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BULTMANN, RUDOLF

Pensador y exegeta protestante; nació el 20 agosto de 1884 en Wiefelsted (Alemania).


1. Vida y obra.
Datos biográficos: Hijo de un pastor de la confesión luterana. Se educó en una
atmósfera fuertemente religiosa. En 1903 estudió teología en la Facultad protestante de
Tubinga. En 1904 pasó a Berlín y luego a Marburgo, donde, en 1910, obtuvo el
doctorado. Comienza a partir de entonces su carrera académica: en 1912 es profesor de
Exégesis del N. T. en Marburgo; en 1916 pasa a Bratislava; en 1920 es llamado a la
Universidad de Giessen; en 1921 vuelve a Marburgo, donde permanece
ininterrumpidamente hasta 1951, fecha en que abandona la enseñanza.
Formado en la escuela liberal sigue sus métodos histórico-críticos de investigación. En
1921 publica una de sus obras más significativas (Geschichte der synoptischen
Tradition), en la que recoge y amplía las ideas sobre el método de la historia de las
formas propuestas años antes por M. Dibelius. Por esos mismos años se distancia de la
línea liberal para acercarse a K. Barth y al movimiento de la «teología dialéctica». Esta
nueva orientación no es, sin embargo, duradera ya que otras influencias le marcan
profundamente; en especial la de M. Heidegger, que enseñaba por entonces también en
Marburgo. Ello conduce a B. a una posición que en parte representa una vuelta a las
líneas de fondo de la teología protestante liberal, aunque repensadas desde otras
premisas filosóficas, y que puede resumirse hablando de un intento de una
reinterpretación existencialista del Evangelio. Esta orientación - que es ya visible desde
1926- llega a su formulación neta en 1941 con la publicación del ensayo Neues
Testament und Mythologie, en el que lanza su programa de desmitologización del N. T.
A partir de esa fecha el pensamiento bultmaniano no sufre ya nuevas evoluciones, sino
que se va manifestando en diversas obras que lo concretan o prolongan. El programa de
B. suscitó en seguida un fuerte eco, dando lugar a un amplio debate. A favor de
Bultmann, o siguiendo sus huellas, se sitúan F. Gogarten, E. Fuchs, H. W. Bartsch, E.
Kiiseman, F. Buri, etc. Aunque no acepten del todo sus ideas sobre la desmitologización
(es decir, su planteamiento teológico-teorético), asumen en cambio su método de
investigación histórica numerosos exegetas protestantes; a partir sobre todo de la
segunda mitad de los años 50 su influjo se extiende también a exegetas católicos. No
faltan, sin embargo, reacciones críticas, que señalan los límites y riesgos tanto de su
método exegético como de su planteamiento teológico de fondo. K. Barth interviene en
1953 con un ensayo crítico: Rudolf Bultmann. Ein Versuch, ihn zu verstehen.
Particularmente dura es la crítica de O. Cullmann, ya desde Christus und die Zeit, de
1948. El debate se alarga dando lugar a una bibliografía casi inabarcable. En los años 60
se advierte en algunos discípulos más o menos directos de B. (como, p. ej., E. Kiiseman,
G. Bornkamm, W. Pannenberg, G. Ebeling) una tendencia a una cierta corrección de las
posiciones del maestro en especial por lo que se refiere a la actitud frente a la cuestión
de la historicidad de los Evangelios. Para otras referencias bibliográficas y para la crítica
católica.
