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RECENSION DEL LIBRO: «POR QUÉ EL DIOS DEL AMOR PERMITE QUE
SUFRAMOS. BREVE ENSAYO SOBRE EL DOLOR»
REFERENCIA BIBLIOGRAFICA:
Greshake, Gisbert.
Por qué el Dios del Amor permite que suframos. Breve ensayo sobre el dolor.
140 paginas
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Entre sus varias obras, tenemos:
Así, dice que “Quienes seguimos a Jesús en la fe no podemos, eludir la pregunta que
lanzó nuestro Señor moribundo; al contrario, tenemos la obligación y el compromiso de
buscar alguna respuesta al porqué del dolor confrontándolo con un Dios bondadoso y
omnipotente”.
Agrega que “Con todo han sido la cruz y la resurrección de Jesucristo las que han
proyectado una luz nueva sobre el casi insoluble problema del cómo hacer compatible el
espantoso dolor del mundo con la fe en un Dios bueno y amoroso; Esta nueva luz, sin
embargo, «no quiere sencillamente explicitarse en ensayos teóricos, sino que desea
probarse en el dolor y la comprensión»”
Primera parte
El autor afirma que a la larga ninguna vida se libra del dolor. Y que quien supera un
sufrimiento en seguida lo acecha un sufrimiento nuevo. Nadie escapa de él; por lo que
resulta inevitable que a todos nos alcance. ¿Por qué?
A esta pregunta tan originalmente humana (¿por qué el dolor?) va desde siempre
estrechísimamente unida esta otra: ¿Cómo cabe hacer compatibles, de un lado, la fe en
Dios, que ha creado el mundo con poder y amor infinitos y lo gobierna benévolamente con
su providencia, y, por otro, la experiencia del mal, de lo oscuro, de la pena?
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El hombre investigando la compatibilidad del dolor con el Dios de bondad, usurpa algo que
está por completo fuera de su alcance. No podemos llegar a fundamentar por qué ha
creado Dios un mundo lleno de mal y dolor y no ha preservado del sufrimiento -sea éste lo
que quiera- a ninguna vida humana.
La cumbre del sentido de la Creación no puede ser sino la libertad. En efecto, el amor no
puede existir sino en la correlación de libertades: al hombre le cabe, por su libertad,
acoger o rehusar el amor de Dios; le cabe responder amorosamente a Dios o negarle el
amor. El ser humano es imagen de Dios por su libertad
De aquí que el hombre no pueda nunca tenerse del todo a sí mismo en sus manos;
simplemente contando sólo consigo mismo jamás será capaz de hallar su identidad ni
logrará cumplir con plenitud su vida de forma autónoma.
en la falta de sentido, son circunstancias que producen dolor y que se experimentan como
dolores.
Queda claro que el mal de ningún modo es el objeto de la voluntad divina; en absoluto
quiere Dios el mal, el dolor, la desgracia. Por el otro lado de la moneda es culpa exclusiva
del hombre.
Claro que es verdad que tan sólo en muy pocos casos el dolor se debe a la propia culpa;
casi siempre proviene, sin más, de la culpa ajena; del mismo modo que, a la inversa, mis
malas acciones se vuelven causa del dolor de otro
Ignacio de Loyola nota que la consideración del propio pecado debe conducirme a
reconocer, como Pablo, «que soy el mayor de los pecadores
No es que con esto estemos recomendando una falsa «mística del pecado» o una «ficción
piadosa»; de lo que se trata es de que entendamos lo que en última instancia significa la
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perversión de la propia libertad. En esto no ayuda compararse con otro para llegar quizá a
la conclusión de que no salgo tan mal parado. Lo que importa es constatar el fenómeno de
que el propio fracaso subjetivo me destruye y, como si fuera una infección, ataca a la vez
a los demás. En este sentido, resulta oportuno recordar que el «auténtico» pecado de los
cristianos es la «omisión del bien» (Marc Oraison). De hecho, ¿qué aspecto tendría el
mundo si la mayoría de los cristianos practicara la justicia, la bondad y la paz? No existiría
el actual alud de dolor, hambre, terror y guerra.
Hay, pues, que insistir en este punto: del dolor del que hasta aquí hemos hablado es
responsable el mismo hombre. Nace del pecado: del pecado propio, del de nuestros
prójimos y del de toda la humanidad.
3. Creación y dolor.
Existe además otra especie de dolor, que es la que ofrece las mayores dificultades a la
teología. Se trata del dolor que no es causado por el pecado del hombre, por su libertad,
sino que claramente tiene su origen en la Creación misma. La tradición teológica retrotraía
este «mal físico» al «mal moral», o sea, al pecado: como el hombre ha pecado, las
estructuras del mundo se han vuelto dolorosas para castigarlo. Pero puesto que esta
solución teológica hoy día ya no tiene defensores-ni puede tenerlos-, debe buscarse a la
cuestión una respuesta nueva.
