres cuartos de hora tarde, como siempre.
—¿Quién más estaba presente cuando ocurrió?
Lo pensó unos instantes.
—Todos —dijo—. Cheryl, Jon, Alice. Farhat también debía de estar, porque ella viene los viernes. Es una de las ayudantes
de Jon.
—¿Alice? —repetí—. ¿Alice vio lo ocurrido?
—Oh, sí —soltó una breve carcajada—. Era difícil no enterarse. Todo el mundo lo vio, y lo oyó también. Cheryl dice que chillé
como un...
—Señor Castor —dijo Alice—. ¿Puede acompañarme?
Impresionante demostración de sigilo ninja. Estaba de pie en el umbral, con los brazos cruzados; Rich se encogió al verla.
Por un segundo pensé si pedirle que aclarase el misterio: ella decía que no había estado allí, Rich que sí había estado. Pero
podía resultar violento plantearlo en público, como si fuese un reto o una pulla. Probablemente sería mejor dejarlo estar, de
momento.
—En fin, estoy deseando escuchar toda la historia —dije en tono cordial—. Repásalo mentalmente: cuantos más detalles
puedas proporcionarme, mucho mejor. Hasta dentro de unos minutos.
—Vale, tío —dijo Rich.
Me despedí de ambos con un gesto y salí con Alice; ella encabezaba la marcha por el pasillo, que volvía a curvarse de
modo extraño. En esta zona las puertas estaban abiertas, excepto una, y algunas incluso tenían ventanas que daban al
corredor. Al mismo tiempo noté un sutil cambio en mis sensaciones sobre el lugar: era como el silencio que se produce cuando
el motor de la nevera deja de funcionar y por primera vez eres consciente de que estabas escuchando un sonido. Sospeché
que acabábamos de entrar en el nuevo anexo.
Justo después de la curva del pasillo había dos puertas. Una lucía el escueto título de ARCHIVERO JEFE y en el otro estaba
el nombre de Peele bajo las elaboradas letras de DIRECTOR ADMINISTRATIVO.
—Está muy ocupado —dijo Alice, haciendo que sonase casi como una acusación—. Por favor, sea todo lo breve que pueda.
Llamó a la puerta y entró.
La placa en la puerta de Peele sería impresionante, pero su despacho apenas era lo bastante grande para dar cabida en
él a su mesa: lo normal era pensar que un hombre con un título tan importante podía haberse agenciado un lugar con algo
más de sitio para los codos.
Peele no estaba sentado exactamente tras la mesa, porque era una habitación esquinada en extraños ángulos y su
escritorio estaba contra la pared, sino en la posición más dominante que le permitía la logística del lugar. Alzó la vista cuando
entré y cerró una ventana en el escritorio de su ordenador. Probablemente el Buscaminas, a juzgar por la prisa y la
brusquedad con que lo hizo.
El hombre que giró su silla hacia mí estaba ya cerca de los cincuenta; de constitución alta y cadavérica, con una nariz roja y
curvada como la de la tortuga de carey, que descomponía lo que de otro modo hubiera sido el atractivo y ascético rostro de un
pastor metodista. Tenía rojas marcas de preocupación a cada lado de la nariz, pero no llevaba gafas. Su pelo, que ya raleaba,
era castaño, veteado de gris, y su traje, azul oscuro, brillaba con un leve e incongruente efecto bitono.
He dicho que giró su silla hacia mí. En realidad tan sólo la movió escasos grados, y al detenerse seguía estando en un
ángulo de tres cuartos respecto a mí. Sus ojos tan sólo se encontraron un segundo con los míos, y después volvieron a
clavarse en el escritorio.
—Haga el favor de sentarse, señor Castor —dijo.
Hizo un gesto con la mano hacia la otra silla, que había sido colocada tan lejos de la suya que apenas podía decirse que
estaba dentro del despacho. Me senté. Alice siguió de pie.
—Gracias, Alice —dijo Peele, dirigiendo la vista por encima de mi cabeza.
Alice comprendió la indirecta, pero no hizo caso.
—Creo que debería quedarme —dijo—. Tendré que enterarme de cómo vamos a manejar esto.
—Discutiré el tema con el señor Castor, y después se lo haré saber —dijo Peele, con un tono casi petulante.
Conté cinco segundos antes de que la puerta se cerrase a mi espalda, no con un portazo sino con un quejido, o más bien
un ultrajado "uf" de aire desplazado. Había algo que no marchaba bien en aquel diálogo, pero no conocía lo bastante bien a
ninguno de los dos para saber lo que era.
—Me alegro de que haya reconsiderado su postura —continuó Peele, en un tono como mínimo algo irritado—. Pero confieso
que, tras nuestra conversación de la noche pasada, esperaba tener noticias de la profesora Mulbridge.
Culpa mía. Había ensalzado demasiado la opción B, haciendo que pareciese que yo era el suplente y no la estrella
principal.
—Bueno, esa sigue siendo una posibilidad, señor Peele —concedí—. Pero a la postre me encontré con algo de tiempo libre
y pensé que, en este caso, el tiempo era un factor a tener en cuenta. Si no le importa esperar un poco más, por supuesto que
puedo remitir su problema a la profesora. La veré la semana próxima. O quizás dentro de quince días.
Hizo una mueca, tal como yo esperaba, y se tragó la sugerencia de bastante mala gana.
—No —dijo, moviendo tajantemente la cabeza de un lado a otro—. Nos es imposible esperar tanto. Después del ataque a
Richard, creo que el personal espera que actúe... que resuelva este problema. Si no puedo hacerlo... en fin, la moral del equipo
sufrirá, eso es seguro. No puedo permitir que se diga que no actué. Y el archivo dará una recepción el domingo. No, debe
quedar resuelto. Todo el asunto debe quedar resuelto.
No sabría decir qué era lo que estaba pensando Peele en esos momentos, pero pareció animarse bastante. Arriesgó otro
vistazo en mi dirección, tan breve como el primero.
—En muchos sentidos, éste es un momento crucial para nosotros, señor Castor —dijo—. Mañana tengo una reunión en
Bilbao, en el Museo Guggenheim. Una reunión muy importante para el archivo y para mí. Necesito saber que aquí todo está en
vías de... que no voy a regresar al caos y a las recriminaciones. Si puede usted empezar ahora, hoy, creo que eso es lo que
debemos hacer.
El tono de su voz traslucía tan sólo inquietud y malhumor, pero el miedo que había por debajo parecía sincero. Había
perdido pie, temía graves consecuencias si la fastidiaba, y quería un experto que le sacase el problema de las manos y lo
hiciese desaparecer.
Pues allí estaba yo. Tan sólo deseaba que por favor me mirase o admitiese mi presencia de alguna manera. Aquel hombro
frío e implacable me traía el desagradable recuerdo de una novia pasivo-agresiva que tuve una vez. ¿Es que acaso era
autista?
Peele pareció adivinar mis pensamientos.
—Seguramente le parecerá que mi lenguaje corporal es algo inquietante —dijo—. Tal vez incluso se pregunte si tendré
algún problema psicológico o neurológico.
—Yo no...
—La respuesta es que sí: soy hiperléxico. Es un estado similar en algunos sentidos al autismo de alta funcionalidad.
—Entiendo.
—¿De veras? Quizás no. Si está usted clasificándome mentalmente como alguien con una enfermedad debilitante,
entonces no lo entiende en absoluto. Aprendí a leer a los dos años, y a escribir justo después de cumplir los tres. También
puedo memorizar textos complejos tras una única lectura, incluso si no estoy familiarizado con el lenguaje en el que están
escritos. La hiperlexia es un don, señor Castor, no una maldición. Sin embargo, me hace reaccionar de forma poco habitual a
las señales sociales de los demás. El contacto visual, concretamente, me es muy incómodo. Mis disculpas si, debido a ello, esta
entrevista le está pareciendo desorientadora o molesta.
—No se preocupe —dije.
Avergonzado y algo perplejo, intenté hacerme perdonar, hablando tan sólo por llenar el silencio.
—La verdad es que ésa es la pieza que faltaba en el rompecabezas. Ahora puedo entender por qué daba tanta
importancia a la forma en que le mira el fantasma. Seguramente para usted es mucho más turbador que para el resto del
personal del archivo.
Peele asintió.
—Muy perceptivo —dijo fríamente—. Otro aspecto de mi condición es que la mayoría de las metáforas me resultan...
opacas, confusas. Como su referencia a que soy como un rompecabezas, por ejemplo. La escucho, pero para mí no significa
nada. Le agradecería mucho que intente evitar las metáforas cuando se dirija a mí.
—De acuerdo.
Decidí que la mejor opción era reconducir el diálogo a términos estrictamente de negocios.
—Permítame repasar de nuevo el orden de los acontecimientos —dije—. Las visiones comenzaron en septiembre, ¿no es
así?
—Eso creo, sí. Al menos fue la primera vez que se me advirtió de ello, y por tanto esa fue la primera entrada en el libro de
incidencias. Yo no la vi hasta unas semanas después.
—¿Sabe usted la fecha exacta? De la primera visión, quiero decir.
—Por supuesto.
Peele pareció algo ofendido por la pregunta. Abrió el cajón de su escritorio y sacó un cuaderno de contabilidad de doble
ancho, con cubiertas adornadas con dibujos al agua, lo colocó sobre el vade, frente a él, y empezó a hojearlo. Yo había
entendido que "libro de incidencias" era el nombre, pintoresco y arcaico, de un archivo informático; pero no, era un libro de
verdad con anotaciones de verdad. Quizás el trabajar en un lugar como éste otorgaba un exagerado respeto por las
tradiciones.
—Martes, trece de septiembre —dijo. Giró el libro y me lo ofreció—. Puede leer la entrada, si lo desea.
Eché un vistazo a la página. La entrada del 13 de septiembre ocupaba casi por entero una carilla, y la letra de Peele era
muy pequeña y compacta.
—No, es igual —le aseguré—. Es poco probable que tenga que describirlo en detalle. De todas formas, el ataque al señor
Clitheroe... ¿Rich?... ¿sucedió recientemente?
—Sí —volvió a girar el libro hacia sí y a consultarlo—. El viernes pasado, día veinticinco.
Medité sobre ello unos momentos. Una de las formas en que tiendo a clasificar a los fantasmas es en activos o pasivos, y
los pasivos son más del noventa y cinco por ciento del total. Los muertos suelen evitar a la gente, la mayor parte del tiempo;
nos asustan por el sólo hecho de estar ahí, más que por tomarse la molestia de hacernos daño de verdad. Pero más raro aún
que un fantasma violento lo era uno que había empezado siendo dócil para cambiar después.
Bueno, dejémoslo estar por ahora. Lo que necesitaba por encima de todo era un lugar por donde empezar.
—Volvamos a septiembre —dije—. ¿Trajeron ustedes alguna adquisición importante en los días o semanas anteriores a
esa primera visión? ¿Qué otra cosa ocurrió a finales de agosto o principios de septiembre? ¿Alguna novedad?
Peele frunció el ceño, concentrado en rebuscar en los archivos internos de su memoria.
—Nada que yo recuerde —dijo lentamente.
Pero de pronto alzó la vista, al menos hasta la altura de mi barbilla, animado por una súbita inspiración:
—Excepto los materiales de los rusos blancos. Creo que llegaron en agosto, aunque los estábamos esperando desde
junio.
Enderecé las orejas. ¿Rusos blancos? ¿Un fantasma femenino que llevaba una capucha monástica y un traje blanco?
Parecía un enlace en el que valía la pena pinchar.
—Siga —lo animé.
Peele se encogió de hombros.
—Es una colección de documentos —dijo—. Muy amplia, pero es difícil calcular qué parte de ella será de utilidad. La mayoría
son cartas, de emigrantes rusos que vivían en Londres en el cambio de siglo y poco después. Nos ha alegrado mucho
hacernos con ellos porque el AML, el Archivo Metropolitano de Londres, en Islington, también estaba interesado.
—¿Dónde se guardan? —pregunté.
—Todavía se encuentran en uno de los almacenes de la planta baja. No se añadirán al resto de la colección hasta que
estén totalmente registrados y catalogados.
—Más tarde me gustaría bajar a verlos, si puede ser.
—¿Más tarde? —Peele pareció perturbado ante esas palabras—. ¿Hay alguna razón por la que no pueda usted llevar a
cabo el exorcismo enseguida?
Ya estábamos otra vez. Claro que él no sabía, por supuesto, lo mucho que se parecían sus palabras a las de su archivera
jefe.
—Sí, la hay —dije—. Señor Peele, permítame que le explique cómo funcionará esto, qué es lo que obtendrá usted si decide
contratar mis servicios. Prefiero explicárselo con algo de detalle porque para mí es importante que entienda usted lo que
seguramente ocurrirá. ¿Le parece bien?
Asintió brevemente con la cabeza, aunque su rostro traslucía, con más claridad que las palabras, que en realidad no le
interesaban los posibles acontecimientos del viaje, sino tan sólo la llegada. De todos modos me lancé a ello: eso ahorraría
tiempo y lágrimas más tarde, siempre que no fuese en sí mismo un punto de ruptura.
—Si alguna vez ha pensado usted en lo que es un exorcismo —dije—, probablemente lo habrá imaginado como algo que se
desarrolla más o menos del mismo modo que las bodas: El sacerdote, el vicario o quien sea dice: "Yo os declaro marido y
mujer", y ya está, todo solucionado. Al decirlo, él hace que ocurra.
—No soy un ingenuo, señor Castor —interrumpió Peele, en un tono que me pareció quizás demasiado optimista—. Estoy
seguro de que la suya es una disciplina muy exigente.
—Bueno, puede serlo. Pero no es ahí adonde yo quiero llegar. En ocasiones sí que puedo acudir a un lugar, hacer mi
trabajo y marcharme, sencillamente. Sin embargo, la mayoría de las veces no es tan directo, o al menos no es tan rápido. He
de fijar exactamente al fantasma, sentirlo. Eso es lo primero. Después, cuando he fijado bien esa sensación en mi mente,
puedo atraer hacia mí al fantasma y hacerlo desaparecer. Pero no hay modo de saber el tiempo que llevará todo el proceso. El
exorcismo no es como una prenda de talla única. Y, si voy a trabajar para usted, necesitaré que no esté usted tamborileando
impacientemente con los dedos sobre la mesa, esperando que todo suceda en una hora o en un día. Tardará lo que tenga que
tardar.
Esperaba que Peele meditase mis palabras, pero cambió de tema, supongo que como táctica dilatoria mientras sopesaba
lo que acababa de decirle.
—¿Y cuánto...?
—Cobro una tarifa fija. Tanto si tardo un día, una semana o un mes, ha de pagarme mil libras. Trescientas por adelantado.
Eso de la "tarifa fija" era una trola de las gordas, por supuesto: suelo abordar mis tarifas al igual que hago con casi todo lo
demás, lo que significa que las improviso sobre la marcha. En esa ocasión, lo que me obsesionaba era el pago de la deuda.
Necesitaba algo de dinero en efectivo, y trescientas libras era más o menos la cifra que necesitaba para saldar cuentas con
Pen, más un plus de peligrosidad, ya que este fantasma había demostrado que le gustaba jugar duro.
Pero mi oponente se enrocaba. A Peele no le gustó nada lo que estaba oyendo.
—Lo siento, señor Castor —dijo, alzando la vista hasta el nivel de mis solapas en un rápido y atrevido vistazo—, pero no
pienso hacer ningún pago adelantado por un servicio que parece ser tan precario y poco definido. Si dice usted en serio que
podría estar aquí incluso durante... durante todo un mes, interrumpiendo nuestro trabajo, y que todo ese tiempo tendremos
que seguir soportando las apariciones, además... No, eso no es aceptable. No es aceptable en absoluto. Creo que será
preferible que trabaje usted sobre la base de que los pagos serán a cambio de resultados. Es el único tipo de contrato que
estoy dispuesto a acordar.
Exhalé un hondo suspiro y negué con la cabeza.
—Entonces creo que estamos de nuevo donde empezamos —dije, poniéndome en pie y apartando la silla—. Le haré saber
a la profesora que tiene un trabajo pendiente aquí, y ella se pondrá en contacto con usted en cuanto le sea posible. Siento
haberle hecho perder el tiempo.
Me encaminé hacia la puerta. Era sólo un farol a medias: lo que le había dicho a Peele sobre la forma en que trabajaba era
cierto, y también lo era que necesitaba el dinero ya. Si había puesto demasiado alto el listón, en fin, qué le íbamos a hacer,
pero desde luego no iba a comprarme a crédito.
Abrí la puerta, pero él me llamó antes de que pudiera atravesarla. Me volví en el umbral y lo contemplé: indeciso, hosco,
mirando hacia el escritorio con amargo rechazo; pero era obvio que estaba pensando que empezar desde cero con otra
persona significaría que todo el tiempo que había malgastado ya era dinero tirado.
—¿Es cierto que podría llevarle un mes? —quiso saber.
—Si fuese así sería un nuevo récord mundial. Lo más probable es que tumbe a su fantasma en un par de días, y dejaré de
enredar por aquí antes de que tenga tiempo siquiera de notar mi presencia. No estoy diciendo que yo sea lento, señor Peele;
tan sólo digo que el tipo de trabajo que yo hago no se desarrolla de acuerdo a un horario fijo.
—¿Y existen formas de hacer que vaya más deprisa?
Esa pregunta hizo sonar unas cuantas campanas de alarma en mi mente.
—Sí, las hay —admití—. Pero no van a ser mi primera opción, porque son impredecibles.
—¿Peligrosas?
—Sí, potencialmente peligrosas. Asintió de mala gana.
—Está bien. Supongo que conoce su trabajo, señor Castor. Creo... quizás haya hablado demasiado apresuradamente hace
un momento. Trescientas libras no es una cifra irracional como depósito. Pero, si el progreso es lento, ¿podríamos quizás
considerar el uso de alguno de esos otros métodos?
—Podemos discutirlo más tarde —dije con firmeza, preguntándome en qué lío me estaba metiendo.
—Más tarde —convino Peele—. Sí, muy bien. Quizás pueda usted volver aquí al final del día para informarme de cómo ha
ido todo. O contárselo a Alice —corrigió, y su cara se iluminó ante esa nueva idea, mucho mejor que la primera—. Y ella puede
informarme después a mí.
No protesté. Era obvio que lo iba a tener encima todo el tiempo, dijera lo que dijese.
—Muy bien, así lo haré. Pero antes me gustaría hablar con Rich Clitheroe sobre el incidente en el que sufrió el ataque del
fantasma. Y también me gustaría echar un vistazo a esas cartas rusas de las que me ha hablado, o mejor, a la sala donde se
guardan.
—Por supuesto. Ah... he de registrar la retirada del dinero de la caja fuerte, lo que significa esperar hasta después del
almuerzo, cuando hago la revisión financiera con Alice. Confío en que usted no esperará a entonces para ponerse en marcha...
—Señor Peele —le aseguré con tono grave—. Me puse en marcha en cuanto crucé el umbral.

Peele no me acompañó a la sala de trabajo, sino que se limitó a descolgar el teléfono para convocar a Alice. Me pregunté si
estaba intentando distanciarse de la decisión de contratar mis servicios o si tan sólo era otro aspecto de su hiperlexia. ¿Se
sentía tan incómodo junto a los desconocidos que prefería actuar por delegación?
Peele anunció que yo trabajaría allí durante un tiempo. Alice encajó el golpe con entereza, pero estaba claro que le
apetecía tanto como una endodoncia. Si yo fuera sensible a cosas así, eso podría haber herido mis sentimientos. Sin embargo,
antes de dejarme conducir fuera de allí decidí aclarar algo:
—En cuanto al incidente en el que atacaron a Rich Clitheroe —dije, mientras Alice abría la puerta para permitirme pasar—;
usted me dijo que no estaba presente, ¿es así?
—No —el tono de Alice era exasperado—. Eso no fue lo que dije. Dije que no vi al fantasma. Vi lo que le sucedió a Rich,
pero allí no había ningún fantasma; en lo que a mí respecta, nunca lo ha habido.
—Entonces vio las tijeras... ¿qué, levitar? ¿Moverse por sí solas en el aire?
Alice lanzó una mirada a Peele antes de responder. Él tenía la vista fija en el escritorio, pero parecía estar escuchando
atentamente. No sé qué reacción buscaba en él, ni qué vio.
—La mano de Rich se retorció —dijo—. El filo de la tijera le arañó el brazo, y después subió y le raspó la cara. Debería
preguntárselo a él, no a mí.
—Sí, bueno, se lo preguntaré, por supuesto. Pero quería establecer...
Alice me interrumpió, dirigiéndose a Peele, no a mí.
—Jeffrey —dijo—. Si me ordenas directamente que colabore con todo esto, lo haré. Pero si soy libre de negarme a ser
interrogada, me niego.
Hubo una tensa pausa.
—Alice está muy afectada por todo esto —dijo Peele en voz muy baja.
Mientras hablaba tenía la vista fija en la pantalla de su ordenador, de modo que la única indicación de que me hablaba a
mí fue que se había referido a ella en tercera persona.
—Ya veo —admití.
—Si puede usted trabajar sin molestarla... probablemente será lo mejor. Estoy seguro de que todos los demás le dirán
gustosos todo lo que saben.
Miré a Alice, que me contemplaba ceñuda, sin hacer el menor intento de ocultar su enfado.
—Muy bien —dije, después de un momento.
Ella asintió, cortante, tras haber conseguido definir y hacer prevalecer su postura. La seguí hasta la sala de trabajo y la
puerta de Peele se cerró, sin duda para su inmenso alivio.
No estaba bien: era una enorme y tremenda gilipollez. Pero el hecho cardinal no había cambiado: yo seguía necesitando el
dinero.
De vuelta en la sala de trabajo, volví a soltar mi discurso de la asignatura Iniciación al Exorcismo, con pequeñas
modificaciones en atención a Rich y Cheryl, que eran todo oídos, y Jon, que hacía como si yo no existiera.
—Así que os pediré a todos que me contéis lo que habéis visto y experimentado —concluí—. A vosotros y a cualquier otro
colega que haya estado implicado en todo esto. Y empezaré con lo que te ocurrió a ti, Rich, porque obviamente es el incidente
más grave y de seguro el que va a darme el mejor punto de partida para lo que he de hacer. Pero antes que nada quisiera
saber si alguien podría mostrarme el material ruso que llegó en agosto. Creo que son cartas de emigrantes y cosas así.
Rich levantó ambos pulgares.
—Podemos hacer las dos cosas al tiempo —dijo—. Yo soy el que cataloga ese material.
—¿Y qué hay de mí? —quiso saber Cheryl, fingiendo sentirse ofendida por haber quedado al margen—. ¿Cuándo vas a
entrevistarme?
—Justo después —prometí—. Eres la segunda de la lista.
Su rostro se iluminó.
—A la mierda, poli; no hablaré.
—Yo te haré hablar —prometí.
Me pregunté si todas las conversaciones con Cheryl tenían ese toque de irrealidad.
Rich miró a Alice como pidiéndole permiso, y ella hizo un gesto que era un híbrido entre asentimiento y encogimiento de
hombros.
—No ocupes todo el día con eso —fue todo lo que dijo.
El edificio era todavía más laberíntico de lo que yo había pensado. Nuestra ruta hacia el almacén donde se guardaban los
materiales rusos nos llevó de nuevo a bajar por la escalera de cemento armado, pero después subimos por otra, y
atravesamos una puerta antiincendios asegurada por unas bisagras lo bastante salientes para constituir un serio riesgo para
las extremidades. Después de un minuto o dos de giros y vueltas me sentí como un aldeano enredado por un taxista
londinense.
—¿No hay un atajo? —pregunté, casi sin respiración.
—Este es el atajo —gritó Rich desde más arriba—. Verás, nos estamos dirigiendo al nuevo anexo. La otra forma de ir es
volviendo al vestíbulo de entrada y girando.
Se detuvo y señaló hacia una puerta abierta. Cuando llegue junio a él pude ver que dentro había otra oficina sin paneles
divisorios, un poco más pequeña que la sala de trabajo en la que había estado y todavía más atestada gracias a media
docena de carritos de libros estacionados junto a una pared. Un chico de pelo color zanahoria, que no parecía tener siquiera
veinte años, nos adelantó llevando uno de esos carritos, a tal velocidad que tuvimos que apartarnos rápidamente a un lado
para no ser atropellados. Entre algunas de las estanterías de la parte del fondo había dos figuras más, borrosas en la
semipenumbra, que transferían libros y cajas del estante al carrito o viceversa, con un aire de concentrada precipitación. No
levantaron la vista.
—Son A.S. —dijo Rich—. Auxiliares de Servicios. Los que mantienen el índice de signaturas. Son los que buscan todo el
material que se solicita y lo llevan a la sala de lectura; después lo devuelven a su lugar. Es un trabajo muy jodido. ¿También
vas a querer hablar con ellos?
Me encogí de hombros.
—Más tarde, tal vez —dije.
No quería volver todo más complicado de lo que ya era. Tan sólo buscaba un indicio de por dónde debería empezar a
buscar al fantasma, para no perder el tiempo esperando en la sala equivocada, o en el piso equivocado, mientras Peele
vigilaba el taxímetro, esperando resultados.
Seguimos adelante, y quedó claro que ahora estábamos en un lugar muy diferente. Aquí las puertas eran todas de acero,
y la temperatura había bajado más que unos cuantos grados. Se lo dije a Rich, y él asintió.
—Es la norma BS/5454, la que seguimos —dijo—. Para almacenar documentos valiosos es necesario mantenerlos a menos
de un quince por ciento de humedad y a una temperatura todo lo estable posible, en unos límites de entre catorce y
diecinueve grados.
—¿Y la luz?
—Sí, también hay límites para eso, aunque no recuerdo cuáles son.
Por fin, Rich se detuvo frente a una puerta igual a todas las demás, pasó su tarjeta de identidad y después abrió con una
de las llaves que llevaba al cinto. Mantuvo la puerta abierta para que yo entrase. Salió a recibirnos un fuerte olor a moho.
—¿Fue aquí donde ocurrió? —pregunté. Negó vigorosamente con la cabeza.
—¿El ataque? Por Dios, no. Eso fue arriba, en la sala de trabajo, donde acabamos de estar. Si hubiese ocurrido mientras
estaba aquí solo me habría cagado en los pantalones.
Entré en la sala. Tenía el tamaño de un almacén y la helada temperatura de un matadero. Mis ojos fueron de las
estanterías de las paredes, prácticamente vacías, a la colección de cajas de la empresa de mensajería Fed-Ex, apiladas sobre
las dos mesas y en el suelo. Una de las cajas estaba abierta, y parecía llena de viejas tarjetas de cumpleaños. A su lado había
una libreta de espiral, abierta en una página medio llena de notas garrapateadas. En la otra mesa había lo que parecía ser un
ordenador portátil conectado a un monitor externo y a un ratón.
Me volví hacia Rich, que había entrado tras de mí.
—¿Y esto es...? —quise saber.
—Una de las nuevas cámaras acorazadas, de las que todavía no se usan para guardar la colección, de modo que la
utilizamos para almacenar a corto plazo y clasificar el material. Esto —indicó con un gesto— es la colección rusa. He revisado ya
más o menos un tercio de ella.
Eché otro vistazo a todo; suele servir para ver las cosas con más claridad.
—¿El portátil y la libreta son tuyos? —pregunté.
—Sí. Cuando se cataloga material nuevo se empieza por anotar todo lo que se te pasa por la cabeza. Después decides
qué es lo que pondrás en la descripción del documento y cuáles serán los encabezamientos para el catálogo. Algunos lo meten
todo directamente en la base de datos, pero yo creo que es mejor hacerlo en dos pasos.
—¿Te importa dejarme cinco minutos a solas? —le pregunté—. Podrías ir a tomarte una taza de café y volver.
Rich pareció algo sorprendido, pero se recompuso enseguida.
—Por supuesto, aunque no tomo café —dijo—. Mira.
Se agachó junto a la mesa más cercana y cogió algo allí. Incliné la cabeza y vi algo que se me había pasado por alto: una
nevera portátil, del tamaño de una de las cajas de correo. Sacó dos botellas de una bebida isotónica, Lucozade, me dio una y
se metió la otra en el bolsillo de su vaquero.
—En caso de emergencia, romper el cristal —dijo, con una sonrisa—. Si no se lo dices a la BS/5454, yo tampoco.
Salió y cerró la puerta. Un tío simpático, pensé. Un caballero por naturaleza. Claro que el fantasma había intentado hacerle
la raya del pelo quince centímetros más abajo de lo normal: para él, yo era como el Séptimo de Caballería.
Dejé la botella en el borde de la mesa, me acerqué a la caja y saque cautelosamente un puñado de lo que fuese que
contenía.
Eran lo que parecía desde la puerta: tarjetas de cumpleaños de diseño anticuado. Las felicitaciones impresas estaban en
mi idioma, pero lo escrito a mano estaba en densa escritura cirílica, que yo desconocía por completo.
Cerré con fuerza los ojos y escuché lo que decían las cartas a través de mis manos, pero no decían nada. Después de un
minuto aproximadamente volví a abrir los ojos y escruté más de cerca las cajas. Había como una docena, y en cada una de
ellas cabrían unos dos centenares de documentos. No todo serían tarjetas, por supuesto: las cartas y las fotografías podrían
ser mucho más pequeñas, de modo que el total podía ser mucho más elevado.
Aún cuando el fantasma estuviese ligado a algo de esta sala, mis posibilidades de localizarlo rápidamente estaban tan
próximas al cero que no eran una opción viable. Pero si el propio fantasma estaba aquí, o en algún lugar cercano, tendría que
ser capaz de notar algún indicio.
Me senté en el suelo y saqué el flautín irlandés del bolsillo, de mi abrigo. Sin prisas, vacié la mente todo lo posible de otros
pensamientos y toqué "The Bonny Swans" entera, de principio a fin. No era ningún sortilegio: no estaba intentando atrapar al
fantasma, ni siquiera sacarlo de su escondite. Aquella era una de las melodías que utilizaba para concentrarme: los
pensamientos fluyeron fuera de mi mente, en alas de la música, y dieron un pequeño paseo por la estancia, registrando
texturas, sonidos y olores, metiendo sus deditos irresponsables en todos y cada uno de los rincones.
Y sí que había algo moviéndose por allí, más o menos fuera de los límites a los que yo podía llegar. Algo muy discreto,
aunque no podría decir si aquella discreción era debilidad, sigilo o ni lo uno ni lo otro. Apenas podía sentirlo. Eso era extraño:
un espíritu violento suele emponzoñar hasta el aire que tiene alrededor con su rastro psíquico. Podían ser pocos, pero era
difícil no notarlos.
Llegué a la última estrofa, recitando mentalmente la letra al tiempo que la triste melodía del viejo flautín resonaba con
fuerza en el tranquilo lugar.

Y allí se sienta mi falsa hermana Anne,


Fol de rol, de rally-o,
Que me ahogó por causa de un hombre...

La tenue presencia se hizo un poco más fuerte, algo más vivida en mi mente a la escucha. Pero al tiempo se volvió más
quieta y callada. Sentí su atención deslizándose sobre mí como una onda sobre el agua fría, rompiendo contra mi piel.
Como si estuviese escuchando. Como si la música la hubiese arrastrado hasta allí, no por ningún poder que yo tuviera,
sino como respuesta a algo que había en la propia melodía. En todo caso supe que estaba cerca: supe que ese silencio era
señal de su atención, un ávido silencio que absorbía los antiguos acordes y se abría por completo, pidiendo más. ¿De verdad
que iba a ser tan sencillo? Dejé que las últimas notas quedasen flotando en el aire, un hilo de sonido cada vez más corto,
como un sedal de pesca del que se tira poco a poco, muy poco a poco...
...Y desapareció. Tan abruptamente como explota una pompa de jabón. Primero la inquietante presencia de ella flotando a
mi alrededor, envuelta en la dulzura de la música; y al momento siguiente, nada. Un silencio absoluto, vacío, intransitivo.
Menuda espantada, pensé con amargura. No debería haber intentado atraparla. Debería haberme quedado quieto, y dejar
simplemente que sucediera. Mierda.
La puerta se abrió con un chirrido de bisagras desatendidas, y Rich asomó la cabeza, cauteloso y solícito.
—¿Qué tal? —preguntó.
—Así, así —dije simplemente.
V

E ra viernes, dijo Rich, y ya eran las seis menos cuarto. Su horario era de ocho y media a cinco, y no le pagaban horas
extras, pero para él no era nada anormal trabajar hasta tarde. A veces había tareas que acabar, y si te ibas a casa antes
de hacerlas, todo lo que habías reunido durante días o semanas podía desmoronarse. En este caso estaba localizando y
organizando toda una pila de planos y mapas de los canales ocultos de Londres, para un grupo de niños de primaria que irían
de visita el lunes siguiente.
—Eso es parte de vuestro trabajo habitual, ¿no? —pregunté, sólo por asegurarme.
—Claro, por Dios. Somos un servicio público, no lo olvides. Poca gente entra aquí por casualidad, pero uno de nuestros
objetivos oficiales es la difusión. Tenemos que asegurarnos de que al menos diez mil personas utilizan el archivo este año. Y el
año que viene serán doce mil, y así sucesivamente. Tenemos dos aulas y una biblioteca de acceso directo en el tercer piso.
—Pero dar las clases es trabajo de Jon Tiler, no tuyo, ¿no? Es decir, él es el profesor.
—Encargado de interpretación, sí, es cierto... Yo no haría eso ni por todo el oro del mundo. Pero los ríos de Londres son
una de mis especialidades, de modo que acabé haciendo algunos de los trabajos preparativos para ésta. Y había un plano en
particular que lo tenía todo: todos los tributarios originales, superpuestos en el plano de superficie de la ciudad. Pero estaba
empezando a romperse justo por en medio, en una de las dobleces, y me imaginaba lo que iba a ocurrir si Jon lo utilizaba en
ese estado. De modo que decidí repararlo y dejé lo que estaba haciendo.
"Cheryl también estaba allí, acabando algunos detalles de su trabajo antes del fin de semana. Alice estaba repasando el
programa de la semana siguiente con Jon, y Faz, es decir, Farhat, una de los que están a tiempo parcial, pasaba algo a
máquina para Jon en una esquina. Una hoja de trabajo o algo así.
"Y yo casi había acabado ya. O sea, había encontrado todos los documentos que me había propuesto reunir, y lo único que
tenía que hacer con el plano era ponerle un parche. Suena chungo, pero eso es lo que hacemos con las grietas y los rasgones,
a menos que el original sea demasiado valioso para meterle mano. Le pegamos un trozo nuevo, de papel japonés libre de
cloro y pasta de PH neutro, y lo teñimos del color adecuado, para que no parezca una ensalada. Estaba cortando el parche al
tamaño adecuado. Se supone que debemos rasgar el papel y no cortarlo, pero yo suelo cortarlo y después deshilacho los
bordes con el filo de unas tijeras. En fin, hasta ahí había llegado.
Rich bebió un largo trago de su botella de Lucozade y se secó la boca.
—Y entonces las luces parpadearon. Sólo fue un segundo; Alice dijo algo sobre las caídas de tensión y Jon hizo un chiste
con la frase, no recuerdo cuál, algo grosero. Pero enseguida volvió a suceder, y de repente fue como si estuviésemos en una
discoteca y hubieran encendido las luces estroboscópicas. Me puse en pie; iba a acercarme a los conmutadores para encender
y apagar las luces unas cuantas veces, por si servía de algo.
"Pero no pude llegar hasta ellos. Algo me empujó de nuevo sobre la silla. Hubo un estruendo, como si algo pesado hubiese
caído sobre la mesa que tenía enfrente, y el suelo tembló. El plano, los botes de tintura, todo lo que estaba utilizando saltó
por los aires. Las luces se apagaron del todo, y un segundo después volvieron a encenderse. Y las tijeras —se tocó el vendaje
de la mejilla con la mano— hicieron como un violento giro en mi mano. Pude ver cómo ocurría, pero no detenerlo. Dolió de
cojones, además. Conseguí sacar un dedo, pero el pulgar seguía atrapado, completamente retorcido.
"Estaba cagado de miedo, amigo; no me importa reconocerlo. Grité algo, "Mierda" o algo así. "¿Qué carajo está pasando?"
Cheryl vino corriendo a ayudarme, pero las puntas de la tijera tiraban del pulgar y de mí mismo, arriba, abajo y hacia todas
partes. Debía parecerme a Peter Sellers en esa película en la que intenta no hacer el saludo nazi.
"Las tijeras se lanzaban hacia mi cuerpo y mi cara, y la única forma en que podía protegerme era girando con ellas e
intentando esquivarlas. Choqué contra Cheryl y ella cayó al suelo. Dios sabe dónde estaban Jon y Alice. Farhat chillaba y
chillaba, un verdadero coñazo. Entonces se me ocurrió golpear la mano contra el borde del escritorio. Tuve que darle cinco o
seis veces, pero por fin conseguí liberar el pulgar y las tijeras cayeron al suelo. Cheryl pensaba con más claridad que yo, y las
atrapó con el pie por si volvían a volar por los aires.
"Miré a Cheryl. Iba a decir algo como "La hostia, qué fuerte". Pero entonces me di cuenta de que tenía los ojos clavados en
mi cara, así que me toqué la mejilla con la mano. Estaba húmeda. Manaba sangre de este corte, salpicando la hoja de trabajo,
el escritorio, todo.
"Creo que perdí el conocimiento unos segundos. Lo siguiente que recuerdo es que volvía a estar sentado y Peele, Jeffrey,
estaba en la sala. Eso ya es bastante raro, como una visita de la realeza. Todo el mundo gritaba, discutiendo sobre lo que
había que hacer. Alice dijo que iba a llamar al teléfono de emergencias, pero yo insistí en que estaba bien y que me iba a casa.
Ya me curaría yo el corte. A Jeffrey eso no le hacía gracia, porque pensó en algún problema con los seguros, pero yo dije más o
menos que aquello era una gilipollez y me largué. Temblaba como una hoja y sentía mareos, como si estuviese a punto de
vomitar. Tenía que salir de allí como fuese.
"Prácticamente no me recuperé hasta el lunes. La verdad es que todo ese asunto me dejó conmocionado. Pero, joder,
este es mi trabajo. ¿Qué voy a hacer, fingirme enfermo porque tengo miedo a los fantasmas?
Rich se tomó otro trago de Lucozade y sonrió.
—Tenía calor —explicó sin mucha convicción, dejando la botella sobre la mesa, lejos de sí.
Durante un rato no dije nada. Lo que él había contado hacía que algunas cosas fuesen más fáciles de entender, pero otras
estaban ahora mucho más confusas que antes.
—¿Eres diestro? —pregunté por fin.
En realidad no era una pregunta. Cuando lo vi por primera vez en la sala de trabajo sostenía el teléfono con la derecha.
—Sí, ¿por?
—Pero las tijeras las cogías con la izquierda, porque la mejilla herida es la derecha.
Me miró, claramente impresionado.
—Eres bueno en esto, ¿eh? Sí, eso fue lo que más me jodió, para ser sincero. Estaba usando la izquierda porque en la
derecha tenía un enorme vendaje, ya que unas semanas antes me la había pillado con el cajón del escritorio. Empezaba a
estar mejor, y van y me rajan la cara. Alguien la tiene tomada conmigo.
—El cajón del escritorio. ¿Fue también el fantasma, o...?
Rich soltó una risita sardónica.
—No, eso fui yo solito. No es que necesite mucha ayuda para mutilarme. Tengo fama de patoso. Suerte que soy el puto
encargado de primeros auxilios —de pronto dudó, perplejo—. Espera; debió de ser más o menos a la misma hora. Puede que
fuese ella. Yo pensaba que había sido por torpeza mía.
Volví a fijarme en las cajas que había sobre la mesa.
—¿Llevas trabajando con esto desde agosto? —quise saber. Siguió la dirección de mi mirada y resopló.
—Intermitentemente, sí —contestó, un poco a la defensiva—. Estoy haciendo otras cosas a la vez, obviamente. Hay una
enorme cantidad de material aquí, y nunca ha sido clasificado. Estaba en una colección privada, en algún lugar de Bishopsgate.
O al menos eso es lo que suele contar Jeffrey. Pero yo estuve presente en toda la negociación, así que puedo traducírtelo:
quiere decir que estaba todo apilado bajo la cama de alguien, al lado del orinal.
—¿Estuviste en la negociación?
—Sí, yo lo encontré, y actué como intermediario. No pude pedir comisión porque estoy en nómina aquí; sólo se pagan
comisiones cuando alguien del exterior te consigue algo. Pero de todos modos actué como mediador y como traductor. Era
algo que se salía de la rutina diaria. Y como recompensa tengo que catalogar toda la maldita colección, porque soy el único
aquí que sabe ruso.
—¿Por eso te contrató el archivo? —le pregunté—. ¿Como experto en idiomas?
—Supongo que eso fue un dato a favor, pero lo decisivo era mi educación clásica, no el ruso ni el checo. El archivo tiene un
montón de escrituras y certificados antiguos, redactados en latín medieval —Rich cogió una de las tarjetas de cumpleaños, la
abrió y leyó el mensaje de su interior—. Para ser sincero, no me importa hacer esta tarea porque me gusta refrescar mis
conocimientos lingüísticos de vez en cuando, para asegurarme de que no se oxidan. Normalmente lo consigo con unas
vacaciones en el extranjero, pero esto es más barato.
—¿Hay alguna historia digna de contar sobre esta colección? —aventuré—. ¿O sobre cómo le pusisteis las manos encima?
Se quedó mirando al vacío y se encogió de hombros.
—No; simplemente hicimos una oferta por ella y la conseguimos. Pero no hay escándalos, ni asesinatos ni nada de eso, si
es lo que preguntas. Al menos que yo sepa.
—¿Y no te has encontrado con nada extraño o inusual en los propios documentos?
Por toda respuesta, Rich leyó en voz alta la tarjeta que tenía en la mano:
—"Para la tiíta Khaicha, de Peter y Sorna. Con todo nuestro amor y agradecimiento. Esperamos verte de nuevo antes de
que llegue el bebé, si Dios quiere, y saber de nuestro querido primo."
Volvió a dejarla caer en la caja.
—Ésa es una de las más atrevidas —dijo, resignadamente.

El tiempo vuela cuando lo estás pasando bien. Ya eran más de las doce del mediodía cuando Rich y yo volvimos a la sala
de trabajo. Todos los archiveros habían fichado ya y salido a almorzar, dejando una nota a Rich para avisarle de que estarían
en el Costella Café, en Euston Road. Me invitó a mí también, pero yo no pensaba perder esa oportunidad de tener el edificio
para mí solo.
—¿Puedes dejarme tus llaves? —pedí, pensando en la puerta antiincendios cerrada.
Dudó, y por su rostro cruzaron visiblemente varios pensamientos. Por fin negó con la cabeza.
—No puedo —explicó, algo apurado—. Tan sólo tres de nosotros tenemos las llaves: Alice, el propio Peele y yo. Es algo así
como una tarea sagrada: prácticamente te hacen prestar juramento. Se supone que tenemos que tenerlas encima todo el
tiempo. Podemos dejárselas al resto del personal, pero hay un impreso para ello y hay que controlar la hora del préstamo y la
de la entrega. Si Alice te ve con mi manojo irá a por mí como un puto pitbull.
—¿Entonces cada manojo es diferente? —quise saber, mirando la pesada colección de ferretería.
No intentaba sonsacarle nada: Era simplemente curiosidad al ver llaves de tantos tamaños y formas diferentes. Tengo un
gran interés por todo lo que sean llaves y cerraduras: para mí son algo a medio camino entre un hobby y una obsesión.
Rich negó con la cabeza, siguiendo mi mirada, todavía con gesto de incomodidad, como si no le gustase tener que
someterse a las reglas.
—No, todos son iguales. Y, para ser sincero, tan sólo llegamos a usar más o menos la mitad. Menos de la mitad. Apuesto a
que algunas de las cerraduras a las que pertenecen estas llaves ya ni existen; se van añadiendo, y nadie se acuerda nunca
de sacar ninguna del llavero —se encogió de hombros—. Pero tan sólo hay tres juegos; cuatro, si cuentas el original, que está
en el departamento de seguridad. Así que no creo que hubiese ninguna duda si te presto el mío. Lo siento, Felix; si necesitas
entrar en algún sitio, Frank seguramente te ayudará.
—Claro, no hay ningún problema —le aseguré.
Se me ocurrió que quizás Peele no se había unido a sus tropas para el almuerzo, de modo que fui hasta su despacho y
llamé a la puerta. No hubo respuesta, así que intenté abrir. La puerta estaba cerrada con llave. La de Alice estaba abierta, sin
embargo, y su despacho, ordenado, limpio, de una sobriedad monástica, estaba vacío.
Muy bien, así que no iba a poder volver a la sala donde estaba el material ruso. Pero el fantasma se había manifestado
también en la sala de trabajo, así que seguramente valía la pena tocar allí alguna cancioncilla.
Acabé interpretando varias de mis favoritas de siempre, pero no conseguí ninguna respuesta. Si el fantasma seguía allí, yo
ya no conseguía sentir su presencia.
Rich, Cheryl y Jon regresaron de la pausa del almuerzo a la una en punto, y los ojos de Cheryl se iluminaron al verme.
—¿Me toca a mí ahora? —quiso saber.
—Por supuesto —dije yo—. Por eso estoy aquí, esperando.
—¿Y usarás un grifo que gotea y una porra de goma?
—Tengo un presupuesto limitado. Tendrás que darte tú las bofetadas mientras yo pregunto.
Rich nos abrió una sala del corredor principal, frente a la sala de trabajo, para que pudiésemos hablar en privado. Cheryl
se sentó en el borde de una mesa, con las piernas colgando, y yo me dispuse a representar la mitad del dúo poli bueno-poli
malo. Pero ella preguntó primero.
—¿Y qué pasaría si los fantasmas empezasen a exorcizar a la gente? —quiso saber.
Por un momento quedé anonadado.
—¿Cómo? —pregunté.
—Sólo es una ocurrencia. Si empezasen a oponer resistencia comenzarían por ti, ¿no? Eliminarían a los tipos que pueden
hacerles algún daño. Así nos tendrían al resto a su merced —siguió animadamente con su tema—. Seguramente tendrías que
tomar un aprendiz. Y, cuando murieses, el aprendiz podría localizar a los fantasmas que te habían liquidado y vengarse por ti.
—¿Te estás ofreciendo voluntaria? —quise saber.
Cheryl rió.
—Podría hacerlo —dijo—. Me apetece bastante, para ser sincera. ¿Podrías darme clases nocturnas?
—Tan sólo un curso por correspondencia. Utilizando la güija.
Hizo una mueca.
—Ja, ja, ja.
—¿Cuánto hace que trabajas aquí? —pregunté.
—Cheryl Telemaque. Ayudante de catalogación de primera clase. Número de registro en el servidor central, treinta y tres.
—¿Cuánto tiempo? Puso los ojos en blanco.
—¡Toda la vida! —dijo, en tono agudo—. En febrero hará cuatro años. Vine sólo para hacer tareas de indización. Iban a ser
tres meses.
—¿Te va ser archivera, entonces?
—Supongo que me quedé atascada —ahora su tono era de cómico malhumor—. En la escuela era buena en historia, así
que la elegí como carrera, en el King's. Eso ya era bastante alucinante, ¿sabes? No hay muchos chicos de South Kilburn High
que vayan a la universidad. Al menos de mi quinta.
"Pero no pensaba que acabaría escogiéndolo como carrera, ¿sabes? —me miró como el delantero centro mira al árbitro
cuando éste levanta la tarjeta roja—. Es decir, no hay trabajos de historiadora. Pero no conseguía encontrar otro empleo; iba
a hacer el postgrado, pero ya debía doce mil papeles por la licenciatura, así que no iban a concederme un préstamo. Y
entonces apareció este trabajo, como ayudante de catalogación, no archivera... y mi padrastro me dijo que debía aceptarlo —
Cheryl hizo memoria, frunciendo el ceño—. Creo que por entonces era mi padrastro. Bueno, era Alex, el novio de mi madre.
Entonces era su tercer marido. Ahora es su ex.
—¿Es importante eso?
—Me gusta llevar la cuenta. ¿Sabes lo que hizo esa artista, Tracey Emin, lo de la cama con los nombres de todos sus
amantes cosidos en ella? Bueno, pues si mi madre lo hiciese tendría que utilizar una carpa de circo.
Supe con certeza que para una persona de mente más metódica, o con menos tiempo que perder, hablar con Cheryl podía
conducir rápidamente al homicidio o a la locura. De momento me alegraba de que fuese así porque sospechaba que, por
debajo de tanta payasada, ella me había pedido que la interrogase porque tenía algo que decirme.
—De modo que llegaste aquí en 2001 —proseguí, sin inmutarme.
Sonrió al recordarlo.
—Finalmente sí. Tengo un lema, ¿sabes? No tienes derecho a decir que algo no te gusta si no lo has probado. Pero esta
vez no me hacía a la idea. Tuvimos una buena bronca sobre ello. Dije que prefería hacer la calle a trabajar en una asquerosa
biblioteca, y entonces Alex dijo que iba a quitarse el cinturón para darme con él.
—¿Y?
—Yo le dije que no esperaba conseguir tan rápido el primer cliente —la sonrisa se desvaneció bruscamente y de pronto
empezó a hablar en tono seco y pragmático—. En fin, después de eso me hizo falta de verdad un empleo, porque mi madre me
echó de casa. Así que presenté la solicitud, y aquí estoy todavía, cuatro putos años después.
—¿Qué es lo que hace un ayudante de catalogación? —pregunté.
—Casi de todo: clasificar las nuevas colecciones, introducir datos, atención al usuario... Pero la mayor parte del tiempo es
la maldita retroconversión —Cheryl pronunció esa palabra como si fuese una especie de residuo tóxico—. Meter los viejos
catálogos impresos en la base de datos. Es que muchas colecciones están todavía en esas listas impresas viejas y
asquerosas, que nadie ha consultado en los últimos mil años. Yo las copio enteras. Son cientos de miles. Para volverse loco de
remate. Sylvie es la única cosa emocionante que te puedes encontrar aquí.
—¿Sylvie? ¿Es otra de las trabajadoras a tiempo parcial? Cheryl soltó una risa breve y aguda.
—No, gilipollas. Sylvie es el fantasma.
—Y ése es...
—El nombre que yo le he puesto, sí. Hay que llamarla de algún modo, ¿no?
—¿Por qué? ¿Habla contigo?
Negó con la cabeza, frunciendo intermitentemente su expresivo rostro.
—Ya no. Las primeras veces charlaba y charlaba todo el tiempo. Ahora no dice ni mu.
Enderecé las orejas.
—¿Y de qué solía hablar? —pregunté, intentando mantener un tono casual.
—¡Y yo qué sé! —dijo Cheryl, con voz seria y algo ofendida—. No entiendo su idioma. Ella hablaba en ruso, o sueco, o
alemán, o algo por el estilo, y yo no entendía ni una palabra. Excepto cuando hablaba de rosas. Eso sí lo pillé.
Ruso, o sueco, o alemán, o algo por el estilo. Demasiadas posibilidades.
—¿Así que la ves mucho? —proseguí, dejando aquello para otro momento.
Cheryl asintió.
—Huy, sí. La veo casi cada día. Creo que estoy en su onda.
—¿Y no le tienes miedo, ni siquiera después de lo que le pasó a Rich?
—Qué va. Ella no me haría daño. Se nota cuando uno está a salvo con alguien, y yo me siento segura con ella.
Simplemente se queda de pie, mirando cómo trabajo; a veces durante muchísimo tiempo. Soy la única que no flipa con ella, así
que supongo que se siente más cómoda conmigo. O puede que no le gusten los hombres.
Cheryl se detuvo a pensar durante un momento, mirándome con hostil severidad.
—Debería odiarte, porque vienes para hacerla desaparecer —dijo—. Eso es casi como asesinarla, ¿no? Como si fueses a
matarla de nuevo, aunque ya esté muerta.
Hubo una pausa tan larga que creí que ya había acabado de hablar.
—Bueno, obviamente yo no lo veo desde ese...
—Pero lo cierto es que yo creo que está muy, muy triste. Dibujó una línea en la mesa con la yema del dedo y la miró con el
ceño fruncido; su expresivo rostro tenía un gesto solemne, casi sombrío.
—Creo que le harás un favor.

Jon Tiler fue casi tan reacio como Alice a hablar conmigo; pero ésta reapareció en ese momento, e hipócritamente le dijo
que Peele había insistido en que todos prestasen una total colaboración. Empezaba a caerme mal esa mujer, cosa que debía
tener presente. No me gustaba la forma en que utilizaba la autoridad de Peele para mangonear.
En la sala en la que hacía las entrevistas, Tiler estuvo lacónico y monosilábico. Pero también había sido lacónico y
monosilábico en la sala de trabajo. ¿Llevaba mucho tiempo en el Bonnington? No. ¿Le gustaba trabajar allí? Más o menos.
¿Había visto al fantasma? Sí. ¿Muy a menudo? Sí. ¿Le tenía miedo? No.
Yo sólo hacía esto por mera formalidad. Me parecía que ya empezaba a saber cómo tratar al fantasma, o al menos tenía ya
alguna idea sobre cómo había llegado allí, de modo que seguramente no necesitaba que Tiler me proporcionase indicios
adicionales. Pero no va conmigo el dejar piedra sin remover: supongo que soy un cazafantasmas de los de fijación anal,
después de todo.
Así que agité un poco las aguas.
—¿Tienes idea de lo que son los fantasmas en realidad? —le pregunté.
—No —contestó Tiler, con algo parecido a una sonrisa sarcástica—. Eso es asunto tuyo, no mío, ¿no?
—La mayor parte de las veces no son los espíritus de los muertos, sino sus registros emotivos. Huellas que persisten en
los lugares en los que se experimentaron fuertes emociones, por razones que desconocemos.
Me quedé mirándolo durante un rato; él miraba hacia un punto del techo, situado por detrás de mi hombro izquierdo. Su
rostro era inexpresivo y desanimado.
—Así que ya ves —dije—. Normalmente esperaría hallar indicios de algún tipo de emociones fuertes asociadas con las
apariciones del fantasma en el archivo. Algo lo bastante intenso para dejar como un eco psíquico —dejé una pausa, por si
hacía efecto. Nada todavía—. Y las únicas emociones fuertes que he notado hasta ahora aquí son las tuyas.
Abrió los ojos como platos y su mirada retrocedió para encontrarse con la mía.
—¿Qué quieres decir? —aulló—. Eso no es cierto. Yo no he mostrado ninguna emoción. ¡Yo no he hecho nada!
—Irradias hostilidad —dije.
—¡No lo hago! —estaba indignado—. Simplemente no me gusta todo este rollo que está sucediendo a mi alrededor. Me
gusta hacer mi trabajo y —buscó las palabras justas— que me dejen hacerlo en paz. Esto no tiene nada que ver conmigo. Sólo
quiero que se solucione.
—Bueno, para eso estoy aquí —dije—. Y cuantas más cosas pueda averiguar sobre el fantasma, más rápido haré mi
trabajo.
Así que, para empezar, ¿por qué no me hablas de tus encuentros con esa cosa? ¿Cuándo ha sido el más reciente?
—El lunes. En cuanto entré —Tiler seguía siendo agresivamente hostil, pero algo se había distendido en él. Continuó sin
necesidad de más preguntas—. Yo estaba abajo, en el depósito, y la sentí. Es decir, ya sabes, sentí que estaba allí. Y me entró
un poco la neura por lo que le había sucedido a Rich, así que salí rápidamente de allí. Venía hacia mí, y de pronto... hacía frío.
Mucho frío. Pude ver el vaho que salía de mi boca. No sé si fue cosa de ella, o si sólo... —se le iba la voz—. Salí rápidamente —
repitió, sombrío, y su mirada se clavó en el suelo.
—¿A qué se parece el fantasma? —pregunté. Volvió a mirarme, sorprendido.
—No se parece a nada —dijo—. No tiene cara. Al menos la mitad superior. No hay cara.
—Cuando el señor Peele me la describió, dijo que llevaba un velo...
Tiler resopló.
—No es un velo. Es sólo un color rojo. Todo el rostro, excepto la boca, es una mancha roja. Parece una de esas personas
que hablan en los programas de la tele pero quieren que no se les reconozca, así que les ponen la cara borrosa. Es sólo una
gran mancha roja, y su rostro verdadero está escondido detrás.
—¿Y el resto del cuerpo?
Se quedó pensando un momento.
—Sólo se ve la mitad superior. Es toda blanca y brillante. Se puede ver a través de ella. Y es como si se hiciese más tenue
cuanto más te acercas, así que desde aquí —hizo un vago gesto hacia su propio torso— ya no la ves.
—¿Y la ropa?
Se encogió de hombros.
—Lleva una capucha puesta. Y va toda de blanco. Se desvanece; no se puede ver mucho.
Después de algunas preguntas más lo dejé marchar. No parecía estar ocultando información, pero de todos modos había
sido como arrancar una muela.
Después fui a dar una vuelta. Cada centímetro cúbico del edificio había sido convertido en espacio utilizable, pero era obvio
que se había hecho gradualmente, sin un plan general, con la intención de abrir una nueva puerta en cada pared que se
interpusiese en el camino, o de construir un pasillo a su alrededor, o una escalera que salvase todo lo que era imposible
mover. Y al parecer el trabajo continuaba: en el cuarto piso las salas eran en su mayoría cáscaras vacías, y había material de
construcción apilado en el hueco de la escalera. Habían retirado las barandillas de la balconada para instalar unas poleas, y ya
habían izado varios palés de ladrillos.
La gira por el edificio me llevó una hora, y me condujo de nuevo a la sala de la planta baja donde habían almacenado la
colección rusa. Rich se encontró allí conmigo, tal como habíamos quedado previamente, y volvió a dejarme entrar.
—Puedes cerrar de un portazo, simplemente —dijo—. Quiero decir, cuando quieras marcharte ya. Se bloqueará
automáticamente, y no podrás volver a entrar. Buena búsqueda, compañero.
Se dirigió hacia la puerta. Yo quería preguntarle algo, pero en ese momento no recordaba qué. Se me ocurrió justo antes
de que desapareciera.
—Rich —llamé—. ¿Te habló alguna vez el fantasma?
Negó enfáticamente con la cabeza.
—No, tío. Nunca me ha dicho ni una palabra.
—Cheryl dice que solía hablar mucho, y que después dejó de hacerlo.
Rich asintió.
—Creo que sí. Algunos dicen que las dos primeras semanas la oyeron hablar. Ahora sólo ataca a la gente con tijeras.
Siempre es mejor que reprimirse, ¿no?
Dejó que la puerta se cerrase tras él y me quedé solo. Eso era muy extraño. Si yo tenía razón en que había algún tipo de
nexo entre el fantasma y la habitación en la que estaba, la de la colección rusa, probablemente ella hablaría en ruso, y
Clitheroe podría haberlo confirmado. Pero si Dios hubiese querido que escalásemos montañas en un día habría instalado un
telesilla.
Probé con unas cuantas melodías más como cebo para el fantasma: no lo mordió. Había una alternativa obvia, pero era
reacio a empezar ya con ello: buscar la esquiva huella de una emoción entre aquellos millares de tarjetas y cartas no era una
perspectiva que me atrajese demasiado. Y ni siquiera serviría, a menos que consiguiese primero sentir más vívidamente al
fantasma. Tal y como estaban las cosas, no reconocería lo que buscaba aunque lo tuviese delante.
Poco después de las cuatro Alice vino a buscarme.
—Jeffrey quiere saber hasta dónde ha llegado ya —dijo, quedándose en el umbral de la puerta. Parecían gustarle los
lugares de paso, a menos que fuese sólo cuando yo estaba cerca.
—Sigo con el trabajo de campo —dije.
—¿Y eso qué significa?
—Intento averiguar qué es lo que ronda exactamente el fantasma.
Alice ladeó la cabeza y preguntó ingenuamente:
—Pensé que nos rondaba a nosotros —dijo—. ¿Lo he entendido mal?
Asentí, haciéndome el serio.
—No es tan sencillo —dije—. Al menos no siempre. Creo que puede haber venido con todo esto —señalé las tarjetas y las
cartas que había sobre la mesa—; pero, aún si es así, no va a ser fácil averiguar cuál es su punto de apoyo exacto. Es obvio
que vaga a menudo por todo el edificio, pero la planta baja es lo que más le gusta frecuentar. Eso significa que seguramente
podemos dar por sentado que está ligada a algo que hay aquí. Intento averiguar...
—¿De modo que puedo decirle a Peele que ha hecho algunos progresos? —interrumpió Alice—. ¿O sólo que sigue
buscando?
—He tenido un encuentro con el fantasma —respondí, y tuve la satisfacción de ver que su aguda mirada se agrandaba
ligeramente por la sorpresa—. Es un buen comienzo, pero fue un contacto muy breve y tan sólo he empezado a sentirla. Como
ya dije, todavía es pronto.
Entró en la sala y dejó seis billetes de cincuenta libras sobre la mesa, junto a mí, junto con un recibo y un bolígrafo para
que yo firmara.
—Disfrútelo —dijo en tono ácido—. No se puede decir que no se lo ha ganado.

Di por finalizada la jornada poco después de las cinco y media. El fantasma seguía siendo tímido, y el edificio se iba
enfriando a marchas forzadas: estaba claro que la calefacción funcionaba con temporizador, aunque el personal no.
Alice me escoltó de nuevo a través del laberinto hasta el vestíbulo de entrada, donde Frank liberó mi abrigo de la barra en
que lo había colgado aquella mañana. Entregó a Alice un par de paquetes de mensajería Fed-Ex, y ella se detuvo para firmar
en el libro de entregas. Los demás fueron saliendo en grupo, mientras yo volvía a poner el flautín en su lugar. Cheryl se
detuvo al pasar.
—El sábado fue mi cumpleaños —dijo.
—Pues que cumplas muchos más.
—Gracias. Invito a unas copas. ¿Quieres venir?
Me pareció de mala educación negarme, así que acepté. Sólo después pareció darse cuenta Cheryl de la presencia de
Alice, que seguía firmando la entrega de los paquetes al otro extremo del mostrador.
—Lo siento, Alice —dijo—. Tú también serás bienvenida, si te apetece.
Incluso yo noté la falsedad de su voz.
—No, gracias —dijo Alice, con el rostro completamente inexpresivo—. Todavía tendré que quedarme más de una hora aquí.
Pasadlo bien.
VI

R ich y Jon estaban ya esperando en la calle, y se unieron a nosotros. Jon no reaccionó de ningún modo ante mi presencia,
pero supuse que no le encantaba la perspectiva.
Fuimos a un establecimiento de los llamados libres, en Tonbridge Street, el cual no parecía saber muy bien para qué era
esa libertad, al menos en lo que respectaba a la variedad de marcas de cerveza. Me decidí por una jarra de Spitfire, que
destacaba entre el resto de mediocres opciones.
Cheryl trajo las bebidas mientras Rich, Jon y yo buscábamos mesa. No fue difícil: la gente que salía del trabajo apenas
empezaba a aparecer por allí, no muy atraída por los falsos dorados y la carta de sándwiches, y completamente indiferentes a
las dos hileras de tragaperras que saludaban sincronizadamente desde la esquina más alejada.
—¿Qué te ha parecido el Bonnington? —preguntó Rich con una mueca burlona.
Creo que esperaba una respuesta radical, algo que pudiese paladear. Gané tiempo:
—Bueno, es una oficina —dije—. Cuantas más ves, más se parecen todas.
—¿Has trabajado en alguna? —preguntó Tiler con retintín.
—Siempre he trabajado en lo mismo —dije, pasando por alto el hecho de que en el último año y medio no había trabajado
en nada—. Así que, aparte de algún trabajillo de verano en mi época de estudiante, no. Pero me han llamado para ir a unas
cuantas.
—Pues yo he estado en un montón de ellas —dijo Rich—, pero no he visto nada como este lugar.
—Parece una ciénaga, llena de miedos y odios —concedí—. ¿Qué ocurre con Alice? ¿Es siempre así?
Rich alzó las cejas.
—No; siempre ha sido un poco hija de puta, pero ahora se ha peleado con Jeffrey, ¿no es cierto? Seguro que no ha podido
desayunar en la cama en toda la semana.
—¿Así que Peele y ella le dan a la matraca?
El curioso eufemismo hizo sonreír a Rich, mientras que Tiler frunció los labios.
—Sí, exactamente —dijo Rich—. Pero sólo porque Jeffrey es el jefe. Si creasen un nuevo puesto de Gran Cabrón Ejecutivo
que estuviera por encima del Director Administrativo, Alice liaría el petate y saldría pasillo abajo. Sea quien sea el que ocupe el
puesto de jefe, hay algunas mujeres que siempre estarán bajo la mesa, buscando pepinos.
Pronunció esas palabras con cierta amargura. Caí en la cuenta de que Alice era más joven que Rich, pero él era su
subalterno en el orden jerárquico. Era imposible saber qué tipo de hachas habría allí enterradas, ni a qué profundidad.
—¿Por qué riñeron Peele y Alice? —quise saber, intentando ceñirme al tema sin responder directamente a lo que él había
dicho. Pensé que quizás Rich estaba equivocado en cuanto a Alice: ella no me gustaba, pero no parecía el tipo de persona que
bailaría desnuda para un salido a cambio de ser la primera en la línea de salida.
—Creo que no deberíamos hablar de eso —dijo Tiler, en tono algo remilgado—. De todas formas no son más que cotilleos.
Nadie sabe seguro si ellos...
—Riñeron por ti —lo interrumpió Rich, como si le sorprendiese tener que decirlo—. Por ti y el fantasma. Jeffrey estaba
completamente a favor de traer alguien que se ocupase de él, ya desde la primera vez que apareció. Pero Alice se mantuvo en
sus trece; dijo que estábamos todos alucinando y que allí no había nada. Dios, lo engreída que se puso en octubre, cuando las
visiones se detuvieron. Pero después volvieron a empezar, y ocurrió esto —se tocó el vendado rostro—. Y Jeffrey dijo: "Muy
bien, ahora tenemos que hacer algo". Pero Alice siguió diciendo que no. Y al final él siguió adelante, sin preguntarle siquiera.
—Debió de ser muy ofensivo para ella —concedí.
Rich asintió vigorosamente, con aspecto de estar disfrutando al recordarlo.
—Sí, podría decirse que sí. Verás, básicamente ella es la que está al mando cuando Peele se esconde en su despacho. Y si
él consigue el trabajo que ha ido a buscar a Bilbao, ella está ansiosa por conseguir su puesto. Así pues, que él discrepe con
ella... en fin, la hizo parecer estúpida ante todos nosotros. Especialmente porque él lo demostró contratándote de un día para
otro, en vez de decirle a la cara que estaba equivocada. Como ves, sólo es capaz de enfrentarse a ella a sus espaldas.
Recordé que Peele me había hablado de Bilbao: algo de un viaje que estaba a punto de hacer allí. Le pregunté a Rich de
qué iba todo aquello.
—Ha estado haciendo la pelota al Guggenheim —dijo Rich con un desprecio absoluto—. Si él es historiador del arte yo soy
el arzobispo de Canterbury. Pero se presta a dar conferencias para ellos, y es todo amabilidad con los administradores de la
fundación. Así que lo han convocado para una pequeña charla mañana, que él espera que sea en realidad una entrevista de
trabajo. Y también Alice lo espera, porque entonces se quedaría con el puesto de Peele.
—No creo que sea tan sencillo —dijo Jon.
—Yo sí —replicó Rich, con el rostro sombrío e inexpresivo—. Siempre me ha parecido un caballo ganador, desde mi punto...
Cheryl llegó entonces con las bebidas, y Rich se tuvo abruptamente para ayudar a descargar de vasos la bandeja que ella
traía.
—¿Así que crees que ya la tienes calada? —me preguntó Rich mientras se acomodaba de nuevo, con su botella de Becks
en la mano.
—¿A Alice?
—No, al fantasma.
Cheryl me pasó mi jarra con manos expertas que no derramaron ni una gota.
—No, todavía no. Estoy en ello. No debería llevarme demasiado tiempo.
—Nada será lo bastante rápido para Rich —dijo Cheryl—. Odia a mi Sylvie.
Rich negó enfáticamente con la cabeza.
—No, sé justa. Yo no la odio. Sólo quiero que se vaya de una puñetera vez a la vida eterna. Preferiblemente con las
entrañas eructando fuego del infierno.
Cheryl soltó una carcajada y le dio un codazo al tiempo que se sentaba junto a él.
—Cabrón —dijo.
Brindamos por Cheryl con cerveza y vodka, y ella respondió con una inclinación solemnemente burlona.
—Gracias, gracias —dijo—. Y el año próximo en Jerusalén. O al menos en algún lugar que no sea éste.
Chinchín, y adentro. Cheryl se enjugó la boca con el dorso de la mano y eructó ostentosamente. Inexplicablemente me
pareció simpático.
—Así que éste es vuestro primer fantasma, ¿eh? —pregunté, escabulléndome del espinoso tema de mis avances con el
fantasma... y, para ser justos, de los igualmente espinosos derechos sucesorios de Alice. Tiler y Rich asintieron, pero Cheryl
negó con la mano al tiempo que bebía otro sorbo.
—No —dijo cuando hubo tragado—. Para mí no. Ya he visto dos. Y uno era un tío con el que salí.
—¿Saliste con un...? —repitió Tiler, desconcertado.
—Cuando aún estaba vivo, quiero decir. Se me apareció el fantasma de mi ex-novio. ¿Te parece morboso o qué? Danny
Payton se llamaba. Era un encanto. Tenía el pelo rubio dorado, y hacía pesas, así que era todo músculo... —gesticuló
expresivamente—. Pero era bisexual, lo cual nunca me dijo, y salía a la vez con otro tío. Y ese otro tío tenía también otro tío,
que le dio una paliza a Danny y lo tiró al Támesis. Pero no le salió bien, porque falló. Es decir, tiró a Danny desde el puente de
Waterloo, pero estaba muy cerca del borde y Danny aterrizó en la orilla, en un sitio que sólo tenía unos centímetros de
profundidad. Se rompió el cuello.
Cheryl estaba muy metida en la narración, y era obvio que disfrutaba de nuestra silenciosa atención.
—En fin, fui al funeral y lloré como una Magdalena. Pero sobre todo, lo que estaba pensando era "Maricón de mierda,
deberías habértela guardado cuando no estabas conmigo. Donde las dan las toman".
—¡Cheryl, eso es asqueroso! —protestó Tiler con una mueca de desagrado—. ¡No se puede ir a un funeral y estar
pensando cosas así!
—¿Por qué no? —preguntó Cheryl, apelando al resto de los presentes con los brazos abiertos—. No puedes poner también
la mente de luto, Jon. Así es como soy, ¿vale? Lo echaba de menos, sí, y sentía mucho que hubiese muerto. Pero había muerto
por follarse a otro tío, así que yo no podía evitar estar algo cabreada. Yo creo que los funerales están también para eso. Para
apartarlos de tu vida. Para echar el cierre, ¿entendéis?
"Sólo que resultó que Danny no echó el cierre —hizo una pausa dramática, poniendo los ojos en blanco—. Volví a casa y allí
estaba él, en mi puto dormitorio, ¿os lo creéis? ¡No tenía ni un rasguño! Solté un grito que se oyó en toda la casa; mi madre y
mi padrastro vinieron corriendo, y al verlo se subieron por las paredes. Mamá se meó encima al ver que era un fantasma, y
Paulus, mi padrastro (el marido número dos, Felix, ¿vale?) puso ojos de loco porque era el fantasma de un chico blanco. Me
llamó puta, fulana y de todo, y Danny abría los brazos como si quisiera darme un gran achuchón, de modo que Paulus intentó
darle un puñetazo y en vez de eso se machacó la mano contra la ventana.
Cheryl soltó una carcajada al recordarlo, y yo también reí. Era una escena bastante tétrica, pero ella la hacía divertida
porque su voz la representaba como una farsa teatral. Sin embargo, Tiler parecía un juez dispuesto a condenarla a la horca, y
Rich negaba con la cabeza, sobrecogido y con gesto de reproche.
—Siempre haces lo mismo —dijo—. Cuentas esas historias horribles y después te ríes. Y nunca tienen ninguna gracia.
—Sí que tiene gracia. Lo exorcicé.
—¿Que tú qué? —exclamó Rich, y Cheryl me miró con malicia.
—No hay ningún monopolio ni nada parecido, ¿verdad? —preguntó ella—. Ya sabes, como los actores o los maquinistas de
tren.
—Lo siento pero sí —dije—. El sindicato va a ir a por tu culo.
—Bueno, es lo mejor que tengo —sonrió con suficiencia—. Verás, al principio no me importaba que estuviese allí. No tienes
derecho a decir que algo no te gusta...
—...Si no lo has probado —acabó Rich—. ¡Pero por la sangre de Cristo, Cheryl, era un fantasma!
—El fantasma de alguien que me gustaba mucho. Era bonito tenerlo aún conmigo. Solía charlar con él sobre mil cosas.
Nunca respondía, pero yo sabía que me escuchaba. Era como un colega con el que compartir tus secretos.
"Pero ya sabes, el tiempo pasa y esas cosas. No podía traerme a ningún chico a mi habitación si el fantasma de mi último
novio seguía allí. Y él parecía tan triste... igual de triste que Sylvie. Al final decidí que lo mejor sería acabar con aquello.
"Así que lo que hice fue soltarle el típico rollo para cortar con tu novio. Como si todavía estuviese vivo. Me senté en la cama
junto a él y le dije que me gustaría que siguiésemos siendo amigos y todo eso, pero que no lo quería como era debido y que
no continuaría saliendo con él. Ya sabéis de qué va, o doy por hecho que lo sabéis. Y mientras yo hablaba, él se iba volviendo
más y más tenue. Hasta que, cuando yo más o menos había acabado... simplemente se apagó, como una luz —Cheryl meditó
sobre ello durante un momento, y la expresión de su cara fue pasando de risueña a sombría—. Y entonces lloré de verdad.
El silencio de los presentes atestiguó la habilidad de Cheryl como narradora. Lo rompió Jon Tiler.
—Sabes cómo estropear una fiesta, ¿eh? —dijo, melancólico.
—Sí —dijo Cheryl con retintín—. Y si te pones sarcástico conmigo, Jon, no podrás venir el domingo.
—¿El domingo? —pregunté.
—Mi mami se casa —dijo Cheryl—. Otra vez. En el oratorio de Brompton. Y ya es la cuarta vez que pasa por esto. A mi
madre no le dicen "Hasta que la muerte nos separe", sino "¿Quién tiene el número veintitrés?". En fin, que tuve una idea
genial: le pregunté a Jeffrey si podríamos celebrar la recepción en la sala de lectura del archivo, y dijo que sí podíamos. Así que
todo el mundo está invitado.
—¿Entonces no le guardas rencor a tu madre por echarte a la calle? —pregunté, más sorprendido por aquello que por la
historia del fantasma. Ya sospechaba yo que era muy difícil asustar a Cheryl.
Se echó a reír.
—Nos sacamos los ojos mutuamente, y ahora ya nos llevamos bien de nuevo. Siempre hemos sido así. Sin embargo no
tengo tiempo para sus asquerosos novios, prometidos y maridos. Son todos gentuza. Este último es peor que Paulus y Alex
juntos, si quieres mi opinión. Pero no durará. Nunca duran.
—¿Y qué hay de tu padre? —quise saber.
—De mi padre, nada —contestó Cheryl, cortante. Hizo una mueca y negó con la cabeza.
—Venga —dijo Rich, intentando volver a terreno seguro—. Ahora un chiste de fantasmas: Se trata de un gran experto en
fenómenos paranormales que está haciendo una gira de conferencias por todo el Reino Unido, y llega a Aberystwyth [1] un
viernes por la noche. Se dirige al auditorio, que está atestado de gente. Revuelve entre sus notas, se aclara la garganta y
dice: "Permítanme hacer una comprobación sobre el terreno. ¿Cuántos de los presentes creen en fantasmas?" Todos levantan
la mano. "Excelente", dice el profesor. "Eso es lo que más valoro, las mentes abiertas de verdad. Muy bien, ¿cuántos de
ustedes han visto alguna vez un fantasma?" La mitad de los asistentes baja la mano, la otra mitad sigue con ella levantada.
"Muy bien", dice el profesor. "Y de este grupo, ¿cuántos han hablado con un fantasma?" Quedan tan sólo veinte manos
levantadas, y el profesor hace un gesto de asentimiento. "Sí, hace falta bastante valor, ¿eh? ¿Y cuántos de ustedes han
tocado un fantasma?" Todas las manos bajan, excepto tres. "Y por fin", dice el profesor, "¿cuántos de ustedes han hecho el
amor con un fantasma?" Dos manos descienden, pero queda una en alto, al fondo de la sala. Es un viejecillo que viste una
mugrienta gabardina. "Caballero, me asombra usted", dice el profesor. "He hecho esta misma pregunta un millar de veces, y
nadie ha contestado que sí. Nunca había encontrado a nadie antes que hubiese hecho el amor con un fantasma".
"¿Fantasma?" dice el viejo. "Oh, perdón, pensé que decía una asna..."
Cheryl rió a carcajadas, y Jon dijo que ya lo conocía. Siguieron chistes sobre animales, y todos intentamos durante un rato
recordar alguno que no fuese verde. Resulta que no hay ninguno.
Rich pagó la siguiente ronda, y yo la de después. Jon se bajó su tercer combinado de vodka con una prisa indecente y
alegó que tenía una cita previa. Rich lo miró torvamente, pero estaba claro que no iba a conseguir que se avergonzase por no
pagar su ronda. Nos dio a todos las buenas noches y se marchó sin mirar atrás.
—Tacaño de mierda —murmuró Rich.
—Bah, déjalo —dijo Cheryl—. No puede evitarlo. Ya has visto lo que se compra para el almuerzo. Se corre contando sus
monedas, eso es todo.
—¿Cuál es su política? —pregunté, como por casualidad.
—¿Su política? —repitió Cheryl inexpresivamente—. No tengo ni idea. No creo que tenga ninguna, a menos que cuente ser
hincha del Fulham. ¿Por?
—Me pareció que no le hacía ninguna gracia verme, y me preguntaba si sería un Aliento.
—Ahhh —comprendió a qué me refería, y sus ojos se abrieron con asombro mientras sopesaba la posibilidad—. No lo sé.
Puede. Nunca le han importado un carajo sus semejantes, para ser sincera, pero esos son gente rara, ¿no? La compañera de
piso que tenía en donde vivía antes era una de ellos, y solía ir al cementerio de Waltham Abbey los fines de semana, a leer en
voz alta fragmentos de la Decadencia y ruina del Imperio Romano de Gibbon; supongo que porque pensaba que los fantasmas
podrían necesitar de estímulos intelectuales. A mí siempre me pareció algo cruel.
El movimiento llamado "Aliento de Vida", o los Alientos, como los llamaba la mayoría de la gente, era un grupo de presión
que hacía campaña a favor de que se hiciesen cambios en la ley que gobierna a los muertos que vuelven a levantarse. Ellos
decían que fantasmas y zombis seguían siendo personas, y que tenían derechos que debían ser reconocidos y definidos en la
ley. Algunos de ellos pensaban de la misma manera sobre otros grupos más coloristas de no muertos, pero en eso existía algo
de controversia. Por ejemplo: ¿Qué derechos tenían los poseídos, y quién debería disfrutar de ellos? ¿El cuerpo que los
hospedaba o el espíritu invasor? ¿Y qué hay de los hombres bestia? Todo se había convertido en algo parecido a un circo: el
gobierno, del Nuevo Laborismo pero con algo menos del brillo de antaño, había hecho unas cautas declaraciones sobre la
posibilidad de reconocer legalmente a los muertos, haciendo que los Tories señalasen con dedos teatralmente temblorosos la
ley de sucesiones. ¿Cómo iba a funcionar, si resultaba que podías llevártelo todo contigo al final? ¿Y qué hay de los juicios
penales? ¿Podía un muerto testificar contra su asesino, o ir él mismo a juicio por asesinato? Y, si el veredicto era de
culpabilidad, ¿cómo demonios se suponía que había que castigarlo? Y así todo.
Y, por supuesto, mi propia profesión había pasado a interesar muchísimo. Si los muertos tenían derechos, probablemente
uno de ellos era no volatilizarse en el vacío a causa de la alegre melodía de un flautín irlandés... O un poema, un dibujo
mecánico, una serie de complicados pases con la mano o cualquiera de las demás formas de conjurar que prefiriese el
exorcista, abriéndose camino a sangre y fuego a través del orden natural de las cosas.
Intenté no hacer caso a todo aquello donde pude, pero los Alientos empezaban a ser un problema para mí, al igual que lo
habían sido los provida para el personal de las clínicas abortistas.
Sin embargo, ni Rich ni Cheryl recordaban que Jon Tiler hubiese dicho nunca nada sobre el tema, de una manera u otra, lo
cual dejó más o menos claro que no formaba parte del movimiento. Ésos nunca dejan de hablar del tema, a menos que los
amordaces con un sudario putrefacto.
La celebración sobrepasó su momento álgido y empezó a decaer. Cheryl salió a empolvarse la nariz, y Rich, que por
entonces ya estaba un poco sentimental a causa del alcohol, empezó a contarme algunas de sus caminatas por la Europa del
Este, pero se quedó sin fuerzas a mitad de una enmarañada anécdota sobre un club de Praga llamado Kaikobad en el que
había strippers transexuales. Su vista pareció desenfocarse, lo cual, cuando un tipo tiene unas copas de más, puede significar
tanto que está meditando profundamente como que está a punto de desmayarse. Fuera lo que fuese, supuse que ya era hora
de dar por terminada la velada.
—Eh, tío —dijo Rich, enderezándose de pronto—. Creo que has hecho una nueva amistad.
—¿Quién, Cheryl? —pregunté, un poco ido. Obviamente no podía estar hablando de Jon Tiler.
Rich negó con gesto impaciente.
—No, Cheryl no. Cheryl habla un montón, pero que yo sepa no pasa de ahí. Hablo del tiarrón de la esquina.
No señaló con el dedo, sino que simplemente movió los ojos hacia la derecha durante un segundo. Seguí su ejemplo y no
giré la cabeza, sino que cogí la jarra y después, con un gesto casual, pasé lentamente la vista por todo el bar.
No fue difícil adivinar a quién se refería: un tipo grande y fornido que estaba junto a la puerta, encajado en un estrecho
banco que lo hacía parecer aún más ancho y amenazador. El cuerpo, extraño e informe, estaba embutido en un anticuado
traje de espiga gris, y dijera lo que dijese la etiqueta, tenía que haber un montón de equis antes de la ele. Tenía la cabeza
calva y brillante, y unos ojos pálidos, casi descoloridos, que se desviaron sobresaltados al encontrarse con los míos.
Cuando apartó la vista noté que de pronto cesaba cierta sensación, tan tenue que había escapado a mi vigilancia. Era la
sensación que Peele me había descrito por teléfono: la de saber que te están mirando, como si notase una presión, leve y
constante, sobre toda mi piel; la sensación de estar siendo observado.
Muy bien. Habrá que dejar eso para más tarde, supongo. No sabía quién era, pero sabía bien qué era, y probablemente él
también sabía qué era yo. Incluso podía ser ése el motivo por el que me miraba. Los exorcistas causan un miedo muy real y
también muy natural en ciertos barrios.
Cheryl volvió justo entonces del baño, lo que aproveché para despedirme. Me disculpé, besé en la mejilla a la cumpleañera
y me marché.
Pasé por delante de Euston Station y retrocedí a Eversholt Street, por razones que ni siquiera recuerdo. Puede que
simplemente me apeteciese pasear, aunque seguía haciendo frío y había fuertes rachas de viento; o quizás estaba
escogiendo deliberadamente una ruta que me llevase cerca del archivo.
Sin embargo caminaba por la acera opuesta, de modo que cuando vi a la mujer que estaba cerca de la entrada del
Bonnington, con los brazos inertes a ambos lados del cuerpo y la cabeza inclinada, lo primero que pensé fue que era Alice,
dando por terminada la jornada tras un buen montón de horas extras que no le pagarían.
Entonces vi la capucha y, un momento después, la forma en que su cuerpo se diluía más y más, hasta ser imposible de
distinguirlo del fondo, a medida que se acercaba al suelo. Y por fin alzó la cabeza para mirarme, lo que hizo que detuviese por
completo mi marcha, porque era una mirada sin ojos. La mitad superior del rostro de la mujer era un plano informe y ondulado
de color rojo, sin matices. Tenía el pelo oscuro, ligeramente despeinado, labios color cereza y un mentón redondo e infantil; y
en medio nada, nada más que una mancha roja.
Era más difícil determinar la ropa que llevaba. Vestía de blanco, tal como decían todos, pero ¿un qué color blanco? Se veía
demasiado poco de su cuerpo para formarse una opinión. Alzó el brazo para señalar el edificio, y era un brazo desnudo, de
una palidez espectral. Pareció como si luchase contra la fuerza de la gravedad, con unos movimientos tan lentos y esforzados
como cuando, en sueños, tus piernas no te obedecen al huir del hombre del saco.
Intenté calmarme y avancé hacia el asfalto; estuve a punto de cruzarme con un autobús de dos pisos. El estruendo de su
claxon quedó flotando tras él, como el bramido de un animal herido, al tiempo que yo retrocedía de un salto en el último
momento, fuera de su camino.
Pensé que ella ya habría desaparecido, oculta su teatral salida por el autobús de línea, como en las típicas escenas de
película. Pero seguía allí, y mientras corría hacia ella intenté reunir las sensaciones que acompañaban a la visión: el fijado.
Empecé a dejar caer sobre ella la red de mis extrañas percepciones, haciendo emerger una secuencia de notas, convirtiéndola
en música. Fue difícil: a pesar de que estaba allí, frente a mí, la huella era tan tenue que casi ni estaba. Era como estar
mirándola desde el extremo equivocado de un telescopio. Eso era algo que nunca me había ocurrido antes, y no lo
comprendía. Pero si ella permanecía donde estaba durante sólo unos momentos más, no tendría importancia.
Entonces se abrió una puerta unos siete metros por detrás de ella y una brillante luz blanca la atravesó. Se volvió, y al
tiempo que se giraba desapareció. Me encontré cara a cara con Jon Tiler, que me miraba con cara de conejo asustado. Llevaba
una cartera como de colegial en la mano, que levantó a modo de explicación... o de protección, porque parecía como si
esperara que lo abofetease.
—Volví a por mi bolsa —dijo—. ¿Eso era...? Mierda, ¿no estarías...?
Se me ocurrieron una porción de respuestas, la mayoría de las cuales giraban alrededor de la palabra gilipollas. Pero
ninguna de ellas podría llegar más allá de la catarsis inmediata.
Así que todo lo que dije mientras me alejaba fue "Cierra la puerta antes de marcharte".
VII

L a cena estaba decayendo.


