Está en la página 1de 176

LOS MONSTRUOS

Y LA ALTERIDAD:
HACIA UNA INTERPRETACIÓN CRÍTICA DEL MITO MO-
DERNO DEL MONSTRUO

Maynor Antonio Mora


Ph.D. Olman Segura Bonilla
Rector de la Universidad Nacional

Dra. Rosa María Margarit Mitjá


Directora de la Escuela de Filosofía

Consejo Editorial:
M.Sc. Gerardo Cordero Cordero
MSc. Rodolfo Meoño
Lic. Gerardo César Hurtado Ortiz
Dra. Rosa María Margarit
Dra. Grace Prada Ortiz

Diseño de portada: Erick Quirós Gutiérrez y Sabrina Hurtado Gue-


vara

© Escuela de Filosofía
Universidad Nacional, Heredia,
Costa Rica
Teléfono: (506) 562-40-95 ó 562-40-91
Correo electrónico: mrodrig@una.ac.cr
Apartado postal: 86 – 3000 (Heredia, Costa Rica)

Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin el


previo permiso escrito del editor. Todos los derechos reservados.

306.4
M827m Mora Alvarado, Maynor Antonio, 1973-
Los monstruos y la alteridad: hacia una interpretación
crítica del mito moderno del monstruo/ Maynor Antonio
Mora. –1ª. ed. — Heredia, C.R.: Universidad Nacional,
Escuela de Filosofía, 2007.
176 p. ; 22 cm.

ISBN 978-9968-26-024-4

1. COMPORTAMIENTO SOCIAL
2. MARGINALIDAD 3. IDENTIDAD CULTURAL
MITOLOGÍA I. TITULO
Contenido

Presentación ..................................................................................7

1. El mito del monstruo..................................................... 15

2. Antiguas sombras........................................................... 35

3. Fallos de la razón............................................................. 59

4. Reinado de las imágenes............................................. 89

5. Creación incesante del mal.......................................115

6. El monstruo es alteridad.............................................143

7. Fuentes.............................................................................163
Presentación

E
l filósofo francés Cornelius Castoriadis nos dice que
toda sociedad es un sistema de interpretación del
mundo; este sistema de interpretación visto como
una red de significados que permea, orienta y dirige la
vida de la sociedad, tanto en el ámbito individual como
grupal, se constituye en lo que se ha denominado como
“imaginario social”. Estas construcciones son –siguiendo
a otro filósofo, esta vez el costarricense Alexander Jimé-
nez– una “reconstrucción simbólica de, operada y des-
plegada en instancias comunicativas, de los horizontes
éticos, estéticos y cognoscitivos de la vida cotidiana”; en
este sentido pueden constituir una especie de conciencia
colectiva que refleja la identidad de la sociedad que los
crea. Así cualquier intento de crítica a este sistema de
interpretación materializado en los imaginarios sociales
deviene un ataque al ser de esa sociedad.
Los imaginarios son las armas simbólicas que la
sociedad –materializada en algunos individuos– utiliza
para establecer las pautas de normalidad y legalidad
creando así redes simbólicas que definen los espacios de
convivencia y confrontación dentro de nuestra sociedad. A
lo largo de la historia de la civilización occidental los ima-
ginarios, ya fueran en forma de panteón de dioses caídos
en desgracia, de bestias o de monstruos han servido para
8 Maynor Antonio Mora

fundamentar la exclusión y persecución de aquellos que


han sido incluidos en estas listas negras.
Los monstruos, las bestias son grupos que surgen
ya sea por la diferencia surgida de la afirmación de una
identidad o de la radical separación de naturaleza (i.e., no
humana). El monstruo como arma correctora y ejemplifi-
cadora de los castigos que sufrirán todos aquellos seres
humanos que rompen con los cánones de la normalidad
ha sido y es el arma por excelencia de la xenofobia y el
odio. Los monstruos –el eje del mal y todos aquellos que
no estén conmigo– son por su condición de exterioridad
sujetos de la más “natural” y bien vista persecución y ani-
quilación.
El libro que el sociólogo Maynor Mora nos presenta
discute desde un punto de vista histórico sociológico la
evolución del concepto de monstruo y su desarrollo y
transformación en la sociedad tecnológica. Su análisis no
deja ningún rincón oscuro sin revisar en busca de nuestros
monstruos; desde la Grecia clásica hasta el octavo pasajero
y pasando por Frankenstein y sus homólogos; en cada
uno de los casos nos presenta su acercamiento al origen
y significado del monstruo y de cómo su evolución refleja
no solo nuestros temores sino también nuestro extraña-
miento con respecto a quiénes somos y la sociedad en
que vivimos.
Su relato va de los elementos meramente estéticos a
sus significados sociológicos, a los cambios del monstruo
preservados y exacerbados por la modernidad racional y
objetiva; de la inversión de la relación “monstruo contra
la sociedad” a la de “individuo contra los monstruos” re-
afirmando aquello de que el Mal es algo externo que se
materializa en el Otro (el monstruo, el nica, el travesti, etc.)
creando una sensación diferente de inseguridad.
Si bien el texto no es exhaustivo, se nos presenta
Los Monstruos y la Alteridad 9

como un abrebocas para iniciar el viaje de (re)descubri-


miento de ese Otro que todos llevamos dentro, de ese
miedo a lo diferente o mejor a lo monstruoso por exce-
lencia: cuando la cotidianeidad se nos vuelve extraña y
el peinarnos es un acto monstruoso. La mirada socioló-
gica que el autor propone nos brinda la oportunidad de
analizar de manera crítica los “hechos” que los medios
de comunicación nos presentan y que buscan organizar
nuestro mundo para que así, a lo mejor, podamos exorcizar
nuestros monstruos.
Al Espantapájaros
y otros espíritus
protectores de las cosechas.

Al Cadejos y la Llorona,
ya que nuestra aldea
es también La Aldea.

A todos los dioses


porque antes o después,
inevitablemente,
han sido monstruos.

A los demonios,
por soportar sin quejido
nuestra culpa.
Dedicado, especialmente, a los monstruos creados,
cercados, perseguidos y destruidos por la mirada:

locos, enfermos, lentos, gordos y flacos, extranjeros,


feos, vagabundos, huérfanos, prostitutas, homosexua-
les, moribundos, inseguros y diletantes, mujeres, inte-
lectuales, impotentes y flácidos, anatemizados, niños,
necios, negros, parapléjicos, viudas y solteras, pobres,
indígenas, albinos, chulos, sonámbulos, deformes,
ansiosos, infectados y contaminados, orientales y afri-
canos, bígamos, vividores, lisiados, perdedores, nerdos,
muy altos y muy bajos, los de otro color, amanerados,
intocables, débiles, invertidos, necrófilos, agnósticos,
depresivos, sicóticos, pornógrafos, piratas y hackers,
transformistas, mestizos, travestis, estrábicos y tuertos,
pedófilos y gerontófilos, esquizofrénicos, trovadores,
payasos y saltimbanquis, mimos, bufones, onanistas,
condenados a muerte, recluidos en cárceles, asilos y
hospitales, hippies, quienes predican el amor libre,
enfermos de sida, terroristas, disidentes, sindicalistas,
predicadores callejeros, reos, ecologistas, herejes, la-
drones, tímidos, desempleados, bastardos, quienes no
se bañan, polos, migrantes, greñudos y rapados, gays
y lesbianas, torpes, bárbaros, desviados, maniacos,
epilépticos, ociosos, rebeldes, precaristas, juerguistas,
degenerados, quienes viven con muchos gatos o perros,
limpiadores de letrinas, adictos, soñadores y esperan-
cistas, drogados, ludópatas, tatuados, sadomasoquistas,
conectados a la red y virtualistas, feministas, coprófagos
y zoófilos, jóvenes, roqueros, purgados, los del sur, taxis-
tas ilegales, ciegos, transexuales, artistas, artistas porno,
quienes no tienen pareja, bohemios, viejos y ancianos,
insomnes, apátridas, pervertidos, anarquistas, exiliados,
14 Maynor Antonio Mora

alcohólicos, gente de otro pueblo, sátiros, hechiceros


y brujas, tontos, anticuados, pacifistas, solitarios, mu-
dos y sordos, discapacitados, olvidados, eutanasistas,
inexpertos, idealistas, suicidas, neuróticos, vendedores
ambulantes, desheredados, satánicos y nigromantes,
tartamudos, voyeuristas, paganos, quienes viven en y de
la basura, enanos y gigantes, quienes no saben, cansa-
dos, afeminados, los de otra parte, infantiles, proscritos
y perseguidos, desclasados, parias, fracasados, infértiles,
hipocondríacos, exhibicionistas, marimachas, ateos, os-
curos, viciosos, madres solteras, quienes miran al cielo,
mendigos, poetas insomnes, campesinos, drogadictos,
ermitaños, estafadores, niños de la calle, merodeadores...
Los Monstruos y la Alteridad 15

1. El mito del monstruo

El problema de la diferencia

D
iversas teorías han insistido en el análisis de la di-
ferencia, de esa ancestral división entre nosotros y
los demás, entre el sujeto y el otro que le interpela
en la relación social. Casi todos los filósofos, sicólogos,
sociólogos y antropólogos, insisten en que esta diferencia,
esta ruptura ancestral, porta un nomos problemático, una
esencia que sustenta la desigualdad, el malestar y el daño.
Esta cuestión merece especial atención, en miras de un
análisis que requiere, sin duda, de una posición ética y
política sobre el papel de la felicidad y la igualdad en la
construcción de lo social, y que, además, requiere de un
esfuerzo por fundar (desde la teoría) el origen de nuestras
diferencias (reales e imaginadas), que pueda sustentar una
crítica de estas diferencias sin aquella desigualdad y sin
aquel malestar, sin recurrirlos, en la teoría, como “históri-
camente necesarios”.
Entre el grosero naturalismo y el engañoso voluntarismo
anárquico-libertario, es decir, entre quienes definen la des-
igualdad y el malestar como naturales y consustanciales a
la realidad social y quienes definen la voluntad y la libertad
del sujeto individual como criterios únicos que permitan
defender la felicidad y sustentar lo político, es bueno que
16 Maynor Antonio Mora

nos situemos al amparo de una teoría de la libertad polí-


tica en colectividad. Este imperativo no resulta gratuito:
si en los fundamentos de la diferencia nos encontramos
siempre a este nosotros frente a los otros, necesariamente,
una teoría de dicha diferencia, debe contemplar al sujeto
en su relación con los otros. Tanto desde el punto de vista
real, de las relaciones sociales, como desde el punto de
vista mítico, que nos interesa aquí.
Más que una demanda epistemológica, se trata, esta, de
una demanda histórico-política, y sobre todo ética, vin-
culada a los hechos en cuestión: la lucha del sujeto por
alcanzar la felicidad y el bienestar, y la férrea oposición de
las “estructuras de la realidad”.
La diferencia opera en todas las sociedades; menos enfá-
ticamente en unas y más enfáticamente en otras. Con me-
nos daño implicado en algunas y con más en las restantes.
Ningún patrón resulta absoluto, excepto la presencia de las
diferencias, y su dinámica en los procesos de integración
social. Algunos pueblos son profundamente integrados
hacia adentro y se distinguen, absoluta y culturalmente,
de los pueblos externos: la diferencia se establece, prin-
cipalmente, hacia los “de afuera”. Otros pueblos son más
comunicativos y empáticos en el reconocimiento de los
demás pueblos.
Las diferencias se establecen hacia adentro, hacia fuera, o
en ambos sentidos. Los otros pueden ser pueblos, y tam-
bién, a lo interno, otras clases, otros grupos, los vecinos
o quienes están al lado, reconocidos en su diferencia, en
la distinción primera de que no son nosotros. El proceso
está circunscrito, obviamente, dentro de cada contexto
histórico-geográfico: no es lo mismo vivir en una isla que
ha estado sin contacto con otras culturas en mil años, que
vivir en un barrio urbano, a principios del siglo XXI, dentro
de una ciudad de 10 millones de habitantes.
Los Monstruos y la Alteridad 17

En las sociedades posmodernas, las diferencias, inscritas


en los procesos de complejización y diferenciación social,
ampliamente tratados por las ciencias sociales, remiten a
múltiples coordenadas en que estas diferencias se mue-
ven. Ya no nos encontramos solo con las distinciones
antiguas o medievales entre ricos y pobres, hombres y
mujeres, adultos / ancianos y niños / jóvenes, entre sabios
e ignorantes; sino, además con distinciones complejas:
entre consumidores de un tipo y de otro, entre quienes
conocen pareja en el espacio virtual y quienes lo hacen
por mecanismos reales, entre extranjeros de una “clase” y
extranjeros de “otra”, entre sexualidades “típicas” y sexua-
lidades “divergentes”, entre quienes modifican su cuerpo
(transformistas) y quienes no lo hacen (integristas del
cuerpo).
Estas distinciones crean nuevos nosotros y sus respectivos
otros. Algunas de estas diferencias, operan como simples
tribalismos locales; otras se han incrustado en las mentali-
dades globales de las sociedades. Unas parecen necesarias
para la división de las funciones y las actividades sociales.
Otras no parecen tener utilidad más allá de la afirmación
cultural de la identidad. Las restantes, parecen creadas,
adrede, para anular políticamente a los demás.
Lo importante es que la macropolítica y la micropolí-
tica implicadas, a pesar de cualquier afán inclusivo, no
resuelven el atávico problema del reconocimiento y el
encuentro entre el nosotros (fundado como criterio de
discernimiento vital) y los otros (los distintos, los que es-
tablecen el límite de nuestra identidad). Al contrario, ante
tales utopismos inclusivos, la relación nosotros / otros,
deviene en violencia social y en la subordinación, cerco,
reducción y destrucción de los otros.
No es mi interés, en este texto, diseccionar los procesos
18 Maynor Antonio Mora

contemporáneos de diferenciación, de creación social


de distinciones entre nosotros y la otredad. Más bien, mi
interés, se dirige hacia los procesos de constitución mítica
de estas diferencias. Ya que, el común denominador entre
pueblos “no modernos” y sociedades modernas y posmo-
dernas, no solo es la existencia social de las diferencias
(en lo que muchos investigadores y teóricos de lo social
están bastante claros), sino, sobre todo, la construcción
de estas diferencias como identidades violentas, desde
la monstrificación del otro.
Tampoco interesa si estos procesos ocurren en pueblos
cerrados geográficamente, en las neotribus posmodernas,
dentro de las grandes sociedades generales (imperios,
reinos, estados nacionales), o en la imaginada “tecno-so-
ciedad global”. Nos interesa, más bien, desentrañar las
teogonías que sustentan y justifican la diferenciación,
haciendo de los mitos un “objeto de estudio”.
Siguiendo el hilo de lo dicho, el objetivo del presente
ensayo es, en concreto, develar la presencia de lo mons-
truoso como recurso mitológico, en los procesos moder-
nos y políticos de afirmación excluyente de la diferencia.
Enfocando el análisis de este problema en la sociedad
occidental contemporánea, aunque recurriendo al análisis
de algunos mitos clásicos o antiguos que aportan material
a la creación simbólica de monstruos occidentales mo-
dernos, así como a los procesos reales de creación social
permanente de los otros como monstruos.
Hay que avisar que no se trata de un análisis literario o de
crítica de cine, ni de un análisis histórico o sociológico-an-
tropológico, sino de algunas de esas cosas a la vez, dentro
de una visión que no pretende encasillarse en los límites
de alguna disciplina en particular, y que toma lo necesario
de las distintas disciplinas para construir un objeto parti-
Los Monstruos y la Alteridad 19

cular y concreto como es, en este caso, la creación mítica


moderna de monstruos y su relación con la diferencia
social y la exclusión del otro.
Tampoco se trata de un ensayo desinteresado del círculo
producido por las operaciones sociales de monstrifica-
ción. Al contrario, deseo expresar mi franca implicación
emocional: no porque haya sido cercado en algún corral
o jaula del circo de los monstruos, cosa cierta para mí y
probablemente para todo mundo, y más que solo algunas
veces, sino porque creo necesario un compromiso político
con los monstruos que, antes y después, han permitido
la visualización de la sociedad en la diferencia y no desde
los peligros evidentes, deletéreos y destructivos de la
mismidad.
La mismidad, el nosotros enceguecido en su contempla-
ción, nunca puede aceptar los monstruos que cree mirar
a su alrededor, porque ello supone su fin en un potencial
encuentro pleno de las diferencias. La mismidad, por sí
sola, no puede ser nunca inclusiva, no puede reconocer la
humanidad del otro. Esto nos da suficientes pistas sobre
con quién uno puede y debe comprometerse teórica y po-
líticamente. Para todos los efectos, nuestro estudio parte
de que, en todos nosotros, habitan algunos monstruos,
y que estos merecen ser reconocidos como estructuras
fundadoras de nuestra identidad: no porque nos hayan
sido asignados de manera violenta, sino, más bien, por-
que asignados o no, merecen ser revividos, para poder
reconstruir la mismidad y la diferencia, desde una política
inclusiva de la alteridad.

Mitología I: desnudar el mito

“El mito es el discurso último en el que se consti-


20 Maynor Antonio Mora

tuye la tensión antagonista para cualquier “desarrollo


del sentido” (Beriain, 1996: 16). Las teogonías, conjuntos
sistemáticos y articulados de mitos, develan el origen,
como lugar sagrado, recurrido por una “simulación de la
memoria”, que deviene en memoria real, en estructura de
significados que amalgaman la mismidad y la diferencia,
que articulan todas las posibles oposiciones de las cosas
y las categorías. El mito tiene su sede, dice un autor, en el
“inconsciente étnico” (Monge, 1997: 69).
Toda cultura se funda, casi inevitablemente, en una
teogonía que instituye la identidad. Para G. Sorel, se trata
de una “idea-fuerza” (Carozzi y otros, 1991: 177).
Según Mircea Eliade, el mito “constituye el paradig-
ma de todo acto humano significativo”; al conocerlo, “se
conoce el “origen” de las cosas, se llega a dominarlas y
manipularlas a voluntad” (Ibíd.: 177-178). Los mitos consti-
tuyen “racionalizaciones figurativas y productos imaginati-
vos del pensamiento”. La “base lógica de quien formula los
mitos y del científico moderno es esencialmente la misma”
(Bernard, 1947: 394), no habiendo oposiciones radicales y
absolutas entre estas dos formas de conocimiento.
Las relaciones sociales adquieren sentido en el ámbi-
to de lo estrictamente factual, y también en un ámbito de
significados míticos de la acción social, que se posicionan
en el reino de lo imaginario. Este reino imaginario, impo-
ne un orden, en el caos percibido en lo real: se presenta
como un mundo estructurado por patrones éticos, y va-
loraciones morales. Muchos de los cuales, solo se revelan,
por ejemplo, en el sueño y en la pesadilla (cf. Freud, 1993:
118ss.).
“Visto desde la perspectiva del conjunto de la historia
humana, el mito ha sido la forma de saber más importan-
te en la formación de la vida colectiva de las sociedades
Los Monstruos y la Alteridad 21

origen y fundamento de las costumbres, las prácticas y


las instituciones sociales. El mito está presente en todas
las formas que constituyen la identidad, tanto en el nivel
grupal como en el individual” (Amador, 1999: 62). Entre
el mundo mítico y el mundo real, se establecen puentes
diversos, nexos prácticos. Algunos constituyen puras
operaciones hermenéuticas, meras exégesis éticas de los
actos sociales.
Otros, sin embargo, suponen procesos simulados de
control de la realidad. Suponen, en sencillo, “operaciones
mágicas”. La magia es la cualidad que da sentido práctico,
a las estructuras míticas: ya que permite evaluar los actos
mediante la sanción simbólicamente cristalizada del mito
y mover las estructuras de la realidad, por medio de me-
canismos “fuera de la realidad”. Sin hermenéutica ética ni
magia, las estructuras míticas constituyen puro recuento
literario, pura ficción. Una estructura mítica, debe ser
contextualizada, ya sea en la cultura productora, o en la
cultura que la operativiza en el marco de su acción social.
Para una primera definición, el mito es un relato. Al
respecto, nos dice Barthes: “el relato puede ser soportado
por el lenguaje articulado, oral o escrito, por la imagen,
fija o móvil, por el gesto y por la combinación ordenada
de todas estas sustancias; está presente en el mito, la le-
yenda, la fábula, el cuento...”, siendo este relato “accesible”
al análisis, ya que la estructura del relato está en el relato
(Barthes, 1998: 7-8).
Barthes, siguiendo a Lévy-Strauss, afirma que los
mitemas o “unidades constitutivas del discurso mítico”,
adquieren significación exclusivamente “porque están
agrupados en haces y estos haces mismos se combinan”:
se trataría de una “jerarquía de instancias” (Ibíd.: 11). Otro
teórico del análisis estructural del relato completa esta
22 Maynor Antonio Mora

idea: “se puede decir que el conjunto de propiedades es-


tructurales comunes a todos los mitos-relatos constituye
un modelo narrativo” (Greimas, 1998: 40). Como “relato”,
se trataría de una estructura de realidad, de una forma
de conocimiento, sin detenernos a juzgar su estricta
objetividad (cf. Berger y Luckmann, 1984: 15), y también
de un instituto ético-moral, que articula un sistema de
referencias de valor, de lo bueno y lo malo, lo correcto y
lo incorrecto, lo aceptable y lo inaceptable.
Para Barthes “el mito es un habla” (Barthes, 1997:
199), esto es, un acto semiológico portador de tres com-
ponentes: significante, significado y signo. Lo que lo dis-
tingue de la lengua, es que su significante (su “forma”) se
monta sobre el signo, sobre la estructura completa de un
acto de habla ya existente (Ibíd.: 205-206).
El mito sería un “metalenguaje”, una estructura
semiológica parásita, que requiere de un signo, de un
sentido, para negarlo, superponiendo sobre ella un con-
cepto, que no está en el significante, aunque se realiza
recurriendo a él. El “mito no oculta nada: su función es
la de deformar, no la de hacer desaparecer”. El concepto
tiende a generar la deformación del sentido, aunque no
lo destruya (Ibíd.: 213-214).
Barthes está en contra de la idea de “desmitificación”,
al considerarla una palabra en proceso de desgaste (Ibíd.:
9), y de la profesión del mitólogo, quien, como Moisés,
frente a la trampa del mito,“no ve la tierra prometida”
(Ibíd.: 255); el autor francés considera que la función de
trabajador del metalenguaje (mitólogo), no es suficiente,
ya que “él descifra el mito, comprende una deformación”,
mas no ve toda la relación en la que el mito instaura una
realidad ideológica, una imposición política (Ibíd.: 221),
cayendo en una trampa.
Los Monstruos y la Alteridad 23