Frente a esto, hay que preguntarse con plena seriedad por la razón intima de un mundo
que de hecho produce dolor Ahí tenemos las enfermedades, las epidemias y los variados
deterioros tanto del cuerpo como del espíritu. ¡Cuánto dolor físico atroz y, vinculado a él,
cuánto dolor psíquico que procede del rostro multiforme de la enfermedad! Además, deben
sumarse los terremotos, las inundaciones, las olas de frío extremo y las sequías, las
hambrunas y las penalidades. ¿No es la ley del mundo «devorar y ser devorado
dolorosamente
Por si todo lo anterior fuera poco, deben añadirse los peligros que presentan tanto el
mundo animado como el inanimado: los animales salvajes, los árboles que caen, los
accidentes de toda clase. Y existe, en fin, la obstinación del mundo, que le hace frente al
hombre que trabaja entre cansancio, pesadumbres y dolores. No es el ser humano quien
«POR QUÉ EL DIOS DEL AMOR PERMITE QUE SUFRAMOS.
BREVE ENSAYO SOBRE EL DOLOR»
Porque en todo ello se hace ya claro que la ley de la Creación no es la necesidad, la fijeza,
el estar acabado, Creación no es la necesidad, la fijeza, el estar acabado, sino la libertad
(por amor). Si no se quiere, pues, llegar a pensar el ser del hombre como algo
absolutamente y en todo respecto nuevo, que de ninguna manera está en continuidad con
el resto del mundo de la evolución, y por tanto no se construye una oposición
infranqueable entre el hombre y el mundo, hay que afirmar entonces que existe ya en el
mundo de la evolución prehumano, un bosquejo de estructuras de libertad: justamente allí
no aparece definido y determinado, si no que se despliega a base de probaturas en el libre
juego de las fuerzas; allí donde se observan espacios de juego y, lo casual rompe una y
otra vez lo necesario.
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frente a una única dicha En el nivel de la materia, al principio, tan sólo falta de orden u
orden físico perturbado; y luego, en seguida, dolor en la carne capaz de sentir; en niveles
superiores, maldad o tortura de un espíritu que se investiga a sí mismo
«Quien ama, quizá sufra dolores, tormentos del alma y amenazas en su cuerpo·, pero si
ama quiere decir que esta con todo su ser transportado al tú que ama, y en si la dicha que
no hay dolor que pueda tocar. En el dolor, pues, sin el pecado, se daría un saber cierto y
hondo de que el hombre esta acogido en el amor de Dios. Este saber inmediato puede ir
de la mano del dolor corporal, de la pena terrenas y de las perdidas temporales.
«POR QUÉ EL DIOS DEL AMOR PERMITE QUE SUFRAMOS.
BREVE ENSAYO SOBRE EL DOLOR»
Naturalmente que no en el sentido de que Dios, debido a este pecado y como un castigo
que viene del exterior, haya cambiado en el sentido del mal las estructuras de la Creación,
como defendía, basándose en cierta interpretación de Gn 3, 16-19, la tradición dogmática
antigua. A lo que hay que referirse es, más bien, a la ósmosis esencial de todas las cosas
creadas.
Lo que esto significa es que hay múltiples «relaciones misteriosas» entre el hombre, de un
lado, y las cosas, las plantas y los animales, del otro.
Si cabe conjeturar que estas estructuras «de comunión e integrativas» eran más estrechas
y más profundas de como lo son hoy antes del esencialmente desintegrador pecado
original; no es tan rara la idea de que el pecado original haya influido negativamente en el
espacio de juego» que de hecho posee la Creación, de modo que se haya convertido en
(co-)origen del cúmulo De factores negativos de ésta.
Repitámoslo con toda claridad: Dios no quiere en absoluto el dolor. No quiere el pecado
-origen auténtico del dolor- que constantemente cometemos contra nosotros mismos y
contra los demás, y que impregna por entero las estructuras de la historia. Tampoco
quiere que el hombre pierda por el pecado sea, decayendo -de su relación con Dios,
donadora de sentido- el único punto de referencia desde el que se supera lo amenazador
y desintegrador de la Creación en la experiencia de estar amparados en el amor de Dios, y
sin el cual es cuando el dolor se hace auténticamente dolor.
Si la Creación consiste en que Dios quiere lo «finito», lo que él mismo no es, para poderlo
amar y recibir en la vida eterna de su divino amor; y si este amor es tan inmenso que Dios
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«acepta» por él la posibilidad del mal, del dolor, de la desintegración; tal pensamiento
únicamente resulta soportable si es que Dios mismo también conlleva con plena seriedad
el dolor como dote que acompaña el amor que él busca. «Cuanto hace Dios, lo hace 'en
serio', y cuando decimos esto apuntamos a una característica suya importante, decisiva.