En B. los planteamientos exegéticos y los teoréticos se entrecruzan. Desde el punto de
vista exegético entronca con la crítica liberal y más específicamente con aquellas
corrientes que aspiraban a trazar la historia de la formación de la literatura neo
testamentaria. Partiendo los autores liberales del prejuicio según el cual las primeras
generaciones cristianas habrían deformado e idealizado la figura de Cristo, sostenían
que en los Evangelios se reflejaba no tanto el Jesús real, histórico, cuanto el Cristo
idealizado de la fe. De ahí que concibieran su trabajo como un intento de discernir los
elementos históricos que habrían pervivido a través de la idealización cristiana. Un tal
planteamiento - falso en su misma raíz- no podía conducir más que al fracaso, es decir, a
acabar afirmando la imposibilidad de alcanzar ningún conocimiento válido sobre Jesús,
ya que, por principio y a priori, se ha quitado todo valor a los testimonios de que se
parte. En ese contexto se sitúa B., que acepta este fracaso, punto de llegada, pero no
para intentar un replanteamiento de la cuestión, sino para dar lugar a una radicalización
de los postulados liberales. El reconocimiento de que con el método histórico propio de
la teología liberal no pueden alcanzarse conocimientos históricos seguros sobre Jesús se
une en él, en efecto, a la afirmación de que esos conocimientos son, en teología,
irrelevantes: lo que interesa de Jesús -dice- no es tanto su figura histórica cuanto su
interpelación existencial.
Es en este punto donde la filosofía heideggeriana acude en ayuda de su exégesis.
Bultman concibe al hombre como un ser situado en la existencia y llamado a la decisión
por el acontecer mismo. De esa decisión depende que la existencia humana sea
auténtica o inauténtica, verdadera o falsa. Ahora bien - y este punto es capital- para esa
decisión lo que cuenta no es tanto un saber teorético (B. entremezcla aquí elementos
provenientes de la concepción luterana de la fe con otros derivados del agnosticismo
kantiano) cuanto la pura posición existencial. Lo que importa en los hechos que se nos
enfrentan es más su puro darse (el factum de que estén ahí; sus das, como se diría en
alemán), que su contenido (su was). El kerigma evangélico -concluye- supone
ciertamente el hecho de Cristo, pero lo que importa ahí es el acto de redención
cumplido por Dios en Cristo y la invitación que de él deriva, y no una doctrina sobre el
ser de Dios, de Cristo y del hombre que a este acto esté unida o de él pueda deducirse.
Lo que el kerigma hace es no tanto instruirnos, cuanto interpelarnos para impulsar a
adoptar una actitud auténtica frente a la existencia.
Para realizar esta interpelación -prosigue- los autores neo testamentarios, que vivían en
una época dominada por una mentalidad mítico-metafísica (y B. entiende por tal aquella
mentalidad según la cual le es dado al hombre discernir en el mundo creado efectos de
la acción divina), revistieron el kerigma de un ropaje sobrenaturalista: de ahí que
hablaran de Encarnación del Hijo de Dios, de milagros, etc. Todo ello -añade- es exterior
al kerigma, y - dado el cambio de mentalidad operado en la cultura moderna- debe ser
separado de él, pues resulta contraproducente. Hay, pues, afirma, que operar una
desmitologización del N.T., es decir, separar de él toda referencia a potencias
sobrenaturales y reexpresarlo en forma de pura interpelación existencial. Vuelve así a
reaparecer en él el momento exegético, concebido como el instrumento para realizar
esa reinterpretación crítica.
Como se ve, en el intento bultmaniano se entrecruzan factores muy diversos. B. se sitúa
en una encrucijada importante de la evolución del pensamiento teológico protestante,
en el momento en que habiéndose advertido la crisis en que desemboca la escuela
liberal y habiéndose producido la reacción barthiana y la teología dialéctica se percibe a
su vez la insuficiencia de esta última ya que implica una ruptura entre fe y existir
cristiano. Un profundo conocimiento de esa historia intelectual que le precede y una
capacidad de síntesis que le permite aunar las perspectivas histórico-exegéticas y las
filosófico-teológicas en un proyecto unitario son tal vez las principales cualidades de B.,
y las que explican su influencia. Pero hay a la vez que reconocer que su intento se
mueve en una dirección equivocada que agudiza y lleva a su extremo la crisis del pensar
cristiano implicada en la teología liberal. De su contacto con la teología dialéctica
conserva una radicalización de las ideas luteranas sobre la sola lides que le lleva a
colocar en un segundo plano y a reducir a un mínimo el contenido del kerigma. Su visión
de la filosofía existencialista, a la que interpreta como una llamada a la autenticidad que
no ofrece de por sí un modelo concreto de existencia, refuerza esas ideas y le lleva al
convencimiento de que fe cristiana y antropología existencial son dos realidades
profundamente armónicas. En realidad, desemboca en un fideísmo, mientras que al
asumir acríticamente la antropología heideggeriana asume toda una visión del mundo y
del hombre a la que acaba subordinando la palabra de la Escritura. El resultado es un
pensamiento existencial expresado con un lenguaje de origen cristiano, pero centrado
en realidad no en el kerigma evangélico sino (como puede apreciarse claramente en la
exposición de algunos puntos de su doctrina) en una exaltación de la autenticidad
humana entendida como auto posición del hombre frente al acontecer histórico.
