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UNA PARTE DE LOS ÁNGELES

CAPÍTULO I

El día que escuché la palabra Dios acababa de cumplir seis años. Llevé

una enorme bolsa de chuches a clase y todos los compañeros me cantaron

cumpleaños feliz.

-¿Qué es Dios, mamá? –le pregunté a mi madre aquella tarde.

Me miró confusa. Aún recuerdo su cara, como quien intenta adivinar las

figuras que dibujan las nubes en el cielo, un perro por aquí, un coche por allá,

un esqueleto bailando la conga seguido por un perro hambriento a punto de ser

atropellado por un coche.

-¿Sabes cuando cierras los ojos muy, muy fuerte y deseas algo con

muchas ganas? –me dijo. Asentí segura de saber aquello a lo que mi madre se

refería. Se me daba estupendamente bien cerrar los ojos y pedir cosas. Lo que

fuera. Simplemente se me daba muy bien pedir.- Pues Dios es quien te ignora

cuando haces eso.

En aquel momento no estaba muy segura de lo que mi madre quiso

decirme. Aún seguía sin saber qué era Dios exactamente. Me imaginé que

debía ser como un regalo de cumpleaños con un gran lazo rosa. Algo que

sabes que está ahí, a tu lado, apilado en la mesa de los regalos y que tu madre

no te deja abrir hasta después de soplar las velas. Algo con aspecto totalmente
desconocido para todos, envuelto en un precioso papel de regalo, tan grande,

sorprendente y bonito que todos piensan en él alguna vez a lo largo de su vida,

hasta que luego dejas de hacerlo y ya no piensas más en él, y te das cuenta de

que hay otros muchos regalos mejores. Que ese simplemente fue una ilusión

adornada con un gran lazo rosa. Así pensé que era Dios.

La vida... La vida empieza cuando comienzas a darte cuenta de lo que

significa la palabra vida. No un trece de septiembre que fue el día en que nací,

no. Ese día llegué a la vida abriendo la boca simplemente con desespero,

como un pez que lleva encerrado tres días en una botella de cristal, defecando

y comiendo en la misma agua. La vida no se inicia el día en que casi destrozas

las entrañas de tu madre por salir a vivir esa vida de la que tan deseosos

estamos, y que cuando te la topas de frente ya tienes que estrenarte llorando

para pedir comida, como luego harás el resto de tu vida. Ahí no comienza, no.

Comienza cuando vas de camino hacia el hospital con tu madre dentro de una

ambulancia. Es entonces cuando te das cuenta de que ese pez de la botella

empieza a dar tumbos boca arriba, intentando luchar contra la gravedad y

seguir con vida, sumergiéndose hasta el fondo del recipiente en busca de una

pequeña burbuja de aire. Pero su cuerpo gira de nuevo y su pequeño y

plateado vientre sale a la superficie como una luna llena que asoma por el

horizonte de un mar en calma.

Yo no soy muy amiga de los peces. Ni de los peces ni de los pájaros.

Son animales que me crean cierto desagrado. Los peces me provocan

bastante repelús debido a ese aspecto sorpresivo y resbaladizo. Nunca me han


gustado las personas con cara de sorpresa. Y los pájaros, bueno, qué decir de

los pájaros, esas criaturas que sirven exactamente para lo mismo que los

peces, para ser comidos. Ahora no, ahora comer pájaros está prohibido. No

está prohibido morirse de hambre, pero eso es otra cuestión que no viene al

caso.

Cuando tenía unos siete u ocho años iba con mi abuelo a cazar

pajaritos. Podía haber hecho otras muchas cosas propias: jugar a las casitas,

maquillarme, ponerme los tacones de mi madre, como la mayoría de las niñas,

pero a mí eso de maquillarme no se me daba demasiado bien. Para lo único

que alcanzaba mi imaginación, al robarle el maquillaje a mi madre, era para

pintarme unos enormes moratones en los ojos o alguna herida sangrante con el

preciado pintalabios rojo extintor, guardado en uno de los bolsillos secretos del

neceser.