Quiere decirse que lo que hace no ocurre 'olímpicamente', como bajando de un soberano
que no interviene. Tal clase de majestad no significa en realidad preeminencia ontológica,
sino debilidad que nota que se va a poner en peligro si se mezcla con lo pequeño. Más
bien, lo que sucede 'le importa', lo integra en su vida»
Pues en un mundo de pecado la lucha contra el dolor que brota del pecado lleva a su vez
al dolor. Pero es que solamente así se puede transformar internamente el dolor que se
funda en el pecado y en nuestro estar enredados en él: mediante el dolor que se acepta y
se soporta voluntariamente, mediante la solidaridad en el dolor. Pero este dolor es dolor
por amor, dolor al servicio de sufre y así le da capacidad y poder para superar el dolor.
Mas Dios también sufre con el hombre: se introduce en el dolor de la Creación y se
somete a su carga. Dios se deja tocar y concernir por el dolor.
Al igual que los profetas representan a Yahvé, el amor y el celo de Oseas no son «tan sólo
símbolos de cierta conducta de Dios para con el mundo, sino correspondencias reales del
amor y el celo de Dios, que también son del todo reales. Pero si cabe hablar con toda
seriedad de amor y celo reales en Dios, es evidente que no se puede mantener el dogma
de que Dios es incapaz de sufrir. Esta idea del Dios compasivo, que hunde ya sus raíces
en el Antiguo Testamento, encuentra finalmente en el Nuevo su pleno desarrollo y
cumplimiento. Lo que también quiere decir que Dios podía en cierto modo «arriesgarse» a
establecer una Creación que podía volverse contra él y desencadenar un alud de dolor,
sólo porque de antemano se había decidido a curar con su propio compromiso doloroso
las heridas de las que la misma Creación tiene la culpa. En todo caso, en la vida y la
muerte de Jesucristo se manifiesta que Dios se introduce realmente en nuestra historia de
dolores; que, literalmente, sufre con nosotros para superar el dolor desde dentro
«POR QUÉ EL DIOS DEL AMOR PERMITE QUE SUFRAMOS.
BREVE ENSAYO SOBRE EL DOLOR»
La historia de Dios se vuelve historia de dolor no para confirmar el dolor o eternizarlo, sino
porque, como ya he señalado, en un mundo caracterizado por el pecado, la lucha contra el
dolor conduce ella misma al dolor: al dolor por amor. Jesús no ha querido el fracaso, la
pasión y la cruz. Lo que ha querido es que los hombres se aparten del pecado, que
siempre produce nuevo dolor; lo que ha buscado es la alegría del reino de Dios, tratando
de realizarla incoativamente en el amor a los que sufren y con las palabras de consuelo de
la promesa. Pero como los hombres se confabularon contra él aceptó tomar sobre sí los
dolores del suplicio y de la muerte de cruz sin responder con la violencia, con el fin de
interrumpir de una vez para siempre la espiral del mal y, por tanto, la del dolor, y así
privarlo de su fuerza. De este modo, el Hijo de Dios conllevó con dolor -en su corazón y en
su cuerpo- la escisión producida por el pecado entre el sí incondicional de Dios a la
criatura y el no con que el ser humano responde a Dios. La cruz fue, pues, la
consecuencia de su esfuerzo y su compromiso contra el dolor; de modo que no significa
«seguir aceptando el dolor, sino que es la rebelión contra el dolor
Este sumergirse en el dolor de los hombres es, más bien, diferente para cada una de las
tres Personas en la vida del Dios trinitario. El Hijo, como hecho hombre, está plenamente
en la trama de nuestro humano dolor, incluso sumergido en él, a fin de comunicar al
mundo el absolutamente inconcebible amor de Dios. En cuanto al Espíritu Santo, sus
«gemidos» se unen ciertamente a los gritos de dolor de la Creación (Rom 8, 26); pero, al
mismo tiempo, en el extremo abandono de Jesús en la cruz, es quien mantiene el vínculo
con el Padre y se hace, así, «Espíritu de la resurrección». El Padre, por último, sufre en el
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Hijo y con el Hijo, pero de tal modo que, como no habiéndose hecho hombre –aunque no
por eso con dicha imperturbada-, soporta en cuanto «Padre dotado de pleno poder», como
se lo invoca en los himnos litúrgicos, el dolor de la Creación, y lo lleva a un final bueno.
Dios, pues, no se ha introducido en el dolor de modo que escapen de su mano su ser y el
ser de las criaturas. El dolor de la Trinidad es soportado por el Padre, quien con ambas
«manos», como Ireneo de Lyon llamaba al Hijo y al Espíritu Santo, hace manifiesto su
amor en el mundo.
