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Por Eric Schierloh

Ampliación de la dimensión del uso del


libro
 BLOG, DERIVAS LITERARIAS 
 
26-03-2020 Eric Schierloh

"Frente a la imposibilidad de hacer libros más baratos y frente a la imposibilidad de


comprar más libros, aunque no siempre para leerlos, surge la necesidad de escoger
mejor, leer como un elogio de la lentitud, releer": otra columna del autor de M.

Por EricWallace.
Foster Schierloh. Foto: Don DeLillo anotado por David

 
Los últimos en contemplarleuna
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forma.
Byung-Chul Shanzhai
 

La mayoría de la gente a la que le escucho


decir que los libros son caros son personas
lectoras que en realidad se quejan de no
poder comprar más para leer más (lo cual
es perfectamente entendible, claro);
personas que, esto también es cierto,
tampoco suelen decirme respecto de qué
otra cosa el libro es o resulta caro. Esta
mayoría es una rotunda minoría, sin
embargo, al lado de la enorme cantidad de personas que, en nuestro país, no dice nada
sobre el libro porque accede muy poco o directamente no accede en absoluto a la lectura
de y en libros de papel—tema más complejo y extenso que merece, sin dudas, otro artículo.

Me ocupo en este caso, entonces, del libro tradicional en papel como posibilidad de acceso
a la lectura, del lugar y destino que le asignamos en el espacio de nuestra vida y la dinámica
de nuestras costumbres y, quizás también, de una posible (y plástica) tregua transitoria, al
menos para algunos casos.

Para empezar, dos o tres problemas. El primero y más importante: los procesos de
creación y fabricación del libro, al igual que ocurre con los procesos de producción de
tantos otros bienes de consumo, están invisibilizados en y por un mercado
hiperindustrializado y casi de fantasía donde todo tiene que poder ser producido y estar
disponible rápido y en todos lados; en efecto, muy poca gente sabe (ya no digamos conoce)
el largo proceso por el que debe pasar un texto hasta poder estar disponible como libro de
papel en una librería; la cantidad de mentes, ojos, manos y máquinas por los que ese
contenido ha debido pasar para poder ser esa forma que nos interpela desde un evento, un
título, una tapa o, en el mejor de los casos, la lectura paciente de una de sus quietas
páginas.

Hay también otro problema que es doble y cuya gradación es amplia: somos acopiadores
de libros y además solemos ser bastante egoístas. Compramos los libros, los leemos y
luego los dejamos quietos (iba a escribir muertos) en nuestra biblioteca-museo, como
piezas-testimonio de un logro, una constancia, un golpe de suerte o vaya a saber cuántas
cosas más.

Y luego está esto otro: ¿por qué compramos libros cuando sabemos que no vamos a
leerlos ahora? Los japoneses lo llaman tsundoku y tiene que ver con el fetichismo, con que
apreciamos los libros incluso si no son leídos y también con algo que hemos aprendido a la
fuerza: los libros desaparecen. Los libros rotan rápido en el mercado editorial, se agotan y
no se reimprimen; o por el contrario venden muy poco, se saldan y luego los perdemos de
vista por años, a veces muchos años.

Más allá de todo esto, en la enorme mayoría de los casos los libros nos sirven a un único e
idéntico fin: una (1) lectura. El libro es entendido así como el medio para un fin: se trata del
soporte material que permite acceder a un texto para leerlo de manera habituada,
placentera, segura y aislada—esta es, justamente, la línea de pérdida del texto digital
frente al libro analógico: más allá de la tinta electrónica y las pantallas en relación a la
duración de la sesión de lectura, está la cuestión anterior y de fondo, casi ontológica, de la
diferencia entre leer un libro-objeto (donde texto y soporte se mantienen idénticos en un
ejemplar, algo que reconforta nuestra memoria y sistema cognitivo) frente a la lectura de
un texto-entidad (donde nada está fijo y todo puede cambiar, como los artículos de
Wikipedia o los post de Facebook). Y si bien la lectura digital puede ser más o menos
agradable, me parece que nunca llega a resultarnos tan placentera como la de un texto
impreso en papel. Y desde ya, ningún dispositivo online es seguro ni muchos menos
proporciona una experiencia de aislamiento (lo que acabás de subrayar lo subrayó alguien
más y tenés que saberlo, publicidad, publicidad, publicidad; alguien al otro lado del mundo
se detuvo en el mismo párrafo que vos y quizás te interese saber quién es y qué más leyó,
publicidad, publicidad, publicidad). Es decir, para darnos las mismas garantías que un libro
de papel (iba a escribir real) el texto digital (iba a escribir libro digital) necesita ser un lobo
solitario, un unabomber textual aislado en su cabaña de pasta de madera, no ser detectado
en la red de redes de dispositivos y, sobre todo, no ser un alcahuete de nuestros usos y
abusos. Todo lo cual sólo es posible de modo analógico.

