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Pues bien, en los sacramentos es el mismo Misterio que sale al encuentro del
hombre. Es el Dios Trino el que busca integrar la existencia humana en su existencia
divina, a través de los sacramentos de la Humanidad de Cristo. Así da plenitud,
sentido y purificación a la existencia humana, y la convierte en historia de salvación.
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Cf. C. ROCCHETTA, Sacramentaria fondamentale, pp. 489-496 y 528-546
Dios sale al encuentro de un hombre que no existe en la eternidad, sino en una
dimensión histórica, con una serie de características, a las cuales los sacramentos
se adaptan, o mejor dicho, la vida divina se adapta a ellas a través de los sacramen-
tos; estas características son:
La vida divina que Cristo dona al creyente en los sacramentos hace al hombre
portador de la misma a los demás seres humanos y a todo el mundo. Todo
sacramento da una ministerialidad y una misión. La vida del cristiano se hace
revelación y actuación del Misterio de la donación del amor de Dios al universo
creado. Esta revelación y actuación de lo divino en las acciones humanas es lo que
constituye la sacramentalidad de la vida cristiana, y se refleja en sus diversos
aspectos:
2. Aspecto moral, se puede ver fácilmente cómo toda la vida del cristiano es
una respuesta a la llamada y al don que Dios le hace en los sacramentos.
Esta llamada se concreta en la personal vocación y misión, que surge del
Bautismo y se sostiene por los demás sacramentos. De este modo, el
creyente desarrolla en sí y expande en los demás la vida divina, mediante el
recto uso de las creaturas. Así cumple a la vez el dinamismo cultual de llevar
todo a glorificar al Padre, y el dinamismo moral de cumplir el mandamiento
central del amor y todos los mandamientos que lo explicitan. Recordemos que
la SC. 59, ya tantas veces citado, dice que la celebración de los sacramentos
prepara perfectamente a los fieles a recibir con fruto la gracia, rendir el culto
a Dios y practicar la caridad. Los sacramentos nos hacen capaces de amar
con el mismo corazón de Cristo.
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Transparencia de la gloria de Dios, sin velarla u ocultarla para nada: uno es el resplandor de los cuerpos
celestes y otro el de los cuerpos terrestres (1Cor 15,40). Algo de este resplandor tiene ya en la tierra el hombre
en gracia: ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que cuando se
manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es (1Jn 3,2).