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Capítulo 5

La política y sus transformaciones

En la actualidad se tiene por cierta la existencia de una crisis de la


política. Los medios de comunicación aluden a ella de manera incesante,
asegurando que se trata de una crisis inédita y terminal. En vistas de tal
convicción, es conveniente destacar en un principio que ésta no es la
primera vez en los tiempos modernos que se habla de una crisis de la
política a nivel universal; más aún, en los últimos ciento cincuenta años
la política experimentó varias crisis. Aun cuando también en tales casos
se multiplicaron los falsos profetas que anunciaron que la política no
podría emerger de trances tan dificultosos, y que un nuevo Estado de
Naturaleza albergaría en el futuro a los seres humanos, la política no
desapareció, ni tampoco se extendió la anarquía por todo el planeta. Por
el contrario, los regímenes políticos consiguieron sobreponerse a los de-
safíos, fortaleciendo sus estructuras institucionales o bien modificándo-
las, incorporando nuevas formas de hacer política, etc. En realidad, la
actual parece ser la crisis de una forma específica de hacer política, la
política de partidos en el marco de democracias de procedimientos, más
que de la política a secas. Cotidianamente se advierte el surgimiento de
nuevas organizaciones humanas que expresan públicamente sus deman-
das pero, en lugar de recurrir a la fundación de nuevos partidos, han
preferido los formatos de las ONG’s, las asociaciones, pequeños empren-
dimientos comunicacionales –radios, canales de cable, periódicos y re-
vistas de tirada reducida, etc.–. Es decir, estos grupos han privilegiado
formas organizativas que asumen la representación de intereses minorita-
rios o sectoriales –mujeres, ancianos, homosexuales, consumidores, mi-
norías raciales, etc.–, antes que la de un abstracto “interés general”, de-
jando de lado la ficción de un abstracto “interés común”, característica
de la política partidaria.
En los tiempos modernos, la primera inquietud severa sobre la exis-
tencia de una crisis de la política a nivel internacional se registró en la
década de 1870; ya en el siglo XX, volvió a hablarse de una crisis de la
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política en el período de entreguerras y finalmente, el último diagnóstico


de crisis de la política abarca un largo período que se extiende entre la
década de 1960 y el presente. En realidad, en ninguno de estos momen-
tos parece haber existido una crisis de la política en general, sino de
formas concretas de hacer política. En la década de 1870, por ejemplo,
se verificó una crisis de la política de notables, que no se ajustaba a las
exigencias que suponía la incorporación de las masas trabajadoras a la
vida política. La crisis de entreguerras expresaba dudas fundadas sobre el
futuro del sistema democrático, juzgado demasiado endeble para convi-
vir con los nuevos modelos totalitarios del comunismo, el fascismo y el
nazismo. Por último, la crisis actual acusa a la política de partidos en una
democracia de procedimientos, y las limitaciones que ésta parece expre-
sar para garantizar la gobernabilidad interna en el mundo de la globali-
zación.

I. La crisis de la política en 1870


La política que entró en crisis en la década de 1870 era básicamente la
política notabilar. Esta política era escasamente autónoma respecto de lo
social, en la medida en que muchas de sus reglas de juego, relaciones
clientelares y lealtades no se fundaban en vínculos políticos, sino socia-
les. Sus protagonistas eran los notables de las sociedades, aquellos que
por su formación intelectual, su estatus aristocrático o su riqueza, ejer-
cían un liderazgo social efectivo. Se trataba de personajes representativos
de las aristocracias regionales, del poder burgués, el poder religioso, las
armas y el mundo de la cultura.
Sus actores se destacaban por sus propias cualidades, y era el recono-
cimiento público de esa capacidad individual la que los habilitaba para
ser políticos. Los criterios de selección tenían un sesgo inconfundible-
mente aristocrático, ya que sostenían que si las sociedades sólo contaban
con un puñado de personas capaces, no podían darse el lujo de mante-
nerlas al margen de su conducción. Justamente esta calificación indivi-
dual permitía que una persona ocupara un lugar central en la política.
La base política de cada uno no provenía de instancias propiamente po-
líticas sino de lazos sociales. Los votantes de un aristócrata o de un bur-
gués eran sus pares, o a lo sumo –cuando se produjo la inclusión de las
clases medias dentro del padrón electoral– funcionarios y pequeños bur-
gueses que dependían de sus favores para mantener sus empleos o para
obtener favores oficiales. Así, el capital político de cada actor se desple-

