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DIARIO EL PAÍS 21-10-2016

Los clásicos nos hacen críticos


Las grandes obras nos ayudan a entender aspectos esenciales de la condición humana: su mensaje se
reinterpreta con los años, abre nuevos horizontes y moldea a personas más críticas e imaginativas.

Por Carlos García Gual

Como señala Alfonso Berardinelli, los libros que calificamos de “clásicos” no fueron escritos para
ser estudiados y venerados, sino ante todo para ser leídos (Leer es un riesgo, traducción de S.
Cobo; Círculo de Tiza; Madrid, 2016). El renovado y largo fervor de sus lectores ha dado
prestigio a algunos libros que se mantienen vivos a lo largo de siglos. Acaso por eso hay quien
cree que esos escritos de otros tiempos no son de fácil acceso, son inactuales y se han
acartonado por la distancia y están mantenidos por una retórica académica. Contra tan vulgar
prejuicio me parece excelente el consejo de Berardinelli: “Quien lea un clásico debería ser tan
ingenuo y presuntuoso como para pensar que ese libro fue escrito precisamente para él, para
que se decidiese a leerlo”. Sin más, cada clásico invita a un diálogo directo, porque sus palabras
no se han embotado con el tiempo, y pueden resultar tan atractivos hoy como cuando se
escribieron, para quien se arriesga a viajar sobre el tiempo con su lectura.

Leer un clásico no presenta mayor riesgo que la lectura de algo actual de cierto nivel literario. Es
decir, exige una vivaz atención, y tal vez cierta lentitud, para llegar a captar con precisión lo que
nos dice por encima de los ecos de su trasfondo de época. Más allá de las convenciones de
estilo, lo que caracteriza a un libro clásico es el hecho de que pervive porque fue interesante y
emotivo y capaz de sugerir apasionadas lecturas al lector de cualquier época. Classicus quería
decir en su origen “con clase” o “de primera clase”, según los mandarines de la crítica; pero los
grandes clásicos no requieren lectores muy selectos ni con título especial, sino inteligentes y
despiertos, porque versan sobre aspectos esenciales de la condición humana. Un libro clásico
es el que puede releerse una y otra vez y siempre parece inquietante y seductor porque nos
conmueve y cuestiona, a veces en lo íntimo, y, como escribió Italo Calvino, “siempre tiene algo
más que decir”. Por eso se ha salvado del gran enemigo de toda cultura: el abrumador olvido
(hablo de los libros, pero vale lo mismo para los clásicos de la música o de otras artes).

Creo que hay dos tipos de clásicos: los universales (que mantienen su vivaz impacto incluso a
través de sus traducciones) y los nacionales (aquellos cuyo prestigio va ligado a la frescura y
belleza de su lengua original). Así, Cervantes, Shakespeare y Tolstói resultan del primer grupo; y
Góngora y Ronsard, más bien del segundo. Es evidente que la lista canónica puede variar según
épocas. Solo los clásicos más indiscutibles han sobrevivido a las varias fluctuaciones de la
cotización crítica. Virgilio y Horacio permanecen, mientras que Estacio ha desaparecido desde
fines de la Edad Media, y el fabulista Esopo, ya en el siglo XX. Los clásicos más antiguos de
Occidente son los griegos, que ya los romanos leían como tales y modélicos.

Y en su pervivencia los clásicos no viven momificados, sino que renuevan su mensaje. Porque la
interpretación no está fijada, sino varía según las lecturas en una tradición que no sólo los
conserva, sino que los reinterpreta. No leemos El Quijote como los lectores del XVII. La tradición
literaria posterior puede modificar nuestra percepción de los temas y personajes descubriendo
perspectivas diversas. Incluso cada lector puede matizar su reinterpretación (…) Por otra parte,
también los logros de los estudios históricos nos hacen comprender mejor un texto, al descubrir
nuevos aspectos de su contexto y su formación. Pensemos, por dar sólo un ejemplo destacado,
en todo lo que sabemos hoy del mundo que evocan y el contexto en que surgieron los poemas
homéricos, es decir, sobre la Ilíada y la Odisea. Ahora conocemos la época en que se forjaron
esos cantares y el modo de componerlos mucho más que lo que sabían los eruditos de hace
siglo y medio, y mucho más de lo que pensaban al respecto Platón y los filólogos de Alejandría.
Nuestro conocimiento ha progresado gracias a tres audaces personajes: Heinrich Schliemann
(que descubrió las ruinas de Troya), Milman Parry (que estudió la técnica de la épica oral
arcaica) y Michael Ventris (que descifró el silabario micénico B). Ninguno de ellos era un
académico ni un filólogo profesional, pero con sus estupendos logros abrieron un nuevo
horizonte a nuestra mirada sobre lo homérico (…) Y, sin embargo, por encima de todos esos
estudios, lo esencial respecto a la pervivencia de Homero sigue siendo la inigualable fuerza
narrativa de su poesía. Lo que mantiene nuestra lealtad a la Ilíada y la Odisea como perennes
clásicos no es su trasfondo histórico ni el manejo magistral de fórmulas y epítetos de larga
tradición oral. Es la magnánima recreación con que un poeta recuenta los mitos heroicos a la
vez que da a ese legado mítico una honda perspectiva trágica con figuras inolvidables. Es la
sensibilidad del lector la que salva del olvido ese mundo de fascinantes héroes y fabulosos
dioses, como hizo a lo largo de tantos siglos y tantas modas.

Hay evidentemente clásicos más fáciles de leer, es decir, textos en los que el lector entra fácil y
queda pronto atrapado por su singular encanto, claro estilo y su fantasía o su emotividad. Por
ejemplo, la Odisea, los poemas de Safo, Heródoto, El banquete de Platón o El asno de oro de
Apuleyo, por citar sólo autores antiguos. Otros cuestan más, e incluso pueden producir cierto
rechazo cuando están mal elegidos o forzados como lecturas obligatorias en edades
inoportunas, arduos y difíciles de entender. Sin embargo, lo característico de los clásicos, bien
elegidos y enfocados, es que su lectura deja siempre en la memoria un poso, una huella terca en
nuestra imaginación, y aguzan nuestra mirada sobre aspectos importantes de la vida. (…) Los
clásicos son inactuales: justamente eso es lo más valioso: hablan de cosas que están más allá
del presente efímero, y abren otros horizontes y ofrecen ideas sobre el mundo que van mucho
más allá de lo actual y cotidiano. Y nos hacen críticos, escépticos y más imaginativos. Leer a los
clásicos debería acaso iniciarse en la escuela, pero es importante releerlos a lo largo de la vida,
porque vuelvo a subrayar que siempre podemos entablar o proseguir el diálogo con ellos.

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