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1. Deliciosa Martha
2. Woody Allen y el dragón
3. Homero y Brad Pitt
4. Matar un ruiseñor
5. No leas el Quijote
6. ¿Por qué muere Ofelia?
7. Un hombre, una mujer y un pero
8. El encanto de Ana
9. La vieja dama
10. Dos cabalgan juntos
11. Marta en el espejo
12. Los políticos también mueren
13. Genética y homosexualidad
14. Videoniños
15. Embriones
16. Violencia escolar
17. Leyes laicas
18. La gran depuradora
19. Por qué soy budista
20. El argumento
21. ¿Dónde estaba Dios el 11-M?
22. Estupidez en serie
23. Incomprensión lectora
1. DELICIOSA MARTHA
"Yo prefiero asarlo". Martha tiene treinta y tantos años y está tumbada sobre un diván.
Si la miras desde arriba, como hace la cámara, verás el óvalo blanco de su cara
enmarcado por un cabello castaño que flota, muy largo, hacia la derecha. Y te recordará
a la Venus de Boticelli. Le está contando una receta de cocina a un hombre joven y
serio que escucha con desgana e inicia un breve diálogo:
- Martha, ¿por qué viene usted a verme todas las semanas?
- Porque mi jefa me ha dicho que me despedirá si no sigo una terapia.
- ¿Y por qué cree que su jefa le ha dicho eso?
Entonces Martha se encoge de hombros, abre los brazos y, con la mirada y la voz más
inocentes del mundo, desarma al psicólogo y empieza a cautivar al espectador:
- Pues..., no sé. No tengo ni idea.
Después la vemos en la cocina de un restaurante, entre una docena de hombres y
mujeres de blanco, que cocinan o sirven a los clientes. Todos se dirigen a ella, y ella
responde, ordena, coordina. Porque Martha es el chef del restaurante de Frida, uno de
los mejores de Hamburgo. Nos parece meticulosa y perfeccionista, celosa del secreto de
sus recetas exquisitas, halagada por una clientela que se deshace en elogios. Sabe que
es la mejor y nunca baja la guardia: está en todos los detalles, maneja los ingredientes,
los porcentajes y los tiempos, y controla una endiablada logística capaz de atender a la
vez cuarenta y siete cubiertos.
Luego está la música: en el restaurante y en la película. Canciones italianas con un
ritmo insistente y pegadizo que desborda alegría. O el susurro apagado del violín y del
bajo, que parecen tocados sobre las cuerdas más sensibles de tu propio corazón para
subrayar una muerte inesperada, una separación dolorosa, la soledad de Martha. Porque
Martha vive sola y está sola. No tiene amigos. Tiene sabiduría culinaria para dirigir un
restaurante exquisito, pero en la película queda claro que la coordinación del trabajo
meticuloso y exigente de un prupo de personas requiere otro tipo de sabiduría. Además
de competencia profesional, precisa competencia humana: algo así como un talante
tejido de exigencia y flexibilidad, perspicacia y comprensión, confianza y diálogo.
Porque trabajar es convivir, y la convivencia siempre pide acompasar sentimientos,
limar asperezas, olvidarse un poco de uno mismo y ponerse en la piel de los colegas,
asumir de alguna manera sus problemas.
Martha tiende a ser inflexible y cortante, desconfiada y suspicaz. Ni admite fallos ni se
los permite. Tampoco encaja la más pequeña crítica, pues se cree perfecta. Así, todas
sus recetas son sabrosas, pero ella misma resulta un plato difícil de tragar y digerir. Se
diría que todo lo que Martha sabe de cocina lo desconoce del corazón humano y de sí
misma. O tal vez no, porque Martha sufre la falta de unos amigos y un amor. Pero no
sabe salir de su torpeza afectiva. Aunque le gustaría amar y ser amada, solo sabe
representar el papel de erizo que va a su bola. Y por eso precisamente cae bien al
espectador. En su dolorosa inmadurez, en su torpeza en el manejo de los sentimientos
propios y ajenos, en su papel de mujer independiente, que ha cambiado su corazón por
un manual de cocina, fuerte y frágil a la vez, Martha nos resulta conmovedora y
deliciosa, como el título exacto de la película.
Sus días se nos presentan como una parábola sobre algunos aspectos típicos de la vida
moderna, sobre el trabajo y las relaciones humanas, sobre los sentimientos y la
necesidad de amar. Por eso, sus imágenes y sus dialógos, envueltos en una música
magnífica, dicen mucho al que dirige una empresa y al que es dirigido, al que debe
educar a sus hijos y al que es educado, al profesor y a sus alumnos.
Al final, ¿qué es lo que necesita esta joven mujer? No parece que el psicólogo
pasmarote, que la escucha con cara de aburrimiento infinito, vaya a aportar algo.
Martha necesita darse de bruces con alguien tan bueno en la cocina como ella, pero
alegre y divertido, sencillo y locuaz, que sepa cantar y contar un chiste, hablar de fútbol
y de música, escuchar y comprender. Martha necesita a Mario, y eso es lo que también
nos regala la guionista y directora de esta deliciosa película, Deliciosa Martha.
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4. MATAR UN RUISEÑOR
La magnífica historia con la que Harper Lee gana el premio Pulitzer sirve para que
Gregory Peck, dando vida al abogado Átticus Finch, logre el Óscar al mejor actor y nos
deje una película antológica. En un Estado sureño con fuertes prejuicios racistas,
Átticus acepta la defensa de un muchacho negro, acusado de haber violado a una chica
blanca. Nadie había llegado tan lejos, y él lo sabe. También sabe que se juega la vida,
pero se emplea a fondo y solo pierde el caso. Gana, en cambio, el respeto de todo el
mundo, y deja a sus hijos una lección inolvidable de integridad y valentía. Átticus es
joven y está viudo. Tiene que educar en solitario a Jem y Sccout, un juicioso muchacho
de 12 años y una despierta chiquilla de 6, traviesa como un diablillo. Y ahí, aportando
cariño, equilibrio y buen sentido a un hogar donde falta la madre, conquista al
espectador. Y también al periodista que, al cubrir la noticia de la muerte del actor,
escribe lo que todos pensábamos: Átticus es el padre que a todos nos gustaría haber
tenido y, más aún, el padre que todos querríamos ser.