De hecho ésa era una forma educada de decirlo. Estaba muerta. Incluso mi padre, que cuando está en racha sólo se
callaría mediante la decapitación, se había rendido por fin y miraba hacia su plato. La directora de mi escuela primaria, la
señora Culshaw, jugueteaba con la guarnición. El payaso sentado junto a mi madre se metía el dedo en la nariz, desesperado,
y ella le hizo un desganado gesto de reprobación.
Todos los rostros se volvieron hacia mí.
—Tócanos algo, Fix —dijo Pen, alzando insinuantemente las cejas—. Seguro que conoces unas melodías increíbles.
Negué con la cabeza, pero todos hacían gestos de asentimiento. Antiguos compañeros de colegio, viejos enemigos,
mujeres con las que me había acostado, el hombre de la tienda de la esquina de Arthur Street: todos querían un poco de
entretenimiento gratuito, y me vi en un compromiso.
Me puse lentamente en pie.
—Toca aquella que le gustaba a tu hermanita Katie —dijo mi padre—, la que le tocabas antes de que muriese.
Se oyeron risitas por toda la mesa ante aquella broma. Intercambió una mirada con mi madre, quien asintió satisfecha,
como si él acabase de marcar un tanto en algún juego secreto.
—Toca para que reviva de nuevo —sugirió mi hermano Matthew. Me bendijo irónicamente, trazando el signo de la cruz.
Eso ya era el colmo. Siempre era así. Deseé hacer que todos se callasen de una vez, y la forma más rápida de conseguirlo
era hacer lo que decían. Me llevé el flautín a los labios y toqué una sola nota, estridente, chillona y sostenida. Todos los
rostros que había alrededor de la mesa pasaron del desafío altanero a la consternación. Después la convertí en una melodía
ululante, como la de una gaita, y todos soltaron un gritito sofocado.
No siempre recuerdo cuál es la canción que toco en este sueño, pero esta vez era "The Bonny Swans". Para cuando llegué
al primer estribillo todos tenían la cabeza metida hacia el estómago e iban resbalando de sus sillas, derrumbándose sobre la
mesa con gritos de agonía.
Estaba claro que la música los estaba matando. Eso hizo que me sintiera un poco mal, de algún modo, un poco asqueado
de mí mismo; pero no me detuvo. Me habían pedido una canción y eso hice, mientras los que intentaban arrastrarse hasta la
puerta se derrumbaban y se encogían sobre sí mismos, y los que simplemente se habían desplomado sobre sus sillas
palidecían e iban decayendo a marchas forzadas.
Los maté a todos. No más vergüenza. No más peticiones. Lo habían pedido y lo consiguieron. Por fin bajé el flautín, que
ahora notaba caliente al tacto como una pistola recién disparada. Volví a meterlo en el bolsillo, con un sombrío gesto de
satisfacción.
Entonces oí a mis espaldas un balbuceo gorgoteante. Era un sonido terrible, de indescriptible angustia y dolor. El tipo de
sonido que significa sácame de aquí o acaba conmigo de una vez, pero no me dejes aquí atrapado como un conejo en una
alambrada.
El flautín me había decepcionado. A éste iba a tener que matarlo con mis propias manos.
Me di la vuelta lentamente. No quería ver, pero era mi responsabilidad. Sabía que, si no lo hacía, la siguiente vez que
intentase tocar el flautín no saldría ninguna melodía de él. Ése era el precio que tenía que pagar por el don que se me había
concedido. Ésa era la hora y el lugar en que debía saldar mi deuda.
El cuerpo que estaba desplomado a mis pies se agitaba débilmente, como un pececillo dorado sobre el suelo del baño.
Estaba todo demasiado oscuro para percibir algo más que esa vaga sensación de movimiento. Lo agarré por el hombro y lo
coloqué de espaldas. No se resistió cuando mis manos localizaron su garganta.
La luz volvió poco a poco, mientras yo apretaba.

***

—¿No podías dormir? —preguntó Pen.


Entró en la cocina caminando pesadamente, con los pies descalzos, vestida con una bata de seda escarlata y frotándose
los ojos.
Bebí un sorbo de café. Lo había hecho en la cocina, utilizando la cafetera italiana de Pen, de los años treinta, y era espeso,
negro y letalmente fuerte: no estaba calculado exactamente para curar el insomnio, sino simplemente para hacer que mis
manos dejasen de temblar.
—¿Te has fijado alguna vez en que los personajes de las películas siempre se sientan de golpe en la cama cuando llegan a
la parte más aterradora de su sueño? —le pregunté—. Es como si tuviesen una especie de mecanismo eyector psíquico. Llegan
a la escena de los efectos especiales más caros y boing, despiertan.
Se sirvió una taza de lo que quedaba en la cafetera. No serían más que unos sorbos y los posos, pero eran sorbos muy
cargados.
—Has vuelto a soñar con tu hermana. Negué con un gesto.
—Esta vez era Rafi —dije, abatido.
Se sentó frente a mí en silencio. Acabé mi taza y ella me ofreció la suya.
—Nadie te culpa —dijo por fin—. Nadie cree que tú la hayas jodido.
—Sí lo hice.
—Intentaste ayudarle, y no funcionó. Nadie hubiera podido hacer nada.
Lamenté haberlo mencionado. La sinceridad no suele ser uno de mis vicios, pero con Pen acabas cayendo en el hábito. Ella
nunca miente; ni siquiera se permite esas mentiras inocentes que respetan los sentimientos ajenos y evitan bochornos. Y uno
tiende a tratarla con idéntica cortesía.
—Quizás eso es lo mejor que habría podido hacer: nada —susurré.
El exorcismo es a la vez más y menos que una profesión. Lo haces porque es algo que descubres que estás capacitado
para hacer, y porque, una vez que has empezado, hay algo en ello que no te permite dejarlo. Pero a la larga te deja tocado.
Los exorcistas que viven lo suficiente para llegar a viejos son gente muy, muy extraña, como el legendario Peckham Steiner,
que pasó los últimos años de su vida en una casa flotante sobre el Támesis, y no ponía pie en tierra porque pensaba que los
fantasmas estaban a punto de lanzar un ataque relámpago contra los vivos y que él era su primer objetivo.
Pensé en cómo era Rafi cuando lo conocí por primera vez: elegante, egoísta y apuesto, un bailarín con mil parejas
encantadas de haber sido elegidas por él. Después lo recordé ardiendo en aquella bañera llena de agua helada, con los ojos
brillantes en la oscuridad, como si el fuego de su interior estuviese a punto de abrirse paso a través de su piel en cualquier
momento, dejando de él tan sólo negra ceniza.
No era que me hubiese convencido a mí mismo de que sabía lo que estaba haciendo. No fue así. Nunca había visto nada
como aquello, e hizo que me mease encima, literalmente. Pero me pareció imposible quedarme allí sin hacer nada mientras Rafi
se quemaba: pensé que tenía que hacer algo, y yo sólo sabía hacer una cosa. De modo que saqué el flautín y cerré los ojos un
momento, intentando sentirlo, fijarlo. Fácil: aquel lugar estaba saturado de aquello. Así que empecé a tocar, igual que en mi
sueño.
A la primera nota el demonio Asmodeo silbó y borboteó como un hervidor de agua destapado, y abrió los ojos de Rafi
mucho más de su capacidad natural. Debilitado por su larga ascensión desde los infiernos, me clavó las garras sin fuerzas, y
me maldijo en lenguas desconocidas para mí, pero no consiguió izarse fuera de la bañera, y lo único que hube de hacer fue
retroceder fuera del alcance de sus manos. Toqué con más fuerza para ahogar los ásperos sonidos guturales que salían de los
labios de Rafi junto con escupitajos y espumarajos.
Y parecía estar funcionando. Ésa es la única excusa que puedo dar por no habérmelo pensado mejor, por no darme cuenta
de lo que en realidad estaba haciendo. El cuerpo de Rafi se retorcía y temblaba incontrolablemente, y el vapor que salía de él
se convirtió en una luz turbia y grumosa. Yo tocaba más rápido ahora, y más alto; tocaba lo que podía sentir y oír en mi
interior, dejando que la música se desparramase como si fuesen bisturís para operar al mundo. Estaba inmerso en ella,
hipnotizado por ella; era parte de un ciclo sin fin que me llenaba de sonido, como una copa se llena de vino dulce.
Entonces las maldiciones se detuvieron por un momento, y aquella cosa que se retorcía en la bañera me miró con los ojos
de Rafi, aterrorizados y suplicantes.
—Fix —susurró—. ¡Por favor! Por favor, no...
Su rostro se retorció. Los rasgos de Asmodeo surgieron en su superficie como el aceite surge entre el agua, y me rugió
como un animal herido. Pero sus cuernos sobresalían en grupos entre la carne de las mejillas, y sus ojos negrísimos hervían
como un nido de serpientes.
A pesar de lo idiotizado que estaba, la verdad me saltó a la cara en ese momento. Rafi no había sido poseído por un
fantasma, en absoluto, sino por algo mucho más grande y terrorífico. Eso significaba que dentro de él no había más que un
espíritu humano, y que la fijación que yo tenía era sobre Rafi, no sobre su despiadado huésped. Lo que estaba haciendo era
exorcizar al propio espíritu de Rafi para que saliese de su cuerpo.
Vacilé, y estuve a punto de dejar de tocar, pero eso hubiese sido lo peor que podría haber hecho. Probablemente hubiese
extinguido en el acto el alma de Rafi. En lugar de hacerlo intenté convertir la melodía en algo distinto, para liberarla de las
sensaciones de Rafi que llenaban mi mente, y atarla a cualquier otra cosa.
Toqué durante toda la noche, y fue una noche eterna. La cosa que estaba en la bañera se sacudía y maldecía, lloraba y se
lamentaba, reía como un borracho y suplicaba piedad. Por fin, el cristal esmerilado de la ventana del baño se iluminó con el
tenue y cansado brillo, entre amarillo y rosado, del amanecer: eso pareció ser la señal para el cese de las hostilidades. La
cosa cerró los ojos y se durmió. Medio segundo más tarde el flautín cayó de mis labios y yo también me dormí. No volví a la
realidad hasta dieciocho horas después.
Desperté a la amarga certidumbre de lo que había hecho. Me las había arreglado para no apagar por completo el alma de
Rafi, pero, de alguna manera que no podía entender ni deshacer, había enlazado su alma y al demonio que lo poseía en una
inextricable maraña psíquica: había convertido a Rafi y Asmodeo en el obsceno equivalente ectoplásmico de unos hermanos
siameses.
Y entonces fue cuando abandoné: tomé mi resolución de Año Nuevo en pleno verano, y metí todas mis herramientas de
trabajo en una caja de zapatos, en el garaje de Pen. Tenía que haber alguna otra cosa que yo pudiese hacer con mi vida,
algún trabajo en el que no te diesen las llaves del armario de los venenos en tanto no hubieras aprendido a preparar los
antídotos.
Pero resultó que otra de las cosas que no podía hacer para salvar la vida era mantener mis resoluciones.
—Nadie me dijo que le dejase entrar en ningún sitio —dijo Frank, frotándose el lóbulo de la oreja con el índice y el pulgar,
al tiempo que meditaba.
—Supongo que tampoco le ha dicho nadie que no lo haga —repliqué.
El fornido guardia de seguridad se rió de buena gana, pero hizo un gesto de negación.
—Lo siento, señor Castro —dijo—. Puede utilizar la sala de lectura, al igual que cualquiera. Y en cuanto a las colecciones
que son de libre acceso, puede sacar cualquier documento rellenando una papeleta rosa. Pero si le dejo pasar a las cámaras
acorazadas y después resulta que usted no estaba autorizado o algo así... Ése es exactamente mi trabajo, ¿entiende? No;
necesito que o bien el señor Peele o la señorita Gascoigne bajen aquí y me digan que todo está bien; y entonces lo llevaré con
mucho gusto.
Me rendí y me encaminé hacia las escaleras.
—Esto... además tiene que dejar aquí su abrigo. Lo siento. Frank parecía sinceramente avergonzado. Ser exigente en el
cumplimiento de las normas no iba con su naturaleza, a pesar de su rostro temible, pero debía atenerse a ellas lo mejor que
pudiese. Volví sobre mis pasos, al tiempo que iba transfiriendo una buena cantidad de parafernalia a los bolsillos del pantalón.
Esta vez Frank guardó el abrigo en un armario cerrado, ya que los colgadores estaban llenos de pequeñas trencas y
chubasqueros en gran variedad de tonos pastel, lo que sugería que, en algún lugar del edificio, Jon Tiler estaba hasta arriba
de hiperactivos escolares de ocho años. Bien, pensé vengativo: después de la cagada de la noche anterior tenía mucho mal
karma que quemar. Deseé piadosamente que consiguiese sufrir lo suficiente para poder alcanzar de nuevo el equilibrio
espiritual.
No podía pedírselo a Alice, pero eso no era culpa de Frank. Ella había aprovechado el viaje de Peele a Bilbao para convocar
una reunión, y el personal del archivo al completo, excepto los auxiliares y el equipo de seguridad (que parecía consistir
únicamente en Frank) llevaba encerrado con ella toda la mañana. Lo cual me dejaba dando vueltas como un tonto.
En la sala de lectura habían aparecido varias cajas grandes de la noche a la mañana, apiladas frente al puesto de los
bibliotecarios, que formaban un cordón sanitario adicional entre los trabajadores y los escasos y diseminados usuarios finales.
Había una joven asiática en el mostrador esa mañana, que me dedicó lo que parecía una sincera sonrisa por encima de la
barricada de cajas. Pero cuando le pregunté si podía dejarme entrar en las cámaras acorazadas soltó una carcajada incrédula.
—No soy de los que tienen llaves —dijo—. Lo siento. Sólo soy una auxiliar administrativa. No tengo acceso a la colección.
Le di las gracias de todas formas y nos presentamos. Resultó que ella era Faz, la empleada a tiempo parcial que se
encargaba de la desagradecida tarea de ayudar a Jon Tiler. ¿Qué era lo que pensaba sobre ello?
—Es un poco extraño —dijo cautelosamente—. No muy comunicativo, ¿sabes? Difícil de interpretar. Pero la verdad es que
no tenemos mucho que decirnos. Simplemente, yo hago mi trabajo y él el suyo, y cuando ya no me necesita, o cuando consigo
que lo admita, voy y hago otra cosa. Como esto. Un cambio es tan bueno como un descanso.
Recordé que Rich había incluido a Faz entre los que estaban presentes cuando lo atacó el fantasma, y le pregunté sobre el
tema. Se alegró mucho de poder hablar de ello, pero con tanta gente alrededor no había visto mucho de todo aquel drama.
—Pero sí la vi entre las estanterías —dijo, con algo más de entusiasmo—. Tres veces. Una muy al principio, y otras dos la
semana pasada, dos días seguidos. Participo en la porra, pero tengo que acelerar un poco el paso para tener más
posibilidades. Elaine la ha visto seis veces, y Andy va por la undécima.
Le hice las mismas preguntas que a los archiveros, sobre el aspecto del fantasma y qué impresión le había causado. Faz
contestó lo mismo que el resto, más o menos, pero tenía también opiniones propias.
—Es joven —dijo juiciosamente—. Y creo que es bonita, aunque no puedes verlo porque tiene esa cosa como niebla roja
delante de la cara. Pero parece como si tuviese unos rasgos bonitos; supongo que es por ese lindo mentón que tiene. Al
principio pensé que llevaba un vestido de novia, porque va toda de blanco, pero los vestidos de novia no tienen capucha, y
además tiene el cabello despeinado. Normalmente una se arregla el pelo en el día de su boda, ¿no?
—¿Qué quieres decir con despeinado? —pregunté con curiosidad.
Aquel era un punto de vista novedoso. Cuando yo vi al fantasma, desde el otro lado de la calle y a oscuras, no pude ver
con claridad detalles como ése.
—Es como si hubiese estado sobre una colina y se le hubiera deshecho un poco —se lo pensó un momento—. Claro que
llevaba una capucha, así que obviamente no es eso. Pero ya sabes a qué me refiero. Quizás es como si acabara de
despertarse, no sé.
—¿La has escuchado hablar alguna vez?
Faz pareció algo afligida.
—Sí —dijo tristemente—. La primera vez. No hacía más que decir "rosas". Una y otra vez lo mismo. Y alargaba el brazo
hacia mí, como si pidiese limosna. Ahora es distinta. Más callada. Pero no creo que haya tenido una vida muy feliz, la pobrecita.
Cambié de tema. Los desahogos emotivos sobre fantasmas me hacen sentir incómodo.
—¿Qué hay en las cajas? —pregunté, señalándolas—. ¿Nuevas adquisiciones?
Faz las miró como si hubiese olvidado las improvisadas murallas que habían sido apiladas a su alrededor.
—Ah —dijo—. Esas son las banderolas, creo.
—¿Banderolas?
—Y la cristalería, la cubertería y todo eso. Para la recepción del domingo. La madre de Cheryl se casa de nuevo.
—Eso me han dicho —contesté—. Me alegro de estar aquí en un momento de tanta dicha y regocijo.
Faz me miró de reojo para asegurarse de que lo decía irónicamente, y después sonrió, conspiradora.
—Eso no mejorará las cosas —dijo en voz baja, para no ser oída—. Quizás mejoren cuando el señor Peele se vaya a
trabajar al Guggenheim. Puede que Rich Clitheroe ocupe su puesto. Creo que será algo más humano.
—He oído que Alice es la que parte con más ventaja. Faz hizo un gesto de amargura.
—Eso será para mí la gota que colma el vaso —dijo—. Ya he tenido bastante.

Me senté en la sala de trabajo, con los pies sobre el escritorio de Tiler, esperando a que acabase la reunión. Mientras
aguardaba, extendí mis antenas mentales para intentar obtener algún otro rastro del fantasma, de nuevo sin resultado.
Medité sobre esa paradoja, sin encontrarle ningún sentido: un espíritu que había hecho tales cosas tendría que haber dejado
un rastro mucho más fuerte, y debería ser muchísimo más sencillo de encontrar.
Cheryl apareció por la sala justo antes de las once. Su rostro, francamente encantador, se iluminó al verme.
—¡Eh, cazafantasmas! —me llamó, señalándome con ambas manos.
—¡Eh, Cheryl!
Se me acercó, vigilante, fingiendo cómicamente que venía a ajustarme las cuentas.
—Yo estoy del lado de Sylvie —dijo—. Tendrás que encargarte de ambas a la vez.
—¿Un trío nigromántico? Suena bien.
—¿A que te doy una bofetada? —amenazó con una amplia sonrisa.
—¿Sadomaso también? Va mejorando.
El ligero coqueteo hubo de detenerse entonces, pues todos los demás entraron por la puerta: Rich, Tiler, Alice y unos
cuantos más que aún no conocía.
—¡Ésa es mi mesa! —protestó Tiler, indignado—. ¡Saca los pies de ahí!
Hice un gesto conciliador y me puse en pie. Él tomó posesión de su escritorio con una hosca mirada de advertencia.
—Alice —dije—, necesito volver a entrar en la cámara acorazada donde se está clasificando la colección rusa.
—Rich le llevará —dijo ella, sin apenas mirarme—. Hoy tengo mucho que hacer. Si su trabajo todavía no ha concluido al final
del día, será mejor que suba a contarme lo que ha hecho y cómo van sus progresos. Cuando vuelva mañana, el señor Peele
querrá saber cómo va todo.
Qué discreción, pensé yo.
—¿Así que crees que es eso? —preguntó Rich mientras recogía sus llaves. Cheryl me dijo adiós con la mano, sonriendo
descaradamente; yo le devolví el gesto, pero con seriedad profesional—. ¿Que el fantasma llegó con el material ruso?
—Es el escenario más probable, sí —dije—. El fantasma se mueve por muchos lugares, pero la mayor cantidad de
avistamientos ha sido en la planta baja, que está en la zona adecuada. Hizo su primera aparición poco después de que
llegase aquí la colección rusa, y se viste en lo que podríamos llamar un estilo ruso. No estoy descartando nada, pero por ahí
voy a empezar hoy.
—Muy bien —dijo Rich.
Caminamos arriba y abajo una y otra vez hasta llegar a nuestro destino, donde Rich abrió la puerta con su llave.
—En la nevera hay muchas botellas de Lucozade —dijo—. En caso de emergencia... —se detuvo, encogiéndose de
hombros.
—...Romper el cristal —concluí.
—Exacto.
—¿Hay vodka?
Me miró, interrogante.
—Así es más auténtico —expliqué.
Rich sonrió.
—Probaré a decírselo a Jeffrey.
Acerqué una silla. La enorme tarea que tenía por delante me llenaba de pereza. Eché un vistazo al azar sobre el material
que estaba sobre la mesa y recordé lo que había dicho Cheryl sobre la retroconversión.
—¿Para qué es la libreta? —pregunté a Rich, señalándosela—. ¿No podrías teclearlo todo directamente en el ordenador?
Negó con un gesto enfático.
—Algunos lo hacen, pero eso es marear la perdiz. Es mejor tomar notas a mano primero, hasta que sabes de qué se trata.
Si tienes que revisar un montón de entradas ya tecleadas en la base de datos para cambiar un minúsculo detalle en todas
ellas... no quiero ni pensarlo.
—¿Y no puede hacerlo alguien por ti? ¿Quizás un ayudante de catalogación?
Rich me miró como si sospechase que le estaba tomando el pelo.
—Si quisiera que Cheryl me clavase su bota en la cara, se lo pediría —dijo—. Además, cuando los escribes y los modificas,
los registros se guardan en tu propia área personal. No pasan al catálogo de acceso general hasta que son firmados y
aprobados por un A2, un archivero jefe.
Frunció el ceño un segundo, pensando probablemente en las injusticias de la estructura de mando y en su propia posición
dentro de ella. Pero consiguió mantener un tono ligero al hablar:
—Entonces, ¿qué programa tenemos para hoy?
Me tocó a mí fruncir el ceño.
—Voy a revisar todas y cada una de esas cartas, sobres, tarjetas de cumpleaños y listas de la lavandería hasta que
encuentre una (o quizás más de una) que tenga algún tipo de eco psíquico de vuestro fantasma, y entonces lo utilizaré para
reforzar el rastro que ya he conseguido obtener.
Rich pareció interesado.
—¿Como un perro rastreador?
—Eso no es muy halagador, pero sí, como un perro rastreador; se trabaja a partir de un objeto y se sigue el rastro desde
él hasta la persona a la cual pertenecía.
—Guay. ¿Vale la pena quedarse a mirar?
Solté una risita algo amarga.
—¿Cuántos objetos hay en estas cajas?
—Esto... cuatro o cinco mil. Probablemente más. No estamos muy seguros.
—Pues imagina el emocionante y ligeramente depravado espectáculo de verme acariciando y sobando todos y cada uno de
ellos.
—Entonces nos vemos más tarde.
—Vale.
Dio la vuelta y se fue. Yo acerqué hacia mí la primera caja y comencé mi tarea.
El rastro que obtengo al tocar un objeto no es igual que la información instantánea que recibo al tocar a alguien vivo: es
más sutil y menos definido, y para ser sincero parece ni estar allí siquiera. Piensa en las numerosas cosas que tocas en el
curso de un día, y en qué pocas de ellas significan algo para ti. Pero si a alguien se le ocurriese coger, digamos, un martillo, y
utilizarlo para destrozarte el cráneo, seguramente la carga explosiva de su ira y tu agonía permanecería allí, en la madera o en
la goma vulcanizada del mango. Y cuando alguien como yo aparece y toca ese mango, ¡bang! La carga explota. Digamos que
yo te acompaño en el sentimiento, como suele decirse.
Pero la mayoría de los objetos que tocas no tienen tanto significado, y, para empeorar las cosas, ese objeto pasará por
otras manos después. Cuanto más antiguo sea el objeto del que se trata, más débil y diluido estará su rastro psíquico. Y, para
complicarlo más, cuando un exorcista intenta leer el objeto, sus propias emociones añaden una nueva capa a lo que ya hay en
él. Al final es como intentar tomar una huella sobre un cubito de hielo a medio derretir.
Sin embargo, en las condiciones adecuadas es algo en lo que soy bastante bueno.
Vacié el contenido de la caja sobre la mesa y lo extendí todo de forma más o menos pareja. Después pasé lentamente la
mano izquierda sobre todos los documentos, con la palma hacia abajo, como si mis dedos extendidos fuesen los bucles de
acero de los extremos de cinco pequeños detectores de metal. Me tomé mi tiempo, dejando que mi mano fuese y viniese por
encima del tesoro oculto de viejas cartas y tarjetas extendido ante mí. Lentamente, se formó una sensación en mi mente: una
red tridimensional, cuyo eje vertical era el tiempo, de sentimientos vagos e informes, ajados y mezclados hasta casi ser
ilegibles; una sopa insípida de recuerdos y emociones.
Cuando tuve esa sensación firmemente asentada en mi mente entró en acción la mano derecha. Mientras la izquierda
seguía suspendida por encima, la derecha se movió rápidamente, rozando primero una hoja de papel y después otra, dando
toquecitos y metiendo los dedos en las zonas de la pila que parecían más prometedoras.
No es tan complicado como pueda parecer. Ya me había encontrado dos veces al fantasma, y en ambas ocasiones había
alcanzado mi mente, dejando en ella una impresión borrosa e incompleta. Yo buscaba algo en esa masa de documentos que
concordase con esa impresión, de modo que pudiese completarla y definirla. Cuando tuviese una fijación psíquica del fantasma
lo bastante vivida y completa, podría sacar mi flautín y acabar el trabajo: la impresión que formo y mantengo en mente
mientras toco es la idea central del encantamiento que tejo, y la música es el medio que la expresa.
Después de unos diez o quince minutos de hacer esto, ya estaba más o menos seguro de que allí no había nada, de modo
que guardé de nuevo el contenido de la primera caja en su lugar y alcé una segunda sobre la mesa. Volví a vaciar y extender
los viejos documentos frente a mí y empecé a leerlos.
Así fue como continué durante el resto de la mañana y después del mediodía. A una velocidad constante, y con mis propias
emociones cuidadosamente neutralizadas, negándome a sentirme apurado o frustrado: ya es lo bastante difícil sin tener que
crear ese tipo de estática.
Perdí la noción del tiempo, no por causa de la repetición sin fin, sino debido a que las impresiones que extraía de los viejos
documentos, aunque eran muy tenues, ejercían una especie de atracción hipnótica propia. Flotando en aquel borroso
palimpsesto me resultaba difícil permanecer anclado en la fría tarde de noviembre que había sido mi punto de partida. La tarde
seguía allí, y también yo, pero mi conciencia de la realidad se había embotado. Gradualmente fui dejando de oír el gorgoteo de
las tuberías y el abrir y cerrar de puertas a lo lejos. Yo estaba en otro lugar, en algún lugar fuera del flujo normal del tiempo.
Solo una vez creí haber encontrado algo: cuando toqué una fotografía en particular, me llegó nítidamente la imagen de
una mujer anegada en llanto. Era joven y estaba destrozada por la pena, pero su rostro estaba intacto, su cabello era color
rubio ceniza y, sobre todo, no estaba allí. No era más que una imagen persistente, sin ninguna sensación de presencia tras
ella. Era la fotografía de una calle, probablemente en algún lugar de los Países del Este: una calle residencial de una pequeña
ciudad, gris y anónima y más o menos eterna.
Saliendo a medias del trance gracias a un esfuerzo consciente del pensamiento, de pronto oí el sonido de docenas de
voces agudas y estridentes hablando todas a la vez, y noté vibrar bajo mis pies a una bestia de unas sesenta patas, cortas
pero operativas. Me recompuse, saliendo de la red psíquica que había estado tejiendo para volver a mi propio cuerpo, y me
froté los ojos. Entonces salí hacia la puerta y me asomé a mirar, mientras el ruido crecía. El corredor estaba lleno de niños,
todos vestidos con chaquetas azules y con una insignia roja en el bolsillo, y todos aferraban arrugadas hojas de papel en la
mano. Parecían marchar en parejas, e iban muy pegados, como si fuese una especie de carrera a tres piernas, en la que el
avance se basa en la confianza mutua.
—¡Ésa no es una moldura de escayola! —le gritaba indignada una niñita rubia al niño que tenía al lado, que tenía aspecto
de padecer neurosis de guerra—. ¡No es más que el sitio donde se pone el extintor! ¡Aún nos falta encontrar una moldura de
escayola!
Iban y venían por el corredor, mirando atentamente paredes, suelo y techo, doblaban la esquina y desaparecían, dejando
tras sí algunos rezagados, como en toda estampida. A lo lejos oí la voz de Jon Tiler gritando:
—¡No, permaneced en este piso! ¡Permaneced en este piso! ¡Yo os diré cuándo podéis subir las escaleras!
Parecía estar al borde de la histeria.
Uno de los niños había dejado caer su papel, de modo que lo recogí y lo examiné. LA CAZA DEL TESORO ARQUITECTÓNICO
DEL ARCHIVO BONNINGTON, decía, en un tipo de letra que parecía afirmar con agresividad "Esto es divertido: divertíos, maldita
sea". Bajo el título había una lista de elementos arquitectónicos, con el animado reto de ¿CUÁNTOS PUEDES ENCONTRAR?
FRISO DE PARED, PLAFÓN DECORATIVO, GABLETE, VENTANA PANORÁMICA y varios más. Junto a cada elemento había un
recuadro para marcar. El primer elemento, ya marcado, era MI PAREJA.
Volví al trabajo, satisfecho de que Jon estuviese purgando sus culpas. Me perdí de nuevo en las blandas texturas y la
brumosa lógica del pasado, con la mente suspendida en una madeja que yo mismo fabricaba, informe pero irresistible. Las
horas pasaron sin sentir, y poco a poco fui abriéndome camino entre las cajas. Eran variaciones sobre un único tema: el mismo
consomé de viejas emociones, demasiado ligero para servir de alimento, demasiado soso para excitar los sentidos.
La siguiente vez que salí a la superficie fue por un cambio en la luminosidad que me hizo regresar a un sombrío día de
invierno que ya se iba extinguiendo. Miré el reloj: eran ya más de las cinco, y todavía me faltaba una media docena de cajas
para acabar. Además había sido totalmente incapaz de encontrar lo que buscaba: en ninguna de las páginas que había tocado
había rastro ni huella del fantasma que había visto.
Mi instinto me decía que siguiese trabajando hasta llegar al final, pero aquel lugar tan lóbrego me estaba calando hasta
los huesos, como en una especie de enfriamiento psíquico. Ver a los niños en su búsqueda del tesoro había aumentado un
poco mis reservas anímicas, pero el efecto se había evaporado rápidamente. Y, de todas formas, ya casi era el final del horario
de apertura del archivo: si iba a quedarme más tiempo, debía asegurarme de que alguien más estaría allí para cerrar después.
De modo que bostecé y estiré mis articulaciones, me puse en pie, entumecido, y con algo de desgana emprendí el peregrinaje
hasta la sala de trabajo.
Además de la propia Alice estaba allí toda la panda, Cheryl y Jon Tiler tecleando en sus terminales, mientras Rich parecía
ocupado en copiar en su libreta una lista de nombres de un antiguo documento. Estaba también un tipo pelirrojo al que no
conocía, haciendo fotocopias. Era otro de los trabajadores a tiempo parcial, y Cheryl me lo presentó como Will.
—¿Ha habido suerte? —preguntó Rich.
—Todavía no —admití—. Sigo en ello. ¿La habéis visto hoy?
Negó con un gesto.
—Sin novedad en el frente oeste.
—Sí, bueno; a veces, cuando se interrumpe la rutina de un lugar, las apariciones cesan durante un tiempo.
No solía ser tan locuaz, pero estaba intentando retrasar el momento de la verdad: no esperaba que el de mi informe a
Alice fuese a ser un rato muy placentero que digamos.
—Normalmente, los fantasmas son muy fieles a sus costumbres: algunos de ellos rondan durante siglos el mismo lugar, y
se aparecen exactamente al dar las doce, todas las noches. Pero les cambias el papel pintado y se pierden.
Cheryl se animó con la charla sobre fantasmas.
—¿Y qué hay de los violentos? —quiso saber—. ¿Tienen también una rutina? Es decir, ¿cómo entran en ella? ¿Hay
fantasmas que sean algo así como asesinos en serie?
Picado, Rich señaló su rostro herido.
—Eh, esto es real, Cheryl —dijo—. Hay gente herida. ¿Podríamos dejar de hablar de ello como si fuese un juego de rol?
Cheryl siguió, impertérrita.
—Vale, pero aún así es interesante, ¿no? A lo mejor es eso lo que llaman síndrome del edificio enfermo: fantasmas que no
puedes ver, pero que se meten contigo.
Rich abrió la boca para hablar, pero luego se lo pensó mejor y se limitó a sacudir la cabeza, como para borrar lo que
pensaba. Volvió a su teclado con el ceño fruncido.
—Sí —le dije a Cheryl.
Intentaba con todas mis fuerzas no sonreír: Rich tenía todo el derecho a sentirse ofendido, pero era difícil mantener la
seriedad junto a Cheryl cuando estaba tan decidida a ser frívola y llamar la atención. Empezaba a caerme muy bien.
—A veces sí repiten el mismo patrón de comportamiento, una y otra vez. Sin embargo, debes comprender que,
probablemente, la muestra es demasiado pequeña para ser significativa. El número de fantasmas que ha atacado en alguna
ocasión a los vivos es muy reducido, una vez descartadas las leyendas populares y los mentirosos compulsivos.
De pronto noté que ambos miraban a algo que estaba tras de mí, en la puerta. Me volví, siguiendo su mirada, y vi que Alice
había vuelto a entrar a hurtadillas, al igual que el día anterior.
—Ése es el verdadero reto, ¿no? —preguntó ella suavemente. Conciliador, Tiler le dio la entrada:
—¿Cuál, Alice?
—Descartar cosas.
No se molestó siquiera en mirarlo: había venido a por mí.
—¿Ha tenido mejor suerte hoy, Castor?
Podría haberme resistido a su anzuelo, pero creo que ella habría disfrutado tirando del sedal.
—Ninguna en absoluto —dije sin alterar la voz—. He estado examinando detenidamente la colección rusa, pero no he
encontrado nada que parezca servir de mucha ayuda.
Alice se quedó mirándome por unos momentos. Había dado unos pasos hacia el interior de la sala, pero era obvio que no
se sentía mucho más cómoda allí que Peele. Torció la boca, como si estuviese reprimiendo la necesidad de escupir.
—Dice usted que lo que hace depende de que obtenga antes una impresión acerca del fantasma, una fijación, ¿no?
—Sí, eso es.
—Pero eso ya lo hizo ayer, ¿no es así? La primera vez que entró en la sala rusa. Eso me dijo. Entonces, ¿por qué sigue
siendo incapaz de forzarla a marcharse?
—Era una fijación muy débil —solté sin rodeos.
—¿Quiere eso decir que no hay nada que hacer?
Me mordí la lengua para no pronunciar una palabra que seguramente no constaba en ninguno de los ciento veinte
kilómetros de estanterías del archivo.
La verdad era que yo también me sentía algo frustrado. El fantasma había estado ya dos veces junto a mí: la primera vez
yo mismo fastidié el contacto, la segunda lo había hecho Tiler en mi lugar. Si en alguna de aquellas ocasiones la hubiese
podido mantener allí sólo medio minuto más, ya podría estar sacudiéndome el polvo del Bonnington de los zapatos, camino de
casa y con uno de los grandes en el bolsillo, lo cual era en esos momentos el final que yo ansiaba con todas mis fuerzas. En
lugar de eso no hacía más que proporcionar argumentos a Alice, de quien ya sabía a estas alturas que era una de esas
personas que no dejan de preguntar hasta que obtienen la respuesta que desean.
De modo que hice algo bastante estúpido. Seguí adelante, cuando debería haberme detenido y salido de allí.
—No, no he dicho eso. Una fijación débil es un buen comienzo, y he tenido mucha suerte al conseguirla tan pronto. Puede
convertirse en una fijación fuerte, si sabes lo que haces.
En ese punto todavía podría haberme marchado de allí. Iba a hacerlo. Ya estaba decidido. Pero ella me miraba burlona y
escéptica; era obvio que estaba valorando mi mediocre actuación frente a las trescientas libras que ya me habían pagado.
—De hecho —dije—, hay algo que podríamos intentar ahora mismo, si Rich se presta a ello.
—¿Eh?
Rich había estado todo el tiempo con la cabeza gacha, trabajando o fingiendo trabajar. La idea de verse arrastrado a la
acción lo hizo sentirse claramente alarmado.
—Es un truco que he utilizado en un par de ocasiones —dije—. Puede atraer al fantasma, si está cerca de aquí. E incluso si
no lo está, debería darme una pista más clara acerca de dónde suele estar... de qué parte del edificio es su anclaje, o su
hogar.
Hice un poco de hueco en la mesa de trabajo. Esto incluía apartar algunos de los lápices y hojas de trabajo de Jon Tiler,
quien me los quitó de las manos, indignado.
—¿Tiene ella que tener un anclaje? —preguntó Alice, insistiendo tercamente en el pronombre personal.
—No —admití—, pero la mayoría sí lo tienen. Jugamos con esa posibilidad.
Me volví hacia Rich.
—Rich —le dije—, ¿qué te parecería recibir otra herida? Esta vez sería muy leve, y en nombre de la ciencia.
Dudó de nuevo, intentando hallar en mi expresión algún indicio de mis intenciones. Cuando saqué el equipo de análisis de
sangre para diabéticos del bolsillo pareció dudar más todavía; Tiler, sin embargo, se sintió completamente mareado.
—No pasa nada —lo tranquilicé—. No es cirugía, sólo es... magia simpática. El fantasma hirió a Rich. Eso es excepcional en
sí mismo: la mayoría de los fantasmas, incluso los que pertenecen a la brigada de los violentos, se conforman con tirar cosas a
su alrededor. Puede que rompan una o dos ventanas, que dejen marcas de arañazos sobre los muebles, ese tipo de
numeritos. Sin embargo, la violencia de verdad se da en contadas ocasiones. Probablemente, el hecho de herirte ha sido la
experiencia más intensa que ha tenido este espíritu desde que cruzó la línea.
Ahora disfrutaba de la atención general. Abrí el equipo de análisis, saqué el desinfectante y desenrosqué la tapa. Después
cogí un paquete acolchado y lo rasgué. Contenía un estilete: una delgada tira de acero inoxidable con una punta corta pero
afilada en uno de sus extremos. Ungí la punta con el antiséptico.
—Nadie sabe si los fantasmas están compuestos de emociones o si sólo se ven arrastrados por ellas —dije—. Como quiera
que sea, es un hecho bastante aceptado el que normalmente eligen merodear por lugares en los que, en vida,
experimentaron fuertes emociones. Miedo. Amor. Dolor. Lo que sea. Pero en esa ecuación hay otro aspecto a considerar: Si
una vez muertos se ven envueltos en emociones fuertes, por haber presenciado o por haber formado parte de sucesos
intensos o violentos, eso también ejerce sobre ellos una poderosa atracción. Cuando este fantasma le clavó las tijeras a Rich,
esa experiencia tuvo que haber sido increíblemente poderosa y vivida. Agradable o desagradable; probablemente ambas
cosas. Lo que sintió Rich y lo que sintió el fantasma puede que ahora esté todo mezclado, y se ha convertido en algo de tal
intensidad que es como que te explote una bomba de clavos y tener un orgasmo a la vez.
Alice dibujó un agrio gesto de desaprobación al oír la metáfora sexual, pero creo que todos se hicieron una idea.
—Y ahora podemos utilizar eso —concluí, sencillamente—. Si Rich reconstruye la escena de la herida seguramente el
fantasma reaccionará. Debería notar las ondas del suceso original, agitadas de nuevo por la repetición del suceso. Si tenemos
suerte no podrá contenerse. Quizás se vea arrastrado aquí, en cuyo caso probablemente conseguiré acabar el trabajo esta
misma noche. Pero, venga o no, mirará en esta dirección: debería sentirse atraído hacia nosotros. Y yo lo sentiré, y seré capaz
de triangular su posición.
Todos los ojos se volvieron hacia Rich, que se encogió de hombros lo más despreocupadamente que pudo.
—Vale —dijo—. No le tengo miedo a un pinchacito de aguja.
En la tensa y expectante atmósfera nadie se movió un milímetro. Rich me tendió la mano, y sin preámbulo le clavé el
estilete en la yema del dedo índice. Tuvo el suficiente autocontrol para no retirarlo.
—Exprímelo para que salga una gota de sangre —dije—. Sobre la mesa, si puede ser.
—No puedo autorizar a los limpiadores para que quiten la sangre —protestó Alice, pero Rich ya lo estaba llevando a cabo.
Sujetándose el índice con la mano izquierda, apretó hasta hacer brotar una perla de sangre de la pequeña herida. Cuando
alcanzó una masa crítica cayó sobre la mesa con un leve pero audible chapoteo.
Le pasé a Rich un copo de algodón que incluía el equipo, y él extendió la mano sana para cogerlo, pero antes de poder
hacerlo, copo y estilete volaron de mis dedos, arrancados por una fuerza invisible. Rich aulló de miedo al ver que su mano
también salía disparada. Las cabezas de todos los presentes, incluida la mía, se movieron bruscamente en derredor, pero allí
no había nada.
Y entonces la estancia entera se volvió loca.
Era como si soplase el viento, un torbellino que no podíamos sentir: un torbellino al que la carne era inmune, pero que
absorbía todas las demás sustancias que encontraba ante sí con furia implacable. Las dos puertas de la sala se cerraron con
un portazo ensordecedor; libros y archivos se inclinaron hacia delante, vacilaron y cayeron al suelo, y los papeles que había
sobre todas las mesas y estanterías volaron hacia nosotros y nos envolvieron en una instantánea ventisca de folios A4. Al
mismo tiempo, el suelo se estremeció con una serie de golpes sordos y fuertes, con unas vibraciones tan poderosas que mis
mandíbulas se cerraron bruscamente, atrapando la punta de la lengua. Cheryl soltó un taco, y Alice un alarido de terror. Rich
emitió un grito ahogado, retrocediendo ante el remolino de papeles y golpeando inútilmente el aire. Jon Tiler y el otro tipo,
cuyo nombre ya había olvidado, se arrojaron al suelo en una perfecta demostración del manual Protege y sobrevive, con los
brazos sobre la cabeza como si esperasen un ataque nuclear.
En cuanto a mí, me limité a quedarme en pie, contemplando cómo los mapas, pósteres y gráficos con las salidas de
emergencia se arrancaban de las paredes y se unían al tumulto general. Fue instintivo, no arrogancia, ni desafío, ni una
valentía especial. Era simplemente porque aquello significaba información, y quería asegurarme de que no me perdía ningún
detalle que pudiese acabar siendo importante.
De modo que cuando revoloteó hacia mí un pequeño trozo de papel o cartulina, navegando contra la tormenta, pude verlo
al momento. A diferencia del resto de papeles diabólicamente animados, era mucho más pequeño que un A4: además bailaba
al son de un ritmo distinto, como planeando en el aire, con breves fintas a derecha e izquierda para mantenerse
aproximadamente en dirección a mi cara. Alargué la mano y lo atrapé en el aire. No podía echarle un vistazo, porque las
carpetas, sobres, catálogos y hojas de trabajo se arremolinaban sobre mí, golpeándome. De modo que me limité a aprisionarlo
en una mano, protegiéndome el rostro con la otra hasta que, tan sólo unos segundos después, cesó la tempestad. No amainó
ni se debilitó, sino que se extinguió de repente, y todo lo que había estado volando arrebatado por los aires cayó al suelo
simultáneamente. Excepto el trozo de cartulina que yo tenía: ése acabó en el bolsillo de mis pantalones.
El personal del archivo pestañeó y miró a su alrededor, traumatizado e incrédulo. Tan sólo Alice y Rich seguían en pie.
Cheryl se había escondido bajo su mesa, uniéndose a Jon Tiler y el otro tipo, que estaban en el suelo. Nadie dijo ni una
palabra mientras volvían a ponerse en pie y contemplaban el destrozo que había a su alrededor.
—Bueno; esto es lo que yo llamo un resultado positivo —dije, rompiendo el silencio.
—¡Este... este desastre! —tartamudeó Tiler—. ¡Mire esto! ¿Qué es lo que ha hecho, Castor? ¿Qué mierda ha hecho?
Alice tenía los ojos clavados en mí, y pude ver que sus manos temblaban.
—No creo que haya mucha cosa rota, Jon —lo animó Cheryl—. Es un tremendo desastre, pero mira, la mayoría no son más
que papeles.
—¿Papeles? ¡Son mis hojas de trabajo! —aulló Tiler—. ¡Nunca conseguiré volver a ponerlas en orden!
—Si vemos el lado positivo —dije—, la cosa ha funcionado. He conseguido una conexión muy fuerte con el fantasma. Puedo
establecer casi con exactitud de dónde procede.
Todos me miraron, expectantes.
—De la planta baja —admití—. Justo donde pensábamos.
VIII

S uperé todas las marcas en ese tipo de retirada que suele llamarse apresurada o estratégica, dependiendo desde qué lado
se mire. Me ayudó el hecho de que Alice parecía incapaz no ya de hablar, sino de articular siquiera el torrente de
improperios que deseaba dirigirme. Le aseguré que de aquel breve encuentro había sacado en limpio mucho más que una
simple confirmación de lo que ya sabíamos, y le prometí progresos definitivos para el día siguiente. Después me alejé de allí.
Las luces del corredor ya estaban apagadas, pero en la escalera había un tubo fluorescente. A la parpadeante claridad de
su luz saqué del bolsillo el presente que me había ofrecido el fantasma y lo examiné. Era cartulina, no papel: un rectángulo
blanco de unos cinco por tres centímetros, con unas líneas azul pálido impresas y perforado cerca de uno de los bordes más
largos con un único agujero circular. Éste había estado alguna vez a una distancia de medio centímetro del borde, pero ahora
se unía a él mediante un rasgón.
Era una tarjeta arrancada de una agenda de mesa Rolodex, de tarjetas rotatorias. En él había escritas cuatro letras y
siete números.

ECDE 7405 818

¿ECDE? ¿Era aquello un nombre, un acrónimo de algún tipo? Escuela de... Dios sabía qué. El resto parecía ser un número
de teléfono del centro de Londres; bastante lógico, si la tarjeta pertenecía a la agenda de alguien. Dejando aparte la
pregunta de qué era lo que se suponía que tendría que hacer yo con aquello, aquello representaba una especie de enorme
paso adelante en un trabajo (estuve a punto de definirlo como caso) que de otro modo no me hubiese ofrecido nada más que
un día desastroso.
Busqué mi teléfono móvil: no hay como la época actual. Pero la batería falla, y el maldito siempre está descargado: esta
vez no fue una excepción. Volví a meter la tarjeta y el móvil en el bolsillo y seguí bajando las escaleras.
El despacho de seguridad estaba ya cerrado, y no había rastro del amable Frank. Pasé por detrás del mostrador para
recoger mi abrigo, pero naturalmente estaba guardado en uno de los armarios y yo no tenía la llave. Estaba considerando la
idea de abrir la endeble puerta de una patada cuando Alice bajó por la escalinata, a mis espaldas, y me vio. Me volví hacia ella,
preparándome para aguantar el chaparrón, pero lo que pude ver en su expresión no era algo tan directo como la ira.
—Un gran espectáculo —observó con voz tensa—. Diversión para toda la familia.
—No sé yo —repliqué—. Creo que necesito algunas canciones que usted sabe tararear.
—Entonces, ¿cómo está la situación?
Pensé si utilizar el tacto y la cortesía. Poco rato.
—Tienen ustedes un fantasma. Se pone como una cabra con una gota de sangre. La receta está en La Ilíada.
No contestó, así que lo intenté de nuevo:
—Mire, yo no esperaba esa reacción. Siento los destrozos. Creí que el fantasma se acercaría poco a poco, atraído por la
sangre, pero la reacción obtenida fue completamente...
Alice no escuchaba. Rodeó el mostrador y empuñó su totémico llavero para liberar mi abrigo. Lo recogí cuando me lo ofreció
e hice un breve gesto de agradecimiento. Creí que iba a decir algo más, pero no lo hizo. Se limitó a recoger su propio abrigo y
su bolso del armario de al lado. Sus manos no habían cesado de temblar, y cuando se soltó el enorme y poco manejable
llavero e intentó meterlo en el bolso no lo consiguió. Susurró "¡Mierda!" y acabó guardándolo en el bolsillo del abrigo.
La dejé ensimismada en esa tarea.
En el exterior caía una suave llovizna, pero el viento que me dio en el rostro, una brisa en realidad, fue una sensación
agradable, tras un día entero envuelto en el aire apenas renovado del archivo. Podría haber tomado un tren desde Euston y
transbordar después, o coger un autobús en dirección norte, atravesando Camden Town, pero decidí ir caminando hacia King's
Cross y tomar directamente la línea de Piccadilly. Estaba a dos o tres manzanas del archivo, caminando cabizbajo por Euston
Road, cuando fui consciente de que Alice estaba a punto de adelantarme, temblando en su ligera chaqueta de vestir, con los
brazos rodeando el cuerpo y las llaves resonando audiblemente dentro del bolsillo.
Detuve la marcha y me giré hacia ella, esperando a que diese el siguiente paso. Me miró con ojos cansados y
preocupados.
—No me hace ninguna gracia todo esto —dijo—. No me hace ninguna gracia cómo está yendo.
Seguí esperando. Creía saber lo que ella quería decir, pero necesitaba algún indicio más sólido.
—Creía... —era difícil de admitir, y le costó bastante expresarlo—. Creía que todo era mentira. Pensaba que Clitheroe
mentía y que todos los demás estaban histéricos. Porque, si hubiese habido algo allí, yo también lo habría visto, y no vi nada.
Hasta esta noche.
Fui todo lo cuidadoso que pude: hice una observación neutral, sin dobles intenciones:
—Usted vio cómo se hirió Richard en el rostro.
—No era la primera vez; Rich siempre se está haciendo heridas. Pocos meses antes se pilló el brazo con un cajón. Y otra
vez tropezó y cayó por la escalera principal. Creí que era un accidente y que le daba demasiada vergüenza reconocerlo.
—Pero usted vio...
Alice me interrumpió en un tono crispado y peligroso.
—Lo vi dando saltitos como un idiota, chillando y agitando las tijeras. Después se las arregló para cortarse la cara de
alguna manera. No fue como esta noche.
Me miraba fijamente, y en sus ojos vi lo heroicamente discreta que había sido al definir todo aquello tan sólo como algo
que no le hacía ninguna gracia. Yo la había clasificado el día anterior, y ahora supe que estaba en lo cierto. Alice no era
siquiera una vestal: era lo que en mi negocio llamamos una DT [2], o a veces simplemente una Thomas, a menudo con cierto
desprecio: una de esas personas que no eran sensitivas en absoluto, exactamente en el lado opuesto del espectro humano
respecto a donde yo me hallaba. Era incapaz de ver fantasmas.
Irónico. Después de cómo se había comportado hasta el momento, ver a Alice tan asustada y preocupada debería ser para
mí todo un regodeo en las desgracias ajenas, y sin embargo sentí cierta simpatía por ella, a pesar mío. Sabía lo que era. Todos
hemos de pasar por ello. Todos tenemos que dejar caer el escudo del escepticismo e inclinar la cabeza ante el hacha de la
puta realidad.
—Lo sé —dije, sintiendo que de pronto el cansancio me pesaba en los hombros—. Cuando se ve uno por primera vez,
cuando se da uno cuenta de que todo es cierto, hay que digerir un montón de cosas, todo de un golpe. Es duro.
Dejé que mis palabras quedasen flotando en el aire. Sí, sentía lástima por ella, pero yo tenía mis propios problemas y ella
era uno de ellos. ¿De verdad quería ayudarla a secarse las lágrimas y enderezar la espalda? No.
Pero algunas cosas vienen incluidas en el contrato.
—Me voy a casa —dije secamente—. Dispongo de diez minutos. Si desea mi versión de Iniciación a la Metafísica, puedo
explicársela.
Alice asintió, probablemente tan de mala gana como yo había hecho la oferta.
—Mejor en algún lugar abrigado —dijo—. De otra manera no creo que aguante tanto tiempo.
El lugar abrigado más cercano era la iglesia de Saint Pancras. Estaba abierta y vacía. Nos sentamos en los bancos de la
última fila. Hacía casi tanto frío como en el exterior, pero al menos era más seco.
—Iniciación a la Metafísica —me urgió Alice con voz temblorosa.
—Bien. Blake acertó de lleno, ¿verdad? "Lo que ahora podemos demostrar fue un día tan sólo fruto de la imaginación" —
gracias por la frase, Pen—. Si los fantasmas existen, entonces toda una serie de cosas que nos complacía creer que eran
metáforas, leyendas populares o ecos medievales que el despertar de la Ilustración había dejado atrás, resultan ser la pura
verdad. Uno empieza a preguntarse sobre la existencia del Cielo. Y del Infierno. Uno empieza a preguntarse qué le ocurrirá
después de estirar la pata. ¿Van a meterme en un lugar sombrío y profundo tan sólo porque viví en este lugar, trabajé en ése
o morí en aquél? ¿Será la vida eterna como ésta pero sin sexo, drogas ni permisos por buen comportamiento?
Alice asintió lentamente y con tristeza.
—Pues bien, la respuesta es... quién sabe. Si uno es religioso puede hablar de ello con un sacerdote. O con un rabino, o lo
que sea de su gusto. Yo le diré cuál ha sido mi razonamiento.
Me miraba, expectante. Alguien más estaba mirando también. Volví a notar aquella sensación, aquella presión sobre la
piel, más ligera que el contacto físico. Eché un vistazo hacia las sombras de la puerta y me pareció ver a alguien moverse.
—Yo estoy con Blake —dije—, así que tracé una línea. Entre lo que está demostrado y lo que no son más que pajas
mentales, una especie de cosificación prematura. Si veo a mi tía Emily morir decapitada en un absurdo accidente mientras
afinaba el piano de cola y después una sombra incorpórea que se parece a tía Em atraviesa la pared de mi dormitorio a las
tres de la mañana con la cabeza bajo el brazo, no me precipito a sacar la conclusión más obvia, que es la de que en la caja
tiene que haber lo que reza en la etiqueta. ¿Sabe quiénes son los navajos?
—¿Los indios navajos? —la expresión de su rostro era adusta y perpleja.
—Sí, ésos. Ellos creen que los fantasmas son una especie de fuerza maligna de la naturaleza. Los llaman chindi. Son la
parte del alma que no consigue mejorar, todos los impulsos malignos que normalmente no llegamos a obedecer. El egoísmo, la
codicia, la estupidez. Esas cosas no son tú: son una especie de negativo que dejas tras de ti cuando te vas a la vida eterna.
Alice no pareció convencida: seguramente no era un buen ejemplo.
—Lo que quiero decir es que no hay que asumir automáticamente que los fantasmas son personas atrapadas en una puta
repetición de lo que solían hacer cuando estaban vivas. No sabemos lo que son, y no hay forma de averiguarlo.
Su incertidumbre se estaba convirtiendo en algo distinto, más duro.
—¿Y eso le hace pensar que es legítimo destruirlos? —preguntó con voz apenas audible.
Me encogí de hombros.
—¿Es eso lo que hago? Ése es otro misterio.
—No para usted.
—Sí, para mí.
—No lo veo así. Usted debe de saber lo que está haciendo.
Esto era una novedad. Se suponía que estaba hablando con Alice sobre su repentina crisis existencial, y de pronto me
encontraba con que se me pedía que justificase mi propia existencia. Eso debía implicar algo profundo y preocupante sobre mí,
que no quería que ella desvelase.
—Al principio empecé en la nigromancia por accidente —le dije.
Era la forma más sencilla de definirlo, aunque accidente era una palabra que se quedaba muy corta.
—¿Por accidente?
—Sí. Quiero decir que fue sin querer. Sin decidirlo. Volví a mirar hacia la puerta y después de nuevo hacia ella, que me
miraba sin pestañear.
—Invocar a los fantasmas es sencillo. Más sencillo que expulsarlos, quiero decir. Si se está en el lugar adecuado y hay
muchos alrededor, a veces es suficiente con empezar a hablar con ellos. O mirarlos, o hacerles un gesto para que se
acerquen. En mi caso, es la música.
—¿Qué es? ¿Qué quiere decir?
—El disparador, lo que utilizo para atraerlos y para atraparlos. Toco un flautín irlandés.
Rió, incrédula.
—¡No puede ser!
Deslicé la mano dentro del abrigo y se lo mostré.
—¡Dios mío, la flauta mágica! —dijo, con una especie de dolorosa sorpresa.
Dejé que lo tomara en sus manos, y ella lo colocó a la altura de los ojos y me apuntó con él como si fuese un rifle diminuto.
Eso me recordó a Ditko, fingiendo dispararme a los pies para que bailase, y también lo caliente que estaba el flautín en mis
sueños, cuando acabé de tocar. Sentí un escalofrío de desagrado recorriéndome por entero. Tomé el flautín de sus manos y
volví a colocarlo en su lugar: muy a mano, y tan sólo para mis manos.
—¿Pero exorcizar a los fantasmas es más difícil? —me urgió, con la misma mirada de antes.
—Normalmente mucho más difícil. Pero ésa no es una regla fija; cada uno es diferente —cambié de táctica—. ¿Es usted
buena en matemáticas?
—Mejor que en historia de los navajos. Sacaba sobresalientes; y puedo multiplicar mentalmente números de cuatro cifras.
—Muy bien entonces. David Hubert, un matemático prusiano de finales del siglo diecinueve, decía que se puede diseñar un
modelo matemático de cualquier cosa: una silla, una frase, la espiral que forma la nata en una taza de café, el lado en el que
cuelgan tus pelotas cuando te pones los calzoncillos, lo que sea.
—Entiendo.
—Bueno, pues esa es una forma de verlo, en esta clase de trabajos. Yo toco una melodía, y la melodía es un modelo. Yo
modelo al fantasma. Yo... lo describo con sonido. Pero después, si lo he hecho correctamente, es un arma de doble filo. Se crea
una especie de vínculo: el fantasma queda atado al sonido.
Me detuve. Las palabras no eran adecuadas para lo que yo hacía. Siempre me hacía un lío al intentar explicarlo. Pero Alice
había pillado la idea.
—Como un muñeco de vudú —dijo, dubitativa—. Quiero decir que un muñeco de vudú es un modelo que está pensado para
hacer precisamente lo mismo. Se hace que represente a una persona real, mediante un encantamiento o un amuleto, como un
rizo de su cabello o algo así. Y cuando se clavan alfileres en el muñeco, la persona a la que éste representa se supone que
siente el dolor.
Estaba impresionado. Ésa era una analogía mucho mejor que la que yo intentaba hacer.
—Exacto —convine—. Bueno, pues eso es lo que hago. Yo hago que la melodía represente al fantasma. Los tejo juntos, en
la misma red, y hago que se conviertan en dos partes de la misma cosa. Y, cuando dejo de tocar...
Dejé la frase sin terminar. Había llegado de nuevo al punto en el que el lenguaje no podía llevarme más allá. ¿Qué les
ocurría a los espíritus sueltos que yo empaquetaba y enviaba lejos? ¿A dónde los estaba enviando? ¿Se iban a buscar pastos
más verdes o simplemente dejaban de existir? No lo sabía. Nunca había encontrado ninguna explicación que no sonase a
gilipollez.
—¿Cuando deja de tocar, qué? —me urgió Alice.
—El fantasma deja de estar allí. Se va.
—¿Adónde?
—Adonde sea que va la música cuando no se toca.
No era lo que ella esperaba oír, y eso la dejó mucho más preocupada incluso que antes. Debería haber sabido que pasaría
eso.
¿Qué podía decirle? Mi propia definición de vida abarcaba de la cuna a la tumba, y lo que venía después de eso lo entendía
como algo distinto. Si uno puede hallar su senda hacia el cielo o hacia el infierno, estupendo; si no puede, no debe andar por
ahí jodiendo, rondando la tienda de patatitas de la esquina o rebuscando en el cajón de las medias de su mujer. En otras
palabras: si había un orden natural de las cosas, yo era parte de él: un dedo que se movía sin escribir nunca nada, pero muy
bueno para borrar cosas.
—Pruebe con un sacerdote —volví a sugerir, consejo típico de la sabiduría popular—. O con alguien a quien ame y en quien
confíe. Jeffrey, quizás. Hable sobre ello, no rehúya la cuestión. Según mi experiencia, no hay adonde huir.
En ese momento me di cuenta de que Alice me miraba con un gesto que era una especie de reproche desconcertado.
—¿Jeffrey? —dijo, con voz incrédula.
—¿Cómo?
—¿Que pruebe con Jeffrey? ¿Es eso lo que ha dicho?
Hice memoria y así era.
—Quería decir que debería hablar con alguien que... —intenté explicar.
—Sé lo que quería decir, Castor. Lo que quiero saber es por qué demonios quería decir eso. ¿Cree que Jeffrey y yo
estamos juntos? ¿Que tenemos una relación? ¿He dicho o hecho algo que le haya hecho sacar esa conclusión?
—Parecen tener una buena relación de trabajo —contemporicé.
—Gilipolleces —Alice estaba muy enfadada ahora—. Nadie tiene una buena relación de trabajo con Jeffrey. La relación que
tengo con él es que yo hago el trabajo y él se esconde detrás de mis faldas.
—Está bien —abrí los brazos, ofreciéndole mi rendición. Fue rechazada.
—No está bien. No está nada bien. Algún trepa quejica le ha dicho que me acosté con él para obtener este puesto, ¿no es
cierto? Sabía que circulaba ese rumor, pero no sabía que había alcanzado la velocidad de la luz. Por si le interesa, soy
archivera jefa porque hago mi trabajo con gran eficiencia. Y Rich no lo es porque nadie excepto él cree que podría hacerlo.
—Está bien —repetí.
No quería discutir con ella. Después de todo, aquello no era cosa mía.
Se puso en pie, lanzándome una mirada llena de odio.
—En mi opinión es usted el que necesita tener esa conversación, no yo —dijo—. Y no digo con un sacerdote ni con un
rabino. Digo consigo mismo. Dios ayuda a los que se ayudan, Castor. Le sugiero que empiece por examinar concienzudamente
lo que hace para ganarse la vida.
Alice agarró su bolso y se marchó: no exactamente como una exhalación, pero sí dejando claro que no quería que la
siguieran. Y yo estaba más que seguro de que no deseaba seguirla en esos momentos. Incluso los buenos samaritanos
dejarían su vicio si se les abofetease lo bastante fuerte; no pensaba cometer el mismo error dos veces en la misma noche, el
de hacer lo equivocado porque lo correcto no era posible.
Pero al ponerme en pie vi que se había dejado algo. El pesado manojo de llaves había caído de su bolsillo al banco de
madera, y ella no lo había visto, debido a la casi total oscuridad del interior de la iglesia. Lo cogí, ponderando su increíble peso.
Alice lo llevaba como un amuleto: iba a disgustarse mucho cuando lo echara de menos; además, llevaba su tarjeta de
identificación unida a él por una cadena de bolitas, y sin ella no iba a poder abrir ninguna de las puertas del archivo. Cambié
de idea y eché a correr tras ella.
No había rastro de nadie en la puerta ni en el exterior de la iglesia. Para entonces la llovizna se había convertido en lluvia
pertinaz. Empapada, Londres huele como un perro con incontinencia, pero en otros sentidos no es tan entrañable. Me rendí,
limitándome a seguir mi camino hacia King's Cross. Ni siquiera sabía en qué dirección se había ido, y de todos modos no era el
fin del mundo: no tenía más que estar allí a la hora de apertura, a la mañana siguiente, y devolverle las llaves.
Cuando estaba a punto de bajar al metro por las escaleras que hay en el exterior de la estación de King's Cross, pasé
junto a una cabina telefónica que estaba milagrosamente intacta y libre. Vaya, después de todo sí que vivimos en una época
llena de signos y maravillas. Recordando la tarjeta que llevaba en el bolsillo, me detuve y la busqué. Tenía suficientes
monedas encima para hacer una llamada.
7405 818. El número me sonaba vagamente, y me parecía que era de una zona bastante céntrica. Cerca del West End, si
no en él. Marqué las cifras, y se oyó tan sólo una llamada.
—¿Diga?
Era la voz de un hombre, grave y tranquila, ligeramente aburrida. Sonaba música de fondo, un jazz de sintetizadores,
bastante mediocre. Alguien se rió estruendosamente, de una forma que sugería que en el lugar donde estaba situado el
teléfono había mucha gente alrededor.
—Soy yo —aventuré.
La única respuesta fue un silencio absoluto, ribeteado por la queja de un saxo tenor tocado por manos inexpertas.
—Del archivo —añadí, sin ninguna razón en particular. Más silencio.
—Espere un momento —murmuró el hombre.
Esperé. Ya no sonaba el saxo, lo cual significaba o bien que había tenido lugar un asesinato por compasión o que el tipo
había puesto la mano sobre el auricular.
Eso fue todo lo que obtuve; después colgó.
Tras descubrir unas cuantas monedas más de veinte peniques en un bolsillo del pantalón pulsé rellamada. Esta vez ni
siquiera contestó nadie: si había una palabra mágica, ésta no era "archivo". Lo siguiente que iba a decir era "Un fantasma me
ha pedido que le llame ¿Sabría usted decirme por qué?", de modo que seguramente era mejor así.

Volví a casa de Pen poco después de las siete, y la encontré vacía. Sus aposentos del sótano estaban cerrados con llave, y
el primer y el segundo piso, donde se suponía que vivía, aunque no era así, estaban tan fríos y húmedos como siempre. Subí a
mi habitación, bajo el extenso tejado de la vieja casa.
En cuanto abrí la puerta con mi llave noté un olor fuerte y un poco rancio. Eso debería haberme alertado de que algo iba
mal, pero la verdad es que cuando vives con Pen y su mágica reserva de animales salvajes has de aceptar que los olores
fuertes van a ser unos asiduos invitados en la casa.
Abrí la puerta de par en par.
Estaba sentado sobre la cama, y era muy pesado, por lo que los muelles cedían bajo su cuerpo, creando un ancho hueco
alrededor de su gran trasero. Era el tipo del pub de la noche anterior, y de cerca no tenía mucho mejor aspecto. De hecho, era
peor aún. Su rostro estaba tan profundamente marcado que parecía un ensamblaje de distintas piezas, y sus pálidos ojos
tenían un brillo acuoso que le daban un aire enfermizo. Sin embargo eso no lo hacía parecer menos aterrador: podría estar
enfermo, pero un buey enfermo puede hacer mucho daño.
Eché un rápido vistazo al cuarto. La ventana estaba algo abierta, apenas una rendija, pero estábamos a tres pisos de
altura y nadie del peso de este individuo tenía nada que hacer intentando trepar por el desagüe del canalón. Si hubiese
saltado en paracaídas desde un avión tendría que haber un agujero en el techo. De modo que sólo quedaba lo más obvio.
—Muy bueno —reconocí—. Pero, al mismo tiempo, extrañamente sin sentido. ¿O es que esto es una performance? ¿Entras
en las casas de la gente y después te quedas sentado esperando un aplauso?
Su adusto y cachazudo rostro frunció el ceño con una mueca adusta y cachazuda.
—Soy Scrub —dijo, como si eso lo explicase todo—. Tengo un trabajo.
Tenía una voz tan ronca y cavernosa que apenas era audible. Sonaba como si necesitase una operación quirúrgica, o
quizás como si acabase de pasar por una y no le hubiese sentado bien.
—Estupendo.
Me quité el abrigo y lo tiré sobre el respaldo de una silla. Normalmente lo hubiese dejado sobre la cama, pero no quedaba
mucho espacio alrededor de este coloso, y sospeché que los muelles estaban trabajando ya al límite de su capacidad.
—Déjame adivinar: ¿Bailarín de ballet? ¿Manicura? ¿Jockey?
No era una habitación pequeña, pero me pareció que entre él y yo apenas había espacio para moverse. Rodeé la cama,
dirigiéndome al escritorio de persiana que utilizo sobre todo como mueble bar. Corrí la persiana, busqué un vaso que no
estuviese demasiado mugriento y me serví un whisky bien fuerte. No era porque tuviese ganas de beber, sino para neutralizar
el olor, pues ahora que estaba dentro del cuarto era demasiado fuerte para ignorarlo. Era un olor a cosas demasiado
maduras, podridas o enfermas, que alguien había dejado tiradas mucho después del momento en que deberían haber sido
enterradas. Un olor del que uno desea instintivamente alejarse lo más posible.
—Tengo un trabajo —añadió, repentinamente locuaz— para ti.
Tomé un poco de whisky y me enjuagué la boca con él antes de tragarlo.
—Gracias por pensar en mí —dije—. No parece que te sobren los trabajos.
Esta vez frunció mucho antes el ceño: el entrenamiento mental Castor patentado ya estaba dando sus frutos.
—Eso no es muy amable —dijo Scrub.
—Tiendo más bien a ser brutalmente sincero.
Su rostro se encendió como un viejo sillón desfondado y empapado en queroseno.
—¿Brutalmente? Oh, eso puedo hacerlo.
Se puso en pie, dominándome con su estatura sin mucho esfuerzo. De repente, la mirada de sus pálidos ojos era
desconcertantemente alegre.
—Ser brutal es lo que más me gusta. Especialmente con tipos como tú.
Hice un cálculo de mis opciones y llegué hasta dos. Podía hacerme el simpático y ahorrarme una paliza espectacular o bien
tirarme un farol.
Fue mala suerte que las hubiese pensado en ese orden. No había nada para contrarrestar el eco persistente de mi
palabra favorita.
—Atiende, gordo hijo de puta —dije con voz de duro, echando la cabeza hacia atrás para mirarlo a los ojos—. Me has
estado siguiendo por todo el West End, ayer noche y también hoy. Ahora te has metido en mi cuarto. Y seguramente me has
escacharrado la cama sin remedio, con sólo dejar caer tu culo grasiento en ella. Así que no te pienses que además vas a
asustarme. Di lo que tengas que decir y después vete al puto pozo negro que tenéis en el Infierno de los cojones, ¿vale?
Scrub tardó un rato en procesar toda aquella información, pero mientras tanto sus opciones por defecto se abrieron paso
a empellones. Apareció una mano grande como un jamón que se cerró en un enorme puño sobre mi camisa. Los botones
saltaron por los aires, y el tejido se hizo trizas cuando me alzó del suelo.
Tenía una fuerza increíble. Ni siquiera tuvo que tomar impulso. Mis pies quedaron colgando, y la espalda se curvó
involuntariamente cuando me acercó a su rostro. La tirante tela de la camisa se arremolinó bajo los sobacos y me hizo
levantar los brazos, de modo que parecía que estaba intentando volar.
—¿Qué partes de ti necesitas? —me preguntó, con voz tan rasposa como una sierra; casualmente, su aliento era igual de
cortante—. Quiero decir, para hacer eso que haces.
—Todas y cada una —conseguí articular con un jadeo ahogado, aunque fue difícil mantener mi tono afable—. Es un sistema
integral: si pierdo alguna parte del cuerpo, desafino.
—Yo puedo hacer una canción contigo, golpeándote contra esa puta pared —gruñó Scrub, señalándola con la mano libre.
Incluso en aquella embarazosa situación, con las piernas pataleando en el aire e incapaz de llenar los pulmones de aire
porque mi propio peso me presionaba contra el improvisado yugo de mi camisa hecha un guiñapo, sentí un enorme asombro:
¡había entendido mi metáfora y elaborado una frase con ella! Sólo era tan estúpido como un saco de tornillos, no como un
sombrero lleno de ojos del culo.
—Yo... lo... haré —resollé con el poco aliento que me quedaba.
Dejé resbalar el flautín de la manga, donde lo había encajado cuando me saqué el abrigo, y lo sostuve frente al rostro
grumoso de Scrub, que sonreía con suficiencia.
"Farol" no era la palabra adecuada. Era una educada conjetura.
Pegó un golpe con la palma para quitarme el flautín, tan rápido y con tal potencia que estuvo a punto de arrancarme
también la mano. Después, con un solo movimiento, sin esfuerzo aparente, me elevó y me golpeó contra el escritorio de
persiana, y me dejó clavado allí, sujetándome con su pesada mano, en la que apoyaba todo su corpachón. Mi cabeza resonó
contra la madera de cerezo con incrustaciones de latón. Vi estrellitas, campanas y pajaritos piando. El carnoso índice de Scrub
se hundió en mi mejilla.
—Si vuelves a acercarme esa cosa —dijo, con una calma mucho más aterradora que su anterior arrebato—, acabarás tu
jodida vida sin nada más que un costroso agujero entre las piernas.
—Era sólo una broma —dije, cuando pude decir algo. Tenía un zumbido en los oídos y no podía ni oír mi propia voz—. Pero
ahora sabemos cómo están las cosas, ¿eh? Entonces, ¿cuál es ese trabajo del que hablabas?
—¡Puto montón de mierda! —escupió Scrub.
Sin embargo me quitó las manos de encima y retrocedió un paso, dejándome espacio para despegarme del escritorio y
ponerme de nuevo en pie.
—Cierto, cierto —concedí mientras me enjugaba la boca con el dorso de la mano y descubría que aquella húmeda calidez
era sangre; seguramente me había mordido la lengua cuando me golpeó. Sentía un agudo dolor en los hombros y un fuerte
atontamiento en la cabeza. Sin embargo, para dejar las cosas claras le volví la espalda y recogí el flautín del suelo, cerca de la
pared más alejada. Ahora lo tenía calado, aunque sospechaba que durante el proceso me había ganado un enemigo para
toda la vida. No pude resistirme a hurgar en la herida una vez más, por una cuestión de amor propio.
—¿Cómo era la cara que tenías antes, Scrub? ¿Y cuál era tu nombre? ¿Rover?
Casi esperaba que me golpease de todas formas, ateniéndose más tarde a las consecuencias, pero no lo hizo. Menos mal,
porque un puñetazo de una de las manazas de Scrub acabaría con la mayor parte de las riñas incluso antes de empezarlas, y
seguramente me hubiese dejado inconsciente durante lo que quedaba de la noche; eso dando por hecho que despertaría.
Para ser sincero creo que eso fue lo que lo detuvo: tenía órdenes que cumplir, y se las tomaba muy en serio.
—El caballero para el que trabajo necesita que le hagan una limpieza —dijo por fin, después de que por su rostro cruzase
un amplio abanico de sentimientos, a cual más aterrador—. Es cosa de un par de horas. Dos billetes de cien en mano.
—¿Cuándo y dónde? —quise saber, apartando la silla del escritorio para sentarme... con mucho cuidado, debido al dolor
que sentía en la parte superior de mi espalda.
—En Clerkenwell. Ahora. Está esperando.
—Ahora no; no puede ser —dije—. Esta noche estoy acabado.
Scrub cruzó la estancia en dos pasos de gigante.
—Si quieres estar acabado lo estarás —gruñó—. Si no, te vienes ahora mismo.
Había llegado todo lo lejos que podía llegar, así que me rendí. A algunos hombres les persigue la grandeza.
IX

H abía un coche afuera, en la calle, que había visto al llegar aunque sin fijarme en él. Era un BMW X5, potente y de perfil
achaparrado, color azul eléctrico, con cristales tintados y una guapísima rejilla a base de rombos, así que Dios es testigo
de que debería haberme fijado en él. Supongo que había estado vagabundeando por el más allá, lo cual no es nada raro en
mí.
Seguía lloviendo. Scrub me había concedido apenas una décima de segundo para coger el abrigo antes de hacerme bajar
por las escaleras. Deseé con todas mis fuerzas que se hubiese detenido el tiempo suficiente para poder ponérmelo.
El enorme individuo abrió la puerta trasera de BMW y subí, con la pequeña ayuda de su poderoso brazo derecho. Entró
detrás de mí, haciendo que incluso un automóvil tan pesado y robusto como aquél se balancease ligeramente sobre su eje.
Había otros dos hombres, ambos en la parte delantera. El que estaba en el asiento del copiloto, que por su aspecto parecía
tener relaciones muy estrechas con las comadrejas, me miró de reojo, sonriéndome de forma desagradable. El conductor era
un rubio de rostro impasible, que se parecía un poco al gato Tom de los dibujos animados cuando acaba de ser golpeado con
una sartén. Se despegó del bordillo con un golpe de volante y el jadeante suspiro de la ingeniería alemana.
Me condujeron de nuevo a la ciudad, atravesando Stamford Hill y Dalston para girar después hacia el oeste por las calles
secundarias de Shoreditch, una ruta serpenteante que nos hizo bajar después de Old Street, tan sólo para girar hacia atrás y
volver a cruzarla en dirección norte. Por fin el automóvil se detuvo en Clerkenwell, en algún lugar cerca de Myddelton Square.
Era una calle tan estrecha que apenas se podían abrir del todo las puertas.
Salí a la lluvia, que ahora era un fuerte aguacero, gracias a otro empujoncito animoso de Scrub para que me pusiese en
movimiento. La comadreja del asiento del copiloto descendió también, y el automóvil salió de allí en cuanto nuestros pies
tocaron el suelo.
Estábamos frente a un club de ventanas cegadas y letrero chillón: Kissing the Pink. Sin embargo, los ladrillos de alrededor
de la ventana estaban pintados de azul oscuro, y había un águila dorada sobre una roca, realizada en altorrelieve sobre la
puerta: la marca secreta y universal de los antiguos pubs Truman Hanbury, comprados tras su quiebra y convertidos en locales
de striptease, que, por supuesto, era el negocio de moda en Clerkenwell por entonces.
Miré de reojo a Scrub, quien al verme asintió con brusquedad. Entramos.
Había una especie de vestíbulo. Era una estancia en esquina, con las paredes ligeramente inclinadas, que convergían
hacia la calle lateral; las pulidas tablas desnudas mostraban las grasientas huellas de los clientes de primera hora de la noche.
Un hombre sentado junto a un escritorio, en el sombrío hueco de la derecha, alzó la vista cuando entramos y, al ver a Scrub,
se olvidó de nosotros. Entramos al club sin ser molestados.
Era más amplio de lo que parecía desde el exterior, con un escenario semicircular junto a una de las paredes, una barra
enfrente y, en medio, alrededor de una docena de mesitas circulares. También había reservados a lo largo de tres de las
paredes, con la luz cuidadosamente dispuesta para que quedasen en sombras, de modo que desde ellos se podía ver sin ser
visto.
Sobre el escenario, una rubia ya semidesnuda descubría pequeñas piezas de ropa que había olvidado en un pase previo y
se las iba quitando. Un pulido poste plateado que iba del suelo al techo era su apoyo constante y su ocasional propiedad
sobre el escenario. Alrededor de una docena de tíos con trajes a medida, relajándose sin duda tras un duro día en la City, y
otra media docena más con pinta de turistas, miraban sus pechos, que desafiaban la ley de la gravedad, con una voluntariosa
suspensión del escepticismo. La mayoría de ellos estaban lo bastante concentrados para no enterarse de nuestro paso, pero
unos cuantos, que se encontraban en medio o cerca del camino por donde Scrub caminaba pesadamente, apartaron
rápidamente los pies, y después me miraron, primero con indiferencia y después con tardía sorpresa, algo cómica. No los
culpé: tenía la camisa hecha pedazos, y ahora empapada y pegada al pecho, y seguramente todavía tenía algo de sangre en
el rostro, de cuando me mordí la lengua. Tenía la elegancia y el ímpetu de un Robinson Crusoe.
Scrub seguía empujándome, de modo que seguí en movimiento. Nos dirigimos directamente a la zona más alejada de la
sala, a uno de los reservados, que ahora pude ver que estaba ocupado. Había allí un hombre bajo de complexión fuerte,
aparentemente de unos cincuenta años. Estaba solo, frente a nosotros, leyendo y garabateando en una libreta de espiral. Por
lo que podía ver a aquella luz tenía el rostro rojizo y picado de viruela. Tenía las cejas más gruesas que yo había visto nunca, y
los ojos estaban hundidos y apretados bajo ellas, como dos mundos en miniatura con las peludas nalgas de Atlas sentadas
sobre ellos. Llevaba un traje color azulón y una camisa con estampado de cachemir, y su corbata era tan ancha y brillante
como el escudo de un centurión. Había visto recientemente una reposición de El agente de CIPOL en la tele por cable, y el
hombre me recordó de inmediato al señor Waverley.
—¿Así que es hombre de culos? —me dijo, alzando la vista. Aquellas palabras tan directas contrastaban extrañamente con
su voz, suave y cultivada: era una voz para presentar a conferenciantes invitados, o para proponer brindis por la reina. No
tenía más que un mínimo rastro de acento, o quizás era la completa ausencia de deje que tan sólo se consigue aprendiendo el
idioma en los libros.
Me limité a mirarlo con el ceño fruncido y gesto solemne, como si estuviese sopesando las implicaciones filosóficas de la
cuestión.
—Lo he estado observando mientras contemplaba la actuación —dijo, y sus hombros se agitaron con su ronca risita—.
Prefiere la perspectiva esteatopigia, ya que sus ojos no se apartaban de allí. Ergo es usted un hombre de culos. Siempre es
bueno saberlo.
Una vez finalizadas las formalidades, el hombre se volvió hacia Scrub y la comadreja, agitando la mano hacia uno y otro,
alternativamente, como en una brusca bendición.
—Scrub, tú te quedas con nosotros. Arnold, vuelve a la puerta, y dile a una de las señoritas que vengan a traerle al señor
Castor una bebida, por favor. Saffron... o Rosa. Que sea Rosa. Tiene unas vistas posteriores que el señor Castor debería
saber apreciar.
La comadreja se apresuró a alejarse, mientras que Scrub se quedó en segundo plano, tan discretamente como pueda
hacerlo un hombre del tamaño de una carretilla elevadora. Dejé de pensar en el señor Waverley, y en su lugar surgió el
Sydney Greenstreet de El halcón maltés. Un Sydney Greenstreet retaco y achaparrado, vestido con estampado de cachemir.
—Me llamo Lucasz Damjohn —dijo mi anfitrión. Pronunció Lucash: nunca había oído un nombre así—. Por favor, señor
Castor, me deja usted en desventaja. Siéntese.
Tiré el abrigo que llevaba en la mano sobre la pared lateral del reservado y me senté frente a él. Damjohn asintió como si,
al obedecerle, el control y el orden hubiesen vuelto a reinar en el universo.
—Excelente —dijo—. ¿Lo he apartado de alguna tarea importante, o estaba usted simplemente relajándose tras una dura
jornada?
—Trabajo las veinticuatro horas —dije, lo que hizo que sonriese brevemente, ahora sí, ahora ya no.
—Sí, por supuesto. Desde que empecé a utilizar a Scrub como mensajero todo el mundo parece hacer turnos de
veinticuatro horas. Y todos hacen visitas a domicilio. Lo siento si ha sido algo brusco, pero no soy hombre al que le guste
esperar. Más bien al contrario. Pertenezco a la lamentable especie de los que creen que la inactividad conduce de forma
natural a la impaciencia y a la agresión. Verá, mi educación formal quedó incompleta, de modo que no poseo los recursos
internos necesarios para aprovechar juiciosamente el tiempo de ocio. Necesito estímulos para no verme invadido por el
aburrimiento —me miró inquisitivamente—. ¿Es éste tu caso, Felix? ¿Crees que tu vida tiene los estímulos suficientes?
¿Felix? ¿Ahora me tuteaba? Lo hizo de forma repentina y me desconcertó ligeramente pero, con la enorme silueta de Scrub
dominando todavía mi visión periférica, decidí que la mejor prueba de valor era no darme por aludido.
—No me quejo —dije, eludiendo la respuesta.
Damjohn asintió vigorosamente, como si yo hubiese dicho algo muy profundo.
—Muy bien, sí señor. Nadie te va a escuchar si lo haces, de modo que, ¿qué provecho se saca? ¿Qué provecho?
Se detuvo y alzó la vista cuando una mujer se acercó a la mesa. O quizás era una niña: no parecía tener más de diecisiete
años, aunque seguramente tenía más, trabajando en un lugar como aquél. Su rostro era precioso: óvalo en forma de corazón,
ojos oscuros y brillante cabello castaño oscuro peinado en cola de caballo, que le llegaba a la mitad de la espalda. Sus labios
eran sensualmente gruesos, rojos y brillantes; la piel era pálida, excepto por un exagerado toque de colorete en cada mejilla.
Preciosa, como dije, pero inexpresiva: el exagerado maquillaje tan sólo acentuaba su vacía expresión, del mismo modo que su
revelador vestido destacaba lo poco dotada que estaba en cuanto a pechos. Los ojos parecían genuinamente oscuros bajo
capas y capas de máscara y delineador, aunque eran más sombríos que enternecedores. No parecía disfrutar mucho de su
trabajo.
—Whisky con agua, Rosa, por favor —dijo Damjohn, mirándola durante un lapso de tiempo tan breve que podría
considerarse subliminal—. ¿Y para ti, Felix?
—Eso mismo me vale —dije.
Rosa se volvió para marcharse, pero Damjohn extendió el brazo y le tocó la muñeca con la punta del índice, lo que fue
suficiente para que ella se detuviera y se volviese, con mirada expectante, como esperando nuevas órdenes.
—Éste que tenemos aquí es un invitado muy importante —dijo, con pesada ironía—. El señor Felix Castor. Por si nunca has
oído hablar de él, Rosa, es un hombre muy conocido en el negocio de los fantasmas. Un exorcista, quiero decir; un inspector
de espectros.
Rosa me miró un segundo, con el rostro tan inescrutable como una máscara mortuoria. Damjohn me miró también, como si
de alguna forma estuviese haciendo aquel torpe chiste por mi bien. Lo miré impasible: Dios sabe que no deseaba alentarlo en
absoluto.
—Cuando hayamos finalizado nuestra pequeña charla, Felix subirá para examinar concienzudamente nuestro
establecimiento —continuó Damjohn, tras una pausa que parecía significativa, aunque yo no conseguí entender bien por qué
—. Por favor, di a las chicas que se mantengan pegadas a la pared. Es que, verás, Felix es un hombre de culos.
Retiró el dedo del dorso de la mano de Rosa y ésta se fue sin mirar atrás. Damjohn volvió a prestarme atención... Aunque,
para ser sincero, parecía haber estado observándome todo el rato.
—De modo que, como ya habrás podido suponer, necesito que limpien el lugar —dijo—. Puedes hacerlo, ¿no es así? Acabar
con las alimañas, sellar y calafatear, para que ningún ser perverso asome la cabeza y asuste a las chicas cuando deberían
estar trabajando.
Me hice el tonto, tan sólo por divertirme, y porque siempre prefiero que el cliente diga con claridad lo que necesita.
—¿Quiere decir cucarachas, o...?
—Por favor —dijo Damjohn, trazando un brusco gesto horizontal de impaciencia con su regordeta mano, una tachadura en
el aire que había entre ambos—. Quiero decir fantasmas, Felix, fantasmas. Soy perfectamente capaz de aplastar cucarachas
sin ayuda ni instrucciones.
—¿Y qué le hace pensar que aquí ronda un fantasma, señor Damjohn? —quise saber, atacándole de nuevo con modales
dulzones.
Hizo una mueca de desaprobación. La mujer del escenario se deslizó por el poste en precaria postura, hasta quedar
sentada sobre sus caderas con las piernas abiertas de par en par, y el disperso aplauso que desencadenó forzó un
momentáneo silencio entre ambos.
—No creo haberte dicho lo que yo pensaba —dijo Damjohn cuando se extinguieron los aplausos y la mujer salió del
escenario.
Incongruentemente, una televisión de enorme pantalla descendió del techo hasta el centro del escenario, mostrando las
mejores jugadas de lo que parecía ser un partido del Manchester.
—Pero las mujeres tienen una sensibilidad muy delicada —meditó Damjohn—. Se abre una cortina por un golpe de viento o
resuena una cañería y ya creen que han recibido un mensaje del otro lado.
Tamborileó sobre el lomo de su libro, frunciendo el ceño un momento, como si siguiese dándole vueltas a esa idea.
—Por mi parte nunca he sido consciente de haber recibido un mensaje de ese tipo. Pero, si así hubiera sido, me habría
resultado completamente indiferente. La verdad es que no creo que un fantasma vengativo me pudiese intimidar, en absoluto.
Si algún hombre quiere ajustar cuentas conmigo, mis gustos personales se inclinan más a matarlo que a dejar que viva,
¿entiendes? Lo vería más como una cuestión de comodidad que como cualquier otra cosa.
Volvió a mirarme con gesto solemne. Unas cejas como aquellas podían expresar mucha solemnidad.
—De comodidad —repetí cautamente—. Claro.
No me estaba enterando de casi nada, de modo que empezaba a sentirme irritado y hecho polvo. Rosa volvió con las
bebidas y las dispuso frente a nosotros. La observé con cierta curiosidad, pero esta vez ella mantuvo la vista fija en su
bandeja y se alejó rápidamente en cuanto acabó. Era cierto que tenía un lindo culo, a pesar de su constitución delgada. Pero
ni se acercaba a lo que era mi tipo: no me van mucho las chicas que parecen decir "Imagínate cómo estaré en uniforme
escolar".
Tomé un sorbo de whisky. Era de malta, y de la buena además. Deseé no haberlo pedido con agua.
—Así que tan sólo quiere que inspeccione el local y que vea si puedo encontrar alguna señal de fantasmas o de actividad
poltergeist —resumí.
—Sí.
—Porque a las chicas no les gusta.
—Eso es.
—Entonces, ¿cómo es que soportan a Scrub? —quise saber, señalando con el pulgar por encima del hombro hacia el
enorme individuo, que estaba de pie tras de mí, tan impasible como los guardias del palacio de Buckingham.
Damjohn me miró con inocente sorpresa.
—¿Scrub? ¿Crees que Scrub es un fantasma, Felix? A mí me parece bastante real.
Era evidente que quería que le dijese lo que ya sabía.
—Scrub es un loup-garou —dije—. Antes se les llamaba hombres lobo, aunque dudo que la parte animal de Scrub sea un
lobo. Tendría que ser algo del tamaño de un buey.
Bebí otro sorbo de whisky. Si aquel armario andante decidía ofenderse ante mi tono, sería una vergüenza desperdiciar ese
magnífico licor además de dejarme romper la cara.
—Verá, lo que ocurre es que un espíritu humano se apodera de un animal, y es como si se mudara a él y cambiase la
decoración. El fantasma modifica el cuerpo del animal según lo que recuerda de su forma original: elimina el pelo, cambia el
tejido muscular... adquiere de nuevo una apariencia más o menos humana.
"Fue un científico francés, Nicole David, quien estableció esto por primera vez, y por eso utilizamos el término en su idioma.
La cuestión de cuánto tiempo puede mantenerse la forma humana está todavía sin resolver; depende sobre todo de la fuerza
de voluntad del fantasma, pero el animal intentará reafirmarse en cuanto pueda. La luna nueva parece ser el momento en que
la parte humana es más débil y más fuerte la animal. Es algo horrible. Una vez que has visto a un loup-garou metamorfosearse
ya nunca más lo olvidas. Podrás intentarlo, pero nunca lo olvidas.
Damjohn me había estado mirando con gran interés durante todo mi discurso, y hasta que no llegué hacia la mitad no fui
consciente de que Scrub era una especie de prueba, una valla para que yo la saltase. Pues bien, la había saltado, y después
me puse cómodo y esperé a ver cuál iba a ser el premio.
Damjohn sonrió y asintió con un gesto, visiblemente complacido.
—Eso ha estado muy bien —dijo—. Muy bien, sí señor. Conozco a otro hombre que se dedica a tu mismo negocio pero que
no lo identificó tan pronto... o no lo consiguió sin estímulo previo. Veo que eres un hombre bastante inteligente, Felix.
—Gracias, Lucasz.
Lo que valía para mí no pareció valer para él. Los ojos de Damjohn, entrecerrados ya hasta ser casi invisibles,
desaparecieron durante un momento entre sus intrincados pliegues mientras su propietario digería aquel pequeño detalle de
calidez y familiaridad. Pero consiguió recuperarse, y no cayó tan bajo como para darle importancia. En vez de eso cambió de
tema.
—En cuanto a la remuneración —dijo—, puedo ofrecerte un trato que creo será de tu gusto.
No me gustó cómo sonaba aquello. Cuando previamente has escuchado una cantidad concreta, y después oyes las
palabras "un trato", o "un buen negocio", o incluso "eterna gratitud", cualquier movimiento que hagas será erróneo, según mi
experiencia.
—Se mencionó la suma de doscientas libras —señalé.
—Por supuesto que sí. Fui yo quien la mencionó. Pero si quieres incluir un rato con Rosa, o con otra de mis chicas, también
puede arreglarse. Pari passu [3].
De modo que Damjohn era macarra además de dueño de un club. Tenía modales muy refinados para un chulo; claro que
entonces un macarra con acento barriobajero podría haber acabado trabajando de abogado: habría que confiar en su
integridad moral. Sin embargo, vi lo que estaba haciendo y no me gustó.
—¿Pari passu? —repetí, recostándome en el asiento—. ¿Y pro bono publico [4]? Muy loable. Pero, puesto que acabamos de
conocernos, creo que será mejor dejarlo en una mera cuestión de venta al contado, y punto.
Las maneras de Damjohn pasaron a ser algo menos cordiales, pero a su favor he de decir que no me abofeteó como si
fuese una de sus putas.
—Como quieras. Pero, ¿harás el trabajo? ¿Ahora, esta noche?
Hay un momento y un lugar para el discurso que le endilgué a Peele sobre que lo lento y seguro es la mejor apuesta:
éstos no eran los adecuados. Podía echar un vistazo y pronunciar unos cuantos sortilegios protectores si era necesario. Si
tenía un problema real entre manos tendríamos que renegociar. Me encogí de hombros.
—Bueno, ya que estoy aquí...
—Excelente. Scrub, lleva al señor Castor arriba.
La audiencia había acabado. Damjohn me hizo un austero gesto de asentimiento y volvió a sus números. Scrub avanzó
pesadamente unos pasos mientras yo me ponía en pie y después aguardó junto a mí mientras yo acababa el whisky, de un
rápido trago que era como un sacrilegio. Me condujo hacia el extremo derecho de la sala, donde una puerta sin letrero de
ninguna clase permanecía abierta en una esquina estratégicamente en sombras. Esta puerta, al igual que la principal, que
desde el vestíbulo daba paso al interior del club, tenía también su San Pedro: un San Pedro con cara de ladrillo, vestido con un
traje arrugado. Le hizo un gesto respetuoso a Scrub y se apartó a un lado para dejarlo pasar. Seguí su estela.
Al otro lado de la puerta había una escalera, en lo alto de la cual había otra barra. Nadie bailaba aquí, al menos
verticalmente ni hasta donde alcanzaba mi vista. Una docena de mujeres vestidas con una inverosímil ropa interior estaban
sentadas junto a la barra en pequeños grupos, hablando en voz baja. Todas miraron hacia mí cuando entré, pero al ver que
estaba con Scrub perdieron todo el posible interés por embaucarme y reanudaron sus conversaciones.
—El salón de miembros —tronó Scrub.
Últimamente están resucitando tantos chistes ya caducos que están empezando a suscitar mi preocupación profesional;
pero no había nada en la imperturbable expresión de Scrub que hiciese sospechar que se había dado cuenta del lado jocoso
de aquella frase. Miré hacia él, después a los pequeños grupos de trabajadoras y de nuevo a él.
—¿Cómo quiere Damjohn que haga esto? —quise saber. No me hacía mucha gracia imaginarme mirando bajo las camas
mientras aquellas buenas mujeres se ganaban el sustento sobre ellas.
—Comprueba los pomos de las puertas —dijo Scrub.
Ay, señor. Lo miré con dolorosa atención, decidiendo que tenía que haber más.
Extendió la mano frente a mi rostro, con los dedos juntos y la palma vertical, en la posición del papel de "piedra, papel y
tijera".
—Si el pestillo está así, la habitación está vacía. Si está así —rotó la mano noventa grados—, es que hay alguien dentro.
—¿Y qué hago con las ocupadas?
—Sáltatelas —tronó Scrub—. A menos que quieras mirar por el agujero de la cerradura.
No hice ningún comentario y comencé mis rondas. Había estado en tres burdeles en toda mi vida: uno en Karachi (en
busca de cerveza), otro en la Mile End Road (por motivos profesionales) y el tercero en Nevada, en un momento de debilidad
del que me arrepentí después, e incluso durante. Los tres tenían muchas cosas en común, y éste de ahora era harina del
mismo costal. En todos ellos las habitaciones estaban algo más desoladas incluso que las de hotel: cada una tenía apenas la
cama, el centro de producción de la estancia, una mesa con unas cuantas revistas de chicas esparcidas sobre ella como
folletos de viajes ("Este año vuelves a Brighton pero, ¿no te gustaría visitar París, Roma y el Algarve?") y una pequeña
papelera de pedal con una gruesa bolsa de plástico para la basura. No había cuadros en las paredes, ni adornos en las
mesillas de noche. Tampoco biblias evangelistas: ésta no era la clase de lugar donde clientes o empleados permitiesen que la
distante perspectiva de salvación se interpusiera en el trabajo que tenían entre manos.
También estaban todas limpias. No físicamente (aunque de hecho también), sino metafísicamente limpias. La verdad es
que el hecho me asustó bastante. No era sólo que no hubiese fantasmas; hay muchos lugares que consiguen librarse de estar
activamente encantados. Pero cualquier lugar habitado ha de tener unas cuantas huellas psíquicas: ecos de antiguas
emociones, que perduran en las piedras, en el aire o en el polvo de la repisa de la ventana. En este lugar no había nada. Era
como si lo hubiesen fregado de arriba abajo.
En otras palabras: no necesitaba un exorcista, porque ya había pasado uno por allí y había hecho un trabajo perfecto.
Las habitaciones se repartían en dos pisos: eran treinta y ocho en total, y veintiuna estaban vacías; supongo que era
temprano todavía. Fui todo lo concienzudo que pude. Me aventuré incluso en los baños que, estando en la zona tras el
escenario, por decirlo así, estaban algo menos limpios que las habitaciones. Pero tampoco aquí había nada que hiciese vibrar
mis antenas, excepto porque la ausencia de algo sospechoso es sospechosa en sí.
Fui a informar a Scrub. Estaba apoyado en un extremo de la barra, y casualmente todas las putas habían acabado en el
extremo opuesto. No era yo sólo el que se sentía incómodo ante la presencia del enorme tipo. Cuando vio que me acercaba se
enderezó, alisó la chaqueta con un gesto y me guió de nuevo escaleras abajo.
—¡Felix! —exclamó Damjohn, como si me hubiese ausentado durante horas y comenzara a preocuparse por mí. Dejó su
pluma y cerró el libro de cuentas, haciendo un gesto para que volviese a sentarme frente a él, pero esta vez no me molesté
siquiera.
—Está completamente inmaculado —le dije—. Blanco como la nieve. En estas circunstancias me daré por satisfecho con
recibir la mitad de lo acordado, ya que no he tenido que hacer más que...
Me indicó con un gesto que me callase.
—Tonterías —dijo—. Tonterías, Felix. Estoy muy agradecido de que hayas podido venir.
Esto pasaba por alto el hecho de que me había enviado a Scrub para asegurarse de que lo haría.
—Por favor, Scrub, conduce al señor Castor a la mesa de la entrada y dile a Arnold que le pague con el dinero para gastos
menores. Felix, ha sido un placer.
Me ofreció la mano, que estreché, pensativo. Fue un error.

