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Selección artículos de opinión publicados en la revista Mercurio, los diarios Expansión

y La Gaceta, y el semanario Alfa y Omega.

1. Deliciosa Martha
2. Woody Allen y el dragón
3. Homero y Brad Pitt
4. Matar un ruiseñor
5. No leas el Quijote
6. ¿Por qué muere Ofelia?
7. Un hombre, una mujer y un pero
8. El encanto de Ana
9. La vieja dama
10. Dos cabalgan juntos
11. Marta en el espejo
12. Los políticos también mueren
13. Genética y homosexualidad
14. Videoniños
15. Embriones
16. Violencia escolar
17. Leyes laicas
18. La gran depuradora
19. Por qué soy budista
20. El argumento
21. ¿Dónde estaba Dios el 11-M?
22. Estupidez en serie
23. Incomprensión lectora
 
 
1. DELICIOSA MARTHA
"Yo prefiero asarlo". Martha tiene treinta y tantos años y está tumbada sobre un diván.
Si la miras desde arriba, como hace la cámara, verás el óvalo blanco de su cara
enmarcado por un cabello castaño que flota, muy largo, hacia la derecha. Y te recordará
a la Venus de Boticelli. Le está contando una receta de cocina a un hombre joven y
serio que escucha con desgana e inicia un breve diálogo:
- Martha, ¿por qué viene usted a verme todas las semanas?
- Porque mi jefa me ha dicho que me despedirá si no sigo una    terapia.
- ¿Y por qué cree que su jefa le ha dicho eso?
Entonces Martha se encoge de hombros, abre los brazos y, con la mirada y la voz más
inocentes del mundo, desarma al psicólogo y empieza a cautivar al espectador:
- Pues..., no sé. No tengo ni idea.
Después la vemos en la cocina de un restaurante, entre una docena de hombres y
mujeres de blanco, que cocinan o sirven a los clientes. Todos se dirigen a ella, y ella
responde, ordena, coordina. Porque Martha es el chef del restaurante de Frida, uno de
los mejores de Hamburgo. Nos parece meticulosa y perfeccionista, celosa del secreto de
sus recetas exquisitas, halagada por una clientela que se deshace en elogios. Sabe que
es la mejor y nunca baja la guardia: está en todos los detalles, maneja los ingredientes,
los porcentajes y los tiempos, y controla una endiablada logística capaz de atender a la
vez cuarenta y siete cubiertos.
Luego está la música: en el restaurante y en la película. Canciones italianas con un
ritmo insistente y pegadizo que desborda alegría. O el susurro apagado del violín y del
bajo, que parecen tocados sobre las cuerdas más sensibles de tu propio corazón para
subrayar una muerte inesperada, una separación dolorosa, la soledad de Martha. Porque
Martha vive sola y está sola. No tiene amigos. Tiene sabiduría culinaria para dirigir un
restaurante exquisito, pero en la película queda claro que la coordinación del trabajo
meticuloso y exigente de un prupo de personas requiere otro tipo de sabiduría. Además
de competencia profesional, precisa competencia humana: algo así como un talante
tejido de exigencia y flexibilidad, perspicacia y comprensión, confianza y diálogo.
Porque trabajar es convivir, y la convivencia siempre pide acompasar sentimientos,
limar asperezas, olvidarse un poco de uno mismo y ponerse en la piel de los colegas,
asumir de alguna manera sus problemas.
Martha tiende a ser inflexible y cortante, desconfiada y suspicaz. Ni admite fallos ni se
los permite. Tampoco encaja la más pequeña crítica, pues se cree perfecta. Así, todas
sus recetas son sabrosas, pero ella misma resulta un plato difícil de tragar y digerir. Se
diría que todo lo que Martha sabe de cocina lo desconoce del corazón humano y de sí
misma. O tal vez no, porque Martha sufre la falta de unos amigos y un amor. Pero no
sabe salir de su torpeza afectiva. Aunque le gustaría amar y ser amada, solo sabe
representar el papel de erizo que va a su bola. Y por eso precisamente cae bien al
espectador. En su dolorosa inmadurez, en su torpeza en el manejo de los sentimientos
propios y ajenos, en su papel de mujer independiente, que ha cambiado su corazón por
un manual de cocina, fuerte y frágil a la vez, Martha nos resulta conmovedora y
deliciosa, como el título exacto de la película.
Sus días se nos presentan como una parábola sobre algunos aspectos típicos de la vida
moderna, sobre el trabajo y las relaciones humanas, sobre los sentimientos y la
necesidad de amar. Por eso, sus imágenes y sus dialógos, envueltos en una música
magnífica, dicen mucho al que dirige una empresa y al que es dirigido, al que debe
educar a sus hijos y al que es educado, al profesor y a sus alumnos.
Al final, ¿qué es lo que necesita esta joven mujer? No parece que el psicólogo
pasmarote, que la escucha con cara de aburrimiento infinito, vaya a aportar algo.
Martha necesita darse de bruces con alguien tan bueno en la cocina como ella, pero
alegre y divertido, sencillo y locuaz, que sepa cantar y contar un chiste, hablar de fútbol
y de música, escuchar y comprender. Martha necesita a Mario, y eso es lo que también
nos regala la guionista y directora de esta deliciosa película, Deliciosa Martha.
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2. WOODY ALLEN Y EL DRAGÓN


