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LA OBRA DE JUAN MAYORGA

Por lo general, la obra suelta de nuestros dramaturgos contemporáneos está


dispersa, por no decir desparramada, entre las contadas colecciones que
dedican a la literatura dramática las editoriales del país, o encuentra un
efímero asilo en los ejemplares de las revistas especializadas –muchas de
ellas hoy desaparecidas– que intentan calibrar nuestra práctica escénica. De
modo que acceder a recopilaciones sistemáticas de la obra de un autor –
como lo hacen Methuen, Faber&Faber, Oberon Books o Nick Hern en
Gran Bretaña y L’Arche, Actes Sud o Les Solitaires Intempestifs en la
vecina Francia– es poco menos que imposible aquí. Por ello es tan de
agradecer que las Ediciones La uÑa RoTa (sic) hayan tenido el gusto de
editar en un solo volumen, en su colección Libros Robados, un compendio
prácticamente entero de la obra teatral de Juan Mayorga que comprende
desde su primer texto conocido (Siete hombres buenos, 1989)
hasta Reikiavik, escrita en diciembre de 2013 y que él mismo se propone
dirigir durante la temporada que viene. Alguna pieza falta de todas las
compuestas durante estos veinticinco años (así, su teatro breve fue editado
por Ñaque en 2001 y reeditado en 2009 con el título Teatro para minutos),
pero ha sido el autor quien ha seleccionado las veinte que componen el
libro, lo que supone una garantía. De ellas, tres –Angelus
Novus (1999), Los yugoslavos (2013) y Reikiavik (2013)– no habían sido
editadas hasta ahora. Claro que tampoco hay que hacerse ilusiones de
dominar el resto por haberlo leído con anterioridad: Mayorga reescribe
permanentemente sus textos, de modo que quien crea que conoce, por
poner un ejemplo, Más ceniza porque la descubrió en 1993 en la
revista Primer Acto, se dará pronto cuenta de su error al verla incluida en
este volumen. Un hecho que aún le da más interés al libro en cuanto nos
permite comparar versiones y analizar la evolución del pensamiento y
estilo del autor. Aparte de una nota introductoria y un pequeño texto de
Mayorga a modo de epílogo, Mi padre lee en voz alta, el prólogo está
brillantemente escrito por Claire Spooner, doctora en Filología Hispánica
por la Universidad de Toulouse y en Filosofía y Letras por la Autònoma de
Barcelona. Y el dibujante José Montero Galán ilustra artísticamente el
tomo (769 páginas) deconstruyendo según le corresponde a cada obra el
puzzle que figura en la portada. Un primor.
Si enfrentarse a un solo texto de Juan Mayorga siempre provoca una
tensión mental, ¿cómo abordar la lectura seguida de estas veinte obras sin
que tal ejercicio termine perturbándonos? ¿No sería mejor ir poco a poco,
escogiendo con calma cada pieza al azar o, dada la frecuencia con la que se
programa su teatro, completar la representación con la lectura?
Probablemente sí, pero nos perderíamos una ocasión de oro para entrar en
su mundo de manera ordenada, conocer su estructura y su topología, ver
cómo cambian estas al compás de las preocupaciones del autor y disfrutar
al fin del cúmulo de ideas, argumentos, personajes y formas queando para
siempre nuestro equilibrio neuronal?? crean su universo teatral. Y es que,
aunque haya veces que nos parezca así, los textos de Mayorga no son
independientes unos de otros, todos se dan la mano y comparten fronteras
comunes, como los edificios y espacios yuxtapuestos que, alegóricamente,
forman esa ciudad que dibuja Montero y que no es otra cosa que la obra
ensamblada del autor. Una ciudad contemporánea nuestra cuyos cimientos
parecen reposar sobre un terreno firme conformado por esa amalgama de
valores que, desde los filósofos y los trágicos griegos, constituyen al
hombre occidental (el humanismo, la razón, la tolerancia, la mesura, la
ética y un sentido de lo espiritual que no casa con ninguna iglesia) pero
que, en realidad, se estremece expuesta como está al viento de la Historia y
los anhelos de la sociedad. Ojalá dispusiéramos de espacio suficiente para
visitar una a una sus casas, pero intentaremos acceder por lo menos a las
más importantes, aquéllas que resumen los rasgos más peculiares del
conjunto.