Dios ha pagado realmente él mismo el precio del amor, y hasta tal punto que todos los
dolores de los hombres se pueden amparar en el amor del compadecer de Dios y
encuentran en la compasión de Dios la fuerza para luchar contra el dolor, para resistirlo y
para dotarlo de sentido. El Hijo de Dios se ha introducido de pleno, como hemos visto, en
nuestro mundo marcado por el dolor, y lo ha hecho literalmente suyo para enmendar,
sufriendo en su corazón y en su cuerpo, la escisión producida por el pecado entre el
incondicional sí de Dios y el no con el que el hombre le responde y que causa dolor. Pero
Cristo llama a este camino suyo también a los que creen en él, de modo que seguir al
Señor significa siempre y al mismo tiempo seguirlo en su vía dolorosa. Los discípulos
deben «completar lo que aún falta en los sufrimientos de Cristo por el cuerpo de Cristo,
que es la Iglesia».
«Completar» quiere decir hacer «completa» la acción de Cristo, permitiendo los discípulos
que ejerza en ellos todos sus efectos y apropiándosela. «Lo que aún falta en los
sufrimientos de Cristo»: faltar no en el sentido de que la acción de Cristo no bastara, sino
en el sentido de que las posibilidades (o las «implicaciones») que latían en la acción del
Señor y estaban en la dirección de realizarse, de hecho, se realicen. Y no están
plenamente realizadas mientras todo lo malo y mortífero, lo doloroso y lo que causa dolor
en la Creación, no esté realmente superado en y por los creyentes. Sólo cuando «todo le
esté sometido» a Cristo, o sea, cuando todos los caminos de la humanidad hayan llegado
en él a su meta, «también él, el Hijo, se someterá para que Dios reine sobre todo y en
todo» (1 Cor 15, 28). Sólo entonces su acción llega a su meta.
«POR QUÉ EL DIOS DEL AMOR PERMITE QUE SUFRAMOS.
BREVE ENSAYO SOBRE EL DOLOR»
5. Superar el dolor.
Al final el dolor será superado. No es ésta únicamente una afirmación escatológica que
expresa la esperanza de la victoria definitiva y última sobre el dolor; la esperanza cristiana
no se dirige en exclusiva al final como punto terminal, sino a la plenitud que ya ahora está
realizándose y va mostrando un anticipo de su rostro en «pequeños» cumplimientos. «La
esperanza cristiana, como es un ser actual en, con y a partir de la promesa del ser futuro,
será también siempre, sin por ello romperse, tanto la gran esperanza como la pequeña
esperanza: expectativa a lo largo de la vida temporal, de la vida eterna, expectativa
temporal; confianza en El que viene como fin y nuevo comienzo de todas las cosas, y
también confianza en que se está mostrando previamente en medio de lo que aún
transcurre y se apresura a su fin y su nuevo comienzo. La promesa se refiere a lo último y
definitivo, pero, por ello, también justamente a lo penúltimo y previo; está toda ella referida
a la totalidad, pero, por lo mismo, también justa y concretamente a lo singular; toda ella se
refiere a lo que es Uno en todo, pero, por tanto, también justamente a todo en Uno. El
porvenir prometido no es sólo el del Día del Señor al final de todos los días, sino,
precisamente porque éste es el final y la meta de todos los días, también es el porvenir
inmediato del día de hoy y el de mañana»
Ante el dolor, nuestro reto consiste en apostarlo todo, en seguimiento de nuestro Dios,
para erradicar las estructuras sociales injustas y penosas, el hambre y la pobreza, las
enfermedades, las relaciones humanas deshechas. Y ello, mediante el compromiso
personal, mediante reformas sociales y, no en último término, mediante la compasión. No
les es lícito, por tanto, a los cristianos, como enseña el concilio Vaticano II, «ocultar» su
esperanza «en lo íntimo del corazón», sino que «deben realizarla exteriormente, en las
estructuras de la vida profana»
Este dolor es «complemento de lo que aún falta al dolor de Cristo por su cuerpo, que es la
Iglesia»; es cornpasión con Cristo, que está puesta bajo la promesa de la alegría y de la
concesión de la gloria.
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Sin embargo, mientras «la Creación entera suspira y se lamenta», existe un dolor que no
se puede superar. De lo que entonces se trata es de resistir tanto a la destructiva
agresividad cuanto al aislamiento en el dolor, que lleva a la resignación; y así, mediante
este resistir, «transformar» el dolor. «El dolor se vuelve productivo cuando no engendra
respuesta agresiva.
