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VERDAD, LIBERTAD Y RELATIVISMO EN LA


DEMOCRACIA CONTEMPORANEA:
REXIONES FILOSÓFICAS A PARTIR DEL PENSAMIENTO
DEL CARDENAL JOSEPH RATZINGER

Investigador:
Jaime Araos San Martín
Instituto de Filosofía
Pontificia Universidad Católica de Chile
Co-investigador:
María Alejandra Carrasco Barraza
Facultad de Filosofía
Pontificia Universidad Católica de Chile

RESÚMEN

En el siguiente texto se intenta dar cuenta de los efectos de la "dictadura del relativismo"
que el Papa Benedicto XVI ha venido denunciando, así como de las posibles actitudes que
convendría tomar frente a ella. En primer término, esta "dictadura" es consecuencia de una
profunda crisis en la historia del valor de la libertad humana, que tuvo su origen en la
modernidad y la revolución de las ciencias, cuando se empezó a creer que solo lo
empíricamente comprobable era susceptible de verdad, y que cualquier otra afirmación, no
perteneciente al mundo de las ciencias, era necesariamente "subjetiva", "privada", "relativa"
a quien la dijera. En otras palabras, la cultura relativista que vivimos se relaciona
directamente con la desvinculación de los conceptos de libertad y verdad, o con la supuesta
imposibilidad de acceder a la verdad en materias morales. Esta es la crisis que ahora
degrada al hombre, y que el Papa nos insta a denunciar y resistir.

De hecho, a la luz de un análisis más detenido, se comprende con claridad que,


paradójicamente, relativismo y libertad son conceptos que se excluyen mutuamente. Y
debido a ello, los valores que enarbolan los partidarios del relativismo, como el diálogo, la
tolerancia, la democracia y la autonomía, son también, cuando se entienden desde la
perspectiva relativista, contrarios a la libertad real del ser humano. Antes bien, encarcelan
al hombre en el narcisismo, las modas, las opiniones de la nueva oligarquía de los
"modernos y progresistas" y, en última instancia, en ser un hombre más de una masa
incapaz de proponerse y cumplir su propio proyecto de vida.

"Decir la verdad, ¿es un deber o una arrogancia?" pregunta Benedicto XVI en uno de sus
escritos. Afirmar que existe una verdad en cuanto tal, y no en el relativo "para mí esto es
verdadero, para ti puede no serlo", se considera en el mundo contemporáneo un
fundamentalismo, dogmatismo y hasta un peligro para la sociedad pluralista. Sin embargo,
no afirmar la "distinción crítica" (vale decir, que existe efectivamente una diferencia
objetiva entre la verdad y el error, o el bien y el mal), como actualmente hace la cultura
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relativista, significa creer que cualquier valor vale lo mismo, que no hay nada que nos
pueda impulsar a ser mejores, a tener proyectos, a salir del vacío de sentido al que nos han
arrojado los pequeños e insatisfactorios fines del placer y la utilidad. Afirmar la distinción
crítica en este momento -decir que una verdad es verdadera con independencia de que se
crea o no, como que la vida de un feto es valiosa aunque exista quienes no lo consideren
tal- se considera una arrogancia. No obstante, el Papa nos dice que es un deber, y un deber
ineludible para la Iglesia, aunque toda la corriente cultural vaya exactamente en la dirección
contraria.

¿Por qué el concepto de libertad de la cultura relativista termina vaciando al hombre de


sentido, degradándolo y, en definitiva, cerrándole el camino de su autorrealización? Cuando
se comenzó a ver la moral como subjetiva, pues solo lo empíricamente comprobable podrá
con razón llamarse "verdadero", el valor de la libertad quedó también en el ámbito de lo
privado y arbitrario. Desde entonces, y de manera creciente, la libertad se ha entendido
como espontaneidad o como autonomía. Ninguno de estos conceptos es malo en sí mismo;
salvo, como sucede en la actualidad, cuando se cierran a cualquier exigencia que provenga
del exterior, de la naturaleza, la historia o la cultura. Solo se considera espontaneo o
autónomo lo que, tras una introspección, más o menos conciente, se encuentra en el interior
de uno mismo. Y allí, cerrados a la realidad externa, no puede haber más que "las ganas", lo
que "yo decido porque es mi verdad, y es "auténtico" porque es lo que me fluyó en ese
momento". Naturalmente, conociendo la estructura de la praxis humana, en que en cada
acción que realizamos, cada decisión que tomamos, implica un ir incorporando a nosotros
mismos esos fines a los que tendemos, e ir con ello configurando nuestra personalidad (si
robo, me hago ladrona); "lo que me da la gana" suele ser un fin bastante poco sustancial y,
habitualmente, inconsistente. Nadie tiene siempre las mismas "ganas", la publicidad y la
propaganda influyen fuertemente en ellas, y la cultura dominante termina definiendo
nuestra personalidad de acuerdo con sus valores, convirtiéndose en una verdadera
dictadura. Si la cultura es relativista, si todo vale lo mismo, nada vale nada; y aquello que
incorporamos a nuestro ser, por tanto, es exactamente eso: vacío y sin sentido.

¿Qué hacer frente a una realidad como ésta, en que decir la verdad se considera
"arrogancia"? Arriesgarse a ser "arrogantes", y decir que las verdades no son verdades
porque se creen sino que se creen porque son verdad. La libertad no se puede enseñar; no es
un conocimiento teórico que pueda obtenerse en una sala de clases. La libertad es
esencialmente práctica, por lo que nuestra primera misión es mostrar que hay fines más
valiosos que otros, que hay verdades por las que vale la pena renunciar a muchos placeres,
y que ello nos vuelve a abrir las puertas a la felicidad. La verdad no se puede demostrar,
pero sí se puede mostrar. Y como el hombre es esencialmente dialógico, como se alimenta
de su cultura al tiempo que también la cambia, como tiende a los ideales que su cultura le
presenta, la misión de los que creemos que no hay libertad sin verdad es presentar este ideal
de un modo plausible, re-articularlo, ofrecerlo, volver a poner ante los ojos estos ideales,
estos bienes, que son la fuente de la vida moral. EI horizonte cultural contemporáneo está
cerrado a los bienes no-relativos, pero si conseguimos volver a proponerlos, y hacerlos así
de nuevo "elegibles", podemos tener la certeza de un re-arme de la vida moral. Porque todo
hombre, como dice Ratzinger, está siempre buscando la verdad. Y cuando la encuentre, y
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tenga la suficiente honestidad intelectual para reconocerla, se dejará seducir por ella. Y
podrá, como corresponde a su dignidad, volver a ser realmente libre.

LIBERTAD Y VERDAD A LA LUZ DEL PENSAMIENTO DE J. RATZINGER

¿Qué relación puede existir entre la libertad y la verdad? Actualmente estos conceptos se
consideran, muchas veces, como opuestos y excluyentes, especialmente si se está
explícitamente hablando de una verdad "en sí" y no solo la relativa "para mí". No se acepta
que exista una verdad en sí misma –y por tanto tampoco un error en sí-, ni un bien o un mal
independientes de la voluntad individual. Se niega la llamada "distinción crítica": la
diferencia real, al margen de si es o no reconocida, entre el bien y el malo la verdad y el
error. La cultura actual se cierra a la posibilidad de una verdad vinculante, y exacerba en
cambio el concepto de la libertad como elección: elección incluso de lo que es verdadero o
bueno. Esto lleva, naturalmente, al relativismo, como denunciara el Papa Benedicto XVI, y
el que en nombre de la libertad se impone como una verdadera dictadura. De hecho,
paradójica y subrepticiamente, el relativismo anula toda libertad a las personas,
convirtiéndolas en seguidoras ciegas de las modas y opiniones dominantes, de lo que la
“nueva oligarquía de los modernos y progresistas de esa sociedad decidan”. Cuando hay
relativismo no hay libertad, porque la libertad, sin verdad, no existe; y el hombre sin
libertad es un hombre degradado. De aquí la gravedad de la dictadura del relativismo, y la
urgencia de buscar los caminos para revertir esta situación.

1. DIMENSIONES DE LA LIBERTAD

Tradicionalmente se distinguen cuatro dimensiones de la libertad: Primero, la libertad


trascendental, que es innata, pertenece a nuestra intimidad y es donde cada uno de nosotros
está a disposición de sí mismo y puede proyectar su vida, hacerse como quiere ser. Esta
libertad es la que nos impulsa a elegir fines, y par ello es la condición de posibilidad de la
praxis, de que exista la conducta humana libre. En segundo término, existe la libertad
electiva, que también innata, aunque más bien psicológica, identificándose con lo que en
general hoy se entiende por "libertad". Esta es la que nos permite optar entre un fin u otro,
entre realizar una u otra acción para guiar nuestra vida par el camino que hemos elegido, y
terminar siendo el tipo de persona que queremos ser (o bien, si no hemos "elegido"
propiamente, el "tipo de persona" que la vida y la cultura nos ha llevado a ser). En tercer
lugar está la llamada libertad moral. Esta no es innata, sino que cada cual la consigue o no a
lo largo de su existencia. Básicamente se define como capacidad de querer bienes arduos,
es decir, la fuerza moral para Llevar a cabo el propio proyecto de vida; el poder neutralizar
algunas inclinaciones hacia fines fáciles e inclinarse más bien por lo valioso, no elegir lo
que se apetece sino lo que vale la pena. Y por último, se habla de la libertad social y
política, que es la falta de obstáculos externos para la realización de la propia libertad, lo
que equivale en definitiva a la configuración de nuestra propia identidad.
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Dentro de este esquema, la libertad social o política aparece como la más superficial, y en
cierto sentido lo es. Sin embargo, habitualmente se la relaciona con la miseria material o la
violación de derechos humanos, que sin duda también forman parte de la negación de esta
libertad. Pero los obstáculos para la realización de nuestro proyecto de vida, o para el
ejercicio de nuestra libertad; no son sólo de este orden, también existe la miseria afectiva,
intelectual o moral, por ejemplo, que impiden al hombre vivir dignamente. Benedicto XVI,
haciendo eco de sus antiguos escritos y de otros pensadores contemporáneos, denuncia
precisamente la escandalosa situación de miseria moral en que estamos viviendo, la que nos
ha arrojado a lo que él también llama “la dictadura del relativismo”, que es la actual gran
crisis de la historia de la libertad.

Esta miseria moral tiene consecuencias profundas en el hombre contemporáneo. Porque las
cuatro dimensiones de la libertad no son independientes entre sí. Si falta la libertad social,
que en nuestro caso es la total desorientación moral en que nos ha arrojado la cultura,
difícilmente puede existir la libertad moral. Nadie elige un fin difícil si puede obtener lo
mismo de otro fácil; nadie da la vida por un fin valioso si sin mayor esfuerzo consigue el
mismo valor de otro. Y si todos los fines valen igual, la libertad electiva, naturalmente, se
trivializa, y se reduce en elegir entre distintas cosas del mismo valor: distintas marcas de lo
mismo. Por último, con la libertad trivializada, la libertad trascendental de las personas, su
auto-realización, su proyecto vital, se vuelve simple conformismo. Si todo vale igual, nada
vale nada, y es absurdo esforzarse por algo distinto al propio placer sensible.

Si no se cree que haya verdades, si no se cree que exista una diferencia objetiva entre el
bien y el mal, si todo es igualmente bueno según cada cual lo sienta, no cabe más que la
indiferencia, el individualismo y el dejarse llevar por las corrientes en boga. Imbuidos en
una cultura relativista, entonces, sin mayor formación, educación y sin profundización, se
vive en un círculo vicioso que sólo se puede romper con un esfuerzo arduo y arriesgado,
pues quien se atreva a afirmar que hay alguna verdad o un bien no-relativo, o que hay
errores y males objetivos, será calificado de "soñador" y "fundamentalista", un peligro para
la libertad y la democracia. Sin embargo, ir contracorriente y estar muy convencidos de que
“decir la verdad es un deber, no una arrogancia”, es lo que Papa Benedicto XVI nos pide a
todos los cristianos.

2. EL HOMBRE Y LA LIBERTAD

Entre la libertad y la verdad hay una relación de absoluta interdependencia, que es la que da
sentido a la libertad, y la única que puede salvar al hombre del vacío existencial.
Básicamente, esta relación existe porque el hombre vive en el tiempo, tiene proyectos, está
siempre volcado hacia el futuro. EI hombre tiene que "ir haciéndose", lo que implica que su
vida necesariamente tenga que ver con fines, con metas por alcanzar, fines que lo vayan
completando. Y este avanzar, o esta consecución de fines, se realiza por medio de las
acciones. La intención de la acción es el fin que hemos elegido; y su realización, la
incorporación de ese fin a la propia vida, la integración a mi yo de algún fin. Aquí ya se
puede vislumbrar el papel de la libertad en la vida: con ella puedo elegir qué fin, que bien o
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valor voy incorporar a mi persona para configurar mi identidad. En todo acto de libertad,
cuando elijo entre fines, estoy toda yo; toda decisión es un decidirme, porque con ella
avanzo hacia un fin que integro a mí y que, en mayor o menor grado, me cambia como
persona. Nuestra temporalidad, el tener que auto-realizarnos, hace que esta estructura de la
praxis sea ineludible. Todos somos libres y necesariamente, aunque no siempre de modo
conciente, escogemos el tipo de persona que vamos a ser.

Por otro lado, todos también aspiramos a tener una vida plena, significativa, que nos haga
felices. Pero como la autorrealización depende de nuestras decisiones libres, esa plenitud no
está asegurada de antemano. Si tiendo a fines de poca monta, que no me satisfacen,
malograré mi vida. Si tiendo a fines contradictorios, por ignorancia o por debilidad; o a
fines totalmente dispersos e incoherentes entre sí, tampoco haré de mi vida una narración
con sentido. Es el riesgo que se corre. Si no reconozco la distinción crítica -que existe una
diferencia real entre el bien y el mal, y entre la verdad y el error-, si creo que cualquier bien
o valor es relativo, que todos valen lo mismo, no incorporaré a mi persona nada que le dé
consistencia, plenitud, que haga que vivir valga la pena.

De ahí la importancia clave de la libertad personal (trascendental, electiva y moral) en la


vida de las personas; y la importancia de desenmascarar ciertos mitos culturales que
impiden la libertad social y que en consecuencia estrechan el horizonte moral de las
personas, dificultándoles su autorrealización. Estos mitos, que no son más que ignorancia
acerca de la verdad del hombre, comienzan con la negación de la distinción crítica; vale
decir, de creer que hay verdades vinculantes y reales más allá de las verdades de la ciencia
positiva. Se niega la existencia de una verdad práctica, moral, que distinga objetivamente
entre el bien y el mal. Se trivializa la razón práctica, cuyas verdades no se comprueban
empíricamente ni se pueden universalizar, y se cae naturalmente en el relativismo: toda
opción es válida porque en el ámbito práctico no existe verdad. Pero esta "razón
amputada”, como dice el cardenal Ratzinger, que solo admite la verdad científico-positiva,
termina anulando la libertad. Y es lógico que así sea: sin el reconocimiento de bienes reales
que incorporar a nuestra personalidad, no puede haber cumplimiento de fines que den
sentido a la vida; si cualquier "bien" es igualmente valioso, ninguno lo es en realidad. Y así
la vida se trivializa, no tiene un para qué hacia donde orientar nuestra vida. Y la libertad se
atrofia, y el hombre se vacía.

3. LA CRISIS E INTERPRETACIONES DE LA LIBERTAD


La distorsionada comprensión actual del concepto de libertad, con todas sus consecuencias
prácticas, parece haberse gestado con la cultura de la modernidad que, por diversas razones
históricas, erigió a la libertad como el derecho humano fundamental. El problema de ésto
no es la libertad, que efectivamente es un ideal moral que exige ser promovido, sino el
modo desfigurado y parcial en que se la comprende: como el derecho a hacer lo que uno
quiera, lo que le dé la gana. No es un problema, tampoco, meramente teórico, puesto que a
la luz de esa falsa interpretación de la libertad los conceptos de tolerancia, diálogo,
autenticidad o respeto mutuo, se ven también pervertidos y configuran un ambiente que,
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por su escepticismo respecto de la posibilidad humana de acceder a la verdad moral, a esos


"bienes más valiosos" que puedan dar sentido, trunca las posibilidades del desarrollo
humano y su autorrealización.

Solo cuando hablamos en el marco de lo empíricamente comprobable se nos permite hablar


de verdad. Si en otros contextos alguien afirma alga como verdadero, se le tacha de
ingenuo, dogmático e intolerante; un peligro para la convivencia democrática. Nada levanta
actual mente tantas sospechas como la pretensión incondicionada de verdad. De este modo,
y como las verdades morales no son empíricamente comprobables, dejaron de ser
universalmente vinculantes y se empezaron a ver como subjetivas a privadas. Y sin un
criterio confiable para determinar el bien y el mal, los sentimientos de cada individuo se
han transformado en la única guía moral. "Ser bueno" significa "sentirse bien", y la
espontaneidad afectiva de cada cual -lo siento, me brota, es auténtico - tendrá que redimirlo
todo. La única regla del saber vivir, según esta nueva mentalidad, es oír la propia voz
interior y actuar según lo dicten mis deseos. Afirmar, con alguna pretensión de validez
universal, "esto es bueno", o peor, "esto es malo", se interpreta como una arrogancia a una
agresión. Y se aboga en cambia par el relativismo ético como la única posibilidad de
superar la enfermedad de las convicciones morales absolutas y fundamentar el respeto
mutuo y la igual libertad de todos.

En esta misma línea, en el ya clásico libro "EI cierre de la mente moderna", Allan Bloom,
llama a la cultura de los estudiantes universitarios de Estados Unidos un "individualismo de
la autorrealización". Otros hablan de la "generación yo" o del "narcisismo", pero apuntan al
mismo modelo: cada uno tiene sus valores y es imposible argumentar, porque todos tienen
derecho a desarrollar su propia forma de vida según lo que cada cual considere realmente
importante y valioso. En consecuencia, no se pueden cuestionar los valores del otro porque
se le estaría faltando el respeto. EI relativismo sería así la expresión del respeto mutuo. EI
problema, señala Bloom, es que este individualismo que sólo escucha la propia voz interior
supone centrarse en el yo olvidando las grandes cuestiones históricas, políticas o religiosas
que lo trascienden. Y sólo centrada en sí misma, la vida se aplana, se empobrece de sentido
y hace que los jóvenes -en este caso- pierdan interés por los demás y por la sociedad. Así, el
individualismo de la autorrealización ha ido tomando una forma trivializada y
autoindulgente, que sólo expresa tendencias al disfrute inmediato de gratificaciones
sensibles, que adormece la capacidad de proyecto y fomenta el conformismo. Las
posibilidades de la persona, de una vida plena a una praxis lograda, quedan dramáticamente
atrofiadas.

EI relativismo, entonces, sólo permite entender la libertad como espontaneidad, o a lo sumo


como autonomía. La libertad como espontaneidad es hacer lo que uno tenga ganas y sólo
cuando tenga ganas. Es el contemporáneo "me fluye", "lo sentí así". EI problema de la
espontaneidad es que no siempre fluye lo mismo ni siempre se siente igual. EI clima, los
amigos, la propaganda, son algunos de los muchos factores que influyen para que esta
libertad-espontaneidad nos impida tener un proyecto de vida coherente, alcanzar los fines
que realmente queremos. O incluso, cuando se está tan pendiente del sentimiento actual, ni
siquiera se reflexiona sobre cuáles son esos fines que querríamos poner en la base de
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nuestra personalidad. La espontaneidad, en este sentido, anula la libertad y reduce al ser


humano. Nos creemos más libres porque no dependemos más que de nuestros impulsos,
pero estamos más y más condicionados por las creencias dominantes de nuestra cultura que,
sin que nos demos cuenta, modulan nuestros impulsos. Después de estar un rato frente al
televisor, me fluye ir a comprar todas esas cosas bonitas que me ofrecieron. ¿Soy libre
porque lo hago?

Con la libertad entendida como autonomía pasa algo análogo, pues también surge de una
mala comprensión del ideal de libertad y de la estructura de la praxis humana. La libertad
como autonomía reduce la libertad a la capacidad autonomía de elegir por uno mismo,
rechazando cualquier exigencia que trascienda al yo, que provenga del pasado, la sociedad
o la naturaleza. Que se elija no tiene importancia mientras la elección sea autónoma. Si la
realicé yo, basta. Se afirma la elección, la elección es lo que da valor; no lo que se elija. Si
lo elijo yo, da lo mismo dedicar el fin de semana a una labor social o a emborracharse con
los amigos. Pero si ambas opciones valen lo mismo porque son autónomamente elegidas, la
elección pierde todo su valor. En otras palabras, si decidir, como dijimos al principio, es
decidirse, configurarse a uno mismo; y todas mis decisiones se reducen a optar entre
distintas marcas de lo mismo, me voy convirtiendo en una persona vacía. ¿Y por qué mis
decisiones tendrían que reducirse a esas opciones triviales? Porque la autonomía -mal
entendida- me impide reconocer exigencias o valores fuera de los que yo pueda crear, y si
todo puede ser o no valioso, nada es en sí mismo valioso. Al cerrarme a las exigencias que
provienen de fuera, la autonomía pura elimina los candidatos de lo que puede ser
importante, de lo que yo pueda elegir y que de valor a mi vida. La libertad, en este caso, la
libertad sólo autónoma, no encuentra un correlato valioso que le dé sentido a la vida. Se
avanza sin avanzar porque se avanza a la nada; se paraliza la praxis, se llena de vacío.

Jean Paul Sartre, quien desarrolló hasta el extremo este concepto de libertad-autonomía y a
quien Benedicto XVI pone como ejemplo de esta libertad mal entendida, termina diciendo
que la libertad es una condena, que se anula a sí misma, se autoaniquila. Si yo elijo mis
propios valores, y puedo elegir cualquiera porque no hay nada en ellos que me haga sentir
que alguno vale más que otro, si la libertad no tiene dirección ni medida, no es más que una
parodia y un fardo.

4. LIBERTAD, VERDAD Y SENTIDO

Estas dos comprensiones erradas de la libertad moderna, la libertad-espontaneidad que


consiste en la espontaneidad o las ganas, y la libertad-autonomía que es la exaltación del
"yo decido", arrojan al hombre a un vacío de sentido. Y no es raro que así sea: yo
espontánea y autónomamente decido, pero ¿acerca de qué? Acerca de lo que descubro en
mi interior, acerca de lo que, tras una introspección, encuentro en mí, una vez que me he
liberado de cualquier exigencia que provenga de fuera. Pero allí solo encontraré "lo que
tengo ganas", el propio deseo, el que impide un proyecto coherente de vida. De ahí que
Benedicto XVI pregunte: ¿Hasta qué punto es un bien esa libertad? ¿Hasta qué punto es
libre una libertad no razonable? Pareciera que la definición de libertad hay que completarla
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ligándola a la razón -que es intencional: mira hacia afuera-, ligándola a la totalidad del
hombre, para que no sea la tiranía de la sin razón.

EI problema de estos conceptos modernos de libertad, que provienen y refuerzan el


relativismo, es que para ser libre el hombre no puede nunca estar sólo, encerrado en sí. La
libertad comienza siempre con una ruptura, con una salida de sí para después recuperarse
enriquecido. Es la ineludible estructura de la praxis humana que para incorporar valores
debe renunciar a su antigua posición, aunque esa renuncia sea ganancia. En la libertad hay
siempre, al menos, alguien o algo que desde afuera exige algo a la persona. Ella decidirá si
acepta o no el encargo, pero el acto de verdadera libertad no empieza nunca de sí mismo,
sino de un descubrimiento. Pues ese alguien o algo que encarga es la realidad, la realidad
valiosa. La verdadera libertad, entonces, comienza con un encuentro con valores, con
aquellas cosas que valen la pena, con lo que autónomamente decidimos constituir en fines
de nuestra praxis. La realidad valiosa, la verdad, nos encarga una tarea: articular nuestra
vida de acuerdo con ella. La autonomía no desaparece: nosotros discernimos, de la realidad
múltiple, cuáles son los bienes o los valores que pondremos en la base de nuestra
personalidad, que constituirán nuestro modo de vida, que definirán nuestra identidad. Pero
no son valores que elijamos, sino, más bien, que reconocemos. No con la razón técnico-
científica, ni según las ganas, ni mucho menos cerrándonos al exterior. Discernimos,
tomamos por verdaderos, por más o menos justificados, con mayor o menor sentido para
nosotros, qué valores son los que mayor intensidad, densidad, consistencia darán a mi vida.
Discernimiento autónomo, eso sí es la libertad. Una referencia a la realidad, y una decisión
personal. Dos momentos constitutivos que se requieren mutuamente. Sin decisión personal,
la libertad sería coacción; sin referencia a la realidad, sería autonomía sartreana: vacío y
condena a la nada. Inventar los valores, en lugar de encontrarlos y plegarse a ellos, es
garantía de perderse a sí mismo. La libertad tiene una medida, y esa medida es la misma
realidad.

Por esto la libertad no tiene sentido sin reconocer que existe la distinción crítica, una
diferencia real entre la verdad y el error, entre el bien y el mal. La cultura relativista anula
la libertad. Porque la libertad comporta inteligir, aprehender lo verdadero. No basta con
hacer lo que se quiere para ser libre, hay que querer lo que es bueno, lo que es valioso, lo
que quiero hacer mío. La verdad que se cree no es verdad porque se cree, sino que se cree
porque es verdad. El bien que se desea no es bueno por ser deseado, sino que es deseado
porque es un bien. Asimismo, nuestros valores no son elegidos arbitrariamente, sino que
tomamos por válidas las razones que los justifican, es decir, mis evaluaciones representan
mi propia articulación del sentido de que es realmente valioso para mí. Esta articulación,
por otra parte, no viene dada, y puede ser más o menos acertada, más o menos adecuada, y
debe estar sometida permanentemente a contraste; pero, lo que no se puede relativizar sin
desfondar la libertad, es la distinción crítica. Si digo que 2+2 es 4, no estoy diciendo que
"yo tengo por verdadero que 2+2 es 4", sino que lo es de verdad. Obviamente si lo digo es
porque lo tengo por verdadero, pero al decirlo no estoy hablando de mí, sino de eso, de la
verdad de la realidad. Igualmente, si digo que la vida de un feto humano es valiosa, no
estoy diciendo que "para mí" es valiosa, sino que lo es, porque hay razones que lo justifican
y que, bien articuladas, tendrían que convencer a todos. Son razones universalmente
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vinculantes. Por lo mismo, Benedicto XVI afirma que, siendo todos personas, y teniendo
voluntad de verdad, llegaremos, necesariamente, a la misma verdad.

En resumen, la libertad, como el amar -con el que tiene una relación intrínseca-, comienza
con una ruptura, con un salir de uno mismo hacia aquello capaz de atraernos por el valor
que hemos descubierto. Nadie encuentra la verdad aislándose. La verdad irrumpe de fuera,
no emerge desde el interior. La libertad comienza con un encuentro, un encuentro con la
verdad, y no con el profundizar obsesivo en el propio yo -que siento, cuanto siento, porque
siento-. Este es el problema del ideal de la autonomía pura: centrándonos en nosotros
mismos no encontraremos más que pequeños deseos que no dan valor a la vida. La verdad
que merece el ejercicio de nuestra libertad, que merece nuestro amor, es un "no-yo" que me
arranca de mí, que interviene y rompe el espacio de mi experiencia para conducirme a una
realidad mayor, a una realidad que para mí vale la pena. Sólo en movimiento extático, en el
salir de sí y entregarse a otro, en el avanzar e integrar bienes a la propia subjetividad, la
persona se recupera y densifica. Y este es el movimiento específico de la praxis libre. Es el
movimiento del amor y el que en definitiva dará la dirección a mi vida. Los fines, los
valores, las verdades que amo constituirán mi identidad como ser humano. Si esos fines o
valores dan lo mismo, no los puedo amar, y habré usado mi libertad para autodegradarme.

A estas alturas ya se puede entender con claridad: en la praxis, con y por la libertad, nos
apropiamos de fines, los hacemos nuestros o, con mayor precisión, nos hacemos suyos. La
libertad nos hace causa de nosotros mismos. En las decisiones ponemos en juego todo
nuestro ser. Si robo, me hago ladrona. Si soy amable, me hago amable. Por eso es que la
libertad va dejando huellas, se va convirtiendo en una libertad habitual, va configurando mi
carácter. La próxima vez que encuentre la ocasión me será más fácil sacar ese dinero ajeno;
o la próxima vez volveré a ser amable casi sin darme cuenta.

En consecuencia no puede haber florecimiento personal, autorrealización, de espaldas a la


verdad, porque sólo los fines verdaderos dan consistencia a la vida. La libertad
espontaneidad y la libertad autonomía reducen al hombre, no lo pueden hacer feliz. La
verdad es una necesidad constitutiva de la persona; no la encadena, sino que la libera de la
esclavitud del subjetivismo y de las opiniones de moda. Si al hombre se lo excluye de la
verdad, entonces lo único que puede dominar es lo accidental y lo arbitrario, lo que lo
arroja al infierno de Sartre. La libertad tiene una medida, la libertad tiene un para qué, y esa
medida, ese para qué, es la realidad, la verdad, el bien mismo. Por ello, si se niega la
distinción crítica -la diferencia real entre el bien y el mal, la verdad y la falsedad-, si se cree
en el relativismo, no hay ninguna posibilidad de tener verdadera libertad y, con ello,
verdadera felicidad.

Un ejemplo aclarara todo ésto, si tengo mucha sed y el dinero en el bolsillo para
comprarme una Coca Cola, y aparece un niño hambriento pidiéndome una moneda para un
pan, yo puedo: 1) desde una libertad como espontaneidad, olvidarme del niño y comprarme
la Coca Cola que deseo; 2) desde una libertad como autonomía pura, ambas opciones, la
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Coca Cola y el pan, tienen exactamente el mismo valor porque cualquiera de ellas es mi
elección, y eso es lo que le da el valor moral; y 3) si entiendo la libertad como adecuación a
la verdad de la realidad, y dentro de mi proyecto de vida está el valor de la caridad,
reaccionaré frente a ese niño cediéndole la moneda.

5. EL PROBLEMA SOCIAL

¿Por qué paso esto? Por negar la distinción crítica. El empirismo que tan fuerte impulso dio
a las ciencias y a la tecnología, erigió el falso dogma de que sólo es verdad lo que se puede
comprobar por los sentidos. Toda la realidad humana que está más allá de ese ámbito, y que
atañe a los aspectos fundamentales de nuestra vida, queda en la total indeterminación,
donde no se puede argumentar, donde no hay razones que nos impulsen a preferir una cosa
antes que otra, y donde todo, en consecuencia, da lo mismo. Esta falsa modestia de la
razón, o esta razón "encarcelada en el relativismo", nos deja en la miseria moral que ahora
vivimos, que no se hace cargo del sentido, arroja al hombre al vacío existencial. Sin saber
lo que es bueno, ¿cómo elegir entre una opción u otra? Si no creemos en la verdad o el bien,
¿hacia dónde caminamos? ¿Hacia dónde progresamos, si avanzamos sin dirección? La
cultura relativista imposibilita la libertad, y con ella la autorrealización humana.

Aquí exactamente es donde se debe intervenir para ayudar a cambiar la cultura. Hay que
realizar un trabajo de recuperación de ideales, de articular y desmitificar algunos conceptos
fundamentales que por su mala a parcial comprensión han generado praxis perversas. Uno
de ellos es la libertad. Pero la libertad no se puede enseñar a las personas. Par su carácter
práctico, hay que aprenderla por sí mismo. Una cosa es proponer una verdad, otra cosa es
encontrarla, integrarla, ordenar la vida según ella. La verdad no se impone a otros, se
propone, se muestra, se justifica. Solo eso posibilita la convicción en la persona para
hacerla suya y empezar a vivirla. EI punto es encontrar el modo de presentar
plausiblemente los ideales verdaderos, y presentarlos como verdaderos, aunque ello esté
ahora muy lejos del horizonte cultural. Aunque apoyados en la certeza de estar
explicándolos can claridad, y de que nuestro interlocutor tiene honestidad intelectual, tarde
o temprano adherirá a ellos. Porque ésa es la verdad y, como ha dicho Ratzinger, el hombre
es capaz de verdad.

Desafortunadamente la cultura actual propone exactamente lo contrario a las personas: que


los valores no existen, en realidad no hay bienes verdaderos, que lo único importante es que
cada cual haga lo que tiene ganas, que todos valen lo mismo y que la "libertad" es respetar
los del otro porque, en última instancia, son tan valiosos como los míos. Esta es la
"dictadura" de la cultura relativista, que esconde una escandalosa falta de libertad social, y
obstaculiza la posibilidad de la autorrealización, de ser personas plenas. Porque no existe
un individuo solo; todos somos seres sociales, impregnados de nuestra cultura. Nadie se
hace a sí mismo desde la nada, ni dirige su vida sin ponerse fines. Esa es la estructura
ineludible de la praxis humana, de la vida que vive en el tiempo. ¿Pero de dónde saca esos
fines? Entre los individuos y su cultura, existe siempre una estrecha interrelación. La mente
humana es especialmente dialógica, y es nuestra cultura, precisamente, la que nos "ofrece”;
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la que nos "muestra" valores, bienes o fines a los que se puede tender. Cada cual podrá
aceptarlos o rechazarlos, pero siempre se auto-constituirá en relación a ella. En un mundo
plural, además, estos bienes pueden multiplicarse y con ellos las opciones de proyectos de
vida.

''Articular'' los ideales para recuperarlos significa clarificarlos, dar palabras a lo que está
oscurecido, dar sentido a cierta realidad, contar historias verosímiles. Esto requiere,
obviamente, que nosotros los entendamos y estemos absolutamente convencidos de ellos.
Requiere que tratemos de vivir según ellos. Solo así se podrá proveer un nuevo marco de
significación para la sociedad en que vivimos. La labor de articulación, entonces, vuelve a
iluminar y a identificar con claridad ciertos bienes o valores que, por su actual comprensión
parcial, se han pervertido. Es lo que sucede, por ejemplo, con el ideal de autonomía y la
legalización del suicidio asistido. La capacidad de articular, por tanto, es la clave moral
para corregir los puntos de vista equivocados, y hacer vívido, palpable y accesible el
verdadero ideal. Es una labor de rescate de los marcos de referencia morales, las fuentes
morales, que dan sentido a nuestra vida espiritual. Es un volver a poner ante los ojos, y
hacer así de nuevo elegibles, los bienes que plenifican. No es imponer una visión, sino
proponer, plausiblemente, que el bien y el mal no son relativos, y rebelarnos ante una
cultura que nos dice que no se puede o que no se debe hablar de moral.

Si hay dictadura del relativismo, como hemos visto, no hay sociedad libre; porque las
personas no son libres si no creen en la verdad, y porque la misma democracia se
autoaniquila sin una base moral universal. La democracia no puede fundamentarse sobre el
relativismo, como afirma el mito contemporáneo. Sí es cierto que la verdad política no es
absoluta, que no existe un modo de organización de gobierno y un conjunto de políticas
públicas que sean las correctas y garanticen el éxito en todo tiempo y lugar. La realidad
social es compleja y requiere de muchas perspectivas, que en constante contraste y
refutación, vayan acercándose al mejor gobierno. La democracia requiere pluralismo, pero
el pluralismo no es lo mismo que el relativismo. Más bien lo contrario. Con el relativismo,
que iguala todas las perspectivas en su no valor (todas las opiniones valen lo mismo, nada
es más valido que otra cosa) la pluralidad se uniformiza y elimina. Y el pluralismo
democrático que da sentido al diálogo, se transforma en el conformismo de quienes se
dejan llevar por lo que esté de moda.

La democracia exige el pluralismo y el consenso como método de decisión; pero éstos no