La “repetición del concepto a través de formas


diferentes, es preciosa para el mitólogo ya que permite
descifrar el mito: la insistencia de una conducta es la
que muestra su intención” (Barthes, 1997: 212), pero no
le permite escapar de su condición de “mitólogo”. En la
repetición del mito radica su efectivo poder: su origen
no es lugar histórico, es el lugar imaginativo de una me-
moria siempre presente y en proceso de refundación. Lo
histórico del mito, el hecho desencadenador, reaparece
permanentemente, se hace signo eterno de una realidad
imaginaria pero real por sus obvias consecuencias.
Barthes y Eco definen la “mitificación” como “sim-
bolización inconsciente, como identificación del objeto
con una suma de finalidades no siempre racionalizables”,
producto de tendencias sociales; en definitiva, de una
estructura imaginativa o “memoria simulada” venida
luego en real. Cosa que justifica el carácter relativo de la
denominada “desmitificación”, respecto de, en este caso,
un repertorio de lo sagrado de naturaleza cristiano-insti-
tucional (cf. Eco, 1993: 219).
La mitificación, como proceso institucional del po-
der eclesial, el cual “se apoyaba en un repertorio figural
establecido por siglos de hermenéutica bíblica, y que
finalmente era vulgarizado y sistematizado por las gran-
des enciclopedias de la época, los bestiarios y lapidarios”,
decae, al darse el paso de los símbolos objetivos a los
símbolos subjetivos modernos (Ibíd.: 220); lo que podría
ser achacado, a un creciente proceso de “mediatización o
“info-tecnologización” del saber en la modernidad tardía.
“En una sociedad de masas de la época de la civili-
zación industrial, observamos un proceso de mitificación
parecido al de las sociedades primitivas y que actúa, espe-
cialmente en sus inicios, según la mecánica mitopoyética
que utiliza el poeta moderno. Se trata de la identificación
24 Maynor Antonio Mora

privada y subjetiva, en su origen, entre un objeto y una


imagen y una suma de finalidad, ya consciente ya incons-
ciente, de forma que se realice una unidad entre imágenes
y aspiraciones (que tiene mucho de la unidad mágica
sobre la cual el primitivo basaba la misma operación mi-
topoyética)” (Ibíd.: 221).
La etnología ha sido muy minuciosa al estudiar las
funciones del mito. No se trata de establecer, mecánica-
mente, cómo el mito representa (en el orden simbólico)
lo que en el mundo social es sancionado como válido o
inválido. Con ello, restaríamos poder real al mito, y a su
papel de sistema de valoración social y de estructura de
la magia. La relación entre mito y operaciones sociales es
de doble sentido, y es, a la vez, unidad cultural. El mito
produce identidad y con ella, vínculo social.
El origen histórico de los mitos carece de menor im-
portancia que los procesos permanentes de refundación
social, que operan alrededor de ellos. Este hecho explica
el cambio permanente de las formas literarias u orales de
los mitos, y la permanencia de algunas estructuras pro-
fundas del discurso mítico y su “eterno retorno” cultural y
fundante de la integración social de las comunidades, los
pueblos y las naciones, característico de su “identidad”;
pese a las primeras reticencias, propias de un pensamiento
exacerbada y míticamente cientificista:
“En los siglos XVIII y XIX prevaleció una crítica intole-
rante respecto a todos los mitos. Este antagonismo surgió
en parte porque no se había podido comprender su origen
funcional debido a que en esta época los procesos de
evolución de las ideas aún no se entendían bien. También
existía un gran resentimiento de parte de los partidarios
de los nuevos conocimientos, contra los dogmas de un
sistema teológico que se había declarado contra las re-
Los Monstruos y la Alteridad 25

cientemente surgidas aspiraciones democráticas de una


edad de razonamiento y a favor de la reacción intelectual
y política” (Bernard, 1947: 394).
El discurso racionalista es relativamente desmitifica-
dor, al convertir el mito en cuento, en relato imaginativo.
Entre los siglos XVII y XVIII, ocurre la “separación real” entre
ciencia y “pensamiento mitológico” (Lévy-Strauss, 1987:
24). Las “historias de carácter mitológico son, o lo parecen,
arbitrarias, sin significado, absurdas, pero a pesar de todo
diríase que reaparecen un poco en todas partes” (Ibíd.: 29-
30). Lo que condujo a desechar la idea de “primitivismo”,
la cual, como señala Lévy-Strauss, ha sido propia de la
antropología y otras ciencias sociales (cf. Ibíd.: 235ss.); más
bien, se enfatiza en la idea de diferencias en cuanto a las
capacidades desarrolladas en cada caso por las distintas
culturas; por ejemplo, la cultura occidental desarrolla, en
menor grado, las capacidades sensoriales (Ibíd.: 39).
Ante la pregunta de Lévy-Strauss: “¿dónde termina
la mitología y dónde comienza la historia?”; él mismo
responde: “en nuestras sociedades la historia sustituye a la
mitología y desempeña la misma función”. En las culturas
ágrafas, existe mayor certeza que en las nuestras (donde
el futuro queda abierto al riesgo), de que “el futuro per-
manecerá fiel al presente y al pasado” (Ibíd.: 60-65).
El mito, como señala Carozzi, es iteractivo, repetitivo,
da significado a la existencia y separa lo esencial de lo ac-
cidental, lo contingente de lo necesario. El mito genera un
modelo lógico, al recortar y dotar de un significado distinto
a la realidad. Pese a considerarse uno de los conceptos
más operativos de las ciencias sociales (Carozzi y otros,
1991:177-179), hoy es cuestionado, junto con la interpre-
tación que se ha hecho de algunos mitos de las culturas
clásicas, caso de la griega. En esta última, los mitos eran
26 Maynor Antonio Mora

concebidos, más bien, como relatos históricos (Mendiola,


2004).
En los pueblos menos complejos y diferenciados,
las estructuras míticas son sistemas cerrados, “ecologías
mágicas” con las cuales se sanciona, positivamente, y se
construye la realidad cotidiana. La simpleza e inamovili-
dad de los componentes míticos, deviene de y permite,
simultáneamente, un proceso fuerte de integración social
en la figura de la comunidad.
La vida y la teogonía, en estos pueblos, suponen
equivalencias entre operaciones sociales (rituales y no
rituales) y estructuras simbólicas (mitos). El mundo coti-
diano es vivido según el sentido emanado de la teogonía;
mientras que la ecología mítica es asumida como real y
operante en la comunicación ritual con las divinidades
y en los procedimientos mágicos que permiten a estas
divinidades y potencias (casi siempre espirituales o trans-
naturales) actuar en el mundo, según la percepción de la
comunidad.
En dichos pueblos la “mitología” designa a la cos-
mología dentro de la cual la “interpretación de los mitos”
tiene una importancia vital (Caudet, 1998: 9-10). En estos
pueblos “el mito cuenta una historia sagrada; relata un
acontecimiento que ha tenido lugar en el tiempo primor-
dial, el tiempo de los comienzos” (Eliade, Mircea, citado
por Carozzi y otros, 1991:177).
En muchos pueblos, las estructuras míticas no es-
tablecen una diferencia entre mundo espiritual y mundo
natural; al contrario, ambos mundos están confundidos
en el mito: los objetos y seres de la naturaleza son, a la
vez, seres míticos y viceversa: los seres míticos tienen un
lugar en la naturaleza. Contrario al pensamiento ecológico
moderno, las ecologías de los pueblos indiferenciados
Los Monstruos y la Alteridad 27

son de naturaleza mítica: se superponen al mundo de los


hechos naturales, percibidos como buenos y útiles o como
caóticos y deletéreos de la vida. Lo real y lo imaginado se
mezclan, tienen zonas de continuidad y de interconexión.
La naturaleza, para algunos de estos pueblos, solo
es aliada cuando sus elementos y seres responden a la
ecología mítica, esto es, en tanto estos elementos y seres
responden a las necesidades y funciones de control social
sobre el mundo natural. Lo que no ha sido traducido por
el mito, en forma positiva, es sancionado de forma inversa
por la construcción colectiva de percepciones sociales:
deviene en mito del caos, en zona maligna de lo desco-
nocido.
Esto certifica que, a diferencia de algunas ramas del
cristianismo, las divinidades y potencias espirituales po-
sitivas sean plenamente conocidas por muchos pueblos,
ya que están abiertas a una permanente auscultación
cultural. Las potencias son transparentes ante la mirada
mítica; y, aquello que no lo es, deviene en desconocido, en
mito negativo o antipotencia y en peligro para la comu-
nidad. Sean mitos positivos, negativos o ambiguos, todos
devienen de una ecología mítica más o menos precisa,
superpuesta al mundo cotidiano y al mundo material o
natural.

Situación simbólica del monstruo


en las sociedades indiferenciadas

Comunidad
Héroe Monstruo
Fundante Fundante
Naturaleza
28 Maynor Antonio Mora

Dentro de estas ecologías míticas, lo monstruoso


deriva de lo desconocido, del caos representado por el
mundo exterior. En segundo lugar, deriva, como sanción
social de la diferencia y, ante todo, de la ruptura del orden
social / mítico. En ambos casos, el monstruo es fundante,
al igual que el héroe mítico (fundador originario que se
enfrentó a los enemigos, a las potencias negativas, salvan-
do la comunidad o renovando su continuidad). Héroe y
monstruo devienen antagonistas éticos en un mismo acto
(percibido en un tiempo pretérito o actualizado como pa-
sado activo), unidos en y por la estructura de la “ecología
mítica”.
En las sociedades modernas complejas, las teogo-
nías sufren procesos de desintegración y reintegración,
consecuencia de la diferenciación y complejización de las
funciones sociales. Aunque no entraré en detalle sobre es-
tos procesos, ya tratados por diversos científicos sociales,
sí quisiera enfatizar algunos cambios en las funciones de
la teogonía:

• Desintegración de la función mítica unitaria o so-


cio-integradora. Ya no existe un principio mítico
unitario que restaure la totalidad de lo social. Esta
totalidad “desaparece”, al menos en la percepción
colectiva o según los referentes institucionales de
integración social.
• Dispersión mítica en el entramado social. Los pro-
cesos de mitificación se convierten en encadena-
mientos simbólicos tribales y periféricos, sujetos a
requerimientos contingentes y deshistorizados (en
el tiempo real y en el tiempo imaginario).
Los Monstruos y la Alteridad 29

• Resemantización social de mitos. Este proceso lleva


a una refuncionalización de los mitos, más o menos
de acuerdo con la dinámica descrita atrás por Bar-
thes y Eco, dinámica que no llega a ser ni siquiera
ideológica sino que es pragmática y contingente.
• Reintegración discursiva de estructuras míticas
procedentes de diversas fuentes, bajo el esquema
generalizado del pastiche y del collage. Llevando
al extremo a Barthes: los nuevos mitos son mitos
de anteriores signos míticos; pero, no llevan a la
purificación del sentido; al contrario, nos llevan a
cadenas míticas y semiológicas inacabables, dentro
de las cuales se va disminuyendo geométricamente
el sentido, y se pierde, en gran medida, el principio
de realidad.
• Creación de canales mitológicos abiertos, sujetos a
los principios enunciados: contingencia, pérdida del
sentido (del signo), ubicuidad, irrealidad.

En el mundo occidental contemporáneo, nos encon-


tramos con las implicaciones de una colectividad anónima,
sujeta a la complejización y diferenciación sociales (cf.
Beriain, 1996) y a la aparición de los sistemas anónimos
(cf. Habermas, 1999, 1999a; Luhmann, 1990), implicaciones
que han supuesto el devenir de una segunda naturaleza
(la tecno-estructura compleja y sistémica de lo social), que
trae aparejada una condición de riesgo elevado (López y
Luján, 2000) que, a su vez, condiciona potenciales peligros
y amenazas para el sujeto (cf. Beriain, 1996a).
Frente a esta nueva condición social, los héroes y
monstruos persisten como simulacros de antiguas res-
tauraciones, héroes y monstruos enfrentados en infinitas
batallas dentro de los canales mitológicos abiertos. Bata-
30 Maynor Antonio Mora

Situación simbólica del monstruo


en las sociedades diferenciadas modernas

Colectividad
Anónima
Héroe Monstruo
(Simulacro) (Simulacro)
Segunda
Naturaleza
(Riesgo, dispersión, contingencia)
Naturaleza

llas que, no obstante, tienen más víctimas que nunca en la


historia humana, como veremos en el transcurso de este
trabajo.
En nuestras sociedades, los mitos remiten a imá-
genes. Amador supone que, tras todas las formas de
conocimiento, subsisten “unidades elementales”, que él
denomina “imágenes mentales” (Amador, 1999: 62-63), las
cuales pueden “traducirse en una infinidad de lenguajes
pertenecientes a las diversas formaciones discursivas” y
sirven como “la estructura explicativa básica de la realidad”.
Estas imágenes tienen origen en la realidad. Se trata de un
origen disperso y aleatorio en el sistema social devenido
en necesario e impositivo (segunda naturaleza), pero en
especial, de un conjunto sistémico de discursos que dan
sustento a este sistema desde diversas ópticas: técnicas,
ideológicas, históricas, científicas, literarias, mediáticas. En
un ciclo dialéctico: discursos que sustentan un discurso
mítico aleatorio, que sustenta a su vez la pérdida relativa
del antiguo poder de un discurso omnímodo y metaex-
plicativo.
Los Monstruos y la Alteridad 31

Insiste este autor: la imagen es “la unidad básica


de interpretación de la realidad, el núcleo de todo pen-
samiento simbólico”; el autor sigue, en gran medida, a
Carl Jung. La imagen de la comunidad “está construida
en torno a un núcleo esencial que es el símbolo”, éste es
la unidad mínima de “todas las formas de expresión del
pensamiento” (Ibíd.: 63-64).
El “símbolo permite abolir la fragmentación y aisla-
miento de los seres y las cosas”. Introduce claridad y orden
en la vida, relaciona y estructura las dimensiones de la
existencia en un cosmos”, que permiten la intercomunica-
ción, traslación y superposición de planos de la realidad,
constituyendo arquetipos, siendo “sistemas disponibles
de imágenes y emociones” (Ibíd.: 67-70). En esta posición
subsiste un peligro: encaminarse a una sociobiología
presente, casi de forma evidente, en Carl Jung: suponer,
entonces, que los arquetipos tienen base biológica y no
social.
Ante ello, se requiere de una teoría que no intente ver
mitos comunes a todas las culturas (cf. Ibíd.: 70-73), sino
que parta de la idea de que todas estas culturas tienen,
probablemente, el mismo origen: esto lo probaría una
teoría de la evolución de las lenguas, enfocada a la expli-
cación de los cimientos históricos de la “Torre de Babel”.
Tampoco supone lo anterior, una absoluta relati-
vización de los mitos y sus teogonías, tras una acepción
negativa o individualizante de la existencia de estas estruc-
turas culturales. Un “mito es una forma de dar sentido a un
mundo que no lo tiene. Los mitos son patrones narrativos
que dan significado a nuestra existencia” (May, 1992: 17).
Ya que estamos acostumbrados al término “mito”
como criterio de desaprobación y descalificación de cier-
tos saberes, como sinónimo de lo “falso”, lo cual lo ha lle-
vado a los límites de la nulidad epistemológica. Tampoco
32 Maynor Antonio Mora

creemos que el mito sea “un drama que empieza como


acontecimiento histórico y adopta su especial carácter
como forma de orientar a la gente hacia la realidad” (Ibíd.:
26, 27-29), deshaciendo en el mito, cualquier potencial
utópico, liberador o diferenciador de lo utópico y lo ima-
ginario.

Mitología II: el rescate del monstruo

En la sociedad moderna actual, las teogonías sufren


complejos procesos de resemantización y refunciona-
lización social. Muchas de ellas responden, todavía, a
teogonías clásicas o medievales en sus versiones más o
menos originarias; otras, más bien, son inducidas por la
literatura, la televisión, el cómic y el cine, hacia simbologías
éticamente binarias, a la vez que ubicuas y descentradas,
pero con impactos políticos obvios en la cotidianidad de
las sociedades occidentales contemporáneas.
En este proceso, se dan simplificaciones de lo mons-
truoso, insertándolo dentro de estos códigos maniqueos
de lo “bueno” y lo “malo”. Fenómeno inducido por la lite-
ratura ligera de ciencia-ficción, terror gótico y policial (y
sus mezclas), el cómic estadounidense de mediados del
siglo XX, y el cine comercial de horror. Luego, el mons-
truo pasó a ser representante, más bien, de las “sombras
ambiguas”, ganando algún grado de humanidad. Como
en la manga y el hentai japoneses, donde la presencia de
un monstruo, hace lícito lo pornográfico en una relación
mujer / monstruo, frente a la ilicitud de una imagen que
presente el coito mujer / hombre: el monstruo como puen-
te en el simulacro de un objeto pornográfico “real”. Pese a
la renovación teórica de lo monstruoso en el cine y en el
cómic, el monstruo ha heredado, dentro de los imagina-
Los Monstruos y la Alteridad 33

rios colectivos, “funciones de lo maligno” y representación


de lo negativo, lo oscuro, lo destructivo. Siempre como
antagonista del héroe.
La teogonía no solo sirve, sin embargo, para instaurar
un “orden correcto” a partir de una reducción binaria. Sirve,
también para cambiarlo y mejorarlo. A través de los mitos
no necesariamente se debe acceder a una reproducción de
los miedos colectivos y los horrores de la conciencia social,
sino, adicionalmente, a su develamiento y transformación
en pos de la renovación de la sociedad desde nuevos y
perennes actos de refundación.
La teogonía aparece como una forma paralela al
conocimiento científico, capaz de fundar lo social sobre
la identificación de la mismidad y la otredad. En este pro-
ceso, los monstruos retornan permanentemente, cues-
tionando la violencia social propia de la figura del héroe,
restituyendo la diferencia como el motor de la renovación
de estructuras sociales políticamente anquilosadas en la
negación de las diferencias reales.
2. Antiguas sombras

Viejas y terribles herencias

A
ntiguos mitos de monstruos fueron heredados por
la antigüedad occidental al “bestiario” moderno
contemporáneo. Monstruos de todos los tipos, más
aquellos mitos importados de Oriente y África, viajaron en
el tiempo y el espacio, para insertarse en la teogonía occi-
dental moderna, constituyendo una teogonía compleja a
la vez que feroz y detractora de la alteridad. Como veremos
más adelante, esta estructura mitológica se enriqueció con
los aportes de la ciencia, la literatura y el cine.
En algunos casos, los monstruos constituyen meras heren-
cias reconstruidas en el imaginario moderno. Otros son
productos del todo novedosos de la cultura occidental, por
lo que no pudieron haber surgido bajo otras condiciones
históricas. Nuestra cultura es profundamente mítica y,
como una obra barroca, recargada en exceso de criaturas
monstruosas y espíritus inseguros.
Es necesario resaltar tres hechos significativos relativos al
papel de mito antiguo en la construcción del “monstruo
moderno”.
Primero, la fuerte tradición de las herencias griega y roma-
na, la cual será retomada en el Renacimiento y, de ahí en
adelante, impactará el desarrollo de la teogonía moderna,
así como de los fuertes componentes cristianos desarro-
36 Maynor Antonio Mora

llados durante la Edad Media, centrados en la figura del


monstruo capital: el demonio, y en sus diversos ayudantes
y servidores.
Segundo, el lento cambio de una teogonía del monstruo
de naturaleza holística (“ecología mítica”), hacia la confi-
guración de monstruos específicos e individualizados, y de
cada vez más sistemáticos intentos de ubicación y recopi-
lación de lo monstruoso, por medio de los denominados
“bestiarios” y otros recursos taxonómicos.
Tercero, los procesos de descubrimiento geográfico, los
cuales brindarán material fresco de “primera mano” a
dichos bestiarios y, muy pronto, a los primeros manuales
de zoología descriptiva, aunque todavía en exceso recar-
gados estos por la fantasía, la presencia del monstruo y
el fraude.
La primera fuente de monstruos míticos renacentistas y
pre-modernos, es la teogonía griega. Dentro de esta casi
siempre se señala “el origen” del monstruo. Así, la conjun-
ción de la Tierra y Urano (“dioses primigenios”) da origen a
los Cíclopes y otros monstruos, que luego son lanzados a
las profundidades de la Tierra. Entre los primeros nacimien-
tos tenemos el de Cronos, hijo de Urano, dios-monstruo
que “odiaba a su floreciente padre”, al que corta los órganos
sexuales, lanzándolos a la Tierra (Hesiodo, 1968: 34-35),
fertilizándola una vez más, hecho que generará otros seres.
La Noche pare a las deidades oscuras: Ker y Thánatos (am-
bas representan a la Muerte), el Sueño, la Afección, las Par-
cas, Némesis (la Venganza “celeste” contra la trasgresión),
Eris (la Discordia), la Vejez, etcétera. Diversos monstruos
surgen de los ayuntamientos de las deidades y de los
semidioses: las Harpías, las Gorgonas, entre ellas Medusa,
Equidna (mitad ninfa, mitad serpiente, madre, a su vez,
de Gerión, Cerbero, Hidra, Quimera, Esfinge, y el león de
Los Monstruos y la Alteridad 37