Para la persona con fe, la transformación del dolor ocurre, sobre todo, en la oración, en la
queja que exige ver en el dolor un «sentido» y experimentar ya ahora al menos en
primicia, la promesa pascual de la superación del dolor. Esta oración lleva en sí la
promesa de ser escuchada. Pues cuando el orante presenta con fe su dolor ante Aquel
que despertó a Jesús de entre los muertos -acción por la que hizo recaer en nosotros la
promesa de la vida omniabarcadora-, el dolor queda extraído de su unidimensionalidad
enrarecida, desintegradora y esclavizante.
El dolor, expuesto ante Dios, queda situado en un espacio nuevo, en un contexto nuevo.
De aquí que, ya al pronunciar la súplica, le está dada respuesta. Cuando se presenta el
dolor ante el Dios que sufre, el orante se penetra de la verdad de que no existe dolor
humano que se pueda superar de otro modo que como lo supera Dios: por medio del
amor. Además, en la oración el orante ofrece las múltiples desintegraciones y los
incontables absurdos de su vida y lo agresivo de la experiencia de la muerte en el
horizonte de la promesa divina de vida. Expresando su concreta experiencia de dolor,
intenta actualizar la fe en que el absurdo y la oscuridad no tienen la última palabra
tampoco aquí y ahora. Espera que, bajo la luz de la promesa pascual de sentido, la
experiencia de su dolor se quiebre, «cambie su cualidad», y pase a ser experiencia
creyente de la presencia de Dios y de su prometida fidelidad. De esta manera, la oración
de fe transforma el horizonte experiencial en que se encuentra el dolor humano. Se ordena
éste en un nexo de sentido completamente nuevo incluso cuando, «en sí», el dolor
permanece inmutado después de la oración de súplica.
Toda la tradición espiritual muestra que la oración no es para nuestro problema ninguna
solución excesivamente armonizadora y comprada a bajo precio por la especulación, sino
que es interpretación de la experiencia concreta. ¿Cómo se puede legítimamente hablar
de la oración que parte del dolor, si no es mirando a la misma experiencia de la oración?
«POR QUÉ EL DIOS DEL AMOR PERMITE QUE SUFRAMOS.
BREVE ENSAYO SOBRE EL DOLOR»
En el Monte de los Olivos, Jesús se quejó ante el Padre en su desdicha y fue escuchado,
aunque su circunstancia, «en sí» (¡qué punto de vista tan abstracto!), no varió.
En esta misma línea de experiencia cristiana básica se sitúa también aquella exclamación
del apóstol Pablo: «Aunque nos vemos acechados por todos lados, no estamos
aplastados; aun sin tener escapatoria, nos mantenemos animosos; estamos perseguidos,
mas no abandonados; abatidos, pero no perdidos; llevamos siempre los sufrimientos
mortales de Jesús en nuestro cuerpo, pero así la vida de Jesús se manifiesta en nuestro
cuerpo» También: «Estamos muriendo y, sin embargo, vivimos Estamos afligidos, pero
dichosos; pobres, pero damos a muchos; gente que nada tiene, pero lo posee todo». La
concreta experiencia del dolor y la muerte que tiene el apóstol está rota y sometida por la
experiencia de fe de la vida pascual prometida y ya presente en primicia. Esta «dialéctica»
de experiencia de la muerte y consuelo pascual se prolonga a todo lo largo de la historia
de fe de la Iglesia.
También logra esta empresa la evidencia de que un determinado dolor aquí y ahora, que
en sí no hay modo de evitar, puede, precisamente como tal dolor, ocupar en el desarrollo
de mi historia vital un lugar positivo, quizá incluso irrenunciablemente importante, si se
soporta en amor a Dios, en solidaridad con el dolor de los demás y como participación del
dolor de Dios. Sólo gracias a (ciertos) dolores es como la persona madura.
Una persona que no sufre o que apenas sufre, que se hurta a todas las situaciones
dolorosas de la vida y omite la solidaridad con los sufrientes, permanece en la puerilidad
como un niño eterno. «Las personas que nunca han sufrido, nunca han vivido. Quienes
están cubiertos de cicatrices albergan un fuego especial: han aprendido que las heridas
son como exámenes de la vida, pruebas de la vida que ponen de manifiesto nuestra
fuerza, nuestras convicciones íntimas, nuestro carácter
No se aprende nada del dolor: no hay nada que aprende Cuando no se sufre, faltan la
seriedad, la profundidad, la dignidad que son propias de la persona madura. Este
reconocimiento del dolor como elemento positivo de la historia de la vida, que no se hace
gracias a una teoría general, sino en la praxis existencial, es él mismo obra del Espíritu de
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esperanza y amor y, por tanto, un anticipo, un primer nivel de la vida nueva prometida en
la resurrección de Jesús. Así, algo que perturba el sentido de la cotidianeidad de los
hombres y los saca de sus caminos intelectuales acostumbrados expresa signitiva, pero
visiblemente, en la inesperada liberación de sus dolores, el amor de Dios y la promesa de
la resurrección. Pero también confirma en la esperanza de recibir un día de Dios la patria
en la que ya no existirá dolor ni queja.
