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Las Diferentes Dimensiones del Cuerpo Humano

Chapter · April 2018

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Humberto Persano

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32- Las Diferentes Dimensiones
del Cuerpo Humano
Humberto Lorenzo PERSANO

El cuerpo humano comparte con muchos otros seres vivientes similitudes, semejanzas e
inclusive secuencias de cadenas de genes idénticas; sin embargo, tiene una peculiaridad que
lo diferencia del cuerpo de otros seres. Esta peculiaridad está determinada por la capacidad
de representabilidad que poseemos los seres humanos acerca de nuestra propia imagen y
apariencia corporal.
Investigaciones recientes demostraron las características esenciales del genoma humano
y también el grado de parentesco que las secuencias de nuestro cuerpo genético tienen con
el cuerpo genético de los primates. A pesar de que tanto los seres humanos como los prima-
tes poseen en común un 96% del mapa genético, se presentan diferencias significativas entre
ambas especies y las diferencias no sólo se manifiestan en la expresión fenotípica. Aunque
las discrepancias sólo implican una pequeña cantidad porcentual del corpus genético, éstas
presentan una diferencia significativa en términos cualitativos. Humanos y primates com-
parten similitudes en torno a la fisiología corporal y también en la susceptibilidad para con-
traer determinadas enfermedades. Sin embargo, existen diferencias en torno al tipo de las
propias condiciones patogénicas. En los primates no son frecuentes los infartos miocárdi-
cos, los tumores de piel, la enfermedad de Alzeheimer, el desencadenamiento del síndrome
de inmunodepresión adquirida por la presencia del virus HIV, tampoco se producen acon-
tecimientos fisiológicos como la menopausia (Olson, M. V. Varki, A. 2003). Es probable que
muchas de estas expresiones patológicas, así como fenómenos inmunológicos o fisiológicos
obedezcan a esa pequeña diferencia en las secuencias genéticas de ambas especies. Entre las
similitudes y tal como hemos observado en el Capítulo 13, determinadas perturbaciones
desencadenadas por la separación afectiva tienen expresiones patológicas similares; tanto
en los infantes humanos como en los primates. La separación afectiva desencadena el fenó-
meno de depresión anaclítica en ambos infantes.
A pesar de la semejanza genética mayormente compartida, de las similitudes fisiológi-
cas y de algunas condiciones patológicas presentes en los seres humanos y en los primates;
muchas perturbaciones acontecidas en el cuerpo de los humanos no son siquiera imagina-
bles en seres casi idénticos desde el punto de vista genético. Entre estas perturbaciones se
encuentran los trastornos de personalidad, los trastornos en la conducta alimentaria, las
neurosis, las perversiones, las psicosis, así como las reacciones frente a situaciones de stress
entre otras. No podrían considerarse que estos trastornos sean ocasionados por la leve di-
ferencia genética de 4%, sino más bien a interacciones entre el ser humano y su entorno
ambiental y cultural. En el caso de los desórdenes de la conducta alimentaria, el impacto
acontece sobre el cuerpo real, pero se origina en otra dimensión del cuerpo como es el

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cuerpo imaginario. En este sentido la capacidad de representabilidad de nuestro cuerpo, y


que nos caracteriza como esencialmente humanos, también se puede transformar en sede
de padecimientos psíquicos con una significativa repercusión somática. Los trastornos en el
comportamiento ante la alimentación obedecen a una íntima y profunda insatisfacción con
la imagen corporal, es decir que alteraciones que acontecen en la dimensión real del cuerpo
se originan en otra dimensión del mismo como es la dimensión imaginaria. Esta posibilidad
de desdoblamiento de las perspectivas del propio cuerpo es también una condición esen-
cialmente humana. En este sentido, y siguiendo una expresión de Joyce McDougall (1978)
los usos y abusos que el sujeto, a través de la mente, puede conferir al cuerpo resultan, a
veces, inconmensurables. Puesto que éste, ya no sólo ocupa el lugar de fuente inagotable de
instintos y recursos, o de sensaciones placenteras o displacenteras, sino que se transforma
también en objeto de representación y de lenguaje. Por otro lado, el cuerpo toma la dimen-
sión así de “objeto” y en este sentido le puede ser otorgado una significación, es decir que, a
la vez, puede adquirir sentido y ser objeto de la cultura. Ya se ha planteado en otro capítulo,
la importancia que el marco social y cultural imprime a la significación y al simbolismo del
cuerpo humano.
En consecuencia, podemos establecer que las perturbaciones acaecidas en torno al cuer-
po humano se presentan en diferentes niveles de comprensión epistemológica pero tam-
bién en diferentes dimensiones de significación del mismo. Estas diferentes perspectivas
obedecen a la complejidad alcanzada en el aparato psíquico; a través de la adquisición de la
capacidad para lograr la representabilidad, la cual resulta de naturaleza intrínseca para los
seres humanos.
Los padecimientos que tienen como escenario al cuerpo humano pueden expresarse en
diversas dimensiones del mismo. Debido a las complejidades antes mencionadas, las dife-
rentes perspectivas otorgadas al cuerpo, a través de disímiles significaciones permiten refe-
rirnos a él a modo del cuerpo real, cuerpo imaginario, cuerpo simbólico o cuerpo erótico.
Estas consideraciones fueron elaboradas por diversos autores en el campo psicoanalítico,
entre ellos, fueron los psicosomatistas de la escuela de París encabezados por Pierre Marty
y luego a través de los desarrollos de Joyce McDougall los que enfatizaron en estos con-
ceptos de diversas dimensiones del cuerpo humano. En Argentina David Liberman y Elsa
Rappaport de Aisemberg con sus respectivos grupos de investigación publicaron muchos
artículos referidos al tema (Liberman, D. et al. 1986); (Rappaport de Aisemberg, E. 1993);
(Rappaport de Aisemberg, E. et al. 2012). Así como también Sami Ali (1977).

