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Retiros Sacerdotes 2010-2011
Retiros Sacerdotes 2010-2011
TEMA PRIMERO:
EL CONOCIMIENTO DE JESUCRISTO, FUENTE DE LA MISIÓN
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Quien ha hecho una verdadera experiencia de Jesucristo se siente impelido a
conocerlo más y más, hasta la comunión en sus padecimientos. El conocimiento en la
perspectiva bíblica no se limita al aspecto intelectual, comporta una verdadera unión de
las personas, compartiendo su vida, destino y misión. El conocimiento de Jesucristo
para el discípulo y apóstol es el bien supremo, la fuente inagotable de la misión. Su
pasión: vivir para Él y darlo a conocer. Ya no le importan sus cadenas y sufrimientos
con tal que Jesucristo sea conocido y reconocido (cf. Flp 1,12-26; 3,1-21). Pablo VI
pronunció con emoción estas palabras en la homilía que tuvo en Manila: «¡Jesucristo!
Recordadlo: Él es el objeto perenne de nuestra predicación; nuestro anhelo es que su
nombre resuene hasta los confines de la tierra y por los siglos de los siglos» (Liturgia de
las Horas, domingo ordinario XIII). Benedicto XVI, por su parte, en la homilía con la
que iniciaba su ministerio en la Cátedra de Pedro, decía: «Nada hay más hermoso que
haber sido alcanzados, sorprendidos, por el Evangelio, por Cristo. Nada más bello que
conocerle y comunicar a los otros la amistad con él» (AAS (2005), 711). La experiencia
de Jesús se traduce en pasión gozosa de darlo a conocer como fuente de vida y
fraternidad, así como camino de alegría y esperanza. «La unión con Cristo es al mismo
tiempo unión con todos los demás a los que él se entrega. No puedo tener a Cristo sólo
para mí; únicamente puedo pertenecerle en unión con todos los que son suyos o lo
serán» (DCE 14).
Conocer para dar a conocer. El conocimiento vital de Jesucristo capacita para ser
testigo gratuito de la salvación, del Evangelio de la gracia. El mundo necesita más
testigos que maestros. El anuncio de Jesucristo muerto y resucitado no puede hacerse
con afán de ganancias. «Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es
más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio! Si lo
hiciera por propia iniciativa, ciertamente tendría derecho a una recompensa. Pero si lo
hago forzado, es una misión que se me ha confiado. Ahora bien, ¿cuál es mi
recompensa? Predicar el Evangelio entregándolo gratuitamente, renunciando al derecho
que me confiere el Evangelio». Y añade el apóstol de las gentes: «Efectivamente, siendo
libre de todos, me he hecho esclavo de todos para ganar a los más que pueda. Con los
judíos me he hecho judío para ganar a los judíos; con los que están bajo la Ley, como
quien está bajo la Ley -aun sin estarlo- para ganar a los que están bajo ella. Con los que
están sin ley, como quien está sin ley para ganar a los que están sin ley, no estando yo
sin ley de Dios sino bajo la ley de Cristo. Me he hecho débil con los débiles para ganar a
los débiles. Me he hecho todo a todos para salvar a toda costa a algunos. Y todo esto lo
hago por el Evangelio para ser partícipe del mismo» (1 Cor 9,16-23). He aquí un
camino de conversión del ser y del hacer del ministerio ordenado. ¿No estamos
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llamados a hacernos jóvenes con los jóvenes, para llevarlos a Cristo? ¿Es posible esto
sin una renovación profunda de nuestras formas de evangelizar?
TEMA SEGUNDO:
APREMIADOS POR EL AMOR DE CRISTO
La experiencia de ser amado lleva al creyente a vivir para aquel que murió y
resucitó por él. Ahora bien nadie vive para Cristo sin ponerse al servicio del hermano,
pues murió y resucitó por todos. Conocer a Jesús comporta entrar en la corriente del
amor que afirma a los demás por encima de sus propios intereses. Quien lo conoce
según la carne vive todavía desde su yo y para él mismo. Quien está arraigado en Cristo
produce el fruto propio del agapé: servir al estilo de Jesús, desde el último lugar. Cada
uno realizará este servicio desde la vocación, gracia y misión que reciba dentro del
Cuerpo de Cristo. La caridad de Cristo apremia a todos los fieles a ponerse al servicio
del mundo, pero de acuerdo con la misión recibida para la edificación de todos.
