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LA CONCIENCIA
La conciencia es una realidad de experiencia: todos los hombres juzgan, al actuar, si lo que
hacen está bien o mal. Este conocimiento intelectual de nuestros propios actos es la conciencia.
Es innegable que la inteligencia humana tiene un conocimiento de lo que con toda propiedad
pueden llamarse los primeros principios del actuar: «hay que hacer el bien y evitar el mal», «no
podemos hacer a los demás lo que no queremos que nos hagan a nosotros». Iluminada por esos
principios de ley natural —ecos de la voz de Dios—, la inteligencia (o, propiamente, la conciencia),
juzga sobre los actos concretos; el acto de la conciencia es, por tanto, el juicio en el que esos
principios primeros se aplican a las acciones concretas. Un ejemplo: se me presenta la oportunidad
de asistir a un espectáculo inconveniente; sé que hay un precepto divino que manda la pureza del
alma; la conciencia juzga y habla interiormente;’ fio debes ir porque eso es contrario a un precepto
divino.
1. NATURALEZA DE LA CONCIENCIA
b) práctico: porque aplica en la práctica —es decir, en cada caso particular y concreto— lo que
la ley dice;
El acto de la conciencia —juicio práctico sobre la moralidad de una acción— puede intervenir
de una doble forma:
a) antes de la acción nos hace ver su naturaleza moral y, en consecuencia, la permite, la ordena
o la prohíbe.
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b) después de la acción el juicio de la conciencia aprueba el acto bueno llenándonos de
tranquilidad, o lo reprueba, si fue malo, con el remordimiento.
Por eso señala San Agustín (cfr. De Gen. 12, 34: PL34, 482) que «la alegría de la buena
conciencia es como un anticipado paraíso».
Antes de analizar los diversos tipos de conciencia que pueden darse en el hombre, señalaremos
brevemente las reglas generales por las que hay que regirse:
a) Nunca es lícito actuar en contra de la propia conciencia, ya que es eco de la voz de Dios
y, como hemos dicho, es también la norma próxima de la moralidad de nuestros actos.
Actuar en contra de lo que dicta la conciencia es, en realidad, actuar en contra de uno mismo,
de las convicciones más profundas, y de los primeros principios del actuar moral.
Y ¿qué pasa, podemos preguntarnos, con la conciencia errónea? Es decir, la conciencia que
equivocadamente cree que un acto bueno es malo o que un acto malo es bueno. Siendo consecuentes
con la regla que acabamos de dar, diremos que hay obligación de seguirla, siempre que se trate de
una ignorancia que el sujeto no puede superar, porque ni siquiera se da cuenta de que está en la
ignorancia.
Como consecuencia de una educación deficiente, alguien puede pensar que tomar bebidas
alcohólicas —aun moderadamente— es ilícito. Si en una fiesta le ofrecen una copa y piensa que es
malo, si la bebe comete pecado, porque actuó en contra de lo que le dicta la conciencia (el acto será
materialmente bueno, formalmente malo).
También puede suceder lo contrario: por mala formación inculpable, pienso que tengo
obligación de mentir para ayudar a una persona; en ese caso estoy obligado a mentir y peco si no lo
hago, aunque ese acto sea en sí mismo malo (materialmente malo; formalmente bueno, si la
ignorancia era invencible).
Es preciso señalar, sin embargo, que estos casos —aunque pueden darse a veces— no son
corrientes. Lo ordinario es que la conciencia errónea esté basada en un error superable y, en ese caso,
la conciencia misma obliga a salir de él, poniendo la diligencia razonable que ponen las personas en
los asuntos importantes.
b) Actuar con duda es pecado, por lo que es necesario salir antes de la duda. De otro
modo, el sujeto se expone a cometer voluntariamente un pecado. Ver el aspecto del
inciso 4.3.3., in fine.