Cuando, a principios de los años noventa, Juan Mayorga comienza a
sobresalir en el teatro, se está formando una nueva generación de autores
que viene a subsanar de algún modo la relativa escasez de dramaturgos que
caracterizó las dos décadas anteriores. El teatro de la acción y del gesto, del
grito y de la expresión corporal que distinguió a los grupos independientes
de los setenta está siendo reemplazado por otro que se centra en la
“escritura teatral”, un término inventado por los estructuralistas franceses y
puesto en práctica por autores como Bernard-Marie Koltès o Jean-Luc
Lagarce. Por vez primera, el dramaturgo defiende su preeminencia frente al
rol del director de escena y es ondeando esta bandera como aparecen en
nuestro panorama teatral una serie de autores que se proponen, ante todo,
escribir “comme il faut”: José Ramón Fernández, Carlos Marqueríe,
Antonio Fernández Lera, Yolanda Pallín, Ignacio del Moral, Ernesto
Caballero, Ignacio García May, Alfonso Armada, Angélica Liddell,
Rodrigo García, Itziar Pascual… Mayorga está entre ellos y empieza a
destacarse desde sus primeras creaciones: Siete hombres buenos es accésit
del premio Marqués de Bradomín de 1989 y Más ceniza obtiene el premio
Calderón de la Barca, ex aequo con Ildefonso García-Moreno, en 1992.
Se inicia así un primer recorrido de prácticamente un decenio que incluye,
junto a las dos piezas más arriba citadas, El traductor de
Blumemberg (1993) y El jardín quemado, publicada en 1998. El conjunto
de estas cuatro obras tiene un gran interés en cuanto todo el teatro del autor,
explícitamente o en potencia, ya está en ellas. Como si Mayorga hubiese
desplegado desde joven un plan determinado de exploración del mundo
que, aun admitiendo las derivas nacidas de las circunstancias exteriores y
de su propio avance intelectual, nunca se separara de su intención primera,
que no es otra que preservar la condición humana frente a la arremetida de
la realidad. Así, su prudente, cuando no recelosa, actitud ante la acción
política ya queda clara desde Siete hombres buenos, un drama del exilio
republicano escrito el mismo año en el que cae el muro: no hay credo
político, por muy razonable que parezca, que resista a la degradación moral
de los encargados de ponerlo en práctica. Una actitud, como suele ocurrir
en su teatro, siempre matizada por los requerimientos de la Necesidad: “La
revolución será siempre un crimen o una locura dondequiera que
prevalezcan la justicia y el derecho; pero es justicia y es derecho donde
prevalezca la tiranía”. Y aun así, habrá que andarse con cuidado, no nos
vaya a ocurrir lo que a los intelectuales internados en el psiquiátrico
de El jardín quemado que, en nombre de una pretendida superioridad
moral –son republicanos y poetas–, terminan mandando al paredón a doce
infelices inocentes. Una obra ésta en la que resuenan dos grandes voces, la
del imperativo moral de los dramas de Buero y la de la audacia de Brecht
en sus piezas didácticas, dando cuenta de cómo Juan Mayorga se plantea
metas muy ambiciosas desde sus principios.
También Más ceniza nos habla de política y disecciona un golpe de Estado,
pero su mayor interés reside en su desarrollo formal, lejos del realismo que
tantas veces atenaza a nuestro teatro. Tres parejas que no se relacionan
entre sí van entreverando sus diálogos en un escenario cubierto de ceniza y
sobre el que reposa un colchón. Pero la incomunicabilidad es solo aparente,
pronto surgen una serie de “correspondencias” que nos recuerdan el
simbolismo de poetas como Baudelaire: un gesto, una mirada, el repetir de
un mismo movimiento… Hasta que al final toda la acción confluye y se
produce el atentado. La libertad formal y el no estar limitado por “lo real”
le permite al autor introducir un rasgo que se repetirá con frecuencia en su
teatro, que es el abandonar por un momento el mundo terrenal y adentrarse
en lo trascendente en busca de una explicación para lo que, aparentemente,
no la tiene. Así, en Más ceniza, el asesinato de Max, un personaje que, sin
aparecer en escena, es el que maneja todos los hilos y a quien se identifica
con el Mal, nos sabe como una Redención. Y la explosión que concluye la
obra suena como un aviso del Juicio Final.