La Dimensión Real del Cuerpo Humano


Uno de los escenarios posibles para la expresión del proceso de enfermar es el área so-
mática del cuerpo humano. Este campo pertenece sólo a uno, de los espacios en que puede
expresarse el adolecer y sus acordes manifestaciones patológicas. Más aun, en este mismo
horizonte real del cuerpo existen distintas complejidades en las modalidades de expresión
anómalas; como son las alteraciones funcionales, tanto transitorias como extendidas; las
alteraciones estructurales y arquitectónicas del propio cuerpo, ya sean éstas manifestadas
en alteraciones microscópicas o macroscópicas.

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La dimensión real de la patología implica un compromiso de la propia materia que com-


pone al cuerpo; también denominado en su conjunto como “el soma”. Para algunos autores,
la noción de soma antecede a la noción de cuerpo, puesto que cuerpo implica la condición
de investidura (Rappaport de Aisemberg, E. 2012). Las alteraciones en este nivel compren-
den manifestaciones desde los ínfimos niveles moleculares hasta perturbaciones en sus
complejas organizaciones de sistemas y aparatos. A su vez, esta dimensión real de la expre-
sión de la patología corporal implica, también, perturbaciones en la dinámica de su funcio-
namiento, lo cual implica alteraciones en la compleja organización fisiológica del cuerpo.
También pertenecen a la dimensión real del cuerpo, tanto la pujanza del mundo instin-
tivo, como el hambre imperiosa por satisfacer las necesidades biológicas. De igual manera
pertenecen a este nivel, las ineludibles transformaciones corporales acaecidas durante el
desarrollo y durante el proceso del vivir. Del mismo modo, forman parte de esta dimensión
las transformaciones patológicas desarrolladas durante los procesos de enfermar, así como
las pérdidas de partes del cuerpo, órganos y funciones motivadas por situaciones de índole
diversa tales como accidentes, intervenciones o patologías.
Las perturbaciones expresadas en el plano real abarcan las numerosas dimensiones que
se encuentran entrelazadas en una trama realmente compleja y que implican expresiones
genéticas, químicas, físicas, anatómicas, fisiológicas y estructurales del cuerpo humano. En
este apartado no profundizaremos en estas perturbaciones. El cuerpo humano tiene un
funcionamiento en interfaz permanente con un nivel que posibilita una dimensión repre-
sentacional, lo cual le otorga un funcionamiento en una unidad psicosomática; la cual se
ensambla desde nuestra propia constitución. Muchas perturbaciones que acontecen en la
dimensión real del cuerpo humano pueden reflejarse, a su vez, en la esfera psíquica; la cual
pertenece a un nivel de registro diferente. De modo contrario, muchas expresiones de los
intereses, deseos y apremios de la mente utilizan al propio cuerpo como un escenario que
posibilita representar los diversos conflictos psíquicos.

