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FILOSOFÍA POLÍTICA
EURASIA
Adriano Erriguel
“¡Vaya usted a Rusia! Es un viaje útil para todo extranjero; cualquiera que haya visto bien ese
país estará contento de vivir en cualquier otro sitio”. Así se expresaba el cosmopolita
Marqués de Custine en su célebre obra Rusia en 1839, hito de la literatura de viajes y de un
género destinado a hacer fortuna: la demonización occidental de Rusia. Un argumento de
actualidad recurrente.
“La civilización rusa está todavía tan cerca de sus orígenes que se confunde con la barbarie.
Su fuerza no reside en el pensamiento, sino (…) en la astucia y la ferocidad”. “No reprocho a
los rusos ser lo que son, sino su deseo de aparentar que son lo mismo que nosotros, los
europeos”. “El estilo ruso de gobierno es una monarquía absoluta temperada por el
asesinato”. “Rusia es una nación de sordomudos; algún mago ha transformado a sesenta
millones de hombres en autómatas”. “Siempre es bueno saber que existe una sociedad
donde ninguna felicidad es posible, porque el hombre no puede ser feliz sin libertad”. Las
invectivas del aristócrata francés se suceden en cientos de páginas y constituyen una
muestra sobresaliente – potenciada por el talento corrosivo de su autor – de una percepción
occidental de testaruda vigencia: la de Rusia como “otro mundo” hecho de opresión y de
sigilos, de arbitrariedad y de paranoia, de arcaísmo y de brutalidad; un universo engañoso
donde el despotismo oriental viste los ropajes de la civilización – la famosa “apinanza
envuelta en un misterio dentro de un enigma” que decía Churchill – y donde, más allá de las
apariencias y de los decorados de cartón piedra – el célebre “efecto Potemkim” – rige una
lógica elemental y eterna: la ley de la fuerza.
Un mundo reticente a nuestra “sociedad abierta”, a nuestra democracia y a nuestros
derechos humanos. Para George F. Kennan – gurú norteamericano de la disuasión
antisoviética – el libro del Marqués de Custine tenía, un siglo después, más vigencia que
nunca. Para los “kremlinólogos” de la época de la guerra fría el Estado policial soviético no era
un invento del comunismo, sino de los zares. Para los izquierdistas europeos la tiranía
soviética no era una consecuencia del marxismo sino – según la explicación trotskista – del
atraso secular de la “Madre Rusia”. Y para todos ellos Lenin y Stalin eran herederos, no de
Marx, sino de Iván el Terrible y Pedro el Grande [1]. Finalizada la guerra fría y desmembrada
la URSS, Zbigniew Brzezinski – ideólogo del “nuevo orden” americano – dictaminaba que el
espacio postsoviético pasaba a ser un “agujero negro” que debía ser neutralizado para evitar
que ponga en peligro la primacía global – de móviles siempre generosos y fuera de toda
sospecha – de los Estados Unidos.
Esta Vulgata de la “Rusia eterna” responde a una percepción esencialista de las identidades
nacionales; a un determinismo cultural que, en todo lo que se refiere al país euroasiático, es
muy persistente entre las élites occidentales. Lo cierto es que la rusofobia occidental –
acompañada de un fenómeno inverso, la rusofilia – ha respondido a lo largo de dos siglos,
más que a datos objetivos y realidades intrínsecas de Rusia, a “una percepción distorsionada
por la evolución de las sociedades occidentales, por sus miedos, esperanzas y frustraciones”.
[2] A estas alturas no tendría mayor sentido deconstruir de nuevo ese “gran relato” rusófobo,
señalar sus inconsistencias u oponerle el inverso “gran relato” rusófilo. Todo eso ya se ha
hecho en abundancia. Pero sí podría ser útil tratar de discernir si la incompatibilidad entre
Occidente y el “mundo ruso” es accidental o de naturaleza;si hay alguna posibilidad de
encuentro o si, por el contrario, ambos mundos están condenados a no entenderse nunca.
Lo cierto es que los desencuentros son demasiado recurrentes como para pensar que
derivan de meras “construcciones culturales” destinadas a difuminarse sin más en la
globalización. O dicho de otro modo: si bien los partidarios de la globalización – entendida
como universalización del paradigma occidental, básicamente anglosajón y norteamericano –
consideran que Rusia debe normalizarse y convertirse en “un país como los demás”, se hace
difícil pensar que Rusia pueda plegarse fácilmente a ser “un país como los demás”, porque
Rusia nunca ha sido “normal” y posiblemente nunca querrá serlo. A no ser, claro está, que
deje de ser “Rusia” y se transforme en otra cosa.
El interés de asomarse hoy al “hecho diferencial” ruso reside en ver en qué medida éste
plantea ideales éticos alternativos frente al modelo occidental de desarrollo social. Porque es
innegable que ese “hecho diferencial” se presenta hoy como el gran “factor irritante”, como el
enemigo a batir para la soft-ideología balsámica que la globalización enarbola a guisa de
legitimación moral. Un enemigo a batir que pone al desnudo la contradicción inherente en
esa ideología globalizadora: ésta se sustenta oficialmente en la aceptación del “Otro”, en el
culto al “Otro” – el “Otrismo” – como fetiche ideológico máximo. Pero ese culto sólo se refiere
al “Otro” que se desarraiga para integrarse en el “Todo” occidental; es decir, al “Otro” que, a la
larga, se convierte en lo “Mismo”. Pero cuando los “Otros” se quedan en su casa, cuando se
consolidan en un bloque geopolítico con valores políticos, sociales y éticos alternativos…
entonces comienzan los problemas.
Interrogarse sobre el “mundo ruso” equivale hoy, en suma, a interrogarse sobre un mundo
todavía disidente frente al modelo único que nos propone la globalización. Una disidencia
que no se queda en palabras, sino que se manifiesta en términos fácticos y geopolíticos, y
que procede además del único país cultural y – en gran parte – étnicamente europeo al que
el mundo anglosajón jamás ha podido sojuzgar. De ahí su carácter intolerable para los
gestores de Occidente.
El último Estado tradicional de Europa
¿La “Rusia eterna”? Conviene ponerse en guardia contra una concepción esencialista y
romántica de las identidades nacionales. Pero sí es preciso partir de una hipótesis realista: la
de las comunidades culturales constituidas no como entidades estáticas, sino como
constelaciones de valores que evolucionan a partir de sus propios presupuestos. ¿En qué se
diferencian, pues, los valores rusos y los occidentales?
En estas líneas mantendremos que el mundo ruso se enfrenta a Occidente en cuanto éste
encarna la modernidad en su forma más invasiva y excluyente, es decir, la modernidad que
hace tabla rasa de todo aquello que le ha precedido o de todo aquello que le es ajeno. Se
trata de una relación conflictiva – Rusia y la modernidad occidental – en la que se manifiesta
una característica esencial de la identidad rusa: el sentido comunitario de la existencia. Esta
característica – que podríamos denominar “la idea rusa” – entra en colisión directa con la
filosofía inpidualista, con una filosofía que es el vector principal de la modernidad occidental
y que en nuestros tiempos hipermodernos se plasma en unas sociedades atomizadas,
desestructuradas por la ruptura del vínculo social. La idea rusa moldea una percepción
diferente del hecho social, de la cultura y del hombre. Ahí reside, a nuestro juicio, el sentido
profundo del desencuentro entre ambos mundos.
Algo, por otra parte, que dista de ser un caso excepcional; otras civilizaciones son también
reacias a los valores de Occidente. Pero en el caso de Rusia la cuestión se complica, porque el
núcleo rector de su civilización – núcleo cultural, geográfico y étnico – forma parte de la
misma matriz europea que, en Occidente, engendró unos valores diametralmente opuestos.
“Rusia no es Occidente, pero tampoco es Oriente: es el inmenso Oriente occidental”.[3] O
dicho con otras palabras: Rusia no es sólo Europa, pero también es Europa. Y no sólo eso.
En realidad Rusia ha sido el último Estado tradicional europeo, el último que reproducía con
nitidez – casi hasta 1914 – ese esquema trifuncional por el que Georges Dumézil identificaba
a las sociedades indoeuropeas y que situaba a las funciones religiosa y guerrera en la cúspide
de la jerarquía social. “El Zar de Rusia – decía el Marqués de Custine – es un jefe militar, y
cada día con él es un día de batalla”. Al retener muchos de los elementos de esa cosmovisión
premoderna, Rusia retuvo algo que Europa ya había perdido. Es por ello por lo que la
cuestión de la identidad rusa – de surevuelta contra el mundo moderno – reproduce la lucha
que durante siglos se libró en Europa entre dos tipos diferentes de cultura: la de la
civilización industrial burguesa y la de los rebeldes frente a la misma; la de la modernidad
liberal e ilustrada y la de un romanticismo antiilustrado y antiburgués que desembocó en
una modernidad alternativa. La “idea rusa” es en ese sentido una cuestión que atañe a todos
los buenos europeos.
En busca de un Absoluto
Una relación conflictiva con la modernidad. Frente las pautas de la modernidad europea –
Renacimiento, Reforma protestante, revolución industrial, capitalismo, globalización – Rusia
siguió durante siglos su propio camino. Por ello no se trata tanto de un país como de una
civilización: el “mundo ruso” (Ruskiy mir). Larevuelta rusa contra el mundo moderno es una
historia tortuosa. Y una historia que atañe especialmente a la cultura y a la batalla de las
ideas: a la metapolítica. Porque sus auténticos protagonistas fueron los intelectuales. En
contra de lo que suele pensarse la identidad rusa nunca fue una creación de los poderes
públicos; los zares – apegados a la concepción premoderna de Imperio – nunca hicieron del
nacionalismo ruso una ideología de Estado. El surgimiento de Rusia como idea –
como Logos – fue sobre todo “obra de escritores, poetas, artistas, periodistas, músicos e
historiadores”.[4] Decía Solzhenitsyn que en Rusia “los escritores forman un gobierno
paralelo”. En ningún otro país del mundo – con la excepción tal vez de Francia – han tenido
los intelectuales un papel tan relevante en la vida pública; en ningún otro país del mundo han
tenido los escritores ese valor de profetas, de iconos o símbolos de la conciencia nacional.
La “Madre Rusia” como tierra de místicos, de profetas e iluminados: un estereotipo que,
como todos, contiene algo de verdad. Suele decirse que la nota definitoria de la
“intelligentsia” rusa consiste en la sed de Absoluto, en la exageración patológica, en la
tendencia a llevar las ideas y los conceptos a sus conclusiones más extremas y absurdas, en
la idea de que “detenerse ante las últimas consecuencias de lo que uno piensa equivale a
cobardía moral, a falta de compromiso con la verdad”.[5] “Dios te guarde de ser un tibio”,
decía Dostoyevski. Las batallas ideológicas libradas en Europa alcanzaron en Rusia un
paroxismo pseudo-religioso. Y ese mesianismo de los extremos hizo posible que ideologías
de sofá nacidas en París, Londres o Colonia pudieran aplicarse en Rusia con consecuencias
trágicas para millones.
Pero la nota auténticamente definitoria del mejor pensamiento ruso – de aquel que se
desarrolla desde mediados del siglo XIX hasta el primer tercio del XX – es su carácter
derebelión cultural antimoderna. Una rebelión contra la modernidad occidental y sus
corolarios: la disgregación social, la pérdida de vínculos comunitarios y orgánicos, la
instauración de una sociedad de mercado, el auge de una clase media consumista, el
inpidualismo y el materialismo. La identidad de Rusia se formuló por contraposición a
Occidente y constituyó la cuestión dominante del pensamiento histórico y social de ese país a
lo largo de dos siglos. Lo más enigmático y paradójico de todo ello – lo más
específicamente ruso – es que esa gran rebelión antimoderna adoptó, a partir de 1917, una
fórmula que se presentaba como la más materialista, igualitarista y ultramoderna de la
historia: la dictadura del proletariado. El marxismo-leninismo, o la cruel astucia de la
historia para preservar los últimos restos de un mundo tradicional bajo una carcasa de
incompetencia, de opresión y de dogmatismo.
Una astucia de la historia que – tras un siglo turbulento – deja un incómodo legado para
todos aquellos que anunciaban el fin de la misma y la parusía de la globalización anglosajona.
Pero conviene situarse en perspectiva, en las batallas ideológicas que comenzaron a librarse
en pleno siglo XIX.
Apocalípticos y nihilistas
Suele pensarse que Rusia es un país sin cultura política. Sin “pensadores” ni “filósofos” en el
sentido académico y occidental del término. Lo cierto es que el pensamiento ruso
propiamente dicho nace partir de las intuiciones de sus grandes escritores. Y se expresa
sobre todo en la literatura.
La gran literatura rusa es ante todo una literatura de ideas, y sus grandes autores son
tan pensadores como literatos. Se trata de una literatura en la que la indagación estética es
totalmente secundaria: nada más lejos de los grandes escritores rusos – los del siglo XIX –
que la literatura como oficio y como tramoya, como técnica o como primorosa ebanistería de
la pluma. Todo lo contrario. Los grandes escritores rusos – Dostoyevski a la cabeza de todos –
conciben la escritura como una misión cuasi sacerdotal en la que la intensidad de las ideas y
la necesidad de expresarlas estallan a borbotones por encima de cualquier consideración
formal, como si el escritor fuera un medium que se viera impelido a transmitir un mensaje.
En contraste con el pensamiento occidental – más orientado hacia la especulación abstracta –
la preocupación casi exclusiva de estos escritores es el hombre, su dimensión espiritual y las
condiciones para su desenvolvimiento social. Unas preocupaciones que pasarían de
generación en generación.
Las ideas más importantes surgidas del ámbito cultural ruso nacen a partir de una polémica
que, en el siglo XIX, pidió a la elite intelectual en dos bandos: por un lado los radicales,
revolucionarios y nihilistas – la “intelligentsia” propiamente dicha –, y por el otro los que,
desde persas posiciones ideológicas, les dieron la réplica. En el primer grupo figura la
abigarrada tradición revolucionaria que culmina en Lenin, Trotsky y Stalin. El segundo grupo
constituye lo que se podría llamar la contra-intelligentsia y alcanza su máxima cumbre en
escritores como Fedor Dostoyevski, Lev Tolstoi y Anton Chéjov.[6] Pero en Rusia las pisiones
ideológicas no responden a la lógica de Occidente, sino que discurren por cauces más
intuitivos, menos proclives al razonamiento cartesiano. Casi todos los bandos en disputa
compartían una sensibilidad común en aspectos como el rechazo al modelo burgués
occidental y la identificación con el pueblo más humilde, todo ello aderezado con una
seriedad cuasi religiosa a la hora de defender sus ideas. La transversalidad entre la derecha y
la izquierda era en Rusia mucho mayor que en Europa.
Un país de paradojas. Por un lado los radicales se proclamaban materialistas y partidarios de
la ciencia, pero entendían “la ciencia” como una fe y un dogma de redención; se proclamaban
igualitaristas, pero de facto practicaban un mesianismo de la minoría rectora; exaltaban la
fraternidad, pero al mismo tiempo desarrollaban una mística de la violencia y la destrucción.
Y por otro lado los supuestamente conservadores rechazaban la revolución, pero su sentido
identitario les llevaba a exaltar la vida comunal campesina (la obshina) como una especie de
comunismo autóctono; respetaban el orden establecido, pero compartían con los radicales la
exaltación idealizada del pueblo (populismo) como depositario de una forma de vida
igualitaria yauténtica. Y tanto para los unos como para los otros el auténtico pueblo
ruso (ruski narod) eran los campesinos.
Otra gran pisión, que se superponía en parte a la anterior, era la de los eslavófilos y los
occidentalistas. Los primeros eran los tradicionalistas que, influidos por el idealismo
germánico y por la teoría del Volkgeist, elaboraron un nacionalismo pan-ruso. Entre los
segundos se incluían los partidarios de un modelo europeo de organización social, ilustrado y
liberal. Los nihilistas y los revolucionarios eran también occidentalistas, pero a su manera:
partidarios de una vía rusa hacia la revolución, compartían sin embargo con los eslavófilos un
sentido comunitario de la vida y un igualitarismo instintivo que se remontaba a un
milenarismo de raíz religiosa y premoderna.
Pero en lo que casi todos los grupos coincidían era en la aversión a las zonas tibias de la vida
espiritual. “Apocalípticos o nihilistas” – decía el filósofo Nikolay Berdiaev. Porque el espíritu
ruso, cuando más claramente expresa los rasgos de su pueblo, se precipita hacia el fin y el
límite, no puede permanecer en el punto medio de la cultura. “La polaridad antinómica del
alma rusa compagina el nihilismo con la aspiración religiosa hacia el fin del mundo, hacia la
nueva revelación, hacia la tierra y el cielo nuevos. El nihilismo ruso es el apocaliptismo ruso
distorsionado. Un pueblo así difícilmente puede ser feliz en su historia”.[7] Las virtudes
burguesas no interesaban a los apocalípticos ni a los nihilistas. Tampoco la felicidad. Sólo así
se explica que el más estridente grito de protesta contra la felicidad que desde la literatura se
haya lanzado jamás se encuentre en las páginas del mayor escritor ruso de todos los
tiempos.[8]
El virus de la utopía
“Un mundo feliz”: la ensoñación progresista que está en la raíz de los totalitarismos
modernos. Una utopía frente a la cual el pensamiento ruso fue el primero en dar la voz de
alerta. Porque en ninguna otra parte como en Rusia brilló con tanta fuerza ese espejismo, la
fe en el poder transformador de la teoría, la creencia en que una ideología podría imponerse
por la fuerza, la aspiración a edificar una sociedad perfecta. Y para ello, el revolucionario
como demiurgo, la destrucción como espasmo metafísico: éstas eran las señas de identidad
del nihilismo ruso, de la intelligentsia radical a la que los principales escritores rusos –
Dostoyevski y Tolstoi a la cabeza – dieron la réplica. Y lo hicieron en un sentido antiutópico,
para señalar que quien trata de convertir la tierra en un paraíso la convierte, de hecho, en un
infierno.
La gran literatura rusa es eminentemente anti-ideológica en cuanto en ella se denuncian los
límites de la teoría, la pretensión de moldear la realidad a partir de apriorismos doctrinarios.
En sus novelas Tolstoi expresaba la futilidad de cualquier intento por descubrir un sentido de
la historia, por reducir la heterogeneidad del hecho social a un conjunto de fórmulas. Para el
autor de Guerra y Paz la historia no es una ciencia, y la sociología, en cuanto pretende serlo,
es un fraude; y si algún día la pretensión científica de descubrir “las leyes de la historia” se
viera satisfecha y admitiéramos que la vida humana puede determinarse por la razón,
entonces la posibilidad misma de la vida – entendida como conciencia y como libre albedrío –
se vería destruida.[9] Dostoyevski, por su parte, afirmaba la futilidad de las medidas sociales
y políticas dirigidas a eliminar el Mal, porque el Mal anida en el interior del hombre y su
derrota depende, en último término, no de la reforma de las instituciones sino de la
responsabilidad personal y los esfuerzos microscópicos de cada uno. Y Chéjov desarrollaba
en su obra una sociología de lo prosaico que ponía el énfasis, no en el gran drama y en las
ensoñaciones utópicas, sino en los empeños cotidianos y en la decencia ordinaria. Como
señala el crítico literario Gary Saul Morson, “la exploración de lo prosaico constituye la
principal aportación de la contra-intelligentsia rusa”[10]
Una paradoja muy rusa: cuando estos grandes escritores denunciaban el utopismo sabían
muy bien de lo que hablaban, porque ellos también estaban infectados por este virus. Son
bien conocidas las exhortaciones mesiánicas de Dostoyevski sobre la misión universal de
Rusia. Como también lo es el “tolstoismo”, ese peculiar cristianismo anarquista que llegó a
alcanzar ribetes de secta. No parece sino que todas las grandes corrientes de pensamiento
ruso – tanto las occidentalistas como las eslavófilas, tanto las revolucionarias como las
conservadoras – estaban permeadas, aún a su pesar, por un común impulso escatológico
cuyo origen podría rastrearse en una tradición ortodoxa distorsionada.
De esta tradición intelectual, barroca, tortuosa y pergente, surge el desencuentro entre la
“idea rusa” y el discurso de valores occidental. La “idea rusa” apenas transitó por los cauces
del pensamiento burgués. Le faltó para ello el sustrato sociológico – una clase media
ilustrada –, las condiciones políticas – la democracia liberal – y la base económica – una
transición gradual al capitalismo. Le faltó fundamentalmente la tradición intelectual
racionalista de Occidente. La consecuencia final es que Rusia se ha mantenido al margen de
un modelo cultural que, al cabo de dos siglos, ha venido a cristalizar en el “pensamiento
único” de la globalización: la ideología postmoderna que pretende remodelar un orden
mundial a la medida de Occidente.
Apuesta por lo trágico
“¡Dios, qué triste es nuestra Rusia!” exclamaba Alexander Pushkin, el poeta nacional ruso
cuya obra es, sin embargo, la más alta expresión del júbilo de vivir. Porque la melancolía
puede ser también alegre. Y lo trágico tampoco debería confundirse con lo triste. Éste es otro
gran mensaje de la “idea rusa”, la contradicción suprema que los personajes de Dostoyevski –
exultantes en su sufrimiento – encarnaron como nadie. Fenómeno histórico inédito: la
Europa actual es la primera civilización que ha pretendido eliminar lo trágico de la historia. Y
con ello se condena a la esquizofrenia social, a la felicidad como obsesión y como deber, al
eterno porcio entre los deseos y la realidad. El irracionalismo ruso, por el contrario, al asumir
lo trágico como revulsivo vital se muestra paradójicamente mucho más razonable, puesto
que con ello dice sí a lo problemático, a lo terrible, a lo dionisíaco.
No se puede entender a Rusia – ni entender la Rusia actual – sin tener en cuenta estaapuesta
por lo trágico que está incardinada en el fondo de su cultura, y que dota al pueblo ruso de
una correosa capacidad de resistencia. Ningún otro pueblo ha padecido una historia tan
dramática durante el siglo XX. Ningún otro país ha conocido un totalitarismo tan brutal.
Ninguna otra zona del mundo ha ofrecido un mayor tributo en vidas humanas – en conflictos
civiles, purgas, represiones, hambrunas, holocausto, guerras y deportaciones – que
esas tierras de sangre comprendidas entre Ucrania, Bielorrusia, el Báltico y la Rusia
Occidental. Y sin embargo no existe en la Rusia actual esa culpabilización del pasado, ese
examen de conciencia permanente, esa tiranía de la penitencia que ha hundido a las
sociedades europeas en una parálisis de la voluntad. El pueblo ruso asume su pasado y no lo
convierte en pasto de autoinculpaciones masoquistas. Porque para los rusos la historia es
tragedia y asumir la tragedia es asumir la propia historia.
Por el contrario, Europa aborrece la tragedia: ergo se esfuerza en salir de la Historia.
Entregada a un espejismo de “dulce comercio” y de gobernanza, convertida en dócil
protectorado, aferrada a sus pequeños dogmatismos, Europa delega sus responsabilidades,
abdica de su soberanía. Europa se somete. Decía el Marqués de Custine que Rusia es un país
de autómatas, temerosos y obedientes. Si en el mundo de la globalización pudiera alzar la
vista, tal vez se sorprendería al ver donde están los auténticos rebeldes.
II
¿Rusia es culpable?
Mucha retórica se hizo, a lo largo de dos siglos, sobre Rusia como encarnación de la barbarie
asiática, como quintaesencia de la “horda”. De una manera u otra ese estereotipo sigue
latente en nuestro imaginario. Y de forma interesada es periódicamente reactivado. Por
definición, Rusia casi siempre es “culpable”. ¿De dónde surge esa retórica? ¿A qué obedece su
persistencia en el tiempo?
En las líneas que siguen mantendremos que, entre Rusia y Occidente, hay un desencuentro
de fondo. Y ello es debido a que la civilización rusa ha evolucionado de forma propia, se ha
enfrentado a Occidente y ha forjado unos valores propios. ¿Una contramodernidad
alternativa?
Una historia sesgada
El discurso rusófobo adquiere carta de naturaleza tras el fin de las guerras napoleónicas, a
partir de la consolidación de Rusia como gran potencia europea. Ese discurso fue
sistemáticamente alimentado durante el siglo XIX por la propaganda anglosajona, en el
contexto de la rivalidad entre los imperios británico y ruso por el control de Asia central – el
“Gran Juego” del que hablaba Ruyard Kipling –. La imagen de una Rusia autocrática sumida en
el oscurantismo y la tiranía perduró hasta la revolución de 1917. A partir de entonces el
comunismo – asimilado a la barbarie y despotismo asiáticos – quedó asociado a la imagen de
ese país, convertido en paradigma del totalitarismo frente al mundo “libre”. Con diferentes
altibajos esa imagen perduró hasta la caída de la Unión Soviética, para dar paso a la imagen
turbia de una Rusia inmersa en la corrupción y manejada por oligarquías mafiosas. La
historia concluye con la irrupción de un tirano de nuevo cuño: Vladimir Putin.
Se trata de un discurso sesgado, al menos en lo que se refiere a la historia previa a la
revolución de 1917. Suele obviarse un dato de partida: situada en la periferia oriental de
Europa, Rusia fue durante siglos el amortiguador de las invasiones asiáticas y una barrera
defensiva de facto para la civilización europea. Las publicitadas brutalidades de algunos de
sus gobernantes – Iván el Terrible y Pedro el Grande, básicamente – encuentran dignos
parangones en no pocos episodios de la Europa de aquellos años. Pero es a partir de la edad
contemporánea cuando la historia se cuenta sistemáticamente a medias. Fue la moderación
del Zar Alejandro I la que hizo posible que Francia, tras la derrota de Napoleón, se reintegrara
como potencia de primer orden en Europa. A lo largo del siglo XIX Rusia participó en un
concierto europeo que, con todos sus defectos, hizo posible un siglo de paz en el continente.
