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DISCURSO: HOMENAJE A LA MUERTE DE JOSÉ DE SAN MARTÍN

SR. PRESIDENTE DEL ROTARY CLUB


SRAS Y SRES MIEMBROS DE LA INSTITUCIÓN ROTARIA
INVITADOS ESPECIALES
SEÑORAS Y SEÑORES

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Nos convocamos hoy aquí para conmemorar un nuevo ANIVERSARIO del
fallecimiento del general Don José de San Martín.
“El 17 de agosto de 1850 a las tres de la tarde moría en Boulogne-sur-mer
José de San Martín, coronel mayor de la Argentina, brigadier general de Chile y
generalísimo del Perú” (PÉREZ AMUCHÁSTEGUI 1966: 107).
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Antes de realizar alguna consideración específica sobre cualquier realidad
histórica, se impone hablar acerca de las limitaciones de la Historia o, para decirlo
mejor, sobre las limitaciones del historiador, esto es, de quien entiende que desde
su perspectiva actual recupera la VERDAD de una realidad pretérita, cuando en
realidad sólo puede hacerse de una imagen verosímil de ella.
Todos conocemos algo acerca de los próceres que la liturgia cívica nos
impone como aquellos que deben recordarse, como forma legítima de preservar
los lazos de unidad de los humanos que conformamos una nación. El traer a la
memoria un determinado momento pretérito significa obligarnos a verlo, vale decir,
colocar ante nuestros ojos una imagen que se nos escabulle en los entresijos de la
memoria.
Ahora bien, sólo podemos vivenciar lo histórico de otros tiempos en tanto
atentos observadores comprometidos con nuestro presente. Desde esa
perspectiva una realidad pretérita se hace significativa; nos dice «algo» que no es
simple expresión arqueológica de un tiempo desconocido, sino auténtica vivencia
de una realidad que nos conmueve.
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Pero tanto el humano inquieto al que una determinada efeméride le convoca


como el estudioso de la disciplina historia, se enfrentan a fenómenos, es decir, a
apariencias, y esto dice que la «realidad-en-sí» de cualquier acontecer pretérito es
inapresable por su naturaleza. Lo pretérito «ha sido», no es presencia.
Además el historiador de nuestro tiempo, o aún de comienzos de la centuria
anterior, que en su obra afirme su intención de trazar un vivo retrato del prócer a
quien rendimos memoria, peca de ingenuidad, pues la masa documental de la
época que se propone resucitar sólo le acerca un fragmento de la vida de José de
San Martín.
Agreguemos además que sólo interpretamos textos ya interpretados, pues
aún las consideraciones expuestas en una carta autógrafa por el prócer resulta el
fruto de la interpretación de su autor. De allí que el auténtico historiador sea el que
ante fuentes documentales contundentes exprese su humilde limitación a la hora
de retratar una determinada realidad.
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Adelantemos ya, algunas consideraciones sobre el pensamiento de José de
San Martín.
Arriba José de San Martín al puerto de Buenos Aires en marzo de 1812.
Luego de la entrevista con el Libertador Simón Bolívar en Guayaquil, debilitado
políticamente, pone fin, en julio de 1822, a su accionar militar en América
meridional. El 10 de enero de 1824 partió rumbo a Europa desde donde trabajó
“por la consolidación de la independencia y la libertad del nuevo mundo” . Habían
bastado diez años para llevar a cabo (con su sello) la empresa emancipadora de
alcance continental, pues “si el dominio español había sido continental, también
continental debía ser la acción revolucionaria”. Consolidó la independencia de las
Provincias Unidas del Río de la Plata y conquistó después la América austral. Al
trasponer los Andes, se identifica con la revolución de Chile. Por el camino del
Pacífico, apunta Bartolomé Mitre, “ejecuta la tercera grande etapa de su itinerario,
libertando el Bajo Perú, cuya independencia funda y cuya constitución bosqueja” .
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San Martín representa el arquetipo de la causa emancipadora, entendida en


su dimensión continentalista y encauzada en una ética, cuyos principios se reflejan
en la coherencia de sus actitudes y de sus planes, que sostendrá sin concesiones
hasta el fin de sus días.
Ya desde el momento en que pisó tierra americana, pudo observar el
espíritu anárquico que anidaba en sus compatriotas, y no tardó en comprender lo
difícil de su misión, sacudido como estaba el antiguo Virreinato rioplatense por
localismos disolventes, los cuales, con el nombre de Federalismo, pugnaban por
imponerse en cada provincia, comarca o distrito.