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el Espíritu Santo como vigilantes para pastorear la Iglesia de Dios, que él se adquirió
con la sangre de su propio Hijo» (Hch 20, 28).
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muchedumbres que andaban como ovejas sin pastor (cf. Mc 6,34). No se fijó en un
lugar determinado ni se dejó atrapar por las gentes (cf. Mc 1,35-39; Jn 6,1-15), estuvo
siempre de camino hacia los últimos, para con ellos ir al encuentro del Padre. Este es el
dinamismo que él quiere revivir en los que ha puesto como servidores suyos al frente
del pueblo de Dios.
TEMA TERCERO:
ENGENDRAR LA COMUNIDAD POR EL EVANGELIO
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llamado todo sacerdote y que se ve favorecido por la formación permanente en su
aspecto espiritual. Esta formación es necesaria también para el ministerio sacerdotal, su
autenticidad y fecundidad espiritual. «¿Ejerces la cura de almas?», preguntaba san
Carlos Borromeo. Y respondía así en el discurso dirigido a los sacerdotes: «No olvides
por eso el cuidado de ti mismo, y no te entregues a los demás hasta el punto de que no
quede nada tuyo para ti mismo. Debes tener ciertamente presente a las almas, de las que
eres pastor, pero sin olvidarte de ti mismo. Comprended, hermanos, que nada es tan
necesario a los eclesiásticos como la meditación que precede, acompaña y sigue todas
nuestras acciones: Cantaré, dice el profeta, y meditaré (cf. Sal 100,1). Si administras los
sacramentos, hermano, medita lo que haces. Si celebras la Misa, medita lo que ofreces.
Si recitas los salmos en el coro, medita a quién y de qué cosa hablas. Si guías a las
almas, medita con qué sangre han sido lavadas; y todo se haga entre vosotros en la
caridad (1 Cor 16,14). Así podremos superar las dificultades que encontramos cada día,
que son innumerables. Por lo demás, esto lo exige la misión que se os ha confiado. Si
así lo hacemos, tendremos la fuerza para engendrar a Cristo en nosotros y en los demás»
(PDV 72).
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trata de imponer un camino a los hombres, sino de ayudarles a discernir lo que el Señor
espera de cada uno de ellos y de acompañarlos para que permanezcan firmes en el
camino con la ayuda de la gracia. En esta perspectiva, también el ministro ordenado
necesita de un verdadero acompañante espiritual.
SEGUNDA PARTE
TEMA CUARTO:
EDIFICADOS EN CRISTO
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gracia según le pareció bien. Somos sus socios y colaboradores por gracia. A la Iglesia
de Corinto, víctima de los diferentes liderazgos, Pablo escribía: «Cuando dice uno "Yo
soy de Pablo", y otro "Yo soy de Apolo", ¿no procedéis al modo humano? ¿Qué es,
pues Apolo? ¿Qué es Pablo?... ¡Servidores, por medio de los cuales habéis creído!, y
cada uno según 10 que el Señor le dio. Yo planté, Apolo regó; mas fue Dios quien dio el
crecimiento. De modo que ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios que hace
crecer» (1 Cor 3,4-7).
La obra es de Dios. Los llamados a colaborar en ella han de respetar, por tanto,
el proyecto divino y no desarrollar su propio. plan. «Enviada y evangelizada, la Iglesia
misma envía a los evangelizadores. Ella pone en su boca la Palabra que salva, les
explica el mensaje del que ella misma es depositaria, les da el mandato que ella misma
ha recibido y les envía a predicar. A predicar no a sí mismos o sus ideas personales, sino
un Evangelio del que ni ellos ni ella son dueños y propietarios absolutos para disponer
de él a su gusto, sino ministros para transmitirlo con suma fidelidad» (EN 15).
