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Introducción a la Filosofía

UCAMI

Material de trabajo académico.


Cuaderno de estudio.
Mg. Claudio Altisen

***

Sapere aude!
Nadie por ser joven dude de filosofar
Ni por ser viejo de filosofar se hastíe.
Pues nadie es joven o viejo
para la salud de su alma.

(Epicuro, Carta a Meneceo)

1. Aproximación a la Filosofía
¿Qué es eso que nombramos con la palabra “filosofía”?

Origen, comienzo y objeto de la Filosofía.


Diferencia específica con otros tipos de conocimiento.
La lógica, el juicio, el concepto y el razonamiento en Filosofía.
Las cuestiones metodológicas en orden a hacer Filosofía.

El estudiante que comience a leer estas líneas tiene que tener presente una cosa: que está iniciando un
tipo de estudio con características muy peculiares, que muy poco o nada tiene que ver con lo que ha venido
estudiando hasta ahora. Va a tomar un primer contacto con un modo de jugar con las palabras para producir
ideas y enlazar pensamientos, que es antiguo y venerable como pocos en la historia del saber humano. Eso
exige del estudiante que se atreva a poner en juego, de manera decidida, su buena disposición para asumir la
ardua tarea de elevar, tanto como pueda, su capacidad de atención, de reflexión, de prudencia y de
honestidad intelectual.
En tal sentido, poco y nada se gana con dar de entrada una definición de filosofía. Cualquier definición
que diéramos ahora, de buenas a primeras, resultaría casi ininteligible para quienes se inician en la materia.
Porque aunque el estudiante entendiera el significado literal de la palabra “filosofía”, no aprehendería casi
nada de su más rica y compleja significación. A lo sumo, tan solo recibiría de manera mal calzada, algunas
escasas, imprecisas y hasta deformadas referencias. Iremos avanzando, entonces, paso por paso…

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¿Filosofía? ¿Qué es eso?

Nos pasamos la vida haciendo preguntas: ¿qué hay esta noche para cenar?, ¿cómo se llama esa
persona?, ¿a dónde debo hacer clic en esa web?, ¿cuántos son cincuenta por treinta?, ¿cuál es la capital de la
provincia de Mendoza?, ¿a dónde iremos de vacaciones?, ¿quién agarró mi teléfono celular?, ¿alguna vez
estuviste en las playas de Brasil?, ¿a qué temperatura hierve el agua?, ¿me querés?...

Necesitamos hacer preguntas para saber cómo resolver nuestros problemas, o sea, cómo actuar para
conseguir lo que queremos. En una palabra, les hacemos a los demás y nos hacemos a nosotros mismos
preguntas para aprender a vivir mejor. Eso nos inquieta, y por eso preguntamos. Porque hay que sacar la vida
adelante siempre en algún aspecto, ya sea más o menos importante, pero en todos los casos (cualquiera sea)
sucede que de la respuesta a cada una de nuestras preguntas depende una gran parte de lo que haremos
después. Es que a partir de lo que aprenda con las respuestas, decidiré qué prefiero hacer…

Pero, ¿a quién tengo que hacerle las preguntas? Parece sensato decir que debería preguntarle a quienes
se supone que saben más que yo, por ejemplo: a los expertos en cada uno de los temas que me interesan, o al
menos a los que estén más experimentados. Es que, afortunadamente, aunque uno ignore muchas cosas,
estamos rodeados de gente que parece que sabe de lo que nosotros no entendemos, y que podrían aclararnos
la mayoría de nuestras dudas. Lo importante, entonces, parece ser el acertar con la persona a la vamos a
preguntarle. De ese modo, la primera pregunta anterior a cualquier otra sería: ¿dónde están el experto o el
experimentado? ¿Quién sabe más de esta cuestión que me interesa? El tratar de localizarlo puede llevarnos a
una persona, a un libro o a Wikipedia o a donde fuera. Pero bueno, como quiera se sea, el punto es que ni
bien responda a una pregunta, esa misma respuesta disparará una nueva pregunta… porque cuando ya sé lo
que debo hacer, tacho la pregunta y paso a otra cuestión más o menos urgente… Ahora bien, ¿y si de pronto
se me ocurre una pregunta que no tiene nada que ver con las cosas por hacer? Una pregunta “inútil”, con la
que no puedo hacer nada y con la que no sé que hacer… ¿entonces, qué?

Por ejemplo: si uno está apurado por llegar a una cita, puede llegar a preguntar “¿qué hora es?”, pero, y
si lo que se te ocurre es la pregunta “¿qué es el tiempo? Ahí empiezan las dificultades. Es que la pregunta por
“el tiempo” no tiene que ver con lo que uno va a hacer, sino con lo que uno es. Porque “el tiempo” es algo
que le pasa a uno… Y por eso mismo el preguntar “¿qué es el tiempo?”, suena parecido a preguntar “¿cómo
soy yo?”.

Aquí surge una nueva dificultad: “¿a quién le podemos preguntar eso?”… ¿a un relojero? ¿a un
fabricante de calendarios? ¿a un científico? ¿a un poeta? Todos tendrán alguna cosa que decir al respecto,
pero la verdad es que hay infinidad de preguntas que no tienen especialistas para responderlas. Y aunque
cada uno tenga algo para decir, al final uno no se conforma tan solo con sumar opiniones parciales. De modo
que no hace tanta falta empeñarse en encontrar a un experto que nos resuelva las dudas, sino que mejor será
hacerse cargo del trabajo de hablar con los demás, o sea con aquellos que estén igual de intrigados y
preocupados por ese mismo tema. A ver si del diálogo entre todos surge alguna respuesta que se pueda
considerar válida.

Además, hay que tomar en cuenta que a medida que las diversas contestaciones se multiplican, sucede
que aumenta cada vez más y más la curiosidad por el tema, en vez de renunciar a la pregunta dándola por
liquidada. Es lo que suele ocurrir ante preguntas por las grandes cosas, y no por los asuntos menudos del día
a día; por ejemplo: preguntas por la libertad, la muerte, la verdad, el amor, etc. No es que se trate de temas
“raros”, extravagantes o insólitos. Lo que pasa es que no se trata de preguntas corrientes, ni prácticas, ni
científicas. Son preguntas “filosóficas”. De hecho, llamamos filosofía al esfuerzo por generar ideas que
respondan a preguntas sobre ese tipo de temas… y que, a partir de las respuestas encontradas, relanza los
interrogantes y se sigue preguntando después. Porque una de las características de “ponerse en plan
filosófico” es no conformarse fácilmente con la primera explicación que se tiene del asunto, ni con la
segunda, ni siquiera con la tercera o con la cuarta.
Siempre hay gente por ahí que para cualquier pregunta “filosófica” promete e incluso ofrece alguna
respuesta definitiva y total. Esa gente se cree que saben la verdad buena y garantizada sobre cada duda que
uno tenga, porque se las contó un Dios, o porque se sienten del todo seguros de sus métodos para pensar las
cosas. No es difícil reconocer a esas personas: suelen ser las que te dicen que no preguntes más, que no te
empeñes en pensar por tu cuenta, que tengas fe ciega y que, por sobre todas las cosas, aceptes lo que ellos te

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enseñan. Y te meterán presión, diciéndote que si no sos dócil a lo que ellos te dicen, eso te pasa porque sos
un orgulloso. No te darán las razones para aceptar lo que te proponen, pero te exigirán que creas en sus
explicaciones. “Las cosas son así y punto”… Eso te dirán, si te les pones insistente. Pero ningún filósofo
auténtico te exigirá que creas lo que no entiendas o que aceptes lo que él no pueda explicarte. Es que el
auténtico filósofo es un preguntón, que no se contenta con ninguna explicación que se quede a medio
camino, como colgada del aire. El filósofo pregunta y pregunta, una y otra vez, hasta el cansancio. Y así nos
puede ayudar a pensar por nosotros mismos, pero no puede pensar en nuestro lugar.

Para ir redondeando, entonces, podemos decir que la filosofía es una forma muy insistente y siempre
abierta de ir tras el esclarecimiento de las cosas, pero sin adueñarse nunca de ninguna supuesta verdad
consistente y definitiva, a la vez que denunciando errores y falsedades.

En las páginas que siguen, intentaremos tomar alguna noticia sobre la filosofía y sobre los principales
asuntos de los que se vienen ocupando los filósofos desde hace ya más de dos mil años. Asuntos que
interesaron antes y que siguen interesándonos e inquietándonos aún hoy. Asuntos que, en cada época, los
diferentes filósofos los fueron pensando según la realidad en la que vivieron. Cada filósofo recorrió tan solo
una parte del camino, pero de esa manera nos entregan como ayuda para pensar: una posta gracias a la cual
no tenemos que andar empezando de cero cada vez.

Ahora si, vamos a ponernos un poco más formales (algo así como “de manual”) para encarar algunas
definiciones breves que nos vayan metiendo en tema…

***

Origen, comienzo y objeto de la filosofía.

La filosofía es una fábrica de ideas.


Su material de trabajo son las palabras; es decir, representaciones… pero no las palabras en su crasa
materialidad, sino en su funcionamiento entrelazado: como significados que remiten a otros significados,
intentando así hacer una cadena que satisfaga el deseo de saber. Precisamente, la filosofía encuentra su
origen en un deseo de saber emancipado, libre de prejuicios y supersticiones… pero que también alberga el
riesgo de llegar a creerse “lugarteniente de la verdad”, su amo, su dueño. Lo que pasa es que se trata de un
saber “tentador” porque se articula a partir de la lengua, y articulándose (hablándolo) se goza de la lengua…
De ahí que de la sensación de tener la sartén por el mango, y de poder encontrarse en alguna cosa
consistente. Entonces, lo difícil de la filosofía no pasa por construir significados, sino por mantenerse
intelectualmente inquietos y abiertos en el “juego” de las cadenas de palabras, sin pegotearse con el goce del
sentido que surge del haber encontrado la estabilización de algún significado. Ese es un riesgo.

Se dice que en la antigua Grecia el sabio Pitágoras inventó la palabra “filosofía” para designar a los que
fabrican ideas comportándose como “amigos del saber” (filo-sofos)… De un saber muy abarcativo, muy
amplio. Pero tan solo “amigos” y no “dueños” de ese saber. O sea: alguien que ama el saber, que lo desea
con pasión, que lo busca, que no lo aprisiona, sino que se abre a él… alguien que se deja sorprender. Alguien
que piensa a partir de sentirse afectado por algo que rompe o hecha por tierra la “naturalidad rutinaria” de lo
acostumbrado.

1. Para los antiguos griegos, la filosofía comienza a partir de la actitud de asombro. Platón y
Aristóteles coincidían en señalar que: “el asombro o sorpresa (trauma: ruptura) es el comienzo
del filosofar”. No se trata de un asombro a lo tonto, sino ante la inmensidad del ser de las cosas
en el mundo. Un asombro que despierta en el filósofo el espectáculo del mundo. Un asombro
que lleva su mirada más allá de los contornos más inmediatos de las cosas, disparando la
pregunta: ¿qué es todo esto?

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2. Un segundo comienzo de la filosofía podemos encontrarlo (después del medioevo) en la duda.
Esto es: en la vacilación ante la multiplicidad y desacuerdo recíproco entre planteos filosóficos
y, en general, ante la falibilidad de todo conocimiento que se pretenda definitivo. Esta situación
lleva al filósofo a criticar nuestra capacidad de conocer, y a desconfiar de lo que creemos estar
tan seguros de dar por sabido. Lo que ocurre, entonces, es que la mirada hasta entonces
desplegada sobre el mundo, se repliega ahora sobre sí, y se vuelve reflexiva.

3. Un tercer comienzo de la filosofía (que podríamos denominar contemporáneo) acontece cuando


la reflexión sobre sí inaugurada por la duda, toma conciencia de las situaciones límites. Esto es:
situaciones insuperables, más allá de las cuales parece que no se puede ir, y que no se las puede
cambiar: no se puede dejar de morir, no se puede escapar del sufrimiento, por ejemplo. Esas
“situaciones” disparan interrogantes que orientan la mirada hacia la finitud del ser humano.

Como puede apreciarse en estos tres comienzos o disparadores del trabajo filosófico, su objeto (aquello
de lo que se ocupa) es en definitiva siempre el mismo: el saber… el intento por “saborear” la vida
(gobernarla y disfrutarla) a partir de la puesta en juego del lenguaje. Dicho de otra manera: sostener la vida
real sobre un soporte hecho de lenguaje. Sobre una trama hecha con hilos que tejen palabras.

En consecuencia, el método (el procedimiento para sacar adelante la tarea) guarda relación con el
objeto… es decir que parte de la experiencia del hombre con sus propias palabras, con el lenguaje del que él
mismo está hecho, y tiende a establecer un orden entre las palabras (una relación “razonable”) que produzca
efectos de significación, tramas de lenguaje sobre las cuales sostener lo real.
Ahora bien, como se verá más adelante, no hay un único modo de hacer filosofía.

Diferencia específica con otros tipos de conocimiento.

Cabe aclarar que la filosofía no es el único modo de poner en juego las palabras para producir
significaciones que sirvan para la vida. Existen otros modos: las diferentes ciencias, por ejemplo, que son
muchas y de distintas clases. Hay ciencias formales, hay ciencias naturales o fácticas, y hay ciencias
hermenéuticas. Vale decir que a los diferentes tipos de conocimiento científico, los podemos agrupar en tres
ramas principales:

 Las ciencias formales (lógica y matemáticas).


Se apoyan en la pura especulación. Tratan con abstracciones, y así descubren su objeto de estudio
construyéndolo racionalmente, ideándolo.

 Las ciencias naturales (física y biología).


Están dotadas de un componente formal y un componente experimental. Se relacionan con un
objeto exterior respondiendo a datos empíricos.

 Las ciencias hermenéuticas, sociales o de la cultura (sociología, antropología, historia,


psicología, lingüística, psicoanálisis, pedagogía).
Se dedican a comprender los comportamientos individuales y colectivos a partir de tres categorías
fundamentales: la subjetividad, lo simbólico y la significación.

El rasgo común de todas las ciencias es que se ocupan de una “parte” de la realidad, o sea de saber
sobre algunas cosas y no sobre otras, y desde algún punto de vista acotado… mientras que la filosofía
pretende reflexionar sobre las cosas no de manera parcial, sino en su generalidad, desde un punto de vista lo
más abarcativo posible. Ahora bien, eso no quiere decir que la filosofía no tenga algunas “focalizaciones”
específicas… o sea: su intención abarcativa no le impide al filósofo focalizarse sobre algunos temas en
particular; por ejemplo: podemos distinguir en la filosofía un trabajo de producción de ideas orientado a un
doble orden del saber; esto es, un saber teorizante (o especulativo), y un saber práctico (u orientativo de las
acciones)… Veamos:

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1. Filosofía especulativa: se ocupa de problemas referidos al conocimiento (por ej: lógica,
epistemología), al ser de las cosas (por ej: al cosmos, al hombre, a Dios), y también a la
fundamentación de las ciencias particulares (por ej: filosofía del derecho, de la medicina, de las
matemáticas, etc.).

2. Filosofía práctica: se ocupa de problemas referidos a la ética, a la estética, a la política.

La lógica, el concepto, el juicio y el razonamiento en filosofía.

Si se toma en consideración que la filosofía es un modo de poner en juego las palabras procurando dar
forma a un discurso consistente, basado en significaciones estables, que envuelvan lo real y que hagan lazo
(esto es: que resulten compartidas más o menos por todos) y que ordenen las relaciones entre las personas…
entonces se comprenderá la importancia de la lógica como disciplina filosófica fundamental, dedicada a
establecer modos aceptables de poner en orden las ideas. Precisamente, la lógica se ocupa de estudiar las
estructuras del pensamiento. Y las tres estructuras fundamentales del pensamiento con las que hace su
trabajo el filósofo son: el concepto, el juicio y el razonamiento… ordenados en base a unos puntos de
partida que se denominan principios lógicos; estos son:

 El principio de identidad: todo objeto es igual a sí mismo.


 El principio de no contradicción: un objeto no puede ser y no ser al mismo tiempo y bajo la
misma relación.
 El principio de tercero excluido: un objeto es o no es.
 El principio de razón suficiente: todo lo que existe tiene su razón de ser.

A partir de estos principios, se estructuran los pensamientos cuando se hace filosofía:

a. PALABRAS.
El concepto es una idea; es decir, la representación con palabras de un objeto.
Y la definición es la operación lógica (el juego de palabras) que explica el contenido y el
alcance de un concepto, lo cual resulta útil para poder ponerlos luego en relación entre sí...

b. FRASES.
El juicio es la relación establecida entre dos o más conceptos.
Los juicios, a su vez, pueden relacionarse entre sí…

c. PÁRRAFOS.
El razonamiento es la relación entre juicios.
Se llama argumento a la expresión de un razonamiento.

