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Verdad y Relativismo J. Ratzinger PDF
Verdad y Relativismo J. Ratzinger PDF
Investigador:
Jaime Araos San Martín
Instituto de Filosofía
Pontificia Universidad Católica de Chile
Co-investigador:
María Alejandra Carrasco Barraza
Facultad de Filosofía
Pontificia Universidad Católica de Chile
RESÚMEN
En el siguiente texto se intenta dar cuenta de los efectos de la "dictadura del relativismo"
que el Papa Benedicto XVI ha venido denunciando, así como de las posibles actitudes que
convendría tomar frente a ella. En primer término, esta "dictadura" es consecuencia de una
profunda crisis en la historia del valor de la libertad humana, que tuvo su origen en la
modernidad y la revolución de las ciencias, cuando se empezó a creer que solo lo
empíricamente comprobable era susceptible de verdad, y que cualquier otra afirmación, no
perteneciente al mundo de las ciencias, era necesariamente "subjetiva", "privada", "relativa"
a quien la dijera. En otras palabras, la cultura relativista que vivimos se relaciona
directamente con la desvinculación de los conceptos de libertad y verdad, o con la supuesta
imposibilidad de acceder a la verdad en materias morales. Esta es la crisis que ahora
degrada al hombre, y que el Papa nos insta a denunciar y resistir.
"Decir la verdad, ¿es un deber o una arrogancia?" pregunta Benedicto XVI en uno de sus
escritos. Afirmar que existe una verdad en cuanto tal, y no en el relativo "para mí esto es
verdadero, para ti puede no serlo", se considera en el mundo contemporáneo un
fundamentalismo, dogmatismo y hasta un peligro para la sociedad pluralista. Sin embargo,
no afirmar la "distinción crítica" (vale decir, que existe efectivamente una diferencia
objetiva entre la verdad y el error, o el bien y el mal), como actualmente hace la cultura
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relativista, significa creer que cualquier valor vale lo mismo, que no hay nada que nos
pueda impulsar a ser mejores, a tener proyectos, a salir del vacío de sentido al que nos han
arrojado los pequeños e insatisfactorios fines del placer y la utilidad. Afirmar la distinción
crítica en este momento -decir que una verdad es verdadera con independencia de que se
crea o no, como que la vida de un feto es valiosa aunque exista quienes no lo consideren
tal- se considera una arrogancia. No obstante, el Papa nos dice que es un deber, y un deber
ineludible para la Iglesia, aunque toda la corriente cultural vaya exactamente en la dirección
contraria.
¿Qué hacer frente a una realidad como ésta, en que decir la verdad se considera
"arrogancia"? Arriesgarse a ser "arrogantes", y decir que las verdades no son verdades
porque se creen sino que se creen porque son verdad. La libertad no se puede enseñar; no es
un conocimiento teórico que pueda obtenerse en una sala de clases. La libertad es
esencialmente práctica, por lo que nuestra primera misión es mostrar que hay fines más
valiosos que otros, que hay verdades por las que vale la pena renunciar a muchos placeres,
y que ello nos vuelve a abrir las puertas a la felicidad. La verdad no se puede demostrar,
pero sí se puede mostrar. Y como el hombre es esencialmente dialógico, como se alimenta
de su cultura al tiempo que también la cambia, como tiende a los ideales que su cultura le
presenta, la misión de los que creemos que no hay libertad sin verdad es presentar este ideal
de un modo plausible, re-articularlo, ofrecerlo, volver a poner ante los ojos estos ideales,
estos bienes, que son la fuente de la vida moral. EI horizonte cultural contemporáneo está
cerrado a los bienes no-relativos, pero si conseguimos volver a proponerlos, y hacerlos así
de nuevo "elegibles", podemos tener la certeza de un re-arme de la vida moral. Porque todo
hombre, como dice Ratzinger, está siempre buscando la verdad. Y cuando la encuentre, y
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tenga la suficiente honestidad intelectual para reconocerla, se dejará seducir por ella. Y
podrá, como corresponde a su dignidad, volver a ser realmente libre.