La verdad es que, para desempeñar su papel de padre, Átticus tiene a su favor un
mundo mucho menos revuelto que el nuestro. Si alguien lo duda, le aconsejo que eche
un vistazo a esa rediografía de la juventud actual, escrita por Carlos Goñi y Pilar
Guembe, que lleva por título "No se lo digas a mis padres". Bastaría con leer el índice
para comprobar que los problemas se han multiplicado y complicado en las últimas
décadas. Átticus no necesitó estar preparado para enfrentarse a patologías y desórdenes
que en su época afectaban a un mínimo porcentaje de jóvenes o, simplemente, no
existían: la movida del fin de semana y las drogas de diseño, la navegación por Internet,
la anorexia, la fiebre consumista, la cocaína y el alcohol, la depresión, la elección de
tendencia sexual, la adicción a los viedojuegos y a los teléfonos móviles... Décadas
después, tampoco los padres de Guille y Mafalda tuvieron que ser expertos en
educación para ejercer su tarea con solvencia. Vivían en un mundo fácil de entender,
con referencias estables y comunes. Hoy, ese mundo ya no existe. En su lugar, lo que
encontramos es complejidad y fragmentación. El subjetivismo intelectual y el
relativismo moral disuelven la verdad, y sin verdad -lo afirma Savater- es imposible
educar. Hoy, los padres de Mafalda tendrían que leer libros de psicología, hacer cursos
de orientación familiar y poner en práctica el consejo de San Agustín: "Haz lo que
puedas y pide lo que no puedas". Porque hoy, Guille y Mafalda serían más hijos de su
época que de sus padres.
En cualquier caso, Harper Lee y Gregory Peck no han podido reflejar mejor lo que
significa educar y ser padre: esa delicada mezcla de autoridad y cariño, de exigencia
razonable y confianza, de respeto a la libertad y apelación a la responsabilidad, de
disponibilidad y buen humor. Sospecho que Harper Lee pudo inspirarse en la
personalidad de otro padre y abogado genial: Tomás Moro.
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5. NO LEAS EL QUIJOTE
Antes de terminar el curso, Javier me pidió una lista de libros entretenidos para el
verano. Es una petición que se repite todos los años entre mis alumnos, y también entre
colegas y amigos a la caza de lecturas apropiadas para sus hijos. Se trata de ocupar el
tiempo libre que se avecina, de conjurar la amenaza de aburrimiento que planea sobre
las largas vacaciones estivales. Y uno, como profesor de Literatura y profesional del
tema, no tiene más remedio que atender la demanda de consejo. Con mucho gusto
además. Y con varias listas elaboradas durante años, pensadas para edades y
circunstancias diferentes, pues no gusta lo mismo a los ocho que a los ochenta.
Javier tiene quince años, y le toca la lista más generosa: cincuenta títulos fotocopiados
en una cara de folio. Una selección de veinticinco autores españoles y veinticinco
extranjeros. De Homero a Borges, pasando por Cervantes y Shakespeare:
sencillamente, los mejores. Y de todo un poco: novela, poesía, teatro, biografía y
ensayo suave. Obras comprensibles, breves la mayoría, y muy interesantes. Antiguos y
modernos, lejanos y cercanos, incluso vecinos como Delibes y Miguel Martín, a
quienes hemos visto casi a diario durante años.
Con el folio en la mano, Javier quiere saber si se trata de libros tan interesantes como
Harry Potter, y pone cara de incrédulo cuando le aseguro que no, que en mi selección
sólo aparecen obras mucho más interesantes que la mencionada. Luego le explico que
la historia de la literatura no empieza ni termina en Rowling, y que el ranking de
calidad no lo marca necesariamente el número de ejemplares vendidos. "O sea, que el
libro más vendido quizá no es el mejor... ¡Pero es el que más gusta!", argumenta Javier.
En eso estamos de acuerdo, aunque debo matizar de nuevo: "Los libros de Harry Potter
son los que más te gustan porque no has leído otros mejores...". Javier, que es un tipo
práctico, decide pasar de las palabras a los hechos, y me lanza un reto contundente: "¡A
que no me dices cinco libros que me gusten más de Harry Potter!".
La verdad es que Javier me pone un reto fácil, pues su interés por la lectura es muy
reciente, y lo que desconoce y le queda por leer es casi todo. Ha leído a Tolkien, a
Michel Ende y a Jack London, pero no ha tenido aún la inmensa suerte de entrar en la
Odisea (Homero), en Las ratas (Delibes), en Peñagrande (Miguel Martín), en El viento
en los sauces (Kenneth Graham), ni en Marcelino, pan y vino (Sánchez Silva). Javier
agradece mis cincuenta tentaciones en forma de libro y subraya los cinco seleccionados.
Hoy, después de un mes de calores y vacaciones, me encuentro con él y le pregunto por
el reto. Se encoge de hombros, abre los brazos, pone sonrisa de disculpa y me responde
que está leyendo El Quijote. "¡¿Cómo dices?!". No me lo puedo creer. Ni siquiera los
alumnos más lectores te dan esas sorpresas en estos tiempos. Pero Javier me explica
que se lee un capítulo cada noche, ya en la cama, y que se ríe un monton con las
aventuras de la pareja cervantina. Así que, de momento, el reto puede esperar.
Si alguien me pregunta cómo he conseguido que una criatura de quince años disfrute
con la mejor novela del mundo, debo confesar mi inociencia: "No empieces por El
Quijote", fue todo lo que dije al entregarle la lista. El resto, sin duda, lo hizo su
adolescencia.
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6. ¿POR QUÉ MUERE OFELIA?
Hay lectores que no perdonan al novelista la muerte del personaje que les ha
conquistado. Pero el escritor suele ser inocente, porque su obligación es reflejar la vida,
y en la vida sólo hay dos certezas: que tú y yo estamos aquí y que vamos a morir. Todo
lo demás es más o menos probable e incierto: no sabemos con seguridad qué va a ser de
nosotros dentro de cinco, diez, veinte años... Por eso, un relato literario donde no muere
nadie es parcial, incompleto. Por eso, en muchas obras maestras mueren los
protagonistas, y las grandes historias de amor no son una excepción: mueren Romeo y
Julieta, Calixto y Melibea, Cyrano, Hamlet y Ofelia, Héctor, Desdémona, Antígona...