Dios permite el mal y los dolores porque su posibilidad es el envés necesario de una
Creación que está llamada al amor y, por ello, a la libertad. Pero Dios mismo se introduce
en este mundo del dolor para transformar por el amor el dolor en el hombre y mediante el
hombre, para superar Ahora, fragmentariamente; un día, en plenitud. Sólo quien ama
consigue soportar, integrar y superar el dolor. El que sufre en amor y por amor, sigue el
camino del dios que «prefiere sufrir con la creación antes que retirarle su libertad»
Sufrir y superar el sufrimiento sufriendo es, pues, el camino concreto del amor del Dios
cuya omnipotencia no oprime a las criaturas, sino que las sitúa para que vivan el amor, en
la libertad y en ellas mismas, a fin de traer un día la ciudad de la que está escrito:
«Dios enjugará las lágrimas de todos los ojos; ya no habrá muerte ni dolor, ni lamento ni
fatiga, porque todo lo viejo se ha desvanecido. Y he aquí que todo lo hago nuevo».
Segunda parte
Y, desde luego, toda enfermedad, todo dolor, toda incapacidad, significan pérdida de
fuerza y energía vitales. Las experiencias de límite son, pues, anticipo e incoación del
límite extremo que es la muerte. Y precisamente es esto lo que angustia.
«vivir con límites» es, por principio, un problema que nos afecta a todos: todos los
hombres vivimos una vida que va constantemente estrechándose y al fin es aplastada por
la muerte
REPRESIÓN DE LA MUERTE
Piénsese tan sólo en palabras tabú como cáncer o esclerosis múltiple, ejemplos de
enfermedades que devoran la vida, que muchas personas no se atreven a pronunciar y las
reemplazan por largos giros, como si fueran sucios términos pornográficos. También se
debe mencionar aquí el confinamiento de los viejos, los moribundos y los discapacitados
en lugares apartados.
El hombre capaz de rendir y deseoso de rendir es, por tanto, el hombre al que se reconoce
hombre, mientras que el que no es capaz de rendirse vuelve irreconocible como hombre
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Debido a las experiencias negativas con su entorno social pensaba ahora que no volvería
a traer al mundo a un niño así». De modo que es la sociedad la que, por sus fantasías
infantiles de omnipotencia, no consiente la vida de quienes están impedidos.
A esta visión tan extendida de la enfermedad y la discapacidad, que las considera déficits,
se opone otra distinta. Para ésta, «la discapacidad no es como tal la capacidad funcional
somática perturbada de una persona, sino el resultado de una comunicación social
dificultada e incluso destruida entre una persona que padece problemas orgánicos y su
entorno social En consecuencia, la vida de la persona impedida ya no es una variación a
la baja del ser humano normal, sino una variante normal de la existencia humana puesta
en condiciones difíciles
O sea, que hasta asuntos tan banales como la limpieza, se sitúan en el horizonte de la
cualidad subjetiva de vivencia. Lo mismo sucede con todo lo demás: ya se trate de túneles
de lavado de coches, cursos de meditación, una discoteca o la Novena de Beethoven,
todo se convierte en vivencias que se hacen y se escenifican de modo que «uno se sienta
a sí mismo» en ellas y experimente un indescriptible bienestar.
Las personas con discapacidad nos estorban porque nos recuerdan nuestra propia
limitación, nuestra dependencia, nuestra impotencia incluso; porque advierten de que el
hombre no puede encontrar su satisfacción y el sentido de su vida en él mismo, sino que
depende de los demás, de lo demás y, en última instancia, de la transcendencia que
«POR QUÉ EL DIOS DEL AMOR PERMITE QUE SUFRAMOS.
BREVE ENSAYO SOBRE EL DOLOR»
desde la fe llamamos Dios: el único que, en definitiva, puede llevar a su plenitud la vida
humana tan repleta de límites.
Se esconde el sufrimiento incurable; quien está afectado por él debe frecuentemente salir
de la familia y del ámbito público, porque angustia anticipar las limitaciones y la
decadencia que nos amenazan acompañando muy de cerca cómo van perdiendo las
fuerza los enfermos, los que sufren y están impedidos; nos angustia que literalmente nos
pongan ante los ojos que el modelo vital que se guía por la consigna: «Querer tenerlo
todo, querer vivirlo todo, querer rentabilizar todo y querer permitirse todo, no va bien.
