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HISTORIA
Por: Miguel Huertas
Parto del principio de que las obras de arte que considero significativas surgieron
de la búsqueda de personas que intentaban comprender algo importante de la
realidad, del mundo, de la vida social, y no de la voluntad expresa de producir una
obra de arte. Que esos autores tenían claro que esa búsqueda solamente podía
llevarse a cabo mediante una cierta forma de hacer que involucra la percepción, la
conciencia y los modos de atribución de sentido del trabajo como acción en y
sobre el mundo, que habitualmente llamamos arte.
Este pensar haciendo (o hacer pensando) exige una vuelta al origen, no como si
no viéramos las nociones construidas, sino justamente deconstruyendo esas
nociones para reconocer su historicidad y salir de un universo de absolutos donde
el sentido de las cosas existiría de antemano.
Desde el siglo XIX, en los orígenes de las instituciones culturales que intentaban
definir a Colombia como Estado-nación, se encuentran referencias a la idea de
que la práctica del arte y su enseñanza exigían una disposición investigativa, y no
solo de la voluntad de aprehender unas fórmulas estereotipadas. Si en los
comienzos del siglo XX el término específico era poco usado, finalizando el siglo y
en relación con los procesos mismos del arte, por un lado, y las reformas
educativas, por otro se dejó claro que en nuestro tiempo el arte solo es pensable
como investigación, que inicia por una pregunta para cuya indagación es
necesario crear un método, un contexto, unos parámetros de pertinencia y, en
principio, un proceso para construirla como tal.
Por eso mismo, frente al denso nudo de cuestiones y relaciones que se instalan en
este terreno, creo que el mayor error que pueden cometer las escuelas de artes es
suponer que la misión del artista es producir obras de arte, asumidas como
aquello que circula y se canoniza en las instituciones autodenominadas artísticas.
En esa época sabía, sin poderlo definir más que someramente, algo que hoy
puedo argumentar un poco mejor: llegué al convencimiento de que el arte solo
tiene sentido como acción política y que no hay lugar más político que el que se
pregunta por la enseñanza. En todo caso, el único lugar que reivindico para mí es
el de artista (de hecho, normalmente me presento como dibujante, actividad de la
que derivo toda mi reflexión), y si me he adentrado en el mundo de la pedagogía,
ha sido en la medida que sienta que puedo pensarla como artista. Sé muy bien y
he tratado de estudiarlos y de hacer que se respeten que hay unos saberes y
tradiciones pedagógicos con los que hay que dialogar estrechamente, pues sin
ellos el panorama nunca estará completo, pero cuando hablo como profesor de
arte nunca olvido mi origen disciplinar.
En resumen, y desde aquí hablo, mi pregunta esencial tiene que ver con el lugar
del arte en la universidad. Por eso, como un proyecto fundamentalmente político
con un grupo de compañeros, propusimos un programa de posgrado en educación
artística, entendiendo que la academia tiene un poder: a través de la definición de
sus objetos de estudio, también define categorías de lo que se puede saber y, a la
larga, eso tiene una incidencia estructural en la vida social.
LAS HISTORIAS
En nombre de este tribunal, del que se han hecho agentes oficiosos, sin que se
discuta sobre los fundamentos de esa autoridad, todos los días hay profesores
que al decidir qué se hace y qué no, coartan el desarrollo de sus estudiantes a
nombre de la contemporaneidad, de la modernidad, de la posmodernidad y, en
últimas, de la Civilización.
Una de las características más propias del arte, al menos del arte moderno
occidental, es su historicidad. Ahí se define en gran medida su riqueza y su
dificultad. Su riqueza, porque toda nueva imagen estructuralmente entra en
diálogo con las ya existentes, y no solo con las otras obras autodenominadas de
arte, sino con las de todo tipo y, más todavía, con lo visible en general. Su
dificultad, por eso mismo, porque cada vez más este complejísimo entramado
exige de la imagen1 un cierto grado de conciencia, de manera que no basta el
instinto, el don o el oficio, sino que exige insertarse en un programa, llámese
actitud, estilo, manera, gusto, etc.
