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Parte

I. La política

1. Indignados con la política

He escrito estas líneas en julio de 2011. Durante las últimas semanas, las plazas de muchos
pueblos y ciudades han sido ocupadas por los denominados «indignados». Este movimiento
ha conseguido una enorme visibilidad social, recogiendo una amplia diversidad de
reivindicaciones y aglutinando un conjunto muy heterogéneo de personas. Su irrupción en el
panorama político ha supuesto simultáneamente la llegada de aire fresco y la aparición de un
innegable desconcierto a la hora de interpretar su significado y sus expectativas de futuro.
Considerando la disparidad de propuestas que ha formulado, no deja de ser sorprendente la
potencia de aglutinación de este movimiento, la ola de simpatías que ha despertado entre
sectores sociales muy diferentes y la multitud de apoyos que ha recogido sin necesidad de
conocer con demasiada precisión cuáles eran sus posiciones.

¿Dónde nace su fuerza cautivadora? ¿Cuál es el denominador común que ha favorecido la


capacidad de los indignados para llegar a públicos tan diversos? Seguro que hay múltiples
claves explicativas pero, desde mi punto de vista, los indignados y los círculos de adhesión
que han sido capaces de generar comparten un difuso sentimiento antipolítico. No me refiero
solamente a las propuestas que insisten en la necesidad de reducir los salarios de los
políticos, sino sobre todo a un diagnóstico compartido que vendría a decir que ya basta, que
no nos merecemos ni los políticos ni la política que tenemos.
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Fíjense en la estructura del argumento: ellos (los políticos) por un lado, nosotros (los
ciudadanos) por el otro y, además, qué mal lo han hecho ellos (los políticos incompetentes) y
qué hartos estamos nosotros (los pobres e inocentes ciudadanos) que sufrimos las nefastas
consecuencias.

Las propuestas de los indignados pueden ser muy heterogéneas, pero comparten este origen:
surgen de la incapacidad de los políticos para resolver los problemas de la gente. En el
diagnóstico aparecen también otros culpables —como los mercados, la globalización o las
grandes multinacionales—, aunque su rostro se nos desdibuja. Necesitamos visualizar el
enemigo y los políticos son los mejores candidatos, tanto para focalizar la indignación como
para encontrar el denominador común capaz de aglutinar fuerzas normalmente muy dispersas.

Cierto es que también podemos interpretar la indignación en términos de politización. Desde


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este punto de vista, lo que ha pasado en muchas plazas es que la política ha salido a la calle y
ha llegado a capas de nuestra sociedad que, hasta ahora, estaban muy alejadas de ella. Esta es
una de sus principales virtudes y uno de sus potenciales más esperanzadores. De hecho, el
futuro que pueda tener el movimiento depende, muy probablemente, de la consolidación
progresiva de esta conciencia política; convertirse no solo en una protesta contra la política
convencional sino, sobre todo, en la propuesta de una política diferente, renovada… de una
biopolítica —como proponen algunos de sus promotores— que deje de ser monopolio
institucional y se convierta en algo que impregne el conjunto de la sociedad.

También tenemos que aceptar, por otro lado, que es más fácil la cohesión que se produce «en
contra de» que la que se articula «a favor de». Por esto, al menos al principio, sigo pensando
que el denominador «antipolítica» o, para ser más precisos, «anti determinada política
convencional» es un ingrediente básico en la construcción del discurso de los indignados. Es
solo una hipótesis, pero si uno de los factores cohesionadores del movimiento de los
indignados fuera este sentimiento antipolítico, estaríamos comprobando la intensidad de su
descrédito. Un descrédito que se manifiesta en la metáfora de la poltrona y el enriquecimiento
ilícito como ilustración del cómodo y privilegiado distanciamiento en el que se ha instalado
la clase política. No es una percepción exclusiva del caso español, sino que se manifiesta en
el conjunto de las democracias occidentales. La política se ha convertido en un concepto
sucio.

De poltronas y privilegios
La veracidad de estas percepciones es, como mínimo, discutible. En este país, por mencionar
el tema que resulta más llamativo, los salarios de los políticos, cabe decir que estos no son
especialmente elevados, mientras que las jornadas laborales son unas de las más intensas que
podamos encontrar. Afirmar lo contrario es pura demagogia.

Yo mismo pasé de profesor universitario a director general de la Generalitat y, durante el


periodo en el que me senté en la poltrona de alto cargo, recibí algunos correos
extremadamente ofensivos de ciudadanos que, sin conocerme de nada, me insultaban y me
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acusaban de enriquecerme sin realizar esfuerzo alguno. Les contesté a todos y, en mis
respuestas, les ofrecía una cita en la que podrían, primero, comparar mi declaración de renta
cuando era profesor con la que presentaba como director general y, en segundo lugar, acceder
a mi agenda de trabajo. Nadie aceptó la propuesta. Algunos se excusaron, pero la mayoría ni
siquiera respondió. Una lástima, pues habrían comprobado —puede que con sorpresa— que
cobraba más o menos lo mismo y que, en cambio, trabajaba mucho más. No es solo mi caso.

Hace un par de meses, ahora que he vuelto a las aulas, teníamos una sesión sobre altos cargos
en la asignatura Ciencia de la Administración y, como no podía ser de otra manera, enseguida
salió el tema de sus sueldos exagerados. Intenté responder a los alumnos con cifras. Esa
semana, casualmente, se habían publicado los salarios de los ejecutivos de las empresas del
IBEX, que se acercaban al millón de euros anual. Vimos también cómo los jugadores de
fútbol profesional de 2.a división A —ningún estudiante en el aula pudo decir el nombre de
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alguno de ellos— tienen unos salarios que solo excepcionalmente son inferiores a los
200.000 €. Después, a través de la web de la Generalitat, accedimos a la información de los
sueldos brutos del presidente de la Generalitat (144.030,12 €), de sus consejeros
(108.567,85 €) y de los secretarios generales (84.078,50 €).

Es cierto que a muchos nos gustaría cobrar el sueldo del presidente de la Generalitat, pero
también es cierto que ninguno de nosotros es el jefe de Gobierno de Cataluña. También es
cierto que su salario es una décima parte del que cobran los altos ejecutivos del país o, si se
prefiere, inferior al que perciben unos desconocidos jugadores de fútbol de 2.a A. Unos
jugadores que, por ofrecer una última comparación, estarían cobrando más del doble que los
secretarios generales de nuestra Administración. Precisamente, diría que una de las
principales dificultades para diseñar aquello que el presidente catalán, Artur Mas,
enfáticamente etiquetaba como «el Gobierno de los mejores», es que los mejores cobran
demasiado o, en todo caso, mucho más de lo que les ofrece la política. Y con menos
problemas de exposición y presión pública.

En cualquier caso, da lo mismo. Los números no convencieron a nadie y la percepción inicial


quedó inalterada. Una percepción muy negativa y que nos lleva a una constatación: odiamos
la política y, sobre todo, a los políticos. A partir de esta constatación, Colin Hay se plantea la
pregunta que da título a su espléndido libro: ¿Por qué odiamos la política? Repasando la
literatura especializada, este autor distingue entre las respuestas que hacen recaer la
responsabilidad del lado de la demanda política, y las respuestas que atribuyen las culpas a
la oferta política.

De la indiferencia a la indignación
Desde el punto de vista de la demanda política, la creciente desafección hacia la política se
explicaría por la pérdida de capital social, por la aparición de unos ciudadanos cada vez más
críticos y por un conjunto de cambios demográficos diversos. Se trata de argumentos
sociológicos que despolitizan las razones de la desafección y que, en cambio, sitúan las
explicaciones en las propias transformaciones sociales. Así, al colocar el acento sobre la
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demanda, estamos desmarcándonos de las acusaciones directas a la propia política y


ubicando las responsabilidades en los ciudadanos. No se trata de echarles la culpa, pero sí
de subrayar que son responsables de aquello que, para bien o para mal, sucede en el mundo
de la política. Esto lo hemos olvidado y las consecuencias han sido nefastas.

En el debate sobre la política hídrica en Cataluña, recuerdo vivamente una conversación con
el propietario de una pequeña empresa de aprovechamiento de energía hidroeléctrica. Él
defendía legítimamente sus intereses empresariales al mismo tiempo que los adornaba con
referencias a la necesidad que tenemos, colectivamente, de buscar alternativas a la energía
proveniente del petróleo. Yo no podía hacer otra cosa más que darle la razón, pero le exponía
que también nos hacía falta equilibrar las imprescindibles concesiones de agua para generar
energía con las necesidades de los agricultores, con las demandas de abastecimiento de los
vecinos y, en último término, con la voluntad de garantizar unos caudales mínimos que
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permitieran mantener unos ríos ecológicamente vivos. Con esto le estaba diciendo que la
política que estábamos elaborando asumía la importancia de la energía hidroeléctrica pero
que, simultáneamente, reconocía que su prioridad se debía combinar con otros objetivos.

En este punto, la conversación se convirtió en una agria discusión. A mi interlocutor le


parecía inadmisible tener que compartir la prioridad con nadie más. En lugar de resolver los
problemas, me decía despectivamente, «estás haciendo política». Y él, naturalmente, no
quería saber nada de política. Solo quería producir la energía que todos necesitamos y que a
él le servía para ganarse la vida. Y los inútiles de los políticos complicándolo todo.

Esta postura, cuando se generaliza, aleja a los ciudadanos de la política y traslada toda la
responsabilidad a unos políticos que, por definición, serán incapaces de satisfacer las
expectativas de todos. La política está destinada al fracaso cuando los ciudadanos renuncian
a hacer política.