La Dimensión Imaginaria del Cuerpo Humano


Debido al alto nivel de capacidad de representabilidad que poseemos los seres humanos,
nuestro cuerpo, no sólo tiene una representación en nuestro cerebro, sino que también
podemos imaginarnos a nosotros mismos, es decir autorrepresentarnos; lo cual implica
considerar cómo nos percibimos y vemos, cómo nos gustaría ser y cómo no y qué nivel de
satisfacción tenemos con la imagen de nuestro propio cuerpo.
El concepto de imagen corporal fue desarrollado en forma extensa por Paul Schilder1
(1950). Según este autor, la imagen corporal es aquella representación que mentalmente nos
formamos de nuestro cuerpo, lo cual implica, la forma en que éste se nos aparece en nuestra

1  Paul Schilder realizó aportes significativos en el campo de la anatomía patológica del sistema nervioso, la neu-
rofisiología y la fenomenología psiquiátrica. Él consideró a la imagen del cuerpo humano como una estructura
antropológica, lo cual implica una estructuración fisiológica y psicológica total, concibiéndola como una parte
constitutiva de la persona humana misma..

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imaginación a través de representaciones psíquicas. Esta imagen, se integra por determi-


nadas sensaciones sensitivas, cenestésicas, la sensibilidad térmica, las experiencias táctiles.
Puede adquirir cualidades placenteras o displacenteras como el dolor, etc. Además, existe
una experiencia inmediata que posibilita percibir al cuerpo como una unidad corporal, a
la cual se la denomina “esquema corporal”. La imagen corporal representa la imagen tridi-
mensional, que cada uno de nosotros tiene de sí mismo. El término indica que no es una
mera sensación, sino que se trata de una apariencia imaginada de nuestro propio cuerpo, y,
por lo tanto, no se trata de una simple y mera percepción.
La construcción de la imagen es una estructuración muy compleja, que tiene lugar en
diferentes espacios; tales como el plano fisiológico, el plano libidinal y el emocional. En
consecuencia, la imagen del cuerpo no es un fenómeno estático sino que posee una cua-
lidad esencialmente dinámica. Es decir, que la imagen corporal se adquiere, se construye
y recibe su estructura, merced a un sostenido y continuo contacto con el mundo exterior.
Por lo tanto, no es una estructura sino una estructuración. La naturaleza dinámica de esta
estructuración implica que tienen lugar cambios permanentes. A su vez, todas estas modi-
ficaciones guardan una íntima relación con la motilidad y con las acciones que ejercemos
sobre el mundo externo. La imagen corporal no se construye, sólo por el interés que cada
persona muestra por su cuerpo, sino también por el interés que muestran los demás y que
lo invisten libidinalmente; esta investidura dará lugar a la dimensión erógena del cuerpo.
Estas reflexiones llevaron a Schilder (1950) a considerar que la imagen corporal se cons-
truye sobre la base de contactos sociales. En consecuencia, la imagen corporal se estructura
de acuerdo con las experiencias que adquirimos a través de actos y actitudes de los demás,
mediatizadas por el tacto, la manipulación, las palabras y también por las acciones que di-
rijan la atención sobre determinadas partes del cuerpo. Schilder (1950) también consideró
que las tendencias libidinales se dirigen siempre hacia la imagen corporal de otro ser, por lo
tanto, las relaciones corporales comprenden auténticos fenómenos sociales. Las experien-
cias ópticas que llevan a la construcción de la propia imagen corporal conducen, al mismo
tiempo, a la construcción de la imagen corporal de los demás.
La imagen corporal se expande más allá de los límites del propio cuerpo; todo aque-
llo que se origina en nuestro cuerpo o que emana del mismo sigue formando parte de la
imagen corporal; aún cuando ya se haya desprendido físicamente de aquel; para ello vale
recordar la importancia que cobran la voz, el aliento o los fluidos corporales para configurar
la imagen corporal. Las representaciones de la imagen corporal agregan objetos que le per-
miten extenderse, más allá del espacio del propio cuerpo, para ampliarse hacia un espacio
difundido. Los registros de la memoria procedural incorporan experiencias sub-simbólicas
(Bucci, W. 1997), con los objetos con los cuales hemos desarrollado determinadas habili-
dades; estás experiencias se integran a la representación simbólica de la imagen corporal
expandiendo su dimensión espacial.
La imagen postural del cuerpo es primariamente una experiencia de los sentidos, y no
siempre se representa concientemente; puesto que fundamentalmente también induce, ac-
titudes y acciones derivadas de las emociones, las cuales resultan inseparables de la expe-
riencia sensorial.

