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SEBEOK Thomas A - Signos - Una Introduccion A La Semiotica PDF
SEBEOK Thomas A - Signos - Una Introduccion A La Semiotica PDF
Sebeok
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a la seméíka
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III Barcelona • Buenos Aires • México
Título original: Signs. An introduction to semiotics
Publicado en inglés por University of Toronto Press, Toronto y Buffalo
Traducción de Pilar Torres Franco
Cubierta de Mario Eskenazi
Agradecimientos ...................................................................... 9
Introducción, Marcel D a n e s i................................................ 11
T hom as A. Sebeok
Introducción
Thomas A. Sebeok y la ciencia de los signos
M a r c e l D an esi
Universidad de Toronto, 1993
El estedio de los signos
Mensajes
El signo
Signos y «realidad»
E l signo es bifacial
Signos cero
Señal/tipo, denotación/designación
Señal
Síntoma
Icono
índice
Símbolo
Nombre
Un dominio léxico
Desde el instante en que una persona reconoce por primera vez sus
síntomas hasta el momento en que se lamenta de ellos, siempre trans
curre un intervalo, más o menos breve, dependiendo del caso, en el que
se pregunta a sí mismo si es conveniente comentar esta dolencia a al
guien conocido, o a un experto... En un momento u otro todos noso
tros hemos sido víctimas del dolor y del sufrimiento. Probablemente
hemos observado alteraciones del peso, la complexión y la función cor
poral, cambios en la potencia, capacidad y deseo, innumerables cam
bios de humor. Pero por regla general les damos un tratamiento simi
lar al que le daríamos a las alteraciones atmosféricas.
Como vimos en el capítulo anterior, Peirce (4, pág. 351) afirmó
que la huella de Robinson Crusoe encontrada en la arena era índi
ce «de que había alguna criatura en su isla» y que además un índi
ce actúa siempre como un signo cuya dirección vectorial está orien
tada hacia el pasado, o, como Thom (1980, pág. 194) observó, par
réversion de la causalité génératrice, que es lo contrario de causali
dad física. La clase de los signa naturalia de san Agustín, definida
—en contraste con los signa data— por medio de la relación de de
pendencia entre el signo y las cosas significadas {De Doctrina Chris-
tiana 2.1.2), además de su sentido ortodoxo (una erupción cutánea
como síntoma de maldad), está también ilustrada por las huellas
dejadas por un animal que escapa a nuestra vista, y que pretenden
ser consideradas como presagio o como, en su uso más general, una
evidencia (por ejemplo, como un viento del suroeste que puede sig
nificar ambas cosas y traer la lluvia; es decir, saca a la superficie
su significado). De esta forma, los síntomas funcionan como ras
tros en muchos aspectos —huellas, mordeduras, pequeñas canti
dades de alimento, excrementos y orina, senderos, el chasquido de
las ramas, guaridas, restos de comida, etc.— en todo el mundo ani
mal (Sebeok, 1976, pág. 133) y en tribus cazadoras en las que los
humanos «aprendieron a husmear, a observar, a dar significación
y contexto al más leve indicio» (Ginzburg, 1983). Las huellas, in
cluyendo muy especialmente los síntomas, operan como metoni
mias. Este tropo está también incluido en el pars pro toto, como
Bilz analizó extensamente (1940).
Indexicalidad
Fue Rulon Wells (1967, pág. 104) quien, en un artículo que to
davía hoy precisa ser estudiado con detenimiento por su extraordi
naria fecundidad, hizo estas interesantes afirmaciones:
Peirce (2, pág. 289) apuntó que «un grito de ayuda no se emite
únicamente para poner en conocimiento de la mente la necesidad
de la misma, sino para forzar al deseo a aceptarla». Como vimos
en el capítulo anterior, quizás el mejor ejemplo conocido de Peirce
de reagent —aunque nos desconcierte porque parece escapar a la
regla general de que un índice perdería su carácter de signo si no
tuviera un interpretant (Ayer, 1968, pág. 153)— incluía «un trozo
de tela con una marca como de un disparo. Sin disparo no habría
habido agujero, pero en este caso lo hay independientemente de que
haya alguien que quiera o no atribuirlo a un disparo» (2, pág. 304).
A esta clase pertenecen también los signos motor que, como es sa
bido, sirven para indicar el estado de ánimo del que habla; sin em
bargo, si un gesto sirve simplemente para llamar la atención del que
habla, sólo se trata de designación.
Un índice según había apuntado Peirce «es un signo que se re
fiere al objeto que denota en virtud de estar realmente afectado por
aquel objeto» (2, pág. 248) —donde la palabra «realmente» tiene
resonancias de la doctrina de la realitas et realitas, que postula un
mundo real en el que existen los universales y los principios gene
rales se manifiestan a sí mismos en el tipo de cosmos que los cientí
ficos intentan descifrar.