DESTELLO. Están todos alineados en la pista de cemento que hay tras el muelle de carga de la fábrica. Hombres con batas
verdes, casi como las que llevan los doctores de occidente, pero más oscuras; mujeres de sucios blusones, con el pelo envuelto en
un pañuelo. Todos huelen ligeramente a vinagre, porque lo que hace la fábrica, al menos en los meses otoñales, son vegetales en
conserva. El capitán está contento y me acaricia el pelo. Tiene que inclinarse, porque soy pequeño, incluso para mi edad.
—¿Cuál es Bozin? —murmura, y yo se lo muestro con la mirada.
Asiente. Está claro que Bozin tiene el aspecto que el capitán esperaba. Hace un gesto a los soldados, que sacan al hombre de la
fila. Es un hombre de mediana edad, como todos los demás, de rostro necio y bobalicón. El capitán descarta su pistola, que había
estado blandiendo, y toma prestado uno de los fusiles de los soldados. Después clava por tres veces la culata del fusil en aquel
estúpido rostro beligerante, mientras dos de los soldados mantienen a Bozin de pie. Los golpes son muy fuertes. La nariz del hombre
queda aplastada, sus dientes acaban en la garganta, le ha vaciado un ojo. Pero cuando cae al suelo aún no está muerto. Sigue
haciendo ruiditos borboteantes con la garganta. El capitán se vuelve hacia mí y hace un gesto que significa "sírvete". Le doy una
patada a Bozin en las pelotas.
DESTELLO. La mujer, Mercedes, se ha convertido para míen un motivo de orgullo, una medalla que llevo puesta cuando salgo por
las noches. Su belleza, su sofisticación, el costoso carmín que la cubre como una vaina: todo ello es señal de que ya no soy un niño.
Estas cosas les dicen a todos los que nos ven "Mírame y respétame". Su propio nombre es el de un coche de lujo, una posesión que
proclama al mundo tu categoría. A veces siento tener que tratarla con tan frío desprecio, pero ése es el verdadero quid de la cuestión.
Para conseguir respeto he de mostrar que ella no necesita ni merece ninguno. Cuanto más la rebajo más grande soy. Al principio es
duro. Pero después reñimos una noche: intenta abandonarme, y yo le pego. Esa paliza, el hecho de infligir un dolor innecesario y
terrible a alguien que me ha proporcionado tanto placer, es una anunciación. Detenerse es muy difícil.
DESTELLO. Las casas que todavía quedan en pie están ardiendo. Camino por las calles a mi aire, porque ya no caerán más
obuses. Tenía propiedades aquí, aunque no había nada que no pudiese permitirme perder: incluso puedo recibir compensaciones
cuando lleguen las Naciones Unidas con toda su fanfarria democrática y su parafernalia burocrática. Contemplo una casa que está a
punto de derrumbarse y saco esta moraleja: la propia Yugoslavia era una casa, precariamente construida y sujeta tan sólo por una
viga. Cuando le pegaron una patada a esa viga —el Partido Comunista de Tito—, fue inevitable que los alborotadores chiquillos que
jugaban y se peleaban dentro de ella acabasen haciendo que la casa se derrumbase sobre sus cabezas. Sus cabezas, no la mía. La
casa se desmorona entre una lluvia de chispas, y me envuelve una nube de ceniza y humo que me ciega por un momento. En medio
de las ruinas hay una mano y un brazo diminutos, quemados y negros: quizás el brazo de un niño, o el de una mujer menuda. Claro:
eso era lo que olía. Me quito un tizne de ceniza de mi abrigo de alpaca, y me irrita darme cuenta de que en vez de desaparecer queda
una mancha grasienta. Esto se ha convertido en un lugar impuro e incivilizado. Sigo caminando, pero sin prisas. Todavía faltan doce
horas para que salga el avión.

Aparté la mano de sopetón y mis mandíbulas se cerraron con un audible chasquido. Aquel contacto, aquel chorro subliminal
de impresiones, había durado menos de un segundo.
Damjohn se me quedó mirando en silencio durante un largo rato. Sabía por mi expresión que algo acababa de ocurrir, pero
no estaba seguro de lo que había sido. Pensó si preguntar, debatiéndose entre la curiosidad y la pérdida de autoridad que
podría sufrir; vi que tomaba una decisión.
—Estoy seguro de que volveremos a vernos —dijo por fin, dibujando una sonrisa blanda y neutra.
Tal como había hecho antes, señaló que debía irme bajando la vista hacia su libro. Scrub, que no se había enterado de
nada, cruzaba ya pesadamente la zona del escenario, encaminándose hacia la puerta de la calle. Una nueva rubia se
despojaba bailando de un nuevo conjunto de lencería, y las filas de alelados clientes habían crecido considerablemente.
Cogí rápidamente mi abrigo y crucé la sala siguiendo la ancha estela de Scrub. Tuve que luchar contra la amarga bilis que
me subía por la garganta. La mantuve a raya. Deseé poder hacer lo mismo con la invasora marea de imágenes que continuaba
inundándome el cerebro. Me juré a mí mismo que nunca volvería allí, ni aunque aquel cabrón de ojos peludos enviase a la
Legión Extranjera francesa en mi busca.
Arnold, el hombre comadreja, estaba ahora sentado en la mesa del vestíbulo. Scrub murmuró las palabras "Dos de cien" al
pasar, y después se colocó en su puesto de la acera. Me costó creer que su presencia sirviese para animar a los posibles
clientes a entrar, aunque el club no parecía tener problemas en ese aspecto. La lluvia había cesado, y la noche volvía a ser
fresca y borrascosa: quizás eso ayudase.
Arnold me pagó con billetes de cinco y de diez, en silencio, con laboriosa concentración, moviendo los labios al tiempo que
contaba. Tomé el dinero sin decir nada y me lo metí en el bolsillo de atrás. No me disgusta el dinero sucio, hasta cierto punto,
pero en aquellos momentos no iba muy contento conmigo mismo. Salí a la calle, deseando ver cómo el BMW doblaba
suavemente la esquina y se detenía ante mí, aunque sin esperanzas de que sucediera. No tuve suerte: no había la misma
urgencia en llevarme a casa como la hubo en traerme aquí. La pesada mano de Scrub cayó sobre mi hombro.
Me volví. Scrub me miraba con una especie de meditación, lenta y pesada.
—Usas música —señaló, con voz de bajo profundo. Sabía lo que quería decir.
—Sí, uso música.
—Tocas una cancioncilla.
—Eso es.
Me tocó ligeramente la nuez con la punta del índice.
—Podría rajarte la garganta antes de que tocases la segunda nota.
Una vez dicho lo que pretendía decir volvió a entrar en el local, caminando pesadamente.
Me adentré en la noche, sintiendo el viento cortante y también un torbellino de ideas en la cabeza. Estaba inquieto,
empapado y muy lejos de casa. Vale, quizás no geográficamente, pero sí psicológicamente. El extraño encuentro con Damjohn
me había tocado e inquietado, y lo que había en su cabeza se pegaba a mí como vómito semiseco. Por pura autodefensa
intenté concentrar mis pensamientos en el Bonnington. Eso no me hacía más feliz, pero al menos me ejercitaba la mente de
distinta forma.
Estaba llegando ya al final de la colección rusa, y si no conseguía resultados no tendría nada con lo que justificarme.
¿Podía haberme equivocado al pensar que el fantasma estaba ligado a aquellos documentos? Me había llevado ya unas
cuantas cuchilladas con la navaja de Occam, y eso era todo lo que había sacado en limpio, pero aquello no cambiaba las cosas.
No me apetecía nada tener que recoger velas, con Peele y Alice vigilándome estrechamente, uno a cada costado.
Pero todavía quedaban unas cuantas cajas. Era posible que funcionase la ley de Murphy y resultara que el objeto al que
estaba ligado el fantasma fuera precisamente uno de los documentos del fondo del montón.
Metí la mano en el bolsillo del abrigo y noté el bulto anguloso y puntiagudo de las llaves de Alice.
X

E mpecé a interesarme por las cerraduras cuando preparaba mi espectáculo de magia en la universidad. Pensaba que podía
incluir también algo de escapología, de modo que tecleé la palabra "grilletes" en unos cuantos buscadores y me dispuse a
recopilar mis hallazgos. Aprendí mucho durante aquel ejercicio, pero bastante más sobre los límites del sexo consentido que
sobre escapología.
Entonces Jimmy, el camarero del Welsh Pony, en Gloucester Green, mencionó a un tipo que conocía: Tom Wilke, el Bandido
de Banbury, que acababa de finalizar una condena de dos años por allanamiento de morada.
—Lo pillaron por dos docenas de cargos, tomando en consideración como cien más. Es tu hombre —dijo Jimmy—. Cualquier
tipo de cerradura. Dice que puede hacerlo con los ojos vendados.
Yo era lo bastante joven para que la posibilidad de charlar con un delincuente profesional me pareciese atractiva, de modo
que le pedí a Jimmy la dirección del tipo. Jimmy dijo que antes tenía que arreglarlo, y me dejó sufriendo durante una semana.
Yo iba hasta allí todas las noches para preguntarle si había visto a Wilke y si se lo había preguntado, pero la respuesta
siempre era que no.
Pero una noche obtuve una respuesta distinta: todo se había ido a la mierda.
—Lo siento, Fix —dijo Jimmy en tono compungido—. Ya no es el mismo desde que salió de Bullingdon. Se ha vuelto muy
callado.
No quiere hablar con nadie ni tener a nadie cerca. Puede que sólo sea algo pasajero. Volveré a pedírselo dentro de unos
meses.
Pero yo no podía esperar tanto: tenía que ser entonces. Insistí hasta que Jimmy me dio la dirección de Wilke, sólo por
librarse de mí, y me acerqué a verlo en persona.
Tom Wilke vivía en un apartamento de un mugriento edificio más allá de la circunvalación, en un tercero sin ascensor.
Estaba extrañamente silencioso, como si todo el lugar estuviese vacío: no había niños en las escaleras ni atronaba la música
por las ventanas abiertas, a pesar de que estábamos en pleno verano. Llamé a la puerta y esperé; volví a llamar y esperé un
poco más. Cuando estuvo claro que nadie iba a contestar, me di la vuelta para marcharme.
Cuando iba a bajar las escaleras escuché un sonido que me hizo volverme.
Era un sollozo. Alguien estaba llorando. Me quedé escuchando durante cosa de un minuto y volvió a oírse, justamente tras
la puerta a la que había llamado: un sollozo ahogado y desconsolado.
Volví sobre mis pasos y probé a abrir la puerta. No estaba cerrada con llave. La fortuna favorece a los que tienen el
corazón puro y los huevos de acero.
Dentro me encontré un corredor de sólo dos pasos de ancho y después una puerta abierta que llevaba a una sala de
estar diminuta, atestada a pesar de que casi no había muebles. Un hombre de mediana edad con una blanca mata de pelo y
un cuerpo tan delgado que parecía desnutrido estaba sentado en un desvencijado sillón barato a la luz de una bombilla
pelada, y las lágrimas corrían por sus mejillas.
Al principio pensé que estaban las cortinas echadas, pero no era así; era sólo que las ventanas estaban cubiertas de
ceniza negra y grasienta, tan espesa que incluso la luz de una farola que estaba justo al lado tenía dificultades para filtrarse a
través de ella. Suelo, paredes, mobiliario... todo lo demás que había en la habitación, excepto el propio hombre, tenía una
capa similar.
Tom Wilke estaba tan borracho que ni siquiera pudo ponerse en pie, y cuando me acuclillé junto a su silla apenas pudo
enfocar la vista sobre mí. No tenía idea de quién era yo, pero mi súbita aparición no pareció desconcertarlo ni enfadarlo. Me
hizo un gesto suplicante, manoseando mi manga con la mano libre. En la otra mano aferraba una botella de Grant en la que
sólo quedaba un cuarto de su contenido. Su aliento apestaba como una destilería.
—Siempre cierro con llave, y así no se dan cuenta de que he estado —me dijo—. Así tardan más. Siempre cierro con llave...
Esto me confundió durante unos momentos, ya que su puerta no estaba cerrada con llave ni pestillo. Después me di
cuenta de que no estaba hablando de su puerta.
—Nunca le hago daño a nadie —Wilke farfullaba ahora, moviendo la cabeza de un lado a otro con gesto de dolorida
incredulidad—. Nunca llevo cuchillo, ni pistola, ni nada. Colin decía que hay que llevar cinco libras en monedas metidas en un
calcetín y darles con ellas en la cabeza si se ponen rebeldes. No; yo nunca hice eso. Nunca tuve que hacerlo. Lo mío era visto y
no visto, todas las veces.
Pasé la mano por el brazo del sillón, que estaba tan grasiento y asqueroso como el resto de la estancia. Después me miré
las yemas de los dedos. Limpias.
Fui a hacer café, pero era para mí, no para Wilke. Él se acabó el whisky y yo fui ensamblando la historia a partir de sus
entrecortadas divagaciones, aunque a veces sus lágrimas las volvían completamente incomprensibles.
Una de las casas en las que había entrado, justo antes de ir al talego, era un adosado en Blackbird Leys. Parecía un lugar
venido a menos, pero un colega que trabajaba en UPS le había dicho que el tipo que vivía allí recibía a veces en casa los
pedidos de su tienda de electrónica; había posibilidades de sacar un buen botín, de modo que pidió prestada una furgoneta
para esa noche.
A Wilke le llevó siglos encontrar el lugar. Estaba en una de esas urbanizaciones dejadas de la mano de Dios que parecen
haber sido construidas con una especie de sistema de fractales, con interminables calles idénticas que comienzan y
desembocan unas en otras, de modo que te pierdes antes de empezar.
Pero la encontró por fin, y entrar en ella fue pan comido. Hubiese ido todo como la seda si no fuera porque allí no había
nada, ni siquiera un equipo de alta fidelidad, nada que mereciera la pena llevarse. En una de las habitaciones había un niño en
una cuna, completamente dormido y solo; ni joyas, ni dinero, ni equipos electrónicos que pudiera llevarse. Incluso la televisión
tenía la carcasa rajada, por lo que nadie la querría.
De modo que se marchó tan silenciosamente como había venido, cabreado y amargado, ensayando las palabras que iba a
tener con el tipo de UPS, por lo que básicamente actuaba de forma mecánica. Cerró con llave la puerta principal, olvidando que
antes la llave estaba sin echar, y dio por terminada la noche. Se fue a casa y se acostó.
A la mañana siguiente leyó en el Oxford Mail que un niño de dos años había muerto calcinado en una casa de Blackbird
Leys. La dirección que tanto le había costado encontrar la noche anterior le saltó a la vista inmediatamente. No había ninguna
posibilidad de error.
—No consiguieron entrar —farfulló Wilke, divagando desesperado una y otra vez, en un bucle infinito—. Cuando regresaron
la casa estaba ardiendo. ¿Cómo coño había sido? Nada. No lo entendía. Yo no toqué nada, ¿no? No consiguieron entrar. La
puerta estaba cerrada y nadie tenía la llave. Cuando llegaron allí todo había ardido...
Gimió como un animal herido. La botella de whisky cayó de su mano y rodó por el cuarto, al tiempo que Wilke se cubría los
ojos y se mecía lamentándose entre dientes.
Esto fue como una semana o dos antes de que empezara a suceder. La primera vez ni siquiera estaba en su casa: estaba
en un café, comiendo un bocadillo de beicon y hablando con un par de camaradas sobre un posible trabajo en un almacén.
Fingía seguir con sus negocios, cuando por dentro seguía escuchando el llanto de un niño en una casa vacía y era incapaz de
concentrarse en lo que le estaban diciendo más allá de la primera o la segunda frase.
Sobre la mesa, sobre su plato, sobre los hombres con los que hablaba, empezó a acumularse ceniza negra. Dio un salto y
gritó una maldición, lo que hizo que los dos hombres con los que estaba negociando lo mirasen como si estuviera loco.
Reaccionó con agresividad: ¿estaban ciegos o qué?, y la cosa empezó a ponerse desagradable. Wilke se dio cuenta de que
nadie más que él podía ver la ceniza. Entonces pasó la mano sobre ella y comprendió el motivo.
El encantamiento había continuado desde entonces. Nunca había visto un fantasma de verdad; simplemente, estuviese
donde estuviese, la ceniza empezaba a caer, y cuanto más tiempo permanecía en cualquier sitio, más gruesa era la capa.
Estaba incluso en sus sueños, de modo que no había escapatoria.
Tras unas semanas empezó a pensar en el suicidio. Después de hablar con un sacerdote, lo que hizo fue entregarse.
Facilitó a la policía una lista de las casas, oficinas y almacenes que había asaltado, empezando por la dirección de Blackbird
Leys. Les contó todo lo que necesitaban saber para llevarlo a juicio y, cuando lo hicieron, de pie en el estrado, en medio de
una lluvia de ceniza que nadie más podía ver, se declaró culpable de todos los cargos.
Wilke pensó que todo acabaría entonces. Creyó haber hecho lo suficiente para expiar su culpa. Pero nada cambió.
Entonces supo que nunca cambiaría. Utilizaba el alcohol para suavizar todo aquel horror, y, cuando el alcohol dejase de
funcionar, probablemente volvería a la opción A y se mataría.
Lo que yo sentía al escuchar todo esto iba y venía, rebotando como las balas de goma dentro de un cubo de basura. Lo
que el hombre había hecho era horrendo, imperdonable. Se merecía todo lo que había sufrido y diez veces más. Pero no había
planeado matar a nadie: tan sólo había hecho algo estúpido, y después hizo lo posible para pagar por ello, sólo para descubrir
que se enfrentaba a una cadena perpetua sin posibilidad de apelación. De pie junto a él lo juzgué, primero culpable, luego
inocente, después culpable de nuevo, antes de llegar por fin a la única conclusión posible: que no era cosa mía.
—Creo que hay otra forma de salir de esto, Tom —le dije—. Pienso que podemos ayudarnos el uno al otro.
Tuve que pasarme una semana durmiendo en el suelo y sentado en su sombrío cuarto durante el día hasta que por fin
conseguí rastrear al pequeño fantasma que se escondía en medio de toda aquella ceniza espolvoreada. Una carga tan grande
de miedo y desesperación con un origen tan diminuto. Atraje su atención con cancioncillas infantiles: "El viejo Duque de York",
"La viejecita que volaba en una cestita", "Niños y niñas, salid a jugar". Después de eso fue muy sencillo. La luz fue penetrando
entre la ceniza al tiempo que yo tocaba, y la estancia recuperó su color natural. Cuando acabé, todo aquel dolor grasiento y
granulado había desaparecido. El grito dirigido a la vista en lugar de al oído había dejado por fin de resonar.
Me sentí exhausto. Me sentí comprometido, sórdido y ennegrecido por una ceniza que ya no podía verse. Me puse en pie
para irme, pero Wilke no lo permitió. Estaba en deuda conmigo y, con una gratitud tan exagerada como su anterior
sufrimiento, insistió en pagarme. Me mostró todos los tipos de cerraduras que existían, comenzando por sencillas palancas y
pasadores y siguiendo después con todos los tipos de tambores, clavijas, llaves de seguridad y discos, antes de finalizar con
los ultramodernos sistemas de llave maestra, que tienen tanta relación con la escapología habitual como las bombas de uranio
empobrecido con un juego de dardos.
Lo absorbí todo con deleite. Fui el mejor alumno que había tenido nunca. También fui el primero, y el último: después de
aquello se hizo religioso y tomó los hábitos. Nunca más volví a verlo.

Menciono todo esto para demostrar algo, y ese algo es que no necesitaba las llaves de Alice. Con tiempo suficiente y las
herramientas que heredé de Tom Wilke podría haber entrado en cualquiera de las salas del archivo. No; lo que necesitaba era
la tarjeta de identificación de Alice, porque todos los cierres estaban conectados a los lectores de las puertas. Si tan sólo
dispusiese de la llave podría abrirlas, pero también haría sonar una alarma. De este modo podría entrar y salir sin que nadie
se enterase. O eso esperaba.
El lugar se notaba diferente por la noche.
Lo digo en sentido literal: tenía otras resonancias, una tonalidad diferente. Y, al estar vacío, al no haber otra presencia
humana que diluyese este efecto con sus propios sentimientos y asociaciones, lo sentí en toda su plenitud mientras caminaba
por los sombríos corredores.
Era una sensación triste, incluso siniestra. El aire tenía un gusto a algo así como crueldad e ira gratuita. Obviamente, a
menos que estés en el negocio, tienes que limitarte a imaginar que estas cosas tienen sabores: para mí sí los tienen.
Me encaminé a la sala rusa, abrí la puerta como si fuese Alice Gascoigne y volví a ponerme con las cajas. Ya sólo quedaban
siete, así que no tardaría más de un par de horas, como mucho, en acabar. Encendí una hilera de luces: la cámara acorazada
no tenía ventanas, de modo que no había posibilidad de que me viesen desde la calle. Después de un minuto o algo así de
pisar agua volví a entrar en la corriente, y muy pronto el tiempo volvió a quedar en suspenso en medio de las tenebrosas
profundidades del pasado.
En cierto momento fui consciente del ruido de una motocicleta que pasaba por la calle, creando una vibración en el suelo
bajo mis pies. Después se hizo el silencio de nuevo, que tras haber sido roto parecía más absoluto.
Volví al ritmo de mi búsqueda psíquica, toqueteando con los dedos los papeles, dibujando una levísima firma que nadie
más que yo podía descifrar. Lo hacía lentamente, muy lentamente, porque cuanto más me acercaba al fondo de la pila más me
demoraba sobre cada montón de papeles, más y más remiso a aceptar un no por respuesta.
Pero llegué por fin al último montón, y tuve que admitirlo.
Nada. Nada de nada. Ninguna de todas aquellas voces que hablaban débilmente a través de la pálida tinta y el papel
amarillento era la del fantasma del Bonnington.
Me quedé mirando el último puñado de documentos con muda desilusión. Había estado tan seguro de que allí estaba la
pista, esperando a que la encontrase, era tan lógico y tan claro... Pero la lógica me había traicionado.
Por un momento pensé en volver atrás y empezar de nuevo. Era una posibilidad espeluznante, pero no tenía otras pistas
que seguir. Si el fantasma no quería aparecérseme directamente, debía basarme en algo que éste había tocado cuando
estaba vivo. Algo que todavía conservase la impronta de su mente y de su personalidad...
A veces se me escapan cosas tan obvias que me pregunto si algún día serviré para algo. Me puse en pie de un salto,
maldiciendo mi estupidez, alcancé el abrigo y comencé a rebuscar en los bolsillos.
No tenía nada que el fantasma hubiese tocado mientras estaba vivo. Pero sí tenía una cosa que había tocado después.
Saqué la arrugada ficha de la agenda de mesa y la alcé para examinarla a la no muy brillante luz que permitía la norma
BS/5454.
Nunca lo había intentado antes, pero no había ninguna razón para que no funcionase. Vale, un fantasma que manifiesta
su poder no es lo mismo que un humano que toca un objeto, pero, por otra parte, esta huella era mucho más reciente. En
todo caso, valía la pena intentarlo.
Sujeté firmemente la tarjeta con ambas manos, cerré los ojos y atendí con todos mis sentidos. Allí no había nada, pero,
puesto que ésta era casi mi última oportunidad, seguí intentándolo: nada todavía. Después de unos largos y tensos
momentos, en pleno centro de la nada se abrió una nada distinta: el elocuente silencio de la atención firme y concentrada. Era
como si estuviera sosteniendo el auricular de un teléfono y hubiese conseguido una débil conexión: ahora, al otro extremo de
la línea había alguien esperando a que yo hablase.
No era lo que esperaba, pero, como siempre digo: si la vida te da lemmings, tírate por el barranco.
—Hola —dije.
No hubo respuesta. No era que esperase alguna; tan solo mostraba mi buena voluntad. Pero, si la conexión que se había
abierto entre el fantasma y yo no era verbal, tenía que haber otro modo de utilizarla.
Durante un rato me limité a aguardar, esperando que algo llegase a mi mente sin tener que buscarlo, alguna idea o
emoción del fantasma que fluyese hacia mí, proporcionándome la fijación precisa que necesitaba para el encantamiento. Pero
parecía que el fantasma también estaba a la espera.
No estoy seguro de dónde me vino la inspiración, pero llegó de repente, y a pesar de la completa irracionalidad de la idea
decidí llevarla a cabo: las veinte preguntas. En ese juego vas acercándote a la respuesta planteando primero preguntas muy
generales, para ir haciéndolas después más y más concretas. Tal vez podría convencer al fantasma para que jugase una
partida rápida conmigo.
Dejé la mente en blanco, haciendo que mis emociones se volviesen neutras: era como dar unos golpecitos a la brújula con
el dedo para asegurarse de que la aguja flota libremente.
Entonces comencé a pensar sin pensar.
Me gustaría decir que esa fue una disciplina oriental que aprendí en un ashram en Puna, pero la verdad es que la primera
vez que aprendí cómo hacerlo fue en la Escuela Unificada Masculina Alsop, cuando me dieron a probar el ácido. Por entonces
me parecía que era como convertir mi mente en un proyector de diapositivas: sencillamente, dejaba que se formasen
imágenes en ella y las veía pasar como en una secuencia, acompañadas por los sentimientos que me causaba el colocón de la
droga.
Lo mejor de todo era que yo no tenía que seleccionar las imágenes: una vez comenzado el proceso seguían viniendo más
y más. En realidad no se parecía tanto a una proyección de diapositivas como a un DVD acelerado, pues ofrecía planos de un
microsegundo, extraídos del flujo continuo del recuerdo. No eran aleatorios: nada que tenga como sistema operativo un
cerebro humano puede serlo. Pero sí eran bastante al azar.
Una, otra, otra. Ni sonido, ni movimiento, ni idea, ni contexto. Tan sólo imágenes que se formaban y se desvanecían en mi
mente con tal rapidez que apenas podía identificarlas en el breve instante en que tenía cada una de ellas ante mí.
Imágenes de Londres, primero: El Marble Arch, Jerusalem Tavern, una calle secundaria del Soho donde me habían
atracado. Y partes de otros lugares: una puerta que no reconocí, con la pintura verde desconchada sobre la desteñida
madera; una vista aérea de dos grandes contenedores con un chico sentado en medio de ambos, esnifando pegamento en
una bolsa de los supermercados Waitrose; dos marcas de neumático sobre un camino de grava, como las ondulaciones de un
jardín zen. Después, gente: rostros, manos, hombros, bocas sonrientes o gruñonas, la curva de un muslo y una mano (¿la
mía?) que lo tocaba; carne anónima sobre telas anónimas.
Estaba funcionando, o al menos lo parecía. La aguja giraba, y el fantasma era la fuerza que tiraba de ella. Me rendí
completamente a aquel impulso, dejando que las imágenes ante las que el fantasma reaccionaba permaneciesen un instante
más en mi mente y permitiendo después que cada una de ellas tirase de la siguiente, en una especie de cascada temática. El
muslo desnudo se convirtió en un pecho masculino, un brazo musculoso, una polla erecta: y después, inexplicablemente, el
guardabarros y la rueda de un coche contra el bordillo, con gruesas gotas de lluvia sobre él. Más coches: en calles, en caminos
de entrada, en garajes llenos de trastos viejos, con las ruedas sobre improvisadas pilas de ladrillos.
Carreteras. Ciudades. Casas. Habitaciones. Otro tirón del fantasma, esta vez más fuerte: no le gustaban mucho las
habitaciones, de modo que las imágenes pasaron bruscamente a ser de exteriores: parques, árboles, un banco de un jardín,
la caseta del retrete, detrás de un pub.
La conexión fluía ahora grácilmente, sin fricciones, y traía aparejada la sensación de ser una máquina manejada por otra
persona. Si mi mente era un proyector, era el fantasma el que tenía el mando a distancia y me ponía en marcha. Dejé que
sucediese, sin oponer resistencia ni retroceder por miedo. Más escenas de pub: hombres riendo, vomitando, insultando con
fervor mesiánico. Otro tirón: llévame lejos de aquí.
Una acera junto al Támesis, un poco más abajo del Oak; paradas del vía crucis de pubs en el Soho, Covent Garden,
Bounds Green, Spitalfields, el Albert Dock, Porte d'Orleans, Malastrana bajo el castillo de Praga... En esta imagen hubo un
enorme tirón y entonces vi un puente cubierto de nieve, inmaculada excepto por la nítida línea doble de mis huellas; una
herrería al aire libre en la plaza de alguna de las ciudades que recorrí, al norte de Francia: el propietario estaba sumergiendo
un delgado lingote de metal al rojo en agua negra y aceitosa; un camino de tierra en algún lugar que no pude identificar,
mojado por la lluvia reciente mezclada con algo de sangre.
La puerta de un cobertizo, vista desde el interior, con la madera astillada y rajada en líneas verticales, como si un animal
hubiese clavado en ella sus garras; el brazo de un hombre que sostenía un chupito y lo elevaba como en un brindis; una mano
mucho más pequeña y delgada que sostenía contra la ventanilla de un coche un trozo de papel, casi transparente debido al
vapor condensado sobre el cristal, de tal forma que pude ver el emborronado mensaje escrito en la cara opuesta: ПОМОГИТЕ
МНЕ.
Ya no era yo quien alimentaba este proceso; aquellos no eran mis recuerdos en absoluto. En algún lugar del camino el
fantasma había quitado mis diapositivas del proyector y colocado algunas de las suyas. No sabía qué estaba sacando ella en
limpio, pero para mí funcionaba, pues me ayudaba a triangular aquella débil huella y a formar una clara percepción de ella que
podía utilizar en un exorcismo.
Mientras tanto las imágenes seguían apareciendo. Un lago helado, con las chimeneas de algo que parecía una fábrica
elevándose tras él. Una habitación sin ventanas ni mobiliario, excepto un sofá informe cubierto con una brillante tela naranja
llena de manchas sospechosas. La curva de unos hombros femeninos, la espalda, la mujer que se giraba con la mano alzada
como para ocultar su rostro a mi vista. Un libro con una página arrancada, aferrado por la fuerte mano de un hombre; su dedo
recorriendo el rasgón; las huellas en forma de espiga de la correa de acero inoxidable de un reloj, marcadas en rojo sobre su
muñeca. El borde de una tela estampada a cuadros rojos y amarillos. Una hilera de botellas, unas vacías y otras llenas de un
líquido transparente, al pie de una pared. El rostro de un hombre, frío y duro, con una montaña coronada de nieve a sus
espaldas y una mano alzada por detrás de la cabeza, con los dedos extendidos y separados.
Esa fue la imagen más valiosa para mí, porque conocía aquel rostro: lo conocía mejor de lo que hubiese deseado. Mi
cuerpo se arqueó hacia atrás, y el desequilibrio bastó para derribar la silla en la que estaba sentado. Caí al suelo con
estrépito, y un segundo después sonó otro golpe, como un eco, en algún lugar muy por encima de donde yo estaba.
Estaba tan aturdido que por unos momentos, mientras me recuperaba del semitrance, no comprendí el significado de
aquello. Un único pensamiento atravesó toda la mierda y la niebla que llenaban mi cerebro: La había perdido de nuevo. Había
estado tan cerca que sólo unos segundos más hubiesen bastado para definirla por completo, y sin embargo había salido de
pronto de mi estado receptivo y la había perdido.
Entonces apareció un segundo pensamiento junto al primero.
En el edificio había alguien más.
Es decir, alguien más con vida.

Los pensamientos tardíos suelen ser más razonables que el primero al que siguen. Había muchas posibles explicaciones
para aquel ruido: Podía haber sido el eco de mi propia caída, o un sonido de la calle que había rebotado de forma extraña y
llegado a mis oídos desde el interior del edificio. Y si había otro ser humano vivo, lo más probable era que fuese tan sólo Jon
Tiler volviendo de nuevo a por su bolso, más tarde aún que la noche anterior.
Mi mente regresó a las imágenes que acababan de pasar volando por ella. Seguían siendo muy vividas y flotaban ante mis
ojos en la oscuridad: lo bastante vividas para borrar mi sombrío entorno si las dejaba. El auto, las fábricas, el reloj de pulsera:
ésas eran cosas pertenecientes al mundo moderno, lo que tiró por los suelos la idea de que el fantasma era el de una rusa del
cambio de siglo cuyo espíritu había quedado enredado en unas viejas cartas de amor o en un pagaré.
Y con aquella conclusión llegó otra. ¿Con los brazos desnudos y capucha? El fantasma no llevaba ninguna capa hasta los
pies, ni un ropaje eclesiástico: lo más probable era que fuese una sudadera. Como ya he dicho, a veces soy tan
condenadamente astuto y sutil que no veo lo que tengo ante las narices.
Pero era la última imagen la que me había hecho tambalear: como dije, conocía al hombre y, si él había estado antes que
yo en el archivo, tendría que tener unas palabritas con Peele lo antes posible... algunas de las cuales es poco probable que se
puedan encontrar en la Biblia.
Procuré recomponerme, lo cual me costó algún esfuerzo. Fuese cual fuese mi siguiente paso, ya había acabado mi tarea en
ese lugar: la sala no tenía más revelaciones que ofrecerme, porque el fantasma no tenía nada que ver con el material que
contenían las cajas. En medio del disgusto y la frustración de ese momento mis pensamientos volvieron al golpe que había
oído, lo cual me distrajo agradablemente del desorden y la confusión que inundaban el resto de mi mente.
Había otra explicación para aquel ruido: podía ser que el propio fantasma, animado por nuestro jueguecito a dos manos,
hubiese armado una nueva pataleta. Si era así, quizás tendría la posibilidad de recoger el último clavo del ataúd, el definitivo
retazo de su huella psíquica, que me permitiría hacer mi trabajo. Sería muy útil obtener algo de lo que poder informar a Alice,
aparte de "he estado llamando a la puerta equivocada y ahora no tengo más que astillas".
En fin, lo que estaba claro era que no tenía nada que perder. Me levanté como pude del suelo, salí de la estancia y me
dirigí al vestíbulo. Había recorrido ya unas cuantas veces este laberinto, pero en medio de la oscuridad aún conseguía
perderme. De alguna manera, cuando debería haber llegado al final del primer tramo de escaleras, llegué en cambio a un lugar
sin salida, y tuve que volver sobre mis pasos. Era extraño: Aquel pasillo cegado tenía las peores vibraciones de todo el lugar:
un poso de dolor capaz de producir dolor de cabeza. Allí tenía que haber ocurrido algo pero que muy desagradable; o tal vez
era que la caída había doblado mi diapasón psíquico, deformándolo.
La segunda vez tuve más suerte: encontré el camino hasta las escaleras y las subí rápidamente, mientras mis pisadas
llenaban el desierto silencio como si estuviese desfilando un patoso ejército fantasma. Arriba, abajo, adentro, afuera: fui
orientándome por los corredores casi en sombra al tacto, con la ayuda ocasional de un retazo de luz amarillenta y sucia que
provenía de la calle. Atravesé la sala de trabajo, silenciosa y vacía, el despacho de Alice, después el de Peele. Todo estaba
silencioso, oscuro y desierto. Si era el fantasma quien había producido el sonido parecía estar tomándose un respiro.
Seguí caminando hasta llegar a la escalera principal, la de piedra, que conducía hasta el vestíbulo, y allí me detuve a
escuchar. Aquel lugar era como una cámara de resonancia: si algo se movía dentro del edificio, probablemente el lugar donde
tenía más posibilidades de oírlo era desde allí.
Pero no había nada que oír, más que la sangre que latía en mis oídos. Tal vez lo había captado mal en el primer lugar:
aquel estruendoso golpe que había sonado inmediatamente después de que se cayese mi silla podía provenir de casi
cualquier sitio. Estaba a punto de abandonar cuando de pronto se oyó un rápido roce proveniente de la zona en sombras que
había por encima de mí. Se detuvo al instante. Aguardé, pero no hubo nada más después de aquella ráfaga de sonido.
Interesante. Hay un tipo de silencio que comunica la aplastante certeza de que hay alguien intentando desesperadamente no
romperlo, y ése era precisamente el silencio que me envolvía entonces. Recordé de mis anteriores excursiones que el tercer
piso era principalmente un espacio adicional para despachos y almacenamiento no acorazado, y por encima de aquello
estaban las salas vacías en las que continuaban las obras.
Subí lentamente el siguiente tramo de escaleras, con laborioso sigilo. No había rastro de nadie ni nada allí. Esperé de
nuevo durante un largo y monótono rato, y fui recompensado con otro microscópico fragmento de sonido de un lugar justo por
encima de mi cabeza: el quejido de una tabla de la tarima cuando alguien pisó sobre ella. Volví a subir, ahora al ático, en el
que aguardaban los palés de ladrillos en las tinieblas, como si fuesen fantasmas aún no nacidos de cámaras acorazadas.
Procuré pisar con cuidado: las cuerdas de las poleas, que colgaban por el hueco de las escaleras, me recordaron que en el
descansillo superior habían quitado la barandilla. Un pie fuera de lugar y bailaría un quickstep vertical.
A medida que subía el edificio tenía menos superficie horizontal: la mayor parte de los añadidos se habían realizado en la
planta baja y el primer piso. Aquí, bajo el tejado, había un único y recto pasillo con media docena de habitaciones que daban a
él, tres a cada lado. El gran rosetón estaba directamente sobre mi cabeza, y a través de él pude ver unas cuantas estrellas
que aparecían entre una masa de nubes negras que se movían en dirección oeste. Sin embargo no ayudaban nada a aclarar
las tinieblas: la oscuridad era aquí más densa y opaca incluso de lo que lo había sido en el piso inferior. Forcé la vista para
mirar el pasillo: no se veía nada, lo cual no significaba que no hubiese nada allí.
Atravesé el corredor, probando cada puerta al pasar. Todas se abrían, y todas daban paso a cuartos vacíos. Los de la
derecha estaban completamente desnudos, tan sólo con tarimas polvorientas y placas de pladur claveteadas, sin luces ni
tomas de electricidad. Los de la izquierda estaban algo más acabados, pero cuando encendí las brillantes luces resultó que no
custodiaban nada más interesante que unas cuantas cajas y pilas de viejos papeles.
Pero la última puerta de la izquierda estaba ya un poco abierta. La abrí del todo y recorrí el cuarto con la vista desde el
pasillo, sin intentar entrar en él. Encontré el interruptor de la luz a la derecha de la puerta y lo pulsé. No ocurrió nada: o la
bombilla estaba ya fundida o, lo que era más probable, nadie se había preocupado todavía de colocar una en el casquillo.
Estaba demasiado oscuro para ver gran cosa, pero el cuarto parecía ser poco mayor que un armario: en la pared que tenía
enfrente, a menos de dos metros de distancia, había estanterías del suelo al techo. Más archivadores y papeles apilados, y un
olor a aire rancio y estancado.
No di más que un único paso hacia delante, más allá del umbral. Apenas tuve tiempo de echar un paranoico vistazo tras la
puerta antes de notar que alguien me daba un fuerte empujón desde atrás, haciéndome entrar en el cuarto, tambaleante. Me
golpeé dolorosamente con los estantes antes de caer. Una de las estanterías se inclinó ante mi peso, pero conseguí
equilibrarme y me di la vuelta.
La luz de una linterna me cegó momentáneamente, y después la misma linterna, blandida como si fuese una herramienta
roma, me golpeó en la sien. Sin embargo, como la luz de la linterna me telegrafiaba sus movimientos, me moví con ella: en
lugar de un golpe en la cabeza no recibí más que una bofetada en un lado de la cabeza, y pronto estaba en pie y luchando.
Luchaba contra alguien que parecía bastante más robusto que yo, y que encajó con calma el puñetazo que envié contra su
cuerpo. Volvió a golpearme, esta vez con el puño en lugar de la linterna, y caí de espaldas.
Oí cómo se cerraba la puerta: eso hizo que me pusiese en pie con rapidez. Si mi atacante tenía la llave podía quedar
encerrado allí. Sujeté el picaporte con ambas manos y empujé hacia abajo y hacia dentro. Tiré, y él tiró hacia el lado contrario.
Me anclé con un pie contra la pared y el otro en el suelo y tiré con más fuerza.
Cuando la puerta se abrió de golpe me tambaleé hacia atrás y estuve a punto de caer de nuevo, pero por segunda vez me
golpeé contra los estantes y conseguí permanecer de pie. Cuando las pisadas de mi atacante se oyeron por el corredor,
batiéndose en retirada, yo ya había salido tras él. No podía verlo frente a mí, pero podía oírlo, golpeando las desnudas tablas
con los pies. Llegué al rellano a todo correr, percibiendo demasiado tarde que sus fuertes pisadas se habían detenido.
No pude más que captar un borroso movimiento a un lado, y comencé a girarme hacia allí. Su hombro me golpeó en medio
del pecho, dejándome sin respiración y enviándome hacia atrás, de espaldas, tambaleándome vacilante como un borracho. Un
paso, dos... Seguramente habría conseguido recuperar el equilibrio si hubiese algo bajo mis pies en el paso número tres. En
lugar de ello, mi vacilante pie no pisó más que la nada, y me incliné y caí sin un sonido por el borde del rellano.
Tal vez soy demasiado introspectivo para convertirme en un buen hombre de acción. La verdad es que en aquella breve
caída ni siquiera tuve tiempo suficiente para reaccionar a lo que estaba sucediendo. Recuerdo que extendí los brazos por si
hubiese algo convenientemente situado a lo que agarrarme. No hallé más que el aire que se deslizaba entre mis dedos, y
cerré los ojos, preparándome (metafóricamente hablando) para la sólida losa de mármol que iba a atravesarme la cabeza.
Pero algo entre las sombras se contorsionó hacia mí, algo parecido a la punta de un látigo, golpeándome fuertemente el
pecho y la sien para después enroscarse a mi alrededor, una, dos, tres vueltas. A lo largo de la línea por donde aquello tocaba
mi cuerpo el fuego me devoraba de fuera adentro, de la piel al centro de mi cuerpo; abrí la boca para gritar de terror.
La mareante sacudida que se produjo cuando dejé de caer convirtió el grito en un mudo jadeo que salió de entre mis
apretadas mandíbulas como una bala y se perdió resonando en la oscuridad. Durante unos momentos estuve balanceándome
en el aire, como la plomada que hay en el extremo de un péndulo, contando el tiempo prestado; después, la cuerda se aflojó y
se desenredó de mi cuerpo, y yo caí el metro escaso que quedaba hasta el suelo.
Aterricé pesadamente sobre las frías losetas, y durante unos momentos fui incapaz incluso de llenar de aire mis pulmones.
Alguien pasó corriendo junto a mí, y pude ver confusamente su espalda mientras desaparecía por la puerta abierta.
Para cuando pude volver a ponerme en pie y acercarme tambaleante a la puerta, no había rastro de nadie en la calle
Churchway. Una súbita ráfaga de viento helado levantó hojas de periódico y cajas de hamburguesa fabricadas en corcho
blanco por toda la acera, y ése fue el único movimiento que pude ver. Tras unos momentos en los que mi respiración fue
normalizándose, volví al interior del edificio y subí de nuevo las escaleras hacia el ático; esta vez, sin embargo, encendí las
luces, gracias a lo cual pude ver el corto recodo al final del pasillo, a la izquierda, que se me había pasado la primera vez.
También había allí otra puerta, al final del recodo, de modo que era paralela a las demás estancias del lado izquierdo,
aunque seguramente algo más pequeña. Allí era donde se había escondido mi atacante, después de haber abierto otra puerta
del pasillo principal para que fuese más probable que me girase, dándole la espalda, antes de llegar a donde él estaba. Chico
listo. Listo, asustado y algo desesperado. Era alguien que había aprovechado que el archivo estuviese abierto fuera de su
horario habitual para deslizarse dentro y... ¿y qué?
Probé a abrir la puerta. Se abrió igual que las demás, y había un interruptor que funcionaba justo al lado. Éste me mostró
un cuarto en nada diferente a los demás que ya había visto. Esta vez no había estanterías, sino un gran montón de cajas de
almacenaje sin armar, atadas con cordel y apoyadas contra una pared. En el suelo había un rollo de cinta de empaquetar color
marrón y una bolsa de plástico de un supermercado, que tras inspeccionarla resultó estar llena de muchas más bolsas de
plástico de supermercado. No iba a sacar grandes revelaciones de allí. Tal vez el tipo simplemente había retrocedido al verme
subir las escaleras hasta quedar sin un lugar donde esconderse, y por eso acabó luchando. Dicen que hay que tener mucho
cuidado cuando se acorrala a una rata.
Pero había un armario. No lo vi hasta que me giré para salir, porque era un armario bajo y ancho y estaba totalmente
escondido tras la puerta. Tiré de la manija: estaba cerrado con llave. Probablemente tenía allí mismo la llave que abría ese
armario, en el manojo de llaves de Alice, pero mis manos temblaban debido a mi reciente caída, detenida en el último segundo,
y podía llevarme bastante tiempo el encontrarla, con el riesgo de que alguien desde abajo viese luz donde no debería haberla
y sacase una conclusión errónea. Total, que seguramente lo mejor era esperar.
Bajé las escaleras, salí del edificio y cerré con llave. Estuve a punto de meter las llaves y la tarjeta de identificación de Alice
en el buzón de correo, pero cedí a una malvada tentación y en lugar de ello las volví a meter en el bolsillo. Nunca se sabe.
Pensaba volver a casa, pero sin saber cómo me encontré caminando en dirección sur en lugar de ir hacia el norte. Un poco
más debajo de Russell Square encontré un bar de los que abren hasta altas horas de la noche todavía abierto, entré y pedí un
whisky sour.
Sentía el cuerpo pesado y no conseguía pensar con mucha claridad, pero ir al archivo de noche había resultado mucho
mejor de lo que yo me había atrevido a soñar. Lo que me había enredado en las cuerdas de la polea de los albañiles no había
sido ningún extraño accidente. No había sido el aire el que me había sostenido y detenido mi caída. Era ella. Y al envolverme
así con su cuerpo había estado tan cerca de mí que ya era imposible que yo no pudiese conseguir lo que necesitaba. Ahora la
tenía: la había dibujado con exactitud en mi mente, en varias dimensiones, en una vivida instantánea sensorial que revelaba
su identidad y sus parámetros, algo intraducible excepto mediante la música, y que yo ya no podría olvidar, como no podría
olvidar mi propio nombre.
Brindé por mí mismo en silencio. Creen que ya está todo acabado, dijo la voz de Ken Wolstenholme desde lo más hondo
del polvoriento archivo de mi cabeza.
Bueno, ahora sí que lo está [5].
XI

or aquí —susurró John Gittings—. En la esquina, detrás del seto.


-P Miré hacia donde señalaba y no vi nada. Pero un segundo después las hojas del seto de boj volvieron a agitarse,
aunque no soplaba ni una brizna de viento. Uno de los guardianes alzó su escopeta, y yo volví a empujarla hacia abajo.
—Ni siquiera sabe a qué estaría disparándole —susurré—. Quedaría como un estúpido si resulta ser un pavo real.
John y yo nos miramos mientras el guardián preparaba de nuevo su escopeta, con obvio resentimiento.
—¿Maniobra de tenazas? —preguntó John.
—Tiene sentido —dije yo—. Voy a rodear la caseta de las cebras y utilizaré la pared trasera para cubrirme. Tú ven por este
lado, siguiendo el seto, pero no te acerques demasiado. Se supone que cuando tuerza la esquina nos veremos el uno al otro.
Te haré una señal con la mano y empezamos a tocar de inmediato.
John asintió, lacónico. Me volví hacia el jefe de los guardianes, un tipo llamado Savage. No llevaba escopeta, y parecía el
único de los empleados del zoo que no quería jugar a ser Buffalo Bill.
—La música debería hacer que vaya hacia ustedes —dije—. No podrá quedarse junto al seto porque le haría demasiado
daño. Si tenemos suerte saldrá corriendo entre la hierba y podrán reventarlo a placer.
—Parece bastante fácil —reconoció Savage.
—Sí, ¿verdad? Sólo que, si tocamos la nota equivocada, él se volverá y nos arrancará la garganta.
"Él" era un loup-garou, y yo estaba pluriempleado. John me había llamado a las siete de la mañana, cuando acababa de
despertar de un sueño poco profundo y una nueva serie de horribles pesadillas. Pen me transmitió el mensaje, esperando que
yo dijera algo equivalente a "No, gracias", solo que más conciso y expresivo. Quedó asombrada cuando respondí que estaría
allí en una hora.
Es un defecto de mi carácter, lo sé. Cuando me siento mal por algo provoco una pelea, y esa mañana estaba de tan
pésimo humor que intentaría darle un puñetazo hasta al campeón del mundo de los pesos pesados John Quietman Ruiz. Así
pues, tal como estaban las cosas, la invitación de John para que fuese a ayudarle a acorralar a un hombre lobo en el zoo de
Dunstable había sido un algo así como un alivio para mí.
En realidad era un hombre-algo: no sabían exactamente lo que tenían allí, porque todo lo que habían visto eran los
destrozados cadáveres de cinco animales: tres walabíes, una cebra y, más recientemente, un león. De modo que se trataba
de algo muy fiero y veloz al que no le importaba matar lo que fuese, y ahora lo habían acorralado en una zona arbolada por
detrás del recinto, entre el cercado de los rinocerontes y un alto muro que lo separaba de la carretera nacional. Los
guardianes se habían acercado a él con escopetas cargadas con dardos tranquilizantes, pero no consiguieron reducir al loup-
garou y no querían continuar a ciegas.
De modo que allí estaba yo. En realidad era como terapia: una forma de permanecer ocupado sin tener que enfrentarme a
lo que realmente me estaba sacando de quicio. Si acababa vivo y de una pieza, miel sobre hojuelas.
Rodeé la parte de atrás de la caseta de las cebras, bien pegado a la pared. No me preocupaba que me viese: no tendría
ángulo de visión hasta llegar a la esquina, pero el fétido olor de la mierda de cebra debía ocultar mi rastro mientras me
acercaba a él.
Al llegar a la esquina eché un cauteloso vistazo por los alrededores, comprobando la distante línea del seto. Después de
unos momentos distinguí a Gittings: caminaba cautelosamente, en silencio, dirigiéndose al área en la que habíamos visto
agitarse sospechosamente las hojas.
Le hice una seña, a la que él contestó. Pero cuando empecé la cuenta atrás con los dedos extendidos hizo un gesto
negativo con la mano izquierda, mientras con la derecha aferraba su tambor, John es un músico, como yo: estrictamente
percusionista, pero aún así nuestra técnica exorcista es lo bastante similar para que podamos trabajar bien juntos. Ahora me
hacía señas de que quería acercarse más. Negué categóricamente con la cabeza. Intentábamos tan sólo acabar con la bestia
mediante una estática psíquica generalizada, no exorcizar el espíritu que animaba al animal del que se tratase. No temamos
por qué estar justo encima de la cosa aquélla.
Pero John tenía otra idea, obviamente. Sin hacer caso de mi voto de desconfianza dio unos pasos más, siguiendo el seto.
Después hincó una rodilla en el suelo, me hizo una seña e indicó que él haría la cuenta atrás. No me hizo mucha gracia, pero
no tenía otra opción. Me encogí de hombros y asentí.
Al llegar a cero empecé a tocar. Comencé muy suavemente, dejando que el viento llevase el sonido, y después empecé a
acumular capa tras capa de las subidas y bajadas que debían dañar al pasajero fantasma del loup-garou.
Durante un minuto, y después un minuto más, no ocurrió nada; pero la paciencia era la clave: fui subiendo y bajando la
escala, seguro de que antes o después golpearía algún nervio. John se arrodilló, haciéndome un gesto de ánimo mientras su
mano izquierda bailaba como la batuta de un director de orquesta. Pero él todavía no había empezado a tocar.
Hubo algo de movimiento en el seto de boj: las ramas temblaron, y después se curvaron, en apariencia a menos de medio
metro del lugar donde estaba arrodillado John.
Yo esperaba que algo saliera de improviso de entre el seto, pero la cosa saltó por encima de él, y cuando tocó el suelo ya
estaba corriendo... corriendo hacia mí. Sonaron disparos, pero los guardianes apuntaban demasiado abajo: pude ver cómo se
arremolinaban las hojas y se esparcían pedazos de ellas, pues la mayoría de los dardos se incrustaron en el seto, sin rozar
siquiera su objetivo.
La bestia era una pesadilla. Incluso ahora, a la luz del día, fui incapaz de distinguir qué clase de animal había sido: el
fantasma que tenía en su interior había hinchado su torso y patas, y transformado su rostro boquiabierto en una mítica
obscenidad erizada de dientes. Por supuesto, no ayudaba nada el hecho de que estaba completamente encima de mí: los
dientes eran casi lo único que podía ver de ella.
Gittings se puso en pie, y sus dedos se movieron rápidamente sobre el tambor creando un sonido alto y vibrante, como
una ametralladora. La bestia no aminoró su marcha, y se acercaba tan deprisa que no tardaría más que unos segundos en
llegar hasta mí. Tenía dos opciones: correr y ser derribado desde atrás, o permanecer donde estaba y que me arrancara la
garganta.
Elegí la opción C: puesto que aquella cosa podía saltar como una pulga, eso era probablemente lo que iba a hacer.
Cuando la parte superior de su cuerpo descendió hacia el suelo, tensándose para el salto, me dejé caer y rodé hacia delante.
Su salto por el aire pasó por encima de mí, mientras yo dejaba de rodar quedando de espaldas y le enviaba una patada que
por suerte le dio en la pata trasera y desvió su trayectoria de aterrizaje.
Sin embargo no me sirvió de mucho. Cierto que, antes de que él pudiese colocar todas sus patas en el orden correcto y
volverse, yo ya estaba en pie y corriendo, pero el muy cabrón pasó de cero a sesenta en tres segundos; en esa época, mi
estilo se parecía más a un aviso previo de tres semanas y un amistoso empujoncito para empezar. Todo el peso de aquella
cosa aterrizó de pronto en medio de mi espalda, y perdí pie al momento. Caí pesadamente al suelo y mi rostro se golpeó con
fuerza contra la hierba. Noté sobre mí el hedor de su aliento, en una vaharada caliente como una caldera; agaché la cabeza y
me cubrí justo a tiempo de oír cómo se cerraban de golpe sus enormes mandíbulas a unos centímetros de mi oreja.
Afortunadamente puedo decir que sólo se cerraron una vez. De pronto sonaron cinco agudos estallidos, tan seguidos que
podría pensarse que eran uno solo, y aquella cosa se derrumbó sobre mí. Un momento después los guardianes me sacaron de
debajo de la masa hedionda y durmiente del loup-garou.
Dios, desde tan cerca era todavía peor. Sus formas básicas eran caninas, pero las garras estaban recurvadas como hoces,
y tenía huesudas espuelas adicionales en los codos y en las ancas. Sus musculadísimos hombros estaban recubiertos de un
pelo moteado como el de una hiena, pero sus cuartos traseros estaban desnudos y llenos de costras. Debía pesar casi ciento
veinte kilos.
—Un alma antigua —dijo Savage con un tono casi respetuoso.
Quería decir que era un fantasma que había estado unas cuantas veces por aquí, y había aprendido unos cuantos
truquitos sobre cómo moldear la carne de su huésped. Incluso ahora era imposible definir qué tipo de perro había sido este
monstruo en un principio.
—¿Tienen una jaula donde meterlo? —quise saber.
Me miró y movió negativamente la cabeza.
—No podemos tener esta cosa aquí. Su olor enloquecería al resto de los animales. No, esto irá a Londres, para la
profesora Mulbridge, y adiós muy buenas.
Gittings llegó, jadeante.
—Lo siento, Fix —dijo—. Pensé que así funcionaría mejor. Le envié una mirada de alto octanaje.
—¿Así, cómo? ¿Tú te quedas de brazos cruzados y a mí me arrancan la cabeza?
—No. Quería que atrajeras su atención y después, mientras se centraba en ti, esperaba tener tiempo para hacer un
exorcismo completo. Por eso me acerqué tanto. Después de todo, si arrancas al fantasma de su cuerpo, lo que queda es sólo
un animal, mucho más fácil de manejar.
Hundí el dedo en su pecho.
—No vuelvas a cambiar el plan sobre la marcha cuando soy yo el que está en la línea de fuego, John. La próxima vez te
buscas otro pedazo de carne como cebo, ¿vale?
Su rostro reflejaba arrepentimiento.
—Lo siento, Fix. Tienes razón. En ese momento me pareció una buena idea.
Fui tranquilizándome poco a poco. Había sido una mala misión, pero en realidad no era Gittings el que me estaba poniendo
de los nervios, y tomarla con él no iba a hacer que me sintiese mejor.
—Salgamos de aquí —dije.
—Yo invito al desayuno —dijo John imprudentemente. Sin embargo, mi revuelto estómago no me permitió comer, de modo
que la invitación le salió muy barata.

Mientras conducía de vuelta a Londres pensé en los variados vuelcos que había traído consigo la noche pasada. Me
pregunté a mí mismo por qué demonios estaba en Bedfordshire, en medio de la nada, haciendo una buena imitación de un
cebo vivo, en lugar de estar en el Bonnington, tocando el flautín para devolver a la dama sin rostro a su tumba.
Y la única respuesta que se me ocurrió era que todavía no estaba satisfecho.
Pen necesitaba el coche, así que me pasé por casa a devolvérselo.
Cuando bajaba caminando por Turnpike Lane llamé a Peele para decirle que tenía cosas que hacer que me mantendrían
ocupado lejos del archivo durante la mayor parte del día.
—Querrá decir durante lo que queda del día —me corrigió remilgadamente—. Ya es casi mediodía.
El tiempo vuela cuando uno se divierte.
—Tengo otros asuntos que atender —dije.
—¿Otros asuntos? —se escandalizó, como debía ser—. ¿Quiere decir que está aceptando más misiones antes de haber
acabado ésta?
—No; he ido al zoo.
—Muy divertido, señor Castor. ¿Podría usted jurarme que las cosas que tiene que hacer hoy tienen relación con nosotros,
con nuestro problema?
—Sí —dije, lo cual era bastante cierto—. Mucho de lo que he de hacer es para conseguir más información sobre el tema.
Sigo en el caso, y tengo la sensación de que estoy avanzando de verdad.
Ahora estaba estirando la verdad hasta casi romperla.
—Pero, si me permite utilizar una metáfora militar, señor Peele, a veces, cuando uno se mueve hacia delante con
demasiada rapidez, sus flancos quedan expuestos. Tan sólo quiero asegurarme de que no se me escapa nada.
Se dio por vencido, de pésimo humor, e indicó que había una conversación pendiente sobre un incidente en la sala de
trabajo, el día anterior. Le dije que estaría a su disposición, bien a última hora de ese día o a primera del siguiente. Después,
antes de que pudiese colgar, saqué el aguijón que había estado reservando todo el rato y se lo clavé en el trasero.
—Ah, sólo una cosa más antes de que se vaya, señor Peele —dije, como si fuese el suplente de Colombo—: ¿Por qué no
me dijo que yo era el segundo de la lista?
—¿Cómo? —La voz de Peele sonó entre sorprendida y ofendida, como si estuviese acusándolo de una infidelidad
matrimonial. Formulé la pregunta de otra manera.
—¿Por qué no me dijo que ya había utilizado a otro exorcista? Gabriel McClennan ha estado en el Bonnington y ha visto a
su fantasma. Me gusta saber si estoy desmontando el trabajo de otros en lugar de empezar mi tarea de cero.
Hubo un largo silencio.
—No comprendo —dijo Peele por fin—. ¿Quién le ha dicho eso? Nadie más ha estado en el archivo. Acudí a usted en primer
lugar.
Parecía sincero, pero no podía fiarme. Yo sabía lo que había visto cuando el fantasma estaba enviando imágenes a mi
cabeza.
—Acudió a mí en primer lugar. Muy bien. ¿Y por qué, exactamente? Dijo usted que había sido una recomendación personal.
¿De quién?
Tenía que habérselo preguntado antes. No podía alegar en mi defensa nada más que una cuestión de ego, porque era
una pregunta obvia.
—Eso dije, sí —admitió Peele con enfado—. Me temo que fue una exageración. Lo que quería decir era que yo había hecho
la búsqueda por mí mismo, que lo había elegido por iniciativa propia y no por...
—Vio uno de mis anuncios —sugerí.
—Sí —aceptó a regañadientes, en voz baja y algo hosca, la voz de un hombre sincero al que han pillado en una mentirijilla
—. Creo que fue en la sección de anuncios breves del Hendon Times...
Yo me había anunciado en el Wembley Times, pero todos los periódicos gratuitos del norte de Londres son básicamente el
mismo con distintos nombres. Sin embargo, desde lo sucedido con Rafi no había vuelto a renovar la orden de publicación: el
anuncio no había vuelto a publicarse desde hacía más de un año.
Un piso de soltero. Una pila de periódicos que se hace más y más alta en una esquina de la cocina o en el armario del
vestíbulo.
—Era un ejemplar de hace tiempo, ¿no?
—Puede ser. Miré en varios números, pero más o menos al azar.
Tenía sentido, pero yo todavía sospechaba.
—Mi despacho está en Harlesden. Ese otro hombre, Gabriel McClennan, es muy conocido. Seguramente pasaba usted
cerca de su despacho camino del trabajo...
—¡Acabo de decirle que nunca había oído hablar de un exorcista llamado McClennan!
Peele parecía irritado e indignado ahora, y su voz no tenía el sello de la ira que se utiliza para ocultar una mentira, truco
con el que estoy más que familiarizado. Pero no podía haber confundido aquel rostro. El fantasma del archivo se había
encontrado de cerca con Gabe McClennan. Otro exorcista había trabajado ya en aquel lugar, y, sin embargo, ella seguía allí. De
modo que, si no había sido Peele, alguien más estaba intentando exorcizar al fantasma. ¿Por qué?
—Muy bien, olvídelo —le dije a Peele con brusquedad. Hubiese continuado gustoso, pero no parecía que fuese a averiguar
nada más en esos momentos, y sabía que no debía agarrarme a clavos ardiendo si no servía más que para acabar
quemándome en vano.
—¿Qué tal le fue en la reunión de Bilbao? —pregunté, para cambiar de tema.
Peele se dio cuenta del brusco giro, pero fue incapaz de resistirse a tal zanahoria.
—Muy bien, gracias. La verdad es que ha sido todo un éxito. Espero recibir buenas noticias dentro de pocos días, noticias
que estrecharán los lazos entre el Bonnington y el Museo Gugghenheim, lo que será muy positivo para ambas instituciones.
Pero debo saber más sobre los progresos que ha hecho, señor Castor. Alice dice...
—Excelentes progresos, señor Peele. Mejores de lo que esperaba. De hecho, he conseguido descartar por completo una
pista falsa que podría haber enredado a un exorcista menos profesional durante al menos dos días. Siento haber interrumpido
su jornada de trabajo. Volveré a informarle más tarde.
—¿Una pista falsa...? —repitió, perplejo, pero yo colgué antes de que pudiese reformular la frase para crear una pregunta
formal.
Las nubes habían vuelto a cubrir el cielo, más gruesas que nunca: contrafuertes color gris piedra que colgaban sobre la
ciudad como un muro a medio caer. Tomé el metro hacia Leicester Square y después me dirigí a Charing Cross Road antes de
girar al oeste, hacia el Soho.
Estaba ocurriendo algo en el archivo que nadie me había contado, y eso no me gustaba nada. Y había sido salvado cuando
estaba a punto de romperme la espalda o algo peor, como un bebé que cruza la calle... Eso me gustaba aún menos.
Lo peor de todo era que sabía qué era lo que me había salvado. Y ésa era una medicina tan amarga que casi no podía
tragarla.
Gabe McClennan tiene un despacho en Greek Street, y tiene la cara dura de llamarlo así. El letrero de la planta baja dice
MODELO, NUEVA EN LA CIUDAD, MASAJE INDIO DE CABEZA y GABRIEL P. McCLENNAN, SERVICIOS ESPIRITUALES. La puerta de
la calle estaba abierta, de modo que entré, pero la puerta de Gabe estaba cerrada, y dentro el silencio era absoluto. La
masajista modelo probablemente trabajaba sobre todo en turno de noche, pero el negocio de Gabe debería estar abierto a
esas horas, si es que abría alguna vez. Llamé unas cuantas vives, por si acaso, pero no obtuve respuesta.
Más tarde, pues. Porque, ahora que había empezado con este rompecabezas y me estaba yendo tan bien, quería acabarlo
de una maldita vez, incluso aunque tuviese que encajar en su sitio algunas de las piezas a golpe de martillo. Es cierto que
podía haberme limitado a tocar mi cancioncilla y cobrar el dinero, como el vivaz Flautista de Hamelín, aunque supongo que yo
no soy tan vivo como finjo ser. Fuese como fuese, y por razones que no estaba muy deseoso de averiguar, de pronto era muy
importante para mí conseguir tener al menos alguna idea de qué coño era lo que tenía entre manos. Llámalo orgullo
profesional, o como quieras.
En mi itinerario había tres paradas, y había contado con que me ocuparían todo el día. Eso puede sonar pesimista, dado
que todas estaban en la zona norte de Londres, pero mi primera escala era el departamento de planificación de la Alcaldía de
Camden. No es que llegue uno a abandonar toda esperanza, pero sí que se la mete en el bolsillo de atrás.
De nuevo en King's Cross: era como si nunca hubiese salido de allí. El edificio de la alcaldía parece el decorado de un
antiguo episodio de Doctor Who, y hasta cierto punto eso da una impresión bastante aproximada de lo que probablemente se
va a experimentar allí dentro: encuentros con extrañas criaturas semihumanas, luchas por abrirse camino como sea entre
vastas franjas espacio-temporales, ese tipo de cosas. Entré por Judd Street, e inmediatamente me echaron de allí:
Planificación estaba en el otro extremo del edificio, y se entraba por Argyle Street. Los dioses de la administración local se
molestarían si atravesaba directamente por el interior del edificio, y acabaría con el permiso de aparcamiento como residente
anulado y un recibo de impuestos locales por la cantidad de siete de los grandes y mi alma inmortal.
En realidad el sistema funcionó sorprendentemente bien, al menos al principio: sabía que todo estaba preparado para que
cayese en una trampa, pero el esfuerzo valía la pena. El departamento de planificación había sido parcialmente digitalizado:
había media docena de terminales alineadas en el vestíbulo, de modo que podías sentarte, teclear una dirección y obtener
una relación de planos. Al pensar en Cheryl dediqué un breve pensamiento compasivo a quienquiera que fuese el encargado
de retroconversión del departamento.
—No va a conseguir todo lo que busca —me dijo un joven y arrogante empleado, lleno de acné, que no parecía uno de los
malos de la serie Doctor Who, sino más bien un chico de esas asquerosas comedias juveniles, el que no consigue a la chica y
encima se queda sin pantalones en plena ceremonia de graduación—. Sólo hay datos de los edificios en los que se han hecho
modificaciones a partir de finales de los años cuarenta; entonces fue cuando se introdujo el sistema de solicitud de
planeamiento. Si no sabe las fechas exactas puede pasarse aquí mucho tiempo.
Pero yo no era exigente, y resultó que había un buen puñado de documentos en el archivo de Churchway, número 23,
Somers Town, y uno de ellos databa nada menos que de 1949: se trataba de una solicitud para reparar daños por bombardeo
en el tejado, fachada y muro exterior derecho. Por entonces el edificio figuraba como perteneciente al ministerio de la guerra,
pero, a mediados de los cincuenta, cuando se presentó una solicitud para ampliar la reparación a la parte trasera, se había
convertido en un "anexo a la British Library". Después no había nada hasta 1983, cuando hubo una nueva ampliación y un
certificado de cambio de uso: el edificio pasaba a estar bajo el control de las autoridades locales y acogía una oficina de
solicitud de subsidios de desempleo y un centro de búsqueda de trabajo. En fin, se trataba de la era Tatcher, y el desempleo
era una industria en auge. Una última solicitud, de 1991, era para obras interiores: supongo que fue entonces cuando
colocaron todos esos tramos de escaleras peladas, de estilo brutalista, las paredes falsas y los pasillos sin salida. No había
nada en el fichero sobre las obras que se estaban haciendo ahora, pero podía ser porque los trabajos en curso se archivasen
en otro lugar.
Eso fue todo lo que pude conseguir en línea; después tuve que rellenar unos cuantos formularios de petición y entregarlos
en el pequeño mostrador de la oficina principal de planeamiento. Era una gran sala de la primera planta, partida en dos por un
largo mostrador de formica, y estaba tan concurrido como una subasta de ganado. La mayoría eran hombres vestidos con
mono de obrero, intentando conseguir el sello oficial para sus documentos garabateados a toda prisa, pero también había un
ir y venir de administrativos de otros lugares del edificio, cubriendo o recogiendo formularios, o quizás solamente
intercambiando feromonas, como las hormigas obreras.
Esperé durante casi hora y media antes de que una severa señora de mediana edad, con un rostro que parecía salido de
las tiras cómicas de Far Side, volviese con un paquete para mí. Era una serie de fotocopias de los planos más antiguos que
tenían del número 23 de Churchway, los archivados en 1949, y los más recientes de los años noventa. Supuse que
basándome en esos puntos fijos podría rellenar los huecos.
De momento todo iba bien. Me arrodillé ante los dioses oscuros y salí rápidamente de allí. Mi siguiente parada era la
Hemeroteca Británica, en Colindale. Un tren Thameslink me llevó de King's Cross a Mill Hill, y mientras salía de la estación eché
un vistazo a los planos de edificación. Tal como yo esperaba, los de 1991 tenían marcados todos los nuevos tramos de
escaleras, corredores y puertas cortafuegos, y eran tan pequeños y complicados que parecían uno de esos laberintos de los
libros infantiles de actividades: ayuda a tío Felix a ir desde el despacho a la cámara acorazada encantada... pero ¡cuidado con el
malvado señor Peele! En cambio, los planos de 1949 eran simples, austeros y claros, y el número de habitaciones era menos de
la mitad. El lugar había crecido y mutado hasta tal punto que, probablemente, el arquitecto original hubiese necesitado los
planos hasta para encontrar la puerta de la calle.
Yo aún no conocía lo bastante bien el edificio para localizar la sala en la que se guardaban los materiales rusos, pero toda
la planta baja parecía haber sido reformada de acuerdo a un plan muy básico pero factible: Cada una de las salas originales
había sido dividida por la mitad, de modo que todas las segundas paredes eran nuevas particiones de pladur. Las puertas
originales, demasiado anchas para las habitaciones resultantes, más reducidas, habían sido tapiadas, y se habían abierto
nuevas puertas, más estrechas. Una escalera secundaria que aparecía en los planos originales había sido derribada y su
espacio, canibalizado para construir pequeños cubículos que probablemente serían baños o armarios para almacenaje; al
mismo tiempo se habían creado las estrechas escaleras que yo había visto in situ, embutidas en cualquier lugar del nuevo
plano en el que hubiese un hueco demasiado estrecho para una habitación. El efecto conjunto era deprimente de verdad: era
como leer los planes tácticos para la violación de un cadáver.
El resto del camino desde la estación de Mill Hill lo hice andando, pero me pasé un cruce y me encontré junto al campo de
entrenamiento de la Academia de Policía Metropolitana, lleno de niños de primaria que aprendían a montar en bici. Una mujer
joven contemplaba con mirada melancólica a los niños a través de la verja de alambre, mientras éstos iban y venían
zigzagueando por un laberinto formado por bolardos de plástico anaranjado. Se volvió a mirarme: en su piel había un brillo
enfermizo, y noté el leve tufillo agridulce a descomposición que emanaba de ella. Era una de los retornados. Sus vaqueros
manchados de barro, la sudadera de los Lakers y unas cuantas briznas de hierba seca en el pelo indicaban con bastante
claridad dónde había dormido la noche anterior.
—Sigo esperando —dijo.
Tendría que haber pasado de largo, pero su rostro tenía la mirada del Viejo Marinero. Yo era el elegido de los tres.
—¿Esperando qué? —le pregunté.
—A los niños. Les dije que estaría aquí cuando volviesen —un espasmo cruzó su inexpresivo rostro: enfado, incomodidad o
quizás algo puramente fisiológico—. Mark dijo algo de un coche. Había un coche. No pudieron ver la matrícula —hubo una
sombría pausa—. Les dije que esperaría aquí.
Seguí mi camino, con el sonido de las alegres risas y gritos resonando en mis oídos. Miré atrás una vez. Ella volvía a mirar
a través de la verja, con los brazos caídos y el rostro como una máscara solemne, intentando leer las runas de una vida que
ya no era la suya.
Dos minutos más tarde entré en el silencio catedralicio de la hemeroteca, que huele como un sinfín de sobacos y está
iluminada a base de tubos fluorescentes de cinco vatios para garantizar que los viejos periódicos no sufran daños, al tiempo
que permiten su lectura.
Seguramente estaba perdiendo el tiempo allí, pero necesitaba descartar lo obvio antes de empezar a buscar respuestas
más esotéricas. Si el Archivo Bonnington estaba construido sobre un antiguo campo de enterramiento indio, o si alguien había
asesinado a todo el personal en un obsceno ritual nigromántico en los años sesenta, cuando estaban de moda esas cosas,
me sentiría bastante gilipollas por no haberme enterado antes.
Ahora puede conseguirse la mayor parte de este material en otros lugares, bastante más salubres, pero la Biblioteca
Colindale sigue teniendo el catálogo más completo que conozco, y un montón de periódicos antiguos en microficha, que se
adentran en las tinieblas de la antigüedad, hasta llegar incluso a titulares como A HAROLD LE HAN DADO EN TODO EL OJO [6].
Pero Churchway, en Somers Town, no había dado ni un titular en todos aquellos años. Parecía ser un lugar en el que
nunca ocurría nada: ni dramones de tres al cuarto ni grandes melodramas Victorianos. No había pistas que seguir, lo cual sólo
era de ayuda desde el punto de vista de que ya no tendría que recorrer callejones sin salida, y de que volvía a depender de
mis propios recursos. Eso estaba bien, porque todavía me quedaban algunos.
Cuando volví a salir a la soleada calle, parpadeando ante la claridad, que parecía irreal después de aquel mundo en
semipenumbra, la resucitada que me había encontrado antes merodeaba por el cuidado césped que había justo enfrente de la
entrada lateral de la biblioteca. Tenía los ojos cerrados, y sus labios se movían sin emitir sonido alguno.
Tenía que pasar junto a ella, pero esta vez procuré alejarme lo más posible. No quería verme envuelto en su mundo
privado de preocupaciones no resueltas y tiempo suspendido. Me alejé casi diez metros calle abajo.
—¡Felix!
Se me erizaron los pelos de la nuca. Giré sobre mis talones. Nada había cambiado en la expresión de la zombi ni en su
postura. Quizás ni había sido su voz: un murmullo coagulado se parece mucho a otro.
Pero en ese momento sus ojos se abrieron de golpe. Alzó la vista y miró a su alrededor, y reparó en mí con una mirada
ligeramente aturdida.
—Él dice que ahora estás más cerca de lo que estabas —susurró—, aunque creas que estás perdido. Dice que ahora es
cuando empieza a calentarse la cosa.
Otro espasmo cruzó su rostro amarillento. Los ojos se cerraron de nuevo y volvió a su silencioso recital. No había nada que
decir, de modo que no dije nada.
Una parada más que hacer, y no estaba exactamente de camino.

El domicilio actual de Nicky es el viejo cine EMD, en Walthamstow. Eso le proporciona muchísimo espacio, más de lo que
realmente necesita, para ser sincero. El lugar está cerrado y tapiado desde 1986; se entra por una ventana del primer piso,
pero eso es menos incómodo de lo que parece, porque en la parte trasera del edificio hay un cobertizo con el techo plano. No
hay más que trepar por un tubo de desagüe, algo que si se ha aprendido de niño nunca se olvida.
Nicky estaba en la sala de proyección, como siempre, y frente al ordenador, como siempre. Y, como siempre, el frío penetró
en mí a pesar de mi abrigo, bien abotonado hasta arriba. Los aparatos del aire acondicionado son los normales, de tamaño
industrial, pero Nicky los ha abierto, desmontado y vuelto a montar de acuerdo con sus propias y exigentes especificaciones. El
aire que ahora emiten es como un viento llegado del Polo Sur, tras cruzar la plataforma glaciar Larsen B.
Nicky se alegró al verme, porque suelo llevarle algo para alimentar dos de sus tres adicciones, a saber: una botella de
algún excelente tinto francés y un par de singles de jazz de la cosecha de los años cuarenta. Ese día lo defraudé un poco: sólo
llevaba el vino. De todas formas su recibimiento fue cordial. Había detectado una nueva pauta en las efímeras ondas que
agitan la superficie del mundo material, y necesitaba que alguien la hiciese desaparecer.
—Ven, Fix —dijo con impaciencia, girando el monitor hacia mí—. Mira esto. Fíjate en los picos.
Con su bronceado mediterráneo y su extenso guardarropa (robado en su mayoría), Nicky no parece un cadáver andante:
parece un modelo de pasarela que está pasando una mala época. Esto se debe a su absoluta dedicación y su obsesiva
atención al detalle. La mayor parte de los muertos que reviven en un cuerpo tienden a vagabundear sin rumbo, melancólicos,
alejándose cada vez más de su fecha de consumo preferente, hasta que la batalla entre la podredumbre y el poder de la
voluntad pasa inexorablemente más allá de cierto punto de equilibrio. Entonces se derrumban y ya no vuelven a levantarse.
En muy pocos casos, el espíritu liberado de su envoltura carnal encuentra otro cadáver vacante y empieza de nuevo: la
mayoría de ellos simplemente dejan de funcionar, por así decirlo.
Pero ése no era el estilo de Nicky. En los tiempos en los que todavía estaba vivo, que fue cuando yo lo conocí, había sido
uno de los lunáticos más peligrosos que me había encontrado fuera del manicomio; y lo que lo hacía peligroso era su habilidad
para centrarse en una idea y exprimirla hasta sacarle todo el jugo. Era un loco de la informática, fervoroso seguidor de la
teoría de la conspiración, que diseccionaba Internet para leer sus entrañas; un paranoico que creía que todos los mensajes
enviados, todas las palabras escritas hablaban de él en última instancia. Imaginaba que el mundo era como una tela de
araña: una tela comunal ideada por una enorme aglomeración de arañas. Él decía que, si eras una mosca, la única manera de
permanecer con vida era evitando tocar los hilos pegajosos: no dejar ningún rastro que alguien pudiese seguir hasta dar
contigo. Por supuesto, ya no estaba vivo (un ataque al corazón a la temprana edad de treinta y seis años se había ocupado
de ello), pero sus ideas no habían variado en lo más mínimo.
—Muy bien. ¿Qué es lo que estoy mirando? —quise saber, buscando ganar tiempo mientras contemplaba el gráfico del
monitor de su ordenador. Había una línea roja y una línea verde. Había un eje horizontal en el que figuraban años, y un eje
vertical, sin leyenda alguna. Ambas líneas parecían ser más o menos sincrónicas.
—Éste es el índice bursátil FTSE 100 —dijo Nicky, siguiendo la línea verde con la punta del dedo. La uña estaba negra de
suciedad. Seguramente sería gasolina: tenía su propio generador, que había afanado de un edificio en construcción. No le
gustaba obtener energía de la red eléctrica nacional, por las razones anteriormente mencionadas. En el mundo de Nicky, la
invisibilidad es la mayor de las virtudes, y quizás la única.
—¿Y la línea roja? —pregunté mientras dejaba sobre la mesa la botella de Margaux que había elegido para él en Oddbins.
Nick no se bebe el vino. Ya no fabrica enzimas digestivas, de modo que es incapaz de metabolizarlo. Sin embargo afirma que
todavía puede olerlo, y tiene una nariz especializada en cosas muy caras.
Me miró rápidamente, algo a la defensiva.
—La línea roja es algo artificiosa —admitió—. Señala las primeras y las últimas interpretaciones de la legislación a favor de
la UE, o las declaraciones de cualquier ministro del gobierno a favor de una mayor integración en Europa.
Me agaché para poder apreciarlo mejor. Nick olía a Old Spice y a líquido embalsamador; no a podredumbre, porque su
cuerpo no era tanto un templo como una fortaleza, y no hay grieta que pueda considerarse pequeña en una fortaleza. De
todos modos, me gustaba más cuando colocaba todos sus aparejos en el auditorio principal del cine, que tiene mejor
ventilación.
—Muy bien —dije—. La línea roja está un poco fuera de fase. Repunta antes que la otra.
—Antes, eso es, eso es —convino Nicky, asintiendo acaloradamente—. Dos o tres días antes en la mayoría de los casos. A
veces hasta una semana. Si trazas la línea de recesión, la correspondencia es incluso mayor. Todas las veces, Fix. Todas las
veces, me cago en Santa María Llena de Gracia.
Intenté comprender.
—¿Así que dices...?
—Que hay un nexo causal, obviamente.
Fruncí el ceño, intentando que pareciese que estaba considerándolo seriamente. Nicky me contemplaba con las cejas muy
levantadas, entusiasmado.
—¿Cómo funciona? —pregunté. Estaba deseando explicarlo.
—Funciona así: Satán está a favor del federalismo, porque es su método de trabajo preferido. Es como... ya sabes —hizo
un gesto vago pero enfático—, maquinar la Caída del Hombre simplemente sobornando a Adán y Eva. Cuantas más naciones
del mundo estén bajo una única ley, más fácil será para los poderes infernales imponer su control directo sobre todas ellas,
atacando y sometiendo a una única alma. O a un par de cientos de almas, si hablamos del Consejo de ministros de la UE. De
modo que, cuando el gobierno insiste con la agenda europea se debe a que son esclavos de Satán y están cumpliendo su
voluntad.
Medité sobre ello.
—¿Y los precios de las acciones?
—Así les recompensa Satán por obedecer sus órdenes. Siempre que avanzan en el plan, él hace que sus acciones se
revaloricen: les ofrece el paraíso terrenal que siempre promete a los que lo sirven.
Seguía mirándome, esperando una reacción.
—No sé, Nicky —dije, conciliador—. El FTSE... Ese es un organismo muy complejo, ¿no? Ahí hay un montón de empresas,
con sus propios directores ejecutivos y sus planes de negocio. Y hay un montón de inversores, atentos sólo a su propio
ombligo...
Nicky se indignó.
—Joder, Fix. Claro que es un organismo complejo. No estoy diciendo que Satán se limite a mover la mano y hacer que el
índice bursátil suba y baje. Obviamente actúa mediante apoderados humanos. Por eso varían los lapsos de tiempo. Si fuese
un sistema perfecto, sin fricciones, el efecto sería inmediato, ¿no? Estás dándome la razón.
—No había llegado hasta ahí —dije cautamente.
Me senté en la mesa donde estaba la impresora: era un pesado cacharro láser, pasado de moda, y tuve que hacer
precarios equilibrios con las nalgas en los poco más de dos centímetros libres.
—Nicky, me preguntaba si podrías ayudarme en una cosa.
—¿En qué?
Sospechó al instante. Sabe que yo no lo visito solamente para beber vino e intercambiar cotilleos, pero odia el hecho de
que nuestra relación sea sólo por interés. Como todos los lunáticos que creen en las conspiraciones, en el fondo es un
romántico.
—En un trabajo que estoy haciendo.
—¿Qué tipo de trabajo?
—El de siempre.
Nicky cogió ostentosamente la botella de vino y examinó la etiqueta. Era del 97, y nada barato.
—Creí que habías dejado la mierda esa de freír fantasmas —observó.
—He vuelto.
—Está claro —el vino lo había ablandado, pero sólo hasta cierto punto—. Necesitaré otras dos de éstas —dijo—. Y creo que
me habías hablado de un tipo en Portobello Road que tenía a Al Bowlly y Jimmy Reese juntos en un viejo disco berlinés de
ebonita.
Hice una mueca de disgusto.
—Sí, lo dije, Nicky, pero yo no estoy en el gobierno y Satán todavía no está haciendo más atractivas mis acciones
bursátiles. O el vino o el disco; ambas cosas, no.
Nicky se hizo el indiferente.
—Dime qué estás buscando —dijo.
—Busco a una mujer joven, seguramente de poco más de veinte años. Pelo oscuro. Probablemente rusa o del Este de
Europa. En la zona de Euston Station. Asesinato o accidente, puede haber sido cualquiera de las dos cosas, pero algo violento
y repentino.
—¿Marco temporal?
—La verdad es que no lo sé. Quizás en verano. Julio o agosto. Resopló.
—Felicidades, Fix: probablemente es el informe más vago que me hayas dado nunca. Tírame un hueso, venga. ¿Color de
ojos, de piel? ¿Alguna marca?
Pensé en el borroso velo rojo que tenía el fantasma en lugar de rostro.
—Es todo lo que tengo —dije. Y después, más para mí mismo que para él:—. Puede que... puede que su rostro haya
sufrido algún tipo de herida.
—El disco.
—¿Qué?
—Elijo el disco berlinés. Pero ya puede ser auténtico. Y ya puede ser el mismísimo Al Bowlly, no Keppard imitando a Al
Bowlly, porque lo sabré.
—Es el de verdad —aseguré.
Para mí no eran más que nombres: mis gustos están entre el punk clásico nacional y los más duros del country alternativo.
De jazz entiendo exactamente lo justo para saber qué buscar cuando necesito algo como soborno.
—¿Sabes cuál es tu pecado, Fix, el motivo concreto por el que irás al Infierno? —me preguntó Nicky, tecleando ya algunos
términos en un anónimo motor de metabúsquedas con una presentación en gris oscuro y negro.
—¿El onanismo? —aventuré.
—La blasfemia. Se acercan los últimos días, y Él lo está anunciando en los Cielos y en la Tierra. El despertar de los muertos
es una señal; yo mismo soy una señal, pero tú no quieres leerme. Ni siquiera aceptas que haya un motivo para todo esto. Un
plan. Tratas al Libro de la Revelación como si fuese el libro de fichados de la policía. Ése es el motivo por el que Dios te da la
espalda. Por eso arderás, al final.
—Cierto, Nicky —dije mientras ya me alejaba—. Yo arderé y tú te broncearás. Porque así está escrito. Llámame si
encuentras algo.
Creo que estaba de un humor bastante sombrío cuando volvía por Hoe Street. Algo en la diatriba de Nicky había hecho
aflorar otro recuerdo reciente... Asmodeo, diciéndome que iba a perder el barco porque no estaba formulando las preguntas
adecuadas.
Todo el mundo se cree un crítico de cojones.
De pronto algo me sacó de mis vanas reflexiones. Al pasar junto a una tienda vi mi reflejo en el escaparate, desde un
ángulo extraño, y alguien más se movía tras de mí... alguien que por un momento creí reconocer. Pero cuando me volví ya no
estaba por ningún lado. Me había parecido Rosa, la chica del club de Damjohn, Kissing the Pink, a quien éste había mandado
buscar porque pensaba que me gustaría admirar su trasero. Hube de admitir que era poco probable, pero la impresión
producida había sido muy fuerte, de todos modos.
Es peligroso visitar a Nick. Puedes pillar una paranoia con la misma facilidad que se pilla un resfriado.

Para cuando estuve de vuelta en Central London caía ya la tarde, gris y humeante como una colilla. Así se va el día entero.
Volví a pasar por el despacho de Gabe McClennan, pero esta vez incluso la puerta de la calle estaba cerrada con llave.
Muy bien, entonces; ese encuentro quedaba pospuesto, no cancelado. Quedé inquieto y lleno de impaciencia, lo que me
hizo atravesar Charing Cross Road como si de verdad tuviese necesidad de ir a algún sitio. Si hubiese sido unos meses antes
habría tomado un taxi a Castlebar Hill, al Oriflamme, que para los exorcistas de Londres es como una segunda casa. Pero el
Oriflamme había ardido en septiembre, cuando un jovenzuelo chuleta había intentado demostrar su control tántrico del dolor
en el mostrador principal y se había prendido fuego a sí mismo y a las cortinas. Se hablaba de reabrirlo en otro lugar, pero
hasta el momento no pasaban de ser habladurías.
Así que me fui a un pub cerca de Leicester Square, que antes se llamaba Moon Under Water y ahora tenía otro nombre; allí
me bajé una jarra de 6X y un whisky inmediatamente después, para alimentar mi justa ira. Nada tenía sentido, y un trabajo
que tendría que haber sido de libro de texto estaba desarrollando unas ramificaciones tan barrocas que empezaba a
detestarlo y a desconfiar de todo.
El fantasma era reciente. Había vivido y muerto en un mundo en el que ya había fábricas, automóviles y relojes de pulsera.
Bien, en teoría eso todavía podría situarla en el cambio de siglo, pero ésa no era la impresión que yo tenía. El interior de aquel
automóvil parecía muy moderno y lujoso, y probablemente los relojes con pulsera de acero inoxidable no existían antes de los
años cuarenta. De modo que ella no había llegado al archivo con la colección rusa, así que lo que la ataba al edificio de
Churchway era algo diferente, algo que se me había escapado en medio de la prisa generalizada por emitir un juicio.
Por supuesto no tenía por qué saber quién era, o más bien quién había sido, para el trabajo que me pagaban por hacer.
Lo único que necesitaba era una instantánea psíquica lo bastante clara para formar la base del encantamiento, y después de
mi aventura de la noche pasada ya la tenía. Pero entonces, ¿por qué no estaba ya comenzando la ronda de méthode
champenoise en casa de Pen, en lugar de quedarme rumiando en un ruidoso bar del Soho?
Porque me estaban tomando por idiota, y nunca he sabido encajar bien ese tipo de cosas.
Si Gabe McClennan había estado en el archivo, este fantasma tenía una historia que no me habían contado. Y si alguien
correteaba por el edificio fuera de horas de apertura, parecía bastante seguro que estaba allí para vigilarme. O eso, o era
alguien que tenía entre manos algún negocio que no quería que conociese la luz del día. Durante un rato estuve intentando
dar caza a mis pensamientos, en círculos cada vez más estrechos, antes de volver al tema que había estado evitando con
todas mis fuerzas.
Le había dicho a Peele que llevaría a cabo el exorcismo hacia el final de la semana: eso me daba dos días más, sin contar
el actual. Pero ya tenía una fijación del fantasma lo bastante fuerte para tejer el encantamiento en cuanto quisiese. El trabajo
estaba hecho, en realidad. Podía ir al día siguiente, tocar unos cuantos compases y marcharme con el resto de los billetes en
el bolsillo.
Y estaría vivo, de una pieza y capaz de llevarlo a cabo tan sólo gracias a que el fantasma había intervenido para
detenerme antes de que diese aquel paso fatal en la oscuridad.
Hay una buena razón por la que no pienso demasiado en el más allá, y no es por aprensión. O al menos no es por el tipo
de aprensión que te hace evitar a toda costa pensar en un fallo en los frenos al bajar por una carretera con acantilados y
pendientes del treinta por ciento, o poner coto a los pensamientos sobre tiburones al bañarse mar adentro en Bondi Beach.
Es mi trabajo. ¿Hay alguna forma más sencilla de decirlo? Es lo que hago. Yo envío a los fantasmas hacia lo que sea que
viene después. Lo que significa que si existe un Cielo, por ejemplo, entonces estoy haciendo una buena obra, porque les abro
la puerta que conduce a su eterna recompensa. Y, por otro lado, si no hay otro mundo después de éste, nada además de la
vida que conocemos, entonces no hago más que eliminarlos. Siempre he tenido mi propia forma de abordar el problema, y es
negándome a pensar en los fantasmas como seres humanos. Si no son más que grabaciones psíquicas, los residuos de
emociones intensas que han quedado en reproducción continua en los lugares en donde se experimentaron por vez primera,
¿qué problema hay?
Ahora notaba cómo se desmoronaba aquella defensa, y cómo se colaba el agua por más agujeros que dedos tenía yo para
taponarlos.
Estiré el whisky durante media hora, y después pedí otro y rumié melancólicamente mientras lo bebía. Y estaba a punto de
pedir el tercero cuando apareció un vaso frente a mí. Era sambuca negra, servida de esa forma tan espectacular que
normalmente hace que se me lleven todos los demonios: ardiendo, con una semilla de café flotando sobre ella; pero cuando
aquella mujer se arrellanó sobre el taburete que había a mi lado y se inclinó para apagar la llama de un soplo, lo olvidé todo.
La expresión "guapa de morirse" se utiliza demasiado, en mi opinión. ¿De verdad has mirado alguna vez a una mujer y has
pensado que se te iba a parar el corazón? ¿Que su belleza era tan intensa y completa que amenazaba con taladrarte el
cerebro hasta hacer que se te saliesen los sesos?
Yo la tenía ante mis ojos.
Era alta y majestuosa, cuando yo normalmente las prefiero pequeñas y guapitas; pero con sólo un vistazo podías darte
cuenta de que era el tipo de mujer contra el que se estrellan y naufragan todas las categorías. Su cabello era una cascada
negra como el carbón, y tenía los ojos a juego, tan intensamente oscuros que parecían ser todo pupila. Si los ojos son las
ventanas del alma, su alma poseía un horizonte de sucesos [7]. Habría estado preciosa con una palidez blanca como la nieve,
como la de Lady d'Arbanville: preciosa, aunque muy gótica. Sin embargo ella era todo sombras de la gama del blanco, cosa
que yo nunca había apreciado antes de ese momento: Su piel era de un palidísimo color marfil, y sus labios de un tono
ligeramente más oscuro, como de manteca batida. La camisa negra que llevaba parecía fabricada con muchas capas de un
material casi transparente, porque cada vez que se movía ofrecía vislumbres de su carne que duraban tan sólo un
microsegundo. En cambio, sus pantalones de piel negra no mostraban más que sus contornos, y me hablaban solamente en
términos de texturas. Una cadena de plata completamente lisa decoraba su tobillo izquierdo, cruzado sobre el derecho. Sus
pies estaban enfundados en unos zapatos negros de tacón de aguja.
Y sin embargo era su olor lo que más me impactaba. Por un momento, cuando se sentó, me había golpeado como una
cálida oleada fétida, como el hedor de un gallinero tras la incursión de un zorro en él. Un segundo después me di cuenta de mi
error, porque ese olor se había convertido en mil matices llenos de significado: sutiles armonías de almizcle, canela y aire de
verano impregnado de rocío, sobre capas de dulce rosa y lila intenso y seductor, y también sudor humano no disimulado. Tenía
incluso una pizca de chocolate, y de esos caramelos duros, picantes y pegajosos llamados hélices de anís. El efecto conjunto
era indescriptible: era como el olor de una mujer en celo, tendida en un jardín de las delicias que recuerdas haber visitado de
niño.
Y entonces aquellos increíbles ojos parpadearon, lenta y lánguidamente, y comprendí que mi evaluación había durado
varios segundos, en los cuales había estado mirándola con la boca ligeramente abierta.
—Tienes un aspecto muy curioso —dijo, como para explicar la bebida gratis y su presencia. Tenía una voz profunda y ronca,
de contralto, el equivalente a su rostro en sonido—. Como de un hombre que está reviviendo el pasado, sin sacar mucho en
limpio de ello.
Conseguí encogerme de hombros, y después alcé la sambuca en un brindis.
—Eres buena —admití, bebiendo un largo trago.
El borde del vaso seguía caliente y me quemó el labio inferior. Bien: eso me daría algún punto de contacto con la realidad.
—¿Buena? —repitió, y pareció meditarlo un momento—. No, no lo soy. No mucho. Puedes tomártelo como una advertencia.
También se había traído su bebida con ella, algo de color rojo brillante servido en un vaso alto, que podía ser un Bloody
Mary o un simple zumo de tomate. Hizo sonar su vaso contra el mío y se bebió la mitad de un trago.
—Dado que la vida suele ser muy corta —dijo, abandonando su vaso sobre la barra y regalándome otra mirada de alto
octanaje—, llena de dolor, pérdida e incertidumbre, yo creo que el hombre debe vivir el momento.
Si aquella frase era un intento de ligar, yo nunca la había oído antes. Volví a aspirar su olor, y quedé desconcertado al
notar que tenía una erección.
Intenté hablar en tono jovial.
—Sí, bueno; normalmente es lo que hago, pero la mayoría de los momentos que he tenido hoy no han estado muy a la
altura.
Sonrió.
—Pero ahora estoy aquí —dijo.
Se llamaba Juliet. No estaba interesada en contarme más que eso, excepto que resultaba que no era de Londres. Podría
haberlo jurado, por su acento, o, como en el caso de Lukasz Damjohn, más bien por su falta de acento. Hablaba con una
especie de claridad diamantina, como si estuviese alineando sílabas, una tras otra, según un patrón memorizado antes. Podría
parecer una presentadora del concurso de Eurovisión, pero ¿desde cuándo Eurovisión te la pone dura?
Tampoco estaba interesada en saber cosas de mí, lo cual era estupendo. Cuanto menos hablase del trabajo en esos
momentos, mejor. Ahora no me acuerdo de qué demonios hablamos: todo lo que recuerdo es la absoluta certeza de que al
final saldríamos de aquel bar y encontraríamos algún sitio donde follar como conejos enloquecidos.
Mientras tanto apareció otro vaso de aquel negro alcohol, y otro, y otro. Me los bebí todos sin saborearlos siquiera. Bien
mirado, todo parecía ser de color negro: los ojos de Juliet eran negros caleidoscopios que te robaban el mundo de alrededor, y
después te lo devolvían traducido a sutiles sombras de medianoche.
Salimos atropelladamente del bar y nos internamos en la negra noche, iluminada por una delgadísima rodaja de luna, y
después en un taxi negro que se puso en marcha sin que hubiese que decirle adónde íbamos. O quizás sí mencioné una
dirección, pues alguna parte de mi cerebro intentaba todavía lidiar con las realidades mundanas mientras sobaba las
misteriosas curvas de Juliet y ella se me resistía sin esfuerzo.
—Aquí no, amor —susurraba—. Llévame adonde nadie pueda vernos.
Después el coche se alejaba en la distancia y nosotros estábamos en la acera, frente a la casa de Pen. Todas las ventanas
estaban a oscuras excepto una: Pen estaba en el sótano, y recordé vagamente que no la había visto en dos días. Entonces
no me pareció importante: nada era importante, nada excepto subir a mi cuarto con Juliet y cerrar la puerta con llave. Una vez
hecho eso el mundo entero podría irse a la mierda y no me importaría.
No conseguía meter la llave en la cerradura. Juliet pronunció una palabra y la puerta se abrió por sí sola. ¡Qué truco tan
útil! Me llevaba de la mano escaleras arriba, y a nuestro alrededor había una burbuja de perfecto silencio, de modo que
cuando pronuncié su nombre con la torpeza de un borracho ni siquiera pude oírme a mí mismo. Ella me miró y sonrió, con una
sonrisa llena de promesas casi insostenibles.
Mi puerta se abrió casi con tanta facilidad como la de la calle. Ella me arrastró dentro y cerró después.
—¡Oh, Dios, eres tan...! —solté, incontenible, pero ella me hizo callar posando un dedo sobre mis labios.
No era de esas ocasiones en las que tienes que halagar y embaucar a tu pareja con torpes palabras que ni siquiera
vienen al caso. Su blusa cayó sin que ella la tocase siquiera, y lo mismo ocurrió con sus pantalones y sus zapatos. Tenía una
piel uniformemente pálida, en deslumbrante contraste con sus oscuros ojos y su pelo: incluso los pezones y las areolas eran
de un pálido tan puro y perfecto como si hubiesen sido tallados en marfil. Desnuda, excepto por la delgada cadena que
tintineaba su argentina y seductora melodía en el tobillo, me apretó contra sí, y sus labios buscaron los míos, mientras una
fuerte mano sobre mi nuca me mantenía junto a ella.
—Ahora —gruñó—. Dámelo. Dámelo todo.
Con la otra mano me arrancaba la ropa, y no sentí sorpresa ni alarma al notar que sus largas uñas rasgaban la tela como
si fuese papel, produciendo hondas laceraciones en mi carne. Manoseó brevemente entre mis muslos, hasta que, con su
ayuda, me arranqué lo que quedaba de pantalones y calzoncillos. Nuestras bocas se unieron, y después nuestras ingles: nos
fundimos por fin, y Juliet me mantenía junto a ella mientras robaba el aire de mis pulmones hacia los suyos y el calor se
expandía desde mi corazón y mi entrepierna hasta llenar el mundo entero.
Creí que era amor de verdad. Pero entonces el calor creció en intensidad, y en un instante pasó de cálido como la sangre a
abrasador y, cuando abrí los ojos, pude ver que ambos estábamos envueltos en una llamarada roja que ocultaba la estancia
de mi vista.
XII

S entí que agonizaba. El tremendo calor corría por todos los rincones de mi cuerpo, como un monstruo demasiado grande
para caber en mi interior, buscando puertas y ventanas por las que escapar para intentar reunirse con el calor, todavía
más intenso, que me envolvía. Intenté librarme de él, pero era como si estuviese soldado a aquel lugar, crucificado sobre un
árbol retorcido que daba vueltas y más vueltas a mi alrededor y me sujetaba con fuerza. No podía siquiera gritar: tenía la boca
abierta, pero algo la bloqueaba, sofocándola de tal manera que no podía emitir ni un sonido mientras era devorado.
El dolor tiene dos formas de adueñarse de ti: la mayor parte de las veces, si es lo bastante intenso, se limita a enviar tu
cerebro a hacer gárgaras. Pero, si ya estás invadido por el pánico, el dolor puede ser un clavo ardiendo al que agarrarse, algo
que puedes utilizar para volver a centrarte. Eso fue lo que me ocurrió. El terrible dolor causado por el fuego resonó en mi
interior como una sirena de alarma, despertándome del trance que me había inducido el súcubo.
Porque eso era lo que ella debía ser, por supuesto. Sus ojos negrísimos y su perfume natural tendrían que haberme
alarmado, pero yo ya estaba en su órbita antes de saber con qué estaba tratando. Después ya sólo pensaba con la polla, y
era tan incapaz de racionalizar lo que me estaba ocurriendo como de bailar el cancán con las piernas atadas.
De modo que iba a morir. E iba a ser muy doloroso.
Los súcubos te consumen el alma, tomándose su tiempo para ello, porque... en fin, lo diré todo lo delicadamente que
pueda... porque el orificio que utilizan para ello no tiene dientes. Podía sentir ya cómo me iba debilitando, yéndome, y lo peor
de todo era que lo que notaba era un placer febril y vibrante. Me estaba matando, y estaba haciendo que disfrutase con ello.
Pero al menos volvía a ser capaz de pensar: pensar en medio del dolor y la excitación era como intentar sintonizar mi
propia voz en una radio llena de ondas y más ondas de ululante estática. Y, gracias a que podía pensar, vi que tenía una
oportunidad: una remota posibilidad, entre ínfima e imposible.
Mi mente estaba saturada por el subliminal grito de amor del súcubo: por su embriagadora presencia hipnótica, expresada
a través del olor, el gusto y el tacto, urgiéndome con todo ello adentro y afuera. Así era como trabajaba ella.
Y, como exorcista, yo podía utilizar aquella presencia, aquella vivida y perfecta imagen suya. Así era como trabajaba yo.
Con las manos libres y el flautín en los labios hubiese sido sencillo. Bueno, hubiese estado tres o cuatro grados más allá
de lo imposible. Con el flautín en el suelo, en medio de los desgarrados despojos de lo que había sido mi abrigo, y la boca
apresada por la de ella, hube de improvisar.
Extendí la mano izquierda, la moví ciegamente de un lado a otro por unos momentos y por fin encontré una superficie
dura: la tableada cubierta del escritorio de persiana. El dolor era insoportable, al igual que el placer, pero hice lo que pude por
ignorar ambos. Empecé a tamborilear un ritmo con los dedos.
No era un encantamiento completo, pero sí el principio de uno. Cuando toco la flauta utilizo el tono, el tempo, el ligado y
cualquier otra cosa que se me ocurra para transformar las interminables circunvalaciones de las imágenes que veo en mi
mente en algo efímero que flota en el aire, ante mí. Comparado con eso, lo que estaba haciendo entonces era como intentar
fabricar un revólver a base de pulpa de madera mascada, para después apuntar y disparar con él. Sólo disponía de un
ingrediente para cocinar, una dimensión con la que jugar.
Nunca serviría para ahuyentar al súcubo, pero esperaba enviarle una bola alta. Lo conseguí: un temblor fue apoderándose
de ella al tiempo que el ritmo crecía en intensidad, y durante unos instantes se quedó inmóvil, mientras sus sinuosos
miembros perdían algo de su terrible fuerza. Yo aproveché esos momentos para echar hacia atrás la cabeza, contrarrestando
la presión de su mano en mi nuca, y apartar mi boca de la suya.
Llené los pulmones de aire: en comparación con el cauterizante calor que me abrasaba, fue como tragarse una jarra de
hielo picado. No hubo tiempo para regodearse en el dolor, ni para tomar una segunda bocanada de aire, más honda. En vez
de eso empecé a silbar, creando un rápido aunque entrecortado contrapunto al ritmo que seguía tamborileando con los dedos.
El efecto sobre Juliet fue espectacular. Su rostro increíblemente perfecto se convulsionó; durante un confuso instante, sus
rasgos parecieron derretirse y chocar contra otros rasgos. Aulló de ira, y fue un sonido tan terrible que estuve a punto de
olvidar la melodía. Me apretó con más fuerza contra sí, amenazando con romperme el pecho, pero fue sólo durante un
momento. El estridente staccato del hechizo le hizo mella y me soltó, retrocediendo tambaleante hacía la pared.
Cuando Juliet se derrumbó en posición fetal yo caí de rodillas en el suelo. El impacto fue lo bastante fuerte para dejarme
sin respiración y, aunque fue sólo por un momento, el súcubo acumuló en ese breve instante de silencio la fuerza suficiente
para recuperarse y enderezarse de nuevo. Retomé la melodía al principio del siguiente compás, avivando el ritmo. Ella volvió a
quedarse inmóvil, mirándome con odio.
Entonces fue cuando un brillo metálico bajo la cama atrajo mi atención. Me precipité a recogerlo, a gatas, y salí de allí
aferrando el flautín. Los ojos de Juliet se abrieron como platos. Todavía silbando entre dientes, posé la boquilla del flautín
irlandés en los labios e hinqué la rodilla, en un gesto de batalla a lo Jon Anderson.
Estábamos en equilibrio, aunque al borde de la catástrofe: libre de su asfixiante abrazo, pude ampliar la escala y elevar el
volumen. Pero no me atrevía a detenerme para tomar aire, y, a pesar de que las cadenas del exorcismo se tensaban más y
más sobre ella, Juliet se las arreglaba para seguir en pie y en el plano mortal; era un demonio, no un fantasma, y como hube
de aprender en carne propia con Rafi, hace falta algo más que "Una sencilla canción de amor" para expulsar a uno de aquellos
bastardos.
Dio un paso hacia mí: uno, y después otro. Sus brazos extendidos me buscaban, y ante mis ojos se abrían las borrosas
flores de la oscuridad. Iba a quedarme sin oxígeno, la música se detendría y ahí acabaría todo.
Entonces, al estilo de las comedias del cine mudo, la puerta se abrió de golpe y Pen entró como una fiera. Llevaba un rifle
con una estrella de sheriff de cinco puntas en la culata, lo que tuvo el desastroso efecto de hacerme reír. Perdí el poco aliento
que me quedaba, y la última nota que pude entonar del encantamiento se disolvió en una risita entrecortada al tiempo que
Pen apuntaba y disparaba.
Era una pésima tiradora. La primera bala me dio en el hombro, que me dolió horriblemente; la segunda se desvió y creó un
agujero diminuto y perfecto en el panel inferior izquierdo de la ventana. La tercera, la cuarta y la quinta hirieron al súcubo en
el estómago, el pecho y la frente.
Juliet soltó un fuerte y prolongado rugido de ira y frustración. Después saltó por encima de mi cabeza y oí cómo se rompía
la ventana en pedazos, enviándome una ducha de esquirlas de cristal y astillas de madera.
Eso es lo último que me viene a la memoria, a menos que el rápido fundido en negro cuente también como un recuerdo.

Mientras vagaba entre la consciencia y la inconsciencia percibí vagamente una voz que recitaba en tono solemne junto a mi
oído. Era algo sobre el pecado, sobre la luz, y vuelta al pecado. Era difícil conciliar el sueño así, pero por otro lado tampoco
ayudaban el fuerte dolor que me atravesaba el pecho y las sirenas que resonaban en mi cabeza. Me volví del otro lado,
ahogando un gemido, y volví a hundirme en las tinieblas.
Lo siguiente que recuerdo es que había una luz brillante que me oprimía los párpados como una cataplasma caliente, y
una brisa nada suave en el rostro. Tras abrir los ojos, cerrados como con pegamento, mediante un gran esfuerzo de voluntad,
me encontré mirando directamente la bombilla de cien vatios del antiguo flexo que había junto a mi cama. Levanté la mano (lo
cual fue sorprendentemente difícil, porque parecía pesar mucho más de lo habitual) y aparté a un lado la lámpara; cuando dejé
de ver lucecitas me encontré mirando el enorme hueco donde antes había estado la ventana, y la oscuridad de una noche sin
luna. El súcubo había arrancado todo el marco al atravesarla, e incluso había agrietado un pequeño trozo de pared. Me gusta
el sexo duro como a cualquier hijo de vecino, pero, Dios, tiene que haber un límite.
Me senté lentamente, teniendo cuidado de no forzar mucho unos músculos que seguían agitados y temblando como
banderas de rendición.
—Me alegra tenerte de vuelta, Felix —dijo una voz muy cercana, a mi izquierda—. Espero que te sientas tan mal como
parece.
Se me cayó el alma a los pies; volví la cabeza hacia él. El hombre que estaba sentado en el borde de la cama cerró el libro
que estaba leyendo (la Biblia, por supuesto, no tuve ni que mirar el lomo) y me dedicó una pálida sonrisa. Vestía sus negros
ropajes profesionales, pero era el tipo de hombre al que le hubiese sentado mejor una armadura, como, por seguir con el
tema, la de Juana de Arco. Tal vez eso se debía a que su pelo castaño tenía reflejos de un rubio cobrizo, y sus ojos azules
motitas de pálida y fría plata; o quizás eran sus anchas, robustas y combativas espaldas, que desmentían claramente la media
sonrisa de su atractivo rostro. Dejad que los niños se acerquen a mí: al resto de vosotros, cabrones, ya os pillarémás tarde. Era
cinco años mayor que yo (cinco años y tres meses, para ser exactos), y nunca permitía que lo olvidase. En eso se basaba su
reivindicación de saber mucho mejor que yo hacia dónde debería dirigirse mi vida, y el plano moral era siempre su terreno de
batalla favorito.
—Hola, Matty —dije, y mi voz sonó como la de un sapo castrado—. ¿Cómo van los negocios de Dios?
—Mejor que los del diablo, por lo que parece —contestó secamente mi hermano—. ¿Sabes qué día es hoy?
—¿Qué día...?
—El día de la semana, Felix. ¿A qué día de la semana estamos?
—¡Oh, por el amor de Dios! —protesté débilmente, pero Matt era implacable.
—Es miércoles por la noche —dije por fin, rindiéndome porque me dolía la cabeza y porque rendirme era más fácil que
discutir—. Increíble y desgraciadamente, sigue siendo el puto miércoles por la noche. Es decir, a menos que haya estado fuera
de combate durante veinticuatro horas. La reina Isabel sigue en el trono, la Pija y Beckham están a punto de romper y esta
semana hay bote en la Lotería Nacional. Los súcubos van a por tus pelotas, no a por tu cerebro.
Matt asintió.
—Sin embargo, en tu caso sería fácil apuntar a lo primero y darle a lo segundo —dijo austeramente.
Abrí la boca para contestar con una réplica igualmente gilipollas, pero en ese momento algunas de las ventanas vacías de
mi memoria empezaron a llenarse de imágenes muy desagradables. Examiné mis manos, que temblaban ligeramente, los
antebrazos y después (con una mueca de dolor, porque al mover el cuello el dolor de cabeza reapareció con toda su fuerza) el
pecho. No había daños visibles, a pesar de mi vivido recuerdo de haber sido consumido por las llamas.
—Fuegos del alma —dijo Matt.
Lo había adivinado de chiripa, me dije a mí mismo, irritado como siempre ante su habilidad para leerme la mente.
—El calor que desprende el súcubo es espiritual, no físico. Has recibido golpes en todo el cuerpo, tienes un agujero de bala
en el hombro y arañazos en zonas muy íntimas, pero no estás quemado.
Asentí. Era lo que decían los libros de texto, pero yo nunca me había encontrado con un súcubo de carne y hueso (recordé
las carnes de Juliet con un nostálgico escalofrío de horror y excitación), y tampoco había sentido antes aquella clase de dolor.
Dios sabe que en ese momento parecía muy real, como si estuviese dando vueltas en un asador, sobre una barbacoa,
mientras el diablo pinchaba mi crujiente piel para dejar salir los jugos.
El resto de las últimas veinticuatro horas regresaba lentamente a mi memoria, y nada tenía mucho mejor aspecto que el
fiasco en el que había acabado todo: Las instantáneas de vida y muerte del fantasma y Gabriel McClennan; el intruso en el
archivo y mi fracasado intento de dar un largo paseo desde un corto hueco de escaleras; un día que había pasado buscando
mi propio rabo en varias localizaciones del norte de Londres; y, por fin, un inverosímil encuentro con un demonio predador que
pasaba por el final de Charing Cross Road buscando literalmente comida y cama... No necesariamente en ese orden.
Eché un vistazo a mi reloj. Eran poco más de las tres, lo que significaba que había estado inconsciente durante más de dos
horas. Repentinamente noté una sensación de urgencia, casi físicamente dolorosa: la sensación de que tenía mucho que
hacer, y que ya casi era demasiado tarde para comenzar. La verdad es que ni siquiera estaba seguro de poder caminar, pero
si no lo intentas nunca lo averiguarás. Aparté las mantas y saqué las piernas de golpe.
—Tendrías que descansar —dijo Matt, con un ligero deje de advertencia en la voz—. Tu organismo ha sufrido una tremenda
conmoción. Y si pudieras decidirte a rezar...
Rehusé aquella sugerencia con un gesto. Intentaba ponerme en pie, pero mi cuerpo no estaba cooperando.
—¿Qué haces aquí, además? —pregunté, irritado—. ¿Es que ha venido el Espíritu Santo moviendo la cola para decirte que
había un alma en peligro?
Matt frunció el ceño.
—Me llamó tu casera. Se asustó cuando intentó despertarte y no obtuvo respuesta. Y, puesto que sabía que lo que salió
por esa ventana no era humano, decidió poner su fe en una institución que es en sí misma más que humana.
No respondí: seguía intentando que me respondiesen las piernas y el equilibrio. Estaba desnudo excepto por los
calcetines, lo cual es en cierto modo mucho más indigno que estarlo del todo, y tenía todo el cuerpo lleno de cortes
superficiales que parecían formar un mensaje secreto escrito en chino mandarín.
—Deberías estar agradecido —siguió Matt—. A ella, ya que no a mí. Sin el agua bendita y las invocaciones que he
pronunciado en tu favor, ahora mismo estarías hundiéndote en el coma.
Solté una agria carcajada, pero aquello no era más que un tenue indicio de lo que se me venía encima. Para mi fastidio, el
arsenal de agua bendita, óleos y cánticos de la Iglesia sí tenía alguna eficacia sobre fantasmas y demonios; sólo a veces, y
sólo si se blandían con verdadera fe, pero Matty tenía fe para dar y tomar. No podía negar que probablemente me había
salvado de daños mucho más graves, después de que Pen hubiese venido a mi rescate como una Davy Crockett y...
Me toqué el hombro con la mano: había un abultado verdugón allí, con un círculo perfecto en el centro. La marca que dejó
el rifle de Pen. Aunque no era un rifle, en realidad: era una escopeta infantil de aire comprimido, y de pronto comprendí con
qué la había cargado, qué había hecho que el súcubo saliese disparado de allí como el viajante del chiste.
—Cuentas de rosario —susurré, en una mezcla de asco y admiración.
Cuentas de rosario, limadas hasta quedar del tamaño de un balín. Ella había dicho que estaba preocupada por mí, y que
Rafi le había hecho una advertencia. Evidentemente había sido bastante más pormenorizada que la que me hizo a mí.
Matt se puso en pie y rodeó la cama hasta situarse por encima de mí. Miró hacia donde yo seguía sentado, con una mueca
severa en los labios.
—Felix —dijo en tono pausado—, no puedes seguir así. Has convertido un don de Dios en una herramienta profesional, y el
tuyo es un oficio degradante, que no puedes ejercer con la conciencia tranquila. El exorcismo es cosa de la Iglesia, no un
jueguecito para aficionados ni un plan para hacerse rico rápidamente.
—¿Te parezco rico? —quise saber, extendiendo los brazos para señalar mi modesto entorno; más modesto que nunca
ahora que había sido convertido en un basurero por el demonio—. ¿O es que estás pensando en el contrato de siete cifras
que voy a firmar por mis memorias?
Matt no cedió ni un palmo: era incapaz de hacerlo.
—No puedes expulsar a los fantasmas sin confesión —indicó, con la misma calma tenaz—. De otro modo podrías estar
enviando al infierno a almas inocentes. Tú no entiendes de qué va todo esto. Eres como un ciego que vaga por una calle
atestada, disparando su pistola al azar contra la multitud, excepto en que el daño que tú haces es enorme e
incomparablemente mayor.
Esta vez conseguí ponerme en pie con la ayuda del poste de la cama, de modo que nuestros rostros estaban a sólo unos
centímetros el uno del otro cuando le respondí, con toda la tranquila dignidad que pude reunir, dado que estaba
completamente en pelotas.
—Gracias por el sermón, Matty. Pero has de tener presente que no creo en el Cielo, ni en Jesús, ni en la infalibilidad del
Papa. Y todo ese rollo de luchar en el noble combate y servir a Dios en lugar de a Mammón... en fin, muy edificante, pero
seamos sinceros: tus colegas no son mejores en lo de la pobreza que en lo de la castidad, ¿no?
Matt quedó en silencio por un momento, pero no porque mi elocuencia lo hubiese dejado mudo. Tan sólo quería
asegurarse de que no me respondía cegado por la ira: eso probablemente habría sido pecado.
—Tú no crees en nada, Felix —dijo por fin, con el rostro completamente impasible—. Y ése es precisamente el motivo por el
que no deberías tener nada que ver con la expulsión final de las almas humanas. No sabes a dónde las estás enviando, ni
bajo qué autoridad, ni de qué modo funciona el poder que Dios ha puesto en tus manos.
—Sin embargo, tú preferirías encajarlo en un cómodo esquema que envía al Infierno a los bebés sin bautizar —repliqué—.
Estás metido en un plan de ventas piramidal, el mayor de la historia. Y puede que mil millones de personas hayan picado, pero
eso no hace que tengáis razón.
—Al Limbo —dijo Matt—, los bebés sin bautizar van al Limbo. Pero eso ya lo sabías.
Me dio la espalda y fue hacia la enorme ventana. A Matt nunca le ha gustado jugar a quién aguanta más sin apartar la
mirada.
—Nadie en este mundo puede saber si tiene o no razón —murmuró—. Nosotros vemos como a través de un cristal, en la
oscuridad: sólo podemos intentar hacerlo lo mejor posible. Pero cuando has de elegir entre no hacer nada y hacer daño,
¿acaso no es la primera la opción más razonable?
Di un paso hacia él, lo que era un error de bastante bulto: todavía estaba lo bastante débil para necesitar el apoyo y la
solidaridad del poste de la cama.
—¿Es ése el Evangelio según La leyenda del indomable? Debe haber Acordes y desacuerdos, Matt. Porque la alternativa al
exorcismo por libre no es no hacer nada. Es decir, lo que hacen los tuyos está bien lejos de ser nada, ¿no? —vi que sus
hombros se tensaban ligeramente al oír aquello—. ¿Crees que no sé que la Iglesia tiene sus propios exorcistas? ¿Crees que
no sé que hay una campaña de reclutamiento en marcha? A separar las ovejas de los fantasmas en nombre de la Santa Madre
Iglesia no lo llamaría yo no hacer nada. Y supongo que los que cumplen vuestros estrictos requisitos de calidad reciben la
bendición, el flautín y a cumplir su tarea. No tengo ni puta idea de lo que haréis con los demás, pero he oído algunos rumores
muy desagradables, y es obvio que no queréis que nadie os vea hacerlo. Al menos conmigo tienen todos talla única. No
pretendo ser Dios, ni tutearme con el bastardo.
No me di cuenta de lo mucho que había subido el tono de voz hasta que vi a Pen de pie en el umbral, esta vez
sosteniendo una bandeja para el té con un solo tazón, de modo que ya no se parecía tanto a Juanita Calamidad como a una
de las pechugonas camareras de Tolouse Lautrec. En el repentino silencio Matt se volvió hacia mí, y en sus ojos había un brillo
que casi habría podido definir como amenazador, si no fuese porque mi hermano estaba por encima de esas indignas
emociones.
—Talla única es lo que dice el diablo, Felix —dijo, en un tono de reproche triste y apacible—. La talla única sólo vale para
todos si no tienes nada con qué medirla. Pero tú sí tienes con qué. Si no recuerdas nada más, piensa en nuestra querida
Katie, que Dios la tenga en su gloria. Y en tu pobre amigo Rafi. Recuerda lo que le hiciste. ¿Ves lo peligrosas que pueden ser
las buenas intenciones cuando...?
El contenido del tazón acertó a Matt en plena cara. Por su olor era té verde de pólvora mezclado con alguna otra hierba
potente. Sin embargo, estaba más tibio que caliente, y no causó muchos daños. La bandeja sí: el canto le golpeó la nariz y lo
hizo dar unos tambaleantes pasos de espaldas. Se volvió para mirar a Pen, completamente atónito: ésta estaba de pie ante
él, con la bandeja firmemente asida con ambas manos, claramente dispuesta a repartir unos cuantos castigos divinos más en
cuanto él volviese a abrir la boca.
Dos gruesos hilos de sangre salían de la nariz de Matt para reunirse sobre su labio superior. Se tocó cautelosamente el
caballete de la nariz con una mano ligeramente temblorosa, sin perder de vista a Pen. Ella bajó la bandeja, repentinamente
consciente de lo que había hecho, una vez pasado el momento de furia desatada.
—Lo siento, Fix —murmuró—. Te prepararé otra taza. Salió de la habitación y un momento después escuché sus pisadas,
resonando con fuerza escaleras abajo.
Descubrí que el acto de violencia catártica de Pen había purgado mi propia ira hacia Matt con bastante efectividad.
—No deberías hablar de Rafi cuando ella está cerca —le dije—. Ella era su...
Dudé. No era nada sencillo describir la forma en que Rafi y Pen se habían rondado el uno al otro, lo intrincado de su danza
de apareamiento latente, nunca consumado.
—Ella lo amaba —dije—. Todavía lo ama.
—¿Y sabe lo que le hiciste? —contraatacó Matt, sobándose la nariz, que ya empezaba a hincharse; la piel del caballete no
mostraba heridas, sino un subido color rojo oscuro.
—Se hace una idea, sí —dije.
Matt me dirigió un último vistazo exasperado y después salió de la estancia, al igual que Pen.
Me vestí, lo cual fue una operación bastante complicada porque cada movimiento hacía que otro conjunto de músculos
informase de su incapacidad para la tarea. Con gran tristeza envié los restos de mi abrigo, con sus múltiples bolsillos, a la
papelera y me acomodé una vieja gabardina que me daba un aire retro chic completamente equívoco.
Me sentía mareado y dolorido, pero también impaciente y preocupado. No podía dejar las cosas como estaban, aunque
tampoco podía hacer que mejorasen de forma alguna. Despertar a un súcubo no era tarea nada fácil ni segura. Vale, cierto
que no tenía por qué haber sido invocada ni destinada a nada en particular: podía ser simplemente coincidencia. Miré a ver si
aquella idea me encajaba: Esa cosa llamada Juliet me había escogido al azar de entre el pausado río de hombres solitarios
que fluía por las noches en el West End; no sabía quién era yo, ni le importaba.
Sí, era posible. Obviamente era posible: pertenecía a una especie predadora, y, aunque vivían en otro lugar, era sabido
que utilizaban la Tierra como coto de caza. Pero Asmodeo me había advertido, y también a Pen, contándole a ella lo suficiente
para que pudiese armarse previamente. Vas a aceptar el caso, y eso te matará. A menos que quedasen horrores todavía más
espantosos aguardando entre bastidores, su frase tenía que referirse a Juliet, y este ataque debía de estar relacionado de
alguna manera con el fantasma del archivo.
Encontré a Pen en el sótano, donde yo suponía. Estaba dando de comer a Arthur y Edgard cuando llamé a su puerta y
entré. Los pájaros comían hígado, que Pen compraba en paquetes congelados de tamaño industrial, descongelando cada vez
un trozo; tenía las manos manchadas de un marrón rojizo, debido a la sangre licuada. Miró a su alrededor y señaló con un
gesto al nuevo tazón de té sin leche que humeaba sobre la repisa de la chimenea. Lo cogí y tomé un largo trago: sabía lo
suficiente acerca de los remedios herbales de Pen para aceptarlo con ferviente gratitud.
—¿Dónde está Matty? —pregunté, con voz todavía quebradiza.
—Se ha ido —dijo, deslizando otra rodaja de carne en el pico de Arthur, que se cerró con un fuerte chasquido, mientras
Edgar reclamaba sonoramente un trato parejo—. Siento haberlo golpeado. Especialmente después de que haya venido en
mitad de la noche para asegurarse de que estabas bien. Fue porque... creo que tenía los nervios de punta después de... —la
pausa se alargó—. Después de ver aquella cosa.
—No pasa nada —dije—. Mi hermano cree en la mortificación de la carne. Seguro que te lo agradeció.
No contestó.
—Y yo también —añadí—. Yo también te lo agradezco. Cuando entraste allí e hiciste tu numerito de Reservoir dogs yo ya me
estaba quedando sin respiración. Unos minutos más y seguramente me hubiese quedado también sin órganos internos.
Pen me miraba con expresión agitada.
—Pagaré la ventana —seguí, consciente de que sólo estaba hablando para llenar el silencio—. Ahora mismo estoy dando
los últimos toques a un trabajo, así que en un día o dos tendré setecientos pavos. Eso debería bastar para pagarla, ¿no
crees?
Negó con la cabeza, pero no era como respuesta a mi pregunta.
—Fix —dijo con voz angustiada—, ¿en qué mierda te has metido?
—No lo sé —admití—. No sé en qué me he metido. Pero me gustaría empezar a averiguarlo.
—Es un exorcismo normal y corriente, ¿no? ¿Cuál es el problema?
Abrí mis manos vacías en una especie de encogimiento de hombros minimalista.
—Creo que se ha vuelto algo personal.
—¡Oh, Dios, no digas eso! —Pen parecía sinceramente desolada, y podía imaginarme en qué estaba pensando.
—No es como con Rafi —dije—. Es que... la noche anterior estuve a punto de caer por el hueco de una escalera de más de
doce metros, pero ese fantasma intervino para detener mi caída.
—¿El fantasma...?
—Exactamente. Y esta noche algún hijo de puta ha soltado a un súcubo de su correa y le ha hecho seguir mi rastro. Quiero
averiguar lo que estoy haciendo, y a quién se lo estoy haciendo. Quiero saber qué más está en juego aquí.
Pen asintió lentamente.
—Está bien —dijo—. Puedo entenderlo. Aproveché mi ventaja.
—Pen, odio pedirte esto pero, ¿podrías llevarme a un lugar? Creo que no sería muy seguro que conduzca yo ahora mismo.

La discreta puerta de Greek Street estaba cerrada con llave, pero había luz en una ventana del segundo piso. A esas
horas, las cuatro de la mañana, alguien llevaba a cabo una sesión fotográfica, o hacía que le masajearan la cabeza, o estaba
recibiendo una curación espiritual. Existen gran cantidad de excelentes trabajos que se llevan a cabo mientras la ciudad
duerme.
—Y ese Gabe McClennan, ¿es un exorcista como tú? —quiso saber Pen.
—Es exorcista —concedí—. El resto de lo que acabas de decir es una calumnia que podría denunciar ante los tribunales.
De hecho, en una profesión no muy famosa por su probidad ética ni por su compasión, McClennan era conocido como un
hijo de puta retorcido, marrullero y traidor. Yo sabía de dos o tres tipos a los que había robado clientes, dinero o equipo, y
también conocía media docena de historias sobre gente a la que había jodido pero bien. Incluso alguien me contó una vez que
Gabe le había sacado un enorme fajo de billetes a Peckham Steiner, el abuelete medio tarumba de todos los cazafantasmas,
justo antes de que muriese, con el pretexto de construirle una "casa segura" en la que los fantasmas no pudiesen tocarle.
Pero Steiner suele salir más pronto o más tarde en cualquier historia contada por exorcistas; yo no suelo prestar oídos a
chismorreos como ése, a menos que tenga alguna experiencia personal con la que compararla, de forma que las primeras
veces que nos encontramos Gabe y yo fui cortés y profesional con él, y también en un trabajo para el que me buscó
expresamente, porque yo era experto en el tema, en una fábrica en Deptford que debía desinfectar.
Acepté ayudarle, y le ofrecí un reparto de treinta-setenta, que aceptó alegremente. Recordando lo que había oído sobre él
exigí pago por anticipado, y lo fue contando al tiempo que me lo entregaba, bajo el paso elevado verde y amarillo que hay en
Mile End Road, cerca de Queen Mary. Entonces nos separamos, yendo en direcciones opuestas, y a menos de cien metros de
allí fui asaltado y derribado por dos tipos que me atacaron por la espalda. Quizás no habían tenido nada que ver con
McClennan, pero tan seguro como que existe el infierno que aquello parecía una renegociación al vuelo de nuestro acuerdo. En
todo caso, aquélla fue la última vez que trabajamos juntos.
—Espérame aquí, con los seguros bajados —le dije a Pen—. Mantén la llave en el encendido, y lárgate si alguien se acerca.
—Excepto tú, ¿no?
Asentí solemnemente.
—Estás en todo, jefa —dije—. Me gustan las mujeres así.
—Después de esta noche, Felix, creo que sé más de lo que me habría gustado saber sobre cómo te gustan las mujeres.
No contesté a eso: estaba todo demasiado reciente.
—¿Qué vas a hacer si no está? —quiso saber.
Por toda respuesta le mostré la raída bolsa de terciopelo negro en la que guardaba las ganzúas. Movió la cabeza con
cansada desaprobación, pero no dijo nada. Sabe todo lo de Tom Wilke y de cómo obtuve mis injustificables habilidades. Lo
desaprueba con toda el alma, pero en ese momento pude ver que aquello palidecía de insignificancia al lado de toda aquella
mierda que nos rodeaba.
Salí del coche y atravesé la calle. A la izquierda de la puerta había tres timbres, más o menos a la altura de cada letrero.
Pulsé el que correspondía a McClennan. No hubo respuesta. Volví a llamar, y mientras aguardaba miré a mi alrededor.
Greek Street es un lugar de los que cobran vida después de medianoche, pero la mayor parte de los noctámbulos se
habían recogido ya, apagando las luces, pues no estábamos más que a un par de horas del amanecer.
Pero después de un rato escuché unos pasos en el interior, acompañados por el rítmico crujir de unos peldaños muy
combados. Se oyó descorrer un cerrojo, después otro, después una vuelta de llave y la puerta se abrió, tan sólo una rendija.
Gabe McClennan, en mangas de camisa y con barba de varios días, apareció en el umbral.
Se quedó mirándome durante unos momentos, completamente atónito. Estaba claro que yo era la última persona que
esperaba ver en su puerta a las cuatro de la madrugada. La verdad es que estaba algo más que atónito, en el afín territorio
que podría definirse entre desconcertado y cabreadísimo.
—¡Castor! —farfulló—. ¿Qué demonios...?
—Quería pedir tu opinión sobre un trabajo que tengo entre manos, Gabe.
—¿En mitad de la noche?
—Bueno, puesto que sigues despierto... Se frotó los ojos con el canto de la mano.
—¡Castor! —repitió. Soltó una carcajada y meneó la cabeza como si no pudiese creerlo—. Vale, está bien. Entra.
McClennan se volvió y entró de nuevo, y yo lo seguí. Estaba claro que la luz del segundo piso no tenía nada que ver con
Gabe: la puerta que él abrió estaba justo al lado del rellano de la planta baja, junto a un armario sin puertas lleno de
contadores de la luz y fregonas casi sin pelo apoyadas contra la pared como un grupo de borrachos.
A pesar de su ruinosa fachada y su dudosa localización, el despacho de Gabe estaba bastante más que un escalón por
encima del mío. Estaba dominado por un enorme escritorio antiguo con patas talladas en forma de garra, lo bastante grande
para dividir en dos la estancia. Su mueble archivador estaba chapado en cerezo, tenía dos cajones y un jarrón lleno de
crisantemos encima. Incluso tenía un diploma colgado en la pared, aunque Dios sabría lo que diría. Lo más seguro era que
fuese un certificado de que podía nadar los doscientos metros.
—¿Y... qué puedo hacer por ti? —quiso saber, mientras rodeaba el escritorio.
No era sólo la barba sin afeitar: su aspecto era tosco en varios aspectos. Las bolsas bajo los ojos eran tan oscuras que
parecía que alguien le hubiese encajado un directo cuando estaba con la guardia baja, y si su camisa hubiese llevado
estampado un plano del Lake District, las manchas de sudor bajo los sobacos serían Windermere y Coniston Water. Era algo
inusual: McClennan tiene el rostro aquilino, un cuerpo enjuto y una poblada mata de pelo ondulado y blanco como la nieve,
que peina de forma que recuerda intencionadamente a Richard Harris. Normalmente su estilo puede describirse perfectamente
como elegante. Esa noche, al igual que yo, era obvio que había trabajado demasiado.
Rebuscó en sus bolsillos, olvidando mi presencia por unos momentos, hasta encontrar un pequeño bote de pastillas medio
lleno. Sacó dos tabletas negras y se las tragó. Después, con la expansividad que da el subidón, recordó sus modales y me
ofreció el bote.
—Pirulas —explicó, innecesariamente—. ¿Quieres?
Negué con la cabeza. Muchos exorcistas tienen el hábito de tomar anfetaminas, de forma ocasional o crónica. Dicen, al
menos algunos, que les hacen más sensibles a la presencia de los muertos, permitiéndoles ser receptivos a un espectro de
frecuencias más amplio. Hay algo de verdad en ello, pero yo siempre he descubierto que pierdo tanto en la bajada como había
ganado en la subida. Así que normalmente paso.
—El Archivo Bonnington —dije, aparcándome en el borde del escritorio. No quería utilizar la silla destinada a los clientes:
eso sólo serviría para dar a Gabe una injustificada sensación de poder y autoridad.
—Nunca he oído hablar de él —replicó al momento, con gran soltura.
Intenté ver su cara, pero en ese momento estaba mirando hacia abajo, rebuscando en los cajones del escritorio esta vez.
Por fin encontró lo que buscaba y lo alzó, triunfante: una botella de Johnny Walker Etiqueta Roja, de cuyo contenido no
quedaba más que un tercio.
—¿Estás seguro?
McClennan se quedó mirándome y después se encogió de hombros, muy suelto y exaltado ahora que le habían hecho
efecto las pirulas.
—Claro que sí. Freír fantasmas puede ser como coser y cantar, Castor, pero no lo hago dormido. ¿Por qué? ¿Qué se cuece?
—Nada, probablemente. Pero estoy haciendo una quema allí y ha salido tu nombre a relucir.
Estaba abriendo los cajones del otro lado del escritorio, inclinado de nuevo sobre ellos, de modo que sólo podía verle la
coronilla.
—¿Que salió mi nombre? ¿Cómo? ¿Quién te habló de mí?
—No lo recuerdo —mentí—. Pero alguien dijo que habías estado allí. O puede que haya visto tu nombre en un recibo, o
algo así. De modo que decidí contactar contigo para ver qué pensabas del lugar.
Cerró uno de los cajones de golpe y se enderezó. Tenía el mismo aspecto que cuando abrió la puerta, casi destrozado de
cansancio, pero no parecía especialmente desconcertado por lo que acababa de oír.
—No has visto mi nombre en ningún recibo —dijo—, porque nunca he estado allí. Si alguien mencionó mi nombre será
porque debo de haber trabajado para ellos en algún otro lugar.
—Sí, debe ser eso —dije con voz contrita—. Mala suerte: es un hueso duro de roer, y quería comentarte algunas ideas.
—Aún puedes hacerlo, ¿por qué no? —dijo Gabe—. Somos profesionales, ¿no? Yo te la meneo a ti y tú me la meneas a mí.
Mierda, no encuentro ningún vaso. Dame un segundo, ¿vale?
Rodeó el escritorio, pasó junto a mí y salió de la estancia. Me asomé para ver por la puerta abierta y lo vi dirigirse a las
escaleras. Quizás iba a tomar prestada algo de cristalería de la masajeadora de cabezas india.
Mientras tanto, ya se sabe que cuando el diablo se aburre mata moscas con el rabo. Crucé la estancia hacia el archivador y
le di un tirón al cajón superior. Cerrado. Pero en tres rápidos pasos me acerqué al puesto de mando del escritorio, donde
Gabe había dejado abierto el cajón de arriba. Estaba lleno de los habituales estratos de mierda que suele haber en los
cajones de escritorio, y podría haber excavado durante más de cinco minutos sin encontrar nada de más utilidad que virutas
de lápiz y clips. Pero tuve suerte: Una pequeña anilla con dos llaves idénticas descansaba al fondo de la esquina derecha del
cajón, donde siempre estarían a mano, a pesar del caos aparente.
Regresé junto al archivador y probé con una de las llaves. Giró, y el cajón se abrió con un ínfimo quejido de reproche.
De la A a quién sabe qué: Gabe archivaba sus casos en orden alfabético, y la mayoría de ellos incluso tenían etiquetas,
todas escritas con el mismo boli negro defectuoso, que dejaba el papel lleno de borrones.
Armitage
Ascot
Avebury
Balham
Beasley
Bentham
Brooks
Mierda. Volví atrás y lo repasé de nuevo, pero no había nada. Ninguna carpeta llamada Bonnington; ninguna pistola
humeante.
Pero tampoco se oían pisadas en las escaleras, y de pronto me fijé en que la última carpeta del cajón era una D: Drucker.
No sé de dónde me vino la inspiración, pero revisé desde allí hacia atrás, pasando Dimmock, De Vere, Dean, Dascombe...
Crowther.
Dos nulos. Mierda otra vez.
Ya no esperaba nada, pero sin ninguna razón en especial deslicé un dedo entre Dascombe y Crowther y los separé. Había
otra carpeta colgada entre ambos, sin etiqueta. Sin embargo, en el borde interior estaba escrito el nombre DAMJOHN con
rotulador negro. Gabe debió de quedarse sin más portaetiquetas de plástico.
Lo mejor de los abrigos del ejército ruso es que uno puede llevar un Kalashnikov, un samovar y un cerdo muerto debajo
sin que abulten lo más mínimo. Con una gabardina no es tan fácil, porque es una vestimenta más delgada y entallada. Pero
era una carpeta delgada, y se disimulaba bastante bien. Cerré suavemente el cajón y volví junto al escritorio justo cuando se
oyeron las pisadas de Gabe bajando las escaleras.
—¿Te vale así, solo? —preguntó, disponiendo dos vasos de cristal tallado sobre el escritorio—. No tengo soda.
—Solo está bien —dije.
Me sirvió una buena cantidad, y otro tanto para sí mismo.
—Bien, háblame del caso —dijo.
Di vueltas al vaso en mi mano, contemplando los cambios de luz en las facetas del cristal.
—El fantasma toma la forma de una mujer joven, con la mayor parte del rostro oculto tras un velo rojo. Múltiples
avistamientos, persistentes en el tiempo (unos tres meses, más o menos) pero diseminados por todo el edificio, por lo que no
hay un lugar determinado donde pueda captarla fácilmente.
Gabe subió y bajó rápidamente las cejas.
—Así que te quedas esperando hasta que aparezca. No parece muy tímida.
—No lo es —admití—. Para ser sincero, creo que casi le tengo echado el anzuelo. Ése no es el problema.
—Entonces, ¿cuál?
Tomé un indeciso sorbo de whisky y lo paladeé.
—El mobiliario —dije.
Mobiliario es como llamamos los exorcistas a cualquier aspecto de una aparición no directamente relacionado con el
fantasma en sí.
Gabe resopló.
—Si te pasas demasiado tiempo mirando el mobiliario acabarás tropezando con tus propios pies. ¿No habías sido tú quien
me lo dijo?
—No, no creo.
—Bueno, de cualquier modo es cierto. Tú haz tu trabajo y cobra tu paga. ¿Qué coño te importa?
—Empieza a importarme.
Dejé el vaso en el escritorio. Fuese cual fuese el whisky de garrafón que Gabe había utilizado como relleno, la única vez
que Johnny Walker había visto aquella botella tuvo que ser en el caso de que la hubiese utilizado alguna vez para mear en
ella.
—Y empiezo a ver complicaciones. ¿Has conocido alguna vez a un hombre llamado Lucasz Damjohn?
Ni un pestañeo. Gabe hizo memoria y después negó con un gesto.
—Nop. Creo que no. ¿Trabaja en ese archivo?
—Tiene un local de striptease cerca de Clerkenwell Green, con otra clase de establecimiento en el piso superior, por si la
lujuria nacida en los ojos quiere darse una vueltecita rápida por allí.
Gabe me miró, interrogante. A ver, ¿de qué sirve haberte educado en Oxford si nadie pilla tus citas de Shakespeare?
—Es un chulo —aclaré.
—Vale. ¿Y en qué está relacionado con tu fantasma?
—Todavía no estoy seguro. Creo que es posible que la matase. La boca de Gabe se abrió de par en par. Sólo un segundo;
después la recogió e intentó parecer indiferente, lo cual era muy entretenido de ver.
—¿Cómo sabes siquiera que tienes entre manos un asesinato? —preguntó—. ¿Es que tiene heridas o algo?
—O algo —dije.
Entonces miré como distraídamente mi reloj, di un respingo y me puse en pie con rapidez.
—Mierda, Gabe, esto tendrá que esperar. Acabo de darme cuenta de que tengo que reunirme con alguien a las cinco.
—¿Tienes que reunirte con alguien? —repitió Gabe—. ¿Es que te citas con la gente en mitad de la noche? Siéntate. Tómate
otra copa. No podré ayudarte a menos que me cuentes todo el asunto.
Intentó volver a llenarme el vaso, que aún estaba casi intacto. Lo aparté de su alcance.
—Ya te pillaré otro día —dije, dirigiéndome hacia la puerta.
Se puso en pie de un salto; estaba claro que por su mente rondaba la idea de detenerme. Pero seguí andando, salí al
vestíbulo y después a la calle, cruzando hacia donde había estacionado Pen. Al verme llegar, abrió la puerta del copiloto y
encendió el motor.
Mientras nos alejábamos vi a McClennan en el umbral, observándonos marchar. Por primera vez se me ocurrió
preguntarme qué habría estado haciendo para estar tan hecho polvo.
—Gira a la izquierda, y después otra vez —indiqué a Pen.
Mientras ella conducía, abrí la carpeta y eché un vistazo dentro.
El contenido era escaso. Había una carta, no de Damjohn sino de una firma de abogados, detallando los términos en los
que Zabava Ltd, "una sociedad anónima constituida en el Reino Unido para la provisión de instalaciones de ocio en la zona de
Central London", contrataba los servicios de Gabriel McClennan. Grapada a la carta había una copia del contrato: decía que
McClennan proveería "servicios de exorcismo y profilaxis espiritual" a todos los establecimientos de Zabava por la tarifa fija de
un billete de los grandes al mes. Estaba firmado por McClennan y por alguien llamado Daniel Hill.
Después había una hoja de papel con una lista de direcciones, la mayoría del East End, y otra de fechas impresas en
columnas (todas excepto la última tenían un signo de verificación hecho con marcador amarillo), una nota garabateada en
media hoja arrancada de una A4, que decía "Cambio a viernes 6.30", y una caja de cerillas de Kissing the Pink, el club donde
había conocido a Damjohn la noche anterior. Estaba hecha con gran elegancia: el nombre del club estaba equilibrado a cada
lado por la silueta de un busto femenino, de perfil, de forma que sus pezones erectos estaban destacados todo lo que su
diseñador creía que merecían.
Esperaba encontrar una pistola humeante: aquello no llegaba a ser ni siquiera una pistola de balines.
Pen conducía ya por Soho Square. Le dije que se detuviese junto a la acera, le di un beso en la mejilla y salí del coche.
—Te veré más tarde —prometí.
—Más te vale tener mucho cuidado, Fix —gritó, pero yo ya corría hacia la esquina para volver a Greek Street.
Recorrí más o menos un tercio de la calle y, cuando estaba a casi veinte metros del despacho de Gabe, en la acera
opuesta, encontré un portal donde quedarme.
No tuve que esperar tanto como pensaba; claro que supongo que a esas horas de la noche no hay demasiado tráfico.
Unos diez minutos más tarde se detuvo un automóvil frente al portal de Gabe: un BMW X5 azul eléctrico. Arnold el Comadreja
salió del asiento del copiloto, y una cosa enorme e informe vestida con traje salió pesadamente de la parte de atrás. Scrub: no
podía haber nadie igual en todo el mundo. Mantuvo la puerta abierta y Damjohn en persona salió tras él. Debía de haber ido
muy apretado. Damjohn entró primero, después Scrub y Arnold en la retaguardia, cerrando la puerta de un resuelto golpe.
Así que era oficial. Estaban todos juntos en aquello. Ojalá tuviese aunque fuera una mínima pista de lo que era "aquello".
XIII

H ay un lugar al que voy a veces para recuperarme y reorganizarme, para hacer aflorar algo de fuerza cuando me siento
débil, y para encontrar algo de silencio entre la polifónica y despiadada tortura ciudadana. Extrañamente, es un
cementerio: Bunhill Fields, entre la City Road y Old Street Station. Debería ser el último lugar en el mundo en el que desease
estar, pero de alguna manera me sienta bien tocar tierra, sin estar dos metros por debajo, claro.
Uno de los motivos es que es antiguo y ya no se utiliza. El último enterramiento allí fue hace más de un siglo; todos los
fantasmas originales ficharon la salida y se largaron a otra parte mucho antes de que yo descubriese aquel lugar, y no había
llegado ningún espíritu reciente a plantar negocio. Hay una paz y una tranquilidad aquí que no había encontrado en ningún
otro lugar.
Además está el hecho de que no es lugar sagrado. Es un cementerio de disidentes, lleno de todos esos rojos de mierda
que jugaban de acuerdo a sus propias reglas en una época en la que por hacer eso podías conseguir el equivalente pre-
Ilustración de unos zapatos de cemento. William Blake sueña con Jerusalén bajo ese suelo, y Daniel Defoe sueña
probablemente con algo un poco más terrenal. Tenemos también a John Owen e Isaac Watts, los reservoir dogs de la teología
del siglo dieciocho. ¿Qué puedo decir? Me siento a gusto en su compañía.
Así que allí era donde me encontraba, y ése era el motivo. Necesitaba pensar. Cuando volviese al Bonnington quería sentir
que no iba allí completamente desnudo, sin ningún tipo de plan.
Desconecta y vuelve a analizarlo todo, me dije a mí mismo. Repasa lo que ya sabes y comprueba si sirve para formar una
imagen que no creías que pudieses ver.
Acepto este trabajo y el primer día ya soy seguido por Scrub. Teniendo en cuenta la surtida caja de herramientas que debe
de tener Lucasz Damjohn a sus órdenes, el que hubiese escogido una tan grande y poderosa era muy significativo.
Seguramente debe de reservar a Scrub para acojonar a los chulos rivales: aplicado a mí es una exageración.
Después Damjohn hace una excepción conmigo para conocerme, pero no intenta presionarme de ningún modo ni
sonsacarme información sobre lo que estoy haciendo.
Después resulta que McClennan y Damjohn son viejos compinches.
Y el fantasma del archivo ha conocido a Gabe McClennan, un exorcista cojonudo, eso hay que reconocérselo. ¿Entonces
por qué demonios sigue allí?
Ésa era la pregunta del millón. Había empezado a convencerme de que Damjohn debía tener algo que esconder, pero eso
no se sostenía por ningún lado: Si McClennan hubiese sido enviado para acabar con el fantasma del Bonnington, ya estaría
frito. Como dijo él mismo, habría ido allí, hecho el trabajo y cobrado su paga. Pero no había sido así; a menos que el trabajo
que le habían ordenado hacer fuese algo diferente.
Y alguien había invocado a un súcubo para quemarme vivo, un arma exótica y peligrosa, pero que no haría sospechar ni lo
más mínimo a la policía ni a nadie, dado lo que yo hacía para ganarme la vida. ¿Qué había hecho yo para merecer esas
atenciones? O, ¿qué era lo que estaba haciendo ahora?
Envíen sus respuestas en una postal. Nada de aquello tenía sentido, y cuanto más lo analizabas más se desmoronaba
todo. La única cosa de la que estaba bastante seguro era de que no pensaba tocar ninguna melodía en el Bonnington hasta
tener algunas respuestas.
Por fin me di por vencido: sea cual sea el poder que Bunhill Fields ejerce sobre mi mente, altamente sugestionable, no
estaba funcionando entonces. Sentía como si me hubiesen sacado los ojos con una cuchara, los hubiesen pulido a lo bestia
con una lijadora y me los hubiesen vuelto a encajar más o menos en su lugar. En lugar de cerebro tenía la cabeza llena de
queso gris. Si hubiese tenido cerebro habría vuelto a casa con Pen, tapiado la ventana con el Independent del día anterior y
dormido durante doce horas.
En vez de eso, el queso gris me llevó de vuelta al Bonnington.
Frank me miró con gran preocupación.
—Tiene muy mala pinta —dijo cuando dejé caer mi gabardina sobre el mostrador, y su rostro mostraba algo de miedo al
decirlo—. ¿Qué le ha ocurrido?
—Deberías ver al otro —dije, cayendo en el cliché.
—¿Era un luchador profesional?
—No; era una chica. ¿Dónde está Jeffrey?
—Creo que el señor Peele está en su despacho. Lo llamaré y le diré que está usted...
—Prefiero que sea una sorpresa —dije, dirigiéndome a las escaleras.
Frank pudo haberme detenido, pero no lo hizo. Supongo que haber sido masticado, escupido y dejado por muerto tiene
algún significado en su esquema moral. Agradecido, Frank. Te debo una.
Consideré indispensable visitar la sala de trabajo. Rich, Jon, Cheryl y un par de personas a las que no conocía alzaron la
vista cuando aparecí en el umbral; alzaron la vista y después se quedaron mirándome.
—Chaval, deberías estar en la cama —dijo Rich, tras una pausa que no sólo estaba preñada de significado, sino lista ya
para romper aguas y dar a luz.
—Sí —convino Cheryl—; en una cama de hospital. Parece como si hubieses utilizado una motosierra para hurgarte los
dientes, tío.
Jon Tiler no dijo nada, pero de pronto pareció que estaba muy rígido en su silla. Antes estaba a punto de coger un
bolígrafo; ahora tenía ambas manos posadas sobre la mesa y no hacía más que mirarme. Parecía inquieto. Abrí un archivador
mental y metí en él aquella mirada.
—Solía hacer malabarismos con motosierras —dije en tono distendido—. Parece peligroso, pero sólo hay que perseverar.
Rich, ¿tienes papel y lápiz?
—Sí, claro —dijo.
Buscó un bolígrafo en su organizador de mesa, y un trozo de papel junto a la impresora. Los empujó hacia mí. Cogí el
bolígrafo y escribí los símbolos que el fantasma me había mostrado en aquella imagen recordada, garabateados en una hoja
arrancada de un libro y sujeta contra el interior de la ventanilla de un automóvil. ПОМОГИТЕ МНЕ.
Le di la vuelta y se lo devolví a Rich con otro empujoncito.
—¿Es ruso? —pregunté.
Se quedó mirándolo y sus ojos se agrandaron ligeramente.
—Sí —dijo.
—¿Qué significa?
Alzó la vista hacia mí con una mirada confusa e interrogante.
—S.O.S. —dijo—. Significa "Ayúdenme".
—Gracias. Es lo que quería saber.
Saludé a todos con un gesto y salí de allí, bajando al vestíbulo para dirigirme al despacho de Peele.

Peele estaba al teléfono cuando entré, hablando de la productividad y de los distintos modos de definirla. Me senté frente
a él y me quedé mirándolo en silencio mientras seguía hablando. La mirada y el silencio hicieron efecto: no me miraba
directamente, por supuesto, pero una buena mirada no sólo se comunica mediante la vista. Después de menos de un minuto
se disculpó torpemente y dijo que volvería a llamar. Después colgó y me dirigió una helada y exasperada mirada de un
microsegundo de duración.
—Tiene usted un problema —dije—. Y creo que puede no ser el mismo que el que usted está pensando.
—¡Señor Castor! —estalló él—. ¡Era la Unión de Museos y Fundaciones! Estaba manteniendo una importante... Estaba
tratando de...
Por un momento se quedó sin palabras, y estuvo a punto de mirarme a los ojos.
—¡Me parece muy inoportuno que se presente aquí sin anunciarse, dando por hecho que estaré desocupado!
—Vale, lo siento mucho —dije, sin intentar en lo más mínimo parecer sincero—. Supuse que querría que le pusiese al día
sobre la situación del fantasma.
Si pensaba que eso le iba a cerrar la boca me equivocaba. Peele estaba lleno de indignación, y necesitaba desahogarla.
—Esto no está avanzando como yo esperaba —dijo, agitado hasta un extremo casi terminal—. Jon Tiler estuvo aquí ayer
por la mañana, decidido a presentar una queja formal contra usted por el daño que causó el martes por la noche. Lo persuadí
de que no lo hiciera, pero fue una entrevista muy desagradable. Espero que pueda informarme de algún avance positivo.
—No —dije—. Pero sí puedo informarle de un avance en negativo: en otras palabras, he conseguido descartar unas
cuantas cosas. Verá, estaba trabajando de acuerdo con algunas suposiciones equivocadas sobre el fantasma. Por ejemplo,
que ella tenía que estar ligada de alguna manera a la colección rusa. Pero eso no es cierto, ¿verdad?
Esta vez Peele sí me miró, aunque sólo fuese por una mínima fracción de segundo; después volvió a bajar la vista hacia su
escritorio.
—¿No es así? —preguntó, después de una pausa lo bastante larga como para poder contar hasta tres.
—No, no es así. Ella procede de un período muy posterior, a saber, de nuestra época; y eso ofrece una perspectiva
completamente nueva sobre su presencia aquí. Ahora estoy buscando otro tipo de explicación.
Mi intención era que esto sonase vagamente amenazador, y que sirviese tal vez para sacar algo más de información a
Peele, si era que había algo que sonsacar. Pero, como suele ocurrir con estas estrategias, me estalló en pleno rostro. Sus
labios dibujaron una tensa línea recta.
—Señor Castor, ¿para qué está buscando usted una explicación?
Intenté contraatacar en vez de contestar a aquella pregunta.
—Soy un profesional —dije, inmutable—. No me limito a entrar aquí y limpiar. Tengo que comprender el contexto para...
Peele me interrumpió.
—Usted no hizo ninguna mención al contexto cuando lo contraté —señaló con frialdad—. Se comprometió a llevar a cabo un
servicio muy concreto, y ahora está usted haciendo advertencias que no tienen nada que ver con el asunto que tiene entre
manos. También he de preguntarle, ya que menciona usted el tema de los criterios profesionales, si su objetividad se ha visto
comprometida de alguna forma.
Esta vez me tocó a mí quedarme atónito.
—¿Mi objetividad? ¿Podría explicar eso?
—Por supuesto. Hasta ahora, en todas las ocasiones en las que hemos hablado sobre fantasmas, utilizó usted formas
impersonales para referirse a ellos. Lo ha hecho siempre, y algunas veces de forma bastante agresiva, como si sintiese la
necesidad de dejar algo muy claro. Ahora, de la noche a la mañana, el fantasma que se supone que ha de exorcizar para
nosotros se ha convertido en "ella". He de preguntar cuál es el motivo.
Mierda. Bien pillado. Podía esquivar la coz, pero la puerta del establo ya había caído, y ni me había dado cuenta hasta que
vi las astillas.
—Usted es académico —dije, en una buena imitación de brusca sinceridad—. Las palabras son muy importantes para
usted, son una de sus herramientas de trabajo. Yo no tengo tiempo para fijarme en matices como ése. Simplemente hago mi
tarea.
—Eso es algo que me complacería mucho ver, señor Castor —replicó Peele mordazmente.
Me incliné hacia él. La mejor defensa es una buena bofetada en el rostro.
—Entonces colabore conmigo —solté—. Puede comenzar por volver a mostrarme su libro de incidencias. Si el fantasma no
llegó con el material ruso, ¿de dónde salió? ¿Qué otras cosas ocurrieron a principios de septiembre que puedan explicar su
repentina aparición aquí?
Peele no contestó durante unos momentos: estaba claro que se estaba planteando la misma cuestión, sin encontrar
ninguna respuesta satisfactoria.
—¿Y averiguar eso le ayudará a completar el exorcismo? —preguntó por fin.
—Por supuesto —dije, sin pestañear siquiera ante la descarada mentira.
No pensaba explicarle que podría llevar a cabo el exorcismo en ese mismo instante, y probablemente incluso cabeza abajo
y haciendo malabarismos con tres naranjas.
Con patente mala gana, Peele abrió el cajón de su escritorio y sacó el libro de cuentas que había visto días antes. Empezó
a hojearlo él mismo, pero yo lo estorbé sujetando la cubierta con la mano y volviendo a cerrar el libro.
—Será mejor que me deje a mí —dije—. Puede que no sepa lo que estoy buscando, pero tengo más posibilidades de
reconocerlo si lo veo por mí mismo.
Peele me entregó el libro con una mirada que decía que estaba deseando librarse de él, porque estaba harto de todo el
tema de las apariciones. Qué curioso. En mi caso, ahora que al parecer alguien estaba intentando matarme por su causa,
empezaba a desarrollar una visceral fascinación.
El libro se abrió en el martes 13 de septiembre, lo que tomé como una feliz coincidencia. Ésa era la fecha del primer
avistamiento, según recordé. Y también recordaba lo larga que me había parecido aquella entrada la última vez que la vi.
Ahora parecía aún más larga, y la diminuta letra de Peele incluso más impenetrable. Buscando aplazar el momento de leerla,
empecé a pasar páginas hasta llegar a la entrada más reciente, que por supuesto era de tan sólo dos días atrás: trataba de
la queja de Jon Tiler sobre el tornado interior que yo había provocado al intentar utilizar la sangre de Rich para atraer al
fantasma.
Volví atrás; en noviembre parecía haber una entrada diaria, la mayoría de ellas bastante lacónicas. "Richard Clitheroe ha
visto al fantasma en el almacén 3". "Farhat Zaheer ha visto al fantasma en el pasillo de la planta baja". Sin embargo no había
nada en octubre, aparte de la primera semana. Peele había dicho que había habido una pausa. Había habido una pausa, y
cuando ella regresó ya no hablaba.
Pero al continuar hojeando las páginas hacia atrás vi que volvía a comenzar el mismo esquema: docenas de avistamientos,
sin que hubiese apenas días en los que no se consignase uno al menos, hasta llegar al trece de septiembre. Cierto que no
todo lo anotado se refería al fantasma. El treinta de septiembre había habido una fuga de agua en los baños de mujeres:
"Petra Gleeson resbaló en el agua pero parece que no ha sufrido heridas". Y el veintiuno de septiembre alguien llamado
Gordon Batty había sufrido otra migraña.
Estaba tan perdido dentro de aquella fascinante saga de la vida cotidiana del personal del archivo que cuando llegué al
denso bloque de texto del trece de septiembre continué pasando páginas. Fue entonces cuando comprendí por qué el libro se
había abierto por esa página en particular: era porque la página anterior había sido arrancada.
Giré el libro para mostrarle a Peele el hueco.
—¿Le había caído un borrón? —quise saber.
Él se quedó mirando atónito el desajuste en las fechas, y después alzó la vista hacia mí.
—Es imposible —protestó, perplejo—. Nunca he arrancado una página del libro de incidencias. Es un registro oficial. Lo
revisa todos los años la UMF. No sé cómo puede haber ocurrido...
Mejor sería descartar lo obvio, en cualquier caso. Abrí el libro por el centro de uno de sus pliegos y le mostré a Peele que
estaban cosidos por el doblez.
—A veces, en los libros que están cosidos así, cuando se arranca una hoja de la parte derecha del pliego, para escribir una
nota o para lo que sea, la parte izquierda se desprende poco después. ¿Podría haber ocurrido así en este caso?
—Por supuesto que no —insistió, con voz algo estridente—. Yo nunca haría eso. Con el libro de incidencias, nunca. Se
descubriría la siguiente vez que...
—La siguiente vez que viniesen los auditores. Está bien, señor Peele, no estoy acusándolo de nada. Tan sólo quería
asegurarme de que no se trataba de un accidente. Puesto que al parecer no es así, la otra hipótesis de trabajo es que alguien
haya venido aquí y arrancado la página a propósito, para eliminar algún informe que no deseasen que se hiciera público.
—¡Pero si lo escribí en el libro fue porque ya era público!
—Entonces puede que lo que deseaban evitar era que alguien hallase un nexo entre dos cosas sucedidas más o menos al
mismo tiempo.
—¿Como cuáles?
—Como las que he de reconocer que no tengo ni la menor idea. Miré hacia el punto donde se interrumpía la árida narración
del libro. La última entrada completa era del veintinueve de julio: agosto debió de ser un mes flojo. Después las fechas
continuaban con una breve entrada el doce de septiembre (la primera migraña de Gordon Batty, cronológicamente hablando),
seguida de los épicos pormenores del trece de septiembre.
—Algo que haya ocurrido en agosto —presioné a Peele—. O quizás a principios de septiembre. Puede que incluso días
antes de que viesen al fantasma por primera vez. ¿Qué otra cosa ocurrió entonces? ¿Hay algo que se le haya quedado
grabado en la mente?
—Agosto es un mes de poca actividad —dijo Peele, haciendo memoria—. Cesan las visitas escolares, de modo que lo único
que hacemos es recopilar, restaurar, catalogar las nuevas adquisiciones...
Negó con la cabeza.
—No recuerdo nada, nada destacable.
—Bien; ¿le importa si vuelvo a interrogar al personal?
Volvió a encenderse.
—Sí, señor Castor. Para ser sincero, sí me importa. ¿Por qué habría de ser necesario?
—Tal como le he dicho, es para establecer el contexto de las apariciones.
Peele lo meditó un instante y después negó firmemente con la cabeza.
—No; lo siento pero no. No quiero más interrupciones en la marcha del archivo. Si puede llevar a cabo su trabajo sin
entrometerse en el camino de las personas que trabajan aquí, hágalo. Si no puede, devuélvame el depósito que le pagué y
contrataré a alguien que sí pueda hacerlo.
—El depósito no es reintegrable, señor Peele.
—Mire, Castor...
—Usted aceptó esas condiciones. Pero creo que lo importante no es si le devuelvo o no el dinero. Tiene usted una mujer
muerta en su archivo, y no hace tanto tiempo que murió. Debe averiguar por qué está aquí, y por qué está tan furiosa y se
siente tan desgraciada como para atacar a los vivos. Si no consigue las respuestas a esas preguntas, exorcizarla puede ser
tan sólo el principio de sus problemas.
—No alcanzo a comprender la lógica de esa afirmación.
—Pues piense en ello. Ya se le ocurrirá.
Lo dejé hecho una furia. Me pareció que no había ninguna razón para quedarme: de hecho, cuanto más tiempo estuviese
por allí, mayor sería el riesgo de que se convenciese de que era mejor echarme. Y yo no estaba listo para irme: todavía no.
Asomé la cabeza por la sala de trabajo.
—Peele quiere que alguien me abra las puertas —dije—. ¿Algún voluntario?
Esto de mentir, una vez que le coge uno el tranquillo, es una herramienta fantástica para ahorrar trabajo.
Rich abrió la boca para hablar, pero Cheryl se le adelantó.
—Yo iré —dijo—. Cédeme las llaves, Rich.
Rich volvió a cerrar la boca y se encogió de hombros. Hubo una breve transacción en la que Cheryl intercambió una firma
por un turno de utilización del gran manojo de llaves. Después nos dirigimos a la puerta.
Salí al corredor y Cheryl me alcanzó.
—¿A la sala rusa? —preguntó.
—No. Al ático.
—¿El ático? ¡Pero si allí no hay nada!
—Lo sé. Mi hermano dice que la nada puede ser todo un as en la manga.
Dos noches atrás, envuelto en sombras opacas, el ático me había parecido misterioso y amenazador. A la luz del día tan
sólo parecía vacío.
Nos dirigimos a la última estancia, y Cheryl entró tras de mí. Señalé al armario.
—¿Qué hay ahí? —quise saber. Cheryl negó con la cabeza.
—No tengo ni la menor idea —confesó—. ¿Por qué?
—Es sólo por curiosidad. ¿Es posible que en el llavero de Rich haya una llave que abra ese armario?
Cheryl me hizo una rápida mueca malvada.
—Oye: bromas obscenas aparte, si hay un agujero, Rich tiene la llave.
Hincó una rodilla en tierra para echar un vistazo a la cerradura de la puerta del armario. Después asintió, satisfecha, y
empezó a rebuscar en el pesado manojo de llaves.
—Silverline 276 —dijo—. Es igual a las que hay abajo. Aquí tienes.
Deslizó una llave en la cerradura, la giró y abrió la puerta con un gesto teatral.
El armario estaba vacío.
—Puede que tenga un falso fondo —dijo Cheryl sin mucha convicción.
Se inclinó para examinarlo y me encontré mirando sus fondos, indiscutiblemente verdaderos. Mi cuerpo reaccionó por su
cuenta: la sangre se me acumuló en el rostro y otras zonas periféricas. El deseo estalló en mi interior como una bengala.
Cuando Cheryl se enderezó pudo ver mi súbito cambio de actitud al instante: debía de llevarlo escrito en el rostro.
—Tú no me has traído aquí para abrir puertas de armarios, ¿verdad, cerdo salido? —preguntó reprobadoramente, aunque
sin verdadero enfado.
Era el súcubo, Juliet: Me había llegado muy adentro, gracias a su misterio y su poder, girando el dial externo de mi libido de
"normal" a "sísmico". Evidentemente, aquello no era algo que simplemente se pasaba, y la proximidad física de la muchacha
había desencadenado la réplica del terremoto. Me preparé para un bofetón en pleno rostro, pero Cheryl me miraba con gesto
inquisitivo y meditabundo. Abrí la boca para intentar una explicación, pero ella hizo un brusco gesto con la cabeza para evitar
que dijese nada.
—Nunca lo había hecho en el trabajo —murmuró por fin—. Y eres bastante atractivo, con tus malas pintas, que pareces una
de esas fotos que pone el gobierno en las cajetillas de tabaco como advertencia. Ya sabes lo que digo siempre, ¿no?
Lo había olvidado, pero lo recordé en ese momento.
—No tienes derecho a decir que algo no te gusta si no lo has probado nunca.
—Exacto. Pero, ¿estás seguro de que no estás dejando que tus ojos prometan cosas que tus pantalones no pueden
cumplir, Castor?
—Es una pregunta legítima —dije, intentando hacer que volviesen a funcionar las partes de mi cerebro que no estaban
conectadas con el jadeo y los sudores—. Cheryl, éste no soy yo. Esto es sólo una especie de resaca de...
Detuvo mi boca con un beso, que sabía ligeramente a café y canela. Tuve amplias oportunidades de saborearlo.
Cuando nos separamos volvió a sonreírme; era una sonrisa que encerraba un mundo de promesas.
—Podría entrar alguien —le recordé, haciendo un último esfuerzo, condenado de antemano, por ser la voz de la razón.
—Ahí es donde vienen de maravilla las llaves —dijo Cheryl. Fue hasta la puerta, la cerró y echó la llave. Después volvió
junto a mí y empezó a desabrocharme la camisa.
—Tengo cortes y laceraciones —advertí— en algunas de las partes que quizás estés planeando utilizar.
—Pobrecito. Deja que la tiíta Cheryl eche un vistazo. Tenía unas manos muy delicadas, que utilizó para hacer unas cuantas
cosas altamente perjudiciales para la relación entre el exorcista y su cliente. Yo correspondí de la misma manera, y las cosas
pasaron de estar mal a maravillosamente mal.
Pero incluso mientras Cheryl me atraía hacia sí con un ininteligible murmullo de aprobación, yo estaba pensando: la cinta
de embalar y las bolsas de plástico, ¿adónde han ido a parar?
XIV

C on una cómplice languidez postcoital nos sentamos en aquel ático, apoyados contra la pared desnuda. Ya habíamos vuelto
a adecentarnos, y si alguien subía por las ruidosas escaleras de piedra anunciaría su llegada desde una buena distancia,
así que no teníamos que preocuparnos por ser pillados en posición comprometida.
—No has sugerido que utilizásemos un condón —comenté.
—¿Tienes condones?
—No.
—Ya ves.
—¿Te lo tomas siempre con tanta alegría?
—Me dejé llevar. Tú también. Pero tomo la píldora. ¿Estás diciéndome que aún así debería preocuparme?
Negué con un gesto. Evito tener relaciones. Siempre he temido que alguien a quien ame acabe muerto, y tener que vivir
después con ello, o tener que encargarme de ello. Tener que enfrentarme al dilema. De modo que, aunque no me abstengo
por completo, creo que puedo definirme como casto.
—Pues tú tampoco debes preocuparte, te doy mi palabra. Cambiemos de tema.
—Muy bien —acepté—. ¿Podemos hablar de temas laborales?
—Claro, adelante.
—¿Has oído hablar alguna vez de un club de striptease llamado Kissing the Pink?
Cheryl soltó una carcajada; tenía una risa obscena que me encantaba.
—Me alegro de que hablemos de temas laborales —dijo—. No quiero ni pensar que fueses a pedirme que saliésemos. No,
no lo conozco. No he estado nunca en un club de striptease. Una vez vi actuar a esos boys, los Chippendales, si sirve de algo.
—¿Conoces a un hombre llamado Lucasz Damjohn?
—Nop.
—¿Y a Gabriel McClennan?
—Tampoco. Felix, ¿tiene esto algo que ver con mi Sylvie? Pareces un detective privado.
—Todo está relacionado de alguna manera —dije, consciente de lo poco convincente que sonaba—. Cheryl, ¿qué hay de
estas habitaciones? ¿Se utilizan alguna vez para lo que sea?
—Todavía no. Algún día nos expandiremos hasta ellas. Algunos materiales se almacenan aquí, pero poca cosa. ¿Por?
En lugar de contestar me puse en pie, acabando con lo que quedaba del clima íntimo y soñoliento. Me acerqué a la
ventana y miré hacia afuera. Después bajé la vista. Dos pisos más abajo estaba el tejado plano de la ampliación de la planta
baja. Sobre la tela asfáltica gris había una bolsa de plástico que el viento agitaba, pero sin moverla de su lugar.
—¿Qué hay bajo nosotros, a este lado del edificio? —pregunté sin volverme.
—Cámaras acorazadas —dijo Cheryl.
—¿Tan sólo cámaras acorazadas?
—Sí, tan sólo cámaras acorazadas.
—¿Sin ventanas?
—Exacto. ¿Por qué quieres saberlo? ¿Qué está ocurriendo?
—Creí haber oído a alguien aquí arriba —le dije, decidiéndome por una verdad a medias—, cuando no debería haber nadie.
—Sería Frank, entonces —dijo Cheryl.
—¿Cómo? —dije, volviéndome hacia ella— ¿Por qué él?
—Hace sus meditaciones aquí arriba. Jeffrey se lo permitió.
—¿Frank medita?
Cheryl sonrió.
—¿Cómo pensabas que había conseguido esa pachorra? Tenemos al único guardia de seguridad zen de Londres. Aunque
en realidad es una mariposa que sueña que es guardia de seguridad.
—Esto fue por la noche, cuando el archivo estaba cerrado.
—¿Ah, sí? —pestañeó—. Vale, entonces lo retiro. Frank sólo sube en su hora del almuerzo. Pero... ¿qué hacías aquí
después de que estuviese cerrado el archivo?
—Es una larga historia —dije—. ¿Te importaría guardarme el secreto por ahora?
—Tendrás que comprar mi silencio.
—¿Con qué exactamente?
Movió las cejas sugerentemente.
—No soy más que un juguete para ti, ¿verdad? —me lamenté, con fingida amargura.
—Cierto, muchacho. Digamos a las seis en punto, esta tarde; dame tiempo para salir de aquí. Nos veremos en Costella.
Vas a tener que trabajar duro para hacerme feliz.
—¿Conseguiré tiempo libre por mal comportamiento?
—Ya veremos. Supongo que depende de lo malo que puedas ser.
—Cheryl, ¿hay algún callejón junto al nuevo anexo?
—Sí, es donde están los contenedores de basura. ¿Por qué?
—Voy a bajar allí para trepar a ese tejado plano.
—¿Es lo que haces después del sexo? Muchos se limitarían a fumarse un cigarrillo o algo así.
La besé en los labios.
—Fumar es malo para ti —señalé.
—Así soy yo, chico. Cuando vuelvas lo haremos de nuevo.
—Lo estoy deseando. Espérame; sólo será un minuto.
La dejé allí y bajé las escaleras. Frank me hizo un gesto amistoso cuando pasé junto a él. Por primera vez vi a un segundo
guardia que también estaba de servicio, un hombre más joven con un corte de pelo militar que me miró con ojos de besugo. Le
dediqué una sonrisa de idiota simpático y seguí mi camino.
Era un callejón sin salida, flanqueado a ambos lados por los contenedores de basura de los edificios adyacentes, tal como
había dicho Cheryl; parecían ataúdes de plástico negro puestos de pie, cada uno con un número dibujado en pintura blanca
que había goteado al secarse.
Todo parecía diferente desde el suelo. Orientándome lo mejor que pude, subí a uno de los contenedores y desde allí
aproveché la barra horizontal de una puerta enrejada y cerrada: fue una subida sencilla, lo que no me sorprendió ni lo más
mínimo. Después de todo, alguien del archivo lo hacía regularmente. Pero estaba demasiado arriba, frente a un almacén de
materiales de construcción. El tejado plano del anexo del Bonnington acababa diez metros más a mi izquierda. Caminé
haciendo equilibrios por la parte superior del muro hasta llegar al tejado. Podía ver la bolsa de plástico cerca del muro del
edificio principal, que, excepto por las claraboyas del ático, en la parte superior, era completamente ciego.
Me incliné hacia la bolsa y la recogí. "La buena comida sabe mejor en Sainsbury's", decía. Pero, hubiese en ella lo que
hubiese, no era comida. Era pesado y rectangular. Rasgué una de las esquinas y miré dentro.
Las palabras От всей душипоздравляіо иж елаіо всего наилучшего me saltaron a la vista, pero era coincidencia. Más de la
mitad de las cartas y documentos de la bolsa estaban en mi idioma.
Un silbido me hizo mirar hacia arriba. Cheryl estaba asomada a la ventana del ático. Me saludó con la mano, y yo le devolví
el saludo. Gesticulé para decirle "quédate ahí", alzando la mano como cuando un policía te dice que te detengas. Asintió.
Volví al interior del edificio y me encaminé hacia el cuarto piso, pero ella se encontró conmigo a mitad de camino.
—¿Qué había en la bolsa? —preguntó.
—Una selección de sanos productos del campo a precios razonables —dije—. Cheryl, ¿podrías volver a dejarme entrar en la
sala rusa?
—Creí que habías dicho que esa pista no llevaba a ningún sitio. ¿Qué había en la bolsa?
—Cosas. Sí, lo dije, e incluso puede que sea cierto. Pero quiero echar un vistazo a algo.
En la cámara acorazada todo estaba tal como lo había dejado la noche anterior. Las cajas seguían apiladas en el suelo, el
portátil de Rich seguía en la mesa, y el lugar tenía todavía el mismo olor agrio y deprimente que tenía la primera vez que entré
allí, hacía ya cuatro días.
—A las seis en punto —me recordó Cheryl.
—Estaré allí —prometí.
Nos dimos un beso y nos separamos.
En cuanto ella salió encendí el portátil. Después, mientras se calentaba, fui a buscar la otra cosa que necesitaba. Debería
haber estado sobre la mesa, pero, como no era así, seguramente yo mismo la había tirado en una de las cajas, junto con un
brazado de papeles.
Me llevó casi diez minutos encontrarla, pero al menos seguía estando allí: la pequeña libreta de apuntes con las notas
garabateadas por Rich. Armado con aquello, abrí el programa de bases de datos del portátil e intenté averiguar en dónde
estaría registrado. Había un archivo llamado RUSO1, que parecía un lugar lógico por donde empezar. El programa decía que
contenía unas cuatro mil ochocientas entradas. Abrí unas cuantas al azar. Al igual que había ocurrido con las cajas, no había
mucho donde elegir.

CARTA. 12/12/1903. REMITENTE MIKHAIL S.


DESTINATARIO IRINA ALEXOVNA. PERSONAL.
RUSO.
CARTA. 14/12/1903. REMITENTE MIKHAIL S.
DESTINATARIO PETER MOLINUE. PERSONAL.
INGLÉS.
CARTA. 14/12/1903. REMITENTE MIKHAIL S.
DESTINATARIO EMBAJADA RUSA "A QUIEN
PUEDA INTERESAR". NEGOCIOS/FORMAL.
RUSO.

Fui pasando las páginas de la agenda, buscando algo que fuese un poco más distintivo. Por fin me decidí por una tarjeta
de San Valentín, y tecleé algunos de los campos de búsqueda que Rich había anotado. DESTINATARIO CARLA. DIBUJO
CORAZÓN CON ALAS.
Sí, allí estaba: documento número 2838. El siguiente documento con el que probé, un certificado de nacimiento, era el
número 1211. El tercero era un álbum de fotos de boda, y figuraba con el número 832.
No servía de nada. Aunque estuviese en lo cierto, podía llevarme días encontrar lo que estaba buscando. Tenía que haber
otra manera de hacerlo. Estuve pensando en ello durante largo rato. Después cogí el teléfono y llamé a Nicky.
Contestó en su habitual estilo cauteloso, asegurándose de saber quién era yo antes de reconocer que era él.
Normalmente me lo tomaba con calma, pero ese día no.
—Nicky, basta de gilipolleces —atajé, irritado—. Necesito otro favor. Si sale bien te compraré toda una caja de ese
sobrevalorado enjuague bucal francés. Ve a buscarme a Euston Station. En el Burger King de la explanada principal, ¿vale? Así
podrás verme desde más de cien metros de distancia, y sabrás que soy yo y no unos extraños agentes del gobierno con un
maquiavélico plan para atraparte. Es muy urgente, ¿entiendes? Alguien intenta matarme, y me gustaría saber por qué.
Utilizar aquel tono con Nicky era una estrategia de alto riesgo. Esperé a ver si se desmoronaba o me mandaba a la mierda.
No hizo ninguna de las dos cosas.
—¿Con qué intentan matarte? —preguntó simplemente.
—Con un hueco de escalera, y después con un súcubo.
Al menos eso me valió una respuesta.
—La hostia. ¿Un demonio follador? ¿Cómo era? ¿Hiciste fotos?
—¿Que si hice fotos? Nicky, tuve suerte de salir con la herramienta de hacer niños en su sitio. No, no hice fotos.
—Entonces, ¿cómo se llamaba? ¿Era uno de esos mensajes esteganográficos?
—No soy un experto. Dijo que se llamaba Juliet. Tenía el pelo y los ojos negros.
—¿Algo más? ¿Marcas? ¿Rasgos no humanos? ¿Cómo eran sus órganos sexuales? ¿Tenía dientes ahí abajo?
—Nicky, por el amor de Dios... Eran como los de una mujer... Era normal. De las normales de tipazo impresionante.
De pronto se me ocurrió algo, como en un brindis conceptual.
—Excepto sus pechos.
—¿Que eran...?
—Los pezones no tenían areola. Toda su piel era de un blanco puro.
—Entiendo. Está bien, haré unas pesquisas.
—Eso no es lo que quiero que hagas.
—Lo haré de todas formas. Las criaturas infernales me fascinan.
—Ve a donde te he dicho, ¿vale?
—Euston Station. Estaré allí; pero sólo tienes veinte minutos, y tú pagas el taxi.
Salí en busca de Rich. Lo encontré en la sala de lectura pública, vigilando a una señora de ropa llamativa y rostro
preocupado, que hojeaba lo que parecía el catálogo de una vieja exposición sobre orinales y mobiliario de baño. Cuando entré
alzó la vista y me hizo un gesto.
—Alice te está buscando —dijo—. No parece muy contenta.
—Seguramente me preocuparía más que lo estuviese. Escucha, Rich, hay algo sobre lo que quiero preguntarte.
—Adelante.
—La primera semana de septiembre, o quizás la última de agosto: ¿recuerdas que ocurriera algo que se saliese de lo
ordinario por esa época?
Me miró sin comprender.
—¿Puedes darme alguna pista? —pidió—. ¿Qué tipo de cosas?
—El tipo de cosas que acaban escribiéndose en el libro de incidentes.
—Así que... ¿un accidente? ¿O una rotura? ¿Alguien que se pone enfermo y se va a casa?
—Parece que vas bien encaminado, sí.
Rich frunció pensativamente el ceño, pero sospeché que era sólo para demostrar buena voluntad.
—Nada que se me ocurra ahora —dijo por fin—. El problema es que ese tipo de cosas ocurren constantemente. A menos
que tengas algo a lo que agarrarte, algo que estés seguro de que ocurrió en esa misma época, no se recuerdan lo bastante
bien para decir cuándo fue.
—La primera aparición del fantasma —dije—. Fue casi exactamente en esa época. ¿Ayuda eso?
Se encogió de hombros, impotente.
—Lo siento, tío.
—No importa. Era una apuesta arriesgada. Pero si se te ocurre algo házmelo saber. Pregunta también a Cheryl. Y a todos
los contratados a tiempo parcial que veas.
—¿Y a Jon?
Tuve que meditarlo un momento.
—Sí, y a Jon —dije por fin—. A cualquiera con el que te encuentres. Preguntar no hará ningún mal.
—Tampoco hace ningún bien, la mayoría de las veces —observó cínicamente.
—Ya me estoy dando cuenta, colega —admití—. Pero la esperanza nunca se pierde, ¿no?

Salí discretamente del archivo a la hora del almuerzo y crucé la calle para ir a Euston Station. Nunca me ha gustado ese
lugar; parece un modelo a escala de algo fabricado por un presentador del programa infantil de manualidades Blue Peter con
las divisiones interiores de cajas de fruta. Pero está abarrotada de gente a todas horas, lo que la convierte en un lugar ideal
para un encuentro en privado. Sintiéndome culpable y perseguido debido a lo que llevaba bajo el abrigo, miré a mis espaldas.
La multitud se apartó por un momento, y una figura femenina que estaba a unos diez pasos por detrás se giró, sintiendo un
repentino interés por el expositor de periódicos. No estaba seguro, pero de nuevo creí reconocer a la chica de Damjohn, Rosa.
Dudé. Debía encontrarme con Nicky, y sabía que él no iba a esperarme, pero estaba dentro de un laberinto, y cualquier
Ariadna serviría. Di unos pasos hacia ella, pero entonces pasaron unos cuantos grupos más de gente, muy arremolinados, y
cuando llegué al puesto de periódicos no había rastro de la joven.
Con una mueca de disgusto me dirigí al Burger King. El establecimiento no tiene puertas; se abre directamente hacia la
explanada, y ése había sido el motivo por el que lo escogí. A Nicky le gusta tener un amplio campo de visión en todas
direcciones.
En cuanto me senté en el local, Nicky apartó una silla y se sentó junto a mí. Debía de llevar un rato merodeando por allí,
esperando a que apareciese, pero sentarse el primero no era su estilo. Noté el frío que salía de él; seguramente llevaba
recipientes de plástico rellenos de agua congelada bajo su abultado forro de lana, y también termos de hielo seco por algún
lado, para refrescarlos. A diferencia de la mayoría de los muertos revividos, Nicky siempre era pragmático y resuelto.
Extrajo del bolsillo un delgado fajo de hojas A4, dobladas en cuatro partes. Me las entregó y yo lo miré, interrogante.
—Chicas muertas —dijo—. Lo que querías saber ayer.
—Trabajas muy rápido —dije, impresionado.
—Fue fácil. Pero, como dije, me diste un informe muy chapucero: hay mucho material ahí. Te costará bastante ir
descartando cosas. Y bien, ¿qué crisis toca hoy?
Saqué el pequeño pero pesado bulto que llevaba bajo la camisa y se lo pasé a través de la mesa con un pequeño
empujón: era duro y rectangular, envuelto en papel de periódico, el Guardian de esa misma mañana. Lo desenvolvió y se
quedó mirándolo como si nunca hubiese visto uno antes.
Había necesitado mucho coraje para pasar junto a Frank con aquello metido bajo la camisa. Pensé si pedirle mi gabardina,
pero no quería correr el riesgo de atraer más atención sobre mi persona.
—Quiero que lo examines bien —le dije a Nicky—. Que lo examines detenidamente. Disecciónalo, hazle la autopsia y
escribe un informe con todo lujo de detalles. El archivo que debes analizar con más cuidado se llama RUSO1. Es una base de
datos. Quiero saber si han intentado manipularlo, si le han hecho algo extraño en algún momento.
—Es el portátil de alguien —dijo Nicky.
—Sip.
—¿No es tuyo?
—No.
—¿Lo has robado, Castor?
—Lo he cogido prestado. Se lo devolveré a sus propietarios en su debido momento.
—¿Y tienes los santos cojones de pasármelo a mí?
—Claro, Nicky. Ya van a por ti, ¿recuerdas? Y estás muerto. No tienes nada que perder, coño.
A Nicky no le hizo ninguna gracia.
—Intento que el trabajo que hago pase tan desapercibido como sea posible —musitó, lanzándome una helada mirada—.
Intento no perturbar a la red. Porque la red —gesticuló con las manos, extendiendo los dedos— es como un gran río que fluye.
Y a lo largo de sus orillas está todo un ejército de tíos, sentados en sillas plegables, con sus cañas y sus sedales preparados.
Todo lo que tocas, Castor: todo lo que tocas es un anzuelo. Hay gente ahí afuera que quiere saber todo lo posible sobre ti.
Para poder controlarte. Para poder neutralizarte. Para poder matarte cuando lo deseen. ¿Crees que no sé que la paranoia es
una enfermedad mental? Lo sé mejor que nadie. Pero la adoptas cuando se convierte en un rasgo de supervivencia.
—Y lo que más acojona es que lo que dices tiene sentido —observé amargamente—. Escucha: Te juro que tu nombre
nunca será mencionado. Nada de lo que haces para mí saldrá de aquí; no se lo diré ni siquiera al tipo que me contrató. Lo
utilizo tan sólo para corroborar lo que ya sé, o lo que creo saber. Y después te deberé un favor. Un favor enorme.
Nick asintió lentamente, más o menos satisfecho.
—Me gusta que la gente me deba favores —dijo—. Está bien, Castor, analizaré tu portátil de arriba abajo.
—¿Crees que podrás decirme si alguien ha manipulado ese archivo?
Soltó una risa amarga al oírlo.
—¿Estás de broma? Podré decirte si alguien se ha tirado un pedo en la misma habitación en la que estaba esta máquina. Y
lo que comieron antes. Tengo mis métodos, Castor, y mis recursos. Por cierto, tu súcubo lleva un tiempo merodeando por aquí.
El brusco viraje me hizo ponerme en pie.
—¿Cómo?
—Algunos manuales de magia negra la describen: los ojos negros, la piel color melocotón pálido, el nombre.
—¿Juliet?
—Ajulutsikael. "Ella es de Bafomet la hermana, la más joven de su linaje, aunque muy poderosa y difícil de dominar
mediante palabras o símbolos. Pero puede ser sometida utilizando la plata, y el anagrama de su nombre sirve para aplacarla".
—¿Cómo sabes que es ella?
—Porque ha utilizado un nombre formado con algunas de las letras de su nombre verdadero. Siempre lo hace así. No me
preguntes por qué: supongo que es cosa de demonios. Por cierto, ¿llevaba algo de plata?
—Una cadena en el tobillo.
—Ya ves. Tienes suerte de seguir vivo, Castor. Es rápida y maligna. Gerald Gardner, el amiguete de Crowley, cuenta que
un conocido suyo la invocó para impresionar a sus amigos en una despedida de soltero. Ella se hizo la tímida, consiguió que él
pusiese el pie en el borde de su círculo mágico, le arrancó el pito y los huevos y se los comió. Supongo que no era el tipo de
acto oral que él esperaba de ella.
"Ah, y nunca se da por vencida. Ése es otro de los detalles en los que insisten todos los ocultistas. Una vez que te ha
rastreado, sigue tras de ti. Guárdate las espaldas.
No había respuesta para aquello, aparte del respingo involuntario que di.
—Gracias, Nicky —dije—. Todo esto me daba muy mala espina, pero se ve que no la suficiente. Me has dado una buena
razón para jugar al cien por cien de mi capacidad.
—Lo siento. Pensé que debías saberlo. Me puse en pie.
—Cuanto antes, Nicky —dije, señalando el portátil—. Si puedes llámame hoy mismo. Tengo que devolverlo antes de que
alguien se dé cuenta de que ha desaparecido.
—Te tendré al corriente —dijo.
Me detuvo cuando me disponía a marcharme, alzando una mano.
—¿Eres consciente de que te siguen? —dijo.
—¡Cómo! ¿Todavía? La vi al llegar, pero...
—Ha pasado tres veces por aquí, vigilándote. Quizás espera a que te vayas.
Me impresionó su sensible radar, y me alegró tener la confirmación de mis sospechas.
—Muy bien. Gracias, Nicky. Sí, lo sabía.
—¿Es alguien que yo deba conocer?
—No, es estrictamente personal.
—Estás de broma —Nicky parecía asqueado—. Es demasiado joven para ti, Fix. Es demasiado joven para cualquiera.
—Llámame —dije.
Volví hacia la explanada y salí por una de las muchas entradas que conducen a la estación de autobuses. Había un tramo
de escaleras de cemento frente a mí, que llevaban a un paso subterráneo que cruza Euston Road. Bajé por ellas. Al llegar
abajo doblé la esquina y esperé.
La oí antes de verla, taconeando torpemente escalones abajo con sus altos e inestables zapatos. Dobló la esquina y
estuvo a punto de caer sobre mí. Sus ojos castaños, que parecían los de un panda debido a un maquillaje inexpertamente
aplicado, se abrieron de par en par por la sorpresa. Era Rosa. Ahora que la veía tan de cerca no había confusión posible.
—¿Querías decirme algo? —le pregunté.
No estoy muy seguro de lo que esperaba, pero no fue lo que obtuve. Rosa rebuscó dentro de su abrigo y sacó un cuchillo
de mesa para cortar carne: en aquel contexto era alarmante e incongruente.
Un momento después fue mucho peor, porque se abalanzó hacia mí e intentó hundírmelo en el pecho. Salté hacia atrás y
la hoja no atravesó más que aire. Rosa estuvo a punto de perder el equilibrio, pero lo recuperó y me envió otra estocada.
—¡Tú lo hiciste! —gritó con un fuerte acento que parecía checo o ruso—. ¡Otra vez! ¡Has vuelto a hacérselo! ¡Fuiste tú! ¡Él
me dijo que fuiste tú!
Al tercer intento intenté sujetarle la muñeca, pero se desembarazó de mi mano y estuvo a punto de acertarme con un tajo
del revés que llegó sin previo aviso. ¡Era tan delgada! Por un momento había rodeado su brazo con mi mano, y era casi
inexistente. Pero el odio que obviamente sentía hacia mí le había proporcionado una fuerza febril, y volvió a acercárseme con
un grito de ira.
Esta vez no intenté sujetarla. Me limité a arrebatarle el cuchillo de la mano con un golpe vertical. No pretendía herirla, pero
ella emitió un grito sofocado y se tambaleó hacia atrás, sujetándose la muñeca. De una patada envié el cuchillo al otro lado del
túnel y abrí los brazos, con las palmas hacia arriba y los dedos extendidos, para indicar que no pretendía hacerle ningún daño.
—No he hecho nada a nadie —dije—, aunque me gustaría saber qué es lo que se supone que hice. Y quién te dijo que yo
lo había hecho. Si me lo explicas quizás podamos saber qué ocurre.
Me lanzó una mirada llena de odio, sujetándose todavía la muñeca con la otra mano. Miró con nostalgia hacia el cuchillo y
después corrió escaleras arriba. La atrapé en un par de zancadas, rodeando su cintura con las manos. Me eché hacia un lado
mientras ella se retorcía y pataleaba, porque debía apartar las piernas de aquellos mortales tacones.
—Por favor, Rosa —dije—. Dime por qué estás tan enfadada. Dime de qué se me acusa.
De pronto se quedó quieta y se dejó caer en mis brazos. Dio media vuelta, con la cabeza colgando de lado sobre mi
hombro. Al mismo tiempo exhaló un tembloroso sollozo. Se desplomó contra mí, haciendo que soportase su peso al tiempo que
su cuerpo se oprimía contra el mío.
Desconcertado, aflojé la presión... y ella se dobló sobre sí misma en el momento justo, y su nuca se golpeó con tremenda
fuerza contra el caballete de mi nariz. Caí hacia atrás, contra el muro del túnel, y ella escapó. Para cuando pude ver a través
de mis lagrimeantes ojos no quedaba ni rastro de ella.
Con la cabeza latiendo de dolor y el orgullo bastante más jodido que aquélla, volví a subir al nivel de la calle y eché un
vistazo en ambas direcciones. Nada. Aún sobre unos tacones de quince centímetros, la chiquilla tenía una buena aceleración.
El dolor de cabeza empeoraba, haciendo que mi estómago se agitase con náuseas. Me senté en un muro bajo para
recuperar fuerzas y reflexionar sobre lo sucedido. Al parecer, uno de los gajes de mi oficio era que las mujeres me pegasen. Al
menos Cheryl me había tratado bien.
Algo salió a la superficie entre el lacerante dolor, girando suavemente por encima de él, tan jovial como sólo un hecho
abstracto puede serlo en un mundo de intenso dolor físico. "No hacía más que hablar de rosas", me había dicho Farhat cuando
le pregunté sobre el fantasma: "hablaba y hablaba sobre rosas". Y Cheryl me había dicho lo mismo en la primera entrevista.
Pero se equivocaban: estaba dispuesto a apostar que de lo que hablaba el fantasma era de "Rosa".
Repasé mis opciones: Había unas cuantas cosas que quería investigar ahora en el archivo, cosas que se me habían
ocurrido acerca de bolsas de plástico y tejados planos. Y de pronto sentía una urgente necesidad de hablar con Rosa, la
siguiente vez que la pillase sin una herramienta de cocina en la mano. Pero la prioridad más inmediata eran las notas de
Nicky... y si me las llevaba al Bonnington me arriesgaba a una confrontación con Alice.
De modo que en lugar de hacer eso me las llevé al metro. No era tan bueno como Bunhill Fields, pero estaba mucho más
cerca y hasta cierto punto sirvió para lo mismo. Los vehículos que se mueven a gran velocidad actúan como una especie de
bloqueo o silenciador de mis antenas psíquicas, de modo que, a pesar del ruido de motores, la vibración y las oscilaciones, el
inexistente aire acondicionado, el olor a comida rancia y la proximidad de los sobacos ajenos, el lugar tiene para mí una
especie de tranquila bruma contemplativa que lo sobrevuela como el ala protectora de un ángel. A menudo viajo en la Circle
Line cuando tengo que reflexionar durante un buen rato.
Incómodamente embutido en un asiento que tenía uno de los apoyabrazos arrancado de cuajo, e invadiendo por
consiguiente el espacio personal de un fornido tipo con una camiseta de los Scissor Sisters que olía fuertemente a acetona,
saqué el informe de mi bolsillo y lo hojeé. Había mucho más de lo que había pensado al principio, unas diez páginas de papel
calco engañosamente delgado, impresas a ordenador y cubiertas de una letra densa y sin formato con alguno de los
habituales símbolos de tanto por ciento que ocupaban el lugar de alguna letra exótica. Quién sabe de dónde había sacado
Nicky aquello.
Eran entradas de bases de datos de muertes sospechosas, y su contenido era algo impenetrable debido al hecho de que
todos los campos estaban seguidos, sin encabezamientos y sin espacios siquiera entre ellos. La primera entrada empezaba:

MARYPAULINEGLEESON28CASTAÑOAZUL54TRAUMAPORIMPACTODEINSTRUMENTO
ROMO12SINDETERMINAR7CRÁNEOCLAVÍCULAHÚMEROIZQUIERDOACERAFRENTE
TABERNAOLDBARRELHEADSÍDECLARACIÓNTESTIGO2253SÍ12MINMÚLTIPLEVER
ADJUNTO1°2°3°4°5°6°7°VERADJUNTO8°9°10°VERADJUNTO11°12°EROSIONADO
LIMPIAREROSIONADO

Seguía así durante un buen rato, con el mismo tono neutro y sombrío; después había un segundo nombre, KATHERINE
LYLE, seguido de otra cascada de palabras y números. Mientras lo ojeaba se me ocurrió que debería asegurarme de no tocar
nunca el documento original: probablemente, los negros sentimientos que encerraba me dejarían al momento para el arrastre.
En algunas cosas el documento era completamente impenetrable; en otras describía las múltiples y deprimentes
variaciones de una historia sombría y familiar. Consciente de mis limitaciones, Nicky había incluido en algunas de las páginas
finales materiales de otro tipo: descargas de resúmenes de agencias de noticias y otras fuentes, menos telegráficamente
lacónicas. Con la ayuda de esas chuletas pude orientarme con mucha mayor rapidez por la lista principal.
En esencia se trataba de descartar los casos imposibles y después los posibles pero que no parecían probables: Simples
accidentes con multitud de testigos; homicidios domésticos en los que la víctima vivía en la zona y hubiese tenido lazos más
fuertes con su propio hogar que con el Bonnington, que después de todo no era más que un almacén refrigerado lleno de
papeles medio podridos; ataques al corazón, derrames cerebrales y todas las banales tragedias de la existencia humana, que
normalmente permiten deslizarse en el más allá sin provocar mucho más que un chapoteo.
Lo reduje a una lista de tan sólo tres mujeres, pero comprendí que necesitaba algo más de información para asegurarme
de cuál de ellas era el fantasma del archivo. En ese momento, una inspiración equivalente en peso y velocidad a medio ladrillo
lanzado con buena puntería me alcanzó en plena nuca.
Tenía un contacto, alguien a quien podía implicar en esto. No le gustaría demasiado, pero lo que no nos mata nos hace
más fuertes.
Alcé la vista hasta el letrero luminoso de la pared del vagón: LA PRÓXIMA ESTACIÓN ES MOORGATE, decía. El tren casi
había acabado el circuito de la Circle Line. Después de Moorgate venían las paradas de Barbican y Farringdon, desde donde se
llegaba fácilmente al club de Damjohn. Dos paradas más y estaría de vuelta en Euston Square, en el archivo. Pero Alice me
buscaba allí, hecha una fiera según Rich; y no tenía nada útil que hacer en aquel lugar hasta que Nicky acabase de interrogar
al portátil y me lo devolviese.
Así que fui a Kissing the Pink en primer lugar. Mi idea era hacer las paces con Rosa y descubrir cuál era su relación con el
fantasma del archivo. Después de eso mi plan era bastante vago en detalles, pero esperaba que algo se me ocurriría.
Mientras me dirigía hacia allí cogí el móvil, que por una vez me había acordado de recargar, y llamé a un número de
Hampstead. Conseguí contestación a la primera. James Dodson no se alegró de tener noticias mías, y cuando escuchó que
quería visitarlo casi le arruino el día. Tuve que insistir. La cosa podría haberse puesto fea, si hubiésemos estado hablando cara
a cara. Pero ese honor todavía tendría que esperar.
No había rastro de Rosa en la planta baja del club, y me faltó valor para preguntar a las prostitutas del primer piso.
Pregunté a una de las camareras, sin embargo. Sí, Rosa había estado por allí horas antes, pero ya había acabado su turno.
Quizás volviese al día siguiente, solía ir los viernes. Pedí un gin-tonic de precio desorbitado y me lo bebí despacio en la planta
baja del club mientras miraba impertérrito un desfile de mujeres preciosas, desnudas, exageradamente vivaces, que de alguna
manera me parecían entonces mucho menos reales y tangibles que una sola mujer muerta.
Hubo una pequeña y discreta conmoción a mi derecha cuando una camarera exageradamente atenta guió a dos hombres
hasta una de las mesas. Eché una ojeada en la semipenumbra y sin sorprenderme en absoluto los identifiqué por su perfil: el
rechoncho Damjohn, con sus peludas cejas, y el alto Gabe McClennan, elegante como un patricio.
Estaban completamente ajenos a lo que les rodeaba, continuando una intensa conversación que ya mantenían al
sentarse. Intensa por parte de Gabe, en todo caso: hablaba casi tanto con las manos como con la boca, y su gesticulante
rostro expresaba ira y frustración. Damjohn respondía con una calma imperturbable, o quizás con una levísima irritación.
Yo ya había decidido que desistiría si aparecía Damjohn: no ganaba nada dejando que descubriese que buscaba a Rosa, y
quizás incluso causaría problemas a la muchacha. Pero en ese momento me pareció que la retirada era una opción
inaceptable; además, a veces la mejor forma de saber con qué clase de insecto estás tratando es golpear su nido con un palo.
El inconveniente es que a veces acabas con una picadura.
De modo que, sin pensármelo, al menos conscientemente, y sin tomar nada que pudiera considerarse como una decisión,
me encontré cruzando la sala, dejando mi bebida a medio consumir sobre su mesa y acercando una silla para sentarme entre
ambos.
—Buenas tardes, caballeros —dije—. ¿Les importa que me una a ustedes?
Gabe me miró como si acabara de morder una manzana y se encontrase con que yo estaba dentro de ella, retorciéndome.
Damjohn quedó impertérrito por espacio de un par de segundos, y después me dedicó una sonrisa imposible de distinguir de
una auténtica ni utilizando agua regia.
—Señor Castor —dijo—. Por supuesto que no. Siéntese, por favor.
Hizo un expansivo gesto y yo me dejé caer con un exagerado suspiro de satisfacción. McClennan parecía a punto de
asfixiarse.
—¿Cómo va el negocio, Gabe? —pregunté, dedicándole una sonrisa.
—¡Me has robado, cabrón! —su voz era un gruñido bajo y viperino—. Viniste a mi despacho con esa historia gilipollas y
después...
Damjohn lo cortó en seco elevando la mano, un truco tan sencillo y efectivo que casi me dieron ganas de aplaudir.
—Precisamente estábamos hablando de usted —aclaró suavemente, volviéndose hacia mí.
Incliné la cabeza con coquetería.
—Sólo cosas buenas, espero.
—Una mezcla de buenas y malas. Pero no espero que alguien de su profesión sea un ángel. Debo decirle que me ha
sorprendido su... resistencia. Su discreto físico y su constitución son engañosos, Señor Castor. Dan una falsa impresión de
vulnerabilidad.
—Soy una mala hierba —dije amigablemente—. Cuanto más veneno me echan, más vuelvo a brotar.
—Ah, ¿sí? ¡Muy bien, yo te envenenaré...!
—McClennan —dijo Damjohn—, si vuelve a hablar me sentiré muy ofendido. ¿De verdad quiere que eso ocurra?
Gabe dejó sin responder aquella pregunta, y Damjohn continuó como si ninguno de los dos lo hubiéramos interrumpido.
—Para ser francos —dijo, mirándome pensativamente—, creo que quizás tenga usted las aptitudes y temperamento
adecuados para encajar bien en una de mis pequeñas empresas.
—¿Está ofreciéndome trabajo? —hube de preguntar, porque no daba crédito a lo que oía. Lo último que hubiese esperado
era un soborno.
—Esas cosas nunca se ofrecen, a menos que ya hayan sido aceptadas, señor Castor. Estoy seguro de que lo comprende.
¿Acaso resulta que está usted buscando un trabajo fijo?
El rostro de Gabe estaba adquiriendo un color muy alarmante, resaltado por su blanquísimo cabello. Parecía como si el
esfuerzo de mantenerse callado fuese a costarle una de las arterias principales.
—Ya tiene usted un exorcista —apunté, señalando con un gesto hacia él.
—Mi mesa es larga y ancha. Todo es cuestión de qué buenas cosas puede usted aportar a ella.
—Y ahí es donde yo me atasco —dije—. Quiero decir que lo único que yo puedo hacer son las cosas más básicas. No puedo
invocar demonios, por ejemplo.
—No —la mirada de Damjohn se desvió un segundo hacia Gabe—. Pero para las actividades de esa naturaleza, peligrosas
y marginales, pueden servir los temerarios y los estúpidos. A usted le reservo otras tareas.
Negué con la cabeza, no para rechazar su oferta, sino con incredulidad. Esto era irreal. Damjohn estaba entre el escenario
y yo: desde donde yo estaba sentado se veía a una pelirroja tremendamente neumática que abría las piernas justo por detrás
de él, otorgándole un extraño halo, aunque apropiado, en cierto modo.
—¿Cuánto estaría pensando en pagar? —pregunté, por decir algo.
—¿Para empezar? Digamos dos mil libras al mes. Con una cantidad fija para cubrir gastos de traslados y cualquier posible
fricción en las zonas más delicadas de su conciencia. Y se da por supuesto, aunque lo diré de todos modos, que cualquiera de
mis chicas estará encantada de recibir su visita a cualquier hora. Más que encantada, ya que las visitará en calidad de mi
amigo personal y socio. Si tiene alguna necesidad poco común de tipo sexual, será bien atendida.
Damjohn me dedicó una mirada astuta, y tuve la sensación de que estaba siendo sopesado y evaluado por un hábil
pescador de hombres.
—Veo que todavía no he sido capaz de valorarlo en su justa medida, señor Castor —dijo—. Pero tengo otro incentivo que
ofrecerle.
Se detuvo y esperó respuesta. Yo me encogí de hombros para indicar que seguía dispuesto a escuchar. En el escenario, la
pelirroja se había marchado, y en su lugar una saxofonista lamía lenta y desganadamente su instrumento mientras sonaba
una música grabada, haciendo sin duda que los turistas del sexo se sintiesen unos verdaderos y sofisticados urbanitas.
—Debe de haberse preguntado, puesto que un hombre que hace lo que usted como medio de vida y que ha sido
bendecido con los dones que usted posee tendría que habérselo preguntado, qué clase de plan permite que los muertos
retornen tal como lo hacen, en las formas en las que lo hacen, y que puedan ser expulsados de nuevo por gentes como usted
y el señor McClennan, aquí presente. En otras palabras, usted debe de tener muchas preguntas pendientes sobre la
estructura y la lógica del mundo invisible: su geografía, a falta de una palabra mejor. Debe de haberse preguntado qué
significa todo esto.
Estoy seguro de que Damjohn me vio tenso. Hasta ese momento me había sentido bastante por encima en aquella
conversación, porque sabía que yo no deseaba nada de lo que él pudiese ofrecerme. El amor y yo, e incluso el sexo y yo,
éramos una ecuación muy compleja, y a veces uno puede llevar con cierta elegancia el tener los bolsillos vacíos, como si
fuesen una insignia a la integridad. Pero, ¿respuestas? Oh, sí. Habría ido al último rincón de este puto mundo para buscar
respuestas.
Damjohn sonrió, y esta vez era una sonrisa sincera, no como expresión de ningún cálido sentimiento hacia mí, sino por el
puro y simple placer de haber hallado mi punto débil.
—¿Y usted las conoce? —fue todo lo que supe decir—. ¿Cómo es eso? He oído que Jesús caminó entre las prostitutas, pero
de eso hace ya mucho tiempo. ¡No irá a decirme que lo conoció!
La sonrisa se heló ligeramente, pero el tono de Damjohn siguió siendo ligero y relajado.
—No, no he tenido ese placer. Pero he hablado con su homólogo, por así decirlo. Poseo el conocimiento que se otorga a
cambio de un precio que muchos considerarían demasiado alto. Por supuesto —volvió a mirar un momento a Gabe, esta vez
con abierto desprecio—, la mayoría de las veces he sido capaz de persuadir a otros para que paguen ese precio en mi nombre.
Se echó hacia delante, clavando sus ojos en mí.
—Sé de dónde vienen, y sé adónde los envían ustedes. Supongo que esa información picará su curiosidad. ¿Me equivoco?
Su expresión poseía la ardiente benevolencia de un hombre que acaba de invitarte a ver unos cachorrillos en lo más
profundo del bosque. Lo miré a mi vez, inmerso en tal remolino de sentimientos que era incapaz de hablar. En esos momentos
volvía a ser un niño de seis años, con los restos del pastel de cumpleaños todavía metidos en un molde de plástico al fondo de
la nevera, gritándole a mi hermanita que saliese de mi cama porque estaba muerta ya, y me estaba asustando. La vi
disolverse en la nada, lo último su triste carita, como el puto gato de Cheshire de Alicia en el País de las Maravillas.
—Pero comprenderá usted que no ha habido ninguna oferta —dijo Damjohn, echándose de nuevo hacia atrás—. No hay
nada en firme. Porque la respuesta es lo primero.
Me miró, expectante, disfrutando de verdad. McClennan también me miraba, con un odio tan puro e incandescente que me
recordó a una de esas ranas de Sudamérica que exudan veneno. No era porque había revuelto en su archivador: era porque
Damjohn intentaba seducirme en lugar de limitarse a enviarme a algunos de sus matones para hacer que mis extremidades se
doblasen al revés.
Y en cierto modo eso lo hizo más sencillo. También Katie, de un modo distinto, pero eso es más de lo que puedo explicar.
Me puse en pie.
—¿No ha habido ninguna oferta? —repetí.
Damjohn negó con la cabeza, tranquilizador e imperturbable.
—Entonces no le estoy diciendo que se la meta en el culo y que después la empuje bien arriba con un mazo de polo. Me
quedo con los demonios que ya conozco. Hasta la próxima, ¿eh?
Dejé mi bebida sin acabar sobre la mesa. Hacer gárgaras con ella para después escupirla al rostro de Damjohn
seguramente se hubiese considerado una grosería.
Cuando atravesaba el vestíbulo hacia la puerta de la calle sonó el teléfono en aquel cuartito, y el matón de turno atendió
la llamada. Al mismo tiempo, a mis espaldas sonó un jazz bastante mediocre, haciendo que en algún lugar de mi memoria una
sinapsis hiciese conexión.
Comprobarlo no me llevó más que un segundo. Salí al exterior y me quedé a un lado de la puerta. Fui pasando en mi móvil
la última media docena de llamadas hasta encontrar el número que buscaba: 020 7405 818. Al marcar sonó la señal de
ocupado. Esperé unos treinta segundos y volví a intentarlo.
Oí sonar el teléfono dentro del club, y en mi móvil resonó la rasposa voz del matón.
—¿Diga?
—Lo siento, me he equivocado —dije.
ECDE 7405 818. Alguien del Archivo Bonnington tenía el número de un burdel en su agenda de mesa. Quizás no tuviese
nada de siniestro en sí mismo, pero, dado el conmovedor interés de Damjohn por mi persona, era un eslabón más de la
cadena.
Cuando iba en dirección oeste, hacia el Bonnington, hice otra conexión. Había estado pensando en la página que faltaba
del libro de incidencias, y de repente se me ocurrió una forma en que podía servirme del libro, a pesar de su mutilación.
De modo que, a pesar de haber estado a punto de ser tallado con un cuchillo para carne y de haber fracasado en hallar el
más mínimo rastro de Rosa, cuando llegué al archivo estaba de bastante buen humor. Había resistido a la tentación,
desconcertado a mis enemigos y empezado a encajar las piezas de este triste rompecabezas en un orden nuevo.
Resumiendo, sentía la arrogante satisfacción de un trabajo bien empezado, y por tanto ya casi a medio terminar.
Sólo hasta que Alice me dijo que estaba despedido.
XV

an sólo necesito un día más —dije, asombrado de notar en mi voz un tono que se parecía mucho a la súplica—. Lo juro por
-T Dios. Un día más será suficiente. Peele dijo que tenía hasta el final de la semana.
El rostro de piedra de Alice no suavizó ni un músculo. Llevaba mi gabardina en la mano, y la arrojó hacia mí.
—¿Es suyo esto? —preguntó en un tono muy sobreactuado, como para que quedase constancia.
—Sí, es mío. Escuche, Alice, lo digo en serio. Lo único que tengo que hacer ahora es acabar de rematar unos cuantos
flecos. Ya está. De verdad.
—Frank dejó su gabardina en uno de los percheros —dijo Alice, sin hacerme el más mínimo caso—. Después tuvo que irse
del mostrador, así que decidió meterlo en un armario, donde estaría más seguro. Al doblarlo cayó esto del bolsillo.
Blandió sus llaves ante mis narices.
Mierda. Tenía el confuso recuerdo de haber pasado las malditas llaves al bolsillo de mi pantalón. Pero eso probablemente
no serviría como atenuante.
—Se las dejó usted la otra noche en la iglesia —dije—. Iba a devolvérselas, pero se me pasó.
Ahora que lo pienso, eso no sonaba mucho mejor.
—¿Ah, sí? —preguntó con mordaz sarcasmo—. Castor, la primera conversación que tuvimos fue sobre el valor de la
colección y la seriedad con la que nos tomamos nuestra seguridad.
Desde entonces ha estado usted entrando y saliendo durante casi toda la semana, teniendo que pasar mediante lectores
de tarjetas, teniendo que esperar mientras abrían las puertas para usted y las cerraban después de que pasase. Me parece
difícil de creer que ninguna de esas cosas le haya hecho impresión alguna. Que todo eso... se le haya pasado.
—¿Toda esta agresividad es un intento de ocultar su vergüenza por haberlas perdido? —pregunté.
Si había creído que la franqueza desarmaría a Alice, me equivocaba. Dio rienda suelta a un torrente de blasfemias que me
sorprendió, no tanto por su vehemencia como por su amplitud. Su rostro se volvió primero color rosa oscuro, después rojo.
Aunque no era totalmente coherente, unas cuantas ideas claves destacaban en la rugiente marea de sus invectivas. Una: yo
era un ladrón; dos: había puesto en peligro la seguridad del archivo; tres: Peele se había mostrado de acuerdo en que no
debería volvérseme a permitir la entrada en el edificio.
—¡Está usted despedido! —me gritó—. ¡Está despedido, Castor! ¡Ya! ¡Y esperamos que nos devuelva el depósito mañana,
o de otro modo lo recuperaremos vía tribunales! Sácalo de mi vista, Frank.
Frank me señaló la puerta, una acción que estaba muy alejada de echarme sujeto de una oreja, y que probablemente dejó
a Alice con cierta sensación de coitus interruptus. Pero de todos modos no había forma de evitarlo.
Hice un último intento.
—Creo que su fantasma es la víctima de un asesinato —le dije, poniendo las cartas sobre la mesa—. También creo que hay
un ladrón entre el personal. Alguien que ha estado hurtando material de la colección sistemáticamente, durante meses o tal
vez años. Si me permitiese...
Alice me dio la espalda y se alejó de allí. Frank me tocó el hombro muy suavemente, pero su expresión era dura.
—No queremos problemas, ¿verdad, señor Castor? —dijo.
—No —contesté, abatido y resignado—. Pero esto es una mierda, Frank. De todos modos, parece que siempre nos toca a
nosotros.

—Tienes a todo el mundo bien cabreado contigo, Felix —dijo alegremente Cheryl mientras se dejaba caer sobre el asiento
que estaba frente al mío, en el Costella Cafe. Apartó un mechón de la frente, sofocando a duras penas una amplia sonrisa.
—Lo siento, ya sé que no es divertido. Es que no puedo evitar reírme cuando a Alice se le va el tarro así. Es como ver a
Nelson bajar de su columna para liarse a puñetazos con un taxista.
—Mientras ella me machacaba tú lo contemplabas todo desde la platea —acusé.
—Sí, eso hice, y habría podido vender entradas sin problemas. Ha estado buscándote todo el día. Cuando me preguntó si
te había visto, mentí y le dije que creía que ya te habías marchado; después resultó que sí lo habías hecho. Si hubiese tenido
tu número de móvil te habría avisado. Pero tenías otros trabajillos pendientes, ¿eh?
Hacia el final de su discurso ya se las había arreglado para que su voz sonase preocupada en lugar de al borde de la risa.
En vez de contestar tomé su mano.
—Cheryl —dije, mirándola solemnemente a los ojos—; hay algo muy importante que quiero pedirte.
Eso hizo que sus labios se curvasen en un gesto de alarma.
—Eh, fue un buen polvo, Felix, y me gustas y todo eso. Pero no quiero que te equivoques...
—Quiero que robes algo por mí. El rostro de Cheryl se iluminó.
—¡Una misión secreta! ¡Eres mi estrella! ¿Qué necesitas?
—El libro de incidencias. Peele lo guarda en el cajón de su escritorio.
La luz volvió a extinguirse.
—¡No seas estúpido! ¿Cómo voy a pasarlo por delante de Frank? Si me pillan me darán una patada en el culo, y
seguramente también me denunciarán. Creí que hablabas de información secreta o algo así.
Asentí.
—Claro que hablo de información, pero necesito pruebas físicas, como suele decirse. Y no tienes que pasarlo por delante
de Frank.
—Sólo hay una forma de salir del...
—Lo envuelves en una bolsa de plástico y lo tiras por la ventana del cuarto donde tuvimos nuestro breve encuentro de
esta mañana, tal como hace alguien más. Esta noche subiré y lo recogeré.
Cheryl pestañeó.
—¿Alguien está robando en el archivo?
—Sí. Eso era lo que había en la bolsa. Un buen puñado de cartas, papeles y al menos un libro encuadernado. Algunas de
esas cosas pertenecen a la colección rusa, pero hay un buen montón que parecen más antiguas. Mucho más antiguas. Me miró
con expresión severa.
—¿Por qué no has llamado a la policía? —quiso saber.
—Porque aún tengo un trabajo que hacer, y hay mucho más en juego que unos cuantos papeles viejos. Quiero descubrir
cómo murió Sylvie, y qué relación tiene con el archivo. Llamar a un montón de maderos que precintarán todo el edificio no hará
más que ponerlo más difícil. Además, si Alice se sale con la suya también me arrestarán a mí. No, iré a comisaría cuando esté
listo para ello.
—Y mientras tanto piensas escamotear algo de material por tu cuenta.
—La imitación es la forma más sincera de adulación. Mira, Cheryl, estoy a punto de averiguar algo. Algo mucho más
importante que unos papeles robados; tanto que lo que le ocurrió a Sylvie no son más que daños colaterales. Pero necesito
ese libro. Estaba a punto de pedirle a Peele que me lo prestase cuando Alice me machacó.
Cheryl parecía confusa.
—Entonces, ¿ahora lanzas por Sylvie?
—Lanzo, bateo y paro. Intento igualar el marcador.
—Pero se supone que tienes que hacerla desaparecer. Para eso te han traído aquí, ¿no?
No me hizo ninguna gracia tener que decirlo: sabía bien lo ridículo que sonaba.
—Me salvó la vida la otra noche, así que es como si le debiera una.
—Uno no puede pagar esas deudas a alguien que está muerto —observó Cheryl, abriendo mucho los ojos para después
casi cerrarlos, de una manera que implicaba un mundo de significados—. Joder, llevas una vida bien extraña, Felix.
—Fix. Todos los que son capaces de soportarme me llaman Fix. Miró su reloj.
—Frank aún andará por allí —meditó—. Podría decir que tengo que volver a por mi monedero.
Aguardé, contemplando un gran espectáculo de psicomaquia en su rostro: el deber contra las ganas de hacer una
travesura. Era un espectáculo fascinante, y lo hubiese disfrutado por sí mismo si no me estuviera jugando tantas cosas.
—Vale, de acuerdo —dijo por fin—. Probaré a ver.
Veinte minutos después estaba en el callejón junto al Bonnington, más o menos invisible en la penumbra de primera hora
de la noche, cuando vi la bolsa salir disparada de la ventana del tercer piso, describiendo una amplia curva. Se oyó un ruido
apagado al caer sobre el tejado plano. Volví a encaramarme al contenedor de basura y me icé con ayuda de los brazos.
Aquello se estaba convirtiendo en una costumbre. Recuperé la bolsa y volví a bajar tan rápidamente como pude. No podían
verme desde el Bonnington, pero había edificios por todos lados, y tras sus polvorientas ventanas podía haber quién sabe
cuántos ávidos mirones.
Cheryl se encontró conmigo en la esquina de la calle, y seguimos caminando juntos.
—Ahora soy cómplice —observó.
—Cierto, lo eres.
—Podría perder mi trabajo, si alguien se entera.
—Tú lo has dicho.
—Así que tengo que saber qué ocurre. Es lo justo.
—Es lo justo.
Se hizo el silencio entre los dos, expectante por su parte, meditabundo por la mía.
—¿Entonces vas a...?
—Ven a conocer a mi casera —le dije—. Te caerá bien.

***

Pen no cocina mucho, pero cuando lo hace ocurren tres cosas. La primera es que la cocina se convierte en una especie de
visión doméstica del Infierno, completada con volutas de humo y olores acres, en la cual las cacerolas tienen la base
completamente quemada, los vasos están agrietados por accidentales inmersiones en agua hirviendo, y unas arpías de voz
rasposa (o Edgar y Arthur, como prefieran) se burlan de todo su esfuerzo desde la cima de distintos armarios, mientras Pen
las maldice con amargas imprecaciones. La segunda es que la comida que emerge de esta fragua de Vulcano tiene todo el
aspecto de una foto de la revista del hogar Good Housekeeping y el sabor de algo cocinado en un momento por Albert Roux
para impresionar a sus vecinos. La tercera es que la propia Pen queda purificada por medio de esta ordalía, refinada por el
fuego, e irradia una calma zen durante horas e incluso días después.
El empeño de esa noche, en honor a Cheryl, fue una cassoulet de cordero. Tremendamente impresionada, Cheryl llegó a
repetir una y hasta dos veces.
—¡Esto está increíble! —decía, entusiasmada—. ¡Tienes que darme la receta, Pam!
—Llámame Pen, cariño —decía Pen, amablemente—. Me temo que no hay receta. Yo cocino holísticamente, y medio
borracha, así que nada me sale igual dos veces.
Volvió a llenar el vaso de Cheryl. Era algo australiano, con un águila en la etiqueta. Los australianos parecen preferir las
rapaces a los marsupiales en sus botellas de vino; si fuese cosa mía, apoyaría campañas publicitarias basadas en lo que
tienen de original. Le acerqué mi vaso para que lo rellenase también. En las fiestas, a veces me dejo convencer para recitar el
número completo de los Monty Python sobre los vinos de mesa australianos: "Mucha gente en este país..." Lo más difícil es
encontrar a alguien que intente convencerme.
—¿Así que vives con Felix? —preguntó Cheryl, enarcando las cejas.
—No en el sentido bíblico —dijo Pen, negando con la cabeza—. Aunque tiene un aire un poco al estilo del Viejo Testamento,
¿verdad?
—¿Quieres decir al estilo de lo de Sodoma y Gomorra?
—No sé si os dais cuenta de que sigo aquí —interrumpí.
—No —dijo Pen, sin hacerme ni caso—. Pensaba en Noé.
Muy pagado de sí mismo, con grandes e insensatos proyectos a los que siempre arrastra a todos los demás. Siempre
corriendo tras cualquier cosa que lleve faldas...
—No había oído eso sobre Noé.
—Huy, sí, era un puñetero salido. Todos lo son. Nunca le des la espalda a un patriarca.
Como desmerecedor postre nos trajo una tarta de chocolate de supermercado. También sacó el coñac, pero le arranqué la
botella de las manos y volví a meterla en el mueble zapatero donde la guarda.
—Vamos a necesitar la mente clara para lo que viene ahora —advertí.
—¿Qué viene ahora?
—Tenemos cosas que hacer.
—"Grandes e insensatos proyectos" —citó Cheryl.
—Te lo advertí —dijo Pen, moviendo la cabeza de un lado a otro. Privada de su brandy, se sirvió otro vaso de vino.
Aparté los platos sucios a una esquina de la enorme mesa de granja y extendí los planos que había copiado en el
ayuntamiento. Después fui a por el libro de incidencias, que había caído de plano cuando Cheryl lo lanzó por la ventana y
gracias a ello había sobrevivido a la experiencia sin daños visibles. Lo abrí por el trece de septiembre, fácil de encontrar de
nuevo gracias a la página que faltaba.
—¿Qué vamos a hacer? —quiso saber Cheryl.
—Bueno, puesto que Jeffrey se ha tomado el trabajo de especificar hora, lugar y fecha de cada una de las apariciones del
fantasma, vamos a localizarlas en el plano del edificio.
La expresión de Cheryl decía que aquella respuesta no le aclaraba nada.
—Porque necesito saber qué es exactamente lo que la liga aquí —expliqué—. Creí que era el material ruso, pero no lo es.
De modo que es otra cosa.
—¿Tiene que ser tan concreto?
—No, pero normalmente lo es. La mayoría de los fantasmas tienen una atadura física. Puede ser un lugar, o un objeto, y
muy de vez en cuando puede incluso ser una persona. Pero casi siempre es una cosa. Algo muy concreto que es a lo que se
aterran.
Ninguna de las dos pareció convencida.
—El archivo es un lugar, ¿no? —quiso saber Pen—. ¿No puede ser que ella esté ligada al edificio en sí?
—Hablo de algo más concreto, Pen. Dentro del edificio, o quizás cerca de él, tiene que haber una zona que es
específicamente suya. Una zona a la que ella se siente ligada, y que ronda la mayor parte del tiempo. O un objeto concreto
que poseía en vida, quizás, y por el que todavía se siente muy atraída.
—¿Cómo va eso a ayudarte? —preguntó Cheryl.
—Porque en cuanto sepa lo que es puedo hacerme una idea más clara de quién era y cómo murió.
Cheryl asintió. Había comprendido. Ahora ya podía contarle las malas noticias.
—Y tú tendrás que marcar los lugares, porque eres la experta del lugar.
Le entregué un rotulador; tuve que hacer dos intentos, porque no quería cogerlo. Miraba los planos con una expresión de
profundo rechazo.
—Soy muy mala para esto —se quejó—. Es casi matemáticas. Yo soy de letras, ¿entiendes?
—Lo resolveremos juntos —prometí—. Pen, tú lee el libro en voz alta. No todas las entradas, sino sólo las que mencionan
al fantasma.
—¿Tengo que poner distintas voces? —preguntó Pen, esperanzada.
—Sólo hay una única voz. Piensa en el Agrimoho de Titus Groan y lo harás como es debido. Eso pareció gustarle.
—Puedo hacerlo —dijo, satisfecha.
—Entonces, adelante.
Intentamos empezar, pero Cheryl tenía razón: no era nada fácil. El edificio había cambiado tanto a lo largo de los años que
los planos, incluso los más recientes, parecían muy diferentes del barroco y tridimensional laberinto en que se había convertido
el archivo. Pero, por otro lado, las notas de Peele eran muy meticulosas, y siempre añadía capítulo y versículo. A mi pesar
empecé a sentir respeto por aquel hombre: después de dos docenas de avistamientos del fantasma, muchos hubiesen
empezado a utilizar comillas para abreviar, pero Jeffrey no. Todas y cada una de las veces registraba el quién, el cómo y el
cuándo con la misma y abundante cantidad de detalles innecesarios.
Y, uno a uno, los fuimos localizando en los planos.
Mientras trabajábamos pensaba en la página que faltaba, un espacio en blanco rodeado de información; era una
información que hasta el momento ni siquiera había intentado utilizar. Pero había un patrón escondido en el aleatorio flujo de
cosas que empezaban a golpearse hacia el final de la tarde. Tenía que haberlo. Y el libro de incidencias seguía siendo la clave.
Cada avistamiento era una cruz, y, lentamente, los planos empezaron a parecer llenos de cagaditas de mosca, a medida
que Cheryl los iba marcando. Sótano. Planta baja. Primer piso. Sótano. Planta baja. Segundo. Tercero. Casi nunca se mostraba
en el tercer piso, tan sólo dos veces en unas ochenta apariciones, y nunca en el cuarto. Las visitas al segundo piso también
eran raras, y tenían lugar siempre en la cámara acorazada K o en el pasillo que había junto a ella. En el primer piso había
aparecido en media docena de salas y en el pasillo, y en la planta baja y en el sótano había sido incluso más ubicua.
Nos sentamos de nuevo, contemplando el fruto de nuestro trabajo. El silencio que siguió era el de las revelaciones que no
llegan: grande y compacto.
—Está por todas partes —dijo Cheryl.
—Sí, es cierto —convine, en tono algo apagado.
—No lo es —la voz de Pen era algo arrastrada, pero tenía la solidez de la certeza.
Ambos la miramos. Ella se encogió de hombros.
—Está en una cuerda cautiva.
—Explícate —dije.
Pen se inclinó sobre los planos.
—Bien —dijo—. Supongamos que esta cruz de aquí estuviera un poco más allá; quiero decir, supongamos que ella
estuviese en la esquina de esa sala, no en medio. Y en cuanto a ésta, ella podría haber estado fácilmente unos diez metros
más allá, pasillo adelante.
Al tiempo que hablaba borró dos de las cruces y dibujó otras dos. Una tercera la movió tan sólo unos milímetros, para
colocarla más cerca de un grupito que ya había allí. Me miró, expectante.
—Líneas rectas; va trazando líneas rectas. Pen emitió unos chasquidos de desaprobación.
—No son rectas, Fix: ¡Son curvas!
Empecé a sentir un hormigueo en la nuca al tiempo que se me erizaba el pelo, no por una aparición fantasmal, sino por la
creciente e ineludible sensación de que algo opaco se volvía obvio.
—¡Que me jodan! —murmuré.
Cheryl nos miraba alternativamente a los dos.
—¿Va a contarme alguien lo que pasa?
Mis ojos pasaron rápidamente hacia delante y hacia atrás, del sótano a la planta baja, al primer piso, al segundo, al
tercero.
—Está bien, soy imbécil —dije—. No tengo una buena imaginación visual. Es como... la Vía Láctea.
—¿Que es como qué? —quiso saber Cheryl. Pero Pen asentía con entusiasmo.
—La Vía Láctea. En el cielo la vemos como una línea porque la miramos desde el ángulo erróneo. Pero no es una línea: es
un disco. Y éstas tampoco son líneas. Si vuelves a incluir la dimensión vertical, ahí está. Es...
—Una cuerda cautiva —concluyó Pen.
—Me voy a cabrear —advirtió Cheryl.
Puse los planos uno encima del otro y los sostuve verticalmente para mostrárselo. Entornó los ojos para mirarlo, incrédula.
Ahora que había visto lo que Pen quería decir, no podía creer que Cheryl no lo viese aún.
—Mira: en cada piso aparece en un montón de lugares distintos, pero todos dibujan más o menos un círculo. Un círculo
enorme en el sótano, después uno algo más pequeño a nivel del suelo. Más pequeño aún en el primer piso, pero todavía con
el mismo centro, más o menos. En el segundo piso no hay más que muchos puntitos esparcidos, todos muy cerca los unos de
los otros. Pero suponiendo que el mapa tuviese tres dimensiones, ¿qué obtendrías?
—Una jaqueca —dijo Cheryl, amargamente.
—Obtendrías una semiesfera hueca.
—Cuanto más sube dentro del edificio menos espacio tiene para moverse en horizontal —dije, señalando el plano—. ¿Lo
entiendes? Piensa en un perro sujeto por una correa. Si su dueño le arrea con un palo, ¿qué hará?
—Escapar —dijo Cheryl—. Me estáis tratando como si fuese estúpida.
—No es cierto. Trata de imaginártelo. El perro escapará tan lejos como se lo permita la correa. Y después seguirá
corriendo, pero sólo podrá hacerlo en círculo, ¿no es cierto? Un círculo en el que el dueño y el palo están justo en medio.
—Vale.
—Pero supón que fuese un perro espacial, con una mochila de propulsión a chorro. Seguiría llegando sólo hasta donde
alcanzase la correa, pero ya no sería en círculo, porque el perro podría moverse arriba, abajo y todo alrededor...
—Así que sería una esfera.
—¡Exacto!
Cheryl volvió a mirar los planos superpuestos. Las cruces negras se transparentaban claramente por debajo: círculos
concéntricos, que se estrechaban a medida que subían edificio arriba.
—Hay un lugar fijo, una atadura de alguna clase; pero ella no merodea a su alrededor: se aparta de ella todo lo que
puede. Huye atada a una correa.
—Y el hombre del palo...
—Está en el centro, en el lugar al que ella no quiere ir. El lugar donde nunca ha sido vista.
Cheryl tomó los planos de mis manos y volvió a ponerlos sobre la mesa.
—Tiene que ser en la planta baja —murmuró.
Después nos miró a Pen y a mí para comprobar la lógica de su razonamiento.
—La planta baja o el sótano. Es decir, supongo que traza el círculo más amplio cuando está a la misma altura que... esa
cosa. Ese lugar. Lo que sea.
Pen asintió enérgicamente.
—Entonces, ¿dónde está? —pregunté—. ¿Qué hay en el centro de la esfera?
Cheryl siguió con el dedo la línea del corredor principal, musitando para sí misma.
—Éste es el mostrador principal. Éstas son las cámaras acorazadas de la planta baja: A, B, C. El baño de señoras...
Fue bajando la voz hasta quedar en silencio, pero sus dedos seguían moviéndose por el plano. Por fin alzó la vista hacia
mí, con el desconcierto pintado en el rostro.
—No funciona —dijo—. Estáis equivocados.
—¿Por qué? —quise saber.
—Bueno, es que esta habitación de aquí... Está en pleno centro, ¿no? Esta pequeñez en medio del círculo, en el sótano.
Eso es lo que ella está evitando. Se llamaba SEGUNDA SALA DE CONFERENCIAS, según esto.
—Sí, ¿y? —la urgí, con cierta sensación de incomodidad—. ¿Cómo se llama ahora?
—No se llama de ninguna manera, Felix —el tono de Cheryl era neutro—. Porque ya no está ahí.
XVI

S iete metros treinta centímetros son más o menos ocho pasos, así que cuéntalos. Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Seis. Siete.
Ocho. Bien. Ahora gira noventa grados y vuelve a contar, esta vez hasta diez. Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Seis. Siete.
Entonces tropecé con la pared, y emití un suave silbido en la oscuridad.
Cheryl tenía razón.
A pesar de mis recientes temores había sido bastante fácil entrar en el Bonnington con mis ganzúas. Su seguridad interna
era tremenda, pero la puerta principal se abrió sobre sí misma, entregándoseme sin un quejido después de tan sólo una pizca
de estimulación manual: todas las alarmas estaban en las puertas de las cámaras acorazadas, gracias a Dios, y yo no
pensaba visitar ninguna de ellas. La puerta reforzada que había en la parte trasera de la sala de lectura, que conducía a la
parte del edificio de acceso exclusivo para el personal, fue algo más difícil de abrir, y me llevó diez frenéticos y sudorosos
minutos. Como vía de escape tenía la tarjeta de identificación de Cheryl en el bolsillo de atrás, pero esperaba no tener que
utilizarla, porque probablemente los lectores de tarjetas de las puertas tendrían algún tipo de memoria interna.
Había ido solo. Pen iba a ser mi coartada, en caso de que las cosas se pusieran feas, y Cheryl no tenía por qué estar en
las cercanías mientras me colaba en su lugar de trabajo. Pero hubiese sido muy útil tenerla allí, de todos modos. Ya había sido
bastante difícil orientarse con los planos en una cocina bien iluminada; de pie en un oscuro corredor, a la poca luz de luna que
se colaba dentro, era un coñazo, la verdad.
Pero, después de todo, lo único que estaba haciendo era medir distancias a pasos. Una vez solucionados los problemas
logísticos no era muy complicado. Quince minutos de tropezones y temerosos pasos en la oscuridad me condujeron a la única
conclusión lógica.
Efectivamente, faltaba una habitación. El pasillo se torcía de tal modo a su alrededor que, una vez en el secreto, era obvio
que allí había habido algo una vez y que había sido extirpado.
Volví a intentarlo en el sótano y encontré la misma situación: otra laguna, más o menos exactamente bajo la primera,
ahora con el misterio añadido de una escalera que había sido movida casi seis metros pasillo adelante. ¿Por qué se tomaría
alguien tantas molestias para quitar una modesta porción de un enorme edificio público?
Cuando se me ocurrió la respuesta subí a la planta baja y salí de allí, tan cautelosamente como había entrado. De nuevo
en la calle volví a contar mis pasos, pero ahora ya sabía a dónde iría a parar.
Que era a la otra puerta: a la que había pasado de largo el primer día, porque estaba llena de basura que llevaba allí
quién sabe cuánto tiempo, y cubierta por una tabla de aglomerado rudamente cortada. Porque era obvio que no se utilizaba y
no llevaba a ninguna parte. Era un apéndice, un olvidado e inútil subproducto de la evolución inorgánica del edificio. Y eso era
lo que estaba mirando ahora... con otros ojos.
Fue muy fácil apartar la basura: sospechosamente fácil, si uno estaba ya con la mosca detrás de la oreja. Básicamente no
eran más que un par de cajas vacías y una manta vieja, el minimalista atrezzo de la escenificación de "uno de los lugares en
los que duermen por la noche los vagabundos".
La tabla de aglomerado clavada en la puerta tenía un recorte en forma de rectángulo a la altura de las cerraduras: otra
señal de que ese lugar no estaba tan abandonado como parecía. Las dos cerraduras eran una Falcon y una Schlage, lo que
hacía que la puerta principal del archivo pareciese, a su lado, una cortina de abalorios. Me peleé con la Schlage durante media
hora, y estaba a un paso de rendirme cuando por fin escuché el chasquido que significaba que los cilindros estaban alineados.
Empujé la puerta y se abrió. Más allá había una especie de vestíbulo de poco más de medio metro cuadrado, con lo que
parecía una manta doblada en lugar de felpudo, y después de eso había otra puerta, también cerrada con llave. Su madera
parecía bastante más endeble que sus partes metálicas, y mi paciencia se había agotado hacía ya un rato, así que le pegué
una patada y la abrí.
Entré en una habitación completamente a oscuras que olía a algo muy acre y orgánico: un olor a sudor, orina y quién sabe
qué más. Busqué a tientas un interruptor en la pared más cercana, lo encontré y lo pulsé: una desnuda bombilla de cien vatios
inundó de luz, fría y aséptica, una estancia que el señor Bleaney hubiese rechazado de plano. Tres de las paredes estaban
pintadas con un triste tono verde hospital, mientras la cuarta había sido cubierta con un panelado de madera opresivamente
oscura, aliviado por unas cuantas tablillas verticales de un color más claro. El suelo estaba cubierto con un trozo de linóleo de
estampado cachemir, aprovechado de otro cuarto y que no llegaba a cubrir los bordes de la estancia. El cristal de la ventana
estaba intacto, pero lo único que podía verse al otro lado era la cara interior de otra tabla de aglomerado.
La habitación en sí estaba lo bastante desnuda para poder considerarse vacía: el único mobiliario era un manchado sofá
color naranja fluorescente, de un estilo que recordaba la desvergüenza de los setenta. Al pie de una de las paredes había
más o menos una docena de botellas en hilera, de uno y dos litros, algunas llenas de agua, otras vacías. Eso era todo.
Dejé que la puerta interior se cerrase a mis espaldas y avancé unos pasos. La conmoción del reconocimiento me había
sacudido ya, seguida por la reflexión de que, en realidad, aquello no era ninguna sorpresa. Aquella era la habitación que había
visto cuando jugaba a las veinte preguntas con el fantasma, la habitación que ella me mostró en el pase de diapositivas de
sus recuerdos. Ella la había recordado, y me lo había comunicado a mí, fiel a cada detalle, excepto en que quizás ahora había
un par más de botellas vacías y faltaba otro par.
Busqué por todo el cuarto. No me llevó mucho tiempo, porque no había nada que mirar. Nada bajo el sofá; nada tras él.
Quizás hubiese algo bajo los cojines, pero era reacio a tocarlos; parecía que incluso un roce casual pudiese transmitir
enfermedades. Desenrosqué una de las botellas, la olí y después probé un sorbo: parecía no ser más que agua.
¿Qué más quedaba? Había un estante por encima de la puerta, pero estaba vacío, excepto por una gruesa capa de polvo.
El panelado podía estar encubriendo una multitud de pecados, de modo que presioné en varios lugares para ver lo decidido
que estaba a seguir unido a la pared. Al tercer empujón algo cedió y vibró ligeramente. Lo examiné más de cerca y vi la puerta
encastrada en la madera: sus bordes verticales estaban disimulados gracias a dos de las tablillas decorativas. Me acerqué
todavía más y vi la cerradura.
Se trataba de una Chubb, cosecha de los años sesenta, más o menos: lo bastante sencilla en este contexto para que
contase ya como abierta de par en par.
Después de la puerta había un tramo de escaleras de bajada: eran las originales que aparecían en los planos, que ya no
formaban parte del archivo en sí, lo que en cambio explicaba por qué había una nueva escalera pocos metros más allá de
donde había estado la antigua.
El acre hedor era ahora mucho más fuerte.
Lo más probable era que este espacio hubiese sido separado del edificio cuando éste aún pertenecía al gobierno, quizás
como una especie de apartamento cedido gratuitamente a un funcionario de la administración, no lo bastante importante para
que las oficinas del ministerio en Admiralty Arch le otorgasen algo mejor. O quizás había sido escamoteado del resto del
edificio mientras dos ministerios se peleaban por él buscando un mayor espacio vital. De todos modos parecía haber sido
olvidado desde entonces, aunque era obvio que no por todos.
Había otro interruptor en las escaleras, pero cuando lo pulsé la luz se encendió en la habitación que había al pie, en lugar
de hacerlo en aquel tramo. Bajé cautelosamente, temiendo tropezar debido a la escasa luz.
El cuarto del sótano era todavía más inhóspito que el de la planta baja. De nuevo había tan sólo una pieza de mobiliario:
un colchón, más mugriento aún que el sofá, y desnudo excepto por una única manta de brillantes cuadros rojos y amarillos...
Bueno, una descripción más fiel a la verdad sería que alguna vez habían sido brillantes. En un rincón de la estancia había un
cubo lleno de un líquido nauseabundo, origen de aquel hedor. Había sido utilizado como letrina, al igual que parte del suelo a
su alrededor. Justo al lado del cubo había una anilla de hierro, también en el suelo, que había sido torpemente fijada con
cemento por manos inexpertas; estaba claro que no era algo perteneciente a la estancia original.
También había un rollo de cuerda tirado en una esquina.
Reconozco una celda en cuanto la veo. Alguien había vivido allí, poco tiempo atrás, y no voluntariamente. A mi mente
afloraron unos cuantos recuerdos más de los que había absorbido durante mi breve contacto psíquico con el fantasma. La
manta había aparecido en él, estaba completamente seguro. Y el rostro de Gabe McClennan: ¿qué había tras él? Picos
nevados... Me di la vuelta y, en la pared más alejada, a poco más de un metro en aquel claustrofóbico espacio, había un cartel
del Mont Blanc, estropeado por los bordes, que tenía escrita la frase L'Empire du Ski. Una sensación de déjàvu me atravesó
como una oleada de agujas.
Al volver la cabeza había visto de reojo, casi de forma subliminal, algo más: una salpicadura de color rojo, bajo la esquina
más cercana del colchón, casi a mis pies. Me puse en cuclillas, apoyando el trasero en los talones, con una mezcla de reparo y
una lúgubre sensación de triunfo. Ahora estaba muy cerca de obtener la respuesta, junto al origen de todo aquello. Deslicé la
mano bajo el colchón para levantarlo.
Un espasmo de dolor me recorrió, como si hubiese tocado un cable eléctrico, de la mano al brazo, y de allí al corazón y a
todos los puntos cardinales.
Retiré rápidamente la mano, soltando una palabrota.
O más bien intenté soltarla, aunque no pude. El silencio se adueñó de mi boca, mi garganta y mis pulmones. El silencio
cayó sobre mí como si fuese aquel mugriento cobertor, como una campana que me hubiese resbalado sobre la cabeza y los
hombros, como un pañuelo empapado en cloroformo.
No, aquella era una reacción exagerada debida al pánico. No estaba mareado. No estaba perdiendo la consciencia. Tan
sólo era completamente incapaz de emitir ni un sonido. Moví la boca para pronunciar palabras, e intenté exhalar aire para
traerlas al mundo, pero no ocurrió nada. Mi voz se había esfumado.
Al levantar la esquina del colchón con más cuidado, desde arriba esta vez, pude ver el motivo. El rojo no era sangre
coagulada, después de todo: era un círculo, trazado con tiza color rojo oscuro, con una estrella de cinco puntas en su interior y
una serie de marcas meticulosamente dibujadas en cada una de las puntas. En otras palabras, era un sortilegio colocado allí
por un exorcista. Normalmente, la palabra clave escrita en el centro de un sortilegio como éste sería ekpiptein, retírate, u hoc
fugere, fuera de la ciudad. Aquí decía aphthegtos: enmudece.
Me enderecé, sintiéndome un poco tambaleante. Ahora sabía lo que había estado haciendo allí Gabe McClennan, y por qué
nadie del archivo había reaccionado al oír su nombre. Él nunca había visitado el archivo en sí: aquí era adónde había venido, y
éste era el motivo por el que lo habían hecho venir.
Pero, ¿por qué silenciar al fantasma en lugar de expulsarlo? Eso no tenía ningún sentido. No era porque McClennan
hubiese ofrecido un descuento: el sortilegio era bastante más complicado que un simple exorcismo.
Fuese cual fuese la respuesta, una cosa se explicaba ahora: el motivo por el cual me había sido tan difícil conseguir una
fijación sobre el fantasma, incluso habiendo estado tan cerca de ella. Estaba atada por este sortilegio, que la constreñía como
una camisa de fuerza: una camisa de fuerza cosida sobre su alma. El cambio en su comportamiento también tenía ahora
sentido: el súbito estallido de lo que parecía una violencia inmotivada. Era su reacción a este ataque nigromántico.
El sortilegio no debería haber tenido ningún poder sobre un ser humano vivo, pero la sensibilidad psíquica con la que nací
me había dejado completamente expuesto a él. Lo que estaba sufriendo ahora era como la ceguera que produce la nieve, o
como la sordera que sigue a una explosión. Mi voz regresaría, pero podía tardar minutos e incluso horas.
Me invadió una sensación de claustrofobia que hizo que mi corazón se desbocase. Ni siquiera mi respiración producía el
más leve sonido en el pecho ni en la boca. Un mudo sudario flotaba a mi alrededor. Levanté las demás esquinas del colchón,
sin esperar hallar nada. Pero en la esquina más alejada, junto a la pared, había una amplia mancha color marrón oscuro en su
cara inferior. El color de la sangre coagulada era inconfundible, al igual que su olor a almendras amargas, enmascarado hasta
entonces por el más intenso hedor a amoníaco del orinal.
Era consciente de que si alguien descubría que la puerta de las escaleras estaba abierta podía cruzar la estancia superior,
ver que la luz de abajo estaba encendida y encerrarme allí con sólo echar la llave; eso dando por hecho que ese alguien
tuviese la llave en el bolsillo. No era una idea que me hiciese mucha gracia. Volví hacia las escaleras, eché un último vistazo al
sombrío lugar y subí al nivel de la calle.
La puerta de arriba se había cerrado. La abrí y entré en la estancia de la planta baja. Tan sólo di un paso, y enseguida me
detuve en seco. La habitación estaba oscura: la luz de la celda del sótano apenas alcanzaba a iluminar desde las escaleras,
creando una franja de un sucio color gris frente a mí, embutida entre dos anchas zonas de un negro indeleble. Mientras yo
estaba en el sótano, alguien había apagado la luz de arriba.
Lo único que podía utilizar a modo de arma era mi daga. Estaba pensada para realizar exorcismos, no para la
autodefensa, y ni siquiera me molestaba en mantenerla afilada, pero quizás si la movía de un lado a otro podía hacer que
quien fuese se lo pensara dos veces. Inmóvil como una estatua en la oscuridad, agradecido ahora por el absoluto silencio de
mi respiración, la saqué con cuidado del bolsillo y la sostuve a la altura de la cintura, listo para actuar.
Entonces noté su perfume, aquel terrible almizcle de culo de hurón que se abría paso en el cerebro y te reprogramaba
para que te pareciese maravilloso.
Y escuché su risa, suave, burlona, sin el menor rastro de piedad.
—No te servirá de nada —murmuró Ajulutsikael con una voz casi acariciadora, y supe que era cierto.
Ella era más fuerte y más rápida que yo. Podía ver en la oscuridad. Podía arrancarme el cuchillo de la mano y escarbarse
los dientes con él antes de volver a clavármelo en las tripas, y yo no podría hacer nada en absoluto para evitarlo.
Di una estocada al azar en la oscuridad, esperando desequilibrarla y, tal vez, posponer lo inevitable, al tiempo que sacaba
el flautín. No iba a funcionar: el sortilegio aphthegtos evitaría que saliese ni el más mínimo sonido de mis labios. Pero, aún así,
esa patética fanfarronada era lo único que tenía.
No la engañé, fuese porque podía sentir la magia de los sigilos de McClennan sobre mí, o porque podía leer en mi rostro
que se trataba de un farol. Pude oír cómo resonaban sus tacones en el suelo mientras se acercaba sin prisas hacia mí. Estaba
segura de que, esta vez, no tenía nada que temer del flautín.
—Aquí había una mujer encadenada —dijo Ajulutsikael.
Su voz tenía el mismo ronco murmullo, pero esta vez sonaba mucho más cerca. Estaba tan sólo a un par de pasos, justo
enfrente. Si esquivaba su primer asalto podría fintar hacia la izquierda y correr hasta la puerta. Pero era imposible que
consiguiese alcanzarla. Hubo un momento de silencio aterrador, durante el cual quedé tenso, listo para moverme. Entonces
volvió a hablar, todavía más cerca.
—¿La encadenaste tú?
Negué con la cabeza.
—¿La tuviste como mascota, hasta que te hartaste de ella? ¿Allí, sola en la oscuridad? ¿Te atraía el hedor de su miedo?
Lo único que pude hacer fue negar de nuevo con un gesto, ahora más rápido y nervioso. Quien me arranque la cabeza de
cuajo no obtendrá más que desperdicios, prácticamente, o como mucho se arriesga a sacar un mal precio en la reventa; pero,
vivo o muerto, no quería que se asociase mi nombre a aquel agujero del infierno.
—Una pena. En ese caso hubiese sido más placentero. Pero te devoraré de todos modos —una especie de ásperos
gruñidos de ira aparecieron por debajo de su juguetón tono felino—. Voy a hacer que pagues, humano, por la indignidad de
esta invocación. Por obligarme a bailar al extremo de una cadena, al antojo de estos derrotados sacos de carne. Te tomaré
lentamente. Me amarás al tiempo que mueres, y sentirás desesperación.
Por entonces ya podía verla: mis ojos conseguían enfocar el lugar donde ella había aparecido como un manchurrón de
sombra más oscura que las tinieblas de su alrededor. Una fluida y borrosa mancha negra, tan oscura como la noche.
Abrí los brazos en un gesto que era una especie de encogimiento de hombros, lo más cerca que podía estar a suplicar por
mi vida. Su mano se posó sobre mi hombro y me giró para colocarme frente a sí. Lancé un golpe, pero atrapó mi puño. Intenté
liberarlo pero tiró de mí hacia ella, para arrojarme después sin esfuerzo aparente al otro lado de la estancia, de tal modo que
caí sobre el sofá, volcándolo, y rodé por el suelo hasta golpearme con la pared más lejana.
—Pongámonos cómodos —susurró.
Estaba aturdido y sin aliento, pero me preparé como pude para la lucha. Hinqué una rodilla en tierra y me enderecé, lo cual
era lo más que podía hacer.
Lo que ocurrió después tan sólo puedo describirlo con sonidos, porque era lo único de lo que fui consciente. Hubo una
serie de fuertes impactos, como si un puñado de tipos armados con martillos hubiesen golpeado la pared más lejana,
obedeciendo la misma orden pero ligeramente desincronizados. Ajulutsikael gruñó de sorpresa y dolor, y la ventana se rompió
en mil pedazos. De hecho no fue sólo la ventana: el panel de aglomerado se arrancó de su lugar y cayó hacia la calle, y una
claridad amarillenta proveniente de una farola inundó la estancia.
La luz mostró a Ajulutsikael agachada en posición defensiva, con las manos alzadas frente al rostro. Una botella fue dando
vueltas en el aire hacia ella, y su brazo derecho avanzó para detenerla en un confuso movimiento. La destrozó en el aire con
una explosión de cristales centelleantes y gotas incandescentes. No le sirvió de nada. Los fragmentos de cristal fueron
frenándose a medida que caían, se volvieron y saltaron de nuevo sobre ella, atravesando su carne, aguijoneándola como
abejas enfurecidas. Mientras yo la contemplaba atónito, intentando procesar lo que estaba sucediendo para encontrarle algún
sentido, un fragmento de la destrozada ventana, una sección triangular de unos veinte centímetros de largo, cortó el aire
como un dardo y se hundió en su espalda.
Espasmódicamente, de un modo casi fuera del control de mi consciencia, mi cabeza giró sobre sí misma. El fantasma
estaba junto a las escaleras; los velos escarlata de su rostro ondeaban y se rizaban como sábanas secándose al viento. No
se movía, y tenía la cabeza ligeramente inclinada, pero miraba intensamente a Ajulutsikael. Giró la cabeza y su mirada recorrió
la estancia de izquierda a derecha, de derecha a izquierda... y la tormenta de esquirlas de cristal danzó a su vez.
Ajulutsikael también la había visto. Se movió hacia el fantasma, con los dedos curvados como garras; pero la tormenta de
cristal se movió con ella, se curvó a su alrededor y rompió contra ella como una ola, para volver a ondularse casi
instantáneamente y cargar de nuevo. Su ropa se hizo harapos: su ropa y jirones de su carne. Negros hilillos de sangre se
entrecruzaban en su rostro, y sus ojos estaban abiertos como platos, llenos de furia.
Un gruñido de fiera salvaje empezó a sonar desde lo más profundo de su garganta, subiendo hasta convertirse en un
aullido ensordecedor en el que consonantes que no hubiese sido capaz de reproducir ni aunque no estuviese amordazado por
el sortilegio de McClennan se entrechocaban como un iceberg deshaciéndose en mil pedazos. El fantasma tembló y se
tambaleó. Los fragmentos de cristal cayeron al suelo como una lluvia prismática.
La discreción es siempre la mejor opción para permanecer con vida. Me puse trabajosamente en pie y fui atravesando
como pude el crujiente suelo lleno de cristales hasta la puerta, huyendo hacia la oscuridad de la noche.
Cuando estaba a casi cien metros de allí y mis pies iban golpeando el suelo como pistones, oí un tremendo estrépito tras
de mí. Me arriesgué a volver la vista atrás. Ajulutsikael estaba en la calle, sentada a horcajadas sobre los afilados restos de la
puerta de aglomerado; en ese momento me divisó y vino tras de mí a toda velocidad. A cada arrastrada zancada, sus tacones
de aguja hacían saltar chispas de las frías piedras.
Salí a Euston Road y viré a la izquierda. El tráfico era todavía lo bastante denso y veloz para constituir un serio obstáculo,
de modo que cruzar la calle y perderme por los callejones de Judd Street no era una opción. Me atraparía antes de que
pudiese encontrar un hueco por el que colarme. Pero frente a mí había un camión detenido en un semáforo, cargado con un
contenedor lleno de cascotes de obra.
No tuve tiempo de tomar una decisión consciente. Si lo hubiese tenido quizás habría dudado: aquello era arriesgarlo todo
a una sola tirada. Y si hubiera dudado ella me habría arrancado el corazón del pecho en plena carrera.
De modo que me aferré a uno de los eslabones de la cadena que colgaba por fuera del contenedor, pero se me escapó de
las manos cuando el camión arrancó de golpe al encenderse la luz verde. Al escuchar el chirrido de los tacones del súcubo tras
de mí, como un cuchillo al ser afilado en la muela, me obligué a dar un último acelerón y volví a colgarme de la cadena; esta
vez conseguí engancharme en el momento en que la aceleración del camión hizo que el extremo suelto zigzaguease hacia mí.
Arrastrado hasta casi perder el equilibrio, oscilé de un lado a otro, conseguí enderezarme, volví a asentar los pies y salté.
Ajulutsikael saltó también, y algo pasó silbando junto a la pierna que todavía colgaba antes de que pudiese meterla
también dentro del camión. El súbito escalofrío de aquel roce fue seguido al instante por una ola de calidez. Mi pierna
sangraba.
Por un momento estuve sujeto con un pie a la parte trasera del camión. Después resbalé y quedé colgado de la cadena
como un enorme ambientador de coche caprichosamente colgado en el exterior del vehículo en lugar de estar en la cabina; la
cadena osciló sobre su eje, desequilibrada por mi peso, de modo que pude ver la calle bajo mis pies en rápidos y mareantes
vistazos. Ajulutsikael seguía corriendo tras el camión, incansable, sin ganar terreno pero a la misma altura. La siguiente vez
que llegásemos a un semáforo en rojo me haría papilla.
Con un esfuerzo desesperado me icé cadena arriba hasta que pude enganchar una mano en el borde del contenedor. Al
mismo tiempo mis pies consiguieron apoyarse en la esquina de la plataforma, de modo que ya no tenía que apoyar todo el
peso de mi cuerpo en las manos. Era la posición más segura que me era posible conseguir, pero al menos me dejaba libre una
mano para tantear dentro del contenedor. Después de unos momentos encontré un trozo de porcelana procedente de un
lavabo o un fregadero; tiré de él y lo saqué. Tenía más o menos el peso y masa adecuados, pero, a menos que supiese
escoger el momento oportuno, Ajulutsikael lo vería venir.
Llegamos a un paso subterráneo y descendimos. La vigilancia del súcubo sobre mí fue momentáneamente eclipsada por el
creciente desnivel de la calle. Conté hacia atrás desde tres y arrojé lo más alto que pude el trozo de escombro de cuarto de
baño, justo cuando tomábamos una cerrada curva a la derecha.
Salió perfecto. La súbita aceleración angular, debido a la curva, convirtió mi brazo en una especie de tirachinas. La masa
de porcelana acertó de lleno en el pecho al súcubo, que se derrumbó hecho un revoltijo de brazos y piernas. Un humano
hubiese muerto en el acto. Claro que un humano no hubiese sido capaz de alcanzar esa velocidad, para empezar.
Seguí vigilando la calle que íbamos dejando atrás mientras avanzábamos a trompicones, por si reaparecía, pero no había
ni rastro de ella. Después de aquello el paseo me pareció casi de lujo. Se lo recomendaría a todo aquel que quiera contemplar
vislumbres de Londres de apenas fracciones de segundo, aquí y allá, mientras se congela hasta casi morir, luchando por no
sufrir un shock clínico.
Por supuesto, fue una larga caminata de regreso desde Brixton. Pero no se puede tener todo.