2. Doctrina.
a). La precomprensión antropológica. Partiendo B. de los planteamientos kantiano-
heideggerianos sostiene que el conocimiento humano se estructura en forma de una
comprensión de sí que antecede a la Revelación y en la que ésta se integra
(precomprensión). Debemos por eso comenzar la exposición señalando esas
perspectivas. El ser del hombre -afirma- no es posesión, sino posibilidad, poder ser; se
caracteriza más por el futuro que por el presente. No es ya algo definitivo, hecho, sino
un hacerse. Por ser histórico (poder ser), el ser del hombre implica un deber su propia
posibilidad de una exigencia orientada a una decisión concreta. Ello implica a un Dios
que exige. El deber no es más que el ser abocado a su propio futuro, no enraizado en el
presente y entraña la responsabilidad: por su decisión el hombre puede «perderse o
ganarse», fallar en la elección de su propia posibilidad.
El hombre - añade -, como ser responsable, sabe de las dos posibilidades básicas de su
existencia: la existencia auténtica como aceptación radical de la historicidad y
reconocimiento de que su posibilidad se sitúa en el futuro, no en el presente ni en el
pasado; lo contrario es la existencia inauténtica. El hombre puede conocer esto por sí
solo, por la filosofía o análisis existencial ontológico. Pero no basta el conocimiento: el
hombre concreto que conoce la posibilidad auténtica de su existencia (= Dios o
salvación) no la reconoce de hecho. Aún más: el querer conquistar el ser auténtico sería
caer fatalmente en la inautenticidad, pues supondría un acto de autonomía, el disponer
sobre sí mismo constituyéndose en ley en vez de recibirla de fuera. La autenticidad sólo
puede ser recibida, imputada. Pasamos así de la filosofía (salvación como esfuerzo del
hombre) a la teología (salvación como don-gracia de Dios).
b) El problema de Dios. Al conocerse como ser histórico, condicionado y limitado, el
hombre se conoce como creatura y a Dios como creador. Captamos la realidad de Dios
al captar la realidad de nuestra existencia y sólo en ella: Dios -dice- no es un dato del
que se pueda hablar en proposiciones abstractas sin relación a la propia situación
existencial, ni una esencia metafísica, sino el condicionamiento o la posibilidad suprema
de mi existencia. No cabe hablar de Dios sin hablar de sí mismo. Él es la verdadera
realidad que está más allá del «mundo» y del «tiempo», del hombre; pero su
trascendencia se sitúa no en un plano metafísico ni sobrenatural, sino temporal
(existencial): Dios es trascendente porque es un futuro para mí. Por eso no podemos
disponer de él.
En Dios como futuro radica nuestra existencia auténtica, que no se da fuera de él y sólo
de él podemos recibirla. El futuro es «vocación» y al captarlo como tal, captamos la
realidad más auténtica de nuestra existencia humana y a Dios como interpelación.
c) El pecado, Se identifica con la existencia inauténtica como posibilidad fáctica.