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Las imágenes corporales no existen aisladas, puesto que anhelamos relacionar nuestras
propias imágenes corporales con las de los demás; especialmente cuando están atravesadas
por pulsiones sexuales. La distancia que guardamos de los demás comprende una dimen-
sión social y emocional. El problema de la proximidad comprende, también, lo que se desea
alcanzar con respecto al cuerpo de la persona interesada. La concepción de la distancia
social adquiere un verdadero significado, sólo, cuando se considera el modelo postural del
cuerpo en sus relaciones con el modelo postural de los cuerpos de los demás.
A su vez, la imagen corporal guarda una íntima relación con el fenómeno estético. La
belleza se halla primariamente vinculada con la beldad del cuerpo humano, y, en consecuen-
cia, está íntimamente ligada a la imagen corporal. En tanto y cuanto la imagen corporal es
el resultado de una compleja trama social; la belleza y la fealdad son, por cierto, fenómenos
construidos esencialmente a través de complejos entramados sociales. La imagen corporal y
su relación con el fenómeno de la belleza, resultan modificados mediante procesos incesantes.
La propia imagen corporal, así también como la de los demás, se construye y reconstruye en
forma permanente, coexistiendo una perpetua socialización de las imágenes corporales.
Dado que la construcción de la imagen corporal reviste un carácter dinámico, existe
la posibilidad de que ella sea destruida o puesta en peligro. Estos fenómenos pueden ser
desencadenados por el dolor, la enfermedad, la mutilación concreta y también por toda
insatisfacción o perturbación libidinal profunda y subyacente.
La dimensión imaginaria del cuerpo humano guarda una relación intrínseca con la ca-
pacidad de representabilidad y de la evocación en imágenes, a su vez, está influenciada por
factores emocionales; incluye una relación con el Ideal del Yo y con el Yo a través del juicio
de realidad que éste establece. Es por ello, que la imagen y apariencia corporal pueden estar
distorsionadas cuando la capacidad de verificar la realidad, o el sentido que ella tiene, se
encuentran alterados (Frosch, J. 1983). A su vez, la imagen y apariencia corporal son fuente
de gratificación o de displacer debido a la cercanía o a la lejanía que se tiene de las propias
aspiraciones del Ideal del Yo (Persano, H. 2005).
Por citar algunos ejemplos de la clínica, podríamos decir que en pacientes que padecen
de trastornos en la conducta alimentaria la preocupación por la imagen corporal resulta un
factor determinante para la adquisición de hábitos, conductas o comportamientos alterados
frente a la alimentación. Esta modalidad se transforma en intento patológico de modular
la imagen anhelada del cuerpo, que siempre resulta conflictiva con aquella percibida. Lo
mismo ocurre con pacientes que presentan los trastornos dismórficos corporales, en donde
las preocupaciones excesivas en torno a la apariencia del cuerpo generan problemáticas en
torno a su propia salud mental y salud en general.
En este sentido la dimensión imaginaria del cuerpo es de capital importancia para com-
prender en profundidad la particularidad que adquieren los psicodinamismos intervinien-
tes en la constitución de estos cuadros. A su vez y tal como fuese planteado recientemente,
la dimensión imaginaria del cuerpo depende en gran medida de nuestras propias experien-
cias con los demás. En sujetos que se sienten muy vulnerables, la dimensión imaginaria
del cuerpo está fuertemente influenciada por las opiniones de los otros, y también por las
representaciones sociales de cada época.

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La Dimensión Simbólica del Cuerpo Humano


Nuestro cuerpo adquiere, también, una dimensión simbólica. Esta posibilidad surge y es
inherente, a la capacidad de representabilidad que poseemos los seres humanos. De hecho,
el cuerpo adquiere entonces atributos simbólicos que lo extienden más allá de la dimensión
real del mismo.
Para David Liberman (1986) “la representación del cuerpo es un símbolo que integra orgáni-
camente las múltiples vivencias del cuerpo en funcionamiento e intercambio objetal” (Liberman,
D. et al 1986, Pág. 374). Esta concepción implica que la dimensión simbólica del cuerpo tiene
una característica dinámica y, que no sólo implica la noción del cuerpo en el espacio; sino
que también la representación simbólica del cuerpo trasunta la noción de temporalidad. La
representación se transforma durante la vida de acuerdo con las experiencias vivenciadas por
cada sujeto. Estas transformaciones conllevan elementos invariantes, dentro de los constantes
cambios que la representación simbólica soporta a lo largo del ciclo vital.
Es relevante también, el concepto del cuerpo en relación con una experiencia objetal,
puesto que para Liberman (1986) las experiencias que el cuerpo percibe en el contexto re-
lacional cobran así un significado y posibilitan la organización progresiva del representante
simbólico del mismo. El cuerpo vivenciado con otros es un cuerpo hablado, nombrado y
que resulta envuelto en una red propiciada por el lenguaje.
En este sentido, para Joyce McDougall (1978) el cuerpo sólo se torna simbólico cuando
ocupa un lugar, ese lugar corresponde a aspectos reprimidos, y, por lo tanto, se asocia con
relaciones de significado con otras representaciones psíquicas. El cuerpo simbólico implica
que él mismo es una representación mental. En consecuencia, el cuerpo es tratado como
una representación mental y se inscribe en asociaciones con otras representaciones o algu-
nas representaciones de él que resultan reprimidas. Especialmente, si se trata de represen-
taciones ligadas a la sexualidad del propio cuerpo o del cuerpo en relación con otro cuerpo.
Según las ideas David Liberman (1986) el proceso de simbolización de la corporeidad
admite la integración de dos aspectos: la imagen del cuerpo y el esquema corpóreo.
La imagen del cuerpo implica la síntesis de imágenes de la superficie corporal, construcciones
analógicas acerca del estado y funcionamiento del interior corporal, así como también de repre-
sentaciones de espacios corporales internos, su ubicación y sus relaciones. Estas representaciones,
son de carácter analógico en términos del propio Liberman (1986) o son inscriptas en calidad de
registros sub-simbólicos en términos de Bucci (1997). La imagen del cuerpo tiene una relación
con las sensibilidades de la superficie corporal y de las sensaciones cenestésicas, así como también
a vivencias ligadas a experiencias de satisfacción o de dolor.
El esquema corporal tiene una inscripción relacionada con los engramas motores del
propio cuerpo ligado a experiencias kinestésicas.
Todas estas experiencias posibilitan inscribir en calidad de representación: sensaciones
de peso, de volumen, de ubicación y de localización en el espacio, a través del contacto
corporal con los objetos primarios. Todas estas experiencias se ligan, a su vez, a represen-
taciones del lenguaje hablado y también a las tonalidades afectivas que se expresan y que
se transmiten a través de gestos, actitudes y experiencias de contacto corporal. También,

