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Zapato Roto - Nona Fernandez
Zapato Roto - Nona Fernandez
Tengo rota la punta del zapato. La suela se me abre y veo mi dedo gordo asomándose
desde abajo. Teresa dice que es porque camino mucho, porque voy de un lado a otro
tirando mi curriculum, yendo a entrevistas, haciendo filas, llenando formularios. Buscar
pega no es fácil, Julio, hay que recorrer oficinas, subir y bajar escaleras, gastarse los pies
viendo si aparece algo. Pero no son los pies los que se gastan, eso Teresa no lo sabe. Lo
que se gasta son los zapatos. Específicamente la suela de los zapatos. ¿Y quién va a
contratar a un pobre tipo con la punta del dedo gordo afuera?
Yo sólo me levanto temprano y salgo a diario para que Teresa no se ponga nerviosa. Me
siento en el banco de alguna plaza, fumo un par de cigarrillos, leo los titulares en algún
quiosco. También me pongo a ingeniar formas de pegar esta suela. Ahora la tengo sujeta
con un par de chicles. Estaban pegados en un banco y con el calor se transformaron en
una masilla gelatinosa, mitad gris, mitad rosada, que se adhirió a mi pantalón mientras
dormía. Al comienzo pegó firme, pero ahora que camino de vuelta al departamento, la
goma está cediendo otra vez. Debería conseguirme un par de zapatos. Pedírselos a un
amigo, a Max, por ejemplo, pero no puedo. Sé perfectamente lo que va a decir: pobre
huevón, qué miserable, el genio del Pedagógico mendigando zapatos. Me estoy poniendo
cada día más idiota. El tamaño del hoyo de mi zapato va creciendo en forma directamente
proporcional al grado de pelotudez que he ido alcanzando. Antes me habría reído, me
habría puesto los zapatos de Max o de cualquier otro y habría salido a la calle sin
complejo de gusano, de cucaracha. De chicle pegoteado bajo el banco de una plaza.
Tomo un par de huevos, lo único que hay en el refrigerador, y los echo a cocer a la olla
mientras escucho la melodía que sale del piano. Es algo simple, parece una tonada
infantil. Creo que la he oído antes.
Teresa no contesta. Sigue tocando sin hablar, ignorándome por completo, como si ya no
existiera, como si estuviera completamente muerto. Sé lo que le pasa. Mañana va a venir
el viejo del remate a llevarse el piano. La casa no será lo mismo sin esa mole negra
instalada ahí en el medio. Pero qué se le va a hacer, Teresa ya no tiene tiempo para
tocarlo y hay que hacer sacrificios si queremos que esto siga funcionando. Yo vendí mi
cámara fotográfica. Mis raquetas de tenis, mi colección de discos, mi biblioteca completa.
Después será la lavadora, luego el televisor. O quizás primero el televisor y luego la
lavadora. Después nos iremos al infierno o a algún otro sitio peor, si es que ya no estamos
ahí.
Nada. Ahí va otra vez, con nuevas fuerzas sobre el teclado. Como una lluvia de garabatos
escupidos en plena cara.
Silencio. Teresa deposita las manos sobre sus rodillas. Silencio. No se oye ni el ruido de
los cabros chicos de arriba, corriendo y gritando como energúmenos por el pasillo, ni las
bocinas de los autos en la calle, ni el televisor del vecino encendido en la teleserie de las
ocho. Nada. Sólo silencio. Silencio en estado puro. Si-len-cio. Camino tranquilo hasta mi
pieza. Respiro profundo, disfruto el sonido tan leve de mi propia respiración, de mis
pasos silenciosos rumbo a la puerta del dormitorio. Si la dignidad todavía suena, creo que
debe escucharse así.
Mi zapato vuela por los aires. Surca la atmósfera densa de este departamento. Cruza el
pasillo, se encuentra con la pared, se estrella con fuerza, cae inconsciente al piso y yo
grito. Grito tan fuerte como puedo porque de verdad, Teresa, te lo juro, conejita, ya no sé
qué cresta hacer.
La suela de mi zapato queda estampada en el muro. Es una huella perfecta, clara, nítida,
parece el sello postal de una carta de recomendaciones que no tengo. Teresa y yo
miramos mi huella en silencio. De reojo, intuyo su dedo índice ubicándose en el teclado,
haciendo sonar la primera nota de la melodía.
-Es una canción vieja- dice por fin-. Me la cantaba mi abuela antes de dormir.
Un azulejo. Otro. Otro más. El baño blanco de mi antigua casa. Las baldosas, la tina de
bronce con patas de león, el espejo trizado. Mis rodillas sangrando por algún golpe y mi
madre con un algodón empapado en yodo en la mano, cantándome esta misma canción.
Pasé muchos años con las rodillas rotas. ¿Cómo pude olvidarme de esa canción? Teresa
sigue con la segunda nota y hasta creo que puedo recordar la letra. Decía algo así como
que no había por qué llorar, por qué estar tristes. No era una canción muy feliz, pero mi
madre la hacía parecer así.
- Estoy embarazada.
Un sobre color blanco algodón, color blanco azulejo, arriba del lomo de nuestro piano.
Veo el baño reluciente de mi casa vieja. Impecable, salvo por las gotas de sangre que han
caído al suelo. Veo a mi madre entrando con la botella de yodo y con un puñado de
algodón en su mano derecha. El yodo arde y yo me quejo porque preferiría que las cosas
no fueran así. No me gusta nada pasarme en el suelo, no me gusta nada romperme las
rodillas. No estoy preparado para esto, soy muy chico para afrontar esta mota enorme de
algodón llena de yodo. Y perdona que llore, mamá, pero es que aunque sé que esto duele,
todavía no me acostumbro, siempre me toma por sorpresa y se me doblan las rodillas
heridas.
Teresa pregunta, y yo siento las piernas endebles, a punto de doblarse. El yodo viene y yo
voy a llorar, pero mi madre lo sabe y por eso me canta.
La voz de Teresa como una nota aguda a punto de quebrarse, equilibrándose en el límite,
a riesgo de desafinar.
-Julio…
-Por favor.
Teresa pulsa con cuidado las teclas del piano. La melodía resucita entre sus dedos y
entonces yo puedo tomar el teléfono. Cable a tierra, última conexión entre este limbo y el
mundo real. Es una suerte que todavía tenga tono. No todo está perdido, el teléfono aún
funciona en este departamento.
Max no pregunta nada. No quiere saber para qué los quiero, ni por qué se los pido. Me
ofrece todos sus zapatos, que no son muchos, las hawaianas con las que se levanta y
hasta las alpargatas que tiene puestas. Max me dice que cuando quiera vaya a buscarlos
y que, si tengo tiempo y ganas, podemos sentarnos y conversar un rato como hacíamos
antes.
La huella de mi zapato roto impresa en la pared. La espalda de Teresa cubierta por esa
bata apolillada. No hay por qué estar tristes, escucho una voz desde aquel baño viejo. Sin
soltar el teléfono beso la nuca de mi mujer con las rodillas muy firmes, una costra gruesa
que ya no sangra, ni deja ver la herida.