Peirce especificó que «desde el momento en que el índice está
afectado por el objeto, tiene necesariamente alguna cualidad en co
mún con el objeto y se refiere al objeto en relación a ellos» (2, pág.
305). Más tarde añadió que «un signo o una representación, se re
fiere a su objeto no tanto por su similitud o analogía con él, ni por
que esté asociado a los caracteres generales que aquel objeto posea
en un momento determinado, sino porque está en conexión diná
mica (incluyendo la espacial) tanto con el objeto individual, por
una parte, como con los sentidos o memoria de la persona a quien
sirve como signo, por otra». Recordemos que todos los objetos, por
un lado, y la memoria como reserva de los interpretantes, por otro,
son clases de signos o sistemas de signos.
Así, la indexicalidad gira en torno a la asociación por contigüi
dad, expresión técnica que comprensiblemente no agradaba a Peir
ce (3, pág. 419), y no por semejanza, como en el caso de la iconici-
dad, ni tampoco como el símbolo, que descansa en «operaciones
intelectuales». Los índices, «cuya relación con sus objetos consiste
en una correspondencia de hecho... dirigen la atención hacia sus
objetos por compulsión ciega» (1, pág. 558).
Un ejemplo espantoso de asociación por contigüidad fue el caso
del brazo derecho del general mexicano Alvaro Obregón, que per
dió el codo durante una batalla en 1915. Este miembro se estuvo
exhibiendo hasta el verano de 1989 en una vitrina de formol en un
gran monumento de mármol en Ciudad de México, donde adqui
rió cualidades talismánicas atribuidas al cruel presidente anterior.
Cuando el novelista Gabriel García Márquez sugirió (Rohter, 1989)
que «deberían simplemente reemplazarlo por otro brazo» (se refe
ría al apéndice decadente), estaba efectivamente adelantándose al
hecho de que el miembro pudiera transfigurarse de índice con cier
ta aureola mística en un símbolo con significación histórica.
Características de la indexicalidad
Manifestaciones de la indexicalidad
Si uno quiere extender esta tricotomía a las plantas, por una parte,
hacia los animales y humanos, por otra, la ausencia del ciclo de la fun
ción [que en los animales conecta los órganos receptores, vía sistema
nervioso, con los órganos ejecutores] nos sugeriría que en las plantas
la indexicalidad predomina con toda seguridad sobre la iconicidad...
La indexicalidad, en el nivel vegetativo, se corresponde con la signifi
cación y regulación, en un ciclo de retroalimentación, de simulación
significativa directamente contigua a la forma de la planta.
El estudio de la indexicalidad
La iconicidad
La incidencia de la iconicidad
Características de la iconicidad
Con respecto a este último punto, hay que decir que una conse
cuencia importante del modelo semiótico del fetiche es que no es
necesario para el objeto representado estar absolutamente presente
en el organismo antes de que la información sobre él pueda tener
influencia sobre la semiosis interna («pensamiento») e inducir lo
que Peirce (7, pág. 372) llamaba acción grafitic.
En otra terminología, un fetiche podría ser considerado como
un modelo (aliquid), pero de tal manera que el simulacro sea más
potente que el objeto (aliquo) por el que está (statpro). Su referen
cia (renvoi) recuerda la caricatura del sujeto al que representa. Esto
concuerda con el punto de vista de Morris (1969, pág. 209) de que
el arte de la caricatura tiene mucho que ver con el proceso de un
estímulo extremo. Por regla general, las características que suelen
exagerarse en las caricaturas son equivalentes supernormales de las
características juveniles normales o de las partes sexuales, como el
pecho y las piernas de la mujer.
Como hemos podido ver hasta ahora, el término «fetiche» ha
sido utilizado fundamentalmente en los campos de la antropología
y de la psiquiatría (incluyendo especialmente el psicoanálisis) y de
forma más concreta —aunque extensamente— en estudios de con
ducta erótica y sexual de los humanos. La noción de fetiche tiene
que ver, de acuerdo con todos estos conceptos, con la conservación
obsesiva de la propia imagen.
En mi opinión, solamente Christian Metz (1985), hasta ahora,
ha reflexionado sobre el fetiche en términos semióticos, aunque lo
ha hecho en relación a un entorno estrictamente técnico, a saber,
el de la fotografía. Metz opina que debido a dos características —la
de unas medidas relativamente pequeñas y la posibilidad de verlas
tantas veces como uno quiera— la fotografía, en oposición al cine,
se presta mucho más a ser utilizada como fetiche, es decir, como
algo que significa tanto la pérdida («la castración simbólica» freu-
diana, que es metafórica) como la protección contra la pérdida (que
es metonímica). Permítaseme, sin embargo, dejar al margen el tema
de la fotografía como fetiche, tema que más tarde Metz relaciona
ría ingeniosamente con la muerte (o con el temor de la muerte) y
la conversación (personificada como aspecto, mirada, contempla
ción). Preferiría revisar brevemente y ponderar las implicaciones de
un problema etológico de más importancia, conocido como super-
normal signal/stimulus o superoptimal sign.