¿Qué relación puede existir entre la libertad y la verdad? Actualmente estos conceptos se
consideran, muchas veces, como opuestos y excluyentes, especialmente si se está
explícitamente hablando de una verdad "en sí" y no solo la relativa "para mí". No se acepta
que exista una verdad en sí misma –y por tanto tampoco un error en sí-, ni un bien o un mal
independientes de la voluntad individual. Se niega la llamada "distinción crítica": la
diferencia real, al margen de si es o no reconocida, entre el bien y el malo la verdad y el
error. La cultura actual se cierra a la posibilidad de una verdad vinculante, y exacerba en
cambio el concepto de la libertad como elección: elección incluso de lo que es verdadero o
bueno. Esto lleva, naturalmente, al relativismo, como denunciara el Papa Benedicto XVI, y
el que en nombre de la libertad se impone como una verdadera dictadura. De hecho,
paradójica y subrepticiamente, el relativismo anula toda libertad a las personas,
convirtiéndolas en seguidoras ciegas de las modas y opiniones dominantes, de lo que la
“nueva oligarquía de los modernos y progresistas de esa sociedad decidan”. Cuando hay
relativismo no hay libertad, porque la libertad, sin verdad, no existe; y el hombre sin
libertad es un hombre degradado. De aquí la gravedad de la dictadura del relativismo, y la
urgencia de buscar los caminos para revertir esta situación.
1. DIMENSIONES DE LA LIBERTAD
Dentro de este esquema, la libertad social o política aparece como la más superficial, y en
cierto sentido lo es. Sin embargo, habitualmente se la relaciona con la miseria material o la
violación de derechos humanos, que sin duda también forman parte de la negación de esta
libertad. Pero los obstáculos para la realización de nuestro proyecto de vida, o para el
ejercicio de nuestra libertad; no son sólo de este orden, también existe la miseria afectiva,
intelectual o moral, por ejemplo, que impiden al hombre vivir dignamente. Benedicto XVI,
haciendo eco de sus antiguos escritos y de otros pensadores contemporáneos, denuncia
precisamente la escandalosa situación de miseria moral en que estamos viviendo, la que nos
ha arrojado a lo que él también llama “la dictadura del relativismo”, que es la actual gran
crisis de la historia de la libertad.
Esta miseria moral tiene consecuencias profundas en el hombre contemporáneo. Porque las
cuatro dimensiones de la libertad no son independientes entre sí. Si falta la libertad social,
que en nuestro caso es la total desorientación moral en que nos ha arrojado la cultura,
difícilmente puede existir la libertad moral. Nadie elige un fin difícil si puede obtener lo
mismo de otro fácil; nadie da la vida por un fin valioso si sin mayor esfuerzo consigue el
mismo valor de otro. Y si todos los fines valen igual, la libertad electiva, naturalmente, se
trivializa, y se reduce en elegir entre distintas cosas del mismo valor: distintas marcas de lo
mismo. Por último, con la libertad trivializada, la libertad trascendental de las personas, su
auto-realización, su proyecto vital, se vuelve simple conformismo. Si todo vale igual, nada
vale nada, y es absurdo esforzarse por algo distinto al propio placer sensible.
Si no se cree que haya verdades, si no se cree que exista una diferencia objetiva entre el
bien y el mal, si todo es igualmente bueno según cada cual lo sienta, no cabe más que la
indiferencia, el individualismo y el dejarse llevar por las corrientes en boga. Imbuidos en
una cultura relativista, entonces, sin mayor formación, educación y sin profundización, se
vive en un círculo vicioso que sólo se puede romper con un esfuerzo arduo y arriesgado,
pues quien se atreva a afirmar que hay alguna verdad o un bien no-relativo, o que hay
errores y males objetivos, será calificado de "soñador" y "fundamentalista", un peligro para
la libertad y la democracia. Sin embargo, ir contracorriente y estar muy convencidos de que
“decir la verdad es un deber, no una arrogancia”, es lo que Papa Benedicto XVI nos pide a
todos los cristianos.
