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Angustia (Bigas Luna, 1987), por Aaron Cabañas

Publicado el 31 julio de 2017 en la revista www.contrapicado.net


Si las miradas matasen…

Bigas Luna. Inicios: erotismo, fetiches y mugre

Antes de alcanzar prestigio a nivel internacional y conseguir el reconocimiento en el


ámbito estatal con su “trilogía ibérica” [1], Bigas Luna ya había adquirido cierta
notoriedad con sus tres primeros largometrajes [2], ambientados en el mundo de los bajos
fondos y el lumpen barcelonés. Su habilidad a la hora de recrear atmósferas oscuras y
paisajes siniestros desde lo doméstico y lo cotidiano, convirtiendo así historias que
ocurrían en el ámbito de lo familiar en sórdidos y malsanos thrillers con alto contenido
sexual, le prefiguraron como un director con un relato y un imaginario lo suficientemente
sugerentes como para probar fortuna al otro lado del Atlántico. Para tal empresa y junto
a Josep Cuxart y Luis Herce había fundado en Barcelona, en 1979, “Diseño y Producción
de Films”, empresa destinada a producir films de temática universal con la intención de
llegar a gestionar amplios presupuestos que permitiesen trabajar con actores famosos, y
que a su vez garantizasen una distribución internacional.

Así, después de generar cierto interés en productores norteamericanos con sus tres
primeros filmes, Renacer (Reborn, 1981), con un reparto internacional y rodada en
inglés, se convirtió en la aventura cinematográfica de Bigas Luna en tierras
estadounidenses. La cinta, escrita por el propio Bigas junto a Robert Dunn (actor en el
film) y con Dennis Hopper encabezando el reparto, se introducía de lleno en el terreno
“fantástico-religioso” al abordar el tema de los Stigmata (personas a las que les aparecen
heridas en pies y manos, de forma súbita y sin motivo aparente, en el mismo sitio en el
que las sufrió Jesucristo en su crucifixión) casi dos décadas antes de que este subgénero
del terror se hiciera célebre por la película de título homónimo [3], si bien el film del
cineasta catalán circulaba por otros derroteros. El resultado obtenido por Renacer no fue
el deseado: ignorada por la crítica [4] y con una recaudación en taquilla más bien escasa,
la película no tuvo ninguna repercusión y ha quedado para el olvido en una filmografía
que empezó a despegar de verdad ya en los 90. No obstante, la experiencia estadounidense
sí fue positiva para su director, poniendo a prueba y afianzando su capacidad para crear
historias de alcance universal desde el terreno de lo personal, y de dirigir en territorio
norteamericano adaptándose perfectamente al medio ajeno. Después de esta breve
incursión, volvió al ámbito estatal para rodar Lola (1986) y Las edades de Lulú (1990),
películas que con el tiempo han supuesto el enlace lógico entre la primera etapa (más
austera, lúgubre y sórdida) de Bigas Luna y su posterior cine, más desenfadado y
enraizado en el imaginario castizo, ubicando sus historias entre lo sensual y lo
escatológico, entre lo pasional y lo mórbido. Entre ambas, rodó el film que nos ocupa.
El cine, los agujeros y las miradas

Angustia es un proyecto que Bigas Luna empieza a gestar en EEUU, mientras tiene lugar
el rodaje de Renacer y, como este último (no es difícil advertir), está completamente
pensado desde una óptica (nunca mejor dicho) anglosajona y orientado de nuevo a
conquistar el mercado internacional [5]. Pero no por ello se trata de un film impersonal.
En él confluyen (casi) todas las obsesiones de su director: las relaciones familiares
enfermizas y autodestructivas, el anhelo de ascenso social, la decadencia, el voyeurismo y
la pulsión escopofílica, el fetichismo, la sexualidad (aquí no de forma explícita sino en
un plano teórico) y, por supuesto, el cine como forma última de creación y de sugestión
(en especial cuando llega a confundirse con la realidad). Sin ir más lejos, la historia “real”
de la película acontece en el interior de un cine, durante la proyección de una película, en
la cual, a su vez, el personaje protagonista acude a un cine en el que se proyecta El mundo
perdido (The Lost World, Harry O. Hoyt, 1925), en la cual, a su vez, los personajes
acuden a un cine del que acaban saliendo despavoridos cuando los dinosaurios que
protagonizan el film proyectado salen de la pantalla y atacan a los espectadores.