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gaba en dos niveles: su capacidad intelectual, y la posibilidad de dispo-


ner de una clientela propia. Esta clientela se construía a partir de la
manipulación de los recursos del Estado, del prestigio social y la utiliza-
ción de bienes y propiedades personales.
A medida que los Estados nacionales se fueron consolidando a lo
largo del siglo XIX, las burocracias se extendieron y las tesorerías se hicie-
ron más poderosas, la disposición de fondos de influencias en el aparato
estatal y el manejo de fondos públicos permitieron que actores que no
tenían fortuna personal o estatus impactante, pero sí una calificación
intelectual elevada y escasa preocupación por la ética, escalaran a eleva-
dos cargos de conducción. En toda la civilización occidental se formó
una elite dirigente bastante estrecha, nucleada en clubes y facciones po-
líticos, que monopolizó la cultura, la prensa y la dirección del Estado y
de las oficinas estatales. Los políticos fueron a la vez historiadores, soció-
logos, escritores, críticos de arte, editores y redactores de periódicos, ju-
ristas, etc. Esta elite iluminada concentraba la producción cultural, juga-
ba un papel decisivo dentro del proceso de formación de la opinión
pública y elaboraba y controlaba la circulación de los discursos y repre-
sentaciones públicos. Sin embargo, debido al carácter individualista que
tenía la política de la época, los agrupamientos políticos generalmente
no eran duraderos: esto era así porque los partidos no eran, en la mayo-
ría de los casos, mucho más que un sello que definía a una alianza entre
notables, sin programa explícito ni bases fundacionales concretas, por lo
que su estabilidad dependía de las conveniencias individuales. El verda-
dero nervio de la política eran las facciones y círculos políticos que ma-
nifestaban una vitalidad sorprendente, redefiniendo permanentemente
su sistema de lealtades con el fin de escalar posiciones políticas. Por esta
razón, las facciones, círculos e, incluso, la propia competencia entre par-
tidos, recibían una connotación invariablemente negativa, ya que se sos-
tenía que estos nucleamientos “partían” y faccionalizaban a la sociedad,
desplazando el foco de la política de la búsqueda del bien común a la
consecución de intereses y ambiciones personales. Sólo gozaba de una
calificación favorable la idea de partido en singular, el Partido del Orden
–y no ya el sistema de partidos–, entendido como una única agrupación
capaz de resolver en su interior todas las tensiones sociales y de propen-
der al bienestar general. Si el bien común era uno solo, se sostenía, signi-
ficaba toda una contradicción que varios partidos, facciones o círculos
intentaran expresarlos, y disputaran ferozmente por el predominio.
De este modo, la política notabilar desarrollada hasta la década de
1870 no puede definirse como una política partidaria. Se trataba de una

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política facciosa que se desplegaba a lo largo de diversos escenarios: el


