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EL SENTIDO DE LA EVALUACIÓN.

Francisco Cajiao

Cuando se acude al médico, lo primero que se recibe es un diagnóstico que el


profesional realiza a partir de la historia clínica del paciente y un conjunto de exámenes
y pruebas orientadas a establecer las posibles causas de sus dolencias. A nadie se le
ocurriría que luego de esta evaluación se le dijera algo así: "Usted está mal, tiene
problemas de tensión arterial, alto el colesterol, le funciona pésimo el hígado... si sigue
así se va a morir muy pronto. Vea a ver qué hace, va a tener que hacer esfuerzo para
mejorarse".

Estoy seguro de que ninguna persona normal aceptaría semejante fallo de alguien cuya
obligación es encontrar un camino para recuperar la salud. No se acude al servicio de
salud para recibir una calificación, sino para recibir la ayuda necesaria de acuerdo con el
conocimiento de que disponen los médicos y que les otorga la condición de profesionales
idóneos, capaces de garantizar la vida. Lo que sigue de la evaluación clínica es un
conjunto de "remedios", que a lo mejor incluyen algunas reconvenciones por malos
hábitos, pero también terapias específicas, medicamentos y nuevas pruebas que hagan
seguimiento de la efectividad de las recomendaciones y la precisión del diagnóstico
inicial.

Algo similar debe ser la evaluación escolar: un diagnóstico que conduzca a fórmulas y
estrategias pedagógicas que permitan superar los problemas propios del aprendizaje.
Esto es lo que hace que un maestro se comporte como un profesional, ya que el saber
científico y pedagógico del que dispone por su preparación le debe dar las herramientas
para identificar las dificultades de sus estudiantes y proponer caminos que los
conduzcan en una ruta de superación permanente.

Desde luego, no es tarea sencilla. Son justamente los niños y niñas con mayores
problemas los que ponen a prueba la capacidad pedagógica de los maestros y de las
instituciones. Por eso, quienes hemos pasado muchos años en las aulas de primaria y
secundaria recordamos con especial afecto esos casos difíciles que nos obligaron a leer,
a estudiar, y que salieron adelante. Y también recordamos con dolor aquellos que
perdimos por el camino porque no fuimos capaces de hallar la forma de ayudarles.

Siguiendo con el símil de la salud, no habría mérito en los hospitales si todos allí llegaran
sanos. A los colegios llegan miles de niños y jóvenes agobiados de problemas: los
específicos de aprendizaje, dificultades originadas por la pobreza, conflictos familiares,
maltrato, limitaciones físicas... Para lidiar con esto y garantizar el derecho que todos
ellos tienen de aprender y convertirse en ciudadanos y seres humanos dignos, se
necesitan profesionales preparados, capaces de comprometerse con conocimiento y
consagración a esta tarea, que garantiza la vida y el ejercicio de los demás derechos.

El final de este año, con la polémica que se ha abierto en torno a la reprobación del
curso de miles de estudiantes, es una oportunidad excepcional para reflexionar sobre la
función social de los maestros y de las instituciones escolares, así como sobre el grado
de profesionalidad que hemos logrado a través de las últimas décadas. Conviene que
esta reflexión se extienda a las universidades que los preparan y a los mecanismos
tradicionales de capacitación, que en muchos casos son inútiles y costosos. Es hora de
valorar el saber de los maestros y las instituciones que lo hacen bien, por encima de
quienes creen saber las respuestas sin contar con experiencia práctica. Y, desde luego,
revisar muy seriamente el sentido de una evaluación tradicional, que hace un juicio final
expresado en una nota antes que un diagnóstico permanente y enriquecedor.

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