El punto que quiero destacar sobre los citados signos ya había
sido captado fielmente en el tan celebrado aforismo de Oscar Wil-
de (en A Woman o f No Importance, acto 3): Nothing succeeds li-
kes excess, ya anticipado en los versos de Shakespeare: To gild refi-
ned gold, to paint the lily, / To throw perfume on the violet... / Is
wasteful and ridiculous excess (.King John 4.2.11 y sig.).
En resumidas cuentas, se dice que un signo es «supernormal»
cuando sobrepasa a un signo «normal» en su eficacia como emisor
(en referencia a la descarga de una conducta apropiada). Según
Guthrie (1976, pág. 19) una buena parte de la anatomía de los ór
ganos sociales y de la conducta, los denominados signos supernor-
males «tienen lugar bajo la forma de órganos sociales extragran-
des, que aumentan la fuerza de los signos al incrementar la amplitud
de las señales». Así, en ciertas especies de animales, las cornamen
tas y los cuernos se utilizan como estimativos del rango; o bien
«aumentan de forma gigantesca entre los machos de más edad, o
bien desarrollan modificaciones especiales como las de la forma
ción de auténticas palmeras para incrementar el efecto visual desde
cierta distancia».
En particular, los órganos anales y genitales —o simplemente
aquellos a los que la humanidad considera tabúes— tienen tenden
cia a ser modificados en órganos semióticos por varias razones: en
parte debido a que los mamíferos, al tener un sentido del olfato
muy bien desarrollado en general, tienden a utilizar las heces y la
orina como parte de su conducta signual (¿Quién era, dónde y cuán
do?), y en parte debido a las armónicas vías urinario-sexuales de
los diferentes mamíferos. Los genitales han adquirido un significa
do semiótico importante y se han ritualizado en un conjunto de
signos que conllevan oposiciones de importancia, como las de la
masculinidad/femineidad o la agresión/sumisión, al mismo tiem
po que han sido elaborados en una ornamentación social especiali
zada, relacionada residualmente con su ancestral función copu-
latoria.
El fenómeno del objeto estímulo supernormal ha sido demos
trado en numerosas ocasiones en estudios sobre la conducta ani
mal, en especial en un trabajo de Tinbergen y Perdeck (1950). Es
tos dos investigadores (entre otros logros interesantes) descubrieron
que podían idear un estímulo supernormal consistente en un mo
delo artificial en el que algunos aspectos del signo están exagera
dos con respecto al objeto natural. El citado estímulo supernormal
consistía en una agua roja de tejer lana con tres anillos blancos cerca
de la punta. En este caso, el citado estímulo fue más efectivo que
el efecto natural producido por una gaviota adulta cuando reclama
la atención de sus crías mediante un ardid.
Habría que destacar que en este tipo de experimentos la fuerza
de la respuesta ante la situación de estímulo varía según los contex
tos, incluyendo el del estado interior de respuesta de los animales.
En el famoso experimento diseñado para identificar las caracterís
ticas más importantes del estímulo en el caso del macho del puerco
espín, se observó que la máxima efectividad, derivada de la exhibi
ción de su rojo vientre, depende del momento del ciclo de repro
ducción y de si está en su territorio.
El etologista Leyhausen (1967), escribiendo sobre gatos domés
ticos, observó que los «objetos sustitutos» pueden convertirse en
objetos supernormales, como en el caso de un gato saciado que se
divierte con una pelota de papel en un juego de caza, mientras unos
ratones —víctimas perfectamente «adecuadas»— se pasean ante sus
mismas narices. Es más, los dispositivos fetichistas son lugares co
munes entre los vertebrados, particularmente entre los mamíferos,
así como entre muchos pájaros.
Yo sostendría que un fetiche es un simple signo supernormal,
una «respuesta equivocada» (Lorenz, 1971, pág. 160), o si se desea,
que está por —y, por supuesto, ampliado por un proceso de
ritualización— algún objeto natural al que un individuo ha susti
tuido por el objeto en sí mismo. (Para mayor información sobre
el tema véase Leyhausen, 1967.) Esta definición requiere, sin em
bargo, una considerable ampliación de los conceptos de fetiche y
fetichismo, que abarque el esteticismo erótico general, así como las
derivaciones positivas que puedan ser consideradas como eróticas
por extensión interpretativa (por ejemplo, las reliquias de los san
tos o la pata de un conejo).
