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RUSIA, METAPOLÍTICA DEL OTRO MUNDO (I)

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FILOSOFÍA POLÍTICA
EURASIA

Adriano Erriguel
“¡Vaya usted a Rusia! Es un viaje útil para todo extranjero; cualquiera que haya visto bien ese
país estará contento de vivir en cualquier otro sitio”. Así se expresaba el cosmopolita
Marqués de Custine en su célebre obra Rusia en 1839, hito de la literatura de viajes y de un
género destinado a hacer fortuna: la demonización occidental de Rusia. Un argumento de
actualidad recurrente.
“La civilización rusa está todavía tan cerca de sus orígenes que se confunde con la barbarie.
Su fuerza no reside en el pensamiento, sino (…) en la astucia y la ferocidad”. “No reprocho a
los rusos ser lo que son, sino su deseo de aparentar que son lo mismo que nosotros, los
europeos”. “El estilo ruso de gobierno es una monarquía absoluta temperada por el
asesinato”. “Rusia es una nación de sordomudos; algún mago ha transformado a sesenta
millones de hombres en autómatas”. “Siempre es bueno saber que existe una sociedad
donde ninguna felicidad es posible, porque el hombre no puede ser feliz sin libertad”. Las
invectivas del aristócrata francés se suceden en cientos de páginas y constituyen una
muestra sobresaliente – potenciada por el talento corrosivo de su autor – de una percepción
occidental de testaruda vigencia: la de Rusia como “otro mundo” hecho de opresión y de
sigilos, de arbitrariedad y de paranoia, de arcaísmo y de brutalidad; un universo engañoso
donde el despotismo oriental viste los ropajes de la civilización – la famosa “apinanza
envuelta en un misterio dentro de un enigma” que decía Churchill – y donde, más allá de las
apariencias y de los decorados de cartón piedra – el célebre “efecto Potemkim” – rige una
lógica elemental y eterna: la ley de la fuerza.
Un mundo reticente a nuestra “sociedad abierta”, a nuestra democracia y a nuestros
derechos humanos. Para George F. Kennan – gurú norteamericano de la disuasión
antisoviética – el libro del Marqués de Custine tenía, un siglo después, más vigencia que
nunca. Para los “kremlinólogos” de la época de la guerra fría el Estado policial soviético no era
un invento del comunismo, sino de los zares. Para los izquierdistas europeos la tiranía
soviética no era una consecuencia del marxismo sino – según la explicación trotskista – del
atraso secular de la “Madre Rusia”. Y para todos ellos Lenin y Stalin eran herederos, no de
Marx, sino de Iván el Terrible y Pedro el Grande [1]. Finalizada la guerra fría y desmembrada
la URSS, Zbigniew Brzezinski – ideólogo del “nuevo orden” americano – dictaminaba que el
espacio postsoviético pasaba a ser un “agujero negro” que debía ser neutralizado para evitar
que ponga en peligro la primacía global – de móviles siempre generosos y fuera de toda
sospecha – de los Estados Unidos.
Esta Vulgata de la “Rusia eterna” responde a una percepción esencialista de las identidades
nacionales; a un determinismo cultural que, en todo lo que se refiere al país euroasiático, es
muy persistente entre las élites occidentales. Lo cierto es que la rusofobia occidental –
acompañada de un fenómeno inverso, la rusofilia – ha respondido a lo largo de dos siglos,
más que a datos objetivos y realidades intrínsecas de Rusia, a “una percepción distorsionada
por la evolución de las sociedades occidentales, por sus miedos, esperanzas y frustraciones”.
[2] A estas alturas no tendría mayor sentido deconstruir de nuevo ese “gran relato” rusófobo,
señalar sus inconsistencias u oponerle el inverso “gran relato” rusófilo. Todo eso ya se ha
hecho en abundancia. Pero sí podría ser útil tratar de discernir si la incompatibilidad entre
Occidente y el “mundo ruso” es accidental o de naturaleza;si hay alguna posibilidad de
encuentro o si, por el contrario, ambos mundos están condenados a no entenderse nunca.
Lo cierto es que los desencuentros son demasiado recurrentes como para pensar que
derivan de meras “construcciones culturales” destinadas a difuminarse sin más en la
globalización. O dicho de otro modo: si bien los partidarios de la globalización – entendida
como universalización del paradigma occidental, básicamente anglosajón y norteamericano –
consideran que Rusia debe normalizarse y convertirse en “un país como los demás”, se hace
difícil pensar que Rusia pueda plegarse fácilmente a ser “un país como los demás”, porque
Rusia nunca ha sido “normal” y posiblemente nunca querrá serlo. A no ser, claro está, que
deje de ser “Rusia” y se transforme en otra cosa.
El interés de asomarse hoy al “hecho diferencial” ruso reside en ver en qué medida éste
plantea ideales éticos alternativos frente al modelo occidental de desarrollo social. Porque es
innegable que ese “hecho diferencial” se presenta hoy como el gran “factor irritante”, como el
enemigo a batir para la soft-ideología balsámica que la globalización enarbola a guisa de
legitimación moral. Un enemigo a batir que pone al desnudo la contradicción inherente en
esa ideología globalizadora: ésta se sustenta oficialmente en la aceptación del “Otro”, en el
culto al “Otro” – el “Otrismo” – como fetiche ideológico máximo. Pero ese culto sólo se refiere
al “Otro” que se desarraiga para integrarse en el “Todo” occidental; es decir, al “Otro” que, a la
larga, se convierte en lo “Mismo”. Pero cuando los “Otros” se quedan en su casa, cuando se
consolidan en un bloque geopolítico con valores políticos, sociales y éticos alternativos…
entonces comienzan los problemas.
Interrogarse sobre el “mundo ruso” equivale hoy, en suma, a interrogarse sobre un mundo
todavía disidente frente al modelo único que nos propone la globalización. Una disidencia
que no se queda en palabras, sino que se manifiesta en términos fácticos y geopolíticos, y
que procede además del único país cultural y – en gran parte – étnicamente europeo al que
el mundo anglosajón jamás ha podido sojuzgar. De ahí su carácter intolerable para los
gestores de Occidente.
El último Estado tradicional de Europa
¿La “Rusia eterna”? Conviene ponerse en guardia contra una concepción esencialista y
romántica de las identidades nacionales. Pero sí es preciso partir de una hipótesis realista: la
de las comunidades culturales constituidas no como entidades estáticas, sino como
constelaciones de valores que evolucionan a partir de sus propios presupuestos. ¿En qué se
diferencian, pues, los valores rusos y los occidentales?
En estas líneas mantendremos que el mundo ruso se enfrenta a Occidente en cuanto éste
encarna la modernidad en su forma más invasiva y excluyente, es decir, la modernidad que
hace tabla rasa de todo aquello que le ha precedido o de todo aquello que le es ajeno. Se
trata de una relación conflictiva – Rusia y la modernidad occidental – en la que se manifiesta
una característica esencial de la identidad rusa: el sentido comunitario de la existencia. Esta
característica – que podríamos denominar “la idea rusa” – entra en colisión directa con la
filosofía inpidualista, con una filosofía que es el vector principal de la modernidad occidental
y que en nuestros tiempos hipermodernos se plasma en unas sociedades atomizadas,
desestructuradas por la ruptura del vínculo social. La idea rusa moldea una percepción
diferente del hecho social, de la cultura y del hombre. Ahí reside, a nuestro juicio, el sentido
profundo del desencuentro entre ambos mundos.
Algo, por otra parte, que dista de ser un caso excepcional; otras civilizaciones son también
reacias a los valores de Occidente. Pero en el caso de Rusia la cuestión se complica, porque el
núcleo rector de su civilización – núcleo cultural, geográfico y étnico – forma parte de la
misma matriz europea que, en Occidente, engendró unos valores diametralmente opuestos.
“Rusia no es Occidente, pero tampoco es Oriente: es el inmenso Oriente occidental”.[3] O
dicho con otras palabras: Rusia no es sólo Europa, pero también es Europa. Y no sólo eso.
En realidad Rusia ha sido el último Estado tradicional europeo, el último que reproducía con
nitidez – casi hasta 1914 – ese esquema trifuncional por el que Georges Dumézil identificaba
a las sociedades indoeuropeas y que situaba a las funciones religiosa y guerrera en la cúspide
de la jerarquía social. “El Zar de Rusia – decía el Marqués de Custine – es un jefe militar, y
cada día con él es un día de batalla”. Al retener muchos de los elementos de esa cosmovisión
premoderna, Rusia retuvo algo que Europa ya había perdido. Es por ello por lo que la
cuestión de la identidad rusa – de surevuelta contra el mundo moderno – reproduce la lucha
que durante siglos se libró en Europa entre dos tipos diferentes de cultura: la de la
civilización industrial burguesa y la de los rebeldes frente a la misma; la de la modernidad
liberal e ilustrada y la de un romanticismo antiilustrado y antiburgués que desembocó en
una modernidad alternativa. La “idea rusa” es en ese sentido una cuestión que atañe a todos
los buenos europeos.
En busca de un Absoluto
Una relación conflictiva con la modernidad. Frente las pautas de la modernidad europea –
Renacimiento, Reforma protestante, revolución industrial, capitalismo, globalización – Rusia
siguió durante siglos su propio camino. Por ello no se trata tanto de un país como de una
civilización: el “mundo ruso” (Ruskiy mir). Larevuelta rusa contra el mundo moderno es una
historia tortuosa. Y una historia que atañe especialmente a la cultura y a la batalla de las
ideas: a la metapolítica. Porque sus auténticos protagonistas fueron los intelectuales. En
contra de lo que suele pensarse la identidad rusa nunca fue una creación de los poderes
públicos; los zares – apegados a la concepción premoderna de Imperio – nunca hicieron del
nacionalismo ruso una ideología de Estado. El surgimiento de Rusia como idea –
como Logos – fue sobre todo “obra de escritores, poetas, artistas, periodistas, músicos e
historiadores”.[4] Decía Solzhenitsyn que en Rusia “los escritores forman un gobierno
paralelo”. En ningún otro país del mundo – con la excepción tal vez de Francia – han tenido
los intelectuales un papel tan relevante en la vida pública; en ningún otro país del mundo han
tenido los escritores ese valor de profetas, de iconos o símbolos de la conciencia nacional.
La “Madre Rusia” como tierra de místicos, de profetas e iluminados: un estereotipo que,
como todos, contiene algo de verdad. Suele decirse que la nota definitoria de la
“intelligentsia” rusa consiste en la sed de Absoluto, en la exageración patológica, en la
tendencia a llevar las ideas y los conceptos a sus conclusiones más extremas y absurdas, en
la idea de que “detenerse ante las últimas consecuencias de lo que uno piensa equivale a
cobardía moral, a falta de compromiso con la verdad”.[5] “Dios te guarde de ser un tibio”,
decía Dostoyevski. Las batallas ideológicas libradas en Europa alcanzaron en Rusia un
paroxismo pseudo-religioso. Y ese mesianismo de los extremos hizo posible que ideologías
de sofá nacidas en París, Londres o Colonia pudieran aplicarse en Rusia con consecuencias
trágicas para millones.
Pero la nota auténticamente definitoria del mejor pensamiento ruso – de aquel que se
desarrolla desde mediados del siglo XIX hasta el primer tercio del XX – es su carácter
derebelión cultural antimoderna. Una rebelión contra la modernidad occidental y sus
corolarios: la disgregación social, la pérdida de vínculos comunitarios y orgánicos, la
instauración de una sociedad de mercado, el auge de una clase media consumista, el
inpidualismo y el materialismo. La identidad de Rusia se formuló por contraposición a
Occidente y constituyó la cuestión dominante del pensamiento histórico y social de ese país a
lo largo de dos siglos. Lo más enigmático y paradójico de todo ello – lo más
específicamente ruso – es que esa gran rebelión antimoderna adoptó, a partir de 1917, una
fórmula que se presentaba como la más materialista, igualitarista y ultramoderna de la
historia: la dictadura del proletariado. El marxismo-leninismo, o la cruel astucia de la
historia para preservar los últimos restos de un mundo tradicional bajo una carcasa de
incompetencia, de opresión y de dogmatismo.
Una astucia de la historia que – tras un siglo turbulento – deja un incómodo legado para
todos aquellos que anunciaban el fin de la misma y la parusía de la globalización anglosajona.
Pero conviene situarse en perspectiva, en las batallas ideológicas que comenzaron a librarse
en pleno siglo XIX.
Apocalípticos y nihilistas
Suele pensarse que Rusia es un país sin cultura política. Sin “pensadores” ni “filósofos” en el
sentido académico y occidental del término. Lo cierto es que el pensamiento ruso
propiamente dicho nace partir de las intuiciones de sus grandes escritores. Y se expresa
sobre todo en la literatura.
La gran literatura rusa es ante todo una literatura de ideas, y sus grandes autores son
tan pensadores como literatos. Se trata de una literatura en la que la indagación estética es
totalmente secundaria: nada más lejos de los grandes escritores rusos – los del siglo XIX –
que la literatura como oficio y como tramoya, como técnica o como primorosa ebanistería de
la pluma. Todo lo contrario. Los grandes escritores rusos – Dostoyevski a la cabeza de todos –
conciben la escritura como una misión cuasi sacerdotal en la que la intensidad de las ideas y
la necesidad de expresarlas estallan a borbotones por encima de cualquier consideración
formal, como si el escritor fuera un medium que se viera impelido a transmitir un mensaje.
En contraste con el pensamiento occidental – más orientado hacia la especulación abstracta –
la preocupación casi exclusiva de estos escritores es el hombre, su dimensión espiritual y las
condiciones para su desenvolvimiento social. Unas preocupaciones que pasarían de
generación en generación.
Las ideas más importantes surgidas del ámbito cultural ruso nacen a partir de una polémica
que, en el siglo XIX, pidió a la elite intelectual en dos bandos: por un lado los radicales,
revolucionarios y nihilistas – la “intelligentsia” propiamente dicha –, y por el otro los que,
desde persas posiciones ideológicas, les dieron la réplica. En el primer grupo figura la
abigarrada tradición revolucionaria que culmina en Lenin, Trotsky y Stalin. El segundo grupo
constituye lo que se podría llamar la contra-intelligentsia y alcanza su máxima cumbre en
escritores como Fedor Dostoyevski, Lev Tolstoi y Anton Chéjov.[6] Pero en Rusia las pisiones
ideológicas no responden a la lógica de Occidente, sino que discurren por cauces más
intuitivos, menos proclives al razonamiento cartesiano. Casi todos los bandos en disputa
compartían una sensibilidad común en aspectos como el rechazo al modelo burgués
occidental y la identificación con el pueblo más humilde, todo ello aderezado con una
seriedad cuasi religiosa a la hora de defender sus ideas. La transversalidad entre la derecha y
la izquierda era en Rusia mucho mayor que en Europa.
Un país de paradojas. Por un lado los radicales se proclamaban materialistas y partidarios de
la ciencia, pero entendían “la ciencia” como una fe y un dogma de redención; se proclamaban
igualitaristas, pero de facto practicaban un mesianismo de la minoría rectora; exaltaban la
fraternidad, pero al mismo tiempo desarrollaban una mística de la violencia y la destrucción.
Y por otro lado los supuestamente conservadores rechazaban la revolución, pero su sentido
identitario les llevaba a exaltar la vida comunal campesina (la obshina) como una especie de
comunismo autóctono; respetaban el orden establecido, pero compartían con los radicales la
exaltación idealizada del pueblo (populismo) como depositario de una forma de vida
igualitaria yauténtica. Y tanto para los unos como para los otros el auténtico pueblo
ruso (ruski narod) eran los campesinos.
Otra gran pisión, que se superponía en parte a la anterior, era la de los eslavófilos y los
occidentalistas. Los primeros eran los tradicionalistas que, influidos por el idealismo
germánico y por la teoría del Volkgeist, elaboraron un nacionalismo pan-ruso. Entre los
segundos se incluían los partidarios de un modelo europeo de organización social, ilustrado y
liberal. Los nihilistas y los revolucionarios eran también occidentalistas, pero a su manera:
partidarios de una vía rusa hacia la revolución, compartían sin embargo con los eslavófilos un
sentido comunitario de la vida y un igualitarismo instintivo que se remontaba a un
milenarismo de raíz religiosa y premoderna.
Pero en lo que casi todos los grupos coincidían era en la aversión a las zonas tibias de la vida
espiritual. “Apocalípticos o nihilistas” – decía el filósofo Nikolay Berdiaev. Porque el espíritu
ruso, cuando más claramente expresa los rasgos de su pueblo, se precipita hacia el fin y el
límite, no puede permanecer en el punto medio de la cultura. “La polaridad antinómica del
alma rusa compagina el nihilismo con la aspiración religiosa hacia el fin del mundo, hacia la
nueva revelación, hacia la tierra y el cielo nuevos. El nihilismo ruso es el apocaliptismo ruso
distorsionado. Un pueblo así difícilmente puede ser feliz en su historia”.[7] Las virtudes
burguesas no interesaban a los apocalípticos ni a los nihilistas. Tampoco la felicidad. Sólo así
se explica que el más estridente grito de protesta contra la felicidad que desde la literatura se
haya lanzado jamás se encuentre en las páginas del mayor escritor ruso de todos los
tiempos.[8]
El virus de la utopía
“Un mundo feliz”: la ensoñación progresista que está en la raíz de los totalitarismos
modernos. Una utopía frente a la cual el pensamiento ruso fue el primero en dar la voz de
alerta. Porque en ninguna otra parte como en Rusia brilló con tanta fuerza ese espejismo, la
fe en el poder transformador de la teoría, la creencia en que una ideología podría imponerse
por la fuerza, la aspiración a edificar una sociedad perfecta. Y para ello, el revolucionario
como demiurgo, la destrucción como espasmo metafísico: éstas eran las señas de identidad
del nihilismo ruso, de la intelligentsia radical a la que los principales escritores rusos –
Dostoyevski y Tolstoi a la cabeza – dieron la réplica. Y lo hicieron en un sentido antiutópico,
para señalar que quien trata de convertir la tierra en un paraíso la convierte, de hecho, en un
infierno.
La gran literatura rusa es eminentemente anti-ideológica en cuanto en ella se denuncian los
límites de la teoría, la pretensión de moldear la realidad a partir de apriorismos doctrinarios.
En sus novelas Tolstoi expresaba la futilidad de cualquier intento por descubrir un sentido de
la historia, por reducir la heterogeneidad del hecho social a un conjunto de fórmulas. Para el
autor de Guerra y Paz la historia no es una ciencia, y la sociología, en cuanto pretende serlo,
es un fraude; y si algún día la pretensión científica de descubrir “las leyes de la historia” se
viera satisfecha y admitiéramos que la vida humana puede determinarse por la razón,
entonces la posibilidad misma de la vida – entendida como conciencia y como libre albedrío –
se vería destruida.[9] Dostoyevski, por su parte, afirmaba la futilidad de las medidas sociales
y políticas dirigidas a eliminar el Mal, porque el Mal anida en el interior del hombre y su
derrota depende, en último término, no de la reforma de las instituciones sino de la
responsabilidad personal y los esfuerzos microscópicos de cada uno. Y Chéjov desarrollaba
en su obra una sociología de lo prosaico que ponía el énfasis, no en el gran drama y en las
ensoñaciones utópicas, sino en los empeños cotidianos y en la decencia ordinaria. Como
señala el crítico literario Gary Saul Morson, “la exploración de lo prosaico constituye la
principal aportación de la contra-intelligentsia rusa”[10]
Una paradoja muy rusa: cuando estos grandes escritores denunciaban el utopismo sabían
muy bien de lo que hablaban, porque ellos también estaban infectados por este virus. Son
bien conocidas las exhortaciones mesiánicas de Dostoyevski sobre la misión universal de
Rusia. Como también lo es el “tolstoismo”, ese peculiar cristianismo anarquista que llegó a
alcanzar ribetes de secta. No parece sino que todas las grandes corrientes de pensamiento
ruso – tanto las occidentalistas como las eslavófilas, tanto las revolucionarias como las
conservadoras – estaban permeadas, aún a su pesar, por un común impulso escatológico
cuyo origen podría rastrearse en una tradición ortodoxa distorsionada.
De esta tradición intelectual, barroca, tortuosa y pergente, surge el desencuentro entre la
“idea rusa” y el discurso de valores occidental. La “idea rusa” apenas transitó por los cauces
del pensamiento burgués. Le faltó para ello el sustrato sociológico – una clase media
ilustrada –, las condiciones políticas – la democracia liberal – y la base económica – una
transición gradual al capitalismo. Le faltó fundamentalmente la tradición intelectual
racionalista de Occidente. La consecuencia final es que Rusia se ha mantenido al margen de
un modelo cultural que, al cabo de dos siglos, ha venido a cristalizar en el “pensamiento
único” de la globalización: la ideología postmoderna que pretende remodelar un orden
mundial a la medida de Occidente.
Apuesta por lo trágico
“¡Dios, qué triste es nuestra Rusia!” exclamaba Alexander Pushkin, el poeta nacional ruso
cuya obra es, sin embargo, la más alta expresión del júbilo de vivir. Porque la melancolía
puede ser también alegre. Y lo trágico tampoco debería confundirse con lo triste. Éste es otro
gran mensaje de la “idea rusa”, la contradicción suprema que los personajes de Dostoyevski –
exultantes en su sufrimiento – encarnaron como nadie. Fenómeno histórico inédito: la
Europa actual es la primera civilización que ha pretendido eliminar lo trágico de la historia. Y
con ello se condena a la esquizofrenia social, a la felicidad como obsesión y como deber, al
eterno porcio entre los deseos y la realidad. El irracionalismo ruso, por el contrario, al asumir
lo trágico como revulsivo vital se muestra paradójicamente mucho más razonable, puesto
que con ello dice sí a lo problemático, a lo terrible, a lo dionisíaco.
No se puede entender a Rusia – ni entender la Rusia actual – sin tener en cuenta estaapuesta
por lo trágico que está incardinada en el fondo de su cultura, y que dota al pueblo ruso de
una correosa capacidad de resistencia. Ningún otro pueblo ha padecido una historia tan
dramática durante el siglo XX. Ningún otro país ha conocido un totalitarismo tan brutal.
Ninguna otra zona del mundo ha ofrecido un mayor tributo en vidas humanas – en conflictos
civiles, purgas, represiones, hambrunas, holocausto, guerras y deportaciones – que
esas tierras de sangre comprendidas entre Ucrania, Bielorrusia, el Báltico y la Rusia
Occidental. Y sin embargo no existe en la Rusia actual esa culpabilización del pasado, ese
examen de conciencia permanente, esa tiranía de la penitencia que ha hundido a las
sociedades europeas en una parálisis de la voluntad. El pueblo ruso asume su pasado y no lo
convierte en pasto de autoinculpaciones masoquistas. Porque para los rusos la historia es
tragedia y asumir la tragedia es asumir la propia historia.
Por el contrario, Europa aborrece la tragedia: ergo se esfuerza en salir de la Historia.
Entregada a un espejismo de “dulce comercio” y de gobernanza, convertida en dócil
protectorado, aferrada a sus pequeños dogmatismos, Europa delega sus responsabilidades,
abdica de su soberanía. Europa se somete. Decía el Marqués de Custine que Rusia es un país
de autómatas, temerosos y obedientes. Si en el mundo de la globalización pudiera alzar la
vista, tal vez se sorprendería al ver donde están los auténticos rebeldes.
II
¿Rusia es culpable?
Mucha retórica se hizo, a lo largo de dos siglos, sobre Rusia como encarnación de la barbarie
asiática, como quintaesencia de la “horda”. De una manera u otra ese estereotipo sigue
latente en nuestro imaginario. Y de forma interesada es periódicamente reactivado. Por
definición, Rusia casi siempre es “culpable”. ¿De dónde surge esa retórica? ¿A qué obedece su
persistencia en el tiempo?
En las líneas que siguen mantendremos que, entre Rusia y Occidente, hay un desencuentro
de fondo. Y ello es debido a que la civilización rusa ha evolucionado de forma propia, se ha
enfrentado a Occidente y ha forjado unos valores propios. ¿Una contramodernidad
alternativa?
Una historia sesgada
El discurso rusófobo adquiere carta de naturaleza tras el fin de las guerras napoleónicas, a
partir de la consolidación de Rusia como gran potencia europea. Ese discurso fue
sistemáticamente alimentado durante el siglo XIX por la propaganda anglosajona, en el
contexto de la rivalidad entre los imperios británico y ruso por el control de Asia central – el
“Gran Juego” del que hablaba Ruyard Kipling –. La imagen de una Rusia autocrática sumida en
el oscurantismo y la tiranía perduró hasta la revolución de 1917. A partir de entonces el
comunismo – asimilado a la barbarie y despotismo asiáticos – quedó asociado a la imagen de
ese país, convertido en paradigma del totalitarismo frente al mundo “libre”. Con diferentes
altibajos esa imagen perduró hasta la caída de la Unión Soviética, para dar paso a la imagen
turbia de una Rusia inmersa en la corrupción y manejada por oligarquías mafiosas. La
historia concluye con la irrupción de un tirano de nuevo cuño: Vladimir Putin.
Se trata de un discurso sesgado, al menos en lo que se refiere a la historia previa a la
revolución de 1917. Suele obviarse un dato de partida: situada en la periferia oriental de
Europa, Rusia fue durante siglos el amortiguador de las invasiones asiáticas y una barrera
defensiva de facto para la civilización europea. Las publicitadas brutalidades de algunos de
sus gobernantes – Iván el Terrible y Pedro el Grande, básicamente – encuentran dignos
parangones en no pocos episodios de la Europa de aquellos años. Pero es a partir de la edad
contemporánea cuando la historia se cuenta sistemáticamente a medias. Fue la moderación
del Zar Alejandro I la que hizo posible que Francia, tras la derrota de Napoleón, se reintegrara
como potencia de primer orden en Europa. A lo largo del siglo XIX Rusia participó en un
concierto europeo que, con todos sus defectos, hizo posible un siglo de paz en el continente.
El imperio zarista era ciertamente una autocracia, pero también era un imperio
multinacional, tolerante en lo cultural y en lo religioso; sus conductas en los territorios
conquistados fueron, comparativamente, bastante más benignas que las prácticas coloniales
de muchas potencias europeas. Y es cierto que la servidumbre perduró hasta 1861, pero en
ese mismo año se abolió por decreto, mientras que los Estados Unidos precisaban de una
guerra civil para abolir la esclavitud.
En las guerras de liberación balcánicas, Rusia contribuyó con su sangre a la independencia de
los pueblos eslavos. Fue solamente la intervención de las potencias occidentales –
interesadas en mantener el equilibrio de poder – la que impidió que los ejércitos rusos
expulsaran a Turquía del suelo europeo. A pesar de la carencia de instituciones democráticas
y de la dureza de los presidios siberianos no puede decirse que, durante la mayor parte del
siglo XIX, las prácticas represivas en Rusia estuvieran a años luz de las que estaban a la orden
del día en muchos países de Europa y América.
Pero es en la vida intelectual donde se desmiente la imagen de un mundo monocorde, hecho
de opresión y de silencios. El siglo XIX fue la edad de oro de la cultura rusa: una ebullición de
ideas, de debates y de disidencias que la censura zarista a duras penas lograba controlar. La
gran cultura rusa se desarrolló siempre en tensión dialéctica con Europa; una relación de
atracción y de rechazo que se acompañaba del sentimiento de formar parte del mundo
europeo, entendido en un sentido amplio. Y con particular celo mesiánico – señala la
historiadora Vera Tolz – “los intelectuales rusos decidieron que la salvación de los auténticos
ideales europeos constituía la misión histórica de Rusia”.[11]
Rebelión contra el mundo moderno
¿Metapolítica de Rusia? Si tuviéramos que resumirla en una fórmula, podríamos decir que
Rusia apostó casi siempre por Europa. Si bien por otra Europa.
Los grandes intelectuales rusos fueron, casi siempre, pensadores religiosos. Señalaba el
filósofo Nikolay Berdiaev que “los pensadores del tipo de Dostoyevski y Konstantin Leontiev
no negaban la gran cultura de la Europa occidental. Respetaban esa cultura más que los
europeos contemporáneos. Pero rechazaban la civilización europea contemporánea, su
espíritu “burgués” o “pequeño burgués”. Veían en ella una traición a las grandes tradiciones y
legados del pasado de la cultura europea”.[12]
Más que de una oposición entre Rusia y Europa se trataba por tanto de una lucha entre dos
tipos de cultura. De una lucha que durante más de un siglo se libró en el propio suelo
europeo: por un lado la civilización industrial, burguesa y moderna – de espíritu
fundamentalmente materialista e irreligioso – y por otro lado la protesta contra ese mundo
moderno que se expresó en el romanticismo, el simbolismo y en toda una gama de
tendencias utópicas y reaccionarias. “Todo el fenómeno de Nietzsche – añadía Berdiaev – con
su sueño apasionado de una cultura trágica, dionisíaca, fue una propuesta vehemente y
enfermiza contra el espíritu triunfante de la civilización europea. Este problema es universal y
no puede ser explicado como un problema de oposición entre Oriente y Occidente. Es el
problema de la contraposición entre dos espíritus, entre dos tipos de cultura tanto en Europa
como en Rusia, tanto en Occidente como en Oriente.”[13]
Rusia se constituyó, a partir de mediados del siglo XIX, en un arsenal intelectual para todos
los rebeldes contra el mundo moderno. “Para bien y para mal – escribe el historiador Steven
G. Marks –a finales del siglo XIX el liberalismo, el capitalismo y el imperialismo estaban
arrancando a muchas sociedades de sus formas de vida tradicionales. O como escribía
Martin Buber: el hombre moderno ha perdido la sensación de “sentirse en casa” en el
mundo. Y muchos intelectuales fuera de Europa, enfurecidos y alienados, culpabilizaron de la
opresión, de la pobreza y de los males de su existencia a un Occidente tan todopoderoso
como profundamente detestado. Para todos ellos, Rusia se configuró como el símbolo de la
resistencia frente a la civilización occidental”. [14]
¿Por qué Rusia? Lanzada por los zares a una carrera contra reloj para no perder el tren del
progreso, empeñada en una industrialización acelerada para mantener su paridad de gran
potencia, Rusia se vio sacudida de forma intensa por el cortocircuito de la modernidad. Y el
universo cultural ruso, que conocía entonces su edad de oro, empezó a tomar conciencia de
los efectos colaterales de este proceso. Los intelectuales rusos empezaron a prodigar críticas
contra la modernidad occidental, con sus gobiernos representativos, su economía capitalista
y la primacía de una clase media consumista en una sociedad industrial y urbana. No es
extraño por tanto que en Europa y en otras partes del mundo, “gran número de escritores y
artistas desilusionados con el materialismo y el racionalismo de una sociedad obsesionada
por el progreso, comenzaron a expresar su descontento a través de los experimentos del
movimiento modernista. Y todos ellos volvieron su atención a las novedades intelectuales
que, irradiadas desde Rusia, ofrecían alternativas al poderío occidental y a sus valores”.[15]
Un fenómeno cultural que terminó resultando en una paradoja suprema: esa resistencia
frente a la modernidad, a base de intentar subvertirla, contribuyó también a moldearla. Se
sentaron así las bases de una modernidad alternativa.
¿Tolstoi o Dostoyevski?
Modernismo: el paradójico nombre que, en los manuales de historia, designa al movimiento
que dio cauce a la gran rebelión cultural antimoderna que estalló en el tránsito del siglo XIX al
XX. En realidad el modernismo es una mutación delromanticismo: una corriente que puede
definirse como una crítica de la modernidad en nombre del pasado, como una protesta
cultural contra la civilización moderna, industrial y burguesa.[16] En el modernismo, en
sentido amplio, caben una multitud de tendencias – simbolismo, expresionismo,
irracionalismo, surrealismo – que tienen sus orígenes en el romanticismo y en el grito de
liberación de la conciencia inpidual y colectiva frente a los muros impuestos por la ilustración
racionalista y la religión del progreso.
No es extraño que fuera Alemania, la cuna del romanticismo, el país que con más intensidad
volviera la mirada hacia Rusia. Más allá de las contingencias políticas, una corriente de
afinidad subterránea circulaba entre ambos pueblos. Una corriente que reivindicaba la parte
irracional, mística e indomable de la cultura y del hombre. Así lo sentían al menos sus
espíritus superiores. “El rasgo característico de los alemanes – decía Dostoyevski –, ese
pueblo grande, orgulloso y peculiar, es el de protestar. Alemania jamás hubiera querido
unirse con el mundo occidental, ni en sus destinos ni en sus principios”. Thomas Mann
subrayaba también la proximidad espiritual y metahistórica entre Alemania y Rusia. En su
obra Consideraciones de un apolítico el autor de La Montaña Mágica recurría a Dostoyevski –
y a su crítica del Occidente pequeño burgués – para reforzar la contraposición polémica entre
la Kultur alemana y la civilisation occidental. Un argumento que caía en suelo fértil: en ningún
otro país europeo fue Dostoyevski más leído que en Alemania, país donde se convirtió en
“autor de culto” de la mano del coeditor de sus obras completas, Arthur Moeller Van Der
Bruck, el teórico de la “Revolución conservadora”.[17]
La influencia de Dostoyevski sobre la “revolución conservadora” alemana fue decisiva. El
autor de San Petersburgo representaba la encarnación de Rusia, la expresión de “la locura
rusa, de la tragedia eslava, de sus interiorizaciones místicas y de su tensión frenética”. Rusia
era – para Moeller Van Der Bruck – “un pueblo místico […] que puede ayudar a los alemanes a
acercarse a su religión ancestral”. Y añadía: “si algún día la humanidad occidental llegara a su
ocaso y el espíritu alemán estuviera en dormición, sólo una madre eslava podría dar a luz a
un nuevo Buda o a un nuevo Jesús, procedentes de Oriente”. Está claro que la rusofilia de
Moeller Van Der Bruck servía a unos objetivos propios: el deseo de empujar a sus
compatriotas hacia una toma de conciencia sobre la oposición entre la Kultur germánica y la
civilización occidental.[18]
Un Dostoyevski alemán. Un icono de la Revolución conservadora. Un símbolo de Rusia. ¿De
toda ella? Normalmente suele considerarse al otro gran profeta ruso, León Tolstoi, como el
polo opuesto. No en vano ya Lenin definía a Tolstoi como un autor “progresista”, como el
precursor de la revolución rusa…
La contraposición parece clara: el progresista Tolstoi versus el reaccionario Dostoyevski. El
pacifista Tolstoi versus el belicoso Dostoyevski. El anarquista Tolstoiversus el monárquico
Dostoyevski. Pero se trata de una contraposición superficial y equívoca. Una simplificación
que esquiva la realidad de fondo: el carácter antimoderno, antiliberal y rabiosamente
antioccidental de ambos gigantes.
Un oscuro nihilismo
Anna Karenina se suicida bajo las ruedas de un ferrocarril, símbolo del mundo moderno. El
dramático final de la novela de Tolstoi expresa la radicalidad del rechazo que la modernidad
occidental provocó entre los intelectuales rusos.[19]
Bien sabido es que el autor de Guerra y paz desarrolló una peculiar filosofía propia, el
“tolstoismo”: una visión ecuménica, pacifista y anarquizante que rechaza todo patriotismo del
trono y el altar. Pero ese rechazo ni se sustentaba en la filosofía de las Luces ni conducía a los
predios del racionalismo y del progresismo. Más bien lo contrario.
Toda la obra de Tolstoi es una protesta contra la idea de que la historia y la naturaleza
humana pueden ser encapsuladas en fórmulas racionales. Todo su mensaje es una reacción
contra el optimismo liberal, contra la confianza en la inevitabilidad del progreso material y en
la mejora moral de la humanidad. De todos los comentadores de la obra de Tolstoi, es
posiblemente el filósofo Isaiah Berlin quien mejor haya captado ese lado oscuro del autor
de Guerra y paz. En uno de sus más penetrantes ensayos, Berlin subrayaba las afinidades
entre Tolstoi y el pensador reaccionario por excelencia: el conde saboyano y embajador en la
corte de San Petersburgo, Joseph de Maistre.[20]El mismo escepticismo frente al método
científico; la misma desconfianza frente al liberalismo, el positivismo y el secularismo; el
mismo énfasis en los aspectos “desagradables” de la historia humana; la misma impresión de
que el mundo occidental está inmerso en algo parecido a un proceso de putrefacción, de
decadencia acelerada.[21]
Una comparación audaz en cuanto que aproxima dos figuras aparentemente incompatibles:
el ultramontano Maistre y el excomulgado Tolstoi. Pero más allá de sus diferencias ambos
pensadores coincidían en un oscuro nihilismo. Las ilusiones optimistas del siglo XIX se les
deshacían a ambos entre los dedos. Y ambos – según Isaiah Berlin – “buscaban un escape a
su propio e inexplicable escepticismo, aferrándose a alguna verdad suprema que los
protegiera de los efectos de sus propias inclinaciones y temperamento: la iglesia católica en
el caso de Maistre, la pureza de corazón y el amor fraternal en el caso de Tolstoi”. Lo que
ocurre es que ambos pensadores llegaban a idénticas conclusiones por diferentes vías.
Para Maistre la vida es “una batalla salvaje a todos los niveles […] que tiene su origen en un
ansia autodestructora y primaria, en una fuerza sanguinaria y misteriosa implantada por
Dios”. Esa fuerza es “mucho más poderosa que los débiles esfuerzos de los hombres
racionales por alcanzar la paz y la felicidad, unos esfuerzos que, en realidad, no responden a
los deseos profundos del corazón humano, sino tan sólo a los de su caricatura: el intelecto
liberal”. Para Maistre “sólo lo irracional, precisamente porque está más allá de las críticas de
la razón, es indestructible en su fortaleza. Hay dos instituciones que son un buen ejemplo: la
monarquía hereditaria y el matrimonio”.[22]Cabría añadir otro ejemplo: la religión. Con esas
premisas se entiende que el anti-inpidualismo sea una consecuencia necesaria: no es la
libertad inpidual sino la tradición– incluso en sus formas más irracionales y represivas – la
que da vida y continuidad a las instituciones sociales. Conclusión a la que Tolstoi, con todo su
rechazo de los poderes establecidos, llegaba por otras vías.
El irracionalismo y el anti-inpidualismo del autor de “Guerra y Paz” derivan de su creencia en
un “orden permanente” o “sentido general de las cosas”, en un “fluir de la vida” que conforma
el devenir de los hombres y que no es discernible por medios racionales, sino tan sólo
aprehensible a través de la intuición. Porque una cosa es elconocimiento – el ámbito de las
ciencias aplicadas y del pensamiento racional – y otra lasabiduría. No son los más doctos los
que mejor acceden a esta última sino más bien todos aquellos – muchas veces los más
sencillos o humildes – cuya vida sí se acompasa a ese “sentido general de las cosas” y que,
por eso mismo, poseen una visión sinóptica de las verdades esenciales. Una idea que Tolstoi
desarrolla en términos muy vagos pero que constituye la clave de bóveda de su
pensamiento.
Primitivismo y tradición
No es por ello extraño – apunta Isaiah Berlin – que Tolstoi se sintiera mucho más a gusto
entre los eslavófilos reaccionarios (a pesar de sus pergencias políticas con ellos) que con
la intelligentsia progresista. Los eslavófilos estaban mucho más cerca de la tierra, de los
campesinos, de las formas tradicionales de vida. El autor de “Guerra y Paz” sentía más
respeto por las formas genuinas deexistencia – ya fuera la de los cosacos libres en el Cáucaso
o la de los jóvenes oficiales con sus bailes, sus caballos y sus fiestas con gitanos – que por los
intelectuales, la crítica y los salones literarios. Tolstoi “sólo entendía bien a la nobleza y a los
campesinos – a los primeros mejor que a los segundos – y compartía muchas de las creencias
instintivas de los miembros de su clase social, así como una aversión natural por todas las
formas de liberalismo de clase media. La burguesía apenas aparece en sus novelas. Sus
actitudes sobre la democracia parlamentaria, los derechos de la mujer o el sufragio universal
no eran muy diferente a las de Cobbett o Carlyle, Proudhon o D. H. Lawrence”.[23]
Esa inmersión en el flujo de la vida, esa percepción del latido del mundo – tan bien descrito
en los episodios de la siega o en el del parto en “Ana Karenina”– está sólo al alcance de
quienes participan en formas de vida con valores ancestrales. “Si existe un ideal de hombre
para Tolstoi – señala Isaiah Berlin – éste no reside en el futuro, sino en el pasado”. En el
antiprogresismo del escritor ruso se advierten huellas del “buen salvaje” de Rousseau, de los
mitos de la Caída y del Jardín del Edén. Una orientación ideológica que comulga con otras
pulsiones muy arraigadas en la cultura rusa: con el movimiento de “vuelta al terruño”
(pochbienniki) o el “hacerse más sencillo” de los intelectuales populistas del siglo XIX (que no
dejan de recordar al movimientoWandervogel germánico); o con la tendencia al primitivismo
que es una constante del modernismo ruso y que Stravinsky expresó con salvaje energía en
su paganizante “Consagración de la primavera”.
El genio de Tolstoi reside en su dominio de los detalles, en su capacidad de observación de
situaciones concretas, en su conciencia de la multiplicidad y pluralidad de la vida. Por eso
cualquier pretensión de sintetizar la realidad en forma de teoría le parecía grotesca y
absurda. También por eso el autor de “Guerra y Paz” consideraba que las “causas primeras”
de los acontecimientos son inexplicables, están envueltas en el misterio, dependen
escasamente de la voluntad de los hombres.
Algo en lo que concordaba con Maistre. El “énfasis en lo imponderable y en lo incalculable”
(Isaiah Berlin) forma parte del irracionalismo de ambos pensadores. “La vida es una batalla
salvaje” decía Maistre en un tono que prefiguraba a Nietzsche y a D’Annunzio. El campo de
batalla es la metáfora de la vida, y la victoria en el mismo depende más de los factores
intangibles que de los factores materiales: “es la imaginación – continúa Maistre – la que
pierde o gana las batallas (…) pocas batallas son ganadas o perdidas físicamente; el
verdadero vencedor y el verdadero vencido es aquél que cree serlo”. De forma parecida a
Maistre, Tolstoi se refiere a la importancia del factor imponderable que decide la suerte de
las batallas: el espíritu de los soldados y de sus jefes. “Perdimos porque antes nos dijimos a
nosotros mismos que habíamos perdido”, dice el Príncipe Andrey en “Guerra y Paz”, tras la
batalla de Austerlitz. La victoria o la derrota es ante todo un asunto moral y psicológico.
Subrayaba Isaiah Berlin que el paralelismo de las visiones de Maistre y Tolstoi sobre el
carácter caótico e incontrolable de las guerras – con sus extensas implicaciones para la vida
humana en general – fue ya subrayado en su época por el sindicalista revolucionario Georges
Sorel, quien prevenía sobre la proximidad psicológica entre teócratas, místicos y nihilistas.
Irracionalismo, pesimismo, anti-inpidualismo. Atracción por las experiencias extremas, por
aquellas vivencias que nos permiten atisbar las verdades esenciales. Con su énfasis en los
factores impalpables, psicológicos y espirituales que determinan los eventos – en detrimento
de los materiales y estadísticos – Maistre y Tolstoi prefiguran, sin saberlo, una cierta visión de
la historia. Una visión que pone el énfasis en la fuerza mental de los grupos humanos como
factor intangible que enciende el motor de la historia. Las teorías de la etnogénesis y de
la pasionariedad – una energía explosiva, aparentemente inexplicable, que pone en marcha a
los pueblos – serían conceptualizadas, a mediados del siglo XX, por una figura de culto dentro
del movimiento “eurasista”: el etnólogo e historiador ruso Lev Gumilev.
Tolstoi y Dostoyevski. Al fondo, la sombra de Maistre. La cultura rusa ¿es
esencialmente reaccionaria? Más bien lo contrario. El pensamiento reaccionario es, en
sentido estricto, aquél que intenta revertir a una situación anterior. No hay nada de eso en
los pensadores rusos. Todos sabían que cualquier veleidad de retorno al pasado estaba
condenada al fracaso. Estamos aquí muy lejos del neo-medievalismo romántico, de los
prerrafaelistas y los distributistas británicos, de los nostálgicos y soñadores de variada índole.
Los escritores, pensadores y artistas rusos eran muy conscientes del “poder inexorable del
momento presente” (Isaiah Berlin), de la imposibilidad de recuperar lo que un día fue y ya no
será jamás. Más que reaccionario el gran pensamiento ruso es
compulsivamente nihilista, porque su genio es eminentemente destructivo. En una primera
fase – la de Dostoyevski y Tolstoi – el pensamiento ruso destroza las falsas ilusiones, nos
alerta del camino equivocado; en una segunda fase – la revolucionaria – cabalga el tigre de la
modernidad y trata de conducirnos a la tierra prometida.
Una modernidad alternativa
El signo de los próximos cien años: la entrada de Rusia en la cultura. Un objetivo grandioso, la
llegada del barbarismo; el despertar de las artes, la magnanimidad de la juventud, una
fantástica locura y una verdadera voluntad de vivir.
FRIEDRICH NIETZSCHE, Crepúsculo de los ídolos
El período que se extiende desde finales del siglo XIX hasta los años 1930 puede considerarse
como la edad de plata de la cultura rusa. Es una época de experimentación febril en la cuál
los artistas rusos, tras dos siglos de imitación de Europa, no sólo se situaron a la vanguardia
de la modernidad sino que sentaron las bases que configuraron su evolución posterior. Y lo
hicieron, paradójicamente, desde unos presupuestos metafísicos y revolucionarios
declaradamente antimodernos que, en una suprema paradoja, acabarían dando forma al
lenguaje de la modernidad misma.
El modernismo, decíamos, es el nombre que, designa a corrientes culturales como el
idealismo, el espiritualismo, el simbolismo, las corrientes místicas y esotéricas… los artistas
rusos llevarían todas esas tendencias hasta extremos que jamás habrían sido imaginables en
París, en Londres o en Berlín. La sed de absoluto y el ansia de sacralidad que inspiraba la
visión wagneriana de la Gesamtkunstwerk (obra de arte total) encontraron en Rusia su mejor
plasmación en el movimiento modernista “Mundo del Arte” (Mir Iskustva) y en la obra de arte
total de los ballets rusos. Los artistas de “Mundo del Arte” (Diaghilev, Benois, Bakst, Somov)
“interpretaron la idea de libertad artística no en el sentido inpidualista occidental – al que
despreciaban como una variante del capitalismo y del liberalismo – sino en el sentido de
Dostoyevski y de Tolstoi: como una libertad espiritual que subordinase la personalidad a algo
más alto, a una fuerza colectiva”.[24] Los temas de los ballets rusos eran “exuberantes,
delirantes, trascendentes, antimodernos, hedonistas, pero también anti- inpidualistas en
cuanto que expresaban un empeño colectivo”. Una visión enraizada y pagana de la que
emanaba un “sentido de vitalidad primitiva que integraba motivos urbanos, campesinos y
populares en un espectáculo de música y danza”. Una visión holista que perseguía una
“unidad metafísica, la conexión de la existencia terrenal con un ser supremo”.[25]
La danza – señala el historiador Steven G. Marks – en tanto expresión de una emoción pura,
sin vinculación con la realidad, es la primera manifestación de la abstracción artística. La
época de las vanguardias y de los ismos tiene acentos específicamente rusos: Vasily
Kandinsky, pionero de la abstracción. Kazimir Malevich, fundador del suprematismo.
Alexander Rodchenko, líder del constructivismo. El Lissitzky, pulgador hacia el mundo de la
vanguardia soviética. Hoy resulta difícil admitirlo, pero la pintura abstracta nació como un
arte enraizado. A pesar de vehicular las aportaciones de otras escuelas europeas – post-
impresionismo, cubismo, fauvismo, expresionismo – era un producto de la Rusia imperial y
de su clima social e intelectual. Un intento de recuperar el sentido autóctono del arte popular
ruso, de la tradición de la pintura de iconos, de la tradición escita, del primitivismo de las
estepas, de las formas de culto ancestrales.
La emergencia del arte abstracto en Rusia estaba además unida a un espiritualismo y a una
estética antirrealista que se oponía al desencantamiento del mundo. La vanguardia rusa creía
que “las formas abstractas establecían un vínculo con una más alta conciencia colectiva que
representaba la unidad subyacente del género humano, y que al transmitir la conciencia de
ello preparaban el camino para una transformación espiritual y/o revolucionaria”.[26] De lo
que se trataba en suma es de una modernidad alternativa, en cuanto alejada de los cánones
materialistas e inpidualistas de Occidente. Pero una modernidad que pasaría, tras una
historia tortuosa, al servicio de esos mismos cánones que en su origen pretendía combatir.
El arte al servicio de la revolución
Los primeros artistas abstractos – los rusos Vasili Kandinsky y Kazimir Malevich – concebían
su arte no como un despliegue de subjetividad narcisista sino como manifestación de
dimensiones metafísicas inmutables. Kandinsky, el primer teórico de la abstracción,
comparaba su arte al “aire vaporoso de las saunas rusas y a los trances de los chamanes
pagano-eslavos”: una forma de reflejar “la insatisfacción de la edad de plata rusa con la
modernidad […], la idea de que “el alma está enferma” en la época materialista y burguesa y
que solamente el arte abstracto – liberado de ataduras terrenales, producto de la intuición de
verdades trascendentes – podría sanarla”.[27]
Durante su primera época la revolución soviética sacó buen partido del impulso colectivista y
de la convicción utópica de los artistas de vanguardia. El arte al servicio de la revolución.
Durante varios años los artistas combinaron su odio al capitalismo burgués con la exaltación
del desarrollo tecnológico impulsado por los soviets, al tiempo que la adhesión formal al
marxismo leninismo sellaba la alianza del viejo mesianismo ruso con la aspiración a una
sociedad colectivista. La vanguardia rusa llegaría a impregnar a todo el mundo, incluso al más
alejado del experimento soviético.
El diseño gráfico de los fotomontajes desarrollado por artistas como El Lissitski y Rodchenko
fue adoptado por nazis y fascistas. La crítica fascista – diferente en eso del provincianismo
cultural nazi – “elogiaba y analizaba de forma habitual las obras de arte constructivista y
suprematista que se exponían en la bienal de Venecia”, y los artistas italianos incorporaban
esos hallazgos al servicio del régimen.[28] La arquitectura, por su parte, se transformó en el
emblema del nuevo credo ideológico. Un estilo que combinaba anti-modernismo y culto
utópico a la tecnología moderna: los diseños geométricos del constructivismo y sus formas
tecno-espartanas fueron retomados por la Bauhaus de Weimar y de ahí pasaron a influir en
las edificaciones para usos colectivos de la Italia fascista y de la Alemania nazi. Con su desdén
por el inpidualismo, su épica de lo colectivo y sus tonos viriles, la nueva arquitectura rusa
proporcionaba un nuevo lenguaje artístico para las revoluciones de uno y otro signo que,
sobre las ruinas del orden burgués, aspiraban a la construcción de un nuevo mundo.
Quemados por el Sol
No deja de ser curioso que aquello que empezó como oposición metafísica al orden burgués
terminara reducido a ornamento para clases medias y afirmación del poderío capitalista. Si
en algo brilla el genio específico del capitalismo es en su carácter adaptativo; en su capacidad
de integrar y retornar a su servicio cualquier elemento, por ajeno o contrario que sea,
susceptible de adaptarse al lenguaje del mercado.
El caso del arte abstracto es un ejemplo paradigmático. El neo-romanticismo de las
vanguardias mal podía avenirse con el férreo realismo socialista impuesto por Stalin, más
inclinado – al igual que Hitler en Alemania – al propagandismo kitsch. Extirpadas de su tierra
natal, las semillas de la abstracción rusa fructificaron en Occidente: el llamado
“expresionismo abstracto” fue adoptado por las autoridades norteamericanas – e incluso
patrocinado por la CIA – como símbolo de la libertad occidental frente al comunismo.
Evidentemente toda su carga subversiva fue evacuada: los místicos y revolucionarios de
antaño dieron paso a los “artistas transgresores”; el viejo espíritu utópico fue reorientado a la
apología del modelo americano; la tensión metafísica de la “edad de plata” rusa fue sustituida
por un intelectualismo de baratillo. El arte abstracto pasó así a formar parte de la cultura
popular, a entrar en los salones de la burguesía, a convertirse en decoración y en símbolo
de status quo. Y sobre todo, a preparar la llegada del “todo vale”: el arte contemporáneo
como show, como mercado especulativo y como impostura.
Algo parecido sucedió en el campo de la arquitectura. Con característica torpeza los nazis
provocaron el éxodo de los arquitectos de la Bauhaus que, desde América del Norte y otros
países europeos, comenzaron a desarrollar lo que más tarde se llamaría el “Estilo
Internacional” (International Style): las formas severas e impersonales que pasarían a ser
características de la arquitectura moderna y que alcanzarían particular fortuna en su
aplicación a grandes superficies comerciales en los Estados Unidos. Lo mismo cabe decir de
las técnicas de diseño, tipografía y fotomontaje de la revolución rusa: éstas fueron finalmente
cooptadas por la publicidad comercial y terminaron al servicio del consumo de masas. Casi
todas las ramas de la vanguardia soviética conocieron una suerte paralela.[29]
Una ironía de la historia, si tenemos presente cómo empezó todo: como una rebelión
antimoderna primero; antiburguesa y anticapitalista después. Durante unos pocos años, por
primera vez en la historia, un grupo de artistas pensó que podría modelar un mundo a la
medida de sus sueños. Hasta que los sueños fueron truncados por la realidad. La dogmática
marxista-leninista se reveló incompatible con los soñadores, y éstos fueron finalmente
marginados, silenciados o directamente aniquilados.
“Victoria sobre el Sol” es el título de una ópera futurista estrenada en San Petersburgo en
1913. Un icono de la vanguardia rusa. No hubo tal. Los vanguardistas acabarían como varios
millones más, abrasados por el Sol de la revolución. Doble astucia de la historia: los
vanguardistas rusos, rebeldes antimodernos, inventaron el lenguaje de la modernidad. Y los
comunistas rusos, revolucionarios modernos, construyeron un sistema que, desde dentro de
la modernidad, permitiría preservar un mundo ya marcado por el arcaísmo. La brecha entre
Rusia y Occidente, de una forma u otra, siempre abre su camino.
III
1917: revolución nacional, revolución bolchevique
Para desgracia de todos los burgueses
Un incendio mundial provocaremos
Un incendio mundial lleno de sangre
¡Que el Señor nos bendiga!
Alexander Blok
¿Fue la revolución bolchevique un accidente en la historia de Rusia? ¿O fue el comunismo, por
el contrario, un episodio en armonía con toda su historia? ¿Cuál es el significado profundo –
el significado metapolítico – de la experiencia soviética, para Rusia y para Europa?
Se trata – el primero – de un debate abierto y posiblemente eterno. Algunos consideran que
la revolución fue un desgraciado infortunio, el comunismo una epidemia y Rusia la víctima.
Ésa es la postura clásica de los rusos eslavófilos – tales como Alexander Solzhenitsyn –, la de
los patriotas conservadores y la de los ortodoxos fieles a la memoria del zarismo. Ésa es
también la opinión de los liberales rusos y occidentales que, al rechazar toda idea de
“psicología de los pueblos”, consideran que el comunismo no estaba preescrito en el ADN del
pueblo ruso.
Por el contrario, los que consideran que la revolución estaba en cierto modo
“predeterminada” en la historia y la identidad rusa consideran que el comunismo está en
consonancia con una cultura que enaltece la tiranía y el despotismo – la tesis clásica de los
rusófobos occidentales – o que tiene mucho que ver con una cierta predisposición hacia las
soluciones mesiánicas. Entre todas estas posiciones, la verdad reside posiblemente en algún
punto intermedio.
El marxismo fue sin duda – como insistía Solzhenitsyn – un credo importado desde Europa a
Rusia. Y en ninguna parte estaba escrito que la secta bolchevique habría de prevalecer en los
confusos meses de 1917. Si ello sucedió fue en primer lugar gracias al genio estratégico y
táctico de Lenin. Pero también es difícil pensar que la secta bolchevique hubiera podido
provocar el cataclismo que provocó si no hubiera engarzado, al mismo tiempo, con
componentes esenciales de la identidad rusa.
El marxismo es una ideología abstrusa y de un materialismo pedestre. Pero la devoción cuasi
religiosa que despertó se explica, en gran parte, porque cayó en el terreno abonado de una
serie de tradiciones utópicas. Desde luego, sería absurdo intentar “expulsar” al marxismo de
la revolución de 1917. Pero sí parece razonable pensar que la revolución – como señala el
historiador Richard Stites – “tomó sus mayores formas espirituales, mentales y expresivas de
la colisión y colusión entre las grandes tradiciones utópicas presentes en la historia rusa: las
del pueblo, las del Estado y las de la intelligentsia radical”.[30] En este sentido sí habría
un continuum entre la época soviética y la historia precedente. Una coherencia interna que el
teórico neo-eurasista Alexander Duguin expresa del siguiente modo: “el no ver en nuestra
historia más que rupturas supone una mirada superficial. Al examinar las cosas con más
atención se observa que aquello que en la superficie parecía una ruptura, manifiesta en lo
profundo una gran continuidad. El período soviético representa, desde esta perspectiva,
unaetapa legítima de la historia nacional rusa y no una aberración total o la consecuencia de
un complot extranjero. Desde muchos puntos de vista fue el producto de unaelección
histórica del pueblo”.[31]
¿Una revolución antimoderna?
Los últimos años del zarismo fueron un período de occidentalización acelerada, de desarrollo
urbano e industrial. La primera revolución de 1917 – la revolución liberal y burguesa de
febrero – fue el primer intento de convertir a Rusia en una democracia parlamentaria, en un
país occidental “como los otros”. En ese sentido la revolución de febrero no hacía más que
acelerar una dinámica de europeización ya emprendida por los zares – en sus aspectos
económicos, sociales y culturales – desde la época de Pedro el Grande. ¿No sería la
revolución bolchevique, en su sentido profundo y metapolítico, una reacción a este intento?
¿No sería la revolución socialista la emergencia traumática de un atavismo ruso mal
reprimido?
En su poema de 1918 “Los Doce”, el poeta simbolista Alexander Blok captura el espíritu de su
tiempo: en una atmósfera onírica de fin del mundo, entre el caos revolucionario de San
Petersburgo, una columna de doce bolcheviques avanza. Y a su frente aparece Jesucristo. El
bolchevismo, o la primera religión política de la modernidad. La sed de absoluto, la
esperanza escatológica, el alma mesiánica de la vieja Rusia encontraba una nueva fe. La
revolución socialista se revestía de un aura sacra, con sus dogmas, sus liturgias y sus iconos.
El sueño de la Tercera Roma revivía – como decía Nikolay Berdiaev – en la Tercera
Internacional, el nuevo sacro imperio sostenido por una nueva fe ortodoxa: el comunismo.
Lo más chocante de la realidad soviética – aquello que le confiere, ante los ojos occidentales,
un carácter cuasi surrealista – era su dimensión doble: “de un lado – señala Alexander Duguin
– el discurso oficial, marxista, materialista y ateo. Y de otro lado la realidad de las masas
rusas que (…) reinterpretaban los dogmas oficiales desde la óptica inconsciente del espíritu
nacional ruso”.[32] No cabe hoy duda de que fue finalmente esa nacionalización de la
ideología comunista la que hizo posible la consolidación del régimen. Disipada la promesa
idílica de un paraíso comunista fue finalmente el patriotismo soviético – es decir,
la metamorfosis del patriotismo ruso – el gran instrumento legitimador del “socialismo real”
entre las masas populares.
Pero la paradoja va mucho más lejos. El marxismo-leninismo era una ideología de corte
racionalista y de pretensiones científicas. Una Vulgata progresista que del pasado pretendía
hacer tabla rasa, en aras de una modernización acelerada de la sociedad. Pero fue una
ideología que, al aplicarse a las realidades rusa y centroeuropea, actuó de hecho como un
ralentizador de la estandarización del mundo impulsada, a nivel global, por la modernidad.
Una modernidad que, de manera inevitable, adquiría todos los rasgos de la civilización
occidental. Los resultados del “socialismo real” fueron contradictorios. Unamodernidad
caótica – según la definición del antropólogo rumano Claude Karnoouh –. En términos
puramente materiales – expansión industrial y desarrollo técnico – la Unión Soviética recorrió
en seis décadas el camino que otros países tardaron dos siglos en recorrer. El precio a pagar
fue alto en términos de represión política, de escaseces materiales, de desastres ecológicos,
de proletarización forzada y de aculturación de grandes masas de población. Los resultados
fueron espectaculares: del arado romano a la conquista de la luna en sólo unas décadas.
Pero la vertiente “modernizadora” del comunismo es sólo una cara de la historia.
En realidad el poder comunista – continúa Claude Karnouuh – “estaba anclado en pautas que,
en el contexto de la modernidad tardía, estaban ya aquejadas de arcaísmo. En primer lugar la
primacía otorgada al Estado – o más exactamente al Partido-Estado – sobre lo económico. Es
decir: la primacía de lo político. En segundo lugar el mantenimiento de una ideología
igualitarista fundada sobre la promoción política de una “vanguardia” surgida de las clases
populares (obreros y campesinos) y convertida progresivamente en la nueva élite
privilegiada. En tercer lugar el papel asignado a lacultura clásica como ideal estético – el
“realismo socialista” – por oposición no sólo a las vanguardias, sino al “todo vale”
contemporáneo. En cuarto lugar la pusilanimidad (sic) de las formas sociales: la idea de
“orden moral” cuando, en Occidente, nada podía ya frenar la pornografía, la violencia, la
desacralización, la blasfemia […], en suma, la desaparición de todo valor permanente”.[33] En
quinto lugar – podemos añadir nosotros – la limitada influencia embrutecedora de la cultura
de masas norteamericana hizo posible que la vida cultural se desarrollase en estrecho
contacto con las tradiciones autóctonas. Una vida cultural bastante más rica, más plural y
menos “politizada” – a pesar de la pleitesía obligada a los dogmas marxistas – de lo que la
propaganda occidental pretendía hacer ver.
¿Fue el “socialismo real” una forma de arcaísmo? Sin duda alguna, si lo comparamos con el
capitalismo. El capitalismo ha sido mucho más “revolucionario” que el socialismo a la hora de
destruir los valores sociales heredados de la premodernidad. Igualmente ha sido mucho más
eficaz a la hora de impulsar el viejo ideal progresista de unificación del género humano. ¿Qué
otra cosa es sino la globalización neoliberal? Sin duda alguna el capitalismo y el comunismo
comparten las mismas raíces ideológicas – la filosofía de la ilustración, el universalismo, el
materialismo, el paradigma economicista, la idea de progreso –, pero mantienen también
notables diferencias a nivel metapolítico. En realidad, puede hablarse de una brecha
filosófica entre ambos sistemas.
En primer lugar, si bien ambos sistemas se proclamaban universalistas, la interpretación que
daban a ese término era muy diferente. El universalismo occidental se presenta ante todo
como rechazo formal de toda discriminación. Y ése es un discurso muy poco difundido en
Rusia. “La ideología soviética – señala Marlène Laruelle – afirmaba que la URSS estaba
animada por la amistad entre sus pueblos y por un internacionalismo hacia el exterior. El
“racismo” era una “ideología burguesa”, un fenómeno propio de los países capitalistas – la
segregación racial en Estados Unidos o el Apartheid sudafricano –; pero la amistad entre los
pueblos que componían la URSS no se sustentaba en la creencia en la universalidad del
hombre, sino en la idea de una comunidad de destino (…). El mensaje antiracista o
antinacionalista soviético no era, en modo alguno, una actitud de neutralidad frente a la
nacionalidad o el color de la piel. De lo que se trataba más bien era de subrayar la
hospitalidad del pueblo ruso (o soviético) que acogía a los alógenos a pesar de su alteridad”.
[34] En resumen: frente al universalismo como igualitarismo(propio del mundo occidental) se
alzaba el universalismo como internacionalismo: el propio del mundo soviético.
Pero existe una diferencia mucho más de fondo. La esencia del capitalismo absoluto reside
en su incapacidad de autolimitarse, porque su visión teleológica no acepta otra cosa que no
sea “el devenir de su propia inmanencia: el capital como beneficio, el trabajo como plusvalía,
el cálculo como medida de todo valor. De una forma u otra rechaza toda obligación exógena
de orden trascendental”.[35] En otras palabras: el capitalismo es un nihilismo de lo
efímero (Claude Karnoouh), una dinámica de expansión ilimitada que no conoce ninguna
barrera. En este sentido el comunismo soviético era profundamente tradicional, en cuanto sí
se autolimitaba, en cuanto sí se remitía al “deber ser” de un orden trascendente, en cuanto su
discurso oficial destilaba – en el envoltorio de un discurso materialista e igualitarista –
muchos valores sociales que, en realidad, pertenecían al “viejo mundo”: el desinterés, la
gratuidad, la camaradería, la polaridad entre los sexos, el sentido de la familia, del pudor y la
decencia, la pedagogía no igualitaria, el respeto por la autoridad de padres y maestros, el
fomento de la cultura clásica, la idea de sacrificio por la colectividad, la exaltación del
heroísmo, el patriotismo y el sentido comunitario de la existencia. No en vano ya apuntaba
Marx (en el “Manifiesto Comunista”) que el verdadero agente revolucionario es el capitalismo,
no el socialismo. Algo que es especialmente cierto en el campo de los valores sociales.
Suele describirse la experiencia del socialismo real como una “glaciación de la historia”. Una
metáfora que contiene algo de verdad, en cuanto pone de relieve que el estancamiento social
que estos regímenes provocaron hizo posible – aunque fuera como efecto indirecto –
preservar una parte del “viejo mundo”. Al pretender liderar la modernidad y derrotar al
capitalismo en su misma dinámica – la lógica tecno-económica de la productividad – el
comunismo fue inevitablemente derrotado. Pero al mantenerse de facto apartado de la
modernidad e impedir la americanización de las sociedades, hizo posible al menos preservar
un legado. El caso de la religión es un ejemplo paradigmático. La represión pura y dura – en
cuanto casi siempre genera una resistencia – es mucho menos eficaz que la acción disolvente
y nihilista de la sociedad de consumo. No es extraño que la sociedad rusa sea hoy bastante
más religiosa que muchas sociedades occidentales. Y no es tampoco extraño que, frente a los
experimentos de ingeniería social fomentados por el “soft power” occidental, Rusia sea, hoy
por hoy, un bastión para la defensa de muchos valores tradicionales amenazados.
Ni contriciones ni penitencias
Nunca faltarán los piadosos intentos, por parte de algunos fieles, de defender el “socialismo
real”. Pero la realidad es tozuda: el experimento comunista se saldó con un fracaso sin
paliativos. Y con una tragedia humana de proporciones bíblicas: guerra civil, supresión de
libertades, terror elevado a política de Estado, hambrunas, genocidios, purgas, deportaciones
masivas de poblaciones, un universo de campos de concentración y un total estimado de 20
millones de víctimas, solamente en la Unión Soviética.
Un pasado espeluznante. Pero un pasado que, de manera sorprendente, la mayoría de la
población rusa parece asumir sin ánimos vindicativos; desde luego sin los ajustes de cuentas
retrospectivos, las contriciones masoquistas y los exhibicionismos victimarios que son la
especialidad de Occidente. ¿Fatalismo oriental? ¿Espíritu de sumisión? ¿Fascinación – como
decía el Marqués de Custine – por la tiranía y el despotismo? La realidad es bastante más
compleja.
En primer lugar hay un hecho que reconcilia el pasado soviético en la memoria afectiva de la
población rusa. La historia soviética es ante todo la historia de una victoria. La victoria frente
a la invasión alemana de 1941. Un drama grandioso en el que Rusia ofrendó 27 millones de
muertos y ante cuya memoria todos los rusos – sea cuál sea su edad, su condición o sus
convicciones políticas o religiosas – forman una unidad sin fisuras. La de 1941 fue una
invasión de una brutalidad sin precedentes.[36] Una agresión planteada como una guerra
racial; como una guerra de conquista exenta de las normas humanitarias del derecho de
gentes que sí se respetaron en el frente occidental. Una agresión ante la cuál la dogmática
oficial (comunismo, antifascismo, internacionalismo proletario etc.) cayó como una cáscara
para ceder el paso al espíritu patriótico de la Rusia eterna. En la memoria histórica rusa “el
fascismo” significa fundamentalmente el invasor. Y la segunda guerra mundial es, a los ojos
rusos, La Gran Guerra Patriótica. El relato épicoque legitima a la época soviética y la redime
de sus errores, de sus crímenes y de su fracaso final.
Algo que cabría aplicar también a la memoria de Stalin. Una de cada tres familias rusas
(aproximadamente) cuenta entre sus miembros con alguna víctima, directa o indirecta, de
sus políticas de represión y exterminio. Y a pesar de todo ello buena parte de la población
rusa sigue viendo en el tirano georgiano al líder adecuado para aquella época de sangre y de
hierro. Stalin fue el vencedor de Hitler y el líder del gran salto adelante, de la transformación
de un país aislado y subdesarrollado en una potencia nuclear en condominio con los Estados
Unidos. Y eso es algo que, inevitablemente, toca una fibra común en casi todos los rusos, con
independencia de su credo o condición: su intenso orgullo patriótico, su identificación
personal y apasionada con la historia y el destino de su país.
Ni penitencias ni contriciones. Una forma de relacionarse con un pasado traumático que es
casi incomprensible para los europeos de hoy, embarcados en un proceso de
reescritura políticamente correcta de su propia historia. Algo que, desde la mentalidad rusa,
no tendría sentido. Porque desde esa mentalidad la historia no es pasto de deconstrucción
posmoderna, ni de exorcismos o pedagogías moralizadoras. Todos sus episodios configuran
un gran relato en el que prima un sentido de la continuidad nacional. ¿Idealización de la
historia? ¿Visión acrítica del pasado?
No se trata de eso. Lo que ocurre – y aquí reside el matiz – es que en Rusia las páginas negras
y los episodios siniestros no permean en percepciones acomplejadas ante la propia historia.
La autocrítica y el revisionismo circulan entre los especialistas y son objeto de debate público,
pero no conforman por sí solas políticas oficiales. Éstas ponen más bien el foco en aquellos
elementos en los que, más allá de las polémicas y pisiones, todos los ciudadanos pueden
verse identificados. Lo cual se acompasa con un tipo de patriotismo todavía vigente en Rusia:
el patriotismo que considera a la nación no como una adición de inpiduos o intereses
particulares (patriotismo societario), sino como la suma de las generaciones precedentes,
actuales y futuras (patriotismo comunitario); no como el resultado de un contrato
(patriotismo constitucional) sino como un resultado de la identidad y de la historia.
Por supuesto, ese sentido de continuidad histórica sólo es posible desde una cierta
predisposición anímica: aquella que asume lo trágico como componente irrenunciable de la
existencia. Algo que la Europa de la soft-ideología y del pensamiento desnatado – la Europa
postmoderna y post-histórica – ha pretendido desterrar. Lo cual tiene su lógica. Porque, ¿qué
es la historia – señala Claude Karnoouh – sino “la emergencia deldevenir como tragedia, y no
los trémolos moralistas de los histriones filantrópicos de turno?”[37]
Una sangrienta astucia de la Historia
Dostoyevski había profetizado la revolución bolchevique. Había anticipado su signo
radicalmente anticristiano e inhumano. Había previsto que el precio del socialismo serían
muchos millones de muertos. Todo ello – según el autor de Crimen y castigo – como un
castigo pino impuesto sobre Rusia para purificarla. Pero Dostoyevski también había afirmado
que la regeneración final de Occidente pasaría por Rusia; por una Rusia templada en el
sufrimiento, con sus valores y con su espíritu fortalecido en la más dura de las pruebas.
¿Delirios de un visionario? ¿Lucidez de un genio? A pesar de la agudeza de muchas de sus
intuiciones se nos hace difícil, desde nuestra órbita cultural, abonarnos a esa visión
providencialista de la Historia.
Pero lo que sí podemos hacer es constatar la ironía que subyace en la experiencia histórica
del “socialismo real”. La gran revolución que se situaba en la vanguardia de la modernidad,
hizo precisamente todo lo contrario: preservar (aunque fuera de forma involuntaria o
inconsciente) segmentos enteros del viejo mundo. Aquel sistema que pretendía unificar al
género humano hizo finalmente posible lo contrario: dar paso a un grupo de Estados que, en
pleno siglo XXI, forman una barrera frente a la globalización neoliberal, unipolar y occidental.
Un resultado paradójico. Al precio de incontables millones de víctimas. Un torrente de
idealismo y de sufrimientos, de heroísmo y de iniquidades, de víctimas y de verdugos.
¿Mereció la pena? ¿Qué sentido podemos darle a todo ello?
Desde esa visión trágica de la existencia – la propia del universo mental ruso – las moralinas
retrospectivas parecen inútiles. Y frente a las visiones místico-providencialistas, quizá sólo
podamos constatar que la historia, en realidad, no tiene ningún sentido. O que si lo tiene,
éste escapa a nuestra comprensión. Decía Hegel que el curso de los acontecimientos es
astuto, ladino, y que sigue su propia lógica, jugando para ello con los sufrimientos y con las
pasiones de los humanos. Al final, extinguidos el ruido y la furia, sólo queda la sangrienta
astucia de la historia.
Un hombre de otra época
En un libro publicado en 1980 el escritor disidente Alexandr Solzhenistyn se lamentaba de
que la cadena radiofónica La Voz de América se limitase a difundir, en sus emisiones dirigidas
a la Unión Soviética, música de jazz, chismes sobre las estrellas del pop, deportes, ocio,
publicidad comercial y maravillas de la sociedad de consumo, en vez de emitir sólidos
alegatos anticomunistas, denuncias contra la tiranía soviética y misas ortodoxas.[38] Con lo
cuál el autor de Archipiélago Gulag demostraba su ingenuidad. Porque lo que el escritor
disidente no veía es que, en los tiempos “líquidos” de la modernidad tardía, son precisamente
esas trivialidades, aparentemente inocuas, las más eficaces agentes de
la normalización capitalista del mundo. La vulgaridad de la cultura de masas es el soft
power que vehicula una “gramática unificada de las formas de vida” y una “colonización de la
vida cotidiana” (Jürgen Habermas dixit) que trata de imponerse a toda costa en la guerra
cultural global en la que se decide el orden mundial.
Pero el autor de Archipiélago Gulag pertenecía a otra época. A una época “sólida” de
convicciones rocosas y de creencias inamovibles. A una época de la que él fue el último
gigante.
Laureado con el premio Nóbel y convertido en el icono por excelencia de la disidencia
anticomunista, Solzhenitsyn no tardó en transformarse en un apestado dentro del Occidente
que le había jaleado como a un héroe. Y ello porque el gran escritor, en vez de ensalzar el
“mundo libre” según el canon del perfecto disidente, se reveló como lo que en realidad era:
un impenitente eslavófilo; un patriota ruso; un acerado crítico de la democracia occidental,
de la modernidad y del liberalismo. Y todo ello desde una dignidad y una altura moral
insobornables.
Renunciando a la comodidad de los intelectuales del establishment, Solzhenitsyn denunció lo
que nadie se atrevía a denunciar, se enfrentó a lo que nadie se atrevía a enfrentarse. Y
expresó a las claras, de manera frontal y sin compromisos, su rechazo al “mejor de los
mundos posibles” de la civilización liberal-capitalista. Lo hizo porque él, que había pasado por
la guerra, por el Gulag, por el aislamiento, por el acoso y por el cáncer, había regresado de la
casa de los muertos y era indestructible. Tras haber sobrevivido al matadero soviético no
tuvo reparos en denunciar el pudridero moral de la sociedad de consumo occidental: un
sistema deshumanizador en cuanto priva a los hombres de toda referencia superior y los
encadena al servicio de una “felicidad” entendida en términos de acumulación material, de
confort y de seguridad.
Solzhenitsyn fue el último de los grandes. Sus ambiciones literarias fueron inmensas; sus
sufrimientos oceánicos; sus batallas sobrehumanas. Casi todo en él era desmesurado, y en
eso encarna como pocos el alma de la vieja Rusia: en su indiferencia a la “felicidad”; en su
énfasis sobre el valor del arrepentimiento; en sus ideas sobre el sentido purificador del
sufrimiento – ideas en las que asoma el espíritu de Dostoyevski –. Solzhenitsyn “expresa una
visión medieval del mundo: la Verdad preexiste, pero no se revela más que en el relámpago
ardiente de la prueba. Podría hablarse de una especie de sentimiento medieval del juicio de
Dios: la historia es para Solzhenitsyn una ordalía”.[39] Al igual que Dostoyevski, fue en la
prisión y en el exilio donde el autor de “El Archipiélago Gulag” retornó a la fe de sus
ancestros. Allí se reencontró con el espíritu de su pueblo. Fue al religarse al mismo cuando se
encontró también con la gran tradición del pensamiento europeo que, desde Aristóteles,
defiende la existencia de categorías objetivas en el orden moral, ético y estético. Acercarse a
ese orden natural de las cosas constituía para él el autentico progreso; y eso – como
defendían Tolstoi y Dostoyevski – es casi siempre una responsabilidad personal e
intransferible.
Solzhenitsyn se situaba a idéntica distancia del mercantilismo liberal y del totalitarismo
marxista: dos formas de antropocentrismo que evacuan cualquier preocupación por la
trascendencia y sustraen al hombre de su confrontación con la muerte. En este punto el
análisis de Solzhenitsyn – señala el filósofo norteamericano Daniel J. Mahoney – es muy
parecido al de la crítica de Heidegger sobre la dictadura de lo “cotidiano ordinario”: aquella
en la que los hombres, perdidos en el conformismo de lo que se les dice, evitan toda
confrontación directa con su finitud. En tales condiciones “el misterio pierde su fuerza” y se
produce una “nivelación de todas las posibilidades del Ser”. Ese abandono de las cuestiones
últimas hace que para Solzhenitsyn “la utopía socialista sea tan condenable como la utopía
liberal; una utopía que hace del “mercado” un fin en sí mismo, sin limitaciones legales o
morales” [40]. Ciertamente, ese discurso no era lo que se esperaba de un disidente soviético
acogido por Occidente con todos los honores…
Disidente de ambos mundos
El autor del El Archipiélago Gulag fue siempre un disidente, pero un disidente de ambos
mundos. Sus ideas relativas al hecho nacional no podían estar más en desacuerdo con el
mundialismo neoliberal. En su discurso de recepción del Premio Nóbel, Solzhenitsyn
afirmaba que “la desaparición de las formas nacionales nos empobrecería tanto como si
todos los hombres estuvieran obligados a parecerse, con una misma personalidad y con un
mismo rostro”. La suya es una interpretación del hecho nacional que “se aleja del credo cívico
republicano y de las fórmulas contractualistas tributarias de las revoluciones americana y
francesa, pero que también se aleja de las explicaciones étnicas o simplemente culturales de
la identidad nacional”. Su fundamento cabría buscarlo más bien – señala Daniel J. Mahoney –
en una especie de mística o de vitalidad espiritual que es la fuerza que sostiene a las
naciones. Para Sholzenitsyn la existencia de la nación forma parte de un “diseño pino”. Una
visión en las antípodas de ese “patriotismo constitucional” aséptico y legalista que es la
doctrina oficial de la postmodernidad, y que “reduce la lealtad nacional a una mera
aceptación de formas políticas procedimentales” [41].
Solzhenitsyn nunca fue un antidemócrata – sus elogios a la democracia norteamericana o
suiza son muy elocuentes – ni un partidario del autoritarismo per se. Lo que sí hizo fue
denunciar – muy en la línea de Tocqueville – los peligros del fundamentalismo democrático,
del desbordamiento de la democracia a dimensiones que nada tienen que ver con ella. Unas
ideas que se enfrentan al discurso del “todo vale”; al discurso que, desde una concepción
tecnocrática de la política, renuncia a cualquier propuesta de ideal o de “vida buena” y no
tiene más objetivos que el “bienestar” y la búsqueda de votos.
No es extraño que con estas ideas el premio Nóbel se ganara todo tipo de invectivas –
ultraconservador, nacionalista, autoritario, obscurantista – cuando no de calumnias (tales
como su pretendido “antisemitismo”). Para los gestores de Occidente entre los disidentes
había sus clases. Andrei Sajárov – apologeta de los “derechos humanos” y partidario de una
gobernanza mundial – era el disidente “bueno” (es decir, al gusto occidental), mientras que
Solzhenitsyn era el disidente “malo”. Por eso el premio Nóbel “reunió contra sí, en Rusia y
fuera de Rusia, a los doctrinarios marxistas y a los doctrinarios liberales que denunciaban su
persona y sus escritos desde un mismo espíritu, desde un mismo lenguaje, con las mismas
palabras, simétricamente” [42].
La aparición de Solzhenitsyn supuso la irrupción, en medio del circo mediático occidental, de
una ráfaga del viejo mundo. De ese viejo mundo todavía presente en Rusia y cuya
persistencia tal vez se explique por un rasgo psicológico particular: la incapacidad de los
rusos para “instalarse” en las cosas y en la vida. Una predisposición existencial
de desapego. “El ruso – señala Francois Maistre – es fundamentalmente unHomo Viator,
peregrino en esta tierra”. Es por eso quizás por lo que “el hombre ruso está llamado a resistir
mucho mejor que los otros a la uniformización y los condicionamientos inherentes al
‘progreso’ ” [43]. Resistir, esa parece ser la constante de su historia. ¿De donde surge tanta
capacidad de resistencia?
Triunfo del espíritu sobre la materia, denuncia radical del Mal, sentido de la predestinación y
de la libertad. El autor de Archipiélago Gulag fue el más genuino continuador de Dostoyevski.
Y fue también la voz de todos los héroes anónimos que, frente al terror más implacable,
mantuvieron la fidelidad a sus convicciones. La era soviética hizo posible, al menos, la forja
de tales hombres.
 