¿Matrioshka cinematográfica o densa referencialidad espejada al límite del juego


cómplice con el espectador? En este complejo planteamiento narrativo de “cine-dentro-
de-cine” múltiple que haría las delicias de Christopher Nolan, no solo encontramos una
disertación sobre la peligrosa (auto)sugestión que comporta el hecho de mirar, sino
también una meditación sobre el propio hecho cinematográfico a costa de los múltiples
niveles del estatuto de la mirada y su función especular, es decir, sobre el hecho de ser
mirado al mirar y sus infinitas posibilidades. Decía Jacques Lacan en su Seminario 10
(1962-63), sobre la angustia, que “lo mejor que se podría anhelar es que ella (la angustia)
se refleje en los ojos del Otro”, denotando así que nuestro impulso escopofílico reclama
poderosamente un retorno de ese deseo proyectado, fundamentado en la mirada, para así
clausurar el mismo. Para Kierkegaard, la angustia era el único medio de superación para
la humanidad, del temor primigenio remanente del Pecado Original, del que se desprendía
que el acto de libertad experimentado por Adán al poder o no elegir la manzana –objeto
fetiche que representa el conocimiento, pero también el descubrimiento de la sexualidad
y de la mortalidad (elementos que satisfacen el hecho de mirar y devienen su finalidad
misma)– provocaba en el ser humano la más profunda sensación de vacío. El hecho de
proyectar deseo sobre algo que no conocemos y, por tanto, que no nos devuelve la mirada,
ese “abismo existencial” en las grandilocuentes palabras de Kierkegaard, no es otra cosa
que identificar y aprehender algo cercano a la muerte en esa misma otredad que
contemplamos con deseo carnal (como sabemos, en la pulsión escopofílica se haya la
eterna lucha de Eros y Tánatos, el horror del origen y a la vez final de la existencia).

Lo vemos en la mítica escena de voyeurismo de Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock,


1960), en la que Norman Bates espía a Marion Crane mirando a través de un agujero de
la pared, mientras ella se desnuda en la habitación del motel, tan sólo unos minutos antes
de matarla; o en El fotógrafo del pánico (Peeping Tom, Michael Powell, 1960), en el
rostro de las mujeres observando el objetivo de la cámara que las filma en los instantes
previos a su violación y posterior asesinato; o en Vértigo (De entre los
muertos) (Vertigo, Alfred Hitchcock, 1956), esta vez de forma mucho más sugerente, en
las alturas del campanario al que se accede mediante una interminable escalera de caracol
desde la que Scottie rememora la muerte de la mujer de la que se ha enamorado (le ha
devuelto la mirada), cuando esta cae al vacío; o en Tesis (Alejandro Amenábar, 1996),
en la que se mira a la muerte y al sexo desde la misma distancia, indirectamente, a través
de ese dispositivo que resucita los muertos y devuelve la mirada del horror en forma de
pornografía y snuff movies: el VHS.

Te doy mis ojos

En Angustia, como decíamos, es el cine en sí mismo el dispositivo que activa los


mecanismos pulsionales del inconsciente. Ya sea este entendido como superficie matérica
(el celuloide sobre el que se impregnan las imágenes y la pantalla en la que se proyecta
la película que los espectadores “de la ficción” están viendo, y nosotros a su vez con
ellos), o como espacio habitable (el recinto en sí y el patio de butacas en total oscuridad),
alegoría del subconsciente en el que las pasiones y las debilidades operan de forma
autónoma. En este sentido, el rótulo que aparece al inicio del film, tras el genérico de la
productora, establece unas coordenadas para su interpretación que van más allá del guiño
cinéfilo a algunos clásicos del terror [6]. En dicho rótulo se advierte a los espectadores
que durante el film se van a someter a mensajes subliminales e hipnosis ligera, a la vez
que una voz en off informa que en la entrada del cine se ha dispuesto material sanitario y
asistencia médica. Estamos, pues, ante un planteamiento de puesta en escena que
desborda la propia materia cinematográfica e intenta traspasar, de forma juguetona e
inofensiva, al territorio de la realidad, considerando el propio visionado de la película (la
“real”, la concebida en su totalidad por Bigas Luna) un acto de hipnosis y sugestión. Si a
esto le añadimos que el cineasta catalán, provocador nato, había incluso propuesto
ambientar los vestíbulos de las salas de cine en las que se proyectase Angustia con el
despliegue médico que anuncia el propio film y actores sentados entre el público y
desfilando por la sala, interactuando con este y con la propia película, en una suerte de
teatralización digna de los Cines Phenomena, hubiésemos tenido el show completo.