El imperio zarista era ciertamente una autocracia, pero también era un imperio
multinacional, tolerante en lo cultural y en lo religioso; sus conductas en los territorios
conquistados fueron, comparativamente, bastante más benignas que las prácticas coloniales
de muchas potencias europeas. Y es cierto que la servidumbre perduró hasta 1861, pero en
ese mismo año se abolió por decreto, mientras que los Estados Unidos precisaban de una
guerra civil para abolir la esclavitud.
En las guerras de liberación balcánicas, Rusia contribuyó con su sangre a la independencia de
los pueblos eslavos. Fue solamente la intervención de las potencias occidentales –
interesadas en mantener el equilibrio de poder – la que impidió que los ejércitos rusos
expulsaran a Turquía del suelo europeo. A pesar de la carencia de instituciones democráticas
y de la dureza de los presidios siberianos no puede decirse que, durante la mayor parte del
siglo XIX, las prácticas represivas en Rusia estuvieran a años luz de las que estaban a la orden
del día en muchos países de Europa y América.
Pero es en la vida intelectual donde se desmiente la imagen de un mundo monocorde, hecho
de opresión y de silencios. El siglo XIX fue la edad de oro de la cultura rusa: una ebullición de
ideas, de debates y de disidencias que la censura zarista a duras penas lograba controlar. La
gran cultura rusa se desarrolló siempre en tensión dialéctica con Europa; una relación de
atracción y de rechazo que se acompañaba del sentimiento de formar parte del mundo
europeo, entendido en un sentido amplio. Y con particular celo mesiánico – señala la
historiadora Vera Tolz – “los intelectuales rusos decidieron que la salvación de los auténticos
ideales europeos constituía la misión histórica de Rusia”.[11]
Rebelión contra el mundo moderno
¿Metapolítica de Rusia? Si tuviéramos que resumirla en una fórmula, podríamos decir que
Rusia apostó casi siempre por Europa. Si bien por otra Europa.
Los grandes intelectuales rusos fueron, casi siempre, pensadores religiosos. Señalaba el
filósofo Nikolay Berdiaev que “los pensadores del tipo de Dostoyevski y Konstantin Leontiev
no negaban la gran cultura de la Europa occidental. Respetaban esa cultura más que los
europeos contemporáneos. Pero rechazaban la civilización europea contemporánea, su
espíritu “burgués” o “pequeño burgués”. Veían en ella una traición a las grandes tradiciones y
legados del pasado de la cultura europea”.[12]
Más que de una oposición entre Rusia y Europa se trataba por tanto de una lucha entre dos
tipos de cultura. De una lucha que durante más de un siglo se libró en el propio suelo
europeo: por un lado la civilización industrial, burguesa y moderna – de espíritu
fundamentalmente materialista e irreligioso – y por otro lado la protesta contra ese mundo
moderno que se expresó en el romanticismo, el simbolismo y en toda una gama de
tendencias utópicas y reaccionarias. “Todo el fenómeno de Nietzsche – añadía Berdiaev – con
su sueño apasionado de una cultura trágica, dionisíaca, fue una propuesta vehemente y
enfermiza contra el espíritu triunfante de la civilización europea. Este problema es universal y
no puede ser explicado como un problema de oposición entre Oriente y Occidente. Es el
problema de la contraposición entre dos espíritus, entre dos tipos de cultura tanto en Europa
como en Rusia, tanto en Occidente como en Oriente.”[13]
Rusia se constituyó, a partir de mediados del siglo XIX, en un arsenal intelectual para todos
los rebeldes contra el mundo moderno. “Para bien y para mal – escribe el historiador Steven
G. Marks –a finales del siglo XIX el liberalismo, el capitalismo y el imperialismo estaban
arrancando a muchas sociedades de sus formas de vida tradicionales. O como escribía
Martin Buber: el hombre moderno ha perdido la sensación de “sentirse en casa” en el
mundo. Y muchos intelectuales fuera de Europa, enfurecidos y alienados, culpabilizaron de la
opresión, de la pobreza y de los males de su existencia a un Occidente tan todopoderoso
como profundamente detestado. Para todos ellos, Rusia se configuró como el símbolo de la
resistencia frente a la civilización occidental”. [14]
¿Por qué Rusia? Lanzada por los zares a una carrera contra reloj para no perder el tren del
progreso, empeñada en una industrialización acelerada para mantener su paridad de gran
potencia, Rusia se vio sacudida de forma intensa por el cortocircuito de la modernidad. Y el
universo cultural ruso, que conocía entonces su edad de oro, empezó a tomar conciencia de
los efectos colaterales de este proceso. Los intelectuales rusos empezaron a prodigar críticas
contra la modernidad occidental, con sus gobiernos representativos, su economía capitalista
y la primacía de una clase media consumista en una sociedad industrial y urbana. No es
extraño por tanto que en Europa y en otras partes del mundo, “gran número de escritores y
artistas desilusionados con el materialismo y el racionalismo de una sociedad obsesionada
por el progreso, comenzaron a expresar su descontento a través de los experimentos del
movimiento modernista. Y todos ellos volvieron su atención a las novedades intelectuales
que, irradiadas desde Rusia, ofrecían alternativas al poderío occidental y a sus valores”.[15]
Un fenómeno cultural que terminó resultando en una paradoja suprema: esa resistencia
frente a la modernidad, a base de intentar subvertirla, contribuyó también a moldearla. Se
sentaron así las bases de una modernidad alternativa.
¿Tolstoi o Dostoyevski?
Modernismo: el paradójico nombre que, en los manuales de historia, designa al movimiento
que dio cauce a la gran rebelión cultural antimoderna que estalló en el tránsito del siglo XIX al
XX. En realidad el modernismo es una mutación delromanticismo: una corriente que puede
definirse como una crítica de la modernidad en nombre del pasado, como una protesta
cultural contra la civilización moderna, industrial y burguesa.[16] En el modernismo, en
sentido amplio, caben una multitud de tendencias – simbolismo, expresionismo,
irracionalismo, surrealismo – que tienen sus orígenes en el romanticismo y en el grito de
liberación de la conciencia inpidual y colectiva frente a los muros impuestos por la ilustración
racionalista y la religión del progreso.
No es extraño que fuera Alemania, la cuna del romanticismo, el país que con más intensidad
volviera la mirada hacia Rusia. Más allá de las contingencias políticas, una corriente de
afinidad subterránea circulaba entre ambos pueblos. Una corriente que reivindicaba la parte
irracional, mística e indomable de la cultura y del hombre. Así lo sentían al menos sus
espíritus superiores. “El rasgo característico de los alemanes – decía Dostoyevski –, ese
pueblo grande, orgulloso y peculiar, es el de protestar. Alemania jamás hubiera querido
unirse con el mundo occidental, ni en sus destinos ni en sus principios”. Thomas Mann
subrayaba también la proximidad espiritual y metahistórica entre Alemania y Rusia. En su
obra Consideraciones de un apolítico el autor de La Montaña Mágica recurría a Dostoyevski –
y a su crítica del Occidente pequeño burgués – para reforzar la contraposición polémica entre
la Kultur alemana y la civilisation occidental. Un argumento que caía en suelo fértil: en ningún
otro país europeo fue Dostoyevski más leído que en Alemania, país donde se convirtió en
“autor de culto” de la mano del coeditor de sus obras completas, Arthur Moeller Van Der
Bruck, el teórico de la “Revolución conservadora”.[17]
La influencia de Dostoyevski sobre la “revolución conservadora” alemana fue decisiva. El
autor de San Petersburgo representaba la encarnación de Rusia, la expresión de “la locura
rusa, de la tragedia eslava, de sus interiorizaciones místicas y de su tensión frenética”. Rusia
era – para Moeller Van Der Bruck – “un pueblo místico […] que puede ayudar a los alemanes a
acercarse a su religión ancestral”. Y añadía: “si algún día la humanidad occidental llegara a su
ocaso y el espíritu alemán estuviera en dormición, sólo una madre eslava podría dar a luz a
un nuevo Buda o a un nuevo Jesús, procedentes de Oriente”. Está claro que la rusofilia de
Moeller Van Der Bruck servía a unos objetivos propios: el deseo de empujar a sus
compatriotas hacia una toma de conciencia sobre la oposición entre la Kultur germánica y la
civilización occidental.[18]
Un Dostoyevski alemán. Un icono de la Revolución conservadora. Un símbolo de Rusia. ¿De
toda ella? Normalmente suele considerarse al otro gran profeta ruso, León Tolstoi, como el
polo opuesto. No en vano ya Lenin definía a Tolstoi como un autor “progresista”, como el
precursor de la revolución rusa…
La contraposición parece clara: el progresista Tolstoi versus el reaccionario Dostoyevski. El
pacifista Tolstoi versus el belicoso Dostoyevski. El anarquista Tolstoiversus el monárquico
Dostoyevski. Pero se trata de una contraposición superficial y equívoca. Una simplificación
que esquiva la realidad de fondo: el carácter antimoderno, antiliberal y rabiosamente
antioccidental de ambos gigantes.
Un oscuro nihilismo
Anna Karenina se suicida bajo las ruedas de un ferrocarril, símbolo del mundo moderno. El
dramático final de la novela de Tolstoi expresa la radicalidad del rechazo que la modernidad
occidental provocó entre los intelectuales rusos.[19]
Bien sabido es que el autor de Guerra y paz desarrolló una peculiar filosofía propia, el
“tolstoismo”: una visión ecuménica, pacifista y anarquizante que rechaza todo patriotismo del
trono y el altar. Pero ese rechazo ni se sustentaba en la filosofía de las Luces ni conducía a los
predios del racionalismo y del progresismo. Más bien lo contrario.
Toda la obra de Tolstoi es una protesta contra la idea de que la historia y la naturaleza
humana pueden ser encapsuladas en fórmulas racionales. Todo su mensaje es una reacción
contra el optimismo liberal, contra la confianza en la inevitabilidad del progreso material y en
la mejora moral de la humanidad. De todos los comentadores de la obra de Tolstoi, es
posiblemente el filósofo Isaiah Berlin quien mejor haya captado ese lado oscuro del autor
de Guerra y paz. En uno de sus más penetrantes ensayos, Berlin subrayaba las afinidades
entre Tolstoi y el pensador reaccionario por excelencia: el conde saboyano y embajador en la
corte de San Petersburgo, Joseph de Maistre.[20]El mismo escepticismo frente al método
científico; la misma desconfianza frente al liberalismo, el positivismo y el secularismo; el
mismo énfasis en los aspectos “desagradables” de la historia humana; la misma impresión de
que el mundo occidental está inmerso en algo parecido a un proceso de putrefacción, de
decadencia acelerada.[21]
Una comparación audaz en cuanto que aproxima dos figuras aparentemente incompatibles:
el ultramontano Maistre y el excomulgado Tolstoi. Pero más allá de sus diferencias ambos
pensadores coincidían en un oscuro nihilismo. Las ilusiones optimistas del siglo XIX se les
deshacían a ambos entre los dedos. Y ambos – según Isaiah Berlin – “buscaban un escape a
su propio e inexplicable escepticismo, aferrándose a alguna verdad suprema que los
protegiera de los efectos de sus propias inclinaciones y temperamento: la iglesia católica en
el caso de Maistre, la pureza de corazón y el amor fraternal en el caso de Tolstoi”. Lo que
ocurre es que ambos pensadores llegaban a idénticas conclusiones por diferentes vías.
Para Maistre la vida es “una batalla salvaje a todos los niveles […] que tiene su origen en un
ansia autodestructora y primaria, en una fuerza sanguinaria y misteriosa implantada por
Dios”. Esa fuerza es “mucho más poderosa que los débiles esfuerzos de los hombres
racionales por alcanzar la paz y la felicidad, unos esfuerzos que, en realidad, no responden a
los deseos profundos del corazón humano, sino tan sólo a los de su caricatura: el intelecto
liberal”. Para Maistre “sólo lo irracional, precisamente porque está más allá de las críticas de
la razón, es indestructible en su fortaleza. Hay dos instituciones que son un buen ejemplo: la
monarquía hereditaria y el matrimonio”.[22]Cabría añadir otro ejemplo: la religión. Con esas
premisas se entiende que el anti-inpidualismo sea una consecuencia necesaria: no es la
libertad inpidual sino la tradición– incluso en sus formas más irracionales y represivas – la
que da vida y continuidad a las instituciones sociales. Conclusión a la que Tolstoi, con todo su
rechazo de los poderes establecidos, llegaba por otras vías.
El irracionalismo y el anti-inpidualismo del autor de “Guerra y Paz” derivan de su creencia en
un “orden permanente” o “sentido general de las cosas”, en un “fluir de la vida” que conforma
el devenir de los hombres y que no es discernible por medios racionales, sino tan sólo
aprehensible a través de la intuición. Porque una cosa es elconocimiento – el ámbito de las
ciencias aplicadas y del pensamiento racional – y otra lasabiduría. No son los más doctos los
que mejor acceden a esta última sino más bien todos aquellos – muchas veces los más
sencillos o humildes – cuya vida sí se acompasa a ese “sentido general de las cosas” y que,
por eso mismo, poseen una visión sinóptica de las verdades esenciales. Una idea que Tolstoi
desarrolla en términos muy vagos pero que constituye la clave de bóveda de su
pensamiento.
Primitivismo y tradición
No es por ello extraño – apunta Isaiah Berlin – que Tolstoi se sintiera mucho más a gusto
entre los eslavófilos reaccionarios (a pesar de sus pergencias políticas con ellos) que con
la intelligentsia progresista. Los eslavófilos estaban mucho más cerca de la tierra, de los
campesinos, de las formas tradicionales de vida. El autor de “Guerra y Paz” sentía más
respeto por las formas genuinas deexistencia – ya fuera la de los cosacos libres en el Cáucaso
o la de los jóvenes oficiales con sus bailes, sus caballos y sus fiestas con gitanos – que por los
intelectuales, la crítica y los salones literarios. Tolstoi “sólo entendía bien a la nobleza y a los
campesinos – a los primeros mejor que a los segundos – y compartía muchas de las creencias
instintivas de los miembros de su clase social, así como una aversión natural por todas las
formas de liberalismo de clase media. La burguesía apenas aparece en sus novelas. Sus
actitudes sobre la democracia parlamentaria, los derechos de la mujer o el sufragio universal
no eran muy diferente a las de Cobbett o Carlyle, Proudhon o D. H. Lawrence”.[23]
Esa inmersión en el flujo de la vida, esa percepción del latido del mundo – tan bien descrito
en los episodios de la siega o en el del parto en “Ana Karenina”– está sólo al alcance de
quienes participan en formas de vida con valores ancestrales. “Si existe un ideal de hombre
para Tolstoi – señala Isaiah Berlin – éste no reside en el futuro, sino en el pasado”. En el
antiprogresismo del escritor ruso se advierten huellas del “buen salvaje” de Rousseau, de los
mitos de la Caída y del Jardín del Edén. Una orientación ideológica que comulga con otras
pulsiones muy arraigadas en la cultura rusa: con el movimiento de “vuelta al terruño”
(pochbienniki) o el “hacerse más sencillo” de los intelectuales populistas del siglo XIX (que no
dejan de recordar al movimientoWandervogel germánico); o con la tendencia al primitivismo
que es una constante del modernismo ruso y que Stravinsky expresó con salvaje energía en
su paganizante “Consagración de la primavera”.
El genio de Tolstoi reside en su dominio de los detalles, en su capacidad de observación de
situaciones concretas, en su conciencia de la multiplicidad y pluralidad de la vida. Por eso
cualquier pretensión de sintetizar la realidad en forma de teoría le parecía grotesca y
absurda. También por eso el autor de “Guerra y Paz” consideraba que las “causas primeras”
de los acontecimientos son inexplicables, están envueltas en el misterio, dependen
escasamente de la voluntad de los hombres.
Algo en lo que concordaba con Maistre. El “énfasis en lo imponderable y en lo incalculable”
(Isaiah Berlin) forma parte del irracionalismo de ambos pensadores. “La vida es una batalla
salvaje” decía Maistre en un tono que prefiguraba a Nietzsche y a D’Annunzio. El campo de
batalla es la metáfora de la vida, y la victoria en el mismo depende más de los factores
intangibles que de los factores materiales: “es la imaginación – continúa Maistre – la que
pierde o gana las batallas (…) pocas batallas son ganadas o perdidas físicamente; el
verdadero vencedor y el verdadero vencido es aquél que cree serlo”. De forma parecida a
Maistre, Tolstoi se refiere a la importancia del factor imponderable que decide la suerte de
las batallas: el espíritu de los soldados y de sus jefes. “Perdimos porque antes nos dijimos a
nosotros mismos que habíamos perdido”, dice el Príncipe Andrey en “Guerra y Paz”, tras la
batalla de Austerlitz. La victoria o la derrota es ante todo un asunto moral y psicológico.
Subrayaba Isaiah Berlin que el paralelismo de las visiones de Maistre y Tolstoi sobre el
carácter caótico e incontrolable de las guerras – con sus extensas implicaciones para la vida
humana en general – fue ya subrayado en su época por el sindicalista revolucionario Georges
Sorel, quien prevenía sobre la proximidad psicológica entre teócratas, místicos y nihilistas.
Irracionalismo, pesimismo, anti-inpidualismo. Atracción por las experiencias extremas, por
aquellas vivencias que nos permiten atisbar las verdades esenciales. Con su énfasis en los
factores impalpables, psicológicos y espirituales que determinan los eventos – en detrimento
de los materiales y estadísticos – Maistre y Tolstoi prefiguran, sin saberlo, una cierta visión de
la historia. Una visión que pone el énfasis en la fuerza mental de los grupos humanos como
factor intangible que enciende el motor de la historia. Las teorías de la etnogénesis y de
la pasionariedad – una energía explosiva, aparentemente inexplicable, que pone en marcha a
los pueblos – serían conceptualizadas, a mediados del siglo XX, por una figura de culto dentro
del movimiento “eurasista”: el etnólogo e historiador ruso Lev Gumilev.
Tolstoi y Dostoyevski. Al fondo, la sombra de Maistre. La cultura rusa ¿es
esencialmente reaccionaria? Más bien lo contrario. El pensamiento reaccionario es, en
sentido estricto, aquél que intenta revertir a una situación anterior. No hay nada de eso en
los pensadores rusos. Todos sabían que cualquier veleidad de retorno al pasado estaba
condenada al fracaso. Estamos aquí muy lejos del neo-medievalismo romántico, de los
prerrafaelistas y los distributistas británicos, de los nostálgicos y soñadores de variada índole.
Los escritores, pensadores y artistas rusos eran muy conscientes del “poder inexorable del
momento presente” (Isaiah Berlin), de la imposibilidad de recuperar lo que un día fue y ya no
será jamás. Más que reaccionario el gran pensamiento ruso es
compulsivamente nihilista, porque su genio es eminentemente destructivo. En una primera
fase – la de Dostoyevski y Tolstoi – el pensamiento ruso destroza las falsas ilusiones, nos
alerta del camino equivocado; en una segunda fase – la revolucionaria – cabalga el tigre de la
modernidad y trata de conducirnos a la tierra prometida.
Una modernidad alternativa
El signo de los próximos cien años: la entrada de Rusia en la cultura. Un objetivo grandioso, la
llegada del barbarismo; el despertar de las artes, la magnanimidad de la juventud, una
fantástica locura y una verdadera voluntad de vivir.
FRIEDRICH NIETZSCHE, Crepúsculo de los ídolos
El período que se extiende desde finales del siglo XIX hasta los años 1930 puede considerarse
como la edad de plata de la cultura rusa. Es una época de experimentación febril en la cuál
los artistas rusos, tras dos siglos de imitación de Europa, no sólo se situaron a la vanguardia
de la modernidad sino que sentaron las bases que configuraron su evolución posterior. Y lo
hicieron, paradójicamente, desde unos presupuestos metafísicos y revolucionarios
declaradamente antimodernos que, en una suprema paradoja, acabarían dando forma al
lenguaje de la modernidad misma.
El modernismo, decíamos, es el nombre que, designa a corrientes culturales como el
idealismo, el espiritualismo, el simbolismo, las corrientes místicas y esotéricas… los artistas
rusos llevarían todas esas tendencias hasta extremos que jamás habrían sido imaginables en
París, en Londres o en Berlín. La sed de absoluto y el ansia de sacralidad que inspiraba la
visión wagneriana de la Gesamtkunstwerk (obra de arte total) encontraron en Rusia su mejor
plasmación en el movimiento modernista “Mundo del Arte” (Mir Iskustva) y en la obra de arte
total de los ballets rusos. Los artistas de “Mundo del Arte” (Diaghilev, Benois, Bakst, Somov)
“interpretaron la idea de libertad artística no en el sentido inpidualista occidental – al que
despreciaban como una variante del capitalismo y del liberalismo – sino en el sentido de
Dostoyevski y de Tolstoi: como una libertad espiritual que subordinase la personalidad a algo
más alto, a una fuerza colectiva”.[24] Los temas de los ballets rusos eran “exuberantes,
delirantes, trascendentes, antimodernos, hedonistas, pero también anti- inpidualistas en
cuanto que expresaban un empeño colectivo”. Una visión enraizada y pagana de la que
emanaba un “sentido de vitalidad primitiva que integraba motivos urbanos, campesinos y
populares en un espectáculo de música y danza”. Una visión holista que perseguía una
“unidad metafísica, la conexión de la existencia terrenal con un ser supremo”.[25]
La danza – señala el historiador Steven G. Marks – en tanto expresión de una emoción pura,
sin vinculación con la realidad, es la primera manifestación de la abstracción artística. La
época de las vanguardias y de los ismos tiene acentos específicamente rusos: Vasily
Kandinsky, pionero de la abstracción. Kazimir Malevich, fundador del suprematismo.
Alexander Rodchenko, líder del constructivismo. El Lissitzky, pulgador hacia el mundo de la
vanguardia soviética. Hoy resulta difícil admitirlo, pero la pintura abstracta nació como un
arte enraizado. A pesar de vehicular las aportaciones de otras escuelas europeas – post-
impresionismo, cubismo, fauvismo, expresionismo – era un producto de la Rusia imperial y
de su clima social e intelectual. Un intento de recuperar el sentido autóctono del arte popular
ruso, de la tradición de la pintura de iconos, de la tradición escita, del primitivismo de las
estepas, de las formas de culto ancestrales.
La emergencia del arte abstracto en Rusia estaba además unida a un espiritualismo y a una
estética antirrealista que se oponía al desencantamiento del mundo. La vanguardia rusa creía
que “las formas abstractas establecían un vínculo con una más alta conciencia colectiva que
representaba la unidad subyacente del género humano, y que al transmitir la conciencia de
ello preparaban el camino para una transformación espiritual y/o revolucionaria”.[26] De lo
que se trataba en suma es de una modernidad alternativa, en cuanto alejada de los cánones
materialistas e inpidualistas de Occidente. Pero una modernidad que pasaría, tras una
historia tortuosa, al servicio de esos mismos cánones que en su origen pretendía combatir.
El arte al servicio de la revolución
Los primeros artistas abstractos – los rusos Vasili Kandinsky y Kazimir Malevich – concebían
su arte no como un despliegue de subjetividad narcisista sino como manifestación de
dimensiones metafísicas inmutables. Kandinsky, el primer teórico de la abstracción,
comparaba su arte al “aire vaporoso de las saunas rusas y a los trances de los chamanes
pagano-eslavos”: una forma de reflejar “la insatisfacción de la edad de plata rusa con la
modernidad […], la idea de que “el alma está enferma” en la época materialista y burguesa y
que solamente el arte abstracto – liberado de ataduras terrenales, producto de la intuición de
verdades trascendentes – podría sanarla”.[27]
Durante su primera época la revolución soviética sacó buen partido del impulso colectivista y
de la convicción utópica de los artistas de vanguardia. El arte al servicio de la revolución.
Durante varios años los artistas combinaron su odio al capitalismo burgués con la exaltación
del desarrollo tecnológico impulsado por los soviets, al tiempo que la adhesión formal al
marxismo leninismo sellaba la alianza del viejo mesianismo ruso con la aspiración a una
sociedad colectivista. La vanguardia rusa llegaría a impregnar a todo el mundo, incluso al más
alejado del experimento soviético.
El diseño gráfico de los fotomontajes desarrollado por artistas como El Lissitski y Rodchenko
fue adoptado por nazis y fascistas. La crítica fascista – diferente en eso del provincianismo
cultural nazi – “elogiaba y analizaba de forma habitual las obras de arte constructivista y
suprematista que se exponían en la bienal de Venecia”, y los artistas italianos incorporaban
esos hallazgos al servicio del régimen.[28] La arquitectura, por su parte, se transformó en el
emblema del nuevo credo ideológico. Un estilo que combinaba anti-modernismo y culto
utópico a la tecnología moderna: los diseños geométricos del constructivismo y sus formas
tecno-espartanas fueron retomados por la Bauhaus de Weimar y de ahí pasaron a influir en
las edificaciones para usos colectivos de la Italia fascista y de la Alemania nazi. Con su desdén
por el inpidualismo, su épica de lo colectivo y sus tonos viriles, la nueva arquitectura rusa
proporcionaba un nuevo lenguaje artístico para las revoluciones de uno y otro signo que,
sobre las ruinas del orden burgués, aspiraban a la construcción de un nuevo mundo.