También hubo una época en la que aprendí yo sola a imitar heridas con

puntos. Nada más tenía que hacerme con un bote de mercurio, una bobina de

hilo negro y cola de manualidades. Todo consistía en una laboriosa labor de

cortar pequeños trocitos de hilo y reservarlos para más tarde, luego te ponías

un buen chorro de cola en la cara, en el brazo o en el lugar donde quisieras

crear un efecto desagradable con tu herida, y colocabas encima

cuidadosamente un trozo de hilo más largo que los demás, después ibas

poniendo los trozos más pequeños de forma que atravesara el hilo guía y,

cuando el estupendo/mágico/útil/ y alucinante pegamento que todo hemos

usado alguna vez para sentir la placentera sensación que produce al

despegarlo de nuestras yema de los dedos se había transformado en un

plástico transparente, como por brujería, añadías un generoso chorro de


mercurio. Te ponías perdida de ese líquido rojo que luego tenías que llevar al

colegio como un tatuaje toda la semana impregnado en el brazo.

Pero a mí me parecía más divertido e interesante cazar pajaritos con mi

abuelo. Además, mi abuelo sabía muchas cosas que yo desconocía, y eso me

gustaba; por ejemplo, los nombres de los pájaros que cazábamos y los de la

multitud de hierbas y plantas que nos rodeaban. También sabía cosas

fascinantes, como los nombres de los planetas y las marcas de todo tipo de

ferrocarriles.

Nos escondíamos tras un matorral y esperábamos a que los pajarillos

fueran a comerse la alúa de plástico que habíamos puesto sobre la trampa. El

cebo consistía en un pequeño trozo de plástico del tamaño de una avellana. Lo

habíamos derretido anteriormente con un mechero consiguiendo la forma de

una hormiga con alas, luego, mi abuelo sacaba su paquete de Ducados, cogía

un cigarrillo y se lo llevaba a la boca escondida tímidamente bajo un frondoso

bigote como un manto de césped. Aprovechando que tenía el mechero en la

mano encendía el pitillo como un acto reflejo. A mí me parecía que detrás de

aquel bigote debían estar escondidos, otro abuelo con su nieta, como nosotros

detrás del matorral, esperando a cazar palabras, en particular palabrotas que

eran las que más pujaban por abrirse camino. Después, mi abuelo retiraba el

plastiquito transparente que recubría la cajetilla y con él comenzaba a fabricar

dos pequeñas alitas que luego le añadíamos a nuestra hormiga.

Inmediatamente los pájaros comenzaban a sobrevolar la que sería su

guadaña, una trampa de metal que consistía en dos medios círculos de

alambres unidos por unos resortes que se soltaban al sentir la presión sobre su
eje central, donde se encontraba nuestra hormiga. Se acercaban curiosos,

algunos bajaban en picado para no volver a subir y otros aterrizaban con

disimulo, acercándose con pequeños saltitos hasta el lugar indicado.

Lo recuerdo como si fuera hoy. Alrededor el mundo se había parado, las

nubes, el aire, todo, excepto el vuelo de los gorriones. Olía a tierra mojada y a

loción mezclada con detergente, o al menos así lo recuerdo yo. Era ese olor a

fresco que desprenden las naranjas por la mañana temprano, mezclado con el

de la humedad de los troncos y la tierra empapada por el rocío. Era un olor

intenso como el amanecer, así lo recuerdo, en mitad del campo, donde nada ni

nadie podía sacarnos de nuestros pensamientos, como en mitad de la nada,

como en mitad de ningún sitio.

Mi abuelo siempre me preguntaba cosas como ¿Qué vas a ser de

mayor, ricura? Cazadora de pájaros o astronauta. No, no, mejor actriz. Bueno

no sé… respondía yo. Por regla general cuando a un niño le preguntan estas

cosas suele responder, camionero, bombero, futbolista, o alguna de esas cosas

chulas y divertidas, que sacan una sonrisa a sus padres mientras eres pequeño

y que no hacen mucha gracia cuando cumples los dieciséis. Luego, a medida

que uno va creciendo, piensa que después de licenciarte en medicina, te irás a

África a curar poblaciones aisladas y que viajarás alrededor del mundo. A los

diecisiete leí la biografía de Schliemann y al leerla comprendí que jamás de los

jamases podría dedicarme a curar gente porque mi verdadera pasión era la

arqueología. Entre todas las innumerables actividades que imaginé emprender,

ninguna de ellas resultó ser la mía. Sin embargo, llega el momento en que te

haces adulta y te das cuenta de que te has pasado la vida fantaseando con lo

que quieres ser sin tener en cuenta tu propia limitación, el miedo. Y que
finalmente es esta última, y tu última opción de futuro, la muerte, la que te

ganarán el pulso.