Las cuestiones metodológicas en orden a hacer filosofía.

La palabra “método” significa estar en camino, y designa al procedimiento adecuado para alcanzar un
fin determinado. Es decir que el método refiere al modo de hallar, sistematizar y explicar ideas.

Conducirse de manera metódica significa apartarse de lo casual, arbitrario e improvisado, para avanzar
con orden, seguridad y seriedad, en el conocimiento de las cosas.

A lo largo de la historia se han utilizado infinidad de métodos diversos. Y en cierta forma se puede
decir que cada pensador tiene su propio método. De hecho, parte importante de la experiencia del estudiante
universitario consiste en desarrollar su peculiar método de estudio. Y si acaso se observa detenidamente a
cada filósofo a lo largo de la historia se podrán apreciar las notorias diferencias entre el “método escolástico”
en los razonamientos de Santo Tomás de Aquino, el “método trascendental” en la forma de argumentar de
Kant, el “método dialéctico” en las argumentaciones de Hegel, o el “método existencial” en los argumentos
de Heidegger. De ahí la tan difícil, y quizás imposible tarea, de clasificar los métodos. Sin embargo, en líneas

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más o menos generales, y aun a riesgo de incurrir en una excesiva simplificación muy esquemática, podemos
considerar aceptable una división en la que se distingan cuanto menos dos tipos de métodos principales:

 Los procedimientos metódicos de tipo discursivo, que consisten en “discurrir” o deslizarse de


una idea hacia la otra, avanzando paso a paso en la tarea de ir encadenando datos y argumentos
con meticulosa prolijidad (ya sea en modalidad deductiva o inductiva). Son métodos analíticos,
que pueden ser o muy formales y estructurados en su exposición o bien expresados al modo de
narraciones explicativas.

 Los procedimientos metódicos de tipo intuitivo, que consisten en captar algo directamente y
exponerlo sin mediar un meticuloso trabajo de análisis. En su exposición suelen tener la forma
de relatos desprovistos de formalidad.

En la práctica, ambos procedimientos suelen complementarse entre sí… y del juego argumentativo que
surge proceden a su vez muchas otras variantes metodológicas más o menos rigurosas, y más o menos aptas
para diferentes propósitos expositivos; por ejemplo: no es lo mismo exponer argumentos en medios masivos
de comunicación que en un ámbito académico.

2. El hombre.
Nociones y problemáticas de la antropología filosófica.

1) Teoría hilemórfica y principio de individuación.


A) El cuerpo:
a./ La vida sensitiva.
b./ El dinamismo sensible.
B) El alma:
a./ Existencia.
b./ Inteligencia y voluntad.
c./ Espiritualidad e inmortalidad.

2) La naturaleza humana.
A) El conocimiento: Apertura a lo inteligible y limitaciones.
B) El amor: Unitividad y separatividad.

3) La búsqueda de un sentido último.


El «homo religiosus»: Conceptualización e historia del término religión.
Diferencias y proximidades entre religión y Filosofía.

1) El hombre es un ser inadaptado.


El hombre es una excepción en el conjunto de todo lo que existe... pues no sólo «se encuentra ahí»
como todo lo demás: donde unas cosas están «al lado de» las otras cosas. Sino que es un ser capaz de «entrar
en relación» con todas las cosas, y también consigo mismo.
Es un ser sujeto a las limitaciones del tiempo y del espacio, como todos los demás seres del universo, y
también sujeto a la forma del desarrollo y la evolución de los seres vivos. Pero, sin embargo, es al mismo

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tiempo un ser libre, que se distancia de todo lo finito y acotado (de sí y de lo demás) y lo trasciende... Es
libre en lo que respecta a su palabra. Su destino no está limitado a su ser biológico. Esta libertad manifiesta
una «apertura» que algunos han dado en llamar «espiritualidad»: con ese término clásico se significa aquello
que le permite ir «más allá» de los condicionamientos materiales inmediatos, y dar forma a la subjetividad
de cada uno. Así el hombre es un ser capaz de conocer, querer y obrar de modo auto-determinado; es decir
que sus actos propios son del todo «suyos», y no pueden explicarse solamente por condiciones biológicas.
Más que biológico, el hombre es un ser biográfico.
En efecto, el hombre no realiza el sentido de su vida «mecánicamente» (como un ser programado de
antemano), sino mediante el ejercicio de su libertad; en efecto, actuando en la historia y en vinculación con
los demás seres, el hombre realiza por sí mismo (con esos seres y en ese mundo) la forma concreta de su
ser...
Ahora bien, la persona humana muestra en sí misma la referencia de sí a las demás personas, de modo
que el hombre tiene su esencia y su realidad, no como individuo particular único, sino como miembro de la
humanidad, en unión con sus semejantes en un mundo común (mutuo reconocimiento y mutua reciprocidad).
Ya se ve, entonces, que el hombre es el único ser vivo, de entre la biodiversidad del planeta, capaz de
generar un tipo especial de diversidad: la diversidad cultural... En efecto, lo más propio del hombre —
aquello que lo distingue de los animales— es el hecho de que no pertenece como ellos a un determinado
«hueco biológico», sino que además pertenece a una etnia, a una cultura que hace a cada hombre ser quien
es.
Precisamente la noción de «etnia» (mejor que la de «raza», de raigambre biologicista) designa a un
grupo humano que comparte una misma tradición cultural, diferente de la de otros grupos.
Los animales (en tanto que son seres instintivos) responden ineludiblemente al fin por el cual realizan
sus acciones, no haciendo juicio de valor alguno sobre ellas. Los animales existen adaptados a un ambiente
que los ha modelado en sintonía con las posibilidades de su naturaleza instintiva. Pero en el hombre la
«adaptación» es relativa, pues lo suyo propio es ser un inadaptado... Sucede que el hombre, más que adaptar-
se al ambiente, lo que hace es adaptar-a-sí el ambiente donde vive. Es por esto que las aves construyen
siempre los mismos nidos, pero sólo los hombres desarrollan estilos arquitectónicos, por ejemplo. En el
hombre se registra la capacidad de cuestionar sus propias acciones y de modificar su manera de ser,
generando incluso todo un arsenal de «prótesis técnicas» que le permitan actuar sobre lo dado por el
ambiente. Esta actuación humana es según su naturaleza (de natus, “nacer” en latín); es decir, al modo de
un ser cultural; esto es: de modo inteligente y libre. O sea que lo humano del individuo no surge, no
encuentra su fuerza surgente, naciente, en la programación química de su ADN, sino en su cualidad de
hablante (es que el efecto no puede ser mayor que la causa). La vida humana surge, se abre camino,
pulsionando realidad por el cauce del habla. De un habla gradualmente más rica, compleja y activa. Un habla
que atraviesa la carne haciendo inicialmente al viviente un objeto del decir de otro, y que desde ahí despliega
en el tiempo el espacio de posibilidades donde se podrá dar a luz como sujeto de su propio decir verdadero.
Digamos: en un organismo toma cuerpo un hablante. Un ser inicialmente alienado, progresa espiritualmente.

Pero... ¿cuál es el sustrato ontológico que da al hombre esta «capacidad»? ¿qué hay en la dimensión
más profunda del «ser» del hombre, que le haga capaz de poder obrar del modo en que lo hace?

2) El hombre es un ser vivo...


Pues bien, la vertiente aristotélica de la filosofía occidental nos presenta al hombre como un compuesto
de cuerpo y alma. La unidad esencial del hombre consiste en «ser» cuerpo y alma.
El hombre es un ser vivo... y decimos que está «vivo» todo lo que tiene la capacidad de «moverse por sí
mismo y no por otro», con un movimiento espontáneo e inmanente; esto es: que procede del fondo de sí
mismo, o bien, dicho de otro modo: que es producido por el mismo ser vivo y que tiene su inmediato término
en el mismo ser viviente (por ej: nutrición, metabolismo, reproducción, irritabilidad, adaptación,
homeostasis). Apuntemos que al hablar de «movimiento» no nos referimos sólo al movimiento local, sino a
todo paso de la potencia (posibilidad de ser) al acto (ser efectivamente) en cualquier operación. De modo que
lo viviente se mueve, mientras que lo no-viviente es movido...
El organismo de los seres vivos, en cuanto es mera materia organizada, no sería capaz de moverse,
porque la materia es impotente para modificar su estado por sí misma (ley de inercia), y por eso los cambios
que manifiestan los seres abióticos sólo es posible bajo la provocación de otros agentes. De modo que el
viviente se mueve, entonces, no porque otro lo mueva (aunque las «condiciones» le hacen depender su
ejercicio), sino que su movilidad resulta (bajo la acción de las causas que lo hacen posible), de un principio

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«vital» (gobernante, ordenador, constituyente) que remite al interior mismo del viviente. Ese principio vital
(o forma sustancial: encendedora de lo inanimado hacia niveles cada vez más complejos de información) ha
sido dado para ser pensado mediante la palabra alma (del sánscrito átman: aliento, respiración).
Podemos entonces hablar de un alma vegetal y de un alma animal; pero, dado el tipo de actividad
desarrollado por estos seres vivos, se deduce que las funciones vegetativas y sensibles no sobrepasan el nivel
del organismo. No trascienden la materialidad, sino que se encuentran completamente condicionados por ella
(aunque en niveles distintos), y por ello decimos que el alma de estos seres vivos se halla indisolublemente
unida a la materia (ya sea al determinismo físico o al determinismo instintivo; así la vida vegetal tienen la
forma de los tropismos y la animal la del instinto, mientras que la vida humana tiene la forma de los
discursos que la atraviesan y organizan). Consecuentemente, a diferencia del alma humana, el alma de los
vegetales y de los animales no puede sobrevivir a la desactivación de las funciones biológicas (muerte). Vale
decir: el alma vegetal y animal nace y muere con cada ser vivo.
Cosa muy distinta ocurre con el alma del único viviente que habla: el ser humano...

3) El hombre es un ser inmortal...


Por un lado, el alma superior asume las funciones de los grados inferiores («el que tiene lo más tiene lo
menos»: el alma animal es también vegetativa; y el alma humana es vegetativa, sensible y hablante).
Por otro lado, cada grado de la vida está menos «pegado» a la materialidad que su inmediato
predecesor. El alma humana realiza sus funciones superiores (conocer y amar, mediante dos facultades:
inteligencia y voluntad) sin el concurso intrínseco de los órganos corporales (sino sólo con su concurso
extrínseco, es decir a título de condición o sustrato).
Por esto se afirma que el alma humana es simple (no compuesta de «partes» como la materia) pero
compleja (debe progresar espiritualmente: de bios a zoé), y que su existencia es independiente del cuerpo que
anima, en razón de lo cual subsiste después de la disolución del organismo. Esto significa que en la muerte,
en la desactivación de las funciones biológicas, cesa lo que tengo (bios: la vida que vivo), pero no lo que soy
(zoé: aquello por lo cual vivo). Lo que soy persiste ya sin ocaso... Es que lo que soy es la vida por la que
vivo, lo que la hace vivible, le da sentido y forma. Eso por lo que vivo, eso que me ha hecho llegar a ser
quien soy, no muere conmigo. Porque tampoco conmigo nació; antes bien, me dio a luz como hablante.
Apuntemos que el hombre no se define sólo por el alma, como si ésta estuviera «aprisionada» en un
cuerpo (dualismo). Sino que el hombre se define como un compuesto de cuerpo y alma; es decir que es
propiamente una unidad: alma encarnada, un organismo atravesado por el lenguaje, una biología en la que el
sujeto escribe su biografía. El ser humano es hechura (carne) y formación (alma espiritual).

4) El hombre es un ser inteligente.


La inteligencia tiene, sin duda, condiciones orgánicas (dependencia extrínseca de la materia), que son
los nervios y el cerebro; pero “la condición no es causa”, sino sólo la ocasión para que la causa cause. Por
eso Aristóteles decía: —Pensamos sin órgano. El pensamiento es espiritual. Los procesos psíquicos no
“brotan” del cerebro, aunque necesitan de él para realizarse. Los pensamientos transitan por las redes
neuronales, pero pertenecen al mundo social y a la cultura en que se vive. Al respecto escribió Paul Ricoeur:
“Mi cerebro no piensa, pero mientras yo pienso, ocurre siempre alguna cosa en mi cerebro. ¡Hasta cuando
pienso en Dios!”
Es decir, que así como no se puede confundir el deseo con una secresión química, tampoco se puede
reducir el pensamiento a la actividad neuronal. La forma de la subjetividad excede ampliamente a la
constitución biológica. El hombre no es un autómata.

¿Cómo se forma nuestro pensamiento, entonces?


¿De dónde nos vienen nuestras ideas?
Desde un punto de vista filosófico clásico, diremos que la idea general se forma por una operación que
llamamos abstracción. En general, abstraer es “considerar aparte”, en un todo complejo, los elementos que
componen la cosa... Esta operación, recibe el nombre de análisis (= resolución de un todo en sus partes
constitutivas).
El cuerpo, por su parte, es necesario para el «ejercicio» del alma. La inteligencia está en potencia (en
potencia de conocer), y sólo pasa al acto (conoce) si se le presenta un objeto.
El objeto que se le presenta, es una cosa material dada por los sentidos (percibida) y representada por la
imaginación. En efecto: nada hay en el intelecto que primero no haya pasado por los sentidos...
Cuando la inteligencia capta el objeto, elabora, por abstracción, un concepto y, cuando lo juzga, la
inteligencia afirma o capta una relación...

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Además, la inteligencia puede objetivarse a sí misma por la reflexión, en virtud de la cual un ser
inteligente vuelve sobre sí mismo y se conoce.
Un órgano, por el contrario, no puede volverse sobre sí mismo (pues está constituido por partes
extensas, y dos partes físicas no pueden coincidir en virtud de la impenetrabilidad de la materia; ej.: para
poder tocar su tacto sería necesario, no que una mano tocase a la otra, sino que el dedo penetrase en sí
mismo, lo cual no es posible). Así, pues, el acto de reflexión es espiritual, y la inteligencia que lo realiza lo
es igualmente.
Por otra parte, ¿no será simplemente el cerebro el órgano del pensamiento? El cerebro es en verdad el
órgano de todas las operaciones sensibles, que son —como dijimos— la condición necesaria del
pensamiento, y así el cerebro condiciona al pensamiento (ej.: una lesión cerebral afecta los razonamientos
realizados), pero no lo causa, pues es material.

Entonces...
¿Cómo opera espiritualmente la inteligencia?
Pues veamos...
Para entendernos, podríamos hacer una distinción del todo pertinente y hablar de un intelecto agente
(que actualiza lo «inteligible» de un objeto, para que se lo pueda conocer) y de un intelecto posible (en
cuanto que está en potencia de conocer todo lo que se le presente como cosa inteligible)... Aclaremos
también que no se trata de dos entendimientos, sino de dos «funciones» o «momentos» de la misma facultad
cognoscitiva.

Los sentidos, por su parte, son los que captan lo sensible del objeto dado a conocer a una inteligencia, y
presentan ese objeto al entendimiento al modo de «especies» (son la forma «sensible» con sus elementos
«inteligibles»: una forma presentativa).
Es necesario que así sea, porque el entendimiento humano no tiene en sí las ideas (no hay ideas innatas
o preexistentes), sino que debe ser fecundado por las esencias o naturalezas de las cosas externas... es decir,
por los datos que le son proporcionados desde afuera por la experiencia, por las cosas mismas dadas a los
sentidos.

Ahora bien, esa presentación procede de la experiencia sensible y permanece todavía unida a la
materia... no es pues inteligible tal como es (en esencia, universalmente, sin estar sujeto a los múltiples
accidentes). Por otra parte, no puede tampoco actuar sobre la inteligencia, pues ésta es espiritual y lo más no
puede venir de lo menos... Admitir que lo más perfecto provenga de lo menos perfecto, sería admitir que algo
viene de la nada, lo cual es absurdo, pues en la causa debe haber por lo menos tanta realidad como en el
efecto.