Quemados por el Sol
No deja de ser curioso que aquello que empezó como oposición metafísica al orden burgués
terminara reducido a ornamento para clases medias y afirmación del poderío capitalista. Si
en algo brilla el genio específico del capitalismo es en su carácter adaptativo; en su capacidad
de integrar y retornar a su servicio cualquier elemento, por ajeno o contrario que sea,
susceptible de adaptarse al lenguaje del mercado.
El caso del arte abstracto es un ejemplo paradigmático. El neo-romanticismo de las
vanguardias mal podía avenirse con el férreo realismo socialista impuesto por Stalin, más
inclinado – al igual que Hitler en Alemania – al propagandismo kitsch. Extirpadas de su tierra
natal, las semillas de la abstracción rusa fructificaron en Occidente: el llamado
“expresionismo abstracto” fue adoptado por las autoridades norteamericanas – e incluso
patrocinado por la CIA – como símbolo de la libertad occidental frente al comunismo.
Evidentemente toda su carga subversiva fue evacuada: los místicos y revolucionarios de
antaño dieron paso a los “artistas transgresores”; el viejo espíritu utópico fue reorientado a la
apología del modelo americano; la tensión metafísica de la “edad de plata” rusa fue sustituida
por un intelectualismo de baratillo. El arte abstracto pasó así a formar parte de la cultura
popular, a entrar en los salones de la burguesía, a convertirse en decoración y en símbolo
de status quo. Y sobre todo, a preparar la llegada del “todo vale”: el arte contemporáneo
como show, como mercado especulativo y como impostura.
Algo parecido sucedió en el campo de la arquitectura. Con característica torpeza los nazis
provocaron el éxodo de los arquitectos de la Bauhaus que, desde América del Norte y otros
países europeos, comenzaron a desarrollar lo que más tarde se llamaría el “Estilo
Internacional” (International Style): las formas severas e impersonales que pasarían a ser
características de la arquitectura moderna y que alcanzarían particular fortuna en su
aplicación a grandes superficies comerciales en los Estados Unidos. Lo mismo cabe decir de
las técnicas de diseño, tipografía y fotomontaje de la revolución rusa: éstas fueron finalmente
cooptadas por la publicidad comercial y terminaron al servicio del consumo de masas. Casi
todas las ramas de la vanguardia soviética conocieron una suerte paralela.[29]
Una ironía de la historia, si tenemos presente cómo empezó todo: como una rebelión
antimoderna primero; antiburguesa y anticapitalista después. Durante unos pocos años, por
primera vez en la historia, un grupo de artistas pensó que podría modelar un mundo a la
medida de sus sueños. Hasta que los sueños fueron truncados por la realidad. La dogmática
marxista-leninista se reveló incompatible con los soñadores, y éstos fueron finalmente
marginados, silenciados o directamente aniquilados.
“Victoria sobre el Sol” es el título de una ópera futurista estrenada en San Petersburgo en
1913. Un icono de la vanguardia rusa. No hubo tal. Los vanguardistas acabarían como varios
millones más, abrasados por el Sol de la revolución. Doble astucia de la historia: los
vanguardistas rusos, rebeldes antimodernos, inventaron el lenguaje de la modernidad. Y los
comunistas rusos, revolucionarios modernos, construyeron un sistema que, desde dentro de
la modernidad, permitiría preservar un mundo ya marcado por el arcaísmo. La brecha entre
Rusia y Occidente, de una forma u otra, siempre abre su camino.
III
1917: revolución nacional, revolución bolchevique
Para desgracia de todos los burgueses
Un incendio mundial provocaremos
Un incendio mundial lleno de sangre
¡Que el Señor nos bendiga!
Alexander Blok
¿Fue la revolución bolchevique un accidente en la historia de Rusia? ¿O fue el comunismo, por
el contrario, un episodio en armonía con toda su historia? ¿Cuál es el significado profundo –
el significado metapolítico – de la experiencia soviética, para Rusia y para Europa?
Se trata – el primero – de un debate abierto y posiblemente eterno. Algunos consideran que
la revolución fue un desgraciado infortunio, el comunismo una epidemia y Rusia la víctima.
Ésa es la postura clásica de los rusos eslavófilos – tales como Alexander Solzhenitsyn –, la de
los patriotas conservadores y la de los ortodoxos fieles a la memoria del zarismo. Ésa es
también la opinión de los liberales rusos y occidentales que, al rechazar toda idea de
“psicología de los pueblos”, consideran que el comunismo no estaba preescrito en el ADN del
pueblo ruso.
Por el contrario, los que consideran que la revolución estaba en cierto modo
“predeterminada” en la historia y la identidad rusa consideran que el comunismo está en
consonancia con una cultura que enaltece la tiranía y el despotismo – la tesis clásica de los
rusófobos occidentales – o que tiene mucho que ver con una cierta predisposición hacia las
soluciones mesiánicas. Entre todas estas posiciones, la verdad reside posiblemente en algún
punto intermedio.
El marxismo fue sin duda – como insistía Solzhenitsyn – un credo importado desde Europa a
Rusia. Y en ninguna parte estaba escrito que la secta bolchevique habría de prevalecer en los
confusos meses de 1917. Si ello sucedió fue en primer lugar gracias al genio estratégico y
táctico de Lenin. Pero también es difícil pensar que la secta bolchevique hubiera podido
provocar el cataclismo que provocó si no hubiera engarzado, al mismo tiempo, con
componentes esenciales de la identidad rusa.
El marxismo es una ideología abstrusa y de un materialismo pedestre. Pero la devoción cuasi
religiosa que despertó se explica, en gran parte, porque cayó en el terreno abonado de una
serie de tradiciones utópicas. Desde luego, sería absurdo intentar “expulsar” al marxismo de
la revolución de 1917. Pero sí parece razonable pensar que la revolución – como señala el
historiador Richard Stites – “tomó sus mayores formas espirituales, mentales y expresivas de
la colisión y colusión entre las grandes tradiciones utópicas presentes en la historia rusa: las
del pueblo, las del Estado y las de la intelligentsia radical”.[30] En este sentido sí habría
un continuum entre la época soviética y la historia precedente. Una coherencia interna que el
teórico neo-eurasista Alexander Duguin expresa del siguiente modo: “el no ver en nuestra
historia más que rupturas supone una mirada superficial. Al examinar las cosas con más
atención se observa que aquello que en la superficie parecía una ruptura, manifiesta en lo
profundo una gran continuidad. El período soviético representa, desde esta perspectiva,
unaetapa legítima de la historia nacional rusa y no una aberración total o la consecuencia de
un complot extranjero. Desde muchos puntos de vista fue el producto de unaelección
histórica del pueblo”.[31]
¿Una revolución antimoderna?
Los últimos años del zarismo fueron un período de occidentalización acelerada, de desarrollo
urbano e industrial. La primera revolución de 1917 – la revolución liberal y burguesa de
febrero – fue el primer intento de convertir a Rusia en una democracia parlamentaria, en un
país occidental “como los otros”. En ese sentido la revolución de febrero no hacía más que
acelerar una dinámica de europeización ya emprendida por los zares – en sus aspectos
económicos, sociales y culturales – desde la época de Pedro el Grande. ¿No sería la
revolución bolchevique, en su sentido profundo y metapolítico, una reacción a este intento?
¿No sería la revolución socialista la emergencia traumática de un atavismo ruso mal
reprimido?
En su poema de 1918 “Los Doce”, el poeta simbolista Alexander Blok captura el espíritu de su
tiempo: en una atmósfera onírica de fin del mundo, entre el caos revolucionario de San
Petersburgo, una columna de doce bolcheviques avanza. Y a su frente aparece Jesucristo. El
bolchevismo, o la primera religión política de la modernidad. La sed de absoluto, la
esperanza escatológica, el alma mesiánica de la vieja Rusia encontraba una nueva fe. La
revolución socialista se revestía de un aura sacra, con sus dogmas, sus liturgias y sus iconos.
El sueño de la Tercera Roma revivía – como decía Nikolay Berdiaev – en la Tercera
Internacional, el nuevo sacro imperio sostenido por una nueva fe ortodoxa: el comunismo.
Lo más chocante de la realidad soviética – aquello que le confiere, ante los ojos occidentales,
un carácter cuasi surrealista – era su dimensión doble: “de un lado – señala Alexander Duguin
– el discurso oficial, marxista, materialista y ateo. Y de otro lado la realidad de las masas
rusas que (…) reinterpretaban los dogmas oficiales desde la óptica inconsciente del espíritu
nacional ruso”.[32] No cabe hoy duda de que fue finalmente esa nacionalización de la
ideología comunista la que hizo posible la consolidación del régimen. Disipada la promesa
idílica de un paraíso comunista fue finalmente el patriotismo soviético – es decir,
la metamorfosis del patriotismo ruso – el gran instrumento legitimador del “socialismo real”
entre las masas populares.
Pero la paradoja va mucho más lejos. El marxismo-leninismo era una ideología de corte
racionalista y de pretensiones científicas. Una Vulgata progresista que del pasado pretendía
hacer tabla rasa, en aras de una modernización acelerada de la sociedad. Pero fue una
ideología que, al aplicarse a las realidades rusa y centroeuropea, actuó de hecho como un
ralentizador de la estandarización del mundo impulsada, a nivel global, por la modernidad.
Una modernidad que, de manera inevitable, adquiría todos los rasgos de la civilización
occidental. Los resultados del “socialismo real” fueron contradictorios. Unamodernidad
caótica – según la definición del antropólogo rumano Claude Karnoouh –. En términos
puramente materiales – expansión industrial y desarrollo técnico – la Unión Soviética recorrió
en seis décadas el camino que otros países tardaron dos siglos en recorrer. El precio a pagar
fue alto en términos de represión política, de escaseces materiales, de desastres ecológicos,
de proletarización forzada y de aculturación de grandes masas de población. Los resultados
fueron espectaculares: del arado romano a la conquista de la luna en sólo unas décadas.
Pero la vertiente “modernizadora” del comunismo es sólo una cara de la historia.
En realidad el poder comunista – continúa Claude Karnouuh – “estaba anclado en pautas que,
en el contexto de la modernidad tardía, estaban ya aquejadas de arcaísmo. En primer lugar la
primacía otorgada al Estado – o más exactamente al Partido-Estado – sobre lo económico. Es
decir: la primacía de lo político. En segundo lugar el mantenimiento de una ideología
igualitarista fundada sobre la promoción política de una “vanguardia” surgida de las clases
populares (obreros y campesinos) y convertida progresivamente en la nueva élite
privilegiada. En tercer lugar el papel asignado a lacultura clásica como ideal estético – el
“realismo socialista” – por oposición no sólo a las vanguardias, sino al “todo vale”
contemporáneo. En cuarto lugar la pusilanimidad (sic) de las formas sociales: la idea de
“orden moral” cuando, en Occidente, nada podía ya frenar la pornografía, la violencia, la
desacralización, la blasfemia […], en suma, la desaparición de todo valor permanente”.[33] En
quinto lugar – podemos añadir nosotros – la limitada influencia embrutecedora de la cultura
de masas norteamericana hizo posible que la vida cultural se desarrollase en estrecho
contacto con las tradiciones autóctonas. Una vida cultural bastante más rica, más plural y
menos “politizada” – a pesar de la pleitesía obligada a los dogmas marxistas – de lo que la
propaganda occidental pretendía hacer ver.
¿Fue el “socialismo real” una forma de arcaísmo? Sin duda alguna, si lo comparamos con el
capitalismo. El capitalismo ha sido mucho más “revolucionario” que el socialismo a la hora de
destruir los valores sociales heredados de la premodernidad. Igualmente ha sido mucho más
eficaz a la hora de impulsar el viejo ideal progresista de unificación del género humano. ¿Qué
otra cosa es sino la globalización neoliberal? Sin duda alguna el capitalismo y el comunismo
comparten las mismas raíces ideológicas – la filosofía de la ilustración, el universalismo, el
materialismo, el paradigma economicista, la idea de progreso –, pero mantienen también
notables diferencias a nivel metapolítico. En realidad, puede hablarse de una brecha
filosófica entre ambos sistemas.
En primer lugar, si bien ambos sistemas se proclamaban universalistas, la interpretación que
daban a ese término era muy diferente. El universalismo occidental se presenta ante todo
como rechazo formal de toda discriminación. Y ése es un discurso muy poco difundido en
Rusia. “La ideología soviética – señala Marlène Laruelle – afirmaba que la URSS estaba
animada por la amistad entre sus pueblos y por un internacionalismo hacia el exterior. El
“racismo” era una “ideología burguesa”, un fenómeno propio de los países capitalistas – la
segregación racial en Estados Unidos o el Apartheid sudafricano –; pero la amistad entre los
pueblos que componían la URSS no se sustentaba en la creencia en la universalidad del
hombre, sino en la idea de una comunidad de destino (…). El mensaje antiracista o
antinacionalista soviético no era, en modo alguno, una actitud de neutralidad frente a la
nacionalidad o el color de la piel. De lo que se trataba más bien era de subrayar la
hospitalidad del pueblo ruso (o soviético) que acogía a los alógenos a pesar de su alteridad”.
[34] En resumen: frente al universalismo como igualitarismo(propio del mundo occidental) se
alzaba el universalismo como internacionalismo: el propio del mundo soviético.
Pero existe una diferencia mucho más de fondo. La esencia del capitalismo absoluto reside
en su incapacidad de autolimitarse, porque su visión teleológica no acepta otra cosa que no
sea “el devenir de su propia inmanencia: el capital como beneficio, el trabajo como plusvalía,
el cálculo como medida de todo valor. De una forma u otra rechaza toda obligación exógena
de orden trascendental”.[35] En otras palabras: el capitalismo es un nihilismo de lo
efímero (Claude Karnoouh), una dinámica de expansión ilimitada que no conoce ninguna
barrera. En este sentido el comunismo soviético era profundamente tradicional, en cuanto sí
se autolimitaba, en cuanto sí se remitía al “deber ser” de un orden trascendente, en cuanto su
discurso oficial destilaba – en el envoltorio de un discurso materialista e igualitarista –
muchos valores sociales que, en realidad, pertenecían al “viejo mundo”: el desinterés, la
gratuidad, la camaradería, la polaridad entre los sexos, el sentido de la familia, del pudor y la
decencia, la pedagogía no igualitaria, el respeto por la autoridad de padres y maestros, el
fomento de la cultura clásica, la idea de sacrificio por la colectividad, la exaltación del
heroísmo, el patriotismo y el sentido comunitario de la existencia. No en vano ya apuntaba
Marx (en el “Manifiesto Comunista”) que el verdadero agente revolucionario es el capitalismo,
no el socialismo. Algo que es especialmente cierto en el campo de los valores sociales.
Suele describirse la experiencia del socialismo real como una “glaciación de la historia”. Una
metáfora que contiene algo de verdad, en cuanto pone de relieve que el estancamiento social
que estos regímenes provocaron hizo posible – aunque fuera como efecto indirecto –
preservar una parte del “viejo mundo”. Al pretender liderar la modernidad y derrotar al
capitalismo en su misma dinámica – la lógica tecno-económica de la productividad – el
comunismo fue inevitablemente derrotado. Pero al mantenerse de facto apartado de la
modernidad e impedir la americanización de las sociedades, hizo posible al menos preservar
un legado. El caso de la religión es un ejemplo paradigmático. La represión pura y dura – en
cuanto casi siempre genera una resistencia – es mucho menos eficaz que la acción disolvente
y nihilista de la sociedad de consumo. No es extraño que la sociedad rusa sea hoy bastante
más religiosa que muchas sociedades occidentales. Y no es tampoco extraño que, frente a los
experimentos de ingeniería social fomentados por el “soft power” occidental, Rusia sea, hoy
por hoy, un bastión para la defensa de muchos valores tradicionales amenazados.
Ni contriciones ni penitencias
Nunca faltarán los piadosos intentos, por parte de algunos fieles, de defender el “socialismo
real”. Pero la realidad es tozuda: el experimento comunista se saldó con un fracaso sin
paliativos. Y con una tragedia humana de proporciones bíblicas: guerra civil, supresión de
libertades, terror elevado a política de Estado, hambrunas, genocidios, purgas, deportaciones
masivas de poblaciones, un universo de campos de concentración y un total estimado de 20
millones de víctimas, solamente en la Unión Soviética.
Un pasado espeluznante. Pero un pasado que, de manera sorprendente, la mayoría de la
población rusa parece asumir sin ánimos vindicativos; desde luego sin los ajustes de cuentas
retrospectivos, las contriciones masoquistas y los exhibicionismos victimarios que son la
especialidad de Occidente. ¿Fatalismo oriental? ¿Espíritu de sumisión? ¿Fascinación – como
decía el Marqués de Custine – por la tiranía y el despotismo? La realidad es bastante más
compleja.
En primer lugar hay un hecho que reconcilia el pasado soviético en la memoria afectiva de la
población rusa. La historia soviética es ante todo la historia de una victoria. La victoria frente
a la invasión alemana de 1941. Un drama grandioso en el que Rusia ofrendó 27 millones de
muertos y ante cuya memoria todos los rusos – sea cuál sea su edad, su condición o sus
convicciones políticas o religiosas – forman una unidad sin fisuras. La de 1941 fue una
invasión de una brutalidad sin precedentes.[36] Una agresión planteada como una guerra
racial; como una guerra de conquista exenta de las normas humanitarias del derecho de
gentes que sí se respetaron en el frente occidental. Una agresión ante la cuál la dogmática
oficial (comunismo, antifascismo, internacionalismo proletario etc.) cayó como una cáscara
para ceder el paso al espíritu patriótico de la Rusia eterna. En la memoria histórica rusa “el
fascismo” significa fundamentalmente el invasor. Y la segunda guerra mundial es, a los ojos
rusos, La Gran Guerra Patriótica. El relato épicoque legitima a la época soviética y la redime
de sus errores, de sus crímenes y de su fracaso final.
Algo que cabría aplicar también a la memoria de Stalin. Una de cada tres familias rusas
(aproximadamente) cuenta entre sus miembros con alguna víctima, directa o indirecta, de
sus políticas de represión y exterminio. Y a pesar de todo ello buena parte de la población
rusa sigue viendo en el tirano georgiano al líder adecuado para aquella época de sangre y de
hierro. Stalin fue el vencedor de Hitler y el líder del gran salto adelante, de la transformación
de un país aislado y subdesarrollado en una potencia nuclear en condominio con los Estados
Unidos. Y eso es algo que, inevitablemente, toca una fibra común en casi todos los rusos, con
independencia de su credo o condición: su intenso orgullo patriótico, su identificación
personal y apasionada con la historia y el destino de su país.
Ni penitencias ni contriciones. Una forma de relacionarse con un pasado traumático que es
casi incomprensible para los europeos de hoy, embarcados en un proceso de
reescritura políticamente correcta de su propia historia. Algo que, desde la mentalidad rusa,
no tendría sentido. Porque desde esa mentalidad la historia no es pasto de deconstrucción
posmoderna, ni de exorcismos o pedagogías moralizadoras. Todos sus episodios configuran
un gran relato en el que prima un sentido de la continuidad nacional. ¿Idealización de la
historia? ¿Visión acrítica del pasado?
No se trata de eso. Lo que ocurre – y aquí reside el matiz – es que en Rusia las páginas negras
y los episodios siniestros no permean en percepciones acomplejadas ante la propia historia.
La autocrítica y el revisionismo circulan entre los especialistas y son objeto de debate público,
pero no conforman por sí solas políticas oficiales. Éstas ponen más bien el foco en aquellos
elementos en los que, más allá de las polémicas y pisiones, todos los ciudadanos pueden
verse identificados. Lo cual se acompasa con un tipo de patriotismo todavía vigente en Rusia:
el patriotismo que considera a la nación no como una adición de inpiduos o intereses
particulares (patriotismo societario), sino como la suma de las generaciones precedentes,
actuales y futuras (patriotismo comunitario); no como el resultado de un contrato
(patriotismo constitucional) sino como un resultado de la identidad y de la historia.
Por supuesto, ese sentido de continuidad histórica sólo es posible desde una cierta
predisposición anímica: aquella que asume lo trágico como componente irrenunciable de la
existencia. Algo que la Europa de la soft-ideología y del pensamiento desnatado – la Europa
postmoderna y post-histórica – ha pretendido desterrar. Lo cual tiene su lógica. Porque, ¿qué
es la historia – señala Claude Karnoouh – sino “la emergencia deldevenir como tragedia, y no
los trémolos moralistas de los histriones filantrópicos de turno?”[37]
Una sangrienta astucia de la Historia
Dostoyevski había profetizado la revolución bolchevique. Había anticipado su signo
radicalmente anticristiano e inhumano. Había previsto que el precio del socialismo serían
muchos millones de muertos. Todo ello – según el autor de Crimen y castigo – como un
castigo pino impuesto sobre Rusia para purificarla. Pero Dostoyevski también había afirmado
que la regeneración final de Occidente pasaría por Rusia; por una Rusia templada en el
sufrimiento, con sus valores y con su espíritu fortalecido en la más dura de las pruebas.
¿Delirios de un visionario? ¿Lucidez de un genio? A pesar de la agudeza de muchas de sus
intuiciones se nos hace difícil, desde nuestra órbita cultural, abonarnos a esa visión
providencialista de la Historia.
Pero lo que sí podemos hacer es constatar la ironía que subyace en la experiencia histórica
del “socialismo real”. La gran revolución que se situaba en la vanguardia de la modernidad,
hizo precisamente todo lo contrario: preservar (aunque fuera de forma involuntaria o
inconsciente) segmentos enteros del viejo mundo. Aquel sistema que pretendía unificar al
género humano hizo finalmente posible lo contrario: dar paso a un grupo de Estados que, en
pleno siglo XXI, forman una barrera frente a la globalización neoliberal, unipolar y occidental.
Un resultado paradójico. Al precio de incontables millones de víctimas. Un torrente de
idealismo y de sufrimientos, de heroísmo y de iniquidades, de víctimas y de verdugos.
¿Mereció la pena? ¿Qué sentido podemos darle a todo ello?
Desde esa visión trágica de la existencia – la propia del universo mental ruso – las moralinas
retrospectivas parecen inútiles. Y frente a las visiones místico-providencialistas, quizá sólo
podamos constatar que la historia, en realidad, no tiene ningún sentido. O que si lo tiene,
éste escapa a nuestra comprensión. Decía Hegel que el curso de los acontecimientos es
astuto, ladino, y que sigue su propia lógica, jugando para ello con los sufrimientos y con las
pasiones de los humanos. Al final, extinguidos el ruido y la furia, sólo queda la sangrienta
astucia de la historia.
Un hombre de otra época
En un libro publicado en 1980 el escritor disidente Alexandr Solzhenistyn se lamentaba de
que la cadena radiofónica La Voz de América se limitase a difundir, en sus emisiones dirigidas
a la Unión Soviética, música de jazz, chismes sobre las estrellas del pop, deportes, ocio,
publicidad comercial y maravillas de la sociedad de consumo, en vez de emitir sólidos
alegatos anticomunistas, denuncias contra la tiranía soviética y misas ortodoxas.[38] Con lo
cuál el autor de Archipiélago Gulag demostraba su ingenuidad. Porque lo que el escritor
disidente no veía es que, en los tiempos “líquidos” de la modernidad tardía, son precisamente
esas trivialidades, aparentemente inocuas, las más eficaces agentes de
la normalización capitalista del mundo. La vulgaridad de la cultura de masas es el soft
power que vehicula una “gramática unificada de las formas de vida” y una “colonización de la
vida cotidiana” (Jürgen Habermas dixit) que trata de imponerse a toda costa en la guerra
cultural global en la que se decide el orden mundial.
Pero el autor de Archipiélago Gulag pertenecía a otra época. A una época “sólida” de
convicciones rocosas y de creencias inamovibles. A una época de la que él fue el último
gigante.
Laureado con el premio Nóbel y convertido en el icono por excelencia de la disidencia
anticomunista, Solzhenitsyn no tardó en transformarse en un apestado dentro del Occidente
que le había jaleado como a un héroe. Y ello porque el gran escritor, en vez de ensalzar el
“mundo libre” según el canon del perfecto disidente, se reveló como lo que en realidad era:
un impenitente eslavófilo; un patriota ruso; un acerado crítico de la democracia occidental,
de la modernidad y del liberalismo. Y todo ello desde una dignidad y una altura moral
insobornables.
Renunciando a la comodidad de los intelectuales del establishment, Solzhenitsyn denunció lo
que nadie se atrevía a denunciar, se enfrentó a lo que nadie se atrevía a enfrentarse. Y
expresó a las claras, de manera frontal y sin compromisos, su rechazo al “mejor de los
mundos posibles” de la civilización liberal-capitalista. Lo hizo porque él, que había pasado por
la guerra, por el Gulag, por el aislamiento, por el acoso y por el cáncer, había regresado de la
casa de los muertos y era indestructible. Tras haber sobrevivido al matadero soviético no
tuvo reparos en denunciar el pudridero moral de la sociedad de consumo occidental: un
sistema deshumanizador en cuanto priva a los hombres de toda referencia superior y los
encadena al servicio de una “felicidad” entendida en términos de acumulación material, de
confort y de seguridad.