2. EL HOMBRE Y LA LIBERTAD
Entre la libertad y la verdad hay una relación de absoluta interdependencia, que es la que da
sentido a la libertad, y la única que puede salvar al hombre del vacío existencial.
Básicamente, esta relación existe porque el hombre vive en el tiempo, tiene proyectos, está
siempre volcado hacia el futuro. EI hombre tiene que "ir haciéndose", lo que implica que su
vida necesariamente tenga que ver con fines, con metas por alcanzar, fines que lo vayan
completando. Y este avanzar, o esta consecución de fines, se realiza por medio de las
acciones. La intención de la acción es el fin que hemos elegido; y su realización, la
incorporación de ese fin a la propia vida, la integración a mi yo de algún fin. Aquí ya se
puede vislumbrar el papel de la libertad en la vida: con ella puedo elegir qué fin, que bien o
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valor voy incorporar a mi persona para configurar mi identidad. En todo acto de libertad,
cuando elijo entre fines, estoy toda yo; toda decisión es un decidirme, porque con ella
avanzo hacia un fin que integro a mí y que, en mayor o menor grado, me cambia como
persona. Nuestra temporalidad, el tener que auto-realizarnos, hace que esta estructura de la
praxis sea ineludible. Todos somos libres y necesariamente, aunque no siempre de modo
conciente, escogemos el tipo de persona que vamos a ser.
Por otro lado, todos también aspiramos a tener una vida plena, significativa, que nos haga
felices. Pero como la autorrealización depende de nuestras decisiones libres, esa plenitud no
está asegurada de antemano. Si tiendo a fines de poca monta, que no me satisfacen,
malograré mi vida. Si tiendo a fines contradictorios, por ignorancia o por debilidad; o a
fines totalmente dispersos e incoherentes entre sí, tampoco haré de mi vida una narración
con sentido. Es el riesgo que se corre. Si no reconozco la distinción crítica -que existe una
diferencia real entre el bien y el mal, y entre la verdad y el error-, si creo que cualquier bien
o valor es relativo, que todos valen lo mismo, no incorporaré a mi persona nada que le dé
consistencia, plenitud, que haga que vivir valga la pena.
En esta misma línea, en el ya clásico libro "EI cierre de la mente moderna", Allan Bloom,
llama a la cultura de los estudiantes universitarios de Estados Unidos un "individualismo de
la autorrealización". Otros hablan de la "generación yo" o del "narcisismo", pero apuntan al
mismo modelo: cada uno tiene sus valores y es imposible argumentar, porque todos tienen
derecho a desarrollar su propia forma de vida según lo que cada cual considere realmente
importante y valioso. En consecuencia, no se pueden cuestionar los valores del otro porque
se le estaría faltando el respeto. EI relativismo sería así la expresión del respeto mutuo. EI
problema, señala Bloom, es que este individualismo que sólo escucha la propia voz interior
supone centrarse en el yo olvidando las grandes cuestiones históricas, políticas o religiosas
que lo trascienden. Y sólo centrada en sí misma, la vida se aplana, se empobrece de sentido
y hace que los jóvenes -en este caso- pierdan interés por los demás y por la sociedad. Así, el
individualismo de la autorrealización ha ido tomando una forma trivializada y
autoindulgente, que sólo expresa tendencias al disfrute inmediato de gratificaciones
sensibles, que adormece la capacidad de proyecto y fomenta el conformismo. Las
posibilidades de la persona, de una vida plena a una praxis lograda, quedan dramáticamente
atrofiadas.