Aunque el autor llegó a pensar que Más ceniza pudiera haber sido “un paso
en falso” –y, en efecto, lo era en el sentido en que toda gran obra rompe
con la mediocridad ambiente–, la que presenta inmediatamente después, El
traductor de Blumemberg, además de ampliar el contenido escatológico de
la anterior, no es menos rupturista desde el punto de vista formal
(alternancia de escenas, más de la mitad del texto dicho en alemán).
Mayorga nos describe una Europa actual presa de la devastación en la que
un traductor, Calderón, y el presumible autor del libro que traduce,
Blumemberg, un filósofo nazi próximo a Hitler (¿Carl Schmitt?), recorren
sin parar el continente en un fantasmagórico tren hasta recalar en Berlín en
busca de Silesius, otro factótum desaparecido. El libro, que en tiempos fue
llamado “la Biblia de la violencia”, no existe como tal físicamente sino que
sólo está en la mente de Blumemberg, que se lo va dictando al traductor a
medida que hace memoria. Su contenido responde con fidelidad a los
postulados de la doctrina nacionalsocialista: una nueva raza de hombres
dispuestos a sacrificarse por los demás, un relámpago que atraviese la
sombra, una gran explosión que purifique el mundo… Conectando con el
trascendente final de Más ceniza, le dice Blumemberg a Calderón
refiriéndose al libro: “No cualquiera puede mirar el rostro de Dios. Míralo
como un templo, estás entrando en un templo. Es el destino de la
Humanidad, el día de la ira, el Juicio Final. (…) El libro final, todos los
libros, el primer libro de la nueva Humanidad”. Si en la obra anterior se
hablaba de una Redención al aludir a la muerte de Max, asistimos aquí a
una permuta, una Transustanciación, en cuanto Calderón se hace cargo de
la culpa de Blumemberg, termina por sí solo la traducción y asimila el
dolor que nos aflige. Con él, el huevo de la serpiente sigue vivo en su nido,
esperando la próxima ocasión.
Como se ve, el fondo de la obra es casi teológico. Mayorga, influido por
Benjamin, contempla la Historia de la Humanidad como lo hacían los
antiguos, un eterno retorno en el que todo está escrito. No hay redención
posible: independientemente de quien lo asuma, el Destino se ha de
cumplir. Y ese destino está siempre dispuesto por la voluntad de Dios,
entendiendo por tal el Yavé del Viejo Testamento. Un dios que se vale de
sus mensajeros en la tierra –Max, Silesius–, los que conocen el día y la
hora del Juicio Final. Todo se desarrolla en un lugar llamado Europa, un
lugar que, antes de la Gran Guerra, fue la cuna de la civilización occidental.
Y luego vinieron la Segunda y el Holocausto, que es, como para su maestro
Reyes Mate, el eje central del pensamiento de Mayorga. Desde entonces,
Europa como tal ya no existe, es un territorio sumido en el caos, en el que
los pogroms (ahora de otras etnias) son frecuentes. Después de la masacre
del pueblo judío, el continente ha perdido su norte y ha desaprovechado la
lección. Porque de esa montaña de cadáveres debía haber nacido un mundo
nuevo, un “paraíso sin sangre”, y no esta Europa de los mercaderes,
contaminada hasta los tuétanos por un capitalismo corrosivo que, con la
caída del muro, ha alcanzado, parece, su meta final, esto es, el fin de la
Historia. No ha habido redención y sigue habiendo culpa.
De las siete obras del autor que, yendo de 1999 a 2006, vienen incluidas en
la recopilación, habría que centrarse en las cinco que, alcanzada ya su plena
madurez artística, no solo le llevaron a los primeros escenarios del país sino
que le abrieron las puertas de la escena internacional. Se pueden agrupar en
tres partidas: la primera constituida por Cartas de amor a Stalin (1999)
y Himmelweg (2003), las dos obras que, en alguna manera, son la
continuación de la reflexión iniciada en Más ceniza y continuada por El
traductor de Blumemberg; una intermedia que comprende Animales
nocturnos (2003), una pieza que parece menor pero que, sin embargo,
marca un importante punto de inflexión en la trayectoria del autor; y por
último, otros dos textos, Hamelin (2005) y El chico de la última fila (2006),
que desarrollan ese “teatro civil” al que dio paso la anterior.