Platón afirmaba que la filosofía es, en el fondo, una meditación sobre la muerte. Quería
decir, con esa contundencia, que quien pasa por la vida sin pensar en la muerte vive
como un sonámbulo. Así piensan también los clásicos de la literatura, que lo son por
haber puesto la brillantez de su estilo al servicio del misterio de la condición humana.
Además, los griegos nos han enseñado que las mejores historias son las que ponen a los
protagonistas en situaciones límite. No admiramos a un señor por el mero hecho de
verle caminar por la calle, pero nos maravilla cuando camina sobre un cable de acero a
gran altura, en el circo, o cuando sube al escenario y se convierte en Alejandro Sanz.
De la misma manera, en literatura no admiramos la historia de lo que puede hacer
cualquiera de nosotros cualquier día. En cambio, nos interesa la resolución de
situaciones difíciles (desde Ulises a Harry Potter), nos conmueven las grandes pasiones
(desde Aquiles a Ana Karenina), y nos sacude violentamente la muerte de alguien a
quien queremos (desde Patroclo a la madre de Bamby).
La tragedia griega -origen de la novela y del cine- no representaba culebrones para
pasar el rato, sino acciones de gran calado, escogidas para conmover al espectador,
configurar su corazón y hacer de él un ciudadano a la medida de la polis. Mediante el
temor y la compasión que provoca en el espectador, la tragedia lleva a cabo la
purgación de tales sentimientos: una descarga de tensión interior (catarsis), semejante a
la que muchos consiguen haciendo deporte o animando a su equipo en un estadio, y
también riendo o llorando ante la gran pantalla. Pero hay otro sentido de la catarsis
mucho más importante: consiste en poner en su sitio los sentimientos fundamentales,
pues las emociones y las pasiones están con frecuencia "revueltas", de forma que lo
bueno nos puede parecer malo, y lo malo bueno. La telebasura, sin ir más lejos, lleva
muchos años practicando a la perfección esta perversión de los sentimientos.
Los griegos sabían que la educación, además de amueblar la cabeza con conceptos y
fortalecer la voluntad con virtudes, ha de llegar hasta los sentimientos para
configurarlos correctamente. Si el conocimiento requiere lecciones y discursos, la
sensibilidad necesita una historia capaz de inducir emociones profundas. Eso logra la
tragedia -y en su estela la novela y el cine- cuando presenta lo vil y lo heroico como vil
y como heroico, y cuando provoca las reacciones emotivas correspondientes, de forma
que el mal resulta despreciable y el bien nos atrae, sin ambigüedad ni confusión. Por
ese precio muere Ofelia.
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9. LA VIEJA DAMA
Una vieja dama regresa un día al pueblo del que se vio obligada a marchar hace más de
cuarenta años. En esas cuatro décadas, todo ha cambiado mucho: mientras el pueblo
está hundido económicamente, con toda su población empobrecida y un aspecto
ruinoso, la vieja dama, viuda de un magnate del petróleo, ha heredado una de las
fortunas más grandes del mundo. Las lógicas esperanzas del pueblo se ven
correspondidas por su ilustre hija, que promete un desorbitante regalo de mil millones
de dólares: quinientos para el municipio y quinientos a repartir entre todas las familias.
Pero la vieja dama se había ido del pueblo con su embarazo juvenil y su deshonra,
abandonada por el hombre que amó. Y ahora supedita su magnanimidad a una
inesperada condición: los mil millones serán para el pueblo y sus familias si alguien
mata a ese hombre. El alcalde, indignado, recuerda a la dama que "estamos en Europa",
no en la selva, y en nombre del pueblo rechaza la oferta: "preferimos seguir siendo
pobres a mancharnos de sangre".
Alfred, el hombre que abandonó a la vieja dama cuando ambos tenían menos de veinte
años, tiene una tienda de ultramarinos y es un vecino muy popular. Por su tienda pasan
ahora sus clientes para manifestarle que están con él incondicionalmente. Al mismo
tiempo, todos empiezan a comprar por encima de sus posibilidades, sin pagar al
contado: "apúntelo a la cuenta", dicen. Todos piden la mejor carne, el tabaco más caro,
un whisky prohibitivo... También empiezan a comprar electrodomésticos y automóviles
a crédito, a vestir ropa nueva... El pueblo está contento, desconocido, y Alfred empieza
a tener claro que la gente "se prepara a celebrar la fiesta de mi asesinato". No se
equivoca. El alcalde le visita una noche para entregarle un fusil cargado, con estas
razones: "Sería deber suyo poner fin a su vida ahora, asumiendo las consecuencias
como un hombre de honor, ¿no le parece? Aunque solo fuera por espíritu de
solidaridad, por amor a su pueblo natal. Usted ya conoce nuestra amarga penuria, la
miseria, los niños hambrientos...".
No voy a contar cómo termina esta historia, porque en realidad todo termina cuando el
pueblo cede a la tentación de la riqueza y prepara el asesinato de Alfred. Dejarle con
vida no cambiaría las cosas, pero matarle sería un excelente negocio. Don Dinero
siempre fue poderoso caballero, y para justificar lo injustificable nunca faltan razones.
La visita de la vieja dama, la más célebre de las obras teatrales de Dürrenmatt, es una
buena parábola del insistente olor a podrido que percibimos en la moderna biomedicina.
Nadie niega que el aborto y los diversos medios de contracepción producen beneficios
astronómicos a las clínicas abortistas y a ciertas multinacionales famacéuticas. También
sabemos que la investigación biomédica se ha disparado por los enormes intereses
económicos que pone en juego. Por eso, el político que acusaba al partido opositor de
oponerse a la investigación con células madre embionarias por prejuicios religiosos, en
realidad estaba lanzando una sospechosa cortina de humo. En estos asuntos, detrás de
decisiones políticas alegremente permisivas suele haber mucho dinero y muchos votos.
La vieja dama no lo pudo expresar mejor, hace ya medio siglo: "Quiero comprar la
justicia, justicia por mil millones".
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Un regalo inmerecido
Aunque la expresión de Chesterton sea muy propia, su sentimiento es universal. Lo que
escribe nos sugiere, además, una segunda razón para entender el amor en clave divina.
