El Viaje Sobre El Tiempo o La Lectura de Los Clásicos

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El viaje sobre el tiempo o la lectura de los

clásicos
 Si los alumnos aborrecen los libros, si son malos lectores, el fracaso es también nuestroNo podemos confiar
en que, sin educación, la gente prefiera la cultura a la diversión fácil
CARLOS GARCÍA GUAL 27 OCT 1998

Carlos García Gual, catedrático de Filología Griega, considera que la crisis de las
humanidades se nota más en las aulas, pero no es sólo un fenómeno escolar, sino que "se
trata de una crisis de la lectura y de la relación con el pasado". En la segunda conferencia del
ciclo La educación que queremos, organizado por el Grupo Santillana, García Gual analizó la
trascendencia de la lectura de los clásicos para una formación integral y como fuente de un
"inmenso placer". Éste es un extracto de la conferencia (texto completo, en
www.elpais.es/p/d/debates/educa2.htm).

1. Algunas palabras están tan desgastadas por la retórica oficial que parece difícil usarlas con
un significado escueto y preciso. Así ocurre con "humanidades", "humanismo" o "clasicismo".
Todo el mundo está a favor de su fomento académico, pero son muchos menos quienes creen
y confían en su valor en la educación y la sociedad de hoy, a pesar de que el prestigio y la
pervivencia de los autores clásicos son la sustancia de las humanidades tradicionales y en sus
textos se configura el acceso a la tradición humanista europea.El arte de leer y reinterpretar
esos textos inolvidables desde nuestra perspectiva sigue siendo el más sólido e ineludible
fundamento de la formación humanística, una educación que está marginada y
angustiosamente amenazada por presiones pragmáticas, urgencias sociales y modas
pedagógicas. De modo que la enseñanza de humanidades, en un tiempo prestigiosa, está en
honda y extensa crisis. Tal vez se nota más en nuestras aulas, pero no se trata sólo de un
fenómeno escolar. Se trata de una crisis amplia de la lectura y de la relación con el pasado. Es
el pasado el que ha perdido prestigio.

2. Lo que ha consagrado y define como clásicos a determinados textos y autores es la lectura


reiterada, fervorosa y permanente de los mismos a lo largo de tiempos y generaciones.
Clásicos son aquellos libros leídos con una especial veneración a lo largo de siglos. Un libro
clásico es un texto enormemente sugestivo, que invita a nuevas relecturas. Italo Calvino, en
un estupendo ensayo recogido en su libro Por qué leer a los clásicos, daba 14 definiciones.
Me gusta especialmente la que dice: "Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que
tiene que decir".

Acaso ahí reside el misterioso atractivo fundamental de esos textos: en su inagotable


capacidad de sugerencias. Siempre se puede encontrar en ellos algo nuevo, sugerente y
aleccionador. Frente a tantos y tantos libros sólo entretenidos, ingeniosos, eruditos o muy
doctos, pero de un solo encuentro, frente a tantos papeles de usar y tirar, los textos literarios
se definen por admitir más de una apasionada lectura. Y los clásicos invitan a relecturas
incontables.

Podríamos calificar a los libros clásicos como "la literatura permanente" -según frase de
Schopenhauer-, en contraste con las lecturas de uso cotidiano y efímero, en contraste con los
best sellers y los libros de moda y de más rabiosa actualidad. Suelen llegarnos rodeados de
un prestigio y una dorada pátina añeja, pero conservan su agudeza y su frescura por encima
del tiempo. Son los que han pervivido en los incesantes naufragios de la cultura,
imponiéndose al olvido, la censura y la desidia. Algo tienen que los hace resistentes,
necesarios, insumergibles. Son los mejores, libros "con clase", como sugiere la etimología
latina del adjetivo classicus.

3. Pero eso no significa que esos textos se sitúen más allá de la historia, sino que su
recepción, su fulgor y permanencia dependen de la estima más o menos constante de sus
lectores y, por lo tanto, de las alternativas del gusto. Si se han mantenido como clásicos es
porque siguen diciendo algo valioso a muchos, como una parte del "capital cultural" de una
lengua o una nación o una cultura. Pero en la lealtad del lector hacia esos textos y su
apreciación hay aspectos subjetivos e históricos que no debemos olvidar. Existe una
valoración variable en el canon de los clásicos. Cada época tiene los suyos y, si me permiten
la imagen, diría que las cotizaciones de la bolsa literaria tienen subidas y bajadas, más bien un
tanto lentas. Son las generaciones de lectores las que eligen a los clásicos.

4. El arte de la lectura, como comentara Pedro Salinas, es cada vez más difícil. Requiere
tiempo, silencio y una cierta disposición interior. En nuestra civilización de consumo,
apresuramiento y desarrollo tecnológico, es difícil dejar tiempo y silencio para la lectura.
Vivimos atiborrados de noticias inútiles, atontados por los ruidos y asediados por una espesa
banalidad. Tenemos tantísimos libros que es difícil penetrar a fondo en algunos con pasión.