pueden llegar hasta el cimiento mismo de la democracia, y aquí está el error del mito
relativista. Allí, en los fundamentos, las verdades que sostienen a la democracia son
verdades morales que exigen reconocimiento universal. Lo injusto nunca va a ser justo, ni
aunque la mayoría lo apruebe. De hecho, si tiene algún sentido discutir sobre la justicia de
una ley es porque se cree que algo así como "lo justo " existe. Si "justo " y "bueno" fueran
conceptos convencionales, definidos por la mayoría de turno, la discusión política no sería
más que una lucha de intereses, donde el más fuerte o el más rico, ganaría.
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La cultura de la libertad es la cultura del diálogo, pero el diálogo no existe cuando se piensa
que todas las verdades son relativas y que creer ello es una condición para empezar a
hablar. Ese es el mito que el relativismo ha querido imponer acerca del diálogo: que éste
sólo es posible si no creemos que alguna posición pueda ser superior a otra. Pero este
esquema no tiene sentido, y no hace más que encubrir la voluntad de dominio de los que
hoy en día dictan la opinión. Quien dialoga tiene ya una posición, pero la expone, la
contrasta, y está dispuesto a ser refutado si se convence de que la otra es mejor. Este es el
punto capital, el mínimo necesario para un diálogo verdadero: la voluntad de verdad, el
querer saber más y mejor, y el tener la convicción de hay realmente verdad y de que no es
vana y utópica la esperanza de acceder a ella. Sin esta convicción, el diálogo, entendido
como la búsqueda solidaria de la verdad, no tiene ningún sentido. Sin verdad, nuevamente,
sin distinción crítica, el diálogo es una parodia, una negociación para defender intereses. La
eficacia del diálogo, entonces, dependerá de la capacidad de abrirse y de la disposición de
experimentar una transformación por medio del encuentro, una purificación por medio de la
verdad. Relativismo y diálogo, una vez más, son términos contradictorios.

CONCLUSIÓN
¿Es posible un re-arme moral en la sociedad? ¿Es posible luchar contra la cultura
relativista? Claro que sí. Pero ahí es donde la educación y el ejemplo tienen un deber
insustituible. Sólo cuando se reconoce que hay algo malo en sí emerge la vida ética. Porque
si no hay error tampoco hay verdad, y todo es igualmente verdadero o igualmente falso. En
consecuencia, el re-arme moral tiene que partir por la afirmación de la distinción crítica:
hay una diferencia real entre lo bueno y lo malo, entre lo verdadero y lo falso, y todos los
seres humanos somos capaces de captarla. De hecho, aunque el emotivismo, por ejemplo,
sea una moral equivocada, evidencia que todos tenemos una "voz interior”, una
“conciencia” una “voz moral”, que puede y debería formarse.

Pero para ello, es necesario re-articular las verdades morales, presentarlas de modo creíble
a las personas, re-insertarlas en el horizonte cultural, acercárselas como fuente moral, para
que ellas decidan, autónomamente, elegirlas o no como los fines de su praxis, como
aquellas verdades fundamentales e irrenunciables que constituyen la identidad que cada uno
se ha forjado. Y no hay que temer que las personas no "reconozcan" la verdad cuando está
bien presentada. Charles Taylor, profundizando en la distinción que hizo Harry Frankfurt al
decir que los seres humanos somos capaces de deseos de segundo orden, vale decir, que
podemos dar un paso atrás y evaluar nuestros deseos, y desear desear alguno o no desear
desear otro, afirma que entre los deseos de segundo orden hay también una diferencia, que
Taylor llama la discriminación débil y la discriminación fuerte o cualitativa. La primera es
contingente, y establece principalmente cuál de mis deseos actuales es más poderoso o más
conveniente: qué me apetece más, de que tengo más ganas. La segunda, la discriminación
fuerte, se relaciona en cambio con el valor. En ella reconozco que hay cosas de importancia
incomparablemente mayor que otras, de categórica e incondicionada valía, y hay otras
cosas que carecen de este valor.
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Entonces, en virtud del tipo de ser que yo soy, natural y culturalmente, una determinada
situación puede interpelarme de cierta forma. Somos capaces de captar, a través de nuestras
emociones articuladas e interpretadas -y este es el punto esencial de la educación del
carácter-, el importe objetivo de una situación: algo me puede parecer peligroso, otra cosa
vergonzosa, algo me puede parecer admirable y otra situación denigrante. Estamos abiertos
a la realidad, captamos los valores que ella encierra. Las discriminaciones cualitativas, por
tanto, a diferencia de las débiles que sólo sopesan opciones, implican la sensación de que
hay actitudes y acciones incomparablemente más altas que otras de las que se nos ofrecen.

En definitiva, la discriminación cualitativa es la que reacciona al valor, ve las distintas


opciones como pertenecientes a diversos modos de vida: más noble o más bajo; más
desintegrado o más unitario, más o menos admirable. Y la elección que se realiza fundada
en esta discriminación, por tanto, más que establecer exclusivamente aquello que quiero
hacer, se vinculará de modo directo con aquel tipo de persona que quiero ser. Me estaré
eligiendo a mí misma, como establece el ideal de autonomía pura, pero en base a la verdad
de la realidad, y por ello, dando un contenido valioso, consistente, a mi personalidad.

La libertad, entonces, que no es tal si no está medida por la verdad, y que en consecuencia
es lo que más radicalmente se opone al relativismo, se puede recuperar. Es cierto que no se
puede enseñar, pero sí se pueden poner las condiciones para que cada uno se atreva a
ejercerla. La libertad, rearticulada, tiene que ver con la capacidad de hacer autónomamente
las discriminaciones que guían la propia vida. En un mundo plural y diverso, como el que
vivimos, más que nunca es fundamental esclarecer la verdad del hombre y de su praxis.
Articular el horizonte moral. Hacer plausible, aunque la cultura dominante la niegue, la
distinción crítica. Sólo así podremos liberarnos de la ideología relativista. La pluralidad y la
diversidad de opiniones no son obstáculo, sino una oportunidad para entrar en el diálogo
cooperativo. No se trata de imponer verdades, pero sí de proponer articuladamente la
distinción crítica y aquellos valores en los que creemos, con la confianza en que como todo
hombre está buscando la verdad, se dejará seducir por ella.

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