Con la libertad entendida como autonomía pasa algo análogo, pues también surge de una
mala comprensión del ideal de libertad y de la estructura de la praxis humana. La libertad
como autonomía reduce la libertad a la capacidad autonomía de elegir por uno mismo,
rechazando cualquier exigencia que trascienda al yo, que provenga del pasado, la sociedad
o la naturaleza. Que se elija no tiene importancia mientras la elección sea autónoma. Si la
realicé yo, basta. Se afirma la elección, la elección es lo que da valor; no lo que se elija. Si
lo elijo yo, da lo mismo dedicar el fin de semana a una labor social o a emborracharse con
los amigos. Pero si ambas opciones valen lo mismo porque son autónomamente elegidas, la
elección pierde todo su valor. En otras palabras, si decidir, como dijimos al principio, es
decidirse, configurarse a uno mismo; y todas mis decisiones se reducen a optar entre
distintas marcas de lo mismo, me voy convirtiendo en una persona vacía. ¿Y por qué mis
decisiones tendrían que reducirse a esas opciones triviales? Porque la autonomía -mal
entendida- me impide reconocer exigencias o valores fuera de los que yo pueda crear, y si
todo puede ser o no valioso, nada es en sí mismo valioso. Al cerrarme a las exigencias que
provienen de fuera, la autonomía pura elimina los candidatos de lo que puede ser
importante, de lo que yo pueda elegir y que de valor a mi vida. La libertad, en este caso, la
libertad sólo autónoma, no encuentra un correlato valioso que le dé sentido a la vida. Se
avanza sin avanzar porque se avanza a la nada; se paraliza la praxis, se llena de vacío.
Jean Paul Sartre, quien desarrolló hasta el extremo este concepto de libertad-autonomía y a
quien Benedicto XVI pone como ejemplo de esta libertad mal entendida, termina diciendo
que la libertad es una condena, que se anula a sí misma, se autoaniquila. Si yo elijo mis
propios valores, y puedo elegir cualquiera porque no hay nada en ellos que me haga sentir
que alguno vale más que otro, si la libertad no tiene dirección ni medida, no es más que una
parodia y un fardo.
ligándola a la razón -que es intencional: mira hacia afuera-, ligándola a la totalidad del
hombre, para que no sea la tiranía de la sin razón.
Por esto la libertad no tiene sentido sin reconocer que existe la distinción crítica, una
diferencia real entre la verdad y el error, entre el bien y el mal. La cultura relativista anula
la libertad. Porque la libertad comporta inteligir, aprehender lo verdadero. No basta con
hacer lo que se quiere para ser libre, hay que querer lo que es bueno, lo que es valioso, lo
que quiero hacer mío. La verdad que se cree no es verdad porque se cree, sino que se cree
porque es verdad. El bien que se desea no es bueno por ser deseado, sino que es deseado
porque es un bien. Asimismo, nuestros valores no son elegidos arbitrariamente, sino que
tomamos por válidas las razones que los justifican, es decir, mis evaluaciones representan
mi propia articulación del sentido de que es realmente valioso para mí. Esta articulación,
por otra parte, no viene dada, y puede ser más o menos acertada, más o menos adecuada, y
debe estar sometida permanentemente a contraste; pero, lo que no se puede relativizar sin
desfondar la libertad, es la distinción crítica. Si digo que 2+2 es 4, no estoy diciendo que
"yo tengo por verdadero que 2+2 es 4", sino que lo es de verdad. Obviamente si lo digo es
porque lo tengo por verdadero, pero al decirlo no estoy hablando de mí, sino de eso, de la
verdad de la realidad. Igualmente, si digo que la vida de un feto humano es valiosa, no
estoy diciendo que "para mí" es valiosa, sino que lo es, porque hay razones que lo justifican
y que, bien articuladas, tendrían que convencer a todos. Son razones universalmente
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vinculantes. Por lo mismo, Benedicto XVI afirma que, siendo todos personas, y teniendo
voluntad de verdad, llegaremos, necesariamente, a la misma verdad.