Nemea) (Ibíd.: 36-40). Mientras, Cronos, el padre-tiempo,


mata sus hijos conforme nacen, hasta que es detenido y
vencido por Zeus, su hijo “mejor dotado”.
Los monstruos griegos son diversos, y se ubican den-
tro de un gran esquema mítico. Este es el caso de Caribdis
y Escila, monstruos referidos por Homero en La Odisea. En
las peñas Erráticas, relata Homero, Odiseo (Ulises) se en-
frente a Escila, “que aúlla terriblemente, con voz semejante
a la de una perra recién nacida, y es un monstruo perverso
a quien nadie se alegrará de ver”, ya que tiene “doce pies,
todos deformes, y seis cuellos larguísimos, cada cual con
una horrible cabeza en cuya boca hay tres hileras de abun-
dantes y apretados dientes, llenos de negra muerte”. En las
Erráticas, Escila ataca, sin compasión alguna, a los marinos
de los barcos que se atreven a ir tan lejos. Quienes escapan
de este monstruo, se enfrentan, entonces, a Caribdis, que
durante el día sorbe seis veces agua (con todo y barcos) y
la escupe después con furia destructora (Ibíd.: 126).
En los relatos griegos de marinos, quien sobrevivía
a estos seres, caso de Odiseo y Jasón y sus Argonautas,
tenía que enfrentarse, antes o después, a otros monstruos
similares, ya que los monstruos constituían obstáculos
variados y permanentes del periplo, impuestos por el
Destino como pruebas morales. Entre esos monstruos,
destacan las sirenas y las Gorgonas. “Las sirenas eran ocho
hermanas, hijas de Calíope –la llamada reina de las musas
por los poetas– y del río Aqueloo”, quienes cantaban con
voces hechizantes para atraer a los marinos (cf. Antología
de leyendas universales, 1991: 50), y ahogarlos en sus islas
e islotes; en este caso, la teogonía crea una visión maligna
de lo femenino y la feminidad, muy marcada por cierto en
el mito de Pandora como fuente femenina del mal.
Esta teogonía clásica de lo femenino-negativo, es
38 Maynor Antonio Mora

completada por la figura mítica de las Gorgonas, de las


cuales, la más recordada por la tradición, es, sin duda,
Medusa, quien “encarna lo horrendo, un horror que afecta
tanto a los mortales como a los dioses. Su sola contempla-
ción mata, petrificando a aquel que la mira”, por lo que,
Medusa “no muere en combate a manos de Perseo, sino
por el efecto mortal de su propia imagen. Al igual que los
otros pueden ser víctimas de su mirada. Medusa muere
al contemplarse en el espejo. El arma letal es ella misma”
(Aguirre, 2004a). Medusa es una monstrificación simbólica
de lo femenino, de la alteridad patriarcal.
Todos estos monstruos antiguos, son opacados por
los monstruos creados por el Cristianismo, sea a seme-
janza de viejos mitos, o al calor de nuevas imaginaciones
y reconstrucciones de lo monstruoso, de la alteridad del
“proyecto divino”. Aunque el Cristianismo opacó por siglos
las “herejías” y, con ellas, las figuras divinas y monstruosas
del clasicismo, a todas las relegó, al papel de demonios o
imágenes malignas. El pandemonium occidental creció,
paulatinamente, en lugar de ver decaídas sus filas a manos
de los ejercicios persecutorios e inquisitoriales del Cristia-
nismo. Efecto acumulativo, sin duda, de “lo monstruoso”, y
de las exuberantes funciones de segregación y control de
la alteridad y la diferencia, propias de la religión de Cristo.
El auge de los bestiarios durante la Edad Media, va
más allá de la simple teogonía. Es un intento de recopila-
ción, entre literaria y empírica, de criaturas, muy asociadas
a la escultura medieval y de fuente bíblica, donde los
monstruos tienen el fin de representar, por ejemplo, los
vicios (cf. Orígenes del Bestiario, 2004). Los bestiarios son,
pues, tratados medievales “que contienen la descripción
de animales reales o fantásticos, y que se suelen presentar
en correspondencia con virtudes o pasiones humanas, a
las cuales, mediante un complejo sistema de símbolos,
Los Monstruos y la Alteridad 39

representan” (Los bestiarios y la representación de lo


grotesco, 2004).
En “esta descripción o sumario, vemos el carácter no
sólo alegórico sino misceláneo e iconológico, al modo de
la literatura de emblemas, que estos libros contenían, y,
en consecuencia, la naturaleza intelectual y abstracta de
estas figuraciones”, donde animales reales e imaginarios,
exageraciones y figuraciones, se mezclan y “se tiende al
sincretismo haciendo difícil separar unas capas de otras”
(Ibíd.). Se trata de una nueva modalidad de compilación de
los mitos y de racionalización de los miedos, muy cercana
a aquellas operaciones encontradas después por Foucault
en las obras del “divino” Marqués: compilación exhaustiva,
nombramiento sistemático de las cosas, propios de un
nuevo discurso de control de los cuerpos y los espíritus,
como en el caso de Las 120 jornadas de Sodoma (Sade,
2003), donde se enumeran compulsivamente todas las
posibilidades de la “perversión”.
Los bestiarios cumplen la función de listar los mitos
de diversas criaturas y monstruos, caso de las arañas y
escorpiones, mitos que aparecen en casi todos lo continen-
tes (cf. Melic, 2004), y los insertan dentro de una ecología
mítica de evidentes connotaciones morales. Gigantes (cf.
Galant, 2004), dragones (cf. Maura, 2004), basiliscos, gár-
golas, etcétera, comportan una función y un estatus éticos.
El bestiario es manifestación de esta “ecología mítica”. Este
es el caso del basilisco.
“La etimología de basilisco se encuentra en el sus-
tantivo griego basiliskos, que significa reyezuelo, como
diminutivo de Basileus, rey. En latín se produjo la misma
derivación, apareciendo la voz regulus (en castellano
regulo) con la que le conoce. Los términos basilicock,
cockatrice, cocodrille (al contaminarse con el cocodrilo)
40 Maynor Antonio Mora

surgen a finales de la Edad Media en Francia e Inglaterra”


(Sánchez, 2004). El mito del basilisco está emparentado
con el del “catopletas”, ser que muere, al contrario del
basilisco, cuando alguien le ve a los ojos; y su “origen
misterioso” había sido “descubierto” ya para el siglo XIII,
alrededor de una explicación “simple”: “los gallos, cuando
son viejos, ponen un huevo pequeño que, incubado un
día canicular en un establo por una bestia venenosa (o un
sapo), produce el basilisco” (Ibíd.).
En el bestiario, un monstruo constituye la “exacer-
bación de la singularidad individual porque detenta la
originalidad absoluta: se extingue genéricamente con su
propia muerte: cada monstruo es, “fuera de serie” o “úni-
co en su género”. Es una excrescencia degenerativa, y un
producto de la naturaleza, de otro modo no sería posible
provocar variaciones zoomórficas” (García, 2004a), por lo
que no podría tener tampoco ningún efecto comunicativo
en el sistema mítico.
El monstruo está asociado a la idea de “catástrofe”,
esto es, a una singularidad relativa a un contexto, a un
lugar espacio-temporal. “Katastrophé significa originaria-
mente inversión del curso consuetudinario de eventos, por
tanto irrupción en la norma y transgresión / subversión
de la regla” (Ibíd.; los énfasis en cursiva en el original).
No obstante esta singularidad, el monstruo premoderno
constituye parte de una totalidad dentro de la que cobra
sentido: porque está inserto, como se dijo arriba, en la na-
turaleza, en un flujo permanente de significados atribuido
a las cosas del mundo.
Una particularidad del monstruo premoderno es, en-
tonces, su “carácter ecológico”. El monstruo forma parte de
una ecología mítica, donde normalidad y ruptura, aunque
se presenten como estructuras binarias, se entretejen en
Los Monstruos y la Alteridad 41

una unidad, que es la teogonía. Por ejemplo, en las pin-


turas del Bosco, encontramos muchas “figuras humanas,
demonios animales y vegetales extraños”, que “pueblan
los óleos”, por lo que “la pictórica del artista flamenco
constituye una estética del horror extraño” (Ierardo, 2004).
En la obra de este pintor, encontramos símbolos
monstruosos medievales presentes en los bestiarios: el
pescado como acompañante de Satanás, la rata que “se
asocia a las mentiras que distancian de la verdad divina”,
las colmenas y la miel relacionadas con el placer sexual,
el sapo “como vínculo con la hechicería y la herejía”. El
monstruo constituye parte del esquema del infierno, visto
este último como “un patíbulo de opresión física”, donde
el cuerpo del condenado es atacado por monstruos y
demonios (Ibíd.) que potencian la tortura: ataque físico y
espiritual.
“Las figuras múltiples que saturan las pinturas de
Bosch son signos de transformaciones fantásticas, de
operaciones metamórficas. En el espacio pictórico bos-
quiano, toda forma cerrada y pura se desvanece. El hombre
metamorfoseado se confunde con animales, vegetales o
supuestos objetos inanimados”. Ocurre una saturación,
donde realidad y los elementos de lo real, lo propio y lo
extraño confluyen multiplicando la vida en el “espacio pic-
tórico”; por lo que, en este exceso lo real se “hace presente
como radiación de fuerzas”; el pintor mata “el espacio de
formas indiferentes, vacía de símbolos” (Ibíd.). La pintura
deviene en unidad experencial de lo trascendente.
Los monstruos europeos van a estar concentrados
dentro de los límites del continente y sus relaciones con
Oriente y África. Igual que los contornos geográficos de
la acción divina cristiana, extendidos entre Europa y Tie-
rra Santa, espacio donde se establecieron los límites del
42 Maynor Antonio Mora

proyecto escatológico de salvación.


Durante siglos y antes del descubrimiento de Amé-
rica, va a consolidarse la idea de Océano (Okeanos), del
“agua primordial”. En la visión griega se nos “propone la
imagen de un universo rodeado por aguas que existieron
desde el principio, sugiriéndonos la circulación de estas
aguas en las regiones inferiores del mundo” (Santana,
2004); a la vez, esta masa de agua está recargada de cria-
turas feroces, de monstruos.
“Las aguas de Océano, por otra parte, purifican y re-
generan, pero en sus riberas los mitos ubican pueblos fan-
tásticos (por ejemplo los Hiperbóreos) y monstruos como
las Gorgonas”. Esta tendencia a ubicar “en el Océano, lugar
de alejamiento por excelencia todo lo que en el mundo
era extraño y fabuloso responde a una práctica presente
en Homero y conocida como “oceanización” (Ibíd.) y que,
hoy podemos encontrar ya como “espacialización”: en el
“espacio exterior” lanzamos, sin miramientos, todos los
miedos posindustriales, como en las épocas clásicas se
lanzaban al mar todos los horrores posibles e imposibles.
Lo monstruoso siempre se ubica más allá de las fronteras.
La Mar Océano será el límite mitológico de la mis-
midad medieval europea. Será una masa de agua repleta
de monstruos y peligros. Al inicio de la gesta de Colón,
los marinos van a ser testigos de que las “criaturas sobre-
naturales” están por doquier (cf. Maura, 2004). A partir de
esto, se darán los descubrimientos zoológicos y botánicos,
que permitirán ir depurando los bestiarios, eliminando los
monstruos (o relegándolos a “límite de lo desconocido”)
y aceptando, de por sí, la existencia natural de diversas
criaturas (cf. Wendt, 1981) y, a la vez, encontrando funda-
mento biológico de algunos mitos.
Este es el caso de los mitos de los Cíclopes y de las
Los Monstruos y la Alteridad 43

Gorgonas, cuyo origen se encuentra, según Wendt, en


la existencia de los antropoides: gorilas, orangutanes,
chimpancés. “Kiklops significa “ojo redondo”. Los cíclopes,
y Polifemo con ellos, no eran originariamente seres con un
solo ojo, sino de ojos redondos” (Ibíd.: 49). Al encontrar una
explicación racional del mito del monstruo, este monstruo
antiguo pierde poder mítico, dejando paso a una nueva
taxonomía de la monstruosidad.
Los nuevos monstruos no serán, estrictamente, seres
naturales o espirituales, sino criaturas producidas por el
“lado oscuro” de la ciencia.
El ingreso del monstruo a la modernidad y a la pos-
modernidad, requirió de una superación del localismo
de muchos de los mitos, y la elevación a escalas mayores
de los viejos monstruos europeos. Muchos de los nuevos
monstruos míticos, caso de Alien, son globales (cf. Los
bestiarios y la representación de lo grotesco, 2004). Los “se-
res infernales se colocan ahora entre el hombre (al modo
de Lovecraft) del modo más descarnado”, a la vez que “lo
moderno del concepto de monstruo es su aproximación a
lo desconocido, a la sorpresa, a lo inquietante, categorías
que sí congenian con los bestiarios modernos” (Ibíd.).
La modernidad retoma los monstruos, destruyendo
sus viejas alianzas eco-míticas con las divinidades, las
potencias, las cosas reales y los espíritus. El proceso, en
algunos casos, los reinserta dentro de nuevas ecologías
y en otros los somete a una individualización, a una dis-
crecionalización absoluta. El monstruo será un ente indi-
vidual, discreto y deletéreo. No tendrá funciones míticas,
sino que será una función mítica en sí mismo. El monstruo
se va a explicar por su irracionalidad.
44 Maynor Antonio Mora

Demonios y brujas: antiguos y temidos

Los demonios y las brujas constituyen mitos que


dominan el imaginario colectivo al final de la Edad Media
y al principio de la Época Moderna; estos van a tener po-
derosos efectos sobre la monstrificación mítica e histórica
moderna. Siendo resultado de complejos procesos cultu-
rales que suponen la vinculación entre antiguos mitos de
los espíritus y la magia (por lo general, de origen popular),
y las sofisticaciones teológicas medievales, que recurren
a una concepción dualista de lo espiritual, describiendo
un enfrentamiento entre Dios y su adversario, Satanás.
La construcción social de los demonios y brujas va a dar
paso a un verdadero pogromo de la diferencia, entre los
siglos XIV y XVII, en Europa y en las colonias de los “nuevos
mundos”.
La evolución del mito del Demonio hacia el estre-
llato del “absoluto mal” (en oposición al “bien divino”), es
resultado de un largo proceso de vínculo entre mitos de
espíritus de viejo cuño, y la tradición patrística (luego teo-
lógico-filosófica). Se trata de una entidad mítico-espiritual
que hereda, sistemáticamente, diversas características que
parecen ser contradictorias desde el punto de vista de sus
fuentes originales:

• Cualidades de las divinidades paganas antiguas,


retomadas como “cualidades del mal”. Cuando no
sucede esto, dichas divinidades aparecen como
seguidores de Satán. Ubicamos a deidades como
Hades, Baco, Eros; a los sátiros, los dioses egipcios,
etcétera. Casi todas las divinidades antiguas (meso-
potámicas, egipcias, griegas, zoroástricas) pasan al
pandemonium occidental. Esto está vinculado con
el monoteísmo estructural de la cultura hebrea y,
Los Monstruos y la Alteridad 45

después, cristiana, para el cual todos los otros dioses


tenían que ser, necesariamente, falsos (generadores
de “idolatría”) y, en el peor de los casos, espíritus
“malignos”: condición deletérea de su opuesto, el
“bien”, esto es, el proceso de salvación humano de-
terminado por Dios (cf. Wenisch, 1997: 116ss.).
• Cualidades de los “espíritus” según la concepción
griega. La palabra demonio, que remite a la idea
de “dáimon”: el que conoce: “Los demonios griegos
fueron los fantasmas de hombres muertos; y ellos
se pasean por la tierra como observadores y aún
recompensan a los hombres” (Hersoid, citado por:
Harris, 2004). Los demonios habitan, según dicha
concepción, en un mundo incorpóreo, y tienen, a la
vez, influencia en el mundo natural y humano. Los
demonios son “almas”, “ánimas” o “espíritus”, esto
es, unidades no físicas y espirituales portadoras de
voluntad individual.
• Cualidades del ha-satan hebreo, “una expresión
utilizada al principio como título de un miembro
de la corte divina que actuaba de espía errante de
Dios recogiendo información de los humanos en sus
viajes por la Tierra” (Demonios, 2004). En algunos ca-
sos, ha-satan podía fungir como enemigo humano,
mas no como enemigo de Dios, cosa que requerirá
algunas elaboraciones y elucubraciones teológicas
posteriores. La figura de ha-satan, una vez ingresada
al cristianismo, presentará un “dualismo provisional”
(cf. Ibíd.), ya que, aunque Satán es enemigo de Dios,
la teogonía cristiana lo muestra como una criatura
de este, como “ángel caído”.
• Categorías producidas por la dualización del con-
cepto platónico del “mundo de las ideas” en los
reinos del “bien” y del “mal”, y la separación de la
46 Maynor Antonio Mora

humanidad en cuerpo, espíritu y cuerpo espiritual


(Agustín de Hipona; cf. Hinkelammert, 1998: 123ss.);
y la sistemática aplicación a este universo dual de las
taxonomías y categorizaciones aristotélicas; dando
lugar a un doble sistema de coordenadas, dentro del
cual aparecerá Satán. Construcción mítico-teológica
diseñada, en sus fundamentos, por Tomás de Aquino.
(El esquema de la figura adjunta no indica posicio-
nes estructurales excluyentes, sino, más bien, cada
intersección indica la tendencia central del conflicto
que suponen las oposiciones categoriales):

Bien Mal

Cuerpo Humanos Naturaleza


Material

Cuerpo Ángeles y
“espiritual”
humanos Demonios
resucitados

Espíritu Dios Satán


Una vez sintetizadas estas características proce-


dentes de estructuras culturales anteriores o distintas al
cristianismo, va a surgir la idea del Diablo, el “acusador” o
“calumniador” (Harris, 2004). Harris hace la diferencia entre
“Diablo” (del griego “diabolos”) y “demonios”. El primero
alude a un ente singular, mientras que el segundo término,
remite a una connotación plural: aunque hay varios de-
monios, el cristianismo sólo piensa en la existencia de un
Los Monstruos y la Alteridad 47

Diablo (el ha-satan hebreo) (cf. Ibíd.). Se completa enton-


ces la figura compleja y tripartita de Satanás / el Diablo / el
Demonio, como indicativa de la misma “entidad adversaria
de Dios” que dominará por siglos al Cristianismo.
En la Biblia, la figura de Satanás oscila entre el
carácter ambiguo y plural (Antiguo Testamento), y una
definición singular un poco más clara en el Nuevo Testa-
mento, producto del trabajo de pulido del libro sagrado
cristiano durante la pre-Edad Media, y de luchas contra la
herejía, la prohibición de otros libros bíblicos (apócrifos) y
el levantamiento de la infraestructura teológico-filosófica
(una teogonía racional) que debía estar acorde con aquel.
“Todo el Nuevo Testamento considera, en plena concor-
dancia con el mismo Jesús, a Satanás como el adversario
de Dios que, en calidad de tentador, trata de llevar a los
hombres al pecado y, en fin, a la completa apostasía de
Dios” (Wenisch, 1997: 104).
En el Nuevo Testamento tampoco existe absoluta
claridad en cuanto a este espíritu maligno. En unos casos
los “nuevos libros” se refieren al “ente maligno” como Be-
elzebú, en otros casos como Satán y Diablo, “monstruo”
o “bestia”. En algunos libros, la referencia es singular (el
adversario) y, en otros, es plural (los “demonios” o “espíritus
malignos”: la “legión”), ya sea dentro de una jerarquía de
demonios, o como ser que tiene su antecesor en la Tierra
(el Anticristo, “la bestia”).
A Beelzebú se le denomina, en el Nuevo Testamento,
“jefe de los demonios” (Mt. 12.24; Mr. 3.22; Lc. 11.15). Al
Diablo, por su lado, se le asignan diversas funciones en la
teogonía bíblica: tentar a Jesús (Lc. 4.1-13; Mr. 1.13), inducir
a Judas a traicionar al primero (Jn. 13.2; Lc. 22.3; Jn. 13.27).
El Diablo tiene el poder de matar (He. 2.14), aunque en
sentido más bien espiritual (induce a la condenación);
dicho ente, como un león, busca a quien devorar (P. 5.8);
48 Maynor Antonio Mora

se trata de un pecador (y quien peca se asemeja a él) (Jn.


3.8). Según el Nuevo Testamento, uno debe cuidarse de
los engaños provenientes del Diablo (Ef. 6.11).
El Diablo se presenta como un ser caído (Ti. 3.6)
respecto de la “gracia de Dios”. Aunque se le define como
“acusador” (Ap. 12.10), su figura deriva hacia la idea de
Satanás, entendido como “dragón” y “serpiente antigua”
(Ap. 12.9, 20.2). Esta entidad monstruosa siente furia ante
su fin (Ap. 12.12), ya que la teogonía define con antelación
que será aplastado por Dios (Ro. 16.20), lo que vislumbra
el Apocalipsis: “Y el diablo, que los había engañado, fue
arrojado al lago de fuego y azufre, donde también habían
sido arrojados el monstruo y el falso profeta. Allí serán
atormentados día y noche por todos los siglos” (Ap. 10.10).
Satán, por su parte, lucha contra la verdad (Mr. 4.15),
induce al engaño de ver las cosas “humanamente” (Mr.
8.33); esta es la “esencia del pecado” (cf. Co. 7.5): apartarse
de la verdad divina, perder el camino, hundirse en la mera
humanidad. Si acabamos de señalar que Satán, según la
teogonía, será vencido; no obstante, hay que agregar que
“el adversario” debe cumplir su papel teogónico: “Cuando
hayan pasado los mil años, Satán será soltado de su prisión”
(Ap. 12.7). Dado su carácter deletéreo, Satán divide sus
fuerzas y pierde la batalla (Mt. 12.26; Mr. 3.23, 26), creando
el caos para sí mismo. El mal está condenado al fracaso
por el mal mismo.
Estas ideas sobre Satán serán recogidas en la literatu-
ra de finales de la Edad Media, en el Renacimiento y, más
adelante, en diversas obras modernas; hasta desembocar
en el mito actual, ya muy desprestigiado. Excepto dentro
de los círculos religiosos fundamentalistas, y dentro de la
cultura de masas, debido a los horrores que puede generar
en la conciencia individual y en el marco de las concep-
Los Monstruos y la Alteridad 49

ciones colectivas y míticas sobre lo “bueno”, lo “malo”, y lo


“horrendo”.
Dante, en su Divina Comedia, hace diversas alusio-
nes a Satán y los demonios. Ya en la “puerta del infierno”,
se encuentra el narrador (Dante) con uno de los primeros
demonios, Caronte (transliterando al barquero mítico grie-
go del “río Estigia”): “El demonio Carón, con los ojos como
brasas, haciéndoles una señal, iba recogiéndolas a todas
y azotando con su remo a las que se rezagaban” (Dante,
1978: 16; el texto se refiere a las almas que emprenden el
viaje al interior del infierno). E igual, aparecen en este libro
una infinidad de demonios de origen “pagano”, y las almas
de diversas figuras antiguas y contemporáneas del autor.
Incluida la figura de Plutón (Ibíd.: 23ss.), muy cercano a la
idea de Satanás, y habitante del Reino de Hades (“reino
de la caverna”: averno, infierno).
En el “noveno foso”, donde, según la obra de Dante,
se da castigo a quienes sembraron cismas y diferencias
políticas (aquí se encuentra, por ejemplo, Mahoma), se
señala que los diablos se encargan de herir una y otra
vez a las almas (Ibíd.: 140). Hasta que Dante ilustra a sus
lectores con una gráfica descripción del “amo del infierno”,
que quisiéramos transcribir de forma íntegra:
“Salía el soberano del reino del dolor fuera de la hela-
da superficie, desde la mitad del pecho; y más proporción
guardaba yo con un gigante, que los gigantes con el ta-
maño de sus brazos: calcúlese, pues, cuál debe ser el todo
que corresponde a tan desmesurada parte. Si fue alguna
vez tan bello como deforme es hoy, y si se alzó en rebeldía
contra su Hacedor, no es mucho que procedan de él todos
los males ¡Oh! ¡Qué maravilla fue para mí ver que tenía
tres rostros en su cabeza! Mostraba uno delante, y éste
era colorado; de los otros dos que se unían a éste, encima
50 Maynor Antonio Mora

de cada uno de los hombros juntándose a los lados de la


frente, el de la derecha me pareció entre amarillo y blanco,
y el izquierdo ofrecía el aspecto de los que vienen del país
por donde se extiende el Nilo. Salían debajo de cada uno
de ellos dos grandes alas, proporcionadas a semejante
monstruo: no vi jamás en el mar tan inmensas velas; y no
tenían plumas, sino que eran como las del murciélago,
las cuales agitándose, producían tres diferentes vientos.
Con ellos congelaba el Cocito todo, y lloraba por los seis
ojos a la vez, y por sus tres barbas destilaba lágrimas y
sangrienta espuma. Con los dientes cada boca trituraba
a un condenado a modo de agramadera, de suerte que
había tres sometidos a aquel suplicio” (Ibíd.: 172-173).
La visión literaria moderna presenta al infierno o rei-
no de Satanás como un “lugar triste, devastado y sombrío”
(Milton, 1998: 10). Se trata de un universo monstruoso en
todo sentido, al igual que su amo y sus demás habitantes.
En el infierno de Milton, al igual que en la imagen dantesca
de Satanás, este demonio resulta tan grande como Titán
(cf. Ibíd.: 13), el gigante de la teogonía griega. Más ade-
lante, en El Paraíso Perdido, Milton describe, paso a paso,
toda la “corte infernal”, empezando por Moloc (Ibíd.: 16ss.).
Podemos afirmar que ambas obras (La Divina Come-
dia y El Paraíso Perdido) sintetizan una amplia teogonía
sobre los espíritus malignos de la concepción cristiana,
es decir, un amplio conjunto de entes entendidos como
monstruos; y del infierno como espacio monstruoso don-
de habitan estos.
Se trata, primero, de “monstruos físicos”: definidos
por la apariencia imaginada; y, segundo y mucho más
importante, de monstruos definidos por su carácter “per-
vertidor”, como enviados del mal. Satanás tiene, como
meta, engañar e inducir al pecado al ser humano. Esto es
Los Monstruos y la Alteridad 51

explícito en relación con Mefistófeles, personaje del Faus-


to de Goethe: “Soy un espíritu que continuamente estoy
negando la evidencia de las cosas, y no me falta razón en
parte, porque todo lo que existe, al fin y al cabo, es una
mentira que se convertirá en polvo y que, para llegar a este
resultado hubiera sido preferible que no hubiese existido
jamás. En una palabra, lo que vosotros llamáis pecado y
destrucción, y más especialmente mal, es el elemento que
me constituye” (Goethe, 1987: 48).
El mito de Satanás, durante su lenta construcción,
logra sintetizar todas las cualidades de lo distinto. Se
convierte en la figura de la absoluta alteridad: rechazada,
negada, perseguida, exorcizada, expiada. El mito alude
a la idea del “mal”, como aquello opuesto al “bien” repre-
sentado por Dios; por esta vía, nos encontramos con “la
concepción cristiana de que existen fuerzas personales
satánicas, relegadas por Dios” (Wenisch, 1997: 11).
Se trata de una conveniente estructura teogónica
que establece las pautas de la mismidad, y la “negati-
vidad” de lo otro, entendido como monstruo peligroso
y deletéreo, y dentro de la cual aparecen las categorías
del bien y el mal, su relación teogónica (conflicto), y con
ello, la promesa de continuidad de la mismidad, bajo el
control mágico (ritual) de la diferencia, y el control social
de la “malignidad”: Satanás, el que espera, el adversario.
La diferencia puede ser regulada, mas no eliminada. Es un
eterno suprimido. El temor y el miedo, serán los mecanis-
mos culturales que van a garantizar la estabilidad de este
sistema mítico-político.
Satán se presenta, desde los tiempos medievales,
como un ente capaz de infectar nuestros cuerpos, contro-
lando la voluntad, haciendo surgir la idea de la “posesión
demoníaca” (Restrepo, 2004) y la necesidad del exorcismo
52 Maynor Antonio Mora