El caso del agua, más allá de mis experiencias personales, lo ilustra espléndidamente. En el
año 2008, el agua ocupaba el vértice de la agenda política y mediática. Un intenso episodio
de sequía hizo saltar todas las alarmas. Se proclamaba que las guerras del siglo XXI serían
guerras por el agua, aparecían expertos en política hídrica por doquier, los tertulianos
sentenciaban abiertamente sobre qué se debía hacer y, sin demasiados remilgos, acusaban al
Gobierno de imprevisión en la gestión de este recurso crucial. Incluso en los mercados se
discutía sobre si era mejor apostar por la desalinización o por traer agua del Ródano.

En 2011, después de un periodo excepcional de lluvias generosas, silencio. Todos sabemos


que la sequía volverá y que volveremos a clamar al cielo, pero ya nadie habla de ello. Justo
ahora, cuando podríamos tratar el tema sin el ruido que conlleva toda emergencia, lo hemos
aparcado.

De los momentos de más intensidad del episodio de sequía, recuerdo una metáfora que usaba
Gabriel Borrás, uno de los altos cargos responsable de la planificación en la Agencia
Catalana del Agua. Según contaba, en la selva, durante la temporada de sequía, los lugares en
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los que poder encontrar agua se reducen de forma dramática y, de este modo, las distintas
especies animales se ven obligadas a coincidir alrededor de esos puntos para poder beber.
Se trata de animales salvajes y, por tanto, esa sería una buena oportunidad para preparar
trampas, atacarse los unos a los otros o, simplemente, para que los más fuertes impidiesen el
acceso al agua de los más débiles. Pues no, nada de eso. Según parece, los animales salvajes
se dan cuenta de la excepcionalidad del momento y civilizan sus comportamientos, aceptando
que el agua es un recurso escaso y que deben compartirlo. No aprovechan el momento de
beber, al menos de forma generalizada, para devorarse unos a otros. Los animales civilizan
sus comportamientos y, ante las dificultades momentáneas, a su manera, encuentran una
respuesta política.

La sequía del año 2008 afectó a personas aparentemente civilizadas, pero despertó sus
instintos más salvajes. Ante la escasez de recursos no fuimos capaces de entender las
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necesidades de los otros, sino que aprovechamos la ocasión para atacarnos sin piedad. En
lugar de buscar respuestas equilibradas y discutir sobre cómo distribuir el agua, nos
dedicamos a ponernos trampas y a mordernos. Los de Barcelona se mostraban indiferentes
ante las necesidades de los cultivos vinculados con el río Ter, mientras que desde las
comarcas gerundenses se les respondía que «si no tenían bastante agua, compraran Coca-
Cola» —el ejemplo es real. Los empresarios hidroeléctricos defendían sus concesiones sin
hacer (perdonad la redundancia) concesiones; mientras que los grupos ambientalistas se
mostraban inflexibles a la hora de establecer los caudales ecológicos. El Gobierno era
incapaz de mostrar un rumbo decidido, mientras que la oposición no desaprovechó la ocasión
para clavarle sus colmillos. Todos muy civilizados, pero comportándonos como animales
salvajes.

El odio a la política, cuando se explica desde la demanda, nos recuerda —y esto siempre es
incómodo— que si nos portamos como salvajes no podemos esperar otra cosa que la selva.
La democracia nos obliga a ser muy exigentes con los políticos, pero también con los
ciudadanos. Una ciudadanía muy vigilante y beligerante con el comportamiento de los
políticos solo será útil cuando venga acompañada de una exigencia similar con sus propios
comportamientos. Si relajamos los criterios para valorar nuestras actuaciones, si nos
inhibimos de los asuntos colectivos o si nos perdonamos comportamientos inapropiados,
entonces nuestras exigencias hacia los políticos no solo pierden credibilidad sino también
eficacia.

Esta es una idea que debería recordar el movimiento de los indignados. Indignarnos con la
mala política es crucial, ya que la indignación se puede convertir en la semilla de posteriores
procesos de transformación y mejora. Pero indignarnos con la política no significa solo
indignarnos con los políticos. Significa, también, indignarnos con nosotros mismos; con
aquello que, entre todos, hemos hecho con nuestra sociedad.

De la elección racional al egoísmo individual


En paralelo a estas reflexiones, Colin Hay nos ofrece un segundo grupo de razones para odiar
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la política: las que se sitúan en el lado de la oferta. Concretamente se refiere a dos tipos de
argumentos que han adquirido una posición privilegiada en el debate académico de los
últimos años: la participación política percibida como un mercado electoral y, vinculado con
el punto anterior, el dominio intelectual de la escuela de la elección racional.

Ambos argumentos se hallan en la base teórica de unas creencias muy populares hoy en día, y
que podríamos simplificar de la siguiente forma: la superioridad del mercado sobre el
Estado, de los empresarios sobre los cargos públicos o, de modo más general, de la
economía sobre la política. Se trata de una superioridad inherente, contra la cual no hay nada
que hacer.

Es evidente que, una vez hemos aceptado la premisa, los responsables públicos, el Estado o
la Administración devienen instituciones imperfectas por su propia naturaleza. James
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Buchanan, de manera harto significativa, describe la escuela de la elección racional como «la
ciencia del fallo de la política». El cinismo con el que hoy observamos la política no es
simplemente una reacción de ciudadanos decepcionados, sino que se construye a partir de
unas bases intelectuales muy bien articuladas y difundidas desde tribunas prestigiosas e
influyentes.

Este paradigma intelectual nos invita a mirar la política con las gafas de la economía,
asumiendo que estas tienen una calidad superior. Las gafas políticas serían como las que
compramos aprovechando que nos hemos detenido en una estación de servicio, mientras que
las gafas económicas son de marca y se venden en tiendas especializadas. ¿Cuántas veces
hemos escuchado que el problema de la Administración Pública radica en su incapacidad
para rendir cuentas como una empresa privada? ¿Cuántas veces hemos acusado a los
funcionarios de no estar sometidos a la saludable presión de los mercados?

Pero cuando valoramos la política —el espacio de los intereses públicos— con las gafas de
la economía —el dominio de los intereses privados—, lo hacemos desde un prejuicio
asumiendo, de entrada, su inferioridad. Estamos descalificando la política sin ofrecerle
ninguna oportunidad. A menudo, por lo tanto, cuando acusamos a los políticos de pensar
únicamente en sus propios intereses, lo que estamos haciendo es definirnos a nosotros
mismos. No podemos entender que a los políticos les interese alguna cosa que no sea llenarse
los bolsillos porque, de hecho, entendemos que así es la naturaleza humana. Exactamente tal
como lo recoge y expresa el mercado competitivo.

Cuando alguien se dedica a la política, el intento de convencer, hasta a las personas más
cercanas, de que uno no aspira a aprovecharse del cargo es una batalla perdida. En el mejor
de los casos te conceden el mérito de ser una excepción, ya que en realidad no te consideran
un auténtico político. Eres como el pardillo entre los políticos, un cuerpo extraño que la
propia política se encargará de expulsar en cualquier momento. Así, si te comportas
adecuadamente, eres la excepción. Damos por descontada una norma tácita que dictamina el
mal funcionamiento de la política, su inherente inferioridad.
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Desde esta perspectiva, la fuente de la indignación, incluso el odio a la política, no se


encuentra tanto en actuaciones concretas como sí en una especie de fracaso anunciado.
Asumimos que los políticos se comportan siguiendo las reglas de la racionalidad individual
y, consecuentemente, devienen conceptualmente incapaces de promover el interés colectivo.
Si consideramos que los políticos y los funcionarios son actores racionales y calculadores,
entonces es lógicamente imposible que se preocupen del bienestar colectivo. Están
demasiado enfrascados defendiendo sus propios intereses.

En otras palabras: teniendo en cuenta que cualquier director general está naturalmente
imbuido de motivaciones egoístas, entonces no podemos esperar una preocupación real y
sincera por los asuntos públicos. No hace falta que esperemos a que sus errores se
materialicen ya que está esencialmente incapacitado para hacerlo bien. La política y los
políticos salen al terreno de juego ya derrotados, antes incluso del pitido que marca el inicio
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del partido; son culpables, y lo son antes de entrar en la sala donde deben ser juzgados.

La crónica de un fracaso anunciado


La idea de fracaso anunciado retrata muy adecuadamente la situación de la política actual. A
la política se lo pedimos todo, incluso lo imposible, y después la odiamos porque es incapaz
de darnos todo lo que le hemos pedido.

Tenemos claro que pedir y esperarlo todo es un comportamiento infantil; pero, aun así, nos
resistimos a renunciar a ello. Zygmunt Bauman nos habla de una modernidad líquida que yo,
de forma más llana, identifico en algunos aspectos con una sociedad infantilizada. Una
sociedad que pide lo imposible para después quejarse de haber recibido solo aquello que era
posible. Entre todos, hemos construido una especie de sociedad de niños exigentes,
malcriados y maleducados. No escondo, ni mucho menos, que los propios políticos han
alentado y estimulado esta confusión desde sus tribunas, llenándose la boca de promesas
irrealizables que aplaudían aquellos que sabían que se trataba de simples quimeras.

Curiosamente —o puede que no tanto— esta situación ha sido provocada por aquellos que
invocan, desde la economía, los comportamientos racionales y competitivos. En un sistema
de competencia electoral, los partidos políticos se dirigen a los potenciales votantes
considerándolos consumidores racionales y, como tales, los futuros votantes primero
arrastran a los partidos a prometerlo todo y, después, los abandonan por su incapacidad de
dar respuesta a unas demandas que, por infinitas, todos sabíamos de antemano que eran
imposibles de satisfacer. A veces, no puedo dejar de pensar que en aquella tienda tan chic y
especializada donde hemos comprado esas gafas económicas tan caras, nos han tomado el
pelo.