En documentos públicos o privados, puso de manifiesto esos instintos


destructivos de la sociedad hispanoamericana, razón por la cual fue vilipendiado y
acusado de mezquinos intereses que, a su vez, lo llevaron a apurar —ya desde las
Provincias Unidas en Sud-América, ya desde Chile o Perú—, la concreción de su
Plan político para —concluido éste—alejarse definitivamente de la tierra americana
pues, como él mismo afirmara:

la presencia de un militar afortunado es temible a los Estados


que de nuevo se constituyen"

Atento a su actuación militar, se puede reseñar diciendo que, formado en el


escenario de la guerra franco-española —donde se habían revelado jefes eximios
y se hicieron prodigios que renovaron todo el viejo y rutinario sistema militar—,
estaba dotado (además) de excelsas cualidades que en América se desplegaron
en toda su madurez.
El Proyecto de patria americana que, sin claudicaciones, compartió con
unos pocos seguidores fieles, encontró su momento más decisivo cuando la batalla
de Maipo puso a Chile en sus manos pero, a su vez, significó (para este Proyecto)
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el principio del fin, advirtiendo San Martín, en todo su dramatismo, como más tarde
lo haría Simón Bolívar que, quien sirve a una revolución en América ara en el mar.
Cuestiones de política interna y otras de política exterior marcharon juntas
para dar por tierra con su anhelado Proyecto, que ensayara por última vez desde el
Protectorado peruano.
Parafraseando a Bartolomé Mitre diremos que la acción de San Martín se
prolonga en el tiempo y su influencia se transmite a la posteridad como hombre de
acción consciente. En tal sentido, como general de la hegemonía argentina
(primero) y de la chileno-argentina (después), es el heraldo de los principios que
han dado su constitución internacional a la América, buscando cohesionar sus
partes componentes.
Por ello, con todas sus deficiencias, es el hombre de acción deliberada y
trascendental más bien equilibrada que haya producido la revolución
sudamericana.
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Como todo discurso, que es la proyección sintáctico-semántica de nuestro
entendimiento, el producido por San Martín es pasible de lecturas o
interpretaciones varias. Pero todo él, sin embargo, responde a la vez a una
impronta de época y a otra de carácter personal. Y si importan los conceptos por él
vertidos, no importa menos, el contexto en el cual los produce.
Época aún clásica, y de suyo de un pensamiento que se articula en torno a
una visión a la vez ÉTICA y ESTÉTICA, donde el DEBER SER se amalgama con
la NOBLEZA FORMAL del discurso; del texto.
Discurso sanmartiniano —discurso clásico— que elude cualquier
borrosidad, de esa borrosidad tan característica de nuestro pensar y de nuestro
accionar actuales. Discurso de una época donde nada humano —grande o
pequeño— se entiende ajeno al sentido de la LIBERTAD, que es tanto como decir
de la DIGNIDAD HUMANA. El DEBER SER (ese imperativo plasmado por
Inmanuel Kant) alcanza la altura de un imperativo categórico.
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Desde la función pública, y en tal contexto, la acción del magistrado no se


concebía sino desde un REFERENTE ÉTICO. Desde tal perspectiva, a quien
participaba de una acción pasional e impropia, no le era dable eludir su desviación
y la responsabilidad correlativa.
San Martín, a quien evocamos e invocamos, se nos aparece de una manera
muy especial en esta hora en tanto símbolo incontrastable de un DEBER SER,
instancia ética remota y brumosa, casi un arcaísmo en un mundo cuyo signo Juan
Pablo II definiera como el de “la cultura de la muerte”.