Entonces, para pasar del plano sensible al intelectual, la iniciativa debe venir de la misma
inteligencia, es decir que se ha de admitir en ella una «función activa» que llamaremos intelecto agente.
Su papel consiste en actualizar los elementos «inteligibles» que están contenidos en potencia en la lo
sensible. Para hacerlo, el intelecto separa (abstrae) lo esencial de lo accesorio o accidental.
Una vez constituida la abstracción, el intelecto posible la recibe y «reacciona».
Que sea una potencia pasiva no significa que sea puramente receptivo, sino que no puede actuar si
primero no es impresionado. Su acción es inmanente: «expresa» en sí mismo la «esencia» en lo que
llamaremos verbo mental o concepto. El concepto es entonces el medio gracias al cual «la esencia» es
conocida.

Brevemente:
El intelecto posible recibe la abstracción que el intelecto agente ha realizado sobre los datos de la
sensibilidad y reacciona expresando en sí mismo la esencia, en un concepto.
¿Qué es eso que llamamos concepto?
Concepto es un término de origen latino: conceptus, que designa la acción de «concebir» en la
generación de la vida. De ahí que se llame «concepto» a la generación de una idea en la mente a partir de la
fecundación proporcionada desde la experiencia sensible, o que podamos hablar de «conceptualizar», para
expresar el «dar a luz» una idea.
El concepto contiene lo que es común a muchos entes particulares: la esencia... aquello que constituye
el «origen» mismo de la cosa (lo uno en la múltiplicidad de los entes).

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No se ha de pensar que el conocimiento es «pura recepción pasiva», sino que, como vimos, ejerce una
actividad en la recepción de lo que le es dado conocer. El conocimiento es por eso una posesión activa de lo
conocido... Conocer no es tanto recibir ni producir o construir algo, como —más bien— un puro actuar-se...
en el cual el cognoscente se enriquece a sí mismo en la «expansión» constante de dicha actividad. Tal
actividad conceptualizadora, debe entonces entenderse como una comunicación (una unión o comunión)
entre el que conoce y lo que es conocido, que llamamos concepto. La expresión de un encuentro existencial
entre un acto de ser cognoscible y un acto de ser cognoscente.

5) El hombre es un ser para el amor.


«Entender» no es el fin de la vida humana, es decir que el «conocimiento» no es la resolución ni la
última respuesta para el sentido de esta vida. La amplitud de los interrogantes del hombre supera en mucho a
su capacidad de dar respuesta...

Es cierto que la vida intelectual es del todo necesaria para desarrollarnos como seres humanos... pero la
búsqueda más profunda de la verdad «está orientada», es decir que tiene un motivo superior, cual es el amor.
Si podemos decir que el conocimiento de «la verdad» es la comunión de la inteligencia con la esencia
de las cosas. Podemos entonces decir también que la tendencia de la voluntad a la unión con «el bien» (que
es presentado como tal por la inteligencia), es lo que llamamos amor.
Precisamente lo que «hace» propiamente el alma humana es conocer y amar... La tendencia unitiva del
alma forja la unidad de la existencia humana, haciendo posible la unidad de vida. En este sentido, el conocer
y el amar son la manifestación de la fuerza del alma humana para obrar de un modo orientado, realizando así
el hombre —por sí mismo— algo que está por encima del mundo material al que trasciende...
Por el amor, los actos más dispares de la vida cotidiana de un hombre, se unifican, es decir que
adquieren una «característica común» en tanto unos y otros se hacen con la finalidad de alcanzar una meta
que estará definida por un punto de referencia integrador y cohesionante. Ese punto de referencia que la
inteligencia busca esclarecer y con el cual el amor busca unirse, es el que permite enfocar los
acontecimientos de la vida con un nuevo relieve... Por eso decimos que el amor es una fuerza operante que
nos «abre y conecta», liberándonos así de la tumba inmanentista del individualismo.

6) El hombre es un ser religioso...


Precisamente, los hombres nos cuestionamos, buscamos un sentido definitivo a las cosas que nos pasan
y a nosotros mismos... y eso lo podemos hacer porque somos seres capaces de conocer y de amar y, por eso
mismo, capaces también de referenciar nuestra vida a un «Principio Rector» que le de luz, claridad,
coherencia, unidad, orden, armonía, belleza... sentido.
Ese «referenciar» es la actitud propiamente religiosa en el hombre.
Si observamos detenidamente la etimología de la palabra, vemos que la religión no es una cosa externa
o sobreañadida a la vida cotidiana de los hombres... no es algo que puede estar o no estar (como ser socios
de un club o algo por el estilo).
La religión, propiamente, es parte de la constitución misma del hombre... es decir que los seres
humanos no tenemos religión, sino que somos seres religados.
El homo sapiens es un homo religiosus...
El hombre existe como un ser «en búsqueda» de un referente Absoluto, más allá de sí mismo, por el
cual explicar las cosas, explicarse a sí mismo, y alcanzar el sentido de su vida cotidiana.
Sin «referencias» no es posible hacer nada en la vida, y ni siquiera es posible pensar... Todo el que hace
algo lo hace por algún fin. Ahora bien, un referente «Absoluto» no puede ser otro más que Dios, ya que es el
único a quien le cabe propiamente la idea de lo Absoluto... todo lo demás no es sino relativo, finito,
corruptible, perecedero, mortal.

Religión es una palabra de origen latino que significa «acción de ligar (atar con ligas) o rodrigar». La
acción de rodrigar significa ponerle un «rodrigón» a un árbol (clavarle al lado un palo tutor) para que crezca
derecho y sin torcerse, es decir orientado...
Los romanos tomaron precisamente esta metáfora del ámbito de la agricultura, ya que ellos eran
originariamente un pueblo de trabajadores «del campo». En efecto, los romanos observaron que, así como
toda la vida de un árbol es buena en cuanto se orienta naturalmente hacia «el Sol», del mismo modo los
hombres imprimimos sentido a nuestra vida en la medida que la orientamos hacia «algo» que, como un Sol,
ilumina y da sentido a nuestra existencia. Libremente nos atamos (nos re-ligamos) a todo lo que nos ayude a
orientarnos hacia ese «Sol». Esa lumbrera es entonces algo «sagrado» (del latín sacrum: lo apartado). Es

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algo Absoluto e incondicional: el referente último por el cual todo se explica, y sin el cual todo carece de
sentido.
Muchos hombres equivocan las cosas, y ponen como «Sol» (o como Norte y sentido de su vida) el
dinero, las cosas materiales, el poder, el afán de agradar, el pasarla bien, etc. Con lo cual, nunca calan hondo
en el sentido de sus vidas porque, de hecho, acaban «endiosando» impropiamente a las cosas o a ellos
mismos. Hacer un Absoluto de lo que no es más que relativo, es a todas luces ilógico, irracional e ilusorio.
En su sentido más puro, entonces (como orientación al Sol que ilumina, al Absoluto que da sentido a la
vida), la religión es la mayor rebelión del hombre que no quiere vivir ‘como una bestia’, que no se
conforma... La religión es una de las más tempranas producciones culturales en la historia de la humanidad.
Una producción cultural con un alto nivel de sublimación de las pasiones, en pos de un Referente último.
Referente por el cual todo lo humano se ilumina y vive...
Apuntemos aquí que la palabra «Divinidad» (que refiere a Dios) viene de la raiz sánscrita «div», que
significa precisamente lo luminoso (como el sol), lo que aclara, lo que disipa las sombras...

En nuestro tiempo, algunas personas prejuiciosas acusan de retrógados, ignorantes, supersticiosos,


precientíficos y poco adultos, a quienes llevan adelante una vida religiosa coherente y desacomplejada.
Verdad es que a veces el fanatismo religioso, la superstición, y la falta de una formación adecuada en
muchos creyentes, le dan motivo a estas personas para pensar de ese modo... Pero lo que estas personas no
parecen entender es que «retró-grado» es más bien quien retrocede hasta la selva, no reconociendo otro
impulso para la vida más que el «instinto». Una vida tal, es más propia de los animales que del hombre. Un
hombre no avanza empujado por instintos, sino atraído por ideales. Un hombre, en definitiva, «es» aquello a
lo que se consagra.
En efecto, la libertad mayor es nuestro poder de consentimiento al movimiento «profundo» de nuestra
interioridad (el alma) en pos de lo Absoluto (lo plenificante). Y la felicidad, consecuentemente, es la libre
coordinación interna con lo Absoluto en «cada» acto de nuestra vida de todos los días... en otras palabras, es
una decidida unión amorosa con lo Absoluto.

La religión, entonces, sirve para emancipar al hombre, haciéndolo más plenamente humano
(poetizando su existencia, cristalizando los sentimientos de comunidad) y para ser, así, a su vez, la fuente de
su alegría y belleza. De lo contrario, cuando la religión es motivo de tristeza, o cuando es oscura, irracional,
delirante, o fomento del odio, no es más que una caricatura y una pose que «no sirve para nada».

Hay un cierto ángulo de observación, entonces, que nos permite ver al hombre como un ser religado...
Y desde allí podemos afirmar que la Religión no es una función especial de la vida espiritual del hombre,
sino la dimensión de profundidad en «todas» sus funciones: su conexión o unión con lo Absoluto. Religión
es profundidad. Significa que el aspecto religioso apunta hacia aquello que ahonda la vida, aquello que es
último, infinito e incondicional... Aquello que funda la existencia concreta y le otorga SENTIDO: éso es
religión.
En el sentido más amplio y fundamental del término, ser religioso es, entonces, tener una «pre-
ocupación última» que da unidad y coherencia a las distintas ocupaciones de esta vida.

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3. El obrar humano.
Nociones generales y problemática actual de la ética.

1) La conducta como búsqueda de sentido.


El fin último:
a./ La idea de bien.
b./ La búsqueda de la felicidad.

2) El dinamismo de la vida moral.


Los actos humanos.
Importancia de la moral como vida...
La experiencia de equivocarse en el obrar.
Las virtudes y su ejercitación.
La rectificación de la intención.

1) Todo el que hace algo, lo hace por un fin.

a) Fin.

En general la palabra fin significa el término de una cosa... cuando algo termina, ha finalizado. Con
relación al obrar humano, el fin representa aquello cuya consecución nos hace descansar y cesar en la
actividad. “Gloriosamente inoperantes”, diría Agamben. Entonces, podemos decir que en las actividades de
los seres racionales el fin es: aquello por lo cual se hace una cosa.
El fin es así: lo primero en el orden de la intención y lo último en el orden de la consecución; o en otras
palabras: es lo último que se consigue, pero es lo primero que se intenta.

Sin finalidad el hombre no haría nada, o haría las cosas como un autómata, ya que todo acto
verdaderamente humano supone siempre un fin determinado, conocido y querido, al cual se ordena la
actividad desarrollada.

b) Bien.

El bien se identifica realmente con el fin, ya que todo el que hace algo, en definitiva, busca con su acción
«algo» que le resulte conveniente para sí y que, por lo mismo, tiene para él razón de bien (real o aparente).
De lo contrario, se abstendría de obrar; pues nadie dirige su acción a lo inconveniente en cuanto tal.
Llamamos “bien” o “bueno” a lo que a un ser le permite llegar a ser eso que es. Lo que tracciona al ser
hacia su realización. El bien es entusiasmante, transformante. Es algo que nos atrae hacia sí, y que es a la vez
difusivo de sí mismo. El bien se comunica, hace bien a los demás. El bien es fuente de dicha en la vida y,
aunque la vida se presente dura, el bien intentado es el que otorga felicidad a pesar de los esfuerzos
implicados.

c) Felicidad.

Precisamente la felicidad es el estado del sujeto complacido en la posesión del bien. Esta expresión no
refiere a la mera posesión física de una cosa material concreta, sino a un estado interior de bondad, de vacío,
de recepción, de gratitud; por eso, mejor aún, podríamos decir: estar poseído por la bondad y no “poseído
por la posesión”. Porque, en verdad, la plenitud no consiste en agregar al más, más... sino en un saber
permanecer en lo propio.

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Todo ser racional tiende a la felicidad de manera necesaria. Es imposible que la criatura racional de un
sólo paso voluntario que no vaya encaminado a su felicidad. Sin embargo, puede suceder que camine
«desorientada», que se «descamine», pero no que no camine (aun descaminada) en busca de una existencia
feliz. ¿Por qué? Pues porque todo agente racional obra por un fin, que coincide con un bien (real o aparente)
y, consecuentemente: fin, bien y felicidad son tres nombres distintos de un mismo anhelo de plenitud, de
realización, de consumación de la existencia.
Dicho de otro modo: Todo hombre obra por un fin, que tiene para él alguna razón de bien, en tanto y en
cuanto le proporciona o le conduce a lo que considera su propia felicidad... En conclusión, podemos afirmar
que la felicidad es el último fin del hombre.

Entretanto... es decir, de camino hacia o en pos del deseado fin último, el goce de los bienes concretos (o
inmediatos) de los cuales podemos disfrutar en esta vida se denomina alegría. Difiere de la felicidad
absoluta, precisamente en que la alegría es temporal; esto es: finita... cuando se acaba el bien que nos
produce goce, se acaba también esa alegría. Por eso diremos que la alegría es algo que tenemos al alcance de
la mano, mientras que la felicidad es como una aspiración que orienta y guía nuestro impulso hacia cuotas
cada vez más abundantes de alegría. De este modo el anhelo de felicidad es el elemento unificador de las
diversas alegrías posibles en la vida de cada quien.
Obviamente que no hablamos de la alegría fisiológica, «de animal sano», sino de la virtud de la alegría.
Sabido es que en la vida no faltan sacrificios, dolores y privaciones. Por eso mismo la alegría es una
disposición interior, de carácter estable, que debe cultivarse... a pesar de los pesares.
Sucede que la alegría humana no se identifica sin más con el placer sensible. En efecto, el hombre tiene la
capacidad intelectual de conocer el por qué de su búsqueda de satisfacción. La atracción o el rechazo
alcanzan en el viviente humano el nivel de lo racional. Consecuentemente, siendo la alegría una
complacencia de orden “espiritual” (digamos), puede entonces coexistir con la ausencia del placer sensible, e
incluso con el dolor físico. Y esto porque el hombre puede orientar racionalmente hacia valores más altos las
dificultades de sus trabajos presentes, en el decurso de su vida cotidiana.

El acto propio por el cual se realiza la virtud de la alegría es el buen humor; es decir, la disposición
actual para captar en toda circunstancia el bien y, en consecuencia, definir una posición ética apta para
conducirse en pos del bien deseado.

d) Actos humanos.

Para transitar por la vida hacia la felicidad, hacemos cosas; en efecto, actuamos. Y será del todo prudente
conocer qué son exactamente los actos propiamente humanos, para así poder andar por nuestros caminos con
mayor inteligencia, de modo más libre y con una mayor cuota de alegría.

Acto humano es el que procede de la voluntad deliberada del hombre. En efecto, no todo acto realizado
por un hombre es un acto humano, algunos actos son simplemente naturales (vegetativos y sensitivos); otros
son del hombre (sin ninguna deliberación o voluntariedad: como los borrachos, los dormidos, los distraídos,
etc.); otros son violentos (por coacción), y otros son humanos (realizados racionalmente, intencionadamente:
con advertencia y deliberación; es decir, sabiendo lo que se hace y decidiendo hacerlo).

2) Importancia de la ética.

En su vida particular cada quien puede desarrollar un mayor o menor nivel de elaboración del
pensamiento ético sobre las acciones humanas (propias y ajenas), pero lo que no se puede evitar es el tener
que enfrentar y resolver a diario problemas morales.

Reflexionar éticamente sobre la moral, entonces, es conveniente, porque conviene hacer a sabiendas lo
que habremos de afrontar de todos modos, y porque se trata de un saber que nos permite conectar el
transcurrir concreto de nuestra vida cotidiana, con los aspectos más hondos y vitales de nuestra existencia.
Esto es: que nos ayuda a comprender mejor aquellas “mores maiorum” (historia, tradición o costumbres de
nuestros mayores) de las que nuestra subjetividad es deudora.
Al respecto, resulta oportuno recordar aquí una máxima ética enunciada por el psicoanalista Jacques
Lacan (citado por el filósofo Alain Badiou): No ceder sobre su deseo. Puesto que el deseo es constitutivo

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del sujeto del inconsciente, es lo no sabido por excelencia, entonces no ceder sobre su deseo quiere decir: no
ceder sobre lo que de sí mismo no se sabe. En otras palabras: no ceder a Otro la posibilidad de saber de sí, no
ceder sobre su propia captura. Digamos: Atrapa en tu ser lo que te ha atrapado. Atrapa; es decir, piensa ahí
donde Eso (o Ese Otro) habla (en tí). Y agrega Badiou: Sabio es aquel que, sabiendo discernir las cosas que
dependen de él de aquellas que no dependen, organiza su voluntad alrededor de las primeras y resiste
impasiblemente a las segundas.