Cuando murió mi madre, sus gemidos llamaron mi atención. Estaba

leyendo uno de mis libros preferidos de Lorrie Moore, sentada en un sillón

plastificado de la habitación y al oírlos me puse de pie de un salto. Se había

encogido de lado, dándome la espalda, los brazos cruzados sobre su pecho,

las rodillas encogidas cerca de su estómago. ¡Mamá! ¿Qué te pasa? ¿Llamo a

un médico? Le toqué en el hombro. Movió la cabeza muy despacio, de un lado

a otro. Tsss… no hagas nada. Ven aquí, abrázame. Hice lo que me pidió. Me

tumbé a su lado y me abracé a ella desde su espalda, muy despacio, como lo

hacía cuando era pequeña. Nos quedamos muy quietas. Acerqué la cara a su

cuello y metí la nariz entre su pelo y aspiré hondo. Recordé el tiempo que hacía

que no abrazaba a mi madre de aquella manera. Permanecimos en esa

postura durante un rato hasta que me moví para besarla. No. No hagas nada.

No me muevas, por favor. Solo abrázame. Era como si aquella postura le

permitiera seguir viviendo, como si cualquier mínimo movimiento pudiera

arruinar aquel momento crucial y especial. Como si el pánico se hubiera

apoderado de su cuerpo.

Es lo que el pánico hace en nosotros. Nos lleva a creer qué estás a

salvo, como la jovencita que se mete en un coche con un desconocido y siente

cómo los seguros se cierran automáticamente sin atreverse a pedir auxilio o

intentar escapar, dándose cuenta de que nunca debió entrar ahí, con ese
hombre de ojos tan grandes. O el ruido en una de las habitaciones de tu casa a

altas horas de la madrugada cuando estás acostada y no te atreves a

inspeccionar de dónde procede, solo te tapas la cabeza con las mantas

intentando no moverte; o el transeúnte que se queda paralizado en medio de

un paso de peatones segundos antes de ser atropellado por un coche que

circula a gran velocidad.

Era como si mamá sintiera que mientras estuviera a su lado,

abrazándola, no podría morirse nunca: ella simplemente quería me quedara

allí, así, sintiendo el calor de mi cuerpo junto al suyo, como cuando una vez

estuve en su vientre y ella me protegía de todo mal; como si necesitara estar

conmigo, inmóvil y muy junta para no morirse, como si todos los números del

reloj fueran el mismo, idénticos al anterior y al posterior y no pasara el tiempo, y

no hubiera horas y no pudiera ser ella quien cambiase. Tenía que mantenerse,

aunque fuera en ese estado. Que las luces siguieran encendidas allí dentro y

en la calle, y los personajes de mi libro siguieran vivos mientras ella se moría.

No podía morirse y comenzar a ser un recuerdo en aquel mismo instante,

mientras todas las cosas y las personas que ella quería se quedaban allí, vivas,

y en el libro otra historia proseguía su curso.

No tenía sentido que ella ya no existiera y que todas sus pertenencias

siguieran en la habitación del hospital, siquiera en casa; como sus recuerdos,

que al igual que otras tantas cosas exclusivamente suyas le servían solo a ella

y se convertirían en objetos inútiles si se muriera. Su cepillo de dientes, que iría

a parar a la basura, su ropa, zapatos, los pequeños objetos que uno va a

cumulando a lo largo de la vida también acabarían en la basura, uno a uno, o

quizás alguien se encargaría de repartirlos y se convertirían en infinitos.


Naturalmente, esas son algunas de las cosas que una recibe de una madre

cuando se muere. La pulsera de oro, los pendientes de la abuela que ella

heredó a su vez de su madre, el juego de copas bañadas en plata de la vitrina,

fotos de su boda donde se le ve del brazo de mi padre. Pero los abrazos, los

consejos, los gemidos del momento en que se muere son lo que te llevas

guardado para siempre, lo que se apodera de tu alma noche sí y noche

también, lo que aparece en tu mente a trozos en el momento menos esperado,

como un velero arrastrado al fondo del mar al que el oleaje arroja a la orilla

despedazado. Primero un jirón de vela enroscada y endurecida por el sol, luego

un fragmento de cuerda andrajosa corroída por los peces, cuyo trenzado

deshecho es poco más que una vieja estopa, y más tarde un trozo de madera

enredado en una maraña de algas amarillentas. Por mucho que te empeñes

cada noche en recoger todos los trozos, el barco nunca se completa.