Más todavía, han de trabajar junto con los demás, evitando todo protagonismo
altivo, colaborando junto con los demás en el único proyecto divino. El cimiento es
único y ha sido dado por Dios: Cristo Jesús. Él es la roca viva sobre la que edifican los
constructores. Los servidores del Evangelio no lo hacen sobre ideas o principios
propios, sino sobre una persona viva y actual. A ella han de referirse en todo momento.
Una persona que ellos no pueden imaginar o inventar. Su conocimiento les llega por
medio de la Iglesia apostólica. El evangelio es uno y nadie puede cambiarlo. Por ello
Pablo insiste en un pasaje importante de la segunda carta a los Corintios: «¡Ojalá
pudierais soportar un poco mi necedad! ¡Sí que me la soportáis! Celoso estoy de
vosotros con celos de Dios. Pues os tengo desposados con un solo esposo para
presentaros cual casta virgen a Cristo. Pero temo que, al igual que la serpiente engañó a
Eva con su astucia, se perviertan vuestras mentes apartándose de la sinceridad con
Cristo. Pues, cualquiera que se presenta predicando otro Jesús del que os prediqué, y os
proponga recibir un Espíritu diferente del que recibisteis, y un Evangelio diferente del
que abrazasteis ¡lo toleráis tan bien!» (2 Cor 11,1-4) El obrero del Evangelio ha de ser
«fiel distribuidor de la palabra de la verdad» (2 Tm 2,15). La castidad apostólica exige
del «amigo del novio» (d. Jn 3, 19) que éste no negocien con la Palabra de Dios (cf. 2
Cor 2,17) Y lleve a los hombres a Cristo, el único Esposo de la Iglesia. He aquí el
camino de la santidad y del auténtico culto vivido en el ejercicio del ministerio, tal
como el Apóstol de las gentes 10 explicita en la carta a los Romanos: «en virtud de la
gracia que me ha sido otorgada por Dios, de ser para los gentiles ministro de Cristo
Jesús, ejerciendo el sagrado oficio del Evangelio de Dios, para que la oblación de los
gentiles sea agradable, santificada por el Espíritu Santo» (Rm 15,15-16).
Si «el ministro de Cristo» quiere, por otra parte, que su trabajo permanezca debe
examinar y discernir en todo momento con qué medios y actitud está trabajando en la
obra de Dios. Para producir fruto bueno, abundante y duradero es preciso permanecer
unido a la Vid verdadera (cf. Jn 15,1ss), trabajar con amor y servir a los demás desde el
último lugar, como lo hiciera el Señor, verdadero «maestro de comunión y servicio». El
ministro de Cristo está llamado a ser como una verdadera encarnación de Jesucristo en
medio de los suyos. Con acierto y perspicacia escribía Juan Luis Ruiz de la Peña: «A
diferencia de lo que ocurre en otras religiones, incluida la judía, el cristianismo no cree
en la existencia de sacerdotes diversos y plurales. Cristo es el sacerdote, y no hay más
sacerdocio que el de Cristo; el sacerdocio es sólo realidad en él; en los demás, en
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nosotros, es sacramento, esto es, signo de tal realidad». Por tanto, el sacerdocio es único
e inalterable. Es una representación sacramental de Cristo. La razón: «todo ser humano
tiene derecho a encontrar a Cristo. Y todo sacerdote tiene obligación de ser para él
Cristo saliéndole al encuentro… El sacerdote único y eterno se hará presente, seguirá
realizando su función salvífica entre las gentes de mi generación, si puede expresarse
cabalmente a través de mí.» Pero se trata, precisa Ruiz de la Peña, de representar el
Cristo integro, el Cristo de la historia y el Cristo de la fe. «Resumiendo, pues, el
sacerdote lo es en tanto en cuanto representa el misterio total de Jesu-Cristo, el Hijo
devenido sacerdote por su encarnación y constituido pontífice supremo y eterno por su
resurrección».