La perversa influencia de las teorías de la elección pública no es nueva. Lo es en su


formulación, pero no en su contenido. De hecho, en las bases de nuestro pensamiento político
encontramos la profunda impronta que, desde el siglo XVI y sin merecerlo del todo, ha
dejado el realismo político de Maquiavelo. El príncipe maquiavélico es un político amoral,
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egoísta y solo preocupado por ocupar el poder y disfrutar de sus privilegios. Observando la
política desde esta óptica, es evidente que nace herida de muerte. En palabras de Colin Hay:

[…] la política, básicamente por definición, tiene que ver con la construcción y, de
forma ideal, la realización de un sentido de bienestar colectivo. La asociación que
hoy hacemos entre la política y la búsqueda de intereses particulares de los políticos
es, evidentemente, antitética con su misma razón de ser.

El peso de la frialdad maquiavélica impregna la política, que se define a sí misma como


egoísta y calculadora. Si partimos de estas premisas, ¿qué otra cosa podemos esperar de
ella? Stefan Zweig, con su proverbial elegancia narrativa, retrata al intrigante Joseph Fouché,
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el hombre político por excelencia, el único capaz de sobrevivir a todas las tormentas que
sacudieron la llegada del siglo XIX a la Francia postrevolucionaria, con las siguientes
palabras:

Todo aquel que lo ve tiene la impresión de que este hombre no tiene sangre caliente,
roja y en movimiento. De hecho, espiritualmente pertenece a la raza de seres de
sangre fría. No conoce las pasiones simples y acaparadoras, no le atraen las
mujeres ni el juego, no bebe vino, no le gusta malgastar, no pone los músculos en
acción, vive solo en despachos, entre papeles y expedientes […]. Esta sangre fría es
el verdadero genio de Fouché. Su cuerpo no lo frena ni lo arrastra, está, por decirlo
así, ausente de los juegos intelectuales. Su sangre, sus sentimientos, su alma, todos
estos perturbadores elementos sentimentales de un verdadero ser humano, nunca
actúan en este secreto jugador de azar, que desplaza toda su pasión hacia el cerebro.

Si este es el retrato del político moderno entonces, efectivamente, no nos queda más remedio
que limitar nuestras expectativas. Si para hacer política hemos de aprender de Joseph
Fouché, entonces su descrédito es inevitable y entiendo perfectamente la indignación, y hasta
el odio, que despierta en tantos y tantos ciudadanos. El maquiavelismo y Fouché existen y
tienen un peso indiscutible a la hora de entender la cultura política occidental, pero me
resisto a pensar que ellos y solo ellos determinan el significado de la política. La política,
como intentaré explicar en el próximo capítulo, va más allá de las siniestras intrigas y el
egoísmo acaparador de poder.

El siguiente paso, por tanto, ha de consistir en recuperar la política, en reconstruir su


significado y en clarificar cuál es su papel en nuestra sociedad.
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2. La política: ingenuidad y sueño colectivo

No puedo aportar ningún soporte científico a mis opiniones; pero, desde la experiencia, me
atrevo a afirmar que muchos de aquellos que nos hemos dedicado a la política no hemos sido
ni muy racionales ni excesivamente egoístas. Es indudable que encontraríamos algún Joseph
Fouché entre los integrantes de la clase política, pero se me antojan excepcionales. La mayor
parte de los políticos no responden a este perfil. Podemos identificar algunos aspirantes a
Maquiavelo, pero muy pocos tienen las características y las actitudes para conseguirlo.
Seguro que al leer estas líneas os vienen a la cabeza historias de corrupción y de personajes
sin escrúpulos implicados en siniestras intrigas políticas o administrativas. Tenéis razón,
estas historias y estos personajes existen, han formado y forman parte de la política, pero esto
no significa que la representen.

El espejo de la representación: entre el optimismo y el pesimismo


antropológico
En España, por ejemplo, a pesar de la popularidad de algunos escándalos de corrupción
urbanística, ¿cuántos de los más de 8.000 municipios encontraríamos involucrados en
prácticas manifiestamente ilícitas? En realidad, después de haber tratado con muchos
responsables políticos locales, de todos los colores, siento una notable admiración por su
trabajo. A veces no comparto sus planteamientos, pero acostumbran a ser personas generosas
y merecedoras de todo mi respeto.

Frente a los comportamiento poco honorables debemos ser absolutamente beligerantes, pues
no podemos permitirnos ninguna manzana podrida en el cesto; pero también debemos ser
implacables con los que pretenden generalizar aquello que es puntual, que tratan injustamente
de corruptos a los miles de alcaldes y concejales que se dedican a una tarea tan compleja
como poco agradecida.
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Como ya he comentado, a menudo trasladamos a los políticos la imagen que nosotros mismos
reflejamos en el espejo. Somos, muchos de nosotros, egoístas y ambiciosos y, en lugar de
reconocerlo, acusamos a los políticos de nuestros propios defectos. Sabemos que, en el
fondo, nuestro egoísmo y nuestra ambición desmesurada han provocado el colapso colectivo
que hoy padecemos, pero preferimos pensar que es un problema exclusivo de los políticos.
Estamos ante el espejo, pero negamos nuestra propia imagen y la imputamos a los políticos.
En el todos son iguales que dedicamos acusadoramente a los políticos se esconde, en efecto,
un más tímido y defensivo todos somos iguales (los ciudadanos y los políticos).

Os lo creáis o no, durante mi corta estancia en la política nunca estuve tentado de cometer
ninguna irregularidad desde las instituciones. Por el contrario, desde fuera —desde la
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denominada sociedad civil— recibí diversas invitaciones a interpretar con amplitud de miras
la gestión de los recursos públicos. Me encontré, de manera sutil e indirecta, con conocidos,
parientes, colegas y representantes de entidades que reclamaban tratos más o menos
favorables, que insinuaban posibles negocios paralelos o que exigían partidas
presupuestarias para sus organizaciones. Nada serio, pero de una frecuencia preocupante.
Tengo que reconocer, no obstante, que lo más sorprendente no fueron las invitaciones en sí
mismas sino ver cómo las respuestas negativas por mi parte no redujeron la superioridad
moral de quien las ofrecía: «Aunque he sido yo quien ha formulado una propuesta deshonesta
y el político quien la ha rechazado por irregular, da igual; él sigue siendo un político
aprovechado y yo un ciudadano indefenso».

Equipados con este argumento, nos situamos satisfechos frente al espejo y, cuando la imagen
se distorsiona, afirmamos no ser nosotros mismos. Puede ser que el maquiavelismo esté más
presente de lo que antes podía darse a entender, y que lo esté de una manera difusa pero
extendida entre el conjunto de la ciudadanía que conforma las democracias liberales
occidentales. El maquiavelismo, consecuentemente, define mejor la cultura política de
nuestra sociedad que el estricto comportamiento de nuestros políticos.

En cualquier caso, el juego de espejos solo puede funcionar adecuadamente si consideramos


que, finalmente, los representantes políticos son la imagen de los ciudadanos representados.
En la afirmación todos son iguales, en consecuencia, encontramos tanto políticos como
ciudadanos. El problema, no obstante, aparece cuando no se acepta la representación, cuando
se utiliza un criterio diferente para valorar a representantes y representados. Y para salir de
este callejón sin salida, a pesar de algunas evidencias contrarias, necesitamos seguir siendo
optimistas en relación con la naturaleza humana y la posibilidad de que las personas
tengamos la capacidad de ir más allá de lo que dictan nuestros intereses privados. Si
consideramos que los hombres son, por naturaleza, egoístas, la política también lo será; en
cambio, si creemos que los seres humanos son capaces de colaborar y ayudarse mutuamente,
entonces la política también será colaboración mutua. Este es el espejo que debemos
construir.
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Seguramente no tengamos buenas razones para sentirnos muy optimistas en relación con a la
naturaleza humana. Sin embargo, a mi juicio, la única oportunidad para no rendirnos ante las
dificultades pasa por resistir el pesimismo antropológico. Si asumimos la perversidad como
un rasgo distintivo de la naturaleza humana y, por consiguiente, la imposibilidad de una
política basada en valores altruistas, entonces mejor será que yo deje de escribir estas líneas
y ustedes de leerlas. La reconstrucción de la política nos exige un punto de optimismo que
Tony Judt, optimista a pesar de todo, interpretaba como una propensión humana. Lo expresa
con palabras claras y sencillas:

Toda misión colectiva exige confianza. Desde los juegos infantiles a las complejas
instituciones sociales, los humanos no podemos trabajar si no aparcamos el recelo
mutuo. Una persona aguanta la cuerda, la otra salta. Una sostiene la escalera, la
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otra sube. ¿Por qué? En parte porque esperamos reciprocidad, pero también porque
existe una propensión natural a trabajar cooperativamente con objeto de obtener un
beneficio colectivo.

La política, para los pesimistas que creen en la naturaleza egoísta de los seres humanos, es
una molestia que limita su búsqueda del propio interés. En cambio, para quien acepte nuestra
invitación al optimismo, la política puede convertirse en un espacio para la colaboración y la
construcción conjunta de un proyecto colectivo. Unos se sientes satisfechos con la
sublimación de su realismo, mientras que otros reivindican la política como utopía. Como
veremos más adelante, se trata de dos maneras de entender la política.

Lo podemos ejemplificar —y también simplificar— considerando el marcado contraste


existente entre dos de los últimos consejeros del Departamento de Interior de la Generalitat
de Cataluña, Joan Saura y Felip Puig. Desde algunos círculos, se acusaba al primero de ellos
de adoptar un estilo de gestión que se etiquetaba como utópico y buenista, mientras se
aplaudía al segundo por su mano dura realista. El happy flower frente al bate de béisbol,
usando las imágenes que utilizó el programa de TV3 Polònia. Un programa, por cierto, muy
influyente políticamente en Cataluña.

Soy consciente de que se trata de una imagen simplificadora, pero también muy ilustrativa de
los valores que impregnan nuestra cultura política. ¿Confiamos en los ingenuos que quieren
construir un mundo feliz o, por el contrario, preferimos depositar nuestras expectativas en los
realistas que, cuando convenga, nos tratarán a golpes? En general, y así lo han ido
demostrado algunos resultados electorales, no parece que tengamos demasiada confianza en
nosotros mismos y, por lo tanto, como ya argumentó Thomas Hobbes, necesitamos de un
Leviatán que nos imponga la paz. Aunque sea a golpes de bate de béisbol. Si pedimos que
nos traten como a las bestias quizá sea porque nos vemos como tales.

En cambio, al alentar un cierto optimismo antropológico, estamos defendiendo la posibilidad


de sustituir al Leviatán que se alimenta de violencia por la confianza —quizá ingenua— en
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nosotros mismos y en los demás. Una confianza que nos capacita para construir y perseguir
proyectos colectivos. En mi defensa de la política debe quedar claro que me siento próximo a
una política ingenua y confiada. Me confieso simpatizante del buenismo. No siempre es
sencillo adoptar esta posición, pero a mi entender es la única actitud que nos permite
perseverar en la meta de transformar y mejorar el mundo en el que vivimos.

Vivir juntos siendo diferentes


La política que defiendo, por tanto, exige ciertas dosis de ingenuidad y de confianza. Así,
desde la ingenua confianza en las personas y la comunidad, la política ya no es una molestia
sino «aquello que —usando una definición de Daniel Innerarity— nos permite vivir juntos
siendo diferentes». Y, aún más: aquello que, al juntarnos, nos permite multiplicar —y no solo
sumar— nuestras fuerzas. La riqueza de nuestras sociedades nace de la diversidad, de la
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existencia de proyectos y puntos de vista que la mantienen en tensión y que, cuando somos
capaces de canalizarlos colectivamente, la hacen crecer y progresar. La transformación y el
avance social no nacen de individualidades que van a su aire, sino de individualidades que
son múltiples, que son diversas y que, al mismo tiempo, son capaces de cooperar. Esta
tercera condición es crucial y en ella encontramos la contribución fundamental de la política.

Las ciudades —territorios de progreso por excelencia— siempre han sido una mezcla de
personas y colectivos diversos, diferentes, indiferentes y enfrentados que llenan el espacio de
tensiones creativas y que lo hacen explotar casi en el sentido literal del término. La fuerza de
la diversidad y de la diferencia, no obstante, también es fuente de conflictos y de
enfrentamientos que nos podrían llevar a la destrucción o la parálisis. Los conflictos son
destructivos cuando no somos capaces de canalizarlos y, en cambio, son constructivos cuando
fomentan el intercambio y la aparición de síntesis creativas. La política juega —debería jugar
— este rol: transformar el peligro destructivo de los conflictos en fuerza creativa.

Hablando del potencial de la diversidad, la genial urbanista Jane Jacobs escribía el siguiente
párrafo hace ya casi 50 años:

En nuestras ciudades americanas, necesitamos todo tipo de diversidad; eso sí,


interconectada a través de densas relaciones de soporte mutuo. Lo necesitamos con
objeto de que la ciudad funcione de manera decente y constructiva, con objeto de
que la gente de nuestras ciudades pueda mantener (y hasta desarrollar) la sociedad
y la civilización […]. La principal responsabilidad de la planificación urbana [o de
la política, siguiendo el argumento] habría de ser facilitar el desarrollo de las
ciudades en tanto que espacios donde la gran variedad de planes, ideas y
oportunidades puedan florecer en armonía con un proyecto colectivo.

La política, en definitiva, nace del conflicto y se convierte en una forma civilizada de


aprovecharlo para generar beneficios. Reconoce la existencia de intereses y de posiciones
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diferentes, pero utiliza el diálogo como mecanismo para alcanzar respuestas y situaciones de
síntesis constructiva.

Solón, uno de los grandes legisladores del siglo de oro de la democracia ateniense, definía el
buen gobierno como eunomía; es decir, como equilibrio, como la capacidad de hallar una
síntesis de posiciones legítimamente divergentes. La política no sería más que un diálogo
para determinar los espacios de intersección en los que poder convivir juntos. Esta es una
frase que probablemente convendría recordar a muchos de los protagonistas de la política
actual, como también a sus comentaristas y altavoces mediáticos. Cuando la política es
cuestión de blanco o negro, cuando la política viene condicionada por la simplicidad de un
titular o cuando se basa en la diferencia entre los míos y los tuyos, entonces la política,
simplemente, desaparece.

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Del realismo al idealismo, del yo al nosotros
Es posible que el maquiavelismo no estuviera muy de acuerdo con estos argumentos. Para el
autor florentino, primer representante de lo que se ha denominado un enfoque realista de la
política, no deberíamos perder el tiempo fijándonos en aquello que la política debería ser
sino concentrarnos en aquello que realmente hace. Miramos la política y constatamos que hay
manipulación y engaño; entonces, no hay que darle más vueltas, eso es política: manipulación
y engaño. No es necesario ir más allá.

Las personas, no obstante, hemos desarrollado una capacidad especial que nos permite
pensar no solo en aquello que es sino también en aquello que nos gustaría que fuese. No solo
podemos observar nuestro mundo, sino también imaginar el mundo que nos gustaría. A
menudo, lo hacemos a través de aquello que la filosofía ha llamado ficciones, o que la
economía define como premisas de partida.

Los economistas siempre comienzan con un «si el mercado fuese perfecto…» y, a partir de
ahí, erigen una imponente arquitectura conceptual que se alza sobre unos pilares que todos
reconocemos como extremadamente frágiles. El pensamiento político es, de hecho, un debate
alrededor de ficciones de este tipo. Así, por ejemplo, nos encontramos con la ficción de la
libertad individual o de la igualdad entre las personas. Puede no ser cierto —en cualquier
caso, seguro que no de un modo natural— que los hombres seamos libres e iguales, pero las
ficciones de la libertad y la igualdad nos ayudan a imaginar cómo desearíamos que fuera
nuestro mundo y, por lo tanto, se convierten en el punto de referencia tanto para su
comprensión (presente) como para su construcción (futuro).

Es innegable que la política —y esto lo compartimos con el maquiavelismo— se mueve entre


el barro de la realidad. Pero también se distingue por ser un instrumento que nos permite
volar hacia otras dimensiones, hacia las ficciones de aquello que no observamos pero que
deseamos. La política se manifiesta en realidades cotidianas e inmediatas, pero es más que
eso. La política es imaginación. La política es un sueño. La política implica mirar al futuro
con ilusión y, si se quiere, con la ingenuidad de aquel que se siente capaz de transformar el
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presente. Es la capacidad para pensar aquello que no existe pero que nos gustaría que
existiera.

La política es una actividad que consiste en no aceptar que la realidad nos venga dada, que
las cosas sean como son. Por eso el enfoque realista, aunque sea adecuado para acercarse al
día a día concreto y observable de la política, me parece pobre. No permite ver aquello que
tiene de distintivo la política y que, desde mi punto de vista, no es otra cosa que su vocación
de ir más allá de la realidad, de imaginar escenarios inexistentes con capacidad para
impulsar proyectos de futuro.

Hemos contemplado, entonces, al sueño y la imaginación como elementos distintivos de la


política. Esta imaginación, no obstante, debe satisfacer una segunda característica: ser
imaginación colectiva. No estamos hablando de proyectos personales, sino de proyectos
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colectivos. No se trata de pensar qué queremos hacer con nuestra carrera profesional, sino de
imaginar qué comunidad queremos construir entre todos. La política —como nos recuerda
Benjamín Barber— se escribe siempre en plural. Él lo expresaba con una frase
extraordinaria:

El autor del lenguaje, el pensamiento, la filosofía, la ciencia y el arte, además de la


ley, los pactos, los derechos individuales, la autoridad y la libertad no es el hombre,
sino los hombres.

Los antiguos griegos también lo sabían, y cuando hablaban de política no solo usaban el
concepto de eunomía sino también el de areté. Este es un término que se utiliza para referirse
a las virtudes tanto individuales como comunitarias de las personas. Es decir, se considera
que las personas ostentan las capacidades de comprensión y juicio necesarias para participar
de la cosa pública y, al mismo tiempo (tanto o más importante que lo anterior), el
compromiso de hacerlo. Sin esta capacidad, las personas nos convertimos en idiotas. La
areté es aquella virtud que nos permite pensar en plural, pasar de aquello que me interesa a
mí a lo que nos interesa a nosotros. Una virtud imprescindible para poder desplegar una
política entendida como imaginación colectiva.

Por otro lado, cuando la imaginación debe ser colectiva reclama que existan espacios
públicos —la antigua ágora— donde los ciudadanos se encuentren, se identifiquen y se
pongan a hablar para resolver sus conflictos presentes y construir sus apuestas de futuro. Por
eso las ciudades, como espacios de proximidad y encuentro, expresan no solo la riqueza de
nuestra sociedad sino también su capacidad de usarla. Pascual Maragall, en sus Memorias,
nos recuerda que «la naturaleza es aquello que nos han dado, la ciudad es aquello que hemos
hecho». Este hacer colectivo, que tiene en la ciudad un espacio privilegiado es, desde mi
perspectiva, la esencia de la política.

Imaginar una nueva política


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Este era, en el fondo, el proyecto que me llevó al Gobierno de la Generalitat: articular las
capacidades de imaginación colectiva y, por lo tanto, la posibilidad de recuperar la esencia
de la política. He hecho algunas referencias a mi paso por el Gobierno de Cataluña y quizá ya
ha llegado el momento de dedicarle algunas líneas.