En resumen, la libertad, como el amar -con el que tiene una relación intrínseca-, comienza
con una ruptura, con un salir de uno mismo hacia aquello capaz de atraernos por el valor
que hemos descubierto. Nadie encuentra la verdad aislándose. La verdad irrumpe de fuera,
no emerge desde el interior. La libertad comienza con un encuentro, un encuentro con la
verdad, y no con el profundizar obsesivo en el propio yo -que siento, cuanto siento, porque
siento-. Este es el problema del ideal de la autonomía pura: centrándonos en nosotros
mismos no encontraremos más que pequeños deseos que no dan valor a la vida. La verdad
que merece el ejercicio de nuestra libertad, que merece nuestro amor, es un "no-yo" que me
arranca de mí, que interviene y rompe el espacio de mi experiencia para conducirme a una
realidad mayor, a una realidad que para mí vale la pena. Sólo en movimiento extático, en el
salir de sí y entregarse a otro, en el avanzar e integrar bienes a la propia subjetividad, la
persona se recupera y densifica. Y este es el movimiento específico de la praxis libre. Es el
movimiento del amor y el que en definitiva dará la dirección a mi vida. Los fines, los
valores, las verdades que amo constituirán mi identidad como ser humano. Si esos fines o
valores dan lo mismo, no los puedo amar, y habré usado mi libertad para autodegradarme.
A estas alturas ya se puede entender con claridad: en la praxis, con y por la libertad, nos
apropiamos de fines, los hacemos nuestros o, con mayor precisión, nos hacemos suyos. La
libertad nos hace causa de nosotros mismos. En las decisiones ponemos en juego todo
nuestro ser. Si robo, me hago ladrona. Si soy amable, me hago amable. Por eso es que la
libertad va dejando huellas, se va convirtiendo en una libertad habitual, va configurando mi
carácter. La próxima vez que encuentre la ocasión me será más fácil sacar ese dinero ajeno;
o la próxima vez volveré a ser amable casi sin darme cuenta.
Un ejemplo aclarara todo ésto, si tengo mucha sed y el dinero en el bolsillo para
comprarme una Coca Cola, y aparece un niño hambriento pidiéndome una moneda para un
pan, yo puedo: 1) desde una libertad como espontaneidad, olvidarme del niño y comprarme
la Coca Cola que deseo; 2) desde una libertad como autonomía pura, ambas opciones, la
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Coca Cola y el pan, tienen exactamente el mismo valor porque cualquiera de ellas es mi
elección, y eso es lo que le da el valor moral; y 3) si entiendo la libertad como adecuación a
la verdad de la realidad, y dentro de mi proyecto de vida está el valor de la caridad,
reaccionaré frente a ese niño cediéndole la moneda.
5. EL PROBLEMA SOCIAL
¿Por qué paso esto? Por negar la distinción crítica. El empirismo que tan fuerte impulso dio
a las ciencias y a la tecnología, erigió el falso dogma de que sólo es verdad lo que se puede
comprobar por los sentidos. Toda la realidad humana que está más allá de ese ámbito, y que
atañe a los aspectos fundamentales de nuestra vida, queda en la total indeterminación,
donde no se puede argumentar, donde no hay razones que nos impulsen a preferir una cosa
antes que otra, y donde todo, en consecuencia, da lo mismo. Esta falsa modestia de la
razón, o esta razón "encarcelada en el relativismo", nos deja en la miseria moral que ahora
vivimos, que no se hace cargo del sentido, arroja al hombre al vacío existencial. Sin saber
lo que es bueno, ¿cómo elegir entre una opción u otra? Si no creemos en la verdad o el bien,
¿hacia dónde caminamos? ¿Hacia dónde progresamos, si avanzamos sin dirección? La
cultura relativista imposibilita la libertad, y con ella la autorrealización humana.
Aquí exactamente es donde se debe intervenir para ayudar a cambiar la cultura. Hay que
realizar un trabajo de recuperación de ideales, de articular y desmitificar algunos conceptos
fundamentales que por su mala a parcial comprensión han generado praxis perversas. Uno
de ellos es la libertad. Pero la libertad no se puede enseñar a las personas. Par su carácter
práctico, hay que aprenderla por sí mismo. Una cosa es proponer una verdad, otra cosa es
encontrarla, integrarla, ordenar la vida según ella. La verdad no se impone a otros, se
propone, se muestra, se justifica. Solo eso posibilita la convicción en la persona para
hacerla suya y empezar a vivirla. EI punto es encontrar el modo de presentar
plausiblemente los ideales verdaderos, y presentarlos como verdaderos, aunque ello esté
ahora muy lejos del horizonte cultural. Aunque apoyados en la certeza de estar
explicándolos can claridad, y de que nuestro interlocutor tiene honestidad intelectual, tarde
o temprano adherirá a ellos. Porque ésa es la verdad y, como ha dicho Ratzinger, el hombre
es capaz de verdad.
la que nos "muestra" valores, bienes o fines a los que se puede tender. Cada cual podrá
aceptarlos o rechazarlos, pero siempre se auto-constituirá en relación a ella. En un mundo
plural, además, estos bienes pueden multiplicarse y con ellos las opciones de proyectos de
vida.
''Articular'' los ideales para recuperarlos significa clarificarlos, dar palabras a lo que está
oscurecido, dar sentido a cierta realidad, contar historias verosímiles. Esto requiere,
obviamente, que nosotros los entendamos y estemos absolutamente convencidos de ellos.
Requiere que tratemos de vivir según ellos. Solo así se podrá proveer un nuevo marco de
significación para la sociedad en que vivimos. La labor de articulación, entonces, vuelve a
iluminar y a identificar con claridad ciertos bienes o valores que, por su actual comprensión
parcial, se han pervertido. Es lo que sucede, por ejemplo, con el ideal de autonomía y la
legalización del suicidio asistido. La capacidad de articular, por tanto, es la clave moral
para corregir los puntos de vista equivocados, y hacer vívido, palpable y accesible el
verdadero ideal. Es una labor de rescate de los marcos de referencia morales, las fuentes
morales, que dan sentido a nuestra vida espiritual. Es un volver a poner ante los ojos, y
hacer así de nuevo elegibles, los bienes que plenifican. No es imponer una visión, sino
proponer, plausiblemente, que el bien y el mal no son relativos, y rebelarnos ante una
cultura que nos dice que no se puede o que no se debe hablar de moral.
Si hay dictadura del relativismo, como hemos visto, no hay sociedad libre; porque las
personas no son libres si no creen en la verdad, y porque la misma democracia se
autoaniquila sin una base moral universal. La democracia no puede fundamentarse sobre el
relativismo, como afirma el mito contemporáneo. Sí es cierto que la verdad política no es
absoluta, que no existe un modo de organización de gobierno y un conjunto de políticas
públicas que sean las correctas y garanticen el éxito en todo tiempo y lugar. La realidad
social es compleja y requiere de muchas perspectivas, que en constante contraste y
refutación, vayan acercándose al mejor gobierno. La democracia requiere pluralismo, pero
el pluralismo no es lo mismo que el relativismo. Más bien lo contrario. Con el relativismo,
que iguala todas las perspectivas en su no valor (todas las opiniones valen lo mismo, nada
es más valido que otra cosa) la pluralidad se uniformiza y elimina. Y el pluralismo
democrático que da sentido al diálogo, se transforma en el conformismo de quienes se
dejan llevar por lo que esté de moda.
La cultura de la libertad es la cultura del diálogo, pero el diálogo no existe cuando se piensa
que todas las verdades son relativas y que creer ello es una condición para empezar a
hablar. Ese es el mito que el relativismo ha querido imponer acerca del diálogo: que éste
sólo es posible si no creemos que alguna posición pueda ser superior a otra. Pero este
esquema no tiene sentido, y no hace más que encubrir la voluntad de dominio de los que
hoy en día dictan la opinión. Quien dialoga tiene ya una posición, pero la expone, la
contrasta, y está dispuesto a ser refutado si se convence de que la otra es mejor. Este es el
punto capital, el mínimo necesario para un diálogo verdadero: la voluntad de verdad, el
querer saber más y mejor, y el tener la convicción de hay realmente verdad y de que no es
vana y utópica la esperanza de acceder a ella. Sin esta convicción, el diálogo, entendido
como la búsqueda solidaria de la verdad, no tiene ningún sentido. Sin verdad, nuevamente,
sin distinción crítica, el diálogo es una parodia, una negociación para defender intereses. La
eficacia del diálogo, entonces, dependerá de la capacidad de abrirse y de la disposición de
experimentar una transformación por medio del encuentro, una purificación por medio de la
verdad. Relativismo y diálogo, una vez más, son términos contradictorios.