Parlamento, lógicamente, era el lugar de consagración de las decisiones
políticas, pero el proceso de toma de decisiones y de articulación de
alianzas incluía muchos escenarios cerrados –v.g., mansiones, tertulias,
salones, teatros, estadios, etc.–, la plaza pública, etc. En cada elección las
alianzas políticas variaban a partir de los cambios experimentados en las
relaciones personales de sus actores. No había una identidad partidaria
que se mantuviera en el tiempo; más aún, era frecuente que, a lo largo de
un debate, cada político modificara sus posiciones cuando se convencía
de la probidad de los argumentos ajenos, o de la imposibilidad de hacer
prevalecer los propios. En síntesis, el universo político era reducido, y la
participación pública era bastante limitada.
Esta forma de hacer política estalló en la década de 1870, cuando se
registró la primera crisis de la política moderna. El viejo sistema notabi-
lar no parecía capaz de contener la presión social que imponía el avance
de los procesos de sindicalización y la circulación de las ideas socialistas,
anarquistas y sindicalistas entre los obreros. En efecto, cuando empeza-
ron a aparecer los partidos y los sindicatos clasistas de masas, que eran
capaces de movilizar a una enorme masa de votantes y de manifestantes,
la política de notables –que funcionaba con una estrecha base social–
quedó perimida en los países centrales. En el marco de la política nota-
bilar, sólo votaba un 10% de la sociedad, no había padrones permanen-
tes y el sufragio era censatario y restringido. La circulación de las nuevas
ideas revolucionarias cuestionó este ordenamiento calificándolo de in-
justo, y llamando a barrer de un plumazo con él. La situación era de
extrema gravedad para la estabilidad del sistema, y se consideró que la
única alternativa posible a la utilización de la represión permanente para
acallar los reclamos obreros consistía en decretar una ampliación de la
base electoral. De este modo, si la clase obrera accedía al sufragio univer-
sal y lo practicaba efectivamente, su cooptación sería posible a corto pla-
zo ya que, en tanto votantes, serían partícipes de la designación del per-
sonal político encargado de regir a las sociedades occidentales.
Una vez que el sufragio universal comenzó a difundirse, a partir de la
década de 1870, y empezaron a aparecer los partidos de masas –que eran
verdaderas organizaciones burocráticas–, el problema que se planteaba la
burguesía era cómo lograr retener el control de la política en ese contexto
de ampliación de sufragio y de aparición de nuevas organizaciones polí-
ticas clasistas. Por esta razón, la dirigencia política vinculada con los
intereses burgueses impulsó procesos de imposición y regimentación de
la población, de difusión de un imaginario de ideas, de un panteón de

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próceres y de un conjunto de valores –es decir, los valores de la burgue-


sía– a través del sistema educativo, que se extendió considerablemente,
hasta convertirse en obligatorio en muchos casos. Pero si bien esto era
muy importante, no era suficiente. La burguesía, además de apelar a estas
herramientas de control social, también debió reorganizarse políticamente.
En tal sentido, se volvió moneda corriente el ejercicio del fraude electo-
ral, o bien la creación de circunscripciones electorales totalmente antoja-
dizas, por las cuales, pueblos con 200 personas y ciudades de decenas de
miles de habitantes elegían la misma cantidad de representantes. Para
esto resultaba indispensable mantener el control sobre el aparato político
del Estado. Así comenzaron a crearse los partidos burgueses, que inten-
taron arrastrar tras de sí a los votantes de las clases medias.
En este contexto, reapareció la discusión sobre una cuestión que ha-
bía desvelado a los liberales durante la primera mitad del siglo XIX. Su
formulación era bastante sencilla: si en cualquier sociedad había muchos
más obreros y pobres que sectores medios y altos, era difícil encontrar
una razón por la cual los pobres en lugar de votar por otros pobres vota-
sen por quienes no eran pobres. Es decir, ¿por qué un obrero, en lugar
de votar por otro obrero, iba a decidir votar por un burgués o un intelec-
tual? Esta inquietud, que producía un gran temor, había llevado a retra-
sar todo lo posible el proceso de ampliación del sufragio, ya que los
argumentos racionales conducían a la conclusión de que los pobres al-
canzarían entonces el control del Estado, y la burguesía iba a ser expro-
piada del mismo modo que la aristocracia. En tal situación, el gobierno –
que tradicionalmente había favorecido a las clases propietarias y nobilia-
rias– ahora iba a beneficiar a los pobres.
Sin embargo, la experiencia histórica demuestra que eso no ocurrió.
¿Qué era lo que hacía que los pobres no votaran necesariamente por otros
pobres, sino que lo hicieran –y todavía lo hagan– por quienes defienden
intereses muy distintos a los suyos? Las razones son diversas. Si bien es
cierto que una porción importante de obreros y proletarios efectivamente
siguieron a los partidos de masa. La manipulación de circunscripciones
y el fraude electoral tuvieron un papel esencial, pero no fueron las úni-
cas herramientas que propiciaron el resultado pretendido por la burgue-
sía. En efecto, a partir de la década de 1860 se produjo una nueva –e
inédita– alianza entre el liberalismo y la Iglesia Católica. Hasta mediados
de siglo, el liberalismo había sido uno de los críticos más férreos de la
Iglesia Católica, al plantear que ésta vivía en el pasado, en la etapa medie-
val, que condenaba a las sociedades al atraso, que sus dogmas estaban
basados en la oscuridad, en la ignorancia, en la negación de la racionali-