Solzhenitsyn fue el último de los grandes. Sus ambiciones literarias fueron inmensas; sus
sufrimientos oceánicos; sus batallas sobrehumanas. Casi todo en él era desmesurado, y en
eso encarna como pocos el alma de la vieja Rusia: en su indiferencia a la “felicidad”; en su
énfasis sobre el valor del arrepentimiento; en sus ideas sobre el sentido purificador del
sufrimiento – ideas en las que asoma el espíritu de Dostoyevski –. Solzhenitsyn “expresa una
visión medieval del mundo: la Verdad preexiste, pero no se revela más que en el relámpago
ardiente de la prueba. Podría hablarse de una especie de sentimiento medieval del juicio de
Dios: la historia es para Solzhenitsyn una ordalía”.[39] Al igual que Dostoyevski, fue en la
prisión y en el exilio donde el autor de “El Archipiélago Gulag” retornó a la fe de sus
ancestros. Allí se reencontró con el espíritu de su pueblo. Fue al religarse al mismo cuando se
encontró también con la gran tradición del pensamiento europeo que, desde Aristóteles,
defiende la existencia de categorías objetivas en el orden moral, ético y estético. Acercarse a
ese orden natural de las cosas constituía para él el autentico progreso; y eso – como
defendían Tolstoi y Dostoyevski – es casi siempre una responsabilidad personal e
intransferible.
Solzhenitsyn se situaba a idéntica distancia del mercantilismo liberal y del totalitarismo
marxista: dos formas de antropocentrismo que evacuan cualquier preocupación por la
trascendencia y sustraen al hombre de su confrontación con la muerte. En este punto el
análisis de Solzhenitsyn – señala el filósofo norteamericano Daniel J. Mahoney – es muy
parecido al de la crítica de Heidegger sobre la dictadura de lo “cotidiano ordinario”: aquella
en la que los hombres, perdidos en el conformismo de lo que se les dice, evitan toda
confrontación directa con su finitud. En tales condiciones “el misterio pierde su fuerza” y se
produce una “nivelación de todas las posibilidades del Ser”. Ese abandono de las cuestiones
últimas hace que para Solzhenitsyn “la utopía socialista sea tan condenable como la utopía
liberal; una utopía que hace del “mercado” un fin en sí mismo, sin limitaciones legales o
morales” [40]. Ciertamente, ese discurso no era lo que se esperaba de un disidente soviético
acogido por Occidente con todos los honores…
Disidente de ambos mundos
El autor del El Archipiélago Gulag fue siempre un disidente, pero un disidente de ambos
mundos. Sus ideas relativas al hecho nacional no podían estar más en desacuerdo con el
mundialismo neoliberal. En su discurso de recepción del Premio Nóbel, Solzhenitsyn
afirmaba que “la desaparición de las formas nacionales nos empobrecería tanto como si
todos los hombres estuvieran obligados a parecerse, con una misma personalidad y con un
mismo rostro”. La suya es una interpretación del hecho nacional que “se aleja del credo cívico
republicano y de las fórmulas contractualistas tributarias de las revoluciones americana y
francesa, pero que también se aleja de las explicaciones étnicas o simplemente culturales de
la identidad nacional”. Su fundamento cabría buscarlo más bien – señala Daniel J. Mahoney –
en una especie de mística o de vitalidad espiritual que es la fuerza que sostiene a las
naciones. Para Sholzenitsyn la existencia de la nación forma parte de un “diseño pino”. Una
visión en las antípodas de ese “patriotismo constitucional” aséptico y legalista que es la
doctrina oficial de la postmodernidad, y que “reduce la lealtad nacional a una mera
aceptación de formas políticas procedimentales” [41].
Solzhenitsyn nunca fue un antidemócrata – sus elogios a la democracia norteamericana o
suiza son muy elocuentes – ni un partidario del autoritarismo per se. Lo que sí hizo fue
denunciar – muy en la línea de Tocqueville – los peligros del fundamentalismo democrático,
del desbordamiento de la democracia a dimensiones que nada tienen que ver con ella. Unas
ideas que se enfrentan al discurso del “todo vale”; al discurso que, desde una concepción
tecnocrática de la política, renuncia a cualquier propuesta de ideal o de “vida buena” y no
tiene más objetivos que el “bienestar” y la búsqueda de votos.
No es extraño que con estas ideas el premio Nóbel se ganara todo tipo de invectivas –
ultraconservador, nacionalista, autoritario, obscurantista – cuando no de calumnias (tales
como su pretendido “antisemitismo”). Para los gestores de Occidente entre los disidentes
había sus clases. Andrei Sajárov – apologeta de los “derechos humanos” y partidario de una
gobernanza mundial – era el disidente “bueno” (es decir, al gusto occidental), mientras que
Solzhenitsyn era el disidente “malo”. Por eso el premio Nóbel “reunió contra sí, en Rusia y
fuera de Rusia, a los doctrinarios marxistas y a los doctrinarios liberales que denunciaban su
persona y sus escritos desde un mismo espíritu, desde un mismo lenguaje, con las mismas
palabras, simétricamente” [42].
La aparición de Solzhenitsyn supuso la irrupción, en medio del circo mediático occidental, de
una ráfaga del viejo mundo. De ese viejo mundo todavía presente en Rusia y cuya
persistencia tal vez se explique por un rasgo psicológico particular: la incapacidad de los
rusos para “instalarse” en las cosas y en la vida. Una predisposición existencial
de desapego. “El ruso – señala Francois Maistre – es fundamentalmente unHomo Viator,
peregrino en esta tierra”. Es por eso quizás por lo que “el hombre ruso está llamado a resistir
mucho mejor que los otros a la uniformización y los condicionamientos inherentes al
‘progreso’ ” [43]. Resistir, esa parece ser la constante de su historia. ¿De donde surge tanta
capacidad de resistencia?
Triunfo del espíritu sobre la materia, denuncia radical del Mal, sentido de la predestinación y
de la libertad. El autor de Archipiélago Gulag fue el más genuino continuador de Dostoyevski.
Y fue también la voz de todos los héroes anónimos que, frente al terror más implacable,
mantuvieron la fidelidad a sus convicciones. La era soviética hizo posible, al menos, la forja
de tales hombres.
IV
El eurasismo, ¿alternativa a Occidente?
Nuestra época está marcada por una corriente arrolladora hacia la unificación mundial. El
planeta se hace más pequeño al compás de la globalización, y una visión turística del mundo
sustituye a las antiguas confrontaciones. Con la victoria total del capitalismo y de los
mercados, el liberalismo es la única ideología posible en el siglo XXI. La globalización es
también la victoria de Occidente: un modelo único para toda la humanidad. Pero se
encienden focos de rebelión. Uno de ellos se llama eurasismo.
Rusia no es tanto un país como una civilización aparte, esto es, una forma particular de ser y
de estar ante el mundo. El eurasismo es el intento de teorización de ese convencimiento. Un
sistema de pensamiento con ambición de totalidad, tan metafísico como científico, tan
político como filosófico, que trata de resolver los interrogantes abiertos durante dos siglos
sobre la identidad rusa, sobre su cultura y sus valores. En ese sentido el eurasismo – y no el
bolchevismo – es la única ideología genuinamente rusasurgida en el siglo XX. La única que, en
vez de intentar imponer un cuerpo de doctrinas foráneas, trata de elaborar su propia lógica y
su propio lenguaje. El eurasismo se configura como una teoría de ruptura frente al discurso
de valores occidental[44].
De la misma forma que “Occidente” no designa hoy tanto una realidad geográfica cuanto que
un tipo de civilización – la globalización neoliberal de hegemonía norteamericana – la
expresión “Eurasia”, en el sentido que le confieren los “eurasistas”, no se limita a su
significado geográfico. El eurasismo remite ante todo a una actitud filosófica, metafísica,
existencial. Pero su punto de partida es la geografía, a la que asigna el lugar que en la visión
occidental del mundo ocupa la historia. Para el eurasismo es la geografía – y no la historia – la
que moldea la identidad de los pueblos. Es a partir de constantes geográficas como cabe
aprehender la especificidad de los pueblos, no a partir de un historicismo que divide a las
naciones en “atrasadas” y “modernas” según un canon cronológico-progresista de impronta
occidental. Es por ello por lo que los eurasistas denuncian el “imperialismo epistemológico”
occidental e invitan a Rusia a que “desaprenda Occidente”[45].
El eurasismo es una reivindicación del derecho a la diferencia, identitaria y metodológica, de
todo lo que no es occidental. Rusia no es Occidente, es “un continente específico, un
individuo geográfico, una totalidad definida por sus especificidades territoriales y
geopolíticas, linguísticas y etnológicas. Por ello las ciencias susceptibles de revelar la ’esencia’
eurasiática están sometidas al primado del suelo y de la geografía”[46]. Elemento clave en
este sistema de pensamiento es el rechazo del concepto occidental de temporalidad, que los
eurasistas denuncian como una “colonización de los espíritus”. ¿Es posible una “historia sin
tiempo”? ¿En qué consiste la idea eurasista de la historia?
Historia cíclica, historia esteparia
La aportación más novedosa del eurasismo es la sustitución del tiempo por el espacio, el
sometimiento del primero al segundo. Ideología “geografista” por excelencia, la diferencia
entre Europa y Rusia “se conjuga para los eurasistas en el modo espacial: la estepa está en el
centro del pensamiento eurasista; la estepa conforma el mundo del movimiento, de la
geografía. La estepa es también el mundo de la repetición. Según el geógrafo P. N. Saviskiy,
Eurasia no conoce más que una única dinámica: la de la unidad, la de los imperios de las
estepas que se extienden del Este al Oeste. La historia del mundo nómada – continúa
Saviskiy – ofrece un material rico para la construcción de toda una teoría de la repetición de
los fenómenos históricos. Y la historia de Eurasia se resume por sus constantes intentos
de unificación interna. Al desplazarse del Oeste hacia el Este el pueblo ruso no hizo otra cosa
que retomar en un sentido inverso el movimiento nómada, un movimiento cuya línea de
continuidad es tan clara que puede hablarse de una repetición geopolítica de los
acontecimientos”[47].
Las implicaciones filosóficas de esta perspectiva – en la que reverberan las viejas
concepciones “cíclicas” del tiempo histórico – son grandes. Es la ruptura de la concepción
lineal de la historia, heredada del judeocristianismo. Para el eurasismo “diferentes tiempos
históricos pueden convivir simultáneamente en el espacio eurasiático, que no puede por lo
tanto ser situado de manera unívoca en una escala temporal lineal”. Dicho de otra forma: un
mismo fenómeno social puede conocer – según el historiador G.V. Vernadsky – “cambios
analógicos que se sobreponen al tiempo y al espacio. Dentro de un mismo espacio, un
fenómeno social evoluciona siguiendo el tiempo. Pero dentro de un mismo período de
tiempo, el fenómeno social varía según el espacio. A medida que retrocedemos en
perspectiva, percibimos con mayor intensidad una serie de círculos fijos: las irradiaciones de
aquellos fenómenos que, si antes estaban en el epicentro de la historia, hoy hace tiempo que
están extinguidos”.
Una historia esteparia, una historia cíclica, un doble fenómeno de repetición quesustrae a
Eurasia del campo de la Historia y la proyecta a un espacio atemporal, inmutable, no
sometido al tiempo histórico. El Eurasismo como utopía retroactiva, una utopía que “puede
proyectarse también en un futuro escatológico que pretende existir desde tiempos
inmemoriales (…). Y si Eurasia existe fuera del tiempo, su historiografía no puede ser más que
una historiosofía: el relato de una revelación donde cada acontecimiento encuentra su
sentido”[48].
¿Mística o ciencia? ¿Historia o metafísica? Plantearlo en estos términos supone ya situarse en
la perspectiva occidental. Pero el discurso eurasista se sustrae a esa dicotomía y elabora su
propia lógica, que avanza a partir de sus propios presupuestos. “Frente al Occidente portador
de la ratio, Oriente es el único que tiene conciencia del tiempo, de que la historia no puede
ser ni una progresión mecánica sometida a leyes invariables ni el resultado del azar. Pensar
la historia supone reconocer tanto la irracionalidad del hombre como el determinismo divino
que preside el destino de los pueblos”. Si la historia tiene un sentido, para el eurasismo éste
sólo puede captarse a partir de un marco de pertenencia colectiva. El tiempo y el espacio son
nacionales, y el auténtico historicismo es siempre nacional. Por eso – señala Marlène Laruelle
– “los eurasistas recusan de forma general toda posibilidad de comunicación entre las
civilizaciones. El mundo debe ser policéntrico. Es preciso restablecer áreas de civilización
iguales en derechos, autónomas unas de otras. Es preciso concebir el mundo como una serie
de áreas culturales supranacionales, porque el Estado-nación es una construcción artificial de
Occidente”[49]. Según esta idea los miembros de la comunidad mundial no serían Inglaterra,
Rusia, Nicaragua, etc, sino Eurasia, India, Europa, América latina, del Norte…
El eurasismo es un discurso en ruptura con el progresismo occidental. Rechaza toda
clasificación de los pueblos y las culturas según una escala de perfeccionamiento o de
“progreso”. Por el contrario defiende el principio de la inconmensurabilidad cualitativa:
ninguna nación tiene derecho a juzgar a otra. Un relativismo cultural extremo – apunta
Marlène Laruelle – en el que se advierte la influencia del romanticismo alemán, con su
defensa de la diversidad de culturas nacionales como portadoras de “porciones de la
totalidad divina”. El eurasismo abomina de la globalización homogeneizadora del mundo.
Porque “una “cultura universal” sería necesariamente racional, mecánica, espiritualmente
vacía. Si no quiere ser una mera abstracción, la cultura no puede ser más que nacional”. O
como señalaba el etnógrafo N. S. Troubetzkoy, la multiplicidad de las culturas es una
“respuesta divina” a la construcción de Babel. En ese sentido “existe un paralelismo entre
Europa y la humanidad de Babel: un éxito tecnológico proporcional al vacío espiritual, a la
autocelebración blasfema de una humanidad que se cree autosuficiente”[50].
Un pueblo imperial
El eurasismo introduce un giro copernicano que contrasta con la tradición eslavófila. Ambas
corrientes coinciden en su antiindividualismo, en la idea de que el hombre no es el centro del
universo sino el agente de una misión que le trasciende. Pero el zócalo sobre el que se
asientan las identidades colectivas no es el mismo para ambas corrientes. Si para los
eslavófilos – nacionalistas panrusos, influidos por la idea del Volkgeist – las colectividades
humanas se definen ante todo por la pertenencia étnica, para los eurasistas los grupos
humanos se constituyen en torno a una determinada “idea”. Mejor dicho, en torno a
una comunidad de destino.
¿Comunidad de destino? El eurasismo es partidario de la idea de la convergencia
histórica. Autores como Trubestkoi y Saviskiy desarrollaron un concepto que sería más tarde
adoptado por otras disciplinas: “la similitud a través del contacto”. La similitud como
resultado no de una herencia común, sino de la vecindad continuada y del desarrollo
paralelo. “La ideología eurasiática – señala el politólogo Stefan Wiederkehr – sostiene que los
pueblos de Eurasia, a pesar de tener distintos orígenes y de no estar genéticamente
emparentados, han desarrollado, con el correr del tiempo, una semejanza cada vez mayor y
evolucionan hacia un mismo objetivo”. Eurasia es lo que los eurasistas denominan un
“espacio de desarrollo común” (mestorazvitija); un “individuo geográfico” (P. N. Saviskiy). Pero
el eurasismo introduce también un cierto sentido de predestinación. De la misma forma que
un embrión desarrolla todo su potencial hasta convertirse en un ser adulto, Eurasia no es el
producto de una casualidad (una serie de pueblos coincidentes un mismo espacio) sino que
responde a una evolución necesaria. “La naturaleza de Eurasia – decía N. S. Trubetskoy –
reside en su predestinación histórica a devenir una unidad. La unidad estatal de Eurasia es,
desde el principio, un resultado inevitable”. La nación eurasiática es en este sentido producto
“no del pasado y de la descendencia, sino del futuro y la teleología”[51].
A pesar de sus numerosas metáforas orgánicas, el biologismo y la genética no son admitidas
por el discurso eurasista. Éste permanece “en el reino platónico y hegeliano de las ideas; la
nación es religiosa y cultural; la historia del hombre no es la de una lucha sangrienta entre los
fuertes y los débiles”[52]. Ni rastro pues de darwinismo social, ni de nacionalismo etnicista.
En el contexto de la escalada del nazismo los eurasistas tomaron posición, desde el punto de
vista cristiano, contra lo que llamaron la “barbarización de Europa”. Igualmente denunciaron
el antisemitismo como un materialismo antropológico extremo. No podía ser de otra
manera. El rechazo del racismo está en sintonía con la diversidad étnica del pueblo ruso.
También con la propia idea de “Eurasia” como continuidad heterogénea en su origen pero
homogénea en su destino. El discurso euroasiático no es un discurso sobre la nación sino
sobre el imperio, en el sentido más tradicional y más auténtico del término.
¿Qué es Rusia? La eterna pregunta. Para los eurasistas Rusia se asimila a Eurasia. Lo cual no
significa afirmar – precisa Marlène Laruelle – que Rusia sea Asia, sino que existe un Asia rusa.
Eurasia no es ni una simbiosis ni un mestizaje, puesto que en ella se reúnen distintos pueblos
y culturas – europeas y asiáticas – que no por ello renuncian a sualteridad. Pero si Eurasia
existe “lo es gracias a que el pueblo ruso reúne en él todas las identidades de ese viejo
continente. Rusia es eurasiática en su misma esencia, con o sin Eurasia, y la
supranacionalidad eurasiática es la expresión de una ’rusidad’ que engloba en ella las
diversidades nacionales”[53]. Dentro de esa diversidad eurasiática el pueblo ruso es el agente
cohesionador. Sin él, no habría una totalidad que dé sentido a las partes. En ese sentido
podríamos decir que el pueblo ruso es un pueblo con unamisión. Un pueblo imperial. Rusia
estaba llamada a tomar la dirección, tarde o temprano, de toda Eurasia. ¿Como empezó
todo?
Reivindicación de Gengis Khan
Para los eurasistas el Principado de Kiev – el primer Estado eslavo, surgido entre el siglo IX y
las invasiones mongolas del siglo XIII – es un episodio importante, pero históricamente
marginal a los efectos de la construcción de Eurasia. El embrión de la misión histórica de
Rusia es el Principado de Moscovia, formado a partir del siglo XIV. En él se produjo el
sincretismo definitorio de la identidad rusa: el elemento eslavo precristiano, la tradición
bizantina y la aportación tártaro-mongola. En realidad todo empezó con los mongoles…
Gengis Khan marca un antes y un después. El conquistador de Asia “cristaliza la identidad
rusa y la transforma en entidad euroasiática”. El imperio mongol no fue un modelo para
Moscovia sino más bien una “pálida anunciación del destino ruso”[54]. Inversión radical de
perspectivas: la invasión mongola no fue ni una catástrofe ni la causa del retraso histórico de
Rusia, sino el crisol donde se forjó su identidad. Gengis Khan, el Carlomagno de las estepas.
¿Reivindicación de la horda? ¿Apología de la brutalidad? No se trata de eso. Los eurasistas
afirman que Occidente, llevado de su egocentrismo, desconoce la realidad del imperio
mongol. Los historiadores Vernadsky y Xara-Davan insistían en la importancia de lo espiritual
– más que de lo económico y político – en la voluntad imperial de Gengis Khan. El Imperio
mongol estaba concebido como un instrumento del Cielo eterno para establecer el orden en
el universo. Una voluntad mesiánica que se materializaba en la edificación de un poder
estatal, en una jerarquía político-administrativa, en el desarrollo del comercio, en la unión
geopolítica de Eurasia. Una prefiguración, en suma, del mesianismo ruso: expansión
territorial, sí, pero sustentada en un Imperium, en una fuerza espiritual. “Moscú como
Tercera Roma encuentra una referencia en el absoluto político-religioso del imperio
mongol”[55]. Lo que es también una escatología: un modelo de historicidad – señala Marlène
Laruelle – “menospreciado por Occidente pero, según los eurasistas, específico de Rusia”[56].
Inversión radical de perspectivas: la influencia mongola habría contribuido no sólo a
fortalecer la religión ortodoxa, sino a diferenciarla también del cristianismo occidental. El
sentido religioso tártaro-mongol – con la importancia otorgada a la experiencia y al rito – se
habría comunicado a la ortodoxia rusa: una religión que privilegia el ritualismo y la
experiencia cotidiana sobre el enfoque intelectualizado del cristianismo occidental. Si las
religiones paganas son meros cultos – y no religiones reveladas –, el cristianismo ortodoxo
sería el único que habría sido capaz de conjugar la Revelación de Cristo con el ritualismo
característico de las religiones ancestrales. La omnipresencia social del ritual pone de
manifiesto que, como en la antigua Roma, la ortodoxia rusa es ante todo unareligión de la
polis.[57]
¿Es posible un imperio sin imperium? Sí lo es. Su nombre es imperialismo. El imperialismo es
– observaba Julius Evola – una degeneración de la idea del Imperio, un expansionismo
generado por la fuerza bruta, una superestructura mecánica y sin alma. Pero el eurasismo no
propugna el dominio de un pueblo sobre otros sino una convergencia de etnias, de lenguas y
de culturas dentro de un mismo territorio. Recogiendo esa idea el geógrafo P. Saviskiy definía
al eurasismo como un “Imperialismo sano”. Pero tal vez no sea éste el término adecuado. La
concepción eurasiática se aproxima mas bien a la idea tradicional del Imperio, tal y como se
manifestaba en la Roma republicana: un pueblo federador (primus inter pares); una religión
cívica basada en el rito; una tolerancia religiosa; una multiplicidad étnico-cultural; una
integración bajo un principio rector. ¿Qué es todo ello sino el principio del Imperium,
entendido como “la voluntad – en palabras de Julius Evola – de realizar en la tierra un orden y
una armonía cósmica siempre amenazada”?; el imperium como “unidad de contrarios, como
armonía de lo uno y lo múltiple, como conciliación de lo universal y lo particular” (Moeller Van
der Bruck).
Una cultura de la otra Europa
El Eurasismo es una invitación a desaprender Occidente. A una ruptura con la epistemología
occidental. Ello exige la elaboración de un lenguaje y de una lógica propia. Pocas corrientes
intelectuales han sido tan fecundas a la hora de dar a luz nuevas ramas del
saber: geosofía, etnosofía, historiosofía; o de acuñar nuevos
términos:topogénesis, ideocracia, etnogénesis, pasionariedad. Términos y disciplinas
difícilmente homologables a los estándares científicos de Occidente. Pero el enfoque
eurasista no busca homologarse, sino diferir del occidental: mientras éste se pregunta por el
“cómo” de las cosas, el primero se pregunta por su finalidad o sentido. El eurasismo es ante
todo una hermenéutica, en cuanto interpreta los fenómenos como símbolos o signos de algo
trascendente. Es también un pensamiento holista, en cuanto intenta mostrar la unidad de los
fenómenos descritos, situarlos como partes de un “todo”. El holismo científico es “una
aspiración a la unidad de los saberes, una constante del pensamiento ruso”[58]. Para el
eurasismo las ciencias son también una expresión de la identidad nacional.
Pero es preciso no engañarse: esa subversión de la lógica occidental tiene sus matrices
intelectuales en Europa. El eurasismo recoge la herencia de Hegel en primacía que otorga las
“ideas” como motor de la historia. Se apropia de las teorías de Herder en su defensa del
particularismo de los pueblos. Asume la perspectiva neoplatónica en su creencia en un
“sentido oculto” de las cosas. Se inspira en la Naturphilosophie alemana en su defensa del
organicismo científico. Recurre a las ideas de Nietzsche en su oposición entre “cultura” y
“civilización”. Continúa la obra de Spengler en su visión cíclica de la historia. Integra la
filosofía de Bergson en su crítica del cientifismo. Y así sucesivamente.[59]
A pesar de la originalidad de sus enunciados y del carácter irreductiblemente ruso de sus
intuiciones, el eurasismo participa del clima europeo de su época – los años 20 y 30 del
pasado siglo –. En este sentido puede ser considerado como una “revolución conservadora”
rusa, o como la versión rusa de la “revolución conservadora” alemana. Al igual que ésta el
eurasismo incorpora los saberes occidentales y se sitúa en el corazón de la modernidad, pero
lo hace para subvertirla y llevarla por otros cauces. Frente al tradicionalismo pasivo que se
aferra al pasado, el eurasismo es un antioccidentalismo activo que no reniega de la idea
de revolución. Por otro lado, el hecho de que se defina en contraposición a Europa no
significa que los eurasistas sean antieuropeos. Lo que sí son es antioccidentales. Y sólo son
antieuropeos en la medida en que Europa se ha convertido en Occidente – en un proyecto
uniformizador y mundialista – y ha dado la espalda a lo que hizo su grandeza. Los eurasistas
se incluyen por derecho propio en una tradición cultural europea: en la revuelta que, desde
el romanticismo, se expresa contra la civilización racionalista y burguesa. La cultura de la otra
Europa.
Pero el eurasismo ejemplifica, sobre todo, lo que puede dar de sí un pensamiento
metapolítico llevado a su más alto nivel de exigencia. “El eurasismo clásico – subraya el
politólogo Stefan Wiederkher – fue una corriente original que, en apoyo de un programa
político antiliberal, desarrolló enfoques científicos innovadores y experimentó con modelos
teóricos que en esa época (…) estaban ya encontrando su lugar en el mainstream de la
investigación histórica – tales como la interdependencia entre geografía e historia o el
estudio de las mentalidades”.[60] Escuela de pensamiento multidisciplinar, entramado de
alto nivel teórico, ambición de totalidad, voluntad de construir una cosmovisión. El eurasismo
es la plasmación de una filosofía que da la primacía a las ideas como motor de la historia.