El rótulo de advertencia del inicio no es más que la primera de muchas referencias (no
solo cinéfilas) que maneja el film, haciendo de este, quizás, el más consciente (en el plano
teórico) y sesudo de su realizador. El plano que abre la película, con un diapasón
oscilando de un lado a otro, la saeta del cual corona la ilustración de un ojo, no hace sino
insistirnos en la idea de hipnosis. El tono decadente y patético impregna todo el espacio.
En unos planos iniciales que nos muestran el interior de un antiguo caserón vetusto y
sobrecargado de objetos, vemos continuamente cosas que hacen referencia a ojos y a
caracolas: por un lado se evidencia de nuevo la hipnosis, pero también el acto de mirar,
el voyeurismo, el morbo del observador; por el otro, la caracola, con su forma en espiral,
nos remite, de nuevo, a la hipnosis y el control mental, pero también a ese abismo que
nos genera la angustia existencial y al que, según Kierkegaard, nos asomamos por instinto
para observar la muerte de cerca y aún así sabernos protegidos. Pero también nos recuerda
a esa espiral hitchcockiana, presente en Vértigo ya desde los títulos de crédito y en los
consabidos motivos del film: la escalera de caracol del campanario, el moño de
Madeleine, o la propia estructura dramática circular del film, en el que Scottie (James
Stewart) se obsesiona con una imagen femenina que retorna una y otra vez a su cabeza
en una suerte de espiral infinita de recuerdos.

Poco después, aún en el inicio, vemos dos personas que aparecen en escena: son una
señora mayor y un hombre de mediana edad, madre e hijo, los cuáles conviven en ese
extraño equilibrio, enfermizamente edípico, entre admiración y dependencia. Sus
mascotas les delatan en su respectiva simbología: una jaula llena de pájaros (la total
privación de libertad) y una cantidad notable de caracoles que deambulan por toda la casa
(parsimoniosos, torpes, acarreando un peso que no han elegido y recluidos en su mundo
interior que es su casa). Por otra parte, no es para nada gratuito mencionar que la madre
es médium [7](su oficio es ver lo que el resto de mortales no vemos) y somete a su hijo
(enfermero en una clínica oftalmológica que, para más inri, está perdiendo la vista
progresivamente) a constantes sesiones de hipnosis, a través de las cuáles le convence de
asesinar a los clientes de la clínica para arrancarles después los ojos. La destreza con la
que John maneja el bisturí para rebanarles los globos oculares a sus pacientes solo es
comparable a la de Luis Buñuel para seccionar (agredir, violentar) las miradas en Un
perro andaluz (Un Chien Andalou, 1929) [8]. Y además, no por casualidad, el hombre
se llama John Hoffman…

En “El hombre de arena”, publicado por E.T.A. Hoffman en 1817 en sus “Cuentos
nocturnos”, se cuenta la historia de Nathanael, un joven que durante la infancia perdió a
su padre y mantiene una relación sentimental con Olimpia, una autómata, sin él saberlo.
Cuando se entere, enloquecerá progresivamente hasta que le llegue la muerte. Compuesto
por tres historias en forma de epístolas narradas en tercera persona a través de alguien
que conoció a Nathanael, la primera de ellas es la de “el hombre de arena”, terror infantil
del protagonista sobre un ser que arranca los hijos a los niños y les echa arena hasta
hacerles sangrar. Al final de la narración se sugiere que tal ser fue Coppelius, quien
además mata al padre del protagonista. Para darle una vuelta de tuerca más, Sigmund
Freud analizaba, en su clásico “Lo siniestro” (Das Unheimliche, 1819), la historia de
E.T.A. Hoffman en clave edípica, esto es, el tal Coppelius no hace sino suplantar la figura
del padre. En primer lugar, es evidente que el hecho de que John Hoffman (protagonista
de Angustia) arranque los ojos de sus clientes después de asesinarlos, tal y como hace el
hombre de arena, no es coincidente. Si además tenemos en cuenta la ausencia del padre
en ambas figuras, vemos cómo sobrevuela la sombra edípica en el film de Bigas Luna.
En tercer lugar, el personaje de Olimpia, la autómata, figura antropocéntrica que adquiere
comportamientos humanos a través de la mímesis, sirve también de inspiración a Bigas
Luna para tejer el vínculo que relacionará a dos personajes de Angustia que se mueven
en planos narrativos diferentes y que llegan a interactuar en la diégesis del film.