Experimentamos la amistad íntima y el amor profundo como regalos inmerecidos -¿por
qué a mí?-, que proceden de una generosidad imposible entre los hombres. Ana Frank
se enamoró de Peter Van Daan en su escondrijo. Ella tenía catorce años, tres menos que
él, pero la vivacidad de la chiquilla y la timidez del muchacho compensaban la
diferencia de edad. En páginas encantadoras de su Diario, Ana interpreta esa amistad y
ese amor como un regalo divino. El 7 de marzo de 1944 escribe que "por las noches,
cuando termino mis oraciones dando gracias por todas las cosas buenas, queridas y
hermosas, oigo gritos de júbilo dentro de mí, porque pienso en esas cosas buenas como
nuestro refugio, mi buena salud o mi propio ser, y en las cosas queridas como Peter".
Podríamos demostrar esa generosidad divina, de forma indirecta, al constatar que en el
nacimiento de una amistad profunda o de un amor intenso hubo siempre un encuentro
que bien podría no haberse producido. Bastaría con haber nacido en otra calle y haber
estudiado en otro colegio, en otra universidad, para que no hubiéramos conocido a
nuestros mejores amigos, para que no concurrieran las casualidades que nos han unido.
Aunque es muy posible que las casualidades no existan. Chesterton, Marta y Ana Frank
vienen a decirnos que casualidad es el nombre que damos a la Providencia cuando no
hablamos con propiedad. En su célebre ensayo sobre la amistad, C. S. Lewis sospecha
que un invisible Maestro de Ceremonias es quien nos ha presentado a nuestros mejores
amigos, y de ellos quiere valerse para revelarnos la belleza de las personas: una belleza
que procede de Él y a Él debe llevarnos.
La promesa incumplida
Sentimos que el amor despierta en nosotros una sed de felicidad que no puede
aplacarse. De hecho, la inflamación amorosa provocada por la belleza corporal deja
siempre el sabor agridulce de una promesa incumplida. Por eso, los griegos nos dicen
que el amor es hijo de la riqueza y la pobreza, con esa doble herencia: rico en deseos y
pobre en resultados. Es también un griego quien interpreta esa contradictoria naturaleza
en clave divina. Platón afirma que el Ser Sagrado tiembla en el ser querido. Por eso
estaba convencido de que el amor es, en el fondo, una llamada de los dioses, una forma
sutil de hacernos entender que, después de la muerte, nos espera otro mundo donde se
colmará nuestra sed de plenitud.
Concluyo con unos versos que resumen lo que he intentado explicar: las tres razones
que nos llevan a interpretar el amor en clave divina. Pertenecen al poema Esposa, de
Miguel d'Ors:
Con tu mirada tibia
alguien que no eres tú me está mirando: siento
confundido en el tuyo otro amor indecible.
Alguien me quiere en tus te quiero, alguien
acaricia mi vida con tus manos y pone
en cada beso tuyo su latido.
Alguien que está fuera del tiempo, siempre
detrás del invisible umbral del aire.
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12. LOS POLÍTICOS TAMBIÉN MUEREN
Una batalla perdida
Nietzsche se pasó media vida predicando la muerte de Dios, hasta que se volvió loco.
Comte soñó con predicar el positivismo ateo en Notre Dame, y profetizó que la estatua
de la Humanidad tendría un día por pedestal el altar de Dios. También murió sin ver su
sueño cumplido. Voltaire estaba convencido de que podría acabar con la Iglesia
Católica: si doce hombres hicieron falta para extenderla por el mundo, uno solo bastaría
para echarla abajo. Desde Nerón, la lista de adversarios mortales del Dios cristiano es
larga, y el fin de todos ellos es común: el cementerio. Mientras tanto, la Iglesia acumula
veinte siglos de vida, y desafía todas las leyes que rigen la supervivencia histórica de
las instituciones. Este sencillo y asombroso dato sería una buena lección para ciertos
gobernantes atacados por cierta furia iconoclasta. Una buena lección si fueran capaces
de superar sus obsesiones ideológicas con una actitud respetuosa hacia la gente que no
piensa como ellos. Si pudieran entender que los demás también tienen derecho a pensar
lo que quieran. Si leyeran Rebelión en la granja y se aplicaran el cuento, para no repetir
la estupidez de los cerdos de Orwell.
Un Dios inevitalbe
Esos políticos no serían agresivos si estuvieran seguros de su ateísmo. Pero su lucha
crispada contra la religión deriva precisamente de su falta de seguridad, y de que
quieren adquirirla por la fuerza del número, por la sugestión de la unanimidad mental.
Sin embargo, hagan lo que hagan, me temo que tienen perdida la batalla de antemano,
pues el hombre es un ser esencialmente religioso, como pone de manifiesto un
conocimiento mínimo de la historia universal. Kant decía que Dios es el ser más difícil
de conocer, pero también el más inevitable. A poco que pensemos, nos resulta
inevitable por varias razones. De entrada, porque nos gustaría saber quiénes somos,
descifrar el misterio de nuestro origen. Escribe Borges, en tres versos magníficos: Para
mí soy un ansia y un arcano, / Una isla de magia y de temores, / Como lo son, tal vez,
todos los hombres.
En segundo lugar, nos preguntamos sobre Dios porque desconocemos el origen de un
universo cuya existencia escapa a cualquier explicación científica. Dice Stephen
Hawking que la ciencia, aunque algún día logre contestar todas nuestras preguntas,
jamás podrá responder a la más importante: Por qué el universo se ha tomado la
molestia de existir. Un universo que se nos presenta como una gigantesca huella de su
Autor. De hecho, aunque Dios no entra por los ojos, tenemos de él la misma evidencia
racional que nos permite ver detrás de una vasija al alfarero, detrás de un edificio al
constructor, detrás de un cuadro al pintor, detrás de una novela al escritor. Está claro
que el mundo -con sus luces, colores y volúmenes-, no es problemático porque haya
ciegos que no pueden verlo. El problema no es el mundo, sino la ceguera. Con Dios
sucede algo parecido, y no es lógico dudar de su existencia porque algunos no le vean.
Nos preguntamos sobre Dios porque estamos hechos para el bien, como atestigua
constantemente nuestra conciencia. En la tumba de Kant están escritas estas palabras
suyas: "Dos cosas hay en el mundo que me llenan de admiración: el cielo estrellado
fuera de mí, y el orden moral dentro de mí". Estamos hechos para el bien y para la
justicia. El absurdo que supone, tantas veces, el triunfo insoportable de la injusticia,
está pidiendo un Juez Supremo que tenga la última palabra. Sócrates dijo que, "si la
muerte acaba con todo, sería ventajosa para los malos".
