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Capítulo 1

En un tiempo no muy lejano, en un lugar no muy distante, vive


Juan. Esta es su historia.
Desde el momento en que nació fue la luz para sus padres, Ana y
Jorge. Con ellos vivía todas las ocurrencias que pasaban por su
cabeza. Mientras iba creciendo pintaba y coloreaba el mundo con
entusiasmo; ni las paredes de su habitación se salvaron de sus
crayones.

Poco antes de su cuarto cumpleaños los padres de Juan lo


llevaron por primera vez a un bosque que se encontraba a pocas
calles de su casa. En su adolescencia disfrutaron mucho tiempo
en aquel bosque y querían volver a experimentar su tranquilidad,
pero especialmente querían heredarle a Juan ese espacio para
vibrar con la naturaleza.

Cuando llegaron, la expresión de asombro que se reflejó en los


ojos de Juan al ver la cantidad de formas y colores nuevos fue tan
grande que se notaba que no lo podía creer. La visión de ese
paisaje lo llevaba a un mundo mágico que algún día había visto
en su programa favorito.

Se dirigieron a la sombra de un grande y frondoso árbol lleno de


frutas y rodeado de bonitas flores. Jorge se sintió relajado y Ana
amó volver a oler las flores que tanto le gustaban, mientras Juan
empezó a vivir aventuras sin límites que luego contaría a sus
papás. Amó el olor de las flores como su mamá, aunque algunas
de ellas le provocaron estornudos. Se maravilló con colores como
el rojo intenso de las rosas parecido al labial de Ana y al celeste
del cielo despejado, puesto que esos no venían en sus crayolas.

Un grillo se encontraba en una de las hojas que Juan observaba.


Al mover la hoja, empezó a dar saltitos de hoja en hoja.

— ¡Señor saltarín, señor saltarín, ven a jugar conmigo; no huyas que


hay hojas para los dos! ¡Señor saltarín, señor Saltarín! –gritaba
Juan.

Repitió su invitación, persiguiéndolo en círculos sin parar,


mientras el grillo se brincaba las hojas de planta en planta, sin
alejarse de su vista, hasta que una bella tortuga se dejó ver y Juan
desvió su atención.

Agachado en el piso, gateó lentamente imitando su andar.

—Conchita de piedra, ¿Estás cansada? ¿Por qué caminas tan lento?


–preguntó-. Si quieres puedo decirle a mis papas que te llevemos
hasta tu casa. ¿Vives muy lejos?

Sus preguntas a la tortuga fueron muchas; trataba de entender


por qué iba tan despacio con un caparazón tan duro. La
acompañó algunos minutos, hasta encontrar una pequeña
culebra en un árbol, que según él lo estaba viendo. Corrió hacia
ella y se paró debajo de una rama.

—Tú pareces una cuerdita -le dijo Juan-. ¿Quieres jugar conmigo?

La culebrita se descolgó dejándose caer en la tierra. Luego rodeó


uno de sus pies y empezó a enrollarlo.

— Ahhh… sí quieres jugar, ¿pero cómo jugamos?

Juan, en su inocencia, intentó amarrar la cola de la pequeña


culebra a la rama y le hizo daño. La culebra se escabulló de sus
manos y se escondió en la copa del árbol. Pasó algunos minutos
allí esperando que bajara, pero no lo hizo. Juan corrió en
búsqueda de un nuevo amigo.

Cansado de explorar su nuevo mundo mágico fue a recostarse


con sus padres y a observar las nubes.
— ¡Veo un dinosaurio! –afirmó Juan.

— ¿Dónde hijo, dónde? –preguntó Jorge.


—Yo también lo veo, cariño, está allí –respondió Ana, entre risas de
los tres.
— ¡Pobre tú! Papi, no puedes verlo por que tus ojos son muy
pequeños.

Al atardecer Juan se alejó cautelosamente del regazo de sus


padres mientras dormían. Luego de unos minutos trajo con él
todas las flores que pudo cortar y cargar en sus pequeños brazos,
todo para hacer feliz a su mamá.
— ¡Mami, mami, mira, para que seas más feliz!
—Gracias mi niño, eres el hijo más maravilloso del mundo.
Empezó a anochecer y de regreso a casa Juan vio una luciérnaga:
creyó que los estaba guiando a casa. Intento atraparla muchas
veces hasta que lo consiguió.
—¡Mami: tengo una lamparita para mi cuarto, mira, mi lamparita!
—Hijo, esos animalitos son felices libres. Si la encierras perderá su
luz y no alumbrará nunca más.
—Qué triste mami. No quiero que deje de alumbrar por mi culpa.
Abrió su mano y dejó en libertad a la luciérnaga.
—Las personas y los animales nacimos para ser felices, para ser
libres –agregó Jorge.
—Bueno papi. No lo volveré a hacer.
En la excursión por el bosque Juan hizo nuevos amigos y a todos
les prometió volver a visitarlos. Al llegar a casa, Jorge y Ana
acordaron llevar a Juan de nuevo al bosque. Así lo hicieron. Por
tres años Juan volvió cada semana a visitar a sus amigos los
animales, quienes lo esperaban para vivir aventuras nuevas.
Aquel día que nunca olvidaría, luego de la ducha, Juan tomó el
uniforme limpio de manos de su papá y fue a cambiarse. Al
acercarse al comedor por los pancakes con banano, el sándwich
de queso y las galletas con mermelada de fresa que componían
su desayuno favorito, Jorge sacó algo de su bolsillo y se inclinó
frente a Juan. Era su cumpleaños número siete y le entregaría su
regalo.

—Hijo, Cierra los ojos –dijo Jorge.


— ¿Para qué papi?
—Tengo algo para ti, respondió Juan, mientras le colgaba una
cadena en el cuello.
— ¿Qué es esto tan bonito?
—Es un relicario. Mientras lo lleves contigo, mamá y yo estaremos
acompañándote siempre.
—Gracias papi. ¡Mira, tiene dentro una foto mía contigo y mami!
Ese día Jorge dejó a su hijo en la portería del colegio y se alejó en
su coche. Juan entró al salón y se dispuso a resolver el examen de
matemáticas para el que había estudiado mucho con su papá.
Aunque estaba un poco nervioso, recordaba muy bien la forma
de sumar y multiplicar que Jorge le había enseñado con las frutas
de la nevera.
A punto de terminar entró la maestra muy angustiada con el
teléfono en la mano le dijo a juan
—Deja el examen. Toma tus cosas y ve a la puerta. Te están
esperando –
— ¿Paso algo?
—Ahora no puedo responderte; solo ve.
Juan fue rápidamente a la salida creyendo que encontraría a su
papá con algo más por su cumpleaños. Al llegar encontró a Ana
con los ojos rojos e hinchados, dispuesta en el auto para partir.
—Hola mami, ¿Por qué estas así? ¿Dónde está papá?
—Después hablaremos. Sube rápido cariño.
En el camino ninguno dijo una sola palabra. Un montón de gente
los esperaba frente a la puerta de su casa. Entre ellos estaba la
abuela de Juan, quien al verlos empezó a llorar.

Juan sintió un golpe en el pecho. Su abuela, que siempre le


apretaba los pómulos y le decía cuán especial era, esta vez lloro
al verlo, igual que su mamá. Todos estaban muy callados y no
tenían en sus manos regalos de cumpleaños. Eso despertó su
angustia.
—Quédate con tu abuela –ordenó Ana-. Más tarde veremos a papá.
—Pero mami…-inicio Juan la frase que quedo en el aire, porque
Ana ya no estaba-.
Un rato después llegaron a un extraño lugar. Las paredes eran
blancas y había muchas personas con gotas de agua en los ojos.

—Este lugar es muy feo. Me quiero ir ya. ¿Por qué estamos aquí? –
preguntó Juan.
—Inclinada ante Juan y viéndolo fijamente a los ojos, Ana
respondió -Amor, papi se ha ido al cielo. Ya no podremos verlo
más.
Juan no entendió la gravedad de las palabras de su madre.
— ¿Cuándo llega papá? El domingo debemos ir al bosque porque
el señor saltarín me espera y quiero jugar con la lucecita.
Ana desesperada no supo que contestarle. Fue su abuelita Rosa
quien lo tomó del brazo y habló con él.
—Juan, papá se fue al cielo en un viaje largo y no va a volver. Cariño,
papá murió.
Juan solo la miró repitiendo en su mente la última palabra que
acababa de oír, hasta que recordó a sus peces que un día dejaron
de moverse en su acuario; mamá le dijo que habían muerto.
— ¿Mami, papá se ha ido al cielo con mis pececitos?

Ana lloró y Juan la siguió. Lo abrazó muy fuerte e intentó calmarlo.


Por largo tiempo, cada noche, Juan abrazaba las almohadas
como si fueran los brazos de su padre, amplios y fuertes, a
diferencia de estas. Sus ojos se llenaron de lágrimas
frecuentemente. No sentía ganas de jugar ni de comer. Pensaba
en papá y en cuanto lo extrañaba; a veces se sentía molesto y
gritaba lanzando sus juguetes. Cuando se despertaba lo buscaba,
esperando que todo fuera un sueño. No volvió al bosque; mamá
dejo de invitarlo y a él dejo de apetecerle; sus sonrisas fueron
desapareciendo junto con las de Ana. Ella dejó de estar para Juan,
y se excusaba diciéndole que debía ir al trabajo en lugar de papá.
No volvió a prepararle sus ricos desayunos ni a acompañarlo. Le
dejaba todo en la nevera para la cena, aunque pasaron días en
que Juan no probó bocado.