Implica una determinada autocomprensión: rehusar reconocerse como ser histórico,
cerrarse ante el futuro instalándose en el mundo de lo disponible quedando anclado en
el pasado, en lo ya hecho, en el ser ya, en lo objetivo. Al querer dominar sobre sí mismo
y las cosas el hombre olvida su ser condicionado, su carácter de creatura, negando la
exigencia (el deber que constituye nuestro ser) y dejando así de sentirse afectado por la
palabra de Dios. El ser en la inautenticidad es nota esencial del hombre (pecado original,
que es en cambio negado por B. como hecho histórico) que busca sustituir la obediencia
de la fe por el mérito de las obras. Esto es la carne de Pablo o el mundo de Juan. Los
síntomas del pecado, según B., son: el pensamiento objetivante y la búsqueda de
seguridad, de donde nace la angustia ante la muerte, la esclavitud bajo la ley como línea
segura de conducta, el buscar apoyos racionales para la fe: el hombre se centra en sus
hechos en vez de pensar en el hacer o quehacer. El pecado es «la vanagloria del
pasado» y, como consecuencia, caída en el mundo, encerramiento en un orden regido
por leyes ciegas y en el que no hay libertad. El pecado es idéntico así a la desesperación
ante la fatalidad ciega, al destino, a la muerte, no biológica, sino en un sentido
existencial más profundo: angustia ante la muerte que nace de aferrarse a lo que ya es,
al pasado.
d). La Revelación. El hombre, al conocerse, llega por la razón a preguntarse por la
salvación. Pero este conocimiento abstracto no basta: es preciso que la exigencia de
reconocer la historicidad del hombre, de donde surge Dios como frontera y exigencia, se
nos imponga de tal modo que lo aceptemos radicalmente, No basta «tener un
conocimiento general de que hay algo así como una exigencia de Dios al hombre; es
preciso oír esta exigencia». El acontecimiento salvífico coincide con la Revelación como
manifestación de la exigencia y el perdón de Dios que laten tras la historicidad del
hombre. La Revelación es pues entendida por B. no como una manifestación de Dios
que, autocomunicándose, se nos da a conocer y nos transmite una verdad, sino como
mero juicio -crisis- que nos sitúa bajo el pecado y nos abre la posibilidad perdida, la
existencia auténtica, y por ello es también gracia y perdón, que «no consiste en la
remisión de faltas morales sino en la reanudación de las relaciones originales de la
creación», La exigencia de Dios, oída, nos arranca de nosotros mismos y nos orienta
hacia el futuro como gracia y libertad al mismo tiempo. La Revelación, añade, no es un
hecho enclavado en la historia y perceptible de algún modo por el saber histórico. Así, B,
desecha el milagro como criterio de Revelación: el verdadero milagro, dice, es la acción
de Dios, la Revelación misma, no un hecho histórico sucedido.
Al negarse a aceptar la Revelación como un acontecimiento histórico pasado, en el que
Dios se manifestó autentificando su palabra con unos signos, y al concebirla como algo
que acontece, concluye sosteniendo que la revelación lo es in actu: tiene lugar en la
existencia concreta haciendo posible su autenticidad, No es, pues, «un proceso cósmico
que sucede fuera de nosotros y del que luego recibimos noticia por la palabra, sino un
acontecer que se realiza en nosotros mismos y que nos afecta de forma inmediata».
De otra parte, en cuanto a su contenido, la Revelación, dice, no nos enseña nada nuevo
sobre lo que ya sabíamos por la filosofía, La Revelación lo es del hombre y su existencia
y, sólo en ella, de Dios, No es nuevo el contenido, lo que se nos dice, el was, sino el
hecho mismo de que se nos diga, el das, por lo que el hombre se halla ante una nueva
cualificación: el ser interpelado. En la medida en que acepte esta posibilidad se le abren
los ojos sobre sí mismo y cabe hablar de un nuevo conocimiento: lo que el hombre ya
sabía, teóricamente, a nivel filosófico-existencial, ahora lo sabe auténticamente, a nivel
fáctico-existencial, teológico, no ya como un mero saber, sino como un saberse afectado
por el saber. En este ser afectado está la Revelación: como exigencia concreta que nos
afecta y pide una respuesta, la Revelación es palabra de Dios, Dios mismo.
e) La predicación de la palabra de Dios. Se concreta en el kerigma, que no es tanto
recuerdo cuanto interpelación y a interpelación se reducen también los sacramentos.