IV
El eurasismo, ¿alternativa a Occidente?
Nuestra época está marcada por una corriente arrolladora hacia la unificación mundial. El
planeta se hace más pequeño al compás de la globalización, y una visión turística del mundo
sustituye a las antiguas confrontaciones. Con la victoria total del capitalismo y de los
mercados, el liberalismo es la única ideología posible en el siglo XXI. La globalización es
también la victoria de Occidente: un modelo único para toda la humanidad. Pero se
encienden focos de rebelión. Uno de ellos se llama eurasismo.
Rusia no es tanto un país como una civilización aparte, esto es, una forma particular de ser y
de estar ante el mundo. El eurasismo es el intento de teorización de ese convencimiento. Un
sistema de pensamiento con ambición de totalidad, tan metafísico como científico, tan
político como filosófico, que trata de resolver los interrogantes abiertos durante dos siglos
sobre la identidad rusa, sobre su cultura y sus valores. En ese sentido el eurasismo – y no el
bolchevismo – es la única ideología genuinamente rusasurgida en el siglo XX. La única que, en
vez de intentar imponer un cuerpo de doctrinas foráneas, trata de elaborar su propia lógica y
su propio lenguaje. El eurasismo se configura como una teoría de ruptura frente al discurso
de valores occidental[44].
De la misma forma que “Occidente” no designa hoy tanto una realidad geográfica cuanto que
un tipo de civilización – la globalización neoliberal de hegemonía norteamericana – la
expresión “Eurasia”, en el sentido que le confieren los “eurasistas”, no se limita a su
significado geográfico. El eurasismo remite ante todo a una actitud filosófica, metafísica,
existencial. Pero su punto de partida es la geografía, a la que asigna el lugar que en la visión
occidental del mundo ocupa la historia. Para el eurasismo es la geografía – y no la historia – la
que moldea la identidad de los pueblos. Es a partir de constantes geográficas como cabe
aprehender la especificidad de los pueblos, no a partir de un historicismo que divide a las
naciones en “atrasadas” y “modernas” según un canon cronológico-progresista de impronta
occidental. Es por ello por lo que los eurasistas denuncian el “imperialismo epistemológico”
occidental e invitan a Rusia a que “desaprenda Occidente”[45].
El eurasismo es una reivindicación del derecho a la diferencia, identitaria y metodológica, de
todo lo que no es occidental. Rusia no es Occidente, es “un continente específico, un
individuo geográfico, una totalidad definida por sus especificidades territoriales y
geopolíticas, linguísticas y etnológicas. Por ello las ciencias susceptibles de revelar la ’esencia’
eurasiática están sometidas al primado del suelo y de la geografía”[46]. Elemento clave en
este sistema de pensamiento es el rechazo del concepto occidental de temporalidad, que los
eurasistas denuncian como una “colonización de los espíritus”. ¿Es posible una “historia sin
tiempo”? ¿En qué consiste la idea eurasista de la historia?
 