Fue, en este sentido, el movimiento metapolítico par excellence.[61]
Un movimiento que, más de medio siglo después, habría de retornar con fuerza, entre la
incertidumbre y el caos de la disgregación de la Unión Soviética.
Notas I
[1] Los historiadores norteamericanos Richard Pipes y Robert C. Tucker, especialistas de
referencia sobre la revolución de 1917 y el período soviético, son ejemplos característicos de
este punto de vista.
[2] Martin Malia, Russia under western eyes. Belknap Harvard 1999, p.. 8
[3] Nikolay Berdiaev, El espíritu de Dostoyevski. Nuevoinicio 2008, p. 202.
[4] Vera Tolz, Russia, inventing the nation. Oxford University Press 2001, p. 8.
[5] Aileen Kelly, Introducción a Russian Thinkers, de Isaiah Berlin. Penguin Classics 2013, p..
XXVIII.
[6] Así lo explica Gay Saul Morson en Tradition and counter-tradition: the radical intelligentsia
and classical Russian literature, en A History of Russian Thought, Cambridge University Press
2010, p. 141.
[7] Nikolay Berdiaev, Obra citada, p. 11
[8] Adriano Erriguel, “El grito desde el subsuelo, Fiodor Dostoyevski contra el Homo
Festivus”. El Manifiesto(artículo 1) y (artículo 2).
[9] Isaiah Berlin, The hedgehog and the fox, en Russian thinkers, Penguin 2013, p. 39.
[10] Gary Saul Morson, Tradition and counter-tradition:the radical intelligentsia and classical
russian literature, en A history of russian thought, Cambridge University Press 2010, p. 153.
Notas II
[11] Vera Tolz, The West, en A History of Russian Thought, Cambridge University Press 2010.
p. 198.
[12] Konstantin Nikolayevich Leontyev (1831-1891) fue un filósofo ruso, conservador y
monárquico. Leontiev abogaba por una aproximación de Rusia a Oriente – como contrapeso
a las influencias igualitarias y utilitaristas de la cultura occidental – y por una expansión
territorial y cultural hacia India, China y Tibet.
[13] Nikolay Berdiaev, El espíritu de Dostoyevski, Nuevoinicio 2008, pp. 190 y 192.
[14] Steven G. Marks, How Russia shaped the modern world. Princeton University Press 2003,
pp. 2-3.
[15] Steven G. Marks, How Russia shaped the modern world. Princeton University Press 2003,
pp. 2-3.
[16] Michael Löwy y Robert Sayre: Romanticism against the tide of Moderniyy. Duke
University Press 2001.
[17] Señala el historiador Martin Malia que “Después de Nietzsche, Dostoyevski fue una de las
más potentes influencias culturales – especialmente en la Derecha – en la Alemania de
comienzos del siglo XX. Rusia, por su parte, devolvió el cumplido al dar a Nietzsche la mayor
audiencia que éste había encontrado en ningún país europeo hasta la fecha” (Martin
Malia, Russia under Western eyes. Fron the Bronze horseman to the Lenin Mausoleum.
Belknap Press, 1999, p. 212).
[18] Volker Weiss, Moderne Antimoderne, Arthur Moeller van der Bruck und der Wandel des
Konservatismus. Ferdinand Schöningh 2012, pp. 186-187.
[19] “Guerra y Paz es, en gran medida, una idealización épica de la vieja Rusia de antes de las
reformas, mientras que Ana Karenina y Resurrección pueden leerse como denuncias contra
el vacío espiritual de una Rusia reformada y moderna, que habría sucumbido a la
occidentalización emprendida en los años 1860” (Martin Malia, Russia underWestern
eyes. Belknap Press 1999, p. 205).
[20] Joseph de Maistre (1753-1821) teórico político y filósofo saboyano, máximo
representante del pensamiento contrarrevolucionario, opuesto a las ideas de la Ilustración y
la Revolución francesa. Fue Embajador del Rey de Cerdeña en San Petersburgo entre los años
1802-1817, y ejerció de hecho como consejero en la sombra del Zar Alejandro I. Su principal
obra es: Las veladas de San Petersburgo.
[21] Isaiah Berlin: The Hedgehog and the Fox, en Russian Thinkers, Penguin classics 2013, pp.
72-73.
[22] Isaiah Berlin, Obra citada, p. 67.
[23] Isaiah Berlin, Tolstoy and Enlightenment, en Russian Thinkers, Penguin classics, 2013, pp.
277.
[24] Steven G. Marks, How Russia shaped the modern world. Princeton University Press 2003,
pp. 178-179.
[25] Palabras del pintor, viajero y místico ruso Nicolas Roerich, en referencia a La
Consagración de la primavera de Stravinski, cuya escenografía preparó para su estreno en
1913. Citado por Steven G. Marks en Obra citada, pag. 184.
[26] Steven G. Marks, Obra citada, p. 230.
[27] Steven G. Marks, Obra citada, p. 232.
[28] Steven G. Marks, Obra citada, p. 258.
[29]“Una vez puesto el pié en América – señala Steven G. Marks – los artistas exiliados
aceptaron la acogida del capitalismo corporativo, suavizaron su radicalismo y se
conformaron con intentar elevar la conciencia ética de las sociedades occidentales y mejorar
la estética de los bienes industriales a través del anti-tradicionalista “Estilo Internacional”, del
arte formalista y de la arquitectura”. Steven G. Marks, Obra citada, pag. 264.
Notas III
[30] Richard Stites, Revolutionary dreams, Utopian vision and experimental life in the russian
revolution. Oxford University Press 1989, p. 3.
[31] Alexander Duguin, L’appel de l’Eurasie. Conversation avec Alain de Benoist. Avatar
Éditions 2013, p. 63.
[32] Alexander Duguin, Obra citada, p. 34.
[33] Claude Karnoouh, L’Europe de l’Est à l’heure du désenchantement. En Krisis nº
13/14, Avril 1993, p. 122.
[34] Marlène Laruelle, Le nouveau nationalisme russe. Des repères pour comprendre.
L’Oeuvre Editions, 2010, p. 67-68.
[35] Claude Karnoouh, Obra citada, p. 124.
[36] Las invasiones polacas de 1605-1610, la invasión sueca de 1709 y la invasión de
Napoleón en 1812, con toda su brutalidad, no tienen parangón con la invasión nazi de 1941-
1945.
[37] Claude Karnoouh, Obra citada, p. 108. La corrección política europea tiene también algo
que ver con cierta mala conciencia soterrada. Es imposible obviar que buena parte de la
Europa continental – o de amplias capas de su población – mantuvo connivencias de persos
grados con la Alemania nacionalsocialista en la época de su apogeo. Algo que difícilmente
podrá achacarse a la Unión Soviética, un país que p.ó un tributo de 27 millones de muertos
en su lucha contra el nazismo (el pacto germano-soviético de 1939 debe interpretarse, en
este sentido, como una maniobra estratégicapara ganar tiempo). Una cifra muy elocuente
que aclara donde se desangró en realidad la Wehrmacht y quién ganó en realidad la Segunda
Guerra Mundial – a pesar de que Hollywood siga intentando hacernos creer otra cosa –. No
es extraño que la obsesión europea de la corrección política y del antifascismo retrospectivo
sea totalmente ajena a la cultura política de Rusia, un país que en materia de antifascismo no
tiene nada que demostrar.
[38] Alexandre Soljenitsyne, L‘erreur de l‘Occident. Grasset 2006.
[39] Georges Nivat, Soljénitsyne, Seuil 1980, p. 108.
[40] Daniel J. Mahoney, Obra citada, p. 67.
[41] Daniel J. Mahoney, Obra citada, , p. 193.
[42] Jean-Francois Colosimo, L’Apocalypse russe. Dieu au pays de Dostoïevski. Fayard 2008, p.
331.
[43] François Maistre, „Le panslavisme a la vie dure“, en Éléments pour la civilization
européenne. Printemps 1986, nº 57-58, p. 35.
Notas IV
[44] El eurasismo fue una ideología elaborada principalmente en los ambientes intelectuales
y académicos de la emigración rusa en Europa, principalmente en Praga, París y Berlín,
durante los años 20 y 30 del pasado siglo. Los principales teóricos eurasistas (y figuras
señeras en sus respectivas disciplinas) fueron siete: el geógrafo y economista P. N. Saviskiy
(1895-1968); el etnógrafo N. S, Trouvetskoy (1890-1938); el lingüista Roman Jakobson (1896-
1982); el filósofo L. P. Karsavin (1882-1952); el historiador G. V. Vernadsky (1887-1973); el
pensador religioso G.V. Florovskiy (1893-1979); el filósofo del derecho N. N. Alekséev (1879-
1964).
[45]Marlène Laruelle, L’idéologie eurasiste russse, ou comment penser l’empire. L’Harmattan
1999, pag 26. Esta eslavista francesa está considerada como la principal referencia en Europa
sobre el movimiento eurasista. A éste ha dedicado, aparte de la obra citada, el libro: La quête
d’une identité impériale. Le néo-eurasisme Dans la Russie contemporaine (Petra Editions
2007). En la exposición que sigue nos apoyamos preferentemente en estas obras.
[46]Marlène Laruelle, Obra citada, pag. 30.
[47]Marlène Laruelle, Obra citada, pags. 101-102.
[48]Marlène Laruelle, Obra citada, pags. 103-104.
[49]Marlène Laruelle, Obra citada, pags. 95-96.
[50]Marlène Laruelle, Obra citada, pag 97.
[51] Stefan Wiederkehr, Die Eurasische Bewegung. Wissenchaft und politik in der russischen
emigration der zwischenkriegszeit und in postsowjetischen Russland. Böhlaug Verlag 2007,
pags. 72-74.
Vinculado a la idea de “espacio de desarrollo común” (mestorazvitija) está el concepto
(también desarrollado por los eurasistas) de “lenguas aliadas” (Sprachbund): grupos de
lenguas que han desarrollado estructuras similares por contacto mutuo, en contraposición a
las “familias lingüísticas” (Sprachfamilie), grupos de lenguas con un mismo origen.
[52]Marlène Laruelle, Obra citada, pag. 179
[53] Marlène Laruelle, Obra citada, pag. 193.
[54]Marlène Laruelle, Obra citada, pag. 193
[55]Marlène Laruelle, Obra citada, pag. 269
[56]Marlène Laruelle, Obra citada, pag. 104.
[57] Para los eurasistas “la Iglesia rusa es una Iglesia abierta, que no pretende más que una
parte de la verdad, capaz de reconocer otras expresiones religiosas. Según algunos podría
hasta ser acusada de panteísmo (…) por sus fuertes influencias paganas (…) La iglesia rusa es
una ortodoxia próxima del paganismo de algunos pueblos eurasiáticos, sin vinculación con la
ortodoxia griega y balcánica, alejada del cristianismo occidental”. Marlène Laruelle, Obra
citada, pag. 194.
[58] Marlène Laruelle, Obra citada,, pags 109-111.
[59] Marlène Laruelle, Obra citada,, págs. 82-86.
[60] Stefan Wiederkehr, Die Eurasische Bewegung. Wissenchaft und politik in der russischen
emigration der zwischenkriegszeit und in postsowjetischen Russland. Böhlaug Verlag 2007,
pags. 297-298.
[61] Como movimiento metapolítico el eurasismo es ante todo – señala M. Laruelle – “una
atmósfera, una concepción del mundo”. Nunca contó con una plataforma ideológica común,
mucho menos con un partido político. De hecho, los itinerarios políticos de los eurasistas
fueron divergentes. Puede hablarse de rama “praguense” (Saviskiy, Troubetskoy) muy hostil a
la URSS, y de una rama “parisina”, próxima al régimen soviético. La primera tuvo a sus
principales interlocutores en la “revolución conservadora” y otras corrientes europeas de
“tercera vía”. La rama “parisina” – que acentuaba el papel “ontológicamente revolucionario”
del eurasismo – sería infiltrada por los servicios soviéticos. Varios de sus miembros,
retornados a la URSS, acabarán en campos de concentración o fusilados. El clima de
radicalización de los años 30 redundó en la división del eurasismo y en su práctica extinción
en vísperas de la segunda guerra mundial
Rusia, metapolítica del otro mundo (II)
¿Rusia es culpable?
Mucha retórica se hizo, a lo largo de dos siglos, sobre Rusia como encarnación de la
barbarie asiática, como quintaesencia de la “horda”. De una manera u otra ese
estereotipo sigue latente en nuestro imaginario. Y de forma interesada es
periódicamente reactivado. Por definición, Rusia casi siempre es “culpable”. ¿De
dónde surge esa retórica? ¿A qué obedece su persistencia en el tiempo?
En las líneas que siguen mantendremos que, entre Rusia y Occidente, hay un
desencuentro de fondo. Y ello es debido a que la civilización rusa ha evolucionado de
forma propia, se ha enfrentado a Occidente y ha forjado unos valores propios. ¿Una
contramodernidad alternativa?
Una historia sesgada
El discurso rusófobo adquiere carta de naturaleza tras el fin de las guerras
napoleónicas, a partir de la consolidación de Rusia como gran potencia europea. Ese
discurso fue sistemáticamente alimentado durante el siglo XIX por la propaganda
anglosajona, en el contexto de la rivalidad entre los imperios británico y ruso por el
control de Asia central – el “Gran Juego” del que hablaba Ruyard Kipling –. La imagen
de una Rusia autocrática sumida en el oscurantismo y la tiranía perduró hasta la
revolución de 1917. A partir de entonces el comunismo – asimilado a la barbarie y
despotismo asiáticos – quedó asociado a la imagen de ese país, convertido en
paradigma del totalitarismo frente al mundo “libre”. Con diferentes altibajos esa
imagen perduró hasta la caída de la Unión Soviética, para dar paso a la imagen turbia
de una Rusia inmersa en la corrupción y manejada por oligarquías mafiosas. La
historia concluye con la irrupción de un tirano de nuevo cuño: Vladimir Putin.
Se trata de un discurso sesgado, al menos en lo que se refiere a la historia previa a la
revolución de 1917. Suele obviarse un dato de partida: situada en la periferia oriental
de Europa, Rusia fue durante siglos el amortiguador de las invasiones asiáticas y una
barrera defensiva de facto para la civilización europea. Las publicitadas brutalidades
de algunos de sus gobernantes – Iván el Terrible y Pedro el Grande, básicamente –
encuentran dignos parangones en no pocos episodios de la Europa de aquellos años.
Pero es a partir de la edad contemporánea cuando la historia se cuenta
sistemáticamente a medias. Fue la moderación del Zar Alejandro I la que hizo posible
que Francia, tras la derrota de Napoleón, se reintegrara como potencia de primer
orden en Europa. A lo largo del siglo XIX Rusia participó en un concierto europeo que,
con todos sus defectos, hizo posible un siglo de paz en el continente. El imperio
zarista era ciertamente una autocracia, pero también era un imperio multinacional,
tolerante en lo cultural y en lo religioso; sus conductas en los territorios conquistados
fueron, comparativamente, bastante más benignas que las prácticas coloniales de
muchas potencias europeas. Y es cierto que la servidumbre perduró hasta 1861, pero
en ese mismo año se abolió por decreto, mientras que los Estados Unidos precisaban
de una guerra civil para abolir la esclavitud.
En las guerras de liberación balcánicas, Rusia contribuyó con su sangre a la
independencia de los pueblos eslavos. Fue solamente la intervención de las potencias
occidentales – interesadas en mantener el equilibrio de poder – la que impidió que los
ejércitos rusos expulsaran a Turquía del suelo europeo. A pesar de la carencia de
instituciones democráticas y de la dureza de los presidios siberianos no puede decirse
que, durante la mayor parte del siglo XIX, las prácticas represivas en Rusia
estuvieran a años luz de las que estaban a la orden del día en muchos países de
Europa y América.
Pero es en la vida intelectual donde se desmiente la imagen de un mundo monocorde,
hecho de opresión y de silencios. El siglo XIX fue la edad de oro de la cultura rusa:
una ebullición de ideas, de debates y de disidencias que la censura zarista a duras
penas lograba controlar. La gran cultura rusa se desarrolló siempre en tensión
dialéctica con Europa; una relación de atracción y de rechazo que se acompañaba del
sentimiento de formar parte del mundo europeo, entendido en un sentido amplio. Y
con particular celo mesiánico – señala la historiadora Vera Tolz – “los intelectuales
rusos decidieron que la salvación de los auténticos ideales europeos constituía la
misión histórica de Rusia”. [1]
Rebelión contra el mundo moderno
¿Metapolítica de Rusia? Si tuviéramos que resumirla en una fórmula, podríamos decir
que Rusia apostó casi siempre por Europa. Si bien por otra Europa.
Los grandes intelectuales rusos fueron, casi siempre, pensadores religiosos. Señalaba
el filósofo Nikolay Berdiaev que “los pensadores del tipo de Dostoyevski y Konstantin
Leontiev no negaban la gran cultura de la Europa occidental. Respetaban esa cultura
más que los europeos contemporáneos. Pero rechazaban la civilización europea
contemporánea, su espíritu “burgués” o “pequeño burgués”. Veían en ella una traición
a las grandes tradiciones y legados del pasado de la cultura europea”. [2]
Más que de una oposición entre Rusia y Europa se trataba por tanto de una lucha
entre dos tipos de cultura. De una lucha que durante más de un siglo se libró en el
propio suelo europeo: por un lado la civilización industrial, burguesa y moderna – de
espíritu fundamentalmente materialista e irreligioso – y por otro lado la protesta
contra ese mundo moderno que se expresó en el romanticismo, el simbolismo y en
toda una gama de tendencias utópicas y reaccionarias. “Todo el fenómeno de
Nietzsche – añadía Berdiaev – con su sueño apasionado de una cultura trágica,
dionisíaca, fue una propuesta vehemente y enfermiza contra el espíritu triunfante de
la civilización europea. Este problema es universal y no puede ser explicado como un
problema de oposición entre Oriente y Occidente. Es el problema de la contraposición
entre dos espíritus, entre dos tipos de cultura tanto en Europa como en Rusia, tanto
en Occidente como en Oriente.”[3]
Rusia se constituyó, a partir de mediados del siglo XIX, en un arsenal intelectual para
todos los rebeldes contra el mundo moderno. “Para bien y para mal – escribe el
historiador Steven G. Marks –a finales del siglo XIX el liberalismo, el capitalismo y el
imperialismo estaban arrancando a muchas sociedades de sus formas de vida
tradicionales. O como escribía Martin Buber: el hombre moderno ha perdido la
sensación de “sentirse en casa” en el mundo. Y muchos intelectuales fuera de Europa,
enfurecidos y alienados, culpabilizaron de la opresión, de la pobreza y de los males de
su existencia a un Occidente tan todopoderoso como profundamente detestado. Para
todos ellos, Rusia se configuró como el símbolo de la resistencia frente a la civilización
occidental”. [4]
¿Por qué Rusia? Lanzada por los zares a una carrera contra reloj para no perder el
tren del progreso, empeñada en una industrialización acelerada para mantener su
paridad de gran potencia, Rusia se vio sacudida de forma intensa por el cortocircuito
de la modernidad. Y el universo cultural ruso, que conocía entonces su edad de oro,
empezó a tomar conciencia de los efectos colaterales de este proceso. Los
intelectuales rusos empezaron a prodigar críticas contra la modernidad occidental,
con sus gobiernos representativos, su economía capitalista y la primacía de una clase
media consumista en una sociedad industrial y urbana. No es extraño por tanto que
en Europa y en otras partes del mundo, “gran número de escritores y artistas
desilusionados con el materialismo y el racionalismo de una sociedad obsesionada por
el progreso, comenzaron a expresar su descontento a través de los experimentos del
movimiento modernista. Y todos ellos volvieron su atención a las novedades
intelectuales que, irradiadas desde Rusia, ofrecían alternativas al poderío occidental y
a sus valores”.[5]
Un fenómeno cultural que terminó resultando en una paradoja suprema: esa
resistencia frente a la modernidad, a base de intentar subvertirla, contribuyó también
a moldearla. Se sentaron así las bases de una modernidad alternativa.
¿Tolstoi o Dostoyevski?
Modernismo: el paradójico nombre que, en los manuales de historia, designa al
movimiento que dio cauce a la gran rebelión cultural antimoderna que estalló en el
tránsito del siglo XIX al XX. En realidad el modernismo es una mutación
del romanticismo: una corriente que puede definirse como una crítica de la
modernidad en nombre del pasado, como una protesta cultural contra la civilización
moderna, industrial y burguesa. [6] En el modernismo, en sentido amplio, caben una
multitud de tendencias – simbolismo, expresionismo, irracionalismo, surrealismo –
que tienen sus orígenes en el romanticismo y en el grito de liberación de la conciencia
individual y colectiva frente a los muros impuestos por la ilustración racionalista y la
religión del progreso.
No es extraño que fuera Alemania, la cuna del romanticismo, el país que con más
intensidad volviera la mirada hacia Rusia. Más allá de las contingencias políticas, una
corriente de afinidad subterránea circulaba entre ambos pueblos. Una corriente que
reivindicaba la parte irracional, mística e indomable de la cultura y del hombre. Así lo
sentían al menos sus espíritus superiores. “El rasgo característico de los alemanes –
decía Dostoyevski –, ese pueblo grande, orgulloso y peculiar, es el de protestar.
Alemania jamás hubiera querido unirse con el mundo occidental, ni en sus destinos ni
en sus principios”. Thomas Mann subrayaba también la proximidad espiritual y
metahistórica entre Alemania y Rusia. En su obra Consideraciones de un apolítico el
autor de La Montaña Mágica recurría a Dostoyevski – y a su crítica del Occidente
pequeño burgués – para reforzar la contraposición polémica entre la Kultur alemana y
la civilisation occidental. Un argumento que caía en suelo fértil: en ningún otro país
europeo fue Dostoyevski más leído que en Alemania, país donde se convirtió en
“autor de culto” de la mano del coeditor de sus obras completas, Arthur Moeller Van
Der Bruck, el teórico de la “Revolución conservadora”. [7]
La influencia de Dostoyevski sobre la “revolución conservadora” alemana fue decisiva.
El autor de San Petersburgo representaba la encarnación de Rusia, la expresión de “la
locura rusa, de la tragedia eslava, de sus interiorizaciones místicas y de su tensión
frenética”. Rusia era – para Moeller Van Der Bruck – “un pueblo místico […] que
puede ayudar a los alemanes a acercarse a su religión ancestral”. Y añadía: “si algún
día la humanidad occidental llegara a su ocaso y el espíritu alemán estuviera en
dormición, sólo una madre eslava podría dar a luz a un nuevo Buda o a un nuevo
Jesús, procedentes de Oriente”. Está claro que la rusofilia de Moeller Van Der Bruck
servía a unos objetivos propios: el deseo de empujar a sus compatriotas hacia una
toma de conciencia sobre la oposición entre la Kultur germánica y la civilización
occidental.[8]
Un Dostoyevski alemán. Un icono de la Revolución conservadora. Un símbolo de
Rusia. ¿De toda ella? Normalmente suele considerarse al otro gran profeta ruso, León
Tolstoi, como el polo opuesto. No en vano ya Lenin definía a Tolstoi como un autor
“progresista”, como el precursor de la revolución rusa...
La contraposición parece clara: el progresista Tolstoi versus el reaccionario
Dostoyevski. El pacifista Tolstoi versus el belicoso Dostoyevski. El anarquista
Tolstoi versus el monárquico Dostoyevski. Pero se trata de una contraposición
superficial y equívoca. Una simplificación que esquiva la realidad de fondo: el carácter
antimoderno, antiliberal y rabiosamente antioccidental de ambos gigantes.
Un oscuro nihilismo
Anna Karenina se suicida bajo las ruedas de un ferrocarril, símbolo del mundo
moderno. El dramático final de la novela de Tolstoi expresa la radicalidad del rechazo
que la modernidad occidental provocó entre los intelectuales rusos. [9]
Bien sabido es que el autor de Guerra y paz desarrolló una peculiar filosofía propia, el
“tolstoismo”: una visión ecuménica, pacifista y anarquizante que rechaza todo
patriotismo del trono y el altar. Pero ese rechazo ni se sustentaba en la filosofía de las
Luces ni conducía a los predios del racionalismo y del progresismo. Más bien lo
contrario.
Toda la obra de Tolstoi es una protesta contra la idea de que la historia y la
naturaleza humana pueden ser encapsuladas en fórmulas racionales. Todo su
mensaje es una reacción contra el optimismo liberal, contra la confianza en la
inevitabilidad del progreso material y en la mejora moral de la humanidad. De todos
los comentadores de la obra de Tolstoi, es posiblemente el filósofo Isaiah Berlin quien
mejor haya captado ese lado oscuro del autor de Guerra y paz. En uno de sus más
penetrantes ensayos, Berlin subrayaba las afinidades entre Tolstoi y el pensador
reaccionario por excelencia: el conde saboyano y embajador en la corte de San
Petersburgo, Joseph de Maistre.[10] El mismo escepticismo frente al método científico;
la misma desconfianza frente al liberalismo, el positivismo y el secularismo; el mismo
énfasis en los aspectos “desagradables” de la historia humana; la misma impresión de
que el mundo occidental está inmerso en algo parecido a un proceso de putrefacción,
de decadencia acelerada.[11]
Una comparación audaz en cuanto que aproxima dos figuras aparentemente
incompatibles: el ultramontano Maistre y el excomulgado Tolstoi. Pero más allá de
sus diferencias ambos pensadores coincidían en un oscuro nihilismo. Las ilusiones
optimistas del siglo XIX se les deshacían a ambos entre los dedos. Y ambos – según
Isaiah Berlin – “buscaban un escape a su propio e inexplicable escepticismo,
aferrándose a alguna verdad suprema que los protegiera de los efectos de sus propias
inclinaciones y temperamento: la iglesia católica en el caso de Maistre, la pureza de
corazón y el amor fraternal en el caso de Tolstoi”. Lo que ocurre es que ambos
pensadores llegaban a idénticas conclusiones por diferentes vías.