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estas representaciones se entretejen con las representaciones visuales y auditivas del propio
infant en una dimensión tridimensional y que se hallan ligadas a secuencias temporales y a
representaciones de los distintos espacios que el cuerpo ocupa.
Las investigaciones psicoanalíticas sobre las relaciones entre la histeria, la sexualidad y
las conversiones forman parte de un gran capítulo de la historia de la ciencia contemporá-
nea, así como también de la propia historia del hombre y de la mujer. Estas investigaciones
están dedicadas al cuerpo en su dimensión simbólica. Puesto que, el afecto angustiante se
“convierte”, es decir se transfigura desde el ámbito psíquico al espacio simbólico del cuerpo,
en un esbozo de somatización. Un paciente descripto por Joyce McDougall decía en sus
sesiones analíticas: “tenía ganas de vomitar porque Yo mismo me sentía repugnante” (Mc-
Dougall, J. 1978, Pág. 369); en este sentido la sensación de vomitar expresa un contenido
simbólico acerca de cómo se siente ese sujeto, y en consecuencia su cuerpo simboliza algo
que representa lo que siente. Para ello, frecuentemente el cuerpo utiliza facilitaciones somá-
ticas que son las vías de elección para la expresión del conflicto.
En este sentido todo el cuerpo adquiere una dimensión simbólica y existen traspasa-
mientos desde lo somático a lo psíquico, así como también desde lo psíquico a lo somático.
El cuerpo puede simbolizar entonces ideas acerca de cómo alguien se siente, cómo se
percibe o cómo lo utiliza para relacionarse. En este sentido, el propio cuerpo es el creador y
articulador del sentido de sí. A la vez, funciona como un punto de articulación desde donde
parten la adscripción de significados; posibilitando entonces la delineación de la noción de
un sentido de sí mismo o de self (Liberman, D. et al. 1986).

La Dimensión Erógena del Cuerpo Humano


Como se ha planteado recientemente, el cuerpo se reconoce en relación con otros cuer-
pos y esta situación acontece desde la propia concepción. Las relaciones entre humanos,
consideran inclinaciones hacia otros cuerpos, que implican modos particulares de relacio-
narse, que a su vez, resultan inscriptos como experiencias de satisfacción o de dolor. El
cuerpo adquiere entonces una cualidad de erogeneidad desde las primeras experiencias
con los objetos primarios y debido a la capacidad de simbolización y representabilidad que
poseemos, las experiencias sensibles del cuerpo adquieren significación.
Durante el desarrollo logramos experimentar, en nuestro cuerpo, diversas maneras acer-
ca de cómo la superficie del propio cuerpo es tocada, manipulada, sostenida y acariciada
por quienes nos brindan cuidado y atención. Desde este mismo momento nuestro cuerpo
adquiere una dimensión erógena capaz de ser inscripta a través de esbozos de representa-
ción. Esta erogeneidad recorre diversos espacios y caminos corporales, a través de las distin-
tas zonas que resultan privilegiadas en determinadas fases del desarrollo; las cuales fueron
denominadas “zonas erógenas” por Freud (1905). La vía que sigue la libidinización corporal
no es azarosa, sino que comporta áreas específicas sobre las cuales se centra la atención y
el cuidado del infante humano. Freud consideró que la pulsión es un representante de una
fuente de estímulos intrasomáticos en continuo fluir (Freud, S. 1905, Pág. 153). Tal como él
mismo lo enunciara, a partir de las observaciones del estudio del hábito de succión de los