Volviendo en clave edípica, de hecho, las caracolas mencionadas antes sirven para que
ambos, madre e hijo, se comuniquen telepáticamente, en un extraño juego de
identificación mutua, a la vez que invocación ficcional al tema de “lo siniestro” de Freud:
las barreras entre lo real y lo irreal se desvanecen y lo inquietante por inverosímil invade
el espacio de lo cotidiano. No es esta la única muestra: John puede escuchar como su
madre reclama su atención desde su casa cuando él se encuentra en la de su paciente. La
mujer empieza a rallar la mesa con un punzón reproduciendo lo que parece un ojo,
mientras se nos muestra a John a punto de rasgar uno de los ojos de su víctima con los
que engrosará su colección. Es en este momento cuando se rompe por primera vez la
narración de Angustia y se nos revela, mediante un travelling hacia atrás en el que
podemos ver la pantalla de proyección, la auténtica naturaleza del film. La película que
nosotros estábamos viendo como Angustia se titula, en realidad, como sabremos poco
después, The Mommy, y es el film que están proyectando en una sala de cine de EEUU,
en la que se encuentran, entre otras personas, Linda (Clara Pastor) y Patty (Talia Paul).
La película, entonces, como la narración interruptus de Psicosis, podemos decir que
vuelve a empezar y nuestro punto de vista como espectadores varia. Ahora conocemos a
una serie de personas que están viendo la película del sádico oftalmólogo, entre la
fascinación y el miedo. Patty está sufriendo especialmente con el visionado al pensar
continuamente que lo que pasa en la pantalla pueda ocurrir en la realidad. Es decir, que
el poder de sugestión de la mirada puede traspasar las fronteras de la ficción y, como
decíamos al mencionar “lo siniestro”, lo desconocido se introduzca dentro de lo conocido
y acabe por convertirse en un miedo real; como, por otro lado, acaba sucediendo, pues
uno de los espectadores de The Mommy, en un acto de identificación con el asesino de
esa película, empieza a cometer crímenes similares arrancando los ojos a sus víctimas. El
diálogo que establece Bigas Luna, a dos niveles, entre los espectadores (dentro de la
película) de The Mommy y nosotros, es claro: la imagen (y en concreto el cine) tiene un
carácter especular que opera a menudo como espejo de las pulsiones que se hayan
dormidas en nuestro interior. Como decíamos al principio, por medio de las teorías
lacanianas sobre la escopofilia, nuestro mecanismo psico-emocional se activa en cuanto
nuestra mirada es interpelada. En ese sentido, y como nueva vuelta de tuerca, la última
pirueta dramática tiene ya lugar cuando vemos a John, el protagonista asesino
influenciado por su madre, entrar en un cine en el que se proyecta El mundo
perdido (1925), donde empieza a asesinar a los espectadores, tal y como está haciendo
su alter-ego en la sala donde se proyecta “The Mommy”. Bigas Luna nos hace reflexionar
sobre cómo opera la ficción al establecer, por medio de la superposición de las tres capas
de ficción, una vinculación con el yo, el superyó y el ello o, lo que es lo mismo: la
conciencia adquirida de forma “cultural” , el mediador entre la realidad y el deseo, y el
inconsciente o semiconsciente.