Pero no vayamos tan lejos, ¿recordamos el siglo XIX? ¿Tenemos memoria del
siglo XX? Mirando retrospectivamente, ¿hasta dónde alcanza nuestra mirada? ¿La
última década del siglo XX nos es todavía familiar? Evidentemente, me refiero al
promedio: siempre hay investigadores, artistas, profesores, espectadores con el
suficiente interés para mantener prendida una llama, con independencia de que
las condiciones externas no sean favorables. Pero todo esto que nombro tan
someramente ¿existe para los estudiantes de bachillerato en Colombia? Peor aún,
¿existe para los estudiantes de pregrado de artes plásticas?
Es arriesgado intentar acercamientos históricos a temas sobre los cuales hay una
literatura escasa. Doblemente arriesgado si uno no es historiador de oficio. En
este caso, si no se tiene muy claro el sentido de lo que se hace, fácilmente se
puede caer en muchos vicios, pero eso no obsta para que hagamos el esfuerzo
colectivo de recuperar memorias y romper, así sea solo en parte, la bruma de una
historia oficial mal hecha y peor digerida.
Sin que reemplace esta investigación histórica de la que hay excelentes ejemplos
en Colombia, y afortunadamente se multiplican, mucho más interesante y valiosa
que la prolongación de esquemas surgidos de las historias patrias y universales,
es la posibilidad que tiene cada profesor de recoger las microhistorias, tan
cercanas a la vida concreta de los individuos y las comunidades, aunque eso
también requiere cierto rigor.2
En todo caso, por puro sentido común, deberíamos tener siempre en cuenta que
los profesores de arte no deberíamos perder de vista el horizonte histórico de
nuestras disciplinas, que no aspiran a las verdades universales, sino que -
justamente intentan dar cuenta de la particularidad de los fenómenos.
Dice usted en un aparte de uno de los artículos que últimamente ha escrito sobre
la Escuela de Bellas Artes:
Años más tarde, el trabajo de Marta Traba tuvo un interés pedagógico particular,
que se relacionó con su trabajo de crítica y periodista, y al que no dudó en vincular
con lo más avanzado de la tecnología del momento: la televisión. Finalmente, es
conocido el gran impacto de la creación de la Escuela de Guías en el Museo de
Arte Moderno por Beatriz González, tanto en procesos artísticos como
pedagógicos, lo que abrió alternativas de acción institucional.
No es de ninguna manera un recuento exhaustivo, pues no se contemplan, por
ejemplo, los trabajos en comunidad de los artistas políticos en distintos momentos
y lugares, que están en mora de ser historiados en profundidad. Estos ejemplos
coinciden en plantear de manera prioritaria la cuestión del público, de su formación
y de su crecimiento como proyecto social.
Este es un tema muy complejo, que apenas puede ser esbozado aquí; en efecto,
es asunto arduo el del canon de una escuela de artes moderna si se asume que
una de las tareas fundacionales de una escuela es la de definir, conservar y
transmitir el canon, y que el arte moderno se caracteriza precisamente por el
cuestionamiento a los cánones y, en general, por una disposición anticanónica.
Esta descripción que a pesar de su apariencia no es un juego de palabras ya en sí
misma contiene la respuesta: en una escuela moderna de artes, el canon solo es
pensable como el cuestionamiento al canon. Movimiento autorreflexivo que no se
diferencia de lo que ya el Romanticismo europeo anunciaba: la obra de arte solo
puede hacer referencia a sí misma; únicamente de sus condiciones de aparición -
de las decisiones que le dieron origen, más exactamente se pueden deducir sus
posibilidades de atribución de sentido. El canon que revisa críticamente al canon
exige una escuela en donde el pensamiento de la historia ocupe un lugar central y
la reflexión teórica sea tan (no más, no menos, tan) importante como la práctica.5
Para efectos de, ¡al fin!, cerrar esta somera periodización, retendré la idea de que,
en un nuevo contexto de instrumentalización del saber, desde inicios del siglo XXI
puede hablarse de un tercer periodo en el que tanto el arte como su enseñanza
tienden a legitimarse por su utilidad. De ahí surgen toda una serie de
planteamientos que recalcan el valor de las prácticas artísticas como instrumento
para construir la paz, la convivencia, el diálogo, la ciudadanía y un largo etcétera,
no dicho con tono irónico, sino simplemente como una constatación pues hasta
ahí este fenómeno no es ni bueno ni malo que a ningún observador del
movimiento artístico colombiano en las décadas recientes se le puede pasar por
alto.