Que conseguí llegar a casa de una pieza es pura deducción lógica, porque recuerdo a Pen limpiando la fea herida de mi
pierna con un antiséptico mientras Cheryl permanecía tras ella con el puño en la boca, repitiendo "Mierda" lo bastante a
menudo para hacer que acabara siendo un mero sonido sin sentido.
—Apestas —dijo Pen severamente.
—Me ducharé —dije, aturdido.
No sabía ni qué estaba diciendo. No eran más que sonidos, pero era toda una novedad ser capaz de nuevo de crear
sonidos tras mi encontronazo con el sortilegio silenciador de McClennan. Y de todas formas Pen no me escuchaba, así que no
tenía ninguna obligación de decir nada que tuviese sentido.
—Es el mismo olor que había en tu habitación después de que esa cosa destrozase la ventana —dijo—. Has vuelto a verla,
¿no es cierto?
Mi rostro dibujó una involuntaria mueca de dolor al recordar la oscura habitación, el mareante olor, la burlona voz entre las
tinieblas.
—Apenas la he visto, si te soy sincero.
—Siempre se siente atraído por las mujeres que no le convienen —le dijo mordazmente Pen a Cheryl.
—Sí, a mí me pasa lo mismo con los tíos —contestó Cheryl de mal humor—. Crees que sabes dónde te metes, pero nunca
es cierto.
Siguieron charlando, pero mi pensamiento cambió a otra frecuencia y ya ni las escuchaba siquiera. El fantasma no podía
hablar. La muchacha había sido silenciada, deliberadamente, utilizando hechicerías, por Gabe McClennan, presumiblemente
actuando bajo las órdenes de... ¿Damjohn? ¿Por qué? ¿Qué podría haber dicho que representase un peligro para él? Si había
ordenado que la asesinasen, si ella podía incriminarlo de alguna manera, ¿por qué no exorcizarla simplemente y acabar con
todo aquello?
Y, ¿qué relación tenía Damjohn con el archivo? ¿Qué detalle cegadoramente obvio se me estaba escapando? ¿Tendría
aquel chulo, el rey de los bajos fondos, una actividad complementaria relacionada con objetos robados?
ECDE 7405 818. Aquel era el único dato sólido que tenía para continuar. Alguien del Bonnington tenía el número de
teléfono del club de Damjohn, Kissing the Pink, en su agenda de mesa, a mano, para el caso de... ¿qué? ¿Estaba pensado
solamente para utilizar como último recurso? ¿Para informes regulares y comprobación de los progresos efectuados? ¿Para
cubrir cualquier crisis imprevista, como un extraño que mete la nariz en donde no debía?
Probablemente en ese momento intuí algo. No el quién, y claramente tampoco el por qué, pero sí las líneas generales de
cuál tenía que ser la respuesta. Todavía no podía articularla, pero creo que podría haber tocado la melodía que lo describía,
como si fuese un fantasma que estuviese a punto de invocar para someterlo después. En ese momento no me sirvió de
consuelo.
XVII

D e nuevo en Hampstead, mucho antes de estar preparado para ello. Levantando de nuevo aquella aldaba de cabeza de
león, en la brillante quietud de un sábado por la mañana, muy temprano. Me había tomado el viernes libre para
recuperarme, pero todavía estaba rígido y dolorido, con la sensación de que si me movía demasiado rápido podía perder algún
miembro. Descorazonado, me pregunté si estaba viviendo como debía: la respuesta llegó al abrirse la puerta, dando paso a
un dulce aroma de madera de sándalo y descubriendo a Barbara Dodson en vaqueros y una ceñida camiseta.
—Está en el estudio —dijo, apartándose para dejarme paso—. Todo recto.
Entré.
—¿Cómo está Sebastian? —pregunté. Me miró detenidamente, pensativa.
—Sebastian está en plena forma. Más feliz de lo que nunca se había sentido desde que nos mudamos aquí. Sin embargo,
Peter parece sentir bastante autocompasión. No conseguimos que diga ni una palabra.
—Probablemente no es más que una fase que está atravesando —sugerí.
Asintió con lentitud.
—Quizás sí.
Atravesé el vestíbulo en dirección al estudio, cojeando sólo ligeramente.
James, el superpoli, estaba al otro lado de la puerta, de pie, preparándose para derribarme tan pronto como entrase. Fue
directamente a la yugular, como era predecible.
—Supongo que viene a disculparse —gruñó—. Por su propio bien, espero que ése sea el motivo de que esté aquí.
Estaba demasiado cansado para jueguecitos.
—No —le dije—, usted no está suponiendo eso en absoluto. Usted supone que he venido aquí para hacerle chantaje, y
espera poder negociar para que le salga barato o acojonarme para que cambie de idea.
Durante una infinitesimal fracción de segundo sus ojos se abrieron como platos, y su boca se abrió, mostrando unos
dientes apretados. Estaba terriblemente tenso, tanto que podía romperse si no se manejaba con cuidado. Pero yo no lo
conocía lo bastante para ajustar mi forma de abordarlo a su tierna sensibilidad, de modo que fui directo al grano.
—Tiene razón, esto es un chantaje —le dije—. Pero, contrariamente a todo lo que le han contado siempre de los
chantajeadores, si usted me da lo que quiero me iré y lo dejaré tranquilo. Y no es dinero, sólo es información. Quiero que
saque unos cuantos informes policiales para mí. Tres, para ser exactos. ¿Cree que puede hacerlo?
Dodson soltó una risita que sonó como si hubiese dolido.
—¿Sólo información? ¿Quiere que robe archivos de la policía? ¿Que vaya contra todo lo que significa mi trabajo? ¿Se le
ocurre una sola razón por la que no deba darle un puñetazo en la boca por resistencia al arresto y arrestarlo después?
Asentí, impasible.
—Sí, la más importante —dije—: Davey Simmons. Según todos los periódicos que he podido encontrar, se asfixió después
de inhalar un cóctel de pegamento y anticongelante que tenía en una bolsa de los supermercados Asda. No es una forma muy
bonita de morirse.
El color desapareció del rostro de Dodson, quedando gris y ligeramente brillante, como cemento húmedo. Se sentó en la
silla de oficina de cuero negro. Podría jurar que estaba contemplando la muerte cara a cara. No la suya propia —por su
aspecto parecía que podría sobrellevarlo bastante bien—, sino la de otra persona.
—Davey Simmons era un despojo humano —dijo sin convicción.
—Sí, también he leído eso: un hogar roto, siempre metiéndose en líos, problemas psiquiátricos, un par de condenas... Pero
de todos modos a la policía le pareció que era un escenario muy extraño. ¿Sus colegas nunca comentaron con usted los
detalles más chocantes del asunto?
Dodson me clavó una mirada llena de odio.
—No —dijo, tenso.
—Verá, tenía pegamento en el pelo, y en la mejilla derecha. Era como si hubiese tenido la bolsa metida en la cabeza, en
vez de solamente contra la boca y la nariz, que creo que es el modo de empleo que prefieren los aficionados al uso recreativo
del pegamento Bostik. Los hematomas de las muñecas también les dieron qué pensar. ¿Podría ser que alguien lo inmovilizase
y después le hubiese metido una bolsa en la cabeza, sujetándola hasta que murió? Eso sí que sería hacerle una buena
putada, ¿verdad?
Hubo un largo silencio, tenso al principio, pero cada vez más relajado a medida que la furia de Dodson se rendía a la
desesperación.
—Era una broma —musitó, de forma casi inaudible.
—Ah, ¿sí? —dije, sin ninguna simpatía—. ¿Y dónde estaba el chiste?
Dodson no pareció oírme.
—Peter y sus amigos encontraron a... Simmons... en uno de los retretes. Había mezclado aquello en la bolsa y estaba
esnifándolo. Quisieron darle un susto. Por reírse. Quizás por darle una lección.
Esta vez dejé pasar más tiempo en silencio. Después dejé sobre el escritorio, frente a él, el pequeño fajo de papeles que
me había dado Nicky. Se quedó mirándolos con expresión apagada.
—Estas tres —dije, señalando—, las que he destacado con marcador. Son las únicas que me interesan. Quiero informes de
autopsias, declaraciones de testigos y todo lo que pueda conseguirme. Para esta noche.
Negó con un gesto.
—Imposible —dijo—. Esa cantidad de material... Entonces comenzó a leer aquello y volvió a negar con la cabeza, aún más
terminantemente.
—Ya no estoy en homicidios. No tengo acceso a nada de esto.
—Estoy seguro de que puede pedir algunos favores a viejos amigos, siendo un hombre tan importante en la ACODG. Me
vale con fotocopias. Demonios, si no hay más remedio hasta me vale con un disquete. Usted consígalo, y podremos olvidarnos
de nuevo el uno del otro. Esta vez definitivamente.
Di un paso hacia la puerta. Dodson se puso en pie de un salto. Extendió el brazo de un golpe y me bloqueó el paso; se
acercó más a mí y me miró desde su imponente altura.
—Peter no pretendía que el chico muriese —dijo, con amenazadora insistencia—. ¿Me entiende?
—No voy a opinar sobre ello —dije suavemente, enfrentando sus ojos desorbitados con una mirada aguda.
—Ya le he castigado. Creo que su propio sentimiento de culpa habría sido suficiente, pero lo he dejado sin salir durante el
resto del curso escolar, y he cancelado un viaje que habíamos planeado a Suiza. No es que yo lo haya dejado pasar, ni que él
no haya entendido lo que hizo.
—Davey Simmons está muerto —dije, con el mismo tono moderado—. Así que váyanse a la mierda usted y su cochecito de
policía.
Creí que Dodson iba a pegarme, pero simplemente dejó caer los brazos y desvió la mirada.
—Esta noche —dijo.
—Sí.
—Y no volveré a saber de usted.
—Exacto.
—Podría hacerle la vida muy difícil yo también, Castor.
—No lo dudo. Pero será mejor que en lugar de eso intentemos hacernos felices, ¿vale?
Salí de allí. Barbara había tenido el detalle de desaparecer.
Y ahora, ¿qué? Nick no me había dicho ni una palabra sobre el portátil. No podía ni acercarme al archivo, por si Ajulutsikael,
el demonio del sexo, seguía vigilando el lugar. ¿Qué me quedaba?
Quedaba Rosa. Sabía que tenía muy pocas probabilidades de encontrarla, pero ella podría facilitarme mucho la tarea.
Estaba convencido de que ella conocía a la mujer muerta, y bastante seguro de que podría aclararme las pocas dudas que aún
restaban, dándome lo que necesitaba para encontrar algún sentido a aquella confusión.
Por supuesto, tuve que asumir que Damjohn también lo sabía. Si estaba tan implicado en todo aquello como yo creía, tenía
que haberse llevado a Rosa a algún sitio donde yo no pudiese acercarme a ella, de modo que Kissing the Pink no era un buen
punto de partida, probablemente. De todas formas, era allí adonde debía ir.
Era al inicio de la tarde, el tiempo muerto en el que la multitud que almuerza en la City ya se había evaporado como una
perla de sudor en el escote de una stripper, y los turistas del sexo seguían descansando del libertinaje de la noche anterior.
Entré en el local, encontrándome al portero (no era Arnold, afortunadamente) medio dormido en su cubículo, y el club
prácticamente vacío. Era obvio que era un descanso entre dos actuaciones; la gran pantalla de televisión mostraba una
película de porno blando, tan vieja y chapucera que más que excitación lo que provocaba era una sensación de pretencioso
mal gusto.
Tenía algo de miedo de toparme con el propio Damjohn, o, mucho peor, con Scrub, pero no había ni rastro de ninguno de
los dos. Un tipo al que no conocía de nada vigilaba la puerta interior que conducía al prostíbulo; me dejó pasar con un gesto,
sin mirarme siquiera.
—Tenéis a una chica llamada Rosa —le dije a la beldad rubia que atendía la barra de arriba.
Parecía el desplegable central de una revista, lo que significaba que su bronceado era de un color naranja conseguido a
base de carotenos, y estaba casi seguro de que tenía dos grapas a la altura del diafragma. Me dedicó una sonrisa neutra y
asintió vigorosamente, pero su gesto no significaba nada.
—Es cierto, cariño —dijo—. Pero no está esta noche, aunque tenemos algunas chicas casi tan jóvenes como ella. Tenemos
a Jasmine, que mide un metro sesenta y ocho y es muy tetuda; acaba de cumplir los dieciocho, y puedes ayudarla a celebrar...
La interrumpí antes de que pudiese empezar a detallarme las tarifas de Jasmine.
—La verdad es que me encantaría volver a ver a Rosa —dije, esperando que la mentira implícita fuese tomada en serio—.
¿Cuándo volverá?
—Trabaja los viernes y los sábados —dijo la mujer, mientras su sonrisa decaía casi imperceptiblemente.
—Hoy es sábado —señalé amablemente. Volvió a asentir.
—Cierto, cariño. Pero hoy no está. Se ha tomado el día libre; tiene horario flexible.
Horario flexible. Muy bien. No moví ni un músculo del rostro porque soy un profesional, maldita sea. Pero sabía que el
siguiente intento no iba a cuajar.
—¿Tienes su teléfono? —pregunté.
La sonrisa desapareció abruptamente, guardada para una mejor ocasión.
—No puedo dar datos personales, cariño, ya lo sabes. Tengo muchas más chicas aquí. Echa un vistazo para ver si te gusta
alguna.
Recibí el rapapolvo con gesto de idiota feliz, pues me pareció que era la forma más segura de reaccionar. Poco después me
despedí, tan pronto como pude hacerlo sin llamar la atención.
De modo que Rosa había desaparecido. No podía hacer nada más allí, al menos por el momento. Tampoco podía hacer
nada más en ningún otro sitio, hasta que Nicky me llamase. Lo mejor que podía hacer era volver a la cama y dormir, porque
probablemente necesitaría esa energía más tarde.
Pero había algo más que persistía en un rincón de mi cerebro: algo que había descartado por tratarse de una coincidencia,
una y otra vez. Es increíble cómo coincidencias parecen serlo cada vez menos, a medida que se van acumulando las unas
sobre las otras. De modo que llamé a Rich, que se sorprendió al oír que seguía con mi trabajo.
—No sé, Castor —dijo, en un tono que sólo era bromista a medias—. Después del asunto de las llaves de Alice te has
convertido en una especie de leproso.
Me rasqué uno de los arañazos del brazo, pensativo.
—Sí, así es como me siento —dije—. Es como si me fuese cayendo a pedacitos. Rich, ¿recuerdas cuando me hablaste de los
documentos rusos? Dijiste que venían de algún lugar de Bishopsgate. Y también que fuiste tú quien los encontró. ¿Cómo fue
eso exactamente?
Al igual que Cheryl, Rich pareció sorprendido de que no dejase de hablar de la colección rusa.
—Era uno de esos asuntos en los que tienes un amigo que es amigo de otro amigo —dijo—. Uno de mis profesores del
Royal Holloway conocía a un tipo cuyo abuelo llegó aquí justo después de la Revolución. Tenía maletas llenas de estos
documentos, y ni siquiera sabía bastante ruso para leerlos. Pero pensé que habías dicho que no habías llegado a ningún lado
con todo ese material de las cajas. ¿Por qué es importante ahora?
—Seguramente no lo es —admití—, pero la coincidencia me preocupa. Eso de que el fantasma apareciese pisándole los
talones a la colección, y de que hablase ruso —y la mujer llorando que vi cuando tocaba el material para inspeccionarlo, pero
eso no lo dije—. ¿Todavía tienes la dirección?
—Puede que sí, aunque ni siquiera sé si el tipo sigue allí.
—No importa. Quizás pueda pasarme por allí a echar un vistazo. Si no hay nadie no perderé más que tiempo.
—Espera un minuto entonces. Miraré a ver.
Tardó bastante más que un minuto; estaba a punto de colgar para marcar de nuevo cuando por fin Rich volvió a coger el
teléfono.
—La encontré —dijo alegremente—. Sabía que la tenía por algún sitio. La mayor parte de la correspondencia la llevó Peele,
pero he encontrado la primera carta que me escribió el tipo. Oak Court número 14, Folgate Street. Eso está al lado de
Bishopsgate, por la parte de Shoreditch.
—Gracias, Rich.
—Cuéntame cómo te va. Me dejas intrigado.
—Lo haré.
Colgué el teléfono y partí en dirección este.

Nadie recuerda el nombre del obispo de la época medieval que construyó Bishopsgate y le dio su nombre. Claro que era un
puñetero vago y mereció que lo olvidasen: lo único que hizo fue construirse una puerta trasera en las murallas de la ciudad
para poder ir de su casita en el soleado Southwark a la iglesia de St Helen sin tener que dar un rodeo hasta Aldgate o
Moorgate, y quizás también para poder tomarse una jarra de cerveza en Catherine Wheel, en Petticoat Lane, ya de paso.
Actualmente ya no queda casi nada ni de santidad ni de holgazanería en Bishopsgate. Todo son bancos, oficinas y casas
de préstamo desde Cheapside, homogeneizadas y aplastadas por la lenta marea histórica del capitalismo monopolista. Pero si
hay suerte, o si se persevera, se puede salir de esa antigua corriente principal que arrastra a uno y toparse con un laberinto
de placitas y callejones que datan de la época en la que la muralla de Londres todavía estaba en pie y sus puertas se
cerraban de noche por si llegaba algún huésped indeseable. Hand Alley; Catherine Wheel Alley; Sandys Row; la propia
Petticoat Lane: viejos nombres de viejos lugares. El peso del tiempo flota sobre uno al recorrerlas.
Sin embargo, Oak Court era de la época de posguerra, y no llevaba más peso sobre sí que unos cuantos litros de tinta y
pintura malgastados en unas pintadas faltas de imaginación. Tres plantas de ladrillo amarillo, con pasillos exteriores en cada
nivel y un ojo ciego de vez en cuando, en los lugares en los que habían cubierto alguna ventana con una tabla de aglomerado
hinchada por la lluvia. Tres escaleras también, una en cada extremo y otra en medio, separadas por dos cuadrados de un
césped medio muerto, con un banco de metal en el centro de cada uno. Era un lugar deprimente. Nadie desearía ser una de
las personas que debían llamarlo su hogar.
Subí por la escalera central. El fuerte olor a orina eclipsaba el más discreto pero también más penetrante del moho, y la
pared de ladrillo tenía manchas de un marrón negruzco cerca del suelo, manchas todavía húmedas, como si el edificio tuviese
heridas todavía a medio curar.
El número 14 estaba en el piso de arriba. Llamé al timbre y, al no escuchar ningún ruido, llamé también a la puerta; pero el
lugar parecía desierto. En la parte baja de la puerta de cristal había una capa de polvo, a través de la cual pude ver una
desordenada avalancha de propaganda de Pizza Hut y panfletos del partido conservador local. Haciendo cálculos de cuándo
habían sido las últimas elecciones generales concluí que hacía ya tiempo que nadie vivía allí.
Di media vuelta y me dirigí a las escaleras. Cuando llegué hasta ellas, la fuerza de la costumbre me hizo mirar atrás una
última vez para asegurarme de que nadie se había acercado a la puerta en cuanto me alejé. No había nadie, pero al volverme
sentí el familiar hormigueo en la nuca; la familiar sensación de una mirada que presionaba mi piel y mi mente.
Estaba siendo vigilado... por alguien que ya estaba muerto.
No estaba seguro de si mi acechador estaba cerca o lejos. En un pasillo como aquel, casi diez metros por encima de la
calle, podía ser visto desde bastante distancia. Pero hombre prevenido vale por dos. Seguí mi camino escaleras abajo y, al
tiempo, saqué el flautín y lo pasé al interior de la manga.
En la calle no se veía a nadie. Volví hacia Liverpool Street, utilizando los escaparates siempre que podía para echar un
vistazo a mis espaldas sin tener que girar la cabeza. No parecía que me siguiesen.
En cuanto doblé la esquina me lancé a la carrera, llegué hasta la siguiente esquina y volví a correr, dirigiéndome hacia un
letrero que había a unos cincuenta metros y que decía MATTHEW'S SANDWICH BAR. Era un lugar estrecho, tan sólo con el
espacio suficiente para que cupiese la barra y la hilera de clientes, sorprendentemente larga para un sábado a media tarde.
Entré apresuradamente por la puerta y me coloqué al final de la cola, dándole la espalda a la calle. Una ventana tras la barra
me permitía mirar hacia la esquina sin que se notase.
Más o menos un minuto después un hombre dobló la esquina, y después dudó y miró a derecha e izquierda, confuso. Un
segundo o dos después lo siguió otro hombre, que sobresalía por encima del primero como una excavadora junto a una
bicicleta de niño. El primer hombre era Gabe McClennan. El segundo era Scrub.
Miraron a su alrededor durante un rato más y después conferenciaron brevemente. Incluso desde esa distancia estaba
claro que Scrub estaba enfadado y McClennan a la defensiva. El más alto presionaba el pecho del más bajo con un dedo
grueso y corto, y su rostro gesticulaba mientras presumiblemente le cantaba las cuarenta a Gabe por haberme perdido. Gabe
abrió los brazos, suplicando clemencia, y el dedo volvió a hundirse en su pecho. Siguieron representando un rato más aquella
muda pantomima de dedos acusadores y miradas que recorrían los alrededores buscándome, ansiosas, incluso hacia la calle
por donde habían venido. Por fin se despidieron, dirigiéndose McClennan hacia Bishopsgate mientras Scrub volvía sobre sus
pasos.
Les di unos treinta segundos para alejarse y después partí tras McClennan. No fue una elección muy difícil: Él no sería
capaz de estrujar mi cráneo hasta convertirlo en astillas si se volvía y me descubría.
Lo avisté casi inmediatamente, porque seguía mirando con impaciencia de derecha a izquierda al tiempo que caminaba,
esperando volver a encontrar mi rastro. Por si acaso decidía mirar también a sus espaldas me rezagué un poco y me aseguré
de que siempre hubiese un mínimo de dos personas entre ambos. Sus blancos cabellos eran una práctica baliza, de modo que
no era probable que lo perdiese de vista.
Recorrió todo Bishopsgate. Bastante a menudo se metía por alguna de las calles laterales, pero al no encontrarme en ellas
volvía a la calle principal en dirección sur, hacia Houndsditch. Al llegar allí detuvo un taxi y partió en dirección al río.
Solté una maldición y corrí tras él, pues no había ningún otro taxi a la vista. En Cornhill tuve suerte, ya que uno salió hacia
Gracechurch Street, justo enfrente, y se detuvo en respuesta a mis frenéticos gestos.
—Siga al tipo que va delante —jadeé.
—Estupendo —dijo el taxista, entusiasmado. Era un asiático gordinflón, con el acento cockney más cerrado que haya oído
nunca—. Siempre he querido hacer algo así. Déjemelo a mí, caballero, yo soy su hombre.
Hizo honor a su palabra. En cuanto doblamos a la derecha en Upper Thames Street y nos unimos al denso tráfico que
recorría el Embankment fue cambiando de carril una y otra vez para no perder de vista el taxi de McClennan. Entre tanto se iba
ganando unos cuantos bocinazos y al menos un "¡Conduce en línea recta, gilipollas!", pero yo pude ver el cogote de Gabe
recortado en el cristal trasero y comprobar que no se volvía ni una sola vez.
Seguimos el curso del río, atravesando Westminster y Pimlico, y empecé a preguntarme a dónde demonios nos dirigíamos.
Sólo había seguido a Gabe por un impulso irracional, esperando que pudiese conducirme hasta Rosa, lo cual implicaba una
larga cadena de suposiciones, empezando por la de que Damjohn había apartado a Rosa de la circulación. Si simplemente se
había largado por su cuenta, estaba perdiendo el tiempo.
Esa conclusión empezó a hacerse más y más probable cuando el taxi de McClennan giró a la derecha en Oakley Street y se
dirigió hacia King's Road. Pensar que Damjohn podía tener un local allí era estirar mi credulidad hasta casi romperla. Hasta
donde yo sé, los burdeles de Kensington y Chelsea son un coto cerrado, y los quinquis del East End que intentasen meter el
pico en aquella zona recibirían su merecido, modales aparte.
Gabe se bajó por fin poco antes de llegar a Sands End, pagó el trayecto y continuó a pie. Yo hice lo mismo.
—¿Lo he hecho bien? —preguntó mi taxista, merecidamente vanidoso.
—Podrías escribir un libro, colega —dije, dándole un billete de cinco como propina.
Salí corriendo tras Gabe, antes de que pudiese sacarme demasiada ventaja.
Sin embargo no iba lejos. Se detuvo en la esquina de la siguiente calle, Lots Road, bajo un letrero de pub que mostraba a
un caballo saltando sobre un arroyo; allí sacó su móvil y sostuvo una acalorada conversación con alguien. Alzó la vista hacia el
letrero, explicó algo a su interlocutor y asintió. Después guardó el móvil y entró en el pub, llamado Runagate.
Estuve dudando si abandonar la persecución por considerarla un fracaso. Podía ser útil comprobar con quién se había
citado Gabe, y más útil todavía si pudiese escuchar a hurtadillas, pero probablemente eso sería pedir demasiado. De todas
formas, y puesto que había llegado hasta allí, me pareció un poco ridículo limitarme a tomar otro taxi y volver a la City.
Entré tras Gabe, tomando precauciones. Por suerte el local estaba lleno de gente, y pude detenerme en el umbral para
orientarme. Al principio no vi a Gabe, pero fue porque su llamativa cabellera estaba momentáneamente oculta por unos
tanques de cerveza colgados en el extremo más alejado de la barra. Unos segundos después se alejó de mí con una jarra en
la mano, en dirección a la puerta lateral, y de ella al exterior del local. Al abrirse y cerrarse la puerta pude vislumbrar un patio
cerrado que también formaba parte del local, con mesitas de madera y sombrillas de color verde brillante.
Eso me complicó algo las cosas. Si lo seguía entraría en su campo de visión y no habría ninguna multitud tras la que
esconderse. Probablemente sería mejor rodear el edificio y ver al menos la disposición del lugar antes de entrar en él.
Volví a salir a la calle. A poco más de tres metros de allí, Scrub se contorsionaba para extraer su corpachón de un minitaxi,
haciendo que la suspensión del vehículo se bambolease violentamente.
Entré disimuladamente en el local antes de que pudiese verme y miré a mi alrededor en busca de un lugar donde
ocultarme. No había un nivel superior. No había una sala adjunta. El baño. Crucé el local en tres zancadas, abrí la puerta y
entré.
El único ocupante, que estaba agitando las manos bajo el secador, me miró distraídamente y se quedó con la boca abierta,
incrédulo. Afortunadamente yo ya sabía que tenía los hados en mi contra, de modo que el hecho de que aquel hombre fuese
Arnold Cara de Comadreja no me desconcertó en absoluto. Tomé impulso y le pegué una patada en el lugar donde se supone
que el efecto será más drástico e inmediato. Cuando se dobló sobre sí mismo lo sujeté firmemente por el cuello y golpeé su
cabeza de lado contra la sólida cerámica blanca de un lavabo. Se derrumbó sin un quejido.
¡Mierda! Hay que reconocer que la violencia había sido bastante catártica, pero no tenía nada con qué atarlo y, en cuanto
lo encontrasen, el local entero se levantaría en armas. Fuera lo que fuese que estaba ocurriendo allí, seguramente sería mala
idea intentar acercarse más en aquellos momentos.
Impulsivamente comencé a registrar los bolsillos de Arnold. No había nada demasiado interesante en ellos, pero me llevé
la cartera y el móvil por si me resultaban útiles más tarde.
Entreabrí la puerta, escudriñé lo que pude del interior del bar y salí. Ni rastro de Scrub, lo cual agradecí profundamente. Lo
más probable era que ya estuviese en la terraza con McClennan.
Volví a salir a la calle, lo cual hizo que inmediatamente me sintiese más seguro. Al menos estaba lejos del epicentro de las
alarmas y carreras que siguiesen al hallazgo de Arnold, de modo que seguramente no tendría nada que perder si echaba un
vistazo por los alrededores, siempre que mantuviese la cabeza baja.
Rodeé el edificio. El acceso tenía buena pinta, ya que alrededor de la terraza había una verja que llegaba casi a la altura
de la cabeza. Asomándome desde la esquina del edificio divisé la inconfundible espalda de Scrub, sentado en un banco en la
esquina más alejada, ocultando casi completamente a McClennan con su enorme corpachón. Estaban completamente
absorbidos en su conversación, pero yo estaba demasiado lejos para poder oír ni una palabra.
Encorvándome como un anciano pude rodear cautelosamente la verja sin ser visto. Supe que estaba a la altura exacta
cuando distinguí la voz de McClennan, alzada en una queja.
—...Nunca nos dijo qué demonios estaba ocurriendo. Ésa es mi única objeción. Si me hubiese explicado qué riesgos había,
los habría asumido. Pero esto... esto no es lo acordado, y yo...
La retumbante voz de bajo profundo de Scrub se impuso sobre la quejosa y débil letanía de McClennan con tres simples
palabras:
—Estás bajo contrato.
—Sí, sí; gracias por recordármelo. Estoy bajo contrato: Como exorcista. Nadie me habló de invocar espíritus infernales.
Nadie me habló de llevar a cabo sesiones de nigromancia para un fantasma demasiado charlatán. ¿Por qué no me permitió
freír a esa puta cosa, simplemente? Así no habríamos tenido estos problemas.
—¿Castor? —gruñó Scrub—. Castor no es un problema. Primero: no podría encontrar su culo ni teniendo un plano.
Segundo: no hay ninguna prueba de la que pueda echar mano. Y tercero: pienso matarlo en cuanto el señor D se canse de
utilizar tu demonio jodedor.
—Casi la palmo tratando de invocarla —escupió Gabe con amarga furia—. Ya sólo el esfuerzo de traerla desde el Infierno...
¡No tienes ni la más mínima idea, joder! Y después tuve que crear el vínculo, cuando todavía estaba mareado y débil por el
esfuerzo de invocarla, y si hubiese cometido el más mínimo error me habría destrozado en mil pedazos.
—El señor D sabe que eres competente en tu trabajo.
—Vaya, gracias —la carcajada de Gabe sonó como si le estuviese levantando ampollas—. Muchísimas gracias ¿Se supone
que he de sentirme halagado?
—Se supone que has de hacer lo que te ordenaron.
—Vale, vale ¿Y si Castor consigue echarle las manos encima a la otra fulana?
—No lo hará.
—¿Por qué Damjohn no la mata y acaba con esto?
—¿Por qué no se lo preguntas tú mismo?
Gabe no pareció tener respuesta para esto. Se hizo el silencio, y cuando reanudaron la charla fue para cambiar de tema.
—¿Por qué tarda tanto ese gilipollas?
Era la voz de Scrub, vibrante como un tren que pasa justo bajo los pies.
—Dijo que iba a mear.
—Bueno, pues ve a por él.
Ése fue mi pie para largarme de allí.

***

Rosa. Rosa era la clave. Pero no tenía ni idea de cómo encontrarla, ni siquiera de dónde empezar a buscar.
En realidad eso no era del todo cierto. La verdad era que asomar la nariz por el único punto de partida del que disponía, el
club de striptease, era una perspectiva que se parecía mucho a meter la cabeza en la boca de un cañón y encender una cerilla
para ver lo que hay allí.
Me asombré sinceramente de mi propia estupidez.
La rubia del bar de arriba me dedicó una mirada que mezclaba el disgusto y la desconfianza con gran economía de medios.
Pero mis primeras palabras estaban calculadas para derribar su desconfianza y hacer que me quisiera como a un hermano del
que hacía largo tiempo que no sabía nada.
—¿Sabes? —dije, sonriendo alegremente—. Creo que nunca me las he tenido tiesas en este lugar.
La mandíbula inferior de la rubia se derrumbó como por efecto de un cataclismo. Hizo lo que pudo por recolocarla en su
sitio.
—La bebida corre de mi cuenta —aclaré amablemente—. Champán para todos, ¿vale?
Saqué la cartera y coloqué de un manotazo mi tarjeta de crédito sobre la barra. Bueno, sí, era la cartera de Arnold y la
tarjeta de crédito de Arnold, pero sé que se hubiese alegrado de saber que iba a hacer feliz a tanta gente.
La camarera se recobró de la sorpresa y empezó a buscar botellas a toda prisa, por si acaso recuperaba yo la lucidez.
Tomé la primera botella de sus manos, le quité el precinto e hice saltar el tapón mientras ella preparaba las copas. Para
entonces, las chicas del otro extremo de la barra ya se habían dado cuenta de lo que ocurría y se arremolinaron a mi
alrededor. Yo sabía que el margen de beneficio sobre las bebidas era colosal, y que probablemente recibían un porcentaje de
las consumiciones del bar, al igual que de las de las habitaciones; persuadir a un cliente para que las invitase a una copa de
champán era una forma sencilla de ganarse la vida, en comparación con el ajetreo cotidiano, si se me permite la expresión.
Fui repartiendo las copas a medida que las servía, entregándoselas alegre y torpemente a alguna de las manos
extendidas y manteniendo el máximo contacto físico posible. Mi antena psíquica estaba completamente alerta, pero sólo
funciona al tacto. Sabía lo que estaba buscando, pero también sabía que debía aceptar todo lo que me llegase.
Di en el clavo con la octava o novena. Era una morena de labios prominentes y algo demacrada, vestida con un conjunto
de braga y sujetador rojo fuego (las bragas llevaban un corazón de lentejuelas en el centro de la parte delantera), una
vaporosa camiseta transparente y un par de medias negras adornadas con flores de lis.
—Creo que no nos conocemos —le dije, tomando su mano entre las mías y consiguiendo así una fijación psíquica mucho
más fuerte—. ¿Cómo te llamas?
—Jasmine —dijo, dedicándome lo que seguramente ella juzgaba una mirada sensual—. ¿Y tú?
—Me llamo John —dije, porque fue lo primero que se me ocurrió.
—¿Te gustaría subir conmigo al primer piso esta noche, John?
—Claro —dije—. Me encantaría. Sonrió cálidamente.
—¿Qué tipo de cosas te gustan?
—Me gustaría un masaje completo, cuerpo a cuerpo —aventuré; y después, para evitar un interrogatorio más detallado
añadí: —¿Sabes hacerlo como los de Glasgow?
Jasmine fingió como una comedianta.
—Por supuesto que sí, chico malo —ronroneó.
Cogió una llave que le dio la rubia, miró por encima el número y me guió, colgándose posesivamente de mi brazo. Después
de todo, yo era el único cliente que había.
No podría decir si había estado ya en la habitación a la que me llevó, pero era idéntica a todas las que había visto: una
cajita limpia e inhóspita, a su manera un triunfo tan perfecto de la función sobre la forma como el de una pila frente a una
granja de pollos.
—Cuéntame exactamente cómo quieres que lo haga —sugirió Jasmine, sentándome sobre la cama—, y yo te diré cuánto te
va a costar.
Compuse un gesto alicaído.
—Jasmine, la verdad es que esperaba que pudiésemos hablar, simplemente, ya que es mi primera vez contigo y todo eso
—admití—. Así que, ¿cuánto cuesta un misionero sin florituras?
Esperaba que me armase un escándalo, pero se lo tomó con calma: debe de ser más habitual de lo que yo imaginaba que
los clientes lleguen hasta ese punto y después pierdan coraje.
—Son sesenta libras, John. Si dejamos ya eso saldado, después tendremos todo el tiempo del mundo para conocernos el
uno al otro.
Dócilmente, conté tres billetes de veinte sobre su mano extendida. Ella salió de la habitación, seguramente para
entregárselo a la madama de guardia, volvió unos segundos más tarde y cerró la puerta tras ella.
—¿Quieres que me quite la ropa? —preguntó, de pie ante mí, sonriendo mientras se rodeaba los pechos con ambas
manos.
Parecía un gesto simbólico, dado lo escasa que era su vestimenta, para empezar, y no ayudaría nada a crear el necesario
ambiente de charla tranquila.
—No, gracias; con lo que llevas puesto estás magnífica —aseguré—; absolutamente magnífica.
Se sentó junto a mí, puso la mano sobre mi rodilla y se acurrucó a mi lado. Olía a algo floral, dulce y delicado, pero que me
recordó injustamente a Juliet, también conocida como Ajulutsikael. Tuve que contenerme para no apartarme de ella.
—Y, ¿de qué quieres que hablemos, John? —dijo con un arrullador tono infantil.
Me jugué el todo por el todo.
—Tienes una compañera llamada Rosa —dije—, y supongo que coincidiréis algunas noches, de modo que pensé que quizás
la conocerías.
No era lo que ella deseaba ni esperaba oír, pero lo encajó bien.
—¿Rosa es tu favorita? —preguntó, con la misma vocecilla estilo Shirley Temple.
Pensé en el cuchillo de cortar carne.
—Rosa deja una profunda impresión —reconocí, arrodillándome ante el íntimo altar de mi conciencia para expiar aquella
cursilada—. Y, desde que la vi, he estado deseando volver a estar con ella. Pero hoy no está.
—Cierto, no está —Jasmine seguía jugando según las reglas de la casa, pero en su voz había un deje precavido—.
¿Quieres que finja ser ella? Puedes llamarme Rosa, si eso te ayuda.
Negué bruscamente con la cabeza.
—Sólo quiero asegurarme de que está bien. Y quiero volver a hablar con ella.
Jasmine no contestó. O bien había tocado alguna fibra sensible o se estaba preguntando si mi obsesión podría convertirse
en violencia. Esperaba que fuese lo primero, porque al tocar su mano había obtenido una breve imagen del rostro de Rosa
aflorando en su mente. Como mínimo la conocía, y, quizás, si tenía suerte, estaba ya preocupada por ella.
Sin embargo, su primera reacción no fue nada prometedora.
—Rosa está perfectamente —dijo.
Su tono se había vuelto cerrado y monocorde. Retiró la mano de mi rodilla.
—¿Cómo lo sabes?
Pausa.
—Porque la vi ayer. Está perfectamente.
—Ayer, ¿cuándo?
En sus ojos brilló la ira.
—¡Mira, si eres de los servicios sociales o algo así, puedes irte a tomar por el culo!
—Sólo he pagado por un misionero, ¿recuerdas? No soy de los servicios sociales. Y tampoco soy un poli, aunque seguro
que tienes un buen radar para los polis. De verdad que necesito hablar con ella. Y es cierto que me tiene muy preocupado. Si
me dices que está bien, magnífico. Pero, ¿cuándo la has visto?
Aceptando lo inevitable saqué mi menguante fajo de billetes y le ofrecí otro de veinte. No intentó cogerlo. Tan sólo me miró
severamente, pero no de forma agresiva. Era más bien un gesto como de haber acabado ya la representación y estar
quitándose la máscara. No me había abandonado la suerte: parecía que había acertado en mis suposiciones y Jasmine
también estaba preocupada por Rosa. Al menos, ésa era la única razón que se me ocurría para que no hubiese llamado a los
matones ni aceptado el billete extra.
Sin embargo, todavía tenía que decidir hasta qué punto se fiaba de mí, y pude ver que no iba a ser por completo.
—Por la tarde, sobre las dos —dijo—. Llegó tarde, y Patty tuvo unas palabras con ella. Y después Scrub... —vaciló
ligeramente al nombrarlo: me di cuenta de que no era que le tuviese mucho cariño—. Scrub vino y se la llevó a ver al señor
Damjohn.
La pausa fue más larga esta vez.
—¿Y...? —la urgí. Jasmine pareció desolada.
—Y después ya no regresó.
—¿Sabes a dónde se la llevó Scrub?
Jasmine puso los ojos en blanco y después se limitó a negar una sola vez con un gesto. ¿Cómo iba a saberlo? ¿Por qué iba
a querer ella averiguarlo? Estaba claro que aquél no era el lugar adecuado para hacer demasiadas preguntas. Pero yo tenía
que seguir haciéndolas.
—¿Ocurre a menudo que Scrub se lleve a las chicas para que tengan una charla con el jefe? —quise saber—. ¿Os hace una
especie de revisión trimestral o algo por el estilo?
Volvió a negar con un gesto.
—Si quiere vernos lo hace aquí. Pero la mayoría de las veces deja que sea Patty la que se ocupe de las chicas. Él lleva todo
lo referente a la planta baja.
—Muy bien. ¿Dijo algo Scrub sobre el motivo por el que Damjohn quería hablar con Rosa?
Jasmine no respondió inmediatamente, así que aguardé. A veces es mejor esperar que repetir la pregunta.
—Dijo... que ya se lo habían dicho, que ya la habían avisado. Eso fue todo. No explicó de qué. Después ella dijo que sólo
había salido a dar un paseo. Que no se había encontrado a nadie por el camino, que simplemente necesitaba pasear.
Era obvio que lo que le habían dicho a Rosa era que no me siguiera. Pero ella lo había hecho de todos modos: no para
hablar conmigo, sino para intentar clavarme un cuchillo de carnicero que había tomado prestado para la ocasión. Tú lo hiciste.
Has vuelto a hacérselo.
—¿Se marcharon en coche? —pregunté.
—Sí.
—¿Un BMW?
—No lo vi. Pero oí cómo arrancaba.
—¿Tienes idea de dónde vive Damjohn?
Jasmine rió, sin pizca de humor.
—Apuesto a que muy lejos de aquí. No. Nadie sabe dónde vive. Tan sólo lo vemos aquí.
—¿Nunca se lleva un par de chicas a casa, para que hagan alguna hora extra no pagada? Una especie de derecho de
pernada, quiero decir.
—No, que yo sepa. Carole cree que es gay.
No estaba de acuerdo. Tras mi breve encuentro con Damjohn, y especialmente tras aquel involuntario fogonazo de
imágenes e ideas que recibí al estrechar su mano, sospechaba que Damjohn hallaba placer de otras formas que apenas
tenían una relación tangencial con el sexo.
—¿Nada más? —pregunté, sólo para asegurarme. Intentó recordar, frunció el ceño y me miró, dubitativa.
—Creo que Scrub dijo... Pero no tiene sentido.
—¿Qué dijo?
—Bueno... lo que oí fue "Para ti la linda dama".
—¿La linda dama?
—Sí. O puede que dijese la dulce dama. Algo así, no sé. Me sonó raro, por eso se me quedó grabado.
—Gracias, Jasmine —dije, y era sincero—. Gracias por confiar en mí.
No le sirvió mucho como consuelo pero, esta vez, cuando le ofrecí el billete de veinte lo aceptó, deslizándolo dentro de una
de sus medias.
—¿Crees que puedes encontrarla? —preguntó.
Su barniz profesional había desaparecido en cuestión de un minuto: ahora parecía a punto de llorar.
—No lo sé. Pero voy a intentarlo.
—¿Y si Scrub...? ¿Crees que ella estará bien?
No serviría de nada intentar endulzar la verdad: las prostitutas conocen las mentiras piadosas mejor que los curas.
—Tampoco lo sé —admití—. Creo que sí, al menos por el momento. Si hay algo que Damjohn no quiere que ella cuente, es
una tontería llegar tan lejos para silenciarla si todo se resuelve como es debido.
Jasmine no preguntó qué quería decir con eso, ni yo se lo expliqué. De todos modos, lo más probable era que no lo
hubiese entendido. Pero para mí aquello parecía uno de esos problemas de lógica que finalizan con la proposición de que
todos los hombres son Sócrates y Sócrates es un pollo de plástico. Tesis: yo era el que estaba metiendo la nariz donde no
debía y haciendo preguntas extrañas. Antítesis: Rosa sólo era un peligro si me contaba algo que yo no debía saber. Síntesis:
no tenían más que mantenerla fuera de la circulación hasta que consiguiesen atraparme. Cojonudo.
Había sido un día muy largo. Volví a casa de Pen sobre las cuatro y maté un poco el tiempo grabando una melodía en un
walkman que había comprado en el mercadillo de Camden el año anterior. Es un modelo antiguo, sólo para cintas, pero incluye
su propio micrófono y altavoces, lo que lo hace muy útil en todos los aspectos. Tardé un rato en conseguir la melodía exacta, y
no estaba nada seguro de que llegase a necesitarla alguna vez, pero no tenía nada mejor que hacer hasta que Dodson o
Nicky llamasen y me diesen luz verde. Tenía en mente la maniobra de tenazas de John Gittings: estuvo a punto de matarme la
primera vez que lo intentamos, pero no había por qué tirar a la basura una buena idea. Trabajé aplicadamente durante hora y
media, consiguiendo distraerme bastante de mis turbulentos pensamientos.
Nicky no llamó, al final: sencillamente apareció por allí, por sorpresa, a su estilo de obseso por las conspiraciones. Había
bajado en busca de un café y, cuando estaba vertiendo una generosa medida en la cafetera me di cuenta de que estaba allí,
detrás de mí, sentado a la mesa de la cocina, a oscuras. No se había movido desde que yo entré, y podría haber vuelto a salir
de la estancia sin llegar a verlo; cuando lo vi, por un segundo pensé sinceramente que era un visitante de otro planeta.
Al darme cuenta de que sólo era Nicky lo insulté con vehemencia. Encajó los insultos con estoica frialdad.
—Ya he tenido bastante de charlas telefónicas para una semana —dijo sin alterarse—. Cuido mucho mi huella, Felix.
Intento que sea lo menor posible, por muchas y buenas razones.
—¿Tu huella? —repetí, irónico.
—La parte de mi vida que puede rastrearse y grabarse —explicó, inmutable—. Si quisiera ser visible me anotaría en el
censo electoral, ¿no crees?
—Está bien —cedí. Saqué una silla y me senté frente a él—. ¿Tienes algo para mí?
Asintió y descruzó los brazos, mostrando el portátil que estaba debajo, sobre la mesa. Lo empujó hacia mí y yo lo recogí.
—¿Y... una especie de resumen escrito? —aventuré, esperanzado.
—No hace falta: Una carpeta, RUSO; un archivo, RUSO1; tres mil doscientos registros en una secuencia numérica continua
con el prefijo BATR1038. Todas las entradas de datos proceden de un único usuario; el sistema le otorga el número de control
017, y todas las correcciones están hechas por el mismo usuario. Tan sólo hay una conclusión posible para una mente
razonable.
—¿Y es...?
—Que 017 fue el único hombre barra la única mujer barra la única entidad procesadora de datos que ha tenido contacto
con esa carpeta en alguna ocasión.
Digerí estos datos en silencio, hundido en una momentánea depresión hasta que vi la trampa del discurso de Nicky.
—Has dicho para una mente razonable —señalé. Asintió.
—Por supuesto. Una mente como la mía, que acepta la paranoia como forma de mantener una mirada crítica, llega a
conclusiones muy diferentes.
—Venga, Nicky, dime dónde está el chiste.
—En ciento cincuenta y tres de los casos, el usuario 017 cambia a un método de entrada de datos diferente, de pronto y
sin razón aparente. Lo descubrí en config.sys, porque el registro de entrada había sido reescrito para evitarlo.
—Explícalo para los profanos.
—Se deshizo de su teclado, y escribió por encima de algunos campos utilizando un teclado numérico Bluetooth de los que
caben en la palma de la mano, probablemente el modelo diNovo que Logitech presentó el año pasado en Houston. Lo bonito
del asunto es... Bueno, estoy dando por sentado que es un sistema de mochilas: los teclados se conectan con una "llave"
física, codificada individualmente.
—Entiendo.
—Un dispositivo Bluetooth no se conecta físicamente al ordenador. No tiene que encajar en la clavija porque no funciona
así. Es un sistema completamente inalámbrico.
Medité todo aquello durante unos momentos.
—Pero, ¿seguía siendo el usuario diecisiete? ¿El mismo tipo con un teclado diferente?
Nicky sonrió con malicia. Estaba disfrutando aquello.
—Era alguien que hacía creer al sistema que era el usuario diecisiete. Pero tuvo que utilizar su propio número de control
cuando alteró el archivo config. Incluso cuando uno sabe manejarse en estas situaciones deja un rastro. Éste es el usuario
cero veinte.
—Te tengo, cabrón —susurré—. Nicky, esto ha sido magnífico... gracias. Acabaré con todo esto mañana, seguramente, y
puedes dar por seguro que este año la Navidad llegará muy pronto.
Nicky se tomó las alabanzas con el mismo estoicismo con el que había encajado antes los insultos: aceptarlas rebajaría su
dignidad. Pero no se movió de allí.
—Hay algo más, Felix —dijo.
—Adelante.
—Ya que estaba con ello, eché un vistazo en algunas de las demás carpetas. Había un par de docenas que databan de
hace seis o siete años. Las más antiguas están bien, sin trampas ni entradas anómalas. Pero desde hace tres años hasta hoy,
el usuario cero veinte ha estado muy, pero que muy ocupado. La entrada modificada vía Bluetooth más antigua es de marzo
pasado; antes de eso utilizaba un widget irF, pero el principio es el mismo: utilizar una puerta trasera que el sistema mantiene
abierta para acoplar tu portátil o tu Palm Pilot al ordenador principal y actualizar agendas o cosas así.
Se puso en pie.
—Hay unos dos mil registros afectados —dijo—. En este disco duro. Dando por supuesto que hay otras unidades de
entrada de datos independientes, quién sabe hasta dónde habrá llegado el señor Veinte.
Cuando ya se dirigía hacia la puerta le pregunté:
—Nicky, ¿qué les hace a los registros? Es para que me quede bien claro. ¿Qué está falsificando?
—Tú ya lo sabes, Felix —me reprendió Nicky.
—Los está borrando —dije—. Está eliminando entradas del sistema.
—Exacto. Oye, yo nunca he estado aquí, y por tanto tú no me has visto. Que pases una buena velada.
XVIII

D omingo. Día de descanso. Pero, como señaló agudamente algún listillo cabrón, no hay descanso para el mal, lo cual me da
bastante trabajo, sí señor.
No sé a dónde van los policías para relajarse y pasar su valioso y limitado tiempo de ocio. Claro que uno puede
imaginárselo, más o menos. A algún bar en el que todo el mundo comprueba si le han llenado bien la jarra antes de beber, en
el que puedes dejar el abrigo en el respaldo de tu silla cuando vas a mear, y en el que los chistes de paquistaníes nunca se
pasan de moda.
Por razones obvias, no fue en un lugar de esos donde James Dodson se citó conmigo. Escogió el Bar Italia, en Old
Compton Street. Cuando llegué estaba sentado en el extremo más alejado, intentando con todas sus fuerzas fundirse con la
decoración. En cuanto me senté, con un expreso con espuma de leche y canela en la mano, dejó caer una carpeta color beige
sobre la barra y se puso en pie.
—Todo lo que necesita está ahí —dijo—. Ahora, a menos que beber con usted sea una condición indispensable, me voy. Y
espero que cumpla su palabra, Castor. Si vuelvo a saber de usted, si simplemente vuelvo a ver su cara, tengo unos cuantos
amigos que disfrutarán haciéndole llorar lágrimas de sangre.
Le dirigí una mirada dolorida, pues el cliché me ofendía más que la amenaza.
—Muy bien; pero entonces yo moriría, Dodson, y tendría que volver para atormentarle a usted. Será mejor que se aparte
de mí si me ve.
Se fue echando chispas, bien porque decidió que yo no merecía el esfuerzo de una esgrima verbal, o porque recordó que
había salido desarmado. Centré mi atención en la carpeta.
Tal como él había dicho, tenía todo lo que necesitaba. El café se enfrió, y encima de él se formó una costra de muy mal
aspecto, como una herida mal curada, mientras yo me sumergía en los fantasmagóricos resultados del arduo trabajo
burocrático que Dodson había sacado a relucir para mí.
Puede decirse lo que se quiera de nuestras fuerzas policiales, pero su papeleo es inmaculado. Los informes forenses se
basaban en radiografías, analíticas, diagramas explicativos y, en uno de los casos, incluso en una camiseta, o al menos en su
fotografía. La habían incluido porque encontraron algunas fibras de la prenda en la garganta de la mujer en cuestión, lo que
indicaba un intento de asfixiarla "después de haberle quitado la ropa en una etapa anterior del asalto".
Ser lo que soy me hace patológicamente sensible en muchos aspectos, y odiosamente impasible en otros. En esta ocasión
predominaba el primer rasgo, y tuve que esforzarme en regular mi respiración mientras trataba de encajar las horribles
circunstancias en las que las vidas de esas tres mujeres habían llegado a su fin.
Jenny Southey fue víctima de un atropello en el que el conductor se dio a la fuga, pero no había sido nada limpio ni rápido.
Era prostituta, y trabajaba en las calles que rodean King's Cross. Apenas tenía dieciocho años. Un automóvil la había
aplastado contra una pared, rompiéndole la pelvis y haciendo estallar su hígado. Las notas del informe decían que habían
interrogado a un sospechoso, que había hecho una confesión llena de incoherencias. El asunto parecía ser el resultado
accidental de un intento demasiado vehemente de solicitar los servicios de la muchacha desde el coche, unido a la ingesta de
grandes cantidades de alcohol. Fuese cual fuese la sentencia que acabase cayéndole al tipo, deseé que llegase acompañada
de una impotencia de por vida, causada por su alcoholismo.
Caroline Beck era todavía más joven, pero su muerte fue igualmente brutal y arbitraria. Había muerto de una sobredosis
de metadona durante una fiesta, tres calles más allá del Bonnington, en la evocadora Polygon Road. Eso habría sido lógico y
natural si ella hubiese sido drogadicta, pero no lo era: algún hijo de puta con un colocón de órdago se había acercado a ella
mientras bailaba y le había inyectado una dosis antes de que la muchacha supiese lo que estaba ocurriendo. El tipo sólo
quería compartir sus buenas vibraciones, pero como eligió la arteria carótida y como ella no lo había probado nunca, el efecto
se vio magnificado de forma espectacular. La chica murió aproximadamente media hora después, cuando los músculos
sufrieron un espasmo y su respiración se detuvo.
Ambos casos me parecieron bastante creíbles: eran el tipo de muertes turbias y confusas que dejan parte del espíritu
atrapado en las redes de unos sentimientos agónicos e inacabados. Pero cuando pasé al número tres supe que había
encontrado a mi fantasma.
A diferencia de las otras dos, ésta no tenía nombre, sólo un número de caso y una descripción clínica. Un metro cincuenta y
nueve de altura; cabello castaño; ojos marrones; constitución delgada; edad, aproximadamente veinticinco años. Desnuda,
aunque al analizar una camiseta hallada junto al cuerpo aparecieron restos de su sangre y células muertas epiteliales. Había
sido encontrada en el contenedor de escombros de un almacén de materiales de construcción, más allá de la urbanización de
Ampthill, muerta desde al menos tres días atrás. La fecha del informe de incidencias era miércoles, 14 de septiembre: el día
después de la primera aparición del fantasma en el archivo Bonnington.
Los detalles eran macabros. La muchacha había sido violada, vaginal y analmente; había rastros de semen sólo en la
vagina, pero en ambas zonas había traumatismos coincidentes con los que presentan las violaciones. Su rostro presentaba
multitud de cortes profundos, hechos con alguna herramienta de metal afilada e irregular, que había causado laceraciones
generalizadas y pérdida de sangre. El médico forense se había pasado largo tiempo catalogando esas heridas faciales:
"multitud de cortes y laceraciones superficiales e irregulares, de diferentes grosores y perfiles" anotó, impasible, antes de
continuar especificando la posición y medida de cada uno de ellos. "El instrumento utilizado en el ataque tenía varias caras, y
filos que se movían independientemente los unos de los otros" concluía. Pero la causa de la muerte era asfixia: aquella
camiseta, embutida hasta el fondo de su garganta hasta que ya no pudo respirar más.
Las heridas del rostro eran sólo un obsequio, como lo era la camiseta; en la foto podía leerse claramente el lema
ОткрьІТо. No tenía ni idea de lo que significaba, pero incluso yo podía ver que era cirílico. Y no era una camiseta, en realidad:
era una sudadera blanca, con capucha y sin mangas.
Entre el resto de la documentación encontré una fotografía que mostraba la cabeza y hombros de la muchacha. La fría
descripción de esas heridas no reflejaba para nada la realidad; me estremecí al contemplar el trozo de carne sanguinolenta en
que se había convertido la parte superior de su rostro. Ya la primera vez que la vi supe que no era un velo lo que llevaba, pero
no había querido pensar demasiado en lo que era aquello en realidad.
Así que eres tú, pensé. Alguien te violó. Alguien te asesinó. Alguien atrapó tu alma en una camisa de fuerza hecha de
sortilegios mágicos.
Y después me contrataron para que te rematase.
La ira me subió del pecho a la garganta, sublimándose hacia el exterior por entre mis apretados dientes. Se llevó algo del
horror y la impotencia, cosa que agradecí. Pero algo extraño ocurrió cuando alcanzó los rincones más atávicos de mi cerebro.
El rostro de mi hermana Katie iba y venía entre el devastado rostro de la foto y el mío, y las lágrimas me cegaron por un
momento. No eran lágrimas de sangre, sólo las de la variedad habitual, pero estaban lo bastante calientes para quemarme.
Me invadió el dolor y la vergüenza más amarga. No intenté analizar ninguna de esas emociones, simplemente las soporté
hasta que fueron remitiendo y pude volver a ver de nuevo el perfil de la rabia bajo aquel negrísimo sudario.
Alguien iba a pagarlo. Me ayudó algo el ser capaz de decirme eso a mí mismo, y lo decía sinceramente. Alguien iba a
pagarlo con unos intereses desorbitados y ejemplificantes.
Volví a mirar los documentos que Dodson me había dado. Ninguna de las últimas anotaciones indicaba que la fallecida
hubiese sido identificada en alguna de las etapas de la investigación. De hecho, investigación era seguramente una palabra
demasiado grandilocuente para definirlo. La policía había hecho algunas preguntas por los alrededores para ver si alguien
había oído algo, a pesar de la clara anotación del forense en cuanto a que no había "ninguna evidencia de trauma ni relación
sexual in situ". Habían tomado declaración al gerente del lugar, que confirmó que el contenedor estaba sin utilizar y sin vigilar
desde al menos una semana antes de encontrar el cadáver. Habían rebuscado un poco en la lista de personas desaparecidas,
emitieron una rutinaria petición de información destinada a la Interpol y después se sentaron y se prepararon un té. Era una
inmaculada investigación en piloto automático: nadie se preocupaba, y nadie iba a perder el culo por una prostituta de la
Europa del Este a la que habían encontrado desnuda y violada en una obra. Incluso con cuotas de inmigración descendentes,
seguía siendo un caso más de los muchos semejantes que se iban acumulando.
Pagué el café, que no había tocado, salí del establecimiento y me dirigí hacia Old Compton Street. Seguía faltando algo,
pero ahora conocía más o menos las líneas generales. Podía completarlo mirando las piezas de alrededor.
Damjohn era un proxeneta que tenía clubes de striptease y burdeles en el triángulo de Clerkernwell, y había alguien en el
Bonnington que lo conocía bien.
Gabe McClennan era exorcista. Había estado en el archivo, pero fuera a lo que fuese a lo que había ido, ese día disparó
balas de fogueo: Había silenciado al fantasma del archivo, pero no la había matado.
Rosa era prostituta. Trabajaba para Damjohn. Éste se había tomado muchas molestias, a lo que parecía, por asegurarse
de que yo la viera; y después ella había intentado matarme con un cuchillo de cortar carne por algo que ella creía que yo le
había hecho a otra mujer.
El fantasma era de algún lugar del Este de Europa, probablemente Rusia, ya que parecía que su idioma nativo era el ruso.
Pero había muerto en Somers Town, violada y asesinada, y su espíritu estaba atrapado en el sótano de un edificio público en
el que en principio no tenía razón alguna para estar.
Había algo que relacionaba todos esos datos y les daba sentido. Pero lo más cercano que yo tenía era la tarjeta que me
había dado el fantasma en mi segundo día en el archivo, con su críptica inscripción ECDE 7405 818. Cuantas más vueltas le
daba, menos sentido parecía tener.
En esas circunstancias, lo último que podía apetecerme en aquellos momentos era una boda. Pero a eso era a lo que iba a
acudir.

El oratorio de Brompton, inmortalizado por una canción de Nick Cave and the Bad Seeds: ésa es otra de las asociaciones
automáticas de las que podría prescindir. Pero he de admitir, como ateo que soy, que aquél era un lugar de culto de la leche,
todo perspectivas verticales y volantes barrocos. Si uno se casa aquí, ya no hay necesidad de pastel de boda.
Tres limusinas blancas estaban aparcadas frente al edificio, la primera de ellas adornada con cintas blancas. Dos
acomodadores vestidos de punta en blanco que estaban en el pórtico contemplaron atónitos mi gabardina y mi aspecto
general, que hacía pensar que acababa de salir de una tormenta. Hacían buena pareja tan sólo en un aspecto: ambos tenían
exactamente el mismo tono de piel que Cheryl. Pero uno de ellos era como una pértiga puesta de pie, mientras que el otro era
unos tres centímetros más bajo que yo y quince centímetros más ancho, todo músculo, al parecer, nada de grasa. Fue este
amable caballero quien se cruzó en mi camino, como uno de esos camiones de juguete de Tonka hechos en acero inoxidable,
ésos que puedes tirar por un acantilado sin que se raye la pintura siquiera. Alcé severamente un dedo para advertirle:
—Vengo por parte de la novia —le dije—. No estropeemos la fiesta.
—Nosotros sí venimos por parte de la novia —dijo la pértiga adustamente, aproximándose desde el otro lado—. Déjanos
ver tu invitación.
Fingí ponerme a rebuscar por mis bolsillos, esperando que apareciese otro invitado de última hora para distraer su
atención. No hubo suerte.
—La tengo por aquí, en alguna parte —me excusé—. ¿Puedo entrar ahora y os la enseño después?
—¿Cómo se llama la novia? —preguntó Pértiga, cediendo un poco.
¿Pendón?
—Siempre la llamo por su mote —aventuré.
—¿Qué mote? —intervino el Camión Tonka.
Intenté pensar en un mote. Su puño me aferró la camisa y su rostro se frunció en una mueca severa. La inspiración llegó
justo a tiempo para evitar que me enviasen escaleras abajo de una patada en el culo.
—Ah, ya recuerdo —dije, dándome una palmada en la frente para castigar a mi cerebro por su errático funcionamiento—.
Cheryl tiene la invitación. Cheryl Telemaque. Mi prometida.
—¿Prometida?
La pértiga pareció horrorizarse, mientras que el cachas quedó lo bastante conmocionado para hacer que me preguntase si
bebería los vientos por Cheryl. Fuese como fuese, el truco funcionó. Me escabullí entre ambos y antes de que pudiesen
reaccionar ya estaba dentro. Ninguno de los dos me siguió.
En el interior contemplé la gran obra maestra del plagio devoto de Herbert Gribble, llena a rebosar de hileras de personas
engalanadas con trajes y vestidos probablemente adquiridos a plazos en lugar de al contado, todos dócilmente sentados,
aguardando la llegada de la novia. El novio estaba ya junto al altar, tan compuesto y tranquilo como puede estarlo un hombre
atado a las vías del tren que oye ya el silbato de la locomotora.
Cheryl estaba en la quinta fila desde atrás, ataviada, de acuerdo con la arquitectura que la rodeaba, con un vestido beige
tan lleno de encajes que la palabra "barroco" parecía apropiada para ella también. Los zapatos de piel color crema con rosas
plateadas encajaban bien con el ambiente italianizante del lugar. Más allá pude ver a Alice Gascoigne y a Jeffrey Peele, uno
junto al otro, y a Jon Tiler, con aspecto de ser un orangután a medio amaestrar embutido en un traje a medida. A la medida de
un chimpancé.
Me senté junto a Cheryl: ella me miró, apartó la vista y un momento después el horror hizo que sus ojos se abrieran como
platos, en una reacción tardía digna de Norman Wisdom [8].
—¡Felix! —susurró con voz ronca—. ¿Qué haces aquí?
—Pasaba por aquí.
No le hizo ninguna gracia, y no la culpo.
—No me parece mal que hayas venido, pero pareces lo que trajo el gato. ¿Es que te has vuelto loco? —gesticuló
agitadamente, señalando mi pechera—. Fíjate, ni siquiera te has planchado la camisa. Tu ropa está tan arrugada como si
hubieses estado revolcándote por el suelo.
—Eso es culpa de los acomodadores de ahí fuera —dije, como débil gesto de autodefensa—. Querían darme una paliza.
¿De dónde demonios los has sacado?
—Son mis primos, Andrew y Stephen —replicó—. Y son un verdadero encanto, así que no te atrevas a decir ni una palabra
más.
Tal vez era hora de buscar un tema algo más neutral.
—Pensaba que te habías criado en Kilburn, pasando bastantes apuros —dije, contemplando las sedas y joyas de
alrededor.
—Sí —dijo, mirándome con dureza—. Y también puedo hacer que tú pases apuros, si viene al caso.
—No lo dudo. Pero, ¿de dónde saca tu madre los enchufes para armar un sarao como éste?
La gente empezaba a girarse para mirarnos. Cheryl se ruborizó, adquiriendo un color castaño mucho más oscuro y
matizado que no pegaba nada con el vestido y me hizo desear quitárselo.
—No es mi madre —murmuró ferozmente—. Es mi tía Felicia. Es miembro de la orden.
—¿La orden?
—La Congregación Católica del Oratorio. Son los dueños de este lugar, ¿entiendes? Y ahora dime qué demonios estás
haciendo aquí; deja de cambiar de tema.
—Quiero una invitación.
—Ya te las has arreglado para invitarte tú mismo, creo yo.
—Para la ceremonia no: para la recepción. Es en el Bonnington, ¿no? ¿Puedes conseguir que me dejen pasar?
Se quedó mirándome unos segundos, atónita.
—¿Piensas causar problemas en la boda de mi madre? —quiso saber.
Era hora de escabullirse de nuevo.
—Es por Sylvie —dije.
Cheryl seguía recelando; su radar ya me sintonizaba bastante bien, a pesar de que hacía menos de una semana que nos
conocíamos.
—¿Qué pasa con ella?
—Sé quién era, y también lo que le hicieron. La violaron y asesinaron, y tiraron su cuerpo en un contenedor de escombros.
No puedo dejar pasar esto; se lo debo.
Eso calmó a Cheryl. La calmó demasiado, al parecer. Antes de hablar de nuevo pestañeó tres veces, mirándome con ojos
apenados y llenos de lágrimas.
—¿La asesinaron?
—Le destrozaron la cara con algo afilado e irregular. La asfixiaron con su propia...
—¡Calla!
—No voy a armar ningún jaleo, Cheryl, te lo prometo. No pienso molestar a nadie. Pero tengo que intentarlo.
Más cabezas se volvieron hacia nosotros. Nuestra conversación en susurros estaba causando ahora tanto revuelo como mi
desastroso vestuario, desmintiendo mi promesa de ser discreto.
—¿Intentar qué? —preguntó débilmente Cheryl, como alguien que sabe de antemano que tiene la batalla perdida.
—La imposición de manos.
Al principio no lo entendió. Cuando sí lo hizo se quedó atónita.
—¿Qué? ¿Crees que lo hizo alguien del archivo?
—No. Estoy seguro al cien por cien.
—¿Y qué? ¿Vas a ir por ahí tocando a la gente para ver si alguno de ellos es un asesino? ¡Joder, en la recepción de boda
de mi madre, ni hablar!
—Todo el mundo se saluda con un apretón de manos en las bodas. Nadie se dará cuenta.
El organista atacó el himno nupcial y todas las cabezas se volvieron.
La madre de Cheryl se parecía mucho a su hija, sólo que era más alta e imponente. Bajo el blanco velo, su rostro oscuro
tenía una belleza austera, y caminaba como una emperatriz. Fue como una revelación: si la herencia contaba para algo, Cheryl
iba a envejecer muy, pero que muy bien.
La novia avanzó majestuosamente por el pasillo, y varias mujeres maduras a ambos lados utilizaron copiosamente sus
pañuelos. Alice Gascoigne mantuvo el suyo firmemente guardado en su pistolera: acababa de verme, y su mirada tenía la
expresión con la que el fantasma de Banquo debió de haber contemplado a Macbeth.
—Decías que estaba triste —recordé a Cheryl—. Ahora sabes el motivo. ¿Quieres que el cabrón que le hizo eso escape de
rositas?
No contestó.
La madre de Cheryl pronunciaba ya sus votos. Parecía como si los hubiese improvisado ella misma, porque pasó de "Te
adoro con todo mi cuerpo" a unas oraciones subordinadas bastante explícitas.
Cheryl apartó la vista.
—Está bien —dijo, con tono triste y apagado.
Abrió su carterita, confeccionada en piel color crema y apenas lo bastante grande para contener un pañuelo y un tampón.
Por medio de alguna alquimia sacó un ancho tarjetón de esquinas doradas. Me lo entregó sin decir palabra. Comenzaba
QUEDA USTED CORDIALMENTE INVITADO AL ENLACE DE EILEEN TELEMAQUE Y RUSSEL KEELE, EL DOMINGO 25 DE NOVIEMBRE DE
2005. La introduje en mi bolsillo, con un susurro de agradecimiento hacia Cheryl.
Más votos, ahora del novio, que parecía estar leyendo una chuleta que veía por primera vez. Bueno, es que si no lees la
letra pequeña no tienes nada en lo que basarte.
—¿A qué hora comienza la recepción? —pregunté a Cheryl en voz baja.
—A las tres. Lo pone en la invitación. Felix, no lo jodas todo, ¿vale? No hagas nada horrible.
Empecé a calcular a toda prisa. Había unas cuantas cosas que tenía que hacer antes que nada. Di un cariñoso apretón a
Cheryl en la mano y me escabullí fuera del banco.
—Te pillo después —prometí.
—Tú sí que vas a pillar algo —profetizó Cheryl amargamente.
Es difícil salir discretamente de una boda que todavía no ha finalizado. Los acomodadores me miraron con odio cuando
pasé junto a ellos en la entrada, intentando fingir que sólo salía un momento para leer el contador del gas. A mis espaldas, los
tremendos acordes del órgano crecieron hasta una impresionante octava que quedó colgada en el aire como si fuese
mobiliario flotante.

Me dirigí al Bonnington en primer lugar, volví a entrar en las estancias secretas e hice lo que tenía que hacer. La atmósfera
del cuarto del sótano era tan opresiva que me sentí como si estuviese sorbiendo el húmedo aire, en lugar de aspirarlo. Tuve
buen cuidado de no volver a tocar el sortilegio silenciador de McClennan con la piel desnuda. La verdad es que apenas era
capaz de mirar hacia él: me parecía estar contemplando la cosa más malvada que había visto en mi larga y azarosa vida.
Cuando acabé ya no me quedaba más que dejar pasar el tiempo. Volví a salir a la calle, cerré cuidadosamente con llave
tras de mí y me fui al Rocket, en Euston Road. Una de las fachadas del pub da hacia Ossulston Street, que era adonde se
dirigirían todas aquellas elegantes limusinas blancas, obligadas por la dirección única de las calles, antes de aparcar frente al
Bonnington. Me enteraría de su llegada con tiempo de sobra, y mientras tanto también me sobraría el tiempo para tomarme
una pinta de cerveza y calmar los nervios.
No le había mentido a Cheryl. No exactamente. Pero tampoco le había contado toda la verdad. No me serviría de nada
estrechar las manos de todo el personal del archivo si lo único en lo que estaban pensando era en el coste de los canapés y
en lo grande que parecía el culo de la novia. Tenía que agitar sus emociones y sus pensamientos para dirigirlos hacia la mujer
muerta. Pues bien, se me había ocurrido una manera de hacerlo; una manera que iba a convertir la cuarta boda de la señora
Telemaque en una celebración que todo el mundo recordaría.
Los vehículos aparecieron alrededor de media hora después. Les concedí otro cuarto de hora más y después fui
tranquilamente a reunirme con ellos.
Las puertas del Bonnington estaban abiertas. No había rastro de los acomodadores del oratorio, pero un maestro de
ceremonias vestido con un esmoquin rojo me dedicó una sonrisa de bienvenida, que se solidificó en una mueca mucho menos
cordial al ver cómo iba vestido. Le mostré durante un segundo mi invitación y seguí mi camino.
Los novios no estaban en la puerta recibiendo a los invitados, de modo que cuando llegué a la sala de lectura mi entrada
pasó desapercibida. A mi alrededor pude contemplar una escena llena de alegría e inocente celebración, que me hizo sentir un
poco incómodo por lo que tenía pensado hacer a continuación.
En una esquina de la sala habían colocado unas mesas sobre caballetes, cubiertas con amplios manteles blancos que
llegaban hasta el suelo; estaban sirviendo un cóctel de champán, y unas camareras vestidas con un uniforme blanco y negro,
de un estilo vagamente de época, iban de aquí para allá con bandejas de plata llenas de elegantes canapés. Todo muy
refinado. Lo peor era que las estanterías y el mostrador de los bibliotecarios habían sido arrimados a la pared y camuflados
con sábanas blancas: no había ningún lugar donde pudiera esconderme en la siguiente etapa del procedimiento, la más
compleja de todas.
No ayudaba en nada el hecho de que yo destacase allí como un rabino en medio de un baile country. La única razón de
que nadie me hubiese visto hasta el momento era porque se estaba pronunciando un discurso, y todas las miradas estaban
puestas sobre el hombre, para mí un completo extraño, que lo estaba dando. Entre los invitados distinguí a Rich, vestido con
un inmaculado traje gris y un chaleco azul cielo, que hablaba con Jon Tiler en la esquina opuesta de la sala. Cheryl estaba
enfrente, colgada del brazo de su madre. Después de buscar durante un rato localicé a Alice y Jeffrey junto a la mesa de las
bebidas. Alice esperaba a que le rellenasen la copa de champán, mientras que Jeffrey hablaba con una gruesa mujer ataviada
con un voluminoso vestido rojo; su rostro exhibía una tensa sonrisa de pega: parecía un hombre intentando con todas sus
fuerzas pasárselo bien en la fiesta de su linchamiento.
Miré a mi alrededor en busca de algún lugar donde pudiese tocar sin ser molestado, pero no parecía haber gran cosa.
Justo cuando finalizaba el discurso con un fuerte aplauso me escabullí tras un pilar que al menos me protegería de miradas
casuales. Saqué el flautín del bolsillo y me lo llevé a los labios.
Allí, en el corazón de su territorio, mi percepción del fantasma era más fuerte y clara que nunca, pero aún así no iba a ser
nada fácil. Estaban ocurriendo demasiadas cosas, demasiados estímulos y sonidos que competían con el mío. Cerré los ojos
para bloquear al menos uno de los focos de distracción e intenté concentrarme solamente en las percepciones de su presencia
en mi mente, ese sentido que para mí era más parecido al oído que a cualquier otro, pero aún así imposible de diseccionar ni
de describir.
Ahora tenía la palabra el novio, y todas las demás conversaciones de la sala se habían detenido. Rebosante de
impaciencia, aguardé a que comenzase de nuevo el murmullo general. Estuvo hablando durante lo que me pareció una hora
sobre el cambio que había representado Eileen en su vida, sobre lo afortunado que era y lo deseoso que estaba de
convertirse en un padre para Cheryl. Me pregunté si había leído las condiciones de trabajo.
Cuando se repitió el aplauso comencé a hilvanar las primeras notas. Intenté que sonase muy bajo, y al principio lo
conseguí, pero la melodía va hacia donde quiere ir: si intentas cambiarla en algo, el resultado es diferente.
Mi mente se concentró en la sucesión de notas, en la base de la melodía del fantasma. Parte de ella era "The Bonny
Swans", pero la mayoría era algo nuevo, suyo y de nadie más, el sonido que representaba el espacio que ella ocupaba en el
mundo, la canción que la cantaba a ella.
Ciertos huecos que noté en la madeja de voces que me rodeaba me hicieron saber que los invitados más cercanos a mí
habían advertido la música. Probablemente estaban mirando alrededor para localizar su origen. Continué tocando, sin
apresurarme ni aminorar el ritmo: ahora estaba atado al timón y debía ir hacia donde me llevase.
Fue haciéndose el silencio, y se oyeron pisadas que se aproximaban hacia mí, pero yo ya casi había acabado. Unos
cuantos compases más y ya. Una mano aferró mi hombro: con los ojos fuertemente cerrados, hice caso omiso de ella,
descendiendo en un lastimero diminuendo hasta llegar a una única nota, que volvió a subir en un inesperado y desafiante trino
final.
Alguien me arrancó el flautín de las manos. Abrí los ojos y encontré frente a mí la mirada del Camión Tonka, el primo
fuertote de Cheryl. Levantó el flautín frente a mí; su rostro era la viva representación de la furia. Otros rostros se agolparon
tras él, mirándome unos con curiosidad y otros con resentimiento.
—¿Esto es un chiste? —quiso saber el macizo, en tono agresivo.
—No; es una invitación —contesté.
En la parte de atrás del grupo de gente se oyeron gritos sofocados, y después un alarido. Todas las cabezas se volvieron
en esa dirección, incluida la del Camión Tonka; mientras éste se quedaba mirando boquiabierto, al igual que todos los demás,
le quité el flautín de la mano y me lo metí cuidadosamente en el bolsillo. Iban a desencadenarse todas las furias del Infierno,
así que era mejor que mi instrumento estuviese a buen recaudo.
El fantasma del archivo caminaba por el centro de la sala, en medio de la gente, que se apartaba de ella tan rápido como
podía; los fantasmas pueden ser un fenómeno bastante corriente en estos días, pero algunos de ellos tienen más presencia
que los demás, y la mujer sin rostro tenía un aire de determinación tan inexorable que saturaba la estancia.
Se detuvo y miró ciegamente a su alrededor. Ahora era más sólida, y podía distinguirse que la ropa blanca que llevaba
puesta acababa a la altura de la cintura. De la cintura para abajo llevaba una sencilla falda negra, y sus brazos estaban
desnudos.
—Gdyeh Rosa? —dijo, con un vivo y apenado énfasis—. Ya nye znayo gdyeh ona. Vi dolzhni pomogitye menya naiti yeyo.
Se oyeron varios gritos entre la multitud.
—Ya potrevozhna o Rosa.
Aparté al acomodador de un empujón y me mezclé entre la multitud con el corazón palpitante. Tenía que ser ahora,
mientras la conmoción causada por el discurso del fantasma estaba todavía vivo y fresco en la mente de los testigos. Me había
tomado muchas molestias para montar todo aquello, y si malgastaba aquella oportunidad todo se iría a la mierda.
Alice y Jeffrey seguían cerca de la mesa de las bebidas, pero se estaban dirigiendo hacia la puerta todo lo aprisa que
podían avanzar sin que Jeffrey se viese forzado a tocar a nadie. Alice encabezaba la marcha, fieramente decidida, mientras
que Peele se refugiaba enclíticamente tras ella. Me crucé en su camino y ella se detuvo abruptamente, mirándome con
ofendido desconcierto.
—Sí señor, esto es lo que yo llamo una fiesta —dije, socarrón.
—Castor —dijo Alice, y en su voz había un tono duro que me tomó por sorpresa, mientras que sus ojos me miraban con
algo muy parecido al odio.
Extendí la mano para tomar la suya y, aunque ella la retiró de inmediato, furiosa, conseguí sujetarla. La primera vez que la
había tocado atendí con todas mis fuerzas pero no había percibido ni media. Pero ahora era diferente: estaba enfadada y
conmocionada, y tenía la guardia baja. Si no conseguía percibir nada ahora, nunca podría.
—Estás radiante, Alice —dije, apretándole la mano con una sonrisa de circunstancias—; seguro que estás embarazada.
DESTELLO: Sentí la puñalada de su furia e indignación, seguida por una punzada de miedo genuino, que estaba de todo
excepto oculta. Miedo al fantasma, por supuesto, pero también había otro miedo que sobresalía tanto que diluía todo
razonamiento. Alice no quería de ningún modo quedarse embarazada. Y tampoco quería de ningún modo que yo la
manosease. Mientras forcejeaba para zafarse pude ver en su mente, en rápida sucesión, una mirada infantil que contemplaba
a un hombre enorme de aspecto amenazador que se afeitaba frente a un espejo oval; un narciso marchito en un esbelto
florero en el que tan sólo quedaba un dedo de agua, convertida en un poso marrón; su mesa de despacho, en el archivo,
inmaculada y vacía, con las bandejas de correo alineadas justo en la esquina derecha del escritorio, al estilo en que se hacen
las camas en los hospitales, con el embozo doblado en pico en uno de los lados. Tardé un momento en darme cuenta de que,
aunque se trataba de su mesa, estaba colocada en el estrecho despacho de Peele, con su extraña planta irregular. En otras
palabras, era la mesa del jefe, pero con el nombre de Alice en la puerta en lugar del de Peele.
Alice consiguió liberar su mano con cierto esfuerzo. Pensé que iba a utilizarla para darme una bofetada, pero tan sólo me
insultó en voz muy baja, utilizando una palabra que no creía que ella pudiese conocer, cuyas dos últimas sílabas eran "pollas".
No le hice ni caso y me lancé hacia Peele.
Al ser aurista, Jeffrey tenía muchas más objeciones que Alice a ser tocado, más fuertes y mucho más profundamente
enraizadas: lo que para ella era solamente fastidioso, para él era patológico. De modo que no tuve que hacer nada para subir
su temperatura emocional. En cuanto aferré su muñeca se puso rígido, y llegó incluso a dar un verdadero salto, que separó
sus pies del suelo durante un segundo.
—¡No haga eso! —aulló—. ¡Señor Castor...! DESTELLO. Durante un microsegundo pude ver uno de los pasillos del archivo y
al fantasma en él, de perfil, pero con el rostro vuelto hacia él, poco antes de que un pánico total y desatado borrase todas las
imágenes y dejase su mente en blanco, el blanco del ruido blanco.
Peele luchaba con todas sus fuerzas por alejarse de mí, y la gente de alrededor nos contemplaba atónita. De pronto lo
solté, y cayó hacia atrás, golpeándose contra los espectadores y haciéndoles perder el equilibrio. Entonces sí me abofeteó
Alice, con un doloroso revés que seguramente dejó una marca visible. Jon Tiler apareció de improviso para ayudar a Peele a
ponerse en pie: mientras se inclinaba hacia delante lo intercepté y aferré sus muñecas, haciendo que se detuviera y me
mirase boquiabierto.
Un segundo después mi cuerpo se arqueó hacia atrás como el de un epiléptico en pleno ataque. Caí al suelo como un saco
de lastre mal cerrado.
No había tocado a Tiler en mi primer día en el archivo. Probablemente había sido mejor así. Era un supertransmisor, algo
así como una sirena antiniebla emocional, y habría causado muy mala impresión en mi debut si hubiese perdido el control de
mis extremidades frente a un montón de gente a la que acababa de conocer.
Aunque había caído tan pesadamente me las arreglé de algún modo para mantener al menos una de mis manos en
contacto con la muñeca de Tiler mientras me golpeaba contra el suelo y me doblaba como una navaja. Las imágenes e
impresiones que estaba percibiendo entraban a borbotones en mi mente, como si saliesen de una manguera de alta presión.
No podía evitar que entrasen, ni clasificarlas. Las visiones del fantasma eran las más fuertes, en todas las salas y pasillos en
los que Tiler la había visto; pero las compuertas se habían abierto y la creciente marea de sus recuerdos se abrió paso entre
ellas, arrastrándolas muy lejos. Pude ver la mayor parte de la niñez de Tiler, incluso conocí a su madre desde el punto de vista
de un bebé (a esa edad, su interés por ella estaba centrado sobre todo en su pecho izquierdo), reviví su adiestramiento para
dejar de utilizar pañales, los cuentos de antes de dormir, una abusona relación con el gato de la familia y Dios sabe qué más.
Sin embargo, el orden no era cronológico: lo vi sentado en un cine, llorando al contemplar Lo que el viento se llevó; vertiendo
agua hirviendo sobre un plato de pasta precocinada y deshidratada; y también en el archivo, envolviendo cuidadosamente un
viejo libro de tapas de piel en plástico de burbujas. Era un registro parroquial, con una etiqueta que decía "De mayo a junio de
1840". Mientras trabajaba miraba por encima del hombro, para asegurarse de que nadie lo veía. Protegió las esquinas con
refuerzos de cartón, laboriosamente cortados y pegados con celo. Sabía lo que estaba haciendo: lo había hecho mil veces
antes, siempre con el mismo hormigueo cálido en la parte baja del abdomen. Era como empezar a notar un orgasmo que
nunca se resolvía; y aquella sensación, aquella eterna escala ascendente, era la piedra angular de su vida.
—Creo que ha muerto.
—No seas estúpido, Jon. Tan sólo se ha desmayado.
—Sí, pero, ¿has oído cómo resonó su cabeza al golpearse contra el suelo?
—Eso no era su cabeza. Era un sonido metálico. Algo que tenía en el bolsillo.
—Un flautín irlandés. Mira, se ha doblado en forma de ele.
Oh, no. No puede ser. Una helada ráfaga de pena y remordimiento acabó de traerme de vuelta hacia la plena consciencia.
Mi flautín. La espada y el escudo que me ayudaban a atravesar todas las jodidas vicisitudes de la vida. Era igual que mil otros
flautines, y a la vez absolutamente único. Y lo único que quedaba ahora de él era el agudo dolor de mi costado, en donde el
extremo roto se había hundido contra mi tercera costilla.
Entreabrí los ojos y me encontré bajo la mirada de un amplio abanico de rostros alarmados, recelosos y ofendidos. El de
Cheryl estaba justo en medio, y aunque parecía aliviada de verme recuperar la consciencia podía adivinar por la dura mueca
de sus labios que había abandonado definitivamente el club de fans de Felix Castor. Ésos eran dos golpes bajos en veinte
segundos.
Alguien puso en mi mano una petaca de plata. Sintiéndome entumecido, frío y extrañamente descentrado tomé un trago
sin comprobar el contenido, y acabé tosiendo ruidosamente por efecto de un bourbon de sabor áspero pero excelente. Una
buena cantidad de líquido resbaló por mi gabardina, pero el resto hizo el efecto esperado. Me volví para ver a quién debía
agradecérselo; Rich Clitheroe me miraba desde las alturas con una ceja alzada, en un disimulado gesto de simpatía y
solidaridad. Le devolví la petaca con una pequeña inclinación de cabeza, recordando su alijo secreto de Lucozade en la
neverita portátil del Bonnington. Claro, el himno de guerra de los Boy Scouts se llama "Estate preparado", y algunas cosas no
se olvidan nunca. Pero ésa no era la frase que él hubiese utilizado: era algo parecido, sólo que diferente.
Una ficha de dominó empujó a la otra, y ésta a la siguiente, y todo ello formó un dibujo que había estado allí todo aquel
tiempo, invisible. Me incorporé, notando una extraña sensación de ingravidez. Era como una pelota que ha sido lanzada a gran
altura, al alcanzar el punto más alto, cuando ya se ha detenido su ascenso pero todavía no ha comenzado a caer: liberada de
la gravedad, liberada de la necesidad de elegir. Cheryl me ayudó a ponerme en pie y nuestras miradas se cruzaron, la suya
furiosamente acusadora, la mía Dios sabía qué. Ahora ya no había ni rastro del fantasma; supongo que las invocaciones que
pronuncié se quebraron cuando quedé inconsciente, y ya nada la retenía en esta sala tan expuesta, brillante y llena de
confusión.
—Lo siento —le dije a Cheryl, inclinándome hacia ella para que nadie más pudiese oírlo.
Ella no se inclinó hacia mí.
—Apuesto a que siempre acabas sintiéndolo. Apuesto a que a veces incluso te funciona.
—Espero que funcione con Sylvie —murmuré—. A ella es a quien le debo las mayores disculpas.
Otras voces sonaron entonces, y otras manos me sujetaron. Jeffrey Peele no hacía más que decir "No, puedo, no puedo",
y Alice interponía comentarios del estilo de "Está bien" y "Ya pasó todo" sin efectos visibles. Alguien más, una mujer,
preguntaba si debía llamar a la policía, y uno de los acomodadores, la pértiga esta vez, se interpuso entre Cheryl y yo para
sugerir que quizás me gustaría salir a la calle y tomar un poco el fresco. Su nariz se arrugó, notando sin duda el olor a alcohol.
Me dejé conducir hacia la puerta por él, sujeto por el cuello de la gabardina, pero me detuve de nuevo antes de que
pudiese tomar velocidad. Me di la vuelta y localicé a Rich entre la multitud; él me miró, algo sorprendido, mientras le dirigía el
gesto universalmente conocido que indicaba que debía telefonearme. Señalé a Jeffrey, queriendo decir que él tenía mi
teléfono.
Rich dudó un momento, probablemente intentando averiguar qué demonios estaba intentando decirle, y después asintió.
El robusto acomodador se inclinó hacia mí, ancló una de sus manos en mi brazo y salí de allí, apenas tocando el suelo con los
pies.
Seguramente era lo mejor. Las bodas me conmueven demasiado.
XIX

stás cargando el revólver, ¿verdad? —dijo Pen desde el umbral de mi cuarto.