Después de una dilatada etapa de gobierno de CiU, a finales de 2003 se produjo la


alternancia y llegó al poder un Gobierno de coalición tripartito (PSC-ERC-ICV). Yo formé
parte del Ejecutivo del Gobierno catalán hasta el año 2008, ocupando el cargo de director
general de Participación Ciudadana, un trabajo que tenía precedentes en el ámbito local pero
que no contaba con ninguna referencia en el ámbito regional. Ni en otras comunidades
autónomas españolas, ni en los landers alemanes, ni en las regiones francesas existía ninguna
unidad administrativa de este tipo. Comenzábamos de cero y, además, no podíamos copiar a
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nadie.

En Cataluña, la participación ciudadana era ya un tema relevante en la agenda municipal


desde finales de los años 80, pero no había llegado a las instituciones supralocales. De
hecho, la justificación participativa mostraba un carácter eminentemente localista, pues se
cimentaba en base a la proximidad: los ciudadanos son expertos en su barrio, en su calle o en
sus equipamientos y, en consecuencia, tienen opiniones relevantes sobre su diseño o su
utilización. Además, los ciudadanos no solo tienen conocimientos de proximidad sino que
están interesados en expresarlos. Que la plaza sea más dura o más verde tiene un impacto
tangible y comprensible para los vecinos, los cuales, por tanto, estarán interesados en
participar en la decisión sobre qué tipo de plaza construir. La participación local, en
definitiva, tiene que ver con la proximidad y con el modo en que esta estimula a ciudadanos
que tienen cosas que decir y ganas de hacerlo.

La justificación localista, no obstante, no funciona cuando la aplicamos mecánicamente al


ámbito regional o estatal. Cuando el Gobierno de la Generalitat impulsa el plan energético de
Cataluña, la construcción de una instalación desalinizadora o la redacción de la nueva ley de
educación, no es nada evidente que la mayoría de los ciudadanos tengan opiniones formadas
sobre estos asuntos. Tampoco que sean capaces de sentir un interés inmediato hacia ellos, ya
que la relación con su cotidianidad es excesivamente distante y abstracta. Es poco
estimulante para los ciudadanos participar en decisiones que no entienden del todo ni
comprenden muy bien cómo les pueden afectar.

Yo acababa de llegar de la universidad, donde explicaba a mis alumnos que el éxito de un


proceso de participación dependía del nivel de conocimiento y del interés que despertaba
entre los potenciales participantes; y entonces, de repente, paradójicamente, me encontraba en
la Generalitat, impulsando una experiencia de participación sobre la redacción del nuevo
Estatuto de Autonomía de Cataluña (en adelante EAC). Si hubiera seguido mis propias
indicaciones, debería haberme negado a iniciar un debate público sobre el EAC; un debate
sobre el cual solo era capaz de plantear preguntas abstractas y poco comprensibles para la
mayoría de los ciudadanos.
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Así pues, como se puede inferir del desconcierto conceptual alrededor de nuestra primera
experiencia participativa, no estaba muy claro lo que debíamos hacer desde esa dirección
general de reciente creación. Y, sin embargo, más que el desconcierto inicial, recuerdo
perfectamente la conversación que me convenció para aceptar el trabajo. Cuando discutíamos
sobre los proyectos y los objetivos que nos acompañarían en nuestra primera experiencia de
gobierno, alguien comentó lo siguiente: «el nuevo Gobierno no solo llega para hacer cosas
diferentes, sino también para hacerlas de una manera diferente». Mi tarea se concentraría en
la segunda parte de la frase: ayudar a hacer las cosas de una manera diferente. Y la diferencia
tenía que ver, precisamente, con la voluntad de construir políticas desde la ingenuidad y la
confianza, pensando que los ciudadanos y sus representantes seríamos capaces de imaginar
colectivamente nuestro futuro, de construirlo a partir del diálogo y la interacción con los
otros.
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Incluso en temas tan complejos como el EAC, mi objetivo consistía en poner en marcha un
ágora donde el debate público fuera posible. No se trataba solo de ciudadanos expertos e
interesados que reivindicaban ser escuchados durante el proceso de reforma del EAC, sino
más bien de un Gobierno que asumía la necesidad de elaborar colectivamente la reforma de
una pieza jurídica tan simbólica y relevante. Es decir, se imponía hacer las cosas de otra
manera no solo porque lo exigiese la ciudadanía sino, sobre todo, porque el Gobierno lo
necesitaba. Un Estatuto redactado desde los despachos y las comisiones del Parlamento y del
Gobierno de la Generalitat podía ser técnicamente impecable, pero sería débil y pobre. Débil
porque no contaría con la complicidad de la ciudadanía —como lamentablemente acabó
pasando— y pobre porque se limitaría a incorporar los tecnicismos sin expresar las múltiples
y diferentes voluntades de la ciudadanía. Fortalecer y enriquecer el EAC, este era el objetivo
de nuestro primer proceso de participación. Un objetivo que dependía de la capacidad de
impulsar un espacio público desde el cual imaginar colectivamente, asumiendo nuestras
diversidades y contradicciones, el futuro de Cataluña y su relación con España.

O el Estatuto era un sueño colectivo o no saldríamos adelante. Este era —y todavía es— el
reto de una nueva política. Si el Estatuto era un simple juguete en manos de los políticos,
entonces los ciudadanos no mostrarían interés ni compromiso alguno en el proyecto. En el
caso del nuevo Estatuto, aunque no siempre fue así, es necesario reconocer que no nos salió
bien. El proceso de elaboración del mismo se convirtió en el ejemplo de una política
desequilibrada, de una política sin eunomía. El EAC no representó nunca un espacio de
encuentro donde soñar colectivamente, sino que se convirtió en un campo de batalla donde
cada uno luchaba por sus intereses particulares y atacaba las posiciones de los otros.

La prueba de esta situación la encontramos en las propias declaraciones —absurdas y


desafortunadas— de los diversos actores. Para unos, el Estatuto rompía España mientras que,
para otros, representaba una humillante rendición de los políticos catalanes. Para unos,
permitía recuperar las competencias y los recursos que Cataluña necesitaba, mientras que
para otros no era más que una operación cosmética. Para unos, mostraba la firme voluntad del
Gobierno mientras que, para otros, era una ilustración de su más absoluta y patética
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incapacidad. Para unos era todo blanco y para otros era todo negro.

En todo el proceso de elaboración del Estatuto nunca se aceptaron los grises, nunca se tuvo la
valentía y la sabiduría política para reconocer que era un buen documento, precisamente
porque no satisfacía las expectativas de nadie. Se trataba de una política equilibrada en
tiempos de pasiones polarizadas. No satisfacía ni las expectativas de los que querían romper
España ni las de los que pretendían que todo continuara igual; y esta, que era su fortaleza, se
convirtió en su debilidad. Los múltiples actores políticos del momento optaron por blindarse
tácticamente en el blanco o negro, por atacarse sin piedad desde las trincheras y, finalmente,
por convertir el tema del Estatuto en un debate infantil que acabó como acabó. No creo que
sea este el momento de extendernos en más detalles sobre el proceso, pero sí de aceptar sin
ambages que el resultado final fue decepcionante.
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La experiencia del Estatuto, en cualquier caso, nos muestra que hacer políticas de otra
manera presenta una enorme dificultad. Lo aprendimos rápidamente, pero seguimos
intentándolo —incluso con algunos aciertos notables. Puede que, efectivamente, se trate de
una forma compleja de abordar las decisiones políticas, pero sin duda representa un reto al
que deberemos hacer frente de manera inevitable —como nos lo han recordando los
ciudadanos que se congregan en las plazas de nuestros pueblos y ciudades. Probablemente, la
principal fuente de indignación ciudadana aparezca cuando vemos la política entretenida con
sus juguetes exclusivos, despreocupada de aquello que pasa en el resto del patio. La nueva
política tiene que alzar la mirada y compartir el juguete con todo el mundo, tiene que invitar a
la ciudadanía a un proceso de construcción conjunta. El problema es operativo, ya que ni los
políticos ni los ciudadanos estamos demasiado acostumbrados a compartir juguetes y
espacios de juego. De momento, a pesar de las dificultades, persisto en la ingenuidad de
defender una nueva forma de hacer política. Este fue, con éxitos y fracasos, mi objetivo
durante cinco años.
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3. Política de izquierdas, política de derechas

Está claro que no todo el mundo estaría de acuerdo con los objetivos e intenciones que me
llevaron a la política. De hecho, defender que la política es imaginación colectiva no está
muy de moda. Muchos prefieren las realidades inmediatas y las apuestas individuales. Una
preferencia que acostumbra a presentarse como una manifestación de confianza en la
sociedad civil y en la fuerza de las personas emprendedoras.

Héroes y malvados
Es obvio que debemos creer en las personas, faltaría más, aunque no está tan claro que esta
confianza tenga que traducirse inmediatamente en desconfianza hacia la política. A menudo
nos encontramos con fervorosos defensores de los individuos que, en cambio, les niegan la
capacidad de vivir juntos. Creen en su empuje, pero consideran imposible que puedan llegar
a discutir y pensar juntos sobre cómo querrían que fuera su mundo compartido. Confían en la
fuerza de la libertad, pero la entienden exclusivamente como una conquista individual. Nada
que ver, entonces, con la política.