(Wenisch, 1997: 79ss.), muy bien explotadas en filmes


como El exorcista y La Profecía. El exorcismo se compren-
de como “la expulsión de los malos espíritus. Lo hace un
exorcista que les ordena que dejen a su víctima” (Ibíd.: 49).
El Demonio se presenta, además, como una “intru-
sión en la realidad natural”, caso del “demonio de Laplace”,
que conduce a un determinismo de origen extranatural (cf.
Giribet, 2004); en otras palabras, el Demonio representa la
paradoja como “camino sin salida” que pondrá serios obs-
táculos al lento proceso de ascenso del conocimiento cien-
tífico. La paradoja constituye un “demonio”, un “monstruo
lógico”. Por ello, la “desaparición del demonio del mundo
fue una de las condiciones de posibilidad de descubri-
miento de la naturaleza natural” (Varela y Álvarez-Uría,
1997: 123). Sin demonios ni paradojas, la racionalidad
científica podría construir un nuevo sistema simbólico,
esta vez en la oposición racionalidad-irracionalidad.
Satanás lidera el lado del mal (la alteridad), y guía un
proceso de conversión colectiva: el monstruo occidental
constituye un ser tentador, un corruptor. Este monstruo
occidental no tiene límites en su proyecto de degradación
de la mismidad, y tiende a ser un socializador, un caudillo.
Este hecho es propio de la cultura occidental: la impronta
política del “mal”, ya que pocas culturas han creado, den-
tro de la teogonía, una sociedad antiutópica, un Infierno,
una colectividad ordenada de monstruos, de cuyas tareas
la sindicalización, la búsqueda sistemática de adeptos y
creyentes, es la más importante.
El Demonio es el político más antiguo del que tene-
mos referencia. Quizás el más fiel a su causa. Más que un
monstruo, el Diablo, es un héroe, el líder de una antiigle-
sia, de una religión paralela centrada en la “corrupción”.
“Satanás, como tentador y seductor, busca el pecado, en
Los Monstruos y la Alteridad 53

tanto que la acción de los demonios tiene como finalidad


perjudicar la integridad física y la salud de las personas”
(Wenisch, 1997: 94); radicando ahí el atractivo del mito
para algunos de los denominados movimientos satanistas
contemporáneos, más bien ligados con el gnosticismo
(Ibíd.: 22ss.) y el paganismo, que ven, en aquel mito de
Satanás, una referencia de la alteridad negada y la visión
negativa del otro. Satanás es una referencia de liberación.
La idea de Satanás, permite a la sociedad que lo creó,
plantear varias relaciones míticas entre este y el mundo y
entre este y los seres humanos.
La primera relación es la invasión deletérea estricta.
Satán es un destructor, representa y expresa el daño por
excelencia. A él se le achacan la enfermedad, el pecado, las
catástrofes, los fenómenos naturales peligrosos. Como tal,
el Diablo es un antagonista de la humanidad y de la natu-
raleza. Aunque se valga de ella, al representar, contrario
a las ideas platónicas, lo material y corruptible. En manos
del Demonio, la Naturaleza y el Cuerpo son instrumentos
de destrucción.
Como corolario de esta primera invasión, deriva la
idea de posesión demoníaca, muy de moda en las postri-
merías de la Edad Media, fuese o no por medio también de
íncubos y súcubos, demonios carnales. La posesión con-
siste en la invasión espiritual del Diablo o los demonios en
el cuerpo de animales, plantas, objetos y seres humanos;
lo cual cambia su comportamiento o situación. El fin de la
posesión, no es otro, que materializar, físicamente, aquella
influencia espiritual, de forma que el espíritu pueda tener
un punto real de apoyo y actuación.
Entre la invasión deletérea y la posesión, surge una
tercera alternativa de actuación demoníaca: se trata del
“pacto con el Diablo”, idea central que constituirá la piedra
fundamental del principal mito occidental derivado de la
54 Maynor Antonio Mora

concepción de Satanás: la brujería, y con ella, del mito de


las brujas.
Estas tres relaciones tienen un único objetivo dentro
del mito: la “corrupción espiritual” de los seres humanos,
y su consecuente condenación, al pecar y apartarse del
proyecto divino de salvación. Por eso, la brujería será un
potente mito de control social y moral, con destructivas
consecuencias sobre la vida de los diferentes.
Los mitos de la brujería y de las brujas (y en menor
medida de los brujos) dominó el imaginario cultural desde
el siglo XIV, y produjo millones de víctimas directas o indi-
rectas (sobre todo entre los siglos XVI y XVII), en manos de
las autoridades religiosas, civiles y en manos de pueblos
enfebrecidos por el miedo colectivo creado alrededor del
tema (descrito muy bien en novela original y luego en la
película Las Brujas de Salem).
Es la “caza despiadada contra personas que en
muchos de los casos eran depositarias de sabiduría y
costumbres ancestrales” que “se veían desplazadas” y
son “considerados enemigos de la fe y de los verdaderos
cristianos”. Consistió en un proceso de persecución del
“diferente, el otro, el marginal”, el cual, “siempre ha sido y
aún hoy lo es, la figura sospechada” (Fuster, 2004), recusada
como culpable genérico.
La construcción del mito y la política de las brujas,
fue resultado de un lento proceso de sistematización
cultural. La “filosofía y teología de la escolástica, si bien
aportó pocos elementos nuevos al concepto de brujería,
suministró una lógica interna y una estructura intelectual
coherente al fenómeno, proporcionando de esta manera
las armas necesarias a los inquisidores para proceder en su
persecución de brujas”. La creación política del mito impli-
có una diferenciación entre la cultura de masas (popular) y
Los Monstruos y la Alteridad 55

de élite, a partir del siglo XVI (Ibíd.), quedando proscritos


los saberes populares cuestionados por la cultura religiosa
dominante, que los estigmatizó, al considerarlos paganos
y anticristianos.
Varios aspectos político-ideológicos contribuyeron
a la constitución del mito de la brujería, entre ellos la bula
de Juan XII Super Illius Specula (1326), la cual declara a
la brujería como una herejía (Armengol, 2004), y la bula
Sumis Desiderantes Affectibus (1484) con la que se “au-
torizaba la redacción del Malleus Maleficarum”, libro que
difundió el mito y su “tratamiento especial”. Este manual
para el “control” de la brujería se “publicó por primera vez
en 1486 y se reimprimió en treinta ocasiones antes de
1520” (Ibíd.).
La caza “fue esencialmente una operación judicial”,
que pronto pasó a manos civiles (finales del siglo XVI y
principios del XVII) (Ibíd.). La “Inquisición tenía que optar
entre el demonio, por un lado, y la capacidad de juzgar en
función de la veracidad de las pruebas, por otro” (Varela
y Álvarez-Uría, 1997: 137), lo cual generó no pocos con-
flictos, que se resolvían en atención directa a intereses
políticos y económicos y que aportaron conocimiento
importante al proceso judicial contemporáneo. La Iglesia,
como señala Foucault, tuvo mucha más prudencia que los
tribunales civiles, ya que, al principio redujo el ámbito de
acción del Demonio a “la parte de la ilusión, de la debili-
dad y de la imbecilidad, es decir, el ámbito que, desde el
derecho romano, es inaccesible a la pena” (Foucault, 1996:
25).
Aún en los casos en que la brujería se explicaba como
simple herejía, al no conceder ningún poder sobrenatural
real a las brujas, en los tribunales civiles se defendían las
penas capitales en relación con esta “debilidad de espí-
ritu” que conducía a tal herejía. Cuando sí se creía en la
posibilidad del “pacto satánico”, igual se consideraba que
56 Maynor Antonio Mora

mujeres, melancólicos e insensatos constituían el platillo


favorito de los procesos de corrupción llevados a cabo
por el Demonio. Todos ellos se situaban al amparo de esta
supuesta “debilidad espiritual”, ya que se consideraba que
creer “en la realidad de todos estos poderes físicos es una
forma más de someterse a Satán” (Ibíd.: 14-15, 23).
La bruja es una entidad mítica que practica maleficio
(daño), al ser sirviente del Diablo; “es de por sí un ser mons-
truoso que vuela por los aires de noche, pertenece a una
sociedad secreta (que celebra “sabbats” o “aquelarres”)”
(Pérez, 2004). Tomando como punto de partida estos ele-
mentos míticos y la idea de un concepto “acumulativo de
brujería” (Armengol, 2004), construido por la agregación
histórica de detalles hasta desembocar en el mito siste-
mático, podemos resumir las principales características
del mito-ideología referido. Estas son:

• El “pacto con el diablo”, el cual “no sólo suministró


la base de la definición legal del delito de brujería,
sino que vinculó la práctica de la magia nociva con el
supuesto culto al diablo” (Armengol, 2004). El pacto
suponía una herejía, sustentando la idea de “bruja
satánica” (Fuster, 2004). La “brujería” implicaba un
pacto con el Diablo, mientras que la “hechicería” no
tendría tal (Armengol, 2004). El pacto suponía, ade-
más, un vínculo sexual, en el cual el diablo poseía a
la bruja, dando lugar al nacimiento de otros mons-
truos. Con ello, se enfatizaba el supuesto “carácter
insaciable” de la sexualidad femenina, achacado por
la cultura patriarcal de la época.
• El dominio de la magia negra (aquella opuesta por
signo moral a la magia blanca), principio mitológico
que se deriva de la relación de la bruja con el Diablo.
Los Monstruos y la Alteridad 57

Se entiende la magia como un “conjunto de recursos


destinados a conseguir poderes extraordinarios con
la voluntad de dominar o controlar la naturaleza,
a través del principio de simpatía o repulsión de
unos objetos respecto a otros” (Ibíd.). Es necesario
resaltar que la idea y las “prácticas mágicas estaban
ampliamente difundidas entre el pueblo” europeo
en la antigüedad (Wenisch, 1997: 17), y constituían
conocimiento popular por excelencia, destinado a
curar las enfermedades, garantizar los partos, po-
tenciar el amor, favorecer las cosechas, etcétera. El
dominio de estos saberes (casi todos rurales), luego
satanizados como “nigromantes”, estaba en manos
de las mujeres campesinas mayores de edad y, por
lo general, viudas. La persecución de brujas se con-
centró en estas mujeres y, en menor medida, en otros
sectores sociales (Armengol, 2004).
• La celebración del “aquelarre” (Fuster, 2004) o “sa-
bbat” (Wenisch, 1997: 16); en otras palabras, una
reunión secreta tendiente a continuar el pacto sa-
tánico y organizar las actividades deletéreas propias
de la brujería. La idea de aquelarre (la colectividad
de brujas) ha impregnado hasta hoy el concepto de
“asociación ilícita” como concepto judicial.
• El vuelo o capacidad de las brujas de desplazarse
por los aires; lo cual facilitaba, según el mito, la ce-
lebración del “aquelarre”, al vencer de forma rápida
el problema de las distancias, y de paso, destruir
cualquier coartada que la o el acusado de brujería
pudiera objetar al señalar que se encontraba en otro
lugar, distinto de aquel donde se diese un supuesto
“maleficio” o “acto de brujería”.
• Finalmente, la idea de “metamorfosis”, o capacidad
58 Maynor Antonio Mora

de las brujas de convertirse en otras cosas: “Una


aptitud muy especial de ellos era que podrían
transformarse en animales” (Wenisch, 1997: 16). Así,
siguiendo este componente del mito, en “Europa se
juzgaron y sentenciaron como brujas a varios lobos”
(Armengol, 2004). El mito de la metamorfosis permi-
tió sustentar otros mitos de monstruos, como el del
“hombre lobo”, y la persecución de animales salvajes
y domésticos, entre ellos los que eran de color negro
(gatos, perros, lobos, cuervos), “color predilecto” del
Diablo.

La persecución de los diferentes (quienes tenían


acceso a saberes prohibidos), en nombre de la brujería,
generó un cambio social en el sistema de los saberes, y
abrió paso al desarrollo de la ciencia. No sin que esta última
tuviese que sortear algunos peligros, como la asociación
que la religión siempre pretendió hacer entre cualquier
saber no reconocido (incluido el científico) y el Demonio.
Con las persecuciones, gran parte del saber tradicional y
los viejos cultos paganos desaparecieron, reordenando
los saberes sociales, y la jerarquía de lo prohibido.
Bajo el ascenso la ciencia, desaparecieron muchas
de las prácticas de la magia, al unísono de la pérdida de
fundamento político y cognoscitivo del componente
mágico de las religiones institucionales. La diferencia, fue
pronto, como señala Foucault, medicalizada y sometida a
otros procesos teratogénicos.
Las brujas se han mantenido hasta hoy en el ima-
ginario colectivo; constituyen cultos sin mayores efectos
políticos. El mito fue heredado por las y los brujos con-
temporáneos, caso del “culto wicca” (cf. Wicca, 2004), o
Los Monstruos y la Alteridad 59

3. Fallos
de la razón

Vampiros, Gollems y científicos locos

C
on el ascenso de la racionalidad científica, las vie-
jas concepciones naturalistas de la monstruosidad
empiezan a decaer. No así la monstruosidad, que
ahora, por definición, viene a constituirse en producto de
un desvío del control científico, en el mejor de los casos,
y en el peor, en el resultado lógico de la forma del nuevo
conocimiento (el científico) que rompe con la estabilidad
del orden natural. En el primer caso, se trata de una falla
del control racional, en el otro, de la descalificación total
del saber científico. Esta segunda posición decae en la
Europa iluminista y racionalista.
El carácter singular del monstruo moderno deviene de un
continuum en la relación normalidad / patología: “La tera-
togénesis intentó explicar el nacimiento de lo monstruoso
como fruto de un desarrollo descompensado o parcial-
mente abortivo, de modo que por medio del análisis de
estas anomalías se pudo conseguir una mejor explicación
del desarrollo normal” (García, 2004a); aún así, lo mons-
truoso deriva del desequilibrio dentro de este continuum,
y de una elección moral del sujeto (cf. Ibíd.). El concepto
60 Maynor Antonio Mora

de monstruo se vuelve más moral que material, lo cual


está presente en las concepciones de “animalidad de la
locura” y de “monstruo humano”, tratadas por Foucault:
Bajo la primera concepción, el nuevo bestiario es “abstrac-
to; el mal no aparece aquí con su cuerpo fantástico; en él
sólo se capta la forma más extrema, la verdad carente de
contenido de la bestia. Está despojado de todo aquello
que podía darle su riqueza de fauna imaginaria, para con-
servar un poder general de amenaza: el sordo peligro de
una animalidad que acecha” (Foucault, 1999: 239).
La idea de “monstruo humano” remite a un monstruo que
“no es simplemente la excepción en relación con la forma
de la especie, es la conmoción que provoca en las regu-
laridades jurídicas (ya se trate de las leyes matrimoniales,
de los cánones del bautismo o de las reglas de sucesión).
El monstruo humano combina a la vez lo imposible y lo
prohibido” (Foucault, 1996: 61).
Aún así, se sigue requiriendo del aspecto físico del mons-
truo, al que se le suman estas compulsiones morales
monstrificadas y sancionadas por la ética y el derecho.
Los monstruos, pues, dejan al fin de ser parte de bestiarios
(uno de los últimos ejemplos literarios del bestiario, va a
ser el de Los Viajes de Gulliver de Swift) para individualizar-
se de forma completa en figuras patológicas, muchas de
ellas en referencia al desvío del saber científico. De estos
nuevos monstruos individuales y morales, en el marco
de la literatura y la teogonía modernas (entre los siglos
XVIII y XIX), destacan tres figuras, ya insertas dentro de la
estructura mítica contemporánea: el “vampiro”, el “gollem”
y el “científico loco”.
El vampiro es un mito asentado en la cultura oc-
cidental de masas, hace poco más de dos siglos, que se
ha alimentado de algunas fuentes históricas (caso de las
Los Monstruos y la Alteridad 61

figuras de Vlad Dracul y de la “condesa sangrienta”), y de


antiguos mitos sobre seres muertos que se alimentan de
sangre, y azotan a los seres vivos. El mito aparece, además,
en Las mil y una noches (Salazar, 2004).
Se “da el nombre de upiers, upires o vampiros en
Occidente; de brucolacos en Medio Oriente; y de katakha-
nes en Ceilán, a los hombres muertos y sepultados desde
hace muchos días que regresan hablando, caminando,
infectando los pueblos, maltratando a los hombres y a
los animales y, sobre todo, sorbiendo su sangre, debilitán-
dolos y causándoles la muerte. Nadie puede librarse de
su peligrosa visita si no es exhumándolos, cortándoles la
cabeza y quemándoles el corazón. Aquellos que mueren
por causa del vampiro, se convierten a su vez en vampiros”
(Collin de Plancy, en su Diccionario infernal, citado por
Robins, 1997: 5-6).
La historia de los vampiros se repite en todo el
mundo: “ekimmu” (en Babilonia), “brikolakas” (en Grecia
antigua), “murony” (para los valacos), “upirs” (según los
polacos), “kiang shi” (para los chinos), “pennaggalen” (en
la cultura malaya), “ghorls” (para los árabes), “loogaroos”
(en el caribe) (cf. Cardona, 1999: 6). Los antropólogos, por
su parte, “han localizado el origen de los vampiros en las
enfermedades con pérdida de sangre, que los antiguos
atribuían a seres diabólicos que atacaban durante la noche
en busca de alimento que necesitaban para sobrevivir”
(Robins, 1997: 5).
A finales del siglo XVII, “diversas fuentes periodísticas
revelaron la aparición en la localidad serbia de Meduegya
de unos extraños cadáveres encontrados en su ataúd sin
hallarse en descomposición y repletos de sangre líquida.
Las macabras y espectaculares pruebas se repitieron
además de en Serbia, en Hungría, Rusia, Silesia y Polonia”
(Cardona, 1999: 7), encontrándose al respecto del fenó-
62 Maynor Antonio Mora

meno “informes oficiales precisos” (Decaux, 1994: 112)


que sirven de fuente historiográfica sobre el tema.
El mito fue completado por el ensayo Tratado so-
bre los vampiros de Dom Agustín Calmet, publicado en
1746, con el cual el vampiro ingresa del todo a la cultura
occidental, aunque como parte de una lucha contra la
superstición (Salazar, 2004). En su origen, el mito es más
oriental, aunque ligado al Cristianismo ortodoxo, para el
cual, todo aquel ser humano que sea objeto de una mal-
dición divina, no se descompone al morir, manteniéndose
en un estado que no es de vida ni de muerte, y en el cual
se le teme a la luz de sol (Ibíd.: 116).
Con la entrada del mito en la Europa Occidental, se
buscan explicaciones científicas del fenómeno, las cuales
señalaron una analogía entre el vampiro y los males con-
tagiosos, “más o menos de la misma naturaleza que el que
procede de la mordedura de un perro rabioso” (Cardona,
1999: 8).
En el campo literario, el vampiro ingresa con diver-
sos autores, de los cuales Poladori y Stoker, son los más
conocidos. Drácula de Bram Stoker pasó a convertirse
en una novela clásica, pese a algunos cuestionamientos
artísticos que se le imputan, y al ser considerada su obra
un “gancho de lo popular” (Robins, 1997: 9), dirigida a
un público adicto a monstruos y seres sobrenaturales.
La rápida recepción de Drácula se achaca, además, a la
asociación que hizo Stoker entre el mito del vampiro y la
figura de Vlad Tepes, alias Drácul, el “Drácula histórico” (n.
1431).
El padre de Vlad Tepes fue condecorado con la “or-
den del Dragón”, conociéndose entonces como Drácul;
aunque entre los historiadores, según Decaux, no exista
acuerdo sobre el origen del sobrenombre. “Para algunos,
puede tratarse de un juego de palabras basado en la pa-
Los Monstruos y la Alteridad 63

labra Dragón (Draconis), o de una alusión irónica porque


Vlad llevaba la imagen de un “diablo” (Drac) en el pecho”
(Decaux, 1994: 119).
Al ser secuestrado por los turcos, Vlad Tepes aprende
las costumbres locales. Cuando su padre es ejecutado en
Hungría como traidor, regresa y retoma el trono familiar.
Asume el nombre de “Vlad el empalador” por matar de
esa forma a sus enemigos. Su crueldad sería legendaria:
“Un grabado en madera evoca una escena que nos deja
helados: en ella vemos a Drácula al aire libre, sentado a la
mesa y festejando en medio de una selva de estacas sobre
las que agonizan aquellos a quienes ha condenado. Otros
prisioneros son llevados cerca de la mesa de Drácula y
despedazados ante sus ojos” (Ibíd.: 120-124).
John William Polidori (1796-1821), antes que Stoker,
escribe uno de los primeros relatos europeos modernos
sobre vampiros, denominado El vampiro. El asistente de
Lord Byron, quien también estuviera en la famosa velada
que luego dio origen al Frankenstein de Shelley, se suicida
en 1821 presa de un deterioro mental (Robins, 1997: 16).
La historia de Polidori cuenta la vida de un Vampiro,
Lord Ruthven (Conde de Marsden), quien se mueve en la
alta y baja “sociedad” de Londres y otros lugares de Europa.
Marsden es conocido por otro personaje, Aubrey; juntos
realizan un viaje por el viejo continente que concluye en
Grecia. La amistad llega a mal término cuando Aubrey se
da cuenta de la naturaleza “vampírica” de su compañero.
En dicho viaje, el Conde “muere” víctima del ata-
que de varios cazadores de vampiros; antes, hace jurar a
Aubrey que no cuente tal cosa (la muerte) a nadie en el
plazo de un año. Cuando este regresa a Londres, de nuevo
aparece el vampiro, como si nada hubiese ocurrido, ena-
morándose de su hermana y casándose luego con ella.
Atado por el juramento, Aubrey no puede decir nada, hasta
64 Maynor Antonio Mora

el momento de consumado el matrimonio (la promesa


vence precisamente el día de la boda) y antes de morir
víctima de una hemorragia. Aubrey relata, a sus amigos y
familiares, la extraña historia, siendo ya demasiado tarde
porque Marsden ha huido, luego de alimentarse de su
esposa.
Marsden es definido como un hombre atractivo
“pese a la palidez cadavérica de su cara, la cual nunca se
había visto iluminada por el rubor de la pasión, la ver-
güenza o las fuertes emociones” (Polidori, 1997: 17). Se
trata de un sujeto que pervierte o destruye. Primero en su
carácter de vampiro; segundo, porque tiene contacto con
personas del “bajo mundo”, a quienes ayuda con dinero
en las apuestas; por lo general, “los mendigos que habían
sido ayudados por lord Ruthven acabaron sus días en el
patíbulo o hundidos en la más repugnante de las degra-
daciones” (Ibíd.: 19).
En Grecia, Aubrey descubre la leyenda del vampiro,
pero no la cree y, por ello, se le recuerda una maldición
que parece hacerse realidad: “todos aquellos que habían
dudado de la existencia de los vampiros terminaron, irre-
misiblemente, siendo víctimas de los mismos” (Ibíd.: 23).
Por primera vez, Aubrey asocia esta leyenda con la extraña
existencia de su “amigo” Marsden, al que considera, al fin,
como un “no-muerto”. Este último tiene un atractivo espe-
cial para las mujeres: “Las palabras del monstruo poseían
el magnetismo hipnótico de las serpientes” (Ibíd.: 39).
Podemos enunciar las principales características
míticas del vampiro:

• Es un muerto viviente que se alimenta de sangre (con


“la sangre la vida se retiraba del cuerpo”) (Decaux,
1994: 115) y que no puede morir por medios co-
munes. El cine da una salida: partirle el corazón con
Los Monstruos y la Alteridad 65

una estaca; blandir “una cruz aleja al vampiro, que,


además, detesta el ajo. En la actual Transilvania, no
es raro ver colgando rosarios de ajo de las ventanas”
(Ibíd.: 115).
• Es un corruptor, esto en dos direcciones: primera, al
degradar la conducta social de los demás y, segunda,
al degradar la vida misma. El vampiro viola cuanta
ley sea posible. Trasgrede, como señala Foucault, la
naturaleza y la ley.
• “Se trata de un sujeto elegante ataviado con traje
de etiqueta que opera con nocturnidad, en el es-
pacio propio del amor erótico. Penetra sus caninos
fálicos en la carne de la doncella virgen y la desflora
haciendo manar su sangre” (Cardona, 1999: 17). Esto
explica en parte el atractivo ambiguo del mito, que
ha llamado la atención de un amplio público y de
los actores que lo han interpretado, caso de Bela
Lugosi y Christopher Lee. En el caso de Lugosi, no
“sólo interpretó en varias ocasiones a un vampiro, lo
mismo en el cine como en el teatro, sino que vestía
en la calle como en el escenario y adoptó gestos y
hábitos propios de esos diabólicos personajes. Hasta
que se le consideró loco” (Robins, 1997: 11). Como
en la reciente parodia Amor al primer mordisco, con
Leslie Nielsen.