TEMA QUINTO:
FORMAR A CRISTO EN LA COMUNIDAD
«¡Hijos míos!, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver
a Cristo formado en vosotros. Quisiera hallarme ahora en medio de
vosotros para poder acomodar el tono de mi voz, pues no sé cómo
habérmelas con vosotros» (Gal 4,19-20).
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Cristo»? No basta con desarrollar unos valores, compromisos sociales o prácticas
espirituales. Es preciso que todo tenga la forma de Cristo, que la refleje de una manera
concreta. Por otra parte, «los modelos de Iglesia» desencadenan de ordinario una cierta
lógica de confrontación entre unos y otros, incluso una pérdida del sentido mistérico de
la Iglesia, «sacramento universal de salvación». Esto no invalida que los modelos
puedan ser útiles, pero como toda creación sistemática de los hombres, aun cuando éstos
se hallen animados por el Espíritu, es pasajera y debe ser flexible. De otra forma se cae
en la ideología que provoca escisiones en la unidad de la Iglesia y en la comunión del
presbiterio.
La misión propia del servidor del Evangelio es trabajar para que la comunidad
refleje la forma de Cristo, sea signo expresivo de su presencia en medio de los hombres.
En efecto, no basta con que la Iglesia hable de Cristo, ha de hacerlo visible de alguna
forma a los ojos del mundo. Juan Pablo II en el programa pastoral para el nuevo milenio
recordaba así esta verdad perenne:
«Queremos ver a Jesús» (Jn 12,21). Esta petición, hecha al apóstol Felipe
por algunos griegos que habían acudido a Jerusalén para la peregrinación
pascual ha resonado también espiritualmente en nuestros oídos en este Año
jubilar. Como aquellos peregrinos de hace dos mil años, los hombres de nuestro
tiempo, quizás no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no sólo
«hablar» de Cristo, sino en cierto modo hacérselo «ver». ¿Y no es quizá
cometido de la Iglesia reflejar la luz de Cristo en cada época de la historia y
hacer resplandecer también su rostro ante las generaciones del nuevo milenio?
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él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en
la Jerusalén celeste. Es un programa que no cambia al variar los tiempos y las
culturas, aunque tiene cuenta del tiempo y de la cultura para un verdadero
diálogo y una comunicación eficaz» (NMI 29).
«El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo» (Jn 6,51). Con
estas palabras el Señor revela el verdadero sentido del don de su propia vida por
todos los hombres y nos muestran también la íntima compasión que Él tiene por
cada persona. […] Cada celebración eucarística actualiza sacramentalmente el
don de su propia vida que Jesús hizo en la Cruz por nosotros y por el mundo
entero. Al mismo tiempo, en la Eucaristía Jesús nos hace testigos de la
compasión de Dios por cada hermano y hermana. Nace así, en torno al Misterio
eucarístico, el servicio de la caridad para con el prójimo, que «consiste
precisamente en que, en Dios y con Dios, amo también a la persona que no me
agrada o ni siquiera conozco. Esto sólo puede llevarse a cabo a partir del
encuentro íntimo con Dios, un encuentro que se ha convertido en comunión de
voluntad, llegando a implicar el sentimiento. Entonces aprendo a mirar a esta
otra persona no ya sólo con mis ojos y sentimientos, sino desde la perspectiva de
Jesucristo». De ese modo, en las personas que encuentro reconozco a hermanos
y hermanas por los que el Señor ha dado su vida amándolos «hasta el extremo»
(Jn 13,1). Por consiguiente, nuestras comunidades, cuando celebran la
Eucaristía, han de ser cada vez más conscientes de que el sacrificio de Cristo es
para todos y que, por eso, la Eucaristía impulsa a todo el que cree en Él a hacerse
«pan partido» para los demás y, por tanto, a trabajar por un mundo más justo y
fraterno. Pensando en la multiplicación de los panes y los peces, hemos de
reconocer que Cristo sigue exhortando también hoy a sus discípulos a
comprometerse en primera persona: «dadles vosotros de comer» (Mt 14,16). En
verdad, la vocación de cada uno de nosotros consiste en ser, junto con Jesús, pan
partido para la vida del mundo» (SC 88).