Esta es una posición que encuentra abundantes partidarios y que se basa en considerar que los
contextos colectivos —las familias, los sistemas educativos o los entornos socioeconómicos
— no condicionan significativamente el nivel de desarrollo de cada persona. Son ellos, los
individuos, estén en unas condiciones o en otras, los que han de mostrar sus capacidades y
conquistar su libertad personal. Desde esta perspectiva individualista, por tanto, no nos
ocupamos de los entornos donde se han producido determinados éxitos o fracasos, que se
explican principalmente en función de los méritos personales. La tendencia a poner el énfasis
en los individuos y no en su contexto, en sus circunstancias, afecta a nuestra concepción de la
política. Una política que prefiere defender a los emprendedores (privados), y atacar a los
políticos y los funcionarios (públicos).
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Los primeros se presentan como héroes individuales que, superando todas las dificultades,
desarrollan aquellos proyectos que se han gestado en sus mentes y que, eventualmente,
puedan tener impactos positivos en su entorno. En cambio, los funcionarios y los políticos
representan el inmovilismo de unos comportamientos anclados en el pasado. Defienden sus
intereses corporativos o partidistas, pero son incapaces de impulsar proyectos innovadores.
Esta retórica, obviamente, insiste en la doble necesidad de ofrecer más libertad a los
emprendedores individuales (más sector privado) y reducir las obligaciones colectivas que
estarían limitando sus márgenes de maniobra (menos sector público). También daría
cobertura a aquellas reformas que favorecen la competitividad y erosionan los derechos
laborales.

Se trata de un discurso que impregna nuestra percepción del mundo y que, por tanto, obtiene
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una muy buena acogida entre la población. Lo demuestran los resultados electorales pero
también, por ejemplo, los reportajes que se emiten por los diferentes canales televisivos,
incluidos los públicos. Seguro que todos podemos recordar algún programa donde,
acompañados por una música tenebrosa, se relata el caos al que han llegado los
ayuntamientos de este país, conducidos por políticos y funcionarios incompetentes. No
obstante, difícilmente se recuerda que al lado de estos ayuntamientos fracasados hay otros
que se han esforzado, que están ayudando a sus conciudadanos a hacer frente a la crisis y que,
incluso, han demostrado una notable capacidad de innovación. Asimismo, seguro que también
seríamos capaces de recordar algún documental donde, al ritmo del Viva la vida de Coldplay,
se nos presenta un modelo de éxito deportivo o empresarial. Difícilmente el programa nos
recuerda que la mayoría de los clubes deportivos están en quiebra técnica o que algunos de
los emprendedores empresariales, como en cualquier ámbito de la vida, son unos fracasados
o, peor aún, unos aprovechados.

Hoy, además, en un mundo globalizado y acelerado la política se encuentra cada vez más
desbordada e impotente, arrinconada por la supremacía de la economía y presionada por el
empuje de un creciente y radical individualismo. La política, en este contexto, ya no es
concebida como imaginación colectiva sino que, en el mejor de los casos, tiende a mostrarse
como una serie de monólogos. Ya no es un espacio de encuentro sino el lugar donde
cualquiera puede perseguir sus sueños particulares. Las personas, en este entorno, ya no se
interesan por la dimensión pública, como tampoco se preocupan de construir comunidades.
Solo se ocupan de sus biografías, de sus iniciativas individuales sin preocuparse por un
contexto al que simplemente se adaptan o del cual, si pueden, sacan provecho.

Cuando no existe proyecto colectivo, la convivencia con los otros es percibida como una
pérdida de tiempo. Es mejor espabilarse solo. No nos interesa hablar civilizadamente para
dar salida a nuestros eventuales desacuerdos, sino que preferimos perseguir solitariamente
nuestras ambiciones. El homo economicus se impone y su victoria arrasa en la política o,
peor aún, entroniza una política que se define, paradójicamente, por no creer en sí misma.

Este era precisamente el mensaje de Margaret Thatcher cuando pronunció una de sus frases
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más célebres: «¿Sociedad? ¡No existe tal cosa!». La Dama de Hierro no solo negaba
explícitamente la sociedad, sino que implícitamente también definía una política
caracterizada por la autonegación, por sentir vergüenza de sí misma. Una política que se
vanagloriaba de dejar en paz a los nuevos clientes-ciudadanos, facilitando que se ocupasen
de sus propios asuntos y de sus ambiciones personales sin detenerse a pensar en las siempre
molestas consideraciones colectivas. Michael Oakeshott, pensador de perfil conservador, nos
recuerda que todo el mundo tiene derecho a perseguir sus sueños personales y, también, que
este mismo derecho sirve para negar a los gobernantes el privilegio de soñar por nosotros. El
riesgo de permitirlo es que los sueños de los gobernantes acabarán imponiéndose
(ilegítimamente) sobre los sueños individuales. La política, de esta forma, no solo no es
imaginación colectiva sino que, cuando pretende serlo, se convierte en tiranía.

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Las derechas y las izquierdas existen
En contraposición al pensamiento de Oakeshott, Zygmunt Bauman nos advierte sobre cómo el
incremento del individualismo puede coincidir con el aumento de la impotencia colectiva. En
una sociedad de personas aisladas, los puentes entre la vida pública y la vida privada quedan
desmantelados. Y sin estos puentes somos incapaces de alcanzar la orilla donde se encuentra
la sociedad y la política, donde se desarrolla la civilización.

Los individuos, argumentaría Bauman, no podemos ser libres (individualmente) si no somos


capaces de instituir una sociedad que promueva y proteja esta libertad (colectivamente). La
sociedad y la política son las condiciones para la libertad. No son tiranías que se imponen a
la libertad individual, sino las fuerzas que rompen las cadenas que la limitan y la vacían de
contenido. La libertad no puede ser la libertad para nadar o ahogarse en función de si
tenemos más o menos habilidades como nadadores. La libertad se enmarca en una sociedad
que nos garantiza unas nociones mínimas de natación a todos y, a partir de aquí, nos permite
nadar hacia donde nos plazca. Ahogarse, morirse de hambre o no tener acceso a una vivienda
digna no tiene nada que ver con el ejercicio de la libertad.

En la discrepancia entre Oakeshott y Bauman se muestran dos concepciones profundamente


diferentes del hecho político. Para el primero, el progreso solo se consigue desde una
política que defienda la libertad individual de cada uno mientras que, para el segundo, esta
libertad individual depende de una política que favorezca la capacidad de agruparnos y
trabajar conjuntamente. Este debate se ha trasladado hoy a la confrontación entre una política
de derechas y una política de izquierdas.

En el escenario político español —como sucede en muchos otros contextos— se acostumbra


a negar la pervivencia de los conceptos «izquierda» y «derecha». Nos dicen que son
anacronismos, términos pasados de moda, inútiles para entender la sociedad del siglo XXI.
Nada más lejos de la realidad. Las izquierdas y las derechas están muy presentes y se dejan
ver claramente en los debates y las discrepancias que ocupan nuestra cotidianidad, en las
políticas públicas que impulsan nuestras instituciones y en las concepciones contrapuestas
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sobre el propio rol de la política.

Tomemos el ejemplo de la limitación de velocidad a 80 kilómetros por hora, que primero


impuso el Gobierno tripartito y después suprimió el Gobierno de CiU. Las izquierdas y las
derechas han mostrado sus diferencias substantivas respecto a esta restricción: positiva para
la izquierda, negativa para la derecha. Unas diferencias que, más allá del caso concreto,
reflejan una divergencia sobre la propia concepción de la política: necesaria para unos,
innecesaria para otros.

Las izquierdas tienden a entender la política como imaginación colectiva y, por lo tanto,
acertadamente o no, están dispuestas a imaginar que una reducción de la velocidad puede
comportar beneficios para el conjunto de la sociedad —como mejoras en la salud, la
seguridad o el medio ambiente. La política no es percibida como una limitación de los
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comportamientos individuales sino como una contribución a aquello que soñamos
conjuntamente. Las derechas, en cambio, creen fundamentalmente en los individuos y,
consecuentemente, no están tan predispuestas a aceptar que se limiten sus márgenes de
libertad. Los sueños colectivos no son más que eso, sueños; utopías que no deberían
distraernos de nuestro compromiso con una realidad en la que los individuos son de carne y
hueso. Individuos reales frente a una sociedad, a una colectividad que, tal como afirmaba
Margaret Thatcher, no es más que humo. Es decir, cada individuo-conductor debe poder
decidir la velocidad adecuada según sus circunstancias y sus capacidades, sin la molesta
interferencia de un Gran Hermano que nos vigile y, de forma tiránica, nos imponga sus
condiciones.

Muchos catalanes respondieron con irritación a la limitación de los 80 km/h, de la misma


manera que, unos meses antes, el expresidente José María Aznar rechazaba, también con
indignación, los controles de alcoholemia para los conductores: «Nadie ha de decirme ni a
qué velocidad he de conducir ni cuantas copas puedo tomarme, y menos el Estado». Este no
es solo un argumento de derechas, sino que refleja la visión que las derechas tienen de la
política que hacen las izquierdas: impuestos, limitaciones de velocidad, controles sobre el
alcohol, regulaciones sobre el uso del medio natural, imposición de salarios mínimos,
prohibiciones de fumar en bares y restaurantes, etc. Y delante de esta retahíla de
imposiciones, la derecha reclama que nos dejen en paz, que dejen de interferir en nuestros
proyectos personales y que nos permitan tomar nuestras propias decisiones.

El último Gobierno tripartito fue acusado de todo esto, lo cual prueba que era un Gobierno, al
menos parcialmente, de izquierdas y que había una derecha dispuesta a oponerse a su
vocación intervencionista. El nuevo Gobierno de CiU, coherentemente, empezó por
desmantelar el legado regulador del Gobierno anterior; entre otras iniciativas, destacan las
llamadas «leyes ómnibus» con las cuales, bajo el argumento de la simplificación
administrativa, se están desregulando y eliminando trabas burocráticas. Por ejemplo,
reduciendo los límites que anteriormente se habían impuesto al acceso motorizado al medio
natural. En términos más concretos, basta de prohibiciones y vía libre para las motos que
quieran ir por la montaña que, además, es una forma de ayudar a las empresas que las
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fabrican.