Pero los clásicos no son fáciles, piden un cierto reposo en la lectura y un empeño por
entenderlos a fondo. Requieren, como deseaba Nietzsche, lectores lentos, atentos a los
matices y a los ecos. Esa lectura despaciosa, que degusta a fondo el texto, es ya un lujo raro.

5. No todos los clásicos poseen igual grandeza ni paralelos atractivos o idénticos méritos, y no
todos están situados a la misma distancia, en el tiempo y el idioma, de la sensibilidad del
lector. Podríamos insinuar aquí una distinción sencilla entre los clásicos universales (aunque
queda bien entendido que "universales" quiere decir los de nuestra civilización occidental) y
los nacionales (en los que el uso del propio idioma resulta un rasgo decisivo para su
valoración). Los primeros serían el núcleo del canon: Homero, Esquilo, Platón, Virgilio, Dante,
Shakespeare, Cervantes o Molière. Son los gigantes de la literatura, cuya obra se alza
esplendorosa por encima de su lengua, época y nación.

Los nacionales son los mejores representantes de una lengua y cultura, pero cuya grandeza
resulta mejor valorada en su propia tradición cultural. Su uso del idioma los ha convertido en
referencias indispensables de la escuela y la literatura nacional. Son Quevedo,Góngora,
Chaucer, Sterne, Corneille, Racine, Schiller o Pushkin.

Y quizás podemos abrir una tercera lista, del todo subjetiva, de los clásicos que calificaríamos
de "personales". Como decía Calvino, son los que con amor has seleccionado como "tus"
clásicos, aquellos que uno considera amigos.

Es evidente que los clásicos han visto reducido en la escuela y la universidad el lugar de
honor que tuvieron antaño, pero se siguen reeditando en nuevas traducciones. En España se
publican más y mejor que en ningún tiempo.

La escuela, como señalaba Calvino, debe mantener un papel de primer orden en la


orientación de esas lecturas. El alumno debe encontrarse con algunos libros maravillosos y
con inolvidables nombres de la literatura. Por ahí debería empezar su conocimiento elemental
y su admiración hacia esos textos, en encuentros que pueden marcar una vida.

En España apenas se estudian o se leen los llamados grandes libros, los clásicos universales,
en las escuelas ni en la universidad. No hay espacio para ellos en ningún nivel de la
enseñanza. No existe aquí, en ninguna facultad ni plan de estudios, una asignatura de lectura
y comentario de los "grandes libros", como en algunas universidades de EEUU.

Entre nosotros se suelen leer y comentar en clase algunos clásicos hispánicos, del grupo de
los "clásicos nacionales", más modélicos por su dominio del idioma que por su temática.
Parece innegable el interés de tales textos, pero acaso sea más dudoso su provecho cuando
se estudian por obligación demasiado pronto. Por poner un ejemplo, no creo que el Libro del
buen amor, del Arcipreste de Hita, sea una de las lecturas más apropiadas para alumnos de
bachillerato, ni por su contenido variopinto ni por su amplísimo vocabulario medieval.

6. Siempre leemos a los clásicos desde nuestro momento y perspectiva. Siempre los
recibimos en nuestro propio contexto. Don Quijote no es para nosotros, después de las
lecturas de los románticos europeos, una novela cómica que parodia los libros de caballerías,
como fue para sus primeros lectores en el siglo XVII. Su protagonista no es sólo un
enloquecido hidalgo que parodia a los caballeros andantes, entre burlas y delirios, sino un
símbolo patético del héroe hispano, idealista, envejecido, en choque con la realidad.

7. Otra cuestión importante es la del canon de los clásicos. El libro de Harold Bloom El canon
occidental (Anagrama) apuntaba lo esencial del problema, aunque también suscitó algunas
polémicas menores y, en mi opinión, superficiales. Lo que Bloom destacaba muy bien, en su
defensa lúcida y rotundo alegato a favor de la lectura de los clásicos, era cómo esos grandes
libros, antes leídos y comentados en las aulas con respeto y dedicación, habían sido un
núcleo arraigado en la educación universitaria a través de épocas y generaciones, y que esa
educación humanista y literaria, anclada en la lectura de los grandes textos del pasado, nunca
estuvo tan agredida como ahora en EEUU.
8. La institución escolar tiene, por lo que toca a fijar un canon clásico, una responsabilidad
evidente. Para su educación, los jóvenes deben encontrar una pauta de excelencia, una lista
sugerente, efectiva y ejemplar de los mejores escritores, artistas, creadores y pensadores del
pasado. Es en la escuela donde debería fomentarse y desarrollarse la lectura como
instrumento formativo para los más jóvenes. Allí debería orientarse su disposición a leer, de
modo progresivo, y a leer lo mejor, desde breves textos hasta adentrarse en los grandes
libros. Y hacerlo de un modo inteligente, y no forzado, pues el objetivo es que quienes se
educan aprendan a apreciar y amar los libros, no a temerlos ni a aburrirse.