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c) Hay obligación de formar la conciencia, ya que si la conciencia se equivoca al juzgar
los actos por descuidos voluntarios y culpables, el agente es responsable de ese error
(cfr. Lc. 11, 34-35). De la formación de la conciencia se trata en el inciso 4.4.
Es oportuno insistir en que la conciencia no crea la norma mural, sólo la aplica. Por ej., caería
en error —llamado subjetivismo moral— el que dijera: «para mino es malo dejar de ir a Misa los
domingos»; como sería igualmente ridícula la postura de quien pensara que por opiniones personales
se puede cambiar la naturaleza de un metal, o que los ácidos se comporten como sales. Tan sólo se
trata de aplicar, al caso concreto, normas objetivas.
3. DIVISION DE LA CONCIENCIA
Buscando la mejor comprensión de los estados de la conciencia que pueden presentarse, los
teólogos han establecido tres divisiones Fundamentales:
o relajada
o estrecha
o escrupulosa
o perpleja
Como es bien sabido, la verdad es la adecuación del entendimiento a la realidad de las cosas.
Cuando esa adecuación falta, se produce el error. Por consecuencia, la conciencia verdadera será
aquella que juzga en conformidad con los principios objetivos de la moral, aplicados correctamente
al acto, y la conciencia errónea será la que juzga en desacuerdo con la verdad objetiva de las cosas.
Actuaría con conciencia verdadera (juzga de acuerdo a la ley moral) el que dice, por ejemplo:
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«puesto que nunca es lícito mentir, no puedes negar que cometiste el hurto», «las faltas de
respeto hacia tus padres contrarían un precepto divino» Serían afirmaciones procedentes de
conciencia errónea las siguientes: «Por ser madre soltera, le es lícito abortar».
«Como yo ya soy adulto, para mí no son pecado las películas pornográficas». Como se ve, en
estos últimos casos, hay disconformidad entre lo que preceptúa la ley moral y lo que señala el juicio
de la conciencia.
1) Es necesario actuar siempre con conciencia verdadera, ya que la rectitud de nuestros actos
consiste en su conformidad con la ley moral.
De aquí surge la obligación —de la que hablaremos más detenidamente después— de poner
todos los medios posibles para llegar a adquirir una conciencia verdadera: conocimiento de las leyes
morales, petición de consejo, oración a Dios pidiendo luces, remoción de los impedimentos que
afectan a la serenidad del juicio, etc.
No se olvide, sin embargo, que aquí estamos hablando de error invencible, o porque no vino al
entendimiento del que actúa, ni siquiera confusamente, la menor duda sobre la bondad del acto: o
porque, aunque tuvo duda, hizo todo lo que pudo para salir de ella sin conseguirlo.
Es posible, por ejemplo, que el campesino sin instrucción religiosa ni acceso a ella ignore
invenciblemente alguno o algunos de los preceptos de la Iglesia (ver cap. 15). En el caso de un
universitario o de un profesional católico, esa ignorancia sería siempre vencible de alguna forma.
3) Es pecado actuar con conciencia venciblemente errónea, puesto que en este caso hay
culpabilidad personal.
En la práctica se puede saber que el error era vencible si de algún modo se advirtió la ilicitud
del acto, o si la conciencia indicaba que era necesario preguntar, o si no se quiso consultar para evitar
complicaciones, etc.
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No debe confundirse la conciencia recta con la verdadera. Un sujeto actúa con conciencia recta
cuando ha puesto empeño en acertar, independientemente de que acierte (conciencia verdadera) o se
equivoque (conciencia errónea). Se puede juzgar con rectitud aunque inculpablemente se esté en el
error. Es decir, es compatible un juicio recto —hecho con ponderación, estudio, etc.— con el error
invencible.
Para ilustrar lo anterior con un ejemplo, sería el caso del adulto recién bautizado y aún sin
completa instrucción que, después de cavilar, concluye que es obligación confesarse siempre antes
de comulgar, aunque sólo tenga pecados veniales: juzga con aplomo considerando que los pecados
veniales son incompatibles con la recepción del sacramento, aunque su juicio es erróneo
invenciblemente, al menos de modo actual.