Tras una década como el joven autor más prometedor del teatro español,
Mayorga se consagra con el estreno de Cartas de amor a Stalin en el
Teatro María Guerrero. Y es cierto que aparecen en ella una serie de
elementos dramáticos y rasgos estilísticos que, atenuando un tanto el
carácter experimental de las piezas precedentes, contribuyen a “espesar” el
texto y condensar la acción de tal manera que la obra se convierte en un
drama político comparable a los que, con frecuencia, produce el teatro
inglés (Frayn, Stoppard, Hare). No solo la idea es original (el escritor
Bulgákov escribiéndole al camarada Stalin para que su obra se pueda editar
y representar libremente en la URSS o se le deje salir del país con su
esposa), sino que su tratamiento es muy teatral: Stalin apareciéndosele a
Bulgákov como si fuera un fantasma primero, y luego, cobrando
materialidad hasta convertirse en una presencia real y familiar que termina
ocupando su cerebro y su casa hasta llegar a expulsar a su mujer y hacerse
con el protagonismo de la obra en un alarde de vampirismo genial.
Si Cartas de Amor a Stalin significó la revelación oficial de Juan Mayorga
como un gran autor dramático español, Himmelweg fue la obra que le
consagró internacionalmente. Basándose esta vez en un hecho real, el
informe positivo de un delegado de la Cruz Roja que visita un campo de
concentración nazi en el que todo es simulado para dar la impresión de que
los judíos allí internados gozan de unas condiciones de vida casi idílicas,
Mayorga nos ofrece de nuevo una excelente muestra tanto de la potencia de
su imaginación como de su maestría para dramatizar si ida nos ofrece de
nuevo una excelente muestra de su imaginaciajo la direcciun relato que, así
contado, parece imposible. Y es que las situaciones creadas por lo burdo de
la manipulación llegan a parecer surrealistas, como el discurso de ese
ilustrado comandante del campo que nos habla de paz y de humanismo:
“Todos ganaremos esta guerra. Algún día no sabremos distinguir entre
vencedores y vencidos. Entretanto habrá dolor, pero todo ese dolor es
necesario. Spinoza dice que el odio que es vencido por el amor, en amor se
trueca; y ese amor es más grande que si el odio no le hubiera precedido”.
Parece un vaticinio de lo que la Unión Europea aparenta ser hoy, vaticinio
que se confirma al utilizar el comandante la jerga burocrática que le es
característica a dicha institución (“hemos dispuesto todos los elementos
funcionales relativos al problema en el ámbito europeo, mediante la
coordinación de cada una de las instancias implicadas.”) para referirse a la
higiene del campo y la eliminación de los restos humanos. Y
recordándonos a El traductor de Blumemberg, concluye: “Trenes que
viajan de noche. Eso es Europa para mí”.
Animales nocturnos nos cuenta una historia de vecindad que termina
convirtiéndose en una relación de vasallaje semejante a la mostrada en las
dos obras anteriores pero con una diferencia esencial: ya no estamos
hablando de grandes temas ni nos enfrentamos al “Moloch” de la Historia
sino que, por primera vez en el teatro de Mayorga, hemos tomado tierra y
nos encontramos en una ciudad reconocible, tanto, que se parece mucho a
la nuestra. De la alta política pasamos a la moral pública, un campo en el
que se van a desarrollar, a partir de ahora, muchas de las obras del autor. La
obra toca el tema de los inmigrantes y los abusos a los que están expuestos
por unas leyes claramente xenófobas, pero también el de las personas que
sufren de insomnio o trabajan de noche y son manipuladas por la radio.
Como se ve, los temas de actualidad de un barrio que bien podría ser
Lavapiés. Animales nocturnos se cierra con otra permuta, otra sustitución:
la mujer del Hombre Alto, el emigrante, le abandona y será la del Hombre
Bajo, el chantajista, quien ocupe su puesto en connivencia con su esposo.