-E Un viento helado se colaba por entre el plástico que ella había clavado sobre el destrozado marco de la ventana, como
un recordatorio de que el invierno estaba de camino. Yo no necesitaba recordatorios, y no lo agradecí demasiado.
—Sí —dije simplemente—. Creo que éste va a ser uno de los malos.
Estaba revolviendo en el cajón superior de mi armario, buscando un flautín extra. Tenía que haber al menos uno allí, más
viejo que la pequeña joya que acababa de destruir, y de un color más plateado que negro, pero afinado en la misma clave y
de un tacto parecido en manos y boca. Pero maldito si podía encontrarlo. Lo mejor con lo que pude toparme fue una flauta
dulce irlandesa. Casi había olvidado mi breve flirteo con aquel educado instrumento. No me había servido en absoluto. Quizás
era algo relacionado con el tono, o con el cuerpo del instrumento, que se estrechaba hacia la embocadura. No debería ser tan
diferente, porque los flautines irlandeses también tienen un cuerpo cónico, pero cada intento de tejer una melodía con su
ayuda se iba al carajo, estropeándose en algún punto de la interpretación. Aún así, era mejor que nada, dentro de unos
márgenes pequeños pero significativos.
—Entonces quizás deberías buscar ayuda —sugirió Pen—. ¿John Gittings?
—Nunca más.
—¿Pac-Man?
—Sigue en la cárcel. No sale hasta octubre.
—¿Yo?
Me volví hacia ella.
—Se aplican las restricciones habituales —dije, en un tono más frío de lo que yo pretendía; después continué, más amable
—. No tengo ni idea de cómo terminará esto, Pen. Pero lo que sí sé es que acabarías con las manos sucias, según tu definición,
e incluso según la mía, probablemente.
Pen pareció quedar muy descontenta, pero no intentó discutir más. Metí un par de pilas nuevas en el walkman, enrollé el
cable entre los dos pequeños altavoces y metí el aparato en el bolsillo. Después rebusqué en la parte de atrás del armario y
saqué una única esposa de plata que colgaba de un gancho. Pen palideció al verla.
—No bromeabas, ¿verdad?
—Probablemente no pasará nada —mentí—. Cuando contratas un seguro para el coche no quiere decir que estés
planeando saltar desde un acantilado con él.
—¿Y estás?
—¿Estoy qué?
—Planeando saltar desde un acantilado.
—No. Estoy intentando empujar a alguien por él. El seguro es por si me agarra al caer.
Me dirigí hacia la puerta, donde ella permanecía aún. Me abrazó breve pero intensamente.
—Rafi tenía otro mensaje para ti —susurró, con una voz no muy templada.
—¿Rafi?
—Vale, pues Asmodeo.
—Di.
—Ajulutsikael. Dijo que para ella no es nada personal, que es más bien lo contrario. Pero tampoco es solamente porque la
obliguen a hacerlo. ¿Qué es lo que dijo? —Pen frunció el ceño, hurgando entre sus recuerdos—. Ella odia más al orgulloso que
al humilde, al fuerte más que al débil, y al amo más que al esclavo.
—Asmodeo debería dedicarse a escribir las galletas de la fortuna —dije, besándola en la mejilla—. El muy jodido es igual de
inútil que ellas.
Pen se hizo a un lado y me dejó pasar.
Esto iba a ser complicado. Había demasiadas cosas que tenían que funcionar como un reloj, y la primera podía no funcionar
siquiera. En ese caso, todos mis preparativos serían inútiles, la inconclusa tarea del fantasma seguiría sin concluirse y yo
probablemente acabaría bien como forraje para súcubos o simplemente como abono orgánico.
Sin embargo prefería verlo por el lado positivo: pensaba armar un tremendo escándalo mientras caía.
Rich había llamado a las nueve, después de volver de la recepción, tomar una ducha y pensar largo y tendido si llamarme o
no.
—¿En qué demonios estabas pensando, Castor? —me preguntó, en un tono sinceramente perplejo—. No es que el
fantasma apareciera simplemente, ¿verdad? Tú hiciste que viniera. Cheryl ha dicho que si vuelve a verte delante te matará, y
Alice... bueno, eso ni quieras saberlo. Dijo que iba a llamar a la policía. La única razón por la que todavía no lo había hecho era
porque no quería arruinar lo que quedaba de la fiesta.
Dejé que se desahogase y después le dije que ya lo había resuelto todo.
—¿Todo qué? —la perplejidad se convirtió en enfado—. Se suponía que simplemente ibas a librarnos del fantasma, ¿no?
¿Qué había que resolver?
—El motivo por el que acabó así —dije escuetamente. Rich digirió la información durante unos segundos.
—Está bien —dijo por fin—. ¿Cómo fue?
—Ahora no. Nos vemos en Euston, ¿vale? En la explanada que hay frente a la estación, hacia Eversholt Street. A las diez
estaría bien. Y te lo contaré todo.
—¿Por qué a mí?
Era la pregunta más obvia. Me sorprendió que hubiese tardado tanto en formularla.
—Porque en el Bonnington se cometieron dos delitos —le dije—. Uno de ellos fue un robo, y, puesto que tú eras la víctima,
supuse que querrías enterarte.
Rich se hizo el duro un rato más y después dijo que allí estaría. Colgué y empecé a reunir mis cosillas.
Y allí estaba yo, diez minutos antes de la hora. La plaza de, cemento frente a la estación estaba más tranquila de lo
normal, y fue fácil asegurarse de que no nos habían seguido a ninguno de los dos... o al menos no habían sido unos
aficionados. Ajulutsikael era ya harina de otro costal: ahora poseía mi olor, y yo debía asumir que podía rastrearme sin
siquiera tener que acercarse lo suficiente para poder verla.
Localicé un rincón escondido y me quedé merodeando por allí, a propósito. Una cabina telefónica y una valla publicitaria me
proporcionaban algo de amparo, permitiéndome vigilar tanto la salida principal de la estación como las escaleras que subían
del metro. Casi no había nadie allí: un pequeño grupo de estudiantes japoneses con enormes mochilas, reunidos junto a una
de las puertas automáticas y turnándose para mirar ansiosamente sus relojes; un vagabundo que sujetaba una enorme y
mugrienta bolsa de deporte con una mano, y con la otra bebía sidra White Lightning de una lata que acababa de sacar de un
paquete de cuatro; un par de niñas vestidas con chándales color rosa, demasiado jóvenes para estar fuera de casa a esas
horas, sentadas en un banco frente a mí, espalda contra espalda, compartiendo un único par de auriculares. Ninguno de los
presentes parecía formar parte de una emboscada, pero no quise descartar ninguna posibilidad. Era obvio que estaba
entrando en territorio de Nicky: uno acepta la paranoia cuando se convierte en un rasgo de supervivencia.
Rich subió por la escalera a las diez y cuarto, miró a su alrededor y no me vio. Se había quitado su ropa de boda y ahora
llevaba unos vaqueros negros, sudadera Quicksilver y deportivas.
Salí de mi escondite y comencé a caminar hacia él. Se dio la vuelta, me vio y salió a mi encuentro.
—¿Has traído tus llaves? —le pregunté sin preámbulos.
—¿Mis qué? —se sorprendió.
—Las llaves del archivo. ¿Las llevas encima?
—Sí, las he traído —dijo.
Me miró a los ojos, tenso y cauteloso: parecía alguien que quisiera dejar claro que había que intentar convencerlo antes
de que aceptase meterse en negocios raros.
—¿De qué va todo esto?
—Va de muchas cosas, Rich. Pero para empezar digamos que se trata de un cleptómano que no le hace ascos a algún que
otro ruso blanco.
Las comisuras de los labios de Rich se doblaron hacia abajo, en un gesto avergonzado casi cómico.
—Joder —dijo, anonadado—. ¿Quieres decir...? Bueno, alguna vez he pensado que... joder.
—El Head of Steam está todavía abierto —dije—. Permíteme que te lo explique.
Me siguió dócilmente a través de la plaza hasta el excéntrico pub temático que habían embutido en una esquina, pero nos
despistamos por cinco minutos y nos sentamos secos. Saqué el portátil del bolsillo y lo empujé hacia él. Rich se quedó
mirándolo, y después alzó la vista hacia mí.
—A ti no hay que perderte de vista, ¿eh, Castor? —dijo en tono algo severo—. Estaba cagado de miedo al no encontrarlo.
La mitad de las entradas que contiene ni siquiera estaban cargadas en el sistema todavía. Estaba dándole vueltas a cómo
contárselo a Alice sin tener que aguantar yo mismo lo peor de la bronca.
Acercó el paquete mal envuelto hacia su lado de la mesa, como si sintiese la necesidad de afirmar su propiedad sobre él.
—No tenía muchas opciones —dije—. Sabía que estaba ocurriendo algo extraño, pero no podía demostrarlo. Necesitaba
pasarle esto a un amigo que seguramente sabría conseguirme esa información.
—Es Jon Tiler —dije. Rich soltó una carcajada.
—Imposible —protestó.
—Posible —insistí, imperturbable—. Utiliza un teclado inalámbrico para sortear el problema de no poder utilizar su propio
teclado en tu portátil.
—¿Cómo? ¿Un teclado inalámbrico? —Rich seguía sin creerme—. Eso no es más que un mando a distancia para DVD y cosas
así. Ni siquiera tiene un teclado alfanumérico completo.
—No está añadiendo datos, ni cambiándolos. Tan sólo los borra.
Digirió esto en silencio, mientras por su rostro desfilaba todo un catálogo de expresiones. Cuando por fin habló fue
lacónico, directo al grano.
—¡El muy hijo de puta!
—¿Lo entiendes?
—Por supuesto que sí. Si borra mis registros antes de que yo los cargue en el sistema, no hay una entrada en él donde
hacer las comprobaciones. Nadie sabrá nunca que falta algo.
—Probablemente eso fue lo que lo tentó a escamotear tantos documentos en un espacio de tiempo tan corto.
—¿Cuántos, exactamente?
—Ciento cincuenta, más o menos. Rich hizo un gesto de alarma.
—Eso sí que es pasarse tres pueblos —murmuró. Entonces se le ocurrió algo más: dos cosas, para ser exactos.
—Pero, ¿cómo saca el material del archivo? ¿Y qué tiene que ver todo esto con el fantasma?
—Por ahora no responderé a lo segundo. Respecto a lo primero, una pizca de desvergüenza vale tanto como una tonelada
de astucia: Simplemente lo sube al tercer piso y lo tira por la ventana sobre el tejado plano. Después supongo que se acerca
por la noche y lo recoge. Todas las cámaras acorazadas están en esa parte del edificio, así que no hay ventanas por debajo
del tercer piso que den hacia esa zona.
—Dios —el rostro de Rich era una mezcla de disgusto y admiración—. Pensé que ibas a decir que tenía una pierna
ortopédica hueca, o algo así. Frank se va a morir del disgusto. Cuando Jeffrey empiece a buscar un culpable comenzará por el
mostrador principal.
—Espera, hay más. He dicho que la colección rusa lo tentó para subir las apuestas, pero lleva tres años haciendo esto.
Cada vez que llega algo nuevo al archivo sisa algo del montón. Por cierto, ¿cuándo empezó a trabajar Tiler en el Bonnington?
Rich soltó una risa hueca.
—En 2002 —dijo—. Casi a finales del año, porque programaron la entrevista para que comenzase con el año escolar.
Movió la cabeza de un lado a otro.
—Hijo de puta.
Me puse en pie con las manos en los bolsillos, y él me miró con curiosidad.
—¿Sientes un ardiente deseo de justicia? —pregunté. Resopló y se quedó pensativo.
—La verdad es que no —dijo—. Se lo dirás a Jeffrey, ¿no?, y todo se arreglará. A ver, no me malinterpretes: me jode, pero
la verdad es que no es asunto mío, o al menos no especialmente.
—Ya no trabajo para Peele. Me echaron, ¿recuerdas? Sí, podría ir directamente a la policía, pero, para ser sincero, antes
quiero encontrar respuesta a otra pregunta. Hay algo que quiero enseñarte. Y quiero que lo analices fríamente. ¿De acuerdo?
Tardó un rato en decidirse, pero por fin asintió y se puso en pie. Encabecé la marcha hacia la salida, atravesando después
la plazoleta hasta la calle. Cruzamos ésta, mientras Rich seguía a unos tres pasos tras de mí. Estaba claro a dónde nos
dirigíamos.
—Es imposible que podamos entrar a estas horas de la noche —dijo Rich con voz nerviosa—. Estarán conectadas las
alarmas.
—Tan sólo las cámaras acorazadas tienen alarma. Pero de todos modos no vamos a entrar en el archivo, técnicamente.
Giramos hacia Churchway.
—Todavía no has explicado lo del fantasma —dijo Rich.
—Tienes razón, no lo he hecho. Eso es lo que quiero que veas.
Nos detuvimos ante la otra puerta, la que parecía no conducir a ningún lado, y mucho menos a una de las puertas del
Infierno.
—¿Qué es esto? —preguntó Rich.
Subí los tres escalones y le mostré las cerraduras que se veían a través de los agujeros de la plancha.
—Éste es el motivo de que te haya pedido que trajeses tus llaves —le dije.
Pareció confundido y algo asustado.
—Pero... mis llaves son del archivo.
—Mira bien el manojo. Busca una que tiene grabado un pájaro y un gran barril cuadrado. Y otra que dice Schlage. Tómate
el tiempo que necesites. Tienen que estar ahí.
Rich sacó el enorme llavero y empezó a rebuscar. A la escasa luz tuvo que serle difícil distinguir el aspecto de las llaves. Le
llevó casi diez minutos, pero por fin las encontró. Primero la Falcon y después la Schlage.
—Intenta abrir con ellas esas cerraduras —dije.
Deslizó la Falcon en la primera y la giró. Ambos oímos el chasquido. Después probó con la Schlage. Esta vez no se oyó
nada, pero la puerta, desnivelada, se abrió un poco hacia dentro por su propio peso.
—No lo entiendo —dijo Rich, volviendo la cabeza hacia mí para mirarme con ojos cautelosos e interrogantes.
—Todos los llaveros son idénticos, ¿no? Han pasado de un archivero a otro durante generaciones, ¿cierto? Alice, Jeffrey y
tú poseéis un juego completo, y ninguno utiliza más de la mitad de las llaves. Eso fue lo que me dijiste el primer día que vine
aquí.
—Sí, es cierto, pero...
—Echa un vistazo dentro —sugerí—. Alguien ha estado utilizando estas dos hace poco.
Abrió la puerta y cruzó el umbral. Yo lo seguí y encendí la luz. Rich recorrió con la mirada el diminuto y miserable lugar,
ahora alfombrado de esquirlas de cristal y más frío que nunca debido a las ventanas rotas.
—La hostia en verso —dijo.
Entonces olisqueó algo e hizo un gesto de repugnancia al notar el acre hedor.
—¡No irás a decirme que Tiler guarda aquí el material! —dijo con voz tensa—. Huele como a...
Le faltó la voz.
—¿Como qué?
—Como... no sé.
Lo adelanté para dirigirme al centro de la estancia y me volví hacia él. Su rostro estaba muy pálido.
—Esto va a parecerte increíble —dije—. A mí me lo parece también. Una mujer murió aquí. No fue por accidente: asesinada.
Antes de eso la tuvieron aquí encerrada durante largo tiempo... días, semanas tal vez.
La mirada de Rich fue de izquierda a derecha, midiendo el espacio.
—Pero esto es... —dijo.
—Sí. Es un trocito del Bonnington, escamoteado hace unos cuarenta o cincuenta años. Nadie recuerda siquiera que existe,
ni sabe a quién pertenece. Ya no forma parte del mundo real: es una geografía virtual. Terra incognita.
El rostro de Rich había pasado de pálido a ceniciento.
—No puedo creer que alguien haya muerto aquí —farfulló, negando con la cabeza.
—No aquí exactamente. En el cuarto de abajo.
Sus ojos giraron a la izquierda, hacia el panel de madera. Un instante después surgió en ellos un brillo de alarma, y volvió
la vista hacia mí.
La esposa no es realmente de plata: es acero inoxidable normal y corriente, bañado en plata. Me la vendieron en
Hamburgo como juguete sexual, pero cuando yo la utilizo (gracias a Dios no muy a menudo) es como puño de hierro. Con ella
acerté a Rich en plena barbilla, un puñetazo magnífico que produjo un sonoro ruido, lo alzó unos centímetros en el aire y lo
hizo doblarse en dos, de forma que aterrizó pesadamente sobre su espalda, con un golpe que lo dejó sin el poco aliento que
le quedaba.
Intentó incorporarse, pero cayó de nuevo.
—Sí —dije secamente—. Te ha hecho mirar.
XX

R ich intentó levantarse, pero no le sirvió de mucho porque su cuerpo se negaba a cooperar. Me miró, atónito, mientras la
sangre le resbalaba mentón abajo desde el lugar en el que se había mordido el labio cuando la esposa golpeó su
mandíbula.
—¡Jjjoder! —protestó con dificultad, mientras la saliva le salía en espumarajos, mezclándose con la sangre.
—No te levantes, Rich —le aconsejé sinceramente—. Si te levantas lo único que ocurrirá es que te volveré a derribar.
Puedes acabar con algo roto.
Se limpió la boca con el dorso de la mano, mirándome con unos ojos que debían esforzarse para enfocar en el momento
adecuado.
—Estás como una puta cabra —farfulló.
—Sí, Cheryl también lo cree. Pero no es ninguna experta en cordura... desde luego, si viene de esa familia no puede serlo.
Y Cheryl no te conoce como yo, ¿verdad, Rich?
Volvió a intentarlo, y esta vez consiguió quedarse sentado, con un brazo levantado como protección por si lo golpeaba de
nuevo; se exploró el labio inferior, muy hinchado, con unos dedos que parecían temblar. Volvió a lanzarme una mirada,
temerosa pero también de enfado y desafío.
—¡Yo no robé nada! —dijo—. Tiler lo hizo solito. Si crees que estoy metido en sus raterías de mierda...
Lo interrumpí. No tenía paciencia para oír todo aquello.
—Tiler es completamente irrelevante —repliqué—. Cuando descubrí el asunto de los robos pensé que sí podría tener
importancia, de alguna manera. Supongo que quería que la tuviese, porque había acabado con las manos vacías en lo de la
colección rusa y estaba desesperado por encontrar algo que me encaminara en la dirección correcta. Y entonces Tiler me dio
un porrazo en la cara con una linterna y me tiró cabeza abajo por el hueco de una puta escalera, así que ya tenía un interés
personal en que él fuese el culpable. Pero no lo es. Hasta donde yo sé, lo que hace no es más que una extraña afición. Le
encantan los documentos antiguos. He estado dentro de su cabeza, así que lo sé bien: tiene toda la puta habitación
empapelada con ellos.
"No, sé que tú no has robado nada, Rich. Pero sí mataste a alguien. ¿A cuántos registros parroquiales del siglo diecinueve
equivale eso, kármicamente hablando?
Rich había estado reuniendo energías para un gran esfuerzo. Rodó hacia su izquierda e intentó escapar hacia la puerta. Lo
había visto venir: metí el pie entre sus piernas y le clavé el hombro en plena espalda, sumando mi propia aceleración a la suya.
Esta vez cayó con mucha más fuerza, con un gemido de dolor.
Cuando todavía estaba yerto y atontado por el impacto tiré de él para ponerlo en pie, lo arrastré por el cuarto y lo arrojé
con todas mis fuerzas contra la pared de paneles. Empezó a desplomarse de nuevo hacia el suelo, pero yo lo mantuve más o
menos derecho apoyando el hombro contra él, al tiempo que le quitaba las llaves. En el manojo tan sólo había una Chubb: la
metí en la cerradura y la giré. El chasquido que produjo resonó en la habitación desnuda y silenciosa.
Sujeté la puerta abierta con el pie, lo agarré por la camisa con ambas manos, a la altura del pecho, y medio lo empujé,
medio lo deslicé hacia el hueco de la escalera. Gimió de pánico.
—¡No, no! ¡Ahí abajo no!
Forcejeó conmigo, lo cual fue una mala decisión, porque ambos perdimos el equilibrio. Liberándose de mis manos cayó
rodando escaleras abajo.
Yo me arrojé hacia atrás y encontré la pared, que me salvó en el último momento de caer tras él. Descansé un instante
para tomar aliento y cerré de un firme golpe la puerta de arriba tras nosotros, antes de seguirlo tranquilamente hasta abajo.
Mientras dispusiésemos de las llaves de Rich podríamos salir cuando lo deseáramos, y mientras tanto nadie nos molestaría.
Rich había acabado sobre un costado, tendido contra el borde inferior del colchón. De pie junto a él, saqué un rectángulo
de cartulina del bolsillo, abrí los dedos y la dejé caer. Fue revoloteando hasta aterrizar cerca de su cabeza. Se quedó
mirándola, mareado. En la tarjeta podía leerse ECDE 7405 818.
—En caso de emergencia —traduje—. Me lo dijiste el lunes pasado, al ofrecerme una botella de Lucozade de la nevera. Al
día siguiente empezaste de nuevo a decirlo, pero te detuviste, y yo acabé la frase por ti. La verdad es que lo había olvidado.
Seguía creyendo que ECDE tenían que ser las iniciales de un nombre o algo por el estilo. Pero hoy me ofreciste tu petaca, en la
boda, y caí en la cuenta.
Rich levantó el tronco del suelo, tambaleante. Movió la cabeza de un lado a otro y dijo algo imposible de descifrar debido a
sus doloridos y trabajosos jadeos.
—¿Te parece que no vale mucho como prueba? —interpreté—. No, en eso probablemente tienes razón. Pero tú sabías
dónde mirar, ¿verdad, Rich? Cuando dije que había una habitación abajo, tus ojos se dirigieron directamente a la puerta. Sólo
que la puerta está camuflada en ese asqueroso panelado de madera, de modo que era imposible que supieses que estaba
ahí. Al menos limpiamente.
Me estaba calentando, y también estaba picándolo para que me replicase. Quería la historia. Quería oír de sus propios
labios lo que había ocurrido en aquel lugar.
—De modo que ésos son el primer y el segundo golpe, ¿sí? Después está el hecho de que tú eres cojonudo en lenguas del
Este de Europa, y el fantasma habla ruso. Sólo que tú nunca la oíste hablar, ¿verdad, Rich? Todos los demás sí la oyeron; pero
tú, el único que hubiese podido identificar sin ninguna duda el idioma y contarnos que era lo que decía... te habías quedado
sordo por algún sortilegio mágico.
"Pero el cuarto golpe es mi favorito. Ése fue cuando te colaste en el despacho de Peele y arrancaste una página del libro
de incidencias. Yo me devanaba los sesos intentando entender el motivo, qué beneficios podía acarrearle eso a quien lo había
hecho. Y por fin encontré la respuesta. Por fin comprendí lo que faltaba.
"La muchacha murió más o menos hacia el diez de septiembre, quizás un día antes, pero no después, eso seguro. Y la
primera vez que alguien vio al fantasma fue el martes, día trece. Pero no fue el primer avistamiento lo que arrancaron del libro.
Eso seguía allí, descrito con todo lujo de detalles. Porque no se podía esconder al fantasma: para entonces ya todo el mundo
lo veía. De modo que lo que se quería esconder era algo más: algo que nuestro misterioso invitado no quería que se asociase
con el fantasma, si más tarde se hacían preguntas.
—Eso no tiene... nada que ver... conmigo —consiguió decir Rich, con una voz que era un gruñido jadeante.
Al oír aquello sonreí fríamente.
—Ah, pero ya ves, yo creo que sí —le dije, acercándome a él por si intentaba huir de nuevo—. Yo creo que fue
precisamente entonces cuando te pillaste la mano con el cajón. Demostrando que eres un simpático manazas, y que no te
importa que se rían de ti. Sólo que no fue un cajón, ¿verdad, Rich? Te hiciste esa herida al mismo tiempo que ella se hizo las
suyas. Supongo que fue un corte, o tal vez una herida punzante, en el canto de la mano. Tú eres el especialista en primeros
auxilios, así que nadie tuvo que verla... y tú te aseguraste bien de eso. Pero estoy casi convencido de que eso fue lo que
ocurrió, de todas formas.
Hice una pausa, no por aumentar el efecto sobre él, sino porque al imaginar la escena en mi mente tuve un ataque de
náuseas. Allí abajo, en el lugar donde todo había sucedido, incluso las palabras tenían un peso y una solidez venenosos. Era
muy duro hacer que saliesen de mis labios.
—"El instrumento utilizado en el ataque tenía varias caras y filos que se movían independientemente los unos de los otros"
—cité, de entre mis recuerdos más recientes y desagradables.
Rich tomó aire, tembloroso. Agachó la cabeza como si estuviese esquivando un puñetazo.
—Fueron las llaves lo que usaste, ¿verdad, hijo de puta? No me extraña que te hirieses a ti mismo mientras convertías su
cara en una hamburguesa.
Asombrosamente, Rich comenzó a llorar. Al principio tan sólo un sollozo, sin lágrimas, y después otro más. Después volvió
a estremecerse, y el temblor se convirtió en la primera de una serie de enormes espasmos atormentados, mientras las
lágrimas desbordaban sus ojos y rodaban por su cara.
—Yo no... quería... —sollozó, lanzándome una mirada que era un ruego desesperado—. ¡Oh, Dios, por favor, Castor, yo no
quería! Fue... fue...
Su voz quedó ahogada en otra oleada de sollozos entrecortados.
—No soy un asesino —consiguió decir por fin—. ¡No soy un asesino!
—¿Ah, no? Pues yo tampoco —le dije, inundado por la vergüenza ante mi propio comportamiento, que me quemaba como
si fuese un tremendo ardor de estómago—. No soy más que el tipo que viene a recogerlo todo después de que se haya ido el
asesino. Y estuve a punto de hacerlo, Rich: estuve así de cerca.
Levanté la mano, mostrando el índice y el pulgar separados apenas unos milímetros. Pero él estaba metido en su propio
dolor y en su miedo y no me vio.
—Lo habría hecho. Habría hecho desaparecer a ese pobre y desgraciado fantasma en la nada. Lo único que me detuvo fue
que Damjohn me hizo un elogio inmerecido, e intentó matarme porque creyó que estaba intentando averiguar la verdad. ¡La
verdad! ¡Lo único que me interesaba era que me pagasen de una vez!
Me arrodillé al pie de la pared, evitando deliberadamente acercarme al colchón. Puse la mano en la nuca de Rich y la aferré
con fuerza. Con ese contacto piel contra piel, y con todas sus emociones tan agitadas como estaban, no podría mentirme sin
que yo lo supiese. Intentó zafarse, pero su espíritu estaba en otra parte. Irradiaba autocompasión y entrega.
—Háblame de ello —sugerí, y si creyó notar un tono de amenaza en mi voz estaba totalmente en lo cierto.
Tardó unos minutos en poder hilvanar una frase. Después, con unas cuantas pausas más en medio para llorar y retorcerse
las manos, todo salió a borbotones.

No había sido por culpa de Rich. Fue por culpa de Damjohn. Por culpa de Peele. Por culpa de la propia chica, por dejarse
llevar por el pánico y hacer que todo acabase siendo mucho peor de lo que debería. Pero no por culpa de Rich, joder; no.
Me senté a contemplar cómo su disfraz de coleguita se disolvía bajo la presión, transformándose en una hedionda carroña
que no hacía otra cosa que negarlo todo y sentirse muy desgraciado.
Todo había empezado con Peele, o al menos así es como mejor puedo resumirlo, porque Rich no lo contaba de forma muy
coherente que digamos. Pero había sido Peele quien lo apuñaló por la espalda cuando intentaba conseguir un ascenso, de
modo que fue él quien había puesto en marcha de forma acelerada la desgraciada cadena de acontecimientos.
Por entonces, Rich llevaba cinco años en el Bonnington ("cinco putos años"), y no era ningún secreto que andaba tras la
plaza de archivero jefe. Cuando Derek Watkins se retiró, debido a problemas de salud, ¿quién había allí con los méritos
suficientes para ocupar su lugar, aparte de Rich? ¿Quién más conocía toda la organización y tenía suficiente carácter para
poder manejar la parte pública del archivo, poseyendo a la vez la habilidad organizativa necesaria para hacer que todo
funcionase como un reloj entre bastidores?
Pero Peele se había traído a alguien de fuera. Había birlado a Alice a los de la Casa Museo de Keats; a Alice, que era
(estas cosas hay que decirlas con todas las letras) más joven que Rich, menos experta, si tenemos en cuenta sus años de
servicio, y mujer.
Se sintió asfixiado. Cualquiera lo estaría, ¿no? Ver tu esfuerzo infravalorado de esa forma, tus derechos dejados de lado,
sin recibir siquiera una explicación, y mucho menos unas disculpas. Rich había ido a ver a Jeffrey tan pronto como se enteró, y
había presentado una protesta formal. Se le dijo que la decisión había sido tomada en la UMF: querían a alguien con algo más
de experiencia como gerente. Él indicó que podía tener dificultades para trabajar en equipo bajo las órdenes de alguien que le
había robado el ascenso ante sus mismas narices. Jeffrey dijo que, si Rich creía que iba a ser así, no tendría más remedio que
aceptar su dimisión, aunque redactaría unas referencias muy positivas.
En otras palabras, estaba bien jodido.
De modo que Rich empezó a tener una actitud bastante cínica y amargada en relación a su empleo en el archivo. Seguía
teniendo necesidad de él, por los ingresos regulares, pero decidió no dedicarle más tiempo y energías de lo estrictamente
necesario. Y, puesto que la única forma de ascender era armando una a lo Viernes 13, buscaría alguna otra manera de
aumentar sus ingresos para conseguir el nivel de vida que creía merecer.
—Nunca pretendí convertirme en millonario —protestó, sorbiéndose los mocos mientras se masajeaba los ojos con el canto
de la mano—. Sencillamente no quería quedarme atrapado en el mismo agujero de mierda durante el resto de mi vida. Uno
necesita algunos lujos, aunque sólo sea para no volverse loco.
Desde que vivía en Londres había estado frecuentando uno de los burdeles de Damjohn, no Kissing the Pink, sino otro
local en Edmonton que no intentaba engañar a nadie sobre lo que era y tampoco se molestaba en ofrecer exquisiteces como
licencias para vender alcohol o parpadeantes luces de neón. Damjohn en persona se presentaba todos los jueves por la
noche para recoger los ingresos, y entre ellos se había roto el hielo cuando Rich reconoció el acento serbio de aquél y había
sabido decirle "¿qué tal, tío?" o el equivalente en su lengua materna.
A Damjohn le habían interesado mucho las habilidades de Rich con los idiomas. Lo invitó a cenar en un hotel carísimo e
intentó seducirlo. Le contó que tenía una posible oportunidad para un joven y atractivo occidental que tuviese un pasaporte
británico inmaculado y que pudiese hablar ruso, checo y serbio cuando fuese necesario. Además sería un trabajo fácil:
esporádico, bien pagado, y que podría simultanearse con un empleo regular. Rich mordió el anzuelo.
Era difícil negarse, me dijo. El carácter de Damjohn era tan intenso y poderoso que lo absorbía a uno. Rich me miró
desafiante, como si fuese a llevarle la contraria.
—En realidad no es serbio, ¿sabes? —me dijo en tono agresivo—. Estuvo en toda aquella mierda de Kosovo, pero
solamente porque lo pillaron en medio. Su familia era toda eslovena y, después de que Eslovenia decidiese volar por su
cuenta, los eslovenos de Kosovo lo tuvieron casi tan jodido como los albaneses. Pero estaba en Vlasenica cuando llegó el
ejército serbio, y tuvo la suerte acabar a las órdenes del coronel Nikolic, que estaba intentando actualizar el censo de la zona.
Nikolic no sabía ni dónde tenía la mano derecha, así que Damjohn le echó una mano. Le decía dónde vivía la gente, y si todavía
seguían allí.
—¿La gente? —repetí—. ¿Qué gente, Rich? ¿Albaneses? ¿Musulmanes?
Rich se encogió de hombros.
—Gente —repitió obstinadamente—. La cosa es que Damjohn era un superviviente. Habrían podido ir también a por él,
pero en lugar de eso supo hacerse útil, y después se hizo indispensable. Cuando montaron el campo de concen...
campamento temporal de Susica, él formaba parte del personal. ¡Era parte del personal! ¡Un esloveno! Lo utilizaban para las
entrevistas iniciales: el triaje. Pero él no se molestaba en entrevistarlos: tenía un método mejor. Cuando llegaba un nuevo
camión cargado, se acercaba y se mezclaba entre ellos, como si fuese otro follaovejas cazado por una patrulla serbia, y si
alguien le hablaba se limitaba a encogerse de hombros: mí no entender. Después los escuchaba hablar entre ellos, y en unos
minutos ya sabía exactamente quién era quién y qué era qué. Tenía una señal secreta acordada con los guardias: cuando
estaba listo les hacía el guiño o lo que fuese y lo sacaban de allí, como si fuesen a interrogarlo. Así podía darles información
confidencial de toda esa tanda de gente, y a veces, dependiendo de lo que hubiese podido escuchar, también sobre otras
personas que todavía seguían escondidas en las colinas. Alucinante. Si la guerra hubiese continuado un año más,
probablemente habría acabado dirigiendo aquel lugar.
Mientras me decía todo esto, Rich no dejaba de mirarme intensamente. Deseaba que entendiese por qué no había podido
decirle sencillamente que no a Damjohn; quería que compartiese la sobrecogida admiración que le inspiraba, que claramente
iba más allá de la moral convencional. Me descubrí a mí mismo recordando las imágenes que había visto al tocar la mano de
Damjohn. Sabía por aquel breve destello que aquel hombre había adquirido aquella habilidad como soplón a una edad mucho
más temprana; la guerra de Kosovo no había sido para él más que una nueva oportunidad de ascenso.
Por supuesto, Rich se había sentido horrorizado al averiguar en qué consistía el trabajo. Al principio lo aceptó solamente
como algo excepcional, que haría porque acababa de averiársele el coche y no disponía de dinero para hacer frente a la
entrada para uno nuevo. Y todavía estaba echando chispas por toda la jodienda del archivo, de modo que seguramente no
pensaba con demasiada claridad. No había meditado bien dónde se estaba metiendo. Si lo hubiese hecho, nunca habría
emprendido aquel primer viaje para Damjohn, y tampoco hubiese sucedido nada de todo lo...
—Por el amor de Dios, dime sencillamente qué quería que hicieras —lo interrumpí con dureza— y deja todas esas
gilipolleces para un apéndice, al final.
Rich se fue de vacaciones a la República Checa. Y mientras estaba allí acudió a muchos bares de la zona centro de cada
ciudad, en Praga y Brno. Bares frecuentados por gente joven. Iba en busca de chicas, y al principio no lo hacía muy bien.
Bueno, podía entablar conversación con tanta soltura como cualquiera, y sabía hacer valer su encanto de occidental
acomodado, pero no sabía cómo pasar de eso al terreno del reclutamiento.
Ven a Londres, ahora mismo, les decía más o menos. Deja atrás a tu familia y amigos y podrás labrarte una nueva vida
que nunca hubieses imaginado. Puedes hacer un curso de administrativa, pagado por el estado, y seis semanas después
conseguirás un trabajo en el que ganarás veinte de los grandes al año. Y podrás vivir en un piso con alquiler y servicios gratis,
porque en Londres todo el mundo solicita ayudas estatales incluso si tienen trabajo, de modo que tus únicos gastos serán la
comida y la ropa. Aunque sólo lo hicieses durante un par de años podrías volver con un buen pellizco. Si aguantas cinco años
puedes regresar con una fortuna. O decir que les jodan y no volver nunca más.
Pero Rich aprendió con rapidez. Parte del truco consistía en escoger la chica adecuada, en primer lugar. La parte de "deja
atrás a tu familia y amigos" funcionaba mejor con mujeres que no tenían mucho apego por ninguna de ambas cosas, y llegó a
ser muy bueno distinguiéndolas a primera vista. Cuanto más jóvenes, mejor. Cuanto más estúpidas, mejor. Las ambiciosas
eran las mejores: una chica con hambre de focos se contará a sí misma mentiras mucho más gordas de lo que tú te atreverías
a contarle, e invertirá mucho más esfuerzo en creérselas.
La realidad que había tras todo aquello era tan miserable como uno puede imaginarse. Rich acabaría ayudándolas a
rellenar una solicitud de pasaporte y dándoles el dinero necesario para viajar de la República Checa a Suecia. En ese país las
inspeccionaba un socio de Damjohn, un alemán llamado Dieter; no tenía apellido, que Richard supiese, sólo Dieter. Y si a Dieter
le gustaba lo que veía, enviaba a las chicas a Londres.
Ahí era donde desaparecían de las estadísticas oficiales. No entraban en el Reino Unido en avión, ni tampoco con sus
propios pasaportes. Si dejaban algún rastro, éste finalizaba en Suecia. Rich volvía solo a casa, y no se molestaba en averiguar
los detalles desagradables.
—Pero, ¿tú sabías a dónde iban las chicas? —quise saber. Rich dudó pero por fin asintió, una sola vez.
—A los pisos —susurró—. No estoy diciendo que esté orgulloso de mí mismo. Pero lo único que hacía era trabajar de
cazatalentos. Nada de violencia, Castor. ¡Nunca le hice daño a nadie!
Los pisos eran el departamento de oportunidades del negocio de Damjohn. Las chicas no eran prostitutas por voluntad
propia: eran adiestradas. Como con los caballos de carreras, explicó Rich, taciturno. En el West End y en la City, uno podía
cobrar altísimos precios por un producto de gran calidad: muchachas preciosas con personalidad e imaginación, que se
dedicaban a ello con entusiasmo: jueguecitos, vestuario, inventar historias... Los pisos eran otro estilo, pensado para otro tipo
de público: hombres con pocos ingresos disponibles, pero que aún así pagarían por sexo si el precio de salida era lo bastante
bajo. En los clubes las chicas se quedaban con el cincuenta por ciento de lo que pagase el cliente; en los pisos trabajaban a
cambio de comida. Y no podían elegir con quién se iban, ni lo que había en el menú. Hacían sencillamente lo que se les decía.
Ni que decir tiene que las chicas que Rich reclutaba no podían ser puestas a trabajar en cuanto llegaban al Reino Unido:
había un cierto período de... no formación, quizás, sino preparación, que debían pasar antes que nada. Había que domarlas,
enseñarles lo que se esperaba de ellas y cuáles eran las reglas. Como no decir que no a nada. No llorar nunca cuando
estaban con un cliente. No pedir nunca ayuda. Y tenían que aprender el vocabulario: partes del cuerpo, por ejemplo, o ciertos
tipos de actos físicos. Después de un tiempo Rich acabó involucrándose también en esa parte de la operación. No era tan
atractivo: nada de viajes al extranjero ni gastos pagados, pero los incentivos eran increíbles.
Su mente se llenó de imágenes: piel contra piel, encajándose una contra la otra como ruedas dentadas de una horrible
máquina surrealista.
—Tenías que follártelas primero —parafraseé.
Hizo un gesto de horror.
—¡No! —protestó—. Bueno, a veces sí, pero... Podía hacerlo, si quería... La mayor parte de las veces me limitaba a hablar
con ellas, pero sí, hubo veces que sí. Dios, Castor, eran prostitutas. La única diferencia era que en mi caso pagaba la casa. Y
era mucho mejor si lo hacían conmigo que con Scrub, además. Al menos yo no les hacía daño.
No quise discutir sobre el tema. Ya me había adentrado en su mente mucho más de lo que me hubiese gustado. Ojalá
pudiese eliminar de mi cerebro para siempre la sola idea de Scrub practicando el sexo con quien fuese.
—Sí que hiciste daño a una de ellas —le recordé, y él gimió de angustia, cerrando con fuerza los ojos.
Al parecer, Damjohn era mucho mejor seductor de lo que Rich sería nunca. Había pescado a Rich con los típicos alicientes
del dinero y el sexo, banales e irresistibles, y después fue comprometiéndolo sistemáticamente, hasta el punto de que ya no
podía decir que no a nada. Oyendo a Rich comprendí que en ello no había nada personal: era algo que Damjohn hacía de
forma automática, en parte porque era útil para su negocio, pero sobre todo porque eso le proporcionaba placer. Incluso
había hecho un intento casual de convencerme a mí, sólo de paso, cuando me ofreció tiempo con las chicas en lugar de dinero
contante y sonante. Me pregunté si eso vendría de haber sido soplón y agente provocador en una vida anterior; tal vez
demostrarse a uno mismo que todo hombre tenía un precio todavía más bajo que el propio ayudaba a autojustificarse.
En el caso de Rich, Damjohn había visto que su verdadero talón de Aquiles tenía más que ver con la seguridad que con el
sexo. Trabajar como tratante de jovencitas para los burdeles londinenses halagaba el gusto de Rich por lo sórdido, pero nunca
se le había pasado por la cabeza abandonar su trabajo en el Bonnington: se aferraba a su paga fija y a la segura
superficialidad del trabajo de nueve a cinco. De modo que ésa era el área sobre la que trabajaba Damjohn. Cada vez que
charlaban llevaba de nuevo la conversación hacia lo que hacía Rich para ganarse la vida, y cómo era aquel lugar. Incluso daba
vueltas a la idea de visitar él mismo el archivo, algo de lo que Rich intentaba disuadirlo con todas sus fuerzas. Preguntaba a
Rich cuánto valía la colección, cómo se almacenaba, cómo se protegía.
Y, en una ocasión, Rich había mencionado el extraño conjunto de estancias añadidas a un costado del edificio y olvidadas.
Él mismo las había descubierto más o menos por casualidad, en una ociosa tarde de verano, mientras Peele y Alice estaban
juntos de vacaciones en los deltas y estuarios de Norfolk Broads y el archivo prácticamente funcionaba solo. Rich estaba
inquieto y aburrido, contando los días que faltaban para su siguiente viaje a Europa Oriental, y no había mucho que hacer, de
modo que anduvo dando vueltas por el edificio, probando sus llaves en puertas que nunca había visto abiertas, y entonces se
fijó en el trocito que faltaba en la planta baja y se preguntó qué demonios era aquello. Después de eso no tardó mucho en
averiguar la respuesta.
En cuanto se lo contó a Damjohn, éste quiso verlo por sí mismo. De nuevo Rich intentó disuadirlo, pero no había forma de
decirle que no a aquel hombre y conseguir mantenerse firme. Siguió insistiendo hasta que por fin Rich los llevó a él y a Scrub
una noche, y abrió la puerta para ellos. Recorrieron el lugar, hablando en murmullos entre ellos siempre que Rich se alejaba
unos pasos. Lo enviaron al archivo propiamente dicho y le gritaron a través de la pared para comprobar la acústica. Rich
apenas había oído nada, ni siquiera cuando Scrub bramaba como un toro. Era una doble pared de ladrillo, a la que se añadía
lo último en aislamientos, obligatorio en las cámaras acorazadas: la BS/5454 volvía a asomar su fea cabeza.
Damjohn le dijo a Rich que tenía planes para las estancias secretas. Siempre estaba falto de lugares en los que alojar a
sus chicas recién llegadas a Londres durante unos días o semanas, antes de ser trasladadas a uno de sus establecimientos
por todo el país. Obviamente, Damjohn era propietario de varios pisos en Londres; bastantes, en realidad, pero prefería
separar completamente la parte legal de sus negocios de la ilegal. Las habitaciones del Bonnington serían un lugar magnífico
para "domar" chicas nuevas para los pisos.
Rich no era de la misma opinión, y suplicó a Damjohn que cambiase de idea. No era que le preocupasen mucho las chicas
pero, Dios, él corría mucho riesgo: si se descubría perdería su trabajo. Seguramente iría a la cárcel. "¿Y a dónde cree que iría a
parar si se descubre que ha estado implicado en trata de blancas, explotación sexual y preparación de menores de edad para
ejercer la prostitución, señor Clitheroe?" le había preguntado Damjohn suavemente. Rich estuvo a punto de sufrir un colapso
al oír eso. Ni siquiera sabía que una de las chicas a las que había ayudado a pescar era menor. Ella había mentido sobre su
edad, utilizando una identificación falsa para conseguir el pasaporte. Entonces vio las implicaciones legales de lo que había
hecho, y comprendió lo feo que podía parecer todo aquello a alguien poco comprensivo. Rogó a Damjohn que lo liberase, que
lo borrase de sus libros. Deseaba volver a lo que conocía bien, y olvidar ese mundo lleno de simas y arrecifes escondidos.
Podría haberse ahorrado el discurso. Damjohn estaba ya decidido, y todo se llevó a cabo tal como había dicho. Es muy
triste descubrir que estás con el agua al cuello cuando creías estar tan sólo chapoteando. Aquella noche Rich lloró hasta
quedarse dormido. Mi tierno y sensible corazón se conmovió de pena al oírlo.
Había puesto condiciones, por supuesto: insistió en que sólo se podría visitar las habitaciones por la noche, y en que sólo
podría permanecer en ellas una chica cada vez. Y cuando Scrub y un par de hombres silenciosos que llevaban cajas de
herramientas llegaron una noche para reacondicionar el lugar, Rich había hecho valer su derecho de estar allí y supervisar lo
que hacían, incordiándoles con sus sugerencias mientras trabajaban. La anilla de sujeción embutida en el suelo había sido
idea suya: todo el aislante del mundo no serviría una mierda si alguna de las chicas subía al cuarto de arriba y empezaba a
golpear la puerta de la calle.
La habitación empezó a utilizarse con regularidad un mes o dos después. A Rich no se lo contaron hasta después de haber
instalado en ella a la primera chica, una croata reclutada por otro de los cazatalentos de Damjohn. Al principio sufrió muchísimo
con sólo saber que estaba allí. El miedo había disminuido un poco con el paso del tiempo, pero todavía seguía buscándose
excusas para merodear cerca de la pared interior que se correspondía con el cuarto del sótano, del lado del Bonnington (aquel
era el pasillo ciego en el que yo había hallado una concentración tan fétida y enorme de desdichas), y aguzar el oído para
asegurarse de que el aislamiento funcionaba como era debido. Le costaba conciliar el sueño, y a menudo se despertaba con
angustiosas pesadillas en las que era arrestado y lanzado a una celda policial que se parecía bastante al cuarto del sótano,
con su desnudo colchón.
Pero la chica tan sólo había estado allí durante dos semanas, antes de ser trasladada a uno de los pisos. Damjohn había
continuado enviando a Rich a nuevas excursiones por el Este de Europa. Por las estancias secretas habían pasado una
segunda y una tercera chica, y la inexorable rutina fue calmando su malestar, aclimatándolo gradualmente a la nueva
situación.
Fue la cuarta vez cuando aparecieron los problemas. La cuarta vez fue cuando todo se desbarató. Si las tres primeras
veces habían tenido la suerte del principiante, la cuarta fue una maldición. Rich volvió a quedar en silencio, luchando
visiblemente contra la resaca de recuerdos que lo arrastraba. Su respiración se volvió jadeante, y empezó a temblar más que
nunca.
—¿Cómo se llamaba? —pregunté en voz baja.
Rich no respondió, pero en ese momento noté la presencia del fantasma en la frontera de mi percepción. No estaba en la
estancia, todavía no. Pero estaba cerca, y se acercaba todavía más.
—¿Cómo se llamaba, Rich?
—Eran dos —farfulló, encogiéndose sobre sí mismo—. Dos hermanas. Snezhna y Rosa. ¡Dos a la vez! No podía creer la
suerte que había tenido. ¡Oh, Dios, ojalá no las hubiese visto nunca! ¡Ojalá...!
Para entonces hacía casi dos años que trabajaba para Damjohn. Era todo un experto, y estaba tan implicado en las
operaciones que incluso tenía sus propias cuentas bancarias de las que sacar dinero, una en un banco checo y otra en uno
ruso.
Había perfeccionado su destreza en Moscú, Vilnius y San Petersburgo, y la experiencia le había enseñado que los ratones
de campo eran más fáciles de cazar que los de ciudad. De modo que esa vez se había adentrado más que nunca, hasta
Vladivostok, cuna de la flota siberiana y de la Universidad Estatal de Extremo Oriente. Había leído que la economía de allí
estaba implosionando, y esperaba hallar y explotar ricos filones de desesperación.
Pero Vladivostok ponía los pelos de punta: en cuanto se salió de las rutas turísticas se vio rodeado de gángsteres y
proxenetas mucho más duros que él, y que además se tomaban su trabajo mucho más en serio. Le pareció un lugar en el que
podía pasar de predador a presa sin darse cuenta siquiera.
Rich estuvo dándole vueltas: se sentía vulnerable y expuesto, pero no quería volver con las manos vacías; a Damjohn no
le gustaba pagar por viajes que no le reportaban beneficios tangibles. Por fin, Rich fue en autobús a Oktyabrskiy, una ciudad
mucho más pequeña. Aquello era algo completamente distinto. Esa era la Siberia que él había esperado encontrar: todas las
tiendas tapiadas, la tremenda miseria de gentes que no habían sido capaces de salir de allí, bien por falta de dinero, de
espíritu de lucha o de laboriosidad. Cierto que un turista se fundía allí con el paisaje tanto como un hipopótamo pintado a
rayas multicolores, pero la mayoría de los tipos que veía ahora a su alrededor eran perros apaleados, no tiburones. Aquél era
un lugar donde sentía que podía trabajar seguro.
Fue en Oktyabrskiy donde encontró a Snezhna: no en un club o en un bar, sino tras el mostrador de una tienda de
ultramarinos que permanecía abierta durante toda la noche. Era muy guapa, y tenía una especie de ingenuo encanto.
Definitivamente, era el tipo de chica que atraería a la clientela de los pisos de Damjohn.
Pero, al mismo tiempo, Rich tuvo la incómoda sensación de que aquél no era el tipo de mujer que solía creerse su discurso
habitual. Contestó a sus preguntas, hechas como por casualidad, con inmutable solemnidad, no rió ni uno solo de sus chistes
y envolvía los paquetes de víveres con tal precisión que no parecía indicar que tuviese por costumbre fantasear acerca de la
posibilidad de dedicarse a cualquier otra cosa. De todas formas, Rich empezó con sus métodos de venta agresiva, porque otra
de las lecciones que había aprendido por entonces era que las oportunidades hay que atraparlas al vuelo. Una chica tan
guapa como Snezhna estaba echada a perder en Siberia, le dijo; en occidente podía llevar una vida de lujos, tener todo lo que
quisiera, sin tener que volver a preocuparse nunca más por el dinero.
Para su sorpresa, ella se lo tragó con tanto entusiasmo que ni siquiera tuvo que insistir demasiado. Le hizo todo tipo de
preguntas sobre el trabajo, el lugar, qué pasos había que dar para llegar hasta allí... No tenía pasaporte, pero, si podía
conseguir uno, ¿podría darle algún consejo Rich sobre la mejor forma de viajar a Inglaterra? Quizás debería ir primero para ver
cómo era todo, y una vez allí ya decidiría qué hacer.
En lugar de tener que pescar y engatusar a Snezhna, Rich se encontró con que era arrastrado por su ansia y tuvo que
calmarla un poco. No la podía enviar a Estocolmo hasta haber escrito un correo electrónico a Dieter para comunicar su llegada,
y arreglar el papeleo del pasaporte llevaría como mínimo unos cuantos días, incluso yendo por canales ya engrasados
mediante sobornos regulares. Lo primero era lo primero: le dijo que fuese a la mañana siguiente a la oficina de solicitud de
pasaportes para empezar a moverlo todo. Después ya tendría ella todo el tiempo del mundo para arreglar sus cosas mientras
los burócratas bailaban su majestuoso vals.
Y resultó que Snezhna había aparecido en la oficina de pasaportes con Rosa de la mano. Al verlas a las dos juntas y
contemplar cómo Snezhna rodeaba con su brazo los hombros de su hermana todo el tiempo, protegiéndola, y las airadas
miradas que dirigía a cualquier hombre que se atreviese siquiera a mirar en su dirección, Rich lo había comprendido: Snezhna
podía no tener ninguna ambición ni fantasía para sí misma, pero para Rosa deseaba el mundo entero.
Y también entendió que fuese tan protectora. Si Snezhna era atractiva, Rosa era preciosa... o al menos había encandilado
a Rich por completo. Incluso se puso poético al describirla, sin saber que yo ya la había conocido en el club de striptease. Rosa
era increíblemente guapa, dijo: enormes ojos marrones, pelo castaño que le llegaba hasta media espalda y unas discretas
curvas que parecían contener en sí la perfección platónica. Como decía Rich, era el tipo de chica que seguiría pareciendo virgen
incluso mientras te la estabas follando: debía poseerla, en todo el lúbrico doble sentido de la expresión.
Así pues, siguió prometiendo a Snezhna la luna servida en bandeja de plata mientras que reservaba billetes a Estocolmo
para ambas y enviaba unas líneas a Dieter con el lacónico mensaje de que se trataba de una oferta de las de dos por uno.
Volvió a ver a Snezhna tres veces más, y entre ellos no hubo más intimidades que un beso en la mejilla. La muchacha creyó
sinceramente que todo lo que había hecho Rich había sido movido por una amistad desinteresada; ni siquiera era lo bastante
cínica para concluir que estaba intentando llevársela a la cama, mucho menos para imaginar la verdad.
De modo que Rich volvió a Londres sintiéndose ligeramente frustrado y muy salido, pero con la satisfacción del trabajo bien
hecho, y con la halagüeña perspectiva de que aquel mes dispondría de un poco más de dinero para sus gastos. Regresó al
trabajo de un humor excelente.
Su buen humor se evaporó ligeramente una semana después, cuando Damjohn le dijo casualmente que una nueva chica
iba a ocupar las estancias secretas. ¿Una nueva chica?, preguntó Rich, interesado. Tal vez podría desahogar un poco la
excitación que sentía desde que conoció a Rosa.
Pero la chica que estaba ahora encerrada en el sótano, bajo las cámaras acorazadas del Bonnington, era Snezhna.
Rich experimentó una gran mezcla de sentimientos ante ello. Por un lado, sólo con pensar en Snezhna recordaba también
a su hermana, y los recuerdos venían acompañados de una poderosa sensación compuesta por dos partes de nostalgia y tres
de lujuria. Por otra parte, Snezhna debía saber por entonces que él lo había preparado todo para venderlas a su hermana y a
ella como prostitutas, de modo que no le gustaba la idea de volver a encontrársela. Cierto que el objetivo de la "doma" era
que las nuevas dejasen de luchar, volviéndose dóciles y sumisas. Pero sólo con pensar en mirar a Snezhna directamente a los
ojos se estremecía.
Así que suplicó: le dijo a Damjohn que preferiría no tomar parte en la doma. Damjohn le preguntó por qué, y él se inventó
una historia sobre que de su pene había salido algo de pus y que estaba en tratamiento. Obviamente, Damjohn no quería que
la mercancía se estropease en una etapa tan temprana, de forma que aceptó abruptamente las disculpas de Rich e hizo los
cambios necesarios.
"¿Y qué hay de Rosa?", preguntó Rich, todo lo informalmente que pudo. "De Rosa, nada, al menos en lo que a ti te
concierne", dijo Damjohn. Era demasiado buena para los pisos. Después de darle unas semanas para que se fuese haciendo a
la idea, iba a probarla en el Kissing the Pink. Quizás tenía un interés personal en prepararla.
Rich dejó el tema y volvió al trabajo. Pero su libido no lo dejaba descansar. No hacía otra cosa que pensar en Rosa y
desear volver a verla, quizás incluso ser el que le enseñase sus nuevas tareas. Imposible. Damjohn se reiría en sus narices si
se lo pedía, y después utilizaría contra él la información de que estaba loco por la chica, de alguna manera: así era cómo
actuaba. Y Rich tenía un sentido de la propia supervivencia demasiado desarrollado para mandar a la mierda su sueldecito
extra por un encoñamiento.
Sin embargo, con Rosa fuera de su alcance, Snezhna comenzó a parecerle cada vez más atrayente. Jugueteó con la idea
de hacerle una visita en su sótano. Día tras día descartaba esa fantasía, hasta que por fin se encontró realizándola de verdad.
Un viernes por la noche se quedó trabajando hasta que todo el mundo se hubo ido, se despidió de Frank y después dio un par
de vueltas a la manzana hasta que la luz de recepción se apagó también. Entonces entró en las estancias secretas y bajó al
sótano.
Snezhna estaba dormida. El proceso de la doma era física y psicológicamente extenuante para la mayoría de las chicas, de
modo que dormían durante casi todo el tiempo en que no estaban abusando de ellas, sermoneándolas o amenazándolas. Rich
se colocó junto a ella, según me dijo (encima de ella, insistieron sus recuerdos) y la besó.
Ella despertó aterrorizada, demasiado intimidada para luchar pero llena de pánico al ver que su tortura comenzaba de
nuevo. Se puso tensa para soportar de nuevo el suplicio; y entonces vio quién era el que estaba con ella sobre el colchón.
De repente toda su actitud cambió. Pasó al instante de la rígida pasividad a un frenesí de escupitajos y maldiciones,
aullando obscenidades al tiempo que le clavaba las uñas. Fue a por sus ojos, y estuvo a medio centímetro de obtenerlos, pero
Rich consiguió sujetarle las manos y utilizar su peso para inmovilizarla. Ella seguía gritándole y escupiéndole al rostro:
¡Cabrón! ¡Judas! ¡Monstruo! ¡Embustero! ¡Demonio!
En consecuencia, Rich se puso furioso. Lo único que quería era sexo: no sería para tanto, después de todo por lo que
había pasado ya Snezhna. Intentó forzarla, y ella echó mano de todo lo que pudo para evitarlo. Los detalles se volvieron cada
vez más difusos, tanto en lo que me contaba como en lo que estaba recordando. Había dolor: su mano subía y bajaba, con las
llaves aferradas en su puño como un mayal, y la muñeca se le crispaba de dolor cada vez que el brazo bajaba. Había sexo
también, y un orgasmo poderoso y estremecido como un ataque epiléptico, pero todo estaba mezclado en su mente y no
había una continuidad clara. No sabía, no quería saber, no se permitía a sí mismo saber, si la mujer estaba viva o muerta
cuando por fin consiguió violarla. Pero si para entonces seguía viva murió poco después.
Cuando comprendió lo que había hecho sintió un ataque de pánico, que en su recuerdo era casi tan fuerte como debió de
serlo en aquel momento. Se quedó sentado allí, junto al cadáver de Snezhna, durante largo rato, incapaz de hilar ni un solo
pensamiento coherente. Recordaba haber hablado consigo mismo, y también con ella. Recordaba haber reído como un
maníaco, y sollozado como un perro apaleado. No hacía más que pensar en lo que haría Damjohn cuando se enterase; se
preguntaba qué tipo de muerte, de seguro dolorosa, le estaría destinada. Después se dijo que la chica no era más que una
puta: podía hacer gratis el siguiente viaje a Europa oriental, encontrar alguien que la reemplazase, y el balance volvería a
estar equilibrado. A Damjohn no le molestaría; lo perdonaría, seguro. Pero, después de unos momentos, un terror enfermizo
se adueñó de nuevo de él y lo devolvió al punto de partida.
Por fin, tal vez una o dos horas después, Rich empezó a calmarse un poco y a pensar más allá del terrorífico momento
presente. Tenía que contárselo a Damjohn: aquello no podía ocultarse, y no había escondite alguno donde él no pudiese
hallarlo. Intentando no mirar al desastre que había sobre la cama, se limpió lo mejor que pudo con la manta y después subió
las escaleras cojeando, tan dominado aún por el miedo que creyó estar a punto de desmayarse y caer de nuevo dando
tumbos.
Telefoneó a Damjohn al club de striptease, al teléfono llamado ECDE. Desde luego, ésta sí que era una verdadera
emergencia. Hizo una confesión vacilante y entrecortada, ante la cual Damjohn no reaccionó ni con furia ni con indulgencia,
sino con un pragmatismo clínico y frío. Quería detalles. ¿Dónde estaba el cuerpo? ¿En qué estado? ¿Cómo había muerto
exactamente? ¿Había recordado Rich cerrar la puerta con llave tras él al marcharse? ¿Había eyaculado dentro de ella? ¿Había
utilizado un condón? ¿Se había llevado las llaves o las dejó junto al cuerpo?
Aquel cuestionario tuvo un efecto sedante. Rich fue capaz de comprender lo que había hecho al describirlo en términos tan
objetivos. Para cuando acabó de hablar se había calmado. Damjohn le dijo que se fuera a casa y que se asease: una limpieza
exhaustiva, con especial atención a las uñas y a lo que había bajo ellas. También debía dejar las llaves metidas en lejía
durante toda la noche, y después hervirlas en una cacerola. La ropa debía quemarla, pero no en el patio de atrás, con los
vecinos mirando. La mejor opción, dijo Damjohn, era llevársela a algún vertedero en mitad de la noche, empaparla en gasolina,
prenderle fuego y quedarse junto a ella lo suficiente para asegurarse de que quedaba completamente reducida a cenizas.
Rich lo hizo así. Ayudaba mucho el tener un programa de acción, y también la sensación de que ahora alguien tomaba las
decisiones por él. Cuando violó y asesinó a Snezhna le había parecido que se estaba desviando del sendero de su vida y
precipitándose al vacío. Ahora se sentía como si hubiese aterrizado al otro lado del barranco y todo pudiese volver a cobrar
sentido.
De todos modos el fin de semana fue asquerosamente irreal. Estuvo vagando por su apartamento, temeroso de salir y ser
visto por alguien, temiendo incluso utilizar el teléfono. Su mano, que había recibido un corte profundo con una de las llaves
mientras golpeaba a Snezhna, latía dolorosamente y se hinchó hasta quedar completamente rígida. La sumergió en
antiséptico y se tragó los calmantes como si fuesen Smarties.
Hay un poema de T.S. Eliot sobre un tipo que mata a una chica, la deja en su baño, metida en una bañera llena de
desinfectante y acaba por no saber si es la chica o él quien está muerto de verdad. Eso fue más o menos lo que le ocurrió a
Rich, o eso dijo él, y la angustia que convulsionaba su mente al decirlo le daba cierto peso a sus palabras.
Scrub se pasó por allí el sábado por la tarde para darle un mensaje de Damjohn: todo estaba arreglado. Rich no debía ir
por ningún motivo a las estancias secretas: ahora eran territorio prohibido para él. Pero ya se habían hecho cargo del cuerpo,
de modo que nadie lo relacionaría con él. Y ahora debía al señor Damjohn un favor muy, muy grande, y podía apostar hasta el
último céntimo a que algún día tendría que pagarlo. Mientras tanto debía ir el lunes a trabajar como si nada hubiese pasado:
al señor Damjohn le parecería mal que Rich llamase la atención haciéndose el enfermo, echándose a llorar en público, dejando
de cumplir con sus obligaciones profesionales o lo que fuese.
Qué ironía, dijo Rich con una carcajada entrecortada de sollozos. De pronto él era como una de las chicas de los pisos: le
decían qué debía hacer, qué debía decir y cómo debía comportarse; debía ahogar sus emociones y representar un papel que
estaba convencido que lo destrozaría por dentro.
Sin embargo se forzó a hacerlo: ducharse, afeitarse, vestirse, ir a trabajar. Le parecía estar caminando en medio de una
increíble alucinación de mierda, basada en su vida anterior; pero nadie lo miró dos veces ni pareció notar nada raro en él. A la
hora del almuerzo bajó a la sala de lectura y echó un vistazo a las portadas de todos los periódicos: no decían nada de que se
hubiese encontrado el cuerpo de una mujer con la cara destrozada en Somers Town, ni en ninguna otra zona de Londres.
Como siempre, la rutina empezó a actuar como un hechizo sanador sobre Rich. Pasó el día sin caer en ninguna metedura
de pata ni dar señales de haber cambiado en ningún aspecto. Incluso consiguió representar un falso "accidente" con un cajón
que serviría para explicar su mano herida y le permitiría mantenerla vendada hasta que sanase. Estaba haciéndolo bien,
cabalgando sobre las olas de la loca discontinuidad que el asesinato había instalado en su vida.
A las cinco y media (media hora después de su horario, lo que no se salía de los parámetros habituales) se fue a casa,
comió, vio la tele y se bebió una cerveza. Cierto que sobre las diez se quedó roque, exhausto por la intensidad emocional de
aquel monótono día; pero aún así lo había conseguido. Si podía hacerlo una vez, podía hacerlo tantas veces como fuera
necesario.
Pero el martes su mundo volvió a desmoronarse. Una de las contratadas a tiempo parcial subió chillando de una de las
cámaras acorazadas del sótano. Había visto un fantasma: una mujer sin rostro. Cuando Rich oyó aquellas palabras salió
huyendo hacia el servicio de caballeros y vomitó hasta la primera papilla. Pasó media hora antes de que se atreviese a salir de
nuevo, y se pasó el resto del día lo más lejos que pudo de las animadas discusiones sobre el fantasma y todas las escabrosas
especulaciones. Sabía que no sería capaz de mantener su representación si tenía que hablar sobre ello; tenía que fingir que
estaba manteniendo una sobria distancia ante un tema tan infantil.
El miércoles llamó para decir que estaba enfermo. No era capaz de afrontar la idea de encontrarse con Snezhna entre las
estanterías, toparse cara a cara con ella, o más bien cara a lo que nunca volvería a ser una cara, en algún lugar estrecho y
oscuro donde nadie podría oírlo gritar. Le dijo a Alice que tenía una gripe estomacal, y después echó las cortinas y se
escondió.
No supo cómo, pero Damjohn lo averiguó. Rich recibió otra visita de Scrub, y fue mucho más dura que la primera. Scrub
quería que Rich comprendiese que el señor Damjohn esperaba un alto nivel de profesionalidad de sus empleados,
especialmente en lo que se refería a cumplir sus putas órdenes. Lo explicó de un modo muy original, utilizando los objetos
cotidianos que encontró en la cocina de Rich para ilustrar lo que ocurriría si Rich decepcionaba al señor Damjohn en ese
aspecto. También le recordó a Rich que, si no se serenaba, acabaría teniendo que afrontar cargos por asesinato. Podía
quedarse con el puto culo al aire, según la expresiva frase de Scrub.
Rich hizo lo que pudo, con todo tipo de resultados. Consiguió volver al Bonnington al día siguiente y ponerse a trabajar; allí
todo el mundo estuvo muy pendiente de él, porque era obvio que todavía no se había recuperado por completo de su
enfermedad. Y también fue capaz de encarar con valentía los días que siguieron, a pesar de que se sentía como un condenado
al que iban a ejecutar de improviso, como en una fiesta sorpresa, en lugar de fijar de antemano la fecha y el lugar.
Cuando ocurrió lo peor y por fin se encontró con el fantasma, no en una cámara acorazada sino en medio de un pasillo, se
meó encima, literalmente, físicamente, dominado por un ataque de terror tan genuino que llegó a olvidar quién era y dónde
estaba. Cuando pudo volver a pensar estaba tirado en el suelo, tras una mesa, en un almacén vacío, con los empapados
pantalones ya fríos y pegados a su cuerpo; las manos le temblaban tanto que ni siquiera consiguió enderezarse.
En cuanto pudo andar se puso en pie y salió directamente del edificio. Sabía que si se encontraba con alguien y tenía que
hablarle se desmoronaría por completo.
Esa noche Rich fue a ver a Damjohn a Kissing the Pink. Se horrorizó al descubrir que éste encontraba la situación
tremendamente divertida. Bueno, tenía su parte seria, por supuesto: una mujer en la que ya había invertido cierta cantidad de
tiempo y dinero estaba ahora muerta, y había tenido que tomarse bastantes molestias en la limpieza resultante. Pero, como le
dijo a Rich, él era un hombre que siempre había creído que el castigo debe ser proporcional al delito y, en este caso, la
correspondencia era primorosa.
En suma, le dijo a Rich que tendría que vivir con ello, y de paso renovó las amenazas que ya le había detallado Scrub. Si
Rich creía de verdad que no podría vivir con ello, existía otra opción que según el punto de vista de Damjohn serviría
igualmente.
—Ese hombre es un sádico, un puto sádico —se lamentó Rich—. Le gustaba verme muerto de miedo. Se corría de gusto.
No hice ningún comentario. La presencia del fantasma era ya palpable, tan intensa que era como si el aire se hubiese
espesado. Snezhna estaba allí, escuchando. Flotaba sobre Rich como un sudario y, aunque todavía no se había mostrado de
forma visible, me parecía increíble que él no pudiese sentirla. La habitación estaba llena de ella.
—¿Cuándo entró en escena Gabe McClennan? —pregunté, y Rich mostró los dientes al emitir un jadeante gruñido.
—¡McClennan! ¡Ese cabrón! Eso era parte del chiste, ¿no? Volví y procuré no meterme en líos. Hice todo lo que Damjohn
me había dicho tan expresivamente que debía hacer. Y así fue durante todo el mes de septiembre. Pero, ¿puedes imaginarte
lo que fue aquello, Castor? ¡Dios! Cada vez que me daba la vuelta, allí estaba ella. La veía por todas partes. Todo el mundo la
veía una y otra vez. Y siempre que aparecía decía lo mismo: preguntaba dónde estaba Rosa. "Gdyeh Rosa? Ya potrevozhna o
Rosa". Una vez, y otra, y otra, sin rendirse nunca, me cago en la puta.
"Le dije a Damjohn que no podía dejar que siguiese así. Podía nombrarme a mí, o a él. Se había ocupado del cuerpo, pero
ahora tenía que ocuparse de... el resto. Lo que todavía quedaba de ella.
"Estuvo de acuerdo, y trajo a McClennan —Rich giró la cabeza para mirarme, con el demacrado rostro deformado por un
alienado gesto de súplica—. Pero McClennan no la exorcizó: tan sólo hizo ese hechizo para que no pudiese hablar. Damjohn
se limitó a proteger su pellejo, ¡pero quería que yo siguiese sufriendo!
Rich se quedó en silencio, haciendo movimientos nerviosos de vez en cuando, con la cabeza hundida entre las manos.
Repasé todo lo que ya sabía a la luz de lo que acababa de contarme. Parecía encajar. Y el registro de sus emociones al que
había accedido sujetándole la nuca concordaba con sus palabras en lo fundamental. Estaba diciéndome la verdad, al menos lo
que él sabía o creía saber.
—¿Qué hay de los documentos, la colección rusa? —pregunté—. ¿De dónde proceden en realidad?
Se limpió los mocos y las lágrimas del rostro con manos todavía temblorosas.
—Una de las chicas, no Snezhna, sino una de las primeras, tenía todo eso en su piso. Reliquias familiares o algo así. Lo vi y
pensé, vaya, eso debe de tener bastante valor; podría vendérselo al archivo. Así que le dije que lo llevaría para que lo
tasasen. Utilicé uno de los pisos de Damjohn, uno vacío, como dirección postal, y lo preparé todo. Dije que estaba haciendo de
intermediario de un anciano, pero era yo mismo.
Eso era otra cosa que debería haber descubierto antes: Scrub y McClennan no habían aparecido en Bishopsgate por
casualidad; probablemente Rich había telefoneado a Damjohn en cuanto colgó, después de hablar conmigo.
—¿Y Rosa? —quise saber—. ¿Volviste a verla alguna vez?
Rich negó con la cabeza tristemente, sin alzar la vista.
—Damjohn no me lo permitiría. Me ordenó no volver al club ni a ninguno de los demás locales. Y desde entonces sólo me
utilizó como cazatalentos una vez más. Dice que estoy a prueba. Dice que tengo que esperar, y que ya me llamará cuando me
necesite.
Extrañamente, después de todo lo que acababa de oír, fue entonces cuando mi estómago decidió revolverse. No era que
hasta entonces hubiese sentido mucha compasión por Rich, dado lo que había hecho. Pero el dato de que hubiera sido capaz
de volver a su antigua rutina de ir a la caza de chicas lo situaba fuera de la raza humana, según mi escala moral, en un
espacio conceptual muy distinto, que compartía con Asmodeo y sus semejantes.
Sin embargo todavía lo necesitaba para algo más.
—Escúchame, Rich —le dije—. Rosa ha desaparecido. Damjohn la ha escondido en alguna parte, para evitar que hable
conmigo y me ayude a sacar conclusiones. Ella sabe que su hermana ha muerto. Puede que se lo haya dicho él, o puede que
lo haya averiguado de alguna otra forma, pero tiene que saberlo, porque me atacó con un cuchillo pensando que había sido yo
el que exorcizó al fantasma de Snezhna. De modo que ella está en tu mismo barco: sabe lo suficiente para denunciar a
Damjohn a la policía. Seguramente él os matará a ambos una vez que se haya olvidado todo esto, y la única razón por la que
sigues vivito y coleando es porque tu desaparición sería demasiado sospechosa.
"De modo que tu única posibilidad de salir con vida de todo esto es colaborando conmigo. ¿Lo entiendes bien?
Alzó lentamente la vista y asintió.
—¿Y lo dejarás todo como está? —preguntó, con un tono cercano al llanto—. ¿No le contarás a nadie lo de...?
Todas las emociones que había reprimido durante la pasada media hora explotaron.
—¡Joder, por supuesto que no lo dejaré todo como está! ¿Qué pasa, se te ha ido el tarro o qué?
Al notar el corrosivo desprecio de mi tono se echó atrás, refugiándose contra la pared. Blandí el manojo de llaves frente a
su rostro.
—La única opción que te estoy ofreciendo está entre cumplir condena por asesinato o que te destroce la cabeza contra la
pared ahora mismo. Y decídete pronto, Rich. Tengo más cosas que hacer.
Pero Rich ya negaba con la cabeza. Lo había presionado demasiado, y estaba acobardándose.
—No —dijo—. No puedo hacerlo. No puedo ir a la cárcel.
—Creí que lo preferirías a la otra opción —dije, con tono amenazador.
—¡No puedo! —gimió, postrado a cuatro patas y con la cabeza gacha—. ¡No puedo!
Me puse en pie de nuevo, comprendiendo que no conseguiría hacerlo razonar hasta que se le pasase el ataque de pánico
que lo inundaba. Estaba deseando irme de allí, perfectamente consciente de lo importante que era para mí llegar hasta Rosa
antes de que Damjohn perdiese los nervios. Pero debía contenerme: no había forma de presionarlo más sin que acabase
desmoronándose.
Al menos yo no podía. En ese momento, la oscuridad que había en las esquinas del cuarto empezó a extenderse y a fluir.
Rich no se había dado cuenta, porque era incapaz de darse cuenta de nada, pero él era el centro de lo que fuese que estaba
ocurriendo. Las sombras corrieron hacia él, lo envolvieron en un remolino como el agua alrededor de un desagüe, cada vez
más negras y profundas. No se parecían a ella, pero yo llevaba más de diez minutos esperando a que actuase, de modo que
lo reconocí cuando ocurrió.
Supongo que no debería haberme sorprendido; cierto que ella había estado luchando contra la atracción que desde su
muerte ejercía sobre ella esta estancia, pero las agitadas emociones de Rich eran como un faro que alumbraba en medio de la
oscuridad y la confusión de la muerte. Ella tenía que venir.
Sólo que no vino como ella misma. No había ninguna mujer flotando sobre Rich mientras éste se balanceaba, gimiendo. Tan
sólo era la oscuridad, que se arremolinaba y se espesaba.
Cuando por fin se dio cuenta de que algo ocurría miró hacia mí, sorprendido, como si creyese que estaba gastándole
alguna broma pesada. Alzó las manos e intentó apartar las sombras. Fue así, tan en vano como suena. Emitió un pequeño
chillido y rodó hacia la pared: las sombras lo siguieron, apuntaron a su rostro y se hundieron en su interior, atravesándolo.
—¡Castor! —gritó Rich—. Quítame... quítame esto... no... No moví ni un dedo. De todas formas, lo más probable era que no
hubiese podido hacer mucho, en esos momentos. Las sombras penetraron en la piel de Rich, atravesándola, atraídas por una
especie de osmosis psíquica. Sus gritos se volvieron ahogados, líquidos, inhumanos. Sus manos se agitaron frenéticamente,
golpeando a ciegas su propio rostro.
Pero él ya no tenía rostro, o al menos ya no quedaba mucho de él: desde la frente al labio superior ya no había más que
un desgarrado velo de carne roja. Sobre él colgaban lacios tirabuzones de pelo color marrón, y la informe boca que se abría
bajo ellos estaba bordeada por unos labios rojos como la sangre.
La ilusión, si de eso se trataba, se mantuvo lo que dura un larguísimo suspiro. Después desapareció, como si alguien
hubiese pulsado un interruptor, y Rich volvió a ser él mismo, chillando y tartamudeando, aferrándose el rostro con las manos
como si estuviese intentando arrancárselo del cráneo. Me acerqué a él e impedí que se cegase a sí mismo, llevado por el
pánico.
—¡Te ayudaré! —prometió, levantando la mano como para protegerse de un golpe—. ¡Por favor! ¡Te ayudaré, Castor!
¡Trabajaré contigo! ¡Dile que voy a cooperar! ¡No dejes que ella me toque! ¡Por favor!
—Eso es estupendo, Rich —dije—. Pero antes necesito que vuelvas a respirar.
Eso le llevó un buen rato. Cuando me pareció que su respiración se había normalizado lo bastante para poder hablar,
saqué el móvil del bolsillo y lo tiré sobre su regazo.
—Haz una llamada —le dije—. Hay otra emergencia.
XXI

R ich encendió el móvil y esperó a que se pusiese en funcionamiento y buscase la antena más cercana. No ocurrió nada. Se
quedó mirándolo desconcertado, falto de toda iniciativa debido al golpe psíquico que acababa de encajar. Me miró con un
mudo gesto de súplica.
—Joder, me cago en la puta —solté—. Dámelo.
Era el problema de siempre: estaba descargado. Maldiciéndome interiormente, repasé varias alternativas inviables y de
pronto tuve una súbita inspiración. En el bolsillo interior del pecho encontré el móvil que le había quitado a Arnold después de
dejarlo frito en el baño del Runagate, en Chelsea. Se lo di a Rich, en lugar del mío.
Marcó el número torpemente, necesitando tres intentos antes de conseguir hacerlo correctamente. Después ambos nos
quedamos esperando, atentos al etéreo limbo mientras la llamada se abría camino por el ciberespacio. Yo también escuchaba,
con la cabeza pegada a la suya: no me fiaba de que Rich volase directamente al punto acordado, a menos que tuviera
copiloto. En mi imaginación vi sonar el teléfono en el vestíbulo de Kissing the Pink, y a Arnold Cara de Comadreja
descolgándolo.
—¿Sí?
—Soy Rich Clitheroe. Tengo que hablar con el señor Damjohn —dijo Rich.
Hubo una elocuente pausa, y después añadió:
—Es sobre Castor.
—Un momento —susurro la voz.
Lo hicieron esperar. Damjohn no estaba disponible de inmediato para nadie, mucho menos para alguien de tan poca
categoría como Rich. Sin embargo, como la pausa se alargaba, empecé a preguntarme si les estaría costando localizar a
Damjohn. Tal vez estaba en otro lugar, después de todo.
Aproximadamente un minuto más tarde Arnold volvió a ponerse al aparato.
—Está en el barco —dijo, con un tono ligeramente contrariado, como si acabara de recibir una bronca por interrumpir el
descanso de su amo—. Dice que debes llamarle allí.
Empezó a recitar los números y Rich fingió estar anotándolos, mientras ambos tratábamos de retenerlos en nuestra
memoria. Seguidamente marcó el nuevo número, tras varios intentos fallidos debido al temblor de sus manos. Oímos el tono
de llamada y aguardamos durante lo que parecieron siglos. Por fin alguien descolgó.
—¿Diga? —era la voz de Damjohn—. ¿Clitheroe?
—Señor Damjohn, he de hablar con usted. No sé qué hacer. No sé qué hacer aquí.
He de admitir que la voz de Rich sonaba adecuadamente asustada y agitada, aunque supongo que era sobre todo porque
lo estaba en realidad. Ese grado de abyecto terror no se puede fingir.
—Cálmate, Clitheroe —dijo Damjohn en tono cortante—. Ni siquiera deberías haber intentado ponerte en contacto
conmigo, pero, ya que lo has hecho, dime cuál es el problema. Y sin histerias, por favor.
Rich me dirigió una mirada asustada y después apartó rápidamente la vista.
—Es Castor —dijo—. Acaba de estar en mi casa.
Al otro lado de la línea se produjo un silencio. Después la voz de Damjohn preguntó:
—¿Por qué? ¿Qué es lo que sabe?
En silencio, hice un gesto negativo hacia Rich. Ya habíamos ensayado toda la conversación, pero quería asegurarme de
que no improvisaba. No quería que Damjohn se alarmase tanto como para hacerle algo a Rosa.
—Nada, no sabe nada —dijo Rich—. Pero está... está haciendo muchas preguntas.
—¿Y con quién está hablando? ¿Sólo contigo, o con todo el mundo?
—No lo sé —en la voz de Rich se oyó un convincente deje de angustia—. Mire, yo creo que no voy a poder aguantar más.
Ya me estoy jugando un cargo por asesinato; un cargo por asesinato, joder. Señor Damjohn, ¿dónde está Rosa? Ella sabe lo
mío, ¿verdad? ¿Dónde está ahora? Si va a la policía estoy jodido. A menos que yo vaya antes y les cuente mi historia. Puedo
decirles que fue un accidente, porque eso fue.
Noté el aliento de Damjohn, silbando entre sus dientes apretados.
—Matar a una chica mientras intentas violarla no cuenta como accidente, Clitheroe —dijo con voz helada—. Incluso si sólo
te acusan de homicidio son veinte años, y tendrás que cumplir al menos diez. Eso es lo que te espera si no eres capaz de
dominar tus nervios. Rosa no va a hablar con nadie, y tú tampoco.
Hice un movimiento circular con el índice para indicarle que insistiese; Rich asintió para mostrar que lo había comprendido.
—¿Dónde está? —repitió.
—¿Qué? —el tono de Damjohn era de reproche.
—¿Dónde está Rosa? Quiero hablar con ella.
—Ya te he dicho que eso es imposible. La voz de Rich se elevó casi una octava.
—Eso era antes de que Peele contratase a su propio exorcista de mierda, tío. Estoy pasándolas putas, pero que muy
putas. Vale, es posible que no tenga por qué hablar con ella. Pero quiero asegurarme de una puta vez de que nadie más
pueda hacerlo. ¿La tiene fuera de la circulación o no? ¿No seguirá intentando salirse con la suya? Castor podría ir allí y...
—Está aquí, conmigo —soltó Damjohn—. En el barco. La estoy viendo ahora mismo. Y aquí se quedará hasta que nos
hayamos ocupado de Castor. ¿Cuánto hace que se fue?
—No sé, tal vez diez minutos, o quizás un poco más.
—¿Dijo adónde iba?
—Sí.
—Bien. ¿Adónde?
Rich pestañeó dos veces en el acto, comprendiendo que se había metido en un callejón sin salida. Le hice un gesto como
de estar abriendo un libro.
—Al... de vuelta al archivo, creo —tartamudeó—. Creo que fue eso lo que dijo.
Nueva pausa.
—Hoy es domingo —señaló Damjohn, en tono amable pero preciso—. ¿No está cerrado el archivo?
—No, hoy hay una recepción allí. Una boda.
—¿A las once de la noche?
—Tiene... tiene mis llaves. La pausa se hizo más larga.
—¿Has dejado que se lleve tus llaves?
—No pasa nada —soltó Rich—. Ya había quitado las de nuestras habitaciones del manojo. Sólo tiene las llaves del archivo.
—Bueno, entonces no hay problema para nosotros. Haré que alguien vaya a su encuentro. Clitheroe, óyeme bien:
Quédate donde estás. Scrub irá a recogerte para traerte al barco. Hasta que arreglemos lo de Castor, que será pronto, éste
es el lugar más seguro para ti.
Rich compuso un gesto trágico y melancólico a la vez.
—No puedo hacer eso ahora —masculló, con los ojos llenos de lágrimas.
—Puedes, y lo harás. Quédate ahí, y Scrub irá a buscarte.
Volví a hacerle gestos, como si jugásemos a adivinar palabras. Señalé hacia él y después le mostré la caja de cerillas de
Kissing the Pink, que había estado en mi bolsillo todo el tiempo. Rich asintió.
—Nos encontraremos en el club —dijo.
—¿Cómo?
A Damjohn no pareció hacerle ninguna gracia esa muestra de desafío.
—Nos encontraremos en el club. Es más céntrico. Yo... quiero estar en un lugar donde haya mucha gente, ¿de acuerdo?
—¿No confías en mí, Clitheroe?
La voz de Damjohn era tan cortante que podría utilizarse para el afeitado, si uno fuese de los que gustan de utilizar
navajas de rebanar pescuezos.
—Sólo quiero estar en un sitio público. Ya le he dicho que tengo miedo. No quiero estar allí, tan lejos, de noche y...
—En el club, pues. Estás más cerca, así que llegarás antes. Espérame allí.
Damjohn colgó. Rich se volvió hacia mí, esperando instrucciones.
—¿Qué barco es ése? —quise saber.
—Es un yate, un yate suyo.
—¿Dónde lo tiene?
Rich me miró con un patético destello de desafío en la mirada, que se extinguió al momento.
—¿Es que crees que me ha invitado alguna vez?
No, eso sería demasiado sencillo, ¿verdad? Pero mientras maldecía mi suerte se me ocurrió una idea. Me volví de nuevo
hacia Rich, restallante de impaciencia.
—Cuando intentaba conquistarte y te invitó a cenar, ¿a dónde te llevó? —solté.
—¿Cómo?
—El hotel elegante. ¿Dónde era eso?
—Ah —se quedó pensando un momento, y después pareció recordar algo—. El Conrad, en Chelsea.
Bingo.
Pero no era más que una posibilidad y, puesto que se trataba de una carrera contra el reloj, tenía que empezar a
moverme ya. Señalé el teléfono y Rich me lo tendió, lo que hizo que cuando lo golpeé con la esposa no pudiese bajar la mano
a tiempo para cubrirse. Le di de lleno en el estómago, con todas mis fuerzas; se golpeó contra la pared y resbaló hasta el
suelo, con los ojos como platos y la boca abierta de par en par. Mientras estaba todavía atontado le sujeté las manos a la
espalda y las aseguré con un doble nudo marinero, utilizando la cuerda que estaba tan a mano.
—¿A... a qué ha venido eso? —farfulló, cuando consiguió recuperar el aliento—. Castor, ¿qué estás haciendo? ¡Dije todo lo
que tú querías!
—Lo sé —reconocí, pasando otra vuelta de cuerda por su cabeza y comenzando otro nudo. Forcejeó un poco, pero lo tenía
bien pillado y él seguía débil debido al golpe bajo—. Pero ahora tengo unos cuantos recados que hacer, y lo último que quiero
es que Damjohn y tú os veáis y hagáis las paces.
Pasé un extremo de la cuerda por la anilla de acero embutida en el suelo y la aseguré allí. Rich estaba boca abajo y no me
veía, pero supuso lo que iba a hacer con unos segundos de retraso y empezó a rodar frenéticamente sobre sí mismo,
forcejeando para intentar ponerse en pie. No le sirvió de nada. Tan sólo quedaba medio metro de cuerda entre él y la anilla.
Podría llega a arrodillarse, pero nada más.
—¡Castor, no! —gritó, con una expresión en los ojos cercana a la locura—. ¡No me dejes aquí! ¡No me dejes con ella!
Recogí el móvil del suelo y me puse en pie. Lo miré sin ninguna compasión, sin ningún sentimiento más que alivio al saber
que pronto me vería libre de su compañía.
—Estarás bien, Rich —le aseguré, sabiendo que mentía—. A ella ni siquiera le gusta este cuarto. Recuerda muy bien todo lo
que le hiciste aquí. Desde su muerte se ha pasado las noches luchando contra la atracción de este lugar, intentando no
regresar a él, aunque incapaz de alejarse. Como ves, tiene una tarea pendiente. Y esta noche voy a poner mi granito de
arena para acabarla. Mientras tanto, el mejor consejo que puedo darte es que intentes conservar la calma. Las emociones
desbocadas son lo que más la puede atraer.
Rich seguía chillándome mientras yo subía las escaleras, cerraba con llave la puerta de arriba y cruzaba el cuarto de la
planta baja. Me detuve junto a la puerta y agucé el oído. Todavía podía distinguir su voz, pero sólo porque sabía que estaba
allí. El aislamiento era realmente excelente.
La última puerta se cerró tras de mí con la rotundidad con que lo haría la tapa de un ataúd.