También es un buen ejemplo de las diferencias entre estos dos gobiernos —que representan
posiciones ideológicas legítimamente dispares— su posición respecto a la política de
ordenación territorial. Desde la aprobación de la Ley 23/1983, la Generalitat de Cataluña
está obligada a desplegar cuatro figuras normativas destinadas a regular la ordenación del
territorio: el Plan territorial general de Cataluña, los planes territoriales parciales, los planes
sectoriales y los planes directores. Planificar, obviamente, implica intervenir. Pues bien,
durante veinte años —entre 1983 y 2003— el Gobierno de CiU únicamente aprobó un tímido
Plan territorial de Cataluña (1995) y el Plan territorial parcial de las Tierras del Ebro (en
2001, bajo la presión de la problemática relativa al trasvase del Ebro propuesto por el PP).
En cambio, con el Gobierno tripartito, entre 2003 y 2011, en solo siete años, prácticamente se
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completó el resto de la planificación territorial de Cataluña. Esta intensidad reguladora y
planificadora, obviamente, generó tensiones y conflictos con los diferentes actores
socioeconómicos. No obstante, más allá de las dificultades, esta ordenación colectiva del
territorio expresaba la voluntad de dar lugar a un contexto donde ejercer una libertad
individual que no se conciba como ilimitada.

Existe, en definitiva, una visión de derechas y una visión de izquierdas de aquello que es o
debería de ser la política. Yo defiendo una política como imaginación colectiva y que,
consiguientemente, se plantea la necesidad de limitar los sueños individuales con el objetivo
de promover determinados sueños colectivos. Entiendo que es una posición de izquierdas y
lo asumo sin complejos, sobre todo porque no comparto que estas categorías hayan caído en
desuso. Ni las izquierdas ni las derechas deberían avergonzarse de sus posiciones, pues
responden a interpretaciones diferentes, pero legítimas, de cómo entendemos el desarrollo y
el progreso de nuestra sociedad.

¿Compartir u ocuparnos de nuestros asuntos?


Derechas e izquierdas son categorías que existen y que, sin que a menudo nos demos cuenta,
condicionan la manera tanto de entender la política como el mundo en general. Las derechas,
por definición, desconfían de una política excesivamente intervencionista. No la perciben
como un sueño colectivo sino como una pesadilla personal. La política no es, como había
defendido en el capítulo anterior, imaginación colectiva sino, más bien, un obstáculo para las
iniciativas individuales. Desde las izquierdas, en cambio, se reivindica una política con
vocación constructiva y, por tanto, intervencionista. En este sentido, al contrario de lo que
proponía Oakeshott, desde una perspectiva de izquierdas se consideraría que cuando los
sueños individuales (por ejemplo, ir a 120 km/h) se imponen a los colectivos (limitación a
los 80 km/h), podemos acabar perjudicando también nuestro bienestar personal (aumento de
la contaminación). Los sueños colectivos no solo no son tiranías sino que, más bien, son
imprescindibles para el desarrollo de una vida civilizada.

Desde esta perspectiva, en cualquier caso, se hace imprescindible defender tanto la política
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como la sociedad. Sin política y sin sociedad, como propugnaba la derecha menos
acomplejada, la thatcherista, solo quedan las personas solitarias que defiende el
individualismo radical. Unos solitarios que deben concentrarse en sí mismos, dedicarse a sus
propias ambiciones y no malgastar energías en proyectos compartidos. La realidad humana,
tal como sentenció Robert Nozick, un individualista convencido, se define por el «hecho de
nuestras existencias separadas: podemos aprender a vivir juntos, pero siempre estaremos
separados».

Pero, ¿podemos vivir así? ¿Es posible estar juntos pero vivir separados? ¿Podemos
prescindir de la política y, simplemente, dedicarnos a nuestros asuntos? Ante la apariencia de
libertad que loarían los liberales radicales, la ausencia de política y, por lo tanto, de
proyectos colectivos nos deja a merced de un escenario donde se combina la soledad con el
miedo. Las preocupaciones privadas están en el centro, pero alrededor de este reino
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individual se genera una densa periferia de temores, de miedos ante un mundo que suele
superar las fuerzas de cada uno de nosotros. El individualismo reivindica la centralidad de
las personas individuales y, simultáneamente, las convierte en David y las obliga a
enfrentarse al poderoso Goliat. Es lógico que tengamos miedo, como ya anticipaba Thomas
Hobbes en el siglo XVII:

En estas situaciones aparece […] un miedo persistente que amenaza de muerte


violenta; y la vida del hombre es solitaria, pobre, triste, brutal y corta.

Las magistrales palabras de Hobbes condensan la paradoja de la modernidad, el abismo al


cual se nos lanza cuando la libertad individual se coloca en la cúspide. El individualismo nos
convierte en reyes absolutos de la creación, pero también nos transforma en adversarios que
luchamos con ferocidad por cada palmo de nuestra parcela de libertad. No solo somos
bestias solitarias, sino también salvajes y agresivas, dispuestas a mordernos a la mínima
oportunidad. La política se convierte en aquello que Benjamín Barber definía como el
zookeeping: un conjunto de jaulas que nos garantizan la existencia impidiendo que nos
encontremos y nos relacionemos. Los hombres compartimos espacio físico porque no nos
queda más remedio (el zoo), pero nos organizamos para estar separados (cada uno en su
jaula). Sin jaulas nos encontraríamos, y en ese caso inevitablemente, con el miedo y el caos.
Nadie como el poeta Carlo Sandburg ha expresado las consecuencias de un individualismo
radical que niegue tanto la sociedad como la política:

Sal de mi propiedad.
¿Por qué?
Porque es mía
¿Dónde la compraste?
Mi padre me la legó.
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Y él, ¿de quién la obtuvo?.


De su padre.
Vale, ¿y él?
Luchó por ella.
Entonces lucharé ahora contigo por ella.

A menudo nos referimos a la política como una selva, pero es justamente al revés: vivir sin
política es vivir en la selva. El sociólogo alemán Ulrich Beck se ha referido a esta situación
de temor individualizado, sin protección política posible, como «sociedad del riesgo»: un
mundo donde impera una sensación de inseguridad semejante a aquella que experimentan los
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pasajeros de un avión cuando, de repente, se dan cuenta de que la cabina del piloto está
vacía. Se trata de un miedo que combina sus raíces liberales con la creciente complejidad e
incertidumbre de un mundo globalizado. Vivimos planetariamente, desplazándonos de
aeropuerto en aeropuerto y, entonces, nos damos cuenta de que no hay piloto, que hemos
perdido el control y, lo que es peor, que nadie se hace responsable. Se genera así un miedo
difuso —líquido, usando la terminología de Bauman— que nos impregna sin que seamos
conscientes de ello.

Este es el mundo sin política. La inseguridad y el temor están permanentemente alimentados


no por la política sino por su ausencia. La política del día a día, que puede llegar a ser muy
agresiva, no es ninguna selva. La verdadera selva aparece cuando desaparece la política.
Puede que a un ciudadano occidental, aun aceptando esta afirmación, le suene a exageración.
No obstante, cualquier persona que haya vivido o viva, por mencionar alguna zona geográfica
concreta, en Somalia, Afganistán o en determinados territorios de Colombia, puede reconocer
más claramente de qué inseguridad y miedo estamos hablando.

Ulrich Beck definía las dificultades que viven muchas personas con el penoso intento de
afrontar problemas sistémicos con biografías individuales. Es decir, nos enfrentamos con
fuerzas individuales a problemas colectivos y, aquí, en este desequilibrio, descansan muchos
de nuestros fracasos. Probablemente, algunos personajes poderosos salgan victoriosos de
esta lucha y, por lo tanto, acaben como los leones, reinando e imponiendo su ley. Son los
reyes de la selva o, si se prefiere, los amos de Wall Street. Para la mayoría de las personas,
en cambio, la relación es excesivamente asimétrica y, en consecuencia, deben conformarse
con retirarse y lamerse las heridas recibidas. Solos, de uno en uno, el mundo es demasiado
peligroso y agresivo. Únicamente cuando nos agrupamos, cuando nos movemos en manada
tenemos alguna posibilidad. Por este motivo necesitamos urgentemente de aquella sociedad
que Margaret Thatcher había rechazado.

La política de vivienda, una de las más debatidas en los últimos años, puede resultar muy
ilustrativa. También en este terreno las diferencias entre la derecha y la izquierda han sido
palmarias. La derecha popularizó aquella frase según la cual «la mejor política de vivienda
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es la que no existe»: dejemos que el mercado funcione, facilitemos la disponibilidad de suelo


y ya verán cómo cada uno podrá hacer frente a sus necesidades. Esta política, ejemplificada
por los gobiernos del PP y CiU, encontró el contrapunto en un Gobierno tripartito que se
mostró muy activo en el diseño y la implementación de una política de vivienda. Desde una
visión de izquierdas, se suponía que el problema de la vivienda no era solo individual sino,
sobre todo, colectivo. Las respuestas, por tanto, no podían descansar sobre las espaldas de
cada persona sino que debían articularse a partir de la expresión de una voluntad colectiva.
La Ley de vivienda se movió en esta dirección, generando debates ideológicos de profundo
calado como, por ejemplo, sobre la posibilidad de expropiar bienes privados para garantizar
derechos públicos.