También estamos hechos para la belleza, para el amor, para la felicidad... Y al mismo
tiempo comprobamos que nada de lo que nos rodea puede calmar esa sed. Pedro Salinas
ha escrito que los besos y las caricias se equivocan siempre: no acaban donde dicen, no
dan lo que prometen. Platón se atreve a decir, en una de sus intuiciones más geniales,
que el Ser Sagrado tiembla en el ser querido, y que el amor provocado por la hermosura
corporal es la llamada de otro mundo para despertarnos, desperezarnos y rescatarnos de
la caverna donde vivimos. Por último, buscamos a Dios porque vemos morir a nuestros
seres queridos y sabemos que nosotros también vamos a morir. Ante la muerte de su
hijo Jorge, Ernesto Sábato escribía: "En este atardecer de 1998, continúo escuchando la
música que él amaba, aguardando con infinita esperanza el momento de reencontrarnos
en ese otro mundo, en ese mundo que quizá, quizá exista".
Superar la contumacia
Después de apuntar brevemente los motivos por los que el ser humano busca a Dios,
entendemos que Hegel haya dicho que no preguntarse sobre Él equivale a decir que no
se debe pensar. También entendemos a Pascal cuando afirma que sólo existen dos
clases de personas razonables: las que aman a Dios de todo corazón porque le conocen,
y las que le buscan de todo corazón porque no le conocen. A esos gobernantes que
pretenden su muerte habría que recordarles lo del personaje de Tirso: "Los muertos que
vos matáis, gozan de buena salud". Deberían entender que la realidad suele ser tozuda,
y que la realidad de Dios no lo es menos: si es expulsado por la puerta, entrará por la
ventana, y si se le arroja por la ventana, entrará por la puerta. A esos gobernantes que
gustan del diálogo y la humildad, les vendría muy bien el recuerdo de Nietzsche, Comte
o Voltaire, porque está claro que la historia se repite.
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13. GENÉTICA Y HOMOSEXUALIDAD
Por un elemental respeto al lenguaje, sobre el que se fundamenta la posibilidad de
comunicación inteligente, la humanidad ha solido llamar al pan pan, al vino vino, y
matrimonio a la unión conyugal de un hombre y una mujer. También es verdad que
siempre han existido Quijotes que han llamado gigantes a los molinos, castillos a las
posadas, y castas doncellas a las mozas de partido. Hoy, una moderna escuela
quijotesca se empeña en llamar matrimonio a la unión homosexual, en contra de la
evidencia más irrefutable: los homosexuales tendrían derecho a engendrar hijos si
pudieran fecundarse, pero es la biología quien les niega esa posibilidad. Las leyes y las
religiones no imponen nada en este asunto, se limitan a subrayar el orden biológico,
pues otra cosa sería un serio desorden. Por eso, si los homosexuales quieren ser tratados
como los demás, tendrán que empezar haciendo lo que suelen hacer los demás: respetar
la realidad y llamar a las cosas por su nombre. Claro que pueden llamar a lo blanco
negro, pero así solo conseguirán engañar a unos pocos, cansar a la mayoría y estrellarse
contra un muro.
La citada escuela quiere hacernos creer que el matrimonio es pura convención, regulada
por el Derecho para dar un barniz de honorabilidad a las relaciones sexuales estables
entre adultos. Pero la verdad es que, en todo tiempo y lugar -desde Altamira al siglo
XXI-, se ha protegido esa unión por estar directamente asociada al origen de la vida y a
la supervivencia de la especie, por ser la institución que más riqueza humana, lazos de
solidaridad y calidad de vida nos aporta. La introducción artificial -por reproducción
asistida o adopción- de un niño en la casa de dos homosexuales, ni convierte a éstos en
matrimonio ni a los tres en familia. Dos homosexuales pueden ser dos buenos padres,
pero nunca serán una madre, ni buena ni mala; dos lesbianas pueden ser dos buenas
madres, pero nunca serán un padre, ni bueno ni malo. "No deseo a ningún niño lo que
no he deseado para mí misma", dice Alejandra Vallejo-Nágera. Y añade: "Me gusta,
siempre me ha gustado, tener un padre y una madre. Cualquier otra combinación de
progenitores me parece incompleta e imperfecta".
Más que un tema jurídico o religioso, más que una cuestión de tolerancia o libertad,
más que un asunto progresista o retrógrado, de derechas o izquierdas, nos encontramos
ante un problema básicamente genético. Se podrá opinar lo que se quiera, pero lo que tú
y yo opinemos es irrelevante cuando los genes tienen la última palabra, y cuando ese
orden natural tiene serias repercusiones psicológicas, emocionales y educativas. El
presidente de la Asociación Mundial de Psiquiatría ha señalado que un niño
"paternizado" por una pareja homosexual entrará necesariamente en conflicto con otros
niños, se comportará psicológicamente como un niño en lucha constante con su entorno
y con los demás, creará frustración y agresividad. Una vez más, con la naturaleza
hemos topado.
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14. VIDEONIÑOS
Hace siglos, muchos lectores de la nobleza -el doncel de Sigüenza, entre otros- se
hacían representar en sus tumbas de mármol o de bronce con un libro en las manos, sin
duda con la ilusión de hacer la muerte más llevadera. Eran tiempos donde los libros
eran escasos. Tan escasos que en las bibliotecas estaban atados con una gruesa cadena,
reforzada con amenaza de excomunión para el que robara uno. Los libros eran tan
valiosos que Bocaccio no dudó en entregar su caballo a cambio de uno de ellos, y un
caballo era algo más que un coche en aquel tiempo. Hoy las cosas han cambiado. Uno
de los mejores humoristas europeos dibujaba, en una viñeta, a dos jóvenes hermanos
-chico y chica- leyendo tranquilamente en un sofá de su casa. Así son sorpendidos por
su padre, que les recrimina su actitud con estas palabras: "Parece mentira... Se os deja
media hora solos y apagáis la tele y el ordenador, y os ponéis a leer... ¡Y queréis que
confiemos en vosotros!"