Considerando que había sido un muelle donde se descargaba el carbón para los ferrocarriles londinenses, el puerto de
Chelsea se las había arreglado para prosperar bastante. El emplazamiento es lo fundamental, como dicen: lo de menos era
que fuese un almacén de carbón, ya que estaba embutido en medio de una de las zonas más activas y pujantes de Londres. A
finales de los ochenta, unos cuantos promotores con olfato se mudaron allí y construyeron un puerto deportivo, y un par de
años después se construyó el Hotel Conrad. No es Henley, pero uno puede imaginárselo como un Henley portátil, en
miniatura, mucho mejor situado para Harrods y Harvey Nicks.
Me aproximé al lugar con cautela, porque no soy el tipo de elemento que el Conrad, el Design Centre y el Belle Époque
están deseando atraer a sus puertas. El taxi me dejó al extremo de Lots Road, a la entrada de un laberinto de urbanizaciones
valladas desde el cual lo más fácil y rápido era ir caminando.
Las doce y cinco de la noche. Había tardado casi una hora en llegar allí desde el Bonnington, con una parada en medio
para recoger unas cizallas y una palanqueta del garaje de Pen. Tan sólo iba a poder hacer un intento, y el tiempo iba a ser
muy justo, así que tenía que asegurarme de estar preparado para cualquier cosa. Transcurridos sesenta minutos,
seguramente Damjohn ya estaría mirando su reloj y preguntándose por qué Rich estaba tardando tanto. Lo más probable era
que no dispusiese de un lapso de tiempo demasiado grande antes de que Damjohn comprendiera que Rich no iba a venir y
empezase a preguntarse a dónde podía haber ido. Eso podía llevarle a querer dejar bien atados todos los cabos sueltos
antes de que se desmandasen del todo. Aceleré el ritmo mientras pasaba junto a tiendas de antigüedades, importadores de
muebles y lujosas residencias.
Rodeando la elegante mole del Conrad llegué a la entrada del puerto deportivo. Había una caseta de seguridad, pero el
guardia de florido uniforme que había en su interior estaba hablando por teléfono y apenas se apercibió de mi presencia
cuando pasé a su lado. Suponía que era allí donde estaba amarrado el yate de Damjohn porque apenas estaba a tres minutos
andando del pub en el que se habían encontrado Scrub, Arnold y McClennan el día antes; y cuando Rich me confirmó que fue
allí donde lo había llevado Damjohn a comer, eso me dio la suficiente confianza para apostar la vida de Rosa a esa posibilidad.
De todas formas, viéndolo desde otra perspectiva, si el barco no estaba allí tampoco estaría en ningún lugar donde yo pudiese
encontrarlo, de modo que estaba jodido antes de empezar.
La mayor parte de los amarres daban a la zona frontal del puerto deportivo, a donde llegué enseguida. Éste forma una
ancha dársena en forma de arco de herradura, y el hueco entre ambos brazos mide casi diez metros, tras los cuales está el
Támesis. Busqué a mi alrededor un lugar por el que empezar, esperando vagamente que hubiese una lista de embarcaciones
que pudiese repasar en busca de inspiración. Pero no había nada parecido.
Avancé por el pantalán de madera, que probablemente había sido blanqueado al sol de Ostia antes de enviarlo aquí en
trozos para volver a armarlo, mirando el nombre de cada barco. El único dato en el que me podía basar era que Scrub había
dicho a Rosa, según el confuso recuerdo de Jasmine: "Para ti la linda dama". Ninguna de las embarcaciones tenía nombre
femenino, excepto el Boadicea. Eso sería un poco exagerado, pensé.
En el extremo más alejado del puerto deportivo, pasado el acceso de embarcaciones, los amarres continuaban alrededor
de la cara externa del muro del puerto. Me dirigí hacia allí, sin dejar de mirar cada barco al pasar junto a ellos. En esa parte
había unos cuantos amarres vacíos: seguramente, cuanto más lejos de Lots Road y su animada vida nocturna, menos
deseable era el lugar. Otro nombre de mujer: la Baronesa Thatcher. No. De seguro era una candidata mucho menos probable al
título de "linda dama" que Boadicea.
Por fin no me quedaba ya más que un barco que inspeccionar en ese lado del puerto deportivo, uno que estaba muy
alejado de los demás. Si no tenía suerte con él tendría que volver sobre mis pasos y probar suerte en el brazo opuesto. Pero
supe que era aquel cuando estaba a poco más de cinco metros de distancia, en cuanto pude leer el nombre pintado en su
costado: Se llamaba el Mercedes. No sólo era la palabra que en español nombraba los favores concedidos de buena voluntad,
sino también el nombre de la mujer que yo había visto en la mente de Damjohn al estrechar su mano la primera vez que nos
vimos: la mujer de la que guardaba un recuerdo tan sangriento y tan feliz.
Me aproximé, ahora más cautelosamente, a pesar de que no se veía luz en las ventanas del yate y parecía desierto. A tres
metros de él pude confirmar mis sospechas, al ver a Scrub de pie en la cubierta superior. Se apoyaba en la baranda de popa,
mirando al río, hacia Battersea. Su rostro estaba vuelto del lado contrario a donde yo me encontraba, pero era imposible
confundir a Scrub con nadie más, sobre todo porque estaba románticamente iluminado por la luz amarillenta de una farola
victoriana, con sus volutas y su falso quemador de gas. Yo sabía ya que Scrub era fuerte, y malvado: no tenía esperanzas de
que el agua que fluía río abajo lo disuadiese de ello, aunque seguramente lo volvería picajoso e irritable. Pero no había señal
de ninguna de las dos cosas en su absoluta inmovilidad, en su aire de densa e insondable calma.
Eché un vistazo al pantalán, más allá del Mercedes: por allí no había nada que ver. El muelle de madera acababa unos seis
metros después, donde lo más probable era que hubiese un último amarre vacío. Como escenario no era perfecto, porque
estaba alejado y aquel callejón sin salida podía acabar siendo un problema para mí si las cosas se torcían. Pero uno ha de
hacer lo que pueda con lo que le ha tocado.
Volví sobre mis pasos por el embarcadero, para refugiarme a la sombra del último barco que había pasado, el Baronesa
Thatcher. Incongruentemente, me pregunté a qué importante miembro del partido conservador pertenecería, y qué perversa
fantasía le habría llevado a poner a su barco de recreo el nombre de la Dama de Hierro. Quizás era un antiguo moderado que
sentía un nostálgico placer cada vez que se apoyaba con fuerza en la caña del timón y demostraba que ella estaba a favor del
cambio, después de todo.
Me descalcé y dejé allí casi todas mis herramientas, las ganzúas y las cizallas, quedándome con la palanqueta. La única
posibilidad de sobrevivir a ese encuentro era si Scrub no me veía venir. Alguien me contó una vez la trola de que existe un arte
marcial galés llamado Llap-Goch, en el cual la clave de la victoria es eliminar a tu oponente antes de que él sepa siquiera que
existes. Puedo hacerme a la idea de cómo sería eso.
Rebusqué en los bolsillos, me aseguré de que seguía teniendo la esposa bien a mano y después saqué mi arma secreta.
No serviría de nada montarlo allí mismo: demasiado lejos. Empecé a avanzar cautelosamente por el embarcadero hacia el
Mercedes, desenrollando el ovillo de cable al mismo tiempo. Tenía pesos en los extremos, como unas boleadoras, pero era algo
completamente distinto. Scrub todavía no se había dado la vuelta, lo que con suerte significaba que estaba completamente
embebido en lo que quiera que en él hiciese las veces de pensamiento.
A unos seis metros del barco me detuve e hinqué la rodilla en tierra. Dejé la carga explosiva, con forma de disco, en el
borde mismo del pantalán, donde era menos visible. Extendí el cable en toda su longitud y presioné el botón. Me había dado a
mí mismo dos minutos de ventaja; dos minutos deberían bastarme para llegar a donde quería estar, y después de eso ya
veríamos. Si calculaba bien el tiempo quizás incluso podría salir de aquello con la cabeza todavía sobre los hombros.
Tres pasos más me acercaron a la pasarela del Mercedes. Era un barco muy grande: Mercedes había sido una gran mujer,
descanse en paz. Había tres cubiertas, y en la más baja, la que yo podía ver desde donde estaba, había una puerta que
obviamente conducía a los camarotes. Le di vueltas a la idea de sacar mis ganzúas y hacer un intento; parecía ridículamente
fácil. Pero no. Scrub era un hombre demasiado peligroso para darle la espalda. No serviría de nada entrar si él seguía allí,
bloqueando la entrada, y, mientras tanto, mis dos minutos se irían consumiendo.
De modo que subí la escalerilla que conducía a la cubierta intermedia y seguí ascendiendo hasta la superior. El peso de la
palanqueta que llevaba en la mano me daba seguridad, pero tampoco confiaba demasiado en ella; iba contando mentalmente
los segundos, y ya habían pasado cuarenta. Podía ver a Scrub por encima de mí, contemplando todavía las icónicas chimeneas
de la central eléctrica de Battersea.
Di unos cuantos pasos cautelosos hacia él, con la palanqueta en alto. Cuando ya estaba a sólo tres metros di un fuerte
pisotón sobre la cubierta. El enorme individuo se dio la vuelta y me vio.
—La luz de la luna no te favorece nada, Campanilla —dije.
Scrub enseñó los dientes y gruñó. Creo que eso quería decir que se alegraba de verme. Dejó de apoyarse en la baranda y
se enderezó cuan largo era, lo cual era tan imponente como yo recordaba.
—Castor —dijo, escupiendo las sílabas.
No contesté. Tan sólo retrocedí sobre mis pasos, con una expresión de terror en el rostro que no era nada difícil de fingir.
Scrub arremetió contra mí y estuvo a punto de atraparme: era muchísimo más rápido de lo que yo esperaba, y si me hubiese
echado hacia atrás lo habría conseguido. En lugar de eso salté de lado, por encima de la baranda, cayendo sobre la cubierta
intermedia.
Estaba demasiado oscuro para hacer acrobacias: caí cuan largo era y me puse en pie a toda prisa mientras Scrub bajaba a
toda velocidad por las escalerillas. Ahora me cortaba el paso hacia la pasarela, de modo que me subí a uno de los imbornales y
volví a efectuar otro salto mortal hasta el pantalán de madera. Seguía teniendo la palanqueta en la mano, y más aún, había
conseguido no romperme la pierna con ella.
Scrub bajó cómodamente por la pasarela. Me tenía atrapado en la parte sin salida que había hacia la popa del Mercedes,
donde no había más huida que hacia abajo.
—Hijo de puta —gruñó con voz profunda. Habían pasado ya noventa segundos.
Di unos cuantos lances de prueba con la palanqueta, haciendo silbar el aire de una forma que esperaba fuese intimidante.
Pero Scrub se rió, simplemente, y empezó a embestir pasarela adelante hacia mí.
—Ojalá siguieses con el flautín —dijo, con una horrible sonrisa de suficiencia—. Esperaba poder metértelo por la puta
garganta.
Retrocedí, hundiendo la mano que tenía libre en el bolsillo.
—Scrub, tengo un arma secreta —le advertí—. Casualmente está detrás de ti.
Él no hizo caso y siguió avanzando hacia mí. Yo esperaba que la palanqueta pudiese detenerlo, al menos un momento,
pero supongo que ya había sido amenazado por hombres mucho más corpulentos que yo y se los había comido para
desayunar (ojalá se me hubiese ocurrido otra metáfora). Saqué la mano del bolsillo: el arco de metal que me cruzaba los
nudillos relampagueó a la luz de la farola. Los ojos de Scrub se volvieron hacia él; no asustados, ni siquiera preocupados, sino
tan sólo con cierta curiosidad.
—Es de plata —dije—. Ya sabes lo que hace la plata a los de tu especie. Mantén las distancias.
Scrub se encogió de hombros. Lanzó una de sus manazas hacia mí, completamente abierta. A falta de otra opción, detuve
el golpe y le di un puñetazo con la esposa. El metal rozó la piel de su muñeca y él encogió el brazo repentinamente, al notar el
dolor. Dudó y después dio un paso atrás. Yo hice lo mismo, aprovechando aquel respiro momentáneo para recuperar el
equilibrio. Fue entonces cuando cargó sobre mí.
Fue como la embestida de un toro. Nada de delicadezas, tan sólo una terrible aceleración. Lo primero que me golpeó fue
su antebrazo en alto, y tras él todo su enorme peso. Aquel tremendo golpe, casi al descuido, me alzó del pantalán y me hizo
volar más de tres metros por el aire; caí de espaldas justo al final de la plataforma, con la cabeza sobre el agua y
completamente sin respiración después de soltar todo mi aliento en un áspero jadeo.
Me tensé para rodar a un lado, pero antes de que pudiese moverme ya tenía a Scrub sobre mí. Su pie cayó sobre mi
pecho, clavándome al suelo y causando un dolor parecido a una descarga eléctrica que atravesó mis tensas costillas. Me miró
con ira desde su altura; rebuscó en el bolsillo de su chaqueta y sacó un cuchillo. En manos de cualquier otro habría parecido
una espada: era una daga de gruesa hoja, con la punta curvada. Se dobló por la cintura, me sujetó por las solapas con la
mano libre y me enderezó casi por completo. El filo de la daga me rozó la mejilla.
—¡Cómo voy a disfrutar esto, me cago en la puta! —gruñó. Ciento veinte.
La primera ráfaga de música atravesó el silencio nocturno. En realidad, llamarlo música es ser demasiado generoso: era un
grito torturado que recordaba a un gato moribundo. Era un flautín, que sonaba tres octavas por encima del do central. Scrub
se quedó rígido mientras por su rostro cruzaba una expresión de sorpresa y consternación. Todavía con el pie plantado sobre
mí, se giró para buscar la fuente de sonido. Pero estábamos solos en el pantalán: no había ni rastro de ningún flautista, ni el
de Hamelín ni ningún otro.
El flautín moduló tres largas disonancias, bajando de una chirriante clave de sol a una estridente clave de fa. No había
melodía alguna: tan sólo ráfaga tras ráfaga de sonidos pelados, dispuestos en una pauta apenas perceptible. Se creaban
extrañas variaciones de mayor a menor, de un tono limpio a otro chapucero. Su imperfección contaminaba la noche.
Esto hizo que Scrub emitiera un sorprendido gruñido de protesta, como un cerdo acorralado. Movió la cabeza de un lado a
otro, utilizando el sonido para triangular la fuente del mismo. Obviamente venía de detrás de donde estábamos: de la vacía
plataforma de madera, a casi diez metros de allí, en la zona de sombras que había entre el Mercedes y su vecino más próximo.
El sonido volvió a subir de tono, y Scrub rugió de ira y dolor. Retiró el pie de mi pecho, probablemente justo a tiempo de
evitar que se me hundiese toda la caja torácica, y corrió hacia la entrada de embarcaciones. Eso significaba que estaba
corriendo hacia la extraña música, lo que pareció serle tan dificultoso como nadar contra una fuerte resaca. Su decidido paso
se hizo más lento, vaciló y por un segundo pareció a punto de caer de costado al agua. Entonces vio algo en el suelo, frente a
él, y se obligó a dar unos cuantos pasos más hacia allí.
Me senté, intentando dificultosamente rellenar de aire unas costillas que parecían haber sido reducidas a astillas afiladas
como agujas. Contemplé cómo Scrub intentaba agacharse para recoger el objeto que había visto en el suelo y, en vez de
conseguirlo, se caía. Lo vi rebuscar sobre las tablas y atrapar por fin el walkman en su manaza. Se quedó mirándolo como si le
costase enfocar la vista. Después bramó como un toro y lo arrojó lejos de sí. El walkman chocó contra el costado del Baronesa
Thatcher antes de hundirse en las aguas del puerto deportivo, y su áspera melodía quedó silenciada en medio de una nota.
Los loups-garous son diferentes a los fantasmas normales: más duros o menos que éstos, dependiendo de lo que intentas
hacerles. Por otro lado, el espíritu invasor penetra hasta lo más hondo del cuerpo del animal, y después lo remodela alrededor
de sí como un capullo de mariposa, de modo que hacer un exorcismo completo puede ser más que complicado. Pero (y éste es
un gran pero) la otra cara de la moneda es que la carne recuerda su forma original. El método más sencillo es hacer que
huésped y parásito discutan el uno con el otro, crear una interferencia, de modo que la carne usurpada revierta a lo que era
antes de que llegase el fantasma y cambiase la decoración.
Había estado casi convencido de que la tarde que pasé en la cocina de Pen, entresacando esa melodía y grabándola en el
walkman, sería otro tanto tiempo perdido. Pero sabía que nunca conseguiría vencer a Scrub en una lucha cuerpo a cuerpo, por
muchos golpes bajos que consiguiese encajarle, así que, si alguna vez tenía que enfrentarme a él, necesitaría echar mano de
una ventaja todavía más injusta que la suya.
El enorme individuo volvió a ponerse en pie, tambaleante, aunque le costó un esfuerzo hercúleo. Giró la cabeza y me miró
desde aquella distancia de diez metros de pantalán con unos ojos llenos de locura y odio incendiario.
—Castor, te mataré por esto —gruñó—. Te lo juro. Cuando... Se quedó tenso, y un estremecimiento recorrió su cuerpo
como una ola. Se miró los brazos y gimió: se estaban retorciendo, no como extremidades, sino como serpientes, como
cachorrillos de perro dentro de un saco. Intentó dar un paso hacia mí, lo consiguió, empezó a esforzarse por dar el siguiente.
Eso fue todo lo que pudo hacer.
—Cuando... vuelva.
Scrub tenía que obligarse para hablar, y la voz le salía borboteante y aflautada. Empezó a fundirse de piernas arriba, y se
encogió espectacularmente sobre sí mismo. Pero no estaba fundiéndose: eso era lo que parecía desde donde yo estaba,
sentado en la plataforma. Lo que estaba sucediendo en realidad era mucho más asqueroso.
Se convirtió en un montón de ratas. Toda aquella mole enorme y sólida se disolvió y se separó, se partió en muchos
trozos, y de entre los pliegues de su reluciente traje fue saliendo una oleada de cuerpos peludos color marrón, que escapó
por la pasarela como una inmunda marea, alejándose del agua. Si la conciencia de Scrub todavía las hubiera animado y
soldado sus voluntades, podrían haberme devorado vivo. Pero Scrub, la mente y la personalidad que utilizaba ese nombre, era
un fantasma. Cuando la música lo expulsó de golpe de la carne que había amontonado a su alrededor, las diminutas mentes
individuales de las ratas volvieron en sí y retomaron sus propias agendas.
Recordé el momento en que había abierto con llave la puerta de mi dormitorio y me encontré a Scrub sentado en la cama.
Ahora supe cómo se las había arreglado para entrar a través de una ventana que apenas estaba entreabierta. Me estremecí
al pensarlo. Cuando amenazó con matarme no estaba tirándose el moco. Yo no lo había exorcizado, tan sólo había roto su
concentración y le había birlado el cuerpo sobre el que se sostenía. Podía encontrar otro cuerpo, con el tiempo; podía y
probablemente lo haría. En ese sentido los loup-garous son como la mala hierba: crees que te has librado de ellos, pero
vuelven a brotar cuando menos te lo esperas, matan tus geranios de concurso, se comen a tu perro y te rompen el cráneo
como si fuera una cáscara de huevo.
Pero ése era un pensamiento en el que podría recrearme durante alguna tibia noche de verano aún por venir. En esos
momentos tenía otras cosas en las que pensar. Me levanté como pude del pantalán, volví sobre mis pasos y recogí el resto del
material: las ganzúas, las cizallas, la flauta dulce, todo mi mezquino equipamiento. Después volví a ponerme los zapatos, subí
a bordo del Mercedes y me encaminé directamente a la puerta del camarote.
Le eché un vistazo mientras sacaba mis ganzúas: una Yale de lo más normalito y una Chubb bastante sexy. No era el pan
comido que yo esperaba, pero tampoco nada del otro mundo. Me puse manos a la obra, mirando de vez en cuando por encima
del hombro hacia la entrada de embarcaciones, por si alguien se acercaba por la plataforma. Nada. Trabajé a mis anchas, abrí
la Yale en menos de diez minutos, pero después perdí mucho tiempo con la Chubb. Era un puto quebradero de cabeza, con un
cañón de una estrechez imposible y paleta doble. Intentar forzarla con la ganzúa no servía de nada, de modo que no podía
hacer otra cosa que ir alzando las clavijas una a una, laboriosamente, mientras notaba la piel de la nuca erizada todo el rato.
Era un paso por cada clavija, y los minutos volaban.
Cuando por fin se oyó el chasquido de la cerradura y la puerta se abrió hacia dentro unos milímetros, me tomó por
sorpresa y estuve a punto de caer contra ella. Recuperé el equilibrio, me puse en pie y penetré en la oscuridad del camarote.
Durante unos momentos me quedé inmóvil, aguzando el oído. Nada. No quería encender la luz, porque si Damjohn volvía
de repente quería que fuese él el sorprendido y no al contrario. Seguramente sería capaz de oír pisadas o quizás voces que se
acercasen al barco por la pasarela, pero si él veía luz lo primero que haría sería enviar a todos sus matones, de puntillas, y
antes de que supiese lo que ocurría estaría reviviendo la última batalla del general Custer, con sólo dos vocales de diferencia.
El ligerísimo soplo de aire que me dio en el rostro me dijo que el camarote o cocina en que me encontraba era bastante
grande, pero era imposible distinguir nada. Con los nervios más o menos de punta, me forcé a esperar a que mis ojos se
acostumbrasen a la oscuridad. La habitación fue dibujándose a mi alrededor, poco a poco, al tiempo que la oscuridad se iba
fragmentando en volúmenes diferenciados.
Justo frente a mí había una mesa, larga y baja, muy adecuada para tropezarse en ella. A ambos lados de la estancia había
dos divanes, y a media distancia algo que parecía un alto armario, arrimado al mamparo de enfrente, con un objeto macizo y
achaparrado a un lado. Entre el armario y yo había una silla, y cuanto más forzaba la vista hacia ella más me convencía de que
había alguien sentado encima.
Caminé sigilosamente hacia uno de los lados, para que la puerta abierta tras de mí no delatase mi silueta. No serviría de
nada, por supuesto: si hubiese alguien sentado allí ya me habría visto, y habría tenido tiempo suficiente para reaccionar a mi
entrada. Pero la quietud y el silencio continuaron, y yo me recordé a mí mismo que tomarme las cosas con calma no era un lujo
que pudiese permitirme en esos momentos.
De modo que rodeé la mesa y avancé por la estancia. Eso me condujo al costado de la silla, y confirmó mis primeras
impresiones: efectivamente, estaba ocupada por alguien que estaba completamente inmóvil en la oscuridad, muy derecho y
rígido, de frente a pesar de que yo me había movido noventa grados hacia la izquierda.
Volví a meditar si encender la luz y llegué a la misma conclusión que antes. Algo tembloroso, me acerqué a la silla y a su
inmóvil ocupante. Extendí la mano y la deposité suavemente sobre el hombro de la silenciosa figura.
Al instante ésta se convulsionó, girando de golpe la cabeza en mi dirección y arqueando la espalda. Intenté apartarme,
pero no conseguí ir muy lejos. La combinación de mi esfuerzo por zafarme y mi casi total fracaso de ir a parte alguna me dejó
perplejo durante medio segundo. Comprendí que la figura estaba atada a la silla más o menos al mismo tiempo que algo duro
y frío me golpeaba la nuca, haciéndome caer de rodillas. Sin embargo no estuve así mucho tiempo: un pie se plantó sobre mi
estómago y me envió rodando al suelo, donde caí cuan largo era, jadeando.
Las luces se encendieron, cegando mis ojos ya habituados a la oscuridad. Tampoco era tanta desventaja como podría
pensarse: aturdido, sin aliento y encogido en posición fetal como estaba, de todos modos no hubiese podido ver una mierda.
La afectada voz de Damjohn se entremezcló con mi dolor.
—Poseo un identificador de llamadas, señor Castor —dijo, con una voz que rezumaba desdén—. Cuando Richard me llamó
desde el teléfono de Arnold, un teléfono que previamente usted le había robado durante un forcejeo en un bar, ¿qué iba a
pensar yo?
Dijo unas cuantas cosas además de eso, o al menos continuaba hablando cuando yo me desmayé.
XXII

P robablemente sólo estuve inconsciente durante un minuto o algo así. Mientras subía dificultosamente del negro pozo sobre
el que Chandler solía ponerse tan lírico, seguía oyendo la voz de Damjohn. Hablaba en un tono seco y autoritario, dando
órdenes, al parecer. En respuesta se oyeron fuertes pisadas que cruzaban el camarote. Bien. Si estaba hablando con otra
persona, yo podía volver a dormirme.
Pero la otra persona me levantó bruscamente y me zarandeó con fuerza para quitarme las telarañas de los ojos; de paso
estuvo a punto de llevarse mi cabeza con ellas. Parpadeé al abrir los ojos, captando una escena que estaba torcida en un
ángulo mareante y que tuvo un efecto muy deprimente sobre mi ánimo.
Damjohn estaba sentado en uno de los divanes, a sus anchas, encendiendo un cigarrillo negro. Tras él estaban Gabe
McClennan y Arnold Cara de Comadreja, ambos de pie. El magullado rostro de Arnold me brindó unos momentos de malvada
satisfacción, pero, dadas las circunstancias, procuré no hacer demasiado por calentar los ánimos. Dos más de sus asesinos a
sueldo, a quienes todavía no tenía el gusto de conocer, estaban a cada uno de mis costados, manteniéndome en pie, dada la
ausencia de reflejos de mis piernas de goma.
La mujer atada a la silla tenía una bolsa gris de la empresa de mensajería Parcel Force atada alrededor de la cabeza.
—Señor Castor —dijo Damjohn, con cierta severidad paternal—. Hubo un momento en este triste y complicado negocio en
el que le hice el cumplido de intentar sobornarlo. Ojalá hubiese usted aceptado, sinceramente.
—Váyase a la mierda —sugerí—. Lo que intentaba era seducirme, ya que es lo que más le gusta hacer. Dentro de diez
minutos más o menos aparecerá por aquí la cuadrilla de la langosta con el Escuadrón Antivicio, así que hagamos un trato:
usted deja de actuar como el líder de Spectra y yo no pediré que me sirvan un martini.
Me avergonzó notar lo temblorosa que sonaba mi voz. Aquel porrazo en lo más alto de la columna vertebral había acabado
con casi todo mi espíritu luchador. Iba a tener que intentar ganar tiempo: un par de semanas no estaría mal, siempre que me
dejasen guardar cama.
A pesar de las apariencias, sin embargo, Damjohn no se había acomodado allí para tener una larga y agradable
conversación. Volvió la cabeza para mirar a McClennan.
—¿Qué estás esperando? ¿Una subida de sueldo? —preguntó suavemente.
McClennan se saltó a la posición de firmes tan bruscamente como un cadete de West Point. Rodeó el sofá y cruzó la
habitación para colocarse ante mí.
—No pillas ni una puta indirecta, ¿verdad? —preguntó, mirándome con ira.
Me abrió la gabardina de un tirón, haciendo saltar un par de botones, y después hizo lo mismo con la camisa. Parecía estar
disfrutando. Durante un breve e inquietante momento me pregunté si había entendido mal la situación e iba a ser violado
antes de morir. Pero entonces Cara de Comadreja entregó a Gabe una bandeja llena de instrumentos que reconocí
vagamente, y éste se puso a la tarea.
Había un bote de alheña, otro medio lleno de agua y un par de pinceles, uno grueso y otro delgado. Gabe mojó el mayor
de ellos en el agua, después en la alheña, y me pintó un ancho círculo, algo irregular, en el pecho. Solté un grito involuntario:
el agua estaba fría. Comenzaba a hacerme una idea de lo que estaba a punto de suceder pero, si me permitía a mí mismo
pensar en ello y quedarme helado de miedo, eso sería mi muerte con seguridad. A falta de una idea mejor seguí jugando las
magras y escasas cartas que me quedaban.
Miré a Rosa, suponiendo que era ella la que estaba allí, envuelta como un paquete. La entrecortada respiración que hacía
subir y bajar su pecho era una buena señal, de todas formas.
—Debería usted abandonar mientras todavía está a tiempo —le dije a Damjohn, arrastrando un poco las palabras—. Si la
deja ir, lo único de lo que podrán acusarlo será de complicidad en asesinato y detención ilegal. Si la mata le caerá la perpetua.
Pero no aquí: lo deportarán a Zagreb. ¿Se imagina veinte años en una prisión croata? Creo que las rebajas de condena por
buen comportamiento te las dan con la parte afilada de un picahielos.
Damjohn se limitó a sonreír, como si yo acabase de contar un chiste sin ninguna gracia y él quisiera mostrarse
magnánimamente educado.
—No voy a matar a Rosa —me tranquilizó—. Al menos mientras siga siendo una inversión rentable. Al final, si las drogas,
las enfermedades o los clientes violentos no acaban antes con ella, será necesario trazar un límite. Sin embargo, por ahora va
estupendamente. Es joven, saludable y se gana su sustento. De hecho estoy muy encariñado con ella. No te preocupes por
Rosa, Castor.
—Entonces, ¿por qué la tiene atada a una silla? —quise saber. A mí me parecía una pregunta muy razonable, pero
Damjohn la despreció.
—Tenía que asegurarme de que no hablaba contigo. A corto plazo lo solucioné manteniéndola aquí, pero siempre fue una
medida provisional. La verdad es que deberías haberte limitado a exorcizar al fantasma del archivo y cobrar tu paga. O, en
caso contrario, aceptar mi generosísima oferta. No puedes culpar a nadie más que a ti mismo por esto.
—Déjeme ver si está bien —dije, con el tono resuelto de alguien que todavía tiene posibilidades de negociar.
Damjohn inclinó la cabeza hacia un lado y frunció el ceño, bien asombrado por mi petición o irritado porque pretendiese
darle órdenes. Fuese lo que fuese, acabó haciéndole un gesto a Cara de Comadreja, quien se acercó a Rosa y le quitó la saca
de correos de la cabeza. Bajo ella estaba amordazada con un tapón de tela y unas cuantas vueltas de cuerda, y tenía el ojo
derecho hinchado y cerrado. Sin embargo, el otro ojo estaba abierto, y, al mirarme, su expresión, aunque aterrorizada, era
alerta. Parecía que después de todo iba a poder escapar de aquello con vida. Sin embargo, por lo que estaba diciendo
Damjohn, no iba a ser más que una sentencia en suspenso.
—Ahí tienes —dijo Damjohn, sonriéndome casi juguetonamente—. Soy un hombre de palabra, cuando me interesa.
Me pregunté si ésa era la verdadera razón por la que me la había mostrado: si era porque, después de toda una vida de
mentiras, traiciones, violaciones y asesinatos, en cierto modo se sentía como si todavía le quedase algo que demostrar.
Gabe había cambiado ahora el pincel grande por el pequeño, y estaba aplicándolo meticulosamente sobre mi diafragma.
Empecé a sentir un incómodo hormigueo en el estómago. Los dos hombres que tenía a los lados me sujetaban los brazos con
tanta fuerza que estaban a punto de cortarme la circulación; incluso si no estuviese todavía débil y mareado por el masaje de
cráneo que me habían dado antes, nunca habría podido zafarme de ellos.
—Ésta es una forma bastante rebuscada de matarme —observé.
—Y sin embargo es la más apropiada —respondió Damjohn—. Eres un exorcista, y has abarcado más de lo que podías.
Seguro que es algo que te sucede siempre.
Por un segundo me pregunté qué había ocurrido con mi flauta, pero entonces la vi en el suelo, a los pies de Damjohn, e
increíblemente seguía intacta. Él siguió la dirección de mi mirada y la vio también. Chasqueó los dedos, la señaló y Cara de
Comadreja fue en su busca.
—Ésta no es la que usaste en el club —murmuró Damjohn, dando vueltas al instrumento en las manos—. ¿Qué es? Esto no
es un flautín.
—Es una flauta dulce irlandesa —dije—. Una versión más antigua del mismo instrumento. Cuando Boehm inventó el
moderno sistema de válvulas, ésta acabó en el cubo de la basura.
Damjohn me miró y asintió.
—Que es adonde tú vas a ir —reconoció—. Arnold, también necesitaré esas cizallas.
Señaló hacia las herramientas que habían caído casi debajo del diván. Arnold volvió a obedecer a la voz de su amo como
un perro fiel, las recogió y se las entregó. Pausadamente, Damjohn se puso en pie y cruzó la estancia hacia mí. En aquel
estrecho camarote no tuvo que dar más que tres pasos. Sujetó la flauta frente a mi rostro, colocó la abierta boca de las
cizallas a media altura del instrumento y apretó. La madera de la flauta se astilló y cedió, partiéndose en varios fragmentos,
con el desconchado esmalte desprendiéndose como si fuera caspa color marrón rojizo. Damjohn se sacudió los trozos de la
manga y dejó que las cizallas y lo que quedaba de la flauta cayesen de nuevo al suelo con gran estruendo.
—Por si esperabas lograr un milagro de última hora —dijo.
—La verdad es que sí pensaba... —empecé, pero mi destino no era terminar aquella frase, y ni siquiera puedo recordar la
brillante frase que iba a pronunciar. En mi garganta estalló un gran dolor que me cortó la respiración y me dejó jadeando
silenciosamente mientras mis rodillas volvían a doblarse bajo mi peso.
Gabe retrocedió unos pasos, frotándose las yemas de los dedos, cubiertas de alheña.
—Tu problema es que hablas demasiado, Castor —dijo con una desagradable sonrisa—. O hablabas, al menos. Pero acabo
de solucionarlo.
El tremendo dolor tardó unos segundos en amainar. Cuando lo hizo escupí unos cuantos juramentos en arameo, pero mis
mandíbulas trabajaban en modo silencioso: de mi boca no salió el menor sonido. Entonces supe, como supongo que había
sabido desde el principio, qué sortilegio me había pintado Gabe en el pecho: SILENCIO. Había vuelto a dejarme mudo.
—Ahora encargaos del resto —dijo Damjohn, poniéndose en pie—. Tengo más cosas que hacer.
Gabe se enderezó cuan largo era y su aspecto se volvió tan solemne que casi era cómico. Empezó a declamar al estilo de
los charlatanes de feria: en latín, por supuesto, pero era ese latín medieval en el que el orden de la frase se va a la mierda y
no hay forma de entender ni una palabra. Intenté distinguir algún sonido de la perorata y alcancé a oír pretium, que significa
precio; imploramus, que significa: tío, ¿tienes algo suelto?; y damnatio, que significa condenación, como era de suponer.
Era una invocación: la primera que yo veía, porque tiendo a mantenerme alejado de la magia negra basándome en el
argumento, perfectamente razonable, de que no es más que un montón de gilipolleces. Bueno, al menos el noventa y nueve
por ciento sí lo es; desgraciadamente, parecía que Gabe había encontrado al menos un sortilegio que hacía lo que se suponía
que debía hacer.
Sus palabras resonaron en el pequeño camarote con un eco que parecía algo fuera de lugar, como si perteneciese a un
vasto espacio cavernario, muy alejado del elegante y risueño barrio de Chelsea. Gabe parecía tenso e incómodo; el sudor
corría por su pálido rostro mientras se obligaba a pronunciar las palabras como si fuese una máquina humana de
estampaciones, llenando el aire que respirábamos de medidos espacios entre golpe y golpe. Al contemplar los gestos de dolor
que le cruzaban el rostro comprendí por qué parecía tan agotado cuando lo visité en su despacho, y por qué se tragaba las
pirulas de éxtasis como si fuesen Smarties. Aquello había sido tan sólo unas horas después de mi primer encuentro cara a cara
con el demonio: por entonces él debía de estar todavía en las profundas simas de una especie de resaca psíquica.
Arnold y los otros dos gángsteres se lo tomaron con calma al principio, mirando a Gabe con gesto de divertido desdén.
Pero cuando la temperatura subió perceptiblemente unos cuantos grados, empezaron a ponerse muy tensos. Después,
cuando el acre hedor llegó hasta ellos, comenzaron a sudar. Yo ya había pasado por ello, y sabía que estaba directamente
relacionado con el calor. Rosa gimió bajo su mordaza, poniendo los ojos en blanco, e incluso Damjohn perdió algo de su
sangre fría.
No noté la llegada de Ajulutsikael. Así son los demonios: uno piensa que les chiflan los numeritos espectaculares, y en
cambio se aparecen con tanta suavidad como el amanecer. Tal vez la oscuridad que rodeaba a Damjohn se hizo más espesa
por un momento, o quizás no. Mi mirada recorrió la estancia, volvió atrás, y allí estaba ella.
Damjohn se apartó rápidamente a un lado cuando ella dio un paso adelante, y todos los hombres presentes contuvieron la
respiración con un jadeo audible y casi doloroso. Es decir, todos los hombres excepto yo: no habría podido emitir un sonido si
mi vida dependiera de ello. Perdón, debería haber dicho "aun cuando".
Lo que había causado aquella repentina reacción que nos hizo tragar saliva a todos era el hecho de que Juliet estaba
desnuda... y si esto conjura alguna imagen en vuestra mente, olvidadla. No estaba así de desnuda. Bueno, supongo que su
cuerpo no era más espectacular que, digamos, el de Helena de Troya; en una escala de lanzamientos de cohetes espaciales
quizás le darían un mil directamente, más o menos. Pero, con el crudo hedor de sus feromonas sobresaturando el aire, parecía
la combinación de todas las mujeres a las que uno ha amado o ha soñado amar, milagrosamente fusionadas, milagrosamente
receptivas y deseando amar, como una prueba palpable de la misericordia de Dios.
Los musculitos de Damjohn se habían quedado mirándola con la boca abierta. Cara de Comadreja tenía un charco cada
vez más grande a sus pies; el hombre de la izquierda gemía de desesperación, o quizás debido a un orgasmo espontáneo, y
Rosa emitió un quejido ahogado por la mordaza. Pero todos ellos tenían una ventaja sobre mí: Juliet no los estaba mirando a
ellos.
Su mirada me dominó como un vicio: el tipo de vicio al que uno se entrega a oscuras, tras una puerta cerrada con llave,
con el rostro rojo de vergüenza y el pulso acelerado. Avanzó hacia mí con la pausada elegancia de una pantera. Durante tan
sólo un minuto, su lento paso de predador me permitió verla a través del velo de su olor y reconocerla como lo que era en
realidad: el carnívoro superior de un ecosistema que no le planteaba ningún desafío, con sus largas piernas diseñadas para la
caza y unas curvas exquisitas que no eran más que su camuflaje adaptativo. Sonaba una música tenue que ya había oído
antes, como un carillón movido por el viento.
—Hazlo lentamente —dijo McClennan, con voz tensa pero clara—. El muy cabrón se lo ha ganado.
Los hombres que estaban a mis costados se apartaron presurosos, y sin su soporte caí al instante de rodillas, lo que me
produjo un terrible dolor. Mientras caía giré la cabeza para no apartar la vista de ella. No podía mirar a otro lado. No podía
pestañear siquiera. Su terrible perfección inundaba mi mente, vaciándola de todo pensamiento excepto algún fragmento al
azar de miedo y deseo.
—Mortal —rugió desde el fondo de su garganta—; me has hecho correr. Me has hecho sangrar. Yo haré que disfrutes con
esto: serás tan feliz en tu agonía que tu alma nunca conseguirá liberarse de mí.
No eran como carillones de viento. Eran como las campanas de una iglesia, algo incongruente y ridículo: como las
campanas de una iglesia, repicando al límite del oído humano, en una octava tan alta que debían de estar cubiertas de una
escarcha procedente de suelos permanentemente helados. Y en ese momento creí reconocer aquel sonido.
Cerré los ojos. Los dos. Fue lo más difícil que he hecho nunca, como empujar dos camiones marcha atrás y cuesta arriba.
Mi mente protestó gritando; el encéfalo primitivo tan sólo quería disfrutar de la vista de Juliet hasta que ella acabase de
sorberme todo el tuétano. Con los ojos cerrados, una fracción de aquel poder hipnótico quedaba cortado. Atendí al sonido y
giré milimétricamente la cabeza hacia abajo, hacia él.
La mano de Juliet se cerró sobre mi hombro y sus uñas se clavaron en la piel. Apretó con fuerza, y yo aullé de dolor... sin
emitir ni el menor sonido, por supuesto. Mis ojos volvieron a abrirse de golpe. Estaba mirando hacia su tobillo izquierdo, que
seguía rodeado por la cadena de plata.
Ella estaba intentando ponerme en pie, con las garras clavadas en mi hombro, justo al lado de la garganta. Intenté luchar:
no contra su fuerza, ya que no podría haberme resistido a ella ni por un segundo, sino contra el eslabón más débil, que
casualmente era yo. La carne de mi hombro se tensó y después se desgarró, y yo volví a chillar; con el volumen a cero, pero
estoy seguro de que a los oídos de Damjohn sonó igualmente como música. Mi mano derecha, que no es la más fuerte, buscó
a tientas por el suelo por unos momentos, sin hallar más que los tristes restos de mi flauta. Entonces toqué algo frío y duro
con el canto de la mano, y mis dedos se cerraron sobre ese algo: el mango de las cizallas.
Juliet se dobló por la cintura y volvió a aferrarme, esta vez sujetando con ambas manos mi cabeza. Los pinchazos de dolor
en las sienes, mejillas y mentón me hicieron saber dónde se habían embutido sus garras. Intenté olvidarlo, intenté olvidarla a
ella, a pesar de que su imagen fantasmal seguía bailando obscenos tangos en mi cerebro.
Era casi imposible apuntar, centrar la atención en algo. Mi mano era como una figura hecha con globos, inerte y frágil: se
negaba a hacer lo que se le ordenaba. Temblaba y vacilaba; la cuchilla inferior de las cizallas acertó a atrapar algo, pero no
sabía qué, y para entonces ella ya estaba tirando de mí hacia arriba. Si ahora intentaba resistirme me arrancaría la cara.
Pronuncié para mis adentros una plegaria que ni siquiera tenía palabras y apreté las cizallas. Se oyó un ligero pero audible
"clac" cuando las cuchillas se encontraron.
Entonces fui elevado del suelo; Juliet me sostenía sin esfuerzo alguno a la altura de sus hombros, sujetando mi cabeza
entre las manos como un portero a punto de enviar el balón más allá de la línea de medio campo. Mis pies se agitaron sin
conseguir ventaja alguna, pues ella me acercó más a sí; tenía la boca abierta, y sus hipnóticas pupilas estaban tan dilatadas
que no se veía el iris.
Pero sus labios no se cerraron sobre los míos. Tan sólo me mantuvo allí, balanceándome inútilmente, a unos milímetros de
mi muerte y condenación, y ya tan esclavo suyo que incluso me sentí algo ofendido de que lo hubiese pospuesto.
Ella estaba mirando hacia abajo, mirando fijamente al suelo. No; a su pie izquierdo. Mantenía mi cabeza completamente
inmóvil y mis ojos no podían alcanzar hasta allí, pero podía ver a Damjohn, y a Gabe. Ellos también miraban hacia abajo, y en
sus rostros apareció como a cámara lenta una especie de horror enfermizo. Primero en el rostro de Gabe, porque él conocía el
hechizo de invocación hasta el último detalle y sabía exactamente qué era lo que estaba contemplando.
Juliet me soltó, y con una suprema fuerza de voluntad conseguí equilibrarme al caer, de modo que tan sólo me tambaleé
hacia atrás y tropecé con la pared, en vez de caer de culo otra vez.
Por un momento el camarote fue como una imagen congelada. Damjohn, Gabe, Cara de Comadreja, los dos gángsteres
anónimos, incluso Rosa con su único ojo sano, todos miraban a Juliet, en silencio, expectantes, como si ella estuviese a punto
de proponer un brindis. Los hombros de aquel ser se curvaron ligeramente, flexionó el tobillo, para ver qué pasaba. La cadena
rota se deslizó y cayó al suelo con un tintineo.
—H-hagios ischirus Paraclitus —tartamudeó Gabe, sin mucha convicción—. Alpha et omega, initium et finis...
Juliet se giró sobre sí misma, sin excesivas prisas pero aún así moviéndose tan rápido que el ojo apenas podía distinguirla,
y le dio una patada en el estómago. Él se dobló sobre sí mismo con un gemido que parecía agua escurriéndose por un
sumidero medio atascado. Desde el suelo, en una postura defensiva, todavía podía oírsele intentando pronunciar alguna
palabra, aun sin aliento para ello. Juliet le pisó el cuello con fuerza y se oyó un chasquido. Todo había ocurrido en apenas tres
segundos.
Con ambos pies de nuevo sobre el suelo, Juliet tomó una profunda bocanada de aire. Por un momento cerró sus preciosos
ojos: su rostro tenía la calma sensual de alguien que estaba a punto de disfrutar profunda y visceralmente. Entonces volvió a
abrir los ojos, flexionó sus largos y elegantes dedos una, dos veces, y se volvió para mirar a Damjohn.
—Haz lo que se te ha ordenado —dijo resueltamente éste, señalando en mi dirección—. Acaba con él.
Sabía muy bien que no había la menor posibilidad de que esto ocurriera, por supuesto, pero su vida entera había
consistido en subvertir el orden natural de las cosas de varias e intolerables formas. No se pierde nada tentando la suerte.
Sólo que esta vez sí perdió. Se oyó un sonido como el de una tela de seda que se rasgaba y de pronto perdió su mirada de
desdeñosa superioridad, una sorprendente cantidad de sangre y lo que parecía un trozo de sus entrañas. De nuevo pareció
que Juliet ni se había movido. Se lamió un hilillo de sangre del canto de la mano y soltó una carcajada profunda y agradecida,
mientras Damjohn caía pesadamente sobre el diván con un gruñido de irritada sorpresa.
Se oyó el estrépito de unos pies calzados con botas sobre el suelo de madera cuando Arnold Cara de Comadreja intentó
huir. Los otros dos tipos sacaron un cuchillo y una pistola, respectivamente, pero Juliet fue hacia ellos agitando las manos de
izquierda a derecha y la sangre surgió a borbotones mientras caían. Arnold tuvo la suerte de estar mirando a otro lado cuando
ella lo alcanzó: estaba tan empeñado en alcanzar la puerta abierta que no la vio llegar, y cuando ella aplastó su cara contra el
mamparo su muerte tuvo que ser piadosamente rápida.
Entonces ella se dio la vuelta para mirar a Damjohn; la expresión de su rostro me dijo todo lo que necesitaba saber. No lo
había dejado con vida por descuido, accidente o capricho: pensaba tomarse su tiempo con él. Incluso sonrió con diabólica
expectación.
Con la poca voluntad que me quedaba me dirigí tambaleante hacia Rosa, caí sobre ella y la protegí con mi propio cuerpo.
Mantenía los ojos firmemente cerrados. Una cosa era verse envuelto en el ritual de alimentación y apareamiento de Juliet y
otra muy distinta tener que contemplarlo. Los quejidos y sollozos de Damjohn se prolongaron durante mucho tiempo, hasta
que por fin se extinguieron, ahogados por los suspiros de satisfacción de Juliet.
Cuando todo volvía a estar silencioso me enderecé. El único ojo de Rosa me miraba suplicante, aterrorizado. Lentamente,
sin volverme a mirar a Juliet, empecé a desatar la mordaza de Rosa. No fue fácil: alguien se había tomado muchas molestias
haciendo los nudos, y no conseguía meter los dedos entre ellos. No ayudaba nada que, al estar tan rígido por la tensión,
apenas pudiese mover las manos, ni que la herida del hombro estuviese enviando dolorosos latidos por todo mi brazo
izquierdo, haciendo que los dedos sufriesen espasmos cada pocos segundos.
La piel de la espalda se me erizaba, anticipando el momento en que Juliet la tocase. Esperaba que ella me sujetase en
cualquier momento, me diese la vuelta y, puesto que sus gustos eran católicos con ce minúscula y polimórficamente perversos,
esperaba dejar a Rosa en disposición de huir mientras Juliet me devoraba.
No hubo suerte.
—Date la vuelta —murmuró Juliet.
Obedecí de muy mala gana. Ella estaba de pie, exactamente en el lugar donde se había desplomado Damjohn. Los
cuerpos de Gabe, Arnold y los otros dos matones todavía seguían donde habían caído, pero no había ni rastro del propio
Damjohn.
—Tú me has liberado —dijo, en tono glacial.
Señalé el sortilegio de mi pecho y me encogí de hombros, en señal de muda disculpa. Mi corazón daba saltos y botes como
un telégrafo. Se quedó mirando el pentagrama pintarrajeado como si lo hubiese olvidado hasta aquel momento. Entonces
movió la mano de un lado a otro, haciendo un único trazo en el aire, y las cadenas con las que me había sometido McClennan
cayeron como si nunca hubieran existido. Lo supe al instante, porque de pronto podía oír mi jadeante respiración.
—Someter y liberar —dijo Juliet, y su rostro se retorció en un gesto de repugnancia casi física—, a eso es a lo que juegan
los hombres. Y tenéis la osadía de probar esos juegos conmigo.
No se me ocurrió nada que pudiese contestar a eso. Lo único que pude hacer fue encogerme de hombros nuevamente. Su
poder sobre mí estaba intacto, y todavía me era muy difícil pensar ante su cauterizante desnudez. Volvió su atención hacia
Rosa, que la miraba con terror hipnótico. Todavía tenía puesta la mordaza: no había llegado más que a deshacer la mitad de
los nudos. Emitió un sonido marcado por la urgencia, una súplica, dirigida a mí, a Juliet o a Dios.
—¿Qué pretendes hacer con esta mujer? —preguntó Juliet tras un espeso silencio.
Me forcé a hablar. Mi voz resonó en un horrible graznido.
—Pensaba desatarla y llevármela después a visitar a su hermana.
Juliet meditó mi respuesta, con un gesto duro e inexpresivo.
—¿La otra mujer sometida? ¿La que está bajo el suelo?
—Sí, ella —convine—. Quiero que vuelvan a verse, quizás incluso que se despidan la una de la otra. Pensaba que
seguramente eso...
Un gruñido de Juliet cortó en seco mi discurso.
—He dicho que someter y liberar son los juegos a los que se dedican los hombres, no que ignorase sus reglas. ¿Acaso
crees que soy una niña, mortal? Marioneta de carne, ¿acaso me estás tratando con condescendencia?
Caminaba hacia mí al tiempo que hablaba, un lento paso cada vez. Ahora estaba justo delante de mí, y yo no era más que
un conejo deslumbrado por los faros de sus ojos. Incliné la cabeza; al igual que antes, hube de forzarme a hacerlo. Una parte
de mí no ansiaba más que mirarla hasta morir de sed, de agotamiento o por haber forzado demasiado al corazón.
Juliet se inclinó hacia delante, acercando su rostro al mío.
—Mi marca está sobre ti —dijo con voz áspera y profunda—. Puedo silbar para exigir tu cuerpo, o tu alma, y tú me los
traerás y rogarás que los acepte. Llevas puesta mi cadena, que no puede romperse.
Sin alzar la vista, sin mirarla a los ojos, asentí. Estuve así durante mucho tiempo: tres o cuatro minutos como mínimo. Nada
quebró el silencio, y su perfume empezó a disiparse. Cuando ya no pude olerlo más, cuando la última traza hubo desaparecido
de mis pulmones, me permití un rápido vistazo con los ojos entrecerrados. Ya no estaba.
Exhalé entrecortadamente, y sólo entonces me di cuenta de cuánto tiempo había pasado desde que había respirado
hondo por última vez. Al notar que podía moverme de nuevo, a pesar de los informes de daños generalizados provenientes de
mi cuello, espalda, hombro y rostro, me volví hacia Rosa e hice un segundo intento de quitarle la mordaza.
Me llevó otros cinco minutos. Cuando por fin se soltó y ella consiguió escupir la tela empapada en saliva que tenía
embutida en la boca, me dedicó los que supuse que serían todos los juramentos que conocía. Afortunadamente para mi pudor,
no hablo ni una palabra de ruso. Por mí podrían haber sido incluso sus oraciones.
Desaté sus manos, que estaban sujetas a su espalda con un cordel azul de los de tender la ropa, de nylon, y también sus
piernas, que estaban pegadas a las patas delanteras de la silla con unas cien vueltas de cinta de embalar. Tenía el cuerpo tan
atormentado por los calambres que tan sólo pudo ponerse en pie con mi ayuda. Lenta y pacientemente la ayudé a caminar de
un lado a otro del camarote hasta que la sangre volvió a circular por sus miembros. Cada pocos segundos dejaba escapar un
quejido, un sollozo u otra maldición, y después de un rato tuvo que sentarse para dar un descanso a sus doloridos músculos.
La contemplé en silencio. No sabía qué podía decirle. Pero momentos después alzó la vista hacia mí con el ceño fruncido, llena
de recelo.
—¿Por qué no te mató? —quiso saber, en un hosco murmullo.
Buena pregunta, aunque no tenía muchos ánimos para contestarla.
—No lo sé —admití—. Creo, si esto tiene algún sentido, que fue porque ella sintió algo por ti. Por ti y por Snezhna.
Al escuchar el nombre de su hermana dio un respingo, y su único ojo sano se abrió de par en par, pero no dijo nada.
—Tal vez fuese porque ella estuvo en la misma situación que vosotras. ¿Sabes cómo estabas hace un momento, atada a
esa silla con cuerdas y cinta de embalar? ¿Y cómo estuvo Snezhna, atrapada en aquel cuarto en el que murió, llena de miedo y
desesperación y preocupadísima por ti? Bien, pues la cadena que Juliet llevaba en el tobillo era algo así. Creo que en realidad
hubiese podido matarme por liberarla, ya que eso era un insulto casi tan grande para ella como el someterla. Pero vio que
estaba intentando desatarte. Y vio que también quería desatar a Snezhna. De modo que pensó, qué demonios; siempre
podría volver y matarme en cualquier otro momento.
Estaba diciendo esto tanto por el bien de Rosa como por el mío propio, pensándolo a medida que hablaba. Tenía tanto
sentido como cualquier otra cosa. No se puede explicar el comportamiento de los demonios haciendo referencia a emociones o
motivaciones humanas.
Rosa se puso en pie y, al ver que ya caminaba más o menos normalmente, aparte de una pequeña cojera, salimos a la
cubierta. El frío aire nocturno nos recibió como si fuese el mismo Dios dándonos un beso en la mejilla. Le dije que me esperase
allí mientras yo volvía al camarote y, esquivando los cadáveres, recogí todo lo que había traído conmigo y lo que podía tener
mis huellas.
Pareció aliviada cuando volví a reunirme con ella, aunque no había estado dentro más que un minuto como mucho. Ambos
tuvimos que bajar las escalerillas muy lentamente, como dos pensionistas descendiendo del piso superior de un autobús en
marcha.
Cuando estuvimos de nuevo en la tierra relativamente firme del pantalán de madera me volví hacia ella.
—Ella quiere verte —dije, tan suavemente como pude, ya que mi voz seguía muy ronca—. Quiere saber si estás bien. Por
eso sigue allí, en aquel cuarto. Eso es lo que está esperando.
Rosa tardó un par de segundos en entender lo que le estaba diciendo. Después asintió.
—Sí —dijo.
—¿Estás preparada?
Esta vez no dudó.
—Sí.
Yo encabecé la marcha.
XXIII

P ara entonces eran ya más de las dos de la madrugada, y Eversholt Street estaba tan silenciosa como una necrópolis.
Incluso los autobuses nocturnos que salían de Euston vacíos y con todas las luces encendidas, parecían catafalcos para el
entierro de algún príncipe.
Rosa dio un fuerte respingo al ver aquella puerta, pero se mantuvo firme. Me ocupé de las cerraduras utilizando las llaves
de Rich, y entramos en el cuarto superior del anexo secreto del archivo. Rosa miró a su alrededor, movió la cabeza de un lado
a otro y soltó una carcajada sin pizca de humor. Me detuve a escuchar y le hice un gesto a ella para que hiciese lo mismo. En
el cuarto de abajo no se oía ni el más mínimo ruido.
—Mejor espera aquí —le dije, consciente de que sus nervios seguramente no podrían soportar muchas más sorpresas por
esa noche, y Rich sería una sorpresa de las más horrorosas.
Abrí con las llaves la puerta que conducía a las escaleras, encendí la luz y bajé. Rich seguía allí, pero la atmósfera del
sótano no parecía haberle sentado nada bien. Estaba tirado en el suelo, mirando sin ver hacia sus alzadas rodillas. No
contestó cuando lo llamé por su nombre, y sus ojos no se movieron ni un milímetro cuando agité la mano ante ellos. Las luces
estaban encendidas, pero estaba claro que, al menos por el momento, no había nadie en casa. Di por hecho que Snezhna
había vuelto a visitarlo después de que yo me hubiese ido, y que no había sido una compañía muy relajante. En fin, si uno
recibe lo que andaba buscando no vale la pena malgastar las lágrimas.
Volví arriba y le hice un gesto a Rosa para que se acercara. Le expliqué brevemente lo de Rich, y el motivo de que
estuviese allí. Sus ojos se empequeñecieron y adelantó el labio inferior.
—Lo mataré —susurró.
—Si te soy sincero creo que le estarías haciendo un favor —dije, consciente de que estaba repitiendo lo que Cheryl me
había dicho una semana antes, hablando del fantasma—. Pero ya ha habido demasiadas muertes esta noche, y es un
espectáculo bastante asqueroso de ver en general, así que hagamos un trato: tú prometes no matarlo e iremos los dos a ver
a Snezhna, felices y contentos. ¿De acuerdo?
Sin embargo, al mismo tiempo que decía aquello comprendí que en todo caso era bastante dudoso. Una sensación muy
familiar empezaba a apoderarse de mí, invadiendo ese sexto sentido que tengo perpetuamente sintonizado en Muerte FM.
Encabecé la marcha escaleras abajo, con Rosa tras de mí. Una mueca de odio puso sus dientes al descubierto al ver a
Rich; él miró hacia ella con unos ojos vacíos e invertebrados, sin dar muestras de reconocerla.
Me giré para mirar el manchado y deforme colchón. No se veía nada, pero allí era donde ella estaba: de allí era de donde
provenía aquello.
Lo señalé, y Rosa miró en esa dirección.
—Ahí —dije—. No tengas miedo.
He de decir que no mostró ningún temor. El fantasma sin rostro de Snezhna emergió del suelo como Venus de entre las
olas. Los rojos flecos de su destrozada faz ondeaban como un pañuelo de seda, movidos por un viento que no podíamos
sentir. Pero Rosa se mantuvo firme, con los ojos llenos de lágrimas.
Snezhna se detuvo al llegar a nuestro nivel, o más bien a unos centímetros por encima del suelo, y las dos mujeres se
miraron a una distancia de unos tres metros. Ahora las lágrimas corrían libremente por el rostro de Rosa. Dijo algo en ruso.
Snezhna asintió y después contestó. Rosa movió la cabeza, maravillada.
La discreción es otra virtud que nunca he conseguido dominar, pero en ese momento decidí que una bocanada de aire
fresco nos sentaría estupendamente a Rich y a mí: lo desaté, metí una mano bajo su brazo y tiré de él hasta que se puso en
pie sin una queja. Lo llevé escaleras arriba, y subió tan dócilmente como un cordero. Tan sólo una vez sus ojos llegaron casi a
enfocar y me miró, con ojos intensamente turbados. Parecía estar a punto de hablar, pero evidentemente no conseguía
encontrar las palabras, o bien había olvidado lo que tenía que decir.
Levanté del suelo el derribado sofá y senté a Rich en él. Después cogí una de las botellas de agua que quedaban,
desabotoné la camisa y vertí el agua sobre mi pecho, intentando sin mucho éxito quitarme la alheña. No sirvió: haría falta gran
cantidad de agua y jabón y mucho tiempo. Mientras tanto tenía que limitarme a confiar en que mi ronca voz sonase sexy en
vez de simplemente ridícula.
Concedí mucho tiempo a las dos hermanas, porque lo que Rosa estaba haciendo debía hacerse bien: yo lo sabía mejor que
nadie, porque lo que ella estaba haciendo era mi trabajo. Es la otra manera que existe de hacer que un fantasma salga de
este lugar a donde quiera que fuesen: se le da lo que quiere, se atan todos los cabos sueltos y se les hace ver que todo va a
ir bien después de todo.
Mis pensamientos volvieron a la oferta de Damjohn: "Poseo el conocimiento que se otorga a cambio de un precio que
muchos considerarían demasiado alto". Sí, demasiado alto para mí, macho. Ya lo buscaré a mi manera, y a mi propio ritmo.
Después de media hora o algo así volví abajo. Me encontré a Rosa sentada sobre el colchón, sola, y casi tan agotada y
catatónica como Rich. Le ofrecí la mano, pero no la tomó. Se levantó por sus propios medios.
—Se ha ido —dijo, aunque la inflexión de su voz podía sugerir que era una pregunta.
—Sí —confirmé—. Se ha ido. Sólo tenía que asegurarse de que habías salido de ese agujero de mierda. Ahora es feliz.
Rosa no pareció convencida. Se quedó mirándome con gesto solemne.
—¿Adónde ha ido? —preguntó, asegurándose de pronunciarlo con el debido énfasis.
—Ya hablaremos sobre el tema —prometí—. Un día de éstos.
XXIV

U na de las razones por las que no consigo ponerme al día con el papeleo es que nunca soy capaz de encontrar el tipo de
trabajo en el que puedes despedirte y decir se acabó. Puede que sea culpa mía. Todo lo que me ocurre tiene unos límites
mucho más confusos, y al final todo se reduce a trivialidades, gilipolleces y una agridulce sensación de absurdo.
Todos los titulares eran variaciones de un mismo tema. Mi favorito era el del Sun: BAÑO DE SANGRE EN EL PUERTO DE
CHELSEA, aunque el del Star le andaba muy cerca con ORGÍA DE MUERTE EN CHELSEA. Todas las versiones se basaban sobre
todo en la turbia reputación de Lukasz Damjohn y en la sospecha de su implicación en varios tipos de crímenes organizados,
aunque, sin embargo, se había librado de la humillación de sufrir ni una sola condena. Esta vez había habido una especie de
guerra de bandas a bordo de un yate registrado a su nombre; había unos cuantos muertos, y al parecer Damjohn había
conseguido huir. Uno de los cuerpos fue identificado como un conocido socio de Damjohn, un hombre conocido (ahora
póstumamente) con el nombre de Arnold Poultney. Ese era seguramente Arnold Cara de Comadreja. Los otros tres cuerpos
pertenecían a John Grass, Martin Rumbelow y un tal Señor Gabriel Alexander McClennan, que dejaba una apenada viuda y una
hija.
Eso era muy inquietante. Hasta entonces no tenía idea de que McClennan se hubiese casado, y menos aún engendrado
una hija. Debería haber leyes que impidiesen que las personas así pudiesen obtener la licencia, pero, puesto que no las había,
yo acababa de torpedear, junto con el propio cabrón impenitente, a toda una unidad familiar. Pensé si sacarle la dirección a
Dodson, o más probablemente a Nicky, y acercarme a visitarlas; pero, ¿qué demonios podría decirles? ¿He matado a su
marido, a tu papá, pero no pasa nada porque se lo merecía? Me acojoné. Todavía no estaba preparado para ese tipo de
confesiones.
Sin embargo, dejando los imponderables a un lado, había cierto placer en arrojar todos los periódicos del día sobre la
mesa de Alice y decirle que podía añadirlos a la colección del Bonnington. Era la mesa de Alice porque Peele seguía en comisión
de servicio en el Guggenheim, quienes estaban tan contentos de tenerlo allí que estaban pagándole al Bonnington para que él
pudiese redactar allí su dimisión. Y Alice estaba donde siempre había querido estar: un final feliz que, según Cheryl, apenas
había dejado un par de ojos secos en todo el edificio.
—Esto no cambia nada —dijo Alice fríamente—. El hecho de que nadie haya visto al fantasma desde el domingo pasado no
prueba que se haya ido, ni, si es así, que usted la haya exorcizado. Según mis cuentas, todavía nos debe trescientas libras; y
puede estar agradecido de que no haya llamado a la policía por el robo de mis llaves.
No permití que nada de aquello estropease mi jovial disposición.
—Tiene razón —dije—. Y cuando tiene razón, tiene razón. No puedo demostrar que hice el trabajo. No hay testigos. No hay
pruebas físicas. Ésa es la naturaleza de mi profesión, supongo. La mayor parte de lo que hago no deja rastro.
Ella estaba esperando que me fuese, con una impaciencia apenas disimulada.
—No —continué, pensando en voz alta—. Para un rastro sólido, de primera calidad, se necesita un crimen sólido, de
primera calidad. Ahora sé que han pillado a Tiler porque decidí que era cosa mía averiguarlo. Ustedes aparecieron en su puerta
con dos abogados y un agente de la policía, y tomaron posesión de veintisiete cajas repletas de toda clase de documentos, y
no hubo escándalo ni se presentaron cargos. Y al día siguiente presentó su dimisión.
Alice todavía tenía el gesto de alguien con cosas mejores que hacer.
—¿Qué es lo que quiere demostrar? —preguntó. Me encogí jovialmente de hombros.
—No tengo ni la más mínima intención de demostrar nada.
Estas cosas es mejor hacerlas discretamente. No se gana nada armando un escándalo. Cierto, ese retorcido hijo de puta
intentó matarme, pero sé que el bien común está por encima de eso. Dime, Alice, ¿has hecho lo que te pedí? ¿Has ido a la
puerta de al lado a echar un vistazo a aquel sótano?
Se quedó mirándome por un momento.
—Sí, lo hice —dijo por fin, y pude notar la tensión bajo el tono neutral que tan bien supo mantener.
—¿Y has llegado a alguna conclusión?
Asintió lentamente. Muy lentamente. De nuevo se tomó su tiempo para contestar, asegurándose de que cada palabra
expresaba lo que debía expresar.
—He pedido asesoramiento legal. Ante todo, esa zona nunca llegó a estar en posesión del archivo. Seguía perteneciendo
al Departamento de Seguridad Social cuando modificaron el resto del edificio para nosotros, en los años ochenta. De modo que
le dije a la policía que alguien había forzado la puerta de esas estancias y las habían dejado en su estado actual.
—Por supuesto. ¿Lo hiciste como Directora Administrativa del Archivo Bonnington o como ciudadana particular que colabora
con la policía por un desinteresado sentido del deber cívico? Es decir, ¿les diste tu nombre o te limitaste a hacer una llamada
anónima desde una cabina?
Abrió la boca para responder airadamente, pero yo fui más rápido.
—Fuera como fuese, estoy seguro de que habías llegado a la conclusión de que Jeffrey, Rich y tú estabais en posesión de
las llaves de esa puerta, y que, por tanto, cualquier investigación sobre una posible retención ilegal, violación o asesinato
debía empezar por vosotros tres.
Hubo un largo e incómodo silencio.
—He revisado cuidadosamente mis llaves y las de Jeffrey —dijo Alice—. En ninguno de los dos manojos hay llaves de esa
puerta.
—Interesante —dije—. La cosa es que yo vi a Rich abrir esas estancias con su manojo de llaves del Bonnington hace tan
sólo unas cuantas noches. Ese recuerdo está muy fresco en mi mente debido a los vividos sucesos con los que está asociado.
Claro que, ahora mismo, Rich está en una celda de seguridad del West Middlesex, obviamente, sedado hasta las cejas y por
tanto incapaz de hablar por sí mismo. Pero tal vez yo podría dirigir a la policía hacia él, en el caso de que mejore algún día.
Quizás la conciencia de Alice la había estado importunando, pero no estaba de humor para soportar presiones.
—Entonces tal vez debería hacerlo —dijo—. Lo que haga es asunto suyo, Castor. Adiós y buena suerte.
—¿Y qué hay del Guggenheim? ¿Crees que deberíamos informarles también a ellos?
No hubo respuesta. Alice tenía la expresión como de recién abofeteada que tendría una niña a la que acaban de decirle
que no existe Papá Noel. Puse las cartas sobre la mesa. No era por sadismo: eran sólo negocios.
—Aparte de ti, Peele mantuvo tres entrevistas mientras estuvo aquí. La candidatura de Cheryl es intachable, pero, de las
otras dos personas, una estaba robando a escala industrial en el archivo, y la otra tan sólo se ha librado de escapar a una
investigación por asesinato volviéndose convenientemente majareta a última hora. Todo un record, ¿verdad? Algo que podría
esperarse que surja en la entrevista de trabajo, cuando el consejo de administración del Guggenheim formalice el contrato
temporal de Jeffrey.
Alice todavía no sabía qué decir, de modo que continué.
—De modo que yo me lo imagino así: No había razón alguna para no caer con todo el peso de la ley sobre Tiler, excepto si
había el deseo de no remover las cosas. Y has intentado mantener cierta distancia, o más bien la máxima distancia, entre el
Bonnington y la investigación por el asesinato de Snezhna Alanovich, a pesar de que sabes muy bien que todo ello ocurrió en
la puerta de al lado. Según creo, incluso vino a visitarte la policía para hacerte unas cuantas preguntas; claro que yo no estoy
en el secreto de esa conversación, de modo que no puedo saber qué te preguntaron y qué salió a la luz en aquella charla.
"Probablemente has llegado a la conclusión de que lo que quiera que haya ocurrido en ese sótano no es asunto tuyo.
Seguramente has decidido que Rich ya ha sido castigado por lo que quiera que hiciese, y que de todos modos, en el estado en
el que se encuentra no soportaría un juicio. Tal vez también has pensado en el potencial bochorno que sufriría Jeffrey si fuese
arrastrado no a uno, sino a dos juicios penales a la vez, en un momento en el que está ansioso por labrar su fortuna en el
mundo de la historia del arte y dar un enorme paso adelante en una trayectoria que ya es extraordinaria.
"Sería una vergüenza tener que obligarlo a volver, ciertamente. Es imposible saber cuándo se presentará de nuevo una
oportunidad como ésta. Para ambos. Y, por otro lado, yo tengo en mi poder el manojo de llaves de Rich... que seguramente
harán un interesante contraste al lado del tuyo y el de Jeffrey. Es sólo una reflexión, Alice, porque ya sabes que el perjurio es
un delito y todo eso.
Le concedí todo el tiempo necesario para meditar sobre mi discurso. Había trabajado en él durante largo tiempo, e incluso
lo ensayé ante Pen, y ambos pensamos que tenía grandes momentos dramáticos. Alice se puso en pie y fue hacia la puerta,
que estaba ligeramente entreabierta. La cerró con firmeza. Nos miramos, cada uno a un extremo de la estancia.
—Eres un tremendo hijo de puta, ¿verdad? —dijo Alice, aunque con menos rencor de lo que yo hubiera esperado.
—Hice mi trabajo —le recordé—. Gilipolleces aparte, hice mi trabajo y estuve a punto de morir mientras lo hacía. Me lo
debéis. Siento tener que recordártelo.
Regateamos un poco, pero desde ese momento todo fue casi sobre ruedas. Alice aceptó darme las setecientas libras que
me debían del exorcismo, y otros mil quinientos como recompensa por encontrar lo que Tiler había robado. En aquellas
circunstancias no me parecía exorbitante; era más o menos lo que Pen necesitaba para saldar las deudas de la casa, de modo
que lo único que estaba haciendo era asegurarme un techo bajo el que vivir. Los negocios son los negocios.
Sin embargo, mientras me encaminaba hacia la puerta noté su mirada fija en mí. Me di la vuelta y nos miramos
interrogantes el uno al otro; bueno, yo la miré interrogante y ella me miró acusadora, pero era casi lo mismo.
—Tú la viste —dije.
Alice empezó a hablar pero se interrumpió. Después de un momentáneo silencio asintió.
—Yo tocaba para atraerla, en vez de para expulsarla —busqué las palabras adecuadas—. La melodía era la que, para mí,
la describía. La que normalmente utilizaría para envolverla si estuviese haciendo un exorcismo, hasta que no pudiese volver a
salir y tuviera que desaparecer al cesar la música. Creo, supongo, que la música también la describía para ti, para que
pudieses verla esta vez. Pero no volverás a verla de nuevo. Puedo asegurarte que no volverá.
Fuera cual fuese la razón, eso no pareció ayudarla mucho, pero no se me ocurría qué otra cosa decir. Me consolé
pensando que Alice era una dama que siempre sabría arreglárselas bien.
Al salir me detuve en la sala de trabajo, donde Cheryl estaba sola, trabajando duro. Alzó la vista del teclado y me hizo un
gesto de saludo, acompañado de una media sonrisa.
—Gracias por todo —dije.
—No hay de qué.
—De verdad que siento muchísimo lo de la boda de tu madre.
—Sí, ya lo dijiste.
Hubo una pausa. Caminé hacia ella, pero alzó rápidamente la mano, tajante, con la palma hacia fuera, antes de que
pudiese tocarla. Hice lo que se me ordenaba y mantuve las distancias.
Ella tardó un buen rato en encontrar las palabras adecuadas.
—Me alegro de que hayas hecho lo que hiciste —dijo—. Creo que estuvo guay. Tiene que haber alguien que dé la cara por
gente como Sylvie, es decir, Snezhna, y se asegure de que se les hace justicia. Después de todo, hay un millón de personas
ahí afuera, protegiendo a los vivos de los muertos. Alguien tiene que proteger a los muertos de los vivos. Tiene que haber un
equilibrio, ¿no? Y creo que ni siquiera tú sabías hasta ahora que esa era tu misión.
Cheryl pestañeó rápidamente unas cuantas veces, como si estuviese a punto de llorar. Sin embargo, tal vez eran
imaginaciones mías: en su voz no se notaba nada, y no le costaba mirarme a los ojos.
—El problema, Fix, es que mientes muy fácilmente —dijo, apesadumbrada—. Todo este tiempo te has estado mintiendo a ti
mismo, diciéndote que los fantasmas eran sólo cosas, no personas. Así no tenías motivo para sentirte culpable por joderlos
bien jodidos. Y también me mentiste a mí, cuando ni siquiera era necesario. Porque yo te habría ayudado de todas formas, si
me hubieras dicho la verdad. Ésa es una base de mierda para una relación.
—¿Relación? —dije—. Eh, fue un buen polvo, y me gustas y todo eso...
Reconoció sus propias palabras y se echó a reír. Pero pronto volvió a ponerse seria.
—Aún podemos ser amigos —dijo—. Me gustaría mucho. Pero no puedo... ya sabes. No puedo abrirme para un hombre en
el que no confío. Eso no va conmigo.
Me dejó besarla una vez, muy suavemente, en los labios.
—Bueno, ahora ya lo has probado —dije—. Así que tienes todo el derecho a decir que no te gusta.
Igual que con Alice: eso fue todo lo que obtuve, pero sabía que no era bastante. El tecleo de Cheryl me acompañó por el
pasillo, pero después se perdió en la vasta frialdad del lugar, cuando descendí las escaleras.
XXV

U
baja.
no se mueve hacia delante. Y hacia atrás. Hacia delante porque siempre te estás haciendo viejo, hacia atrás porque
siempre hay un conjunto de hábitos y rutinas que te atrapan y tiran para hacerte retroceder cuando tienes la guardia

Antes de que eso sucediera, o antes de que acabase de suceder, tomé prestado el coche de Pen y me acerqué a la Unidad
Asistencial Charles Stanger a primeras horas de la madrugada de un domingo. Estacioné, atravesé la puerta principal y
deambulé por los jardines de estilo francés. El lugar estaba tan tranquilo como siempre, al menos desde esta perspectiva. No
se oían alaridos ni llantos, no había prisas, carreras ni escaramuzas. Tan sólo las flores, oscilando a la luz de la luna, el furioso
ladrido de un perro a lo lejos y alguna que otra polilla intentando infructuosamente inmolarse en una farola de jardín de
veinticinco vatios que funcionaba con energía solar.
Elegí un banco y me senté. Después me limité a esperar durante un rato, dejándome invadir por la disposición adecuada al
momento. Hallé lo más aproximado a ello en la clave de Re. Cuando creí saber lo que hacía, tomé mi flautín y comencé a tocar.
Era otro Clarke lo que tenía en mis manos, pero no un Original. Por caprichosas razones, relacionadas con el deseo de
pasar página, me había decidido por un Sweetone color verde. Pero mi boca todavía no se había habituado a él, y además aún
estaba rígido debido a la herida que sufrí en el hombro cuando Juliet me clavó las garras en el Mercedes, de modo que la
interpretación de la balada "Henry Martin" en la que me embarqué probablemente sonaba un poco brusca y dubitativa; la
verdad es que me salió algo basta, por lo que temí que no fuese a funcionar. La toqué de principio a fin, con cuidado de no
alzar la cabeza hasta llegar a donde decía "y todos sus alegres hombres se ahogaron".
Cuando por fin alcé la vista, allí estaban: los tres fantasmitas con sus rostros pálidos y solemnes, la mayor de unos trece
años, la más joven de no más de diez. Dos de ellas estaban limpias y atildadas con sus uniformes de los años cuarenta, boina
incluida; la tercera tenía la blusa rasgada y la falda arrugada, con manchas que parecían de musgo en la parte delantera.
Ahora que había atraído su atención toqué una melodía diferente, más rápida, con un ritmo más jovial y complejo. No era
una melodía en particular, con nombre propio, ni nada que hubiera oído antes: era una incisión musical en la realidad, desde
un ángulo ligeramente diferente al de las melodías que suelo tocar. Escucharon atentamente, en silencio.
Al acabar intercambiaron una mirada que me excluía completamente, como a todos los vivos. Después, al mismo tiempo,
como obedeciendo a una señal que yo no podía oír, empezaron a correr. Cruzaron los jardines, atravesando los troncos de los
árboles y la distante masa de la alambrada, pasaron por encima de los ocho carriles de la North Circular y se perdieron de
vista.
No podía hacer por ellas lo que Rosa había hecho por Snezhna porque no sabía qué era, aparte del miedo y la humillación
de sus muertes, lo que las mantenía atadas a la Tierra. Pero podía liberarlas de esta zona, de modo que al menos pudiesen
escoger qué lugar querían rondar.
Joder, sé perfectamente que no era mucho.

Y, más tarde aún, estaba de vuelta en Harlesden, revisando de nuevo el correo, lo cual, puesto que era una tarea que
llevaba a cabo cada solsticio, significaba que había pasado como medio año. Fuera todo estaba tranquilo, porque era pasada
la medianoche. Por la ventana entraba el olor de las flores del cerezo, como si fuesen nuevas provenientes de otro mundo.
Estaba sentado con los pies sobre el pequeño archivador, con un vaso de whisky a la altura del codo y una sensación en el
alma que en mi caso es lo equivalente a la paz.
Lo que había desencadenado ese sentimiento no era el whisky. Era una carta de Rosa Alanovich, de vuelta en Oktyabrskiy
y al parecer arreglándoselas muy bien como propietaria de una pequeña tienda de comestibles. La suma que recibió de la
Junta de Compensación de Lesiones Criminales había sido insultantemente modesta, pero sólo para los estándares británicos.
En la remota Primorsk era toda una inversión, y Rosa se había aplicado con toda seriedad a esa empresa.
De modo que me encontraba a kilómetros y kilómetros de allí, y hacía tanto tiempo que había bajado la guardia que era ya
inexistente. Entonces, en un instante, la frescura de las flores del cerezo quedó completamente sofocada por el hedor caliente
y apestoso a zorro, que al instante siguiente se refractó en mil tonos de dulzura insoportable. Alcé la cabeza y dejé caer los
pies, como si un titiritero celestial salido de entre las nubes hubiese dado un fuerte tirón a mis hilos.
Ella estaba en pie junto a la ventana abierta. Su pelo ondulaba ligeramente con la fresca brisa de primavera. Estaba
desnuda y, como antes, su terrible belleza me excitaba y me intimidaba en la misma medida. Durante un buen rato nos
miramos en silencio. El olor fue desvaneciéndose en lugar de aumentar, lo que me dio esperanzas de que no estuviese de
caza aquella noche, pero, por si acaso, no me moví. Los súcubos reaccionan al ver a un hombre correr como lo harían los gatos
ante un ratón que huye.
—He sido convocada para una tarea específica —dijo por fin Juliet; su increíble voz, grave y sedosa, me acariciaba como la
parte plana de una hoja de afeitar.
Asentí. Sabía muy bien cuál era esa tarea.
—Y no puedo volver a casa hasta que la concluya.
No había ninguna forma de llegar hasta la puerta sin que me atrapase antes, y el único objeto a mano que podría servir
como arma era la botella de whisky. Dejé caer la mano sobre ella, tan descuidadamente como pude.
La pausa se alargó.
—Nunca se me había ocurrido que un fracaso pudiese acarrear tantos beneficios —dijo Juliet—. Claro que, mientras llevé
puesta la cadena, no había opción de fracasar. Debo darte las gracias por ello.
Negué con la cabeza. Quería indicar que liberar demonios era parte de los servicios que ofrecía Castor, y que no
necesitaba dar las gracias, ni se esperaba que lo hiciese. Comprendí confusamente que para Juliet, su "casa" era el Infierno,
por supuesto, o al menos algo que sólo sabemos definir con esa palabra. Seguramente era un lugar por el que nadie podría
sentir nostalgia.
—Así que necesito otra cosa con la que ocupar el tiempo —concluyó Juliet—, y creo que el trabajo que tú haces me va como
anillo al dedo. Pero está claro que existen reglas, y algunas de ellas me serán extrañas. De modo que he venido aquí para que
me instruyas, ya que eres el único humano que conozco que sigue vivo.
Tardé un rato en conseguir hilar una respuesta coherente, porque primero tenía que pasar la información que acababa de
escuchar por mis circuitos lógicos internos, muchos de los cuales se habían cortocircuitado en cuanto la vieron.
—Un contrato en prácticas —fue lo que conseguí decir, después de una pausa que se había alargado casi hasta el límite—.
Lo que quieres es un contrato de trabajo en prácticas.
—Si así es como se llama, sí. Trabajar contigo. Observarte. Aprender cómo se hace.
Volví a sentarme, con cuidado y muy despacio, para no caerme y que no hubiese movimientos repentinos que pudiesen
hacer que cambiase de opinión y me arrancase las entrañas.
—Muy bien —dije—. Sí. Sí. Estoy dispuesto a... contratarte. Es muchísimo mejor que la otra alternativa. Pero... si no te
importa que te lo pida, ¿podrías ponerte algo de ropa? Es que necesito tener algo de sangre en el cerebro, porque de otro
modo voy a quedarme inconsciente.

Juliet alzó una ceja, mirando la dolorosa erección que tensaba la tela de mis pantalones como si acabara de fijarse en ella
por primera vez.
—Lo siento —dijo, y sin que hubiese el mínimo intervalo de tiempo o indicio de movimiento, ya estaba vestida con la ropa
que llevaba la primera vez que la vi: camisa negra, pantalones negros de piel, tacones picahielos.
Era un conjunto impresionante, y servía para su propósito. Pero, ¿no le faltaba quizás el adecuado toque de gravedad
profesional? ¿El marchamo de la experiencia y la excelencia? ¿El equivalente para exorcistas de la maleta de un médico?
Volví a sentarme en la silla, con el ceño fruncido, meditando, mientras me friccionaba la mandíbula con el índice y el pulgar.
Después de un rato me vino la inspiración.
—Tengo una gabardina —le dije—. Sólo ha tenido un dueño, y la ha cuidado muy bien.

Escaneo y corrección del doc original:

Maquetación ePub: El ratón librero (tereftalico)


Notas
[1] Población costera de la región de Gales, famosa por sus numerosas historias de apariciones.
[2] Probablemente el autor hace referencia al famoso poeta inglés Dylan Thomas (1914-1953).
[3] En latín, "paralelamente", o sea, ambas cosas a la vez.
[4] En latín, "para el bien público", es decir, gratis.
[5] Ken Wolstenholme, presentador de la BBC pronunció la famosa frase "Creen que ya está todo acabado... pues ahora sí
lo está" en la final de la Copa del Mundo de fútbol de 1966, cuando Inglaterra ganó a Alemania Occidental en la tanda de
penaltis.
[6] Se refiere al rey Harold de Inglaterra, muerto en una batalla contra los normandos en el año 1063, al ser alcanzado por
una flecha en pleno ojo.
[7] Así se llama al borde de los agujeros negros.
[8] Sir Norman Wisdom (1915 — ), conocido cómico británico.

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