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Pero esto no puede llevarse a cabo sin los dolores propios del alumbramiento.
Como el apóstol, el pastor no puede ignorar que encontrará resistencias en las personas
provenientes del mundo, de las culturas del mundo. Seguir a Jesús para el apóstol es
trabajar con él y como él para que los discípulos del Reino vayan adquiriendo la forma
del Rey tal como se hizo presente en medio de los hombres, en su amor hasta el extremo
por los suyos.
TEMA SEXTO:
LA NUEVA EVANGELIZACIÓN
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anuncio explicito, adhesión de corazón, entrada en la comunidad, acogida de los signos,
iniciativas de apostolado». Hoy estamos llamados a evangelizar la cultura y las culturas.
Hoy estamos urgidos a dar cuenta de nuestra esperanza en mundo que adolece de un
gran déficit de esa gozosa esperanza.
Juan Pablo II, por su parte, insistió en la necesidad de promover una nueva
evangelización, pues la situación de la sociedad ha cambiado y no podemos volver la
mirada atrás. El lamento y la añoranza no evangelizan. Es preciso tener el coraje de
asumir el presente y de buscar la respuesta adecuada.
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la pastoral juvenil. Precisamente por lo que se refiere a los jóvenes, como antes
he recordado, el Jubileo nos ha ofrecido un testimonio consolador de generosa
disponibilidad. Hemos de saber valorizar aquella respuesta alentadora,
empleando aquel entusiasmo como un nuevo talento (cf. Mt 25,15) que Dios ha
puesto en nuestras manos para que los hagamos fructificar» (NMI 40).
En este año pastoral, dedicado a la preparación del Encuentro de los jóvenes con
el Papa, los pastores no podemos dejar de preguntamos cómo estamos llevando el
Evangelio hoy a esos jóvenes, inmersos en una cultura secular y plural. Los pastores no
pueden esperar a que vengan los jóvenes, han de salir a su encuentro. Esta salida supone
una verdadera conversión del corazón y, conviene notarlo, el cambio de muchas formas
de hacer, así como de ciertos estilos de vida. La inercia es una gran tentación. Leemos
en La Regla Pastoral de san Gregorio Magno: «Al alma perezosa, que no se enciende
con un fervor conveniente, le crece imperceptiblemente la desidia, por la que pierde
todo sentido de deseo de bien». y luego, con relación a los precipitados, los que actúan
sin discernimiento añade el santo: «A los precipitados hay que aconsejarles que, cuando
se adelantan al momento oportuno de hacer una obra buena, echan a perder su valor; y,
con frecuencia, llegan a caer en el mal, por no discernir de ningún modo el bien»
(Madrid 1993, p. 289-292).
Si se quiere imitar a Dios en la acción pastoral con los jóvenes y, de forma más
amplia, con la nueva mentalidad de los hombres y mujeres de nuestro tiempo, será
preciso reconciliarse con nuestro mundo. Dios tomó la iniciativa para reconciliamos con
él y envió a su Hijo al mundo, en todo semejante a nosotros, menos en el pecado. Esto
supone una gran conversión y una gran fidelidad a la identidad propia; pero la fidelidad
no es sinónimo de repetición. La fidelidad en el Espíritu es inseparable de la búsqueda
de nuevos caminos para llevar el Evangelio al corazón de la cultura, de las culturas que
pululan en nuestro mundo. El pastor entristece al Espíritu (cf. Ef 4,30) cuando se
sucumbe a la pereza y se limita a repetir los caminos trillados del pasado. El ministerio
de la reconciliación exige ser un verdadero icono del Buen Pastor en busca de la oveja
descarriada. Vivir con seriedad el sacramento de la reconciliación es ponerse siempre en
camino hacia los que están lejos, cansado y desanimados. La sociedad secular es, para el
pastor que vive la dinámica de la conversión, una invitación permanente a recrear su
manera de vivir y hacer en el mundo.
