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Conceptualizaciones del principio

1. Del poder penal y sus límites.

1.1. Sobre el concepto de poder penal.

Si el principio de ultima ratio es, como veremos, un límite a la intervención violenta del Estado
en la conflictividad social, la reseña histórica de este principio no puede hacerse omitiendo
referencia al objeto limitado: el poder penal. Por ello, es imprescindible para nuestro relato
introducirnos, aunque más no sea brevemente, en la historia del castigo violento.

Los orígenes del poder penal no son sencillos de rastrear, en la medida en que se retrotraen a
las más tempranas organizaciones sociales humanas. En palabras de Binder:

¨la aplicación de poder punitivo, es decir, de cualquier forma de violencia más o menos
formalizada, por parte de quien ejercía un poder superior a los involucrados en el conflicto,
nunca fue un hecho aislado o circunstancial. Ni siquiera en sociedades antiguas de las que nos
separan ya miles de años. Es que, desde los orígenes mismos de

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cualquier forma de ejercicio del poder, él siempre tuvo algún vínculo con la violencia¨ (2011:p.
12).

En el mismo sentido, dice Carrara que la pena

¨en la historia de la vida humana, remonta desde los días presentes a las tradiciones más
remotas, y atraviesa todos los siglos con una efectividad inalterada y constante (…) Varió con el
variar de las costumbres y con el desenvolverse de las diversas formas de civilización, la fuerza
a la cual se atribuyó el impulso de semejante acto, que ora se encontró en el individuo, ora en
una potencia suprasensible, ora en una categoría de hombres privilegiados, ora en la
agregación de las multitudes asociadas. Variaron los modos, los límites, las formas y las
condiciones de aquel hecho; pero el hecho no cesó jamás, jamás desapareció, ni siquiera por
un período brevísimo, de la faz de la tierra. No hubo población, por inculta que fuese, no hubo
intervalo transitorio de tiempo, aún libre de todo freno moral, en el que la humanidad no se
mostrase informada de este pensamiento de la irrogación de un mal contra el individuo que
había ofendido los derechos del propio semejante¨ (1944a: p. 375).
Baste referir, para ilustrar esta cuestión, la existencia de normas penales en el antiguo código
sumerio de Ur-Nammu –gestado entre los años 2100 y 2050 A.C.- y en el famoso código de
Hammurabi –que dataría del año 1728 A.C.-, entre otras varias codificaciones antiguas.

Por ello es que, aun admitiendo que toda generalización corre el peligro de pecar por ligereza,
podemos afirmar –al menos provisoriamente- que el castigo violento tiene profundas raíces
históricas en el devenir de las

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organizaciones sociales humanas o, lo que es lo mismo, que ¨siempre ha habido una


determinada forma de violencia social organizada¨ (Binder, 2011: p.1).

Contra esta postura, Zaffaroni ha afirmado que ¨el poder punitivo no existió siempre ni en
todas las sociedades, como pretenden algunos penalistas¨ (2012: p.21). Para sostener esta
afirmación, el autor explica que

¨el poder punitivo surgió sólo cuando el señor, el dominus, el soberano (o quien sea que
ejercía la autoridad), decidió usurpar el lugar del lesionado, lo eliminó del escenario y se
proclamó único ofendido con derecho a reprimir. Eso que llamamos confiscación de la víctima
–otros lo llaman expropiación– es precisamente lo que caracteriza al poder punitivo¨ (2012: p.
21).
Consecuencia de ello, sólo podría hablarse de la existencia de poder punitivo a partir del
nacimiento de los Estados modernos. El poder penal ha tenido diversas configuraciones y
niveles de intensidad a lo largo de la historia, y, en efecto, asiste razón a Zaffaroni cuando dice
que la mayor incidencia del castigo violento suele ser el correlato histórico de la estructuración
de Estados verticalistas y autoritarios (2012: p. 22-23), pero la terminante afirmación antes
reseñada, que parece contradecir la nuestra, obedece a lo acotado de su concepto de poder
punitivo que comprende, en esencia, a aquella configuración de la violencia social organizada
con formas más semejantes al que se ejerce en la actualidad.