Historia cíclica, historia esteparia
La aportación más novedosa del eurasismo es la sustitución del tiempo por el espacio, el
sometimiento del primero al segundo. Ideología “geografista” por excelencia, la diferencia
entre Europa y Rusia “se conjuga para los eurasistas en el modo espacial: la estepa está en el
centro del pensamiento eurasista; la estepa conforma el mundo del movimiento, de la
geografía. La estepa es también el mundo de la repetición. Según el geógrafo P. N. Saviskiy,
Eurasia no conoce más que una única dinámica: la de la unidad, la de los imperios de las
estepas que se extienden del Este al Oeste. La historia del mundo nómada – continúa
Saviskiy – ofrece un material rico para la construcción de toda una teoría de la repetición de
los fenómenos históricos. Y la historia de Eurasia se resume por sus constantes intentos
de unificación interna. Al desplazarse del Oeste hacia el Este el pueblo ruso no hizo otra cosa
que retomar en un sentido inverso el movimiento nómada, un movimiento cuya línea de
continuidad es tan clara que puede hablarse de una repetición geopolítica de los
acontecimientos”[47].
Las implicaciones filosóficas de esta perspectiva – en la que reverberan las viejas
concepciones “cíclicas” del tiempo histórico – son grandes. Es la ruptura de la concepción
lineal de la historia, heredada del judeocristianismo. Para el eurasismo “diferentes tiempos
históricos pueden convivir simultáneamente en el espacio eurasiático, que no puede por lo
tanto ser situado de manera unívoca en una escala temporal lineal”. Dicho de otra forma: un
mismo fenómeno social puede conocer – según el historiador G.V. Vernadsky – “cambios
analógicos que se sobreponen al tiempo y al espacio. Dentro de un mismo espacio, un
fenómeno social evoluciona siguiendo el tiempo. Pero dentro de un mismo período de
tiempo, el fenómeno social varía según el espacio. A medida que retrocedemos en
perspectiva, percibimos con mayor intensidad una serie de círculos fijos: las irradiaciones de
aquellos fenómenos que, si antes estaban en el epicentro de la historia, hoy hace tiempo que
están extinguidos”.
Una historia esteparia, una historia cíclica, un doble fenómeno de repetición quesustrae a
Eurasia del campo de la Historia y la proyecta a un espacio atemporal, inmutable, no
sometido al tiempo histórico. El Eurasismo como utopía retroactiva, una utopía que “puede
proyectarse también en un futuro escatológico que pretende existir desde tiempos
inmemoriales (…). Y si Eurasia existe fuera del tiempo, su historiografía no puede ser más que
una historiosofía: el relato de una revelación donde cada acontecimiento encuentra su
sentido”[48].
¿Mística o ciencia? ¿Historia o metafísica? Plantearlo en estos términos supone ya situarse en
la perspectiva occidental. Pero el discurso eurasista se sustrae a esa dicotomía y elabora su
propia lógica, que avanza a partir de sus propios presupuestos. “Frente al Occidente portador
de la ratio, Oriente es el único que tiene conciencia del tiempo, de que la historia no puede
ser ni una progresión mecánica sometida a leyes invariables ni el resultado del azar. Pensar
la historia supone reconocer tanto la irracionalidad del hombre como el determinismo divino
que preside el destino de los pueblos”. Si la historia tiene un sentido, para el eurasismo éste
sólo puede captarse a partir de un marco de pertenencia colectiva. El tiempo y el espacio son
nacionales, y el auténtico historicismo es siempre nacional. Por eso – señala Marlène Laruelle
– “los eurasistas recusan de forma general toda posibilidad de comunicación entre las
civilizaciones. El mundo debe ser policéntrico. Es preciso restablecer áreas de civilización
iguales en derechos, autónomas unas de otras. Es preciso concebir el mundo como una serie
de áreas culturales supranacionales, porque el Estado-nación es una construcción artificial de
Occidente”[49]. Según esta idea los miembros de la comunidad mundial no serían Inglaterra,
Rusia, Nicaragua, etc, sino Eurasia, India, Europa, América latina, del Norte…
El eurasismo es un discurso en ruptura con el progresismo occidental. Rechaza toda
clasificación de los pueblos y las culturas según una escala de perfeccionamiento o de
“progreso”. Por el contrario defiende el principio de la inconmensurabilidad cualitativa:
ninguna nación tiene derecho a juzgar a otra. Un relativismo cultural extremo – apunta
Marlène Laruelle – en el que se advierte la influencia del romanticismo alemán, con su
defensa de la diversidad de culturas nacionales como portadoras de “porciones de la
totalidad divina”. El eurasismo abomina de la globalización homogeneizadora del mundo.
Porque “una “cultura universal” sería necesariamente racional, mecánica, espiritualmente
vacía. Si no quiere ser una mera abstracción, la cultura no puede ser más que nacional”. O
como señalaba el etnógrafo N. S. Troubetzkoy, la multiplicidad de las culturas es una
“respuesta divina” a la construcción de Babel. En ese sentido “existe un paralelismo entre
Europa y la humanidad de Babel: un éxito tecnológico proporcional al vacío espiritual, a la
autocelebración blasfema de una humanidad que se cree autosuficiente”[50].
 
Un pueblo imperial
El eurasismo introduce un giro copernicano que contrasta con la tradición eslavófila. Ambas
corrientes coinciden en su antiindividualismo, en la idea de que el hombre no es el centro del
universo sino el agente de una misión que le trasciende. Pero el zócalo sobre el que se
asientan las identidades colectivas no es el mismo para ambas corrientes. Si para los
eslavófilos – nacionalistas panrusos, influidos por la idea del Volkgeist – las colectividades
humanas se definen ante todo por la pertenencia étnica, para los eurasistas los grupos
humanos se constituyen en torno a una determinada “idea”. Mejor dicho, en torno a
una comunidad de destino.
¿Comunidad de destino? El eurasismo es partidario de la idea de la convergencia
histórica. Autores como Trubestkoi y Saviskiy desarrollaron un concepto que sería más tarde
adoptado por otras disciplinas: “la similitud a través del contacto”. La similitud como
resultado no de una herencia común, sino de la vecindad continuada y del desarrollo
paralelo. “La ideología eurasiática – señala el politólogo Stefan Wiederkehr – sostiene que los
pueblos de Eurasia, a pesar de tener distintos orígenes y de no estar genéticamente
emparentados, han desarrollado, con el correr del tiempo, una semejanza cada vez mayor y
evolucionan hacia un mismo objetivo”. Eurasia es lo que los eurasistas denominan un
“espacio de desarrollo común” (mestorazvitija); un “individuo geográfico” (P. N. Saviskiy). Pero
el eurasismo introduce también un cierto sentido de predestinación. De la misma forma que
un embrión desarrolla todo su potencial hasta convertirse en un ser adulto, Eurasia no es el
producto de una casualidad (una serie de pueblos coincidentes un mismo espacio) sino que
responde a una evolución necesaria. “La naturaleza de Eurasia – decía N. S. Trubetskoy –
reside en su predestinación histórica a devenir una unidad. La unidad estatal de Eurasia es,
desde el principio, un resultado inevitable”. La nación eurasiática es en este sentido producto
“no del pasado y de la descendencia, sino del futuro y la teleología”[51].
A pesar de sus numerosas metáforas orgánicas, el biologismo y la genética no son admitidas
por el discurso eurasista. Éste permanece “en el reino platónico y hegeliano de las ideas; la
nación es religiosa y cultural; la historia del hombre no es la de una lucha sangrienta entre los
fuertes y los débiles”[52]. Ni rastro pues de darwinismo social, ni de nacionalismo etnicista.
En el contexto de la escalada del nazismo los eurasistas tomaron posición, desde el punto de
vista cristiano, contra lo que llamaron la “barbarización de Europa”. Igualmente denunciaron
el antisemitismo como un materialismo antropológico extremo. No podía ser de otra
manera. El rechazo del racismo está en sintonía con la diversidad étnica del pueblo ruso.
También con la propia idea de “Eurasia” como continuidad heterogénea en su origen pero
homogénea en su destino. El discurso euroasiático no es un discurso sobre la nación sino
sobre el imperio, en el sentido más tradicional y más auténtico del término.
¿Qué es Rusia? La eterna pregunta. Para los eurasistas Rusia se asimila a Eurasia. Lo cual no
significa afirmar – precisa Marlène Laruelle – que Rusia sea Asia, sino que existe un Asia rusa.
Eurasia no es ni una simbiosis ni un mestizaje, puesto que en ella se reúnen distintos pueblos
y culturas – europeas y asiáticas – que no por ello renuncian a sualteridad. Pero si Eurasia
existe “lo es gracias a que el pueblo ruso reúne en él todas las identidades de ese viejo
continente. Rusia es eurasiática en su misma esencia, con o sin Eurasia, y la
supranacionalidad eurasiática es la expresión de una ’rusidad’ que engloba en ella las
diversidades nacionales”[53]. Dentro de esa diversidad eurasiática el pueblo ruso es el agente
cohesionador. Sin él, no habría una totalidad que dé sentido a las partes. En ese sentido
podríamos decir que el pueblo ruso es un pueblo con unamisión. Un pueblo imperial. Rusia
estaba llamada a tomar la dirección, tarde o temprano, de toda Eurasia. ¿Como empezó
todo?
 
Reivindicación de Gengis Khan
Para los eurasistas el Principado de Kiev – el primer Estado eslavo, surgido entre el siglo IX y
las invasiones mongolas del siglo XIII – es un episodio importante, pero históricamente
marginal a los efectos de la construcción de Eurasia. El embrión de la misión histórica de
Rusia es el Principado de Moscovia, formado a partir del siglo XIV. En él se produjo el
sincretismo definitorio de la identidad rusa: el elemento eslavo precristiano, la tradición
bizantina y la aportación tártaro-mongola. En realidad todo empezó con los mongoles…
Gengis Khan marca un antes y un después. El conquistador de Asia “cristaliza la identidad
rusa y la transforma en entidad euroasiática”. El imperio mongol no fue un modelo para
Moscovia sino más bien una “pálida anunciación del destino ruso”[54]. Inversión radical de
perspectivas: la invasión mongola no fue ni una catástrofe ni la causa del retraso histórico de
Rusia, sino el crisol donde se forjó su identidad. Gengis Khan, el Carlomagno de las estepas.
¿Reivindicación de la horda? ¿Apología de la brutalidad? No se trata de eso. Los eurasistas
afirman que Occidente, llevado de su egocentrismo, desconoce la realidad del imperio
mongol. Los historiadores Vernadsky y Xara-Davan insistían en la importancia de lo espiritual
– más que de lo económico y político – en la voluntad imperial de Gengis Khan. El Imperio
mongol estaba concebido como un instrumento del Cielo eterno para establecer el orden en
el universo. Una voluntad mesiánica que se materializaba en la edificación de un poder
estatal, en una jerarquía político-administrativa, en el desarrollo del comercio, en la unión
geopolítica de Eurasia. Una prefiguración, en suma, del mesianismo ruso: expansión
territorial, sí, pero sustentada en un Imperium, en una fuerza espiritual. “Moscú como
Tercera Roma encuentra una referencia en el absoluto político-religioso del imperio
mongol”[55]. Lo que es también una escatología: un modelo de historicidad – señala Marlène
Laruelle – “menospreciado por Occidente pero, según los eurasistas, específico de Rusia”[56].
Inversión radical de perspectivas: la influencia mongola habría contribuido no sólo a
fortalecer la religión ortodoxa, sino a diferenciarla también del cristianismo occidental. El
sentido religioso tártaro-mongol – con la importancia otorgada a la experiencia y al rito – se
habría comunicado a la ortodoxia rusa: una religión que privilegia el ritualismo y la
experiencia cotidiana sobre el enfoque intelectualizado del cristianismo occidental. Si las
religiones paganas son meros cultos – y no religiones reveladas –, el cristianismo ortodoxo
sería el único que habría sido capaz de conjugar la Revelación de Cristo con el ritualismo
característico de las religiones ancestrales. La omnipresencia social del ritual pone de
manifiesto que, como en la antigua Roma, la ortodoxia rusa es ante todo unareligión de la
polis.[57]
¿Es posible un imperio sin imperium? Sí lo es. Su nombre es imperialismo. El imperialismo es
– observaba Julius Evola – una degeneración de la idea del Imperio, un expansionismo
generado por la fuerza bruta, una superestructura mecánica y sin alma. Pero el eurasismo no
propugna el dominio de un pueblo sobre otros sino una convergencia de etnias, de lenguas y
de culturas dentro de un mismo territorio. Recogiendo esa idea el geógrafo P. Saviskiy definía
al eurasismo como un “Imperialismo sano”. Pero tal vez no sea éste el término adecuado. La
concepción eurasiática se aproxima mas bien a la idea tradicional del Imperio, tal y como se
manifestaba en la Roma republicana: un pueblo federador (primus inter pares); una religión
cívica basada en el rito; una tolerancia religiosa; una multiplicidad étnico-cultural; una
integración bajo un principio rector. ¿Qué es todo ello sino el principio del Imperium,
entendido como “la voluntad – en palabras de Julius Evola – de realizar en la tierra un orden y
una armonía cósmica siempre amenazada”?; el imperium como “unidad de contrarios, como
armonía de lo uno y lo múltiple, como conciliación de lo universal y lo particular” (Moeller Van
der Bruck).
 
Una cultura de la otra Europa
El Eurasismo es una invitación a desaprender Occidente. A una ruptura con la epistemología
occidental. Ello exige la elaboración de un lenguaje y de una lógica propia. Pocas corrientes
intelectuales han sido tan fecundas a la hora de dar a luz nuevas ramas del
saber: geosofía, etnosofía, historiosofía; o de acuñar nuevos
términos:topogénesis, ideocracia, etnogénesis, pasionariedad. Términos y disciplinas
difícilmente homologables a los estándares científicos de Occidente. Pero el enfoque
eurasista no busca homologarse, sino diferir del occidental: mientras éste se pregunta por el
“cómo” de las cosas, el primero se pregunta por su finalidad o sentido. El eurasismo es ante
todo una hermenéutica, en cuanto interpreta los fenómenos como símbolos o signos de algo
trascendente. Es también un pensamiento holista, en cuanto intenta mostrar la unidad de los
fenómenos descritos, situarlos como partes de un “todo”. El holismo científico es “una
aspiración a la unidad de los saberes, una constante del pensamiento ruso”[58]. Para el
eurasismo las ciencias son también una expresión de la identidad nacional.
Pero es preciso no engañarse: esa subversión de la lógica occidental tiene sus matrices
intelectuales en Europa. El eurasismo recoge la herencia de Hegel en primacía que otorga las
“ideas” como motor de la historia. Se apropia de las teorías de Herder en su defensa del
particularismo de los pueblos. Asume la perspectiva neoplatónica en su creencia en un
“sentido oculto” de las cosas. Se inspira en la Naturphilosophie alemana en su defensa del
organicismo científico. Recurre a las ideas de Nietzsche en su oposición entre “cultura” y
“civilización”. Continúa la obra de Spengler en su visión cíclica de la historia. Integra la
filosofía de Bergson en su crítica del cientifismo. Y así sucesivamente.[59]
A pesar de la originalidad de sus enunciados y del carácter irreductiblemente ruso de sus
intuiciones, el eurasismo participa del clima europeo de su época – los años 20 y 30 del
pasado siglo –. En este sentido puede ser considerado como una “revolución conservadora”
rusa, o como la versión rusa de la “revolución conservadora” alemana. Al igual que ésta el
eurasismo incorpora los saberes occidentales y se sitúa en el corazón de la modernidad, pero
lo hace para subvertirla y llevarla por otros cauces. Frente al tradicionalismo pasivo que se
aferra al pasado, el eurasismo es un antioccidentalismo activo que no reniega de la idea
de revolución. Por otro lado, el hecho de que se defina en contraposición a Europa no
significa que los eurasistas sean antieuropeos. Lo que sí son es antioccidentales. Y sólo son
antieuropeos en la medida en que Europa se ha convertido en Occidente – en un proyecto
uniformizador y mundialista – y ha dado la espalda a lo que hizo su grandeza. Los eurasistas
se incluyen por derecho propio en una tradición cultural europea: en la revuelta que, desde
el romanticismo, se expresa contra la civilización racionalista y burguesa. La cultura de la otra
Europa.
Pero el eurasismo ejemplifica, sobre todo, lo que puede dar de sí un pensamiento
metapolítico llevado a su más alto nivel de exigencia. “El eurasismo clásico – subraya el
politólogo Stefan Wiederkher – fue una corriente original que, en apoyo de un programa
político antiliberal, desarrolló enfoques científicos innovadores y experimentó con modelos
teóricos que en esa época (…) estaban ya encontrando su lugar en el mainstream de la
investigación histórica – tales como la interdependencia entre geografía e historia o el
estudio de las mentalidades”.[60] Escuela de pensamiento multidisciplinar, entramado de
alto nivel teórico, ambición de totalidad, voluntad de construir una cosmovisión. El eurasismo
es la plasmación de una filosofía que da la primacía a las ideas como motor de la historia.
Fue, en este sentido, el movimiento metapolítico par excellence.[61]
Un movimiento que, más de medio siglo después, habría de retornar con fuerza, entre la
incertidumbre y el caos de la disgregación de la Unión Soviética.
Notas I
[1] Los historiadores norteamericanos Richard Pipes y Robert C. Tucker, especialistas de
referencia sobre la revolución de 1917 y el período soviético, son ejemplos característicos de
este punto de vista.
[2] Martin Malia, Russia under western eyes. Belknap Harvard 1999, p.. 8
[3] Nikolay Berdiaev, El espíritu de Dostoyevski. Nuevoinicio 2008, p. 202.
[4] Vera Tolz, Russia, inventing the nation. Oxford University Press 2001, p. 8.
[5] Aileen Kelly, Introducción a Russian Thinkers, de Isaiah Berlin. Penguin Classics 2013, p..
XXVIII.
[6] Así lo explica Gay Saul Morson en Tradition and counter-tradition: the radical intelligentsia
and classical Russian literature, en A History of Russian Thought, Cambridge University Press
2010, p. 141.
[7] Nikolay Berdiaev, Obra citada, p. 11
[8] Adriano Erriguel, “El grito desde el subsuelo, Fiodor Dostoyevski contra el Homo
Festivus”. El Manifiesto(artículo 1) y (artículo 2).
[9] Isaiah Berlin, The hedgehog and the fox, en Russian thinkers, Penguin 2013, p. 39.
[10] Gary Saul Morson, Tradition and counter-tradition:the radical intelligentsia and classical
russian literature, en A history of russian thought, Cambridge University Press 2010, p. 153.
Notas II
[11] Vera Tolz, The West, en A History of Russian Thought, Cambridge University Press 2010.
p. 198.
[12] Konstantin Nikolayevich Leontyev (1831-1891) fue un filósofo ruso, conservador y
monárquico. Leontiev abogaba por una aproximación de Rusia a Oriente – como contrapeso
a las influencias igualitarias y utilitaristas de la cultura occidental – y por una expansión
territorial y cultural hacia India, China y Tibet.
[13] Nikolay Berdiaev, El espíritu de Dostoyevski, Nuevoinicio 2008, pp. 190 y 192.
[14] Steven G. Marks, How Russia shaped the modern world. Princeton University Press 2003,
pp. 2-3.
[15] Steven G. Marks, How Russia shaped the modern world. Princeton University Press 2003,
pp. 2-3.
[16] Michael Löwy y Robert Sayre: Romanticism against the tide of Moderniyy. Duke
University Press 2001.
[17] Señala el historiador Martin Malia que “Después de Nietzsche, Dostoyevski fue una de las
más potentes influencias culturales – especialmente en la Derecha – en la Alemania de
comienzos del siglo XX. Rusia, por su parte, devolvió el cumplido al dar a Nietzsche la mayor
audiencia que éste había encontrado en ningún país europeo hasta la fecha” (Martin
Malia, Russia under Western eyes. Fron the Bronze horseman to the Lenin Mausoleum.
Belknap Press, 1999, p. 212).
[18] Volker Weiss, Moderne Antimoderne, Arthur Moeller van der Bruck und der Wandel des
Konservatismus. Ferdinand Schöningh 2012, pp. 186-187.
[19] “Guerra y Paz es, en gran medida, una idealización épica de la vieja Rusia de antes de las
reformas, mientras que Ana Karenina y Resurrección pueden leerse como denuncias contra
el vacío espiritual de una Rusia reformada y moderna, que habría sucumbido a la
occidentalización emprendida en los años 1860” (Martin Malia, Russia underWestern
eyes. Belknap Press 1999, p. 205).
[20] Joseph de Maistre (1753-1821) teórico político y filósofo saboyano, máximo
representante del pensamiento contrarrevolucionario, opuesto a las ideas de la Ilustración y
la Revolución francesa. Fue Embajador del Rey de Cerdeña en San Petersburgo entre los años
1802-1817, y ejerció de hecho como consejero en la sombra del Zar Alejandro I. Su principal
obra es: Las veladas de San Petersburgo.
[21] Isaiah Berlin: The Hedgehog and the Fox, en Russian Thinkers, Penguin classics 2013, pp.
72-73.
[22] Isaiah Berlin, Obra citada, p. 67.
[23] Isaiah Berlin, Tolstoy and Enlightenment, en Russian Thinkers, Penguin classics, 2013, pp.
277.
[24] Steven G. Marks, How Russia shaped the modern world. Princeton University Press 2003,
pp. 178-179.
[25] Palabras del pintor, viajero y místico ruso Nicolas Roerich, en referencia a La
Consagración de la primavera de Stravinski, cuya escenografía preparó para su estreno en
1913. Citado por Steven G. Marks en Obra citada, pag. 184.
[26] Steven G. Marks, Obra citada, p. 230.
[27] Steven G. Marks, Obra citada, p. 232.
[28] Steven G. Marks, Obra citada, p. 258.
[29]“Una vez puesto el pié en América – señala Steven G. Marks – los artistas exiliados
aceptaron la acogida del capitalismo corporativo, suavizaron su radicalismo y se
conformaron con intentar elevar la conciencia ética de las sociedades occidentales y mejorar
la estética de los bienes industriales a través del anti-tradicionalista “Estilo Internacional”, del
arte formalista y de la arquitectura”. Steven G. Marks, Obra citada, pag. 264.
Notas III
[30] Richard Stites, Revolutionary dreams, Utopian vision and experimental life in the russian
revolution. Oxford University Press 1989, p. 3.
[31] Alexander Duguin, L’appel de l’Eurasie. Conversation avec Alain de Benoist. Avatar
Éditions 2013, p. 63.
[32] Alexander Duguin, Obra citada, p. 34.
[33] Claude Karnoouh, L’Europe de l’Est à l’heure du désenchantement. En Krisis nº
13/14, Avril 1993, p. 122.
[34] Marlène Laruelle, Le nouveau nationalisme russe. Des repères pour comprendre.
L’Oeuvre Editions, 2010, p. 67-68.
[35] Claude Karnoouh, Obra citada, p. 124.
[36] Las invasiones polacas de 1605-1610, la invasión sueca de 1709 y la invasión de
Napoleón en 1812, con toda su brutalidad, no tienen parangón con la invasión nazi de 1941-
1945.
[37] Claude Karnoouh, Obra citada, p. 108. La corrección política europea tiene también algo
que ver con cierta mala conciencia soterrada. Es imposible obviar que buena parte de la
Europa continental – o de amplias capas de su población – mantuvo connivencias de persos
grados con la Alemania nacionalsocialista en la época de su apogeo. Algo que difícilmente
podrá achacarse a la Unión Soviética, un país que p.ó un tributo de 27 millones de muertos
en su lucha contra el nazismo (el pacto germano-soviético de 1939 debe interpretarse, en
este sentido, como una maniobra estratégicapara ganar tiempo). Una cifra muy elocuente
que aclara donde se desangró en realidad la Wehrmacht y quién ganó en realidad la Segunda
Guerra Mundial – a pesar de que Hollywood siga intentando hacernos creer otra cosa –. No
es extraño que la obsesión europea de la corrección política y del antifascismo retrospectivo
sea totalmente ajena a la cultura política de Rusia, un país que en materia de antifascismo no
tiene nada que demostrar.
[38] Alexandre Soljenitsyne, L‘erreur de l‘Occident. Grasset 2006.
[39] Georges Nivat, Soljénitsyne, Seuil 1980, p. 108.
[40] Daniel J. Mahoney, Obra citada, p. 67.
[41] Daniel J. Mahoney, Obra citada, , p. 193.
[42] Jean-Francois Colosimo, L’Apocalypse russe. Dieu au pays de Dostoïevski. Fayard 2008, p.
331.
[43] François Maistre, „Le panslavisme a la vie dure“, en Éléments pour la civilization
européenne. Printemps 1986, nº 57-58, p. 35.
Notas IV
[44] El eurasismo fue una ideología elaborada principalmente en los ambientes intelectuales
y académicos de la emigración rusa en Europa, principalmente en Praga, París y Berlín,
durante los años 20 y 30 del pasado siglo. Los principales teóricos eurasistas (y figuras
señeras en sus respectivas disciplinas) fueron siete: el geógrafo y economista P. N. Saviskiy
(1895-1968); el etnógrafo N. S, Trouvetskoy (1890-1938); el lingüista Roman Jakobson (1896-
1982); el filósofo L. P. Karsavin (1882-1952); el historiador G. V. Vernadsky (1887-1973); el
pensador religioso G.V. Florovskiy (1893-1979); el filósofo del derecho N. N. Alekséev (1879-
1964).
[45]Marlène Laruelle, L’idéologie eurasiste russse, ou comment penser l’empire. L’Harmattan
1999, pag 26. Esta eslavista francesa está considerada como la principal referencia en Europa
sobre el movimiento eurasista. A éste ha dedicado, aparte de la obra citada, el libro: La quête
d’une identité impériale. Le néo-eurasisme Dans la Russie contemporaine (Petra Editions
2007). En la exposición que sigue nos apoyamos preferentemente en estas obras.
[46]Marlène Laruelle, Obra citada, pag. 30.
[47]Marlène Laruelle, Obra citada, pags. 101-102.
[48]Marlène Laruelle, Obra citada, pags. 103-104.
[49]Marlène Laruelle, Obra citada, pags. 95-96.
[50]Marlène Laruelle, Obra citada, pag 97.
[51] Stefan Wiederkehr, Die Eurasische Bewegung. Wissenchaft und politik in der russischen
emigration der zwischenkriegszeit und in postsowjetischen Russland. Böhlaug Verlag 2007,
pags. 72-74.
Vinculado a la idea de “espacio de desarrollo común” (mestorazvitija) está el concepto
(también desarrollado por los eurasistas) de “lenguas aliadas” (Sprachbund): grupos de
lenguas que han desarrollado estructuras similares por contacto mutuo, en contraposición a
las “familias lingüísticas” (Sprachfamilie), grupos de lenguas con un mismo origen.
[52]Marlène Laruelle, Obra citada, pag. 179
[53] Marlène Laruelle, Obra citada, pag. 193.
[54]Marlène Laruelle, Obra citada, pag. 193
[55]Marlène Laruelle, Obra citada, pag. 269
[56]Marlène Laruelle, Obra citada, pag. 104.
[57] Para los eurasistas “la Iglesia rusa es una Iglesia abierta, que no pretende más que una
parte de la verdad, capaz de reconocer otras expresiones religiosas. Según algunos podría
hasta ser acusada de panteísmo (…) por sus fuertes influencias paganas (…) La iglesia rusa es
una ortodoxia próxima del paganismo de algunos pueblos eurasiáticos, sin vinculación con la
ortodoxia griega y balcánica, alejada del cristianismo occidental”. Marlène Laruelle, Obra
citada, pag. 194.
[58] Marlène Laruelle, Obra citada,, pags 109-111.
[59] Marlène Laruelle, Obra citada,, págs. 82-86.
[60] Stefan Wiederkehr, Die Eurasische Bewegung. Wissenchaft und politik in der russischen
emigration der zwischenkriegszeit und in postsowjetischen Russland. Böhlaug Verlag 2007,
pags. 297-298.
[61] Como movimiento metapolítico el eurasismo es ante todo – señala M. Laruelle – “una
atmósfera, una concepción del mundo”. Nunca contó con una plataforma ideológica común,
mucho menos con un partido político. De hecho, los itinerarios políticos de los eurasistas
fueron divergentes. Puede hablarse de rama “praguense” (Saviskiy, Troubetskoy) muy hostil a
la URSS, y de una rama “parisina”, próxima al régimen soviético. La primera tuvo a sus
principales interlocutores en la “revolución conservadora” y otras corrientes europeas de
“tercera vía”. La rama “parisina” – que acentuaba el papel “ontológicamente revolucionario”
del eurasismo – sería infiltrada por los servicios soviéticos. Varios de sus miembros,
retornados a la URSS, acabarán en campos de concentración o fusilados. El clima de
radicalización de los años 30 redundó en la división del eurasismo y en su práctica extinción
en vísperas de la segunda guerra mundial
Rusia, metapolítica del otro mundo (II)
¿Rusia es culpable?
Mucha retórica se hizo, a lo largo de dos siglos, sobre Rusia como encarnación de la
barbarie asiática, como quintaesencia de la “horda”. De una manera u otra ese
estereotipo sigue latente en nuestro imaginario. Y de forma interesada es
periódicamente reactivado. Por definición, Rusia casi siempre es “culpable”. ¿De
dónde surge esa retórica?  ¿A qué obedece su persistencia en el tiempo?
En las líneas que siguen mantendremos que, entre Rusia y Occidente, hay un
desencuentro de fondo. Y ello es debido a que la civilización rusa ha evolucionado de
forma propia, se ha enfrentado a Occidente y ha forjado unos valores propios. ¿Una
contramodernidad alternativa?    
Una historia sesgada
El discurso rusófobo adquiere carta de naturaleza tras el fin de las guerras
napoleónicas, a partir de la consolidación de Rusia como gran potencia europea. Ese
discurso fue sistemáticamente alimentado durante el siglo XIX por la propaganda
anglosajona, en el contexto de la rivalidad entre los imperios británico y ruso por el
control de Asia central – el “Gran Juego” del que hablaba Ruyard Kipling –. La imagen
de una Rusia autocrática sumida en el  oscurantismo y la tiranía perduró hasta la
revolución de 1917. A partir de entonces el comunismo – asimilado a la barbarie y
despotismo asiáticos – quedó asociado a la imagen de ese país, convertido en
paradigma del totalitarismo frente al  mundo “libre”. Con diferentes altibajos esa
imagen perduró hasta la caída de la Unión Soviética, para dar paso a la imagen turbia
de una Rusia inmersa en la corrupción y manejada por oligarquías mafiosas. La
historia concluye con la irrupción de un tirano de nuevo cuño: Vladimir Putin.
Se trata de un discurso sesgado, al menos en lo que se refiere a la historia previa a la
revolución de 1917. Suele obviarse un dato de partida: situada en la periferia oriental
de Europa, Rusia fue durante siglos el amortiguador de las invasiones asiáticas y una
barrera defensiva de facto para la civilización europea. Las publicitadas brutalidades
de algunos de sus gobernantes – Iván el Terrible y Pedro el Grande, básicamente –
encuentran dignos parangones en no pocos episodios de la Europa de aquellos años.
Pero es a partir de la edad contemporánea cuando la historia se cuenta
sistemáticamente a medias. Fue la moderación del Zar Alejandro I la que hizo posible
que Francia, tras la derrota de Napoleón, se reintegrara como potencia de primer
orden en Europa. A lo largo del siglo XIX Rusia participó en un concierto europeo que,
con todos sus defectos, hizo posible un siglo de paz en el continente. El imperio
zarista era ciertamente una autocracia, pero también era un imperio multinacional,
tolerante en lo cultural y en lo religioso; sus conductas en los territorios conquistados
fueron, comparativamente, bastante más benignas que las prácticas coloniales de
muchas potencias europeas. Y es cierto que la servidumbre perduró hasta 1861, pero
en ese mismo año se abolió por decreto, mientras que los Estados Unidos precisaban
de una guerra civil para abolir la esclavitud.
En las guerras de liberación balcánicas, Rusia contribuyó con su sangre a la
independencia de los pueblos eslavos. Fue solamente la intervención de las potencias
occidentales – interesadas en mantener el equilibrio de poder – la que impidió que los
ejércitos rusos expulsaran a Turquía del suelo europeo. A pesar de la carencia de
instituciones democráticas y de la dureza de los presidios siberianos no puede decirse
que, durante la mayor parte del siglo XIX, las prácticas represivas en Rusia
estuvieran a años luz de las que estaban a la orden del día en muchos países de
Europa y América.
Pero es en la vida intelectual donde se desmiente la imagen de un mundo monocorde,
hecho de opresión y de silencios. El siglo XIX fue la edad de oro de la cultura rusa:
una ebullición de ideas, de debates y de disidencias que la censura zarista a duras
penas lograba controlar. La gran cultura rusa se desarrolló siempre en tensión
dialéctica con Europa; una relación de atracción y de rechazo que se acompañaba del
sentimiento de formar parte del mundo europeo, entendido en un sentido amplio. Y
con particular celo mesiánico – señala la historiadora Vera Tolz – “los intelectuales
rusos decidieron que la salvación de los auténticos ideales europeos constituía la
misión histórica de Rusia”. [1] 
Rebelión contra el mundo moderno
¿Metapolítica de Rusia? Si tuviéramos que resumirla en una fórmula, podríamos decir
que Rusia apostó casi siempre por Europa. Si bien por otra Europa. 
Los grandes intelectuales rusos fueron, casi siempre, pensadores religiosos. Señalaba
el filósofo Nikolay Berdiaev que “los pensadores del tipo de Dostoyevski y Konstantin
Leontiev no negaban la gran cultura de la Europa occidental. Respetaban esa cultura
más que los europeos contemporáneos. Pero rechazaban la civilización europea
contemporánea, su espíritu “burgués” o “pequeño burgués”. Veían en ella una traición
a las grandes tradiciones y legados del pasado de la cultura europea”. [2]
Más que de una oposición entre Rusia y Europa se trataba por tanto de una lucha
entre dos tipos de cultura. De una lucha que durante más de un siglo se libró en el
propio suelo europeo: por un lado la civilización industrial, burguesa y moderna – de
espíritu fundamentalmente materialista e irreligioso – y por otro lado la protesta
contra ese mundo moderno que se expresó en el romanticismo, el simbolismo y en
toda una gama de tendencias utópicas y reaccionarias. “Todo el fenómeno de
Nietzsche – añadía Berdiaev – con su sueño apasionado de una cultura trágica,
dionisíaca, fue una propuesta vehemente y enfermiza contra el espíritu triunfante de
la civilización europea. Este problema es universal y no puede ser explicado como un
problema de oposición entre Oriente y Occidente. Es el problema de la contraposición
entre dos espíritus, entre dos tipos de cultura tanto en Europa como en Rusia, tanto
en Occidente como en Oriente.”[3]
Rusia se constituyó, a partir de mediados del siglo XIX, en un arsenal intelectual para
todos los rebeldes contra el mundo moderno. “Para bien y para mal – escribe el
historiador Steven G. Marks –a finales del siglo XIX el liberalismo, el capitalismo y el
imperialismo estaban arrancando a muchas sociedades de sus formas de vida
tradicionales. O como escribía Martin Buber: el hombre moderno ha perdido la
sensación de “sentirse en casa” en el mundo. Y muchos intelectuales fuera de Europa,
enfurecidos y alienados, culpabilizaron de la opresión, de la pobreza y de los males de
su existencia a un Occidente tan todopoderoso como profundamente detestado. Para
todos ellos, Rusia se configuró como el símbolo de la resistencia frente a la civilización
occidental”. [4]
¿Por qué Rusia? Lanzada por los zares a una carrera contra reloj para no perder el
tren del progreso, empeñada en una industrialización acelerada para mantener su
paridad de gran potencia, Rusia se vio sacudida de forma intensa por el cortocircuito
de la modernidad. Y el universo cultural ruso, que conocía entonces su edad de oro,
empezó a tomar conciencia de los efectos colaterales de este proceso. Los
intelectuales rusos empezaron a prodigar críticas contra la modernidad occidental,
con sus gobiernos representativos, su economía capitalista y la primacía de una clase
media consumista en una sociedad industrial y urbana. No es extraño por tanto que
en Europa y en otras partes del mundo, “gran número de escritores y artistas
desilusionados con el materialismo y el racionalismo de una sociedad obsesionada por
el progreso, comenzaron a expresar su descontento a través de los experimentos del
movimiento modernista. Y todos ellos volvieron su atención a las novedades
intelectuales que, irradiadas desde Rusia, ofrecían alternativas al poderío occidental y
a sus valores”.[5]
Un fenómeno cultural que terminó resultando en una paradoja suprema: esa
resistencia frente a la modernidad, a base de intentar subvertirla, contribuyó también
a moldearla. Se sentaron así las bases de una modernidad alternativa.
¿Tolstoi o Dostoyevski?
Modernismo: el paradójico nombre que, en los manuales de historia, designa al
movimiento que dio cauce a la gran rebelión cultural antimoderna que estalló en el
tránsito del siglo XIX al XX. En realidad el modernismo es una mutación
del romanticismo: una corriente que puede definirse como una crítica de la
modernidad en nombre del pasado, como una protesta cultural contra la civilización
moderna, industrial y burguesa. [6] En el modernismo, en sentido amplio, caben una
multitud de tendencias – simbolismo, expresionismo, irracionalismo, surrealismo –
que tienen sus orígenes en el romanticismo y en el grito de liberación de la conciencia
individual y colectiva frente a los muros impuestos por la ilustración racionalista y la
religión del progreso.
No es extraño que fuera Alemania, la cuna del romanticismo, el país que con más
intensidad volviera la mirada hacia Rusia. Más allá de las contingencias políticas, una
corriente de afinidad subterránea circulaba entre ambos pueblos. Una corriente que
reivindicaba la parte irracional, mística e indomable de la cultura y del hombre. Así lo
sentían al menos sus espíritus superiores. “El rasgo característico de los alemanes –
decía Dostoyevski –, ese pueblo grande, orgulloso y peculiar, es el de protestar.
Alemania jamás hubiera querido unirse con el mundo occidental, ni en sus destinos ni
en sus principios”. Thomas Mann subrayaba también la proximidad espiritual y
metahistórica entre Alemania y Rusia. En su obra Consideraciones de un apolítico el
autor de La Montaña Mágica recurría a  Dostoyevski – y a su crítica del Occidente
pequeño burgués – para reforzar la contraposición polémica entre la Kultur alemana y
la civilisation occidental. Un argumento que caía en suelo fértil: en ningún otro país
europeo fue Dostoyevski más leído que en Alemania, país donde se convirtió en
“autor de culto” de la mano del coeditor de sus obras completas, Arthur Moeller Van
Der Bruck, el teórico de la “Revolución conservadora”. [7]
La influencia de Dostoyevski sobre la “revolución conservadora” alemana fue decisiva.
El autor de San Petersburgo representaba la encarnación de Rusia, la expresión de “la
locura rusa, de la tragedia eslava, de sus interiorizaciones místicas y de su tensión
frenética”. Rusia era – para Moeller Van Der Bruck – “un pueblo místico […] que
puede ayudar a los alemanes a acercarse a su religión ancestral”. Y añadía: “si algún
día la humanidad occidental llegara a su ocaso y el espíritu alemán estuviera en
dormición, sólo una madre eslava podría dar a luz a un nuevo Buda o a un nuevo
Jesús, procedentes de Oriente”. Está claro que la rusofilia de Moeller Van Der Bruck
servía a unos objetivos propios: el deseo de empujar a sus compatriotas hacia una
toma de conciencia sobre la oposición entre la Kultur germánica y la civilización
occidental.[8]
Un Dostoyevski alemán. Un icono de la Revolución conservadora. Un símbolo de
Rusia. ¿De toda ella? Normalmente suele considerarse al otro gran profeta ruso, León
Tolstoi, como el polo opuesto. No en vano ya Lenin definía a Tolstoi como un autor
“progresista”, como el precursor de la revolución rusa...
La contraposición parece clara: el progresista Tolstoi versus el reaccionario
Dostoyevski. El pacifista Tolstoi versus el belicoso Dostoyevski. El anarquista
Tolstoi versus el monárquico Dostoyevski. Pero se trata de una contraposición
superficial y equívoca. Una simplificación que esquiva la realidad de fondo: el carácter
antimoderno, antiliberal y rabiosamente antioccidental de ambos gigantes. 
Un oscuro nihilismo
Anna Karenina se suicida bajo las ruedas de un ferrocarril, símbolo del mundo
moderno. El dramático final de la novela de Tolstoi expresa la radicalidad del rechazo
que la modernidad occidental provocó entre los intelectuales rusos. [9]
Bien sabido es que el autor de Guerra y paz desarrolló una peculiar filosofía propia, el
“tolstoismo”: una visión ecuménica, pacifista y anarquizante que rechaza todo
patriotismo del trono y el altar. Pero ese rechazo ni se sustentaba en la filosofía de las
Luces ni conducía a los predios del racionalismo y del progresismo. Más bien lo
contrario.
Toda la obra de Tolstoi es una protesta contra la idea de que la historia y la
naturaleza humana pueden ser encapsuladas en fórmulas racionales. Todo su
mensaje es una reacción contra el optimismo liberal, contra la confianza en la
inevitabilidad del progreso material y en la mejora moral de la humanidad. De todos
los comentadores de la obra de Tolstoi, es posiblemente el filósofo Isaiah Berlin quien
mejor haya captado ese lado oscuro del autor de Guerra y paz. En uno de sus más
penetrantes ensayos, Berlin subrayaba las afinidades entre Tolstoi y el pensador
reaccionario por excelencia: el conde saboyano y embajador en la corte de San
Petersburgo, Joseph de Maistre.[10] El mismo escepticismo frente al método científico;
la misma desconfianza frente al liberalismo, el positivismo y el secularismo; el mismo
énfasis en los aspectos “desagradables” de la historia humana; la misma impresión de
que el mundo occidental está inmerso en algo parecido a un proceso de putrefacción,
de decadencia acelerada.[11]
Una comparación audaz en cuanto que aproxima dos figuras aparentemente
incompatibles: el ultramontano Maistre y el excomulgado Tolstoi. Pero más allá de
sus diferencias ambos pensadores coincidían en un oscuro nihilismo. Las ilusiones
optimistas del siglo XIX se les deshacían a ambos entre los dedos. Y ambos – según
Isaiah Berlin – “buscaban un escape a su propio e inexplicable escepticismo,
aferrándose a alguna verdad suprema que los protegiera de los efectos de sus propias
inclinaciones y temperamento: la iglesia católica en el caso de Maistre, la pureza de
corazón y el amor fraternal en el caso de Tolstoi”. Lo que ocurre es que ambos
pensadores llegaban a idénticas conclusiones por diferentes vías.
Para Maistre la vida es “una batalla salvaje a todos los niveles […] que tiene su origen
en un ansia autodestructora y primaria, en una fuerza sanguinaria y misteriosa
implantada por Dios”. Esa fuerza es “mucho más poderosa que los débiles esfuerzos
de los hombres racionales por alcanzar la paz y la felicidad, unos esfuerzos que, en
realidad, no responden a los deseos profundos del corazón humano, sino tan sólo a
los de su caricatura: el intelecto liberal”. Para Maistre “sólo lo irracional, precisamente
porque está más allá de las críticas de la razón, es indestructible en su fortaleza. Hay
dos instituciones que son un buen ejemplo: la monarquía hereditaria y el
matrimonio”.[12] Cabría añadir otro ejemplo: la religión. Con esas premisas se entiende
que el anti-individualismo sea una consecuencia necesaria: no es la libertad individual
sino la tradición – incluso en  sus formas más irracionales y represivas – la que da
vida y continuidad a las instituciones sociales. Conclusión a la que Tolstoi, con todo su
rechazo de los poderes establecidos, llegaba por otras vías.
El irracionalismo y el anti-individualismo del autor de “Guerra y Paz” derivan de su
creencia en un “orden permanente” o “sentido general de las cosas”, en un “fluir de la
vida” que conforma el devenir de los hombres y que no es discernible por medios
racionales, sino tan sólo aprehensible a través de la intuición. Porque una cosa es
el conocimiento – el ámbito de las ciencias aplicadas y del pensamiento racional – y
otra la sabiduría. No son los más doctos los que mejor acceden a esta última sino
más bien todos aquellos – muchas veces los más sencillos o humildes – cuya vida sí
se acompasa a ese “sentido general de las cosas” y que, por eso mismo, poseen una
visión sinóptica de las verdades esenciales. Una idea que Tolstoi desarrolla en
términos muy vagos pero que constituye la clave de bóveda de su pensamiento. 
Primitivismo y tradición
No es por ello extraño  – apunta Isaiah Berlin – que Tolstoi se sintiera mucho más a
gusto entre los eslavófilos reaccionarios (a pesar de sus divergencias políticas con
ellos) que con la intelligentsia progresista. Los eslavófilos estaban mucho más cerca
de la tierra, de los campesinos, de las formas tradicionales de vida. El autor de
“Guerra y Paz” sentía más respeto por las formas genuinas de existencia – ya fuera la
de los cosacos libres en el Cáucaso o la de los jóvenes oficiales con sus bailes, sus
caballos y sus fiestas con gitanos – que por los intelectuales, la crítica y los salones
literarios. Tolstoi “sólo entendía bien a la nobleza y a los campesinos – a los primeros
mejor que a los segundos – y compartía muchas de las creencias instintivas de los
miembros de su clase social, así como una aversión natural por todas las formas de
liberalismo de clase media. La burguesía apenas aparece en sus novelas. Sus
actitudes sobre la democracia parlamentaria, los derechos de la mujer o el sufragio
universal no eran muy diferente a las de Cobbett o Carlyle, Proudhon o D. H.
Lawrence”.[13]
Esa inmersión en el flujo de la vida, esa percepción del latido del mundo – tan bien
descrito en los episodios de la siega o en el del parto en “Ana Karenina”– está sólo al
alcance de quienes participan en formas de vida con valores ancestrales. “Si existe un
ideal de hombre para Tolstoi  – señala Isaiah Berlin – éste no reside en el futuro, sino
en el pasado”. En el antiprogresismo del escritor ruso se advierten huellas del “buen
salvaje” de Rousseau, de los mitos de la Caída y del Jardín del Edén. Una orientación
ideológica que comulga con otras pulsiones muy arraigadas en la cultura rusa: con el
movimiento de “vuelta al terruño” (pochbienniki) o el “hacerse más sencillo” de los
intelectuales populistas del siglo XIX (que no dejan de recordar al
movimiento Wandervogel germánico); o con la tendencia al primitivismo que es una
constante del modernismo ruso y que Stravinsky expresó con salvaje energía en su
paganizante “Consagración de la primavera”.
El genio de Tolstoi reside en su dominio de los detalles, en su capacidad de
observación de situaciones concretas, en su conciencia de la multiplicidad y pluralidad
de la vida. Por eso cualquier pretensión de sintetizar la realidad en forma de teoría le
parecía grotesca y absurda. También por eso el autor de “Guerra y Paz” consideraba
que las “causas primeras” de los acontecimientos son inexplicables, están envueltas
en el misterio, dependen escasamente de la voluntad de los hombres.
Algo en lo que concordaba con Maistre. El “énfasis en lo imponderable y en lo
incalculable” (Isaiah Berlin) forma parte del irracionalismo de ambos pensadores. “La
vida es una batalla salvaje” decía Maistre en un tono que prefiguraba a Nietzsche y a
D'Annunzio. El campo de batalla es la metáfora de la vida, y la victoria en el mismo
depende más de los factores intangibles que de los factores materiales: “es la
imaginación – continúa Maistre – la que pierde  o gana las batallas (…) pocas batallas
son ganadas o perdidas físicamente; el verdadero vencedor y el verdadero vencido es
aquél que cree serlo”. De forma parecida a Maistre, Tolstoi se refiere a la importancia
del factor imponderable que decide la suerte de las batallas: el espíritu de los
soldados y de sus jefes. “Perdimos porque antes nos dijimos a nosotros mismos que
habíamos perdido”, dice el Príncipe Andrey en “Guerra y Paz”, tras la batalla de
Austerlitz. La victoria o la derrota es ante todo un asunto moral y psicológico.
Subrayaba Isaiah Berlin que el paralelismo de las visiones de Maistre y Tolstoi sobre
el carácter caótico e incontrolable de las guerras – con sus extensas implicaciones
para la vida humana en general – fue ya subrayado en su época por el sindicalista
revolucionario Georges Sorel, quien prevenía sobre la proximidad psicológica entre
teócratas, místicos y nihilistas.
Irracionalismo, pesimismo, anti-individualismo. Atracción por las experiencias
extremas, por aquellas vivencias que nos permiten atisbar las verdades esenciales.
Con su énfasis en los factores impalpables, psicológicos y espirituales que determinan
los eventos – en detrimento de los materiales y estadísticos – Maistre y Tolstoi
prefiguran, sin saberlo, una cierta visión de la historia. Una visión que pone el énfasis
en la fuerza mental de los grupos humanos como factor intangible que enciende el
motor de la historia. Las teorías de la etnogénesis y de la pasionariedad – una energía
explosiva, aparentemente inexplicable, que pone en marcha a los pueblos – serían
conceptualizadas, a mediados del siglo XX, por una figura de culto dentro del
movimiento “eurasista”: el etnólogo e historiador ruso Lev Gumilev.
Tolstoi y Dostoyevski. Al fondo, la sombra de Maistre. La cultura rusa ¿es
esencialmente reaccionaria? Más bien lo contrario. El pensamiento reaccionario es, en
sentido estricto, aquél que intenta revertir a una situación anterior. No hay nada de
eso en los pensadores rusos. Todos sabían que cualquier veleidad de retorno al
pasado estaba condenada al fracaso. Estamos aquí muy lejos del neo-medievalismo
romántico, de los prerrafaelistas y los distributistas británicos, de los nostálgicos y
soñadores de variada índole. Los escritores, pensadores y artistas rusos eran muy
conscientes del “poder inexorable del momento presente” (Isaiah Berlin), de la
imposibilidad de recuperar lo que un día fue y ya no será jamás. Más que reaccionario
el gran pensamiento ruso es compulsivamente nihilista, porque su genio es
eminentemente destructivo. En una primera fase – la de Dostoyevski y Tolstoi – el
pensamiento ruso  destroza las falsas ilusiones, nos alerta del camino equivocado; en
una segunda fase – la revolucionaria – cabalga el tigre de la modernidad y trata de
conducirnos a la tierra prometida.
Una modernidad alternativa
El signo de los próximos cien años: la entrada de Rusia en la cultura. Un objetivo
grandioso, la llegada del barbarismo; el despertar de las artes, la magnanimidad de
la juventud, una fantástica locura y una verdadera voluntad de vivir.
FRIEDRICH NIETZSCHE, Crepúsculo de los ídolos
El período que se extiende desde finales del siglo XIX hasta los años 1930 puede
considerarse como la edad de plata de la cultura rusa. Es una época de
experimentación febril en la cuál los artistas rusos, tras dos siglos de imitación de
Europa, no sólo se situaron a la vanguardia de la modernidad sino que sentaron las
bases que configuraron su evolución posterior. Y lo hicieron, paradójicamente, desde
unos presupuestos metafísicos y revolucionarios declaradamente antimodernos que,
en una suprema paradoja, acabarían dando forma al lenguaje de la modernidad
misma.
El modernismo, decíamos, es el nombre que, designa a corrientes culturales como el
idealismo, el espiritualismo, el simbolismo, las corrientes místicas y esotéricas… los
artistas rusos llevarían todas esas tendencias hasta extremos que jamás habrían sido
imaginables en París, en Londres o en Berlín. La sed de absoluto y el ansia de
sacralidad que inspiraba la visión wagneriana de la Gesamtkunstwerk (obra de arte
total) encontraron en Rusia su mejor plasmación en el movimiento modernista
“Mundo del Arte” (Mir Iskustva) y en la obra de arte total de los ballets rusos. Los
artistas de “Mundo del Arte”  (Diaghilev, Benois, Bakst, Somov) “interpretaron la idea
de libertad artística no en el sentido individualista occidental – al que despreciaban
como una variante del capitalismo y del liberalismo – sino en el sentido de
Dostoyevski y de Tolstoi: como una libertad espiritual que subordinase la
personalidad a algo más alto, a una fuerza colectiva”.[14] Los temas de los ballets rusos
eran “exuberantes, delirantes, trascendentes, antimodernos, hedonistas, pero
también anti- individualistas en cuanto que expresaban un empeño colectivo”. Una
visión enraizada y pagana de la que emanaba un “sentido de vitalidad primitiva que
integraba motivos urbanos, campesinos y populares en un espectáculo de música y
danza”. Una visión holista que perseguía una “unidad metafísica, la conexión de la
existencia terrenal con un ser supremo”.[15]
La danza – señala el historiador Steven G. Marks – en tanto expresión de una
emoción pura, sin vinculación con la realidad, es la primera manifestación de la
abstracción artística. La época de las vanguardias y de los ismos tiene acentos
específicamente rusos: Vasily Kandinsky, pionero de la abstracción. Kazimir Malevich,
fundador del suprematismo. Alexander Rodchenko, líder del constructivismo. El
Lissitzky, divulgador hacia el mundo de la vanguardia soviética. Hoy resulta difícil
admitirlo, pero la pintura abstracta nació como un arte enraizado. A pesar de
vehicular las aportaciones de otras escuelas europeas –  post-impresionismo,
cubismo, fauvismo, expresionismo – era un producto de la Rusia imperial y de su
clima social e intelectual. Un intento de recuperar el sentido autóctono del arte
popular ruso, de la tradición de la pintura de iconos, de la tradición escita, del
primitivismo de las estepas, de las formas de culto ancestrales.
La emergencia del arte abstracto en Rusia estaba además unida a un espiritualismo y
a una estética antirrealista que se oponía al desencantamiento del mundo. La
vanguardia rusa creía que “las formas abstractas establecían un vínculo con una más
alta conciencia colectiva que representaba la unidad subyacente del género humano,
y que al transmitir la conciencia de ello preparaban el camino para una
transformación espiritual y/o revolucionaria”. [16] De lo que se trataba en suma es de
una modernidad alternativa, en cuanto alejada de los cánones materialistas e
individualistas de Occidente. Pero una modernidad que pasaría, tras una historia
tortuosa, al servicio de esos mismos cánones que en su origen pretendía combatir.
El arte al servicio de la revolución
Los primeros artistas abstractos – los rusos Vasili Kandinsky y Kazimir Malevich –
concebían su arte no como un despliegue de subjetividad narcisista sino como
manifestación de dimensiones metafísicas inmutables. Kandinsky, el primer teórico de
la abstracción, comparaba su arte al “aire vaporoso de las saunas rusas y a los
trances de los chamanes pagano-eslavos”: una forma de reflejar “la insatisfacción de
la edad de plata rusa con la modernidad […], la idea de que “el alma está enferma”
en la época materialista y burguesa y que solamente el arte abstracto – liberado de
ataduras terrenales, producto de la intuición de verdades trascendentes – podría
sanarla”.[17]
Durante su primera época la revolución soviética sacó buen partido del impulso
colectivista y de la convicción utópica de los artistas de vanguardia.  El arte al servicio
de la revolución. Durante varios años los artistas combinaron su odio al capitalismo
burgués con la exaltación del desarrollo tecnológico impulsado por los soviets, al
tiempo que la adhesión formal al marxismo leninismo sellaba la alianza del viejo
mesianismo ruso con la aspiración a una sociedad colectivista. La vanguardia rusa
llegaría a impregnar a todo el mundo, incluso al más alejado del experimento
soviético.
El diseño gráfico de los fotomontajes desarrollado por artistas como El Lissitski y
Rodchenko fue adoptado por nazis y fascistas. La crítica fascista – diferente en eso
del provincianismo cultural nazi – “elogiaba y analizaba de forma habitual las obras
de arte constructivista y suprematista que se exponían en la bienal de Venecia”, y los
artistas italianos incorporaban esos hallazgos al servicio del régimen. [18] La
arquitectura, por su parte, se transformó en el emblema del nuevo credo ideológico.
Un estilo que combinaba anti-modernismo y culto utópico a la tecnología moderna:
los diseños geométricos del constructivismo y sus formas tecno-espartanas fueron
retomados por la Bauhaus de Weimar y de ahí pasaron a influir en las edificaciones
para usos colectivos de la Italia fascista y de la Alemania nazi. Con su desdén por el
individualismo, su épica de lo colectivo y sus tonos viriles, la nueva arquitectura rusa
proporcionaba un nuevo lenguaje artístico para las revoluciones de uno y otro signo
que, sobre las ruinas del orden burgués, aspiraban a la construcción de un nuevo
mundo.
Quemados por el Sol
No deja de ser curioso que aquello que empezó como oposición metafísica al orden
burgués terminara reducido a ornamento para clases medias y afirmación del poderío
capitalista. Si en algo brilla el genio específico del capitalismo es en su carácter
adaptativo; en su capacidad de integrar y retornar a su servicio cualquier elemento,
por ajeno o contrario que sea, susceptible de adaptarse al lenguaje del mercado.
El caso del arte abstracto es un ejemplo paradigmático. El neo-romanticismo de las
vanguardias mal podía avenirse con el férreo realismo socialista impuesto por Stalin,
más inclinado – al igual que Hitler en Alemania – al propagandismo kitsch. Extirpadas
de su tierra natal, las semillas de la abstracción rusa fructificaron en Occidente: el
llamado “expresionismo abstracto” fue adoptado por las autoridades norteamericanas
– e incluso patrocinado por la CIA – como símbolo de la libertad occidental frente al
comunismo. Evidentemente toda su carga subversiva fue evacuada: los místicos y
revolucionarios de antaño dieron paso a los “artistas transgresores”; el viejo espíritu
utópico fue reorientado a la apología del modelo americano; la tensión metafísica de
la “edad de plata” rusa fue sustituida por un intelectualismo de baratillo. El arte
abstracto pasó así a formar parte de la cultura popular, a entrar en los salones de la
burguesía, a convertirse en decoración y en símbolo de status quo. Y sobre todo, a
preparar la llegada del “todo vale”: el arte contemporáneo como show, como mercado
especulativo y como impostura.
Algo parecido sucedió en el campo de la arquitectura. Con característica torpeza los
nazis provocaron el éxodo de los arquitectos de la Bauhaus que, desde América del
Norte y otros países europeos, comenzaron a desarrollar lo que más tarde se llamaría
el “Estilo Internacional” (International Style): las formas severas e impersonales que
pasarían a ser características de la arquitectura moderna y que alcanzarían particular
fortuna en su aplicación a grandes superficies comerciales en los Estados Unidos. Lo
mismo cabe decir de  las técnicas de diseño, tipografía y fotomontaje de la revolución
rusa: éstas fueron finalmente cooptadas por la publicidad comercial y terminaron al
servicio del consumo de masas. Casi todas las ramas de la vanguardia soviética
conocieron una suerte paralela.[19]
Una ironía de la historia, si tenemos presente cómo empezó todo: como una rebelión
antimoderna primero; antiburguesa y anticapitalista después. Durante unos pocos
años, por primera vez en la historia, un grupo de artistas pensó que podría modelar
un mundo a la medida de sus sueños. Hasta que los sueños fueron truncados por la
realidad. La dogmática marxista-leninista se reveló incompatible con los soñadores, y
éstos fueron finalmente marginados, silenciados o directamente aniquilados.
“Victoria sobre el Sol” es el título de una ópera futurista estrenada en San
Petersburgo en 1913. Un icono de la vanguardia rusa. No hubo tal. Los vanguardistas
acabarían como varios millones más, abrasados por el Sol de la revolución. Doble
astucia de la historia: los vanguardistas rusos, rebeldes antimodernos, inventaron el
lenguaje de la modernidad. Y los comunistas rusos, revolucionarios modernos,
construyeron un sistema que, desde dentro de la modernidad, permitiría preservar un
mundo ya marcado por el arcaísmo. La brecha entre Rusia y Occidente, de una forma
u otra, siempre abre su camino.
[1]
 Vera Tolz, The West, en A History of Russian Thought, Cambridge University Press
2010. p. 198.
[2]
 Konstantin Nikolayevich Leontyev (1831-1891) fue un filósofo ruso, conservador y
monárquico. Leontiev  abogaba por una aproximación de Rusia a Oriente – como
contrapeso a las influencias igualitarias y utilitaristas de la cultura occidental – y por
una expansión territorial y cultural  hacia India, China y Tibet.
[3]
 Nikolay Berdiaev, El espíritu de Dostoyevski, Nuevoinicio 2008,  pp. 190 y 192.
[4]
 Steven G. Marks, How Russia shaped the modern world. Princeton University Press
2003, pp. 2-3.
[5]
 Steven G. Marks,  How Russia shaped the modern world. Princeton University Press
2003, pp. 2-3.
[6]
 Michael Löwy y Robert Sayre: Romanticism against the tide of Moderniyy. Duke
University Press 2001.
[7]
 Señala el historiador Martin Malia que “Después de Nietzsche, Dostoyevski fue una
de las más potentes influencias culturales – especialmente en la Derecha – en la
Alemania de comienzos del siglo XX. Rusia, por su parte, devolvió el cumplido al dar a
Nietzsche la mayor audiencia que éste había encontrado en ningún país europeo
hasta la fecha” (Martin Malia, Russia under Western eyes. Fron the Bronze horseman
to the Lenin Mausoleum. Belknap Press, 1999, p. 212).
[8]
 Volker Weiss, Moderne Antimoderne, Arthur Moeller van der Bruck und der Wandel
des Konservatismus. Ferdinand Schöningh 2012, pp. 186-187.
[9]
 “Guerra y Paz es, en gran medida, una idealización épica de la vieja Rusia de antes
de las reformas, mientras que Ana Karenina y Resurrección pueden leerse como
denuncias contra el vacío espiritual de una Rusia reformada y moderna, que habría
sucumbido a la occidentalización emprendida en los años 1860” (Martin Malia, Russia
underWestern eyes. Belknap Press 1999, p. 205).
[10]
 Joseph de Maistre (1753-1821) teórico político y filósofo saboyano, máximo
representante del pensamiento contrarrevolucionario, opuesto a las ideas de la
Ilustración y la Revolución francesa. Fue Embajador del Rey de Cerdeña en San
Petersburgo entre los años 1802-1817, y ejerció de hecho como consejero en la
sombra del Zar Alejandro I. Su principal obra es: Las veladas de San Petersburgo.
[11]
 Isaiah Berlin: The Hedgehog and the Fox, en Russian Thinkers, Penguin classics
2013, pp. 72-73.
[12]
 Isaiah Berlin, Obra citada, p. 67.
[13]
 Isaiah Berlin, Tolstoy and Enlightenment, en Russian Thinkers, Penguin classics,
2013, pp. 277.
[14]
 Steven G. Marks, How Russia shaped the modern world. Princeton University Press
2003, pp. 178-179.
[15]
 Palabras del pintor, viajero y místico ruso Nicolas Roerich, en referencia a La
Consagración de la primavera de Stravinski, cuya escenografía preparó para  su
estreno en 1913. Citado por Steven G. Marks en Obra citada, pag. 184.
[16]
 Steven G. Marks, Obra citada, p. 230.
[17]
 Steven G. Marks, Obra citada, p. 232.
[18]
 Steven G. Marks, Obra citada, p. 258.
[19]“Una vez puesto el pié en América – señala Steven G. Marks – los artistas
exiliados aceptaron la acogida del capitalismo corporativo, suavizaron su radicalismo
y se  conformaron con intentar elevar la conciencia ética de las sociedades
occidentales y mejorar la estética de los bienes industriales a través del anti-
tradicionalista “Estilo Internacional”, del arte formalista y de la arquitectura”. Steven
G. Marks, Obra citada, pag. 264.