Desde este punto de vista, creo que en nuestros programas falta una reflexión
sobre las condiciones concretas de la práctica artística como profesión, más allá
del horizonte difuso de un circuito artístico internacional.
Aunque se ha llegado a aceptar como verdad natural que el artista debe tener
formación universitaria, no se han estudiado en detalle las consecuencias que ha
tenido este fenómeno, que se puede dividir en dos: por un lado, el asentamiento
de una conciencia moderna y, por otro, una nueva academización que, en cuanto
tal, carga de nuevos imperativos las prácticas artísticas y su institucionalización.
Esta nueva tendencia academizante se ha tomado todo. Creo que un signo muy
preocupante, y muy poco debatido, es la desaparición oficial de la antiguamente
llamada educación no formal, ahora llamada educación para el trabajo y el
desarrollo humano.
No voy a discutir aquí el fondo del Decreto 2888 del 31 de julio del 2007. Es de
suponer que los Ministerios involucrados (de Educación y de Cultura) analizaron
muchas variables para tomar esa decisión. Pero desde la perspectiva de la
enseñanza del arte, me hago muchas preguntas acerca de las formas como se
transmitían manifestaciones tradicionales y oficios populares, no necesariamente
dirigidos por la lógica del trabajo laboral, el desarrollo económico humano, o la
producción de obras de arte, porque en el contexto de la débil autorreflexión
política de las escuelas superiores de arte, en este nuevo sistema académico,
tradición, oficio y popular son malas palabras, sin hablar de otras como artesanía o
manualidad, proscritas hace ya un tiempo de su cotidianidad. No pretendo dar
cuenta de todo el contexto nacional, pero dentro de lo que conozco he percibido la
tendencia a que los procesos pedagógicos informales (cursos libres, extensión,
actividades de casas de la cultura, etc.) tienden a darse a sí mismos formas
parecidas a los programas universitarios. En efecto, se convierten los planes de
estudio en un entrecruzamiento de prerrequisitos, correquisitos, misiones y
visiones; valores y objetivos, y a llenarse de egresados universitarios (las más de
las veces muy jóvenes) cargados de buenas intenciones internacionalistas y
contemporanizadoras que desplazan los saberes locales sin un solo lamento.
Por un lado, de manera muy general, podría señalarse que el modelo de Artes y
oficios fue adoptado oficialmente en Colombia en el siglo XIX como un sistema
dirigido a los niños pobres, en la lógica de lo que hoy llamamos «integración por el
trabajo», basado en el aprendizaje de oficios prácticos, cultivo de la habilidad
manual, la moral católica y el discurso patriótico.
El modelo de Bellas artes, por su lado, estaba orientado a las élites que dirigen la
sociedad (con pocas variaciones, las mismas desde esa época), centrado en la
historia universal, en los modelos consagrados por el buen gusto y en los valores
civilizados.
Aclaro que esta división, planteada así por motivos metodológicos, en realidad no
es tan simple. Por un lado, en el modelo de Artes y oficios también, y desde el
mismo siglo XIX, se hacen preguntas sobre la técnica, el desarrollo material y el
progreso social; por otro lado, es el modelo de Bellas artes el que se interesa por
constituir el arte como campo y da origen no solo a las escuelas de bellas artes,
sino a la historia del arte como disciplina.
LAS MODERNIDADES Y LA ENSEÑANZA DEL ARTE EN COLOMBIA
PARA CERRAR
Justamente, en mis clases parto del principio de que, lo sepamos o no, nos
interese o no, nos guste o no, estamos en un lugar concreto que es un salón en la
universidad. Ella independiente de normas, definiciones, leyes, expectativas está
fundada por una voluntad: la de dialogar de una cierta forma. Esa cierta forma
implica unas maneras de argumentar, problematizar y analizar definidas
históricamente, y lo menos que podemos hacer es preguntarnos qué decisiones
colectivas del pasado y personales del presente nos han llevado allí. Pero todavía
más, debemos saber que ese dialogar no tiene un sentido dado de antemano, lo
que equivale a decir que solamente lo tendrá si se lo construimos y que el único
medio para construirlo es el dialogar mismo: ningún estatuto externo podrá
garantizarlo si no existe esa voluntad fundacional.