Con su ironía, ese humorista se suma a una denuncia casi generalizada: la marea
audiovisual que nos invade está provocando, más que un cambio cultural, una auténtica
mutación. Está transformando al homo sapiens, producto de la cultura escrita, en homo
videns, infraeducado por la imagen. Por eso, padres y profesores se enfrentan hoy a un
reto sin precedentes: la educación de videoniños, de criaturas que pasan más tiempo en
el mundo virtual de una pantalla que en el mundo real. Esta situación es alarmante y
hace que la cultura escrita sea más necesaria que nunca.
No es inoportuno recordar que este país -como cualquier otro- necesita buenos lectores.
Muchísima gente joven reconoce que apenas lee, y cuando lo hace es por obligación y
con una inmensa desgana: "Ayer estaba tan aburrido -me decía un alumno- que hasta
me puse a leer un libro". Mi alumno no sabía que el libro es el instrumento de
humanización que nos saca del estado de homo neandhertalensis en que todos nacemos.
Tampoco sabía que un buen libro es la plenitud de esa humanización, y que le
necesitamos para pensar y sentir, para esclarecer la realidad y el laberinto del mundo.
Porque lo cierto es que vivimos en una época con sobredosis de información y de
mensajes contradictorios, donde a menudo "lo bello es feo y lo feo es bello", como
cantaban las brujas que engañaron a Macbeth.
Necesitamos el libro -ha dicho un premio Cervantes- para vivir la verdadera vida, que
está por encima de la ficción política. Para vivir libres de la preocupación por nosotros
mismos. Para arrojar luz y placer en las mañanas del mundo que nos son concedidas.
Me estoy refiriendo a buenos libros, a lecturas selectas, pues es evidente -como
lamentaba Borges- que cada vez se publican más tonterías. Pienso en esos libros
capaces -mientras son leídos- de reducir el resto del mundo a ruido de fondo. Como nos
ha pasado con Ulises y Penélope, con Rodian Raskolnikof y Sonia, con Gandalf y
Frodo, con Platero y Harry Potter, con Átticus Finch, con el rey Lear, con Calixto y
Melibea, con Segismundo y don Quijote. Si no ganamos esta batalla, el videoniño no
crecerá mucho más, y a los treinta años será un adulto con todo el vacío del mundo en
la cabeza.
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15. EMBRIONES
Hoy asistimos a un importante progreso en los conocimientos biomédicos sobre el
origen, la naturaleza, las patologías y los tratamientos de la vida humana. Pero también
constatamos el perfeccionamiento de las técnicas para manipularla y suprimirla.
Conviene recordar, por ello, que la investigación biomédica y sus posibilidades técnicas
no están justificadas a cualquier precio, de la misma manera que una buena
investigación policial no justifica la tortura, y que la necesidad de ganar dinero tampoco
justifica el robo o la venta de droga.
El problema de la manipulación y eliminación de embriones consiste en saber si son o
no son personas. Quienes niegan la condición personal del embrión aducen que ser
persona es tener autonomía vital y capacidad de relación inteligente. Pero eso les pone
en la difícil tesitura de negar la condición personal no sólo al embrión, sino también al
recién nacido, al deficiente mental profundo y al hombre que duerme. Quienes afirman
la condición personal del embrión aportan el testimonio de la biología: el óvulo
fecundado tiene individualidad genética y es capaz de presidir su propio destino hasta la
vejez y la muerte natural. La biología pone así de manifiesto la verdad de una intuición
universal: que el embrión es un ser humano en estado embrionario.
Por eso, la investigación biomédica debe renunciar a intervenir sobre embriones vivos
si no existe la certeza moral de que no se causará daño alguno a su vida y a su
integridad. Los embriones vivos merecen el respeto que se debe a cualquier persona
humana, y tanto crearlos como mantenerlos en vida para fines experimentales o
comerciales es contrario a la dignidad humana. Incluso si ponemos en duda el estatuto
humano del embrión, esa misma duda tiene una enorme fuerza argumental: ¿no será el
embrión una persona llamada a la autonomía y al protagonismo de su propia vida?
Podrá discutirse. Habrá que sopesar los argumentos. Pero si algo está claro es que, en la
duda, es obligatorio respetar: nadie puede disparar en el bosque cuando duda si lo hace
sobre un hombre.
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16. VIOLENCIA ESCOLAR
En cuestiones de disciplina escolar, hay que reconocer que el patio está bastante
revuelto, con noticias trágicas en primera página. ¿Qué está pasando? Los ensayos e
informes más recientes sobre el mundo de los adolescentes detectan un punto por donde
nuestro sistema educativo hace agua: la falta de autoridad. En ese diagnóstico son
unánimes padres y profesores. Ni unos ni otros echan de menos el autoritarismo de la
violencia física o la humillación, sino el prestigio capaz de garantizar un orden básico.
Un orden que precisa información sobre lo que está bien y lo que está mal, para que la
norma de conducta no sea la ausencia de toda norma, el todo vale. En Los límites de la
educación, una magnífica radiografía de la LOGSE, Mercedes Ruiz Paz explica que la
autoridad supone transmitir la obligatoriedad de unas pautas y valores fundamentales,
de unos criterios que ayudarán a construir personalidades equilibradas, capaces de obrar
con libertad responsable. Sin embargo, lamenta que la moderna pedagogía nos esté
enseñando, con una didáctica demoledora, cómo la tolerancia ilimitada, la permisividad
extrema y la educación sin límites, garantizan la educación en y para la impunidad.
Todos entendemos que la primera autoridad debe ejercerse y aprenderse en la familia.
Y también tenemos claro que esto no siempre sucede. En estos últimos años, muchos
padres y profesores escamotean esta responsabilidad tratando a sus hijos y alumnos de
igual a igual, como coleguillas o amiguetes, sin comprender que la educación no es ni
debe ser una relación entre iguales. Con los hijos, por poner un ejemplo, no se puede
discutir la necesidad de atención médica, y los padres son responsables de esa atención
sin discusión. También suele ser equivocado atribuir a la autoridad la posible
infelicidad de un hijo o de un alumno. En realidad, sucede lo contrario. Una correcta
autoridad hace que el niño y el joven se sientan queridos y seguros, pues notan que le
importan a alguien. Por eso Mafalda odia la sopa y, al mismo tiempo, ama a su madre.
Los expertos en psicología infantil suelen explicar cómo padres y profesores
decepcionan al niño si le dejan hacer todo lo que quiere, entre otras cosas porque su
equivocada tolerancia hará del pequeño un pequeño tirano antipático. Esos adultos
desconocen que una armonía a base de todo tipo de concesiones se asienta sobre un
polvorín, como están demostrando los casos cada vez más frecuentes de violencia
escolar.
Hemos superado los malos tiempos de la letra, con sangre entra, pero el actual
desprestigio de la autoridad evidencia que tendemos a caer en el extremo opuesto. No
comparto con Savater su coqueteo con el hedonismo ni su alergia hacia la religión, pero
aplaudo su reivindicación clara de la autoridad, que pone en solfa la pretensión lúdica
de tanta pedagogía moderna. Señala, en este sentido, que la actual crisis de autoridad se
alimenta del recelo ante la posibilidad de tener que ejercerla. Hemos olvidado que los
niños son educados para ser adultos, no para seguir siendo niños. Además -como
estamos comprobando y lamentando-, "cuando los adultos responsables no ejercen su
autoridad, lo que reina no es la anarquía fraternal sino el despotismo de los cabecillas".
Muchos níños y jóvenes lo están sufriendo en sus carnes.
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17. LEYES LAICAS
Vivimos en una sociedad laica y hemos de tener leyes laicas. Lo decía en televisión uno
de esos desconocidos que, con frecuencia, opinan de lo que saben, de lo que no saben y
de lo que haga falta. Uno pensaba que las leyes, con independencia de lo que sea la
sociedad, han de ser justas. Pero el susodicho no opinaba así. Con su lógica de papel,
podía haber dicho que a una sociedad multicultural le corresponden leyes
multiculturales, que a una sociedad racista y chapucera le corresponden leyes que
justifiquen el racismo y la chapuza... Creo recordar que pedía leyes laicas a propósito
de la eliminación de embriones sobrantes, y que era director o gerente de una clínica
especializada en reproducción asistida. "En yendo contra mi gusto, nada me parece
justo", aclaraba un personaje de Calderón. A nuestro personaje televisivo no le parecía
justa ninguna restricción a su negocio privado, y menos la prohibición de manipular y
tirar al cubo de la basura unos embrioncillos insignificantes.
Así que leyes laicas. El propio Rodríguez nos ha lanzado, desde su Olimpo recién
estrenado, un aviso bien claro: "ha llegado la hora de una visión laica, en la que nadie
impone sus creencias ni en la escuela, ni en la investigación, ni en ninguún ambito de la
sociedad". Por lo que parece, los adjetivos laical y laicista son tan imprecisos que se
están convirtiendo en un peligroso cajón de sastre: en el gran argumento para defender
la postura libertaria e irresponsable del todo vale. A nuestro director o gerente de
clínica privada -y reconozco que esto es solo una suposición fundada- no se le pasó por
la cabeza que el problema de los embriones no tiene nada que ver con el laicismo, sino
con su propio estatuto: ¿son personas o son un mero trozo de carne? De hecho, algunos
de los laicistas más famosos de Europa adoptan, ante los embriones, posturas mucho
más razonables. Norberto Bobbio ha escrito que la ética laica se diferencia de la
religiosa no tanto por los preceptos como por la forma de justificarlos: "la prohibición
de matar es fundamentada por la ética religiosa en un mandamiento divino; una ética
laica la justifica racionalmente". A Bobbio -principal referente, durante décadas, del
pensamiento laico en Italia- no le importó verse unido a los católicos a la hora de dejar
claro su neta oposición al aborto, y lamentó públicamente que "los laicos dejen a los
creyentes el honor de afirmar que no se debe matar".
Con los embriones hay que ser, como mínimo, muy prudentes. Porque, si son personas,
no se puede decir que sobren. La misma duda tiene, en este caso, una enorme fuerza
argumental. Podrá discutirse y habrá que sopesar los argumentos, pero está claro que,
en la duda, es obligatorio respetar: nadie dispara en el bosque cuando duda si lo hace
sobre un hombre. Frente a los embriones, Umberto Eco -otro de los abanderados del
laicismo-, nos dice que "tal vez estemos condenados a saber únicamente que tiene lugar
un proceso cuyo resultado final es el milagro del recién nacido, y que decidir hasta qué
momento se tiene derecho de intervenir en ese proceso y a partir de cuál ya no es lícito
hacerlo, no puede ser ni aclarado ni discutido". Y lo dice después de afirmar que no está
vinculado a otro magisterio que no sea el de la recta razón. Sin complejos.
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18. LA GRAN DEPURADORA
Un amigo ingeniero me dice que la familia es la gran depuradora, capaz de reciclar y
purificar la espesa capa de mugre y malicia que a todos se nos pega en la calle. Con su
comparación ingenieril, él me da el título de esta columna y yo le doy la razón. Porque
es verdad. Cuando las aguas bajan sucias, cuando la televisión envenena las fuentes de
la verdad y del buen gusto, cuando se legisla contra la vida de los más débiles, cuando
se quiere sumergir a los jóvenes en el hedonismo y el sinsentido, nos queda la familia.
En su seno suceden las cosas más importantes de la vida, pues el lugar donde todos
nacemos y morimos no es una oficina o una fábrica. En la familia el ser humano nace,
crece, se educa, se casa, educa a sus hijos y al final muere. En la familia se aprende y se
enseña a vivir y a morir, y esa enseñanza realizada por amor es un trabajo social
absolutamente necesario, imposible de realizar por dinero. A nuestro gobernantes
socialistas les recordamos que la primera y más importante socialización se realiza en el
hogar. No hay yo sin tú, y el primer tú que contempla el recién nacido, antes de
reconocerse a sí mismo, es el semblante de su madre. Por eso, antes que ciudadanos, los
hombres y las mujeres somos miembros de una familia, de una institución que aparece
como la primera y más importante de las formas de convivencia, la tradición más
antigua de la humanidad. De hecho, si la humanidad no se hubiera organizado en
familias, no existirían los Estados y sus Gobiernos.