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dad humana. Por estas razones se postulaba que la Iglesia era una institu-
ción que había que liquidar necesariamente porque se oponía al progre-
so. Sin embargo, una vez que empezaron a aparecer los partidos de masas
de izquierda, los políticos burgueses se dieron cuenta de que la mayor
parte de los pobres también eran religiosos. Por esta razón, a partir de la
década de 1860 la burguesía buscó el respaldo de la Iglesia Católica, que
modificó su férrea posición anterior de censura al capitalismo, preocu-
pada gravemente también ante la perspectiva cierta de un proceso gene-
ralizado de emancipación social que pusiera fin a sus tradicionales privi-
legios. Así, el papado pasó a plantear que si bien el capitalismo era una
forma de explotación del hombre por el hombre (tal como afirmaba hasta
entonces), había una forma de organización social posible todavía peor,
el socialismo, que hundía al hombre bajo la dictadura de la masa.
Para combatir esta amenaza, la Iglesia impulsó la formación de sindi-
catos católicos por toda Europa, destinados a cumplir un papel muy
destacado en la lucha contra la difusión del socialismo. En primer lugar,
encuadraron a porciones de obreros equivalentes a las que lograban mo-
vilizar los partidos clasistas. En segundo lugar, cuando los sindicatos
clasistas decretaban huelgas, los católicos proveían a los patrones de es-
quiroles (rompehuelgas) para que ocuparan sus lugares sin detener la
producción. Esta injerencia de la Iglesia, sumada a las estrategias educa-
tivas y a la aplicación de una exitosa ingeniería electoral, permitieron
garantizar que la burguesía, siendo numéricamente inferior a las clases
obreras y proletarias, mantuviera en todas partes el control político.

1. La prensa escrita
No menor fue la importancia que adquirió el medio de comunicación
característico de la época: la prensa escrita. En realidad, la prensa escrita
no era una novedad para la época, pero sí el alcance e influencia que
alcanzó a lo largo de todo el tejido social. Para graficar la magnitud de
este cambio, resulta de interés analizar brevemente los procesos de for-
mación de opinión pública antes y después de 1870.
Durante la etapa previa, caracterizada por la política de notables,
quienes intervenían en política no necesariamente lo hacían a través de
los derechos políticos. En realidad, en todas partes existían clubes y aso-
ciaciones compuestas, fundamentalmente, por sectores medios y altos de
la población. Esos clubes eran ámbitos de discusión que incorporaban a
personas que se consideraban pares entre sí. Casi todos estos clubes te-
nían un periódico en el cual expresaban sus ideas y tomaban posición

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pública frente a todas las cuestiones de actualidad. En cierta medida,


estos clubes, asociaciones y periódicos, incidían en la organización de la
agenda política. A la vez, las intervenciones públicas de algunos actores
prestigiosos –aunque no ejercieran cargos políticos– implicaban una gran
influencia para los políticos y representantes que debían tomar decisio-
nes políticas. De este modo, si bien la política de los notables incorpora-
ba a figuras prestigiosas como gobernantes y legisladores, también incluía
a otras figuras no menos prestigiosas, que actuaban o incidían sobre la
política desde fuera de la política. Eran redactores o editores de periódi-
cos, miembros de clubes, asociaciones, etc. En realidad, era una política
limitada en cuanto al número de participantes, pero muy amplia en cuanto
a los escenarios en que se ejercía.
Los periódicos de esta etapa de política de notables no tenían, salvo
excepciones, más de un par de páginas. Estos periódicos era fundamen-
talmente facciosos. A través de estos periódicos, las facciones y los círcu-
los políticos explicaban sus puntos de vista frente a cada cuestión de
actualidad que se presentaba en la sociedad. Como todavía había un alto
número de analfabetos, muy a menudo se practicaba la lectura en voz
alta. Alguien leía en voz alta y luego la audiencia comentaba los artículos
y editoriales. Porque detrás de cada periódico había una facción política.
De este modo, los periódicos no tenían una pretensión de neutralidad:
se presentaban como representantes de esa facción y defendían sus posi-
ciones.
Alrededor de 1870 se produjo un cambio trascendental: la prensa
facciosa que expresaba los intereses de un grupo político determinado
empezó a ser progresivamente reemplazada por otra prensa, compuesta
esencialmente por los periódicos comerciales y la prensa partidaria. Los
periódicos comerciales tenían dos fuentes de financiamiento principa-
les: los avisos comerciales y la venta de sus ejemplares. A través de sus
anuncios, los anunciantes intentaban influir en las decisiones de los con-
sumidores, pero también en la de los editores de los periódicos, condi-
cionando la continuidad de la relación a la línea editorial adoptada por
el diario. En esa nueva prensa escribían figuras políticas de distintas
facciones políticas, ubicadas dentro del límite políticamente aceptable
por editores y anunciantes burgueses. El periódico en sí se convirtió, de
este modo, en un espacio de discusión, de debate, mucho más relaciona-
do con la prensa actual que con los pasquines facciosos.
Por su parte, los partidos de masas comenzaron a publicar su propia
prensa. Los medios de izquierda se sostenían con las suscripciones de los
afiliados y allegados, y hacían mucho hincapié en cuestiones teóricas y