Después está también el hecho de que, al parecer, no podemos hacer libros más baratos.
Por las razones que fueran (la producción a pequeña escala y la lenta microeconomía de
comercio justo de la edición artesanal, la dinámica propia y perversa de la megaindustria
de los grupos concentrados multinacionales de la edición y comunicación de masas, con
todos los grises en medio de la edición más o menos independiente, a lo que habría que
sumar la ausencia de políticas de incentivo de la producción de libros y de la lectura,
especialmente durante los últimos años), los libros cuestan lo que cuestan, aunque, como
dije, algunos no crean que valgan eso. Entonces, condenados como estamos a pagar un
precio no negociable por ciertos libros (especialmente por libros “nuevos”), lo que quizás sí
podamos hacer sea ampliar la dimensión de su uso—al menos eso, mientras intentamos
solucionar lo anterior. Quiero decir: si el libro deja de ser apenas el medio para un (1) fin
entonces quizás nos resulte menos difícil concederle u otorgarle un valor mayor que
compense eso que llamamos precio excesivo.

Esta es, entonces, la línea de incremento del uso del libro:

1. El libro como dispositivo de lectura: esto es lo que hacemos todos con la mayoría de
nuestros libros. Los leemos y luego los sepultamos en nuestra biblioteca-museo. Y
pasamos al siguiente.

2. El libro como dispositivo de relectura: ¿leer dos veces un libro divide su precio y
duplica su valor? Lo que quizás sea cierto es que la novela de verano (siempre novela,
siempre verano), muchas veces diseñada y comprada, a sabiendas, para una (1) lectura,
no debería ser medida con la misma vara que, por caso, ese maravilloso libro con los
ensayos de Cynthia Ozick que, por cierto, hemos releído.

3. El libro como dispositivo de intervención sobre el texto, donde la(s) lectura(s)


aparece(n) como una sucesión de nuevas marcas gráficas (puristas del libro aséptico
para la biblioteca-museo, abstenerse): me refiero al subrayado, el resaltado, los textos
flotantes en tarjetas o post-it, la notación marginal con el correspondiente universo de
glifos personales, etc. El libro como bosquejo de microensayos, como cuaderno de
campo de su lectura, como gesto marcado de apropiación del texto pero también (del
espacio) del libro. Si nuestra(s) lectura(s) dura(n) más a causa de esto, si la marcación y
la escritura nos demoran y nos permiten la intervención y la apropiación, entonces
quizás nos resulte más fácil concederle u otorgarle un valor mayor y progresivamente
especial a ese libro. Hacerle al libro, en definitiva, algo parecido a lo que los chinos
hacían o hacen a los cuadros con los mingzhang y los sellos del ocio, marcas que en
cualquier caso son entendidas como aperturas a espacios de comunicación.

A partir de aquí arriesgo algunas posibilidades de ampliación de la dimensión del uso


del libro más invasivas, más violentamente (pero también más artísticamente)
apropiacionales, digamos:

4. El libro como palimpsesto o cuaderno de escritura: me refiero ahora a una escritura


independiente y autónoma del texto impreso, emplazada en los espacios vacíos de las
páginas (el cuadrilátero de los márgenes, los blancos en inicio y fin de capítulos, etc)
como en el resto de los espacios vacíos del libro (interiores de tapa y contratapa,
guardas, páginas de cortesía, etc). Yo puedo imaginarme perfectamente una lacónica
novela escrita en los muchos blancos de un libro de poemas, o un diario de viaje
sincopado brevemente con nuestra lectura de cierto volumen, o poemas un poco
caligramáticos en los estrechos senderos en blanco de una novela de prosa abigarrada.
Y eso por no mencionar un hipotético texto que desborde y salte de un libro a otro y
continúe como un río que se bifurca en arroyos hasta encontrar lagunas y pozas y
bañados en donde por fin la idea (si es que había una) y la grafía (si es que era una) se
aquietan, suspendidas.

5. El libro como dispositivo gráfico, de dibujo o pintura, como cuaderno de


bocetos. Algo como esto. 
6. El libro como álbum de recortes (scrapbook), como estructura y soporte de collages,
como herbario, como catálogo, etc.

7. El libro como libro de artista.

Y, para dejar ya el asunto: el libro como suma de todo lo anterior.

Frente a la imposibilidad de obtener libros nuevos más baratos y de poder comprar más de
esos libros aparece la necesidad de (leer libros viejos, releer los que ya tenemos, hacer
nuestros propios libros, o bien) escoger mejor en la mesa de novedades, leer como otro de
los necesarios elogios de la lentitud, releer como una celebración casi obscena de esa
misma lentitud, mantenernos definitivamente alejados de cierta “novedad”, obsequiar
aquellos libros que de momento ya no nos interesarán (aprender a sospechar esto es
importante, tanto como aprender a sobrellevar el equívoco implícito en esa suposición),
deshacernos de nuestros libros en desuso en una danza de trueque constante con amigos
(¿es cierto que todavía nadie desarrolló una app que matchee libros ofrecidos y libros
buscados, una red en principio barrial o zonal donde lo único que se busca es multiplicar
aquel primer uso del libro, sin dinero de por medio, tan simple como un libro a cambio de
otro libro?) y, por fin, (re)construir el libro como fin en sí mismo y como medio para otros
fines, el más notable de los cuales emerge de manera insospechada: hacer de nuestra
biblioteca-museo un alegre y siempre bizarro gabinete de curiosidades sumamente
personal.

Derek Jarman dice que el jardinero cava en otro tiempo, sin pasado ni futuro, sin principio
ni fin. Quizás al leer y escribir podamos hacer lo mismo con la naturaleza de nuestros
textos y libros.

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