En Hamelin, otra muestra de su teatro cívico, el juez Montero, moderno
Edipo inmerso en un caso de pederastia, está dispuesto a llegar hasta el fin
con tal de conocer la verdad, “el origen del mal”. Le asaltan las sospechas
pero le faltan pruebas y, como en una película de serie B, recorre la ciudad
para encontrarlas. Todos mienten o, para ser exactos, todos proclaman “su”
verdad. Si el señorito salía con el niño y pagaba por ello, sus padres lo
tomaban como una obra de caridad, ¿cómo iban a pensar que se lo llevaba a
la cama? El niño, Josemari, afirma que el pederasta le tocaba, pero este lo
niega, vehemente: lo que pasa es que quiere al chaval “como nadie le
querrá jamás”. Entonces, ¿quién miente, Josemari? La psicopedagoga que
le tendría que ayudar se pierde en una jungla de términos técnicos… y
mientras tanto, todo anda manga por hombro en la casa del juez: han
expulsado a su hijo del colegio y acaba de pegar a su madre. Indiferente a
sus propios problemas, el juez se queda a solas con el crío. Dice el
Acotador: “Montero pone su mano sobre la cabeza de Josemari, la acaricia.
Apoya la cabeza del niño sobre su pecho. Montero siente que el corazón
late muy deprisa”. Y le cuenta el cuento del flautista de Hamelin.
¿Otra sustitución? El espectador sale del teatro sin tener las ideas claras. No
será porque la obra sea confusa –es, hasta aquel momento, la mejor escrita
de Mayorga–, sino porque el autor quiere mostrarnos que la que es confusa
es la realidad. Y dado lo delicado del tema, siempre se tiene que mover en
el filo de la navaja. De ahí viene ese rasgo tan característico de esta etapa
civil de su teatro que empezaba a apuntar en Animales nocturnos, su
deliberada ambigüedad a la hora de tratar con los seres humanos y abordar
sus inclinaciones y deseos. Sus personajes ya no son de una pieza ni actúan
a las órdenes de un ideario o movidos por un evento histórico sino que los
sentimos próximos. No porque haya aumentado su capacidad emocional –
la pieza sigue siendo fría como granizo–, sino porque el autor utiliza unos
recursos teatrales que convocan al espectador. El primero y principal de
ellos es la figura del Acotador, que no solo nos lleva de la mano a través de
la trama sino que nos expone la opinión del autor. Y el segundo recurso es
el diálogo, fluido y chispeante como Mayorga no lo ha escrito hasta
entonces. Aquí las gentes hablan como en la calle y el mensaje procede
más de lo que dicen que de lo que piensan.
Con El chico de la última fila, Mayorga entra de lleno en la comedia, señal
inequívoca de que ha alcanzado su apogeo como dramaturgo (tiene
cuarenta años por entonces) y domina, por tanto, todas las herramientas del
oficio. No hay más que ver cómo entremezcla los diálogos evitando toda
disquisición que pudiera entorpecer su flujo y llevando a la escena unos
personajes inmediatamente reconocibles por el espectador: Germán, el
profesor de instituto más bien carca a quien le hubiera gustado escribir;
Juana, su mujer, galerista de gustos postmodernos a quien le van a cerrar la
galería; Rafa Padre, oficinista multinacional que se ve frenado por su jefe;
Ester, su esposa, dejó de trabajar y ahora se ha convertido en una maruja;
Rafa, el retoño de ambos a quien se le dan mal las matemáticas; y ese alter
ego de Mayorga (o de quien le gustaría haber sido de adolescente) que lleva
el peso de la acción. Unos personajes cargados de verdad que sirven al
autor para exponer su teoría literaria. Y una historia que termina, sin perder
el humor, en sobresalto.
Con La paz perpetua (2007) Mayorga paga tributo a esos perros que le han
ido acompañando a lo largo de todo su camino, desde los ladridos
procedentes de un can abandonado en el sótano de Siete hombres
buenos hasta los que pueblan el imaginario de Don Oswaldo en El jardín
quemado. De modo que el autor les va a asignar los tres papeles
protagonistas en esa fábula sobre el terrorismo y la tortura que es su nueva
obra: un rottweiler impuro un tanto fascistoide será Odin, un noble pastor
alemán hará de Enmanuel (Kant) y un perro de la calle, cruce de varias
razas, se encargará de representar a John-John, una especie de Escipión y
Berganza a lo Cervantes. Los tres canes aspiran a un solo puesto en una
unidad perruna de operaciones especiales, de modo que son sometidos a
tres pruebas por su entrenador, un perro labrador llamado Casius. Pero
empatan en todas y van a tener que enfrentarse con la cuarta, un e pruebas
por su entrenador, un labrador llamado Casius. Pero empatan en
todasejercicio práctico que, señalando a una puerta del recinto, les explica
el Humano: “Detrás de esa puerta, lo adivinaron, hay vida. Un ser humano.