San Martín simboliza una manera de pensar, de ver el mundo, que aún
hacía del HONOR la piedra basal de toda acción; donde en su mismo enunciado, y
de manera singular el magistrado, jugaba su SER por entero.
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El escritor alemán Friedrich Nietzsche en su obra Segunda consideración
intempestiva escrita en 1874, decía que “la historiografía se encontraba ligada a la
vida en tres sentidos; a uno de ellos lo denominó “concepción monumental de la
Historia”: Historia entendida como aquello que es activo y pujante (NIETZSCHE
2006: 29).
La historia argentina no escapa a esta singular mirada y aquí echamos
mano a esa «concepción monumental» en un específico sentido, apartándonos del
núcleo duro diseñado por el pensador alemán. Tomamos la expresión «historia
monumental» para enfrentarla a otra que retorna cíclicamente en el ámbito
historiográfico de nuestro medio y que enlaza con el triunfo del pensamiento y el
sentir vulgares que definen nuestro mundo post-moderno globalizado.
Como «concepción monumental» de la historia puede definirse en Argentina
aquella que impone Bartolomé Mitre en su Historia de San Martín y de la
emancipación Sudamericana (escrita en 1887), obra que no sólo recorrió el pasado
argentino sino que además impuso un prototipo historiográfico donde alineó a
izquierda y derecha a los hombres por él considerados probos y réprobos situando
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en el centro un referente arquetípico: José de San Martín. Este esquema inscripto


dentro de la historiografía liberal-positivista buscaba dar sólidas bases a la facción
política por él representada, que era tanto como expresar el camino civilizador por
el que debía marchar el orden político-cultural argentino.
Sin embargo, sólo interesa en esta instancia recoger la consigna de
Nietzsche referente a lo «monumental» a efectos de encuadrarla en una mirada
«ético-pedagógica» del decir historiográfico. No es nuestro interés debatir
planteamientos historiográficos, menos aún cuando desde su nacimiento como
disciplina con pretensión científica en el siglo XIX, devino (en su marcha) elemento
parasitario obturador del pensamiento reflexivo, esto es, del pensamiento
auténticamente filosófico.
Robándole una expresión a Nietzsche no queremos vindicar una historia
definida como “embarazosa carrera de antorchas” (31), sino centrarnos en una
efeméride que gira en torno a un personaje.
¿Por qué entendemos que el enfoque «monumental» debe prevalecer?
Si se acuerda que los pueblos deben tener un mínimo de memoria histórica
(aquella que otorga fuerza a su vida) requieren entonces de una identidad
lingüística y de algún referente histórico. La concepción historiográfica (desde una
perspectiva «monumental») se impone sobre todo en los pueblos que nacieron de
una ruptura cultural y política reconocida. En nuestro caso, por un lado, debe
recordarse el pasado hispánico, que es el pasado histórico-lingüístico, por otro,
ante la nueva realidad surgida en torno a 1810, precisa el pueblo argentino
identificarse con algo que lo legitime ante sí mismo. El «enfoque histórico
monumental», si bien no puede ofrecerle a esa realidad surgida de una ruptura un
linaje acrisolado por el tiempo, le entrega algunos héroes. Pero, por tratarse de
campeones, de próceres, éstos no pueden exceder de un puñado. En el último
tercio del siglo XIX el pueblo argentino podrá reconocerse como descendiente
legítimo de un prócer arquetípico: José de San Martín. Como apuntamos,
Bartolomé Mitre lo consagra en la obra que le tiene por protagonista. En torno a él,
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antes y después de su presencia en el Río de la Plata, girará toda la narrativa


histórica.
Mitre se convierte, para el ser argentino, en el Virgilio de la época de
Octavio Augusto. El pueblo argentino tendrá también su Eneida.