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en la difusión de la doctrina partidaria respectiva. No eran medios inde-


pendientes, sino un apéndice más de la burocracia partidaria. Esta pren-
sa tenía un inconveniente: no alcanzaba a satisfacer la demanda de infor-
mación de las masas, ya que se consideraba, por definición, que el depor-
te y otras actividades a las que el pueblo le prestaba mucha atención, eran
distracciones organizadas por la burguesía y por ese motivo no había que
asignarle espacio en sus páginas, todo lo contrario de lo que hacía la
prensa comercial, que cada vez otorgaba mayor proporción a este tipo de
eventos. Así, para leer comentarios y novedades sobre partidos de fútbol,
peleas de box, etc., los obreros debían adquirir la prensa burguesa.
De este modo, los periódicos comerciales y partidarios de masas ad-
quirieron un papel central en la política y empezaron a influir como
fuerzas de interés. Los periódicos comerciales tenían una pretensión de
neutralidad que los diferenciaba claramente de la prensa facciosa prece-
dente, como de la de los partidos de masas.

2. De miles a millones
Antes de 1870, la actividad política sólo ocupaba a unos pocos miles
de personas en cada Estado. Después, pasó a ser una política de millo-
nes. En este contexto de escenario político ampliado, donde entraron en
juego intereses heterogéneos, empezaron a surgir partidos políticos mu-
cho más burocratizados. A partir de 1870, surgieron partidos por todas
partes que tenían inserción a nivel nacional, y que para ello, debían
contar con una burocracia que permitiera administrarlos adecuadamen-
te. La creación de burocracias partidarias demandó que las agrupaciones
políticas de masas –más allá de las contribuciones de sus afiliados– recla-
maran la provisión de recursos de la tesorería del Estado para financiar-
se. Para conseguir estos fondos, los partidos necesitaban ganar elecciones
o, al menos, obtener bancas legislativas que les permitieran negociar la
entrega de fondos públicos a cambio de votos.
En este aspecto, los partidos de masas eran muy similares a los actua-
les. En el caso de la izquierda, la cuestión era más compleja. El anarquis-
mo evitaba por definición cualquier relación con el Estado, ya que su
objetivo era la liquidación de cualquier forma de Estado, concebida como
una herramienta de dominación. Por lo tanto, su andamiaje se mantenía
exclusivamente con los aportes de sus afiliados, y sus recursos siempre
resultaban insuficientes. En el caso de los partidos socialistas, en cambio,
las posiciones se radicalizaron. El gran debate que debieron afrontar los
socialistas europeos a partir de 1870 consistía en definir si debían apun-

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tar directamente a la revolución, liquidando el orden burgués sin pasos


previos, o por el contrario debían adoptar en principio una vía reformis-
ta, introduciéndose en el juego electoral, lo cual les permitiría diseñar
una organización a nivel nacional y acceder a la tribuna pública para
difundir sus ideas, para recién después adoptar una estrategia revolucio-
naria. Esta última solución se impuso, con la consecuencia inmediata de
que la etapa revolucionaria quedó postergada indefinidamente, ya que
para poder mantener la estructura paquidérmica que demandaban los
partidos de masas –tanto de izquierda como burgueses– era indispensa-
ble conseguir una firme inserción dentro del sistema, que permitiera
acceder constantemente a nuevas fuentes de financiamiento público.
Hay un elemento central en esta clase de partidos que los politólogos
destacaron en el pasado, pero que ahora, a la luz de los estudios de los
historiadores, ya no resulta tan evidente: su carácter de partidos de pro-
grama. En efecto, cada uno de estos partidos adoptaba un programa gene-
ral que incluía sus objetivos de máxima y programas parciales, con sus
objetivos inmediatos antes de cada elección o al inicio de cada año. Los
partidos de la época generaban identidades políticas muy fuertes. Sobre
todo, los partidos de izquierda. Los afiliados seguían los programas y la
orientación ideológica del partido, y se definían en sus relaciones habi-
tuales como socialistas, anarquistas, etc. Eran identidades que general-
mente se legaban de padres a hijos. Por el contrario, en la etapa notabilar,
si bien quienes de algún modo se involucraban en la política eran libera-
les o conservadores, su constante reposicionamiento –al cambiar de círcu-
los o facciones de referencia– impedía definir identidades más precisas.
Hay una cuestión que permite relativizar un poco la pureza prístina
que parece rodear a las descripciones sobre los partidos de izquierda.
Estos partidos, para poder mantenerse y financiarse, debían tener mayo-
rías en el aparato del Estado. Precisaban tener un papel protagónico en la
sanción de leyes, y para esto tenían que hacer acuerdos con otras fuerzas
políticas para obtener, a su vez, respaldo para votar las leyes que a ellos
mismos les interesaban, o bien para obtener fondos públicos. Como con-
trapartida, debían respaldar otras leyes que no necesariamente estaban
incluidas dentro de sus programas. Por esta razón, si bien llegando a la
Primera Guerra Mundial existían grandes diferencias entre el socialismo
y los partidos burgueses, en muchos casos las posiciones extremas se
habían ido acercando cada vez más a un eje común, ya que ambos te-
nían, al menos, un interés compartido –más allá de las declamaciones
revolucionarias pour la galerie–: la preservación del aparato del Estado,
que era el que permitía que esos partidos pudieran mantenerse y finan-

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ciar a su burocracia. De hecho, donde se produjo la Revolución de Octu-


bre de 1917, la Rusia zarista, había un gobierno absoluto. Para entonces,
en todo Occidente los partidos socialistas de masas habían sido coopta-
dos por el sistema, ya que únicamente en ese sistema podían mantener la
gigantesca burocracia que habían desarrollado.

II. La crisis de entreguerras


Cuando culminó la Primera Guerra Mundial, la política de masas
experimentó una nueva y larga crisis, en el marco de un cuestionamiento
general sobre las posibilidades de la democracia que se extendió hasta la
finalización de la Segunda Guerra Mundial. En efecto, en las décadas de
1920 y 1930, dentro de los países centrales, sólo en los Estados Unidos
subsistía un sistema democrático pleno. En el resto –como Italia, la Unión
Soviética, Alemania o Francia– aparecieron nuevos regímenes, que se
sustentaban en partidos de masas que negaban la validez del sistema
democrático, al que presentaban como un producto burgués perimido.
Del mismo modo que durante los tiempos de la política notabilar se
había censurado a los partidos y a las facciones, presentándolos como
agentes de la fragmentación social y sólo había recibido un juicio favora-
ble la noción de partido en singular, como expresión de una síntesis
entre los distintos intereses sociales, los nuevos regímenes de entregue-
rras acariciaban la idea del partido único; es decir de un partido que
representara a toda la sociedad pasando por encima o eliminando las
diferencias sociales. Según se verá en el capítulo 11, las prácticas caracte-
rísticas del sistema democrático fueron reemplazadas por otras formas de
hacer política, en clave corporativa, en la cual intervenían permanente-
mente otros elementos como la violencia, tal como sucedía con los cami-
sas negras y pardas del fascismo y el nazismo. También incluía la agresión
directa al otro, a quien no adoptaba una identidad política totalitaria, o
quien evidenciaba características étnicas diferentes. Se trataba de una
forma de hacer política que era una negación de la política entendida
como un actividad de negociación tendiente a alcanzar acuerdos entre
intereses diferenciados. En cambio, la política de los Estados totalitarios
expresó otra concepción: la continuación de la guerra por otros medios y
allí, a la postre, sólo hubo vencidos.

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