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niños realizado por Linder en 1879 (Abraham, K. 1916) la boca comienza por ser el centro
de interés del lactante, puesto que esta zona del cuerpo adquiere un interés particular y el
niño se dirige el dedo a la boca como si se tratara de un alimento; aunque no le sirve al
propósito de satisfacer el hambre el infant lo efectúa con una especial dedicación e interés,
alcanzando inclusive un grado de satisfacción que lo calma y le posibilita dormirse.
A medida que el niño alcanza la satisfacción del hambre adquiere, en forma simultánea,
el placer del contacto con la piel y el cuerpo de quien le provee el alimento. Este contacto
está plagado de sensaciones de naturaleza placentera, debido al interés de la madre en su
propio hijo. Las experiencias de contacto se acentúan durante las experiencias de amaman-
tamiento, especialmente si éste se produce mediante el contacto piel a piel. El placer descu-
bierto en la boca hace que el infante continúe jugando con aquello que le provocó un inten-
so placer, rememorando en su mundo interno esas experiencias placenteras. Sin embargo,
si la situación resultó negativa o fue vivenciada en forma invasora para el propio infant, éste
podrá atribuirle un significado cargado de frustración y/o dolor, lo cual se acompañará de
los correspondientes afectos caracterizados por cualidades de naturaleza negativa. Freud
(1905) pensaba que la fuente de la pulsión es un proceso excitatorio que acontece en el inte-
rior de un órgano y la meta de la pulsión es la cancelación del estímulo de dicho órgano. Las
zonas erógenas son fuentes somáticas específicas de estímulos pulsionales. En este sentido,
consideró que las zonas erógenas, no sólo son zonas privilegiadas para la experimentación
de sensibilidades, sino que también resultan zonas de intercambio de emociones. Siguiendo
las ideas de Ronald Fairbain (1946) la libido no sólo busca la satisfacción, a través de la des-
carga pulsional que alivie la tensión acuciante, sino que también es buscadora de objetos. Es
oportuno agregar que la búsqueda está dirigida hacia el objeto que provee esa satisfacción.
Por lo tanto, las zonas erógenas se transforman en fuentes inagotables de placer corpo-
ral para el resto de la vida y se enlazan definitivamente a la sexualidad humana; de allí que
cobran un significado especial para la constitución de la erogeneidad corporal. El pasaje
por distintas zonas sensibles recorre un camino por aquellos espacios donde el interés y el
cuidado han sido intensos. Tal como acontece primariamente con la boca, ocurre de igual
modo con la mucosa anal cuando el pequeño es acicalado y aseado por su madre. Posterior-
mente, el reconocimiento del placer en la zona genital dará lugar al descubrimiento de la
sexualidad infantil. Los niños descubren precozmente el placer que les provoca la excitación
genital y desarrollan actividades masturbatorias en zonas erógenas específicas y domeñadas
por lo que se ha dado en llamar pulsiones parciales, puesto que tienen como meta la descar-
ga pulsional en aquellos órganos específicos que están siendo reconocido por los pequeños
en el acceso a la incipiente dimensión erógena de sus propios cuerpos.
Sin embargo, toda la superficie y el interior del cuerpo resultan espacios que adquieren
una dimensión erógena. Especialmente debido a la significación que le otorgamos en la re-
lación de nuestro cuerpo con el cuerpo de otros cuando intimamos en vínculos.
Inclusive el cuerpo puede ser envuelto de un modo erógeno a través de los sonidos, del
lenguaje y de la mirada. En consecuencia, podemos asumir que el cuerpo erógeno, no sólo
es un cuerpo que puede ser sensibilizado por el contacto táctil sino también por las envoltu-
ras de naturaleza sonora y visual con la cual somos investidos. Didier Anzieu pareciera ser
el primer psicoanalista que utilizó el término envoltura en un sentido psíquico (Houzel, D.