1917: revolución nacional, revolución bolchevique


Para desgracia de todos los burgueses
Un incendio mundial provocaremos
Un incendio mundial lleno de sangre
¡Que el Señor nos bendiga!

Alexander Blok
¿Fue la revolución bolchevique un accidente en la historia de Rusia? ¿O fue el
comunismo, por el contrario, un episodio en armonía con toda su historia? ¿Cuál es el
significado profundo – el significado metapolítico – de la experiencia soviética, para
Rusia y para Europa?
Se trata – el primero – de un debate abierto y posiblemente eterno. Algunos
consideran que la revolución fue un desgraciado infortunio, el comunismo una
epidemia y Rusia la víctima. Ésa es la postura clásica de los rusos eslavófilos – tales
como Alexander Solzhenitsyn –, la de los patriotas conservadores y la de los
ortodoxos fieles a la memoria del zarismo. Ésa es también la opinión de los liberales
rusos y occidentales que, al rechazar toda idea de “psicología de los pueblos”,
consideran que el comunismo no estaba preescrito en el ADN del pueblo ruso.
Por el contrario, los que consideran que la revolución estaba en cierto modo
“predeterminada” en la historia y la identidad rusa consideran que el comunismo está
en consonancia con una cultura que enaltece la tiranía y el despotismo – la tesis
clásica de los rusófobos occidentales – o que tiene mucho que ver con una cierta
predisposición hacia las soluciones mesiánicas. Entre todas estas posiciones, la
verdad reside posiblemente en algún punto intermedio.
El marxismo fue sin duda – como insistía Solzhenitsyn – un credo importado desde
Europa a Rusia. Y en ninguna parte estaba escrito que la secta bolchevique habría de
prevalecer en los confusos meses de 1917. Si ello sucedió fue en primer lugar gracias
al genio estratégico y táctico de Lenin. Pero también es difícil pensar que la secta
bolchevique hubiera podido provocar el cataclismo que provocó si no hubiera
engarzado, al mismo tiempo, con componentes esenciales de la identidad rusa.
El marxismo es una ideología abstrusa y de un materialismo pedestre. Pero la
devoción cuasi religiosa que despertó se explica, en gran parte, porque cayó en el
terreno abonado de una serie de tradiciones utópicas. Desde luego, sería absurdo
intentar “expulsar” al marxismo de la revolución de 1917. Pero sí parece razonable
pensar que la revolución – como señala el historiador Richard Stites – “tomó sus
mayores formas espirituales, mentales y expresivas de la colisión y colusión entre las
grandes tradiciones utópicas presentes en la historia rusa: las del pueblo, las del
Estado y las de la intelligentsia radical”.[1] En este sentido sí habría
un continuum entre la época soviética y la historia precedente. Una coherencia
interna que el teórico neo-eurasista Alexander Duguin expresa del siguiente modo: “el
no ver en nuestra historia más que rupturas supone una mirada superficial. Al
examinar las cosas con más atención se observa que aquello que en la superficie
parecía una ruptura, manifiesta en lo profundo una gran continuidad. El período
soviético representa, desde esta perspectiva, una etapa legítima de la historia
nacional rusa y no una aberración total o la consecuencia de un complot extranjero.
Desde muchos puntos de vista fue el producto de una elección histórica del pueblo”.
[2] 
¿Una revolución antimoderna?
Los últimos años del zarismo fueron un período de occidentalización acelerada, de
desarrollo urbano e industrial. La primera revolución de 1917 – la revolución liberal y
burguesa de febrero – fue el primer intento de convertir a Rusia en una democracia
parlamentaria, en un país occidental “como los otros”. En ese sentido la revolución de
febrero no hacía más que acelerar una dinámica de europeización ya emprendida por
los zares – en sus aspectos económicos, sociales y culturales – desde la época de
Pedro el Grande. ¿No sería la revolución bolchevique, en su sentido profundo
y metapolítico, una reacción a este intento? ¿No sería la revolución socialista la
emergencia traumática de un atavismo ruso mal reprimido?
En su poema de 1918 “Los Doce”, el poeta simbolista Alexander Blok captura el
espíritu de su tiempo: en una atmósfera onírica de fin del mundo, entre el caos
revolucionario de San Petersburgo, una columna de doce bolcheviques avanza. Y a su
frente aparece Jesucristo. El bolchevismo, o la primera religión política de la
modernidad. La sed de absoluto, la esperanza escatológica, el alma mesiánica de la
vieja Rusia encontraba una nueva fe. La revolución socialista se revestía de un aura
sacra, con sus dogmas, sus liturgias y sus iconos. El sueño de la Tercera Roma revivía
– como decía Nikolay Berdiaev – en la Tercera Internacional, el nuevo sacro imperio
sostenido por una nueva fe ortodoxa: el comunismo.  
Lo más chocante de la realidad soviética – aquello que le confiere, ante los ojos
occidentales, un carácter cuasi surrealista – era su dimensión doble: “de un lado –
señala Alexander Duguin – el discurso oficial, marxista, materialista y ateo. Y de otro
lado la realidad de las masas rusas que (…) reinterpretaban los dogmas oficiales
desde la óptica inconsciente del espíritu nacional ruso”.[3] No cabe hoy duda de que
fue finalmente esa nacionalización de la ideología comunista la que hizo posible la
consolidación del régimen. Disipada la promesa idílica de un paraíso comunista fue
finalmente el patriotismo soviético – es decir, la metamorfosis del patriotismo ruso –
el gran instrumento legitimador del “socialismo real” entre las masas populares.  
Pero la paradoja va mucho más lejos. El marxismo-leninismo era una ideología de
corte racionalista y de pretensiones científicas. Una Vulgata progresista que del
pasado pretendía hacer tabla rasa, en aras de una modernización acelerada de la
sociedad. Pero fue una ideología que, al aplicarse a las realidades rusa y
centroeuropea, actuó de hecho como un ralentizador de la estandarización del
mundo impulsada, a nivel global, por la modernidad. Una modernidad que, de manera
inevitable, adquiría todos los rasgos de la civilización occidental. Los resultados del
“socialismo real” fueron contradictorios. Una modernidad caótica – según la definición
del antropólogo rumano Claude Karnoouh –. En términos puramente materiales –
expansión industrial y desarrollo técnico – la Unión Soviética recorrió en seis décadas
el camino que otros países tardaron dos siglos en recorrer. El precio a pagar fue alto
en términos de represión política, de escaseces materiales, de desastres ecológicos,
de proletarización forzada y de aculturación de grandes masas de población. Los
resultados fueron espectaculares: del arado romano a la conquista de la luna en sólo
unas décadas. Pero la vertiente “modernizadora” del comunismo es sólo una cara de
la historia.
En realidad el poder comunista – continúa Claude Karnouuh – “estaba anclado en
pautas que, en el contexto de la modernidad tardía, estaban ya aquejadas
de arcaísmo. En primer lugar la primacía otorgada al Estado – o más exactamente al
Partido-Estado – sobre lo económico. Es decir: la primacía de lo político. En segundo
lugar el mantenimiento de una ideología igualitarista fundada sobre la promoción
política de una “vanguardia” surgida de las clases populares (obreros y campesinos) y
convertida progresivamente en la nueva élite privilegiada. En tercer lugar el papel
asignado a la cultura clásica como ideal estético – el “realismo socialista” – por
oposición no sólo a las vanguardias, sino al “todo vale” contemporáneo. En cuarto
lugar la pusilanimidad (sic) de las formas sociales: la idea de “orden moral” cuando,
en Occidente, nada podía ya frenar la pornografía, la violencia, la desacralización, la
blasfemia […], en suma, la desaparición de todo valor permanente”.[4] En quinto
lugar – podemos añadir nosotros – la limitada influencia embrutecedora de la cultura
de masas norteamericana hizo posible que la vida cultural se desarrollase en estrecho
contacto con las tradiciones autóctonas. Una vida cultural bastante más rica, más
plural y menos “politizada” – a pesar de la pleitesía obligada a los dogmas marxistas
– de lo que la propaganda occidental pretendía hacer ver.
¿Fue el “socialismo real” una forma de arcaísmo? Sin duda alguna, si lo comparamos
con el capitalismo. El capitalismo ha sido mucho más “revolucionario” que el
socialismo a la hora de destruir los valores sociales heredados de la premodernidad.
Igualmente ha sido mucho más eficaz a la hora de impulsar el viejo ideal progresista
de unificación del género humano. ¿Qué otra cosa es sino la globalización neoliberal?
Sin duda alguna el capitalismo y el comunismo comparten las mismas raíces
ideológicas – la filosofía de la ilustración, el universalismo, el materialismo, el
paradigma economicista, la idea de progreso –, pero mantienen también notables
diferencias a nivel metapolítico. En realidad, puede hablarse de una brecha filosófica
entre ambos sistemas.
En primer lugar, si bien ambos sistemas se proclamaban universalistas, la
interpretación que daban a ese término era muy diferente. El universalismo occidental
se presenta ante todo como rechazo formal de toda discriminación. Y ése es un
discurso muy poco difundido en Rusia. “La ideología soviética – señala Marlène
Laruelle – afirmaba que la URSS estaba animada por la amistad entre sus pueblos y
por un internacionalismo hacia el exterior. El “racismo” era una “ideología burguesa”,
un fenómeno propio de los países capitalistas – la segregación racial en Estados
Unidos o el Apartheid sudafricano –; pero la amistad entre los pueblos que componían
la URSS no se sustentaba en la creencia en la universalidad del hombre, sino en la
idea de una comunidad de destino (…). El mensaje antiracista o antinacionalista
soviético no era, en modo alguno, una actitud de neutralidad frente a la nacionalidad
o el color de la piel. De lo que se trataba más bien era de subrayar la hospitalidad del
pueblo ruso (o soviético) que acogía a los alógenos a pesar de su alteridad”.[5] En
resumen: frente al universalismo como igualitarismo (propio del mundo occidental) se
alzaba el universalismo como internacionalismo: el propio del mundo soviético.   
Pero existe una diferencia mucho más de fondo. La esencia del capitalismo absoluto
reside en su incapacidad de autolimitarse, porque su visión teleológica no acepta otra
cosa que no sea “el devenir de su propia inmanencia: el capital como beneficio, el
trabajo como plusvalía, el cálculo como medida de todo valor. De una forma u otra
rechaza toda obligación exógena de orden trascendental”.[6] En otras palabras: el
capitalismo es un nihilismo de lo efímero (Claude Karnoouh), una dinámica de
expansión ilimitada que no conoce ninguna barrera. En este sentido el comunismo
soviético era profundamente tradicional, en cuanto sí se autolimitaba, en cuanto sí se
remitía al “deber ser” de un orden trascendente, en cuanto su discurso oficial
destilaba – en el envoltorio de un discurso materialista e igualitarista – muchos
valores sociales que, en realidad, pertenecían al “viejo mundo”: el desinterés, la
gratuidad, la camaradería, la polaridad entre los sexos, el sentido de la familia, del
pudor y la decencia, la pedagogía no igualitaria, el respeto por la autoridad de padres
y maestros, el fomento de la cultura clásica, la idea de sacrificio por la colectividad, la
exaltación del heroísmo, el patriotismo y el sentido comunitario de la existencia. No
en vano ya apuntaba Marx (en el “Manifiesto Comunista”) que el verdadero agente
revolucionario es el capitalismo, no el socialismo. Algo que es especialmente cierto en
el campo de los valores sociales.
Suele describirse la experiencia del socialismo real como una “glaciación de la
historia”. Una metáfora que contiene algo de verdad, en cuanto pone de relieve que
el estancamiento social que estos regímenes provocaron hizo posible – aunque fuera
como efecto indirecto – preservar una parte del “viejo mundo”. Al pretender liderar la
modernidad y derrotar al capitalismo en su misma dinámica – la lógica tecno-
económica de la productividad – el comunismo fue inevitablemente derrotado. Pero al
mantenerse de facto apartado de la modernidad e impedir la americanización de las
sociedades, hizo posible al menos preservar un legado. El caso de la religión es un
ejemplo paradigmático. La represión pura y dura – en cuanto casi siempre genera
una resistencia – es mucho menos eficaz que la acción disolvente y nihilista de la
sociedad de consumo. No es extraño que la sociedad rusa sea hoy bastante más
religiosa que muchas sociedades occidentales. Y no es tampoco extraño que, frente a
los experimentos de ingeniería social fomentados por el “soft power” occidental, Rusia
sea, hoy por hoy, un bastión para la defensa de muchos valores tradicionales
amenazados. 
Ni contriciones ni penitencias
Nunca faltarán los piadosos intentos, por parte de algunos fieles, de defender el
“socialismo real”. Pero la realidad es tozuda: el experimento comunista se saldó con
un fracaso sin paliativos. Y con una tragedia humana de proporciones bíblicas: guerra
civil, supresión de libertades, terror elevado a política de Estado, hambrunas,
genocidios, purgas, deportaciones masivas de poblaciones, un universo de campos de
concentración y un total estimado de 20 millones de víctimas, solamente en la Unión
Soviética.
Un pasado espeluznante. Pero un pasado que, de manera sorprendente, la mayoría
de la población rusa parece asumir sin ánimos vindicativos; desde luego sin los
ajustes de cuentas retrospectivos, las contriciones masoquistas y los exhibicionismos
victimarios que son la especialidad de Occidente. ¿Fatalismo oriental? ¿Espíritu de
sumisión? ¿Fascinación – como decía el Marqués de Custine – por la tiranía y el
despotismo? La realidad es bastante más compleja.
En primer lugar hay un hecho que reconcilia el pasado soviético en la memoria
afectiva de la población rusa. La historia soviética es ante todo la historia de una
victoria. La victoria frente a la invasión alemana de 1941. Un drama grandioso en el
que Rusia ofrendó 27 millones de muertos y ante cuya memoria todos los rusos – sea
cuál sea su edad, su condición o sus convicciones políticas o religiosas – forman una
unidad sin fisuras. La de 1941 fue una invasión de una brutalidad sin precedentes.
[7] Una agresión planteada como una guerra racial; como una guerra de conquista
exenta de las normas humanitarias del derecho de gentes que sí se respetaron en el
frente occidental. Una agresión ante la cuál la dogmática oficial (comunismo,
antifascismo, internacionalismo proletario etc.) cayó como una cáscara para ceder el
paso al espíritu patriótico de la Rusia eterna. En la memoria histórica rusa “el
fascismo” significa fundamentalmente el invasor. Y la segunda guerra mundial es, a
los ojos rusos, La Gran Guerra Patriótica. El relato épicoque legitima a la época
soviética y la redime de sus errores, de sus crímenes y de su fracaso final.
Algo que cabría aplicar también a la memoria de Stalin. Una de cada tres familias
rusas (aproximadamente) cuenta entre sus miembros con alguna víctima, directa o
indirecta, de sus políticas de represión y exterminio. Y a pesar de todo ello buena
parte de la población rusa sigue viendo en el tirano georgiano al líder adecuado para
aquella época de sangre y de hierro. Stalin fue el vencedor de Hitler y el líder
del gran salto adelante, de la transformación de un país aislado y subdesarrollado en
una potencia nuclear en condominio con los Estados Unidos. Y eso es algo que,
inevitablemente, toca una fibra común en casi todos los rusos, con independencia de
su credo o condición: su intenso orgullo patriótico, su identificación personal y
apasionada con la historia y el destino de su país.
Ni penitencias ni contriciones. Una forma de relacionarse con un pasado traumático
que es casi incomprensible para los europeos de hoy, embarcados en un proceso de
reescritura políticamente correcta de su propia historia. Algo que, desde la mentalidad
rusa, no tendría sentido. Porque desde esa mentalidad la historia no es pasto de
deconstrucción posmoderna, ni de exorcismos o pedagogías moralizadoras. Todos sus
episodios configuran un gran relato en el que prima un sentido de la continuidad
nacional. ¿Idealización de la historia? ¿Visión acrítica del pasado?
No se trata de eso. Lo que ocurre – y aquí reside el matiz – es que en Rusia las
páginas negras y los episodios siniestros no permean en percepciones acomplejadas
ante la propia historia. La autocrítica y el revisionismo circulan entre los especialistas
y son objeto de debate público, pero no conforman por sí solas políticas oficiales.
Éstas ponen más bien el foco en aquellos elementos en los que, más allá de las
polémicas y divisiones, todos los ciudadanos pueden verse identificados. Lo cual se
acompasa con un tipo de patriotismo todavía vigente en Rusia: el patriotismo que
considera a la nación no como una adición de individuos o intereses particulares
(patriotismo societario), sino como la suma de las generaciones precedentes, actuales
y futuras (patriotismo comunitario); no como el resultado de un contrato (patriotismo
constitucional) sino como un resultado de la identidad y de la historia.
Por supuesto, ese sentido de continuidad histórica sólo es posible desde una cierta
predisposición anímica: aquella que asume lo trágico como componente irrenunciable
de la existencia. Algo que la Europa de la soft-ideología y del pensamiento desnatado
– la Europa postmoderna y post-histórica – ha pretendido desterrar. Lo cual tiene su
lógica. Porque, ¿qué es la historia – señala Claude Karnoouh – sino “la emergencia
del devenir como tragedia, y no los trémolos moralistas de los histriones filantrópicos
de turno?”[8]  
Una sangrienta astucia de la Historia
Dostoyevski había profetizado la revolución bolchevique. Había anticipado su signo
radicalmente anticristiano e inhumano. Había previsto que el precio del socialismo
serían muchos millones de muertos. Todo ello – según el autor de Crimen y castigo –
como un castigo divino impuesto sobre Rusia para purificarla. Pero Dostoyevski
también había afirmado que la regeneración final de Occidente pasaría por Rusia; por
una Rusia templada en el sufrimiento, con sus valores y con su espíritu fortalecido en
la más dura de las pruebas. ¿Delirios de un visionario? ¿Lucidez de un genio? A pesar
de la agudeza de muchas de sus intuiciones se nos hace difícil, desde nuestra órbita
cultural, abonarnos a esa visión providencialista de la Historia.
Pero lo que sí podemos hacer es constatar la ironía que subyace en la experiencia
histórica del “socialismo real”. La gran revolución que se situaba en la vanguardia de
la modernidad, hizo precisamente todo lo contrario: preservar (aunque fuera de
forma involuntaria o inconsciente) segmentos enteros del viejo mundo. Aquel sistema
que pretendía unificar al género humano hizo finalmente posible lo contrario: dar
paso a un grupo de Estados que, en pleno siglo XXI, forman una barrera frente a la
globalización neoliberal, unipolar y occidental.
Un resultado paradójico. Al precio de incontables millones de víctimas. Un torrente de
idealismo y de sufrimientos, de heroísmo y de iniquidades, de víctimas y de verdugos.
¿Mereció la pena? ¿Qué sentido podemos darle a todo ello?
Desde esa visión trágica de la existencia – la propia del universo mental ruso – las
moralinas retrospectivas parecen inútiles. Y frente a las visiones místico-
providencialistas, quizá sólo podamos constatar que la historia, en realidad, no tiene
ningún sentido. O que si lo tiene, éste escapa a nuestra comprensión. Decía Hegel
que el curso de los acontecimientos es astuto, ladino, y que sigue su propia lógica,
jugando para ello con los sufrimientos y con las pasiones de los humanos. Al final,
extinguidos el ruido y la furia, sólo queda la sangrienta astucia de la historia.  
Un hombre de otra época
En un libro publicado en 1980 el escritor disidente Alexandr Solzhenistyn se
lamentaba de que la cadena radiofónica La Voz de América se limitase a difundir, en
sus emisiones dirigidas a la Unión Soviética, música de jazz, chismes sobre las
estrellas del pop, deportes, ocio, publicidad comercial y maravillas de la sociedad de
consumo, en vez de emitir sólidos alegatos anticomunistas, denuncias contra la
tiranía soviética y misas ortodoxas.[9] Con lo cuál el autor de Archipiélago
Gulag demostraba su ingenuidad. Porque lo que el escritor disidente no veía es que,
en los tiempos “líquidos” de la modernidad tardía, son precisamente esas
trivialidades, aparentemente inocuas, las más eficaces agentes de
la normalización capitalista del mundo. La vulgaridad de la cultura de masas es el soft
power que vehicula una “gramática unificada de las formas de vida” y una
“colonización de la vida cotidiana” (Jürgen Habermas dixit) que trata de imponerse a
toda costa en la guerra cultural global en la que se decide el orden mundial.
Pero el autor de Archipiélago Gulag pertenecía a otra época. A una época “sólida” de
convicciones rocosas y de creencias inamovibles. A una época de la que él fue el
último gigante.
Laureado con el premio Nóbel y convertido en el icono por excelencia de la disidencia
anticomunista, Solzhenitsyn no tardó en transformarse en un apestado dentro del
Occidente que le había jaleado como a un héroe. Y ello porque el gran escritor, en vez
de ensalzar el “mundo libre” según el canon del perfecto disidente, se reveló como lo
que en realidad era: un impenitente eslavófilo; un patriota ruso; un acerado crítico de
la democracia occidental, de la modernidad y del liberalismo. Y todo ello desde una
dignidad y una altura moral insobornables.
Renunciando a la comodidad de los intelectuales del establishment,Solzhenitsyn
denunció lo que nadie se atrevía a denunciar, se enfrentó a lo que nadie se atrevía a
enfrentarse. Y expresó a las claras, de manera frontal y sin compromisos, su rechazo
al “mejor de los mundos posibles” de la civilización liberal-capitalista. Lo hizo porque
él, que había pasado por la guerra, por el Gulag, por el aislamiento, por el acoso y
por el cáncer, había regresado de la casa de los muertos y era indestructible. Tras
haber sobrevivido al matadero soviético no tuvo reparos en denunciar
el pudridero moral de la sociedad de consumo occidental: un sistema deshumanizador
en cuanto priva a los hombres de toda referencia superior y los encadena al servicio
de una “felicidad” entendida en términos de acumulación material, de confort y de
seguridad.
Solzhenitsyn fue el último de los grandes. Sus ambiciones literarias fueron inmensas;
sus sufrimientos oceánicos; sus batallas sobrehumanas. Casi todo en él era
desmesurado, y en eso encarna como pocos el alma de la vieja Rusia: en su
indiferencia a la “felicidad”; en su énfasis sobre el valor del arrepentimiento; en sus
ideas sobre el sentido purificador del sufrimiento – ideas en las que asoma el espíritu
de Dostoyevski –. Solzhenitsyn “expresa una visión medieval del mundo: la Verdad
preexiste, pero no se revela más que en el relámpago ardiente de la prueba. Podría
hablarse de una especie de sentimiento medieval del juicio de Dios: la historia es
para Solzhenitsyn una ordalía”.[10] Al igual que Dostoyevski, fue en la prisión y en el
exilio donde el autor de “El Archipiélago Gulag” retornó a la fe de sus ancestros. Allí
se reencontró con el espíritu de su pueblo. Fue al religarse al mismo cuando se
encontró también con la gran tradición del pensamiento europeo que, desde
Aristóteles, defiende la existencia de categorías objetivas en el orden moral, ético y
estético. Acercarse a ese orden natural de las cosas constituía para él el autentico
progreso; y eso – como defendían Tolstoi y Dostoyevski – es casi siempre una
responsabilidad personal e intransferible.
Solzhenitsyn se situaba a idéntica distancia del mercantilismo liberal y del
totalitarismo marxista: dos formas de antropocentrismo que evacuan cualquier
preocupación por la trascendencia y sustraen al hombre de su confrontación con la
muerte. En este punto el análisis de Solzhenitsyn – señala el filósofo norteamericano
Daniel J. Mahoney – es muy parecido al de la crítica de Heidegger sobre la dictadura
de lo “cotidiano ordinario”: aquella en la que los hombres, perdidos en el
conformismo de lo que se les dice, evitan toda confrontación directa con su finitud. En
tales condiciones “el misterio pierde su fuerza” y se produce una “nivelación de todas
las posibilidades del Ser”. Ese abandono de las cuestiones últimas hace que para
Solzhenitsyn “la utopía socialista sea tan condenable como la utopía liberal; una
utopía que hace del “mercado” un fin en sí mismo, sin limitaciones legales o
morales.”.[11] Ciertamente, ese discurso no era lo que se esperaba de un disidente
soviético acogido por Occidente con todos los honores...
Disidente de ambos mundos
El autor del El Archipiélago Gulag fue siempre un disidente, pero un disidente de
ambos mundos. Sus ideas relativas al hecho nacional no podían estar más en
desacuerdo con el mundialismo neoliberal. En su discurso de recepción del Premio
Nóbel, Solzhenitsyn afirmaba que “la desaparición de las formas nacionales nos
empobrecería tanto como si todos los hombres estuvieran obligados a parecerse, con
una misma personalidad y con un mismo rostro”. La suya es una interpretación del
hecho nacional que “se aleja del credo cívico republicano y de las fórmulas
contractualistas tributarias de las revoluciones americana y francesa, pero que
también se aleja de las explicaciones étnicas o simplemente culturales de la identidad
nacional”. Su fundamento cabría buscarlo más bien – señala Daniel J. Mahoney – en
una especie de mística o de vitalidad espiritual que es la fuerza que sostiene a las
naciones. Para Sholzenitsyn la existencia de la nación forma parte de un “diseño
divino”. Una visión en las antípodas de ese “patriotismo constitucional” aséptico y
legalista que es la doctrina oficial de la postmodernidad, y que “reduce la lealtad
nacional a una mera aceptación de formas políticas procedimentales”.[12]
Solzhenitsyn nunca fue un antidemócrata – sus elogios a la democracia
norteamericana o suiza son muy elocuentes – ni un partidario del autoritarismo per
se. Lo que sí hizo fue denunciar – muy en la línea de Tocqueville – los peligros
del fundamentalismo democrático, del desbordamiento de la democracia a
dimensiones que nada tienen que ver con ella. Unas ideas que se enfrentan al
discurso del “todo vale”; al discurso que, desde una concepción tecnocrática de la
política, renuncia a cualquier propuesta de ideal o de “vida buena” y no tiene más
objetivos que el “bienestar” y la búsqueda de votos.
No es extraño que con estas ideas el premio Nóbel se ganara todo tipo de invectivas –
ultraconservador, nacionalista, autoritario, obscurantista – cuando no de calumnias
(tales como su pretendido “antisemitismo”). Para los gestores de Occidente entre los
disidentes había sus clases. Andrei Sajárov – apologeta de los “derechos humanos” y
partidario de una gobernanza mundial – era el disidente “bueno” (es decir, al gusto
occidental), mientras que Solzhenitsyn era el disidente “malo”. Por eso el premio
Nóbel “reunió contra sí, en Rusia y fuera de Rusia, a los doctrinarios marxistas y a los
doctrinarios liberales que denunciaban su persona y sus escritos desde un mismo
espíritu, desde un mismo lenguaje, con las mismas palabras, simétricamente”.[13]
La aparición de Solzhenitsyn supuso la irrupción, en medio del circo mediático
occidental, de una ráfaga del viejo mundo. De ese viejo mundo todavía presente en
Rusia y cuya persistencia tal vez se explique por un rasgo psicológico particular: la
incapacidad de los rusos para “instalarse” en las cosas y en la vida. Una
predisposición existencial de desapego. “El ruso – señala Francois Maistre – es
fundamentalmente un Homo Viator, peregrino en esta tierra”. Es por eso quizás por lo
que “el hombre ruso está llamado a resistir mucho mejor que los otros a la
uniformización y los condicionamientos inherentes al ´progreso’ ”.[14] Resistir, esa
parece ser la constante de su historia. ¿De donde surge tanta capacidad de
resistencia?
Triunfo del espíritu sobre la materia, denuncia radical del Mal, sentido de la
predestinación y de la libertad. El autor de Archipiélago Gulag fue el más genuino
continuador de Dostoyevski. Y fue también la voz de todos los héroes anónimos que,
frente al terror más implacable, mantuvieron la fidelidad a sus convicciones. La era
soviética hizo posible, al menos, la forja de tales hombres.
 