El mito del vampiro oscila, así, entre dos extremos


definitorios. Primero, la naturaleza espiritual corrupta (ma-
nifiesta en la maldición de la que es presa), la cual hunde
sus fundamentos teológicos en el cristianismo. Segundo,
la explicación científica, que luego proliferará, sobre su
carácter “contaminante”. Se trata, en este segundo caso,
de un “mal de la sangre”, de un contagio. En el concepto
66 Maynor Antonio Mora

moderno, se asume al vampiro como un monstruo moral,


como un violador de la norma.
El vampiro se ubica entre el misticismo y la ciencia.
La versión moderna del monstruo, lo posiciona como un
monstruo erótico, que accede al cuerpo de los demás y
se une a él, contagiándolo con una enfermedad que los
iguala en la “muerte en vida”. Esto ha sido ampliamente
explotado por el cine (Drácula de Copola, Entrevista con
el Vampiro, etcétera).
Paralelo al mito vampírico, encontramos el mito del
“ser creado”. Las viejas leyendas sobre seres creados a partir
de otras materias son muy antiguas. La idea de creación
divina aporta algo a esa imagen. Cuando en el libro bíblico
del Génesis, Dios crea al hombre, y luego, de una costilla de
este, a la mujer, se nos plantea a la vez un mito patriarcal,
y la idea de que la creación ex nihilo es facultad exclusiva
de Dios y que, de vez en cuando Dios es presa también
del pecado de la pereza y crea seres a partir de materias
preexistentes: la única diferencia radica en que Dios, en
uno o en otro caso, y a diferencia de las culturas míticas
clásicas, no crea nunca monstruos; estos son resultado,
únicamente, del libre albedrío, del “alejamiento de Dios”.
El mito del ser “hecho de barro”, recorre Europa y, más
o menos permeado por elementos novedosos, pasa de la
leyenda judía del Gollem, magistralmente trabajado por
Mary W. Shelley en Frankenstein, hacia la literatura gótica
y moderna, encontrando un fértil territorio en el miedo, y
en el profundo temor hacia la irracionalidad y la diferencia,
propias de la cultura occidental moderna.
Frankenstein o el eterno Prometeo, es la última gran
novela gótica y la primera gran novela de ciencia-ficción.
Es el límite entre dos concepciones distintas del monstruo,
del horror. Los nuevos monstruos serán criaturas feroces
Los Monstruos y la Alteridad 67

producidas como subproducto del quehacer humano y de


la ruptura de la fibra moral (y no exclusivamente de una
desviación de la naturaleza como sucedía en la antigüe-
dad); lo que es igual, serán resultado de una ruptura en
los procesos de control de la naturaleza y del orden social.
Constituyen una falla profunda de la razón en tanto motor
de la nueva subjetividad.
Shelley, en la novela señalada, se mueve todavía en
una ambigüedad proveniente de la religión natural revo-
lucionaria, de la que es, sin duda, heredera: en la natura-
leza radica un principio divino; transgredir las leyes de la
naturaleza significa transgredir las reglas divinas; bajo este
concepto, el monstruo es sinónimo de pecado. Recurso
que seguirá siendo retomado por la ciencia-ficción, pese a
que los autores no sean siempre creyentes. Cito, solo como
ejemplo, la novela de H. G. Wells, La Isla del Dr. Moureau,
donde la monstruosidad es presentada como sacrilegio al
romper el “orden natural”, creando una “segunda naturale-
za”, que no puede ser más que antihumana y antinatural.
Conviene señalar, antes de continuar, que “el mito de
Frankenstein ha llegado a tal punto que el nombre ya no
designa al sabio demiurgo, Víctor Frankenstein, sino a su
inocente y monstruosa criatura” (Nota preliminar, 1999: 7).
En el relato de Shelley, el Dr. Víctor Frankenstein, personaje
central, quien le da el nombre a la novela, se mueve en una
dualidad entre la magia antigua y la medicina racional. Esta
dualidad, aunque encuentra salida en la ciencia, no deja
de acercarse a los mitos religiosos, caso del mito hebreo
y cristiano de Adán, el “hombre originario”.
Víctor se ve abocado, sin ningún límite moral (sin
una ética científica), a “conocer las ocultas leyes de la
naturaleza”. Ahora se trata de aquellos principios reales
ocultos bajo los primeros (“mis investigaciones iban di-
rigidas siempre a los secretos físicos del mundo”), y no
68 Maynor Antonio Mora

de un conjunto de “principios sagrados”. Víctor se hunde


primero en el estudio de Cornelio Agrippa, Alberto Magno
y Paracelso, ya que estos “autores prometían la facultad de
crear duendes o demonios”. Después, como señalamos,
se lanza al conocimiento del saber científico. A diferencia
de los sabios antiguos, los nuevos sabios penetran “en
los secretos de la naturaleza y nos muestran como actúa”
(Shelley, 1999: 42-53).
Frankenstein busca el secreto de la vida por medio
del cual controlar el cuerpo y eliminar de las enfermeda-
des. Para ello, como señala Foucault en El nacimiento de
la Clínica, se debe dar un necesario rodeo, a través del
estudio de la muerte y de los cadáveres como objetos
de auscultación (cf. Foucault, 2001: 177ss.). El científico
llega “a ser capaz de dar vida a la materia inerte” (Shelley,
1999: 57), recurriendo a los cuerpos muertos. En primer
lugar, Víctor forma un cuerpo humano uniendo trozos de
cadáveres.
Frankenstein señala el paso siguiente en la cadena
de sucesos del relato: “dispuse a mi alrededor los instru-
mentos que me permitieron infundir una chispa vital a
aquella cosa muerta yacente a mis pies”. Una vez animado
el nuevo ser, Víctor se arrepiente: “Nadie podría soportar
el horror de aquella cara. Una momia dotada nuevamente
de vida no sería tan espantosa como aquel desgraciado”
(Ibíd.: 61-63). Y el científico, incapaz de hacerse responsa-
ble ético de lo creado, huye de su laboratorio, dejando a
la criatura a su destino o albedrío.
El argumento deriva hacia el tema de la lucha entre
padre e hijo, entre Víctor y la criatura. Ya, con lo descrito,
Shelley había logrado su objetivo primordial: evocar “los
temores misteriosos de nuestra naturaleza” y suscitar
“horrores inquietantes”, en una parodia del “mecanismo
Los Monstruos y la Alteridad 69

estupendo del Creador del mundo” (Ibíd.: 16-17). El crea-


dor, como Dios, es un mecánico; el mundo, un gigantesco
aparato de relojería (Descartes). La criatura no puede ser
más que un mecanismo, carente de “alma”. Se trata de un
nuevo “génesis”, producido por la ciencia moderna. Este es
incompleto y ambiguo, cargado por el pecado original de
la propia naturaleza moral del ser humano. Y esta será la
trampa principal, que impida al otro, a la criatura, instau-
rarse como sujeto en un mundo ficcional (metafórico del
mundo moderno real) en el que la alteridad es rechazada,
en el que la diferencia no es posible como reconocimiento
social del otro.
El monstruo rompe el orden moral. En su defor-
mación física, aparece su potencial maldad. La violencia
deriva del miedo y el odio que el monstruo siente ante su
no reconocimiento como sujeto. Evidentemente aquí hay
una importante influencia de la vieja asociación entre mal-
dad y deformación física. Influencia que no solo aparece
en la literatura sino también en las teorías criminológicas,
como se verá más adelante, especialmente la frenología.
Lo físico es reflejo corporizado de una metafísica maniquea
de lo bueno y lo malo, manifiesto luego en un despertar
violento, a partir del miedo y el odio, lo que desencadena
el conflicto, la persecución del otro. Sea que el monstruo
constituya la “maldad” misma, o que su odio provenga de
la acción de terceros, su contacto con el mundo conlleva
a la violencia. En uno u otro caso, la violencia parece ser
resultado de la diferencia. Esta estructura mítica señala la
imposibilidad de construir la paz a partir de la diferencia.
La criatura imaginada por Shelley ansía el recono-
cimiento humano. Primero el de un padre (el de Víctor),
segundo, el de la humanidad. Pero le bastaría con una
persona, que le permita acceder al reconocimiento dentro
70 Maynor Antonio Mora

de la comunidad humana. El monstruo aprende el lengua-


je y otros saberes, y, una vez dotado de conocimiento, se
cuestiona sobre quién es o qué es, comparándose con
Satán, el “ángel caído”, quien se ve reflejado en el rostro
de su Creador: “mi forma es una miserable deformación
de la tuya, más horrible aún por esa misma semejanza”
(Ibíd.: 129-131). El aspecto físico es aquello que impide el
reconocimiento humano. El monstruo es resultado de la
mirada. Es atacado a causa de su carácter repulsivo a los
ojos de los demás: el único ser que le escucha sin prejuicio
y le trata como humano es ciego.
Bajo la maldición que es el desprecio inicial del pa-
dre, la criatura, que nunca tuvo un nombre (y un ingreso
en la humanidad y en la sociedad), es excluida del recono-
cimiento como persona. Por eso, se somete al ostracismo,
a la destrucción y a habitar en las sombras, instituyéndose
como monstruo. Al final, se autocondena también a la
muerte, una vez cumplida su venganza: “Yo soy miserable
y abandonado, soy un aborto de la naturaleza, a mí se
me debe despreciar y rechazar”; el ser se reconoce como
alguien corrompido “por el crimen y quebrantado por el
remordimiento, sólo la muerte puede ofrecerme descanso”
(Ibíd.: 219-220).
La criatura destruye a su padre fundante. Destruye
a la familia de este (hermano y padre), a su esposa (Eliza-
beth) y a su amigo (Clerval). Con ello, trata de igualarle a
sí mismo, cortando los lazos que funden a Víctor con los
demás, los lazos que le instauran como sujeto. El monstruo
desea convertir a Frankenstein en un ser solitario, en una
no-persona, en una sombra similar a sí mismo. El mons-
truo no resuelve su propia mismidad. Al destruir al padre,
destruye la continuidad del lazo social, encontrándose en
total soledad.
Los Monstruos y la Alteridad 71

El monstruo, no reconocido como humano, plan-


tea una alternativa a Víctor Frankenstein: “Tienes que
crear, para mí, una hembra con la que pueda vivir en un
intercambio de simpatías que me es necesario”. Ya que
“las sensaciones humanas son barreras insuperables para
nuestra unión”, el monstruo promete ingresar en un estado
de absoluta alteridad y huir como Adán (acompañado
por Eva), hacia un nuevo y oculto paraíso en las selvas
sudamericanas: “pido sólo una criatura de otro sexo que
sea tan horrible como yo” (Ibíd.: 145-146). Frankenstein
teme que, de esta conjunción de monstruos, se genere
una “raza infernal” que destruya a la humanidad (cf. Ibíd.:
165), y no cumple la promesa originaria hecha a la criatura,
no dando lugar a un nuevo y completo génesis.
El monstruo, metido en una trampa, intuye este
escape: “el amor de otro ser suprimirá toda causa de nue-
vos crímenes y así me convertiré en alguien ignorado por
todo el mundo” (Ibíd.: 148). Nunca contó con el temor del
padre, quien impedirá que el hijo pueda ser libre del pe-
cado de su propia filiación. Víctor Frankenstein no puede
reconocer la alteridad y anula al monstruo cualquier salida,
al costo de su propia existencia vital y social. En la vida y
en la muerte, padre e hijo, sujeto y alteridad, no pueden
romper los lazos. Por medio de la metáfora de la soledad
absoluta del monstruo, Shelley, vislumbra, respecto del
sujeto moderno, la perenne e irrenunciable presencia del
otro negado.
Víctor Frankenstein inaugura el mito moderno del
“científico loco”: el personaje de la novela de Shelley asume
la monstruosidad de su criatura. Este mito está asociado a
la ciencia. Es tópico necesario de aquella. Es su alteridad.
En el mito, la “locura” es sinónimo de irracionalidad, de
alejamiento y extrañamiento de la ciencia respecto de
72 Maynor Antonio Mora

su fundamento racional (la neutralidad y objetividad), y


también de su fundamento moral (la mística de servicio
de todo saber respecto de la comunidad humana). Resulta
interesante que uno de los sinónimos de locura, “aliena-
ción”, remita al monstruo en específico, esto es, al alien, al
otro.
Después de Frankenstein, el “científico loco” aparece
en infinidad de novelas, cuentos, en el cine y en el cómic
comerciales, de forma recurrente, hasta ser tópico de los
dibujos animados contemporáneos. Mediante este mito,
se fortalece el de la “ciencia”. El “científico loco” representa
a “la ciencia” cuando no se plantea control ético sobre ella
o sobre la personalidad del científico. Cuando se va más
allá, según la percepción social, de las reglas de la natu-
raleza. Cuando el científico está embargado por el ansia,
sin límites, de conocimiento. Este último no es gratuito y
cobra al científico un pago, expresado en su cordura.
Sea que el científico “pierda la razón” o que perse-
vere en descubrir algún secreto oculto en la naturaleza,
casi siempre la teogonía deviene en la creación de un
monstruo. Junto a Frankenstein, el otro ejemplo ya mítico
es el de Henry Jekyll. Este personaje de la obra de R. L.
Stevenson Dr. Jekyll y Mr. Hyde, experimenta en sí mismo
(al sostener la tesis de la existencia, en toda persona, de
una “profunda duplicidad”) (Stevenson, 1999: 74), con el
objeto de liberar esa otra personalidad.
Jekyll descubre que en todo individuo habitan per-
sonalidades variadas y opuestas. La sustancia descubierta
por el científico permite que esa otra personalidad aflore.
En este caso, se trata de un dual negativo: “El lado malvado
de mi naturaleza”; por lo que la droga derriba “las puertas
de la cárcel de mi constitución” (Ibíd.: 76-77).
En el relato el cambio es controlado primero por Je-
kyll, mas poco a poco, el otro empieza a tomar las riendas,
Los Monstruos y la Alteridad 73

y Jekyll se convierte en una personalidad marginal de su


alteridad. El otro “también era yo. Parecía algo natural y
humano” (Ibíd.: 76); el horror “yacía enjaulado en su carne”
(Ibíd.: 92), en el cuerpo de Jekyll. Mr. Hyde, la personali-
dad doble de Jekyll, es descrita como un ser desinhibido,
como un asesino sin contemplación, sujeto a sus pasiones
y deseos. Mr. Hyde extrae “placer con una avidez bestial
de cualquier grado de tortura de otro ser humano” (Ibíd.:
81).
El monstruo es la conjunción del Dr. Jekyll con su
alteridad. El control racional de Jekyll falla. Su desvío mo-
ral, en pos del conocimiento, se manifiesta en la novela
de Stevenson como monstrificación. Se trata de algo ina-
prensible y horroroso. “Ese hijo del infierno no tenía nada
de humano; nada vivía en él excepto miedo y odio” (Ibíd.:
90). El otro es alteridad pura. Constituye el monstruo. El
monstruo es concebido como “algo no sólo infernal sino
inorgánico. Esto era lo más impresionante; que el lodo del
pozo parecía emitir gritos y voces, que el amorfo polvo
gesticulaba y pecaba; que lo que estaba muerto y no tenía
forma usurpaba las funciones de la vida” (Ibíd.: 92).
Como señala Foucault, la nueva monstruosidad
mítica es moral. El fallo ocurre en la racionalidad que, de
pronto, revela la irracionalidad. Lo monstruoso constituye
un proceso espiritual, moral e interno, ya no una simple
mutación externa de la forma (como en la definición de
Aristóteles). No obstante, como en los desvaríos de la ne-
frología, el espíritu se manifiesta en la forma (“la simple
irradiación de un alma horrible que transpira y transfigura
la arcilla que la envuelve”) (Ibíd.: 26). La condición mons-
truosa interna, deviene en característica física exteriori-
zada: “Mr. Hyde era pálido y bajo, daba una impresión de
deformidad sin que se apreciara ninguna malformación
74 Maynor Antonio Mora

digna de señalar en su cuerpo, tenía una sonrisa desagra-


dable” (Ibíd.: 25).
Jekyll, finalmente, se “suicida” al hundirse en el otro
que es él mismo, en su propia alteridad. El final es ambiguo:
el personaje parece condenado por su propia naturaleza,
al ser vencido y reducido por el monstruo: “A mí no me
importa. Ésta es mi auténtica hora de la muerte” (Ibíd.: 94).
Uno podría interpretar esto de dos formas. Primera, que la
alteridad monstruosa es insuperable. Esta sería una expli-
cación propia de las corrientes siquiátricas y criminalísticas
dominantes durante la época en que Stevenson escribió
su novela.
Una segunda explicación, un poco más atrevida,
sería que Jekyll, habiendo vivido en una fingida normali-
dad, ocultando parte de su ser, desea vivir en la alteridad.
El monstruo (Mr. Hyde) sería un camino de renovación de
la existencia de Jekyll. A través del monstruo, el científico,
el “pequeño-burgués”, aspiraría a la libertad. Su muerte
sería un renacimiento, una apertura a las posibilidades y
potencialidades de la diferencia.