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1987). Para Houzel el concepto de envoltura psíquica comprende pertenencia a determina-


dos espacios, conexidad entre ellos y compacidad en el sentido de alojar espacios compactos
un contexto de permeabilidad entre los espacios corporales y el de otros cuerpos.
Por ello, la erogeneidad del cuerpo no está determinada por las características de exquisita
sensibilidad de las zonas erógenas antes planteadas, sino también por las características que la
envoltura erógena de toda la piel le otorga al cuerpo. La piel es la sede más precoz de aquellas
inscripciones de las experiencias tempranas del infant con sus objetos primarios. El mismo An-
zieu (1985) consideró a la piel como una envoltura psíquica capaz de contener y ser sede de los
primeros registros. Utilizó el concepto de Yo-piel para simbolizar cómo el niño en estadíos pre-
coces intenta representarse a sí mismo como un Yo que contiene los contenidos psíquicos a partir
de la experiencia de superficie de su cuerpo. Para Anzieu (1985) este estadío se corresponde con
el momento en que el Yo psíquico se diferencia del Yo corporal en el plano operativo, pero con-
tinúa confundido con él en el plano figurativo. Para este autor la piel tiene tres funciones: es un
saco continente que retiene las experiencias placenteras de lo bueno y pleno de la lactancia, los
cuidados y el baño de palabras que se han acumulado a través de experiencias sensibles; por otro
lado es la interfaz que marca un límite con el afuera y es una barrera que protege contra avideces
y agresiones desde otros seres y objetos; y finalmente es un lugar y un medio primario de comuni-
cación con el prójimo y del establecimiento de relaciones significantes y en consecuencia es sede
de las huellas que ellos nos dejan.
Todos estos conceptos permiten inferir la compleja trama que involucra el tejido de la
erogeneidad corporal en relación con los demás y con nosotros mismos.
Ahora bien, si desde el comienzo nuestras experiencias sensibles del cuerpo se relacio-
nan con otros cuerpos, es necesario que el mismo adquiera cierta noción de autonomía
respecto del cuerpo de los demás para poder apropiarse de las experiencias sensibles como
auténticamente propias. Las transformaciones corporales que acontecen durante la adoles-
cencia y las nuevas sensaciones erógenas que el cuerpo despliega en esta etapa se constitu-
yen en un momento crucial para la adquisición definitiva de la erogeneidad corporal. Estos
conceptos fueron planteados por Laufer al afirmar que el adolescente debe integrar todas
las sensaciones de su cuerpo con una dimensión erógena. La masturbación asociada a las
representaciones con objetos que anticipan las primeras experiencias reales con ellos posi-
bilita desarrollar esta integración erógena del cuerpo (Laufer, M. Laufer, E. 1984).
A partir de esta configuración, podemos nuevamente experimentar las sensaciones eró-
genas de nuestro cuerpo en relación con el cuerpo de los otros y especialmente a partir de
las experiencias que la sexualidad nos ofrece. La erogeneidad corporal integra entonces la
superficie de la piel, la exquisita sensibilidad de las mucosas, las nociones de interioridad,
las envolturas del sonido producido por el aliento, la respiración y las palabras pronuncia-
das y la seducción que despliega la mirada sobre nuestro cuerpo erógeno.

La Dimensión Psicosomática del Cuerpo Humano


Los humanos tenemos una peculiaridad que nos distingue, determinada por la capaci-
dad de simbolización, lo cual nos posibilita acceder a la representación conciente de nuestro