Se equivocan, entonces, quienes pretenden decir que la moral y la vida se oponen. Pues, en efecto, la
moral atraviesa toda la vida de los hombres. Completamente la moral recorre de palmo a palmo la vida de las
gentes, pues es la condición previa, el acompañamiento para una vida humana más plena dentro del orden de
la cultura. La moral, comprendida en la ética y asumida subjetivamente mediante la propia inscripción en la
historia de la que se es deudor, según un posicionamiento ético personal... no sólo no se opone a la vida, sino
que la potencia. No hay vida humana posible sin restricciones morales a las pasiones: se trata de límites, de
una legalidad inicialmente impuesta desde afuera (heteronomía) y ulteriormente elaborada como
posicionamiento ético desde la interioridad de cada quien (autonomía). Este tránsito tiene como supuesto que
la vida moral es vida vivida en sintonía con los demás; es decir, con la tradición de la que somos a una vez
su historia efectual y su transmisor. La moral es así el primer factor estructurante (matricial) del curso de la
dinámica deseante en el orden de la cultura.
Pensar en la posibilidad de una vida sin moral, equivale a pensar en la vida de las bestias, que son
esclavas casi autómatas de sus instintos.

En definitiva, puede decirse que la moral es el arte de vivir felices. A veces los equívocos en este
respecto provienen de algunos «moralistas» que hacen de la moral algo morboso y lleno de prohibiciones.
Mera restricción pulsional heterónoma, alienante, desubjetivante. Pero la función profunda de la moral en la
cultura, no es en absoluto el andar «fabricando prohibiciones» para amargarnos la existencia. Muy por el
contrario, la moral es una disciplina de alegría y de libertad que nos da el marco de reflexión para acceder a
la conciencia de que sólo se puede vivir de dos modos: obedeciendo al Absoluto al que referenciamos
nuestra existencia, o desobedeciéndole.

1) Obedecer al Absoluto (de Bien, de Belleza, de Verdad) es un imperativo categórico de coherencia


personal y una necesidad de racionalidad, que nos unifica interiormente y coopera en la armonización de
nuestras relaciones con nosotros mismos y con nuestros semejantes. Al decir esto no estamos hablando de
una oferta “ideal” que prometa la completud del vacío, la obturación de la falta, la cicatrización de la herida,
la salida de la contingencia... No, no hablamos de cierre. Por el contrario, tan solo intentamos hablar de
metas que abren la posibilidad, para cada subjetividad, de sublimar sus pasiones, dándoles cauce en pos de
metas social y culturalmente valiosas, apreciables.

2) La desobediencia al Absoluto, es sinónimo de vida fragmentada, sin ley o referente último. Pero una
existencia tal, no parece una vida verosímil; más bien se parece a un abismo desesperante, a un sinsentido
(individualista e inmanentista) donde no hay lugar para el cultivo de relaciones de reconocimiento mutuo y
reciprocidad.

El dilema definitivo es: o consumir la propia existencia de una forma egoísta y solitaria, o dedicarse con
todas las fuerzas a una tarea de servicio. Vale decir: consumirse o trascender, cerrarse o abrirse, replegarse o
desplegarse.
En efecto, nadie vive solo en este mundo, sino que todos hemos venido a la vida y vivimos desde y en una
trama de relaciones con los demás. Es así entonces que todo esto que venimos diciendo implica que con los
demás sólo se puede vivir de dos maneras (tertium non datur): Podemos utilizar a los demás, o servirlos.

1) Si decido utilizar egoístamente a los demás (cosificarlos, no reconocerlos como sujetos, perderlos de
vista como a mis semejantes), puedo a su vez hacerlo de dos maneras:
a.- con violencia, brutalmente, o
b.- con astucia, manipulándolos.

2) Pero si decido servir a los demás (reconocerlos como a mis semejantes, mantener relaciones
subjetivantes), entonces voy por el camino de olvidarme de mí mismo (dicho esto en el sentido de salir de la
ilusión de posesión individualista) el cual me llevará a comprometerme en ese servicio. Es decir: alojando mi

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subjetividad ahí donde soy deudor... en la comunidad. Consecuentemente, ese darme me impondrá una
conducta, una disciplina, una ejercitación o una ascética, que consistirá en ajustar mi existencia a principios
rectores que la habrán de mantener en esa línea de coherencia. Pues “servir” no es una suerte de pose estética
y autocomplaciente que me hace parecer “bueno” ante los demás, sino que literalmente es un entregarse a
los otros generosamente, es decir que significa algo así como des-poseer-se sin más: dar la propia vida.

Si se mira con detenimiento se podrá apreciar que el reflexionar éticamente sobre nuestra vida moral es
importante, porque se trata de ver cómo encaminar los actos humanos hacia la conquista del fin en el que se
cifra, en definitiva, la felicidad de cada hombre. Ese fin último es la razón de ser (el sentido) de la existencia
de cada quien. Vale decir: la reflexión ética es un acto de responsabilidad respecto de nuestra posición
subjetiva en una historia. Dicho en términos de Lacan: de nuestra posición de sujeto siempre somos
responsables. No cabe victimizarse. Muy por el contrario, la reflexión ética propicia que el sujeto se haga
responsable por su deseo, y deje de considerarse como no responsable de sus actos.

Además, podemos agregar que la reflexión ética sobre nuestros actos morales es particularmente
necesaria para pulir y formar mejor nuestra conciencia social, de donde se sigue que es especialmente
conveniente para todas aquellas personas que, en razón de su trabajo, deben tomar decisiones que afectan a
terceros.

Todo esto que venimos desarrollando pretende hacernos ver que la moral no es monolítica (como si la
realidad fuera «blanco o negro»), sino que es sumamente dinámica... No se trata, entonces, de vivir
solamente en un cierto plano de «corrección» medianamente satisfactorio, cual sería el de «hacer el bien y
evitar el mal»; sino que se trata de ir por más... de atreverse a navegar mar adentro en la vida moral, de tener
la audacia de escalar la cima de la existencia que nos ha sido dado vivir.
En otras palabras: es un sujeto que toma a su cargo su propia existencia y busca la excelencia en sus
acciones (quiere ‘salir’ hacia la cima, escalar la vida: «ex-celente» viene del latín celsus, que significa lo
alto, lo elevado, lo noble), porque procura precisamente hacer siempre lo mejor; esto no significa
“amoldarse”, sino: no ceder sobre su deseo.

Algunas personas piensan equivocadamente que la moral no nos deja vivir a nuestro gusto, sino que nos
complica y nos amarga la existencia con el peso de exigencias insoportables que acaban por negar a la vida
misma en su espontaneidad natural.
Sin embargo la moral, no nos pide que rechacemos la vida, sino que nos pide que la cavemos, que la
ahondemos, que la abramos... abriéndonos a su fundamento.

3) La experiencia de equivocarse...

Así como es verdad que nuestras elecciones son perfectibles; esto es, que podemos mejorarlas, también
es de nuestra experiencia que no siempre elegimos con acierto. Equivocarnos es parte de nuestra experiencia.
Por eso, dada nuestra condición falible pueden aparecer en el transcurso de la vida moral estructuras
desintegrantes y desintegradas que le dejan al hombre elegir fragmentos de cosas, pero le impiden ser uno y
libre (elegir el bien).
Son estructuras interiores de falta de horizonte, de desarmonización interior, de incoherencia, de
autoengaño, de ilusión pasajera, de mentira, de pérdida de la unidad. Es dejar el empeño por la búsqueda de
la felicidad, para ir tras el goce fragmentario e inmediato.
Estas conductas son (en el campo del Derecho, por ejemplo) un acto culpable... una ofensa hecha a
alguien, una equivocación, un error en el obrar humano. Y efectivamente, para que existan este tipo de
equivocaciones en la conducta de una persona es necesaria la concurrencia de tres condiciones:

1) Materia grave: es decir que lo que se va a hacer sea algo irresponsable (porque afecta en algún punto
la dignidad propia o ajena, porque pierde de vista al otro como su semejante o se deja a sí mismo perder de
vista como semejante por otro).

2) Advertencia: esto es que se tenga conciencia de que lo que se va a hacer no corresponde.

3) Consentimiento: es decir que sabiendo que lo que se va a hacer es una irresponsabilidad, se elija
hacerlo de todos modos.

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Ahora bien, es cierto que no todas nuestras acciones son lo que entendemos que deberían ser, y que
tampoco todas nuestras equivocaciones son graves, sino que algunas son más bien leves y en cosas de poca
monta. Pero si la persona «negocia con sus debilidades», se da permiso para obrar irreflexivamente, y no
trata de evitar esos actos que aun siendo leves son igualmente irresponsables y, por el contrario, se
acostumbra a cometerlos frecuentemente, pues entonces se dispone más fácilmente a cometer equívocos más
severos en el futuro.

Aunque las faltas morales son siempre un acto personal, puede ocurrir que con nuestra conducta
cooperemos a la extensión de la indignidad entre los hombres. De hecho, la “cooperación al mal” provoca en
la historia situaciones sociales e instituciones que constituyen verdaderas estructuras que oprimen y amargan
la vida de los hombres.

La salida de los descaminos en que nos mete la falta de moral no es otra que la que los antiguos
pensadores denominaron purificación. Así, entonces, la ascesis (el empeño y el esfuerzo en el ejercicio
positivo de las virtudes, junto al dominio racional de nuestra sensibilidad), es el camino de purificación más
sensato.
No se trata de una actitud morbosa, sino de la afirmación positiva de un bien que se quiere conseguir. Tal
vez la metáfora más feliz sea la del deportista, que se entrena sin descanso para llegar a la meta que desea.

Una vida sostenida en una posición ética esclarecida no siempre es fácil, pero siempre es posible...
aunque no sin esfuerzo.

***

Ahora bien, al efecto de difuminar cualquier sospecha de “moralinas”, valga una advertencia final: la
formación ética no consiste en impartir explicaciones y dar entrenamientos, sino en ayudar a suscitar una
comprensión transformadora de las dolorosas condiciones de la existencia. No se ha de postular como
“lucha en contra de”, sino como promoción de alternativas, desarrollo de protagonismos y fortalecimiento de
las redes y lazos sociales. La ética no se decreta, sino que se construye conjuntamente con los sujetos. La
verdadera formación ética propende a la transformación, la cual no equivale a “normalización”. No consiste
en ajustar el sujeto a un saber previo detentado por otros, sino en dar un advenir, o sea, dar una expectativa
de porvenir al deseo del sujeto.

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4. El hombre en relación.
Nociones básicas y problemática social en perspectiva filosófica.

1) Naturaleza social del hombre.


La persona humana y su trama relacional constitutiva.

2) La sociedad doméstica.
A) La familia:
a./ El hombre como ser «ambital».
b./ La familia como primera escuela de relaciones interpersonales.
B) El trabajo:
a./ El trabajo como «actividad transformante».
b./ El trabajo como camino de realización personal y comunitaria.

3) La sociedad civil.
A) Los cuerpos intermedios:
a./ Solidaridad (compromiso) y bien común.
b./ Principio de subsidiariedad.
B) La comunidad política:
a./ Conceptos generales de: Patria, Nación, sociedad civil, Estado y gobierno.
b./ Razón de ser de la «autoridad».

4) La sociedad religiosa.
La Iglesia como «sociedad»...

1) El hombre es un ser «social».

Los animales son seres gregarios; es decir que se “agregan”. Pero los seres humanos no se agregan, sino
que permanecen juntos en tanto y en cuanto que se “asocian”. Es más: los animales son “algo” dentro de su
especie, pero cada humano llega a ser “alguien”; es decir, llega a ser quien es, en virtud de esa asociación.
Vale decir: el yo sólo puede advenir en los vínculos, o sea, en un nosotros.
La sociedad, la cultura y sus instituciones proveen al yo el contenido mismo de las representaciones a
partir de las cuales puede edificar el saber de sí y para sí, que a cada quien lo define como tal.
Por otra parte, este proceso es, para cada quien, inseparable de la elaboración de un proyecto de vida y de
la construcción de una representación historizante de su pasado y de su origen. Vale decir: el yo sólo puede
establecerse dándole a su pasado y a su porvenir un sentido, eligiendo un proyecto identificatorio y una
interpretación de su origen permanentemente reelaborada a lo largo de la vida.
Al respecto, es importante definir al yo como historiador de su propia historia; el cual sólo puede tener
éxito en la tarea de historización apoyándose en el discurso y en el pensamiento de otros. Pues los otros son
(“somos”) los únicos capaces de proveerle informaciones y referencias que no han podido ser registradas y
memorizadas por el infante que ha sido. Es esta la función historizante y representacional del mundo adulto y
de sus instituciones “formativas” (porque en ellas articulamos discursos performativos de la subjetividad).
Hay en este proceso de subjetivación una paradoja: el sujeto está sujetado y, al mismo tiempo, se
estructura (o singulariza) en dicho sujetamiento.
Dicho de otro modo: el sujeto es un sujeto en proceso de devenir. Esto quiere decir que el sujeto es un
sujeto transformado por los procesos de historización, a través de los cuales adviene como yo, en referencia a
un ideal orientador, que apunta en orden a lo esencial (vale decir: de camino hacia el “ser” humano que
estamos llamados a ser en el decurso de la existencia concreta).
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En suma: sujeto es la singularidad (o peculiar modulación) que surge de un proceso de comprensión
transformadora de sí mismo. Proceso que se desarrolla en interacción con otros y respecto de un campo de
conocimiento en particular o actividad específica.

Entonces:
¿Qué es subjetivación? Es el proceso de construcción de la subjetividad. Es el proceso de devenir sujeto
singular. Subrayo lo de singular: una peculiar “modulación” en la intersubjetividad. Esto quiere decir
que el sujeto en devenir yo recompone incesantemente su historia a medida que se subjetiviza.

¿Qué es la subjetividad? Es un arreglo singular de la interioridad, de las relaciones y del discurso.


Arreglo que está apuntalado sobre la experiencia corporal, sobre el deseo del otro, sobre el tejido de
los vínculos de las emociones y de las representaciones compartidas (e intelectualmente elaboradas) a
través de las cuales se forma la singularidad del sujeto.

¿Qué es la intersubjetividad? La intersubjetividad define los procesos de transcripción subjetiva de lo que


se intercambia entre los sujetos.

Ahora bien, cabe preguntarse:


¿Qué compone o define a un sujeto?

Establezcamos una distinción y digamos, en primer lugar, que “sujeto” no equivale a “persona” ni a
“individuo”. “Sujeto” es un concepto todavía más profundo que esos dos (al cual encima habría que
especificar como: sujeto... del deseo... del lenguaje ...). Y no solo más profundo, sino previo. Previo incluso a
la gestación biológica. Es el ser sujetado a la palabra, que es siempre palabra de otro.

Podemos pensarlo en tres niveles:


Sujeto es lo más universal de lo humano... su ser-lenguaje... emergiendo en cada particular modulación de
lo humano.
Emerge determinado por la lengua... palabra de otro o lengua materna, que es “el tajo” por donde nos
nacemos con dolor. Es por donde tenemos la posibilidad de llegar a nacernos como hablantes.
Y emerge existiendo como un hablante particular. Un hablante que habrá de transitar su propio camino de
subjetivación en relación a esa lengua de “otro” (“alio”, en latín) que lo sujeta o “aliena”.

He ahí los tres niveles de modulación:


ser de lenguaje / lengua / hablante.

Así definido, el sujeto no es la “persona” (o mascarada con la cual se presenta el sujeto ante lo demás
para resultarles reconocible y aceptable), ni el “individuo” (o ilusión de indivisibilidad... alguien
pretendidamente sin contradicción ni ambivalencia, y “poseedor” de una conciencia de unidad interior). Por
eso podríamos decir que el Yo más profundo y subjetivo es eso que siempre disfunciona en la cultura. De ahí
que el hacer valer la propia posición subjetiva sea culturalmente fuente de malestar.

Estas consideraciones resultan particularmente relevantes en relación a los temas vinculados a la


educación de los niños. Mucho se habla de la “socialización” de los niños, perdiendo de vista que lo más
importante no es el “amoldamiento” de los chicos a la sociedad (proceso de personalización e individuación),
sino que lo más importante (incluso para la sociedad) es lograr el surgimiento de la creatividad de sus
miembros (personas e individuos); es decir, que los niños sean acompañados por los adultos en su proceso de
“subjetivación”.

Subjetivarse es inscribirse en la propia historia para poder llegar a responder en verdad, con sinceridad
(sin “repetir” el discurso donde el yo está alienado; esto es: en el discurso del papá y de la mamá de cada
quien) a la difícil pregunta: ¿Qué es lo que “tu” corazón desea?
Pero para responder en verdad a esa pregunta hay que comprender que: “Uno es el aparato fonador de
una estructura que desconoce”.