"Existe un feroz dragón llamado tú debes, pero contra él arroja el superhombre las
palabras yo quiero". Durante un siglo, esta pretensión de Nietzsche ha ido calando en
los países occidentales hasta provocar una profunda inversión de la moral pensada y
vivida. Un ejemplo elocuente lo encontramos en Woody Allen y en cualquiera de sus
películas. Como Melinda y Melinda, nombre que se repite en el título quizá para
subrayar que su creador también se repite y nos cuenta lo mismo en todos sus guiones:
una inteligente y risueña justificación del sinsentido existencial y la infidelidad
conyugal. Porque los personajes de casi todas sus películas se casan, se lían, se
divorcian, se deprimen..., se casan de nuevo, se lían de nuevo, se divorcian de nuevo, se
deprimen de nuevo... Son vidas donde cualquier idea sobre el deber o la
responsabilidad es sofocada por una maleza de deseos y sentimientos que crecen sin
control. Hace tiempo, en la contraportada del guión de Hannah y sus hermanas,
publicado por Tusquets, encontré la expresión exacta de esa completa amoralidad. La
perla decía: "Nada de lo que aquí hacen o dejan de hacer los personajes está bien o mal
hecho, pues todos se conducen según sus propias debilidades".
En Melinda y Melinda, ya digo, encontramos más de lo mismo. Personajes que son
marionetas de sus impulsos y podrían decir, como el Felipe de Mafalda: "Hasta mis
debilidades son más fuertes que yo". Hombres y mujeres incapaces de llevar las riendas
de sus vidas, abandonados al escapismo inmaduro del carpe diem. El amor es -para su
creador- una quimera imposible, y lo sustituye por el sexo sin compromiso y los
pequeños caprichos de una vida burguesa. En Woody Allen, la debilidad humana
justifica casi todo en el terreno sexual, y eso también nos recuerda al Nietzsche que
escoge al dios griego Dionisos como exponente máximo de un modo de vida que desea
embriagarse en los instintos vitales.
Igual que Nietzsche, Woody Allen tiene alergia al deber moral. Una aversión que le
incapacita para ese compromiso estable que llamamos fidelidad. Y esa incapacidad
pasa una enojosa factura: el guionista y sus personajes suelen acabar en el sillón del
psiquiatra, mareados por los vientos cambiantes de sus propios caprichos. Quieren ser
felices -como todo el mundo-, pero lo quieren a toda costa y a costa de los demás, que
van a ser usados y manoseados como objetos de placer. Woody Allen intuye que la
clave de la felicidad es el amor, y no se equivoca, pero su cabeza freudiana entiende por
amor hacer el amor y poco más. Así -de forma irrefutable y sin pretenderlo-, Woody
Allen nos demuestra que el placer es solo un ingrediente de la felicidad. Un ingrediente
que ni siquiera es necesario, porque cuando pretendemos alcanzar la plenitud por el
atajo del placer, esa plenitud se nos escapa. Woody Allen sabe que estamos hechos para
la felicidad, pero parece desconocer que esa delicada sustancia se amasa con amor
sacrificado y amistad generosa, con servicio a los demás y sentido trascendente de la
vida. A pesar de todo, ese señor que dice ser lo suficientemente bajo y feo como para
triunfar por sí mismo, nos desarma a menudo. Sus personajes, empeñados en ser
personajillos a fuerza de cinismo, nos conmueven. Porque nosotros somos como ellos.
O podríamos serlo.
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3. HOMERO Y BRAD PITT
Es posible que, gracias a Brad Pitt, nuestros bachilleres ya no confundan a Homero con
Homer, el de los Simpson. Gracias a Pitt sabrán que Homero es griego y escribió la
Ilíada y la Odisea. Lo que no se imaginan, porque no lo van a ver en la pantalla ni en
los libros de texto, es que sin Homero no estaríamos aquí: ni los españoles, ni los
franceses, ni los polacos, ni los rusos, ni los lectores de esta columna, ni Brad Pitt. Por
su crónica de la guerra de Troya -la Ilíada-, Homero es el primer periodista del mundo,
el primer cronista de guerra. Pero es mucho más que eso. Por una de las consecuencias
de esa guerra -el accidentado regreso de Ulises contado en la Odisea- Europa y
América existen. Ya sé que es una afirmación muy contundente, pero puede ser
argumentada.
Se dice que la diferencia entre el tercer mundo y el primero no la determinan las
materias primas. Más bien, parece una diferencia marcada por la diversa concepción del
ser humano. En concreto, por la forma de entender qué tipo de conducta es capaz de
construir una sociedad donde sean posibles la justicia, la paz y el progreso. Si no se da
con esa clave, la superlativa complejidad de la vida social no logra salir del caos, de la
ley de la selva. Homero es el primero en entender a fondo esa complejidad y en
descubrir las líneas maestras que debe trazar la lógica de la libertad inteligente. Su gran
creación se llama Ulises. Mucho más que Aquiles o Héctor, Ulises es la respuesta de
Homero a la más urgente de las preguntas: qué significa ser hombre. Una respuesta
articulada sobre cuatro rasgos fundamentales: la justicia, la prudencia, la templanza y la
fortaleza.
Justicia porque el ser humano es social por naturaleza, y la conviviencia necesita el
respeto a unas normas de circulación: las leyes. Prudencia porque el mejor uso de la
razón es llevar las riendas de la propia conducta, conducirse y acertar en cada caso
concreto. Templanza porque nuestra animalidad constitutiva tiende naturalmente al
placer, y ese resorte debe ser siempre moderado por la razón, como explica Platón en el
célebre mito del carro alado. Las tres virtudes mencionadas no se ponen en práctica de
forma espontánea y fácil, sino que necesitan la presencia de una cuarta: la fortaleza, que
consiste en aceptar el sacrificio y el sufrimiento por conquistar o defender lo que
merece la pena.
Este planteamiento, que discurre por Grecia y Roma y se suma al modelo cristiano, es
la triple herencia que constituye la civilización occidental. El tercer mundo es, sobre
todo, esa triple carencia. Sospecho que si Homero hubiera sido director de cine, no
hubiera filmado la trepidante y anecdótica guerra de Troya, sino el periplo humanísimo
e inolvidable del rey de Ítaca. Entre el Aquiles de la Ilíada y el Ulises de la Odisea hay
una gran diferencia. El héroe de los pies ligeros es también el guerrero caprichoso y
vengativo, capaz de cualquier desmesura irresponsable. Ulises, en cambio, es otra cosa.
Tiene la fuerza y el poder de Aquiles, pero ambos resortes están ordenados por la
prudencia y un sentido irrenunciable de la justicia. De paso, Homero lo presenta más
atractivo que Brad Pitt y lo maquilla con un toque de sensibilidad que le lleva a
ponderar su islote abrupto y pedregoso -eso es Ítaca- como una isla "hermosa al
atardecer".
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4. MATAR UN RUISEÑOR
La magnífica historia con la que Harper Lee gana el premio Pulitzer sirve para que
Gregory Peck, dando vida al abogado Átticus Finch, logre el Óscar al mejor actor y nos
deje una película antológica. En un Estado sureño con fuertes prejuicios racistas,
Átticus acepta la defensa de un muchacho negro, acusado de haber violado a una chica
blanca. Nadie había llegado tan lejos, y él lo sabe. También sabe que se juega la vida,
pero se emplea a fondo y solo pierde el caso. Gana, en cambio, el respeto de todo el
mundo, y deja a sus hijos una lección inolvidable de integridad y valentía. Átticus es
joven y está viudo. Tiene que educar en solitario a Jem y Sccout, un juicioso muchacho
de 12 años y una despierta chiquilla de 6, traviesa como un diablillo. Y ahí, aportando
cariño, equilibrio y buen sentido a un hogar donde falta la madre, conquista al
espectador. Y también al periodista que, al cubrir la noticia de la muerte del actor,
escribe lo que todos pensábamos: Átticus es el padre que a todos nos gustaría haber
tenido y, más aún, el padre que todos querríamos ser.
La verdad es que, para desempeñar su papel de padre, Átticus tiene a su favor un
mundo mucho menos revuelto que el nuestro. Si alguien lo duda, le aconsejo que eche
un vistazo a esa rediografía de la juventud actual, escrita por Carlos Goñi y Pilar
Guembe, que lleva por título "No se lo digas a mis padres". Bastaría con leer el índice
para comprobar que los problemas se han multiplicado y complicado en las últimas
décadas. Átticus no necesitó estar preparado para enfrentarse a patologías y desórdenes
que en su época afectaban a un mínimo porcentaje de jóvenes o, simplemente, no
existían: la movida del fin de semana y las drogas de diseño, la navegación por Internet,
la anorexia, la fiebre consumista, la cocaína y el alcohol, la depresión, la elección de
tendencia sexual, la adicción a los viedojuegos y a los teléfonos móviles... Décadas
después, tampoco los padres de Guille y Mafalda tuvieron que ser expertos en
educación para ejercer su tarea con solvencia. Vivían en un mundo fácil de entender,
con referencias estables y comunes. Hoy, ese mundo ya no existe. En su lugar, lo que
encontramos es complejidad y fragmentación. El subjetivismo intelectual y el
relativismo moral disuelven la verdad, y sin verdad -lo afirma Savater- es imposible
educar. Hoy, los padres de Mafalda tendrían que leer libros de psicología, hacer cursos
de orientación familiar y poner en práctica el consejo de San Agustín: "Haz lo que
puedas y pide lo que no puedas". Porque hoy, Guille y Mafalda serían más hijos de su
época que de sus padres.
En cualquier caso, Harper Lee y Gregory Peck no han podido reflejar mejor lo que
significa educar y ser padre: esa delicada mezcla de autoridad y cariño, de exigencia
razonable y confianza, de respeto a la libertad y apelación a la responsabilidad, de
disponibilidad y buen humor. Sospecho que Harper Lee pudo inspirarse en la
personalidad de otro padre y abogado genial: Tomás Moro.
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5. NO LEAS EL QUIJOTE
Antes de terminar el curso, Javier me pidió una lista de libros entretenidos para el
verano. Es una petición que se repite todos los años entre mis alumnos, y también entre
colegas y amigos a la caza de lecturas apropiadas para sus hijos. Se trata de ocupar el
tiempo libre que se avecina, de conjurar la amenaza de aburrimiento que planea sobre
las largas vacaciones estivales. Y uno, como profesor de Literatura y profesional del
tema, no tiene más remedio que atender la demanda de consejo. Con mucho gusto
además. Y con varias listas elaboradas durante años, pensadas para edades y
circunstancias diferentes, pues no gusta lo mismo a los ocho que a los ochenta.
Javier tiene quince años, y le toca la lista más generosa: cincuenta títulos fotocopiados
en una cara de folio. Una selección de veinticinco autores españoles y veinticinco
extranjeros. De Homero a Borges, pasando por Cervantes y Shakespeare:
sencillamente, los mejores. Y de todo un poco: novela, poesía, teatro, biografía y
ensayo suave. Obras comprensibles, breves la mayoría, y muy interesantes. Antiguos y
modernos, lejanos y cercanos, incluso vecinos como Delibes y Miguel Martín, a
quienes hemos visto casi a diario durante años.
Con el folio en la mano, Javier quiere saber si se trata de libros tan interesantes como
Harry Potter, y pone cara de incrédulo cuando le aseguro que no, que en mi selección
sólo aparecen obras mucho más interesantes que la mencionada. Luego le explico que
la historia de la literatura no empieza ni termina en Rowling, y que el ranking de
calidad no lo marca necesariamente el número de ejemplares vendidos. "O sea, que el
libro más vendido quizá no es el mejor... ¡Pero es el que más gusta!", argumenta Javier.
En eso estamos de acuerdo, aunque debo matizar de nuevo: "Los libros de Harry Potter
son los que más te gustan porque no has leído otros mejores...". Javier, que es un tipo
práctico, decide pasar de las palabras a los hechos, y me lanza un reto contundente: "¡A
que no me dices cinco libros que me gusten más de Harry Potter!".
La verdad es que Javier me pone un reto fácil, pues su interés por la lectura es muy
reciente, y lo que desconoce y le queda por leer es casi todo. Ha leído a Tolkien, a
Michel Ende y a Jack London, pero no ha tenido aún la inmensa suerte de entrar en la
Odisea (Homero), en Las ratas (Delibes), en Peñagrande (Miguel Martín), en El viento
en los sauces (Kenneth Graham), ni en Marcelino, pan y vino (Sánchez Silva). Javier
agradece mis cincuenta tentaciones en forma de libro y subraya los cinco seleccionados.
Hoy, después de un mes de calores y vacaciones, me encuentro con él y le pregunto por
el reto. Se encoge de hombros, abre los brazos, pone sonrisa de disculpa y me responde
que está leyendo El Quijote. "¡¿Cómo dices?!". No me lo puedo creer. Ni siquiera los
alumnos más lectores te dan esas sorpresas en estos tiempos. Pero Javier me explica
que se lee un capítulo cada noche, ya en la cama, y que se ríe un monton con las
aventuras de la pareja cervantina. Así que, de momento, el reto puede esperar.
Si alguien me pregunta cómo he conseguido que una criatura de quince años disfrute
con la mejor novela del mundo, debo confesar mi inociencia: "No empieces por El
Quijote", fue todo lo que dije al entregarle la lista. El resto, sin duda, lo hizo su
adolescencia.
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6. ¿POR QUÉ MUERE OFELIA?
Hay lectores que no perdonan al novelista la muerte del personaje que les ha
conquistado. Pero el escritor suele ser inocente, porque su obligación es reflejar la vida,
y en la vida sólo hay dos certezas: que tú y yo estamos aquí y que vamos a morir. Todo
lo demás es más o menos probable e incierto: no sabemos con seguridad qué va a ser de
nosotros dentro de cinco, diez, veinte años... Por eso, un relato literario donde no muere
nadie es parcial, incompleto. Por eso, en muchas obras maestras mueren los
protagonistas, y las grandes historias de amor no son una excepción: mueren Romeo y
Julieta, Calixto y Melibea, Cyrano, Hamlet y Ofelia, Héctor, Desdémona, Antígona...
Platón afirmaba que la filosofía es, en el fondo, una meditación sobre la muerte. Quería
decir, con esa contundencia, que quien pasa por la vida sin pensar en la muerte vive
como un sonámbulo. Así piensan también los clásicos de la literatura, que lo son por
haber puesto la brillantez de su estilo al servicio del misterio de la condición humana.
Además, los griegos nos han enseñado que las mejores historias son las que ponen a los
protagonistas en situaciones límite. No admiramos a un señor por el mero hecho de
verle caminar por la calle, pero nos maravilla cuando camina sobre un cable de acero a
gran altura, en el circo, o cuando sube al escenario y se convierte en Alejandro Sanz.
De la misma manera, en literatura no admiramos la historia de lo que puede hacer
cualquiera de nosotros cualquier día. En cambio, nos interesa la resolución de
situaciones difíciles (desde Ulises a Harry Potter), nos conmueven las grandes pasiones
(desde Aquiles a Ana Karenina), y nos sacude violentamente la muerte de alguien a
quien queremos (desde Patroclo a la madre de Bamby).
La tragedia griega -origen de la novela y del cine- no representaba culebrones para
pasar el rato, sino acciones de gran calado, escogidas para conmover al espectador,
configurar su corazón y hacer de él un ciudadano a la medida de la polis. Mediante el
temor y la compasión que provoca en el espectador, la tragedia lleva a cabo la
purgación de tales sentimientos: una descarga de tensión interior (catarsis), semejante a
la que muchos consiguen haciendo deporte o animando a su equipo en un estadio, y
también riendo o llorando ante la gran pantalla. Pero hay otro sentido de la catarsis
mucho más importante: consiste en poner en su sitio los sentimientos fundamentales,
pues las emociones y las pasiones están con frecuencia "revueltas", de forma que lo
bueno nos puede parecer malo, y lo malo bueno. La telebasura, sin ir más lejos, lleva
muchos años practicando a la perfección esta perversión de los sentimientos.
Los griegos sabían que la educación, además de amueblar la cabeza con conceptos y
fortalecer la voluntad con virtudes, ha de llegar hasta los sentimientos para
configurarlos correctamente. Si el conocimiento requiere lecciones y discursos, la
sensibilidad necesita una historia capaz de inducir emociones profundas. Eso logra la
tragedia -y en su estela la novela y el cine- cuando presenta lo vil y lo heroico como vil
y como heroico, y cuando provoca las reacciones emotivas correspondientes, de forma
que el mal resulta despreciable y el bien nos atrae, sin ambigüedad ni confusión. Por
ese precio muere Ofelia.
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7. UN HOMBRE, UNA MUJER Y UN PERO