Para Maistre la vida es “una batalla salvaje a todos los niveles […] que tiene su origen
en un ansia autodestructora y primaria, en una fuerza sanguinaria y misteriosa
implantada por Dios”. Esa fuerza es “mucho más poderosa que los débiles esfuerzos
de los hombres racionales por alcanzar la paz y la felicidad, unos esfuerzos que, en
realidad, no responden a los deseos profundos del corazón humano, sino tan sólo a
los de su caricatura: el intelecto liberal”. Para Maistre “sólo lo irracional, precisamente
porque está más allá de las críticas de la razón, es indestructible en su fortaleza. Hay
dos instituciones que son un buen ejemplo: la monarquía hereditaria y el
matrimonio”.[12] Cabría añadir otro ejemplo: la religión. Con esas premisas se entiende
que el anti-individualismo sea una consecuencia necesaria: no es la libertad individual
sino la tradición – incluso en sus formas más irracionales y represivas – la que da
vida y continuidad a las instituciones sociales. Conclusión a la que Tolstoi, con todo su
rechazo de los poderes establecidos, llegaba por otras vías.
El irracionalismo y el anti-individualismo del autor de “Guerra y Paz” derivan de su
creencia en un “orden permanente” o “sentido general de las cosas”, en un “fluir de la
vida” que conforma el devenir de los hombres y que no es discernible por medios
racionales, sino tan sólo aprehensible a través de la intuición. Porque una cosa es
el conocimiento – el ámbito de las ciencias aplicadas y del pensamiento racional – y
otra la sabiduría. No son los más doctos los que mejor acceden a esta última sino
más bien todos aquellos – muchas veces los más sencillos o humildes – cuya vida sí
se acompasa a ese “sentido general de las cosas” y que, por eso mismo, poseen una
visión sinóptica de las verdades esenciales. Una idea que Tolstoi desarrolla en
términos muy vagos pero que constituye la clave de bóveda de su pensamiento.
Primitivismo y tradición
No es por ello extraño – apunta Isaiah Berlin – que Tolstoi se sintiera mucho más a
gusto entre los eslavófilos reaccionarios (a pesar de sus divergencias políticas con
ellos) que con la intelligentsia progresista. Los eslavófilos estaban mucho más cerca
de la tierra, de los campesinos, de las formas tradicionales de vida. El autor de
“Guerra y Paz” sentía más respeto por las formas genuinas de existencia – ya fuera la
de los cosacos libres en el Cáucaso o la de los jóvenes oficiales con sus bailes, sus
caballos y sus fiestas con gitanos – que por los intelectuales, la crítica y los salones
literarios. Tolstoi “sólo entendía bien a la nobleza y a los campesinos – a los primeros
mejor que a los segundos – y compartía muchas de las creencias instintivas de los
miembros de su clase social, así como una aversión natural por todas las formas de
liberalismo de clase media. La burguesía apenas aparece en sus novelas. Sus
actitudes sobre la democracia parlamentaria, los derechos de la mujer o el sufragio
universal no eran muy diferente a las de Cobbett o Carlyle, Proudhon o D. H.
Lawrence”.[13]
Esa inmersión en el flujo de la vida, esa percepción del latido del mundo – tan bien
descrito en los episodios de la siega o en el del parto en “Ana Karenina”– está sólo al
alcance de quienes participan en formas de vida con valores ancestrales. “Si existe un
ideal de hombre para Tolstoi – señala Isaiah Berlin – éste no reside en el futuro, sino
en el pasado”. En el antiprogresismo del escritor ruso se advierten huellas del “buen
salvaje” de Rousseau, de los mitos de la Caída y del Jardín del Edén. Una orientación
ideológica que comulga con otras pulsiones muy arraigadas en la cultura rusa: con el
movimiento de “vuelta al terruño” (pochbienniki) o el “hacerse más sencillo” de los
intelectuales populistas del siglo XIX (que no dejan de recordar al
movimiento Wandervogel germánico); o con la tendencia al primitivismo que es una
constante del modernismo ruso y que Stravinsky expresó con salvaje energía en su
paganizante “Consagración de la primavera”.
El genio de Tolstoi reside en su dominio de los detalles, en su capacidad de
observación de situaciones concretas, en su conciencia de la multiplicidad y pluralidad
de la vida. Por eso cualquier pretensión de sintetizar la realidad en forma de teoría le
parecía grotesca y absurda. También por eso el autor de “Guerra y Paz” consideraba
que las “causas primeras” de los acontecimientos son inexplicables, están envueltas
en el misterio, dependen escasamente de la voluntad de los hombres.
Algo en lo que concordaba con Maistre. El “énfasis en lo imponderable y en lo
incalculable” (Isaiah Berlin) forma parte del irracionalismo de ambos pensadores. “La
vida es una batalla salvaje” decía Maistre en un tono que prefiguraba a Nietzsche y a
D'Annunzio. El campo de batalla es la metáfora de la vida, y la victoria en el mismo
depende más de los factores intangibles que de los factores materiales: “es la
imaginación – continúa Maistre – la que pierde o gana las batallas (…) pocas batallas
son ganadas o perdidas físicamente; el verdadero vencedor y el verdadero vencido es
aquél que cree serlo”. De forma parecida a Maistre, Tolstoi se refiere a la importancia
del factor imponderable que decide la suerte de las batallas: el espíritu de los
soldados y de sus jefes. “Perdimos porque antes nos dijimos a nosotros mismos que
habíamos perdido”, dice el Príncipe Andrey en “Guerra y Paz”, tras la batalla de
Austerlitz. La victoria o la derrota es ante todo un asunto moral y psicológico.
Subrayaba Isaiah Berlin que el paralelismo de las visiones de Maistre y Tolstoi sobre
el carácter caótico e incontrolable de las guerras – con sus extensas implicaciones
para la vida humana en general – fue ya subrayado en su época por el sindicalista
revolucionario Georges Sorel, quien prevenía sobre la proximidad psicológica entre
teócratas, místicos y nihilistas.
Irracionalismo, pesimismo, anti-individualismo. Atracción por las experiencias
extremas, por aquellas vivencias que nos permiten atisbar las verdades esenciales.
Con su énfasis en los factores impalpables, psicológicos y espirituales que determinan
los eventos – en detrimento de los materiales y estadísticos – Maistre y Tolstoi
prefiguran, sin saberlo, una cierta visión de la historia. Una visión que pone el énfasis
en la fuerza mental de los grupos humanos como factor intangible que enciende el
motor de la historia. Las teorías de la etnogénesis y de la pasionariedad – una energía
explosiva, aparentemente inexplicable, que pone en marcha a los pueblos – serían
conceptualizadas, a mediados del siglo XX, por una figura de culto dentro del
movimiento “eurasista”: el etnólogo e historiador ruso Lev Gumilev.
Tolstoi y Dostoyevski. Al fondo, la sombra de Maistre. La cultura rusa ¿es
esencialmente reaccionaria? Más bien lo contrario. El pensamiento reaccionario es, en
sentido estricto, aquél que intenta revertir a una situación anterior. No hay nada de
eso en los pensadores rusos. Todos sabían que cualquier veleidad de retorno al
pasado estaba condenada al fracaso. Estamos aquí muy lejos del neo-medievalismo
romántico, de los prerrafaelistas y los distributistas británicos, de los nostálgicos y
soñadores de variada índole. Los escritores, pensadores y artistas rusos eran muy
conscientes del “poder inexorable del momento presente” (Isaiah Berlin), de la
imposibilidad de recuperar lo que un día fue y ya no será jamás. Más que reaccionario
el gran pensamiento ruso es compulsivamente nihilista, porque su genio es
eminentemente destructivo. En una primera fase – la de Dostoyevski y Tolstoi – el
pensamiento ruso destroza las falsas ilusiones, nos alerta del camino equivocado; en
una segunda fase – la revolucionaria – cabalga el tigre de la modernidad y trata de
conducirnos a la tierra prometida.
Una modernidad alternativa
El signo de los próximos cien años: la entrada de Rusia en la cultura. Un objetivo
grandioso, la llegada del barbarismo; el despertar de las artes, la magnanimidad de
la juventud, una fantástica locura y una verdadera voluntad de vivir.
FRIEDRICH NIETZSCHE, Crepúsculo de los ídolos
El período que se extiende desde finales del siglo XIX hasta los años 1930 puede
considerarse como la edad de plata de la cultura rusa. Es una época de
experimentación febril en la cuál los artistas rusos, tras dos siglos de imitación de
Europa, no sólo se situaron a la vanguardia de la modernidad sino que sentaron las
bases que configuraron su evolución posterior. Y lo hicieron, paradójicamente, desde
unos presupuestos metafísicos y revolucionarios declaradamente antimodernos que,
en una suprema paradoja, acabarían dando forma al lenguaje de la modernidad
misma.
El modernismo, decíamos, es el nombre que, designa a corrientes culturales como el
idealismo, el espiritualismo, el simbolismo, las corrientes místicas y esotéricas… los
artistas rusos llevarían todas esas tendencias hasta extremos que jamás habrían sido
imaginables en París, en Londres o en Berlín. La sed de absoluto y el ansia de
sacralidad que inspiraba la visión wagneriana de la Gesamtkunstwerk (obra de arte
total) encontraron en Rusia su mejor plasmación en el movimiento modernista
“Mundo del Arte” (Mir Iskustva) y en la obra de arte total de los ballets rusos. Los
artistas de “Mundo del Arte” (Diaghilev, Benois, Bakst, Somov) “interpretaron la idea
de libertad artística no en el sentido individualista occidental – al que despreciaban
como una variante del capitalismo y del liberalismo – sino en el sentido de
Dostoyevski y de Tolstoi: como una libertad espiritual que subordinase la
personalidad a algo más alto, a una fuerza colectiva”.[14] Los temas de los ballets rusos
eran “exuberantes, delirantes, trascendentes, antimodernos, hedonistas, pero
también anti- individualistas en cuanto que expresaban un empeño colectivo”. Una
visión enraizada y pagana de la que emanaba un “sentido de vitalidad primitiva que
integraba motivos urbanos, campesinos y populares en un espectáculo de música y
danza”. Una visión holista que perseguía una “unidad metafísica, la conexión de la
existencia terrenal con un ser supremo”.[15]
La danza – señala el historiador Steven G. Marks – en tanto expresión de una
emoción pura, sin vinculación con la realidad, es la primera manifestación de la
abstracción artística. La época de las vanguardias y de los ismos tiene acentos
específicamente rusos: Vasily Kandinsky, pionero de la abstracción. Kazimir Malevich,
fundador del suprematismo. Alexander Rodchenko, líder del constructivismo. El
Lissitzky, divulgador hacia el mundo de la vanguardia soviética. Hoy resulta difícil
admitirlo, pero la pintura abstracta nació como un arte enraizado. A pesar de
vehicular las aportaciones de otras escuelas europeas – post-impresionismo,
cubismo, fauvismo, expresionismo – era un producto de la Rusia imperial y de su
clima social e intelectual. Un intento de recuperar el sentido autóctono del arte
popular ruso, de la tradición de la pintura de iconos, de la tradición escita, del
primitivismo de las estepas, de las formas de culto ancestrales.
La emergencia del arte abstracto en Rusia estaba además unida a un espiritualismo y
a una estética antirrealista que se oponía al desencantamiento del mundo. La
vanguardia rusa creía que “las formas abstractas establecían un vínculo con una más
alta conciencia colectiva que representaba la unidad subyacente del género humano,
y que al transmitir la conciencia de ello preparaban el camino para una
transformación espiritual y/o revolucionaria”. [16] De lo que se trataba en suma es de
una modernidad alternativa, en cuanto alejada de los cánones materialistas e
individualistas de Occidente. Pero una modernidad que pasaría, tras una historia
tortuosa, al servicio de esos mismos cánones que en su origen pretendía combatir.
El arte al servicio de la revolución
Los primeros artistas abstractos – los rusos Vasili Kandinsky y Kazimir Malevich –
concebían su arte no como un despliegue de subjetividad narcisista sino como
manifestación de dimensiones metafísicas inmutables. Kandinsky, el primer teórico de
la abstracción, comparaba su arte al “aire vaporoso de las saunas rusas y a los
trances de los chamanes pagano-eslavos”: una forma de reflejar “la insatisfacción de
la edad de plata rusa con la modernidad […], la idea de que “el alma está enferma”
en la época materialista y burguesa y que solamente el arte abstracto – liberado de
ataduras terrenales, producto de la intuición de verdades trascendentes – podría
sanarla”.[17]
Durante su primera época la revolución soviética sacó buen partido del impulso
colectivista y de la convicción utópica de los artistas de vanguardia. El arte al servicio
de la revolución. Durante varios años los artistas combinaron su odio al capitalismo
burgués con la exaltación del desarrollo tecnológico impulsado por los soviets, al
tiempo que la adhesión formal al marxismo leninismo sellaba la alianza del viejo
mesianismo ruso con la aspiración a una sociedad colectivista. La vanguardia rusa
llegaría a impregnar a todo el mundo, incluso al más alejado del experimento
soviético.
El diseño gráfico de los fotomontajes desarrollado por artistas como El Lissitski y
Rodchenko fue adoptado por nazis y fascistas. La crítica fascista – diferente en eso
del provincianismo cultural nazi – “elogiaba y analizaba de forma habitual las obras
de arte constructivista y suprematista que se exponían en la bienal de Venecia”, y los
artistas italianos incorporaban esos hallazgos al servicio del régimen. [18] La
arquitectura, por su parte, se transformó en el emblema del nuevo credo ideológico.
Un estilo que combinaba anti-modernismo y culto utópico a la tecnología moderna:
los diseños geométricos del constructivismo y sus formas tecno-espartanas fueron
retomados por la Bauhaus de Weimar y de ahí pasaron a influir en las edificaciones
para usos colectivos de la Italia fascista y de la Alemania nazi. Con su desdén por el
individualismo, su épica de lo colectivo y sus tonos viriles, la nueva arquitectura rusa
proporcionaba un nuevo lenguaje artístico para las revoluciones de uno y otro signo
que, sobre las ruinas del orden burgués, aspiraban a la construcción de un nuevo
mundo.
Quemados por el Sol
No deja de ser curioso que aquello que empezó como oposición metafísica al orden
burgués terminara reducido a ornamento para clases medias y afirmación del poderío
capitalista. Si en algo brilla el genio específico del capitalismo es en su carácter
adaptativo; en su capacidad de integrar y retornar a su servicio cualquier elemento,
por ajeno o contrario que sea, susceptible de adaptarse al lenguaje del mercado.
El caso del arte abstracto es un ejemplo paradigmático. El neo-romanticismo de las
vanguardias mal podía avenirse con el férreo realismo socialista impuesto por Stalin,
más inclinado – al igual que Hitler en Alemania – al propagandismo kitsch. Extirpadas
de su tierra natal, las semillas de la abstracción rusa fructificaron en Occidente: el
llamado “expresionismo abstracto” fue adoptado por las autoridades norteamericanas
– e incluso patrocinado por la CIA – como símbolo de la libertad occidental frente al
comunismo. Evidentemente toda su carga subversiva fue evacuada: los místicos y
revolucionarios de antaño dieron paso a los “artistas transgresores”; el viejo espíritu
utópico fue reorientado a la apología del modelo americano; la tensión metafísica de
la “edad de plata” rusa fue sustituida por un intelectualismo de baratillo. El arte
abstracto pasó así a formar parte de la cultura popular, a entrar en los salones de la
burguesía, a convertirse en decoración y en símbolo de status quo. Y sobre todo, a
preparar la llegada del “todo vale”: el arte contemporáneo como show, como mercado
especulativo y como impostura.
Algo parecido sucedió en el campo de la arquitectura. Con característica torpeza los
nazis provocaron el éxodo de los arquitectos de la Bauhaus que, desde América del
Norte y otros países europeos, comenzaron a desarrollar lo que más tarde se llamaría
el “Estilo Internacional” (International Style): las formas severas e impersonales que
pasarían a ser características de la arquitectura moderna y que alcanzarían particular
fortuna en su aplicación a grandes superficies comerciales en los Estados Unidos. Lo
mismo cabe decir de las técnicas de diseño, tipografía y fotomontaje de la revolución
rusa: éstas fueron finalmente cooptadas por la publicidad comercial y terminaron al
servicio del consumo de masas. Casi todas las ramas de la vanguardia soviética
conocieron una suerte paralela.[19]
Una ironía de la historia, si tenemos presente cómo empezó todo: como una rebelión
antimoderna primero; antiburguesa y anticapitalista después. Durante unos pocos
años, por primera vez en la historia, un grupo de artistas pensó que podría modelar
un mundo a la medida de sus sueños. Hasta que los sueños fueron truncados por la
realidad. La dogmática marxista-leninista se reveló incompatible con los soñadores, y
éstos fueron finalmente marginados, silenciados o directamente aniquilados.
“Victoria sobre el Sol” es el título de una ópera futurista estrenada en San
Petersburgo en 1913. Un icono de la vanguardia rusa. No hubo tal. Los vanguardistas
acabarían como varios millones más, abrasados por el Sol de la revolución. Doble
astucia de la historia: los vanguardistas rusos, rebeldes antimodernos, inventaron el
lenguaje de la modernidad. Y los comunistas rusos, revolucionarios modernos,
construyeron un sistema que, desde dentro de la modernidad, permitiría preservar un
mundo ya marcado por el arcaísmo. La brecha entre Rusia y Occidente, de una forma
u otra, siempre abre su camino.
[1]
Vera Tolz, The West, en A History of Russian Thought, Cambridge University Press
2010. p. 198.
[2]
Konstantin Nikolayevich Leontyev (1831-1891) fue un filósofo ruso, conservador y
monárquico. Leontiev abogaba por una aproximación de Rusia a Oriente – como
contrapeso a las influencias igualitarias y utilitaristas de la cultura occidental – y por
una expansión territorial y cultural hacia India, China y Tibet.
[3]
Nikolay Berdiaev, El espíritu de Dostoyevski, Nuevoinicio 2008, pp. 190 y 192.
[4]
Steven G. Marks, How Russia shaped the modern world. Princeton University Press
2003, pp. 2-3.
[5]
Steven G. Marks, How Russia shaped the modern world. Princeton University Press
2003, pp. 2-3.
[6]
Michael Löwy y Robert Sayre: Romanticism against the tide of Moderniyy. Duke
University Press 2001.
[7]
Señala el historiador Martin Malia que “Después de Nietzsche, Dostoyevski fue una
de las más potentes influencias culturales – especialmente en la Derecha – en la
Alemania de comienzos del siglo XX. Rusia, por su parte, devolvió el cumplido al dar a
Nietzsche la mayor audiencia que éste había encontrado en ningún país europeo
hasta la fecha” (Martin Malia, Russia under Western eyes. Fron the Bronze horseman
to the Lenin Mausoleum. Belknap Press, 1999, p. 212).
[8]
Volker Weiss, Moderne Antimoderne, Arthur Moeller van der Bruck und der Wandel
des Konservatismus. Ferdinand Schöningh 2012, pp. 186-187.
[9]
“Guerra y Paz es, en gran medida, una idealización épica de la vieja Rusia de antes
de las reformas, mientras que Ana Karenina y Resurrección pueden leerse como
denuncias contra el vacío espiritual de una Rusia reformada y moderna, que habría
sucumbido a la occidentalización emprendida en los años 1860” (Martin Malia, Russia
underWestern eyes. Belknap Press 1999, p. 205).
[10]
Joseph de Maistre (1753-1821) teórico político y filósofo saboyano, máximo
representante del pensamiento contrarrevolucionario, opuesto a las ideas de la
Ilustración y la Revolución francesa. Fue Embajador del Rey de Cerdeña en San
Petersburgo entre los años 1802-1817, y ejerció de hecho como consejero en la
sombra del Zar Alejandro I. Su principal obra es: Las veladas de San Petersburgo.
[11]
Isaiah Berlin: The Hedgehog and the Fox, en Russian Thinkers, Penguin classics
2013, pp. 72-73.
[12]
Isaiah Berlin, Obra citada, p. 67.
[13]
Isaiah Berlin, Tolstoy and Enlightenment, en Russian Thinkers, Penguin classics,
2013, pp. 277.
[14]
Steven G. Marks, How Russia shaped the modern world. Princeton University Press
2003, pp. 178-179.
[15]
Palabras del pintor, viajero y místico ruso Nicolas Roerich, en referencia a La
Consagración de la primavera de Stravinski, cuya escenografía preparó para su
estreno en 1913. Citado por Steven G. Marks en Obra citada, pag. 184.
[16]
Steven G. Marks, Obra citada, p. 230.
[17]
Steven G. Marks, Obra citada, p. 232.
[18]
Steven G. Marks, Obra citada, p. 258.
[19]“Una vez puesto el pié en América – señala Steven G. Marks – los artistas
exiliados aceptaron la acogida del capitalismo corporativo, suavizaron su radicalismo
y se conformaron con intentar elevar la conciencia ética de las sociedades
occidentales y mejorar la estética de los bienes industriales a través del anti-
tradicionalista “Estilo Internacional”, del arte formalista y de la arquitectura”. Steven
G. Marks, Obra citada, pag. 264.
Alexander Blok
¿Fue la revolución bolchevique un accidente en la historia de Rusia? ¿O fue el
comunismo, por el contrario, un episodio en armonía con toda su historia? ¿Cuál es el
significado profundo – el significado metapolítico – de la experiencia soviética, para
Rusia y para Europa?
Se trata – el primero – de un debate abierto y posiblemente eterno. Algunos
consideran que la revolución fue un desgraciado infortunio, el comunismo una
epidemia y Rusia la víctima. Ésa es la postura clásica de los rusos eslavófilos – tales
como Alexander Solzhenitsyn –, la de los patriotas conservadores y la de los
ortodoxos fieles a la memoria del zarismo. Ésa es también la opinión de los liberales
rusos y occidentales que, al rechazar toda idea de “psicología de los pueblos”,
consideran que el comunismo no estaba preescrito en el ADN del pueblo ruso.
Por el contrario, los que consideran que la revolución estaba en cierto modo
“predeterminada” en la historia y la identidad rusa consideran que el comunismo está
en consonancia con una cultura que enaltece la tiranía y el despotismo – la tesis
clásica de los rusófobos occidentales – o que tiene mucho que ver con una cierta
predisposición hacia las soluciones mesiánicas. Entre todas estas posiciones, la
verdad reside posiblemente en algún punto intermedio.
El marxismo fue sin duda – como insistía Solzhenitsyn – un credo importado desde
Europa a Rusia. Y en ninguna parte estaba escrito que la secta bolchevique habría de
prevalecer en los confusos meses de 1917. Si ello sucedió fue en primer lugar gracias
al genio estratégico y táctico de Lenin. Pero también es difícil pensar que la secta
bolchevique hubiera podido provocar el cataclismo que provocó si no hubiera
engarzado, al mismo tiempo, con componentes esenciales de la identidad rusa.
El marxismo es una ideología abstrusa y de un materialismo pedestre. Pero la
devoción cuasi religiosa que despertó se explica, en gran parte, porque cayó en el
terreno abonado de una serie de tradiciones utópicas. Desde luego, sería absurdo
intentar “expulsar” al marxismo de la revolución de 1917. Pero sí parece razonable
pensar que la revolución – como señala el historiador Richard Stites – “tomó sus
mayores formas espirituales, mentales y expresivas de la colisión y colusión entre las
grandes tradiciones utópicas presentes en la historia rusa: las del pueblo, las del
Estado y las de la intelligentsia radical”.[1] En este sentido sí habría
un continuum entre la época soviética y la historia precedente. Una coherencia
interna que el teórico neo-eurasista Alexander Duguin expresa del siguiente modo: “el
no ver en nuestra historia más que rupturas supone una mirada superficial. Al
examinar las cosas con más atención se observa que aquello que en la superficie
parecía una ruptura, manifiesta en lo profundo una gran continuidad. El período
soviético representa, desde esta perspectiva, una etapa legítima de la historia
nacional rusa y no una aberración total o la consecuencia de un complot extranjero.
Desde muchos puntos de vista fue el producto de una elección histórica del pueblo”.
[2]
¿Una revolución antimoderna?
Los últimos años del zarismo fueron un período de occidentalización acelerada, de
desarrollo urbano e industrial. La primera revolución de 1917 – la revolución liberal y
burguesa de febrero – fue el primer intento de convertir a Rusia en una democracia
parlamentaria, en un país occidental “como los otros”. En ese sentido la revolución de
febrero no hacía más que acelerar una dinámica de europeización ya emprendida por
los zares – en sus aspectos económicos, sociales y culturales – desde la época de
Pedro el Grande. ¿No sería la revolución bolchevique, en su sentido profundo
y metapolítico, una reacción a este intento? ¿No sería la revolución socialista la
emergencia traumática de un atavismo ruso mal reprimido?