2). El kerigma puede adoptar dos formas: comunicación directa de un faciendum (tal la
predicación de Jesús que llama a conversión) o de un factum que manifiesta un
faciendum: la predicación de la Iglesia acerca de Jesús. Aunque la revelación es siempre
actual, el predicador necesita esta referencia a un pasado distinto de sí mismo que
también a él le afecta como palabra de Dios: la tradición cristiana o predicación de la
Iglesia acerca de Jesús como el Cristo. Este kerigma cristiano iniciado en los Apóstoles y
fijado en la S. E. se repite sin cesar en la predicación, que es «de por sí Revelación: no
sólo habla de ella». El kerygma no está sometido a crítica: debe ser obedecido en la fe;
es la encarnación de Dios.
f) El Jesús histórico y el Cristo de la fe. Jesús -dice- es el primero de una serie en el
acontecer incesante de la Revelación, no una magnitud absoluta; B. no acepta la
Encarnación en sentido propio, la divinidad de Cristo, etc.). «Su actuación se describe
correctamente diciendo: era un profeta». La historia de Jesús en cuanto brutum factum
(=Historie) no es salvadora, sino sólo en cuanto me afecta, me dice algo: como palabra o
interpelación existencial. De ahí que lo que importe no es lo que Cristo fue, sino lo que
su figura en cada momento nos dice: así, la Iglesia primera descubre en Jesús al Mesías
y la comunidad helenista al Señor-Hijo de Dios: el Cristo de la fe como el significado
profundo que late tras el Jesús histórico. «La cristología es la palabra de Dios» que
incluye la respuesta de la fe y la nueva autocomprensión del hombre. La redención no
es un «acontecer cósmico», algo ocurrido, sino el «seguimiento y aceptación de la cruz»
como «participación en la crucifixión y el sobrellevar la muerte de Cristo en nuestro
propio cuerpo». La resurrección, a su vez, tampoco es un hecho histórico, sino la
«palabra de la cruz»: Jesús ha resucitado en la fe y el kerigma de la Iglesia que recogen
el significado de la cruz haciéndolo actual y permitiéndonos «resucitar con Cristo», salir
de nosotros mismos pasando con él del presente de nuestro propio yo al futuro del
amor.
g) La fe. No es, dice B., un nuevo modo de ser, una realidad neumática o la aceptación
de dogmas o verdades, sino un nuevo modo de existir, una acción: obediencia, no
abstracta sino hic et nunc, a la palabra de Dios. Es la salvación, más que camino hacia
ella: «forma parte de la Revelación misma». Como conocimiento, la fe es una posibilidad
existencial, del hombre como tal, que la Revelación convierte en posibilidad fáctica.
Revelación y fe son imprevisibles, pero acaecen en el espacio-tiempo. Fuera de sí misma
la fe no tiene apoyo alguno: ni el milagro, ni la realidad histórica de Jesús, ni la
experiencia interna, ni la fe de los demás o del predicador. No hay credibilidad de la fe:
el kerigma es su único apoyo; lo contrario -afirma- sería buscar seguridad, equivalente a
pecado.
Pero a la vez sostiene - no se olvide que, como antes hemos dicho, la revelación, para B.,
no afirma nada que el hombre no supiera, ya que éste conoce naturalmente su
historicidad, y esto es lo que la revelación le manifiesta- que no hay un sacrificio
intelectos: el contenido de la fe es perfectamente inteligible, lo único ininteligible,
paradójico es el hecho de que se dé esa experiencia a la que se llama fe (GV 1,92).
h) Escatología. No es el anuncio de acontecimientos futuros, sino la presencia del futuro
(Dios) en el presente de la decisión. El eschaton no es un futuro temporal, sino el Kairos:
palabra de Dios y fe-obediencia del hombre, el acontecer (das) incesante de la
Revelación-fe. La historia de salvación se identifica con la historicidad (vocación-
revelación) individual, existencial, no con la sucesión temporal de hechos salvíficos. La
escatología no es un anuncio referente a un estadio temporal ulterior, sino el actuar de
Dios sobre el hombre: es ahí donde acaece la parusía. Lo futuro es el Futuro, lo venidero
es el que viene. La escatología significa en suma que hay una trascendencia de Ia
palabra de la revelación sobre todas sus realizaciones. El hombre nunca posee su futuro,
sino que está situado ante lo inaccesible.

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