Metamorfosis y bestias primordiales

El monstruo invade poderoso la literatura occidental


desde el siglo XIX. Certificando las profundas contradic-
ciones de la modernidad como paradigma civilizatorio,
y de la modernización en tanto política implícita de des-
trucción de la alteridad cultural, necesaria para aquella
modernidad. Destrucción por un lado, ocultamiento por
otro, culpabilidad como síntesis. Los monstruos nacen en
el intersticio donde se encuentran ocultamiento y culpabi-
lidad. Habitan, pues, en el continente de lo subconciente, a
medio camino entre las sombras y la vigilia, donde atacan
Los Monstruos y la Alteridad 75

y a donde regresan siempre incólumes y expectantes, a la


espera de una nueva oportunidad.
La literatura moderna se recargó, grotescamente, de
monstruos, que luego pasaron al cómic y al cine, donde
cobraron formas más plásticas y contagiosas para la mi-
rada: donde se convirtieron en imágenes (ver siguiente
apartado). Mientras los monstruos europeos del siglo
XIX mantuvieron muchos de sus velos góticos (como aca-
bamos de ver), al otro lado del Atlántico, los monstruos
asumen un nuevo papel, como metáforas arquetípicas
de la irracionalidad inconsciente y de los claroscuros del
proceso de modernización.
Hawthorne, Poe y Lovecraft en el Norte; Sábato, Bor-
ges y Bioy Casares en el Sur: estos escritores nos muestran
el otro lado de la razón moderna. Nathaniel Hawthorne,
por ejemplo, nos señala cómo la modernidad que huye
al nuevo mundo, arrastra las sombras del miedo. La letra
escarlata es, así, el relato de una “mujer-monstruo”, de un
chivo expiatorio de la moralidad contradictoria de los colo-
nizadores del nuevo mundo. La letra “A” señala el estigma
del “pecado de la carne”; pese a esto podría indicarnos, en
otra dirección, un comienzo, un alfa renovador a partir de
los placeres y gratificaciones de la diferencia.
Al reconocer el papel de la literatura del monstruo
en la definición de la alteridad podemos asumir, sin temor
alguno, que “la identidad y la alteridad son construcciones
intelectuales que se confirman en su carácter relacional; se
afirman en la singularidad y la diferencia. La singularidad
reclama necesariamente un exterior de confrontación que
mida la identidad en cuanto construcción que inaugura
el campo de lo humanamente posible” (Silva y Gutiérrez,
2004). Identidad y alteridad devienen en tensión ontoló-
gica, que descifra los entramados culturales del mundo
76 Maynor Antonio Mora

moderno.
En Borges nos encontramos con una espiral infinita
de palabras y espejos, que reflejan los caminos de la dife-
rencia. Los espejos “horrorizan al multiplicar los seres y el
planeta, en un imposible espacio de reflejos especulares.
La invasión de las figuras también es ´monstruosa´, como
el espejo lo es por su condición de híbrido (monstruos:
del latín ´mostrare´, da muestras –imagen– y monstruos;
hibridez de la figura porque multiplica, muestra” (Ibíd.). En
esta cadena de reflejos, la gracia de la alteridad deviene
en la pérdida de la mismidad, que para ser agraciada por
la libertad, debe mostrarse y luego perderse, extrañarse,
diferir de su reflejo. El sujeto, para ser tal, solo puede ha-
cerlo renunciando a sí mismo, y perderse luego en el otro.
La alteridad solo aparece en el juego de los espejos.
La literatura de Poe, otro creador literario de mons-
truos, está recargada por las consecuencias inversas de la
metáfora de la alteridad. En el poema El Cuervo, por ejem-
plo, la alteridad del “ave negra” deviene monstruosa para
el atormentado narrador. Se trata de una alteridad negada
(“¡Deja en paz mi soledad! // Quita el pico de mi pecho.
De mi umbral tu forma aleja...”) (Poe, 1996: 630). Como en
el caso del cuento El corazón delator, lo monstruoso es
consustancial a la mismidad, está pegado a ella como una
sombra, tiene el influjo de una enfermedad contagiosa.
Se trata de una sanción negativa de la diferencia, a la vez
reprimida, a la vez exteriorizada por el miedo (“y aún el
cuervo inmóvil, fijo, sigue fijo en la escultura, // sobre el
busto que ornamenta de mi puerta la moldura... // y sus
ojos son los ojos de un demonio que, durmiendo, // las
visiones ve del mal”) (Ibíd.).
Poe se mueve en la disyuntiva. Viejos monstruos, es-
pectros y espíritus acechan sus textos. De forma irracional.
Los Monstruos y la Alteridad 77

En otros casos, sus personajes montan batalla contra esta


irracionalidad, como Dupin en El doble asesinato de la calle
Morgue, prototipo de toda la literatura policial posterior y
antecesor de las novelas, cuentos y filmes de “asesinos en
serie”, más contemporáneos, ya que ahí se fijan sin duda
las “leyes esenciales del género”: “el crimen enigmático y
a primera vista insoluble (que convoca a la víctima y, de
manera obliterada, al asesino) y el investigador sedentario
que lo descifra en el más sorprendente ejercicio de racio-
nalidad” (Bravo, 2004).
En el relato señalado, el asesinato es obra de un
“monstruo total”, de una bestia irracional (un orangután).
Solo Dupin puede llegar a la explicación racional de un
comportamiento irracional: “Dupin, el detective, sostiene
que no hay que confundir lo insólito con lo abstruso. En
otras palabras: aún lo incomprensible podrá ser incorpo-
rado al orden de lo estadístico mediante el ejercicio de
la razón” (García, 2004). Aunque el monstruo no pueda
“objetulizarse”, al estar más allá de toda taxonomía, sí
puede ser reducido a la razón, por los efectos de su com-
portamiento, y no por sus motivaciones, como sucederá
con la nueva visión de la locura (Ibíd.). Lo monstruoso se
hace comprensible a la racionalidad por “su rastro”, no por
“su esencia” (como en la filosofía de Kant).
Con Poe, señala Guillermo García, el monstruo aban-
dona los cómodos espacios de la cripta, el cementerio
y las mansiones góticas. Ahora se ubicará en todos los
espacios abiertos y en los intersticios de la ciudad (Ibíd.),
siendo esta el nuevo y portentoso espacio de acción de
la racionalidad y de sus alteridades, dispersadas y mezcla-
das ambas de forma ambigua y aleatoria. Con ello, se da
cabida al héroe, el destructor de monstruos. Ya no se trata
del héroe-aventurero, expresión de los valores positivos
78 Maynor Antonio Mora

sancionados por la sociedad medieval y antigua (Aguirre,


2004), sino del héroe-cerebral, restaurador de una racio-
nalidad que constituye el estatuto ontológico del nuevo
paradigma cultural.
Dupin, Holmes, Van Helsing (perseguidor de vampi-
ros en Drácula de Stoker) van a ser estos nuevos héroes.
Como héroes racionales, su poder se liga con la capacidad
de comprender e intuir los nexos causales entre la locu-
ra (irracionalidad) y los actos socialmente vistos como
monstruosos. Más tarde en el tiempo, la literatura y el
cine policiales y del crimen en serie los presentarán como
sujetos duales, enemigos de la irracionalidad y, a la vez,
carcomidos por sus fantasmas (como las ovejas que per-
siguen a Clarice Starling en El Silencio de los corderos): los
nuevos héroes racionales en los últimos ciento cincuenta
años, deberán probar los frutos de la “locura” para tener
acceso a un posible control de la misma. En otros casos,
como las recientes películas Blade I , II y III, Spawn y Hell
Boy, el héroe perseguidor / destructor de monstruos es,
a su vez, un monstruo de distinta catadura.
Los monstruos cobran una forma novedosa de mie-
do a la alteridad en H. P. Lovecraft (1890-1937). En este
autor, nos encontramos con un universo poblado por
monstruos-dioses antiguos (“los primordiales”) de natu-
raleza extraterrestre, que habitan en otras dimensiones
(ligadas a nuestro planeta), o bien, en las profundidades
del mar o la tierra, y que pueden ser convocados por medio
de conjuros. Estos monstruos son “liderados por Azathoth
y entre ellos se encuentran Cthulhu, Hastur, Nyarlatho-
tep, Shub-Niggurath, Tsathoggua, el dios-serpiente Yig y
Yog-Sothoth” (Rossi, 2004). El autor aglutina a un amplio
círculo de escritores que completan y amplían esta estruc-
tura mítica de los monstruos antiguos, antes y después de
Los Monstruos y la Alteridad 79

su suicidio. Este sistema mítico se funda en la aceptación


de un profundo misterio en los fenómenos naturales y en
la transformación horrorosa de lo cotidiano, que muestra
una “segunda naturaleza”, antigua, metafísica y violenta
respecto de lo humano, e intuida inconscientemente.
Los monstruos lovecraftianos están siempre a la
espera de ser liberados de su cárcel antigua, para asolar,
destruir el planeta e imponer un “reinado bestial”. La cerca-
nía de los monstruos, invade el espacio físico. La presencia
de Yog-Sothoth en El horror de Dunwich, se hace evidente
en los riscos escarpados y, en general, en la geografía y
el ambiente natural (Lovecraft, 2003: 10, 19), volviéndolo
“antinatural”. La presencia de los “viejos que quieren vol-
ver” (Ibíd.: 33) es contaminante y patente para la mirada,
el olfato y el instinto. La pestilencia delata a los antiguos
(Ibíd.: 40).
Los “primordiales” han dejado registro de su existen-
cia, y los respectivos conjuros que permitirán su regreso,
insertos en “el Necronomicón”, un supuesto libro escrito
por el árabe Abdul Alhazred (Ibíd.: 37); y cuentan con el
apoyo de seres humanos que han sido transformados en
confusos monstruos (cf Ibíd.: 50) y que, en algunos casos,
provienen de viejas estirpes “depravadas” por el culto a los
antiguos. Los héroes lovecraftianos son anticonjuradores
que descubren los planes de traer o revivir a los demonios
primigenios y detienen, a su vez, a los conjuradores con
fórmulas verbales o actos físicos de magia (bajo los “mis-
mos métodos”) (Ibíd.: 81) que vuelven a éstos a su estado
de quietud (cf. Ibíd.: 91ss.). Las tramas de los relatos se
construyen alrededor de estos duelos mágicos entre con-
juradores y anticonjuradores; proceso en el cual “lo bestial”
muestra apenas su perfil: se evidencia para desaparecer
en las sombras.
80 Maynor Antonio Mora

En otras obras, caso de El color que cayó del cie-


lo, las tramas están centradas en “horrores exteriores”
contaminantes, que deterioran la estructura ontológica
del mundo natural. Lovecraft llama a estos monstruos
“horrores arquetípicos”. Podemos referirnos a ellos, en
conjunto, como una teogonía de la inestabilidad de las
certezas. El mundo de Lovecraft es un mundo inestable,
voluble en sus fundamentos profundos, muy distinto, por
ejemplo, al mundo de las certezas científicas, históricas y
teológicas cristianas, que intentan racionalizar la historia
y la naturaleza.
Estos horrores literarios nos presentan la cercanía
del caos y el fin de la historia humana tal y como la co-
nocemos. Esta “historia” no es, ni siquiera, fenoménica,
sino una capa superficial, tras la que se oculta un poder
innombrable (cf. Ibíd.: 6-7), oculto en las profundidades
del mar (cf. Lovecraft, 2002: 44) de la racionalidad. Este
autor pone en cuestión la estructura de la mismidad.
En Lovecraft, el sujeto aparece carcomido por dicha
inestabilidad ontológica de las certezas. Inestabilidad que
se refleja en el universo mítico, el cual constituye una al-
teridad caótica, que genera dicha inestabilidad, y que es
rechazada de forma absoluta. Nos encontramos dos polos
(el sujeto y lo otro). Del polo de “lo otro”, la constitución
percibida como amorfa y bestial, deviene un proceso de
contaminación y deterioro del sujeto.
Los héroes y anticonjuradores se convierten en vigías
que impiden estos procesos deletéreos de la mismidad.
Se trata de un temor subjetivo (según los personajes
humanos), cósmico y cultural. La mismidad afectada es
la del sujeto, y la estructura natural y cultural, según los
paradigmas occidentales. Se trata de un tributo al miedo
profundo, existencial y arquetípico, hacia la alteridad.
Los Monstruos y la Alteridad 81

La literatura de horror cobra gran auge al lado oeste


del Atlántico. Dividiéndose en literatura de horror puro,
cargada de monstruos y fantasmas; y literatura de misterio
policial, donde los horrores son humanos y sicológicos.
Autores como Stephen King y Patricia Highsmith heredan
muchos de los tópicos de la literatura popular de horror.
En ambos autores, la realidad cotidiana se descompone,
mostrando otra faz. Caso del conjunto de cuentos de
Highsmith Crímenes bestiales, donde dichos crímenes
son perpetrados por gatos, hámsteres y otros animales
y mascotas en apariencia inocentes (Highsmith, 2001). El
horror procede de lugares comunes de nuestra vida, y ya
no de lugares especializados del miedo. El monstruo vive
en todas las cosas posibles; el monstruo se constituye en
un acto cotidiano y paranoico.
Stephen King creará toda una estructura mítica
posmoderna de los monstruos. Muchos de estos, aunque
tengan fundamento en una alteridad profunda, se mani-
fiestan en la cotidianidad (el payaso asesino de niños de
It, la entidad secuestradora en el guión la Tormenta del
siglo, los muertos en Cementerio de animales). En otros
casos, el horror procede del ser humano (Misery, Rabia)
o de situaciones sociales colapsadas o deletéreas (Apo-
calipsis, La larga marcha, Los niños del maíz). La primera
novela de King, Carrie, es la que mejor representa todas
estas orientaciones. King señala que en esta novela sub-
yace un profundo simbolismo; por ejemplo, en el tema
de la sangre (cf. King, 2001a: 154) expresada en la primera
menstruación de la protagonista y en el ataque final con
un balde de sangre de cerdo. Sangre como principio y final
del monstruo.
Carrie, es la historia de Carrie White (King, 2001), una
adolescente que vive bajo el poder de una madre autori-
82 Maynor Antonio Mora

taria, moralista y religiosa. Carrie sabe que es distinta, por


su apariencia (objeto de burla de quienes la rodean, como
sus compañeros en la secundaria), y por sus poderes síqui-
cos, capaces inclusive de hacer llover rocas. Carrie no es el
monstruo. Sobre esto sí nos previene King: el monstruo
es el entorno social y moral que libera la destructividad
telequinética de Carrie.
La destrucción al final de la novela (y en sus dos
versiones fílmicas), generada por los poderes de Carrie,
constituye un monstruo oculto tras la normalidad de un
pueblo cualquiera; es la diferencia no reconocida por sus
habitantes. Constituye el costo por la unidad social y la
normalidad, como se relata en excelente cuento de Úrsula
K. Le Guin Los que se alejan de Omelas (Le Guin, 2004),
donde la utopía perfecta se sustenta en una minúscula
situación de infelicidad y tortura en el cuerpo de un niño.
En el lado primero del Atlántico, sin embargo, la lite-
ratura de monstruos no se detuvo del todo una vez creadas
Drácula y Frankenstein. Aunque su evolución fue más lenta
y menos comercial que en el caso de las literaturas “pulp”
de horror en Norteamérica. Desde el siglo XIX, los mons-
truos aparecieron en la “literatura seria” europea, caso de
los fantasmas de M. R. James en Inglaterra (James, 1997)
o del extraño Horla, de Guy de Maupassant en Francia, y
el insecto en el que se convirtió Gregorio Samsa, perso-
naje de La Metamorfosis de Kafka, relato más reciente en
el tiempo (primera mitad del siglo XX). Sobre estos dos
últimos relatos quisiera detenerme para hacer algunos
comentarios.
En El Horla, el personaje de Maupassant, se enfrenta
a un supuesto ser invisible. El cuento cobra la forma de
un diario, donde se va detallando, día a día, el proceso de
conquista “del invisible” sobre el personaje. El narrador
Los Monstruos y la Alteridad 83

enfatiza en la profundidad del “misterio de lo invisible”


(Maupassant, 1986: 11) y en la existencia de una realidad
dual, parte de la cual no es accesible a la mirada: “en la
tierra hay otros seres, además de nosotros” (Ibíd.: 15). Los
cuentos de Maupassant “se nutren de lo Invisible o el Otro
en cuyo contacto la integridad psíquica del yo se diluye
en la locura” (Borda, 2004). Mas no se trata de horrores
bestiales como los lovecraftianos; se trata de horrores,
más bien, sicológicos.
El narrador es confundido por la alteridad del mun-
do: al ver el cielo y pensar en la existencia de otros seres,
se genera en él un profundo sentimiento de debilidad
(cf. Maupassant, 1986: 27). Deviniendo una condición
paranoica (podría decirse según la sicología) que deriva
hacia el sometimiento respecto de esas fuerzas invisibles:
“Alguien posee mi espíritu y lo domina” (Ibíd.: 25); “Sí, le
obedeceré, seguiré sus impulsos, cumpliré sus deseos, me
mostraré humilde, sumiso, cobarde” (Ibíd.: 28).
El lector no puede asumir cuál es la realidad de lo
contado. Puede tratarse de simple paranoia, cosa aparente
al inicio del cuento (“¿De dónde vienen esas misteriosas
influencias que cambian nuestra felicidad en desánimo y
nuestra confianza en nosotros mismos en inseguridad?”).
El relato avanza hacia la convicción de la existencia del
otro (“La noche pasada sentí a alguien apoyado sobre mí,
que me sorbía la vida de entre los labios”) (Ibíd.: 11, 16),
hasta que la “intuición negativa” del narrador presenta lo
percibido ya como “alguien”: “Él no ha vuelto a hacerse
visible”. Entonces la entidad revela su nombre (“el Horla”)
(Ibíd.: 25, 29) y su existencia real para el narrador.
El relato se mueve luego hacia el convencimiento
y la búsqueda de pruebas y su inserción dentro de una
racionalidad científica trunca (“¿Por qué no ha de haber
84 Maynor Antonio Mora

algún otro ser más, una vez que se ha cumplido el perio-


do que separa las apariciones sucesivas de las diversas
especies?”), hasta el intento de matar “al invisible” con
fuego, y como esta técnica directa no parece funcionar,
mediante el suicidio del narrador (cf. Ibíd.: 30-33), frente
al cual, obviamente, “el invisible” desaparecerá.
Según Borda, este y otros relatos de Maupassant nos
presentan un profundo temor a la alteridad de la razón
moderna, a la irracionalidad proveniente del instinto: “la
más representativa ilustración ficcional de la alienación de
la voluntad del hombre a una fuerza superior (el instinto)”
(Borda, 2004). Por ello, la apelación permanente a una
ciencia y a una racionalidad ordenadoras de un mundo
que, como el monstruo, no se deja ordenar. El monstruo
es, pues, el mundo.
En el caso de Franz Kafka, se da un tratamiento de
lo monstruoso a partir de la angustia existencial ante la
imposibilidad de superar los límites del mundo. Lo mons-
truoso deriva de una situación existencial del sujeto, de un
contexto, que crea al “monstruo” como inflexión estética
de dicha imposibilidad: se trata de un grito lanzado al vacío
del texto, como en la pintura de Münch. En este caso, “la
monstruosidad viene determinada por los otros” (Sierra,
2004), por su renuncia a la alteridad.
En el caso de La metamorfosis, obra capital del autor,
su personaje, Gregorio Samsa, es un burócrata cualquiera
que trabaja en un almacén y vive una cotidianidad opre-
siva y asfixiante de regularidades mecánicas sin salida.
Así, un día, despierta tal y cual es (o más bien como se
siente) según la determinación de este contexto social
existencialmente asfixiante: “Al despertar Gregorio Samsa
una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su
cama convertido en un monstruoso insecto” (Kafka, 1996:
Los Monstruos y la Alteridad 85

9). Su voz como su cuerpo es “una voz de animal” (Ibíd.:


29). Como todo monstruo, es cercado en el espacio social
por los límites que imponen los demás: su habitación
será su único refugio; la reclusión le impide contaminar el
mundo de afuera (cf. Ibíd.: 42). o ser agobio de la mirada.
Es ocultado a la vista, porque aún se le guarda cierto res-
peto, aún representa algo de la mismidad. Todavía no es
absoluta e incomprensible alteridad. Samsa, en proceso
de conversión total hacia un “estado fósil de angustia”
que le oprime, se siente cómodo de algún modo con su
nueva apariencia: “las patitas, apoyadas en el suelo, obe-
decíanle perfectamente” (Ibíd.: 38). La comodidad ante la
transformación es síntoma de un estado de aceptación
de la propia naturaleza.
Con el paso del tiempo, la familia se acostumbra
hasta cierto grado a la “metamorfosis” (se hacen partícipes
de ella), aún ocultándola de manera discreta dentro de la
habitación de Samsa (Ibíd.: 59-60), convirtiendo esta en
una verdadera madriguera, que sufre el descuido familiar,
llenándose de mugre, polvo y restos de comida vieja: se
convierte en la “residencia del monstruo”. La degradación
ocurre en el cuerpo del personaje y en el espacio que este
habita. Esta degeneración proviene de quienes lo rodean.
Entre más decae existencialmente Samsa, más crece una
aparente normalidad de su familia y de los espacios que
rodean su dormitorio.
Poco a poco, Gregorio es objeto de un proceso de
extrañamiento por parte de su familia. Se convierte en
una molestia. Su transformación es asumida como una
pérdida, como señala su hermana: “Ante este monstruo, no
quiero ni siquiera pronunciar el nombre de mi hermano”
(Ibíd.: 102). La familia no puede soportar a su hijo y her-
mano, porque él ha sido creado por ellos y unos sueños
86 Maynor Antonio Mora

truncos de “normalidad”. El asco es la respuesta ante el


insecto que señala, estéticamente, la intrascendencia de lo
real: “ya hace tiempo que hubiera comprendido que no es
posible que unos seres humanos vivan en comunidad con
semejante bicho” (Ibíd.: 105). El monstruo se ve reducido
a la insignificancia de la simple “alimaña”: lo extraño (“el
monstruo”), y a la vez ridículo (“el bicho”).
Víctima de los ataques familiares, del desprecio y del
hambre (Gregorio decide no comer por su propia voluntad
de desgaste y náusea), un día el insecto muere sin pena ni
gloria. Se trata de un suceso casi imperceptible en el dis-
currir de los hechos, tal como su primera transformación:
“El cuerpo de Gregorio aparecía efectivamente comple-
tamente plano y seco” (Ibíd.: 111), reducido a un estado
ínfimo como el cascarón de una cucaracha tiempo atrás
fenecida, como el vaciado infinitamente pretérito de un
trilobites. Este tipo de muerte es común en los relatos de
Kafka, respecto de sus personajes monstrificados (El artista
de trapecio, El artista del hambre, Prometeo encadenado).
La monstruosidad en Kafka es metáfora de una
inflexión del contexto angustiante, una manifestación
exteriorizada de la angustia. Esta inflexión en el universo
kafkiano no puede encontrar camino hacia una restitución
plena de la realidad, de los deseos realizados y la tras-
Los Monstruos y la Alteridad 87

Monstruos principales
de la teogonía moderna

Monstruos definidos por un Según la


solo tipo de monstruosidad combinación de dos
o más tipos de
Tipos Monstruos monstruosidad
Sicópatas Asesinos en serie
Mentales Momias vivientes
Seres Brujas
Humanos Científicos Hombres lobo
vivos “locos”
Deformes Clones de bestias
Físicos Mutantes antiguas
Clones Transgénicos
humano-alien,
Muertos Zombis animal-alien
Vampiros Seres poseídos:
humanos, animales,
Bestias Antiguas (Dinosaurios) máquinas, cosas
Actuales (Chupacabras) Computadoras y
Pre-Míticos (Minotauro) robots “locos”
Robots
Máquinas Computadoras Demonios alienígenas
Cyborgs (Lovecraft)
Aliens Animales antiguos
Espíritus Demonios “de lugar”
(monstruo del lago Ness)
Fantasmas Revividos
Espectros
4. Reinado
de las imágenes