Lenguaje / Lengua / Habla... halante particular:

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¿Quién habla cuando uno habla: el otro de la lengua materna o el sujeto? El que dice lo que dice... ¿es
alguien?, ¿es sujeto de enunciación propia? ¿O acaso es “algo” (un parlante) que está expropiado (o
alienado) en decires ajenos?

Persona humana.
Vayamos ahora hacia lo que tiene para darnos que pensar la noción de “persona” en tanto que máscara
del sujeto. Pues bien: en cuanto persona el ser humano es un ser abierto a la comunicación intersubjetiva con
otros humanos. El término “persona” define propiamente a un sujeto particular, concreto, distinto de otros y
de naturaleza intelectual. “Substancia individual de naturaleza racional”, según la clásica definición de
Boecio. Con lo cual se quiere significar que el hombre es un ser “personal”; esto es: un ser comunicativo,
sociable, inteligente y libre.
El término persona es de origen latino: per-sonare (resonar), designando la máscara que el actor llevaba
en las obras teatrales para representar un papel. A su vez, este término proviene del griego prósopon, que
significaba la misma cosa que en latín: semblante que uno muestra cuando sale a escena como si fuera el
suyo propio; es decir: una careta a través de la cual uno presta su voz para hacer resonar lo que ha escrito
otro. Sin embargo la antigüedad pagana desconocía este término en su dimensión filosófica, el cual fue
plasmado en la tardía antigüedad cristiana y transmitido a la tradición entera de la filosofía occidental, para
designar al individuo dotado de espíritu, o a la existencia espiritual individual.
Según esta concepción clásica el hombre en cuanto persona es un individuo singular y aislado, más
profundamente que cualquier otro individuo. En efecto, el individuo impersonal (fisiconatural) está separado
de todos los demás y se distingue de ellos negativa y extrínsecamente (por razón de su figura y de su fijación
en el tiempo y en el espacio). En cambio, la individuación de la persona es positiva e intrínseca: se basa en la
libertad, entendida como esa relación peculiar en la que el hombre se posee como quien él mismo es (ser
según sí mismo: yo), y eso de tal forma que tiene el cometido absolutamente ineludible de realizarse a sí
mismo, logrando así su mismidad. En definitiva, entonces, el hombre como persona es su propio fin, y no un
mero medio para otra cosa. La salvaguarda de esta dignidad (ser fin en sí: sujeto de su propio deseo) es un
imperativo irrenunciable para cada hombre.

Ahora bien, si por un lado la individualidad de la persona es más radical que en cualquier otro individuo
existente; por otro lado es el ser más abierto, en razón de su condición “espiritual” (vale decir: hablante).
En efecto, si la persona es fin en sí misma, y debe realizarse a sí misma, es entonces un ser inacabado. El
rasgo decisivo del espíritu es la intencionalidad; esto quiere decir que el espíritu se realiza en cuanto trae a
su presencia algo distinto de sí mismo. Entre los autores clásicos, medievales, Tomás de Aquino afirmaba al
respecto que persona es lo que hay de distinto en una naturaleza racional: esta carne, estos huesos, esta
alma, que son los principios que individúan al hombre. En tanto que distinto, entonces, persona es un
concepto “relacional”, dado que no es posible distinguir un yo si no es por referencia a un tú. Vale decir: se
requiere un otro. No hay amor genuino sin referencia a los demás, así como no hay conocimiento verdadero
sin el distanciamiento de sí mismo que sitúa la verdad en “algo” verdadero.
La realización de sí por la persona no se efectúa como desarrollo de disposiciones subjetivas
preformadas, sino que va subjetivándose, va formándose en la realidad de las obras: realidad de la verdad
como fruto del pensamiento; realidad de la comunidad como fruto del amor... (en el suceder de mis obras se
manifiesta el acontecimiento humano que yo soy) Visto desde otro ángulo podemos afirmar que la
subjetividad se aloja ahí en donde es deudora: en la comunidad. De este modo, podemos decir que la
realización de sí se lleva a cabo únicamente al servicio de obras que rebasan los límites de la mera
individualidad. Esas obras supraindividuales (verdad, ciencia, comunidad, técnica, economía, Estado), en
cuanto formas de ser del sujeto, sólo son reales juntamente con la persona y en referencia a ella.

En conclusión: la interioridad y la exterioridad, la subjetividad y la objetividad, un radical ser para sí y


una entrega esencial a lo otro de sí, quedan distinguidos (pero superados en cuanto contrarios) y unificados
en la personalización del sujeto.
Del concepto de persona resulta, pues, una superación de las visiones unilaterales del hombre, tanto del
individualismo como del colectivismo.
En consecuencia podemos sostener que el sujeto humano, por existir como un ser personal (único e
irrepetible, a la vez que abierto a los demás), es un ser «social»; esto es: capaz de establecer uniones con
otros para tender juntos a un mismo fin.

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2) La sociedad doméstica.
La más básica de las asociaciones humanas es la familia... entendiendo por tal a la comunidad de los
padres con los hijos, originada en formas estables de convivencia, aptas para fundar un ambiente signado por
vínculos de reconocimiento y reciprocidad.
Solemos decir que la familia es la célula de la sociedad, pero ello no se ha de entender tanto porque sea la
unidad más pequeña de individuos asociados, algo así como «un ladrillo» para levantar el edificio de la
sociedad. La comparación de la familia con una célula resulta una metáfora sugerente, ya que la familia,
como la célula, es el elemento más simple, primario y fundamental de la sociedad. Las células crecen,
generan nuevas células y aportan sus cualidades al organismo al que pertenecen. Así también la familia está
llamada a facilitar el crecimiento humano de sus miembros, es el lugar adecuado para generar nuevas vidas
humanas, desarrollar su humanidad y, con su existencia y actividad, contribuir al bien de la entera sociedad.
La familia, entonces, es básica porque es la primera estructura relacional en cuyo seno el sujeto recibe
las primeras nociones sobre la verdad y el bien, y donde aprende qué quiere decir amar y ser amado; es decir
donde aprende en concreto a ser una persona y a afrontar su destino único e irrepetible. En definitiva,
entonces, la familia es célula de la sociedad en tanto es escuela original y originante de relaciones
interpersonales subjetivantes.

Al ser engendrado en el seno de una familia, el caudal genético garantiza lo universal de lo humano, pero
en ella cada sujeto se constituye como un estilo de lo humano (una persona concreta) precisamente en las
relaciones intersubjetivas que mantiene en el ambiente familiar... y ésto principalmente en la «matriz
intersubjetiva básica» (la relación del niño con su madre nutriente y con su padre protector).
Por eso el mayor servicio que las figuras paternantes y maternantes (ya sean sus progenitores biológicos o
no) pueden prestar a sus hijos, es el espectáculo de su propio amor hecho de reconocimiento y reciprocidad,
y el tratarlos como a sujetos y no como a “posesiones” (los hijos no son nuestros, son de ellos mismos).
Los medios para brindar eficazmente este servicio son básicamente: la presencia alegre, la conducta
ejemplar y la conversación cordial de los adultos entre sí y con los hijos.
Lo singular de cada persona (lo que la distingue) no es, entonces, «lo distinto» por completo, sino la
forma diferenciada en que cada ser humano logra modular-se dentro de las posibilidades de la especie, a
partir de su trama vincular familiar.
El niño adquiere su propia visión de las cosas tomando como elemento primario lo que ha visto en este
pequeño universo, en esa pequeña sociedad que es la familia... y es a partir de esa vivencia que concreta y
otorga significado real a cada momento y situación que le toca vivir.

En la familia, el ambiente de trabajo (entendido éste como «toda actividad transformante») es de capital
importancia para dar cauce concreto a la articulación de sus miembros con los de otras familias, así como
para que cada uno de ellos encuentre un camino propio en la vida. El trabajo (que no es solo el remunerado,
sino también el doméstico o el que se realiza por otras motivaciones: deportivas, recreativas, artísticas,
religiosas) ejerce una acción formativa respecto de virtudes específicas, tales como la sobriedad, la
generosidad o la solidaridad, que hacen a su vez necesarias la prudencia y el dominio de sí en la dedicación a
la tarea que se tiene por delante. Por otra parte, exige aprender que el trabajo es siempre un medio y no un fin
en sí mismo, y que, por consiguiente, ha de estar siempre orientado a otros valores más altos... El afán de
poseer y consumir cosas, por ejemplo (lamentablemente tan frecuente en muchas familias) puede originar
una excesiva preocupación y dedicación al trabajo en detrimento de otros aspectos de la vida, tal
especialmente el aspecto familiar, cegando también la vista para las exigencias de la justicia social y la
solidaridad respecto de los hombres en general y de los grupos sociales más desfavorecidos en particular.

3) La sociedad civil.
Las actuaciones sociales no tienen sentido pleno a menos que cooperen a perfeccionar a las personas... Es
así que la sociedad civil existe para mejorar las condiciones de vida de las personas; es decir, para garantizar
el conjunto de condiciones sociales que favorezcan a los seres humanos que la conforman de modo tal que
puedan lograr el desarrollo íntegro de su persona (noción de bien común).

El Estado (en cuanto organización jurídica y política de la convivencia social) es la entidad social a la que
la comunidad le ha confiado la custodia del bien común. Para cumplir ese cometido, los órganos
gubernamentales están obligados a “objetivar” a cada ciudadano a fin de hacer más expedita la acción

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gubernamental. En efecto, la acción política no se dirige a cada hombre concreto, sino al conjunto social, que
ofrece un carácter más bien impersonal y anónimo. Sin embargo, hay que advertir que esa “objetivación”
resultará indigna si no se atiene al mero carácter funcional que la justifica, y si no se sujeta a la Ley
(despersonalización del poder).
Aristóteles apuntaba que el Estado no fabrica a los individuos para constituirse después con ellos, sino
que los encuentra como una realidad «preexistente», de modo que se estructura a partir de los individuos.
Aún cuando el Estado perdure y sobreviva a los individuos en el tiempo, y los influya en las características
de las generaciones futuras, siempre se ha de entender como servidor del ser humano por el cual y para el
cual existe.

En consecuencia, mejor funcionan los Estados acorde a su finalidad cuando más fomentan la
participación de los ciudadanos en la «cosa pública» y propician la solidaridad entre ellos. En este sentido el
Estado no debe hacer lo que los particulares pueden hacer por ellos mismos; sino que debe «dejarlos hacer»
y «hacerlos hacer» (sostenerlos y ayudarlos, con miras al bien común).
En virtud del principio de subsidiariedad, el Estado debe fomentar el surgimiento de «cuerpos
intermedios», estimulándolos con leyes y ventajas, a la vez que supliéndolos en las insuficiencias que
manifiesten...
Un cuerpo intermedio (o sociedad intermedia) es una unión estable de personas físicas o jurídicas,
organizadas para conseguir un fin propio o común. Los hay de diversas clases: sociales (partido político,
vecinal), culturales (escuela, club, museo), asistenciales (mutuales, voluntariados), económicos
(cooperativas, empresas, cámaras), espirituales (parroquias, caritas). La función subsidiaria del Estado
garantiza, respeta y defiende el libre ejercicio de los derechos de cada grupo. Este principio «protege» a las
personas y a los grupos más pequeños del peligro de perder su legítima autonomía. Precisamente, los cuerpos
intermedios, en cuanto tales, constituyen una verdadera «amortiguación» de la tensión entre la amplitud del
Estado y la particularidad de las familias.

Toda acción de la sociedad en su conjunto, por su propia naturaleza, debe prestar ayuda a los miembros
del cuerpo social, pero no debe destruirlos ni absorberlos. Si lo hiciera, ello constituiría un grave perjuicio y
perturbación para con los ciudadanos, ya que de la cualidad social de la existencia humana deriva el derecho
de reunión y asociación, así como el de dar a esas asociaciones la forma más idónea para obener los fines
propuestos y para actuar dentro de ellas libremente, con responsabilidad y conduciéndolas ellos mismos a los
resultados propuestos.
Tales asociaciones y organismos intermedios son instrumentos indispensables para defender la dignidad y
libertad de la persona humana.
Ocupado el Estado en lo que le es propio (organizar y conducir a la sociedad en procura del bien común),
tendrá una «autoridad» más firme (autoridad, del latín augeo: hacer crecer) y mayor eficacia social, en la
medida en que vigorosamente deje salvado este principio de función subsidiaria, el cual hará más feliz y
próspero el estado de la nación. Pues cuando se debilitan las asociaciones intermedias quedan casi solos
frente a frente los individuos y el Estado, con no pequeño perjuicio del Estado mismo, que, perdida la forma
de régimen social y teniendo que soportar él mismo todas las cargas que bien podrían ser sobrellevadas por
las asociaciones, se ve sobrecargado por un sinfín de atenciones diversas que lo sobredimensionan y
entorpecen...
Por otra parte, la ocupación del Estado en el decidido ejercicio de su función subsidiaria, es un potente
antídoto para este mundo crecientemente replegado sobre la vida privada a consecuencia del individualismo.

4) La sociedad religiosa.

Ya hemos visto que el hombre es un ser religioso y, como tal, quienes creen en un mismo Dios tienen
derecho a asociarse en procura del “bien común espiritual”. En efecto, los creyentes tienen derecho a
constituirse como miembros de una sociedad religiosa que, distinta de los «cuerpos intermedios» (que
persiguen fines o bienes particulares), posea todos los órganos esenciales de una sociedad perfecta: poder de
legislar, de administrar y de juzgar para el común de sus fieles.
Desde el punto de vista católico, por ejemplo, el orden religioso es diferente de todos los poderes civiles
y, por eso, se distingue pero se pone en paridad con el poder “público” y, en tal sentido, no admite
dependencia del fuero civil. Es así que la Iglesia Católica se considera a sí misma un “Ente Público”, y así
aparece reconocida en el ordenamiento jurídico de algunos países, incluso en el Código Civil de la República
Argentina.

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En virtud de esta concepción una sociedad religiosa como la Iglesia Católica reclama derecho para, con
amplia independencia, enseñar, fundar asociaciones de fieles (órdenes, congregaciones, etc.) y poseer los
bienes temporales necesarios para el ejercicio del culto y demás funciones sociales que le son propias.
Cada poder, entonces, el religioso y el civil, se considera independiente en su propio fuero... (a Dios lo
que es de Dios y al César lo que es del César) y en cuestiones mixtas (por ej. la legislación familiar, la
organización del trabajo, algunos temas de salud y educación) en que intervienen intereses espirituales y
temporales conjuntamente, pueden tomarse resoluciones mutuamente acordadas (por ejemplo: mediante
concordatos con la Santa Sede).

Llegados a este punto cabe señalar que, de entre todas las religiones de la tierra y de la historia, merece
observarse la peculiar solución adoptada por la Iglesia católica para preservar su independencia respecto
de los poderes civiles.

Históricamente se ha considerado a la Santa Sede como un Estado, pero es a partir del año 1929, con los
Acuerdos de Letrán, que se estableció formalmente el Estado de la Ciudad del Vaticano para garantizar al
Papa y a la Santa Sede una soberanía indiscutible incluso en el plano internacional. El principal deseo que
movía al Beato Papa Pío IX al firmar los Pactos Lateranenses era disponer «del mínimo de territorio que
bastase para el ejercicio de la soberanía, indispensable para el ejercicio de un poder espiritual».
Gracias a esos pactos y a la constitución del Vaticano como un Estado, hoy la Santa Sede no depende de
ningún Estado soberano. De hecho, la antigua existencia de los Estados Pontificios permitió la equiparación
de la Santa Sede con un «Estado» hasta 1870 en que, tras la invasión de Roma, quedaron anexionados al
naciente reino de Italia. La ausencia de territorio no le impidió a la Santa Sede seguir ejerciendo como sujeto
de derecho internacional.
Entonces, ¿por qué la Santa Sede buscó una base territorial sobre la cual ejercer su soberanía?
Pues porque hasta la constitución histórica de los Estados-Nación, la definición «territorial» no era tan
relevante como lo era ahora en ese nuevo escenario político.