[1] Richard Stites, Revolutionary dreams, Utopian vision and experimental life in the


russian revolution. Oxford University Press 1989, p. 3.
[2] Alexander Duguin, L´appel de l´Eurasie. Conversation avec Alain de Benoist.
Avatar Éditions 2013, p. 63.
[3] Alexander Duguin, Obra citada, p. 34.
[4] Claude Karnoouh, L´Europe de l´Est à l´heure du désenchantement. En Krisis nº
13/14, Avril 1993, p. 122.
[5] Marlène Laruelle, Le nouveau nationalisme russe. Des repères pour comprendre. L
´Oeuvre Editions, 2010, p. 67-68.
[6] Claude Karnoouh, Obra citada, p. 124.
[7] Las invasiones polacas de 1605-1610, la invasión sueca de 1709 y la invasión de
Napoleón en 1812, con toda su brutalidad, no tienen parangón con la invasión nazi de
1941-1945.
[8] Claude Karnoouh, Obra citada, p. 108. La corrección política europea tiene
también algo que ver con cierta mala conciencia soterrada. Es imposible obviar que
buena parte de la Europa continental – o de amplias capas de su población – mantuvo
connivencias de diversos grados con la Alemania nacionalsocialista en la época de su
apogeo. Algo que difícilmente podrá achacarse a la Unión Soviética, un país que p.ó
un tributo de 27 millones de muertos en su lucha contra el nazismo (el pacto
germano-soviético de 1939 debe interpretarse, en este sentido, como una maniobra
estratégica para ganar tiempo). Una cifra muy elocuente que aclara donde se
desangró en realidad la Wehrmacht y quién ganó en realidad la Segunda Guerra
Mundial – a pesar de que Hollywood siga intentando hacernos creer otra cosa –. No
es extraño que la obsesión europea de la corrección política y del antifascismo
retrospectivo sea totalmente ajena a la cultura política de Rusia, un país que en
materia de antifascismo no tiene nada que demostrar.
[9] Alexandre Soljenitsyne, L‘erreur de l‘Occident. Grasset 2006.
[10] Georges Nivat, Soljénitsyne, Seuil 1980, p. 108.
[11] Daniel J. Mahoney, Obra citada, p. 67.
[12] Daniel J. Mahoney, Obra citada, , p. 193.
[13] Jean-Francois Colosimo, L’Apocalypse russe. Dieu au pays de Dostoïevski.
Fayard 2008, p. 331.
[14] François Maistre, „Le panslavisme a la vie dure“, en Éléments pour la civilization
européenne. Printemps 1986, nº 57-58, p. 35. 
El eurasismo, ¿alternativa a Occidente?
Nuestra época está marcada por una corriente arrolladora hacia la unificación
mundial. El planeta se hace más pequeño al compás de la globalización, y una visión
turística del mundo sustituye a las antiguas confrontaciones. Con la victoria total del
capitalismo y de los mercados, el liberalismo es la única ideología posible en el siglo
XXI. La globalización es también la victoria de Occidente: un modelo único para toda
la humanidad. Pero se encienden focos de rebelión. Uno de ellos se llama eurasismo.
Rusia no es tanto un país como una civilización aparte, esto es, una forma particular
de ser y de estar ante el mundo. El eurasismo es el intento de teorización de ese
convencimiento. Un sistema de pensamiento con ambición de totalidad, tan
metafísico como científico, tan político como filosófico, que trata de resolver los
interrogantes abiertos durante dos siglos sobre la identidad rusa, sobre su cultura y
sus valores. En ese sentido el eurasismo – y no el bolchevismo – es la única ideología
genuinamente rusa surgida en el siglo XX. La única que, en vez de intentar imponer
un cuerpo de doctrinas foráneas, trata de elaborar su propia lógica y su propio
lenguaje. El eurasismo se configura como una teoría de ruptura frente al discurso de
valores occidental[1].
De la misma forma que “Occidente” no designa hoy tanto una realidad geográfica
cuanto que un tipo de civilización – la globalización neoliberal de hegemonía
norteamericana – la expresión “Eurasia”, en el sentido que le confieren los
“eurasistas”, no se limita a su significado geográfico. El eurasismo remite ante todo a
una actitud filosófica, metafísica, existencial. Pero su punto de partida es la geografía,
a la que asigna el lugar que en la visión occidental del mundo ocupa la historia. Para
el eurasismo es la geografía – y no la historia – la que moldea la identidad de los
pueblos. Es a partir de constantes geográficas como cabe aprehender la especificidad
de los pueblos, no a partir de un historicismo que divide a las naciones en “atrasadas”
y “modernas” según un canon cronológico-progresista de impronta occidental. Es por
ello por lo que los eurasistas denuncian el “imperialismo epistemológico” occidental e
invitan a Rusia a que “desaprenda Occidente”[2].
El eurasismo es una reivindicación del derecho a la diferencia, identitaria y
metodológica, de todo lo que no es occidental. Rusia no es Occidente, es “un
continente específico, un individuo geográfico, una totalidad definida por sus
especificidades territoriales y geopolíticas, linguísticas y etnológicas. Por ello las
ciencias susceptibles de revelar la ’esencia’ eurasiática están sometidas al primado del
suelo y de la geografía”[3]. Elemento clave en este sistema de pensamiento es el
rechazo del concepto occidental de temporalidad, que los eurasistas denuncian como
una “colonización de los espíritus”. ¿Es posible una “historia sin tiempo”? ¿En qué
consiste la idea eurasista de la historia?

Historia cíclica, historia esteparia


La aportación más novedosa del eurasismo es la sustitución del tiempo por el espacio,
el sometimiento del primero al segundo. Ideología “geografista” por excelencia, la
diferencia entre Europa y Rusia “se conjuga para los eurasistas en el modo espacial:
la estepa está en el centro del pensamiento eurasista; la estepa conforma el mundo
del movimiento, de la geografía. La estepa es también el mundo de la repetición.
Según el geógrafo P. N. Saviskiy, Eurasia no conoce más que una única dinámica: la
de la unidad, la de los imperios de las estepas que se extienden del Este al Oeste. La
historia del mundo nómada – continúa Saviskiy – ofrece un material rico para la
construcción de toda una teoría de la repetición de los fenómenos históricos. Y la
historia de Eurasia se resume por sus constantes intentos de unificación interna. Al
desplazarse del Oeste hacia el Este el pueblo ruso no hizo otra cosa que retomar en
un sentido inverso el movimiento nómada, un movimiento cuya línea de continuidad
es tan clara que puede hablarse de una repetición geopolítica de los
acontecimientos”[4].
Las implicaciones filosóficas de esta perspectiva – en la que reverberan las viejas
concepciones “cíclicas” del tiempo histórico – son grandes. Es la ruptura de la
concepción lineal de la historia, heredada del judeocristianismo. Para el eurasismo
“diferentes tiempos históricos pueden convivir simultáneamente en el espacio
eurasiático, que no puede por lo tanto ser situado de manera unívoca en una escala
temporal lineal”. Dicho de otra forma: un mismo fenómeno social puede conocer –
según el historiador G.V. Vernadsky – “cambios analógicos que se sobreponen al
tiempo y al espacio. Dentro de un mismo espacio, un fenómeno social evoluciona
siguiendo el tiempo. Pero dentro de un mismo período de tiempo, el fenómeno social
varía según el espacio. A medida que retrocedemos en perspectiva, percibimos con
mayor intensidad una serie de círculos fijos: las irradiaciones de aquellos fenómenos
que, si antes estaban en el epicentro de la historia, hoy hace tiempo que están
extinguidos”.
Una historia esteparia, una historia cíclica, un doble fenómeno de repetición
que sustrae a Eurasia del campo de la Historia y la proyecta a un espacio atemporal,
inmutable, no sometido al tiempo histórico. El Eurasismo como utopía retroactiva,
una utopía que “puede proyectarse también en un futuro escatológico que pretende
existir desde tiempos inmemoriales (…). Y si Eurasia existe fuera del tiempo, su
historiografía no puede ser más que una historiosofía: el relato de una revelación
donde cada acontecimiento encuentra su sentido”[5].
¿Mística o ciencia? ¿Historia o metafísica? Plantearlo en estos términos supone ya
situarse en la perspectiva occidental. Pero el discurso eurasista se sustrae a esa
dicotomía y elabora su propia lógica, que avanza a partir de sus propios
presupuestos. “Frente al Occidente portador de la ratio, Oriente es el único que tiene
conciencia del tiempo, de que la historia no puede ser ni una progresión mecánica
sometida a leyes invariables ni el resultado del azar. Pensar la historia supone
reconocer tanto la irracionalidad del hombre como el determinismo divino que preside
el destino de los pueblos”. Si la historia tiene un sentido, para el eurasismo éste sólo
puede captarse a partir de un marco de pertenencia colectiva. El tiempo y el espacio
son nacionales, y el auténtico historicismo es siempre nacional. Por eso – señala
Marlène Laruelle – “los eurasistas recusan de forma general toda posibilidad de
comunicación entre las civilizaciones. El mundo debe ser policéntrico. Es preciso
restablecer áreas de civilización iguales en derechos, autónomas unas de otras. Es
preciso concebir el mundo como una serie de áreas culturales supranacionales,
porque el Estado-nación es una construcción artificial de Occidente”[6]. Según esta
idea los miembros de la comunidad mundial no serían Inglaterra, Rusia, Nicaragua,
etc, sino Eurasia, India, Europa, América latina, del Norte…
El eurasismo es un discurso en ruptura con el progresismo occidental. Rechaza toda
clasificación de los pueblos y las culturas según una escala de perfeccionamiento o de
“progreso”. Por el contrario defiende el principio de la inconmensurabilidad
cualitativa: ninguna nación tiene derecho a juzgar a otra. Un relativismo cultural
extremo – apunta Marlène Laruelle – en el que se advierte la influencia del
romanticismo alemán, con su defensa de la diversidad de culturas nacionales como
portadoras de “porciones de la totalidad divina”. El eurasismo abomina de la
globalización homogeneizadora del mundo. Porque “una “cultura universal” sería
necesariamente racional, mecánica, espiritualmente vacía. Si no quiere ser una mera
abstracción, la cultura no puede ser más que nacional”. O como señalaba el etnógrafo
N. S. Troubetzkoy, la multiplicidad de las culturas es una “respuesta divina” a la
construcción de Babel. En ese sentido “existe un paralelismo entre Europa y la
humanidad de Babel: un éxito tecnológico proporcional al vacío espiritual, a la
autocelebración blasfema de una humanidad que se cree autosuficiente”[7].

Un pueblo imperial
El eurasismo introduce un giro copernicano que contrasta con la tradición eslavófila.
Ambas corrientes coinciden en su antiindividualismo, en la idea de que el hombre no
es el centro del universo sino el agente de una misión que le trasciende. Pero el
zócalo sobre el que se asientan las identidades colectivas no es el mismo para ambas
corrientes. Si para los eslavófilos – nacionalistas panrusos, influidos por la idea
del Volkgeist – las colectividades humanas se definen ante todo por la pertenencia
étnica, para los eurasistas los grupos humanos se constituyen en torno a una
determinada “idea”. Mejor dicho, en torno a una comunidad de destino.
¿Comunidad de destino? El eurasismo es partidario de la idea de la convergencia
histórica. Autores como Trubestkoi y Saviskiy desarrollaron un concepto que sería
más tarde adoptado por otras disciplinas: “la similitud a través del contacto”. La
similitud como resultado no de una herencia común, sino de la vecindad continuada y
del desarrollo paralelo. “La ideología eurasiática – señala el politólogo Stefan
Wiederkehr – sostiene que los pueblos de Eurasia, a pesar de tener distintos orígenes
y de no estar genéticamente emparentados, han desarrollado, con el correr del
tiempo, una semejanza cada vez mayor y evolucionan hacia un mismo objetivo”.
Eurasia es lo que los eurasistas denominan un “espacio de desarrollo común”
(mestorazvitija); un “individuo geográfico” (P. N. Saviskiy). Pero el eurasismo
introduce también un cierto sentido de predestinación. De la misma forma que un
embrión desarrolla todo su potencial hasta convertirse en un ser adulto, Eurasia no es
el producto de una casualidad (una serie de pueblos coincidentes un mismo espacio)
sino que responde a una evolución necesaria. “La naturaleza de Eurasia – decía N. S.
Trubetskoy – reside en su predestinación histórica a devenir una unidad. La unidad
estatal de Eurasia es, desde el principio, un resultado inevitable”. La nación
eurasiática es en este sentido producto “no del pasado y de la descendencia, sino del
futuro y la teleología”[8].
A pesar de sus numerosas metáforas orgánicas, el biologismo y la genética no son
admitidas por el discurso eurasista. Éste permanece “en el reino platónico y hegeliano
de las ideas; la nación es religiosa y cultural; la historia del hombre no es la de una
lucha sangrienta entre los fuertes y los débiles”[9]. Ni rastro pues de darwinismo
social, ni de nacionalismo etnicista. En el contexto de la escalada del nazismo los
eurasistas tomaron posición, desde el punto de vista cristiano, contra lo que llamaron
la “barbarización de Europa”. Igualmente denunciaron el antisemitismo como un
materialismo antropológico extremo. No podía ser de otra manera. El rechazo del
racismo está en sintonía con la diversidad étnica del pueblo ruso. También con la
propia idea de “Eurasia” como continuidad heterogénea en su origen pero homogénea
en su destino. El discurso euroasiático no es un discurso sobre la nación sino sobre
el imperio, en el sentido más tradicional y más auténtico del término.
¿Qué es Rusia? La eterna pregunta. Para los eurasistas Rusia se asimila a Eurasia. Lo
cual no significa afirmar – precisa Marlène Laruelle – que Rusia sea Asia, sino que
existe un Asia rusa. Eurasia no es ni una simbiosis ni un mestizaje, puesto que en ella
se reúnen distintos pueblos y culturas – europeas y asiáticas – que no por ello
renuncian a su alteridad. Pero si Eurasia existe “lo es gracias a que el pueblo ruso
reúne en él todas las identidades de ese viejo continente. Rusia es eurasiática en su
misma esencia, con o sin Eurasia, y la supranacionalidad eurasiática es la expresión
de una ’rusidad’ que engloba en ella las diversidades nacionales”[10]. Dentro de esa
diversidad eurasiática el pueblo ruso es el agente cohesionador. Sin él, no habría una
totalidad que dé sentido a las partes. En ese sentido podríamos decir que el pueblo
ruso es un pueblo con unamisión. Un pueblo imperial. Rusia estaba llamada a tomar
la dirección, tarde o temprano, de toda Eurasia. ¿Como empezó todo?

Reivindicación de Gengis Khan


Para los eurasistas el Principado de Kiev – el primer Estado eslavo, surgido entre el
siglo IX y las invasiones mongolas del siglo XIII – es un episodio importante, pero
históricamente marginal a los efectos de la construcción de Eurasia. El embrión de la
misión histórica de Rusia es el Principado de Moscovia, formado a partir del siglo XIV.
En él se produjo el sincretismo definitorio de la identidad rusa: el elemento eslavo
precristiano, la tradición bizantina y la aportación tártaro-mongola. En realidad todo
empezó con los mongoles…
Gengis Khan marca un antes y un después. El conquistador de Asia “cristaliza la
identidad rusa y la transforma en entidad euroasiática”. El imperio mongol no fue un
modelo para Moscovia sino más bien una “pálida anunciación del destino ruso”[11].
Inversión radical de perspectivas: la invasión mongola no fue ni una catástrofe ni la
causa del retraso histórico de Rusia, sino el crisol donde se forjó su identidad. Gengis
Khan, el Carlomagno de las estepas.
¿Reivindicación de la horda? ¿Apología de la brutalidad? No se trata de eso. Los
eurasistas afirman que Occidente, llevado de su egocentrismo, desconoce la realidad
del imperio mongol. Los historiadores Vernadsky y Xara-Davan insistían en la
importancia de lo espiritual – más que de lo económico y político – en la voluntad
imperial de Gengis Khan. El Imperio mongol estaba concebido como un instrumento
del Cielo eterno para establecer el orden en el universo. Una voluntad mesiánica que
se materializaba en la edificación de un poder estatal, en una jerarquía político-
administrativa, en el desarrollo del comercio, en la unión geopolítica de Eurasia. Una
prefiguración, en suma, del mesianismo ruso: expansión territorial, sí, pero
sustentada en un Imperium, en una fuerza espiritual. “Moscú como Tercera Roma
encuentra una referencia en el absoluto político-religioso del imperio mongol”[12]. Lo
que es también una escatología: un modelo de historicidad – señala Marlène Laruelle
– “menospreciado por Occidente pero, según los eurasistas, específico de Rusia”[13].
Inversión radical de perspectivas: la influencia mongola habría contribuido no sólo a
fortalecer la religión ortodoxa, sino a diferenciarla también del cristianismo occidental.
El sentido religioso tártaro-mongol – con la importancia otorgada a la experiencia y al
rito – se habría comunicado a la ortodoxia rusa: una religión que privilegia el
ritualismo y la experiencia cotidiana sobre el enfoque intelectualizado del cristianismo
occidental. Si las religiones paganas son meros cultos – y no religiones reveladas –, el
cristianismo ortodoxo sería el único que habría sido capaz de conjugar la Revelación
de Cristo con el ritualismo característico de las religiones ancestrales. La
omnipresencia social del ritual pone de manifiesto que, como en la antigua Roma, la
ortodoxia rusa es ante todo una religión de la polis.[14]
¿Es posible un imperio sin imperium? Sí lo es. Su nombre es imperialismo. El
imperialismo es – observaba Julius Evola – una degeneración de la idea del Imperio,
un expansionismo generado por la fuerza bruta, una superestructura mecánica y sin
alma. Pero el eurasismo no propugna el dominio de un pueblo sobre otros sino una
convergencia de etnias, de lenguas y de culturas dentro de un mismo territorio.
Recogiendo esa idea el geógrafo P. Saviskiy definía al eurasismo como un
“Imperialismo sano”. Pero tal vez no sea éste el término adecuado. La concepción
eurasiática se aproxima mas bien a la idea tradicional del Imperio, tal y como se
manifestaba en la Roma republicana: un pueblo federador (primus inter pares); una
religión cívica basada en el rito; una tolerancia religiosa; una multiplicidad étnico-
cultural; una integración bajo un principio rector. ¿Qué es todo ello sino el principio
del Imperium, entendido como “la voluntad – en palabras de Julius Evola – de realizar
en la tierra un orden y una armonía cósmica siempre amenazada”?;
el imperium como “unidad de contrarios, como armonía de lo uno y lo múltiple, como
conciliación de lo universal y lo particular” (Moeller Van der Bruck).

Una cultura de la otra Europa


El Eurasismo es una invitación a desaprender Occidente. A una ruptura con la
epistemología occidental. Ello exige la elaboración de un lenguaje y de una lógica
propia. Pocas corrientes intelectuales han sido tan fecundas a la hora de dar a luz
nuevas ramas del saber: geosofía, etnosofía, historiosofía; o de acuñar nuevos
términos: topogénesis, ideocracia, etnogénesis, pasionariedad. Términos y disciplinas
difícilmente homologables a los estándares científicos de Occidente. Pero el enfoque
eurasista no busca homologarse, sino diferir del occidental: mientras éste se pregunta
por el “cómo” de las cosas, el primero se pregunta por su finalidad o sentido. El
eurasismo es ante todo una hermenéutica, en cuanto interpreta los fenómenos como
símbolos o signos de algo trascendente. Es también un pensamiento holista, en
cuanto intenta mostrar la unidad de los fenómenos descritos, situarlos como partes
de un “todo”. El holismo científico es “una aspiración a la unidad de los saberes, una
constante del pensamiento ruso”[15]. Para el eurasismo las ciencias son también una
expresión de la identidad nacional.
Pero es preciso no engañarse: esa subversión de la lógica occidental tiene sus
matrices intelectuales en Europa. El eurasismo recoge la herencia de Hegel en
primacía que otorga las “ideas” como motor de la historia. Se apropia de las teorías
de Herder en su defensa del particularismo de los pueblos. Asume la perspectiva
neoplatónica en su creencia en un “sentido oculto” de las cosas. Se inspira en
la Naturphilosophie alemana en su defensa del organicismo científico. Recurre a las
ideas de Nietzsche en su oposición entre “cultura” y “civilización”. Continúa la obra de
Spengler en su visión cíclica de la historia. Integra la filosofía de Bergson en su crítica
del cientifismo. Y así sucesivamente.[16]
A pesar de la originalidad de sus enunciados y del carácter irreductiblemente ruso de
sus intuiciones, el eurasismo participa del clima europeo de su época – los años 20 y
30 del pasado siglo –. En este sentido puede ser considerado como una “revolución
conservadora” rusa, o como la versión rusa de la “revolución conservadora” alemana.
Al igual que ésta el eurasismo incorpora los saberes occidentales y se sitúa en el
corazón de la modernidad, pero lo hace para subvertirla y llevarla por otros cauces.
Frente al tradicionalismo pasivo que se aferra al pasado, el eurasismo es
un antioccidentalismo activo que no reniega de la idea de revolución. Por otro lado, el
hecho de que se defina en contraposición a Europa no significa que los eurasistas
sean antieuropeos. Lo que sí son es antioccidentales. Y sólo son antieuropeos en la
medida en que Europa se ha convertido en Occidente – en un proyecto uniformizador
y mundialista – y ha dado la espalda a lo que hizo su grandeza. Los eurasistas se
incluyen por derecho propio en una tradición cultural europea: en la revuelta que,
desde el romanticismo, se expresa contra la civilización racionalista y burguesa. La
cultura de la otra Europa.
Pero el eurasismo ejemplifica, sobre todo, lo que puede dar de sí un pensamiento
metapolítico llevado a su más alto nivel de exigencia. “El eurasismo clásico – subraya
el politólogo Stefan Wiederkher – fue una corriente original que, en apoyo de un
programa político antiliberal, desarrolló enfoques científicos innovadores y
experimentó con modelos teóricos que en esa época (…) estaban ya encontrando su
lugar en el mainstream de la investigación histórica – tales como la interdependencia
entre geografía e historia o el estudio de las mentalidades”.[17] Escuela de
pensamiento multidisciplinar, entramado de alto nivel teórico, ambición de totalidad,
voluntad de construir una cosmovisión. El eurasismo es la plasmación de una filosofía
que da la primacía a las ideas como motor de la historia. Fue, en este sentido, el
movimiento metapolítico par excellence.[18]
Un movimiento que, más de medio siglo después, habría de retornar con fuerza,
entre la incertidumbre y el caos de la disgregación de la Unión Soviética.

[1] El eurasismo fue una ideología elaborada principalmente en los ambientes


intelectuales y académicos de la emigración rusa en Europa, principalmente en Praga,
París y Berlín, durante los años 20 y 30 del pasado siglo. Los principales teóricos
eurasistas (y figuras señeras en sus respectivas disciplinas) fueron siete: el geógrafo
y economista P. N. Saviskiy (1895-1968); el etnógrafo N. S, Trouvetskoy (1890-
1938); el lingüista Roman Jakobson (1896-1982); el filósofo L. P. Karsavin (1882-
1952); el historiador G. V. Vernadsky (1887-1973); el pensador religioso G.V.
Florovskiy (1893-1979); el filósofo del derecho N. N. Alekséev (1879-1964).
 
[2]Marlène Laruelle, L’idéologie eurasiste russse, ou comment penser l´empire.
L’Harmattan 1999, pag 26. Esta eslavista francesa está considerada como la principal
referencia en Europa sobre el movimiento eurasista. A éste ha dedicado, aparte de la
obra citada, el libro: La quête d’une identité impériale. Le néo-eurasisme Dans la
Russie contemporaine (Petra Editions 2007). En la exposición que sigue nos
apoyamos preferentemente en estas obras.
 
[3]Marlène Laruelle, Obra citada, pag. 30.
 
[4]Marlène Laruelle, Obra citada, pags. 101-102.
 
[5]Marlène Laruelle, Obra citada, pags. 103-104.
 
[6]Marlène Laruelle, Obra citada, pags. 95-96.
 
[7]Marlène Laruelle, Obra citada, pag 97.
 
[8] Stefan Wiederkehr, Die Eurasische Bewegung. Wissenchaft und politik in der
russischen emigration der zwischenkriegszeit und in postsowjetischen
Russland.  Böhlaug Verlag 2007, pags. 72-74.
Vinculado a la idea de “espacio de desarrollo común” (mestorazvitija) está el concepto
(también desarrollado por los eurasistas) de “lenguas aliadas” (Sprachbund): grupos
de lenguas que han desarrollado estructuras similares por contacto mutuo, en
contraposición a las “familias lingüísticas” (Sprachfamilie), grupos de lenguas con un
mismo origen.
 
[9]Marlène Laruelle, Obra citada, pag. 179
 
[10] Marlène Laruelle, Obra citada, pag. 193.
 
[11]Marlène Laruelle, Obra citada, pag. 193
 
[12]Marlène Laruelle, Obra citada, pag. 269
 
[13]Marlène Laruelle, Obra citada, pag. 104.
 
[14] Para los eurasistas “la Iglesia rusa es una Iglesia abierta, que no pretende más
que una parte de la verdad, capaz de reconocer otras expresiones religiosas. Según
algunos podría hasta ser acusada de panteísmo (...) por sus fuertes influencias
paganas (...) La iglesia rusa es una ortodoxia próxima del paganismo de algunos
pueblos eurasiáticos, sin vinculación con la ortodoxia griega y balcánica, alejada del
cristianismo occidental”. Marlène Laruelle, Obra citada, pag. 194.
 
[15] Marlène Laruelle, Obra citada,, pags 109-111.
 
[16] Marlène Laruelle, Obra citada,, págs. 82-86.
 
[17] Stefan Wiederkehr, Die Eurasische Bewegung. Wissenchaft und politik in der
russischen emigration der zwischenkriegszeit und in postsowjetischen
Russland.  Böhlaug Verlag 2007, pags. 297-298.
 
[18] Como movimiento metapolítico el eurasismo es ante todo – señala M. Laruelle –
“una atmósfera, una concepción del mundo”. Nunca contó con una plataforma
ideológica común, mucho menos con un partido político. De hecho, los itinerarios
políticos de los eurasistas fueron divergentes. Puede hablarse de rama
“praguense” (Saviskiy, Troubetskoy) muy hostil a la URSS, y de una rama “parisina”,
próxima al régimen soviético. La primera tuvo a sus principales interlocutores en
la “revolución conservadora” y otras corrientes europeas de “tercera vía”. La rama
“parisina” – que acentuaba el papel “ontológicamente revolucionario” del eurasismo –
sería infiltrada por los servicios soviéticos. Varios de sus miembros, retornados a la
URSS, acabarán en campos de concentración o fusilados. El clima de radicalización de
los años 30 redundó en la división del eurasismo y en su práctica extinción en
vísperas de la segunda guerra mundial. 
¿Hacia un imperio eurasiático?
El 29 de mayo de 2014 se firmaba en Astaná el tratado de creación de la Unión
Euroasiática. Rusia, Bielorrusia y Kazajistán – pronto seguidos por Armenia – pasaban
a formar un bloque de 180 millones de personas, con un 15% de la superficie
terrestre del planeta. Europa y América observan con recelo. ¿Reconstitución del
espacio soviético? ¿Hacia un nuevo imperio eurasiático?
Con el Tratado de Astaná “Eurasia” se convierte en una realidad geopolítica. No en
vano el impulsor de esta iniciativa fue el Presidente de Kazajistán, Nursultán
Nazarbayev, un eurasista convencido. Hasta el punto de haber fundado la
“Universidad Nacional Eurasiática Lev Gumilev”, llamada así en honor del más célebre
de los eurasistas rusos.
Es también significativo que la Unión Europea – que suele prodigarse en parabienes
ante los procesos de integración regional – haya guardado en este caso un digno
silencio. La Unión Europea es consciente de sus diferencias con la nueva organización
regional. Mientras que Bruselas es hoy un laboratorio de la globalización, la Unión
Eurasiática nace con vocación de bloque regional. Frente a la globalización global –
modelo anglosajón – la Unión Eurasiática apuesta por una globalización parcial.
Para Occidente la nueva organización regional es un disfraz del imperialismo ruso. Y
para muchos observadores el eurasismo es una “ideología orgánica” al servicio de los
amos del Kremlin. ¿Hay algo de cierto en ello?
 
Lev Gumilev y la renovación del eurasismo
Decíamos arriba que la Universidad de Astaná ostenta el nombre de Lev Gumilev.
Este historiador, etnólogo y antropólogo soviético continúa siendo, tras su muerte en
1992, el más célebre eurasista ruso. Su obra constituye el punto de inflexión entre
el eurasismo clásico surgido en los años de entreguerras y el denominado neo-
eurasismo ¿Cuál es la diferencia entre ambos movimientos? [1]
Una diferencia no sólo cronológica sino también de contenidos. Si el eurasismo tenía
un perfil académico, el neo-eurasismo tiene un carácter básicamente polémico. Su
campo de acción es la batalla de las ideas. Y en contraste con su predecesor,
su corpus teórico es más permeable a las referencias europeas.[2]
Otra peculiaridad del neo-eurasismo es que ya no se trata de un fenómeno
exclusivamente ruso. Se ha descentralizado, por así decirlo. Un buen número de
actores políticos e instituciones de Asia Central asumen el enfoque eurasista, de
forma que tanto las etnias no rusas (kazajos, turcos, tártaros, kirguises, buriatos,
calmucos) como el Islam postsoviético refuerzan su papel en la forja de Eurasia. La
referencia euroasiática – conjugada en el tono de “amistad entre los pueblos”–  se ha
convertido en el elemento aglutinador de un proceso de integración regional que
empieza por lo económico, pero que apunta ambiciones más amplias.
Pero lo que el neo-eurasismo ha ganado en extensión lo ha perdido también en
cohesión interna. Se trata de un fenómeno polimorfo que varía según los contextos
nacionales, y que se divide además en varias corrientes: hay un neo-eurasismo
cultural como lo hay económico, geopolítico, altermundialista… El neo-eurasismo
también se ha especializado.
No existe, entre eurasistas y neo-eurasistas, una lógica de maestros a discípulos. Los
segundos tienden a considerar a los primeros como sus precursores e incluso difieren
de ellos en aspectos esenciales. La obra de Lev Gumilev constituye, como
señalábamos antes, el punto de inflexión.
 
Pasionariedad
Lo que a Lev Gumilev más le interesaba era el estudio de las “causas primeras”:
aquellas que provocan la combustión de la historia, aquellas que ponen en marcha a
los pueblos. Y consideraba que la más decisiva de las “causas primeras” consistía en
un factor intangible, casi envuelto en el misterio.
Gumiliev daba el nombre de pasionariedad (passionarnost) al hecho de que ciertas
etnias o individuos se comporten a veces, sin explicación racional aparente, de una
manera extraña, realizando actos o hazañas que superan el horizonte de la vida
cotidiana común a su entorno. La pasionariedad es una especie de energía explosiva,
misteriosa, inexplicable, que pone en marcha a los pueblos y a las tribus”.[3] Para
Gumilev “la gloria, la felicidad, la victoria, la acumulación de riquezas o de valores, el
desarrollo de la cultura o de la religión (…) serían el producto de la pasionariedad, o
sea en las antípodas del instinto de conservación, puesto que aquella puede llevar a
un hombre a morir por sus ideas”.[4] Asociado al de pasionariedad, Gumilev pone en
circulación otro concepto clave en su pensamiento: la etnogénesis; esto es, el
“impulso cósmico” que transmite pasionariedad y que lanza al hombre a terrenos
nuevos e inexplorados, antes inalcanzables.
Aunque el lenguaje empleado pueda resultar ambiguo, estas ideas no deben
interpretarse en clave esotérica. La pasionariedad se define como un fenómeno no
sólo psicológico sino también físico, como “un plus de ’energía química’ o ’cósmica’
recibida por ciertos hombres. Para apoyar su tesis, Gumilev recurre al concepto
de biosfera, entendida como “entorno ecológico autorregulado” del que dependen los
procesos energéticos que tienen lugar en el organismo humano. Así existe, según él,
una vinculación entre el etnos como colectivo de individuos y la capacidad del
hombre, en cuanto organismo vivo, para absorber la energía bioquímica de la materia
viviente de la biosfera”.[5]
Se trata de un proceso – la etnogénesis – que el estudioso del eurasismo Stefan
Wiederkehr resume del siguiente modo: “una serie de impulsos energéticos
procedentes de la atmósfera conducen a mutaciones genéticas y a cambios selectivos
en determinados individuos –  que Gumilev denomina “pasionarios” (passionarii) –
que se ven así empujados hacia objetivos más altos, frecuentemente ilusorios, que se
sitúan por encima del valor de la vida humana. Cuando el impulso es suficientemente
fuerte y el número de “pasionarios” en un grupo humano es suficientemente alto,
tiene lugar la formación de un etnos. El etnos se define como  una “totalidad
sistémica” (sistemnaja celostnost) con pautas de comportamiento específicas y
genéticamente determinadas. La reunión de varias etnias con un mismo nivel
de pasionariedad da lugar a un superetnos. Un superetnos recorre normalmente un
ciclo de auge, apogeo, inercia y decadencia que puede durar entre doce y quince
siglos”. [6]
Ni que decir tiene que las grandes conquistas tienen lugar cuando un etnos se
encuentra en la cima de su pasionariedad. El diagnóstico de Gumilev es pesimista: el
agotamiento progresivo de la pasionariedad coincide con la acumulación de medios
tecnológicos y de valores ideológicos que redundan en la muerte interior del etnos.
Éste pasa a diluirse en su entorno y a continuar existiendo “fuera de la historia”.
Para Gumilev, el sentimiento comunitario está también ligado a un alto grado
de pasionariedad. “El sentido de pertenencia a una colectividad nacional es algo
innato y no adquirido, cada ser humano pertenece genéticamente a la colectividad de
sus padres. El proceso de etnogénesis está vinculado a un signo genético
enteramente determinado”. La pasionariedad se presenta así – señala Marlène
Laruelle – como “un atributo genético que se trasmite de manera hereditaria en el
seno del etnos y que permite explicar los fenómenos que no están fundados en una
deliberación racional”. [7]
Gumilev imprime al eurasismo un gran giro, en cuanto que hace depender el
desarrollo histórico no solamente de la geografía, sino también de los procesos
bioquímicos y las determinaciones genéticas. Cada pueblo – según la edad biológica
que Gumilev le asigna – conoce una tasa previsible de individuos con alto o bajo nivel
de pasionariedad. En este sentido Europa y el superetnos ruso se encuentran en
diferentes estadios de su recorrido cíclico. Rusia, según sus cálculos, tiene unos
quinientos años de retraso y es por lo tanto “más joven”.
 
Neo-eurasismo e incorrección política
Así como Gumilev da a los factores étnico-biológicos una importancia ausente en el
eurasismo clásico, también, en contraste con éste, se muestra muy crítico hacia el
Islam. La conversión de la “Horda de Oro” al Islam en 1312 marca a su juicio “la
ruptura de la simbiosis entre Rusia y el mundo mongol.[8] A partir de entonces el
mundo tártaro pasa a integrarse en el superetnos musulmán y el Estado de Moscovia
se convierte en el heredero legítimo del imperio de las estepas”. Gumilev se alinea
con el eurasismo más ortodoxo cuando afirma que el mundo nómada no representa la
alteridad, sino la identidad de Rusia. Y que la estepa sólo adquiere su sentido como
parte orgánica del imperio. “Cualesquiera que sean sus diferencias reales,  los
tártaros no son un pueblo ajeno, sino interior al pueblo ruso”.[9] Al igual que en sus
predecesores de los años 1920, la obra de Gumilev es una llamada para que Rusia
descubra su “Oriente interior”.
Un elemento interesante de Gumilev– en cuanto políticamente escandaloso para la
mentalidad actual – es su rechazo del mestizaje y la contraposición que realiza entre
éste y la idea de simbiosis. La simbiosis es, para Gumilev, “la variante óptima del
contacto étnico: cuando los etnos viven separadamente unos al lado de otros,
manteniendo relaciones pacíficas pero sin inmiscuirse en los asuntos ajenos”. Esta
“complementariedad positiva” no tiene nada que ver con la asimilación ni con el
mestizaje: un concepto que Gumilev critica violentamente, puesto que “los pueblos
no pueden mezclarse sin destruirse”. Igualmente señala – en una fórmula que hace
pensar en Levi Strauss – que un cierto grado de endogamia es necesario, porque el
mantenimiento de un “fondo genético” es lo que hace posible preservar las
tradiciones étnicas y la cultura de un pueblo.[10] En ese sentido previene a sus
compatriotas de que cualquier veleidad de ingresar en el “círculo de las naciones
civilizadas” – es decir, en un superetnos extraño –  conllevaría la asimilación, esto es,
la extinción del superetnos ruso.[11] Gumilev califica al eurocentrismo de “aberración
contra la humanidad” y le opone un principio que, muchas décadas después, se
convertirá en un leit-motiv para los resistentes a la globalización: el policentrismo (lo
que en lenguaje político actual se denomina multipolarismo). 
La obra de Gumilev rebasa con mucho la interpretación sobre Eurasia. Se trata de
una visión cíclica de la historia en la que se aprecian ecos de Giambattista Vico, de
Oswald Spengler, de Mircia Eliade y de Arnold Toynbee. Una visión en la que asoma
esa actitud trágica que ya estaba presente en Maistre, en Tolstoi y en Dostoyevski, y
que es una constante de la gran cultura rusa.
¿Y si las teorías de Gumilev nos dieran, después de todo, una clave explicativa
del desencuentro crónico al que Rusia y la Europa actual parecen abocadas?
¿Cuestión tal vez de diferentes niveles de pasionariedad? Europa ha querido desterrar
lo trágico. Nietzsche se refería a las “respuestas feminoides e histéricas ante lo
trágico de la existencia”, y con ello predecía el rumbo que terminaría tomando la
sociedad europea. Una sociedad, según parece, con la pasionariedad bajo mínimos.
Apología de la barbarie
Si con Lev Gumilev el neo-eurasismo se confunde con una “ciencia del etnos”, con el
politólogo Alexander S. Panarin se aproxima al pensamiento anti-globalización.
[12]Señala Marlène Laruelle que, entre todos los neo-eurasistas, Panarin es el que
mantiene una relación más sutil con Occidente. Si por un lado se muestra favorable a
lo que él denomina “occidentalismo” – que él identifica con la tradición europea de
liberalismo político –, por otro lado denuncia lo que denomina “occidentalización”
(westernisation), entendida como el proceso impulsado por los Estados Unidos de
capitalismo salvaje, decadencia moral y social e imposición de un modelo cultural
uniforme. Panarin define la globalización como una democracia limitada a un grupo
de privilegiados “sin fronteras”, mientras que el resto de la humanidad se ve
consignada a “un mundo de conflictos de baja intensidad y a un ecocidio
permanente”. Igualmente acusa a Europa de practicar un “racismo democrático” en
cuanto que sólo acepta su propia interpretación de la democracia: la del “hombre
blanco” de herencia cultural católica o protestante.
Como todos los neo-eurasistas Panarin comparte la perspectiva – teorizada por
Samuel Huntington –  del “choque de civilizaciones” como explicación del mundo de la
post-bipolaridad. Será precisamente esa renovación de la consciencia “civilizacional”
la que impida, según él, el “fin de la Historia” pronosticado por Fukuyama.
Igualmente critica el “pensamiento único” que aspira a universalizar el modelo liberal
norteamericano. Un intento abocado al fracaso. En realidad nos encaminamos hacia
un mundo multipolar. Hacia un escenario en el que “el acceso a lo universal pasa por
la patria”. No por la pequeña patria localista o étnica ni por la “nación a la occidental”,
sino por la “gran patria” que sitúa a cada hombre en el contexto amplio de
una civilización. Término este último que Panarin asimila al de imperio.
La filiación neo-eurasista de Panarin asoma en su creencia en las “invariables
culturales” como explicación del sentido profundo de la historia. Ahí se sitúa en la
estela de Herder, del romanticismo alemán y de los eurasistas de los años 1920. Al
igual que éstos Panarin reivindica el papel histórico de los mongoles: el “yugo” tártaro
sería el elemento positivo que habría permitido a Rusia dominar la estepa,
transformarse en un imperio. La verdadera Rusia habría nacido en la Moscovia
medieval “por la conjunción entre ortodoxia y estatismo mongol, entre rusos y
tártaros”. La presunta “barbarie” de los mongoles habría sido, por lo tanto, el
catalizador del destino histórico ruso. Pero la “barbarie” es algo más que una fase del
pasado. Es también una “invariable cultural”. Y como tal continúa siendo, en pleno
siglo XXI, un motor de la historia.
¿Apología de la barbarie? Lejos de ser una rémora de las sociedades preindustriales,
la barbarie es postmodernidad en estado puro. Para Panarin “el futuro pertenece a
aquél que se encuentra en retraso, al ’pueblo joven’ – noción hegeliana y herderiana
– que podrá evitar los errores de las sociedades industriales y sortearlos”. No se trata
en su caso del culto al “nómada virgen de toda cultura” llamado a regenerar las
sociedades decadentes (tema recurrente del eurasismo clásico) sino de una inversión
de criterios de valor: “la barbarie total no es el producto de una herencia arcaica sino
el resultado de experiencias post-civilizacionales, de la superación de las tensiones y
contradicciones del mundo moderno”.[13]
 
¿Hacia un imperio posmoderno?
Igualmente postmoderna es la reivindicación – planteada por Panarin – del “imperio”
como sinónimo de “pluralismo”. Así como existe un pluralismo centrado en los
derechos sociopolíticos del individuo, existe también un pluralismo que no es
políticosino civilizacional. El pluralismo eurasiático es, en este sentido, el estricto
contrario del occidental. Si éste exalta los derechos individuales mientras lamina las
identidades colectivas, el modelo eurasiático prescinde de la democracia occidental,
pero exalta las formas de vida y la autonomía de las naciones. Frente al modelo
“republicano” con su democracia individualista se alza el imperio con su “democracia
civilizacional”. El imperio sería además la fórmula que mejor se adecua a la
naturaleza de Eurasia, en cuanto “materializa políticamente su horizontalidad
geográfica” así como su diversidad nacional y religiosa. Frente a las implosiones
regionales y étnicas – el caos del choque de civilizaciones – el imperio asegura
una ideología del orden.[14]
Pero no puede haber imperio sin Imperium, esto es, sin principios rectores. Para
Panarin éstos deben buscarse en lo religioso. Lo religioso se asimila, en su lenguaje, a
unos “valores morales” que otorgan legitimidad al Estado. A unos principios que
“sacralizan los actos de la política”.[15] Como ideología del imperio lo religioso “fija
un universal de cultura y de moral supraétnica, crea un tipo de comunidad espiritual
que trasciende el localismo”. No se trata de un confesionalismo ni de una teocracia –
lo importante no es el dogma ni los aspectos trascendentes de la fe – sino de “una
religiosidad ritualizada y nacionalizada”, “secularizada” por así decirlo, que integre las
religiones tradicionales de Eurasia. El hecho religioso toma así en Panarin – al igual
que en la tradición eurasista – un cariz similar al que tenía en la antigua Roma: la
religión como asunto de la polis. [16]
En sus reflexiones sobre la globalización y la posmodernidad, en su defensa del
multipolarismo, de la diversidad y del arraigo, en sus ideas sobre la sociedad
postindustrial y la autolimitación del consumismo, en su invocación a los nuevos
bárbaros, en su llamada a una resacralización del mundo y en su reivindicación del
imperio, Panarin enlaza con ciertas corrientes no-conformistas europeas, tales como
el ecologismo o la “Nueva derecha” francesa.[17]
Una proximidad intelectual – la de la “Nueva derecha” – muy acusada en el más
mediatizado de los pensadores neo-eurasistas, Alexander Duguin. Un personaje al
que los “expertos” occidentales insisten en describir como el gurú de la extrema
derecha rusa o como una especie de “Rasputin” del Kremlin. ¿Hay algo de cierto en
eso?
 