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TERCERA PARTE
TEMA SEPTIMO:
CONVIERTE EN FE VIVA LO QUE LEES
"Así pues, todo el que oiga estas palabras mías y las ponga en
práctica, será como el hombre prudente que edificó su casa sobre roca" (Mt.
7,24).
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Hoy siguen siendo de gran actualidad estos interrogantes. La Iglesia en Madrid
y, en concreto el presbiterio, no puede eludidos ante el encuentro de los jóvenes. Es
condición insoslayable para que el evento contribuya de modo eficaz y fecundo al
anuncio del Evangelio. El celo evangelizador y los procesos de la evangelización
reclaman que los pastores estén firmes en la fe, que han de alimentar en la oración y la
Eucaristía, pero también en la vida compartida con los otros discípulos de Cristo, con
los más necesitados y los jóvenes, pues a ellos se deben de forma prioritaria los
presbíteros como nota el Concilio Vaticano II. «Aunque se deban a todos, los
presbíteros tienen encomendados a sí de una manera especial a los pobres y a los más
débiles, a quienes el Señor se presenta asociado, y cuya evangelización se da como
prueba de la obra mesiánica. También se atenderá con diligencia especial a los jóvenes
y a los cónyuges y padres de familia» (PO 6).
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pasiones, se harán con un montón de maestros por el prurito de oír novedades; apartarán
sus oídos de la verdad y se volverán a las fábulas. Tú, en cambio, pórtate en todo con
prudencia, soporta los sufrimientos, realiza la función de evangelizador, desempeña a la
perfección tu ministerio. Porque yo estoy a punto de ser derramado en libación y el
momento de mi partida es inminente. He competido en la noble competición, he llegado
a la meta en la carrera, he conservado la fe. Y desde ahora me aguarda la corona de la
justicia que aquel Día me entregará el Señor, el justo Juez; y no solamente a mí, sino
también a todos los que hayan esperado con amor su Manifestación» (2 Tim. 4,1-8).
TEMA OCTAVO:
UN PRESBITERIO AL SERVICIO DEL PUEBLO DE DIOS
«El testamento espiritual del Señor nos dice que la unidad entre sus seguidores
no es solamente la prueba de que somos suyos, sino también la prueba de que El es el
enviado del Padre, prueba de credibilidad de los cristianos y del mismo Cristo.
Evangelizadores: nosotros debemos ofrecer a los fieles de Cristo, no la imagen de
hombres divididos y separados por las luchas que no sirven para construir nada, sino la
de hombres adultos en la fe, capaces de encontrarse más allá de las tensiones reales
gracias a la búsqueda común, sincera y desinteresada de la verdad. Sí, la suerte de la
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evangelización está ciertamente vinculada al testimonio de unidad dado por la Iglesia.
He aquí una fuente de responsabilidad, pero también de consuelo» (EN 77).
La oración de Jesús es eficaz y alcanza aquí y ahora a los que han creído en su
nombre. Ella es la garantía del don de la unidad que el presbiterio debe desarrollar para
que el mundo crea. La misión brota de la comunión y encuentra su fecundidad en la
unidad. «No ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su
palabra, creerán en mí, para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que
ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn
17,20-21). El discipulado reclama una comunidad de fe, amor y esperanza. El
testimonio de Jesús es obra de los Doce. No existen testigos por libre. Pablo transmitía
lo que había recibido. «Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os prediqué, que
habéis recibido y en el cual permanecéis firmes […] Porque os transmití, en primer
lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las
Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se
apareció a Cefas y luego a los Doce […] Pues bien, tanto ellos como yo esto es lo que
predicamos; esto es lo que habéis creído» (1 Cor 15,1-11). El Evangelio de Dios es
único y sus testigos han de ser uno en Cristo. Jesús envió a los setenta dos discípulos de
dos en dos delante de él para que anunciasen la buena nueva del Reino, a todas las
ciudades y sitios por donde debía pasar él (cf. Lc 10,1-16). La misión reclama unidad y
corresponsabilidad.