Estoy convencido de que, así como Jacotot invitado oportunamente por Rancière
al debate actual basó su extraordinaria propuesta pedagógica en la «igualdad de
las inteligencias», lo mejor del arte moderno puede basarse en la creencia de la
«igualdad de las experiencias», planteamiento fácilmente localizable en autores
como Montessori, con su respeto al mundo particular del niño; reconocimiento de
igualdad que no desjerarquiza, sino que llena de un nuevo sentido la noción de
jerarquía.
La imagen tiene poder, un poder real de transformación (no sabemos hacia dónde
se encaminará específicamente ese movimiento, solo sabemos que puede ser
activado), pero este no es un poder que pueda ser convocado a voluntad: requiere
de una formación larga, apasionada y humilde al mismo tiempo. Quien piense que
puede empezar sin más a producir obras de arte no hará más que contribuir a
atiborrar de objetos e imágenes un mundo desbordado por ellos; contribuirá a su
degradación, pues el arte, aun mediocre o malo, no deja de tener poder.
Por eso el taller es un sitio en donde hay que crear las condiciones para que el
estudiante se vea viendo, se escuche escuchando, se piense pensando. Las
acciones que se realizan en un taller de artes son las mismas de la cotidianidad.
Caminar, ver, respirar, dejar huellas, buscar signos, relacionar, clasificar,
rememorar, describir, registrar… De modo que el taller y el profesor actúan a la
manera de una caja de resonancia: espacio originalmente vacío en que, por eso
mismo, resuenan las acciones y pensamientos de ese estudiante y se hacen
visibles.
El asunto se complica cuando se piensa, por ejemplo, que la escuela surgió como
y sigue siéndolo institución de control, que las definiciones disciplinares es el caso
de la definición de arte no son cerradas ni existen en abstracto, sino que son el
resultado de un conjunto de fuerzas en tensión que constituye el campo; que en el
aula o el taller se escenifica un juego de poderes, de institucionalidad, de
autoridad y de construcción de sentido, y que la práctica artística no es de ninguna
manera ajena a esos y otros semejantes problemas. Un texto de Lyotard recoge
magistralmente este asunto en sus posibilidades y en su dificultad:
Reducir este enorme y complejo territorio a una estadística sobre cuántos artistas
de éxito se han graduado en un escuela o al índice de popularidad de un profesor
vale decir, tratar de juzgarlo en términos de eficiencia es reducir las posibilidades
de análisis de una actividad que se prolonga más allá de las actividades realizadas
en un contexto temporal y espacial muy pequeño, y prolongar la idea de que
nuestro mejor esfuerzo debe dirigirse simplemente a la consecución de productos
deseables.
Desde el Maestro interior (San Agustín), guía infalible, hasta el Pinche tirano
(Castaneda) que te enseña haciéndote la vida imposible, el registro de los
profesores posibles es extraordinariamente amplio, y todos los modelos pueden o
no funcionar en un momento dado, independientemente del grado de
reconocimiento que obtengan o busquen. Podríamos, incluso, negar esa condición
y decir «no hay profesores, sino estudiantes» y plantear que en condiciones
mínimamente adecuadas un estudiante inteligente sabrá qué hacer, de manera
que lo procedente es establecer un sistema estricto de selección de los mejores.
También hay estudiantes de todas clases: desde «El principito», que nunca dejaba
una pregunta que hubiera hecho, hasta el que encuentra ideal el método de la
hipnopedia para aprender sin ningún esfuerzo distinto al de dormir.
NOTAS
1. Tal vez sea necesario aclarar que imagen se entiende aquí en su sentido más
profundo y denso, vale decir, como construcción de mundo que involucra la noción
de realidad del tiempo y del espacio, la percepción, la acción del cuerpo, la
conciencia, etc., y no se refiere solamente al mundo de las imágenes
bidimensionales canonizadas en las prácticas artísticas.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS