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—Tú pareces una cuerdita -le dijo Juan-. ¿Quieres jugar conmigo?
—Este lugar es muy feo. Me quiero ir ya. ¿Por qué estamos aquí? –
preguntó Juan.
—Inclinada ante Juan y viéndolo fijamente a los ojos, Ana
respondió -Amor, papi se ha ido al cielo. Ya no podremos verlo
más.
Juan no entendió la gravedad de las palabras de su madre.
— ¿Cuándo llega papá? El domingo debemos ir al bosque porque
el señor saltarín me espera y quiero jugar con la lucecita.
Ana desesperada no supo que contestarle. Fue su abuelita Rosa
quien lo tomó del brazo y habló con él.
—Juan, papá se fue al cielo en un viaje largo y no va a volver. Cariño,
papá murió.
Juan solo la miró repitiendo en su mente la última palabra que
acababa de oír, hasta que recordó a sus peces que un día dejaron
de moverse en su acuario; mamá le dijo que habían muerto.
— ¿Mami, papá se ha ido al cielo con mis pececitos?
Cada uno de los días del primer año escribió una carta con
destino al cielo, pero nunca tuvo una de vuelta. Juan decidió
empezar a estudiar mucho para olvidar las cosas tristes. Era el
mejor en el salón, y cada tanto la profesora lo felicitaba, pero al
llegar a casa la tristeza lo invadía de nuevo.
Juan fue a su cuarto y el perro durmió esa noche fuera de casa. Las
próximas dos semanas, Juan compartió con el cachorro y su corazón
empezó a deshelarse. Aun lo tenía amarrado porque cada vez que lo
soltaba, este intentaba huir.
—Hola, Juan. Han pasado muchos años desde la última vez que
jugamos. ¿Qué te trajo de nuevo al bosque mágico? – dijo la
tortuga.
— ¿Un animal como tú me está hablando? Debo estar muy loco –
afirmó Juan.
—Pues no, no estás loco. No era lo que creías cuando venias todas
las semanas a jugar y a contarnos tus historias – dijo la tortuga.
—Me estás confundiendo. Es más, siento que soy yo quien se
confunde – dijo Juan.
— ¡Oye! Pasó tanto tiempo desde la última vez que visitaste este
lugar, que ya eres una leyenda– dijo el Mono.
— ¡No puedo creer que los animales me estén hablando; no puedo
estar escuchando a un animal! –Exclamó Juan.
—Pero que molesto es acompañarte. ¡Eres un grosero y un pesado!
¡Nada agradable es tu compañía! ¡Me llevaré esto! –dijo el Mono.
— ¡Oye! Mono ladrón, vuelve aquí con eso que no te pertenece
¡Detente ya! –dijo Juan.
El mono había tomado el collar que Jorge le había dado a Juan el
día de su cumpleaños y había huido con él balanceándose por las
ramas de los árboles. Aunque Juan había corrido detrás del mono,
no había logrado alcanzarlo. Al no atraparlo, se detuvo frente a un
árbol y lo golpeó con furia hasta lastimarse una mano.
—Eso está bien. Saca todo lo que tienes acumulado. Debes liberar
ese dolor que tienes en el corazón para que allí pueda florecer de
nuevo la felicidad. Llora, grita si es necesario. Pero libera todo eso
muchacho –dijo la Tortuga.
Juan lloró y renegó de todo lo que le sucedió unos años atrás. Solo
cuando se calmó pudo seguir hablando.
—Lo siento, de verdad que estoy arrepentido, pero dime, ¿por qué
crees que mi padre murió? Era un buen hombre; merecía vivir –
comentó Juan.
—Todos los seres y las cosas tienen un ciclo, y morir hace parte de
él. Lo que cuenta es cómo lo afrontes, lo superes y retomes tu
camino sin ello – afirmó la tortuga.
—La mejor forma de salir habría sido aceptar que fue un accidente
y perdonar a aquel hombre que no tuvo la culpa. Vivir con el amor
que tu padre dejo en ti y los maravillosos recuerdos, tratando de
ser lo más feliz que pudieras. Eso lo habría hecho feliz – dijo la
tortuga.
—No, yo jugaba con ellos. Todos nos divertíamos. Nunca los cacé,
¡nunca!, –exclamó Juan–. Ellos me esperaban y yo los quería. Los
quise mucho, yo lo recuerdo.
— Claro, ¿no ves que yo soy yo, el señor saltarín, tu mejor amigo de
la infancia? –Exclamó el grillo–. Conozco el corazón bondadoso
que has tenido siempre. No porque alguien se sienta reprimido e
inconforme y te llene de su amargura debes sumergirte en ello.
— ¿Si soy tan bueno como dices, que le hice a la serpiente para
que sienta tanto dolor en su corazón? –Preguntó Juan.
—Sin culpa, claro. Pero eso no te hace una mala persona. Mucho
menos te hace responsable de su tristeza –respondió el grillo.
—Creí que nunca había sido feliz. Me alegra saber eso –dijo Juan.
—No importa. Eres muy importante para mí. ¿Te afana tanto no
ser recordado o que nadie note tu ausencia? — pregunto la
luciérnaga.
— ¡Solo déjame ir con él, o que el venga conmigo. Por favor… Por
favor! – exclamó Juan, mientras lagrimas bajaban por sus mejillas.
— ¿Dónde has estado estos tres días? ¿Estás bien hijo? –pregunto
Ana.