Alexander Duguin: entre el neo-eurasismo y la cuarta teoría política
Alexander Duguin representa el neo-eurasismo más activista y más politizado. El más
revolucionario también, en cuanto que se plantea como una insurrección radical
contra la modernidad. Para ello Duguin no duda en recurrir a todas las armas de la
provocación – el esoterismo, la agitación política, el ciberactivismo – desde un
enfoque gramsciano de guerrilla cultural permanente. De entre todos los neo-
eurasistas, Duguin es seguramente el menos condicionado por afanes de
respetabilidad y consideración a las jerarquías. Tal vez por eso es también el más
libre.[18]
Para Duguin el eurasismo es ante todo geopolítica. Pero la geopolítica es para él “no
una disciplina científica sino una Weltanschauung, una metaciencia que engloba otras
ciencias y les da sentido. La geopolítica es una visión del mundo (…) que se encuentra
al mismo nivel que el marxismo y el liberalismo. Es decir, al nivel de los sistemas de
interpretación de la sociedad y de su historia”. Más que una ciencia la geopolítica es
para Duguin la versión secularizada de un saber tradicional: la geografía
sagrada. [19]
La geopolítica está, por definición, al servicio del Estado en el cual se elabora. En el
caso de Duguin, al servicio de la Rusia postsoviética. “Nuestro patriotismo – afirma –
no es sólo emocional sino también científico, fundado sobre la geopolítica y sus
métodos”. ¿Cuál es, a su juicio, el elemento vertebrador de la geopolítica rusa? Éste
no es otro que la oposición (formulada en su día por H. J. Mackinder) entre la
“civilización talasocrática” –  marítima, anglosajona, de espíritu mercantilista –  y la
civilización continental – eurasiática, ortodoxa, musulmana, de espíritu “socialista” –.
Una oposición irreconciliable tanto en el plano material como en el metafísico: si
Occidente representa el ocaso, la decadencia, Eurasia – el país donde surge el sol –
representa el renacimiento. Geopolítica y escatología se confunden así en unos
enunciados que serían impensables fuera de la órbita cultural rusa.     
Autor de un eclecticismo pasmoso, los referentes intelectuales de Duguin son
preferentemente foráneos: el siglo XX europeo en su parte maldita. El núcleo duro de
su pensamiento – su parte esotérica – se remite al tradicionalismo formulado por
René Guenon y Julius Evola como una rebelión radical contra el mundo moderno.
Igualmente esencial es su adhesión a los principios de la “revolución conservadora”
alemana de los años 1920, a la filosofía de Heidegger y a los teóricos de la geopolítica
clásica. La originalidad de Duguin consiste en haber “reabastecido” doctrinalmente el
eurasismo en las fuentes no-conformistas europeas para reconducirlo hacia otra
dimensión. De una escuela de pensamiento “de Rusia y para Rusia” el neo-eurasismo
deviene así una teoría revolucionaria de alcance global; se “desterritorializa” y asume
los rasgos de un antioccidentalismo activo, de un paradigma para los resistentes al
nuevo orden mundial. “Un eurasista – señala Duguin – no es un habitante del
continente eurasiático, sino más bien el hombre que asume voluntariamente la
posición de una lucha existencial, ideológica y metafísica, contra el americanismo, la
globalización y el imperialismo de los valores occidentales”.[20] 
Ese neo-eurasismo metageográfico adquiere en Duguin un nombre: la cuarta teoría
política. Una alternativa frente a las tres ideologías de la modernidad: el liberalismo,
el marxismo y el fascismo/nacionalsocialismo. Derrotadas las dos últimas y
revelándose el liberalismo como la esencia misma de la modernidad, la cuarta teoría
política es para Duguin la síntesis de todo aquello que no es moderno: la
premodernidad y la postmodernidad. Pero mientras la modernidad es global y
uniforme, la pre-modernidad no lo es. Cada pueblo tiene la suya propia. Por eso el
rechazo del orden mundial americanocéntrico, occidental y capitalista debe combinar
necesariamente las tradiciones locales con las acciones revolucionarias globales, para
desembocar en un proyecto de futuro multipolar.[21]
“Situada en la zona de intersección de las tendencias culturales y civilizadoras del
Este y del Oeste, Rusia está destinada – afirma Duguin – por el simple mérito de su
posición geográfica, a devenir el motor de un bloque contra-hegemónico, de una
alianza revolucionaria global que reúna a todos aquellos que se opongan a la
hegemonía, al eurocentrismo y racismo implícitos en la idea de la universalidad de los
valores occidentales y de su vía hacia la modernización. Frente a ello la unidad
eurasiática representa un “postmodernismo alternativo”: la propuesta de un orden
multipolar que toma como principio de organización no los Estados modernos
(herencia del “sistema de Westfalia”), sino las civilizaciones. Frente a la civilización
como inercia – el caso de los imperios premodernos  – la civilización como objetivo y
como proyecto.
¿Neofascismo a la rusa?
¿Es el neo-eurasismo duguiniano un neofascismo a la rusa? La caracterización que
suele hacerse de Duguin como muñidor “rojo-pardo” de una alianza entre
nacionalismo ruso y ultraderecha europea es una amalgama interesada. Muy poco
tiene que ver Duguin con el nacionalismo chauvinista: una postura que le parece tan
peligrosa como obsoleta.[22] Por otra parte su patriotismo no es “nacional” sino
“estatista”: Rusia como Estado multiétnico y el pueblo ruso como un compuesto de
diferentes etnias (el “pluralismo de civilizaciones” que decía Panarin).[23] Si bien
Duguin rechaza el modelo del mestizaje – que considera suicida para el pluralismo –
no menos nefasta le parece la teoría de la “pureza racial”. Ambas actitudes conducen
al etnocidio. Al igual que Alain de Benoist en Francia, Duguin trata de “desvincular la
afirmación identitaria de la cuestión del nacionalismo” y defiende por tanto “un
nacionalismo no xenófobo (…), racional y sereno, que se nutre de todo tipo fuentes
alternativas: el fundamentalismo religioso, el tercermundismo y el ecologismo de
izquierdas”[24].
Duguin presenta su “cuarta teoría política”, en primer término, como una “purga” de
los elementos indeseables que están presentes en las tradiciones no-liberales: del
socialismo se rechazan los aspectos ateos, materialistas y modernistas; del fascismo
se rechazan el racismo y el nacionalismo. Pero – subraya Duguin – eso no nos
proporciona, por simple adición mecánica, el resultado final. Éste sólo puede
alcanzarse recurriendo a las fuentes de inspiración premodernas, a las tradiciones de
cada pueblo; y sobre todo, construyendo el no-liberalismo del futuro. Se trata de una
alternativa que debería ser “completamente nueva, inventada, descubierta,
conquistada con dificultad, si así se prefiere. Tal vez surgirá como una revelación,
pero debemos pensar y vivir en esa dirección – en la expectativa de una ideología
contra-liberal”.[25]
Una tarea abrumadora, si pensamos que el liberalismo ha cesado de ser una ideología
o forma política para convertirse en el orden objetivo de las cosas. El liberalismo ha
devenido biopolítica (Foucault), de forma que pensar fuera de él se hace hoy
inconcebible. En esta tesitura se trata de abandonar la lógica liberal. De cortar el
nudo gordiano. De construir la contra-hegemonía, la sociedad post-liberal del futuro.
¿Será Eurasia su laboratorio?
 
El sol rojo de Eurasia
La voluntad es más fuerte y más asombrosa en ese enorme imperio fronterizo donde
Europa, por así decirlo, retrocede deslizándose hacia Asia, en Rusia. Allí la fuerza de
voluntad ha sido almacenada y acumulada, allí la voluntad aguarda
amenazadoramente – no sabemos si es voluntad de negar o  voluntad de afirmar –
para ser desencadenada.
FRIEDRICH NIETZSCHE, Más allá del bien y del mal
¿Es el eurasismo el nuevo nombre del imperialismo ruso? ¿Es la Unión Eurasiática el
primer paso hacia la reconstrucción del espacio soviético? Las señales de alarma
occidentales se disparan y apuntan hacia los neo-eurasistas como presuntos
suministradores de la nueva ideología imperial. Una aseveración que merece
relativizarse.   
En primer lugar no se trata, en el proyecto eurasista, de la restauración bajo otro
nombre del antiguo imperio zarista (modelo de la colonización) o de la reconstrucción
de la Unión Soviética (modelo socialista). Se trata más bien de una integración
regional voluntaria, inspirada – en sus aspectos procedimentales – en la metodología
de la Unión Europea. ¿Eurasia como imperio postmoderno?
En segundo lugar, si bien el neo-eurasismo ha encontrado su lugar en la renovación
del discurso patriótico de la era post-Yeltsin, ello no significa que sea la ideología
oficial del Kremlin. Vladimir Putin, básicamente un pragmático, nunca ha adoptado un
discurso explícitamente eurasista. Y si un teórico como Alexander Duguin puede tener
cierta audiencia en  círculos del poder, de ningún modo puede considerársele el
“Consejero del Príncipe”. Duguin se limita a defender sus ideas, en concurrencia con
otros muchos centros de influencia dentro del país. Una cuestión aparte es la de
académicos como Lev Gumilev o Alexander Panarin: “sus teorías son presentadas –
señala Marlène Maruelle –  como norma científica y enseñadas a decenas de miles de
estudiantes, por lo que es muy posible que Gumilev sea más pertinente que Duguin
para comprender a la Rusia contemporánea”.[26]
Ahí reside principalmente la fuerza del eurasismo: en su poder de penetración capilar
en sectores clave de la sociedad rusa; en su capacidad de generar un discurso
autóctono frente al nuevo orden mundial. La caída de la Unión Soviética dio paso a un
vacío ideológico que se combinó con un deseo mimético de Occidente. Superada esa
fase, el país eurasiático aprende a marchas forzadas una lección esencial : en un
mundo globalizado, el hard power se revela inútil si no va acompañado de un soft
power eficaz, sin una narrativa propia que contrarrestre la colonización del
imaginarioirradiada por el Occidente mundialista. La ventaja del eurasismo es que
proporciona esa narrativa. Y ello en un doble nivel: en el plano racional y en el de
la creación de imaginario, esto es, en el discurso mítico. Un elemento esencial este
último,  si a lo que se aspira es a trascender las elaboraciones intelectuales y a
generar una auténtica fuerza movilizadora que se alce frente a la unificación cultural
mundial.[27]    
La aportación del neo-eurasismo es precisamente ésa: la de situarse en la reacción
mundial frente a la globalización. El neo-eurasismo transforma la especificidad rusa
en “un modelo universal de cultura, en una alternativa al globalismo atlantista, en
una visión también global del mundo”.[28] El neo-eurasismo retoma así uno de los
rasgos más genuinos del pensamiento tradicional ruso: su carácter escatológico y
mesiánico. El eurasismo deviene un arqueofuturismo,[29] una “apología de la
barbarie” que no duda en afirmar que, ante los estragos del desarrollismo occidental
y el futuro postindustrial de nuestras sociedades, el “arcaísmo” de Rusia constituye en
realidad una ventaja. Ante los obstáculos insalvables, los bárbaros prefieren siempre
cortar el nudo gordiano. Tal vez sea en las estepas de Eurasia donde se resuelva el
destino de la modernidad. En el Heartland de los geógrafos, en el corazón de la Isla
mundial.
 
[1] Lev Gumilev (1912-1992) – señala Marlène Laruelle – es una personalidad atípica,
a la vez oficial y disidente, dentro del mundo intelectual soviético. Hilo del poeta
Nikolai Gumilev (1886-1921, ejecutado por los bolcheviques) y de la poetisa Anna
Akhmatova (1889-1966), Lev Gumilev fue arrestado y deportado en los años 1930,
tomó parte en la batalla de Berlín y fue nuevamente deportado. Tras su liberación  en
1956 se convirtió en especialista en los kázaros, los hunos, los turcos, los mongoles y
otros pueblos de la estepa, participando en diversas expediciones científicas.  En 1963
asumió un puesto de profesor en el Instituto de Filosofía y Economía de Leningrado.
Siempre al borde del ostracismo por sus divergencias con los dogmas marxista-
leninistas, sus publicaciones le aseguraron notoriedad entre la comunidad científica y
una reputación sulfurosa y polémica. Rehabilitado durante la Perestroika y convertido
en una celebridad, en su última obra, “De Rus a Rusia” Gumilev presenta al imperio
zarista y a la Unión Soviética como la continuidad natural de los imperios de las
estepas. Gumilev es hoy un autor “de culto”  entre la comunidad académica y el gran
público (Marlène laruelle, La quète d'une identité impériale, Le néo-eurasisme dans la
Russie contemporane. Petra Editions, 35-40).
[2] Algo especialmente visible en Alexander Duguin con su inclinación por el
pensamiento tradicionalista de René Guenon y Julius Evola, por la filosofía
centroeuropea y por la “Nueva derecha” francesa. Por su parte, la obra del politólogo
Alexander S. Panarin (1940-2003) se inserta en la filiación intelectual de Max Weber,
Karl Marx, Arnold Toynbee, Lucien Fevre, Fernand Braudel y Les Annales, a la par que
apunta convergencias con el alter-mundialismo y con el pensamiento europeo no
conformista.
[3] Alexandre Douguine, L‘appel de l‘Eurasie. Conversation avec Alain de Benoist.
Avatar Éditions, 2013, pp. 37-38. 
[4] Marlène Laruelle, La quête d'une identité impériale. Le néo-eurasisme dans la
Russie contemporaine. Petra Editions 2007, pp. 58-59. La “pasionariedad” fue en
cierto modo intuída, a comienzos del siglo XIX, por Joseph de Maistre. El autor de las
“Veladas de San Petersburgo” se refería a la pasión por la auto-inmolación como el
auténtico motor de los ejércitos, de la sociedad civil y de los asuntos humanos en
general. Un motor mucho más fuerte que el de la sociabilidad o los contratos
artificiales.
[5] Marlène Laruelle, Obra citada, p. 60.
[6] Stefan Wiederkehr, Die Eurasische Bewegung. Wissenchaft und politik in der
russischen emigration der zwischenkriegszeit und in postsowjetischen Russland. 
Böhlaug Verlag 2007, pp. 197-199.
[7] Marlène Laruelle, Obra citada, p. 60.
[8] La “Horda de Oro” era el Estado mongol que se extendía por Rusia, Ucrania y
Kazajistán, y que se formó tras la división del imperio de Gengis Khan en la década
de 1240.
[9] Marlène Laruelle, Obra citada, pp. 66-67
[10] Marlène Laruelle, Obra citada, pp. 68.69. No en vano Lévi-Strauss fue alumno de
los eurasistas Roman Jakobson y Nikolai Trubetzkoy, fundadores de la fonología y
máximas figuras del estructuralismo linguístico ruso.
[11] Gumilev compara la pretensión de intentar europeizar a un pueblo no-europeo
con el intento de realizar una transfusión de sangre desde un grupo sanguíneo
diferente (Stefan Wiederkehr, Obra citada, p. 201).
[12] Alexander S. Panarin (1940-2003) dirigió la cátedra de Ciencia Política en el
departamento de filosofía de la Universidad Estatal de Moscú (MGU). Autor de
manuales universitarios de referencia y ensayista célebre, Panarin obtuvo en 2002 el
prestigioso premio Solzhenitsyn por su obra La civilización ortodoxa en un mundo
globalizado.
[13] Marlène Laruelle, Obra citada, p. 96.
[14]  Marlène Laruelle, Obra citada, p. 100.
Señala Alexander Duguin que el eurasismo como ideología del imperio “prevé una
base ideológica para conducir una “cruzada” contra el extremismo y las ideologías
terroristas – islamismo radical, separatismo nacionalista, chauvinismos residuales de
superpotencia y radicalismo izquierdista (Alexander Duguin, Putin versus Putin.
Vladimir Putin Viewed from the Right. Arktos 2014. Kindle edition.)
[15] Marlène Laruelle, Obra citada, p. 101.
[16] De forma significativa, la Ley de cultos de 1997 establece que la Federación
Rusa cuenta con cuatro religiones tradicionales: La Iglesia Ortodoxa Rusa, el Islam, el
budismo (principalmente lamaísta) y el judaísmo. Todas estas confesiones tienen el
derecho automático de predicar y practicar sus doctrinas, mientras que las otras
religiones están sujetas a trámites de inscripción.
[17] Las similitudes del pensamiento de Panarin con la “Nueva derecha” francesa y
con Alain de Benoist – a quien cita con cierta frecuencia en su obra – son notables,
especialmente en su voluntad de integrar en su pensamiento ideas tradicionalmente
consideradas “de izquierda”, siguiendo un enfoque transversal. 
[18] Alexander Guélievich Duguin (1962-). Doctor en filosofía y sociología por la
universidad de Rostov del Don. Trabajó como periodista e ingresó en 1988 en el
grupo nacionalista Pamyat. Fue asesor del Partido Comunista de Rusia, de Gennady
Ziuganov. En 1994 ingresó en el Partido Nacional Bolchevique, que abandona en 1998
por desacuerdos con su dirigente, Eduard Limonov. A partir de entonces desarrolla
una estrategia de “entrismo” en los círculos cercanos al poder. Su libro Fundamentos
de geopolítica. El futuro geopolítico de Rusia (1997) se convierte en obra de
referencia. Imparte cursos en la Academia Militar de Estado Mayor y en el Instituto de
Estudios Estratégicos de Moscú.  Consejero de diversos órganos de la Duma, a partir
de 2000 se aproxima al entorno del Presidente Putin. En 2001 crea el movimiento
Evrazia que en 2003 se transforma en el Movimiento Eurasista Internacional. A partir
de 2005 Alexander Duguin se distancia cada vez más de Putin. Animador de
numerosas revistas, programas de radio y televisión y de una “Nueva Universidad” de
orientación tradicionalista, Duguin se hizo cargo (hasta 2014) del departamento de
Sociología de Relaciones Internacionales de la Universidad de Moscú (MGU).
[19]
 Marlène Laruelle, Obra citada, p. 140. “Entre todas las ciencias modernas, la
geopolítica es la que guarda en sí misma mayor conexión con la Tradición y con las
ciencias tradicionales. René Guénon dijo que la química moderna es el resultado de la
desacralización de una ciencia tradicional, la alquimia, como la física moderna lo es de
la magia. De la misma manera se podría decir que la geopolítica moderna es el
producto de la secularización y la desacralización de otra ciencia tradicional, la
geografía sagrada”. (Alexander Duguin, De geografía sagrada a geopolítica, en The
Fourth Political Theory,  http://www.4pt.su/es).
[20] Alexander Duguin, L'appel de L'Eurasie. Conversation avec Alain de Benoist.
Avatar éditions  2013, p. 61.
[21] “Las metas de cada participante en el cuarto camino serán parcialmente
comunes – el derrocamiento de la hegemonía liberal – y parcialmente propias: la
transformación de la sociedad según sus propias tradiciones”. (Alexander Duguin, enA
la España negra, en The fourth political Theory. http://www.4pt.su/es).
[22] Marlène Laruelle, Obra citada, p. 159.
[23] Alexander Duguin: “Un pueblo es un compuesto de diferentes elementos étnicos.
Un pueblo es algo diferente de un etnos. Existen los etnos – los chechenos, los
avaros, los rusos, los calmucos – y existe el pueblo ruso (folk), el pueblo que integra
todos esos etnos. En el nivel de los etnos se pone el acento sobre las diferencias, y en
el nivel del pueblo se pone el acento en la unidad. Un pueblo es siempre un elemento
integral, opuesto a la desintegración”. 
[24] Cita de P. A. Taguieff (Sur la nouvelle droite), en Marlène Laruelle, Obra citada,
p. 143.
[25] Alexander Duguin, Putin versus Putin. Vladimir Putin Viewed from the Right.
Arktos 2014. Kindle edition.
[26] Marlène Laruelle, Obra citada, p. 30.
[27] En contraste con el Logos occidental, el pensamiento eurasista funciona en el
doble plano de la lógica racional y del discurso mítico.  La cultura occidental,
confinada en una dialéctica que excluye el segundo, no puede permitirse asociaciones
de elementos que percibe como antitéticos.
Si el eurasismo es la racionalización de un mito, eso significa que el material mítico
preexistía al discurso eurasista, y que incluso pudo tomar cuerpo en episodios o
personajes que lo proyectaron de forma inconsciente. Es inevitable pensar aquí en el
“último general blanco”, el Barón Ungern Von Sternberg (1885-1921),  y en su
alucinada cabalgada  con los mongoles, cosacos y nórdicos de su División Asiática de
Caballería, en pos de un nuevo imperio que descendiera desde Oriente hasta
Occidente. Ungern Khan, o la imagen mítica del “guerrero eurasiático”.
[28] Marlène Laruelle, Obra citada, p.132.
[29] Expresión del escritor francés Guillaume Faye: L'Archeofuturisme: Techno-
science et retour aux valeurs ancestrales, L‘Æncre, 2011.
“No hay alternativa”, decía Margaret Thatcher en los años 1980. El celebérrimo
“TINA” (There Is No Alternative) se presentaba como el eslogan del (neo) liberalismo
económico. Pero a lo que el eslogan en realidad se refería era a un modelo social
total. A un modelo de dimensiones globales, económicas y políticas, sociales y
culturales, que se configuraba ya como el “pensamiento único” de la posmodernidad
occidental. La caída de la Unión Soviética confirmaría la exactitud del TINA: el mundo
como supermercado y los Estados Unidos de América como su gendarme. ¿Fin de la
Historia?    
A comienzos de los años 1990 todo indicaba que el mundo post-soviético no tenía
otra opción que la de pasar por el aro. Sí o sí. El modelo occidental se configuraba
como el único posible. “Las presiones de la economía global y de la sociedad
tecnológica son demasiado fuertes como para que una nación, por muy orgullosa que
esté de su tradición propia, pueda continuar sola (…). Si Rusia quiere ser fuerte,
tendrá que occidentalizarse. Desaparecida su identidad comunista y sin ninguna otra
identidad posible, tiene muy pocas opciones, aparte de la de convertirse simplemente
(…) en otro país europeo “normal”, con un orden interno igualmente normal”. [1] Estas
líneas – publicadas en 1999 por un sovietólogo norteamericano – condensan esa
típica prepotencia occidental: la guerra fría ha terminado y nosotros la hemos
ganado. No hay más que un mundo posible: el nuestro. El resto del planeta queda
conminado a “normalizarse”. 
Un panorama que, según parece, no acaba de cuajar. En la primavera de 2015 – casi
dos décadas y media después del fin de la Unión Soviética – el Presidente
norteamericano Barack Obama y la Canciller alemana Bárbara Merkel constataban
escandalizados que “Putin es de otro mundo”. Efectivamente, podemos constatar
nosotros. Putin es de otro mundo. Del suyo. ¿Cómo es eso posible? ¿Son acaso
posibles “otros mundos”? ¿Acaso hay vida fuera de la “normalidad”  occidental?[2]
 
Experimento con un pueblo
“Esto es un paraíso para los inversores (…) imposible describir la rapidez con la que
este país podría parecerse a los Estados Unidos”.
(Publicidad de fondos de inversión
norteamericanos en los años 90)
El “fin de la historia” decretado por los vencedores de la guerra fría encontró su banco
de pruebas en un país roto, desmoralizado, sumido en una crisis de identidad. La
caída de la Unión Soviética brindaría a Occidente un nuevo laboratorio para testar las
terapias neoliberales. Tarea ésta que de ningún modo podía confiarse a los propios
rusos. ¿Quién mejor que los Estados Unidos para ejercer la tutela adecuada?Al igual
que hicieron con la Europa arrasada por la guerra, los Estados Unidos convertirían a
la Rusia arrasada por el comunismo en un país democrático y capitalista. Las
lecciones serían tan simples como duras.
“Terapia de choque” es el término acuñado por Naomí Klein para definir  el uso de las
catástrofes y de la conmoción social que generan para avanzar políticas impopulares.
En el caso de Rusia se aplicaría todo el recital de la “Escuela de Chicago”:
“monetarismo férreo, austeridad presupuestaria, supresión de los subsidios al
consumo y al bienestar, privatización completa de las empresas estatales, apertura
de los mercados a los inversores internacionales y reducción al mínimo del aparato
estatal. Todo ello acompañado de los habituales préstamos del Fondo Monetario
Internacional ’si Rusia cumple las condiciones necesarias’ ”. [3]
Procedentes de Estados Unidos, legiones de misioneros políticos y de evangelistas del
libre mercado llegaron a Rusia en calidad de “expertos” y se insertaron en los partidos
políticos, sindicatos, medios de comunicación, escuelas, administraciones y hasta en
el propio gobierno. Con celo misionero “distribuyeron dinero entre políticos afines,
aleccionaron a ministros, redactaron leyes y decretos presidenciales, revisaron
programas políticos y prepararon la reelección de Boris Yeltsin en 1996”.  [4]
De forma típicamente hollywoodense esta cruzada se vio acompañada de una
narrativa maniquea: a un lado los “buenos” – el Presidente Yeltsin y su retahíla de
“jóvenes reformadores” – y del otro lado las fuerzas de la oscuridad: una horda
antirreformista de comunistas, nacionalistas y otros “dragones políticos” escondidos
en sus cavernas parlamentarias. Seguramente por eso (democracia obliga) Boris
Yeltsin se vio forzado a disolver el Parlamento cuando, en octubre de 1993, éste
rehusó plegarse a las demandas de austeridad del FMI; y seguramente por eso – y
para evitar su destitución por aplastante mayoría – el Presidente ruso se vio obligado
a asaltarlo, con un resultado de 500 muertos, 1000 heridos y el aplauso del Occidente
civilizado ante esta victoria de la democracia.
Desembarazado de incordios parlamentarios, Yeltsin continuó su terapia de choque
con las bendiciones de Washington. El sistema soviético fue sustituido por un
conglomerado corporativo integrado por antiguos apparatchick comunistas,
principales beneficiarios de la venta de empresas estatales. Todo ello con el apoyo de
los inversores occidentales que se lucraban en los procesos de privatización. El país
pasó a ser dirigido por los “oligarcas”: un grupo de nuevos ricos que se dedicaron
expoliar las riquezas del país y a exportar sus beneficios a paraísos fiscales, a un
ritmo calculado de 2.000 millones de dólares al mes.
Con la hiperinflación y la consiguiente volatilización de ahorros, salarios y pensiones,  
el nivel de vida descendió a condiciones de miseria. Todo ello – junto al estallido en
1994 de la primera guerra de Chechenia – revirtió en el rechazo masivo de la
población hacia Yeltsin. Ante las elecciones previstas para junio de 1996, el
Presidente se situaba en quinto lugar de intención de voto. Frente a la perspectiva
cierta de que el líder comunista Guennadi Zyuganov se convirtiera en nuevo
Presidente, los oligarcas y sus aliados occidentales pasaron a la acción.
 
Los costes de la “sociedad abierta”
Ningún recurso fue ahorrado para asegurar la reelección del candidato de
Washington. Los “hombres de negocios” Boris Berezovskiy y Vladimir Gusinskiy
forjaron una alianza entre los principales oligarcas para volcar sus recursos en la
campaña electoral de Yeltsin. Éste obtuvo un apoyo financiero que centuplicó los
límites legales – límites que sí se aplicaron a las otras fuerzas – así como un
monopolio de facto de los medios audiovisuales, impresos y electrónicos, en su
mayoría controlados por los oligarcas. A instancia de los Estados Unidos, Rusia obtuvo
un préstamo del FMI, lo que permitió pagar sueldos y pensiones justo antes de las
elecciones. A todo ello se añadió el acoso de los candidatos rivales, el sabotaje
sistemático de sus campañas y el fraude electoral entre la primera y la segunda
vuelta de las votaciones. Finalmente un desaparecido Boris Yeltsin –sólo presente a
través de imágenes pregrabadas – ganó las elecciones por un 53%. Nuevo aplauso
del Occidente civilizado.
La época comprendida entre 1996-1999 fueron los años rock & roll de oligarcas,
ventajistas y mafiosos de toda laya en un régimen de “capitalismo de frontera”
manufacturado por los “Chicago boys”. Para la mayoría de la población los resultados
fueron devastadores. “Nunca tantos perdieron tanto en tan poco tiempo”, subraya
Naomí Klein. En 1998 el balance era elocuente: un 80% de agricultores en
bancarrota; unas 70.000 empresas estatales cerradas; unos 74 millones de pobres –
de los cuales 37 millones en situación “desesperada”–; desempleo, criminalidad,
drogas, suicidios y SIDA en progresión geométrica; y un declive demográfico
calculado en 700.000 personas por año. “Libertad de elegir”, que diría Milton
Friedman. La “sociedad abierta” tiene sus costes.
Paralelamente Estados Unidos y sus satélites desplegaron una estrategia de
acorralamiento geopolítico del antiguo adversario. En 1991 Gorbachov había aceptado
la unificación de Alemania contra la promesa americana de no extender la OTAN hacia
el Este. Una promesa rápidamente incumplida. La expansión de la OTAN culminó en la
integración de toda Europa oriental en la Alianza Atlántica. Las guerras de Chechenia
– fomentadas por los servicios secretos norteamericanos, directamente o por
intermediarios saudíes y pakistaníes – sirvieron tanto para debilitar a Rusia como
para fortalecer el proceso de expansión de los conglomerados energéticos
angloamericanos en la cuenca del Caspio. En 1999 la OTAN bombardeó Serbia –
aliada tradicional de Rusia en la zona – y, contra toda legalidad internacional,
seccionó el país para crear el Estado de Kosovo. En el ámbito del desarme la Alianza
Atlántica rechazaba las propuestas rusas de desnuclearización y los Estados Unidos
denunciaban, en el año 2001, el tratado Anti-Misiles Balísticos (ABM). [5] 
Se hacía la luz sobre una realidad de fondo: el rechazo al comunismo encubría una
hostilidad permanente hacia Rusia; una hostilidad que existía antes de la Unión
Soviética y que sobrevivía a su final. Para los Estados Unidos el objetivo es siempre el
mismo: expulsar a Rusia del Báltico, del Caspio y del Mar Negro, extender siempre al
Este las fronteras de la OTAN, tomar el control del Cáucaso y Asia Central, controlar
los recursos energéticos en tránsito. Tras el fin de la guerra fría – escribía Zbigniew
Brzezinski – el espacio ex soviético se convertía en un “agujero negro” que convenía
controlar a toda costa para asegurar la “pax americana”.[6]
En 1999 un oscuro apparatchick era promovido por el entorno de Boris Yeltsin para
suceder a éste en la Jefatura del Estado. Un hombre leal, que aseguraría al ex
presidente un apacible retiro. Un hombre de paja, que sería teledirigido por los
auténticos dueños del país.
 
Moscú, año cero
Durante algunos años Rusia se mantuvo en el fiel de la balanza, en el “año cero” de
un cambio de civilización. Pero algo falló. El coste humano provocado por la ingeniería
social del liberalismo fue demasiado alto. Y la arrogancia del vencedor provocó en
Rusia una reacción en sentido contrario. Con una precisión de artificiero Vladimir
Putin se encargaría de desmontar, paso a paso, el sistema legado por Boris Yeltsin.    
La historia es bien conocida. Los oligarcas fueron apartados del poder político –
cuando no acabaron exiliados o en prisión. El poder de los gobernadores regionales
fue reducido, las tendencias centrífugas suprimidas, el Estado central reforzado:
restablecimiento, en suma, de la “vertical del poder”. La recuperación del tejido
productivo fue estimulada, los programas sociales restablecidos, la  demografía
fomentada. Los medios de comunicación cesaron su propaganda antiestatal y un
nuevo espíritu de patriotismo encontró su cauce de expresión pública. En el orden
internacional se reafirmó el papel de Rusia como una potencia con intereses
específicos. Se formuló la apuesta por un orden mundial multipolar y se ejerció un
contrapeso sistemático a las tendencias hegemónicas de los Estados Unidos.   
Todo este programa fue realizado bajo la dirección de un hombre que es ante todo un
pragmático. Un realista político con una desconfianza refleja ante los intelectuales, las
ideologías y los dogmas, pero que encarna como pocos el patriotismo instintivo de las
masas rusas. En ese sentido Putin es la imagen de su pueblo. Pero eso abre también
un interrogante. Porque el puro pragmatismo no es, de por sí, una política, si no está
al servicio de una idea superior. De una metapolítica.
¿Existe hoy una metapolítica de Rusia? ¿Ofrece ésta una alternativa al hegemonismo
occidental? ¿Se encontrará Rusia, una vez desaparecido Putin, de nuevo en el “año
cero”?
 
Centrismo patriótico
La desaparición del marxismo-leninismo dejó tras de sí el vacío. El programa de
reconstrucción se enfrentaba, pues, al desafío de definir su propio modelo. ¿Una
nueva “idea rusa”?
El empacho doctrinario soviético había generado entre los rusos una comprensible
aprensión ante todo lo que oliera a “ideología  oficial”. “Ninguna ideología será
proclamada como ideología estatal o como obligatoria”, proclama la Constitución de la
Federación Rusa de 1993. “Rusia Unida”, el partido promovido por el Kremlin,
funciona más como un barómetro electoral de Putin que como portador de una
ideología estatal. El discurso oficial se conjuga en el terreno de los “valores” (con el
patriotismo como valor supremo)  más que en el de la ideología. La clave de la
popularidad de Putin consiste en su capacidad de transformarse en un espejo donde
cada ciudadano – ya sea demócrata, comunista o nacionalista – ve lo que quiere ver.
“Una figura fuerte y paternal y un balsámico discurso democrático. El discurso de
Putin – señala Alexander Duguin – es como una terapia, como un om budista que
contiene oposiciones irreconciliables, pero que evita a los oyentes hacer esfuerzos
intelectuales”.[7]
El “sistema Putin” no es fácilmente definible. Los expertos abundan en fórmulas que
enlazan términos contrapuestos: “democracia administrada”, “monarquía electoral”,
“autocracia electiva”, “democracia iliberal”, “pluralismo dirigido”. Pero todos los
observadores – incluso los más críticos – admiten que goza de muy alto grado de
legitimación popular. Aún suponiendo que la limpieza del proceso electoral no reúna
todos los estándares exigibles, todos coinciden en que el Presidente Putin cuenta con
uno de los más altos índices de apoyo entre los líderes mundiales. ¿A qué responde
esa realidad?[8]
La primera respuesta (la más obvia) es que Putin se beneficia de la comparación con
Gorbachov y con Yeltsin, todavía recordados como una pesadilla. Pero ésa es una
explicación superficial. Más adecuado es decir que Putin consiguió encarnar una
fórmula ganadora: el nacionalismo (patriotismo) más el liberalismo (las reformas
económicas).[9] Putin estableció una fórmula de consenso público, una especie de
“centro” político a la rusa: el patriotismo como cemento de la adhesión popular y el
liberalismo económico como respuesta a los desafíos de la globalización. Durante su
primer mandato (2000-2004) Putin puso en marcha un paquete de reformas que
resultaron en un crecimiento económico sostenido. En el plano internacional, sus
primeros años estuvieron marcados por su acercamiento a Europa y por la búsqueda
de una relación fiable con los Estados Unidos.
El “sistema Putin” se presenta como eminentemente conciliador. El pasado zarista, la
etapa soviética y la civilización ortodoxa encuentran su lugar dentro de un gran relato
nacional en el que, sin ocultar los aspectos críticos o negativos, se resalta la
continuidad y los logros del pueblo ruso. La gran habilidad del sistema reside pues en
su encarnación de un “centrismo patriótico” despolitizado. La tentación de la apoliteia.
Ahí reside también su gran riesgo.
Las “revoluciones de colores” de los años 2003-2005 en Georgia, Ucrania y Kirguistán
dieron la señal de alarma. ¿Ensayo general para una revolución en Rusia? El Kremlin
volvía a descubrir que las ideas cuentan. Haría falta algo más que un “patriotismo
consensual” para contrarrestar los intentos, cada vez más agresivos,  de empujar al
país a otra “era Yeltsin”.   
 
Democracia soberana
El principal intento de teorización que el “sistema Putin” haya producido hasta la
fecha fue elaborado por el ideólogo del “Rusia Unida”, Vladislav Surkov. En un
discurso pronunciado en 2006 Surkov defendió la necesidad de una ideología. Y
comenzó a trabajar en un cuadro teórico que volviera a situar a Rusia en la batalla de
las ideas.[10]
Surkov parte de una idea: en el contexto de la globalización Rusia no puede aislarse
sino que debe liderar el proceso. Para lo cuál necesita un despegue económico y una
robusta clase media. Pero la globalización no debe entenderse como inmersión en un
orden mundial hegemónico, sino como un sistema articulado en torno a diversos
polos (multipolarismo) entre los cuáles se encuentra Rusia. Surkov rechaza que la
democracia rusa deba plegarse a una pretendida superioridad moral de Occidente. Y
propone una fórmula alternativa: democracia soberana. La soberanía como sinónimo
de competitividad, que a su vez implica independencia económica, poderío militar e
identidad cultural.
¿Democracia adjetivada? El matiz “soberano” es importante, en cuanto que marca la
separación entre el sistema ruso y la “democracia sin adjetivos” de la Unión Europea.
En esta última la democracia se focaliza en los derechos individuales mientras que la
“soberanía” se reduce a un constructo legal, porque en realidad no hay independencia
económica, ni capacidad ni independencia militar, ni identidad cultural más allá de la
adhesión la democracia y los derechos humanos. En el sistema ruso, por el contrario,
la democracia es indisociable de la soberanía del demos, que a su vez se identifica
con la capacidad real para actuar como nación y como Estado. Algo que, si bien
puede recordar al siglo XIX, no deja de inscribirse en una dinámica muy del siglo XXI:
la de la revuelta mundial contra la globalización. La “democracia soberana” se plantea
en suma como un rechazo de la pax americana, como un modelo para los países
deseosos de liberarse de las presiones occidentales y definir así sus propias
prioridades, sus ritmos de  desarrollo y su jerarquía de valores.
Las concepciones de Surkov pasaron a moldear el discurso de “Rusia Unida”. Un
discurso que recupera una serie de temas de larga presencia en la metapolítica de
Rusia. En primer lugar la disociación entre Occidente y Europa: el primer concepto
incluye a los Estados Unidos, el segundo los excluye. Europa se identifica como un
principio intemporal y la europeidad como una identidad, mientras que la Unión
Europea es denunciada como una estructura burocrática vacía de legitimidad popular.
En palabras de Surkov: “no abandonar Europa, defenderse de Occidente. He ahí el
elemento matriz de la construcción de Rusia”.[11]
Otro elemento de la tradición política rusa – soviética en este caso – recuperado por
“Rusia Unida” es la reivindicación del internacionalismo, al que paradójicamente se le
imprime un giro anti-universalista: el internacionalismo como “unión de
nacionalismos” y alternativa a la mundialización. “Rusia está preparada – señala un
manual del partido – para asumir su papel de “frontera de civilizaciones””. Un aspecto
que enlaza con otra idea, tan intemporal como específicamente rusa: la reivindicación
de una misión mundial como “necesidad de política interior, una condición
insoslayable para la estabilidad del Estado ruso”. [12] ¿Ecos de la vieja tradición
mesiánica?
 
Autoritarismo plebiscitario
La “democracia soberana” implica sobre todo una idea que Putin expresa en estas
palabras: “la época en la que formas de vida prefabricadas podían imponerse sobre
los países como si fueran programas de ordenador, ha pasado ya”. [13] Los intentos de
“normalizar” Rusia desde el extranjero – ensayados hasta la saciedad en la era Yeltsin
– han sido rechazados por la mayoría del pueblo ruso. Lo que subyace en el fondo es
una cuestión de soberanía espiritual. Pero la pregunta es: ¿es la “democracia
soberana” realmente democrática?
Para el neo-eurasista Alexander Duguin en Rusia “no hay democracia”. Al menos no
en el sentido habitual del término. Lo que hay es  una sociedad de rasgos
tradicionales con una fachada democrática. Una sociedad vertebrada por tendencias
“monárquicas”, por el deseo arraigado de una “figura fuerte” al frente del país – al
que se percibe como una “gran familia” que requiere un “padre” –, de forma que es el
propio pueblo el que “crea las condiciones necesarias para un gobierno autoritario,
liquidando así la sustancia de la democracia y devolviendo el poder a las autoridades,
representadas por la figura del padre”. Un resultado que, en cualquier caso, no
empaña la legitimidad o legalidad democrática del proceso. “Autoritarismo
plebiscitario”, lo llama Duguin.[14]
La mayoría de los sondeos independientes realizados en Rusia corroboran esta tesis.
Las encuestas sociológicas realizadas en torno a los “valores democráticos” (derecho
al voto, división de poderes, competencias del Parlamento, etcétera) concitan
indiferencia cuando no hostilidad. Pero lo que sí se plebiscita es la idea de patria, de
Estado y de potencia. Ésas son las ideas con las que la población se identifica, los
valores que la mayoría quiere ver representados en la Jefatura del Estado.  
 