En su poema de 1918 “Los Doce”, el poeta simbolista Alexander Blok captura el
espíritu de su tiempo: en una atmósfera onírica de fin del mundo, entre el caos
revolucionario de San Petersburgo, una columna de doce bolcheviques avanza. Y a su
frente aparece Jesucristo. El bolchevismo, o la primera religión política de la
modernidad. La sed de absoluto, la esperanza escatológica, el alma mesiánica de la
vieja Rusia encontraba una nueva fe. La revolución socialista se revestía de un aura
sacra, con sus dogmas, sus liturgias y sus iconos. El sueño de la Tercera Roma revivía
– como decía Nikolay Berdiaev – en la Tercera Internacional, el nuevo sacro imperio
sostenido por una nueva fe ortodoxa: el comunismo.
Lo más chocante de la realidad soviética – aquello que le confiere, ante los ojos
occidentales, un carácter cuasi surrealista – era su dimensión doble: “de un lado –
señala Alexander Duguin – el discurso oficial, marxista, materialista y ateo. Y de otro
lado la realidad de las masas rusas que (…) reinterpretaban los dogmas oficiales
desde la óptica inconsciente del espíritu nacional ruso”.[3] No cabe hoy duda de que
fue finalmente esa nacionalización de la ideología comunista la que hizo posible la
consolidación del régimen. Disipada la promesa idílica de un paraíso comunista fue
finalmente el patriotismo soviético – es decir, la metamorfosis del patriotismo ruso –
el gran instrumento legitimador del “socialismo real” entre las masas populares.
Pero la paradoja va mucho más lejos. El marxismo-leninismo era una ideología de
corte racionalista y de pretensiones científicas. Una Vulgata progresista que del
pasado pretendía hacer tabla rasa, en aras de una modernización acelerada de la
sociedad. Pero fue una ideología que, al aplicarse a las realidades rusa y
centroeuropea, actuó de hecho como un ralentizador de la estandarización del
mundo impulsada, a nivel global, por la modernidad. Una modernidad que, de manera
inevitable, adquiría todos los rasgos de la civilización occidental. Los resultados del
“socialismo real” fueron contradictorios. Una modernidad caótica – según la definición
del antropólogo rumano Claude Karnoouh –. En términos puramente materiales –
expansión industrial y desarrollo técnico – la Unión Soviética recorrió en seis décadas
el camino que otros países tardaron dos siglos en recorrer. El precio a pagar fue alto
en términos de represión política, de escaseces materiales, de desastres ecológicos,
de proletarización forzada y de aculturación de grandes masas de población. Los
resultados fueron espectaculares: del arado romano a la conquista de la luna en sólo
unas décadas. Pero la vertiente “modernizadora” del comunismo es sólo una cara de
la historia.
En realidad el poder comunista – continúa Claude Karnouuh – “estaba anclado en
pautas que, en el contexto de la modernidad tardía, estaban ya aquejadas
de arcaísmo. En primer lugar la primacía otorgada al Estado – o más exactamente al
Partido-Estado – sobre lo económico. Es decir: la primacía de lo político. En segundo
lugar el mantenimiento de una ideología igualitarista fundada sobre la promoción
política de una “vanguardia” surgida de las clases populares (obreros y campesinos) y
convertida progresivamente en la nueva élite privilegiada. En tercer lugar el papel
asignado a la cultura clásica como ideal estético – el “realismo socialista” – por
oposición no sólo a las vanguardias, sino al “todo vale” contemporáneo. En cuarto
lugar la pusilanimidad (sic) de las formas sociales: la idea de “orden moral” cuando,
en Occidente, nada podía ya frenar la pornografía, la violencia, la desacralización, la
blasfemia […], en suma, la desaparición de todo valor permanente”.[4] En quinto
lugar – podemos añadir nosotros – la limitada influencia embrutecedora de la cultura
de masas norteamericana hizo posible que la vida cultural se desarrollase en estrecho
contacto con las tradiciones autóctonas. Una vida cultural bastante más rica, más
plural y menos “politizada” – a pesar de la pleitesía obligada a los dogmas marxistas
– de lo que la propaganda occidental pretendía hacer ver.
¿Fue el “socialismo real” una forma de arcaísmo? Sin duda alguna, si lo comparamos
con el capitalismo. El capitalismo ha sido mucho más “revolucionario” que el
socialismo a la hora de destruir los valores sociales heredados de la premodernidad.
Igualmente ha sido mucho más eficaz a la hora de impulsar el viejo ideal progresista
de unificación del género humano. ¿Qué otra cosa es sino la globalización neoliberal?
Sin duda alguna el capitalismo y el comunismo comparten las mismas raíces
ideológicas – la filosofía de la ilustración, el universalismo, el materialismo, el
paradigma economicista, la idea de progreso –, pero mantienen también notables
diferencias a nivel metapolítico. En realidad, puede hablarse de una brecha filosófica
entre ambos sistemas.
En primer lugar, si bien ambos sistemas se proclamaban universalistas, la
interpretación que daban a ese término era muy diferente. El universalismo occidental
se presenta ante todo como rechazo formal de toda discriminación. Y ése es un
discurso muy poco difundido en Rusia. “La ideología soviética – señala Marlène
Laruelle – afirmaba que la URSS estaba animada por la amistad entre sus pueblos y
por un internacionalismo hacia el exterior. El “racismo” era una “ideología burguesa”,
un fenómeno propio de los países capitalistas – la segregación racial en Estados
Unidos o el Apartheid sudafricano –; pero la amistad entre los pueblos que componían
la URSS no se sustentaba en la creencia en la universalidad del hombre, sino en la
idea de una comunidad de destino (…). El mensaje antiracista o antinacionalista
soviético no era, en modo alguno, una actitud de neutralidad frente a la nacionalidad
o el color de la piel. De lo que se trataba más bien era de subrayar la hospitalidad del
pueblo ruso (o soviético) que acogía a los alógenos a pesar de su alteridad”.[5] En
resumen: frente al universalismo como igualitarismo (propio del mundo occidental) se
alzaba el universalismo como internacionalismo: el propio del mundo soviético.
Pero existe una diferencia mucho más de fondo. La esencia del capitalismo absoluto
reside en su incapacidad de autolimitarse, porque su visión teleológica no acepta otra
cosa que no sea “el devenir de su propia inmanencia: el capital como beneficio, el
trabajo como plusvalía, el cálculo como medida de todo valor. De una forma u otra
rechaza toda obligación exógena de orden trascendental”.[6] En otras palabras: el
capitalismo es un nihilismo de lo efímero (Claude Karnoouh), una dinámica de
expansión ilimitada que no conoce ninguna barrera. En este sentido el comunismo
soviético era profundamente tradicional, en cuanto sí se autolimitaba, en cuanto sí se
remitía al “deber ser” de un orden trascendente, en cuanto su discurso oficial
destilaba – en el envoltorio de un discurso materialista e igualitarista – muchos
valores sociales que, en realidad, pertenecían al “viejo mundo”: el desinterés, la
gratuidad, la camaradería, la polaridad entre los sexos, el sentido de la familia, del
pudor y la decencia, la pedagogía no igualitaria, el respeto por la autoridad de padres
y maestros, el fomento de la cultura clásica, la idea de sacrificio por la colectividad, la
exaltación del heroísmo, el patriotismo y el sentido comunitario de la existencia. No
en vano ya apuntaba Marx (en el “Manifiesto Comunista”) que el verdadero agente
revolucionario es el capitalismo, no el socialismo. Algo que es especialmente cierto en
el campo de los valores sociales.
Suele describirse la experiencia del socialismo real como una “glaciación de la
historia”. Una metáfora que contiene algo de verdad, en cuanto pone de relieve que
el estancamiento social que estos regímenes provocaron hizo posible – aunque fuera
como efecto indirecto – preservar una parte del “viejo mundo”. Al pretender liderar la
modernidad y derrotar al capitalismo en su misma dinámica – la lógica tecno-
económica de la productividad – el comunismo fue inevitablemente derrotado. Pero al
mantenerse de facto apartado de la modernidad e impedir la americanización de las
sociedades, hizo posible al menos preservar un legado. El caso de la religión es un
ejemplo paradigmático. La represión pura y dura – en cuanto casi siempre genera
una resistencia – es mucho menos eficaz que la acción disolvente y nihilista de la
sociedad de consumo. No es extraño que la sociedad rusa sea hoy bastante más
religiosa que muchas sociedades occidentales. Y no es tampoco extraño que, frente a
los experimentos de ingeniería social fomentados por el “soft power” occidental, Rusia
sea, hoy por hoy, un bastión para la defensa de muchos valores tradicionales
amenazados.
Ni contriciones ni penitencias
Nunca faltarán los piadosos intentos, por parte de algunos fieles, de defender el
“socialismo real”. Pero la realidad es tozuda: el experimento comunista se saldó con
un fracaso sin paliativos. Y con una tragedia humana de proporciones bíblicas: guerra
civil, supresión de libertades, terror elevado a política de Estado, hambrunas,
genocidios, purgas, deportaciones masivas de poblaciones, un universo de campos de
concentración y un total estimado de 20 millones de víctimas, solamente en la Unión
Soviética.
Un pasado espeluznante. Pero un pasado que, de manera sorprendente, la mayoría
de la población rusa parece asumir sin ánimos vindicativos; desde luego sin los
ajustes de cuentas retrospectivos, las contriciones masoquistas y los exhibicionismos
victimarios que son la especialidad de Occidente. ¿Fatalismo oriental? ¿Espíritu de
sumisión? ¿Fascinación – como decía el Marqués de Custine – por la tiranía y el
despotismo? La realidad es bastante más compleja.
En primer lugar hay un hecho que reconcilia el pasado soviético en la memoria
afectiva de la población rusa. La historia soviética es ante todo la historia de una
victoria. La victoria frente a la invasión alemana de 1941. Un drama grandioso en el
que Rusia ofrendó 27 millones de muertos y ante cuya memoria todos los rusos – sea
cuál sea su edad, su condición o sus convicciones políticas o religiosas – forman una
unidad sin fisuras. La de 1941 fue una invasión de una brutalidad sin precedentes.
[7] Una agresión planteada como una guerra racial; como una guerra de conquista
exenta de las normas humanitarias del derecho de gentes que sí se respetaron en el
frente occidental. Una agresión ante la cuál la dogmática oficial (comunismo,
antifascismo, internacionalismo proletario etc.) cayó como una cáscara para ceder el
paso al espíritu patriótico de la Rusia eterna. En la memoria histórica rusa “el
fascismo” significa fundamentalmente el invasor. Y la segunda guerra mundial es, a
los ojos rusos, La Gran Guerra Patriótica. El relato épicoque legitima a la época
soviética y la redime de sus errores, de sus crímenes y de su fracaso final.
Algo que cabría aplicar también a la memoria de Stalin. Una de cada tres familias
rusas (aproximadamente) cuenta entre sus miembros con alguna víctima, directa o
indirecta, de sus políticas de represión y exterminio. Y a pesar de todo ello buena
parte de la población rusa sigue viendo en el tirano georgiano al líder adecuado para
aquella época de sangre y de hierro. Stalin fue el vencedor de Hitler y el líder
del gran salto adelante, de la transformación de un país aislado y subdesarrollado en
una potencia nuclear en condominio con los Estados Unidos. Y eso es algo que,
inevitablemente, toca una fibra común en casi todos los rusos, con independencia de
su credo o condición: su intenso orgullo patriótico, su identificación personal y
apasionada con la historia y el destino de su país.
Ni penitencias ni contriciones. Una forma de relacionarse con un pasado traumático
que es casi incomprensible para los europeos de hoy, embarcados en un proceso de
reescritura políticamente correcta de su propia historia. Algo que, desde la mentalidad
rusa, no tendría sentido. Porque desde esa mentalidad la historia no es pasto de
deconstrucción posmoderna, ni de exorcismos o pedagogías moralizadoras. Todos sus
episodios configuran un gran relato en el que prima un sentido de la continuidad
nacional. ¿Idealización de la historia? ¿Visión acrítica del pasado?
No se trata de eso. Lo que ocurre – y aquí reside el matiz – es que en Rusia las
páginas negras y los episodios siniestros no permean en percepciones acomplejadas
ante la propia historia. La autocrítica y el revisionismo circulan entre los especialistas
y son objeto de debate público, pero no conforman por sí solas políticas oficiales.
Éstas ponen más bien el foco en aquellos elementos en los que, más allá de las
polémicas y divisiones, todos los ciudadanos pueden verse identificados. Lo cual se
acompasa con un tipo de patriotismo todavía vigente en Rusia: el patriotismo que
considera a la nación no como una adición de individuos o intereses particulares
(patriotismo societario), sino como la suma de las generaciones precedentes, actuales
y futuras (patriotismo comunitario); no como el resultado de un contrato (patriotismo
constitucional) sino como un resultado de la identidad y de la historia.
Por supuesto, ese sentido de continuidad histórica sólo es posible desde una cierta
predisposición anímica: aquella que asume lo trágico como componente irrenunciable
de la existencia. Algo que la Europa de la soft-ideología y del pensamiento desnatado
– la Europa postmoderna y post-histórica – ha pretendido desterrar. Lo cual tiene su
lógica. Porque, ¿qué es la historia – señala Claude Karnoouh – sino “la emergencia
del devenir como tragedia, y no los trémolos moralistas de los histriones filantrópicos
de turno?”[8]
Una sangrienta astucia de la Historia
Dostoyevski había profetizado la revolución bolchevique. Había anticipado su signo
radicalmente anticristiano e inhumano. Había previsto que el precio del socialismo
serían muchos millones de muertos. Todo ello – según el autor de Crimen y castigo –
como un castigo divino impuesto sobre Rusia para purificarla. Pero Dostoyevski
también había afirmado que la regeneración final de Occidente pasaría por Rusia; por
una Rusia templada en el sufrimiento, con sus valores y con su espíritu fortalecido en
la más dura de las pruebas. ¿Delirios de un visionario? ¿Lucidez de un genio? A pesar
de la agudeza de muchas de sus intuiciones se nos hace difícil, desde nuestra órbita
cultural, abonarnos a esa visión providencialista de la Historia.
Pero lo que sí podemos hacer es constatar la ironía que subyace en la experiencia
histórica del “socialismo real”. La gran revolución que se situaba en la vanguardia de
la modernidad, hizo precisamente todo lo contrario: preservar (aunque fuera de
forma involuntaria o inconsciente) segmentos enteros del viejo mundo. Aquel sistema
que pretendía unificar al género humano hizo finalmente posible lo contrario: dar
paso a un grupo de Estados que, en pleno siglo XXI, forman una barrera frente a la
globalización neoliberal, unipolar y occidental.
Un resultado paradójico. Al precio de incontables millones de víctimas. Un torrente de
idealismo y de sufrimientos, de heroísmo y de iniquidades, de víctimas y de verdugos.
¿Mereció la pena? ¿Qué sentido podemos darle a todo ello?
Desde esa visión trágica de la existencia – la propia del universo mental ruso – las
moralinas retrospectivas parecen inútiles. Y frente a las visiones místico-
providencialistas, quizá sólo podamos constatar que la historia, en realidad, no tiene
ningún sentido. O que si lo tiene, éste escapa a nuestra comprensión. Decía Hegel
que el curso de los acontecimientos es astuto, ladino, y que sigue su propia lógica,
jugando para ello con los sufrimientos y con las pasiones de los humanos. Al final,
extinguidos el ruido y la furia, sólo queda la sangrienta astucia de la historia.
Un hombre de otra época
En un libro publicado en 1980 el escritor disidente Alexandr Solzhenistyn se
lamentaba de que la cadena radiofónica La Voz de América se limitase a difundir, en
sus emisiones dirigidas a la Unión Soviética, música de jazz, chismes sobre las
estrellas del pop, deportes, ocio, publicidad comercial y maravillas de la sociedad de
consumo, en vez de emitir sólidos alegatos anticomunistas, denuncias contra la
tiranía soviética y misas ortodoxas.[9] Con lo cuál el autor de Archipiélago
Gulag demostraba su ingenuidad. Porque lo que el escritor disidente no veía es que,
en los tiempos “líquidos” de la modernidad tardía, son precisamente esas
trivialidades, aparentemente inocuas, las más eficaces agentes de
la normalización capitalista del mundo. La vulgaridad de la cultura de masas es el soft
power que vehicula una “gramática unificada de las formas de vida” y una
“colonización de la vida cotidiana” (Jürgen Habermas dixit) que trata de imponerse a
toda costa en la guerra cultural global en la que se decide el orden mundial.
Pero el autor de Archipiélago Gulag pertenecía a otra época. A una época “sólida” de
convicciones rocosas y de creencias inamovibles. A una época de la que él fue el
último gigante.
Laureado con el premio Nóbel y convertido en el icono por excelencia de la disidencia
anticomunista, Solzhenitsyn no tardó en transformarse en un apestado dentro del
Occidente que le había jaleado como a un héroe. Y ello porque el gran escritor, en vez
de ensalzar el “mundo libre” según el canon del perfecto disidente, se reveló como lo
que en realidad era: un impenitente eslavófilo; un patriota ruso; un acerado crítico de
la democracia occidental, de la modernidad y del liberalismo. Y todo ello desde una
dignidad y una altura moral insobornables.
Renunciando a la comodidad de los intelectuales del establishment,Solzhenitsyn
denunció lo que nadie se atrevía a denunciar, se enfrentó a lo que nadie se atrevía a
enfrentarse. Y expresó a las claras, de manera frontal y sin compromisos, su rechazo
al “mejor de los mundos posibles” de la civilización liberal-capitalista. Lo hizo porque
él, que había pasado por la guerra, por el Gulag, por el aislamiento, por el acoso y
por el cáncer, había regresado de la casa de los muertos y era indestructible. Tras
haber sobrevivido al matadero soviético no tuvo reparos en denunciar
el pudridero moral de la sociedad de consumo occidental: un sistema deshumanizador
en cuanto priva a los hombres de toda referencia superior y los encadena al servicio
de una “felicidad” entendida en términos de acumulación material, de confort y de
seguridad.
Solzhenitsyn fue el último de los grandes. Sus ambiciones literarias fueron inmensas;
sus sufrimientos oceánicos; sus batallas sobrehumanas. Casi todo en él era
desmesurado, y en eso encarna como pocos el alma de la vieja Rusia: en su
indiferencia a la “felicidad”; en su énfasis sobre el valor del arrepentimiento; en sus
ideas sobre el sentido purificador del sufrimiento – ideas en las que asoma el espíritu
de Dostoyevski –. Solzhenitsyn “expresa una visión medieval del mundo: la Verdad
preexiste, pero no se revela más que en el relámpago ardiente de la prueba. Podría
hablarse de una especie de sentimiento medieval del juicio de Dios: la historia es
para Solzhenitsyn una ordalía”.[10] Al igual que Dostoyevski, fue en la prisión y en el
exilio donde el autor de “El Archipiélago Gulag” retornó a la fe de sus ancestros. Allí
se reencontró con el espíritu de su pueblo. Fue al religarse al mismo cuando se
encontró también con la gran tradición del pensamiento europeo que, desde
Aristóteles, defiende la existencia de categorías objetivas en el orden moral, ético y
estético. Acercarse a ese orden natural de las cosas constituía para él el autentico
progreso; y eso – como defendían Tolstoi y Dostoyevski – es casi siempre una
responsabilidad personal e intransferible.
Solzhenitsyn se situaba a idéntica distancia del mercantilismo liberal y del
totalitarismo marxista: dos formas de antropocentrismo que evacuan cualquier
preocupación por la trascendencia y sustraen al hombre de su confrontación con la
muerte. En este punto el análisis de Solzhenitsyn – señala el filósofo norteamericano
Daniel J. Mahoney – es muy parecido al de la crítica de Heidegger sobre la dictadura
de lo “cotidiano ordinario”: aquella en la que los hombres, perdidos en el
conformismo de lo que se les dice, evitan toda confrontación directa con su finitud. En
tales condiciones “el misterio pierde su fuerza” y se produce una “nivelación de todas
las posibilidades del Ser”. Ese abandono de las cuestiones últimas hace que para
Solzhenitsyn “la utopía socialista sea tan condenable como la utopía liberal; una
utopía que hace del “mercado” un fin en sí mismo, sin limitaciones legales o
morales.”.[11] Ciertamente, ese discurso no era lo que se esperaba de un disidente
soviético acogido por Occidente con todos los honores...
Disidente de ambos mundos
El autor del El Archipiélago Gulag fue siempre un disidente, pero un disidente de
ambos mundos. Sus ideas relativas al hecho nacional no podían estar más en
desacuerdo con el mundialismo neoliberal. En su discurso de recepción del Premio
Nóbel, Solzhenitsyn afirmaba que “la desaparición de las formas nacionales nos
empobrecería tanto como si todos los hombres estuvieran obligados a parecerse, con
una misma personalidad y con un mismo rostro”. La suya es una interpretación del
hecho nacional que “se aleja del credo cívico republicano y de las fórmulas
contractualistas tributarias de las revoluciones americana y francesa, pero que
también se aleja de las explicaciones étnicas o simplemente culturales de la identidad
nacional”. Su fundamento cabría buscarlo más bien – señala Daniel J. Mahoney – en
una especie de mística o de vitalidad espiritual que es la fuerza que sostiene a las
naciones. Para Sholzenitsyn la existencia de la nación forma parte de un “diseño
divino”. Una visión en las antípodas de ese “patriotismo constitucional” aséptico y
legalista que es la doctrina oficial de la postmodernidad, y que “reduce la lealtad
nacional a una mera aceptación de formas políticas procedimentales”.[12]
Solzhenitsyn nunca fue un antidemócrata – sus elogios a la democracia
norteamericana o suiza son muy elocuentes – ni un partidario del autoritarismo per
se. Lo que sí hizo fue denunciar – muy en la línea de Tocqueville – los peligros
del fundamentalismo democrático, del desbordamiento de la democracia a
dimensiones que nada tienen que ver con ella. Unas ideas que se enfrentan al
discurso del “todo vale”; al discurso que, desde una concepción tecnocrática de la
política, renuncia a cualquier propuesta de ideal o de “vida buena” y no tiene más
objetivos que el “bienestar” y la búsqueda de votos.
No es extraño que con estas ideas el premio Nóbel se ganara todo tipo de invectivas –
ultraconservador, nacionalista, autoritario, obscurantista – cuando no de calumnias
(tales como su pretendido “antisemitismo”). Para los gestores de Occidente entre los
disidentes había sus clases. Andrei Sajárov – apologeta de los “derechos humanos” y
partidario de una gobernanza mundial – era el disidente “bueno” (es decir, al gusto
occidental), mientras que Solzhenitsyn era el disidente “malo”. Por eso el premio
Nóbel “reunió contra sí, en Rusia y fuera de Rusia, a los doctrinarios marxistas y a los
doctrinarios liberales que denunciaban su persona y sus escritos desde un mismo
espíritu, desde un mismo lenguaje, con las mismas palabras, simétricamente”.[13]
La aparición de Solzhenitsyn supuso la irrupción, en medio del circo mediático
occidental, de una ráfaga del viejo mundo. De ese viejo mundo todavía presente en
Rusia y cuya persistencia tal vez se explique por un rasgo psicológico particular: la
incapacidad de los rusos para “instalarse” en las cosas y en la vida. Una
predisposición existencial de desapego. “El ruso – señala Francois Maistre – es
fundamentalmente un Homo Viator, peregrino en esta tierra”. Es por eso quizás por lo
que “el hombre ruso está llamado a resistir mucho mejor que los otros a la
uniformización y los condicionamientos inherentes al ´progreso’ ”.[14] Resistir, esa
parece ser la constante de su historia. ¿De donde surge tanta capacidad de
resistencia?
Triunfo del espíritu sobre la materia, denuncia radical del Mal, sentido de la
predestinación y de la libertad. El autor de Archipiélago Gulag fue el más genuino
continuador de Dostoyevski. Y fue también la voz de todos los héroes anónimos que,
frente al terror más implacable, mantuvieron la fidelidad a sus convicciones. La era
soviética hizo posible, al menos, la forja de tales hombres.
Un pueblo imperial
El eurasismo introduce un giro copernicano que contrasta con la tradición eslavófila.
Ambas corrientes coinciden en su antiindividualismo, en la idea de que el hombre no
es el centro del universo sino el agente de una misión que le trasciende. Pero el
zócalo sobre el que se asientan las identidades colectivas no es el mismo para ambas
corrientes. Si para los eslavófilos – nacionalistas panrusos, influidos por la idea
del Volkgeist – las colectividades humanas se definen ante todo por la pertenencia
étnica, para los eurasistas los grupos humanos se constituyen en torno a una
determinada “idea”. Mejor dicho, en torno a una comunidad de destino.
¿Comunidad de destino? El eurasismo es partidario de la idea de la convergencia
histórica. Autores como Trubestkoi y Saviskiy desarrollaron un concepto que sería
más tarde adoptado por otras disciplinas: “la similitud a través del contacto”. La
similitud como resultado no de una herencia común, sino de la vecindad continuada y
del desarrollo paralelo. “La ideología eurasiática – señala el politólogo Stefan
Wiederkehr – sostiene que los pueblos de Eurasia, a pesar de tener distintos orígenes
y de no estar genéticamente emparentados, han desarrollado, con el correr del
tiempo, una semejanza cada vez mayor y evolucionan hacia un mismo objetivo”.
Eurasia es lo que los eurasistas denominan un “espacio de desarrollo común”
(mestorazvitija); un “individuo geográfico” (P. N. Saviskiy). Pero el eurasismo
introduce también un cierto sentido de predestinación. De la misma forma que un
embrión desarrolla todo su potencial hasta convertirse en un ser adulto, Eurasia no es
el producto de una casualidad (una serie de pueblos coincidentes un mismo espacio)
sino que responde a una evolución necesaria. “La naturaleza de Eurasia – decía N. S.