La unidad del presbiterio es, por tanto, don y tarea de todos. Dios la otorga
siempre, pero no siempre sus discípulos la reciben de forma adecuada. La acogen y
desarrollan los que avanzan con humildad y transparencia. La arruinan los que se sitúan
con arrogancia o despóticamente ante los demás, como si fueran los únicos a poseer la
verdad y el bien hacer. La comunión exige una actitud permanente de discernimiento y
búsqueda para mejor servir al pueblo de Dios. Todo ello requiere una obediencia
madura en la fe. Pablo no cedió en las presiones que se ejercían sobre él y su manera de
anunciar el Evangelio. Fue junto a los que eran tenidos como columnas de la Iglesia
para saber si corría o no en vano, para defender la verdad del Evangelio que anunciaba
(cf. Ga 12,1ss). El amor y la verdad, la comunión y la búsqueda de la verdad no pueden
separarse. ¿Qué habría sido de la evangelización del mundo gentil si el apóstol cedido
ante los que pretendían imponer las prácticas de la ley?
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nueva evangelización y el diálogo con el mundo de los jóvenes. Es preciso salir de los
caminos trillados y desarrollar una real actitud de discernimiento, si se quiere ser dóciles
instrumentos del Espíritu que hace unos cielos nuevos y una tierra nueva. ¿Estamos
dispuestos a adentrarnos en la mentalidad de los jóvenes, de las nuevas generaciones,
para comunicarles la buena nueva del Evangelio de Dios?
TEMA NOVENO:
MARÍA, DISCÍPULA Y MADRE DE CRISTO
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Ella es por excelencia la peregrina de la fe. Evocando la presencia de María en la
vida pública de Jesús, el Concilio Vaticano II afirma: «Así avanzó también la Santísima
Virgen en la peregrinación de la fe, y mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la
cruz, junto a la cual, no sin designio divino, se mantuvo erguida, sufriendo
profundamente con su Unigénito y asociándose con entrañas de madre a su sacrificio.»
(LG 58) En esto consiste el verdadero conocimiento de Jesucristo: en la comunión con
sus padecimientos para participar en su resurrección, como señala el apóstol Pablo (cf.
Flp 3, 10-11). El «peregrino de la fe» encuentra gozo y alegría en medio de las pruebas,
pues divisa de lejos la tierra prometida. La fe se aquilata en la prueba. Es la experiencia
de María. La primera carta de Pedro lo expresa con sencillez y penetración.
«Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo quien, por su gran
misericordia, mediante la Resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha
reengendrado a una esperanza viva, a una herencia incorruptible, inmaculada e
inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros, a quienes el poder de Dios, por
medio de la fe, protege para la salvación, dispuesta ya a ser revelada en el último
momento. Por lo cual rebosáis de alegría, aunque sea preciso que todavía por algún
tiempo seáis afligidos con diversas pruebas, a fin de que la calidad probada de vuestra
fe, más preciosa que el oro perecedero que es probado por el fuego, se convierta en
motivo de alabanza, de gloria y de honor, en la Revelación de Jesucristo. A quien amáis
sin haberle visto; en quien creéis, aunque de momento no le veáis, rebosando de alegría
inefable y gloriosa; y alcanzáis la meta de vuestra fe, la salvación de las almas» (1 P
1,3-9).
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4. Peticiones
5. Aclaraciones
6. Oración de acción de gracias
ORACION DE ACCION DE GRACIAS (Benedicto XVI, Fátima 12-5-2010)
Repite al Señor esa eficaz palabra tuya: «no les queda vino»,
para que el Padre y el Hijo derramen sobre nosotros,
como una nueva efusión, el Espíritu Santo.
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Lleno de admiración y de gratitud por tu presencia continua entre nosotros,
en nombre de todos los sacerdotes, también yo quiero exclamar:
«¿quién soy yo para que me visite la Madre de mi Señor?»
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Con este acto de ofrecimiento y consagración, queremos acogerte
de un modo más profundo y radical,
para siempre y totalmente, en nuestra existencia humana y sacerdotal.
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