El Imperio contraataca
Recién caída la Unión Soviética el disidente soviético Alexander Zinoviev había
previsto que los Estados Unidos pasarían a la fase siguiente: la “guerra tibia”. Cabe
también pensar que, en realidad, la guerra fría no se detuvo nunca.
El período de gracia entre Putin y Occidente tuvo un corto recorrido. “Quien no está
con nosotros está contra nosotros” proclamó George Bush tras el 11 de septiembre
2001. Poco amigo de ultimátums, Vladimir Putin se negó a alinearse en 2003 con la
invasión norteamericana de Irak. Incluso llegó a amagar con un eje París-Berlín-
Moscú. Estaba claro que la era de Yeltsin había pasado. A los ojos del Imperio,
Vladimir Putin ya estaba marcado. Episodios como la doma de los oligarcas, el
restablecimiento de la “vertical del poder”, la victoria final en Chechenia, el
encarcelamiento del oligarca Khodorkovsky y asuntos escabrosos como los asesinatos
de la periodista Anna Politovskaya y del espía Alexander Litvinenko sirvieron para
alimentar en Occidente el fantasma del ex-agente del KGB, nostálgico de la Unión
Soviética. El “mundo libre” había encontrado a su nuevo villano.
En el año 2004 una serie de revueltas “espontáneas” en Georgia y en Ucrania llevaron
al poder a los líderes patrocinados por Washington.  El instrumento: la “sociedad civil”
– ONGs, asociaciones estudiantiles, medios de comunicación –  como vehículos
del soft power occidental. Las “revoluciones de colores” marcaron el punto de no
retorno.[15]
En la conferencia de seguridad de Munich, en febrero 2007, Putin denunció el intento
de los Estados Unidos de imponer su modelo económico, político, cultural y educativo
sobre al resto del mundo. Las intervenciones militares de los Estados Unidos –
afirmaba el Presidente ruso – suponen el entierro del derecho internacional. Y la
política americana de cerco hacia Rusia equivale a un nuevo “telón de acero”.
Por primera vez desde el fin de la guerra fría una gran potencia internacional
denunciaba el orden mundial americano. Y lo hacía para invocar un nuevo modelo:
elmultipolarismo. Las  máscaras habían caído
Los Estados Unidos intensificaron su ofensiva. En el plano estratégico Washington
anunció su intención de desplegar un escudo de defensa antimisiles (ABM) en Polonia
y en la República Checa. Oficialmente dirigido contra Irán y Corea del Norte, este
despliegue estaba dirigido a romper el equilibrio estratégico con Rusia, poniendo a
este país en el disparadero de otra carrera de armamentos. La OTAN, por su parte,
anunció su intención de extenderse a Ucrania y a Georgia. Y este último país,
confiado en el apoyo incondicional de los Estados Unidos, se lanzó en agosto 2008 a
una campaña de limpieza étnica contra el enclave rusófono de Osetia del Sur, lo que
motivó una reacción militar de Rusia. La crisis concluyó con la división de Georgia y la
segregación de Osetia del Sur y de Abjazia, que se ampararon en el precedente
abierto por la OTAN en Kosovo.
En el plano energético los Estados Unidos centraron sus esfuerzos en dificultar el
abastecimiento de gas y petróleo ruso hacia Europa, impidiendo así la integración
energética del continente. El pulso geopolítica se extendió también a Oriente medio: a
la alianza entre Moscú y Teherán Occidente replicó con la desestabilización de Libia y
de Siria, aliados tradicionales de Rusia en la zona. Las hostilidades se ramificaban en
múltiples direcciones…
Pero a diferencia de épocas anteriores, la guerra del siglo XXI abarca tanto los
aspectos político-militares como los culturales. Es lo que el filósofo italiano Constanzo
Preve llamaba la “cuarta guerra mundial”, que es ante todo una guerra cultural. [16] Es
lo que Alexander Duguin llama “guerras en red” (Network wars), que son ante todo
guerras de información. Nos encontramos ante un fenómeno eminentemente
postmoderno en cuanto no se rige por la lógica de fuerza de los conflictos “sólidos” –
en los que la división amigo-enemigo está bien delimitada – sino que se dirime en el
ámbito intangible y “líquido” de las representaciones del mundo. La “cuarta guerra
mundial” – decía Preve – es una guerra geopolítica y cultural global encabezada por el
imperio mesiánico de los Estados Unidos contra el resto del mundo “rebelde”. Su
teatro de operaciones principal es el “poder blando” (soft power): la capacidad de
atracción cultural, la penetración en el imaginario del adversario.
Una técnica que el Kremlin se vería obligado a aprender a marchas forzadas.
 
La revuelta de los privilegiados
En mayo 2008 Vladimir Putin cedió la Presidencia de la Federación a Dmitri Medvediev
y pasó a ocupar el cargo de Primer Ministro. Una decisión respetuosa con la letra de
la Constitución pero que encerraba también una estrategia para aplacar a Occidente:
el “liberal” Medvediev – así se hizo creer – imprimiría un tono occidental a la política
rusa. Pero pasados cuatro años Putin anunció que concurriría de nuevo a las
elecciones presidenciales. El juego quedó al descubierto y las democracias
occidentales se llamaron a engaño. El escenario adecuado para una nueva revolución
de colores.
La oleada de protestas desencadenada en Moscú entre diciembre 2011 y mayo 2012
siguió al pie de la letra el guión que tan buenos resultados había dado en Kirguistán,
en Georgia y en Ucrania: descalificación –– por “fraudulento”– del proceso electoral,
movilización de la “sociedad civil”, cobertura sobredimensionada por los medios
occidentales, storytelling de los “indignados” – la “nueva Rusia” frente a las “fuerzas
del pasado”, etcétera –, simbolismos coreográficos (la “revolución de la nieve”, los
“lazos blancos”), agitación “espontánea” de las redes sociales e histeria “solidaria” de
artistas y celebrities. Pero a diferencia de los países anteriores, Rusia no es lugar para
revoluciones de diseño. En realidad las movilizaciones de la Plaza Bolotnaya y otros
lugares en Moscú – que llegaron a congregar en su mejor momento a unas 80.000
personas – representaban a un porcentaje ínfimo de la población rusa. Desde luego
un número bastante más reducido al de las manifestaciones de apoyo a las
autoridades. Pero su importancia reside en que fueron las primeras demostraciones
de protesta que desafiaban a Putin. ¿Quiénes eran los manifestantes de la plaza
Bolotnaya?
La “revolución de la nieve” no fue una consecuencia de las penurias materiales o de
las políticas económicas de Putin, sino un resultado de su éxito. Señalan los analistas
británicos Fiona Hill y Clifford G. Gaddy que los “revolucionarios” eran
“programadores informáticos, ejecutivos, abogados, ingenieros, periodistas y
banqueros. Los relativamente privilegiados social y económicamente, no los
desfavorecidos. Eran gente que consumía a niveles europeos y que esperaban ser
tratados como europeos en todos los aspectos, incluido el político”. [17] Se trataba, en
resumen, de la burguesía media y alta criada en la estabilidad del país en 2000-2012.
La nueva clase globalizada y consumista. Los aliados objetivos de la guerra cultural
de Occidente.
Las protestas de los años 2011-2012 dejaron bien patente que, en el contexto de la
guerra cultural global, la despolitización equivale a un suicidio. La batalla por el futuro
se juega – en contra de lo que decía Marx y según lo que decía Gramsci – no en la
economía sino en la cultura, en el “poder blando” de las ideas.
Las protestas tuvieron otro efecto: el de poner frente a frente a las fuerzas en liza.
Estas fuerzas se reúnen – según el análisis realizado por Alexander Duguin – en tres
zonas políticas, en “tres Rusias”.
“Rusia 1” es el “sistema Putin” puro y duro: el centrismo patriótico; el compromiso
entre nacionalismo y liberalismo; el partido “Rusia Unida” y la “democracia soberana”
de Vladimir Surkov; los funcionarios y los conformistas que siempre se adaptan al
orden establecido.
“Rusia 2” es la “revuelta de los privilegiados”: la clase alta globalizada que considera
que Rusia debe “normalizarse” al gusto occidental.
“Rusia 3” es, según Duguin, el segmento más numeroso y también la gran incógnita,
en cuanto que es el menos ideologizado y el menos organizado. “Rusia 3” se mueve
por un patriotismo instintivo, por el deseo de un Estado fuerte, por una desconfianza
igualmente instintiva ante los experimentos forzados de occidentalización.
El equilibrio entre las tres Rusias, concluye Duguin, tiene los días contados. “Rusia 1”
no es viable a la larga, porque el compromiso no equivale, en ningún caso, a la
síntesis. Y “Rusia 2” y “Rusia 3” tienden, por su dinámica interna, a exacerbar sus
apuestas. Es la dialéctica llamada a radicalizarse: la oposición entre las élites y los
nuevos ricos consumistas versus las masas patrióticas y socialmente orientadas.[18]
Y en eso estalló la crisis de Ucrania.
¿De quién será el futuro?

[1]
 Martin Malia, Russia under western eyes. From the bronze horseman to the Lenin
mausoleum. Belknap Press 1999, pag. 412.
[2]
 http://www.gaceta.es/jose-javier-esparza/putin-mundo
[3]
 Stephen F. Cohen, Failed Crusade. America and the tragedy of Post-Communist
Russia. https://www.nytimes.com/books/first/c/cohen-crusade.html
[4]
 Stephen F. Cohen, Obra citada.
[5]
 El Estado de Kosovo, emporio mafioso y narcotraficante, alberga una de las
mayores bases militares norteamericanas en el extranjero: Camp Bondsteel, 100
acres de tierra, más de 25 kilómetros de carreteras y una capacidad para 7000
soldados. Un elemento esencial en el despliegue militar norteamericano, con
proyección al Este de Europa y a los enclaves americanos en Asia Central y
Afganistán. Sobre los dirigentes de Kosovo pesa una investigación judicial por tráfico
de órganos extraídos de los prisioneros de guerra serbios.
[6]
 Zbigniew Brzezinski, The Great Chessboard. American primacy and its geostrategic 
imperatives. Basic books 1998
[7]
 Alexander Duguin. Putin versus Putin. Vladimir Putin viewed from the Right. Arktos
2014. Edición Kindle.
[8]
 Putin fue elegido Presidente tres veces en primera vuelta: por un 52% en 2000, un
71,2% en 2004, un 63% en 2013. Las estimaciones más fiables de fraude se calculan
entre 3 a 5%, un porcentaje insuficiente como para influir en el resultado final
(Frédéric Pons: Poutine, Calmann-Levy 2014, Edición Kindle). Según las encuestas del
independiente Centro Levada, entre 2006 y 2013, un 60-80% de la población rusa se
declaraba generalmente satisfecha con la gestión de Putin. En junio 2015 el
porcentaje subió a un 89%, en el contexto de la crisis en Ucrania.
[9]
 Así lo afirma Alexander Duguin en: Putin versus Putin. Vladimir Putin viewed from
the right.Arktos 2014. Kindle Edition.
[10]
 Vladislav Yuryevich Surkov (n. 1964)  ocupó el cargo de Primer Vicepresidente de
la Administración Presidencial entre 1999-2011. Entre 2011-2013 ocupó el cargo de
Viceprimer Ministro de la Federación.
[11]
 Citado en Marlène Laruelle, Le Nouveau nationalisme russe. Des repères pour
comprendre. L'Oeuvre Editions 2010, pags 232-237.
[12]
 Marlène Laruelle, Obra citada, pag 237.
[13]
 Vladimir Putin, Discurso en el Foro Internacional de Valdai, 19-Septiembre 2013.
[14]
Alexander Duguin, Obra citada.
[15]
 El apoyo a las “revoluciones de colores” es dirigido desde Estados Unidos por
la Association Project on Transitional Democraties, cuyo Presidente es nombrado por
la Casa Blanca y trabaja en contacto con la CIA. Las fuentes financieras estatales son
la agencia de cooperación norteamericana (USAID) de la que depende el National
Endowment for Democracy (NED) que a su vez financia a las agencias de acción
exterior de los Partidos Demócrata (NDI) y Republicano (IRI). Entre las fuentes no
estatales destacan la Fundación Soros (Open Society Institute) y la Freedom House.
La llamada “sociedad civil” (básicamente, las ONGs y los medios de comunicación
prooccidentales) es financiada por estos organismos, que controlan también la
logística y las estrategias de protesta. (Fuente: Aymeric Chauprade, Chronique du
Choc des civilisations. Chronique Éditions 2013.     
[16]
 Constanzo Preve, La Quatrième Guerre mondiale. Éditions Astrée 2013.
[17]
 Fiona Hill, Clifford G. Gaddy, Mr. Putin, Operative in the Kremlin. Brookings
Institution Press 2013, Kindle Edition.
[18]
 Alexander Duguin, Obra citada
La hegemonía y sus armas
El gran tablero – decía Zbigniev  Brzezinski. Rusia es la pieza a batir. El juego se
llama hegemonía.
Mal se comprenderá el sentido de la nueva “guerra fría” si no se la sitúa en el
contexto de una batalla global por la hegemonía.  Antonio Gramsci daba una
definición precisa de ese termino. “Hegemonía” es – según el teórico italiano – “el
dominio que no es percibido como tal por aquellos sobre los que se ejerce”.La
hegemonía no necesita ser enfatizada ni declarada, existe como un hecho, es más
implícita que expresamente declarada. El liberalismo occidental – desde el momento
en que ho y es percibido como la realidad objetiva, como la única posible  – es una
forma de hegemonía. La otra forma, complementaria de la anterior, es la hegemonía
norteamericana.
La hegemonía cuenta hoy con dos instrumentos principales. Uno de ellos es la
proyección del poder político, económico y militar de Estados Unidos como gendarme
universal y como “imperio benéfico”. Es el unipolarismo reivindicado sin tapujos por
los  neoconservadores norteamericanos. La otra  manera – tanto o más efectiva a la
larga – es la “globalización” entendida como diseminación de los valores occidentales.
Se trata, ésta, de una “hegemonía disfrazada”, en cuanto no se ejerce en nombre de
un solo país, sino en nombre de unos códigos supuestamente universales pero que
sitúan a Occidente en la posición de “centro invisible”.
[1]

Las armas de esta forma de hegemonía son ante todo culturales. Una gran empresa
de exportación de “Occidente” al conjunto de la humanidad. Quede claro que todo ello
no responde a una lógica “conspirativa” sino sistémica: Occidente es un gran vacío
que no puede cesar de expandirse. “El desierto crece”, que decía Nietzsche. Cuando
los países tratan de defender su relativa independencia, la hegemonía forma su
“quinta columna”. Aquí hay una cierta ironía de la historia. De la misma forma en que
la Unión Soviética utilizaba a los partidos comunistas locales como “quinta columna”
para la subversión del mundo capitalista, los Estados Unidos utilizan hoy a sus filiales
de la “sociedad civil” como agentes de subversión de las sociedades tradicionales.
Las “revoluciones de colores” o el amago de la “revolución de la nieve” en Moscú
ofrecen ejemplos de manual. Las elites globalizadas y consumistas, las ONGs
engrasadas con dinero occidental, los medios de comunicación “independientes”, las
llamadas “clases creativas” – burgueses-bohemios, artistas “transgresores”, minorías
sexuales organizadas – y una juventud estandarizada en la cultura de masas, imbuída
de una sensación de protagonisto. Todos ellos pueden ser – convenientemente
trabajados por el soft power –  eficaces agentes de aculturación. Esto es, de
imposición de los valores y de los cambios deseados desde el otro lado del Atlántico.
Difusión de ideas y valores, ahí está la clave. Los programas de intercambio
académico son tan necesarios como el agit-prop cultural. La formación de elites de
recambio en Occidente es un elemento esencial de todo el proceso.
La batalla del soft power no consiste en dos ejércitos bien alineados, con fuerzas
disciplinadas lanzándose a la carga. Consiste más bien en una cacofonía en la que
innumerables voces pugnan por ser oídas. De lo que se trata es de orientar el sentido
de esa cacofonía. La clave de la victoria reside en una idea: quien impone el terreno
de disputa, condiciona el resultado. Por ejemplo, si el terreno de disputa es la
dialéctica  “valores modernos versus valores arcaicos”, está claro que el bando que
impone esa visión del mundo llevará siempre la ventaja. Cuando el  adversario
intente “modernizar” sus valores – conforme a la idea de “modernidad” suministrada
por la otra parte –  estará implícitamente desautorizándose y  reconociendo su
inferioridad. La insistencia del soft power occidental en erosionar una serie de
consensos sociales caracterizados como “tradicionales” se inscribe en esa
dinámica: ése es su terreno de disputa. [2]

La fractura del vínculo social.  Entre jóvenes y viejos, mujeres y hombres,  laicos y
creyentes, “progresistas” y “conservadores”. Los llamados “temas societales” son un
instrumento privilegiado por su capacidad de generar narrativas victimistas, idóneas
para ser amplificadas por el show-business internacional. El objetivo es siempre
proyectar una imagen opresiva, odiosa e insufrible del propio país – preferentemente
entre los más jóvenes y los sectores occidentalizados – y crear una masa social crítica
portadora de los valores estadounidenses. [3]

Se trata de una apuesta a medio o largo plazo que en Rusia se enfrenta a no pocas
dificultades. La desintegración de la Unión Soviética coincidió con un  vacío de valores
que dio paso al cinismo, a la degradación moral y a una asunción acrítica de los
códigos de Occidente. Los oligarcas apátridas fueron la manifestación de ese
“capitalismo de frontera” que sería reconducido, en tiempos de Putin, hacia una
especie de “capitalismo nacional”. Pero la memoria es todavía reciente. La ofensiva
occidental de “poder blando” es percibida, por gran parte de la población rusa, como
un intento agresivo de revertir el país hacia los años de Yelstin: la época de los
“Chicago boys”, de los odiados oligarcas y del caos social.
La realidad es que Rusia ha tenido su dosis de revoluciones. Los intentos de generar
entre los rusos el desprecio por su propio país y el deseo mimético por Occidente
chocan contra un muro de resistencia popular. Decía el líder socialista Jean Jaurès:
“para quienes no tienen nada, la patria es su único bien”. Seguramente la hegemonía
necesitará, para remodelar un país a su deseo, algo más que una revuelta de los
privilegiados. La tentación es entonces pisar el acelerador.
 
La ofensiva del caos
El Imperio posmoderno se distingue por una peculiar fusión entre orden y caos.  La
difusión viral de principios individualistas erosiona las sociedades tradicionales –
basadas en principios holistas – y provoca un caos del que el Imperio extrae su
beneficio. Una reformulación posmoderna del “divide y vencerás”. Es
el Chaord (síntesis de orden y caos) del que hablan los postmarxistas Toni Negri y
Michael Hardt. Es la Doctrina del shock, de la que habla Naomí Klein. Es el Imperio
del Caos, en expresión del periodista brasileño Pepe Escobar. Quede claro que
el Chaord no se limita, ni mucho menos, a operaciones de poder blando. El Chaord es
una panoplia, una espiral, una “guerra en red” en la que el soft power se
complementa con el hard power: desestabilización política, terrorismo y guerra.
En el año 2013 los Estados Unidos experimentaron, en su pulso contra Rusia, una
serie de contratiempos diplomáticos. En Siria, una mediación rusa de última hora
frustró el ataque que ya había sido anunciado por Washington contra el régimen de
Hafez El Assad. La mediación rusa jugó igualmente un papel esencial para evitar otra
escalada de sanciones contra Irán. Por si fuera poco, Rusia concedió asilo político a
Edward Snowden, el desertor que había expuesto a la luz las actividades de espionaje
masivo de los Estados Unidos. Y para rematar el año el gobierno de Ucrania anunció
que no firmaría el esperado “Acuerdo de Asociación” con la Unión Europea, y que sí
firmaría un acuerdo con Rusia que abría una perspectiva de ingreso en la Unión
Eurasiática.
Había llegado la hora de demostrar lo que el Imperio era capaz de hacer.
El modelo de Maidán
“Ucrania es un pivot geopolítico – escribía Zbigniew Brzezinski en 1997 – porque su
mera existencia como Estado independiente ayuda a transformar Rusia. Sin Ucrania,
Rusia deja de ser un imperio eurasiático. Sin embargo, si Rusia recupera el control de
Ucrania, con sus 52 millones de habitantes y sus reservas, aparte de su acceso al Mar
Negro, Rusia automáticamente recupera la posibilidad de ser un Estado imperial
poderoso, que se extiende entre Europa y Asia”. El gran Tablero – el libro firmado por
Brzezinski en 1997 – es considerado por muchos como un anteproyecto de lo que
ocurriría años más tarde en la “revolución de Maidán”.
La “revolución naranja” de 2004, auspiciada por Estados Unidos en Ucrania, no dio los
resultados esperados. Tras varios años de corrupción,  de degradación del nivel de
vida y de querellas intestinas, las elecciones presidenciales de 2010 –
convenientemente validadas por la OSCE – dieron la victoria al pro-ruso “Partido de
las Regiones” de Victor Yanukovich. El gobierno de Yanukovich retomó las
negociaciones que el anterior gobierno pro-occidental había emprendido para firmar
un Acuerdo de Asociación con la Unión Europea. Las pretensiones rusas de tener voz
en esas negociaciones fueron rechazadas como intentos de injerencia. Conviene tener
presente, a esos efectos, que Rusia estaba previamente vinculada a Ucrania por una
red de acuerdos comerciales y que la economía rusa se vería inevitablemente
afectada por el Acuerdo de Asociación. Pero Bruselas planteó a Kiev la negociación
como un chantaje: o con Rusia o con Europa. [4]

Una elección extravagante, si tenemos en cuenta no sólo la vinculación milenaria


entre Rusia y Ucrania – el Principado de Kiev fue, en el siglo X, el origen histórico de
Rusia – sino la absoluta imbricación económica, lingüística, cultural y humana entre
ambos pueblos. Más allá de todo eso la preocupación de Moscú era otra: el riesgo de
la posible extensión de la OTAN hasta el corazón mismo del “mundo ruso”. Si bien la
aproximación  a la Unión Europea no estaba vinculada a la negociación con la Alianza
Atlántica, todos los precedentes demuestran que el camino hacia ambas
organizaciones es paralelo. Y para Rusia la perspectiva de ceder a la OTAN su base
naval en Crimea – territorio ruso “regalado” por Nikita Krushov a Ucrania en 1954 –
era una línea roja absoluta, como lo es la perspectiva de ver instalados los sistemas
balísticos norteamericanos en sus fronteras.
El 21 de noviembre de 2013 – ante la sorpresa de todos –  el Presidente Yanukovich
anunció que no firmaría el Acuerdo con Bruselas. El motivo esgrimido: frente a los
1.000 millones de dólares ofrecidos por la Unión Europea, Rusia ofrecía 14.000
millones de dólares más una rebaja del 30% sobre el precio del gas ruso. Un gas del
que Ucrania es completamente dependiente. La oferta rusa había pesado más que la
realidad del panorama “europeo” que se abría ante Ucrania: reconversión económica
salvaje; liquidación a precio de saldo de su industria siderometalúrgica; reparto de
sus recursos mineros y agrícolas (entre Alemania y Francia, principalmente); pérdida
del mercado ruso; subida del precio del gas; emigración masiva de la población a
Europa;  terciarización de su economía y conversión de Ucrania en un gigantesco
mercado para los productos europeos. Las rutinas de la globalización.
A partir de noviembre 2013 comenzaron a sucederse en Kiev las protestas de la
población, movilizada por una idea de “Europa” como panacea y exasperada por la
corrupción rampante.  Las protestas se radicalizaron hasta devenir batallas campales
[5]

en torno a la plaza de Maidán, el epicentro de la protesta. Las barricadas de Maidán


presenciaron un inédito desfile de dignatarios, ministros y atildados funcionarios
norteamericanos y europeos, desplazados hasta Kiev para animar la revuelta. Los
líderes occidentales no dudaron en fomentar la violencia contra un gobierno que, por
muy corrupto que fuera, había sido democráticamente elegido. La historia es bien
conocida. El 21 de febrero de 2014 Victor Yanukovich firmaba un acuerdo –
patrocinado por Alemania, Francia y Polonia – en el que cedía en todas sus posiciones
y acordaba organizar elecciones presidenciales. Al día siguiente tenía que huir para
salvar su vida.
La revolución de Maidán es algo más que la crisis puntual de un “Estado fallido”. Es
todo un paradigma. Es un recital de técnicas de “guerra en red”. Es la demostración
de cómo alimentar una crisis, una espiral de violencia, de anarquía y de guerra en un
período mínimo de tiempo. Al igual que en Libia, que en Siria, que en Irak, pero en
Europa. Es el “modus operandi” del Imperio del caos. Es todo un modelo: el “modelo
ucraniano” para nuestra Europa. Conviene retener varias imágenes.
La escalada
El  “poder blando”
La Vicesecretaria de Estado norteamericana Victoria Nuland declaró, a fines de 2013,
que desde 1991 los Estados Unidos habían gastado 5.000 millones de dólares para
fomentar en Ucrania una “transición democrática” a su gusto. La red de ONGs, de
medios de comunicación, de activistas y de políticos locales promovida por el “poder
blando” norteamericano había dado sus resultados en la “revolución naranja” de
2004, que por la incompetencia de sus líderes se saldó con un fiasco. Diez años más
tarde las apuestas habían subido. Frente a un adversario cada vez más alerta habría
que actuar de forma contundente. Algo que no podía confiarse al circo de la “sociedad
civil”. Haría falta la intervención de elementos más curtidos.
Los tontos útiles
Cuando en invierno de 2014 el “Euromaidan” entró en su fase “caliente”
las Berkut (fuerzas especiales de la policía ucraniana) se vieron desbordadas. Y no
era precisamente ante hipsters liberales blandiendo i-pads último modelo. Las bandas
neonazis de Pravy Sektor (Sector derecha) y las milicias del partido
nacionalista Svoboda, con su disciplina hoplita, fueron el factor clave que elevó la
violencia a niveles intolerables para las autoridades, que eligieron la desbandada ante
el riesgo de provocar una guerra civil.
Tras la caída de Yanukovich el partido Svoboda obtuvo algunos ministerios y cargos
en las estructura de seguridad del Estado, mientras que sus activistas se integraban
en la Guardia Nacional y eran expedidos al frente del Donbass, supervisados por
instructores norteamericanos. A la espera de ser enviados, cuando hayan concluido
sus servicios, al basurero de la historia.      
[6]

La "falsa bandera"
El 20 de febrero 2013 tuvo lugar un evento que forzó el cambio de régimen. Más de
100 manifestantes y policías fueron abatidos o heridos en las calles por
francotiradores incontrolados. El suceso provocó una oleada de indignación
internacional contra Yanukovich, inmediatamente acusado de promover la matanza
(con Rusia como “instigadora”). El cambio de régimen era cuestión de horas. Pero en
los días posteriores, numerosos indicios y análisis independientes comenzaron a
apuntar que los disparos procedían de sectores controlados por el Maidán…
Se llama “operaciones de falsa bandera” a aquellos ataques realizados de tal forma
que pueden ser atribuidos a países o a entidades distintas de los auténticos autores.
Son también los casos en los que la violencia es ejercida por organizaciones o
ejércitos que, lo sepan o no, están controlados por las “victimas”. La indignación
moral y su rentabilización son las mejores palancas para desencadenar una guerra. [7]

 El Kaganato
La visibilidad neonazi en el Maidán fue un regalo propagandístico para Rusia, que
pudo así movilizar los recursos emocionales de la “resistencia contra el fascismo”.
Como resulta que para el mundo occidental Putin es “neo-estalinista” se estableció así
un anacrónico juego de estereotipos. Lo cierto es que el régimen de Kiev no es
fascista. Se trata de un sistema oligárquico, dirigido por un gobierno semicolonial
revestido de formas democráticas. [8]

El régimen de Kiev es un ectoplasma de la estrategia neocon norteamericana: cerco


geopolítico de Rusia, prevención de la integración económica continental – para lo
cuál se precisa una nueva guerra fría – y exportación agresiva del modelo
norteamericano. Victoria Nuland – patrocinadora del cambio de régimen  –  y su
marido, el teórico “neocon” Robert Kagan, sintetizan en pensamiento y obra el
trasfondo real del Maidán. Kagan fue uno de los gurús de la invasión de Irak y de la
política intervencionista que favoreció la destrucción de Libia, la guerra civil en Siria y
– como efectos indirectos – la expansión de Al-Quaeda y el surgimiento del ISIS. El
“Kaganato” – expresión acuñada por el periodista Pepe Escobar – es la Ucrania
dividida, ensangrentada, troquelada por el pensamiento Kagan. Una operación en la
línea de las anteriores chapuzas. Nueva cortesía – dedicada esta vez a los europeos –
del Imperio del caos. [9]

 
¿Otra guerra fría?
El Euromaidan nos sitúa ante un escenario inédito. Un gobierno legítimo puede ser
derrocado en la calle si la violencia se acompaña de una dosis adecuada de “poder
blando” que la justifique. Un ejemplo ante el que muchos, en Europa, deben haber
tomado nota. 
Para alcanzar sus fines la agenda ideológica mundialista no duda en convocar a las
fuerzas del caos. Tras cosechar resultados en diversas partes del mundo – la situación
del mundo islámico es un buen ejemplo – los aprendices de brujo se vuelven hacia
una Europa donde los secesionismos, la crisis inmigratoria y las explosiones de
violencia social están a la orden del día. Todo ello en un contexto de pauperización
provocada por el neoliberalismo. Ofuscado por sus propias quimeras, el sistema
pierde sus referencias y se confunde con el antisistema. El relativismo posmoderno de
las democracias europeas abre un camino hacia su suicidio. [10]

Por de pronto en Europa ha estallado otra guerra.Amparándose en el precedente de


Kosovo, el Kremlin reincorporó Crimea al seno de Rusia tras obtener el apoyo de la
población local, expresado en referéndum. Una decisión que demuestra que Moscú no
cederá su espacio estratégico a la OTAN.  La rebelión de las regiones pro-rusas de
[11]

Donetsk y Lugansk – situadas en la cuna histórica de Rusia y de su cultura – ha


sellado el punto de no retorno. Alemanes, franceses, italianos y españoles se ven
convertidos en rehenes de los gobiernos del Este de Europa – serviles comparsas de
Washington – y de su rencor mal digerido hacia Rusia. [12]

La nueva guerra fría responde a una apuesta estratégica: la fidelización


norteamericana de sus vasallos europeos; la disrupción de los proyectos de
integración energética entre Rusia y Europa (perjudiciales para la competencia
anglosajona); el lanzamiento de una nueva carrera armamentística (a beneficio del
mayor exportador de armas del mundo); el impulso a la globalización de la OTAN y,
sobre todo, el alejamiento de la auténtica pesadilla de Washington: la alianza
geopolítica entre Alemania, Francia y Rusia. Una alianza que fue amagada en 2003,
en vísperas de la guerra de Irak.
El enfrentamiento entre la Unión Soviética y el mundo capitalista fue una lucha entre
dos concepciones del mundo. ¿Puede decirse lo mismo de la nueva guerra fría?
¡Sin duda alguna!, responden los voceros del atlantismo: es la lucha cósmica entra la
“sociedad abierta” y sus enemigos. Claro que estos portavoces suelen aplicar la
“reductio ad hitlerum” y la “reductio ad stalinum” a todo lo que no encaje en sus
designios. Y así se van sucediendo (como observaba el admirable Philippe Muray) los
“Hitler” o “Stalin” de temporada. Siguiendo con la analogía, todos los que no se
plieguen a los planes del Pentágono serán cómplices de nuevas capitulaciones de
Munich. Pretendidos expertos en política internacional nos explican que el mundo libre
se enfrenta a un expansionismo megalómano, a una hidra que tan pronto es Hitler,
tan pronto Stalin, tan pronto ambos a la vez. Evidentemente todo eso tiene poco que
ver con la realidad. 
[13]
¿En qué consiste entonces el enfrentamiento con Rusia? ¿Se trata de un mero 
enfrentamiento geopolítico y estratégico? ¿O hay algo más? ¿Cuál es la
dimensión metapolítica de esta nueva guerra fría?

Alexander Duguin, Putin versus Putin. Vladimir Putin viewed from the Right. Arktos
[1]

2014, Edición Kindle.

 Otra cosa sería que el terreno de disputa sea, por ejemplo, la dialéctica:
[2]

“soberanía versus hegemonía ”, “el pueblo versus las elites” , “valores


arraigados versus valores de mercado” o “economía social versus neoliberalismo”.
 
 Aquí entra en escena la ideología “de género”, el activismo gay  y episodios como el
[3]

del grupo punk Pussy Riot en la Catedral de Moscú, provocaciones tras de las que se
adivina la mano de los chicos de Langley.
Adriano Erriguel, Alabados sean los gays.

 El Presidente de la Comisión Europea Durán Barroso declaró en febrero 2013 que
[4]

“El acuerdo de Asociación con la Unión Europea es incompatible con la pertenencia a


otra unión aduanera”, en referencia directa a las negociaciones que a esos efectos
Ucrania estaba manteniendo paralelamente con Rusia, Bielorrusia y Kazajstán.

 Conviene subrayar que la corrupción es la constitución real de Ucrania desde su


[5]

independencia en 1991, y no es por tanto algo privativo del gobierno Yanukovich.


Carente de toda tradición estatal – Ucrania jamás fue independiente antes de 1991 –
el elemento vertebrador del país son los clanes de hombres de negocios
(los“oligarcas”).  Ejemplo sobresaliente de la corrupción ucraniana es Yulia
Timoshenko, la multimillonaria heroína de la “revolución naranja” (también conocida
como “la Princesa del gas”), celebrada en occidente como una democrática Juana de
Arco.
  
 La colaboración de la CIA con el movimiento neonazi ucraniano tiene una larga
[6]

historia. Concluida la segunda guerra mundial los restos del Ejército Insurgente
Ucraniano de Stefan Bandera (formado durante la ocupación nazi) se convirtió en un
instrumento de la agencia norteamericana, que estuvo organizando operaciones de
sabotaje en Ucrania hasta finales de los años 1950. En la Ucrania independiente los
partidos neofascistas fueron siempre marginales, excepto en la parte occidental de
Galitzia, la zona más antirrusa de Europa. En las elecciones locales de 2009 el partido
Svoboda (Libertad) obtuvo notables resultados en esa zona. La peculiaridad de los
ultras ucranianos es su odio a Rusia, su hiperactivismo y su militarización. Dos meses
antes del Maidán, 86 activistas neonazis de Pravy Sektor recibieron entrenamiento en
instalaciones policiales en Polonia, según reveló la revista polaca NIE.
 
 Semanas después de estos sucesos se divulgaba en Internet la grabación de una
[7]

conversación telefónica entre la Alta Representante de la UE, Sra. Ashton, y el


Ministro de Asuntos Exteriores de Estonia, Urmas Paet, en la cuál éste señalaba
(citando fuentes médicas sobre el terreno) que el nuevo gobierno no estaba
interesado en investigar los asesinatos y que todo apuntaba a que los autores de los
disparos estaban vinculados a la oposición. http://www.youtube.com/watch?
v=kkC4Z67QuC0.
Diversas investigaciones independientes corroboraron posteriormente esta hipótesis.
Desde entonces, en los medios mainstrem occidentales un espeso silencio rodea a
estos sucesos, mientras que el gobierno ucraniano y Rusia siguen acusándose
mutuamente de la matanza. Las causas del derribo del avión de las líneas aéreas de
Malasia, en julio 2014, continúan también sumidas en la confusión.  

 En su famosa conversación telefónica (Fuck the European Union!) difundida en


[8]

Internet la Vicesecretaria de Estado Nuland dictaba a su Embajador en Kiev, días


antes de la caída de Yanukovich, el nombre del próximo Primer Ministro ucraniano:
Arseni Yatseniuk, un veterano de la banca anglosajona. En mayo de 2014 el oligarca
Poroshenko ganaba unas elecciones presidenciales celebradas en un clima de
violencia, con una abstención cerca del 60%. Apenas un 20% de electores inscritos
votó por el nuevo Presidente. El gobierno formado por Yatseniuk en diciembre 2014
cuenta con tres extranjeros: una norteamericana, un lituano y un georgiano-
norteamericano, reclutados en un casting controlado por la Fundación Soros. En la
región de Odessa – de fuerte sentimiento prorruso – Mikhail Saakhasvili, el antiguo
peón de los Estados Unidos en Georgia, fue nombrado gobernador en mayo 2015.
 
 Rafael Poch, "El kaganato de Kiev y otras historias". 
[9]

 El analista Martin Sieff, colaborador de The Globalist, lo expresa del siguiente
[10]

modo:  “ Es una decisión catastrófica, revolucionaria. Contiene implicaciones mucho


más peligrosas de lo que nadie en Estados Unidos o en Europa Occidental parece
dispuesto a reconocer. Está situando a la Unión Europea y a los Estados Unidos en el
bando del caos revolucionario y del desorden no solamente en otros países del
mundo, sino también en el corazón de Europa. (…) Las mismas fuerzas que intentan
romper Ucrania son las mismas que intentan desestabilizar otras naciones europeas.
Si las sublevaciones callejeras hubieran tenido lugar en España, Francia, Italia o Gran
Bretaña, Europa no estaría alentando a las fuerzas de la destrucción. Entonces, ¿por
qué lo hacen en Ucrania? Martin Sieff, Entrevista en RT, 21 de febrero 2014. 
http://rt.com/op-edge/us-blaming-ukraine-violence-catastrophic-012/
 
 Cabe subrayar que, a diferencia de Crimea, en Kosovo la independencia se decidió
[11]

en 2008 tras una limpieza étnica, por  un Parlamento dominado por albaneses y sin
referéndum ni consulta a la población.
 
 Elemento determinante de la sublevación del Este de Ucrania fue la decisión de las
[12]

nuevas autoridades de prohibir el idioma ruso, en un país en que es hablado por  el


70% de la población. La medida fue derogada días más tarde (bajo presión
occidental) pero el efecto causado entre la población local fue irreversible.    

 En el “ Pacto de Munich” en 1938, las democracias occidentales cedieron ante las
[13]

pretensiones de Hitler de anexionarse el territorio de los sudetes en Checoslovaquia,


en un vano intento de evitar la guerra. Un ejemplo de letanía tremendista: Hermann
Tertscht en este artículo de ABC.
¿Una nueva “revolución rusa”?
Rusia es un país extraño. Recién caído el comunismo, las cúpulas de las iglesias
ortodoxas comenzaron a elevarse por todo el país. Iglesias y catedrales fueron
reconstruidas en tiempo récord, ya fuera a instancias de los poderes públicos o por
iniciativas populares. Pero en la Plaza Roja el mausoleo de Lenin sigue en su sitio. Y la
simbología comunista continúa presente en fachadas y edificios. En las ceremonias
militares, las banderas con la hoz y el martillo son honradas junto a los viejos
estandartes del Imperio de los Zares. Y Europa no entiende nada.
Europa no entiende que Rusia no haya centrifugado, aseado y expurgado su pasado,
hasta dejarlo reducido a la nada. A esa misma Nada en la que Europa se encuentra
sumida, al fabricarse una virginidad inmaculada a la medida de sus famosos
“valores”. Enquistada en sus pequeños dogmatismos la Europa aseptizada es incapaz
de entender nada. Es incapaz de entender algo que el director de cine Nikita
Mikhalkov expresaba de manera bien simple:
“En cada período de la historia rusa hay páginas blancas y negras. No podemos y no
queremos dividirlas y asociarnos con unas mientras repudiamos otras. ¡Esta es
nuestra historia! ¡Sus victorias son sus victorias, sus derrotas son nuestras
derrotas!”[1]
Y como en Europa siguen sin entenderlo, la conjura de los necios se desgañita sobre
una supuesta amenaza ultraortodoxa, sobre un contubernio de fascistas teocráticos, 
nostálgicos de la Unión Soviética e imperialistas sanguinarios. Se dice que Rusia ha
sufrido una “vuelta hacia atrás”. Sí desde luego. Pero sólo en relación a los intereses
americanos. Porque Rusia ya no está donde a ellos les gustaría que estuviese: en los
tiempos de Yeltsin. ¿Dónde se encuentra hoy Rusia?
En un libro sobre Putin publicado en 2014, el periodista francés Frédéric Pons habla
de una “nueva revolución rusa”. Y afirma: “con el apoyo ampliamente mayoritario de
su opinión pública, Putin efectúa desde 2012 una verdadera revolución geopolítica
que aspira a hacer de Rusia un nuevo polo de civilización, que presenta como una
alternativa  a la civilización occidental”. Ucrania y Crimea – continúa Pons – son los
laboratorios de esta nueva política.[2]
Las decisiones tomadas por Moscú durante la crisis de Ucrania – señala el politólogo
Igor Zevelev – han estado dictadas, no por el simple deseo de anexionarse un
territorio, sino por una visión singular del mundo que se apoya sobre un corpus de
ideas aparecido a partir de 2007”.[3] ¿Corpus de ideas? En la Rusia de hoy no existe
una “ideología estatal”. No al menos en el sentido que tenía el marxismo en la época
soviética. El neo-eurasismo, lejos de desempeñar ese papel, es sólo una corriente en
concurrencia con otras muchas.[4] Más que una ideología oficial lo que existe hoy en
Rusia es un estado de insumisión ante el hegemonismo unipolar y ante el “fin de la
historia” neoliberal. En ese sentido Rusia es, hoy por hoy, un laboratorio de
alternativas frente al modelo globalizador de Europa y América. Sobre una idea de
fondo: la civilización rusa es diferente de la civilización occidental. El “modelo ruso”, si
existe, consiste en que cada civilización encuentre su propio modelo. Pero en ese
“modelo ruso” pueden también encontrarse algunas ideas exportables: las líneas
maestras de una visión del mundo.
 