La especie humana no es viable sin la familia. Pero sería equivocado concebirla como
célula de la sociedad tan sólo en sentido biológico, pues también lo es en el aspecto
social, político, cultural y moral. Virtudes sociales tan importantes como la justicia y el
respeto a los demás se aprenden principalmente en su seno, y también el ejercicio
humano de la autoridad y su acatamiento. La familia es, por tanto, insustituible desde el
punto de vista de la pedagogía social. Su propia estabilidad, por encima de los
pequeños o grandes conflictos inevitables, es ya una escuela de esfuerzo y ayuda
mutua. En esa escuela se forman los hijos en unos hábitos cuyo campo de aplicación
puede fácilmente ampliarse a la convivencia ciudadana. De hecho la convivencia
familiar es una enseñanza incomparablemente superior a la de cualquier razonamiento
abstracto sobre la tolerancia o la paz social.
Espectadores de una crisis familiar sin precedentes, muchos analistas sociales llegan de
nuevo a la vieja conclusión de que la familia es la más amable de las creaciones
humanas, la más delicada mezcla de necesidad y libertad. Sólo ella es capaz de
transimitir con eficacia valores fundamentales que dan sentido a la vida, y eso la hace
especialmente valiosa en un mundo consagrado al pragmatismo. Poco hay que enseñar
a una mariposa o a un pulpo, pero si los seres humanos quieren alcanzar la madurez
personal deben estar bajo la protección de personas responsables durante largos años de
crecimiento intelectual y moral. En este hecho natural y evidente descansa la tarea
insistituible de la familia, y también es evidente que su desconocimiento está generando
un coste social y unas patologías alarmantes. Me temo, por ello, que los Gobiernos que
legislan contra la familia no saben lo que hacen, porque no saben lo que deshacen.
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22. ESTUPIDEZ EN SERIE
Leticia tiene quince años, una guitarra, varios hermanos y mucha simpatía. Le pregunto
su opinión sobre las series de televisión. Me responde que ha decidido no verlas,
porque le parece que confunden el amor con la obsesión por enchufar sexo en las
cabezas de los espectadores. “Pretenden hacernos creer –me explica- que lo normal es
el sexo fuera del matrimonio, el aborto y la eutanasia, y –sobre todo- la
homosexualidad. Además, como los guiones están llenos de humor, parece que todo lo
que muestran es bueno y maravilloso”.
Algún lector estará pensando que esta chiquilla es un poco estrecha, pero José Antonio
Marina dice algo muy parecido: “Si yo fuera un extraterrestre y viera algunos
programas de televisión, pensaría que los humanos son unos salidos que no piensan
nada más que en el sexo. Es la presión de los adultos, entre otras cosas por razones
comerciales, la que está reduciendo el periodo infantil y lanzando, sobre todo a las
chicas, a un mundo obsesivamente sexualizado”.
Algún Lector pensará, sin duda, que Marina es un poco estrecho, pero Ángeles Caso
lamenta esa misma marea de zafiedad en programas donde “se miente, se grita, se
insulta, se calumnia y se rebuzna”. Además, por su propia condición, Ángeles Caso se
centra en el punto de la degradación televisiva que más le duele: la reducción de las
mujeres a trozos de carne, a marujas parlanchinas, a compradoras compulsivas, a
exhibicionistas de cuerpos espléndidos con cerebros de mosquito.
Es posible que Ángeles Caso sea un poco estrecha, pero Emilio Lledó también piensa
que “nuestra televisión es una basura. Y su tiranía sobre la conciencia infantil y juvenil
es un problema más grave que el desempleo y la crisis económica. Esos otros
educadores han invadido sin derecho alguno el espacio de la educación, y han
introducido valores, ideas y palabras mortales para la vida de la mente y de los
hombres. La educación auténtica exige idealismo y generosidad, y sólo es posible por el
cultivo del conocimiento, de la mirada sobre la realidad de la vida y de los hombres. No
se trata de algo utópico. Lo utópico, irreal y ridículo es el pragmatismo de lo inútil, la
falacia de convertir en real las informaciones o esperpentos que nos venden como vida,
ese detritus mental que se produce en muchos rincones de la sociedad”.
Tal vez Lledó..., pero Robert Spaemann también opina que "quienes trabajan en ese
medio de comunicación aplican casi únicamente el criterio del impacto para seleccionar
los temas. De este modo, la tradición basada en valores normales de la vida no tiene ya
espacio. La televisión destruye sistemáticamente la diferencia entre lo normal y lo
anormal, porque en sus parámetros lo normal carece de interés. Por lo tanto, ni el
equilibrio, ni la verdad, ni la belleza se respetan como valores. No sé si peco de
pesimista, pero creo que la dependencia de las personas de la televisión es el hecho más
destructivo de la civilización actual".
Quizá Lledó y Spaemann sean filósofos estrechos, pero es Arturo Pérez-Reverte quien
coincide con ellos y lamenta lo que ha visto en “una de esas series de estudiantes, y de
jóvenes en su misma mismidad”, donde no falta un rata, varias chicas preocupadas
porque Mariano no las mira, un cachas que se cepilla a una de ellas, un guapo que está
saliendo de la droga, una profesora con ganas de tirarse a los alumnos, un gay que
encuentra su media naranja en otro chico gay que resulta ser hijo del conserje, una
chica que se queda embarazada... “Lo malo es que todo eso rebota fuera, y en vez de ser
la serie la que refleja la realidad de los jóvenes, al final resultan los jóvenes de afuera
los que teminan adaptando sus conversaciones, sus ideas, su vida, a lo que la serie
muestra (...). Y me aterra que semejantes personajes, irreales, embusteros en su
pretendida naturalidad, tan planos como el público que los reclama e imita, se
consagren como referencias y ejemplos”.
Los griegos calificaban de obsceno lo que no debía ser representado sobre el escenario
del teatro, por considerarlo degradante para el espectador. Pero nosotros somos
posmodernos, y no necesitamos moralina de Pericles ni de Pérez-Reverte. Por eso
producimos estupidez en serie, y luego vemos esas series con gusto, pues estamos
encantados de descender del mono y de los surrealismos y totalitarismos del siglo XX,
que nos han acostumbrado a admitir que lo negro es blanco, y la noche día, y a tomar la
basura por la más grande de las creaciones humanas. Y, ahora, si algún lector piensa
que estoy exagerando en este párrafo, debo reconocer que tiene razón: por suerte, hay
mucha gente como Leticia.
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23. INCOMPRENSIÓN LECTORA