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cuerpo y también, a la vez, tener registros de nuestro cuerpo en relación al tiempo y al cuer-
po de los otros. Para David Liberman (1986) a medida que se integra la representación del
cuerpo se complejizan las representaciones, a través de la adquisición progresiva de la espa-
cialidad y de la temporalidad. “Estos logros se consolidan a partir de los cambios corporales,
los ritmos biológicos, la alternancia de diferentes estados y también a través de las presencias y
ausencias en las relaciones interpersonales” (Liberman, D. et al. 1986, Pág. 24).
Pero esta capacidad que nos distingue, a la vez en forma dialéctica o paradojal, puede
transformarse, en determinadas circunstancias, en un clivaje disociado entre lo somático y
lo psíquico.
Como fuera postulado inicialmente por Donald Winnicott (1949), en un trabajo que fue
leído en la Sociedad Psicológica Británica, ante todo, somos una unidad psicosomática en
una interacción total con el ambiente que nos permite una continuidad del ser. Sin embar-
go, esta unidad es de naturaleza precaria e inestable debido a las tensiones que soportamos
frente a las exigencias que recibimos por parte del ambiente y de la cultura en la cual nos
desarrollamos. Cuanta más adaptación se necesita para sobrevivir en un medio ambiente,
mayores posibilidades de disociación “pisco-somática” existen (Liberman, D. et al. 1986).
En consecuencia, en algunos sujetos que padecen enfermedades psicosomáticas, la disocia-
ción entre psique y soma sólo se revela durante el proceso de enfermar; donde la unidad
psicosomática se encuentra vulnerada (Winnicott, D. 1949). Sin embargo, esta disociación
ya precedía a la emergencia de la sintomatología psicosomática, pero ella era muda debido
a la sobreadaptación a la cual estaba sometido el sujeto.
Los autores que se han ocupado del estudio sistemático de pacientes, aquejados de pro-
cesos de enfermar psicosomáticos, han coincidido en postular que la emergencia de la pato-
logía psicosomática ya sea que se manifieste, en forma temprana durante la infancia o más
tarde durante la adolescencia o la adultez, obedece a una estructuración psíquica particular
que se configuró durante la niñez temprana. Esta configuración específica de un funcio-
namiento psíquico con porosidades en la capacidad de simbolización, se organizó de esa
manera debido a una adaptación forzosa y prematura a la realidad exterior que el pequeño
debió realizar en pos de una necesidad de supervivencia emocional.
Los estudios de David Liberman, a partir de la investigación sistemática de pacientes
psicosomáticos en procesos terapéuticos psicoanalíticos, lo llevaron a plantear una serie
de inferencias teóricas acerca del desarrollo mental arcaico de estos sujetos, en donde de
pequeños debieron renunciar a las percepciones provenientes de canales de información
sensorial de la profundidad del cuerpo tales como: kinestesia, cenestesia, sensibilidad tér-
mica, sensibilidad al dolor, al equilibrio y de los canales de receptores sensoriales proxi-
males como la sensibilidad táctil, el olfato y el gusto (D. et al. 1986) para adaptarse a una
realidad más lejana. Los receptores proximales son utilizados en forma privilegiada durante
el desarrollo psíquico temprano en interacciones de proximidad y la información que ellos
proporcionan debe ser ligada a representaciones verbales transmitidas por el agente mater-
nante; quien debe facilitar la ligadura de las experiencias sensoriales viscerales y corporales
a las representaciones verbales, junto con las correspondientes cualidades emocionales. Sin
embargo, los bebés con un predominio de funcionamiento en una dimensión escindida lla-
mada “psico-somática” (Winnicott, D. 1949), catectizan precozmente los canales de recep-

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32- LAS DIFERENTES DIMENSIONES DEL CUERPO HUMANO 385

tores sensoriales distales: auditivos y visuales; en detrimento de una integración armónica


de las percepciones interoceptivas o propioceptivas con el desarrollo corporal y parecen
haber logrado una maduración y una adaptación a la realidad circundante en forma precoz.
En consecuencia, los sujetos con tendencia a las manifestaciones psicosomáticas
tienen historias infantiles de sobreadaptación las que hicieron que ellos se alejen rá-
pidamente de la integración psico-somática inicial, la cual a su vez les permitiría una
continuidad de su auténtico ser (self); a medida que se alejan de esta unidad se escinde
progresivamente su mente y su cuerpo. Los deberes, las obligaciones y el deseo de ser
reconocidos por organizaciones, instituciones u otras formas complejas de formacio-
nes sociales o expresiones culturales se imponen sobre sus deseos más auténticos y
sobre sus necesidades corporales. Es por ello que las manifestaciones psicosomáticas
se asocian fuertemente con niveles de organización psíquica muy marcadas por el inte-
rés de acercarse a los ideales sociales de la época, de los cuales se adueñan y sostienen
en una ilusión de pertenecer a esa trama que los acoja en su interior. La huida precoz
hacia la adaptación se transforma en un ideal valorado.
Por ello, por ejemplo, los desórdenes en el comportamiento alimentario se enmarcan
entre aquellas problemáticas comunes con las expresiones de pacientes aquejados de desor-
ganizaciones psico-somáticas; no sólo comparten las problemáticas en el cuerpo sino que
también se encuentran emparentados por la semejanza en torno a la relación con el Ideal
del Yo, en torno a las dificultades en la capacidad de representabilidad y por las dificultades
en reconocer estados emocionales y también por la incapacidad para expresar sus propios
sentimientos. Este concepto fue descripto originalmente por Peter Sifneos en 1972 como
“alexitimia” del griego, sin palabras para las emociones (Sifneos, P.E. 1973); (Sifneos, P.E.
1996). Este concepto fue ampliamente estudiado por la Escuela de Psicosomatistas de París
entre los que se destacó Pierre Marty, para comprender las dificultades que presentan los
pacientes con afecciones psicosomáticas, en donde las dificultades en la representación de
sus estados internos y de sus estados emocionales se encuentra perturbada por el fenómeno
alexitímico (Marty, P. 1990). Este tipo de afecciones cobra importancia fundamental y por
ello se verá con más detalle en el próximo capítulo.

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