En busca de un camino propio
La primera de esas ideas es la de identidad. El énfasis en este concepto deriva del
trauma post-soviético, cuando la quiebra de la idea nacional obró en beneficio – en
palabras de Vladimir Putin – “de la elite cuasi-colonial que se dedicó a robar y a
exportar capitales y que no se sentía vinculada al futuro de su país, al lugar de donde
extraían el dinero”.[5] A esa idea de identidad se asocia la idea de tradición: la
identificación de los ciudadanos con su historia, con los valores que los constituyen en
nación. “Los rusos – señala la académica Hélène Carrère d´Encausse – redescubren
su historia. Y experimentan cierto orgullo. Yo diría incluso que están locos por la
historia. En Francia ya no se sabe como transmitir. Allí lo hacen con pasión”.[6] Poco
que ver con esa concepción neoliberal que ve en la nación una suma de intereses
individuales, cuando no una “marca” o  una empresa que cotiza en bolsa.
Otro concepto importante es el multipolarismo, esto es, la negativa a aceptar que
ningún “gendarme del planeta” dirija la sociedad internacional. “Estados Unidos es la
única nación indispensable” – afirma Barak Obama –,  “un país diferente, un país
excepcional”. “Excepcionales somos todos”: ésa parece ser la respuesta de Moscú al
mesianismo de la “ciudad en la cima”.[7]
Otra idea es el rechazo de la superioridad moral de occidente. Un occidente travestido
en “imperio del Bien” que trata de imponer sus códigos de conducta al resto de la
humanidad. La defensa de los valores tradicionales es invocada por Rusia frente a las
ideologías que, instaladas en el estribillo “progresistas versus reaccionarios”, no
hacen sino promover la americanización del mundo. Valores “tradicionales” o simple
defensa de la lógica: los rusos, en su mayoría, no estiman oportuno cuestionar
instituciones milenarias como la familia. Algo en lo que la posición de las autoridades,
de la iglesia ortodoxa y de la mayoría de la opinión rusa es concurrente. Los “valores”
europeos son percibidos en Rusia – en cuanto sólo parecen preocuparse de los deseos
de las minorías sexuales – como decadentes o como ridículos. Y la corrección política
occidental está ausente de los usos sociales, con lo que la libertad de expresión es en
Rusia, en muchos aspectos, bastante más real que en occidente.[8]
El “modelo ruso” responde también a un principio incómodo para los gestores del
mundialismo: la subordinación de la economía a la política. Un principio que la
depuración de los oligarcas, llevada a cabo desde el Estado, dejó en su día bien claro.
Es muy significativo que algunos de los grandes expoliadores – tales como Mijail
Khodorskovsky o Boris Berezkovsky – fueran celebrados en occidente como adalides
de la “sociedad abierta”. La subordinación de la economía a objetivos políticos actúa
como cortafuegos frente a las derivas del “reformismo” neoliberal. Y eso es algo que
permite salvaguardar importantes conquistas sociales – tales como la gratuidad de la
educación – que representan lo mejor del legado soviético.[9]
Rusia es una sociedad plural. Pero con un pluralismo que responde a dinámicas
propias, no a consignas impostadas desde el exterior. Rusia abarca etnias, pueblos y
religiones diferentes, reconocidas como parte integrante de su identidad histórica. El
nacionalismo, percibido como un fenómeno negativo, es preterido ante la idea
de patriotismo entendido como elemento integrador. El sistema político ruso – señala
el periodista Frédéric Pons –  “no es una dictadura sino un sistema presidencial con
tendencia autoritaria. Evidentemente imperfecto en comparación a los valores
democráticos occidentales, este sistema organiza no obstante elecciones libres,
reconoce el pluralismo de los partidos y deja una libertad relativa a la prensa, incluso
si el Kremlin ejerce una presión evidente sobre los medios.”[10]
El “mundo ruso” busca su propio camino. Y en cierto sentido lo hace por exclusión.
“Hemos dejado atrás la ideología soviética – dice Vladimir Putin – y ya no habrá
marcha atrás. Los que proponen un conservadurismo que idealiza la Rusia anterior a
1917 se encuentran tan lejos de la realidad como los defensores del liberalismo
extremo de tipo occidental”.[11] Pero el “centrismo patriótico” de los primeros años
de Putin ha revelado sus carencias. Ni siquiera el Partido “Rusia Unida” – como
vehículo de un desvaído “patriotismo consensual” – es un instrumento adecuado.  Los
dirigentes rusos han caído en la cuenta de que el pragmatismo tecnócrata y
la apoliteia – favorecidos durante los primeros años de Putin – son inoperantes frente
el asalto del soft power globalista. “Todo es política” decía Gramsci. Rusia se re-
politiza, aprende a marchas forzadas las reglas del soft power y empieza a dar
algunas lecciones a los grandes maestros en ese juego.[12]
 
¿Revanchismo geopolítico?
“El colapso de la Unión soviética fue la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX”,
declaró Vladimir Putin en 2005. Una frase que normalmente se cita como prueba
irrefutable de nostalgia soviética y de voluntad expansionista. Pero casi siempre se
omite la última parte de la misma: “aquél que pretenda reconstituirla (la Unión
Soviética) de la misma manera no tiene cerebro”. En realidad, el Presidente ruso se
refería al drama vivido por las decenas de millones de ciudadanos rusos que, tras la
independencia en 1991, se vieron atrapados fuera de las fronteras de Rusia. Un
drama humano fuente de no pocas tensiones en el entorno geográfico de la
Federación, y que está en el origen de los llamados “conflictos congelados”.[13]
El “mundo ruso” (Russkiy Mir) es un concepto recurrente en el lenguaje oficial de la
Federación. El “mundo ruso” es una diáspora, una Koiné cultural que desborda las
fronteras y que constituye, por sí sola, una civilización aparte. La atención a esa
realidad es uno de los vectores de la política del Kremlin en sus dimensiones humana,
social y cultural. Pero las autoridades rusas han declinado oficialmente toda
pretensión revisionista o de reagrupamiento de los Estados sucesores de la URSS. En
ese sentido las comparaciones que se hacen entre las minorías rusas y los sudetes
alemanes en 1938 son deformaciones interesadas, propias de la histeria de guerra. Lo
cierto es que, tras la caída del comunismo, Rusia abandonó toda doctrina de
confrontación con Europa. Ya  incluso antes, durante la Perestroika, Gorbachov había
planteado una iniciativa de “casa común” europea. 
Conviene no engañarse: la vocación eurasiática de Rusia tiene mucho de “doctrina de
sustitución”. La auténtica vocación de Rusia – desde la época de Pedro el Grande – ha
sido siempre Europa. Y esa obsesión por no cortar a Rusia de Europa es también una
constante de la política de Putin. Un interés que se ha concretado en propuestas de
régimen económico preferencial, de políticas industriales comunes, de acuerdos de
cooperación energética, de programas conjuntos de ciencia y educación, de libertad
de circulación de personas y de arquitectura común de seguridad, todas ellas dirigidas
a los gobiernos europeos.[14] En resumen: una Europa “desde el Atlántico a
Vladivostok”. Mal que les pese a los voceros de la confrontación, parece que De
Gaulle es para el Kremlin una fuente de inspiración bastante más cercana que Hitler o
que Stalin. Pero todas estas ofertas – quizá el esfuerzo más inútil de la política
exterior rusa – parecen obviar una cosa: los países europeos no son los dueños de
sus propias decisiones.    
Las leyes de la geopolítica son inflexibles. Las potencias marítimas mundiales – antes
Gran Bretaña, hoy los Estados Unidos – deben impedir a toda costa la unión de la
“Isla Mundial” (Heartland), esto es, de Eurasia. Para eso se necesita una tensión
permanente en el centro del continente. Cuando no la guerra. Y de ésta, por
definición, Rusia siempre es “culpable”.
 
Un excurso filosófico
En diciembre 2014 el Congreso de Estados Unidos designó a Rusia como enemigo
principal. En febrero 2015 la OTAN aprobó un despliegue militar inédito desde hacía
décadas. El Pentágono calienta la guerra fría y sus satélites se preparan ante la
inminente invasión rusa. Generales americanos sacados de una película de Stanley
Kubrick sacuden tambores de guerra. El mundo libre emprende una nueva cruzada.
Contra el doctor Maligno. Contra Hitler y Stalin reunidos. Contra el paranoico
sanguinario, el perseguidor de gays, el enemigo del género humano.
¿Por qué esa fijación? ¿Por qué esa eterna obsesión de buscar un enemigo? ¿Por qué
no dejar que otras sociedades organicen su vida, cultiven sus valores – por muy
arcaicos y retrógrados que nos parezcan – y busquen el modelo político, social y
cultural que más les convenga? ¿Por qué no simplemente dejarles en paz?
Conocemos las explicaciones: las rivalidades estratégicas, las leyes de la geopolítica,
la competición por los mercados energéticos, los réditos de la carrera de
armamentos, los contenciosos heredados del pasado, los rencores acumulados, hasta
el choque de civilizaciones . Sin embargo a todas esas razones – por válidas que sean
– se les escapa algo esencial. Hegel interpretaba la Historia universal como el
desenvolvimiento de la Idea. Es preciso hacer un esfuerzo de abstracción. Tratar de
identificar la dialéctica profunda a la que los hombres, tantas veces sin saberlo, sirven
con sus acciones. ¿De donde surge esa animadversión enconada – casi fisiológica
– de la corrección política occidental ante todo lo que Putin representa?  ¿Existe
una metapolítica de la nueva guerra fría? Dilucidarlo tiene, a nuestro juicio, mucho
que ver con el análisis de esa corrección política occidental y del fondo nihilista que la
sustenta.
La historia de occidente – decía Nietzsche – es la historia del advenimiento del
nihilismo. Y es el liberalismo el que ha desvelado el fondo nihilista de la naturaleza
humana. El antropólogo alemán Arnold Gehlen definía al ser humano como “ser
desprovisto” (Mangelwesen). Lo que significa que el hombre, por sí mismo, no es
nada. El hombre toma su identidad de lo que le rodea: su historia, su pueblo, sus
valores, la política, la religión. Desde el momento en que se le priva de todo eso y
retorna a su pura esencia, el hombre es ya incapaz de reconocer nada. Y esa es la
dinámica del liberalismo posmoderno: liberar al hombre de todo. Situarlo en la
vacuidad total. En la Nada.
El liberalismo es la fase terminal del nihilismo. Un proceso que el filósofo neo-
eurasista Alexander Duguin ha descrito de forma certera.[15] Duguin describe al
liberalismo como puro impulso de libertad negativa: “liberar” al ser humano de toda
forma de determinación colectiva o no-individualista. El liberalismo “libera” al hombre
de  todas las formas de identidad – religión, patria, origen étnico, tradiciones, valores
–  que puedan ser consideradas como obstáculos al desenvolvimiento de la “sociedad
abierta”. En una fase posterior el liberalismo “libera” al hombre de su realidad
biológica, de su propio sexo y hasta de su propio cuerpo. Objetivo final: un
individuo líquido, amoldable, intercambiable, nómada, flexible a los requerimientos
del mercado. ¿Pero que tienen que ver Putin y Rusia en todo esto?
Buscando enemigo desesperadamente
Lo que ocurre – señala Duguin – es que el liberalismo ha llegado a la fase en la que
arriesga su implosión. Estamos en un momento delicado en la historia del liberalismo:
éste ha derrotado a todos sus enemigos pero al mismo tiempo los ha perdido. Y se
queda desprovisto de razón de ser. Porque el liberalismo es, en esencia, liberación de
todo aquello y lucha contra todo aquello que no es liberal. Entonces el liberalismo se
revuelve en sí mismo, empieza a purgarse internamente de todos los residuos del
viejo orden no liberal: diferencias de “género”, incorrección política, iglesias,
autoridad paterna, hasta las fronteras y el propio Estado. Nos acercamos entonces al
caos. O a esa peculiar mezcla de orden y caos (Chaord) que, según Hardt y Negri,
caracteriza al Imperio posmoderno. Inmigración masiva, choque de civilizaciones,
terrorismo, nacionalismo etnicista, desvalorización de todos los valores y relativismo
absoluto. A lo que hay que añadir fenómenos coyunturales como la saturación de los
mercados, la tendencia a la baja de las tasas de beneficios, las crisis financieras, la
explosión de la deuda y el fin de las clases medias. En resumen, todo eso que Alain
de Benoist denomina “un proceso sub-caótico de descivilización”.[16]
Embarcado en una permanente huída hacia delante, el liberalismo puede morir de su
propio éxito. Y para evitarlo necesita recobrar su significado. Justificar su defensa de
la “sociedad abierta”. Verse confrontado con una sociedad no-liberal. Para eso
necesita un enemigo.  
¿El islamismo? Sí por supuesto. Pero el islamismo no está a la altura. Es
demasiado primitivo. Y además sólo justifica intervenciones regionales. El liberalismo
necesita un adversario global; un adversario – señala Duguin – “que le ayude a
contener el nihilismo que porta en su seno, y retrasar así su inevitable final. Rusia, el
tradicional enemigo geopolítico de los anglosajones, es el enemigo ideal. Por
eso occidente necesita desesperadamente a Putin, necesita a Rusia y necesita la
guerra”.
Es falso que Rusia sea una amenaza para Europa. Bien mirado, la Rusia actual ni
siquiera es antiliberal. Desde luego no es totalitaria, ni es nacionalista, ni es
comunista. Pero tampoco es suficientemente liberal, suficientemente demócrata,
suficientemente cosmopolita. Motivo suficiente para declararle una hostilidad
implacable. El objetivo: liberar a Ucrania de Rusia, liberar a la propia Rusia de su no-
liberalismo, liberar al liberalismo de su propia implosión – para lo cuál éste necesita
un desafío, esto es, a Rusia. Un círculo vicioso, en el que el papel asignado a Rusia –
concluye Duguin – es el de “salvar al liberalismo de su propio final”.  Occidente ya
tiene a Rusia donde más la quería: en el papel de enemigo. Y ya tiene a Putin que tan
pronto es Hitler como tan pronto es Stalin. Y que es en todo caso la figura y el rostro
del Mal.
 
¿Una sociedad post-liberal?
La crisis de Ucrania ha marcado un antes y un después. La decisión de
norteamericanos y europeos de ejecutar un tour de force geopolítico ha desbaratado,
en cierto modo, sus estrategias de penetración cultural en Rusia,  una sociedad en la
que el patriotismo es el resorte más poderoso. Tras la adhesión de Crimea las
encuestas de popularidad otorgaban a Putin un 89% de apoyo: el nivel más alto entre
todos los líderes del mundo.[17] Convertido en un icono popular, el líder ruso no es
sin embargo el factor decisivo en este envite. Lo decisivo es lo que tiene detrás de sí,
el pueblo al que representa.
La estrategia occidental confía en las sanciones económicas. Confía en que, a largo
plazo, el deterioro económico sofoque la exaltación patriótica. Deposita sus
esperanzas en una clase urbana consumista, portadora de valores “globales”. Una
clase que desde Moscú y San Petersburgo llegue a imponer su voluntad al resto del
país, lo “normalice” y lo meta en el redil occidental. Pero esa estrategia infravalora
la cultura del sacrificio que aún está presente en ese pueblo. Para los rusos la historia
es memoria viva. La guerra fría es, además, su elemento.Como señala el historiador
liberal Pyotr Romanov “solamente cuando el pueblo ruso, por sí mismo, decida que ya
está harto de Putin, entonces se terminará su gobierno. Pero no antes, y en cualquier
caso nunca por presiones ejercidas desde occidente”.[18]
El soft power occidental se recrea autocomplaciente ante la superioridad de su propio
modelo. Y aduce como prueba irrefutable que “todos quieren vivir en Europa y en
América, y nadie quiere hacerlo en países como Rusia, China, Irán etc”. Claro que
este discurso deja a alguien fuera de la ecuación: a los propios rusos, chinos e iraníes
que sí quieren vivir en sus propios países, y que no sienten una especial necesidad de
que nadie venga a “liberarles”. También se omite otro aspecto: buena parte de las
masas que,  para escapar de su miseria, pugnan por entrar en Europa, desprecian en
su fuero interno el modelo occidental. De hecho, una vez aplacadas sus necesidades
materiales se revuelven contra el mismo y se aferran a sus identidades, ideas y
tradiciones. Con lo cuál Europa sigue incubando en su seno un problema que algún
día estallará, en unas proporciones hoy difíciles de prever.
Rusia busca su propio modelo. No es una potencia europea sino eurasiática.   Una
civilización propia. Putin es básicamente un pragmático, poco proclive a los
intelectuales y a las ideologías. Pero la tecnocracia apolítica ya ha revelado sus
limitaciones. Frente a la mezcla de soft power y de exportación del caos empleada por
las fuerzas hegemónicas, se hace necesario optar por un designio alternativo. Rusia
se encuentra ante el desafío de definir un modelo contra-hegemónico. De denunciar
el “gran relato” neoliberal. La dialéctica “progresistas versus reaccionarios” o
“sociedad abierta versus tiranía” no es más que una forma de falsa conciencia al
servicio de la hegemonía occidental. Se trata de quebrar ese marco conceptual. De
salir de él o de imponer un marco diferente. Se trata de definir las bases de una
sociedad post-liberal.
El último país llegado al liberalismo podría ser también el primero en salir de él. Si
ello fuera así Rusia podría ser el nuevo “banco de pruebas” de experimentos inéditos.
Pero nada está decidido. El futuro está, como siempre, abierto.
 
Europa y Rusia ¿mismo combate?
“Una Europa del Atlántico hasta los Urales”, decía el General De Gaulle. Todas las
leyes de la geopolítica – la complementariedad de mercados, los intereses
tecnológicos, las rutas energéticas, la arquitectura de seguridad, las analogías
culturales – reclaman un partenariado sólido entre Europa y Rusia. “Alemania y Rusia
unidas – confesaba George Friedman, Director de la Agencia norteamericana Strafor –
representan la única fuerza que podría amenazarnos, y debemos asegurar que eso no
sucederá jamás”.[19] La alianza de la tecnología y el capital alemán con la mano de
obra y los recursos naturales rusos: he ahí la gran pesadilla de la “nación
indispensable”. En esa tesitura la guerra fría vuelve a dividir el continente. Alemania y
los demás países europeos se alinean al dictado de Washington. ¿Hasta cuando?
Con característica prepotencia los portavoces del atlantismo han decidido que Rusia
se encuentra “aislada”. Como si fuera posible aislar a un continente. Y como si China,
la India o Iberoamérica – civilizaciones que mantienen fluidas relaciones con Rusia –
fueran irrelevantes. Pero la presente crisis pone las cosas en su dimensión real: ni el
bloque atlantista es la comunidad internacional ni Europa es ya el centro del mundo.
Entonces ¿qué es hoy Europa? Para los buenos europeos – en el sentido de Nietzsche,
no en el de los caciques de Bruselas – toda reflexión sobre Europa debería incluir una
reflexión sobre Rusia. Sobre la aportación de Rusia al acervo europeo y sobre los
intereses reales que la vinculan a ella.
Sumida en el declive demográfico, en la crisis de su modelo de bienestar, en la
inmigración de repoblación, en la atomización social del neoliberalismo, en la
parálisis de su construcción institucional y en la indefinición de su identidad, Europa
es hoy un triunfo de la vacuidad sustancial (Ulrich Beck), un  “vector de arrasamiento
de todos los valores enraizados, en el nombre de un mundialismo sin memoria y sin
rostro”.[20] Si bien es (todavía) la primera potencia comercial del mundo, Europa es
una irrelevancia política y un protectorado de facto. Convertida en rehén de los
intereses geopolíticos de uno y de los rencores históricos de otros, Europa se ve
arrastrada a un conflicto fraticida y a una nueva división del continente.
Pero si se mira en el espejo de Rusia, tal vez la Europa amnésica, apática e impotente
pueda reconocer algo de lo que ha perdido: la memoria, la capacidad de transmitir lo
que ha heredado, la identidad, el orgullo y la voluntad de mantener su soberanía.
Rusia ¿un modelo para Europa? Rusia es otro mundo, no es un modelo a imitar. Pero
sí puede ofrecer cierto número de ejemplos. Al volver la mirada sobre sí mismos, los
buenos europeos encontrarán también a ese otro mundo que, a través del hielo,
excavó una ventana hacia Europa. ¿Y si la ventana se abriese? Una Europa liberada
de “Occidente”. Los sueños de algunos son las pesadillas de otros.

[1] Nikita Mikhalkov,  Manifiesto del conservadurismo ilustrado. Citado en: Fiona Hill,


Clifford G. Gaddy, Mr. Putin, Operative in the Kremlin. Brookings Institution Press,
2013, Kindle Edition.
[2] Frédéric Pons, Poutine, Calmann-Lévy 2014, Edición kindle.
[3] Citado en: Frédéric Pons, Poutine, Calmann-Lévy 2014, Edición kindle.
[4]No pocos periodistas, con característica ignorancia, se empeñan en hacer del neo-
eurasista Alexander Duguin una especie de “Rasputín del Kremlin”, algo que no tiene
nada que ver con la realidad. Alexander Duguin fue expulsado en 2014 de su  plaza
de profesor en la Universidad de Moscú, tras una campaña de los medios liberales
rusos por sus opiniones sobre la crisis de Ucrania (consideradas como “extremistas”).
[5] Vladimir Putin: Alocución en el Foro Internacional de Valdai, 19 de septiembre
2013.
[6] Citavo en: Frédéric Pons, Poutine, Calmann-Lévy 2014, Edición kindle.
[7]En una carta abierta dirigida a los americanos, fechada en septiembre 2013 – en el
contexto de la guerra de Siria – Putin señalaba: “es extremadamente peligroso
animar a los pueblos a verse a sí mismos como excepcionales. Hay países grandes y
países pequeños, ricos y pobres, los hay con grandes tradiciones democráticas y otros
que buscan su camino hacia la democracia. Sus políticas son también diferentes.
Todos somos diferentes, pero cuando solicitamos las bendiciones del Señor, no
debemos olvidar que Dios nos creó iguales”. 
[8]El soft power occidental se afana en mitologías victimarias, tales como la
persecución de los gays o el escándalo de Pussy Riot en la catedral de Moscú. Lo
cierto es que los homosexuales – cualquiera que sea la percepción social sobre ellos –
ni son perseguidos ni están en Rusia legalmente discriminados. La prohibición del “día
del orgullo gay” responde al objetivo de evitar altercados, dado que numeroso público
rechaza este evento por “exhibicionista”. La prohibición en 2013 de la “propaganda
homosexual” en las escuelas es respaldada por la abrumadora mayoría de la
población.       
[9] La corrupción sigue siendo en Rusia una asignatura pendiente. La tolerancia ante
la corrupción es una herencia de la época soviética: una época en la que la economía
negra era la conomía real del país y en la que las prácticas corruptas se consideraban
una legítima defensa frente al Estado. Esa lacra se multiplicó en los años 1990: la era
del “capitalismo de casino” y caos social. La corrupción es un rasgo típico de una
economía capitalista en fase de despegue (época de los “robber barons” en Estados
Unidos, en el siglo XIX).
[10] Frédéric Pons, Poutine, Calmann-Lévy 2014, Edición kindle.Cabe señalar que el
porcentaje de usuarios de Internet en Rusia es uno de los más altos del mundo. Los
medios y blogosfera de oposición son particularmente activos y las posibilidades de
acceso a todo tipo de opiniones son por tanto ilimitadas. Cuestión diferente es la
legislación de 2012 y 2015 que permite monitorizar las actividades de las ONGs
financiadas desde el exterior (fundamentalmente desde los Estados Unidos),
calificadas como “agentes extranjeros”. Una medida tomada en el contexto de la
guerra de soft power y de “revoluciones de colores”, en las que las mencionadas
organizaciones suelen ser el instrumento de agit-prop.
[11] Vladimir Putin: Alocución en el Foro Internacional de Valdai, 19 de septiembre
2013.
[12] La crisis en Ucrania ha sido ocasión de poner a prueba las estrategias de
influencia y conquista de las percepciones desarrolladas por el soft power ruso. El
éxito de la cadena televisiva RT en muchas partes del mundo se explica al haber
llenado este medio un vacío: la demanda por una visión alternativa al cuasi-
monopolio de las cadenas occidentales y a su discurso neoliberal. Es de subrayar que
el soft power ruso suele ofrecer la palabra a muchas voces disidentes que, en Europa
y en América, se encuentran sistemáticamente marginadas.
[13] Básicamente: los conflictos de Abjazia y Osetia del Sur entre Rusia y Georgia, y
el conflicto de Transdnistria entre Rusia y Moldavia. En el momento de escribir estas
líneas, el territorio ucraniano del Donbass está en vías de devenir otro conflicto
congelado. 
[14] http://sputniknews.com/analysis/20101126/161501703.html
[15] Alexander Duguin, Putin versus Putin. Vladimir Putin viewed from the
right. Arktos 2014. Edición Kindle. 
[16]Alain de Benoist, Le tournant?, en Éléments pour la civilisation européenne.
Janvier-mars 2015 nº 154, pag.3.
[17] Encuesta del “Centro Levada” en junio 2015. El “Centro Levada” es la agencia
demoscópica independiente  más prestigiosa de Rusia.  http://russia-
insider.com/en/politics/putins-approval-rating-soars-89-percent/ri8299
[18]Pyotr Romanov: The West doesn´t understand Russians. En The Moscow Times,
8 de diciembre 2014.
[19] George Friedman, 3 de febrero 2015, alocución ante el Consejo de Relaciones
Exteriores de Chicago. La Agencia Strafor es una entidad privada de asesoramiento
de la administración norteamericana, considerada por muchos como una “CIA en la
sombra”. http://www.entrefilets.com/Quand%20l_Empire_tombe_le_masque.html
[20]Jean-Michel Vernochet, Manifeste pour une Europe des peuples, Éditions du
Rouvre 2007.
La defensa de Occidente ya no tiene
sentido
José Javier Esparza 06 de octubre de 2015
A lo mejor va siendo hora de preguntarse quiénes son realmente "los nuestros". O
aún más hondo: quiénes somos "nosotros".

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Si alguien pensaba que la fórmula “defensa de Occidente” tenía todavía alguna vigencia, la actual crisis siria
le habrá extirpado cualquier esperanza. Lo que hemos visto en este horrible avispero es que el “bloque
americano”, nuestros aliados “de toda la vida”, han jugado a contemporizar con el Estado Islámico, que es la
negación más absoluta de todo cuanto la civilización occidental considera como propio, desde la dignidad
individual hasta la herencia cultural cristiana. Los que han hecho engordar a la bestia son los mismos países
que financian a nuestros clubes de fútbol, que compran nuestros trenes de alta velocidad o que se sientan con
nuestros militares en las asambleas de la OTAN. Son ellos los que han permitido –si no algo más– que los
cristianos sean machacados en Oriente Próximo, que el yihadismo se convierta en bandera política y que una
ola de desesperación llegue a nuestras fronteras poniendo a Europa en la peor crisis migratoria desde la
segunda guerra mundial. Esto no lo han hecho “los malos”. Esto, empezando por el estímulo de las
primaveras árabes y pasando por el caos criminal de Libia, hasta desembocar en la fuga masiva de cientos de
miles de personas desde Irak, Afganistán y, por supuesto, Siria, lo han hecho “los nuestros”. Y a lo mejor va
siendo hora de preguntarse quiénes son realmente “los nuestros”. O aún más hondo: quiénes somos
“nosotros”.
Hace medio siglo, uno decía “Occidente” y evocaba automáticamente un mundo de libertades públicas,
mercado libre con garantías laborales y orden social de inspiración cristiana. No era el paraíso terrenal, pero
sí el paisaje más habitable de cuantos habíamos conocido. Por supuesto que el poder era oligárquico –
siempre en la Historia lo ha sido–, pero la democracia liberal lo hacía soportable. Por supuesto que el
mercado libre tendía a la explotación, pero las políticas de protección social –hicieron falta revoluciones y
guerras para hallar el remedio– garantizaban que amplísimas mayorías tuvieran acceso a una riqueza más
que suficiente. Por supuesto que el cristianismo languidecía como fe viva, pero sus principios filosóficos,
sus ejes doctrinales, eso que se llama “derecho público cristiano”, seguían vertebrando la vida social y
separando lo bueno de lo malo, lo justo de lo injusto. Ciertamente, rara vez el cruzado está a la altura de la
cruz, pero bastaba ver lo que había al otro lado para resignarse y aceptar que, después de todo, lo nuestro era
mejor –o menos malo– y valía la pena luchar por ello. Ese era el mundo hasta hace muy pocos decenios.
Bajo esa convicción hemos vivido y hemos muerto. Pero eso se acabó.
Esto no es lo que era
Hoy uno mira alrededor y constata que aquellos viejos pilares se han desmoronado. Del famoso “derecho
público cristiano” ya no quedan ni las raspas y en su lugar se ha impuesto una pseudo moral civil compuesta
a partes iguales de sentimentalismo, sectarismo y nihilismo. El mercado libre, que alcanzó su apoteosis en
los años 90 con la globalización financiera, ha ido desmantelando desde entonces no sólo todo control
político, sino también muchas de las garantías sociales y laborales de posguerra. En cuanto a las libertades
públicas, no nos hagamos ilusiones: la crisis de las democracias, ahogadas en oligarquías cada vez más
alejadas del pueblo, no es algo exclusivo de España y, por otro lado, es una evidencia que hoy, a la hora de
hablar en público, hay muchos más tabúes que hace sólo veinte años. ¿En qué se ha convertido “Occidente”?
Hoy uno dice “defensa de Occidente” y la cosa suena a extravagancia, como aquel general del Teléfono
rojo de Kubrick que quería lanzar un ataque nuclear contra los soviéticos porque estaban contaminando
“nuestros preciados fluidos corporales”. ¿Qué vamos a defender exactamente? Es muy posible que, mañana,
aparezca otro escenario bélico forjado a golpes de fuego por la crisis siria, y es muy posible que, ese día,
soldados españoles tengan que volver entregar la vida allí. ¿Por qué van a hacerlo? El argumento de la
democracia y los derechos humanos ya no cuela; sencillamente, porque no es verdad. ¿Y entonces? ¿Por la
estabilidad de un mercado global que ya no es ni quiere ser garantía de paz social? ¿Por los intereses de unos
“aliados” que sólo miran por su propio provecho? ¿Por la construcción de un mundo sin alma ni destino?
En los últimos veinte años, eso que antes llamábamos “Occidente” se ha convertido en una suerte de gran
mercado anónimo universal regido por una superpotencia hegemónica, los Estados Unidos. Nada más que
eso. Las decisiones políticas quedan subordinadas a ese proyecto, al margen de la voluntad o el interés de las
sociedades. Nuestras naciones se disuelven. Los principios morales clásicos son combatidos hasta la
extinción y reemplazados por un singular mundo de matrimonios homosexuales y abortos por
recomendación estatal. El mercado ya no es un instrumento para la prosperidad del mayor número posible
de ciudadanos, sino un dios al que hay que adorar y obedecer por su propio poder. En esto nos hemos
convertido. Un cuarto de siglo después de la caída del Muro de Berlín, ¿alguien podría decir quién o qué ha
ganado exactamente?
Sí, claro: los Estados Unidos. ¿Y su proyecto es el nuestro, el de los europeos? ¿Su hegemonía es nuestra
supervivencia? Ya no está tan claro como hace diez años.  “El país no lo sabe, pero estamos en guerra contra
América –confiaba Mitterrand a su último confidente, Georges-Marc Benamou–. Sí, una guerra permanente,
una guerra vital, una guerra económica, una guerra aparentemente sin muerte. Sí, son muy duros los
americanos, son voraces, quieren un poder exclusivo sobre el mundo. Es una guerra desconocida, una guerra
permanente, en apariencia sin muerte y, sin embargo, una guerra a muerte” (Le dernier Mitterrand, Plon,
2005). Quizás el viejo socialista francés, ya en sus últimos días, veía las cosas bajo una luz siniestra. Quizá.
Pero quizá, simplemente, estaba diciendo la verdad pura y desnuda.
No, la “defensa de Occidente” ya no tiene ningún sentido. No, al menos, si de verdad queremos que algo del
auténtico Occidente histórico sobreviva en el mundo actual. Europa debe empezar a cortar lazos. De lo
contrario, esos lazos nos ahogarán. Nos están ahogando ya
El retorno de los dioses fuertes
Francisco José Contreras 08 de abril de 2020
2020 será el fin de muchas cosas. Dejará una huella aún mayor que la de 1989 o
1968. Hay que remontarse a 1945 para encontrar una encrucijada tan relevante.

Sin sospechar que en algún laboratorio o mercado de animales de Wuhan velaba ya


armas el virus que cerraría una era, R.R. Reno -editor de First Things– publicó en
2019 Return of the Strong Gods. El libro trata sobre el agotamiento del ciclo histórico
que se abrió en 1945 y se extiende a las dos primeras décadas del tercer milenio. La
“larga segunda mitad del siglo XX” habrá durado, pues, 75 años.
1945-2020 sería la era del antifascismo (dudo, con Reno, si situar el final en
2016, el año de Trump y del Brexit). El trauma de la Segunda Guerra Mundial
-colofón de la treintena infernal que se abre en 1914- genera un Zeitgeist basado en
la demonización de las ideas que se cree condujeron al desastre. Desde 1945, el
imperativo que ha presidido la evolución de Occidente fue “¡nunca más el fascismo!”.
El comunismo escapó de rositas -pese a su alianza con Hitler en 1939-41- al figurar
finalmente en la foto de Yalta, y el resultado fue un imaginario social basado en el
rechazo de lo que Reno llama “dioses fuertes” (verdades rotundas, ideales de
jerarquía, orden y autoridad, etc.) asociables a “la derecha”.
El periodo ha tenido, pues, un espíritu penitencial y preventivo, transido de
precauciones “anti“: antifascismo, antidogmatismo, antinacionalismo,
antibelicismo, antidiscriminación… Se interpretó la esencia del fascismo —
olvidando su faceta nihilista— como un exceso de asertividad: demasiada convicción,
demasiada voluntad, demasiada potencia, demasiada uniformidad, demasiada
identidad… Se construyó, por reacción, una cosmovisión que asociaba el progreso y la
paz con los valores antitéticos: debilidad, permisividad, diversidad, apertura,
(auto)crítica, duda, transgresión, innovación… Si el periodo 1914-45 había sido Yang
(masculino, asertivo), la etapa 1945-2020 ha sido, por reacción, el reinado del Ying
(principio femenino-pasivo-permisivo).
La aportación novedosa de Reno es que el “prohibido prohibir” no se inventó en
1968: según él, estaba ya implícito en la mentalidad de 1945, que abre, en nombre
del antifascismo, el ciclo antiautoritario cuya agonía vivimos ahora. “El antifascismo
inspiró una teoría general de la sociedad caracterizada por un dogma básico: todo lo
que es fuerte -lealtades fuertes y verdades fuertes- conduce a la opresión; la libertad
y la prosperidad, en cambio, requieren el reinado de las lealtades y verdades débiles”
(Return of the Strong Gods, p. XIII).
Según Reno, tanto el liberalismo progresista (en el que incluye a Popper, Hayek o
Friedman) como el neomarxismo de la Escuela de Francfort o la nueva izquierda de
la identity politics (feminismo, multiculturalismo, etc.) participan de este “espíritu de
1945” signado por la obsesión anti-autoritaria. Una de sus obras fundacionales es La
sociedad abierta y sus enemigos (1945), de Karl Popper (significativamente, el think
tank de George Soros -epígono del cuarentaycinquismo- se llama Open Society
Institute). El mal es la cerrazón, sea político-territorial (nacionalismo), sea intelectual
(“epistemologías autoritarias”); el antídoto, la apertura de fronteras y de
mentes. Popper remonta las raíces del totalitarismo nada menos que a Platón
y su ambición metafísica (reacción al relativismo de los sofistas); si, como dijera
Whitehead -un tanto exageradamente- “la filosofía occidental es una nota a pie de
página en los diálogos platónicos”, entonces Occidente llevaría el totalitarismo en su
ADN histórico-filosófico. Como alternativa, Popper propone una “epistemología
crítica” basada en la falsabilidad: solo son racionales las afirmaciones
falsables (refutables mediante hechos). Pero poner el acento sobre la falsabilidad
-y no sobre la verificabilidad- es enfatizar la vulnerabilidad del conocimiento: todas
nuestras certezas son precarias, solo provisionalmente válidas, a la esfera de la
próxima falsación. No podemos estar definitivamente seguros de nada. Es una
epistemología que, dice Reno, “descarta todo lo que Occidente había siempre
considerado como sus fundamentos religiosos, culturales y morales”. Y no, el
falsacionismo popperiano —como el ironismo antimetafísico de Rorty o el
“pensamiento débil” de Vattimo— no es el equivalente moderno de la mayéutica
socrática: Sócrates deconstruía los prejuicios irracionales para después buscar la
verdad metafísica desde bases sólidas; los escépticos del siglo XX-XXI se recrean en
la deconstrucción por la deconstrucción. (Me ocupé de estas cuestiones en el capítulo
3 del libro Nueva izquierda y cristianismo, escrito en colaboración con Diego Poole.)
Otro de los puntales del cuarentaycinquismo sería John Rawls, quizás el filósofo
académico más influyente del último medio siglo (en temas de razón práctica).
En Teoría de la justicia (1971) y, sobre todo, en El liberalismo político (1993), Rawls
construyó una teoría de la razón pública basada en la neutralidad cosmovisional: no
se deben usar en la esfera jurídico-política argumentos basados en “doctrinas
omnicomprensivas” (metafísicas, religiosas…: concepciones completas del mundo),
sino solo constataciones aceptables por cualesquiera ciudadanos, con independencia
de su cosmovisión. Sí, es, por ejemplo, lo de “no abortes tú si no quieres, pero no
pretendas imponer tu religión a los demás” (los que dicen esto no son conscientes de
que la tesis “el feto es mero material biológico” también se basa en una doctrina
omnicomprensiva, en una “religión” materialista). Volvemos a topar con el
minimalismo post-1945: una democracia debe suspender el juicio en las cuestiones
últimas, dejando así espacio para la diversidad cosmovisional y moral entre sus
ciudadanos.
Esta evolución del liberalismo (Popper y Rawls son liberales progresistas) converge
con la del marxismo humanista-revisionista de la Escuela de Francfort: el Fromm
de El miedo a la libertad, el Marcuse de Eros y civilización o los Adorno y Horkheimer
de La personalidad autoritaria. En esta última obra, publicada en 1950, los autores
advierten sobre el peligro fascista en su EE. UU. de adopción (donde se habían
refugiado del verdadero fascismo). Los estadounidenses prefascistas son los que
tienen “personalidad autoritaria”, “educados en una familia jerárquica, con
concepciones estrictas sobre lo bueno y lo malo”, sin grises intermedios. Son “rígidos
y convencionales”, creyentes en un orden natural. Para prevenir el fascismo, la
sociedad debe promover otro tipo de personalidad, “una pauta caracterológica
definida por relaciones interpersonales afectuosas, básicamente igualitarias y
permisivas”. Habría, pues, una continuidad entre 1950 y 1968, entre las pedanterías
francfortianas de La personalidad autoritaria y el “Make love, not war”, los hippies y
Woodstock.
¿En qué se basa Reno para afirmar que nos aproximamos al final del
cuarentaycinquismo? De un lado, en la agudización de sus contradicciones internas.
La celebración de la diversidad y el librepensamiento ha cristalizado paradójicamente
en una ortodoxia asfixiante, con sus propios dogmas y su martillo de herejes. Quien
piense que el matrimonio debe ser entre hombre y mujer —pues es una institución al
servicio de la reproducción de la especie— está ofendiendo a los homosexuales; quien
defienda el control de fronteras es un xenófobo, etc. Y se les castiga como tales.
De otro lado, cuando el liberalismo de 1945 se combinó a partir de los 60-70 con los
“nuevos movimientos sociales” (feminismo, homosexualismo, antirracismo, etc.)
resultó una identity politics neotribal: pertenecer a esta o aquella raza, sexo u
orientación sexual predetermina tu sensibilidad, intereses y convicciones. Pero esto
entra en pugna con la inspiración individualista del cuarentaycinquismo original, que
recelaba de todas las tribus (Popper: “sociedades cerradas”) e insistía en la libertad
del individuo para definir sus creencias y forma de vida al margen de presiones
grupales.
Esas dos tendencias no dejan de exhibir una perversa coherencia. La faceta libertaria
del cuarentaycinquismo —al disolver familias, comunidades religiosas y otras células
sociales tradicionales— conduce a una sociedad de individuos atomizados, egoístas,
incapaces del mínimo de cooperación para la conservación de la especie (nacen en los
países desarrollados un 40% menos de niños de los necesarios para el recambio
generacional). Pero, como la soledad ultraindividualista no es soportable, se produce
una resocialización simbólica a través de las nuevas tribus de la identity politics.

El sexo, la orientación sexual y la raza sustituyen a la familia, la Iglesia y la nación


El sexo, la orientación sexual y la raza sustituyen a la familia, la Iglesia y la nación
como “comunidades” en las que guarecerse de la intemperie existencial. Es algo que
ha analizado también Mary Eberstadt en su libro Primal Screams: no pudiendo ya
llenar su vida con el rol de padre o madre, o el de ciudadano orgulloso de una nación
(el patriotismo es prefascista), o el de hijo de Dios, el postmoderno busca calor
humano en el colectivo abstracto de las mujeres, o en el de las minorías sexuales o
raciales.
Hay, sin embargo, una diferencia entre la pertenencia a las que Russell Hittinger ha
llamado “comunidades necesarias” (familia, nación e iglesia) y la pertenencia a las
nuevas tribus racial-sexuales de la identity politics. La primera es activa y
constructiva: construir una familia, una nación o una iglesia (o bien, ganarse la
salvación, en perspectiva cristiana) requiere virtud y esfuerzo. La segunda es pasiva-
querulante: no impone deberes ni llama a la autoexigencia o el sacrificio, sino a la
autocompasión y la reivindicación. En la pertenencia familiar-nacional-religiosa, el
sujeto es convocado a una misión, a sacrificarse y mirar más allá de sí mismo
(Kennedy: “No pienses en lo que tu país puede hacer por ti, sino en lo que tú puedes
hacer por tu país”; hoy, Pablo Iglesias invierte esto diciendo que “la patria es el
derecho a educación y sanidad gratuitas”); en la pertenencia racial-sexual, es
instigado a la queja y el victimismo. Un tipo de socialización se traduce en
débitos hacia la sociedad; la otra, en créditos. Una sociedad en la que la
identidad familiar, nacional y religiosa es potente tendrá futuro; una en la que las
“comunidades necesarias” —sospechosas a fuer de “fascistas”— se caen a pedazos y
los individuos se refugian en “colectivos de agraviados” se encamina a la
insostenibilidad.
El gran problema actual es que una élite político-cultural troquelada por el
cuarentaycinquismo sigue enfocando los problemas del siglo XXI con categorías de
mediados del XX y se aferra al poder al grito de “¡o nosotros, o Hitler!”.  Una élite
que, cuando ve cuestionados sus dogmas, solo sabe reaccionar agitando el
espectro del “fascismo” o despreciando como “populista” al crítico. Quien
opine que no es posible tener fronteras abiertas en un mundo con miles de millones
de inmigrantes potenciales será “xenófobo”. Quien considere que la clase media y
baja de los países ricos —penalizada por el outsourcing, las deslocalizaciones y la
competencia de trabajadores extranjeros— parece ser la gran perdedora de la
globalización (o, también, que convertir a China en “la fábrica del mundo” puede
plantear ciertos problemas en crisis como la del coronavirus) será un indecente
autarquista y enemigo del libre comercio. Y quien diga “hagamos a América grande
otra vez” es un racista que en realidad quiere decir “hagamos a América blanca otra
vez”.
El mensaje final de Reno viene a ser: liberémonos de una vez por todas del
antifascismo. Lo que vivimos no es una crisis de la democracia y el liberalismo, sino
de su degeneración libertaria-antifascista de 1945/1968. Superar la obsesión de la
raza y el sexo no significa querer volver a la discriminación racial o a la inferioridad
legal de las mujeres. Buscar formas de recuperar la familia, el patriotismo y la
religión —no va a ser fácil— no es lo mismo que votar
una Allmächtigungsgesetz (“todo el poder para el Führer”). Recuperar las fronteras no
es construir cámaras de gas. 75 años después, es hora de enterrar definitivamente a
Hitler.
(Francisco José Contreras es profesor de Filosofía en la universidad de Sevilla y diputado de Vox por Sevilla.)

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