No solo desaparece quien es, sino quien ha sido. Mi madre siempre me

decía que las personas siguen vivas mientras permanezcan en nuestros

recuerdos. Que somos nosotros quienes las mantenemos aquí presentes, justo

a nuestro lado, en el mismo lugar de la mesa donde solían sentarse, haciendo

las cosas que siempre les habia gustado hacer. Pero lo cierto es que un día

dejarán de existir también en los recuerdos, será como si nunca hubieran

pisado el suelo que nosotros pisamos, como si nunca hubieran olido el olor del

campo por la mañana. Un día aquella persona que fuimos dejará sin más de

existir. Mi madre tenía una curiosa teoría, según la cual siempre hay una parte

de nosotros que corresponde a los ángeles. Un día, sin más, las cosas

desaparecen, la pareja del calcetín en la lavadora, el tornillo del pendiente, el

lápiz que guardamos en el cajón, en fin, todas esas cosas que San Cucufato no
es capaz de encontrar, son parte de ellos. Todas esas cosas, junto a mi madre,

son ahora parte de los ángeles.

Permanecí inmóvil, abrazada a ella y sin moverme como me pidió, hasta

que noté cómo su cuerpo comenzaba a arquearse como si acabara de ser

poseída por el demonio, apretándose contra mí, empujándome. Sus brazos y

piernas estaban tan tensos que se le hundían en el colchón. Sus manos,

cerradas en un puño, comenzaban a tornarse de un color pálido, y pronto ese

color fue extendiéndose por todo su cuerpo como cera recién derramada. Su

cara se contraía y su boca fruncida comenzaba a parecerse a una línea

inexpresiva de puntos suspensivos. Me eché sobre su cuerpo y grité ¡Mamá!

¡Mamá! Pero no me contestó, y tras unos segundos noté cómo se quedaba

inmóvil, cómo comenzaba a enfriarse. La presión de su cuerpo contra el

colchón cesó de inmediato, así como la forma en que con su espalda me

empujaba hacia atrás, contra mí, como si quisiera fundirse conmigo y meterse

en mi cuerpo para esconderse y escapar de su sufrimiento, del miedo a la

muerte que la atenazaba. Sentí cómo su frío se metía dentro de mí, como si me

hubiera atravesado hasta la espalda pegándose a mi camiseta, como si todos

los ángeles del cielo hubieran venido por la parte que les correspondía y me

abrazaran por detrás a la vez que yo la abrazaba a ella, obligándome a soltarla.

Supe al instante que había muerto, pero le hablé y le dije, mamá. Luego

susurré, mi voz parecía desvanecerse ¿me oyes? y a continuación me dije a mí

misma; Se ha muerto, mi madre ha muerto.


La habitación comienza a llenarse de enfermeras y médicos, de tubos,

contracciones, de pitidos y voces. Una enorme mueca de sorpresa ilumina la

cara de tu madre. Su pelo peinado hacia atrás comienza a humedecerse. Las

sábanas blancas, arrugadas y pegadas sobre su cuerpo le hacen parecer una

pobre estatua romana recién exhumada de los restos de una catástrofe.

Susurra con las manos en la boca, mamá… mamá… y clava tu mirada en su

cuerpo, en el lugar donde debía estar escondida su alma. Bájate de la cama y

da un paso atrás. Mira a tu alrededor, mira a la ventana, al techo. Ella ya no

está allí. Pregúntate dónde ha ido. Considera que no puede estar muy lejos,

aún es pronto para haber desaparecido de la habitación. Mira hacia la puerta.

Un carrito ruidoso lleno de material quirúrgico entra precipitadamente

Tu madre no se mueve. Lánzate de nuevo a sus brazos y bésala con

fuerza. Di:

-Mamá ¡mamá! te quiero.

Unas manos en tus hombros intentan apartarte de ella. Unas manos

grandes, frías y falsas como un Dios.

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