Él asegura no saber nada, pero sospechamos que tiene datos sobre un
inminente atentado contra población civil. Antes de tomar una decisión,
queremos, señores, que compartan nuestras dudas. Quizá ese hombre
realmente no sepa nada. Y aunque sepa, si lo tocamos, si tocamos a ese
hombre desarmado, ¿no justificaremos su tenebrosa visión del mundo? ¿En
qué nos distinguiremos de él, si despreciamos la ley? Si ese hombre no
tiene derechos, ¿no están también los míos en peligros en peligo, los de
todos los hombres, la democracia?, ¿no est hombre desarmado, ¿no
justificaremos su gtenebrosa visio, los de todos los hombres, la
democracia? Luchamos por valores. Sin embargo, personas inocentes
pueden estar a punto de morir”.
De modo que la obra comenzó como una fábula de Esopo y ha terminado
convirtiéndose en una discusión sobre Guantánamo. Claro que no es fácil
resolver la disyuntiva planteada por el Humano, y tanto no lo es que el
propio Juan Mayorga fue explorando diversas soluciones. En la primera
versión, publicada en el nº 320 de Primer Acto, es el Humano quien
traspasa la puerta donde está el prisionero para hacerle hablar (como en El
traductor de Blumemberg, es el Hombre quien produce dolor y carga con la
culpa); en la representación del María Guerrero, será José Luis Gómez
quien, en nombre de la teatralidad, se llevará por delante a los tres perros; y
por ahora, en la publicada en esta recopilación, Enmanuel se interpone
entre sus compañeros y el cautivo y muere en el intento.
De La paz perpetua a esta parte, siete obras más figuran en el libro. Las dos
primeras son muy dispares: La lengua en pedazos (2010), un drama sobre
Teresa de Jesús, escrito a la manera de la santa y dirigido por el propio
autor, fue Premio Nacional de Literatura Dramática en 2013 y obtuvo un
gran éxito de público; y El crítico (2012), una obra de envergadura
dedicada a quien fue uno de los más grandes, Ricardo Doménech, y
representada en un teatro comercial, está todavía por cuajar. Publicada en
un libro sobre su maestro Reyes Mate (Memoria – política – justicia. En
diálogo con Reyes Mate, Editorial Trotta, 2010), El cartógrafo es una obra
muy apreciable que trata sobre el gueto de Varsovia y su sublevación
contra los nazis. Le siguen dos obras de su “teatro cívico”: Los
yugoslavos (2013) y El arte de la entrevista (2013). En la primera,
Mayorga vuelve por sus fueros y nos sitúa en un ambiente que pronto se
nos hace familiar, el del bar de Martín, un bar cualquiera situado en un
barrio cualquiera de la ciudad. Una vez más, el autor nos presenta una
situación que parece normal pero que, no se sabe bien por qué, empieza a
derivar hacia lo surreal. En cuanto a la segunda, nos habla de las veleidades
de la memoria y la manipulación de los medios como causantes de un
pequeño, pero entretenido, drama familiar. La última pieza contenida en el
libro, Reikiavik (2013), responde a la pasión del autor por el ajedrez que ya
se manifiesta en El jardín quemado. Sería puro teatro documental –el duelo
que en la capital de Islandia mantuvieron Boris Spassky y Boby Fisher en
julio de 1972 por el campeonato mundial– de no haber introducido
Mayorga tres personajes de ficción.
Pero ya es tiempo de acabar estas notas y dejar al lector que se sumerja en
el universo del autor que le brinda la recopilación. Allí descubrirá un teatro
que, sin olvidar el pasado sino fundamentándose en él, nos habla del
hombre de hoy, de sus anhelos y zozobras en un mundo que se le aparece
incoherente y emancipado de su voluntad. Y lo hace con un lenguaje
accesible y cuidado, siempre al servicio de la reflexión y sujeto a las leyes
de una escena que se acrecienta con su presencia.

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