Lo que les importa es, sencillamente, sentir proximidad y sintonía humana en la desdicha
de su enfermedad, de su discapacidad. Pero, en lugar de eso, no es excepcional que se
vean aislados y solos en los centros donde son ingresados, porque les dejan a solas
precisamente respecto de lo que más necesitan ayuda: en lo referido a afrontar sus
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limitaciones y, en definitiva, sus angustias. Tienen que aprender a vivir con sus específicos
límites, que muchas veces son enormemente graves; para ello necesitan socorro y
consuelo. El trato de puro cuidado clínico no llega muy lejos.
Pero sólo pueden cumplir esta tarea los médicos, los cuidadores y los familiares cuando
toman conciencia, admiten y reconocen que el problema más hondo del discapacitado, del
paciente, del enfermo grave es también su problema:
¿Cómo se puede llevar una vida con sentido a la vista de la muerte que constantemente la
acosa y la invade? ¿Cómo cabe vivir con límites y con la angustia que se apodera de
nosotros cuando nuestras ganas de vivir se ven defraudadas y nuestras metas vitales
aniquiladas?
Sólo el que afronta la limitación de la propia vida que supone la muerte puede ayudar a
enfermos, pacientes e impedidos a manejar su crisis de todo sentido. Tal es el requisito
fundamental e indispensable de cualquier asistencia realmente eficaz.
Ahora bien, ¿qué caminos hay que recorrer en concreto para llegar a manejar las
limitaciones -o sea, la enfermedad, el dolor y la minusvalía- y cómo se puede prestar
ayuda para lograrlo?
RECONOCER
No es conveniente dejar que los enfermos y sus familiares hagan solos algo habitualmente
tan difícil como es procesar la verdad. Sin duda, la auténtica razón de que se prefiera
mantener a los enfermos y a los discapacitados en ilusiones y falsas esperanzas acerca
de su estado radica en que, de este modo, los sanos, callando o encubriendo con
embustes la realidad, se quedan ellos mismos tan tranquilos a un lado, y se ahorran el
tener que ayudar al enfermo en el trabajoso proceso de asumir y manejar su dolor y de
hacer el duelo correspondiente a su situación.
Sin embargo, callando la verdad y reprimiendo las preguntas recelosas se priva a los
enfermos y discapacitados de la posibilidad de asumir su dolor y su discapacidad, y de
encontrar aún sentido a su quizá ya limitadísima vida.
MADURAR
Tiene razón este escritor francés cuando pone de relieve con estas palabras el hecho de
que la enfermedad, el dolor, el envejecimiento y el morir pueden poner en marcha un
proceso de aprendizaje y maduración tan importante como la vida activa y saludable Es
ésta una evidencia a la que en absoluto permite que se abra paso la sociedad moderna,
buscadora de rentabilidad y vivencias gratificantes, ansiosa por alcanzar la quimera de la
juventud, el éxito y la salud.
La limitación del campo de percepción, tal andar constantemente vuelta hacia sí, no afecta
exclusivamente a la esfera emocional, sino también a la intelectual. ¿Por qué
precisamente yo, precisamente ahora, precisamente aquí? Las preguntas espoleadas por
el dolor tienen la índole de la protesta
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Salir de sí: tal es la meta y, al mismo tiempo, el camino auténtico y la piedra de toque del
manejo del dolor. Pero salir de sí es también una actitud que pertenece al centro de la fe
cristiana en la forma del salir de sí para abandonarse en Dios. La Escritura enseña que
quien pierde su vida, quien la abandona, la ganar»
Formulado más en general, quiere decir esto que quien se desprende de las fantasías de
omnipotencia pueriles y reconoce que no se puede asirla vida y exprimirla, como un limón,
hasta la última gota; quien ha comprendido que ha recibido de Dios como un «préstamo»
la vida, para que la haga fructificar dentro de sus numerosas limitaciones y restricciones
(que todos tenemos siempre, aunque sean diferentes en cada uno), es el que, finalmente,
ha llegado a ser una persona madura; el que, finalmente, vive con pleno sentido.
Porque el logro supremo de la vida, que un día se nos exigirá a todos, consiste en, como
lo expresa la psicóloga suiza Margrit Erni, «afrontar la muerte y poder dejar nuestra vida,
con sus logros y sus éxitos. Se trata, por tanto, del más difícil empeño: consentir que algo
suceda con nosotros mismos».
«Las personas que nunca han sufrido, nunca han vivido. Quienes están cubiertos de
cicatrices albergan un fuego especial». Sólo se vive con intensidad, autenticidad y
madurez si se aceptan las propias limitaciones dolorosas. La vida humana es fecunda
únicamente cuando puede abandonarse y entregarse con la esperanza de que así se
ganará. Y tal es el mensaje que constantemente enseña la Biblia: sólo el grano de trigo
que muere da fruto; sólo quien entrega su vida la gana
AMAR
Resulta esencial que las personas que no están impedidas se esfuercen en que la
comunicación con los enfermos no degenere convirtiéndose en una vía de un solo sentido,
sino en una experiencia donde también ellos se enriquecen. Las personas que sufren
pueden desplegar, precisamente debido al dolor que aceptan y consienten, una inmensa
«POR QUÉ EL DIOS DEL AMOR PERMITE QUE SUFRAMOS.