Toda la vasta historia de la humanidad está tejida por pequeñas historias innumerables,
que se parecen entre sí como si fueran clónicas: un hombre se enamora de una mujer y,
con la magia de su amor, ambos transmiten el misterio de la vida. La literatura, espejo
siempre del vivir, es también la repetición incesante de ese mismo argumento, con un
ingrediente dramático que lo hace más real y atractivo: un hombre, una mujer y un
pero. En la primera literatura occidental, Ulises se enamora de Penélope, pero estalla la
guerra de Troya, y su estrenado matrimonio tiene que sobrevivir veinte años al borde
del naufragio. En la primera literatura española, Rodrigo Díaz de Vivar está
profundamente enamorado de doña Jimena, pero es desterrado por el rey. Después se
enamoran Calisto y Melibea, pero las formas de su amor no son las formas de su época.
También Hamlet se enamora de Ofelia, pero por medio hay un río y una rama que se
parte al cruzarlo. Don Quijote suspira por Dulcinea, pero es un loco que persigue un
sueño. Romeo y Julieta se juran amor eterno, pero sus familias se odian. Sonia se
enamora de Rodian Ralkolnikov, pero su novio es un asesino que ha de cumplir
condena en Siberia...
Mucho después nace el cine, y sus historias repiten los mismos argumentos de la
literatura: desde Charlot y la florista ciega de Luces en la ciudad, hasta el amor en
Cyrano, Titanic, Tierras de penumbra, Deliciosa Martha o Doctor Zivago. Siempre un
hombre, una mujer y un pero. La representación literaria o visual de un amor
homosexual hubiera sido técnicamente posible, pero nos hubiera dejado sin arte, nos
hubiera privado de la gran literatura o del gran cine. Un amor homosexual hubiera dado
una literatura enrarecida, muy por debajo de las cimas de nuestros clásicos, de esos
cuatro versos -por ejemplo- de Miguel Hernández:
Una querencia tengo por tu acento,
Una apetencia por tu compañía,
Y una dolencia de melancolía
Por la ausencia del aire de tu viento.
No es necesario aclarar que estas afirmaciones son lo contrario a un prejuicio, pues se
limitan a presentar a posteriori la evidencia de una constatación. A pesar de lo dicho,
ciertos políticos quieren dar carta de normalidad legal a su obsesión homosexual,
olvidando la mencionada evidencia: que la homosexualidad ha sido siempre una rareza.
Por eso, tales legisladores chocan de frente contra la misma realidad, que sigue siendo
lo que es aunque se piense al revés, como advirtió Antonio Machado. Quizá sean
gobernantes políticamente correctos, pero me temo que su corrección, si logra pasar a la
historia, lo hará como una anécdota estúpida.
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8. EL ENCANTO DE ANA
Confieso que la matraca del matrimonio gay me produce tanto respeto como el círculo
triangular o el triángulo cuadrado: absurdos que, en todo caso, tendrán que demostrar
sus defensores. Mientras tanto, prefiero seguir llamando al pan, pan y al vino, vino. Y
seguir regalando, por Reyes, novelas que reflejen lo que todos sabemos y algunos
despistados niegan: que un hombre, una mujer y unos hijos forman la más amable y
necesaria de las creaciones humanas. Estos días he releído y regalado Señora de rojo
sobre fondo gris, ese hermoso retrato que pinta Delibes de la vida y la muerte
prematura de su mujer. ¿Cómo era Ana? Era menuda y morena, muy bien
proporcionada. "Así cumplió 48 años, tan grácil y atractiva como cuando la conocí en
el parque, a los dieciséis". Tenía un gusto artístico notable y una gran afición a la
lectura. Era equilibrada y perspicaz, imaginativa y sensible. "La zafiedad la humillaba
hasta extremos indecibles". Ana contagiaba alegría y "era imposible sustraerse a su
hechizo". Por eso, "cuando ella se apagaba, todo languidecía en torno".
Al inicio de la novela encontramos una semblanza tan breve como elocuente: "Una
mujer que con su sola presencia aligeraba la pesadumbre de vivir". Después nos
enteramos de otro rasgo atractivo de su personalidad: donde Ana estaba, era el centro, y
no por afán de protagonismo o reconocimiento, sino por voluntad de hacer agradable la
vida a los demás. Dedicaba tiempo y el afecto a los más necesitados. Delibes dice que
nunca faltaron en su vida viejos solitarios y un poco locos, "ancianos irreparables, a
quienes la insolidaridad de la vida moderna había cogido desprevenidos. Se sentían
perdidos en la vorágine de luces y ruidos, y daba la impresión de que ella, como un
hada buena, iba tomándolos de la mano, uno a uno, para trasladarlos a la otra orilla".
Esa misma generosidad le llevaba a la benevolencia con todos, a no molestarse por
pequeños o grandes agravios. "Era incapaz de rencores; menos aún de rencores
vitalicios. La aburrían. Durante los primeros meses de matrimonio, cada vez que
discutíamos, se ataba un hilo al dedo meñique para recordar que estábamos enfadados".
Ana se casó muy joven y disfrutó de sus hijos. "Mientras erais bebés pasaba las horas
muertas con vosotros en brazos, dibujaba con un dedo vuestros bostezos, las húmedas
boquitas, y os estrechaba contra su regazo como si pretendiese meteros dentro de su
cuerpo otra vez". Tuvo un tacto especial con sus hijos adolescentes y disfrutó, "como si
preparase su propia boda", con los preparativos de las bodas de dos de sus hijas.
Cuando nació su primera nieta, "cualquier motivo era bueno para desplazarse a Madrid.
Su debilidad por los bebés aumentaba con la edad: Compréndeme, decía, diez años sin
tener en brazos un bebé". Y así, "cada mañana, al abrir los ojos, se preguntaba: ¿Por
qué estoy contenta? E inmediatamente, se sonreía a sí misma y se decía: Tengo una
nieta". Por uno de esos avatares de la vida, con la nieta vinieron también también la
enfermedad, los hospitales, la zozobra: un fondo frío y gris sobre el que destaca la
calidad de una mujer cristiana que "disponía de unas llaves muy precisas para controlar
el pasado y el futuro", y que "sabía disfrutar del presente en toda su intensidad". Así era
Ángeles Castro, Ana en la novela y en el recuerdo agradecido de sus lectores.
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9. LA VIEJA DAMA
Una vieja dama regresa un día al pueblo del que se vio obligada a marchar hace más de
cuarenta años. En esas cuatro décadas, todo ha cambiado mucho: mientras el pueblo
está hundido económicamente, con toda su población empobrecida y un aspecto
ruinoso, la vieja dama, viuda de un magnate del petróleo, ha heredado una de las
fortunas más grandes del mundo. Las lógicas esperanzas del pueblo se ven
correspondidas por su ilustre hija, que promete un desorbitante regalo de mil millones
de dólares: quinientos para el municipio y quinientos a repartir entre todas las familias.
Pero la vieja dama se había ido del pueblo con su embarazo juvenil y su deshonra,
abandonada por el hombre que amó. Y ahora supedita su magnanimidad a una
inesperada condición: los mil millones serán para el pueblo y sus familias si alguien
mata a ese hombre. El alcalde, indignado, recuerda a la dama que "estamos en Europa",
no en la selva, y en nombre del pueblo rechaza la oferta: "preferimos seguir siendo
pobres a mancharnos de sangre".
Alfred, el hombre que abandonó a la vieja dama cuando ambos tenían menos de veinte
años, tiene una tienda de ultramarinos y es un vecino muy popular. Por su tienda pasan
ahora sus clientes para manifestarle que están con él incondicionalmente. Al mismo
tiempo, todos empiezan a comprar por encima de sus posibilidades, sin pagar al
contado: "apúntelo a la cuenta", dicen. Todos piden la mejor carne, el tabaco más caro,
un whisky prohibitivo... También empiezan a comprar electrodomésticos y automóviles
a crédito, a vestir ropa nueva... El pueblo está contento, desconocido, y Alfred empieza
a tener claro que la gente "se prepara a celebrar la fiesta de mi asesinato". No se
equivoca. El alcalde le visita una noche para entregarle un fusil cargado, con estas
razones: "Sería deber suyo poner fin a su vida ahora, asumiendo las consecuencias
como un hombre de honor, ¿no le parece? Aunque solo fuera por espíritu de
solidaridad, por amor a su pueblo natal. Usted ya conoce nuestra amarga penuria, la
miseria, los niños hambrientos...".
No voy a contar cómo termina esta historia, porque en realidad todo termina cuando el
pueblo cede a la tentación de la riqueza y prepara el asesinato de Alfred. Dejarle con
vida no cambiaría las cosas, pero matarle sería un excelente negocio. Don Dinero
siempre fue poderoso caballero, y para justificar lo injustificable nunca faltan razones.
La visita de la vieja dama, la más célebre de las obras teatrales de Dürrenmatt, es una
buena parábola del insistente olor a podrido que percibimos en la moderna biomedicina.
Nadie niega que el aborto y los diversos medios de contracepción producen beneficios
astronómicos a las clínicas abortistas y a ciertas multinacionales famacéuticas. También
sabemos que la investigación biomédica se ha disparado por los enormes intereses
económicos que pone en juego. Por eso, el político que acusaba al partido opositor de
oponerse a la investigación con células madre embionarias por prejuicios religiosos, en
realidad estaba lanzando una sospechosa cortina de humo. En estos asuntos, detrás de
decisiones políticas alegremente permisivas suele haber mucho dinero y muchos votos.
La vieja dama no lo pudo expresar mejor, hace ya medio siglo: "Quiero comprar la
justicia, justicia por mil millones".
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10. DOS CABALGAN JUNTOS


Lo mejor que tienen los centenarios es que nos invitan a releer lo mejor. En mi caso, el
centenario cervantino está provocando un sabroso picoteo en El Quijote y sus
alrededores: Francisco Rico, Martín de Riquer, Madariaga, Manel Mora... A todos ellos
les parece que las largas y serenas cabaldadas del caballero y el escudero constituyen
una excelente puesta en escena. A mí también. Son, además, un pretexto perfecto para
el diálogo, el más humilde y humano de los puentes que atravesamos las personas. Hoy,
atacados por variadas formas de incomunicación, quizá necesitamos más que nunca
recuperar el arte de la conversación, que lleva consigo la predisposición a comprender y
estimar, a responder y aconsejar, a compartir y ayudar. Con frecuencia comprobamos
que escuchar y ser escuchado sienta muy bien, y eso es lo que nos enseña la mejor
novela del mundo a través del más largo y sabroso diálogo que conocemos. Sin Sancho
Panza, don Quijote sería un puro hazmerreír, un pobre loco a quien se engaña y
apedrea. Gracias a su escudero, el caballero se sabe escuchado y estimado, y en ese
clima amable nos muestra la riqueza insospechada de su alma y alcanza a nuestros ojos
una notable estatura humana.
No hay yo sin tú. No hay persona sin diálogo. No hay don Quijote sin Sancho. Al
famoso caballero le hubiera resultado insoportable vagar en solitario por los caminos de
España, y a los lectores su soledad nos habría aburrido sin remedio. Por el diálogo
surge ese profundo afecto entre dos personas tan dispares. Sancho Panza tendrá
sobrados motivos para abandonar a su trastornado amo, pero el afecto que ha fraguado
entre los dos se lo impide y le hace decir que su señor "no tiene nada de bellaco; antes
tiene un alma como un cántaro: no sabe hacer mal a nadie, sino bien a todos, ni tiene
malicia alguna; un niño le hará entender que es de noche en la mitad del día, y por esta
sencillez le quiero como a las telas de mi corazón, y no me amaño a dejarle, por más
disparates que haga".
En nuestros crispados días, la invocación al respeto multicultural es a menudo una
coartada para desentendernos del otro, para que cada uno pueda seguir a su bola en su
mundo confortable. Hoy, un Cervantes tocado por nuestro cinismo existencial bien
podría escribir, con sus dos personajes más famosos, la gran comedia del desencuentro.
Sin embargo, el idealismo más descabellado y el pragmatismo más ramplón se corrigen
y compenetran de forma maravillosa por obra y gracia de dos charlatanes repletos de
humanidad. Es verdad que hablando se entiende la gente, pero en las páginas de nuestra
novela encontramos mucho más: ese diálogo constante da lugar a lo que Salvador de
Madariaga ha llamado quijotización de Sancho y sanchificación de don Quijote, "una
interinfluencia lenta y segura que es, en su inspiración como en su desarrollo, el mayor
encanto y el más hondo acierto del libro". Sabemos que la palabra, por estar cargada de
significado, es capaz de conmover a fondo a quien la escucha. Woody Allen dice que
las dos palabras más impactantes de un idioma son "cáncer" y "benigno", siempre que
se pronuncien juntas. Esta capacidad del lenguaje puede ser tan cordial que llega a ser
terapéutica. Así es la verborrea de Sancho Panza, psicólogo analfabeto y por accidente
que logra la curación de su señor.
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11. MARTA EN EL ESPEJO
Hace tiempo escribí dos novelas sobre un chico de Vigo y una chica de Barcelona que
cambiaba de ciudad y se matriculaba en el instituto del muchacho. Intenté pintar el
paisaje y la vida de un grupo de amigos jóvenes, con sus típicas relaciones. Reconozco
que escribí con esmero, pues pretendía un canto a la amistad y una historia de amor.
Después llegaron las cartas y correos de los lectores, sobre todo adolescentes que se
veían reflejados en esas páginas. En algunos casos, tan reflejados como en un espejo.
Marta, por ejemplo, que también era nueva en un instituto, escribía: "Supongo que no
me va a creer si le digo que me ha pasado lo mismo que a Paula en su novela: hay un
chico muy especial que me llena con las miradas furtivas que me lanza en clase". Marta
resumía toda la intensidad de su sentimiento con una frase mínima y magnífica: "Dios
mío, nunca pensé que fuera a sentir tanto con tan poco".
El sello del Artista
A mí, que siempre me han gustado los matices, me gustó especialmente ese "Dios mío".
Quizá de forma inconsciente, esa espontánea invocación daba la clave de todo lo que el
amor tiene de complejo y misterioso. Si por sus obras consideramos geniales a Mozart
y a Leonardo, a Vivaldi y a Goya, la persona que amamos, tierna o apasionadamente, se
nos presenta como una obra maestra del mismísimo Creador del mundo. Ante nuestros
ojos deslumbrados, ese primer amor, ese hijo, esa esposa, llevan impreso el sello del
Artista con mayúscula, y verlos de otra manera nos parecería rebajarlos de forma
inaceptable.
Los ejemplos que se podrían aportar son innumerables. Un día de otoño de 1896,
Chesterton conoció a Frances Blogg y se enamoró de ella. Aquella noche escribió, en la
soledad de su habitación, que Frances sería la delicia de un príncipe, y que Dios creó el
mundo y puso en él reyes, pueblos y naciones sólo para que así se lo encontrara
Frances. Después escribió a la muchacha para decirle que "cualquier actriz conseguiría
parecerse a Helena de Troya con una barra de labios y un poco de maquillaje, pero
ninguna podría parecerse a ti sin ser una bendición de Dios". Lo curioso es que
Chesterton, en aquellos años, se declaraba agnóstico.

Un regalo inmerecido
Aunque la expresión de Chesterton sea muy propia, su sentimiento es universal. Lo que
escribe nos sugiere, además, una segunda razón para entender el amor en clave divina.
Experimentamos la amistad íntima y el amor profundo como regalos inmerecidos -¿por
qué a mí?-, que proceden de una generosidad imposible entre los hombres. Ana Frank
se enamoró de Peter Van Daan en su escondrijo. Ella tenía catorce años, tres menos que
él, pero la vivacidad de la chiquilla y la timidez del muchacho compensaban la
diferencia de edad. En páginas encantadoras de su Diario, Ana interpreta esa amistad y
ese amor como un regalo divino. El 7 de marzo de 1944 escribe que "por las noches,
cuando termino mis oraciones dando gracias por todas las cosas buenas, queridas y
hermosas, oigo gritos de júbilo dentro de mí, porque pienso en esas cosas buenas como
nuestro refugio, mi buena salud o mi propio ser, y en las cosas queridas como Peter".
Podríamos demostrar esa generosidad divina, de forma indirecta, al constatar que en el
nacimiento de una amistad profunda o de un amor intenso hubo siempre un encuentro
que bien podría no haberse producido. Bastaría con haber nacido en otra calle y haber
estudiado en otro colegio, en otra universidad, para que no hubiéramos conocido a
nuestros mejores amigos, para que no concurrieran las casualidades que nos han unido.
Aunque es muy posible que las casualidades no existan. Chesterton, Marta y Ana Frank
vienen a decirnos que casualidad es el nombre que damos a la Providencia cuando no
hablamos con propiedad. En su célebre ensayo sobre la amistad, C. S. Lewis sospecha
que un invisible Maestro de Ceremonias es quien nos ha presentado a nuestros mejores
amigos, y de ellos quiere valerse para revelarnos la belleza de las personas: una belleza
que procede de Él y a Él debe llevarnos.
La promesa incumplida
Sentimos que el amor despierta en nosotros una sed de felicidad que no puede
aplacarse. De hecho, la inflamación amorosa provocada por la belleza corporal deja
siempre el sabor agridulce de una promesa incumplida. Por eso, los griegos nos dicen
que el amor es hijo de la riqueza y la pobreza, con esa doble herencia: rico en deseos y
pobre en resultados. Es también un griego quien interpreta esa contradictoria naturaleza
en clave divina. Platón afirma que el Ser Sagrado tiembla en el ser querido. Por eso
estaba convencido de que el amor es, en el fondo, una llamada de los dioses, una forma
sutil de hacernos entender que, después de la muerte, nos espera otro mundo donde se
colmará nuestra sed de plenitud.
Concluyo con unos versos que resumen lo que he intentado explicar: las tres razones
que nos llevan a interpretar el amor en clave divina. Pertenecen al poema Esposa, de
Miguel d'Ors:
Con tu mirada tibia
alguien que no eres tú me está mirando: siento
confundido en el tuyo otro amor indecible.
Alguien me quiere en tus te quiero, alguien
acaricia mi vida con tus manos y pone
en cada beso tuyo su latido.
Alguien que está fuera del tiempo, siempre
detrás del invisible umbral del aire.
 
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12. LOS POLÍTICOS TAMBIÉN MUEREN
Una batalla perdida
Nietzsche se pasó media vida predicando la muerte de Dios, hasta que se volvió loco.
Comte soñó con predicar el positivismo ateo en Notre Dame, y profetizó que la estatua
de la Humanidad tendría un día por pedestal el altar de Dios. También murió sin ver su
sueño cumplido. Voltaire estaba convencido de que podría acabar con la Iglesia
Católica: si doce hombres hicieron falta para extenderla por el mundo, uno solo bastaría
para echarla abajo. Desde Nerón, la lista de adversarios mortales del Dios cristiano es
larga, y el fin de todos ellos es común: el cementerio. Mientras tanto, la Iglesia acumula
veinte siglos de vida, y desafía todas las leyes que rigen la supervivencia histórica de
las instituciones. Este sencillo y asombroso dato sería una buena lección para ciertos
gobernantes atacados por cierta furia iconoclasta. Una buena lección si fueran capaces
de superar sus obsesiones ideológicas con una actitud respetuosa hacia la gente que no
piensa como ellos. Si pudieran entender que los demás también tienen derecho a pensar
lo que quieran. Si leyeran Rebelión en la granja y se aplicaran el cuento, para no repetir
la estupidez de los cerdos de Orwell.
Un Dios inevitalbe
Esos políticos no serían agresivos si estuvieran seguros de su ateísmo. Pero su lucha
crispada contra la religión deriva precisamente de su falta de seguridad, y de que
quieren adquirirla por la fuerza del número, por la sugestión de la unanimidad mental.
Sin embargo, hagan lo que hagan, me temo que tienen perdida la batalla de antemano,
pues el hombre es un ser esencialmente religioso, como pone de manifiesto un
conocimiento mínimo de la historia universal. Kant decía que Dios es el ser más difícil
de conocer, pero también el más inevitable. A poco que pensemos, nos resulta
inevitable por varias razones. De entrada, porque nos gustaría saber quiénes somos,
descifrar el misterio de nuestro origen. Escribe Borges, en tres versos magníficos: Para
mí soy un ansia y un arcano, / Una isla de magia y de temores, / Como lo son, tal vez,
todos los hombres.
En segundo lugar, nos preguntamos sobre Dios porque desconocemos el origen de un
universo cuya existencia escapa a cualquier explicación científica. Dice Stephen
Hawking que la ciencia, aunque algún día logre contestar todas nuestras preguntas,
jamás podrá responder a la más importante: Por qué el universo se ha tomado la
molestia de existir. Un universo que se nos presenta como una gigantesca huella de su
Autor. De hecho, aunque Dios no entra por los ojos, tenemos de él la misma evidencia
racional que nos permite ver detrás de una vasija al alfarero, detrás de un edificio al
constructor, detrás de un cuadro al pintor, detrás de una novela al escritor. Está claro
que el mundo -con sus luces, colores y volúmenes-, no es problemático porque haya
ciegos que no pueden verlo. El problema no es el mundo, sino la ceguera. Con Dios
sucede algo parecido, y no es lógico dudar de su existencia porque algunos no le vean.
Nos preguntamos sobre Dios porque estamos hechos para el bien, como atestigua
constantemente nuestra conciencia. En la tumba de Kant están escritas estas palabras
suyas: "Dos cosas hay en el mundo que me llenan de admiración: el cielo estrellado
fuera de mí, y el orden moral dentro de mí". Estamos hechos para el bien y para la
justicia. El absurdo que supone, tantas veces, el triunfo insoportable de la injusticia,
está pidiendo un Juez Supremo que tenga la última palabra. Sócrates dijo que, "si la
muerte acaba con todo, sería ventajosa para los malos".
También estamos hechos para la belleza, para el amor, para la felicidad... Y al mismo
tiempo comprobamos que nada de lo que nos rodea puede calmar esa sed. Pedro Salinas
ha escrito que los besos y las caricias se equivocan siempre: no acaban donde dicen, no
dan lo que prometen. Platón se atreve a decir, en una de sus intuiciones más geniales,
que el Ser Sagrado tiembla en el ser querido, y que el amor provocado por la hermosura
corporal es la llamada de otro mundo para despertarnos, desperezarnos y rescatarnos de
la caverna donde vivimos. Por último, buscamos a Dios porque vemos morir a nuestros
seres queridos y sabemos que nosotros también vamos a morir. Ante la muerte de su
hijo Jorge, Ernesto Sábato escribía: "En este atardecer de 1998, continúo escuchando la
música que él amaba, aguardando con infinita esperanza el momento de reencontrarnos
en ese otro mundo, en ese mundo que quizá, quizá exista".
Superar la contumacia
Después de apuntar brevemente los motivos por los que el ser humano busca a Dios,
entendemos que Hegel haya dicho que no preguntarse sobre Él equivale a decir que no
se debe pensar. También entendemos a Pascal cuando afirma que sólo existen dos
clases de personas razonables: las que aman a Dios de todo corazón porque le conocen,
y las que le buscan de todo corazón porque no le conocen. A esos gobernantes que
pretenden su muerte habría que recordarles lo del personaje de Tirso: "Los muertos que
vos matáis, gozan de buena salud". Deberían entender que la realidad suele ser tozuda,
y que la realidad de Dios no lo es menos: si es expulsado por la puerta, entrará por la
ventana, y si se le arroja por la ventana, entrará por la puerta. A esos gobernantes que
gustan del diálogo y la humildad, les vendría muy bien el recuerdo de Nietzsche, Comte
o Voltaire, porque está claro que la historia se repite.
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13. GENÉTICA Y HOMOSEXUALIDAD
Por un elemental respeto al lenguaje, sobre el que se fundamenta la posibilidad de
comunicación inteligente, la humanidad ha solido llamar al pan pan, al vino vino, y
matrimonio a la unión conyugal de un hombre y una mujer. También es verdad que
siempre han existido Quijotes que han llamado gigantes a los molinos, castillos a las
posadas, y castas doncellas a las mozas de partido. Hoy, una moderna escuela
quijotesca se empeña en llamar matrimonio a la unión homosexual, en contra de la
evidencia más irrefutable: los homosexuales tendrían derecho a engendrar hijos si
pudieran fecundarse, pero es la biología quien les niega esa posibilidad. Las leyes y las
religiones no imponen nada en este asunto, se limitan a subrayar el orden biológico,
pues otra cosa sería un serio desorden. Por eso, si los homosexuales quieren ser tratados
como los demás, tendrán que empezar haciendo lo que suelen hacer los demás: respetar
la realidad y llamar a las cosas por su nombre. Claro que pueden llamar a lo blanco
negro, pero así solo conseguirán engañar a unos pocos, cansar a la mayoría y estrellarse
contra un muro.
La citada escuela quiere hacernos creer que el matrimonio es pura convención, regulada
por el Derecho para dar un barniz de honorabilidad a las relaciones sexuales estables
entre adultos. Pero la verdad es que, en todo tiempo y lugar -desde Altamira al siglo
XXI-, se ha protegido esa unión por estar directamente asociada al origen de la vida y a
la supervivencia de la especie, por ser la institución que más riqueza humana, lazos de
solidaridad y calidad de vida nos aporta. La introducción artificial -por reproducción
asistida o adopción- de un niño en la casa de dos homosexuales, ni convierte a éstos en
matrimonio ni a los tres en familia. Dos homosexuales pueden ser dos buenos padres,
pero nunca serán una madre, ni buena ni mala; dos lesbianas pueden ser dos buenas
madres, pero nunca serán un padre, ni bueno ni malo. "No deseo a ningún niño lo que
no he deseado para mí misma", dice Alejandra Vallejo-Nágera. Y añade: "Me gusta,
siempre me ha gustado, tener un padre y una madre. Cualquier otra combinación de
progenitores me parece incompleta e imperfecta".
Más que un tema jurídico o religioso, más que una cuestión de tolerancia o libertad,
más que un asunto progresista o retrógrado, de derechas o izquierdas, nos encontramos
ante un problema básicamente genético. Se podrá opinar lo que se quiera, pero lo que tú
y yo opinemos es irrelevante cuando los genes tienen la última palabra, y cuando ese
orden natural tiene serias repercusiones psicológicas, emocionales y educativas. El
presidente de la Asociación Mundial de Psiquiatría ha señalado que un niño
"paternizado" por una pareja homosexual entrará necesariamente en conflicto con otros
niños, se comportará psicológicamente como un niño en lucha constante con su entorno
y con los demás, creará frustración y agresividad. Una vez más, con la naturaleza
hemos topado.
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14. VIDEONIÑOS
Hace siglos, muchos lectores de la nobleza -el doncel de Sigüenza, entre otros- se
hacían representar en sus tumbas de mármol o de bronce con un libro en las manos, sin
duda con la ilusión de hacer la muerte más llevadera. Eran tiempos donde los libros
eran escasos. Tan escasos que en las bibliotecas estaban atados con una gruesa cadena,
reforzada con amenaza de excomunión para el que robara uno. Los libros eran tan
valiosos que Bocaccio no dudó en entregar su caballo a cambio de uno de ellos, y un
caballo era algo más que un coche en aquel tiempo. Hoy las cosas han cambiado. Uno
de los mejores humoristas europeos dibujaba, en una viñeta, a dos jóvenes hermanos
-chico y chica- leyendo tranquilamente en un sofá de su casa. Así son sorpendidos por
su padre, que les recrimina su actitud con estas palabras: "Parece mentira... Se os deja
media hora solos y apagáis la tele y el ordenador, y os ponéis a leer... ¡Y queréis que
confiemos en vosotros!"
Con su ironía, ese humorista se suma a una denuncia casi generalizada: la marea
audiovisual que nos invade está provocando, más que un cambio cultural, una auténtica
mutación. Está transformando al homo sapiens, producto de la cultura escrita, en homo
videns, infraeducado por la imagen. Por eso, padres y profesores se enfrentan hoy a un
reto sin precedentes: la educación de videoniños, de criaturas que pasan más tiempo en
el mundo virtual de una pantalla que en el mundo real. Esta situación es alarmante y
hace que la cultura escrita sea más necesaria que nunca.
No es inoportuno recordar que este país -como cualquier otro- necesita buenos lectores.
Muchísima gente joven reconoce que apenas lee, y cuando lo hace es por obligación y
con una inmensa desgana: "Ayer estaba tan aburrido -me decía un alumno- que hasta
me puse a leer un libro". Mi alumno no sabía que el libro es el instrumento de
humanización que nos saca del estado de homo neandhertalensis en que todos nacemos.
Tampoco sabía que un buen libro es la plenitud de esa humanización, y que le
necesitamos para pensar y sentir, para esclarecer la realidad y el laberinto del mundo.
Porque lo cierto es que vivimos en una época con sobredosis de información y de
mensajes contradictorios, donde a menudo "lo bello es feo y lo feo es bello", como
cantaban las brujas que engañaron a Macbeth.
Necesitamos el libro -ha dicho un premio Cervantes- para vivir la verdadera vida, que
está por encima de la ficción política. Para vivir libres de la preocupación por nosotros
mismos. Para arrojar luz y placer en las mañanas del mundo que nos son concedidas.
Me estoy refiriendo a buenos libros, a lecturas selectas, pues es evidente -como
lamentaba Borges- que cada vez se publican más tonterías. Pienso en esos libros
capaces -mientras son leídos- de reducir el resto del mundo a ruido de fondo. Como nos
ha pasado con Ulises y Penélope, con Rodian Raskolnikof y Sonia, con Gandalf y
Frodo, con Platero y Harry Potter, con Átticus Finch, con el rey Lear, con Calixto y
Melibea, con Segismundo y don Quijote. Si no ganamos esta batalla, el videoniño no
crecerá mucho más, y a los treinta años será un adulto con todo el vacío del mundo en
la cabeza.
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15. EMBRIONES
Hoy asistimos a un importante progreso en los conocimientos biomédicos sobre el
origen, la naturaleza, las patologías y los tratamientos de la vida humana. Pero también
constatamos el perfeccionamiento de las técnicas para manipularla y suprimirla.
Conviene recordar, por ello, que la investigación biomédica y sus posibilidades técnicas
no están justificadas a cualquier precio, de la misma manera que una buena
investigación policial no justifica la tortura, y que la necesidad de ganar dinero tampoco
justifica el robo o la venta de droga.
El problema de la manipulación y eliminación de embriones consiste en saber si son o
no son personas. Quienes niegan la condición personal del embrión aducen que ser
persona es tener autonomía vital y capacidad de relación inteligente. Pero eso les pone
en la difícil tesitura de negar la condición personal no sólo al embrión, sino también al
recién nacido, al deficiente mental profundo y al hombre que duerme. Quienes afirman
la condición personal del embrión aportan el testimonio de la biología: el óvulo
fecundado tiene individualidad genética y es capaz de presidir su propio destino hasta la
vejez y la muerte natural. La biología pone así de manifiesto la verdad de una intuición
universal: que el embrión es un ser humano en estado embrionario. 

Por eso, la investigación biomédica debe renunciar a intervenir sobre embriones vivos
si no existe la certeza moral de que no se causará daño alguno a su vida y a su
integridad. Los embriones vivos merecen el respeto que se debe a cualquier persona
humana, y tanto crearlos como mantenerlos en vida para fines experimentales o
comerciales es contrario a la dignidad humana. Incluso si ponemos en duda el estatuto
humano del embrión, esa misma duda tiene una enorme fuerza argumental: ¿no será el
embrión una persona llamada a la autonomía y al protagonismo de su propia vida?
Podrá discutirse. Habrá que sopesar los argumentos. Pero si algo está claro es que, en la
duda, es obligatorio respetar: nadie puede disparar en el bosque cuando duda si lo hace
sobre un hombre.
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16. VIOLENCIA ESCOLAR
En cuestiones de disciplina escolar, hay que reconocer que el patio está bastante
revuelto, con noticias trágicas en primera página. ¿Qué está pasando? Los ensayos e
informes más recientes sobre el mundo de los adolescentes detectan un punto por donde
nuestro sistema educativo hace agua: la falta de autoridad. En ese diagnóstico son
unánimes padres y profesores. Ni unos ni otros echan de menos el autoritarismo de la
violencia física o la humillación, sino el prestigio capaz de garantizar un orden básico.
Un orden que precisa información sobre lo que está bien y lo que está mal, para que la
norma de conducta no sea la ausencia de toda norma, el todo vale. En Los límites de la
educación, una magnífica radiografía de la LOGSE, Mercedes Ruiz Paz explica que la
autoridad supone transmitir la obligatoriedad de unas pautas y valores fundamentales,
de unos criterios que ayudarán a construir personalidades equilibradas, capaces de obrar
con libertad responsable. Sin embargo, lamenta que la moderna pedagogía nos esté
enseñando, con una didáctica demoledora, cómo la tolerancia ilimitada, la permisividad
extrema y la educación sin límites, garantizan la educación en y para la impunidad.
Todos entendemos que la primera autoridad debe ejercerse y aprenderse en la familia.
Y también tenemos claro que esto no siempre sucede. En estos últimos años, muchos
padres y profesores escamotean esta responsabilidad tratando a sus hijos y alumnos de
igual a igual, como coleguillas o amiguetes, sin comprender que la educación no es ni
debe ser una relación entre iguales. Con los hijos, por poner un ejemplo, no se puede
discutir la necesidad de atención médica, y los padres son responsables de esa atención
sin discusión. También suele ser equivocado atribuir a la autoridad la posible
infelicidad de un hijo o de un alumno. En realidad, sucede lo contrario. Una correcta
autoridad hace que el niño y el joven se sientan queridos y seguros, pues notan que le
importan a alguien. Por eso Mafalda odia la sopa y, al mismo tiempo, ama a su madre.
Los expertos en psicología infantil suelen explicar cómo padres y profesores
decepcionan al niño si le dejan hacer todo lo que quiere, entre otras cosas porque su
equivocada tolerancia hará del pequeño un pequeño tirano antipático. Esos adultos
desconocen que una armonía a base de todo tipo de concesiones se asienta sobre un
polvorín, como están demostrando los casos cada vez más frecuentes de violencia
escolar.
Hemos superado los malos tiempos de la letra, con sangre entra, pero el actual
desprestigio de la autoridad evidencia que tendemos a caer en el extremo opuesto. No
comparto con Savater su coqueteo con el hedonismo ni su alergia hacia la religión, pero
aplaudo su reivindicación clara de la autoridad, que pone en solfa la pretensión lúdica
de tanta pedagogía moderna. Señala, en este sentido, que la actual crisis de autoridad se
alimenta del recelo ante la posibilidad de tener que ejercerla. Hemos olvidado que los
niños son educados para ser adultos, no para seguir siendo niños. Además -como
estamos comprobando y lamentando-, "cuando los adultos responsables no ejercen su
autoridad, lo que reina no es la anarquía fraternal sino el despotismo de los cabecillas".
Muchos níños y jóvenes lo están sufriendo en sus carnes.
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17. LEYES LAICAS
Vivimos en una sociedad laica y hemos de tener leyes laicas. Lo decía en televisión uno
de esos desconocidos que, con frecuencia, opinan de lo que saben, de lo que no saben y
de lo que haga falta. Uno pensaba que las leyes, con independencia de lo que sea la
sociedad, han de ser justas. Pero el susodicho no opinaba así. Con su lógica de papel,
podía haber dicho que a una sociedad multicultural le corresponden leyes
multiculturales, que a una sociedad racista y chapucera le corresponden leyes que
justifiquen el racismo y la chapuza... Creo recordar que pedía leyes laicas a propósito
de la eliminación de embriones sobrantes, y que era director o gerente de una clínica
especializada en reproducción asistida. "En yendo contra mi gusto, nada me parece
justo", aclaraba un personaje de Calderón. A nuestro personaje televisivo no le parecía
justa ninguna restricción a su negocio privado, y menos la prohibición de manipular y
tirar al cubo de la basura unos embrioncillos insignificantes.
Así que leyes laicas. El propio Rodríguez nos ha lanzado, desde su Olimpo recién
estrenado, un aviso bien claro: "ha llegado la hora de una visión laica, en la que nadie
impone sus creencias ni en la escuela, ni en la investigación, ni en ninguún ambito de la
sociedad". Por lo que parece, los adjetivos laical y laicista son tan imprecisos que se
están convirtiendo en un peligroso cajón de sastre: en el gran argumento para defender
la postura libertaria e irresponsable del todo vale. A nuestro director o gerente de
clínica privada -y reconozco que esto es solo una suposición fundada- no se le pasó por
la cabeza que el problema de los embriones no tiene nada que ver con el laicismo, sino
con su propio estatuto: ¿son personas o son un mero trozo de carne? De hecho, algunos
de los laicistas más famosos de Europa adoptan, ante los embriones, posturas mucho
más razonables. Norberto Bobbio ha escrito que la ética laica se diferencia de la
religiosa no tanto por los preceptos como por la forma de justificarlos: "la prohibición
de matar es fundamentada por la ética religiosa en un mandamiento divino; una ética
laica la justifica racionalmente". A Bobbio -principal referente, durante décadas, del
pensamiento laico en Italia- no le importó verse unido a los católicos a la hora de dejar
claro su neta oposición al aborto, y lamentó públicamente que "los laicos dejen a los
creyentes el honor de afirmar que no se debe matar".
Con los embriones hay que ser, como mínimo, muy prudentes. Porque, si son personas,
no se puede decir que sobren. La misma duda tiene, en este caso, una enorme fuerza
argumental. Podrá discutirse y habrá que sopesar los argumentos, pero está claro que,
en la duda, es obligatorio respetar: nadie dispara en el bosque cuando duda si lo hace
sobre un hombre. Frente a los embriones, Umberto Eco -otro de los abanderados del
laicismo-, nos dice que "tal vez estemos condenados a saber únicamente que tiene lugar
un proceso cuyo resultado final es el milagro del recién nacido, y que decidir hasta qué
momento se tiene derecho de intervenir en ese proceso y a partir de cuál ya no es lícito
hacerlo, no puede ser ni aclarado ni discutido". Y lo dice después de afirmar que no está
vinculado a otro magisterio que no sea el de la recta razón. Sin complejos.
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18. LA GRAN DEPURADORA
Un amigo ingeniero me dice que la familia es la gran depuradora, capaz de reciclar y
purificar la espesa capa de mugre y malicia que a todos se nos pega en la calle. Con su
comparación ingenieril, él me da el título de esta columna y yo le doy la razón. Porque
es verdad. Cuando las aguas bajan sucias, cuando la televisión envenena las fuentes de
la verdad y del buen gusto, cuando se legisla contra la vida de los más débiles, cuando
se quiere sumergir a los jóvenes en el hedonismo y el sinsentido, nos queda la familia.
En su seno suceden las cosas más importantes de la vida, pues el lugar donde todos
nacemos y morimos no es una oficina o una fábrica. En la familia el ser humano nace,
crece, se educa, se casa, educa a sus hijos y al final muere. En la familia se aprende y se
enseña a vivir y a morir, y esa enseñanza realizada por amor es un trabajo social
absolutamente necesario, imposible de realizar por dinero. A nuestro gobernantes
socialistas les recordamos que la primera y más importante socialización se realiza en el
hogar. No hay yo sin tú, y el primer tú que contempla el recién nacido, antes de
reconocerse a sí mismo, es el semblante de su madre. Por eso, antes que ciudadanos, los
hombres y las mujeres somos miembros de una familia, de una institución que aparece
como la primera y más importante de las formas de convivencia, la tradición más
antigua de la humanidad. De hecho, si la humanidad no se hubiera organizado en
familias, no existirían los Estados y sus Gobiernos.
La especie humana no es viable sin la familia. Pero sería equivocado concebirla como
célula de la sociedad tan sólo en sentido biológico, pues también lo es en el aspecto
social, político, cultural y moral. Virtudes sociales tan importantes como la justicia y el
respeto a los demás se aprenden principalmente en su seno, y también el ejercicio
humano de la autoridad y su acatamiento. La familia es, por tanto, insustituible desde el
punto de vista de la pedagogía social. Su propia estabilidad, por encima de los
pequeños o grandes conflictos inevitables, es ya una escuela de esfuerzo y ayuda
mutua. En esa escuela se forman los hijos en unos hábitos cuyo campo de aplicación
puede fácilmente ampliarse a la convivencia ciudadana. De hecho la convivencia
familiar es una enseñanza incomparablemente superior a la de cualquier razonamiento
abstracto sobre la tolerancia o la paz social.
Espectadores de una crisis familiar sin precedentes, muchos analistas sociales llegan de
nuevo a la vieja conclusión de que la familia es la más amable de las creaciones
humanas, la más delicada mezcla de necesidad y libertad. Sólo ella es capaz de
transimitir con eficacia valores fundamentales que dan sentido a la vida, y eso la hace
especialmente valiosa en un mundo consagrado al pragmatismo. Poco hay que enseñar
a una mariposa o a un pulpo, pero si los seres humanos quieren alcanzar la madurez
personal deben estar bajo la protección de personas responsables durante largos años de
crecimiento intelectual y moral. En este hecho natural y evidente descansa la tarea
insistituible de la familia, y también es evidente que su desconocimiento está generando
un coste social y unas patologías alarmantes. Me temo, por ello, que los Gobiernos que
legislan contra la familia no saben lo que hacen, porque no saben lo que deshacen.
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19. POR QUÉ SOY BUDISTA


Supongamos que un tal Tao Yin publica un libro con el título Por qué soy budista. Lo
lees y resulta que todas sus páginas están atravesadas por la duda sobre la misma
existencia de Buda: ¿no será un mito inventado por sus propios seguidores? En caso de
haber existido, Yin asegura que no conocemos la verdadera identidad de Buda,
desfigurada por oscuros intereses de su entorno más cercano. Sin embargo, Yin se
confiesa budista y dice que cree en lo que no cree.
Estos días he leído Por qué soy cristiano, un libro aquejado de la misma paradoja
budista, pues el autor no tiene clara la realidad histórica de Cristo, y mucho menos su
realidad divina. De la docena larga de afirmaciones que contiene el Credo cristiano,
parece que José Antonio Marina solo admite una: que Jesucristo murió. Lo cual ya es
algo, claro. Reconozco que mi admirado ensayista es tan libre como cualquiera de creer
o no creer que Jesucristo es Dios hecho hombre. Pero si excluye esa premisa mayor,
está claro que el título de su libro ha de ser otro: Por qué no soy cristiano.
La fe en Cristo es la respuesta a un testimonio que viene avalado con la vida de los
testigos y con la credibilidad del mensaje. El testimonio puede ser más o menos creíble,
pero no se puede probar. Nosotros solo podemos reconocer que los primeros cristianos
dieron su vida por Cristo. Pero no podemos ver la resurrección de Cristo. Por eso es
libre la fe. Incluso quienes conocieron a Cristo gozaron de esa libertad. Pilatos
reconoció que Jesús de Nazaret era una buena persona, pero no creyó que fuera Dios
hecho hombre. Pilatos creía más o menos lo que cree Marina ahora, pero nunca se
hubiera atrevido a llamarse cristiano, y menos en el título de un libro.
Me ha sorprendido que Marina -tan escrupuloso con la bibliografía actualizada- se
enrede en planteamientos modernistas de hace un siglo. También me ha sorprendido
que mencione a mil autores y se olvide de Julián Marías, autor de un ensayo
clarividente como pocos: La Perspectiva cristiana. Ya puestos, el que busque buena
divulgación científica sobre el Jesús histórico, que no se pierda Rabí Jesús de Nazaret,
de Francisco Varo. Y no soy amigo de Varo ni de Marías.
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20. EL ARGUMENTO
Cuenta Jiménez Lozano que iban a fusilar al sacristán y a varios vecinos del pueblo. Ya
los tenían contra la tapia, al amanecer, cuando llegó el cura en una burra como un
castillo. Dio los buenos días en seco y quiso interceder ante los milicianos. Pero le
contestaron de mala manera y le aconsejaron que se largara. Entonces se apeó de la
burra y dijo mansamente a los fusiladores: "Que es que no me habéis entendido". Ante
sus carcajadas, el cura se puso nervioso y colorado, se arremangó un poco las mangas
de la sotana, frunció las cejas negras como un tizón, aclaró el vozarrón de los grandes
sermones y ordenó que soltaran a aquellos desgraciados. "¡En el acto!", dijo. Y
entonces se hizo el silencio y le hicieron caso. No por la orden tajante, ni por la navaja
que abría. Obedecieron porque les miró de frente y sacó el argumento: "Que os lo digo
yo..., que he sido capador".
A los pocos días de leer esta historia, Ima Sanchís me preguntó en Barcelona por el
argumento. Se refería a otra cosa, claro, pero a mí me hizo gracia por asociación. Con
la prisa propia de los periodistas, había ojeado "Dios y los náufragos" y pedía a su autor
una especie de silogismo irrefutable para llegar a Dios, un atajo directo y bien
señalizado. Era en julio y hacía bochorno, pero en la redacción de La Vanguardia el aire
acondicionado venía directamente del Polo. Ima se enfundó mi cazadora y la cerró
hasta el cuello para no morir congelada. Después preparó la grabadora y disparó a
bocajarro. Su pregunta, más allá de la legítima curiosidad intelectual, sonaba a súplica,
a búsqueda sincera. Entonces le hablé de las grandes pruebas cosmológicas y escogí
una de sus más bellas formulaciones:
Pregunta a la hermosura de la tierra, del mar, del aire dilatado y difuso. Pregunta a la
magnificencia del cielo, al ritmo acelerado de los astros, al sol -dueño fulgurante del
día- y a la luna -señora esplendente y temperante de la noche-. Pregunta a los animales
que se mueven en el agua, a los que moran en la tierra y a los que vuelan en el aire.
Pregunta a los espíritus que no ves, y a los cuerpos cuya evidencia te entra por los ojos.
Pregunta al mundo visible, que necesita ser gobernado, y al invisible, que es quien
gobierna. Pregúntales a todos, y todos te responderán: "míranos; somos hermosos". Su
hermosura es una confesión. ¿Quién hizo, en efecto, estas hermosuras imperfectas sino
el que es la hermosura perfecta?
Es un célebre texto de San Agustín, y para que Ima no pensara que la argumentación
sobre Dios es cosa de santos, leí el epitafio que don Pedro Pidal, marqués de
Villaviciosa de Asturias, escribió para su propia tumba:
Enamorado del Parque Nacional de la Montaña de Covadonga, en él desearía vivir,
morir y reposar eternamente. Pero esto último en Ordiales, en el reino encantado de los
rebecos y las águilas, allí donde conocí la felicidad de los cielos y de la tierra, allí
donde pasé horas de admiración, ensueño y transporte inolvidables, allí donde adoré a
Dios en sus obras como a Supremo Artífice, allí donde la naturaleza se me apareció
verdaderamente como un templo.
A Ima, inteligente y guapa, el Dios de los filósofos le sabe a poco. Y más cuando son
los mismos filósofos los que se niegan y contradicen entre sí. La periodista es hija de su
tiempo, un tiempo de dudas e increencia, heredero al mismo tiempo de Voltaire y
Descartes, de Comte y Nietzsche, de Marx y Darwin. Piensa con razón que un Dios
concebido como Causa o Inteligencia suprema no da razón de la sinrazón humana, del
dolor inmenso acumulado durante siglos de esclavitud y guerras, enfermedades e
injusticia. "¿Por qué se convierten los conversos famosos? ¿Cómo responde el Dios de
los conversos al misterio del mal, al escándalo del sufrimiento humano?".
La pregunta no se podía formular mejor, y exigía una respuesta a la altura del problema.
Ima se quedó sorprendida al escuchar que todos los conversos coinciden en su
respuesta, y que no es precisamente un argumento sino una Persona. La diferencia entre
entender un argumento y conocer a una persona es grande: no se conoce bien a nadie en
dos minutos, ni en dos horas, ni en dos meses. Por eso los conversos se toman su
tiempo. Mucho más tiempo del que dura una entrevista para la prensa. El tiempo que se
tomó Dostoievski, preso en Siberia cinco años, para entender y resumir el argumento
definitivo de los conversos, tan diferente al del capador:
Soy hijo de este siglo, hijo de la incredulidad y de las dudas, y lo seguiré siendo hasta el
día de mi muerte. Pero mi sed de fe siempre me ha producido una terrible tortura.
Alguna vez Dios me envía momentos de calma total, y en esos momentos he formulado
mi credo personal: que nadie es más bello, profundo, comprensivo, razonable, viril y
perfecto que Cristo. Pero además -y lo digo con un amor entusiasta- no puede haber
nada mejor. Más aún: si alguien me probase que Cristo no es la verdad, y si se probase
que la verdad está fuera de Cristo, preferiría quedarme con Cristo antes que con la
verdad.
 
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21. ¿DÓNDE ESTABA DIOS EL 11-M?


Elie Wiesel, el periodista que acuñó el termino Holocausto, tenía doce años cuando
llegó una noche, en un vagón de ganado, al campo de exterminio de Auschwitz.
Entonces vio un foso del que subían llamas gigantescas. Un camión se acercó al foso y
descargó su carga: (eran niños! Wiesel vivió para contarlo y decirnos que jamás
olvidaría esa primera noche en el campo, que hizo de su vida una larga noche bajo siete
vueltas de llave. Que jamás olvidaría esa humareda y las caras de los niños que vio
convertirse en humo. Que jamás olvidaría esos instantes que asesinaron a su Dios en su
alma, y que dieron a sus sueños el rostro del desierto. Que jamás olvidaría ese silencio
nocturno que le quitó para siempre las ganas de vivir.
Yo estaba en Madrid el 11-M, el día en que un múltiple atentado reventaba varios
vagones de tren, mataba a doscientas personas y hería a más de mil. Me acordé de
Wiesel. ¿Dónde estaba Dios? Sé que no es una pregunta original, pues el ser humano la
lleva formulando desde que apareció sobre la Tierra y comprobó que su vida es siempre
dramática. Pero es una pregunta obligada. La respuesta, en cambio, no lo es. Aunque la
existencia del dolor -en concreto el sufrimiento de los inocentes- es el gran argumento
del ateísmo, la humanidad ha creído de forma muy mayoritaria en Dios.
En cualquier caso, si Dios existe, ¿por qué permite el mal? Sin resolver el misterio de
esta cuestión, una respuesta clásica dice que Dios puede no crear seres libres, pero si los
crea no puede impedir que hagan el mal: ha de respetar las reglas que Él mismo ha
puesto. Otra de las respuestas tradicionales afirma que, aunque el mal no es querido por
Dios, no escapa a su providencia: es conocido, dirigido y ordenado por Él a algún fin.
En este sentido, el psiquiatra Viktor Frankl se preguntaba si un chimpancé, al que se ha
inyectado una y otra vez para producir la vacuna de la poliomelitis -del SIDA, diríamos
hoy-, sería capaz de entender el significado de su sufrimiento. ¿Y no es concebible
-concluye- que exista otra dimensión, un mundo más allá del mundo del hombre, un
mundo en el que la pregunta sobre el significado último del sufrimiento humano
obtenga respuesta?
Lo cierto es que, si Dios es bueno y todopoderoso, Él aparece como último responsable
del triunfo del mal, al menos por no impedirlo. Y, entonces, la historia humana se
convierte en el juicio a Dios. Hay épocas en las que la opinión pública sienta a Dios en
el banquillo. Ya sucedió en el siglo de Voltaire. Y sucede en nuestros días. Cuando el
periodista Vittorio Messori interpela sobre este punto al obispo de Roma, la respuesta
del Pontífice, sin suprimir el misterio de la cuestión, es de una radicalidad
proporcionada a la magnitud del problema: el Dios bíblico entregó a su Hijo a la muerte
en la cruz. ¿Podía justificarse de otro modo ante la sufriente historia humana? ¿No es
una prueba de solidaridad con el hombre que sufre? El hecho de que Cristo haya
permanecido clavado en la cruz hasta el final, el hecho de que sobre la cruz haya
podido decir, como todos los que sufren, "Dios mío, Dios mío, por qué me has
abandonado", ha quedado en la historia del hombre como el argumento más fuerte. "Si
no hubiera existido esa agonía en la cruz -concluye Juan Pablo II-, la verdad de que
Dios es Amor estaría por demostrar".
¡No está lloviendo, está llorando!, repetían los dos millones de manifestantes que el
viernes 12 paseaban su indignación y su tristeza por las calles de Madrid. Tenían razón:
el cielo lloraba, una vez más, la barbarie de esta "especie de los abismos". Pero la
última palabra no la tiene el zarpazo del mal, ni el pelotón de psicólogos
bienintencionados que no pueden devolver la vida a los muertos. "Hoy mismo estarás
conmigo en el Paraíso", prometió Jesucristo a un moribundo torturado en una cruz. Si
todos hemos querido ser madrileños con las víctimas del salvaje atentado, pienso que
Cristo en la cruz es, estos días, más madrileño que ninguno. Y me parece que
preguntarse dónde estaba Dios el 11-M solo tiene una respuesta con sentido: Dios
estaba clavado en una cruz, precisamente por la barbaridad del 11-M y por todas las
barbaridades de la historia humana. Si no fuera así, la Semana Santa sevillana -por
poner un ejemplo muy querido y muy nuestro- sería mero folclore. O, con palabras
duras de Shakespeare, un cuento que nada significa, representado por una panda de
idiotas.
Kant pensaba que Dios existe porque estamos hechos para la justicia. El absurdo que
supone, tantas veces, el triunfo insoportable de la injusticia, está pidiendo un Juez
Supremo que tenga la última palabra. Sócrates resumió ese argumento en una frase
afortunada: "Si la muerte acaba con todo, sería ventajoso para los malos". Kant, que no
se caracterizaba por su fervor religioso y sí por su razón muy despierta, también
pensaba que no es incompatible el sufrimiento humano con la infinita bondad y
omnipotencia de Dios. Con las imágenes madrileñas aún en la retina, estas plabras nos
pueden parecer escandalosas. Pero Kant nos diría, entonces, que un Dios infinitamente
poderoso y bueno bien podría compensar infinitamente cualquier tragedia humana con
un eternidad feliz.
San Agustín pone ese mismo argumento en boca de un muerto que ha sumido en el
desconsuelo a sus seres queridos. Imaginemos que son palabras de un niño a su madre:
"No llores si me amas. ¡Si conocieras el don de Dios y lo que te espera en el Cielo! ¡Si
pudieras oír el cántico de los ángeles y verme en medio de ellos! ¡Si por un instante
pudieras contemplar, como yo, la Belleza ante la que palidecen las bellezas! ¿Me has
amado en el país de las sombras y no te resignas a verme en el de las realidades
eternas? Créeme: cuando llegue el día que Dios haya fijado para que vengas a este
Cielo donde yo te precedo, volverás a ver a quien siempre te ama, y encontrarás mi
corazón con todas las ternuras purificadas. Me encontrarás transfigurado, feliz, no
esperando la muerte, sino avanzando contigo por los senderos de la luz. Por tanto,
enjuga tus lágrimas y no llores si me amas".
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22. ESTUPIDEZ EN SERIE 

Leticia tiene quince años, una guitarra, varios hermanos y mucha simpatía. Le pregunto
su opinión sobre las series de televisión. Me responde que ha decidido no verlas,
porque le parece que confunden el amor con la obsesión por enchufar sexo en las
cabezas de los espectadores. “Pretenden hacernos creer –me explica- que lo normal es
el sexo fuera del matrimonio, el aborto y la eutanasia, y –sobre todo- la
homosexualidad. Además, como los guiones están llenos de humor, parece que todo lo
que muestran es bueno y maravilloso”.
Algún lector estará pensando que esta chiquilla es un poco estrecha, pero José Antonio
Marina dice algo muy parecido: “Si yo fuera un extraterrestre y viera algunos
programas de televisión, pensaría que los humanos son unos salidos que no piensan
nada más que en el sexo. Es la presión de los adultos, entre otras cosas por razones
comerciales, la que está reduciendo el periodo infantil y lanzando, sobre todo a las
chicas, a un mundo obsesivamente sexualizado”.
Algún Lector pensará, sin duda, que Marina es un poco estrecho, pero Ángeles Caso
lamenta esa misma marea de zafiedad en programas donde “se miente, se grita, se
insulta, se calumnia y se rebuzna”. Además, por su propia condición, Ángeles Caso se
centra en el punto de la degradación televisiva que más le duele: la reducción de las
mujeres a trozos de carne, a marujas parlanchinas, a compradoras compulsivas, a
exhibicionistas de cuerpos espléndidos con cerebros de mosquito.
Es posible que Ángeles Caso sea un poco estrecha, pero Emilio Lledó también piensa
que “nuestra televisión es una basura. Y su tiranía sobre la conciencia infantil y juvenil
es un problema más grave que el desempleo y la crisis económica. Esos otros
educadores han invadido sin derecho alguno el espacio de la educación, y han
introducido valores, ideas y palabras mortales para la vida de la mente y de los
hombres. La educación auténtica exige idealismo y generosidad, y sólo es posible por el
cultivo del conocimiento, de la mirada sobre la realidad de la vida y de los hombres. No
se trata de algo utópico. Lo utópico, irreal y ridículo es el pragmatismo de lo inútil, la
falacia de convertir en real las informaciones o esperpentos que nos venden como vida,
ese detritus mental que se produce en muchos rincones de la sociedad”.
Tal vez Lledó..., pero Robert Spaemann también opina que "quienes trabajan en ese
medio de comunicación aplican casi únicamente el criterio del impacto para seleccionar
los temas. De este modo, la tradición basada en valores normales de la vida no tiene ya
espacio. La televisión destruye sistemáticamente la diferencia entre lo normal y lo
anormal, porque en sus parámetros lo normal carece de interés. Por lo tanto, ni el
equilibrio, ni la verdad, ni la belleza se respetan como valores. No sé si peco de
pesimista, pero creo que la dependencia de las personas de la televisión es el hecho más
destructivo de la civilización actual".
Quizá Lledó y Spaemann sean filósofos estrechos, pero es Arturo Pérez-Reverte quien
coincide con ellos y lamenta lo que ha visto en “una de esas series de estudiantes, y de
jóvenes en su misma mismidad”, donde no falta un rata, varias chicas preocupadas
porque Mariano no las mira, un cachas que se cepilla a una de ellas, un guapo que está
saliendo de la droga, una profesora con ganas de tirarse a los alumnos, un gay que
encuentra su media naranja en otro chico gay que resulta ser hijo del conserje, una
chica que se queda embarazada... “Lo malo es que todo eso rebota fuera, y en vez de ser
la serie la que refleja la realidad de los jóvenes, al final resultan los jóvenes de afuera
los que teminan adaptando sus conversaciones, sus ideas, su vida, a lo que la serie
muestra (...). Y me aterra que semejantes personajes, irreales, embusteros en su
pretendida naturalidad, tan planos como el público que los reclama e imita, se
consagren como referencias y ejemplos”.
Los griegos calificaban de obsceno lo que no debía ser representado sobre el escenario
del teatro, por considerarlo degradante para el espectador. Pero nosotros somos
posmodernos, y no necesitamos moralina de Pericles ni de Pérez-Reverte. Por eso
producimos estupidez en serie, y luego vemos esas series con gusto, pues estamos
encantados de descender del mono y de los surrealismos y totalitarismos del siglo XX,
que nos han acostumbrado a admitir que lo negro es blanco, y la noche día, y a tomar la
basura por la más grande de las creaciones humanas. Y, ahora, si algún lector piensa
que estoy exagerando en este párrafo, debo reconocer que tiene razón: por suerte, hay
mucha gente como Leticia.
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23. INCOMPRENSIÓN LECTORA 

Nuestros escolares han vuelto a suspender en asignaturas fundamentales y comprensión


lectora. Ya estamos a la cola de Europa. Si esto sigue así, al Museo de la Evolución
Humana, a punto de ser inaugurado a la sombra de Atapuerca, habrá que
cambiarle Evolución  por Involución. Luego, tras el Informe PISA, viene Pérez Reverte
y despedaza a los últimos ministros y ministras de Cultura, responsables -según él- de
este hundimiento educativo. Parece decirnos, entre líneas, que con Franco leíamos
mejor. Comparación odiosa donde las haya, sobre todo porque es la pura verdad, como
todo el mundo sabe desde que la última evaluación internacional ha vuelto a poner el
dedo en la llaga de la LOE y de su madre, la LOGSE.
Es fácil concluir que los Gobiernos y sus reformas contumaces tienen la culpa del
triunfo de la ignorancia en nuestros lares. No seré yo quien lo niegue, pero me parece
que esa culpa ha de repartirse un poco. Si lo que queremos es un chivo expiatorio,
siempre tendremos una ministra a mano, aunque ya digo que así no haremos justicia.
Sin apuntar a España, Steiner escribe La barbarie de la ignorancia y se queja de que,
en todo el mundo, el noventa y nueve por ciento de los seres humanos prefieren –y
están en su perfecto derecho- la televisión idiota, la lotería, el Tour de Francia, el fútbol
o el bingo antes que la cultura escrita. El sabio profesor lleva toda su vida esperando
que la escolarización obligatoria y la proliferación de bibliotecas cambien tal
porcentaje, pero eso nunca sucede. Porque el animal humano es muy perezoso, mientras
que la cultura es exigente.
Así que la cuestión no es de Gobiernos y ministros, sino mucho más profunda: con la
naturaleza humana hemos topado, esa mezcla inestable y explosiva, explotada por una
cultura del ocio que antes sencillamente no existía, y que ahora florece y se consolida
gracias a una astronómica cuenta de resultados. Me explicaré un poco más. Es evidente
que leer es una elección. Y que si tengo que escoger –como ha sucedido durante siglos-
entre leer y estudiar, la probabilidad de acabar leyendo es alta. En cambio, si además de
leer tengo la posibilidad de escuchar música, de manejar los mandos de la Playo
la Game, de navegar por internet, de chatear, de poner unos mensajes por el móvil, de
aprender inglés en una academia y clarinete en un Conservatorio, entonces también es
evidente que la probabilidad de abrir un libro será mínima. Porque la lectura requiere
tiempo y sosiego como la natación necesita agua. Y tiempo tranquilo es precisamente lo
que ya no tenemos en nuestras sociedades opulentas. Tiene que resultar muy difícil leer
en medio de la trepidación de un parque de atracciones, aunque en eso se están
convirtiendo ciudades y hogares de una España que –en frase de Umbral- ya no es de
izquierdas ni de derechas, sino de El Corte Inglés. Por si fuera poco, este nuevo estilo
de vida, al que llamamos “progreso”, tiene otros efectos colaterales, contrarios a
cualquier actividad intelectual. Bernat Soria acaba de reconocer que la cuarta parte de
los jóvenes españoles juguetean con la droga y el alcohol de forma irresponsable. Y nos
consta que las consultas de niños y adolescentes a psicólogos y psiquiatras aumentan en
la misma proporción que las rupturas familiares.
¿Qué podemos hacer? “Apague y lea” es un buen lema, pero no es fácil aplicarlo, pues
ya no estamos enchufados a un televisor, sino a una docena de cachivaches. Felipe -el
simpático y apático amigo de Mafalda- estaba hace años en minoría. Hoy, por el
contrario, Felipe somos todos –niños, jóvenes y adultos-, inmersos en una una nueva
civilización que –como señala Lipovetsky- ya no se dedica a vencer el deseo sino a
exacerbarlo, de manera que la obligación ha sido reemplazada por la seducción, el
bienestar se ha convertido en Dios y la publicidad en su profeta. Así, abotargados por la
omnipresente cultura del ocio y el exceso de pan y circo, no es extraño que nuestros
jóvenes padezcan la falta de voluntad de Felipe y la indiferencia desdeñosa del
Manolito que se pregunta “a mí qué más me da si el Everest es navegable o no”. ¿Qué
hacer?, repito. Creo que ésa es una buena pregunta.

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