Cada uno de los días del primer año escribió una carta con
destino al cielo, pero nunca tuvo una de vuelta. Juan decidió
empezar a estudiar mucho para olvidar las cosas tristes. Era el
mejor en el salón, y cada tanto la profesora lo felicitaba, pero al
llegar a casa la tristeza lo invadía de nuevo.

Aprendió a hacer su desayuno y hacia sus tareas solo, pues mamá


vivía muy ocupada. Cuando tenías ganas de llorar se reprimió
para no entristecer a mamá.
Con el pasar de los años Juan dejó de sentir tristeza en su corazón;
también dejó de sentir el mismo amor por todo lo que hacía y por
las personas que lo rodeaban. Siguió su vida y no volvió a llorar.
Simplemente vivía como las olas, esperando un día más. Olvido
los recuerdos con papá y ya no lo extrañó. El corazón se le
endureció sin que se diera cuenta.
Capítulo 2

Habían pasado dieciséis años desde la muerte de Jorge. Juan había


borrado todo el dolor de su partida y ya nada de eso estaba en su
corazón, o al menos eso creía él.

Después de salir a vacaciones de verano, estaba solo en casa como


de costumbre. Llevaba tres años en la universidad y su vida solitaria
no había cambiado en nada. Al terminar las clases, trabajaba en su
computadora hasta pasada la media noche ocupando todo su
tiempo en eso.

En la universidad todos sabían de él, pues era el mejor en todas sus


clases y por su aspecto físico no pasaba desapercibido. Varios
compañeros intentaron durante un tiempo acercársele y recobrar su
amistad, pero Juan siempre se negó a sus invitaciones. Se aisló de la
amistad y el cariño de todos, igual que lo hizo Ana. Los dos
decidieron sumergirse en mundos alternos que los mantuvieran
lejos del recuerdo de Jorge, creyendo que así superarían su partida.

Una falla en el disco del pc hizo que Juan rompiera su rutina y


cuando volvía a casa algo lo obligó a frenar en seco el auto.

— ¡Rayos!, ¡¿Pero qué carajos crees que haces al atravesarte en medio


de la carretera?! –gritó.

Un cachorro café estaba echado justo en la mitad de la carretera y


había quedado a unos pocos centímetros de una de las llantas
delanteras. Juan estaba enfadado y después de asegurarse que nada
le había pasado a su auto por haber frenado de esa manera, se acercó
al perro que estaba sentado. Le echo un vistazo y lo corrió de donde
estaba. Después de recorrer unos metros volvió a ver por el retrovisor
y se devolvió a recogerlo.

Al llegar a casa, lo amarró a un barrote del pasamanos que estaba en


la entrada. Ana los había escuchado llegar y había subido a su cuarto,
dejándole a Juan la comida en la estufa.

—Te llamarás Beethoven. Tú te quedaras aquí por el momento. Ya


después veré que hago contigo. No muerdas nada ni hagas ningún
ruido. ¿Entendiste? – dijo Juan

Juan fue a su cuarto y el perro durmió esa noche fuera de casa. Las
próximas dos semanas, Juan compartió con el cachorro y su corazón
empezó a deshelarse. Aun lo tenía amarrado porque cada vez que lo
soltaba, este intentaba huir.

A Ana parecía no importarle nada de lo que hiciera o dejara de hacer


Juan. Nunca hablaba con él ni pasaban tiempos juntos. Aunque juan
no salía casi, los fines de semana Ana pedía más trabajo y llegaba a
terminarlo en el estudio de su casa, así evitaba encontrarse con él.
Capítulo 3

Una tarde Juan llevó a Beethoven a pasear un rato al parque. Se


distrajo al ver a una joven y el perro escapó huyendo del lugar.
Después de correr y perseguirlo, Juan terminó en un lugar que le
parecía familiar.

— ¡Beethoven, vuelve aquí!, ¡Beethoven! – gritaba Juan


repetidamente.

Habían pasado unos minutos y Juan no veía al perro. Perdió su


rastro y decidió adentrarse en el lugar para encontrarlo. Creía que
si no lo hallaba, lo más probable era que el perro muriera de
hambre en aquel lugar tan poco frecuentado.

Iba caminando, fijándose poco en lo que pisaba, cuando cayó por


un hueco cubierto por hojas secas.

— ¿Pero esto qué es? ¿Dónde estoy? –preguntó Juan.

Juan había despertado en un lugar bastante diferente. Mientras


que en el bosque estaba anocheciendo, en aquel lugar estaba el
sol en su punto más alto. Los colores vivos de las flores y del pasto
le hacían recordar un paisaje muy familiar, pero aún no terminaba
de reconocerlo.