Sin embargo, el Vaticano es un Estado muy peculiar, pues toda su razón de ser obedece a un motivo
instrumental, cual es el de ser «el soporte terreno de la soberanía de la Santa Sede». En efecto, la Santa Sede
y el Estado de la Ciudad del Vaticano son, para el derecho internacional, sujetos «distintos»:

a) Tienen diferente naturaleza jurídica:


Mientras la Santa Sede es el órgano del gobierno universal de la Iglesia Católica, el Vaticano es un Estado
que garantiza la libre actuación de la Santa Sede.

b) Sus fines son distintos:


La Santa Sede persigue fines espirituales y morales, y el Vaticano tiene como fin propio el cubrir el
funcionamiento técnico del propio Estado.

c) Varían sus ámbitos de actuación:


En atención a sus respectivos fines, la Santa Sede se ocupa de todo lo relacionado con el hombre
(especialmente en el aspecto moral y espiritual), en cambio el Vaticano se ocupa de materias técnicas propias
de los Estados.

d) Ambos, el Vaticano y la Santa Sede, son sujetos del derecho internacional y se personifican en la
misma cabeza: el Romano Pontífice, también conocido como el Papa. El Sumo Pontífice es el Pastor de la
Santa Sede que rige a los fieles católicos en todo el mundo y el Jefe de Estado en el Vaticano.

Ninguna otra institución religiosa ha pretendido un estatuto similar al de la Iglesia Católica en el


concierto de las Naciones. La Iglesia Católica es la única religión que actúa dotada simultáneamente de
carácter universal y de un régimen centralizado acotado territorialmente. Las otras confesiones religiosas, o
no constituyen una unidad jurisdiccional independiente, o están directamente vinculadas a algún país en
concreto. Nada obsta que en el futuro alguna otra religión cumpla con los requisitos para ser considerada
como un Estado y obtenga un estatuto jurídico como el que tiene actualmente el catolicismo.

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5. El hombre y lo Absoluto.
Nociones y problemática de la teodicea.

1) La existencia de Dios.
A) El hombre y su experiencia de Dios.
Necesidad y posibilidad de demostración.
B) Pruebas de la existencia de Dios:
Pruebas metafísicas y pruebas morales.
Imposibilidad de las pruebas de demostración de su «inexistencia».

2) La naturaleza divina.
El concepto de «Absoluto-personal-trascendente».

3) La «respuesta» del hombre a Dios.


Naturaleza de la religiosidad humana.

1) El hombre y su experiencia de Dios...

A toda reflexión filosófica antecede una experiencia que, si bien no la restringe, le indica, sin embargo, la
dirección. Así también la reflexión filosófica relativa a Dios se halla vinculada a una forma fundamental de
experiencia religiosa que aparece históricamente.
La filosofía occidental, en cuanto pregunta de la metafísica por el ser, está desde el principio orientada al
conocimiento de lo que saca a la luz el ente múltiple y variable, a la vez que lo sostiene y lo ordena a sí
mismo. La pregunta occidental por Dios está guiada por la mirada al último fundamento y meta de todo lo
que existe. Mirada a su vez signada por el cristianismo.
Un fundamento tal ha sido pensado como un ser del todo ab-soluto; esto es: des-ligado completamente de
todas las condiciones y limitaciones (incondicionado, indeterminado, anárquico), y por ello capaz de
determinarlo todo.
Absoluto es así lo que se basta a sí mismo (autarquía), lo que se ubica “más allá” de los entes particulares
y contingentes, lo que es en sí mismo y por sí mismo (aseidad). Consecuentemente, lo absoluto es infinito y
suprasensible (no capturable por medio de palabras), es la unidad primigenia o refrencia suprema que
permite explicar todo lo que existe de modo limitado y condicionado.

Ahora bien, en la Posmodernidad lo absoluto puede ser pensado más ampliamente, porque la fuerza de las
tendencias metafísicas propias del pensamiento clásico y moderno se debilitan. Esto es: el ser se debilita
desde una estructura a un acontecimiento... desde la metafísica como muestra de la estructura objetiva de la
realidad a una historia de interpretaciones del ser. La estructura se atenúa, cediendo su lugar a “señales” en
las que el ser nos presenta cierto rostro que nosotros interpretamos. En tal sentido: un acontecimiento no es
exactamente lo que ocurre, sino algo dado en lo que ocurre.

No solo experimentamos lo que sucede, sino que interpretamos qué es lo que acontece en lo que sucede.
En efecto, el hombre no sólo tiene experiencia (externa) de las percepciones sensibles, sino que también
tiene experiencia (interna) de sus estados anímicos y de las realidades que capta intelectualmente, entre las
que puede incluirse también la experiencia religiosa.

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Es demasiado estrecho el reconocerle al hombre sólo la experiencia sensible; sobre todo porque de la
experiencia forma parte, además de la presencia de algo “dado”, su inserción en un campo de significado que
se ha comprendido previamente. Un músico no experimenta la audición de una pieza musical, igual que un
desentendido del tema, por ejemplo; pues aunque ambos oigan el mismo sonido, no lo escuchan igual. De
hecho, no todo se experimenta de la misma manera que lo real sensible, con lo cual, el concepto de
experiencia no es unívoco, sino analógico. La experiencia dependiente de la percepción sensible siempre es
acompañada por una clase de experiencia no sensible que ha sido alcanzada previamente.
En cualquier caso, la idea de experiencia tiene siempre el sentido de presentización de algo en lo dado.

Esa presentización o acontecer de lo absoluto, tiene su origen o punto de apoyo en la realidad que nos es
revelada en la experiencia, y a partir de ahí el intelecto humano puede elevarse a un orden real del ser, sin el
cual los fenómenos sensiblemente percibibles, todo el universo y aun el hombre mismo, quedarían sin
explicación... En efecto, podemos conocer que somos parte de algo más amplio que nuestra capacidad de
comprensión racional y de experimentación sensible.

El mito es una expresión de esta convicción del hombre de que el origen y el propósito del
mundo en el cual él vive hay que buscarlos, no en él, sino más allá del hombre. El mito es la
expresión de la conciencia que el hombre tiene de no ser el señor de su propio ser.

Paul Ricoeur

***

Las pruebas de existencia de Dios.

Durante siglos los pensadores occidentales se empeñaron en probar la existencia del ser al que refiere la
experiencia religiosa: Dios. En esta perspectiva se ubican las tradicionalmente denominadas pruebas de la
existencia de Dios, que durante siglos se han presentado organizadas en dos grupos: pruebas metafísicas y
pruebas morales.

a) Pruebas metafísicas:

Parten de la constatación del hecho de que todo lo que vemos a nuestro alrededor y lo que la ciencia nos
enseña, aparece como un encadenamiento de seres o de fenómenos que se suceden e implican unos a otros.
Así, se denomina entonces condicionamiento universal al hecho por el cual todos los seres del universo
encuentran su razón de ser (o su causa) en otro ser y no en sí mismos; es decir que están todos condicionados
los unos por los otros.
Luego de esta constatación inicial, se sigue que la secuencia causal (de condicionante a condicionado) no
puede extenderse al infinito, pues, de ser así, tendríamos la descripción de una cadena de «intermediarios»
(transmisores) que dejaría todavía a la cadena misma sin explicación. Ahora bien, como en el orden causal el
primer término incondicionado es el que produce todo el resto de la cadena, es entonces necesario determinar
un principio «absoluto» que, en cuanto tal (es decir: incondicionado), esté fuera de la serie causal.
Finalmente, esta investigación no puede llegar sino a una causa única y por tanto universal. En efecto, si
no hubiera sólo una causa, y por el contrario fueran muchas, habría que suponer que las causas
absolutamente primeras son independientes entre sí; pero esa suposición es incompatible con la unidad y
orden del universo, además de irreconciliable con las exigencias de la razón, para la que el ser y el uno (lo
inteligible) son convertibles...

b) Pruebas morales:

Se las llama así porque su punto de partida es la realidad moral... respecto de la cual se sostiene la
necesidad lógica de que exista un real correspondiente. Principalmente son cuatro las pruebas de este tipo
que comúnmente se invocan en favor de la existencia de Dios, a saber: las pruebas por la obligación moral,

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por las aspiraciones del alma (también conocida como prueba psicológica), por el consentimiento universal,
y por el hecho de la experiencia mística.

Brevemente:

1./ Para que la obligación moral tenga un sentido, es preciso que manifieste un orden del cual nosotros no
somos los autores, y que emane de una Razón suprema, fuente y fin de nuestra naturaleza.

2./ El hombre experimenta el reclamo profundo e inquieto de su razón, según el cual la contradicción
debe terminar y que la muerte no puede ser para él un fracaso radical ni una entrada en la nada. En efecto, el
universo físico manifiesta un orden evidente, siendo esto así: ¿cómo será posible que el desorden y el
absurdo reinen en el orden moral? Los anhelos del corazón humano, entonces, exigen un Bien supremo que
lo satisfaga y una Providencia que asegure su realización.

3./ La idea de Dios es universal, por cuanto se encuentra en todas las latitudes y en todas las culturas,
desde los orígenes hasta nuestros días, en hombres sabios e ignorantes... Esta universalidad supone que
existen razones poderosas y accesibles a todas las inteligencias en favor de la creencia en Dios, pues alguna
evidencia objetiva habrá dado lugar a ese consentimiento universal.

4./ Observando la vida de muchas grandes almas religiosas que aseguran haber entrado en contacto
experiencial con Dios (mística), se puede afirmar que toda esta experiencia es inexplicable si se prescinde de
Dios. Se podrá argüir que tal o cual místico ha estado en el error y se ha engañado a sí mismo, pero no se
puede afirmar que todos lo hayan estado y nos hayan engañado hablándonos con tanta fuerza y convicción de
las mismas realidades que experimentaron. Filósofos como Henri Bergson concluyen que esta identidad de
experiencia no se explica bien sino por la existencia real del Ser con el cual los místicos se creen en
comunicación.

En definitiva, todas las pruebas (a pesar de las discusiones sobre su mayor o menor valor probatorio) no
son más que aplicaciones del principio de razón suficiente: toda cosa tiene su razón en sí o en otro; en otros
términos: “lo más no puede venir de los menos, ni el ser de la nada”. Cada prueba (metafísica o moral), al
contemplar un punto de vista particular, enfoca y precisa la aplicación del principio en el dominio del que se
ocupa, postulando la existencia –por necesidad lógica– de un real correspondiente.

2) Dios y lo Absoluto.

Hay dos términos que a menudo se confunden, los cuales son: Absoluto y Dios. Estas dos palabras
designan una realidad idéntica, pero evocan dos ideas diferentes.

a) ABSOLUTO representa en nuestro pensamiento el Origen radical, el Principio fundamental del ser y
del espíritu, absolutamente Primero, que se mantiene eternamente, imperecedero y sin origen, el Ser que
contiene todas las cosas... porque todas las cosas tienen sentido con referencia a él.
La noción de Absoluto es cercana a la antiquísima noción de lo Sagrado: lo apartado, lo incondicionado,
el poder anárquico a cuya merced estamos. De suyo propio la experiencia de lo Sagrado no está confinada a
la relación individual del hombre con la divinidad. Vale decir: es posible una experiencia no religiosa de lo
Sagrado. Experiencia de ser parte de algo más grande que nosotros mismos: lo incondicionado, que no es el
principio (arjé) de una deducción racional, ni la fijación de lo divino como objeto (Dios). Dicho de otra
manera: hay formas no-religiosas de religación (o referencia) a un principio rector de orden superior.

b) DIOS es lo Absoluto, pero cuando se piensa en él se piensa en “Alguien”. Ese Absoluto es un ser que
piensa, quiere, ama... No es “algo”, no es una “cosa”... Dios es así pensado como el Absoluto PERSONAL.
Vale decir: Dios es Alguien a quien se puede rezar.

Hablar de rezos es otra manera de hablar del deseo.


El deseo (el placer proyectado en el tiempo) se nutre de lo que no existe. Por eso el deseo es irreductible.
Por eso escribió San Agustín en su famoso libro de las Confesiones: inquietum est cor nostrum donec
requiescat in te... inquieto está nuestro corazón, no descansa hasta que descanse en ti, en el acontecimiento

25
que “tú” (“Dios”) encarnas. Y agrega San Agustín: Quid ergo amo, cum deum meum amo?... ¿Qué amo
cuando amo a Dios? ¿Qué deseo cuando deseo a Dios? ¿Cuál es el acontecimiento anhelante que sucede en
mí, que se hace un sitio en mí, aquí, en este lugar donde digo “yo” de cara a un otro como “Dios”?

Entonces, si a Dios se le puede rezar eso quiere decir que uno puede entablar relación con él en tanto que
“otro”. Ahora bien, ¿por qué Dios se relacionaría con algo distinto de sí mismo? En efecto, si Dios es
Absoluto entonces parece que no necesitaría de otro, pues si admitiera alteridad ya no sería un Ser pleno y
singular. Ahora bien, de ser así, Dios sería un Ser acabado en sí mismo, tan perfectamente pleno como
solitario.

Si atendemos a la perspectiva que nos ofrece el pensamiento de Emmanuel Levinas podremos considerar
a Dios como un Ser TRASCENDENTE, tout autre, y por eso mismo deslocalizado de sí, no circunscripto,
sino cercano, abierto y comunicativo. Precisamente: somos “acá” lo que somos, porque él es “más allá”
quien él mismo es. Hay entonces alteridad. Dicho en otras palabras: hay mismidad porque nos funda la
diferencia. Hay “otro”, y porque hay otredad hay prójimos.
Valga decir entonces que la alteridad, la multiplicidad, no es puro fraccionamiento y disgregación (dyas),
sino relación... amor: reunión de lo diferente (al mismo tiempo monas y trias). Por eso los pensadores del
cristianismo –con su concepto de “Trinidad”– no redujeron su entendimiento de lo Absoluto a la noción
griega de autarquía, sino que más bien ampliaron la noción de autarquía hasta entender a lo Absoluto como
“absoluta relatividad”, como relatio subsistens. Lo pleno o lo Absoluto, en suma, es entendido como uno y
múltiple, trascendente y personal.

Aún cabe agregar otras consideraciones:

Por definición, un Absoluto que es Dios no es un ser azaroso, ni caótico. Es que el concepto de azar
encierra la idea de una “no coordinación” de diversas causas. Ahora bien, el mundo manifiesta una
coordinación entre las evoluciones y hechos de sus seres que no da lugar a duda posible alguna, mientras que
la idea del azar nos obligaría a creer que son independientes. Al respecto, el filósofo francés Jean Guitton
ironizaba: «Si usted gana la lotería, se dice que ha sido fruto del azar. Si gana dos o tres veces, se dirá que
tiene una suerte loca. Si gana todos los domingos, ya nadie creerá en usted; todos piensan que estuvo
haciendo trampa y acabrá en prisión seguramente».

Esos mismos hechos excluyen también la idea de que el mundo hubiera salido de las manos de Dios por
un desarrollo necesario y fatal (obligado). El carácter contingente (no necesario) y coordinado (orden en un
juego de relaciones causales) del mundo, implica en su origen una libertad organizadora y una creación a
partir de esa máxima liberalidad, una creación a partir de la nada (ex nihilo).

3) ¿Antropomorfismo o teomorfismo?

Nada se parece más a Dios que los seres personales: de hecho a Dios se lo representa como alguien que
quiere, conoce, habla, ama. Pero nuestras representaciones “antropomórficas” de Dios, son consecuencia de
nuestra realidad “teomórfica”.

Es cierto que, a falta de un correlato perceptual directo con un objeto externo alcanzable por vía de la
percepción, en las ideas que sobre Dios generamos proyectamos un precipitado de nuestras figuras
parentales. Así, ligamos un concepto referido a un fenómeno de creencia, con una imagen referida a los
ideales del yo y a los conflictos parentales.
Pero eso no significa que nosotros hacemos a Dios. Más bien significa que Dios no es eso que cabe en
palabras, no es lo que de él decimos. Al contrario, nosotros somos lo que en el nombre de “Dios” nos
nombra. Nuestras ideas sobre Dios son apenas un balbuceo en los bordes de lo que acontece en ese nombre,
un verdadero signo vicariante de un objeto trascendente inalcanzable que nos inquieta.
Así, cuando hablamos de Dios, en sentido amplio podemos llegar a darle forma a las ideas diciendo que él
es lo Absoluto, pero cuando pretendemos hablar de él en sentido estricto, tenemos que callar admitiendo que
Dios es más que lo Absoluto, es innombrable... porque no podemos contener a lo que nos contiene, no
podemos hablar de lo que no se sabe (como señalaba Ludwing Wittgenstein).

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Nuestras ideas sobre Dios son sucesos mentales, palabras, nombres, formulaciones provisionales, en las
que acontece algo que nos reclama desde lejos... Acontece algo misterioso y deseable. Algo que promete,
que nos provoca, nos convoca y nos lleva al futuro. Por eso decimos que Dios no tiene la forma de nuestras
certezas actuales (antropo·morfismo), sino que nosotros mismos estamos formados a imagen y semejanza de
lo imprevisible por venir (teo·morfismo). Dicho de otro modo: Dios no es lo que se le ocurre al hombre, sino
lo que acontece en lo que al hombre se le ocurre cuando dice “Dios”.

Si Dios existe, no es lo que es nombrado.

4) ¿Alguien es Dios o todo lo es?

De este modo, toda la cuestión consiste en saber si lo Absoluto resulta mejor representado mediante el
nombre de Dios (un otro, una diferencia) o no (una in-diferencia).
Pues bien, de un modo u otro en general se admite lo Absoluto. Por eso, respecto de la cuestión
planteada, la opción no está en creer en Dios o ser ateo, sino entre dos creencias referidas a lo Absoluto;
eso es: admitir, o sea creer, en un ABSOLUTO NO PERSONAL Y NO TRASCENDENTE, o admitir o creer en un
ABSOLUTO PERSONAL Y TRASCENDENTE. Pero si pensamos a lo Absoluto como “Dios”, entonces, en
términos técnicos, esta misma cuestión consiste en optar entre el teísmo y el panteísmo.

El teísmo consiste en admitir la existencia de un otro vicariado en la concepción de un Dios Personal y


trascendente.

El panteísmo, por su parte, cree en la posibilidad de reunir todo en la unidad de una sola representación:
el Absoluto “Gran Todo” en el que todo se reuniría, se ligaría, se fundiría. La Totalidad infinita nada dejaría
fuera de ella y reposaría en sí misma con absoluta autarquía.
En este planteo, nosotros y todo lo que existe seríamos lo Absoluto, aunque no lo sepamos. Precisamente
por esa ignorancia existimos como “durmiendo” en la ilusión de individualidad, ya que cuando lo sabemos
“despertamos”, y entonces dejamos de existir y nos fundimos con el Todo del que no hemos sido más que un
engranaje in-significante, in-diferente.
De este modo lo Absoluto NO ES PERSONAL y NO ES TRASCENDENTE: no hay alteridad, no hay otredad.
Para el panteísta no hay dos términos diferenciados y relacionados (Dios y yo), sino uno solo indiferenciado
(Dios).
En un sentido positivo el panteísmo nos da a pensar la vacuidad de nuestras ilusiones y la profunda
compenetración de todas las cosas en el universo. Pero, en un sentido que podríamos denominar negativo,
nos ofrece un cuadro fatal de la realidad.

5) ¿Se puede demostrar que Dios no existe?

Es cierto que no es tarea sencilla la de demostrar racionalmente la existencia de Dios, pero es tarea del
todo improbable la demostración que a veces se pretende hacer de su inexistencia. Pues siendo el de Dios un
concepto metafísico que se pone en juego como base necesaria para toda explicación en tanto que principio
primero y último de la realidad, no se puede desbancar a Dios demostrando racionalmente que no es
necesario lo necesario, a no ser que se incurra en un absurdo. Un absurdo que, además, consistiría en tratar
de lograr el mismo valor probatorio que se le niega al otro. Es que, en definitiva, el ateísmo no es sino la
contracara del teísmo; pues ambas son posturas con pretensión de “verdad absoluta”. En cualquiera de esas
dos posturas se pretende agotar lo que acontece albergado en el nombre de “Dios”. Y, encima, la postura atea
resulta todavía más difícil de sostener que la postura teísta.
En suma:
No es posible probar la no-existencia de Dios.

Se podrá no querer creer en Dios (o estar en desacuerdo con alguna religión), así como también se podrá
tal vez objetar la estricta racionalidad de las «pruebas de la existencia de Dios», e incluso es posible «pobrar»
las deficiencias que existan en algunas «pruebas», pero no se puede «probar» que es imposible que Dios
exista... para ello habría que poner otro absoluto en su lugar, pero ¿acaso no es eso lo que los ateos niegan?

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En expresión de Regis Debray: «una creencia se quita colocando en su lugar otra creencia». Así se pasa de
creer que Dios existe (pretendiendo probarlo) a creer que Dios no existe (no pudiéndolo probar).

Por eso, en todo caso, parece más coherente la postura intelectual de los agnósticos. Estos hombres se
encogen de hombros ante la noción de «Dios» y afirman ser ellos mismos incapaces de afirmar o negar su
existencia. El agnóstico es básicamente alguien que «se abstiene» frente al problema de Dios en lo que
respecta a su probanza. Vale decir: el agnóstico no argumenta en torno a la existencia o no de un real
correspondiente al nombre de Dios. El agnóstico es un intelectual activo que se da a pensar en torno a lo que
significa el nombre de Dios en las culturas. Toma en serio el tema, pero no literalmente. De cara a las
religiones, la tarea intelectual del agnóstico se asemeja a la de un bombero (según expresión de John
Caputo), ya que su labor consiste en cuidar que la llama de las narraciones religiosas no escape de control
hacia formas intolerantes y violentas de literalismo fundamentalista.

El pensador agnóstico Umberto Eco, en diálogo con el Cardenal Martini expresaba:

— No veo de qué forma se puede no creer en Dios [ateísmo], considerar que no se puede probar
su existencia, y creer después firmemente en la inexistencia de Dios, a la vez que sentirse capaz
de poder probarla.

Eco - Martini, ¿En qué creen los que no creen? Ed. Planeta, Bs.As. 1997; pág. 91

En el mismo libro, el pensador ateo Eugenio Scalfari también sostiene que «la prueba negativa es
imposible (...) ¿por qué los ateos deben empeñarse en esa discusión sin provecho alguno...?»
Finalmente, Indro Montanelli (ateo y estoico), habla de su ateísmo como de la declaración de un fracaso,
al expresar que «siempre he sentido y siento [la falta de fe] como una profunda injusticia que priva a mi vida
de cualquier sentido. Si mi destino es cerrar los ojos sin haber sabido de dónde vengo, a dónde voy y qué he
venido a hacer aquí, más me valía no haberlos abierto nunca».
El filósofo francés Jean Guitton afirmaba que: o el mundo se explica por un absoluto personal y
trascendente (Dios) o se explica por un absoluto impersonal e inmanente (la Razón, la Nada, el Azar, etc.),
pero siempre se explica por un referente que encarna la idea de absoluto... llámeselo Dios o como se quiera.
Se podrá cometer el error de los idólatras al «tomar a la parte por el todo», pero lo verdaderamente
imposible es negar la necesidad del referente último: como si acaso el universo se explicara por la no
explicación, lo cual es completamente ilógico. Se puede comprender y decir que lo real escapa a su captura
en un molde de palabras, pero, en definitiva, se ha de admitir que realidad hay en tanto que hay “cosa” en su
lugar allende nuestra capacidad de nombrarla.

6) La religión es «respuesta» al Dios vivo...

La religión no es una actitud irracional, nacida de un ánimo sobrecogido frente a lo desconocido a la vez
que embargado por él; sino la respuesta por la que toda la persona se lanza en dirección de una luz que ha
aparecido en el camino de la inteligencia.
La religión es precisamente la respuesta del hombre a lo real que se vislumbra como aquello que escapa a
la posibilidad de ser contenido en palabras.

La visión racionalista de la Modernidad ha sometido las religiones a una crítica destinada a incluirlas
dentro de los límites de la Razón, entendiendo por tal no la inteligencia humana en su vitalidad, sino una
razón instrumental, puramente raciocinante o discursiva, que olvida el carácter vital del conocer. En efecto,
la Modernidad realzó la razón instrumental, en detrimento de una racionalidad más sustantiva. De ahí el
desconocimiento de la riqueza del hecho religioso, que acaba, de una manera u otra, siendo negado mediante
una reducción de la religión a la moral.

Para superar las estrecheces propias del racionalismo, el camino no es el recurso a lo irracional (lo
alucinado, lo delirante), sino subrayar con sencillez el realismo del conocimiento; esto significa: poner de
relieve que conocer a Dios no es meramente alcanzar una idea, con la que se puede jugar mentalmente
barajándola con las otras que componen nuestro teatro mental, sino advertir la presencia de un ser vivo y
operante, ante el que es preciso adoptar actitudes vitales.

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Vale decir: Dios, como metáfora del deseo de realización humana, no es el nombre de la referencia a un
“corpus” de doctrina, sino el del camino del deseo humano transitado desde una posición ética congruente
con ese deseo.

La religión no procede de la irracionalidad, sino de una racionalidad sustantiva; es decir, de una


inteligencia consciente de que conoce la realidad y entra de esa forma en comunión vital con ella.
La religión nace del desarrollo normal del conocer... de una actitud sencilla y espontánea, como lo
confirman la etnología y la historia de las religiones. En efecto, la dimensión religiosa no depende de
situaciones psicológicas especiales, sino de la estructura radical del ser humano; y por eso puede darse en
todo momento de la vida humana y en toda etapa cultural.

La religión, en definitiva, es un modo poético de salir al encuentro de las cosas... Es la autopercepción del
hombre que se ve situado ante Dios y se advierte a sí mismo como trascendente sobre la muda materia y
sobre la oscura muerte... capaz, por tanto, de alcanzar una relación personal (orante, invocante) con lo
Absoluto, de manera tal que dicha relación nutra y enriquezca de significación a su subjetividad.

Este peculiar aspecto relacional del hombre (la relación con ideales de realización metaforizados en Dios)
no puede permanecer ausente en la formación del hombre, ni ser ocultado o reducido en su educación, a no
ser que se haga profesión de fe en la no-existencia de Dios... esto es: que se crea que Dios no existe.

Desde el último tercio del siglo XX, el pensamiento Posmoderno se ha mostrado más cauto en estos
asuntos: ya no se afanó en “probar” ni la existencia ni la inexistencia de Dios. Antes bien, retomando el
pensamiento de algunos filósofos de finales del siglo XIX y principios del XX (Nietzsche, Heidegger) ha
debilitado la tradicional fuerza metafísica del nombre de Dios. Deconstruyó su nombre hasta hacer de él un
nombre histórico y, como tal, una formación o unidad de significación contingente. Mató al Dios metafísico,
bajándolo de su pedestal como estructura objetiva de la realidad, pero luego hizo renacer a Dios en la trama
histórica de las interpretaciones.

Así, la Posmodernidad secularizó a Dios.


Y de ese modo también desmitologizó la religión, para interpretarla reasignándole un destacado lugar y
cometido en la cultura. Desde la emancipadora proclamación nietzscheana de la “muerte de Dios”, y desde la
“secularización” hasta el “retorno” postsecular de la religión, los pensadores posmodernos nos brindan la
oportunidad de pensar de otra manera el fenómeno religioso en la contemporaneidad.
Precisamente, el pensamiento posmoderno ha sido muy prolífico en darnos a pensar en Dios de un modo
nuevo. De un modo donde su nombre no quede atrapado en las viejas disputas por probar o refutar su
existencia, sino más bien pensando en torno a Dios desde un enfoque hermenéutico (interpretativo) que
intenta sacar a la luz lo que acontece en los sucesos religiosos del mundo. Algunos ejemplos son: una
teología tras la muerte de Dios, una filosofía de la religión sin religión.

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6. El hombre y el mundo de la Fe.
Aproximación filosófica a la Teología católica,
e interés de los filósofos actuales por la Teología.

1) ¿Qué es la fe?
Conceptualización de la fe.
Relaciones contemporáneas entre la fe y la razón, a la luz de la encíclica «Fides et ratio».

2) Dimensión filosófica de los conceptos centrales de la Revelación.


A) El hombre bajo el signo de Adán:
a./ El hombre en el plan de la creación.
b./ El pecado original.
B) El hombre bajo el signo de Cristo:
a./ La encarnación del Verbo.
b./ La Redención del género humano.
c./ La novedad de la vida de la gracia.

3) Acontecer del creyente en el mundo.


La vocación universal a la santidad.
La «espiritualidad» laical: Santificación en la vida ordinaria.

4) El retorno de la religión.
Interés de los filósofos no-creyentes por la religión.
La Teología en el escenario filosófico contemporáneo.

Tres consideraciones previas.

Primera consideración.

Toda religión se asienta en relatos transmitidos de generación en generación. Esos relatos (y los rituales
correspondientes) hablan al pueblo creyente sobre temas que trascienden a las personas particulares y
refieren a la presencia de algo con lo que todos, comunitariamente, se enfrentan.
De ese modo, dichos relatos permiten que cada quien se encuentre personal y comunitariamente
implicado en lo relatado. Permiten que cada uno de los miembros de la comunidad articule su propia
relación con el tema en cuestión. Permite así que se efectivice una “religación”; esto es: una ligadura para
con el misterio que nos envuelve por completo (religare), y una relectura de la realidad en la que nos
encontramos junto a los otros (relegere).

A diferencia de los rasgos del espectáculo mundial actual (fiesta anónima, sin historia y sin anclaje en
ninguna representación cultural), el ritual o la ceremonia tradicional reúnen a la comunidad, la anudan a una
clave interpretativa de su propia historia, que asegura la identidad de la persona por su pertenencia a un
orden de filiación e identidad social.
Los relatos sagrados (“sacros”; es decir: apartados de los decires profanos) y su traducción en términos de
ritos y ceremonias, cumplen la función de proveer de una elaboración colectiva al decurso de la vida; es
decir, a los momentos de transición en que la persona asume una nueva identidad y un nuevo lugar social.

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Mediante estos relatos y sus ceremonias correspondientes, el grupo comunitario, las familias, los pares,
sancionan con su repetición, presencia y participación el reconocimiento de este pasaje, y articulan la nueva
situación del individuo con las tradiciones culturales de la comunidad.

Los pueblos más primitivos lo han hecho mediante la transmisión oral de relatos, conservando con celo lo
memorable y dando forma a los memorantes a través de ritos iniciáticos: danzas, uso de fetiches (máscaras,
pinturas) o acciones concretas (baños, cacerías, proezas físicas).
Los pueblos más civilizados elaboraron sus relatos de manera más compleja y los pusieron por escrito en
narraciones míticas, crónicas de sucesos pasados, poemas, colecciones de enseñanzas. Tal es el caso del
pueblo de Israel y del cristianismo, y sus relatos sagrados se contienen en el libro que conocemos como la
Biblia.

Segunda consideración.

La fuerza todavía actual de los textos bíblicos, su vigencia y su vigor, no depende de la inteligencia de los
escritores que los plasmaron ni de la belleza de su arte literario.
¿De qué se trata, entonces?
Pues de la capacidad cohesiva e interna de esos textos, para revelarnos aspectos desconocidos e ignorados
de nosotros mismos a nivel personal y social. No son cuentos de hadas, sino textos milenarios y muy
poderosos. Son textos que no contienen palabras eclipsadas por la mayor o menor destreza del escritor.
Contienen palabras reveladoras. Palabras capaces de producir un efecto de verdad en lo más hondo de todo
ser que las lee. Su sentido más profundo no depende en definitiva de un tercero, ni de un contenido, sino de
los interlocutores. En sus párrafos se rozan dos “tú”. Por eso son textos tan potentes, capaces de cambiar el
rumbo de una existencia particular y de una sociedad entera. Esos textos constituyen un torrente de
sublimación de los impulsos. En consecuencia: unos escritos que afectan hasta ese punto no pueden
desestimarse. Merecen que busquemos la clave de esa dinámica que encierran.

Tercera consideración.

Como todos sabemos, para los cristianos la Biblia consta de dos grandes partes que llamamos Antiguo y
Nuevo Testamento. Y también sabemos que la línea divisoria entre ambos es Jesucristo: con Él, en efecto,
se inicia el Nuevo Testamento. No es una simple colección de textos antiguos, sino que unitariamente
constituye ¡el texto fundante de nuestra cultura!
Sin duda Jesucristo es el centro del Nuevo Testamento, pero esto no significa que Jesús no tenga mucho
que ver con el Antiguo o que está al margen de él. Pensar de esta manera sería un gravísimo error. Jesús es
la clave (del latín clavis: llave) para comprender la Biblia. Entonces, desde el punto de vista cristiano, Jesús
es quien abre la comprensión de la Biblia.
Desde el principio los cristianos han considerado a la Biblia completa como un texto único. La
consideraron como una planta que hunde sus raíces en el Antiguo Testamento y florece en el Nuevo. Y las
dos partes que la componen encuentran su unidad en Cristo. Él es la clave de acceso que permite descifrar su
sentido más profundo, es la llave que abre la puerta a la comprensión profunda de esos textos, entendiendo
que de Él y de nadie más es de quien habla la Biblia.

“Toda la Biblia gira alrededor de Jesucristo: el Antiguo Testamento lo considera


como su esperanza, el Nuevo como su modelo, y ambos como su centro”.