Llegados a este punto, la superposición de capas narrativas alcanza, debido a su


enrevesada complejidad, niveles de confusión realmente notables, y el brillantísimo
ejercicio de trampantojo que nos propone Bigas Luna nos pone a prueba todo el rato como
espectadores, a medida que el uso de las herramientas de narrativa cinematográfica
aumenta. Tiene mucho mérito que el barroquismo de la puesta en escena que
acusa Angustia no nos distancie un solo momento de lo que pasa en cada una de las tres
(incluso cuatro, si contamos también el film mudo como unidad narrativa, ya que
interactúa con las demás) unidades narrativas que se superponen en la amalgama de capas
argumentales. Ya no es solo que la cámara abra plano y veamos en perspectiva la película
que ve John sentado en el patio de butacas de “su” cine y, a su vez, a Patty sentada en el
patio de butacas de la sala viendo la película en la que sale John sentado en el patio de
butacas viendo el film; es que en ciertos momentos, por medio del sonido, llegamos a
creer que John y Patty se encuentran, ambos, en la misma sala. Algo imposible, pues en
la diégesis de Angustia, John es un personaje de la diégesis de The Mommy. A partir
del momento en el que John entra en el cine, ambas películas, Angustia y The Mommy,
empiezan a avanzar narrativamente en paralelo: en la práctica, los asesinos respectivos
de sendos films, actúan idénticamente. Esto responde al hecho de que el psicópata que
está en el cine donde se encuentran Patty y Linda, ha visto tantas veces The Mommy,
que ya se conoce los pasos de su modelo y reproduce sus acciones de memoria. La
identificación es tal que, llegando al final del film, cuando tanto John en The
Mommy como el psicópata que está viéndola, se han atrincherado en sus respectivos
cines con una rehén (Patty, en el segundo caso), este último le reprochará a John el haberle
separado de su madre, hablándole a la pantalla de proyección y disparándole con su
pistola, e intentando, sin fortuna, agredirle. En ese lance la película se vuelve a escindir
en sus narrativas, puesto que el psicópata que retiene a Patty es abatido a disparos por un
policía (que ha sido avisado por Linda, amiga de la primera, en una huida al exterior a
mitad de la proyección) que se encuentra al lado del proyector, mientras que John
interpela a Patty lanzándole un bisturí que se le clava en un ojo. Bigas Luna se permite
aquí una licencia poética que, después de toda la tensión acumulada a lo largo del film,
sirve de guiño cómplice con el espectador, a la vez que apunta de nuevo al poder
fascinador de la imagen: ese bisturí no se clava “de verdad” en el ojo de Patty (aunque se
llegue a ver la sangre derramarse sobre su rostro como si fuesen las lágrimas de sangre
de la Virgen). Ella llega a creerlo por medio de la autosugestión. Pero aún hay más: en
un final a medio camino entre En los límites de la realidad (The Twilight Zone, Rod
Serling, 1959) y Pesadilla en Elm Street (A Nightmare on Elm Street, Wes Craven,
1984), John, el enfermero psicópata rebanador de ojos, se le aparece a Patty en su
habitación del hospital donde está ingresada. ¿Ha ocurrido todo en la realidad o es solo
una fantasía más de Patty? ¿John existe de verdad o es nuestra imaginación? Siempre se
dice que la realidad supera la ficción. Con Angustia, Bigas Luna construyó un
brillantísimo ejercicio de ficción a la altura del mejor cine de género de EEUU, pero
rodado en Barcelona. En España aún tardaríamos una década en ver algo parecido hacerse
realidad.

[1] Jamón, jamón (1992), Huevos de oro (1993) y La teta y la luna (1994)
[2] Tatuaje (1978), Bilbao (1978) y Caniche (1979)
[3] Stigmata (Rupert Wainwright, 1999)
[4] En la prensa estatal, sin ir más lejos, la anécdota de estar rodada en Estados Unidos eclipsó la premisa
de tratarse de un film con vocación autoral, como puede comprobarse en esta entrevista que El País hizo a
Bigas Luna en 1981, con motivo del estreno del
film: https://elpais.com/diario/1981/05/10/cultura/358293610_850215.html
[5] Por desgracia, las numerosas condiciones que los productores norteamericanos le impusieron a Bigas
Luna hicieron que este declinara la posibilidad de realizar con dinero estadounidense el que hubiera sido
su segundo largometraje en EEUU. El proyecto se congeló durante un tiempo hasta que Pepón Coromina
decidió que produciría el film. Se rodaría en Barcelona, con reparto internacional y en inglés, volviendo a
delatar el carácter ambicioso de su creador. La dirección artística de Josep María Civit se esmeró en
recrear, aprovechando edificios modernistas y zonas industriales de Barcelona (y sus alrededores), las
diferentes localizaciones, consiguiendo una factura visual muy por encima de los productos de género
fanta-terrorífico de la misma época.
[6] Era bastante frecuente en films de terror, misterio y ciencia ficción, sobre todo en la década de 1940 (a
raíz de La Guerra de los Mundos de Orson Welles), la aparición de un “maestro de ceremonias” que,
además de presentar las películas, advertía que el visionado de las mismas eran experiencias únicas que
entrañaban peligro.
[7] Después de no poder contar con Bette Davis para ese rol, el papel fue asignado a Zelda Rubinstein, ya
famosa en aquel momento por haber interpretado también a una médium en las dos primeras entregas de
la saga Poltergeist (Tobe Hopper, 1982) y (Brian Gibson, 1986).
[8] Las intenciones de Bigas Luna no son, en cualquier caso, denotar su voluntad de violentar nuestra
mirada con imágenes que hieran nuestra sensibilidad. Sí que son, en cambio, el violentar nuestra mirada
como espectadores de cine, como consumidores de imágenes acomodados a unos ritmos y unos puntos de
vista demasiado canonizados. Bigas Luna nos reta, como hizo Hitchcock en Psicosis, a cambiar nuestro
punto de vista y, por tanto, de identificación con los personajes.

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