—Hola, Juan. Han pasado muchos años desde la última vez que
jugamos. ¿Qué te trajo de nuevo al bosque mágico? – dijo la
tortuga.
— ¿Un animal como tú me está hablando? Debo estar muy loco –
afirmó Juan.
—Pues no, no estás loco. No era lo que creías cuando venias todas
las semanas a jugar y a contarnos tus historias – dijo la tortuga.
—Me estás confundiendo. Es más, siento que soy yo quien se
confunde – dijo Juan.

—Si eso quieres creer, voy a respetarlo – afirmó la tortuga.

Juan salió muy deprisa dejando atrás a la tortuga. No muy lejos


de allí, un mono empezó a caminar con él.

— ¡Oye! Pasó tanto tiempo desde la última vez que visitaste este
lugar, que ya eres una leyenda– dijo el Mono.
— ¡No puedo creer que los animales me estén hablando; no puedo
estar escuchando a un animal! –Exclamó Juan.
—Pero que molesto es acompañarte. ¡Eres un grosero y un pesado!
¡Nada agradable es tu compañía! ¡Me llevaré esto! –dijo el Mono.
— ¡Oye! Mono ladrón, vuelve aquí con eso que no te pertenece
¡Detente ya! –dijo Juan.
El mono había tomado el collar que Jorge le había dado a Juan el
día de su cumpleaños y había huido con él balanceándose por las
ramas de los árboles. Aunque Juan había corrido detrás del mono,
no había logrado alcanzarlo. Al no atraparlo, se detuvo frente a un
árbol y lo golpeó con furia hasta lastimarse una mano.

El grito que empezó siendo de rabia termino en dolor. Tomando


su mano herida con la otra, se sentó a la sombra del árbol y lloró.

Desesperado del dolor, gritó con todas sus fuerzas mientras


observaba las nubes del cielo y su voz se entrecortaba por el
llanto:

— ¿Por qué me arrebataste todo lo que amaba y me hacía feliz y


ahora me quitas lo poco que me quedo de la persona que más
amé, ahhhh? ¿Acaso que hice mal?... Yo era tan solo un niño… Ese
era mi cumpleaños… Yo tan solo esperaba un beso de mis padres
y….

La tortuga se acercó lentamente y vio la herida que se había


ocasionado.

—Eso está bien. Saca todo lo que tienes acumulado. Debes liberar
ese dolor que tienes en el corazón para que allí pueda florecer de
nuevo la felicidad. Llora, grita si es necesario. Pero libera todo eso
muchacho –dijo la Tortuga.

—Yo amaba a mi padre. Pero un hombre ladrón como ese mono


lo arrebato de mi lado. Me arrebató todo lo que tenía. La felicidad,
la tranquilidad… no me quedo nada. No fue justo –exclamó juan.

—Llora, desahógate. Luego podrás analizar las cosas con el


corazón menos opaco –dijo la Tortuga.

Juan lloró y renegó de todo lo que le sucedió unos años atrás. Solo
cuando se calmó pudo seguir hablando.

—Y tú, discúlpame pero te trate muy mal. No deberías


acompañarme y mucho menos ayudarme –dijo Juan.

—Cuando eras pequeño venías a llenarme de preguntas. Siempre


terminabas comprendiendo; hasta las cosas que veías como
malas para ti terminaban teniendo causas y razones nobles –
comentó la tortuga.

— ¿Y por qué no volvimos a tener aquellas conversaciones? –


preguntó Juan.

—Después del accidente en el que murió tu padre nosotros, junto


con todo lo que te daba paz, felicidad y luz, fuimos destinados al
baúl de los olvidos. Muchas cosas cambiaron aquí, como en ti –
dijo la Tortuga.

— ¿Y tú por que no fuiste a buscarme? – preguntó Juan.

—habría sido inútil. Si tú no querías nuestra ayuda solo nos


rechazarías de nuevo. Olvidaste hacer lo que te gustaba. Nosotros
siempre tuvimos la esperanza de que regresarías –dijo la Tortuga.

—Lo siento, de verdad que estoy arrepentido, pero dime, ¿por qué
crees que mi padre murió? Era un buen hombre; merecía vivir –
comentó Juan.

—Todos los seres y las cosas tienen un ciclo, y morir hace parte de
él. Lo que cuenta es cómo lo afrontes, lo superes y retomes tu
camino sin ello – afirmó la tortuga.

—Yo era un niño, no estaba preparado para eso. Sufrí mucho. No


encontré forma de salir–dijo Juan.

—La mejor forma de salir habría sido aceptar que fue un accidente
y perdonar a aquel hombre que no tuvo la culpa. Vivir con el amor
que tu padre dejo en ti y los maravillosos recuerdos, tratando de
ser lo más feliz que pudieras. Eso lo habría hecho feliz – dijo la
tortuga.

Juan reconoció que estuvo equivocado mucho tiempo, pero


pudo por fin después de una larga conversación con su vieja
amiga la tortuga, dejar atrás toda la ira que lo invadió durante
tantos años.

Estaba buscando la salida de aquel mundo, pero no divisaba ante


sus ojos ninguna. Antes de partir la tortuga curó su mano y le
entregó el relicario de su padre. También le advirtió que de la
nobleza de su corazón y del encuentro con el niño que había
perdido dependería el tiempo que se demoraría en hallarla.

Aunque con los eventos había liberado su corazón de la ira, Juan


estaba más tranquilo, pero su corazón aún estaba triste y
desorientado.
A lo lejos vio un gran árbol lleno de fruta. Se recostó y empezó a
buscarle formas a las nubes como algún día lo hizo de niño con
sus padres.

— ¿Vienes a herirme de nuevo?—dijo la serpiente, mientras se


deslizaba por las ramas del árbol.

—No, no tengo la intención de hacerte ningún daño. Ni siquiera


recuerdo haberte herido alguna vez –exclamó Juan.

— No lo recuerdas porque solo usas a las personas y a los animales


a tu antojo, y olvidas lo que ellos también sienten. Vives culpando
a todos de tu infelicidad y los hieres solo para satisfacerte –afirmó
la serpiente.

— ¡Oye, jamás te he hecho daño, no me conoces, no hables así de


mí! –exclamó juan.

— El primer día que te vi quise jugar contigo y acercarme. Pero no


te importo eso. Me maltrataste amarrando a un árbol mi frágil
cola con mi cabeza, ocasionándome daño. Cuando pude escapar
estaba muy herida — dijo la serpiente.

— ¡Nunca supe que te hacía daño. De seguro solo quería jugar! –


dijo Juan.

—No, así lo hiciste de nuevo la siguiente semana y cada vez que


volvías, hasta que me cansé y decidí esconderme para que no
volvieras a encontrarme. Perseguías a mis amigos hasta cazarlos
y no los dejabas en paz –dijo la serpiente.

De repente empezaron a venir imágenes a la mente de Juan,


sobre aquellos momentos en los cuales jugaba en el bosque.

—No, yo jugaba con ellos. Todos nos divertíamos. Nunca los cacé,
¡nunca!, –exclamó Juan–. Ellos me esperaban y yo los quería. Los
quise mucho, yo lo recuerdo.

—Eso creías, aparentabas nada más… por ese egoísmo es que tu


padre murió– mencionó la serpiente.

Tocó un punto muy frágil en Juan, provocando que se rompiera


por completo con sus palabras. Destrozado abandonó el árbol y
caminó muy lento hasta llegar a un pequeño pozo.

Desde que Juan había llegado al bosque mágico fue perseguido


por un admirador escondido que pacientemente lo observó y
contempló su búsqueda.
— ¿Te acuerdas de mí, Juan? – preguntó el grillo.

—No estoy en condiciones de hablar con nadie. ¡Perdóname! –


pronunció Juan.

— Oí la conversación que tuviste con la serpiente. No creas lo que


te dice, siempre fuiste un noble y amable niño –afirmó el grillo.

— ¿Cómo puedes saber eso?, ¿tú también me conoces? – Preguntó


juan, un poco exaltado.

— Claro, ¿no ves que yo soy yo, el señor saltarín, tu mejor amigo de
la infancia? –Exclamó el grillo–. Conozco el corazón bondadoso
que has tenido siempre. No porque alguien se sienta reprimido e
inconforme y te llene de su amargura debes sumergirte en ello.

— ¿Cómo puedes creer eso de alguien que ni siquiera se acuerda


de ti? – preguntó Juan.

— Es normal que los niños al crecer pierdan los recuerdos de su


infancia. Pero nosotros no. Ni tampoco los sentimientos que nos
regalan. Los guardamos para ofrecer memorias de tiempos felices
que limpien sus corazones cuando son opacados por las lágrimas
y el dolor – expresó el grillo.

— ¿Memorias felices? ¿Podrías darme las mías? Las necesito


mucho ahora –preguntó Juan.

— Claro. Escucha –respondió el grillo–. Cuando eras muy pequeño


venías con tus padres. Ellos te amaban. Tu mamá olía las flores y
tu papá descansaba a la sombra de un gran árbol mientras tú
hacías piruetas y jugabas con nosotros. A mí me construías
escaleras de hojas para que saltara sobre ellas y corrías conmigo
durante horas. A la sabia tortuga la acompañabas mientras
esperabas que ella resolviera tus dudas. También admirabas la
belleza de otros amigos que hiciste. Nos traías dulces cada
semana y algunas lechugas para la sabia tortuga. Siempre has
tenido un buen corazón.

— ¿Si soy tan bueno como dices, que le hice a la serpiente para
que sienta tanto dolor en su corazón? –Preguntó Juan.

—Eras muy pequeño cuando viniste por primera vez al bosque.


Para todos nosotros eras un extraño y temíamos acercarnos. A
diferencia de nosotros, la serpiente se acercó a ti para jugar por
curiosidad –dijo el grillo.

— ¿Y yo la lastimé, verdad? — Preguntó Juan.


—No fue tu culpa, ni de ella. Tu creíste que ella era una cuerda
parlante e intentaste amarrarla a un árbol; sin querer la
lastimaste. Ella se alejó muy adolorida pero quiso perdonarte –
respondió el grillo.

— ¿Y por qué no lo hizo? –Preguntó Juan.

— El día que volviste nos buscaste a todos menos a ella. Y después


trajiste dulces para todos, menos para ella. Se sintió despreciada
y humillada desde ese día— dijo el grillo.

—Entonces si la lastimé –concluyó Juan.

—Sin culpa, claro. Pero eso no te hace una mala persona. Mucho
menos te hace responsable de su tristeza –respondió el grillo.

—Creí que nunca había sido feliz. Me alegra saber eso –dijo Juan.

—Ya va a anochecer. Ven, camina a mi paso. ¿Quieres encontrar la


salida, verdad? –preguntó el grillo.

—Sí. Debo encontrar a mi perro que está perdido en el bosque real.


¿A dónde vamos? –dijo Juan.

— No puedo acompañarte por mucho tiempo más. Pero trataré


de indicarte cuál es el camino que debes seguir –indicó el grillo.

Grillo y Juan siguieron caminando hasta que oscureció y Juan


quedó solo. Intentó descansar y trató de dormir un poco, pero fue
interrumpido por un búho.

—Hola, Juan, ¿por qué duermes? –pregunto el búho.

—Estoy un poco cansado –respondió Juan.

— ¿Y qué crees que pase con tu mamá si no puedes salir de este


bosque? ¿Y tu perro? — pregunto el búho nuevamente.

— No había pensado mucho en eso –respondió Juan.

— Debes saber que el tiempo que gastas aquí lo pierdes en tu


mundo –afirmó el búho.

—Dime ¿cómo salgo de aquí? –preguntó Juan.

—Solo te será posible si tienes corazón noble y feliz como el de un


niño. ¿Crees que lo tienes o que puedas llegar a conseguirlo
después de toda la ira, la tristeza y la angustia que reprimiste por
tantos años?
—Siento que aquí he aprendido y he reflexionado sobre muchas
situaciones que me llevaron a eso. Y puedo reparar mi corazón –
respondió Juan.

— ¿Y cómo lo harás? — preguntó el búho.

—No lo sé. Solo sé que quiero pedir perdón a mi madre y buscar a


mi perro –dijo Juan.

—Pasaste mucho tiempo sin su cariño y su amor. No prestaste


atención a sus sentimientos por muchos años. Le haces falta.

Los recuerdos de todos los momentos que decidió rechazar


cuando Ana quiso estar con él empezaron a descargarse en su
memoria como pesados ladrillos. Estaba pálido, frio y un poco
sudoroso. No saber qué pasaba al otro lado sin su presencia y la
ansiedad por el futuro lo habían hecho caer en total angustia.

—Tengo que salir de aquí; tengo que recuperar a quienes me


aman. ¿Será que alguien me extraña, o se han dado cuenta de que
yo no estoy? –Pensó Juan desorientado, observando el cielo
oscuro.

Una luz titilaba a lo lejos y la vio mientras se acercaba.

— ¿Qué te preocupa ahora mismo? –pregunto la luciérnaga?

— ¿Quién eres? –respondió Juan.

—Soy una vieja amiga. Cuando estabas más pequeño solía


alumbrar el camino que te llevaba a casa –afirmó la luciérnaga.

—Como ves no recuerdo las vivencias de mi niñez. Me gustaría


recordarte —concedió Juan.

—No importa. Eres muy importante para mí. ¿Te afana tanto no
ser recordado o que nadie note tu ausencia? — pregunto la
luciérnaga.

—Si –respondió Juan —No fue mi intención que las personas se


alejaran de mí hasta el punto que nadie me tuviera en cuenta. No
quiero quedarme sin remediar eso. Y necesito estar allá porque
hay muchas cosas que quiero hacer— afirmo Juan.

—Tú no pasas desapercibido cómo crees – aclaro la luciérnaga.


Hay personas que siempre están pendientes de ti, aunque no lo
notes. Una de ellas es tu mamá. Pero también existen otras
muchas que no te has dado la oportunidad de conocer.
—Necesito encontrar la salida –afirmó Juna con decisión.

—Yo puedo guiarte, pero debes confiar en ti mismo y en mí para


que puedas ver mi luz. ¿Puedes hacerlo? –preguntó la luciérnaga.

—Haré lo que sea necesario –respondió de inmediato Juan.

—Debes convencer al guardián del prisma para que te deje salir.

— ¿Y quién es él?, ¿también fue uno de mis amigos?

—Es el que protege la entrada y salida del bosque mágico. El


destello de su presencia alumbra la cara del prisma que muestra
la salida. Solo pueden verlo quienes encuentran su niño interior.
Si no lo logras encontrar el tuyo no podrás salir.

— ¿Y cómo voy a encontrar a mi niño interior si ni siquiera he


logrado acordarme de alguno de ustedes? –preguntó Juan.

—Con amor –respondió la luciérnaga.

Empezaron a caminar. Juan la seguía por el oscuro camino


iluminado solo con su luz. Iba muy ansioso pero en su interior
comenzaba a renacer la confianza del niño que siempre fue.

Cruzado un largo tramo del camino, en aguas más calmadas y ya


con la esperanza dentro de su corazón, a la distancia vieron un
destello dorado. La luciérnaga le indicó que debía continuar solo
y se despidió.
Capítulo 4

Su sensación al entrar al prisma fue tan agradable como la del


primer día que visitó aquel lugar de ensueño. De pronto todo se
nublo y una voz muy fuerte le habló.

—Me he fijado en tu recorrido por el bosque. Muchos te quieren,


aunque algunos guardan malos recuerdos de ti. ¿Vienes hasta mí
para que te deje salir, es verdad? – preguntó el guardián.

— No recuerdo a ninguno de ellos, ni a los que me quieren ni a los


que me guardan algún rencor. Y sí, quiero salir, aunque quisiera
volver a verlos– respondió Juan.

— ¿Sientes amor por ellos? –preguntó el guardián.

— No sé si es amor, pero se me hace un nudo en el pecho al pensar


en dejarlos. Me brindaron la oportunidad de sentir de nuevo, de
ver mis equivocaciones y creo que voy a necesitar de sus palabras
y su apoyo a cada momento – respondió Juan.

— Lo que ellos emanan, lo irradia cada buena decisión que tomas


en la vida. Sus palabras se manifestarán en diversos seres –
mencionó el guardián.

—No había encontrado eso que ellos me brindaron en nadie


afuera, incluyendo a mi familia y a Beethoven, mi perro –afirmó
Juan.

—Es que has tenido todo el tiempo tu mente llena de recuerdos


tristes y razones para estar enojado; por lo tanto, no has sido del
todo bueno con ellos. Quienes te ayudaron en tu camino hasta
aquí lo hicieron porque sembraste en ellos amor y gratitud en un
tiempo atrás. Así como los que te hicieron sentir peor cuando más
vulnerable estabas guardan malestar. Si te fijas, todo es una
consecuencia –comentó el guardián.

—Está bien, lo entiendo. ¿Pero cómo salgo de aquí? –preguntó


Juan.

—Como lo hacías cuando eras un pequeño niño –respondió el


guardián.

—No recuerdo nada de mi infancia aquí –mencionó Juan.

—Es muy sencillo, para entrar y salir se necesita la misma


intención. ¿Cuál fue la tuya? – Preguntó el guardián.

—Solo venía buscando a mi perro y caí por un agujero. Así llegué,


sin ninguna otra intención –respondió Juan.

—Esa es la excusa, pero debes encontrar la motivación con el


corazón de un niño. Voy a ayudarte –afirmó el guardián.

La voz imponente del guardián se oía por toda la cueva. Aunque


Juan no podía ver nada en absoluto, no sentía miedo o cualquier
sensación mala.

Un resplandor alumbró el lugar. Una especie de espejo surgió de


entre la tierra quedando ubicado justo frente a Juan.

El guardián indicó a Juan que se acercara al nuevo objeto y le


permitiera conocer su más grande deseo. De inmediato la figura
de Jorge apareció en él y su reflejo quedó a su lado. Juan intento
tocarlo, pero la silueta de Jorge solo sonreía pacientemente.

— Juan, tengo un regalo para ti. – dijo el guardián.

— ¡Solo déjame ir con él, o que el venga conmigo. Por favor… Por
favor! – exclamó Juan, mientras lagrimas bajaban por sus mejillas.

—Calma pequeño, calma – dijo el guardián.