CONCLUSIÓN
¿Es posible un re-arme moral en la sociedad? ¿Es posible luchar contra la cultura
relativista? Claro que sí. Pero ahí es donde la educación y el ejemplo tienen un deber
insustituible. Sólo cuando se reconoce que hay algo malo en sí emerge la vida ética. Porque
si no hay error tampoco hay verdad, y todo es igualmente verdadero o igualmente falso. En
consecuencia, el re-arme moral tiene que partir por la afirmación de la distinción crítica:
hay una diferencia real entre lo bueno y lo malo, entre lo verdadero y lo falso, y todos los
seres humanos somos capaces de captarla. De hecho, aunque el emotivismo, por ejemplo,
sea una moral equivocada, evidencia que todos tenemos una "voz interior”, una
“conciencia” una “voz moral”, que puede y debería formarse.
Pero para ello, es necesario re-articular las verdades morales, presentarlas de modo creíble
a las personas, re-insertarlas en el horizonte cultural, acercárselas como fuente moral, para
que ellas decidan, autónomamente, elegirlas o no como los fines de su praxis, como
aquellas verdades fundamentales e irrenunciables que constituyen la identidad que cada uno
se ha forjado. Y no hay que temer que las personas no "reconozcan" la verdad cuando está
bien presentada. Charles Taylor, profundizando en la distinción que hizo Harry Frankfurt al
decir que los seres humanos somos capaces de deseos de segundo orden, vale decir, que
podemos dar un paso atrás y evaluar nuestros deseos, y desear desear alguno o no desear
desear otro, afirma que entre los deseos de segundo orden hay también una diferencia, que
Taylor llama la discriminación débil y la discriminación fuerte o cualitativa. La primera es
contingente, y establece principalmente cuál de mis deseos actuales es más poderoso o más
conveniente: qué me apetece más, de que tengo más ganas. La segunda, la discriminación
fuerte, se relaciona en cambio con el valor. En ella reconozco que hay cosas de importancia
incomparablemente mayor que otras, de categórica e incondicionada valía, y hay otras
cosas que carecen de este valor.
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Entonces, en virtud del tipo de ser que yo soy, natural y culturalmente, una determinada
situación puede interpelarme de cierta forma. Somos capaces de captar, a través de nuestras
emociones articuladas e interpretadas -y este es el punto esencial de la educación del
carácter-, el importe objetivo de una situación: algo me puede parecer peligroso, otra cosa
vergonzosa, algo me puede parecer admirable y otra situación denigrante. Estamos abiertos
a la realidad, captamos los valores que ella encierra. Las discriminaciones cualitativas, por
tanto, a diferencia de las débiles que sólo sopesan opciones, implican la sensación de que
hay actitudes y acciones incomparablemente más altas que otras de las que se nos ofrecen.
La libertad, entonces, que no es tal si no está medida por la verdad, y que en consecuencia
es lo que más radicalmente se opone al relativismo, se puede recuperar. Es cierto que no se
puede enseñar, pero sí se pueden poner las condiciones para que cada uno se atreva a
ejercerla. La libertad, rearticulada, tiene que ver con la capacidad de hacer autónomamente
las discriminaciones que guían la propia vida. En un mundo plural y diverso, como el que
vivimos, más que nunca es fundamental esclarecer la verdad del hombre y de su praxis.
Articular el horizonte moral. Hacer plausible, aunque la cultura dominante la niegue, la
distinción crítica. Sólo así podremos liberarnos de la ideología relativista. La pluralidad y la
diversidad de opiniones no son obstáculo, sino una oportunidad para entrar en el diálogo
cooperativo. No se trata de imponer verdades, pero sí de proponer articuladamente la
distinción crítica y aquellos valores en los que creemos, con la confianza en que como todo
hombre está buscando la verdad, se dejará seducir por ella.