“Aliens”, caníbales y asesinos por naturaleza

E
l cómic, la literatura ligera de masas y el cine de te-
rror, desde sus comienzos, en el viejo continente, y,
sobre todo, en los Estados Unidos, han encantado y
fascinado a la gente por medio del miedo a los monstruos.
Los relatos del cómic clásico (Bug Rogers, Superman; Ka-
limán y El Santo en América Latina), las películas (comen-
zando con King Kong, Nosferatu, Frankenstein, El Hombre
Lobo y La esposa de Frankenstein), siguiendo luego con
el cine de Hitchcock (Sicosis y Pájaros, por ejemplo) y,
después, el cine “de segundas” adulto (La Cosa, La noche
de los muertos vivientes, El monstruo de la laguna negra,
etc.), o el actuado por y dirigido a jóvenes (Viernes 13, Las
Pesadillas de Freddy, La Máscara de la Muerte, Leyendas
Urbanas, Jeepers Creepers), han estado poblados de
bestias diversas, optando por una estética de “lo oscuro”.
En el cine estadounidense de terror de “los años 30 se
apostaba por lo inverso de las leyes de Hollywood: la
belleza y las bellas historias de amor, se tornaban en feal-
dad y horror” (Rodríguez, 2004), cuestionando las figuras
heroicas decimonónicas, en exceso recargadas por los
90 Maynor Antonio Mora

mitos de la corrección.
“Desde sus orígenes, el cine de terror se ha caracterizado
por la comunión estética entre propuestas argumentales
subversivas –más allá del puro realismo, superando el
costumbrismo por medio de la incorporación metódica,
delirante, de fenómenos inexplicables, semillas tentadoras
que nos aproximan a lo desconocido, la ciencia-ficción
y la amenaza de lo monstruoso...– y un estilo, lenguaje
o textura de plasmación transida de lo sublime. En su
mosaico de zozobra se mezclan lo sugerente, lo implíci-
to, los encuadres imposibles, la expresiva iluminación de
los claroscuros o la languidez locuaz y tematizada de las
sombras, el suspense, el terror, el horror” (Olivares, 2004).
En el camino, hubo entonces cambios en los códigos dico-
tómicos del “bien” y el “mal”, la normalidad y la monstruosi-
dad, hacia héroes o demonios ambiguos (Batman, Spawn,
Los Hombres X, Drácula de Francis Ford Copola), o bien
el cuestionamiento de los mismos códigos (El Planeta de
los Simios, Enemigo Mío, El Hombre Terminal, Encuentros
Cercanos del Tercer Tipo, Cocoon, Inteligencia Artificial,
Yo Robot, etcétera) y el cuestionamiento, más o menos,
profundo de la mismidad y la diferencia.
El camino del cómic y del cine, ha estado pobla-
do por una amplia ecología de la monstruosidad y sus
respectivos ecosistemas centrados en la violencia y en
la liquidación de los monstruos por parte de los héroes.
Toda la saga de James Bond gira alrededor, como bien lo
apunta Umberto Eco, de la persecución y liquidación de
“monstruos humanos” (cf. Eco, 1998: 77-98), que atentan
contra el “bien”, representado este por las democracias
basadas en la inteligencia militar y en el espionaje.
El cómic y el cine han sustituido a la literatura ligera,
inventada en tiempos antiguos, y que cobró auge primero
Los Monstruos y la Alteridad 91

con las novelas medievales y renacentistas de caballería


(aquellas criticadas de forma irónica en Don Quijote de la
Mancha), y luego, más acá, con las novelas góticas (con
sus castillos gigantescos llenos de parafernalias) y, des-
pués, con las novelas de aventura (europeas en principio);
finalmente, con el auge de las novelas rosa (la pornografía
femenina, según algunos autores), las literaturas “pulp” de
ciencia-ficción, terror, detectivismo (las novelas de Ágatha
Christie y toda una legión de seguidores) y fantasía (me-
dievalista, post-apocalíptica, y de diversas temáticas más).
Sin olvidar la influencia del “cómic” japonés (anime,
manga), con un contenido gótico y oscuro que ha influido
mucho al “cómic” y al cine estadounidenses de los últimos
tiempos. Igual influencia ha tenido la vieja literatura y mí-
tica medievales. Caso de la imagen del “caballero negro”,
como síntoma de una desviación de la figura heroica
del caballero, salvador de vírgenes y desmadejador de
entuertos (Don Quijote de la Mancha). Imagen presente,
por ejemplo, en la figura de Lord Vader en La Guerra de
las Galaxias.
En relación con el “cómic” y el cine, la mayor parte
del mercado ha sido cooptado por los EE. UU., y ha sido
fuente primaria de inspiración de los guiones hollywoo-
denses más recientes y, en casi todos los casos, carentes
de algún rastro de imaginación.
Cuando se estrenó la película Marcianos al Ataque, la
propaganda y la crítica mundiales intentaron presentarla
como un ejercicio crítico de las películas de “segunda”
y “tercera” de los años 50 en adelante (caso de aquellas
dirigidas por el ahora famoso Ed Wood, quien ha sido re-
conocido con una película del mismo nombre y dirigida
por Tim Burton) (cf. Flury, 2002: 126-128), que versaban
sobre los miedos, mezclando en algunos casos y sin norma
alguna (irrespetando sus orígenes míticos) estos miedos
92 Maynor Antonio Mora

(“vampiros-espaciales”, “momias galácticas”, “brujas-vam-


piro”, “zombis-marcianos”, y otros monstruos por el estilo).
En Marcianos al Ataque se presenta la negación
radical de cualquier alteridad. Pese al carácter irónico y
la estructura cómica del relato, lo cierto es que los me-
canismos de comunicación que intentan sus personajes
humanos, dirigidos al entendimiento con los otros, fallan,
dando como resultado un único camino: la guerra.
En el relato de Marcianos al Ataque, los humanos fun-
gen como inocentes e ingenuos ante una radical alteridad
que, a pesar de ello, es partícipe de algunas cualidades
“humanas” (el erotismo, la televisión, la ropa). El final es
risible, y, a la vez, dramático: la música de fonógrafo de la
abuela de uno de los personajes (un niño-héroe), música
de principios y mediados del siglo XX, destruye a los in-
vasores. Como en el filme El Día de la Independencia, el
resultado es totalitario: ni uno de los “monstruos” puede
ni debe quedar vivo; la mismidad se revela en la total des-
trucción de la alteridad. No puede haber entendimiento
ni encuentro posible.
En el caso de El Día de la Independencia, la oposición
entre “nosotros” (los estadounidenses) y los otros (todos los
demás), es polarizada y dicotómica. En ningún momento,
se da un intento de comprensión de los otros. Solo es po-
sible comprender que esos otros, con una tecnología en
apariencia superior, desean la total destrucción y usufructo
de la Tierra. En ausencia de comunicación, solo la violencia
puede resolver la disparidad de dos culturas enemigas
“por naturaleza”.
La ciencia-ficción escrita más seria siempre ha esta-
do en desacuerdo con esta tesis de la alteridad absoluta.
Según la ciencia-ficción, la inteligencia tiende al entendi-
miento de los otros y del universo. Sobre todo si, como
Los Monstruos y la Alteridad 93

señala Carl Sagan (1997), desde una visión en extremo


positivista pero, tolerante y optimista, el primer lenguaje
que puede facilitar el encuentro, es el de la ciencia. Siendo
ésta la que, objetivamente (a través del desarrollo tecno-
lógico inherente a las naves espaciales, los mecanismos
de comunicación, etcétera), permite los encuentros ima-
ginados entre inteligencias espaciales. Sagan radicaliza
esta tesis en su novela Contacto, que luego fue llevada al
cine.
El Día de la Independencia y otras novelas y películas
de corte peligrosamente cercano al fascismo, caso de Tro-
pas del Espacio de Robert Heinlen y llevada al “celuloide”
por Paul Verhoven, no tratan ni remotamente estas tesis
optimistas de la pluralidad.
Las teogonías propias de la literatura, el cómic y el
cine estadounidense (principal creador de mercados cul-
turales en el mundo de hoy), no tienden, en la mayoría de
las veces, al señalamiento de esta pluralidad, sino todo lo
contrario: tienden a enfatizar la mismidad, representada
por el “american way of life” y la detracción de la diferen-
cia. Ello tiene razones económicas, políticas y militares de
fondo que conllevan a una concepción imperialista de la
hegemonía cultural mundial. Concepción que reduce la
realidad a un conflicto entre buenos y malos donde no
existe término medio.
En dichas teogonías, el monstruo (el otro) ocupa un
papel prioritario en calidad de antagonista de un héroe,
ya sea interno a las tramas y relatos, o bien exterior repre-
sentado en el “nosotros real” propio de quienes generan
y distribuyen dichos relatos. Vamos a centrarnos muy
brevemente en tres figuras ya clásicas, a mi criterio, de
los monstruos de estas teogonías: el alien, el caníbal y el
asesino en serie. En el caso de estos dos últimos, la figura
94 Maynor Antonio Mora

de Hannibal, personaje creado por Thomas Harris en El


Dragón Rojo, El Silencio de los Corderos y Hannibal (todas
llevadas con éxito al cine una o más veces), representa con
creces a los dos mitos en cuestión.
Alien, el alienígena, define la otredad como exte-
rioridad: el ser que no forma parte de nuestro círculo.
Los mitos sobre alienígenas, los monstruos exteriores, se
han potenciado en los últimos 60 años, como resultado
del influjo de la ciencia-ficción literaria, del cine de terror
espacial, y la influencia histórica de la “guerra fría” (cf. Bar-
thes, 1997: 42ss.).
El tema se ha movido desde perspectivas seudo-cien-
tíficas, que pretenden mostrar pruebas sobre la presencia
real de “extraterrestres” en el espacio terrestre (incluyendo
autopsias truculentas, datos históricos y arqueológicos y
diversidad de relatos y de series como Los archivos se-
cretos X, “X Files” en inglés) (cf. Friedman, 1995; Barclay,
1999; Temple, 1998), hasta sagas espaciales cargadas de
monstruos y enemigos íntimos de la mismidad. Quiero
rescatar algunas de las películas que más han contribuido
al mito del monstruo en los últimos 30 años, sin rescatar la
diferencia (como en el caso de ET o Cocoon): me refiero a
la saga de Alien y a la saga, de segunda calidad, Especies.
Alien, “el octavo pasajero” (se refiere al octavo pa-
sajero de la nave espacial mercante “Nostromo”) y sus
secuelas, hasta la versión pobre de contenido Alien vs.
Depredador, nos presenta a un monstruo perfecto en la
visión occidental de la “otredad”: aunque su misión es
alimentarse y defenderse, cumple esta función matando
a seres humanos.
La saga se centra en la naturaleza extraterrestre de
la criatura, para luego derivar hacia explicaciones menos
exteriores. En este segundo caso, se trata de una potencial
arma biológica a usar por la poco precisa Federación o Cor-
Los Monstruos y la Alteridad 95

poración humana (de planetas se imagina el espectador


de la serie). Finalmente en Alien vs. Depredador, el alien
es creado por los “depredadores” espaciales de otra saga
de monstruos espaciales (Depredador I y II), por lo que ya
el espectador no sabe a qué atenerse sobre el verdadero
origen del alien: lo cierto, es que este tiene origen en el
miedo.
Alien es una criatura racional que, racionalmente,
está abocada a la muerte. Lo único irracional en ella son
sus posibles motivaciones. Parece que su objetivo, como
toda criatura, es la reproducción y la alimentación. Los
filmes del Alien enfatizan dos cuestiones importantes: una,
es la impronta del miedo ya señalada; otra: el “nacimiento
humano” del monstruo.
Se trata de un parásito, que se inserta en el cuerpo
de sus víctimas humanas, para nacer ya formado, matando
a su portador, al destruir sus funciones cardiacas y respi-
ratorias, rompiendo el lugar que, desde la antigüedad, se
señala como residencia de la vida: el pecho. Alien requiere
de los seres humanos para reproducirse. Al hacerlo, debe
destruirlos.
Alien se inserta en su propia mismidad, para la cual,
los humanos, no son tampoco alteridad. Entre una y otra
especie la comunicación resulta imposible. Excepto en la
tercera y cuarta películas, en las cuales los alien establecen
alguna comunicación con Ridley, la protagonista de la
saga. Se trata de una comunicación trunca, fundada en el
necesario y violento proceso de reproducción de la bestia
(en Alien IV Resurrección).
En Alien IV, nos encontramos con algún grado sig-
nificativo de reconocimiento metafórico de la alteridad,
cuando nace un alien que contiene genes humanos. En-
contrada la alteridad, es destruida por Ridley, porque aún
compartiendo algún trozo de humanidad, la bestia sigue
96 Maynor Antonio Mora

siendo bestia: la cuarta entrega de Alien, retorna al mito


edípico inverso: la madre destruye a su hijo, antes de ser
destruida por él.
En la saga Especies, la historia arranca como un
trunco proceso de comunicación genética entre la “hu-
manidad” (los estadounidenses) y otra especie de origen
extraterrestre. Esta última “dona” su ADN, vía radiotelesco-
pio, con el objetivo de destruir a la primera y establecer
una avanzada de su linaje en la Tierra. Los extraterrestres
utilizan su información genética, para “limpiar” mundos
contaminados por civilizaciones como la humana. La tesis
es sencilla: los seres humanos son los virus de la Tierra;
como los virus, los seres humanos constituyen la única
especie del planeta que destruye su ecosistema, a su
portador.
Lo más interesante de estas películas (Especies),
es su cercanía con la trama de Carl Sagan, Contacto, al
plantear que la vía de encuentro y comunicación entre
culturas espaciales puede establecerse en el plano de la
información y la tecnología, y no en el plano físico. Como
en todas las sagas de monstruos, los personajes humanos
están condenados a destruir a sus antagonistas no-huma-
nos. La saga de Especies no agrega más que lo dicho a las
tramas de la ciencia-ficción fílmica comercial.
Hannibal “El Caníbal” Lecter es el personaje que
mejor define la condición mítica moderna de la mons-
truosidad. Se trata de un exquisito personaje, siquiatra
de profesión (aquel que “cura la locura”), amante de las
bellas artes, gastrónomo y catador de vinos, y dotado de
una cultura y una inteligencia sin iguales.
El único problema con el personaje central de las
novelas de Harris radica en que este es “caníbal”: disfruta
de la carne humana cuando él ha garantizado esta fuente
Los Monstruos y la Alteridad 97

con una violencia desmedida: se trata de la figura moder-


na del sicópata, el monstruo mental, la singularidad en el
largo camino de construcción de la normalidad, aquello
que no podemos entender, el ser humano y a la vez “no
humano”. La diferencia mítica puesta en escena extralimita
las potencias de la comprensión.
La calidad de monstruo de Hannibal, le permite
entender y comunicarse con los otros monstruos. A dife-
rencia de los sicópatas usuales, Hannibal es consciente de
sus apetitos y los explica racionalmente. Este personaje
encarna lo racional pero no lo razonable (Schutz). Por
ende, lo monstruoso en él no son los crímenes, sino la
habilidad para racionalizarlos y justificarlos, mediante un
permanente control teleológico enfocado a los mismos.
Hannibal carece de culpa, por ello, la imagen de este
monstruo, enfatiza en lo “inhumano” de una conducta sin
relación con la culpa.
Hannibal constituye, fuera de las tramas de las no-
velas y filmes, un héroe posmoderno: alguien que puede
estructurar una subjetividad llena de contenido, sobre
sus propias calidades humanas, contra el vano sinsenti-
do de una cotidianidad vaciada de sujetos efectivos y de
motivaciones fundantes. Explicando quizás la ambigua
recepción del público de las novelas, y, sobre todo, de los
filmes, desde el triunfo taquillero de El Silencio de los Cor-
deros. Después de este filme, el interés de los productores
y del público se orientó hacia el Dr. Lecter y sus distintas
calidades y excentricidades, por lo que Hannibal, en pos
de este mito, pierde fuerza argumentativa y unidad (como
sí los encontramos en la novela / película El Silencio de los
inocentes) (cf. Harris, 1993): al centrar el mito en la dimen-
sión del monstruo, se vacía la estructura argumentativa.
En Hannibal (novela-filme / filme-novela), el Dr.
Lecter es retratado de forma detallada. En su papel de
98 Maynor Antonio Mora

monstruo, se inscribe como el menos monstruoso, en un


mundo que le cerca y le persigue. Ni siquiera las bestias
tienen poder contra Hannibal (caso de los cerdos ham-
brientos y los perros asesinos): se trata de la “esencia del
mal” y, como se insiste en la solapa de la versión dura de
la primera edición en español del libro, no existe consenso
en si Lecter es o no humano (cf. Harris, 1999: 163).
Lecter materializa la “absoluta alteridad”: resulta
incomprensible a los ojos humanos. Lecter quiere un
mundo semejante a sus deseos, una arquitectura idén-
tica al “palacio de la memoria” que ha construido para sí
en su cabeza, donde cada cosa tenga un lugar (cf. Ibíd.:
163, 293ss.). Lecter desea un orden. El caos que instituye
al matar es accidental, una reacción secundaria frente al
mundo que le cerca policialmente.
La teogonía moderna, al crear el monstruo, revela el
deseo de lo otro, la instauración de la alteridad; en el inten-
to falla, al centrar la posibilidad de esta alteridad en una
figura que, para ser “el otro”, debe fundar su mismidad en
la muerte de su respectivo otro. La teogonía imposibilita
el camino de la alteridad: asigna a lo distinto la ignominia
del término monstruo (cf. Ibíd.: 163).
Esta alteridad es posible como un absoluto que no
reconoce inversamente al otro. La teogonía moderna
centra la atención en el otro, como “absolutamente otro”,
como sujeto inviable. Al proceder según lo dicho, el otro
se vuelve ficticio. La mismidad, en el juego de la absoluta
alteridad, queda intacta.
La monstruosidad que se le achaca a Lecter gana
alguna relatividad bajo a la clásica posibilidad de enamo-
rarse, o sea, de no ver en alguien solo “alimento”, de ver en
el otro a una persona. A partir de las novelas clásicas de
Frankenstein y Drácula, el amor es una de las llaves que
Los Monstruos y la Alteridad 99

libera al monstruo de su propia monstruosidad: el amor


es heroico, restaurador irracional de la irracionalidad en
racionalidad.
La película Hannibal es menos atrevida que la novela
original, ya que en esta última, al final, “El Caníbal” escapa
junto con su amada; al principio de forma no voluntaria, y
después en completo acuerdo: más allá del síndrome de
Estocolmo, Clarice Starling considera a Hannibal “sujeto
de amor”, aunque tenga que ceder y convertirse en mons-
truo, al erigir como él, un “palacio de la memoria” (Ibíd.:
555). donde establece un orden ideal y la consecuente
residencia de su estabilidad mental: juntos en “el amor y
en la locura”.
La película Asesinos por Naturaleza, a través de la
hiperviolencia irracional, convierte este tópico del “amor
en la locura” en su eje principal. En ella, una pareja, un día
de tantos, se lanza al mundo en una larga secuencia de
asesinatos sin sentido (si el asesinato tuviera, en todo caso,
algún sentido), convirtiéndose en estrellas mediáticas,
hasta que todo pierde fundamento, hasta que realidad
y show se confunden en una farsa caótica de sangre y
destrucción.
Este filme constituye una rareza, más cercana al cine
de Tarantino; ya que los demás filmes sobre asesinos en
serie, pese a la violencia, tienden, más bien, a un intento
de descifrar la mente del asesino. Desde la ya citada El
Silencio de los Corderos, pasando por Los siete pecados
capitales, El Hijo de Sam, El Coleccionista de Huesos,
Monstruo (“Monster”) y la de menos contenido aunque
excelentes efectos y fotografía, La Célula, e infinidad de
series que tratan el tema, plantea la existencia del mons-
truo por excelencia de la posmodernidad: el asesino en
serie.
100 Maynor Antonio Mora

La figura del asesino en serie es una figura crimino-


lógica moderna. Su clasificación no responde al hecho en
sí del asesinato ni al número de víctimas. Responde, más
bien, a la racionalidad que encadena los asesinatos (y vio-
laciones) y los signos físicos del daño. El asesino en serie
es descrito como alguien cuyas motivaciones rompen el
“orden de la normalidad”: sus motivos son irracionales, no
así los actos que encadenan estas motivaciones con los crí-
menes. Caso de Grenouille en El perfume (Süskind, 1998),
quien mata para crear el perfume perfecto, o del asesino
que replica a otros asesinos, como en El Coleccionista de
Huesos (Deaver, 1997). El asesino en serie actúa racional-
mente hasta donde pueda. La acción policial se plantea
en los filmes y en la realidad criminológica, como tarea
reconstructivo-hermenéutica, como una interpretación
de las señales y los signos motivacionales que empujan a
los asesinos.
En unas películas, más que en otras, se recurre a
las viejas metodologías racionalistas decimonónicas (las
relatadas en El doble asesinato de la Calle Morgue, o en
la serie de Sherlock Holmes) para el esclarecimiento de
los crímenes; paulatinamente, las películas enfatizan, más
bien, el papel de la intuición y empatía de los investigado-
res, capaces de entender las cadenas racionales que con-
catenan los signos, las huellas y las evidencias, y también
las estructuras intelectuales y emocionales (conscientes
y subconscientes) que soportan y dan contenido a los
mismos.
En este caso, la o el detective llega a pensar y sentir
como el asesino, cayendo en dinámicas afectivas y sociales
de interacción diversa con éste (casi todas las películas
enumeradas atrás recurren a este tópico). La alteridad
se resuelve, en parte, en la mismidad. El asesino en serie
Los Monstruos y la Alteridad 101

aparece como un “semejante”, sujeto a una distorsión


(sicológica, se dice) que la mismidad no puede tolerar,
desatando la cacería, la persecución y la resolución final
del dilema.

El despertar del dinosaurio, la revuelta del robot

El dinosaurio es otro monstruo de la teogonía mo-


derna. Omnipresente en la cultura de masas contemporá-
nea. Excesivo en el cine y la televisión en Oriente (Godzilla)
y Occidente. Ha invadido los juguetes, la ropa, los juegos
de vídeo, los murales, los parques de diversiones; forma
parte del proceso de educación de los niños; y ha sido el
motivo de uno de los cuentos más cortos de la historia de
la literatura: llamado El Dinosaurio, de Augusto Monterro-
so (1995: 107).
En Occidente, el dinosaurio nos ha invadido asfixian-
te, desde la pantalla (Barnie, Parque Jurásico, Godzilla).
Este poderoso monstruo, ha resucitado victorioso de los
fósiles donde fue descubierto, descrito y sometido a las
taxonomías de la paleontología, para convertirse en mito
por excelencia, nutrido por la sabia fértil del conocimiento
científico (cf. Asimov, 1996).
El dinosaurio, aunque monstruo, ha sido revivido en
parte como héroe. Héroe de una época gloriosa y arque-
típica de más de 100 millones de años. Como símbolo,
es útil para demostrar el poder futuro del capitalismo y
su horizonte histórico. Ningún sistema cultural escogería
mejor una mascota para representarle. Más de 100 millo-
nes de años en tiempo humano, constituyen la eternidad:
ese es el periodo que aspiran cubrir las relaciones entre
propiedad privada, producción y mercado.
Franz Hinkelammert asume que los dinosaurios
102 Maynor Antonio Mora

sueltos en la película Parque Jurásico representan a las


multinacionales que hoy dominan, sin fronteras ni ho-
rizontes, el umbral de la economía planetaria y que han
roto las cercas de las fronteras y los estados nacionales.
Los dinosaurios de Parque Jurásico son, así, las mascotas
de las poderosas transnacionales.
Aunque mascota simbólica, ningún monstruo, esca-
pa a su condición de alteridad simbólica, de subjetividad
truncada, ni siquiera los Gremlins, mascotas convertidas
en monstruos por descuido humano. El dinosaurio sigue
siendo monstruo: una de las especies más lejanas en el
tiempo en relación con la especie humana. Entre ellos y
nosotros solo subsisten vaciados en roca y, en el mejor
de los casos, huesos. Como animales relacionados con él,
tenemos a todos los reptiles, quienes han sido tomados a
crédito como monstruos, en la antigüedad (La serpiente
Bíblica) y en la modernidad (filmes como Anaconda, Coco-
drilo). Una serie televisiva estadounidense de los años 70,
Los Invasores, y otras series televisivas, cómics, películas
y novelas, nos muestra que la faz de los “alien” debe ser
“reptil”.
Las teorías neurológicas, de la genética y la paleon-
tología evolutivas, han colaborado mucho en la mitifica-
ción monstruosa de los reptiles. Según dichas disciplinas,
el cerebro de los mamíferos, entre ellos, el ser humano,
guarda en sí todas las otras fases de desarrollo cerebral
de especies animales menos “evolucionadas”. La forma
general y el cerebro de los fetos de especies diferentes
(mamíferos y no mamíferos) guardan extrema semejan-
za. Los seres humanos habríamos desarrollado la corteza
cerebral sobre estructuras más “primitivas”, entre ellas
una que ha perdurado desde los tiempos del dinosaurio:
el cerebro límbico o “reptil” (miedo plasmado en la serie
Los Monstruos y la Alteridad 103

televisiva Invasores).
A lo dicho, en parte cierto, nada más se requería
adicionarle un poco imaginación, planteándose dos tesis
posibles.
Primera tesis: la inteligencia puede no estar relacio-
nada solamente con el desarrollo de la corteza cerebral
humana, por lo que los reptiles también pueden ser inteli-
gentes y poseer dominio científico-tecnológico, a través de
la mediación de un proceso de evolución. Si esta evolución
se entiende como un proceso paralelo y repetible en otros
lugares del universo, el esquema resulta completo: los
alienígenas tienen que ser reptiles-dinosaurios; y lo que
salga de los platillos volantes supuestamente ha de tener
un rostro “reptil”.
Esta insistencia cultural de definir a los alienígenas
como reptiles se ha repetido en diversas series televisivas
y películas, violentando las teorías más serias sobre la exis-
tencia de vida e inteligencia extraterrestres (cf. Schatzman,
1994) y reproduciendo el miedo arquetípico occidental a
la serpiente.
La segunda tesis, es más atrevida, y proviene de
la seudo-ciencia. Constituye el mismo planteamiento
anterior con algunas variaciones: los dinosaurios desa-
rrollaron inteligencia consciente; el colapso que los hizo
desaparecer como especies, fue resultado de su poderío
tecnológico-nuclear (Barclay, 1999: 27ss.). Este autor sos-
tiene una idea sencilla y sistemática: los dinosaurios fueron
conscientes e inteligentes. Ellos nos crearon como “mas-
cotas” (ya que la especie humana aparece, dentro de la
ecología planetaria, como extraña). Un día los dinosaurios
perdieron el control, y todo terminó en colapso nuclear
(obvia trasposición de las potenciales implicaciones de la
Guerra Fría y el armamentismo nuclear actual).
Nosotros nos convertimos en especie dominan-
104 Maynor Antonio Mora

te y los dinosaurios sobrevivientes huyeron al espacio


profundo. Dentro del sistema ecológico planetario, los
seres humanos somos los verdaderos “alienígenas”, no
los reptiles jurásicos que creemos haber visto bajar de los
platillos volantes y que, de vez en cuando, aparecen en su
antiguo planeta. Para defender esta idea, Barclay se dedi-
ca a desbaratar los aportes del evolucionismo de origen
darwinista (cf. Ibíd.: 23ss.), teoría que sostiene, hasta ahora,
una explicación completa, coherente y fundamentada en
base empírica de la evolución, diferenciación y relación
ecológica de las especies, incluida la humana.
Ambas tesis se centran en la posibilidad de que los
dinosaurios sean inteligentes, teniendo estos derechos
sobre el planeta; cosa que “contrariaría” la actual situación
histórica humana. Habiendo encontrado la alteridad en los
dinosaurios inteligentes, el temor invade a la producción
mítica: los reptiles son nuestros enemigos y, como en la
sicología junciana, nos esperan desde dentro (cerebro
profundo o límbico), o desde fuera (platillos volantes).
Las diversas versiones fílmicas y algunas novelas
centradas en este tema, no escapan al miedo arquetípico a
la serpiente, mito que pudo consolidarse, al ser develados
los secretos fósiles del mesozoico.
El dinosaurio como monstruo es funcional en el
plano cultural moderno, al ser símbolo de una poderosa
y antigua presencia ecológica, socavada solo por un te-
rrible cataclismo que sumió al planeta en la oscuridad y
que llevó a un nuevo renacimiento biológico. Mediante
el dinosaurio, hemos creado un monstruo fundacional
ecológico, una ruta para explicar las acciones imperiales
de Occidente sobre el mundo y sobre la ecología global.
Con él materializamos el temor a una alteridad ecológica:
la mismidad se instaura como soledad absoluta en un
Los Monstruos y la Alteridad 105

vacío metafísico perfecto.