En el espejo se borró la silueta de Jorge, pero empezaron a


aparecer una serie de imágenes que contenían los recuerdos de
la infancia de Juan. En la mayoría de ellos Juan estaba
acompañado de su padre y se veía muy feliz, pero en otros, donde
se encontraba triste luego de la partida de Jorge, era Ana quien
lo acompañaba.
Al terminar de ver las imágenes la figura de Jorge apareció
nuevamente. Esta vez, alzó su mano y se despidió de Juan con
una gran sonrisa.
El espejo se ocultó y Juan, que estaba arrodillado, se dejó caer en
el piso y lloró por unos minutos más.

—Lograste llegar hasta aquí buscando una salida, pero ahora te


atan los recuerdos que habías enterrado hace unos años. Te
dejaré elegir –afirmó el guardián.

—Quiero recuperar mi vida, recuperarlos a ellos, mi familia. ––dijo


Juan.

—Podrás quedarte en el bosque si lo deseas y cada vez que vengas


a mí, veras a tu padre y te mostraré los recuerdos del tiempo que
vivió contigo. Pero a cambio trabajarás conmigo por este lugar el
resto de tu vida. O si deseas te mostraré simplemente la salida y
te podrás ir, pero perderás la oportunidad de verlo de nuevo; sin
embargo, el permanecerá en tu corazón. Es tu elección – expresó
el guardián.

Juan, aunque lo dudó mucho y lo pensó durante un largo tiempo,


pudo al fin tomar una decisión. Amó a Jorge y vivió con él
momentos que lo llenaron de felicidad durante sus mejores años,
pero Ana también hizo parte de aquellos momentos, y no podía
dejarla sola.

—Este lugar fue maravilloso, los seres que lo habitan son


incomparables en la calidad de sus sentimientos. Sería el más
grande privilegio poder vivir en un sitio como este, pero debo
estar con mi mamá y mi cachorro, que son mi familia ahora. Amo
a mi padre y lo llevaré conmigo en mi corazón de ahora en
adelante, demostrando el amor y las enseñanzas que me dejo
mientras estuvo conmigo físicamente, ya no pensaré más en
cosas tristes sino que mantendré en mi mente todos los
momentos felices. –dijo Juan.

— ¿Estás seguro de que es lo que quieres Juan? No podrás regresar


jamás aquí, tengo que recordártelo –preguntó el guardián.

—Estoy seguro. Ame este lugar y me ha devuelto la vida, pero


quedarme aquí también seria rechazar todo lo que sus
habitantes, mis amigos, me ayudaron a superar y aprender en
estos días. Gracias por todo, señor, me llevo las razones para
continuar que había perdido hace mucho –respondió Juan.
—Muy buena elección Juan. También estoy orgulloso de ti como
lo estaría tu padre –expreso el guardián.

El lugar se ilumino con varias luces tornasoles. Juan pudo


observar que aquel recinto tenía la forma de un enorme prisma y
que quien había estado hablando con él era un imponente león
con cabellera dorada, ubicado en un hermoso pedestal. El
guardián abrió un agujero en la cima del prisma y le indicó el
lugar donde se encontraba la escalera que le permitiría llegar allí.
Al tomar la escalera, Juan pudo ver que todos aquellos animales
con los que había compartido en esos días, estaban
amontonados observándolo y haciendo señales de despedida. Se
despidió de ellos y subió rápidamente. Apenas salió el agujero se
cerró y Juan quedo de pie al lado de un frondoso árbol. No había
señales de alguna entrada o salida para volver, solo dos niños que
corrían tras un pequeño grillo mientras le gritaban: Ven aquí,
señor saltarín, ven.
Capítulo 5

Juan volvió a casa en cuanto salió. Al llegar Beethoven salió a


recibirlo batiendo su hermosa cola, y Ana, que estaba muy
angustiada sentada en la silla del comedor, al verlo entrar corrió
a abrazarlo.

— ¿Dónde has estado estos tres días? ¿Estás bien hijo? –pregunto
Ana.

— Perdón por todo madre, te extrañe mucho – respondió Juan.

—No tengo nada que perdonarte hijo, por favor no te vuelvas a


ausentar así – dijo Ana.

—Madre, prometo remediar la falta de amor y comprensión que


he tenido contigo durante tantos años. Te amo y sé que papá nos
acompaña cada día. Él nos ama igual que nosotros a él. Seremos
una familia de nuevo – afirmo Juan.

—Sí, hijo, ¿pero qué te ha pasado? – pregunto Ana.

—No me lo creerías si te lo contara, pero ha sido lo mejor que me


ha pasado en muchos años –respondió Juan.

Juan y Ana volvieron a recuperar su familia, ahora tenían a


Beethoven y él también era muy feliz. Los amigos de la infancia
de Juan fueron invitados a una reunión por Ana, así Juan revivió
el niño que siempre fue pero ahora de adulto. Aprendió a superar
los obstáculos y dificultades que se presentan en la vida,
asumiendo cada etapa para encontrar la salida sin que se
endureciera su corazón o se hiriera nuevamente.

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