Es claro que no puede darse conciencia recta en la conciencia venciblemente errónea, pues
faltó ponderación, que es uno de los constitutivos del juicio recto.
a) Conciencia relajada. Es la que, por superficialidad y sin razones serias, niega o disminuye el
pecado donde lo hay.
En la práctica es fácil que los hombres lleguen a ese estado tan lamentable de conciencia que
indica una gran falta de fe y de amor, y una culpable ceguera ante la realidad y gravedad del pecado.
Son diversas las causas que conducen al alma a esa laxitud: la sensualidad en sus múltiples aspectos,
el ambiente frívolo y superficial, el apagamiento a las cosas materiales, el descuido de la piedad
personal, la falta de humildad para levantarse cuanto antes después de una caída, etc.
Para salir de ella habrá que remover sus causas, procurar una sólida instrucción religiosa y
fomentar el temor de Dios por medio de la oración y la frecuencia de sacramentos.
b) Conciencia estrecha. Es la que con cierta facilidad y sin razones serias ve o aumenta el
pecado donde no lo hay.
Es necesario combatirla porque puede llevar a cometer pecados graves donde no existen, y
conducir al escrúpulo. Para ello es conveniente la formación y el pedir consejo a quien nos puede
ayudar a tener un criterio más recto sobre los propios actos.
No debe confundirse con la conciencia delicada, que teme hasta las faltas más pequeñas y
procura evitarlas, pero sin ver pecado donde evidentemente no lo hay.
c) Conciencia escrupulosa. Es una exageración de la conciencia estrecha que, sin motivo, llega
a ver pecado en todo o casi todo lo que hace.
Esta conciencia se manifiesta en una continua inquietud por el temor de pecar en todo,
principalmente en materia de pureza, y en la duda asidua sobre la validez de las confesiones pasadas,
con la consecuente obstinación en repetir la acusación de los pecados en las siguientes; en el temor
permanente de que el confesor no entienda la situación interior del alma y, por tanto, el deseo de
repetir una y otra vez las mismas explicaciones, generalmente largas y minuciosas; en la terquedad
en los puntos de vista propios ante los consejos del confesor, etc.
El escrupuloso debe actuar contra sus escrúpulos porque no son sino un vano temor, que no
tiene fundamentos y, sobre todo, esforzarse seriamente por obedecer al confesor, ya que el escrúpulo
es una enfermedad de la conciencia que impide un recto juicio.
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d) Conciencia perpleja. Es la que ve pecado tanto en el hacer una cosa como en el no hacerla;
por ej., el enfermero que piensa que peca si va a Misa dejando solo al enfermo, y que peca también
por no ir a Misa.
Quien tiene este tipo de conciencia debe formarse y consultar para ir saliendo de ella; cuando
no le es posible hacerlo ante un acto concreto, debe escoger lo que le parezca menos mal, y si ambas
cosas le parecen igualmente malas, no peca al elegir cualquiera de ellas.
La conciencia cierta es la que juzga de la bondad o malicia de un acto con firmeza y sin temor
de errar.
Hay obligación de actuar de esta manera porque de lo contrario nos exponemos a ofender a
Dios. No es necesaria la certeza absoluta, que excluya toda duda; basta la certeza moral, que excluye
la duda prudente y con fundamento. Por ej., si tengo hepatitis, tengo certeza absoluta de que la Misa
no me obliga; si tengo una gripe que me obligue a estar en cama o recluido en mi domicilio, puedo
tener certeza moral de estar dispensado hasta que no me restablezca.
La conciencia dudosa, en cambio, es la que no sabe qué pensar sobre la moralidad de un acto;
su vacilación le impide emitir un juicio.
b) positiva: cuando sí hay razones serias para dudar, pero no suficientes para quitar el temor a
equivocarse.
«La duda es el estado en que el intelecto fluctúa entre la afirmación y la negación de una
determinada proposición, sin inclinarse más a un extremo de la alternativa que al otro.
