Por EricWallace.
Foster Schierloh. Foto: Don DeLillo anotado por David
Los últimos en contemplarleuna
tambiénHan,
danimagen
forma.
Byung-Chul Shanzhai
Me ocupo en este caso, entonces, del libro tradicional en papel como posibilidad de acceso
a la lectura, del lugar y destino que le asignamos en el espacio de nuestra vida y la dinámica
de nuestras costumbres y, quizás también, de una posible (y plástica) tregua transitoria, al
menos para algunos casos.
Para empezar, dos o tres problemas. El primero y más importante: los procesos de
creación y fabricación del libro, al igual que ocurre con los procesos de producción de
tantos otros bienes de consumo, están invisibilizados en y por un mercado
hiperindustrializado y casi de fantasía donde todo tiene que poder ser producido y estar
disponible rápido y en todos lados; en efecto, muy poca gente sabe (ya no digamos conoce)
el largo proceso por el que debe pasar un texto hasta poder estar disponible como libro de
papel en una librería; la cantidad de mentes, ojos, manos y máquinas por los que ese
contenido ha debido pasar para poder ser esa forma que nos interpela desde un evento, un
título, una tapa o, en el mejor de los casos, la lectura paciente de una de sus quietas
páginas.
Hay también otro problema que es doble y cuya gradación es amplia: somos acopiadores
de libros y además solemos ser bastante egoístas. Compramos los libros, los leemos y
luego los dejamos quietos (iba a escribir muertos) en nuestra biblioteca-museo, como
piezas-testimonio de un logro, una constancia, un golpe de suerte o vaya a saber cuántas
cosas más.
Y luego está esto otro: ¿por qué compramos libros cuando sabemos que no vamos a
leerlos ahora? Los japoneses lo llaman tsundoku y tiene que ver con el fetichismo, con que
apreciamos los libros incluso si no son leídos y también con algo que hemos aprendido a la
fuerza: los libros desaparecen. Los libros rotan rápido en el mercado editorial, se agotan y
no se reimprimen; o por el contrario venden muy poco, se saldan y luego los perdemos de
vista por años, a veces muchos años.
Más allá de todo esto, en la enorme mayoría de los casos los libros nos sirven a un único e
idéntico fin: una (1) lectura. El libro es entendido así como el medio para un fin: se trata del
soporte material que permite acceder a un texto para leerlo de manera habituada,
placentera, segura y aislada—esta es, justamente, la línea de pérdida del texto digital
frente al libro analógico: más allá de la tinta electrónica y las pantallas en relación a la
duración de la sesión de lectura, está la cuestión anterior y de fondo, casi ontológica, de la
diferencia entre leer un libro-objeto (donde texto y soporte se mantienen idénticos en un
ejemplar, algo que reconforta nuestra memoria y sistema cognitivo) frente a la lectura de
un texto-entidad (donde nada está fijo y todo puede cambiar, como los artículos de
Wikipedia o los post de Facebook). Y si bien la lectura digital puede ser más o menos
agradable, me parece que nunca llega a resultarnos tan placentera como la de un texto
impreso en papel. Y desde ya, ningún dispositivo online es seguro ni muchos menos
proporciona una experiencia de aislamiento (lo que acabás de subrayar lo subrayó alguien
más y tenés que saberlo, publicidad, publicidad, publicidad; alguien al otro lado del mundo
se detuvo en el mismo párrafo que vos y quizás te interese saber quién es y qué más leyó,
publicidad, publicidad, publicidad). Es decir, para darnos las mismas garantías que un libro
de papel (iba a escribir real) el texto digital (iba a escribir libro digital) necesita ser un lobo
solitario, un unabomber textual aislado en su cabaña de pasta de madera, no ser detectado
en la red de redes de dispositivos y, sobre todo, no ser un alcahuete de nuestros usos y
abusos. Todo lo cual sólo es posible de modo analógico.
Después está también el hecho de que, al parecer, no podemos hacer libros más baratos.
Por las razones que fueran (la producción a pequeña escala y la lenta microeconomía de
comercio justo de la edición artesanal, la dinámica propia y perversa de la megaindustria
de los grupos concentrados multinacionales de la edición y comunicación de masas, con
todos los grises en medio de la edición más o menos independiente, a lo que habría que
sumar la ausencia de políticas de incentivo de la producción de libros y de la lectura,
especialmente durante los últimos años), los libros cuestan lo que cuestan, aunque, como
dije, algunos no crean que valgan eso. Entonces, condenados como estamos a pagar un
precio no negociable por ciertos libros (especialmente por libros “nuevos”), lo que quizás sí
podamos hacer sea ampliar la dimensión de su uso—al menos eso, mientras intentamos
solucionar lo anterior. Quiero decir: si el libro deja de ser apenas el medio para un (1) fin
entonces quizás nos resulte menos difícil concederle u otorgarle un valor mayor que
compense eso que llamamos precio excesivo.
1. El libro como dispositivo de lectura: esto es lo que hacemos todos con la mayoría de
nuestros libros. Los leemos y luego los sepultamos en nuestra biblioteca-museo. Y
pasamos al siguiente.
2. El libro como dispositivo de relectura: ¿leer dos veces un libro divide su precio y
duplica su valor? Lo que quizás sea cierto es que la novela de verano (siempre novela,
siempre verano), muchas veces diseñada y comprada, a sabiendas, para una (1) lectura,
no debería ser medida con la misma vara que, por caso, ese maravilloso libro con los
ensayos de Cynthia Ozick que, por cierto, hemos releído.
Frente a la imposibilidad de obtener libros nuevos más baratos y de poder comprar más de
esos libros aparece la necesidad de (leer libros viejos, releer los que ya tenemos, hacer
nuestros propios libros, o bien) escoger mejor en la mesa de novedades, leer como otro de
los necesarios elogios de la lentitud, releer como una celebración casi obscena de esa
misma lentitud, mantenernos definitivamente alejados de cierta “novedad”, obsequiar
aquellos libros que de momento ya no nos interesarán (aprender a sospechar esto es
importante, tanto como aprender a sobrellevar el equívoco implícito en esa suposición),
deshacernos de nuestros libros en desuso en una danza de trueque constante con amigos
(¿es cierto que todavía nadie desarrolló una app que matchee libros ofrecidos y libros
buscados, una red en principio barrial o zonal donde lo único que se busca es multiplicar
aquel primer uso del libro, sin dinero de por medio, tan simple como un libro a cambio de
otro libro?) y, por fin, (re)construir el libro como fin en sí mismo y como medio para otros
fines, el más notable de los cuales emerge de manera insospechada: hacer de nuestra
biblioteca-museo un alegre y siempre bizarro gabinete de curiosidades sumamente
personal.
Derek Jarman dice que el jardinero cava en otro tiempo, sin pasado ni futuro, sin principio
ni fin. Quizás al leer y escribir podamos hacer lo mismo con la naturaleza de nuestros
textos y libros.