Pero hablar de héroe, prócer o campeón de la argentinidad requiere


construir una imagen que se concilie con lo que tal voz lleva de suyo. Los pueblos
a la hora de reconocerse como hijos de alguien le exigen un origen peraltado. Esos
pueblos pedirán silenciosamente por alguien que resulte la síntesis de las virtudes
cardinales.
Como protagonista de una epopeya, José de San Martín es reconocido
como héroe, no porque la palabra se le sobreponga a su nombre, sino,
contrariamente, porque significaciones sublimes, taumatúrgicas, místicas, esculpen
la palabra. Poco importa el recitativo histórico de acontecimientos y procesos, los
cuales pueden olvidarse por completo sin daño alguno para los pueblos, importa
en cambio, de manera sobresaliente, el «efecto en sí», la luz que dimana de esa
figura dotada de «algo innatural y maravilloso».
Una famosa pintura (escenificada con mudanzas en un filme argentino
reciente sobre el cruce de los Andes) nos acerca esa imagen. Se podrá advertir
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cómo el héroe en medio de la adversidad y del desafío homérico se yergue sin


conmoverse sobre un caballo inmaculadamente blanco; blanco que representa la
pureza, la luminosidad de espíritu y de mente; a su lado, pero como recostado y
marcando cierta distancia se ubica el Estado Mayor, luego el escenario grandioso
de la cordillera y de un ejército que se difumina y se sitúa en un plano más bajo. La
fuerza del paisaje que absorbe la magna empresa se proyecta a su vez sobre la
figura del héroe que la resume en un haz.
¿Conmueve esa escena al ánimo de un joven adulto de nuestro tiempo?
Difícilmente porque el sentido trágico de la vida se agotó con el fin del siglo XIX.
¿Podría un texto hoy traducir la fuerza de la imagen? Tampoco, pues la «visión del
mundo» de nuestro tiempo obturó sentimientos y lenguajes de factura épica; la
serenidad trágica del drama que la pintura coloca ante los ojos se escapa
absolutamente.
La imagen habla por sí misma un lenguaje de grandeza ética y estética. Si
una imagen, si un discurso escrito por el prócer no nos conmueve, todo ello dice de
un horizonte que es necesario comenzar a abrir para recuperarnos como entes
humanos. El mensaje «monumental» es aquel que encierra «energía psíquica».
Educar históricamente se impone: obliga a advertir sobre la ruptura de ese lazo de
empatía y, a la hora de rememorar efemérides, subrayar y a la vez comenzar el
rescate del lenguaje en su auténtico sentido de «morada del ser».
Todo humano (para serlo efectivamente) requiere poder encontrarse con la
trama del lenguaje (lenguaje que constituyó en los tiempos de juventud y madurez
de San Martín el carácter de emblema). Sólo desde esa perspectiva podrá
avizorarse la «posibilidad» de un futuro.
La imagen mencionada enuncia un ideal. ¿Acaso no representaban los
griegos al héroe como un semidiós o como alguien nacido de una divinidad y de
un humano?
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Pero (se dirá) esto no es real. La respuesta se asemeja a una cuestión de


fe: la «historia monumental» es algo hacia lo que impone dirigirse, encontrarse con
ella y quedar en éxtasis frente al espectáculo en su conjunto.
Ahora bien, para producir su efecto en los pueblos, la «historia
monumental» no debe abrumar, a la vez que debe servir como ejemplo de apertura
de horizontes creativos. Pero importa subrayar este aspecto: no debe abrumar,
porque en un todo de acuerdo con Nietzsche “a partir de cierto exceso, la vida se
deteriora y degenera, tal como a fin de cuentas, también le ocurre a la misma
Historia” (NIETZSCHE 2006: 28). La Historia como «obra puramente artística»,
como mirada filosófica, literaria, siempre enriquecerá el flujo vital, lo importante es
ver reiteradamente en algunos momentos del camino histórico las claves que nos
ayuden a encontrarnos como entes humanos que sólo lo seremos junto al otro.
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