»Se suele distinguir entre duda positiva y negativa. En esta última, la mente no admite ninguna
de las dos partes de la contradicción por falta o defecto de motivos para hacerlo: no hay razones
concluyentes ni a favor ni en contra. En la duda positiva, en cambio, las razones en favor de un
extremo y el otro parecen tener igual peso.»
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En este caso, por tanto, caben dos soluciones:
4. LA FORMACION DE LA CONCIENCIA
Como la conciencia aplica la norma objetiva —la ley moral— a las circunstancias y a los casos
particulares, se deduce con facilidad la obligación indeclinable que tiene el hombre de formar su
propia conciencia.
Además, la experiencia muestra que no todos los hombres tienen igual disposición para el
juicio recto, influyendo en esto también circunstancias puramente naturales —enfermedad mental,
ignorancia, prejuicios, hábitos, etc. — y sobrenaturales: la inclinación al pecado que dejan en el alma
el pecado original y los pecados personales.
Es necesario, por tanto, que el hombre se vaya haciendo capaz de emitir juicios morales
verdaderos y ciertos: es decir, ha de adquirir, mediante la formación, una conciencia verdadera y
cierta.
No es lo mismo «estar seguro de algo» (conciencia cierta) que acertar o «dar en el clavo»
(conciencia verdadera). Quizá nosotros mismos hemos tenido la experiencia de hacer algo con la
seguridad de estar en lo cierto, y haber comprobado después nuestro error. En otras ocasiones, en
cambio, además de estar totalmente convencidos de algo, acertamos, «damos en el clavo»; en el
primer caso, cuando estamos seguros, hay conciencia cierta —seguridad subjetiva—, aunque luego
se compruebe que no tenemos razón y no había, por tanto, conciencia verdadera sino errónea.
La actitud de fundar la conducta sólo en el criterio personal, pensar que para actuar bien basta
el estar seguro de que mi actuación es buena, es di hecho ponerse en el lugar de Dios, que es el único
que no se equivoca nunca.
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Por eso, la necesidad de formarnos será tanto más imperativa cuanto más nos percatemos de
que sin una conciencia verdadera no es posible la rectitud en la vida misma y, en consecuencia,
alcanzar nuestro fin último.
A esto se dirige precisamente la formación de la conciencia, que no es otra cosa que una
sencilla y humilde apertura a la verdad, un ir poniendo los medios para que libremente podamos
alcanzar nuestra felicidad eterna.
Sin tratar de ser exhaustivos, ni de explicar cada uno de ellos, sí podemos señalar algunos de
esos medios que nos ayudarán a formar la conciencia:
1) estudio de la ley moral, considerándola no como carga pesada sino como camino que
conduce a Dios;
3) deseo serio de buscar a Dios a través de la oración y de los sacramentos, pidiéndole los
dones sobrenaturales que iluminan la inteligencia y fortalecen la voluntad;
4) plena sinceridad ante nosotros mismos, ante Dios y ante quienes dirigen nuestra alma;
5) petición de ayuda y de consejo a quienes tienen virtud y conocimiento, gracia de Dios para
impulsar a los demás.
EJERCICIOS
«¿Quiénes son los rectos de corazón? Los que quieren lo que Dios quiere (...) No quieras torcer
la voluntad de Dios para acomodarla a la tuya; corrige en cambio tu voluntad para acomodarla a la
Voluntad de Dios» (Com. sobre el Salmo 93).
9. Indicar con qué tipo de conciencia —y por qué— actuaron el papá y el hijo en el siguiente
relato: «Padre e hijo se encuentran en la iglesia. Dentro de poco van a distribuir la sagrada comunión.
Al muchacho se le ve preocupado. —¡Papá, tengo un pecado! ¡No puedo comulgar! El padre, que
conoce bien al chiquillo, pretende animarle. —¿Qué has hecho, hijo? Entre lloriqueos y pucheros, el
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