Enseñar a leer, a entender de verdad lo leído, a profundizar en su sentido con mirada crítica e
intentar expresar con claridad las propias respuestas frente a esos textos impresionantes es
un reto espléndido para un auténtico educador, que va desde los comienzos hasta el final del
periodo didáctico. Estimular la imitación de los clásicos me parece bien; pero aún mejor es
invitar al diálogo perenne y vivo con sus textos.

Los profesores de letras, y desde luego los filólogos, somos maestros de la lectura a fondo.
Tarea de modesta apariencia y, sin embargo, esencial en todo humanismo. ¡Si al menos
supiéramos enseñar a leer, si lográramos transmitir el entusiasmo por la lectura de los
grandes textos, una lectura activa, inteligente y personal! Si los alumnos aborrecen los libros,
si son malos lectores, el fracaso es también nuestro. Y en el desprestigio de la lectura
tenemos una parte de culpa, por no haber logrado infundirles el amor por los libros.

Pero no resulta menos claro, sin embargo, que los profesores tenemos sólo una parte de
responsabilidad, no la mayor, en ese estrepitoso fracaso. Las presiones de la sociedad actual,
orientada al consumo continuo, el progresivo imperio de una cultura audiovisual, la opinión
manipulada por los grandes medios de comunicación y los incontables señuelos y artificios
espectaculares de una tecnología desbordada reducen a discretos márgenes la influencia de
la educación escolar en la vida.

El desprestigio de la enseñanza secundaria oficial atestigua un sintomático y ubicuo malestar.


La profesión docente ha descendido mucho en influencia y aprecio. ¡Tristes profesores de
enseñanza secundaria! Muchos de ellos almacenan una excelente preparación profesional
que les sirve de muy poco. Con frecuencia se encuentran agarrotados, maltratados, confusos,
desilusionados ante los planes de estudio y las reformas que marginan sus enseñanzas -las
humanísticas y las científicas también- con horarios exiguos, y que privilegian el aprendizaje
de técnicas y saberes prácticos o de meros entretenimientos con títulos políticamente
correctos. Y que se ven desconcertados, a la vez, por la desidia y el escaso interés de
numerosos alumnos, poco atentos y mal civilizados, y escasamente motivados, como se dice,
en sus estudios por un contexto social desfavorable.

La disciplina, la valoración del estudio esforzado, la memoria y la imaginación, el disponer de


tiempo para leer y refrescar las lecciones, requieren un apoyo y una autoestima que se echa
en falta en los centros, mientras prolifera la rutina burocrática, las reuniones de tiempo
perdido, el encasillamiento de las asignaturas y una jerga pedagógica.
9. La enseñanza de las humanidades parece, en efecto, andar un tanto a contrapelo de los
tiempos, malos tiempos sin duda para la formación intelectual en los viejos moldes
humanistas. Y, sin embargo, justamente por ese ambiente poco favorable, debemos insistir en
su importancia, en su validez para contrarrestar las modas. En un futuro en que
previsiblemente cada vez habrá menos horas dedicadas al trabajo, donde el tiempo de ocio
debería ser cada vez mayor, es cuando debería cuidarse más la educación de estilo
humanista, es decir, el cultivo de una formación integral, que permita acceder a los mayores y
más espléndidos logros de nuestra civilización.

Por otra parte, es la educación lo que permite y fundamenta una auténtica libertad de elección.
Es grave error recortar el valor de la misma reduciéndola a lo pragmático y especializado.
Insistamos en el valor de la educación como formación general, como paideía. Sólo quien
conoce el bien -como argumentaba Sócrates- puede elegir lo más valioso. Porque no
podemos confiar en que, sin una previa educación, la gente vaya a preferir la cultura y el saber
esforzado a la mera diversión masiva y fácil. La mejor carta que juega la vulgaridad en su
favor es lo fácil y cómoda que resulta.

10. Hemos insistido aquí en el valor de los clásicos para la formación integral, espiritual, del
individuo, pero no debemos olvidar su mejor razón de éxito: leerlos procura no sólo
conocimiento, sino también un variado, vivaz, inmenso placer. Si conocer es un anhelo natural
del hombre, la mejor literatura, a la vez que nos hace conocer el mundo y a nosotros mismos,
nos emociona, eleva, instruye y divierte. El placer que brindan los clásicos, cuando ya no se
leen por obligación escolar, sino por íntima decisión, es una experiencia mágica.

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