Tales derivaciones tienen lugar normalmente entre un niño y su
madre, y más tarde, cuando el niño crece y se enamora de otro ser
humano. La unción con un objeto de amor exclusivo o un compa
ñero sexual, incluyendo la relación que los behavioristas animales
llaman vínculo de pareja, implica de hecho un fetiche vivo: el obje
to amado es un pars pro toto en el sentido de que la compañera
hembra está por todas las hembras casaderas. «Las respuestas esté
ticas, marcadamente sexuales, a “ características de belleza” espe
cíficas del cuerpo del macho o de la hembra exigen una atención
particular», porque se obtienen a través de caracteres «que son in
dicadores inmediatos de las funciones sexuales hormonales» (Lo-
renz, 1971; pág. 159). Lorenz nos proporciona muchos más ejem
plos, tomados del terreno del arte y de la moda, de la producción
de tales «maniquíes superoptimales», destacando aquellas caracte
rísticas que se han exagerado a tales efectos. Morris (1969) también
aporta y analiza ejemplos relacionados con el tema.
Desde esta perspectiva, lo que en la literatura del sexo y de lo
erótico se conoce como desviación fetichista, puede ser considera
do como error de impresión. Como escribió Morris (1969, pág. 169):
«La mayoría de nosotros desarrollamos una relación de pareja pri
maria con un miembro del sexo opuesto, más que con unos guan
tes de piel o con unas botas de cuero... pero el fetichista, firme
mente marcado por su objeto sexual inusual, tiende a permanecer
en silencio ante el objeto de esta extraña atracción... El fetichista...
acaba aislado por su propia conducta sexual altamente especia
lizada».
La mutua relación entre la semiótica y la lingüística se concibe
como coordinada o como jerárquica. Si la relación es jerárquica
hay dos posibilidades: o bien la lingüística está superordinada, es
decir, subsume a la semiótica, o bien es la semiótica la superordi
nada, es decir, subsume a la lingüística. Cada una de estas tres pos
turas ha sido objeto de estudio, pero únicamente la tercera ha reci
bido un apoyo ininterrumpido. Por esta razón trataremos las dos
primeras muy brevemente.
El punto de vista de que la semiótica y la lingüística son iguales
se mantiene por motivos de utilidad más que abstractos. Como Metz
(1974, pág. 60), por ejemplo, había postulado: «En teoría, la lin
güística es solamente una rama de la semiótica, pero de hecho la
semiótica fue creada a partir de la lingüística... Para la mayoría,
la semiótica sigue inacabada, mientras que la lingüística ya está muy
avanzada. No obstante, hay un ligero cambio. Los postsaussurea-
nos han tomado la semiótica que él intuyó y la han transformado
en una disciplina traslingüística. Y esto es muy bueno, porque el
hermano mayor debe ayudar al más joven y no a la inversa». Desa
fortunadamente, el argumento de Metz está plagado de falacias.
Una de las más serias es la histórica: la semiótica no partió en ab
soluto de la lingüística, sino de la medicina, como ya vimos en ca
pítulos anteriores, que además tenía profundas raíces en los anales
de la humanidad. Sin embargo, la metáfora fraternal ha sido obje
to de alguna sanción administrativa: por ejemplo, la Universidad
de Rice creó en 1982 un Departamento de Lingüística y Semiótica
(Copeland, 1984, pág. x).
Roland Barthes (1967, pág. 11) debe haber sido el único defen
sor de la postura radical de que la semiología (alias semiótica) no
es sino «una parte de la lingüística: para ser más exactos, es la par
te que abarca las grandes unidades significativas del discurso. Me
diante esta inversión [de un conocido aforismo de Saussure del que
hablaremos más adelante] es posible que salga a la luz la investiga
ción que en estos momentos está llevando a cabo la antropología,
el psicoanálisis y la estilística sobre el concepto de significación».
Sobre este pasaje, uno de los más destacados compiladores de Bar
thes puntualizó: «Incluso si la lengua fuera la única evidencia que
tuvieran los semiólogos, ésta no haría a la semiología parte de la
lingüística más que la dependencia de los historiadores de los do
cumentos escritos hace a la historia parte de la lingüística. Pero los
semiólogos no pueden contar sólo con la lengua; no pueden asu
mir que todo lo que es nombrado es significante y que todo lo que
no es nombrado es “ insignificante’^) (Culler, 1983, págs. 73-74). La
opinión de Prieto (1975, pág. 133) —malgré Vattrait quepeut exer-
cer ce point de vue [es decir, el de Barthes], je considere qu ’il est
insoutenable— es compartida por la mayoría de los semióticos. Por
ello en este capítulo me centraré en cómo los semióticos y los lin
güistas contemplan la semiosis verbal y la no verbal.
Sistema de modelización
Pensamiento o referencia
Verdadero
Fuente de
información Transmisor Receptor Destino
Fuente de ruido
Observaciones finales