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APROXIMACIONES

El padre de Blancanieves
BELEN GOPEGUI

3 NOV 2001

COMO EN EL CUENTO de Blancanieves suele haber en los discursos, en los países, en los
distintos momentos de la historia algo de lo que no se habla. ¿Dónde está el padre de
Blancanieves? ¿Qué dice el padre de las maquinaciones de la madrastra? Y si no dice: ¿Por
qué no nos lo dicen? Como en el cuento de Blancanieves, aquello de lo que no se habla suele
ser aquello de lo que trata el cuento en realidad, lo que no está resuelto, a veces la causa o el
efecto o el fundamento último de la acción.

Durante las semanas que han seguido al atentado de las Torres Gemelas, pero también meses
antes, años antes, está habiendo un tema del que no se habla. Igual que el padre de
Blancanieves vive en la casa de Blancanieves, duerme en la cama de la madrastra, habremos
de decir que la violencia, el acto de imponer daño a otros por la fuerza, vive en la casa, se
acuesta cada día con el consenso, con el derecho, con el Estado democrático vigente.
Habremos, acaso, de decir que si el terror se juzga como el peor enemigo de la democracia,
peor que la injusticia, peor que las catástrofes naturales, peor que catástrofes artificiales, no
es porque el terror use un elemento extraño a las democracias, sino porque, precisamente, se
apropia de eso que las democracias burguesas quieren tener en exclusiva: la violencia y, sobre
todo, la capacidad de imponer una determinada definición de violencia legítima.

En las democracias que conocemos, las personas no dejan de robar porque consideren que
hay legitimidad en el modo de producción ni, por tanto, de distribución de la riqueza. En las
democracias que conocemos, la mayoría de las personas no roba porque hay policía y perros y
vallas con cristales en la piedra y sistemas de alarma. En las democracias que conocemos,
nadie piensa que sea muy interesante trabajar cincuenta horas a la semana fuera de contrato
y fuera de convenio metiendo datos en un ordenador con miedo a equivocarse.
En las democracias que conocemos, las relaciones de trabajo se sostienen porque se puede
matar, golpear o violar, pero también una organización corporativa puede privar por la fuerza
a una persona de la posibilidad de obtener un medio de vida.

Duerme la violencia en la cama de las democracias y a veces ha compartido su lecho con


pequeños apuntes de legitimidad. Los servicios públicos eran el intento de una posible
legitimidad. Después de que varios siglos de despojamiento forzoso derivasen en un régimen
político injusto y desequilibrado, un ala de la socialdemocracia dijo: si el individuo A está
obligado a vivir al día mientras que el individuo B posee capital acumulado suficiente para vivir
él y su familia durante varias generaciones, A deseará robar a B. Y ese ala de la
socialdemocracia dijo: debemos demostrarle a A que existe la voluntad política de que sus
hijos accedan a una educación espléndida, hemos de esforzarnos para lograr que cuando A
enferme reciba el mismo trato que B. Los servicios públicos eran pequeños apuntes de
legitimidad que adormecían las conciencias. Hoy ya no las adormecen. Hoy los servicios
públicos se han convertido en algo llamado a decaer año tras año con la plena complicidad del
régimen.

¿Entonces por qué las masas no se sublevan, preguntarán los grandes defensores de estas
democracias? Las masas no se sublevan porque hay policía, porque las masas están hechas
de personas que tienen miedo a perder su trabajo y, tal vez, porque a la legitimidad de la
justicia posible está sobreviniendo la legitimidad americana de la lotería. Sobre esa legitimidad
trabajan ahora la mayoría de las narraciones, la mayoría de los discursos, la mayoría de los
grupos políticos: aún no te ha tocado, pero también a ti podría tocarte. Duermen en la cama de
la madrastra a un lado la violencia y al otro lado la lotería. Es una legitimidad útil para
conservar el orden, de momento, pero es una pobre legitimidad cuando se trata de pedir que
mueras por ella.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 3 de noviembre de 2001


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