Según cómo abordemos los retos de la vivienda estaremos interpretando la política de una u
otra manera. Para unos los desahucios, por ejemplo , forman parte de las reglas del juego y
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aquellos que no cumplen los contratos firmados deben aceptar las consecuencias. Para otros,
en cambio, se trata de un problema público que reclama intervenciones políticas. La vivienda
ha sido durante muchos años un mercado, de forma que la política tenía poco que decir al
respecto. Ahora, visto con cierta perspectiva y con mucho retraso, algunos recuerdan que la
vivienda es un derecho social y que, consiguientemente, hacen falta políticas que lo
garanticen.

Las izquierdas necesitan política, las derechas menos


Como ya he anticipado, considero que buena parte del desconcierto y de las contradicciones
con las que miramos el espectáculo político se explican por haber desterrado los conceptos
izquierda y derecha. Puede que no nos guste usarlos, pero el precio de no hacerlo es una
infantilización de nuestra lectura de la realidad política: queremos que el Gobierno nos lo
arregle todo (izquierdas) pero que no se meta en nada (derechas), queremos aire limpio
(sueño colectivo) pero que no nos limiten la velocidad (sueño individual). Soy consciente
que la vida no es en blanco o negro y que la realidad contiene siempre infinidad de matices,
pero también tendríamos que reconocer que no vivimos en el país de las mil maravillas. No
todo es posible, sobre todo cuando lo queremos simultáneamente. Política significa soñar,
pero también escoger cuál es el sueño que perseguimos.

Nos encontramos, así pues, con dos lógicas que compiten en nuestra comprensión de la
política. Desde la derecha, la política debería imitar la economía y regirse por la lógica de la
elección individual mientras que, desde la izquierda, la política debe expresar la lógica de
las decisiones colectivas. Dejar que escojamos la velocidad a la que queremos circular o
imponer unos límites en función de unos determinados argumentos públicos, esa es la
cuestión. Delante de esta situación, a mi entender, la izquierda se ve obligada a una defensa
activa de la política, mientras que la derecha vive relativamente cómoda en su descrédito. El
discurso de la derecha se hace fácilmente comprensible para unos ciudadanos hartos de la
política y de los políticos, mientras que el discurso de la izquierda tiende a perderse entre
contradicciones e indefiniciones. Son tiempos difíciles para la política y, por lo tanto,
también para la izquierda.
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La política, desde la derecha, se justifica a través de los intereses (particulares); mientras


que, desde la izquierda, los valores (colectivos) son la referencia. Esta distinción también
juega a favor de la derecha, especialmente en un entorno como el actual, en el que los valores
están en crisis y el individualismo ha convertido el espacio público en un simple escenario
donde defender intereses individuales. La derecha opta por delimitar el campo de batalla e
imponer unas reglas mínimas de comportamiento. La izquierda, en cambio, pretende convertir
el campo de batalla en un espacio de encuentro donde se establezcan relaciones de
solidaridad y complementariedad con los demás. En lugar de defender que todo el mundo
pueda perseguir sus intereses, la izquierda tiende a definir un proyecto de carácter
compartido. Aquello que hemos denominado imaginación colectiva.

El actual ataque a la política, por tanto, es un ataque selectivo que, con mucha precisión, fija
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su objetivo en aquella política que pretende soñar colectivamente el futuro de la sociedad.
Deja fuera de la diana, en cambio, aquella otra política que se limita a diseñar el terreno de
juego donde cada cual podrá perseguir sus sueños individuales. La derecha no solo ha ganado
el debate sobre qué hacer con la vivienda o la planificación territorial; ha ganado, y esto
puede ser más importante todavía, el debate sobre qué debemos pensar en relación con el qué
y con el cómo de la propia política.

El reconocido filósofo francés Edmund Levinas situaba el fin de la moralidad en el momento


en que, refiriéndose a Caín, Abel preguntaba a su padre: «¿Es que acaso soy el guardián de
mi hermano?». Cuando Abel pretende ir a la suya y dejar de ser responsable de su hermano
aparece, por primera vez, la inmoralidad. Para Levinas, cualquier proyecto moral, por tanto,
se basa en el reconocimiento de la dependencia, en asumir que no se trata de luchar por
nuestros proyectos individuales sino de articular las dependencias mutuas. Por esta razón
interpreta el estado del bienestar, construido básicamente por la socialdemocracia europea,
como un proyecto moral donde se reconoce la existencia de una comunidad y la necesidad de
ocuparnos de los que, por la razón que sea, se quedan atrás.

En cambio, el estado del bienestar deja de ser un proyecto moral cuando no se acepta la
necesidad de establecer relaciones de solidaridad entre sus integrantes. Así, negándose a
aceptar las dependencias, la nuestra es una sociedad cada vez más amoral. En lugar de
reconocer nuestras inevitables dependencias mutuas, nos esforzamos en lograr que los hijos
no dependan de los padres, que los padres no dependan de los hijos, que los hombres no
dependan de las mujeres, que las mujeres no dependan de los hombres, que nuestros abuelos
no dependan de nosotros, que nadie dependa de las ayudas públicas y, en definitiva, que todo
el mundo se espabile sin esperar que otros solucionen sus problemas.

Este es un discurso muy extendido hoy en día, en un momento en el que la izquierda se


encuentran desorientada, defendiendo con timidez un estado del bienestar que representa su
gran proyecto colectivo y luchando contra la crisis económica con las herramientas que, con
unas tasas de interés muy elevadas, le ha prestado la derecha. La derecha, en cambio, se
encuentra como en casa, segura y confortable.
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Existe una política de derechas y una política de izquierdas, y lo primero que deberían hacer
las izquierdas es defender con convicción su posición: afirmar que creen en la política,
apostar por proyectos colectivos y asumir la defensa de una sociedad tejida sobre relaciones
mutuas de dependencia. Las izquierdas deberían desmarcarse de los argumentos que
acompañan la crisis económica (una crisis de intereses) y asumir que se trata de una crisis de
modelo (una crisis de valores).

No hay duda que la crisis económica es grave y aguda. Está haciendo sufrir a mucha gente e
impide que vivamos en una sociedad próspera y optimista. Las crisis, no obstante, son
manifestaciones sintomáticas de enfermedades estructurales. Son accesos de fiebre y, por
tanto, no podemos confundirlos con las razones que los provocan. Simple y claro, la crisis
económica es la manifestación externa de una crisis moral que nos afecta de manera profunda.
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Una crisis que no solo reduce nuestras cuentas corrientes, sino que está destrozando nuestra
capacidad de convivencia. No solo nos empobrece, sino que nos hace más miserables.

Esta crisis moral, tal como argumentaría el propio Adam Smith, parte de una admiración
obscena por la riqueza, sigue con la indiferencia respecto a los que se quedan atrás y finaliza
con la corrupción de nuestros propios sentimientos. Las crisis morales se caracterizan por
una persecución obsesiva de los éxitos individuales y, también, por el menosprecio ante los
fracasos de los demás. Tony Judt, en su libro Algo va mal, reconoce que la pobreza y la
desigualdad siempre han estado entre nosotros; pero también nos recuerda que lo que hoy nos
corrompe es la indiferencia con la que las aceptamos. Una indiferencia que ha roto la
progresiva cohesión con la que estábamos construyendo nuestras sociedades.

En las sociedades del bienestar, y según los datos disponibles, la desigualdad había ido
reduciéndose desde finales del siglo XIX hasta la década de los 80 del siglo pasado. Desde
el tramo final del siglo XX, no obstante, se ha incrementado sustancialmente. Disponemos de
infinidad de cifras para ilustrarlo. El economista Paul Krugman, por ejemplo, nos muestra
cómo la proporción entre el salario de un director general y el salario medio de sus
empleados ha pasado de ser de 42/1 en el año 1990, a 400/1 en el año 2002. En 1968, de
media, el presidente de una empresa americana cobraba 239 veces el salario mínimo de sus
trabajadores, mientras que en 2005 ya multiplicaba por 23.282 esa cantidad base.

Las diferencias son relevantes pero, sobre todo, han llegado acompañadas de indiferencia. A
menudo, hasta de críticas. El que fracasa tiene la culpa, ya que no se ha esforzado lo
suficiente. El discurso dominante sobre la asistencia a los pobres, sobre el modelo educativo
o sobre la política de inmigración nos llega muchas veces impregnado de estas ideas. No nos
conviene ser demasiado compasivos, porque solo estaríamos abonando el terreno para los
aprovechados. Hoy, rechazamos a las personas que se quedan atrás y las culpamos de
rompernos el ritmo. La solidaridad perjudica nuestro crecimiento y esperar, por ejemplo, a
los que tienen más dificultades en los estudios es un atentado contra las expectativas de
nuestros hijos, mucho más listos que los demás.
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Nuestro modelo de convivencia está amenazado por las presiones financieras, es cierto; pero
más allá de todo esto, se encuentra colapsado por nuestra flaqueza moral, por la falta de
sensibilidad hacia los demás, por la enfermiza obsesión por el dinero. En resumen, por
nuestra incapacidad para ponernos en el lugar de los demás. Esta situación ya la anticipó de
forma genial Adam Smith, a quien no podemos considerar ni un icono de los indignados ni un
pensador utópico e izquierdista. Con enorme clarividencia, expresaba la imposibilidad de un
proyecto de crecimiento económico sin criterios morales sólidos:

La disposición de admirar, y casi adorar a los ricos y a los poderosos, y a


menospreciar o, si cabe, a rechazar a las persona de condición pobre y humilde […]
es […] la causa más grande y más universal de corrupción de nuestros sentimientos
morales […]. Sin duda, ninguna sociedad en la cual la inmensa mayoría de sus
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miembros son pobres y miserables puede ser próspera y feliz.

Siguiendo las lecciones del propio Adam Smith, por tanto, si queremos recuperar nuestros
principios morales y construir una sociedad próspera y feliz, necesitamos el retorno de la
política.
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