Trubetskoy – reside en su predestinación histórica a devenir una unidad. La unidad
estatal de Eurasia es, desde el principio, un resultado inevitable”. La nación
eurasiática es en este sentido producto “no del pasado y de la descendencia, sino del
futuro y la teleología”[8].
A pesar de sus numerosas metáforas orgánicas, el biologismo y la genética no son
admitidas por el discurso eurasista. Éste permanece “en el reino platónico y hegeliano
de las ideas; la nación es religiosa y cultural; la historia del hombre no es la de una
lucha sangrienta entre los fuertes y los débiles”[9]. Ni rastro pues de darwinismo
social, ni de nacionalismo etnicista. En el contexto de la escalada del nazismo los
eurasistas tomaron posición, desde el punto de vista cristiano, contra lo que llamaron
la “barbarización de Europa”. Igualmente denunciaron el antisemitismo como un
materialismo antropológico extremo. No podía ser de otra manera. El rechazo del
racismo está en sintonía con la diversidad étnica del pueblo ruso. También con la
propia idea de “Eurasia” como continuidad heterogénea en su origen pero homogénea
en su destino. El discurso euroasiático no es un discurso sobre la nación sino sobre
el imperio, en el sentido más tradicional y más auténtico del término.
¿Qué es Rusia? La eterna pregunta. Para los eurasistas Rusia se asimila a Eurasia. Lo
cual no significa afirmar – precisa Marlène Laruelle – que Rusia sea Asia, sino que
existe un Asia rusa. Eurasia no es ni una simbiosis ni un mestizaje, puesto que en ella
se reúnen distintos pueblos y culturas – europeas y asiáticas – que no por ello
renuncian a su alteridad. Pero si Eurasia existe “lo es gracias a que el pueblo ruso
reúne en él todas las identidades de ese viejo continente. Rusia es eurasiática en su
misma esencia, con o sin Eurasia, y la supranacionalidad eurasiática es la expresión
de una ’rusidad’ que engloba en ella las diversidades nacionales”[10]. Dentro de esa
diversidad eurasiática el pueblo ruso es el agente cohesionador. Sin él, no habría una
totalidad que dé sentido a las partes. En ese sentido podríamos decir que el pueblo
ruso es un pueblo con unamisión. Un pueblo imperial. Rusia estaba llamada a tomar
la dirección, tarde o temprano, de toda Eurasia. ¿Como empezó todo?
[1]
Martin Malia, Russia under western eyes. From the bronze horseman to the Lenin
mausoleum. Belknap Press 1999, pag. 412.
[2]
http://www.gaceta.es/jose-javier-esparza/putin-mundo
[3]
Stephen F. Cohen, Failed Crusade. America and the tragedy of Post-Communist
Russia. https://www.nytimes.com/books/first/c/cohen-crusade.html
[4]
Stephen F. Cohen, Obra citada.
[5]
El Estado de Kosovo, emporio mafioso y narcotraficante, alberga una de las
mayores bases militares norteamericanas en el extranjero: Camp Bondsteel, 100
acres de tierra, más de 25 kilómetros de carreteras y una capacidad para 7000
soldados. Un elemento esencial en el despliegue militar norteamericano, con
proyección al Este de Europa y a los enclaves americanos en Asia Central y
Afganistán. Sobre los dirigentes de Kosovo pesa una investigación judicial por tráfico
de órganos extraídos de los prisioneros de guerra serbios.
[6]
Zbigniew Brzezinski, The Great Chessboard. American primacy and its geostrategic
imperatives. Basic books 1998
[7]
Alexander Duguin. Putin versus Putin. Vladimir Putin viewed from the Right. Arktos
2014. Edición Kindle.
[8]
Putin fue elegido Presidente tres veces en primera vuelta: por un 52% en 2000, un
71,2% en 2004, un 63% en 2013. Las estimaciones más fiables de fraude se calculan
entre 3 a 5%, un porcentaje insuficiente como para influir en el resultado final
(Frédéric Pons: Poutine, Calmann-Levy 2014, Edición Kindle). Según las encuestas del
independiente Centro Levada, entre 2006 y 2013, un 60-80% de la población rusa se
declaraba generalmente satisfecha con la gestión de Putin. En junio 2015 el
porcentaje subió a un 89%, en el contexto de la crisis en Ucrania.
[9]
Así lo afirma Alexander Duguin en: Putin versus Putin. Vladimir Putin viewed from
the right.Arktos 2014. Kindle Edition.
[10]
Vladislav Yuryevich Surkov (n. 1964) ocupó el cargo de Primer Vicepresidente de
la Administración Presidencial entre 1999-2011. Entre 2011-2013 ocupó el cargo de
Viceprimer Ministro de la Federación.
[11]
Citado en Marlène Laruelle, Le Nouveau nationalisme russe. Des repères pour
comprendre. L'Oeuvre Editions 2010, pags 232-237.
[12]
Marlène Laruelle, Obra citada, pag 237.
[13]
Vladimir Putin, Discurso en el Foro Internacional de Valdai, 19-Septiembre 2013.
[14]
Alexander Duguin, Obra citada.
[15]
El apoyo a las “revoluciones de colores” es dirigido desde Estados Unidos por
la Association Project on Transitional Democraties, cuyo Presidente es nombrado por
la Casa Blanca y trabaja en contacto con la CIA. Las fuentes financieras estatales son
la agencia de cooperación norteamericana (USAID) de la que depende el National
Endowment for Democracy (NED) que a su vez financia a las agencias de acción
exterior de los Partidos Demócrata (NDI) y Republicano (IRI). Entre las fuentes no
estatales destacan la Fundación Soros (Open Society Institute) y la Freedom House.
La llamada “sociedad civil” (básicamente, las ONGs y los medios de comunicación
prooccidentales) es financiada por estos organismos, que controlan también la
logística y las estrategias de protesta. (Fuente: Aymeric Chauprade, Chronique du
Choc des civilisations. Chronique Éditions 2013.
[16]
Constanzo Preve, La Quatrième Guerre mondiale. Éditions Astrée 2013.
[17]
Fiona Hill, Clifford G. Gaddy, Mr. Putin, Operative in the Kremlin. Brookings
Institution Press 2013, Kindle Edition.
[18]
Alexander Duguin, Obra citada
La hegemonía y sus armas
El gran tablero – decía Zbigniev Brzezinski. Rusia es la pieza a batir. El juego se
llama hegemonía.
Mal se comprenderá el sentido de la nueva “guerra fría” si no se la sitúa en el
contexto de una batalla global por la hegemonía. Antonio Gramsci daba una
definición precisa de ese termino. “Hegemonía” es – según el teórico italiano – “el
dominio que no es percibido como tal por aquellos sobre los que se ejerce”.La
hegemonía no necesita ser enfatizada ni declarada, existe como un hecho, es más
implícita que expresamente declarada. El liberalismo occidental – desde el momento
en que ho y es percibido como la realidad objetiva, como la única posible – es una
forma de hegemonía. La otra forma, complementaria de la anterior, es la hegemonía
norteamericana.
La hegemonía cuenta hoy con dos instrumentos principales. Uno de ellos es la
proyección del poder político, económico y militar de Estados Unidos como gendarme
universal y como “imperio benéfico”. Es el unipolarismo reivindicado sin tapujos por
los neoconservadores norteamericanos. La otra manera – tanto o más efectiva a la
larga – es la “globalización” entendida como diseminación de los valores occidentales.
Se trata, ésta, de una “hegemonía disfrazada”, en cuanto no se ejerce en nombre de
un solo país, sino en nombre de unos códigos supuestamente universales pero que
sitúan a Occidente en la posición de “centro invisible”.
[1]
Las armas de esta forma de hegemonía son ante todo culturales. Una gran empresa
de exportación de “Occidente” al conjunto de la humanidad. Quede claro que todo ello
no responde a una lógica “conspirativa” sino sistémica: Occidente es un gran vacío
que no puede cesar de expandirse. “El desierto crece”, que decía Nietzsche. Cuando
los países tratan de defender su relativa independencia, la hegemonía forma su
“quinta columna”. Aquí hay una cierta ironía de la historia. De la misma forma en que
la Unión Soviética utilizaba a los partidos comunistas locales como “quinta columna”
para la subversión del mundo capitalista, los Estados Unidos utilizan hoy a sus filiales
de la “sociedad civil” como agentes de subversión de las sociedades tradicionales.
Las “revoluciones de colores” o el amago de la “revolución de la nieve” en Moscú
ofrecen ejemplos de manual. Las elites globalizadas y consumistas, las ONGs
engrasadas con dinero occidental, los medios de comunicación “independientes”, las
llamadas “clases creativas” – burgueses-bohemios, artistas “transgresores”, minorías
sexuales organizadas – y una juventud estandarizada en la cultura de masas, imbuída
de una sensación de protagonisto. Todos ellos pueden ser – convenientemente
trabajados por el soft power – eficaces agentes de aculturación. Esto es, de
imposición de los valores y de los cambios deseados desde el otro lado del Atlántico.
Difusión de ideas y valores, ahí está la clave. Los programas de intercambio
académico son tan necesarios como el agit-prop cultural. La formación de elites de
recambio en Occidente es un elemento esencial de todo el proceso.
La batalla del soft power no consiste en dos ejércitos bien alineados, con fuerzas
disciplinadas lanzándose a la carga. Consiste más bien en una cacofonía en la que
innumerables voces pugnan por ser oídas. De lo que se trata es de orientar el sentido
de esa cacofonía. La clave de la victoria reside en una idea: quien impone el terreno
de disputa, condiciona el resultado. Por ejemplo, si el terreno de disputa es la
dialéctica “valores modernos versus valores arcaicos”, está claro que el bando que
impone esa visión del mundo llevará siempre la ventaja. Cuando el adversario
intente “modernizar” sus valores – conforme a la idea de “modernidad” suministrada
por la otra parte – estará implícitamente desautorizándose y reconociendo su
inferioridad. La insistencia del soft power occidental en erosionar una serie de
consensos sociales caracterizados como “tradicionales” se inscribe en esa
dinámica: ése es su terreno de disputa. [2]
La fractura del vínculo social. Entre jóvenes y viejos, mujeres y hombres, laicos y
creyentes, “progresistas” y “conservadores”. Los llamados “temas societales” son un
instrumento privilegiado por su capacidad de generar narrativas victimistas, idóneas
para ser amplificadas por el show-business internacional. El objetivo es siempre
proyectar una imagen opresiva, odiosa e insufrible del propio país – preferentemente
entre los más jóvenes y los sectores occidentalizados – y crear una masa social crítica
portadora de los valores estadounidenses. [3]
Se trata de una apuesta a medio o largo plazo que en Rusia se enfrenta a no pocas
dificultades. La desintegración de la Unión Soviética coincidió con un vacío de valores
que dio paso al cinismo, a la degradación moral y a una asunción acrítica de los
códigos de Occidente. Los oligarcas apátridas fueron la manifestación de ese
“capitalismo de frontera” que sería reconducido, en tiempos de Putin, hacia una
especie de “capitalismo nacional”. Pero la memoria es todavía reciente. La ofensiva
occidental de “poder blando” es percibida, por gran parte de la población rusa, como
un intento agresivo de revertir el país hacia los años de Yelstin: la época de los
“Chicago boys”, de los odiados oligarcas y del caos social.
La realidad es que Rusia ha tenido su dosis de revoluciones. Los intentos de generar
entre los rusos el desprecio por su propio país y el deseo mimético por Occidente
chocan contra un muro de resistencia popular. Decía el líder socialista Jean Jaurès:
“para quienes no tienen nada, la patria es su único bien”. Seguramente la hegemonía
necesitará, para remodelar un país a su deseo, algo más que una revuelta de los
privilegiados. La tentación es entonces pisar el acelerador.
La ofensiva del caos
El Imperio posmoderno se distingue por una peculiar fusión entre orden y caos. La
difusión viral de principios individualistas erosiona las sociedades tradicionales –
basadas en principios holistas – y provoca un caos del que el Imperio extrae su
beneficio. Una reformulación posmoderna del “divide y vencerás”. Es
el Chaord (síntesis de orden y caos) del que hablan los postmarxistas Toni Negri y
Michael Hardt. Es la Doctrina del shock, de la que habla Naomí Klein. Es el Imperio
del Caos, en expresión del periodista brasileño Pepe Escobar. Quede claro que
el Chaord no se limita, ni mucho menos, a operaciones de poder blando. El Chaord es
una panoplia, una espiral, una “guerra en red” en la que el soft power se
complementa con el hard power: desestabilización política, terrorismo y guerra.
En el año 2013 los Estados Unidos experimentaron, en su pulso contra Rusia, una
serie de contratiempos diplomáticos. En Siria, una mediación rusa de última hora
frustró el ataque que ya había sido anunciado por Washington contra el régimen de
Hafez El Assad. La mediación rusa jugó igualmente un papel esencial para evitar otra
escalada de sanciones contra Irán. Por si fuera poco, Rusia concedió asilo político a
Edward Snowden, el desertor que había expuesto a la luz las actividades de espionaje
masivo de los Estados Unidos. Y para rematar el año el gobierno de Ucrania anunció
que no firmaría el esperado “Acuerdo de Asociación” con la Unión Europea, y que sí
firmaría un acuerdo con Rusia que abría una perspectiva de ingreso en la Unión
Eurasiática.
Había llegado la hora de demostrar lo que el Imperio era capaz de hacer.
El modelo de Maidán
“Ucrania es un pivot geopolítico – escribía Zbigniew Brzezinski en 1997 – porque su
mera existencia como Estado independiente ayuda a transformar Rusia. Sin Ucrania,
Rusia deja de ser un imperio eurasiático. Sin embargo, si Rusia recupera el control de
Ucrania, con sus 52 millones de habitantes y sus reservas, aparte de su acceso al Mar
Negro, Rusia automáticamente recupera la posibilidad de ser un Estado imperial
poderoso, que se extiende entre Europa y Asia”. El gran Tablero – el libro firmado por
Brzezinski en 1997 – es considerado por muchos como un anteproyecto de lo que
ocurriría años más tarde en la “revolución de Maidán”.
La “revolución naranja” de 2004, auspiciada por Estados Unidos en Ucrania, no dio los
resultados esperados. Tras varios años de corrupción, de degradación del nivel de
vida y de querellas intestinas, las elecciones presidenciales de 2010 –
convenientemente validadas por la OSCE – dieron la victoria al pro-ruso “Partido de
las Regiones” de Victor Yanukovich. El gobierno de Yanukovich retomó las
negociaciones que el anterior gobierno pro-occidental había emprendido para firmar
un Acuerdo de Asociación con la Unión Europea. Las pretensiones rusas de tener voz
en esas negociaciones fueron rechazadas como intentos de injerencia. Conviene tener
presente, a esos efectos, que Rusia estaba previamente vinculada a Ucrania por una
red de acuerdos comerciales y que la economía rusa se vería inevitablemente
afectada por el Acuerdo de Asociación. Pero Bruselas planteó a Kiev la negociación
como un chantaje: o con Rusia o con Europa. [4]
La "falsa bandera"
El 20 de febrero 2013 tuvo lugar un evento que forzó el cambio de régimen. Más de
100 manifestantes y policías fueron abatidos o heridos en las calles por
francotiradores incontrolados. El suceso provocó una oleada de indignación
internacional contra Yanukovich, inmediatamente acusado de promover la matanza
(con Rusia como “instigadora”). El cambio de régimen era cuestión de horas. Pero en
los días posteriores, numerosos indicios y análisis independientes comenzaron a
apuntar que los disparos procedían de sectores controlados por el Maidán…
Se llama “operaciones de falsa bandera” a aquellos ataques realizados de tal forma
que pueden ser atribuidos a países o a entidades distintas de los auténticos autores.
Son también los casos en los que la violencia es ejercida por organizaciones o
ejércitos que, lo sepan o no, están controlados por las “victimas”. La indignación
moral y su rentabilización son las mejores palancas para desencadenar una guerra. [7]
El Kaganato
La visibilidad neonazi en el Maidán fue un regalo propagandístico para Rusia, que
pudo así movilizar los recursos emocionales de la “resistencia contra el fascismo”.
Como resulta que para el mundo occidental Putin es “neo-estalinista” se estableció así
un anacrónico juego de estereotipos. Lo cierto es que el régimen de Kiev no es
fascista. Se trata de un sistema oligárquico, dirigido por un gobierno semicolonial
revestido de formas democráticas. [8]
¿Otra guerra fría?
El Euromaidan nos sitúa ante un escenario inédito. Un gobierno legítimo puede ser
derrocado en la calle si la violencia se acompaña de una dosis adecuada de “poder
blando” que la justifique. Un ejemplo ante el que muchos, en Europa, deben haber
tomado nota.
Para alcanzar sus fines la agenda ideológica mundialista no duda en convocar a las
fuerzas del caos. Tras cosechar resultados en diversas partes del mundo – la situación
del mundo islámico es un buen ejemplo – los aprendices de brujo se vuelven hacia
una Europa donde los secesionismos, la crisis inmigratoria y las explosiones de
violencia social están a la orden del día. Todo ello en un contexto de pauperización
provocada por el neoliberalismo. Ofuscado por sus propias quimeras, el sistema
pierde sus referencias y se confunde con el antisistema. El relativismo posmoderno de
las democracias europeas abre un camino hacia su suicidio. [10]
Alexander Duguin, Putin versus Putin. Vladimir Putin viewed from the Right. Arktos
[1]
Otra cosa sería que el terreno de disputa sea, por ejemplo, la dialéctica:
[2]
del grupo punk Pussy Riot en la Catedral de Moscú, provocaciones tras de las que se
adivina la mano de los chicos de Langley.
Adriano Erriguel, Alabados sean los gays.
El Presidente de la Comisión Europea Durán Barroso declaró en febrero 2013 que
[4]
historia. Concluida la segunda guerra mundial los restos del Ejército Insurgente
Ucraniano de Stefan Bandera (formado durante la ocupación nazi) se convirtió en un
instrumento de la agencia norteamericana, que estuvo organizando operaciones de
sabotaje en Ucrania hasta finales de los años 1950. En la Ucrania independiente los
partidos neofascistas fueron siempre marginales, excepto en la parte occidental de
Galitzia, la zona más antirrusa de Europa. En las elecciones locales de 2009 el partido
Svoboda (Libertad) obtuvo notables resultados en esa zona. La peculiaridad de los
ultras ucranianos es su odio a Rusia, su hiperactivismo y su militarización. Dos meses
antes del Maidán, 86 activistas neonazis de Pravy Sektor recibieron entrenamiento en
instalaciones policiales en Polonia, según reveló la revista polaca NIE.
Semanas después de estos sucesos se divulgaba en Internet la grabación de una
[7]
El analista Martin Sieff, colaborador de The Globalist, lo expresa del siguiente
[10]
en 2008 tras una limpieza étnica, por un Parlamento dominado por albaneses y sin
referéndum ni consulta a la población.
Elemento determinante de la sublevación del Este de Ucrania fue la decisión de las
[12]
En el “ Pacto de Munich” en 1938, las democracias occidentales cedieron ante las
[13]
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Si alguien pensaba que la fórmula “defensa de Occidente” tenía todavía alguna vigencia, la actual crisis siria
le habrá extirpado cualquier esperanza. Lo que hemos visto en este horrible avispero es que el “bloque
americano”, nuestros aliados “de toda la vida”, han jugado a contemporizar con el Estado Islámico, que es la
negación más absoluta de todo cuanto la civilización occidental considera como propio, desde la dignidad
individual hasta la herencia cultural cristiana. Los que han hecho engordar a la bestia son los mismos países
que financian a nuestros clubes de fútbol, que compran nuestros trenes de alta velocidad o que se sientan con
nuestros militares en las asambleas de la OTAN. Son ellos los que han permitido –si no algo más– que los
cristianos sean machacados en Oriente Próximo, que el yihadismo se convierta en bandera política y que una
ola de desesperación llegue a nuestras fronteras poniendo a Europa en la peor crisis migratoria desde la
segunda guerra mundial. Esto no lo han hecho “los malos”. Esto, empezando por el estímulo de las
primaveras árabes y pasando por el caos criminal de Libia, hasta desembocar en la fuga masiva de cientos de
miles de personas desde Irak, Afganistán y, por supuesto, Siria, lo han hecho “los nuestros”. Y a lo mejor va
siendo hora de preguntarse quiénes son realmente “los nuestros”. O aún más hondo: quiénes somos
“nosotros”.
Hace medio siglo, uno decía “Occidente” y evocaba automáticamente un mundo de libertades públicas,
mercado libre con garantías laborales y orden social de inspiración cristiana. No era el paraíso terrenal, pero
sí el paisaje más habitable de cuantos habíamos conocido. Por supuesto que el poder era oligárquico –
siempre en la Historia lo ha sido–, pero la democracia liberal lo hacía soportable. Por supuesto que el
mercado libre tendía a la explotación, pero las políticas de protección social –hicieron falta revoluciones y
guerras para hallar el remedio– garantizaban que amplísimas mayorías tuvieran acceso a una riqueza más
que suficiente. Por supuesto que el cristianismo languidecía como fe viva, pero sus principios filosóficos,
sus ejes doctrinales, eso que se llama “derecho público cristiano”, seguían vertebrando la vida social y
separando lo bueno de lo malo, lo justo de lo injusto. Ciertamente, rara vez el cruzado está a la altura de la
cruz, pero bastaba ver lo que había al otro lado para resignarse y aceptar que, después de todo, lo nuestro era
mejor –o menos malo– y valía la pena luchar por ello. Ese era el mundo hasta hace muy pocos decenios.
Bajo esa convicción hemos vivido y hemos muerto. Pero eso se acabó.
Esto no es lo que era
Hoy uno mira alrededor y constata que aquellos viejos pilares se han desmoronado. Del famoso “derecho
público cristiano” ya no quedan ni las raspas y en su lugar se ha impuesto una pseudo moral civil compuesta
a partes iguales de sentimentalismo, sectarismo y nihilismo. El mercado libre, que alcanzó su apoteosis en
los años 90 con la globalización financiera, ha ido desmantelando desde entonces no sólo todo control
político, sino también muchas de las garantías sociales y laborales de posguerra. En cuanto a las libertades
públicas, no nos hagamos ilusiones: la crisis de las democracias, ahogadas en oligarquías cada vez más
alejadas del pueblo, no es algo exclusivo de España y, por otro lado, es una evidencia que hoy, a la hora de
hablar en público, hay muchos más tabúes que hace sólo veinte años. ¿En qué se ha convertido “Occidente”?
Hoy uno dice “defensa de Occidente” y la cosa suena a extravagancia, como aquel general del Teléfono
rojo de Kubrick que quería lanzar un ataque nuclear contra los soviéticos porque estaban contaminando
“nuestros preciados fluidos corporales”. ¿Qué vamos a defender exactamente? Es muy posible que, mañana,
aparezca otro escenario bélico forjado a golpes de fuego por la crisis siria, y es muy posible que, ese día,
soldados españoles tengan que volver entregar la vida allí. ¿Por qué van a hacerlo? El argumento de la
democracia y los derechos humanos ya no cuela; sencillamente, porque no es verdad. ¿Y entonces? ¿Por la
estabilidad de un mercado global que ya no es ni quiere ser garantía de paz social? ¿Por los intereses de unos
“aliados” que sólo miran por su propio provecho? ¿Por la construcción de un mundo sin alma ni destino?
En los últimos veinte años, eso que antes llamábamos “Occidente” se ha convertido en una suerte de gran
mercado anónimo universal regido por una superpotencia hegemónica, los Estados Unidos. Nada más que
eso. Las decisiones políticas quedan subordinadas a ese proyecto, al margen de la voluntad o el interés de las
sociedades. Nuestras naciones se disuelven. Los principios morales clásicos son combatidos hasta la
extinción y reemplazados por un singular mundo de matrimonios homosexuales y abortos por
recomendación estatal. El mercado ya no es un instrumento para la prosperidad del mayor número posible
de ciudadanos, sino un dios al que hay que adorar y obedecer por su propio poder. En esto nos hemos
convertido. Un cuarto de siglo después de la caída del Muro de Berlín, ¿alguien podría decir quién o qué ha
ganado exactamente?
Sí, claro: los Estados Unidos. ¿Y su proyecto es el nuestro, el de los europeos? ¿Su hegemonía es nuestra
supervivencia? Ya no está tan claro como hace diez años. “El país no lo sabe, pero estamos en guerra contra
América –confiaba Mitterrand a su último confidente, Georges-Marc Benamou–. Sí, una guerra permanente,
una guerra vital, una guerra económica, una guerra aparentemente sin muerte. Sí, son muy duros los
americanos, son voraces, quieren un poder exclusivo sobre el mundo. Es una guerra desconocida, una guerra
permanente, en apariencia sin muerte y, sin embargo, una guerra a muerte” (Le dernier Mitterrand, Plon,
2005). Quizás el viejo socialista francés, ya en sus últimos días, veía las cosas bajo una luz siniestra. Quizá.
Pero quizá, simplemente, estaba diciendo la verdad pura y desnuda.
No, la “defensa de Occidente” ya no tiene ningún sentido. No, al menos, si de verdad queremos que algo del
auténtico Occidente histórico sobreviva en el mundo actual. Europa debe empezar a cortar lazos. De lo
contrario, esos lazos nos ahogarán. Nos están ahogando ya
El retorno de los dioses fuertes
Francisco José Contreras 08 de abril de 2020
2020 será el fin de muchas cosas. Dejará una huella aún mayor que la de 1989 o
1968. Hay que remontarse a 1945 para encontrar una encrucijada tan relevante.