BREVE ENSAYO SOBRE EL DOLOR»
capacidad de amor y una enorme irradiación amorosa. Cuando en las familias o las
sociedades hay un enfermo grave o un discapacitado, es muy frecuente que él constituya
su centro secreto.
Al ser aceptado, afirmado y amado por los que están cerca de él, sobre todo por los
miembros de su familia y por sus amigos, y al ser, además, reconocido en su valor e
importancia, logra él también afirmarse y aceptarse a sí mismo con sus limitaciones.
Intercambiando amor, dando y recibiendo, es como tiene lugar el verdadero manejo del
dolor.
Pues el amor de Dios que, como dice Pablo, ha sido derramado en nuestros corazones,
tiene largo aliento; no se deja cegar ni amargar. «Lo soporta todo lo espera todo, lo resiste
todo» (1 Cor 13, 4.7).
ESPERAR
Con la palabra «espero» confiesa el que espera que nada de lo que sucede ni nada de lo
que pueda suceder queda para él inapelablemente concluido. Él edifica sobre la base de
que lo que parece sin salida y perfectamente fijo no es lo definitivo, sino que todo linda con
un sentido último: todo desemboca en una reconciliación y una sanación últimas, sin que
él sepa ni cómo sucederán ni en qué consisten. El que espera, suele esperar, justamente,
contra toda desesperanza.
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En este sentido, el creyente apuesta por Dios como fundamento de su esperanza: «Te
llamé por tu nombre; eres mío» (Is 43, 1). Y sabe, por tanto, que si el hombre pertenece a
Dios, pertenece a la vida y puede esperar sin reservas. Sobre todo, la fe cristiana en la
resurrección de los muertos y la vida eterna testimonia esta esperanza que no frustra
límite alguno De aquí que Pablo, en su Carta a los romanos, ponga «los dolores del
tiempo presente» a la luz de la esperanza de la gloria futura, prometida por Dios. Esta
esperanza no elimina la furia del dolor ni el lastre de las discapacidades, pero mantiene en
constante alerta el «grito apocalíptico»: «¿Dónde está Dios?», ¿dónde está el Dios que
prometió al ser humano una vida dichosa, sin límites ni obstáculos? Y en este grito que es
a la vez queja y protesta, y también esperanza y confianza, puede el hombre afirmarse en
la fe y hallar suelo firme bajo sus pies.
Cuando el entorno de un enfermo, de alguien que sufre, está marcado por el testimonio de
esta esperanza, adquiere para él infinita importancia, en especial si el testimonio de esta
esperanza le llega del médico, de los enfermeros y los cuidadores.
Sostiene nuestro autor: “Para el que cree, todas las cosas resplandecen”. Estas palabras,
a nuestro entender, buscan llevar nuestra vida por un sendero positivo, con lo cual
tendremos un pensamiento misericordioso, esperando la caridad de Dios en todo
momento y actuando con bondad hacia el que sufre alguna minusvalía o carencia, y
evitando propagar actos propagadores del miedo, de la desazón y la perturbación.
Resplandecer es precisamente todo lo contrario de oscurecer, de apagar; en este caso es
evitar apagar la vida, mediante el oscurecimiento de la verdad.
El que cree dispone, por tanto, de la esperanza, toma sus decisiones y realiza sus
acciones sobre la base de que la apariencia del momento, por más terrible que sea, no es
la definitiva, sabe que más allá, habrá una reconciliación y una sanación que si será
concluyente.
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Por eso no hay que sumergiese en un mundo de sospechas en busca de una salida
mágica, todo lo contrario, la situación es propicia para ponerse en las manos
misericordiosa de Dios, afianzar nuestra creencia. Dios es todo amor y, por tanto, de él no
puede provenir el sufrimiento; este viene en razón del pecado personal, del pecado social
o comunitario y, de las imperfecciones de la propia creación, dadas por el juego de los
grandes números en la organización.
Es muy preciso en autor al mantener esta otra afirmación: “Las personas que nunca han
sufrido, nunca han vivido”. Con lo cual entendemos que el “sufrimiento” es consustancial
con la vida; que quien no ha sufrido no ha bebido de la verdadera fuente de la existencia.
En conclusión, consideramos que la obra «Por qué el Dios del Amor permite que
suframos. Breve ensayo sobre el dolor», tiene un gran valor, interés y utilidad para el
público, sería conveniente que en las parroquias se pudieran organizar algunos talleres
que permitieran su difusión, ello acabaría con la ignorancia, el miedo y las especulaciones.