Esta expresión de Blas Pascal (matemático, físico y filósofo del siglo XVII) resume muy bien el lugar de
Cristo dentro de la Escritura. Por eso, cuando San Jerónimo (el gran traductor de la Biblia a la lengua latina
en el siglo IV) afirmaba que “ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo”, no se refería solamente a los
Libros del Nuevo Testamento (los Evangelios y el resto de los escritos apostólicos). Lo que quería decirnos
es que no se puede conocer debidamente a Jesucristo si se desconoce lo que está contenido en los Libros
Sagrados anteriores a Él; es decir, en el Antiguo Testamento.

Jesucristo es el gran protagonista de toda la Historia de la Salvación narrada en la Biblia. Es el gran Otro
de Lenguaje, el Logos, en quien la humanidad se realiza como Sujeto de enunciación propia.

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Desde el punto de vista literario, Jesucristo es un personaje muy misterioso. Es a la vez Dios y hombre
verdadero. Es un Dios que busca al hombre haciéndose hombre. Sale de sí mismo, para ir a buscar al otro
donde el otro está, y lo encuentra acogiendo en su interior a lo otro de sí. Ese es su inquietante mensaje. Al
respecto, el Papa Benedicto XVI escribió que Cristo, con su modo de ser divino, cuestiona nuestro modo de
ser humanos. En efecto, Cristo interpela a las culturas mostrando que el hombre solo llega a sí mismo
cuando sale de sí mismo. Solo accede a sí mismo a través de los demás y estando con los demás. El hombre
está orientado al otro. No es sin el otro. Esa apertura lo constituye como hombre. En otras palabras: el
hombre se hace hombre cuando se trasciende, cuando menos encerrado está en sí mismo, cuando está menos
“limitado”.
Jesús es el hombre-modelo en quien la humanidad palpa su futuro. Por eso Cristo es narrado en los textos
bíblicos no como un mero personaje del pasado, sino como el hombre del futuro. Es el totalmente abierto.
Libre amplitud. Mesías esperado. Presente al principio de los tiempos, en la plenitud de los tiempos, y al
final de los tiempos. En tal sentido, estos textos no nos invitan a una interpretación centrada en mirar
retrospectivamente al pasado, sino sobre todo a mirar hacia delante, hacia lo venidero. En efecto, el “último
hombre”; es decir, el hombre auténtico, el hombre futuro, revela su rostro siempre actual. Y por eso estos
textos permanecen vigentes, porque conservan a lo largo de los siglos el vigor del principio. Por lo demás,
queda en cada quien la libertad de prestarles oído.

1) ¿Qué es la fe?

La fe es una forma de situarse ante lo real.


No significa afirmar esto o aquello, sino una forma de situarse ante...
Entraña una opción fundamental ante la realidad como tal. Es una decisión por la que admitimos que en lo
íntimo de la existencia humana hay un punto que no puede ser sustentado ni sostenido por lo visible y
comprensible.

La palabra “fe” indica una actitud de aceptación.


En efecto: tener fe significa creerle algo a alguien.
Es decir, que el creyente acepta por el testimonio de otro (un alguien) una determinada cosa (un algo)
como que eso (lo testimoniado) es real y verdadero. En tal sentido, cabe decir que la fe es hija del testimonio,
lo cual equivale a decir que es hija de la comunidad.

A su vez, la comunidad de los creyentes católicos cree que Dios es un ser que se comunica; es decir: que
se da a conocer, o sea: que entra en relación con la humanidad para darle un mensaje por medio de los
Profetas y de Jesucristo (Heb. 1,1-2). Pero, ¿qué puede significar eso hoy en día?
La comunicación de Dios se conoce con el nombre de “revelación”, palabra que viene del latín re-velare
y que significa la acción de quitar el velo, des-velar, sacar a la luz o dar a conocer algo, haciendo visible lo
invisible. Revelación, entonces, designa una “desocultación”. En efecto, para el catolicismo la fe pretende ser
revelación porque no se trata de un cúmulo de luminosas ideas abstractas, sino de un mensaje articulado en la
polvorienta marcha histórica del Pueblo. En tal sentido, Jesucristo es el nombre del contacto carnal e
histórico de Dios con la humanidad. En esto se diferencia de otras religiosidades en las cuales la divinidad es
el nombre de algo que yace en una lejanía infinita, tan incomunicado como incorpóreo e incomprensible.
Por el contrario, el pensamiento católico se aparta por igual de la irracionalidad (crédula) y del racionalismo
(objetivante), pues sostiene que una fe adulta se manifiesta razonablemente al modo de una actitud ante lo
real que encuentra apoyo en permanecer en la palabra (dado el carácter develador del lenguaje) para, desde
ese sostén, poder lanzarse a comprender la realidad y, consecuentemente, ir dando comienzo al futuro en
cada tramo de la historia; es decir: transformar la realidad, dar a luz un advenir al deseo del sujeto en las
vicisitudes de su existencia. De no ser así, la fe no sería revelación (posibilidad de comprensión
transformadora), sino opacamiento del sujeto por cancelación de su posibilidad de palabra, puerilización de
las mentes, culpabilización de las conciencias, desresponsabilización de las conductas, disciplinamiento y
docilización de los cuerpos.

En consecuencia, cabe también señalar que el catolicismo sostiene que la revelación es una historia que no
para y en la que siempre estamos implicados. Vale decir que no consiste en un cúmulo de enunciados
doctrinales, ya dados de una vez por la enseñanza de la jerarquía sacerdotal. Esto quiere decir que la
revelación no revela una “verdad-objeto”, sino que habla de una “salvación en curso”, o bien, dicho de otro

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modo: habla del curso histórico de una interpretación saludable, de un esfuerzo por entender, por entrar en
diálogo (desde la caridad como criterio) con las situaciones específicas que se van suscitando. En este
sentido, la revelación desmiente las visiones objetivadas y rigidizadas de algunas prédicas religiosas. Y al
desmentir también rompe. Vale decir entonces que la revelación es desenmascaramiento… el cual se
operacionaliza mediante lo que los teólogos han dado en llamar “labor profética”, de observación crítica de
la realidad en curso, de anuncio y denuncia, de compromiso en la lucha emancipadora y promocionante del
sujeto.

Si recogemos las anteriores reflexiones, podremos decir que la revelación no se dirige a la instrucción del
creyente (adoctrinándolo o induciéndolo a un comportamiento), sino que apela al compromiso histórico del
sujeto en la situación en la que sea que se encuentre afectado. Esto quiere decir que la revelación debe ser
entendida en clave “kenótica”, lo cual quiere decir en clave de encarnación del mensaje, o bien, dicho de
otra manera: en clave de materialización histórica.

Creer y pensar...

En su Carta encíclica «Fides et ratio», sobre las relaciones entre la fe y la razón, el Papa Juan Pablo II
exhibe un texto que trata de quienes han sido formados (sabiéndolo o no) en la idea de que el mundo de la fe
y el de las ciencias son irreconciliables; es más, tendiendo a pensar que se oponen y que son incomunicables.
El tema de “la Verdad” es el tema de la encíclica; pero trata de una verdad que no puede ser vallada,
clausurada o cerrada por la sola razón... La encíclica quiere subrayarar (o recuperar) la dimensión
“sapiencial” (la apertura ante el misterio) del pensamiento humano.

Cuando trata de «la razón ante el misterio», dice que nuestro conocimiento de las cosas se caracteriza por
el aspecto fragmentario de nuestra capacidad de penetración intelectual y por el límite de nuestro
entendimiento. Solamente la fe permite penetrar en el misterio, favoreciendo su comprensión coherente.
La verdad de lo revelado se acepta (en la fe) porque Dios mismo es su garante. Y el acto de esa
aceptación (el acto de fe) es un momento de elección fundamental para la persona. Por ello la fe requiere una
alta dosis de libertad. En efecto, el acto de fe es una elección (que ha de hacerse con libertad) en la que se
alcanza la certeza de la verdad y se decide vivir en ella.

La razón, por su parte, le sirve al hombre para profundizar más en la búsqueda de la verdad y también
para permitir que la mente pueda indagar en forma autónoma, incluso dentro del misterio revelado. Así
entonces, lo revelado le da una mayor fuerza a la razón, pues le permite investigar en el misterio con sus
propios medios intelectuales, los cuales la empujan a ir siempre más allá... en procura de descubrir el
significado ulterior del cual son portadores los “signos” contenidos en la Revelación (Tradición, Biblia y
Magisterio).
La Revelación “orienta” al hombre que avanza por la historia entre los condicionamientos de la
mentalidad inmanentista y las estrecheces de una lógica tecnocrática. La luz de la fe le da la posibilidad de
recuperar la relación “auténtica” con su vida, siguiendo el camino de la verdad.

La verdad de la Revelación, concluyendo, no es el fruto maduro o el punto culminante de un pensamiento


elaborado por la razón. Por el contrario, esta verdad presenta la característica de la gratuidad, genera
pensamiento, y exige ser acogida como expresión de amor. Esta verdad revelada (este misterio divino) es
anticipación, en nuestra historia, de la visión última y definitiva de Dios que está reservada para quienes
creen en Él o lo buscan con sincero corazón.
El fin último es objeto de estudio tanto de la filosofía como de la teología. Ambos tienen su meta última
en el gozo pleno y duradero de la contemplación... aunque cada una transita el mismo camino con medios y
contenidos diversos.

El Papa sostiene que la fe agudiza la mirada interior abriendo la mente para que des-cubra, en el
sucederse de los acontecimientos, la presencia operante de Dios providente. Dios ha creado al hombre como
un explorador, cuya misión es no dejar nada sin probar a pesar de sus continuas dudas. Apoyándose en Dios,
el trabajo intelectual del hombre se dirige hacia lo que es bello, bueno y verdadero. Por su capacidad de
reflexión supera sus propios límites naturales y va más allá del conocimiento sensorial: reflexiona
críticamente sobre los datos de los sentidos y alcanza la comprensión de la causa que da lugar a toda realidad

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sensible. Esta superación del dato sensible no es una tarea fácil para el hombre... Perdida la claridad original,
la razón se ha ido quedando progresivamente prisionera de sí misma. Pero la venida de Cristo es el
acontecimiento de salvación que ha redimido a la razón de su debilidad. La libera de los cepos a los que ella
misma se había encadenado. Por eso la profundidad de la sabiduría revelada rompe nuestros esquemas
habituales de reflexión.
El criterio de verdad ya no es “la sabiduría de las palabras”, sino “la Palabra de la Sabiduría” (Cristo) y, a
la vez, es nuestra salvación.
La amplitud del misterio de la cruz (amor y locura), nos libera de nuestro encerramiento intelectual, que
aprisiona la verdad (creyendo poseerla) entre los recovecos de un sistema meramente racional.

El Papa puntualiza que la misma verdad tiene distintas facetas en el hombre. En efecto, la búsqueda de la
verdad no siempre se presenta con transparencia... El límite originario de la razón y la inconstancia del
corazón oscurecen y desvían a menudo la búsqueda personal. Otros intereses de diverso orden también
pueden “condicionar” la verdad. E incluso puede suceder que haya quienes la “eviten” decididamente...
porque temen sus exigencias. Pero, aunque un hombre evite la verdad (no quiera saber), siempre es la verdad
la que igualmente influencia su existencia (ella es así “lo que” se quiere evitar). Ya se ve que, en cualquier
caso, ningún hombre puede fundar su vida sobre la duda, la incertidumbre o la mentira... Tal existencia
estaría amenazada por el miedo y la angustia. El hombre, entonces, se puede definir como “aquel que busca
la verdad”.

Pero no toda verdad alcanzada por el hombre tiene el mismo valor, ya que hay diversas formas de verdad
no excluyentes entre sí:

a. Las que se apoyan sobre evidencias inmediatas o confirmadas experimentalmente, las cuales
son las más; es decir, las ciencias.
b. Las verdades de carácter filosófico.
c. Las verdades religiosas.

A través de estas tres vías (ciencia, filosofía y religión) los hombres, en su búsqueda de la verdad
completa, tienden hacia una verdad ulterior que pueda explicar el sentido de la vida. El acceso a esta verdad
no se logra sólo por la vía racional, sino también mediante el abandono confiado “en otras personas” que
puedan garantizar la certeza y autenticidad de la verdad misma. La capacidad y la opción de confiarse uno
mismo y la propia vida a otra persona, constituye ciertamente uno de los actos del hombre más significativos
y expresivos.
No debemos olvidar al respecto, que la razón necesita ser sostenida en su búsqueda por un “diálogo”
confiado y una “amistad” sincera. El clima de sospecha y de desconfianza no nos acerca a la verdad. Por eso
la amistad (la comunión entre los hombres) es uno de los contextos más adecuados para el correcto trabajo
intelectual.

Según Juan Pablo II, en Jesucristo la fe reconoce la llamada última dirigida a la humanidad para que
pueda llevar a cabo lo que experimenta como deseo y nostalgia. Esta Verdad que Dios nos revela en
Jesucristo, no está en contraste con las verdades que se alcanzan filosofando (o haciendo ciencias).
Pensemos al respecto, que la “unidad” de la verdad es ya postulado fundamental de la razón humana,
expresado en el principio de no contradicción (una cosa es eso que es y no otra cosa).

2) El retorno de la religión.

Durante la segunda mitad del siglo XX, en una época en apariencia signada por el ateísmo, renació el
interés de los filósofos por la religión. Mejor dicho: no por l areligión en su dimensión devocional, sino por
el valor cultural de algunos conceptos centrales del mensaje del catolicismo, y por la “filosofía de vida”
(digamos) del cristianismo, en orden a darse a pensar las posibilidades de una ética universal.

El pensador francés Alain Badiou, por ejemplo, valorizó al creyente como “sujeto militante”… y esto a
partir de traducir la palabra FE, tal como fue utilizada por San Pablo (pistis: en griego); esto es: interpretada

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como una ética de la convicción. Para Badiou el creyente es alguien fiel a lo que cree, un sujeto capaz de
atravesar las opiniones que le son desfavorables.

Para el argelino Jacques Derrida, el “salvo” es ese que no se pliega a las generales de la ley, es la
excepción a la regla… es el que “agujerea” o “fisura” las interpretaciones dominantes… Salvarse, entonces,
significa convertirse en alguien distinto de un sumiso. Alguien condicionado por las costumbres de su época,
pero que puede sustraerse de esos condicionamientos, gracias a su capacidad de hacer o pensar algo que no
estaba previsto por su época. Por caminos diferentes, pero en la misma línea van pensadores como Martin
Heidegger, Ludwig Witgenstein, Gianni Vattimo, y John Caputo, entre otros.

RECAPITULANDO:

Según el pensador italiano Gianni Vattimo, desde el punto de vista de la experiencia religiosa podemos
afirmar que la emancipación (más conocida mediante la palabra “salvación”) pasa por la interpretación.
Vale decir que no solo se trata de entender idealmente el texto evangélico para “aplicarlo” ciegamente a las
acciones de nuestra vida, sino que su “puesta en práctica” genuina requiere comprenderlo… requiere
“revelación” en el preciso modo de implicarse en el mensaje como intérprete. Y esto en el sentido de
“reencontrar” el mensaje en la trama de la propia vida, reconociendo con franqueza la propia historicidad en
relación a ese mensaje. Es decir que se trata de apropiarse del mensaje interpretándolo.

No se trata, entonces, de un mero acatar un patrimonio de doctrinas y de preceptos disciplinarios


claramente definidos por un Otro. Francamente, en eso no habría nada de “sobre-natural”. Por el contrario,
una comprensión congruente con lo significado en la noción de “lo sobrenatural” remite a algo del orden de
lo existencial, cual es la actitud libre y desmitificadora que se aparta decididamente de cualquier forma de
anclaje en el “pensamiento omnipotente” (mágico y supersticioso).

Esto supone asumir una posición hermenéutica crítica (productora del acto interpretativo), al modo libre
y creativo de un anarquista que opera históricamente como un deconstructor de las pretensiones de
perentoriedad con las que se presentan las estructuras discursivas rígidas que se nos imponen como certezas
indubitables que se supone “deberíamos” acatar. Pero para eso es necesario comprender que la realidad es un
juego de interpretaciones, y no una presencia estable de cosas reflejadas adecuadamente en las
representaciones mentales del yo. Siempre hemos de contar con una inadecuación que requiere de la
iniciativa y del consenso de los intérpretes. Precisamente, la libertad y la creatividad radican en iniciar
nuestra iniciativa… lo cual nos hace “parecidos al Dios de la revelación”.

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