Por nuestra parte, empleamos un concepto de poder penal más amplio. En nuestra
consideración, el acento está puesto en el empleo de violencia como respuesta a la
conflictividad social -respuesta que, además, tiene un cierto nivel de organización social-. De
esta manera, formas primitivas de violencia social organizada pre-estatales ingresan en esta
historia del poder penal.

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Debe entenderse que lo que aquí hemos afirmado no se refiere exclusivamente al poder penal
como lo concebimos hoy -es decir, al castigo aflictivo consistente en general en la privación de
la libertad de las personas, impuesta por funcionarios estatales-. Desde luego, estas
configuraciones del poder penal vigentes tienen una fecha de nacimiento que puede
identificarse con relativa precisión y que está emparejada, como ya veremos, con la
conformación de los Estados modernos. Pero, sin desconocer su importancia, no son más que
otra manifestación de la larga historia de la violencia social organizada.

Con esta perspectiva podemos decir entonces que desde las más tempranas conformaciones
humanas es posible rastrear el empleo de violencia como castigo –aunque, como bien señalara
Carrara, con sensibles variaciones en sus fundamentos, formas de administración, niveles de
intensidad y en la titularidad de su ejercicio–. Pero, valga la advertencia, esta afirmación en
modo alguno implica un juicio valorativo en relación a la bondad del poder penal, ni a la
necesidad de su existencia: que toda sociedad desde antiguo tenga o haya tenido alguna forma
más o menos estructurada de castigo violento no significa que ello sea en sí mismo algo
virtuoso, natural o necesario, ni que sea imposible pensar modelos de organización humana
que, en el futuro, prescindan de él. Se trata, sencillamente, de reconocer lo que Binder
denomina la facticidad del poder penal (2011), su continuidad histórica. Reconocimiento sin el
cual su análisis -y, en particular, el estudio de sus límites- resulta imposible.

1.2. Los orígenes del poder penal: entre la venganza y el pensamiento

mágico.

Quienes han estudiado con profundidad el tema encuentran que el poder penal tal y como lo
entendemos hoy abreva en una de dos fuentes. Una primera corriente hace derivar a la pena
estatal de las prohibiciones tabú propias del pensamiento mágico de las tribus antiguas. Dice
Soler, por ejemplo, que las prohibiciones tabú prefiguran a las penales en tanto implican ¨lo
prohibido en grado supremo¨, pero ¨confundiendo¨ lo prohibido ¨en un solo principio mágico,

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fundamentalmente religioso¨ (1989: p. 62). Otros, en cambio, lo ven anticipado en las formas
de venganza privada que luego fueran asumidas por el Estado1. Como una corrección parcial
de esta segunda tesis, algunos autores descartan la venganza individual como origen histórico,
pero admiten que la denominada venganza de sangre -esto es, la venganza colectiva, del grupo
ofendido al grupo de pertenencia del ofensor– puede ser considerado un antecedente mediato
del poder penal2.

Aún cuando los penalistas se han alineado tradicionalmente en una u otra de estas
corrientes3, entendemos que estas tesis no son incompatibles, y, antes bien, es probable que,
en su devenir histórico, los orígenes del poder penal
1 Así, expresa Carrara que ¨es necesario reconocer, como una verdad autenticada por las
más remotas tradiciones de la raza de Adán, que la idea de la pena nació en los hombres
primitivos del sentimiento de la venganza¨ (1944a: p. 407).

2 Jiménez de Asúa señala como sostenedores de esta tesis a Bar, Kohler, Tissot, Garçon y
Szèrer (1950: p.

207).

3 A favor del origen mágico y religioso de la pena, dice Jiménez de Asúa:

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