Si el dinosaurio es fundado como mito por la bio-
logía (la cual le insufla poder epistemológico), el robot
desplaza el fundamento hacia la capacidad humana y el
conocimiento aplicado: la tecnología. El miedo al robot
surge con la tecnología. La imagen es puramente visual:
el robot se parece a nosotros, y es creado como nosotros.
Habiéndose rebelado las criaturas contra Dios (según la
cosmogonía cristiana), ¿por qué no se rebelarían nuestras
criaturas?
El mito del robot contiene una utopía y una antiuto-
pía. La utopía es definida por el fin del trabajo en manos
de las máquinas (evidente fetichización de las cosas, diría
Marx). Para hacer nuestro trabajo, las máquinas deben pa-
recerse a nosotros. Y entre ser y parecer, la diferencia tien-
de a convertirse en cuestión de percepción. La antiutopía
resulta de la paradoja: el robot, al parecerse demasiado a
nosotros, termina reclamando libertad, imponiendo domi-
nio sobre el ser humano (El Exterminador, Blade Runner, La
Matrix, Yo Robot) e instaurando su propia utopía robótica,
su sociedad de robots (La Matrix, Bionicle).
En la utopía del robot, se anida una mitificación rei-
ficada de la propia estructura capitalista, la cual requiere
del trabajo para garantizar la producción de riqueza. Ya
Marx nos había advertido, desde el siglo XIX que la riqueza
no proviene de la nada, ni de la naturaleza, ni del trabajo
en general, al provenir solo de la aplicación concreta de
fuerza de trabajo sobre los objetos naturales y materiales
(lo que incluye nuestro cerebro).
La utopía del robot constituye un mundo social en
el cual la explotación ha sido trasladada de la esfera de
las relaciones sociales a la esfera de las relaciones tecno-
lógicas (fuerzas productivas): constituye un contrasentido
106 Maynor Antonio Mora

marxiano. La utopía moderna del robot obvia la pregunta


esencial, a saber: para realizar “operaciones humanas”,
¿hasta dónde se requiere ser “humano”?
La antiutopía robótica ha estado incrustada en la
utopía. No le damos razón a Popper, asumiendo que las
utopías traigan el “infierno a la Tierra”. Más bien, en el
caso concreto que analizamos, la utopía mítica del robot
contiene en sí su propia contradicción, su negación. Y esta
contradicción ha sido tratada como miedo a la alteridad
por parte de la teogonía popular moderna, como miedo
a las criaturas tecnológicas; aunque este miedo opere en
las sombras culturales (cine, televisión, literatura) y no en
el debate público sobre el papel de la tecnología.
El mito de la “revuelta del robot” (el “monstruo mecá-
nico”, se dice en el “anime” Mazinger Z) surge de su fuente
mítica más cercana: el gollem. Nada más una diferencia:
el robot está hecho de piezas mecánicas, no de partes
humanas o de barro: es completa creación humana sin
mediación de la naturaleza o de la intervención divina.
El nuevo Gollem, como el “monstruo” de Frankens-
tein, está libre del pecado original. En diversas películas
y novelas de ciencia-ficción, el robot, se instaura como
renovador (en Metrópolis de Tea Von Harbou, su versión
fílmica, y en la serie televisiva Perdidos en el Espacio) o
como “bueno en esencia” aunque con un lado oscuro (El
Gigante de Hierro). En otras, el Robot tiende a ser “malo”
y destructivo por naturaleza (como el filme en clásico
Agujero Negro).
Desde los años 40, los avances tecnológicos permi-
tieron a los escritores de ciencia-ficción predecir la futura
inserción del robot. Isaac Asimov, el escritor que más de-
talló los contornos del miedo al robot, señala una serie de
reglas (conocidas como “Leyes de la Robótica”, incluidas
Los Monstruos y la Alteridad 107

hoy en los manuales de “cibernética” e “inteligencia arti-


ficial”) desde su primer libro sobre robots, denominado
Yo Robot. Ya en este título encontramos la contradicción
analizada: para que el robot diga “yo”, tiene que ser sujeto
y tiene que ser, necesariamente, humano.
Las tres leyes de la robótica, sobre las que quisiera
hacer algunos comentarios, son las siguientes:

1. Ningún robot causará daño a un ser humano o


permitirá por su inacción que un ser humano sufra
daño.
2. Todo robot obedecerá las órdenes recibidas por
cualquier ser humano, excepto cuando estas órde-
nes entren en contradicción con la primera ley.
3. Todo robot debe proteger su propia existencia siem-
pre y cuando esto no entre en contradicción con la
primera y la segunda leyes.

Asimov, en el argumento de Yo Robot, y en todas


las secuelas posteriores derivadas de este libro, describe
una serie de situaciones bajo las que dichas leyes pueden
generar comportamientos inesperados, o bajo las que se
establecen situaciones de excepción. Este escritor insiste
en que dichas leyes deberían regular además el compor-
tamiento humano.
Dicho argumento guarda su contradicción, anali-
zada por Asimov: si los robots son inteligentes como los
humanos, ¿no son humanos en el fondo? Entonces, ¿para
qué plantear las tres leyes? No sería este un acto cínico de
indicación y de anulación mítica de la diferencia.
Ya que si los robots son humanos, ¿no basta con las
mismas normas humanas?, las cuales se “traslucen” dentro
de las “leyes robóticas”: no dañarás a nadie, ayudarás al
prójimo, obedecerás la ley, protegerás tu vida, darás tu vida
108 Maynor Antonio Mora

por los otros. Este constituye un conjunto de reglas que


se mueve entre la obediencia a la ley / sacrificio personal
y la protección de la vida propia y colectiva.
Asimov nos presenta un mundo utópico basado en
el trabajo robótico. La sociedad humana ha creado las
tres leyes (insertas en los canales neurales del “cerebro
positrónico”), a fin de que los esclavos no se rebelen ni
liquiden al amo.
La utopía del robot se fundamenta en el miedo al
otro. Y las novelas de Asimov nos trasmiten este mito del
“monstruo mecánico”, frente al cual, los héroes humanos
siempre restauran la paz robótica, o los robots más inteli-
gentes se vuelven héroes de la humanidad (caso de Daneel
Olivaw, personaje robótico “milenario” de las novelas de
Asimov). o en “humanos verdaderos” como en el caso
del robot Andrew en el cuento-novela y luego película El
Hombre Bicentenario (cf. Asimov, 1987: 183-230). En esta
sociedad éticamente totalitaria (de qué otra forma podría
ser), donde vive Andrew, el personaje requiere doscientos
años para ser reconocido como humano, luego de múl-
tiples aportes a la ciencia, el arte y el conocimiento; y la
transformación de su cuerpo robótico en biológico y, por
último, el desarrollo de la capacidad de amar y de morir
como cualquier humano.
Diríamos, en descargo del personaje de Asimov, que
las mujeres, los indígenas y los negros tardaron más en
conseguir el reconocimiento de su humanidad.
Más allá del “monstruo mecánico”, la teogonía mo-
derna pronto buscó monstruos tecnológicos más sofisti-
cados: cyborg, biorroides, clones y simbióticos. En estos
cuatro casos, se trata de seres míticos, cuya característica
común sigue siendo la artificialidad, aunque en una pers-
pectiva biológica. En los años 70 se enfatizó sobre todo en
la monstruosidad de estos seres a partir de la “ausencia de
Los Monstruos y la Alteridad 109

alma”.
Un cyborg es, en principio, humano. Su cuerpo con-
tiene piezas mecánicas o artificiales. Un biorroide resulta
menos fácil de definir, ya que es una especie de simulacro
biomecánico de un ser biológico. Se trata de un humano
simulado con piezas biomecánicas similares a los órganos
biológicos. Ya en este caso, nos encontramos con una
profunda interacción entre lo biológico y lo mecánico,
siendo imposible diferenciar del todo ambos planos. El
biorroide está por encima de ambas cosas, de lo biológico
y lo mecánico-electrónico.
Un clon, es una copia idéntica biológicamente de un
ser humano, lo que es lo mismo, un gemelo artificial no
sincrónico (carente de alma según la teogonía contempo-
ránea). Un simbiótico sería una interfase compleja entre
un ser humano y una máquina, interfase que constituye
un ser diferente.
Cuando decimos “seres míticos”, no estamos cues-
tionando el desarrollo tecnológico actual, que permite
la clonación o la existencia de los primeros simbióticos
y cyborgs. Más bien, nos referimos al tratamiento por
parte de la cultura de masas contemporánea, en la cual,
esos seres han estado presentes desde hace poco más de
treinta años; o sea, que como mitos son más recientes que
el caso del robot; aún así, son tratados bajo los mismos pa-
rámetros relativos de monstrificación, sea monstrificación
negativa o liberadora de la alteridad.
Casi todos los monstruos bio-artificiales de la teogo-
nía moderna, debido a la esclavización, sumisión o ataque
humano, terminan rebelándose contra sus creadores.
Aunque portadores alteridad, se ven envueltos en una
absolutización de esta alteridad, lo que termina imposi-
bilitando el camino a la convivencia.
En la película Blade Runner, el mito del “ser artificial”
110 Maynor Antonio Mora

encuentra una salida relativa en la alteridad, difiriendo


la trama de la novela original ¿Sueñan los androides con
ovejas eléctricas? del escritor estadounidense Philip K.
Dick (cf. Dick, 1986), en la que la antiutopía no tiene salida
y el antihéroe debe liquidar a los antimonstruos. En Blade
Runner, antihéroe y antimonstruos no quieren ser lo que
son: en ambos casos, aspiran a una humanidad concreta.
En casi todo lo demás, la película guarda algún parecido
con la novela.
Los “replicantes” en Blade Runner (biorroides casi
indiferenciables respecto de los seres humanos, excepto
porque viven solamente 4 años, habiendo nacido adultos
con recuerdos artificiales implantados), son esclavos en
Marte, planeta a donde ha sido trasladada la civilización
humana, después de una serie de catástrofes tecnológicas.
En la Tierra solo viven seres humanos que no son consi-
derados aptos para vivir en Marte debido a su grado de
contaminación radioactiva.
Los “replicantes” intentan huir a esta Tierra antipara-
disíaca, matando seres humanos a su paso. El “héroe” es
un cazador policial que tiene, como único instrumento
de reconocimiento de los “otros”, un test sicológico capaz
de medir las reacciones emocionales y empáticas en sus
pupilas, siendo en estos mucho más “frías” que en los seres
humanos. Adicionalmente, no existen diferencias efectivas
entre humanos y “replicantes”.
El argumento de Blade Runner se mueve en esta
lucha entre el antihéroe y los antimonstruos. Ni el héroe es
tal, ni los monstruos son lo suyo. Ambos reclaman alteridad
en los otros.
La cadena de exterminio va adelante, porque la
metáfora es clara: una vez creada la supuesta existencia
de los monstruos, estos deben ser exterminados. En la
escena final, el líder “replicante” no mata al antihéroe. Solo
Los Monstruos y la Alteridad 111

cumple su ciclo de vida y muere, habiendo resuelto el


conflicto simbólico del que es presa: demostrando, como
Andrew Martin, su condición humana. Novela y película no
monstrifican negativamente sino, más bien, muestran las
consecuencias de la teogonía moderna de los monstruos.
Como la saga de los “calvos”, Mutante (Kuttner, 1988), don-
de las mutaciones crean a los otros, que deben avanzar
hacia un proceso de comunión con los no-mutantes (tema
recurrido en el cómic, la serie televisiva y en las películas
de los Hombres X).

El Chupacabras o el poder de los pequeños monstruos

La producción cultural actual de monstruos, es un


proceso complejo, que involucra los nuevos mecanismos
tecnológicos de transmisión de información y las singu-
laridades sicológicas de las poblaciones, sus contextos
locales, y su disposición para la recepción de mensajes
externos provocadores o representativos de sus universos
simbólicos. Los monstruos llenan algún espacio en esta
sicología, convirtiéndose en fenómenos reales para los
sujetos y poblaciones que viven y sienten lo monstruoso
como experiencia subjetiva.
A los viejos mitos, se suman los nuevos, aquellos que
podemos denominar “tecno-mitos”, muchos recreados en
nuevas y populares series de televisión, caso de Archivos
secretos X (1992-2003) (González, 2004), en la cual “el
terror, como el horror, susurran inertes en las mazmorras
de nuestro recelo” (Olivares, 2004).
Compartimos, entonces, la siguiente opinión sobre
esta serie televisiva: “Todas las sombras y los lemures a
los que X Files han dado vida durante más de un centenar
de capítulos, han tenido su oportunidad estelar de existir
112 Maynor Antonio Mora

gracias a que han salido a la luz pública en un transcurrir


histórico especialmente receptivo para sus andanzas os-
curas, seductoras y borrosas” (Ibíd.).
El monstruo de la cultura de masas se convierte en
producto de los medios de comunicación, alimentado por
el “rating”, y por la necesidad de horror y miedo presente
en los espectadores. Este es el caso de uno de los mitos
más efectivos de lo monstruoso en los últimos tiempos,
reproducido en cuestión de meses por toda la América de
habla hispana. Nos referimos al denominado Chupacabras,
“asesino de especies menores”, que también aparece en
un capítulo de la citada serie Archivos secretos X.
El fenómeno del Chupacabras dio comienzo en
marzo de 1995, “cuando los vecinos de los municipios de
Orocovis y Morovis en el interior de Puerto Rico descu-
brieron que los animales de las granjas eran atacados de
una forma sensiblemente diferente a la habitual en los
animales salvajes o en el hombre” (Mundo Paranormal,
2004). Lo característico del mito es el tipo de víctimas y
la forma en que las reducía a la muerte: “Conejos, pollos,
cabras, etc. empezaron a ser encontrados totalmente
desangrados, apareciendo los cadáveres con un simple y
pequeño orificio, especialmente en la garganta” (Ibíd.).
Después de su debut en Puerto Rico, el mito del
Chupacabras se extiende a México, EE. UU., Costa Rica, El
Salvador, Guatemala y al Amazonas (Ibíd.). En México, el
fenómeno cobra auge al ser tratado en el popular progra-
ma Primer Impacto, durante mayo de 1996, casi un año
después de los primeros casos de muerte de animales
menores achacada al Chupacabras en Puerto Rico. Por ello,
no fue difícil asignar un papel preponderante en la difusión
de dicho mito a los medios masivos: “el crecimiento de la
leyenda desde su germen inicial es una maravilla de la era
Los Monstruos y la Alteridad 113

electrónica, un invento popular trasmitido por radio y TV”


(Temas, 2004).
Las descripciones del Chupacabras, “lo presentaron
como una horrorosa entidad semejante a un canguro
con colmillos y con un abombamiento en sus ojos rojos”
(Mundo Paranormal, 2004). Pese a diversas descripciones,
nunca hubo exacta precisión en cuanto a la fisonomía del
monstruo. El mito estaba centrado, más que en la figura
física, en el tipo de acción y en su ocultamiento a la mirada.
Nunca alguien pudo afirmar tener un encuentro certero
y directo. Solo avistamientos de lejos, en las sombras,
presentimiento en las espaldas, gestos y exhalaciones, la
idea de que “acaba de estar aquí”.
La mitologización no intentó realizar demasiadas
auscultaciones sobre la naturaleza física del monstruo,
ni sobre su inserción posible en la taxonomía biológica.
Aunque se elaboraron dibujos y se “inventaron” fotografías
y retratos, los medios no pusieron énfasis en la recabación
de pruebas contundentes al respecto, sino, más bien en
mostrar el Chupacabras en su carácter etéreo, disimulado
y subrepticio. Se trató, pues, de un monstruo perfecto, un
monstruo insinuante e inaprensible respecto de la mirada,
no obstante ser creado por ella.
Esta ausencia de pruebas físicas no impidió imaginar
su naturaleza: vampiro, animal mutante, extraterrestre,
lagarto, canguro, espíritu, “experimento científico”; en
todo caso, demasiado cercano a los mitos creados por
los Archivos secretos X. Se trasluce así “la urgencia de lo
sobrenatural” (González, 2004), bajo un profundo trasfon-
do de ambigüedad. Tratándose, entonces, de un pequeño
monstruo difícil, si no imposible, de clasificar, de auscultar
y de monitorear (imposible de ser sometido a todos los
procedimientos científicos de la biología).
114 Maynor Antonio Mora

El mito se movió entre la idea de monstruo individual


y ubicuo (dado su portentoso espacio geográfico de ac-
ción) y la horda invasora de seres. En este segundo caso, el

Acciones deletéreas sobre la mismidad mítica


imputadas al monstruo

Tipo de acción Definición


Destructiva El monstruo destruye al sujeto, para
imponer su poder o existencia
Privativa El monstruo roba alguna cosa o esen-
cia al sujeto dejándole incompleto
Parásita El monstruo utiliza la mente o el
cuerpo del sujeto para sustentar su
existencia o acción
Contaminante El monstruo contamina (espiritual o
físicamente) al sujeto alienándolo
Conspirativa El monstruo conspira contra el sujeto
poniendo a sus semejantes contra sí
Desviativa El monstruo desvía moralmente al
sujeto encaminándole hacia donde
no le conviene
Disociativa El monstruo secuestra al sujeto ale-
jándolo de sus semejantes o de su
tierra
Transformativa El monstruo convierte al sujeto en
su igual, en otro monstruo
Los Monstruos y la Alteridad 115

5. Creación incesante
del mal

Teratogénesis técnicas

L
os mitos de lo monstruoso no sirven excepto cuando
se hacen reales, cuando asustan o aterrorizan a las
personas y a las colectividades, cuando sirven a ca-
cerías de brujas. La producción cultural reciente del mito
histórico del monstruo (distinto del mito ficcional, que
hemos analizado hasta ahora), en Occidente, ha estado
enfocada a la producción del otro (la diferencia), como
monstruo, y siempre como monstruo a destruir o contro-
lar. Estas operaciones culturales han tenido dos tipos de
objetivos.
Por un lado, anular a los monstruos creados imaginaria-
mente por la cultura y destruidos sistemáticamente por
las gestas militares reales y simbólicas. Por otro, ocultar
la destructividad dominante, culpando a los otros de su
(“propia”) destrucción. La creación de monstruos “reales”
sirve a la afirmación política de la mismidad en detracción
de la alteridad. La base mítica es en este caso directamente
imagen ideológica para la negación de la diferencia. Lo
mítico deviene en “real” por medio de un ejercicio ideo-
lógico dentro del imaginario social.
116 Maynor Antonio Mora

Dichas operaciones han tenido como función el extermi-


nio y el ocultamiento de los cadáveres, bajo la exculpación
de las acciones destructivas en la figura de los otros: la
creación de monstruos, la proyección en los demás, de
los miedos, tendencias destructivas y de la intolerancia.
Lo monstruoso, como estrategia del poder, es un proceso
de asignación de identidades, y un proceso violento de
dominio cultural, económico y socio-político.
Ni qué decir de procesos más inmediatos y cotidianos
que exterminan formas de vida, procesos vitales, diferen-
cias significativas, en pos de la normalidad, de un único
patrón de comportamiento sancionado, a su vez, como
únicamente válido; cosa sumada a los monstruos simbó-
licos e inculpatorios de las guerras abiertas actuales del
Occidente Imperial contra todo el mundo (Sadam Hussein,
Osama Bin Laden; hijos no reconocidos, sin embargo, del
padre de la normalidad del imperio).
La creación y eliminación de la diferencia, asignando
monstruosidad, ocurre todos los días y en todos los
espacios sociales de la cotidianidad. En el trabajo, en el
hogar, en el aula, en la calle, en el lugar de recreo, en el
deporte. La cotidianidad occidental está llena de peque-
ños monstruos, tantos como los dioses familiares en la
antigua Roma, ocultos en los gestos e imposturas de la
mirada correcta.
La existencia de “eloin” no puede darse, parece, sin crear a
los “morlocks” (La Máquina del Tiempo de Wells). Los dioses
y los ángeles requieren de los demonios, para poder fun-
dar su poder. Como señala Umberto Eco, en El Nombre de
la Rosa, el temor a Dios / Diablo, bajo la promesa del Infier-
no, instaura el poder real de la religión. Cuando se pierde
el miedo al Diablo, Dios no resulta necesario. El miedo
constituye el lado oscuro de la fe ciega y fundamentalista,
Los Monstruos y la Alteridad 117

que domina hoy muchas facetas de nuestra vida, a partir


de la afirmación de una mismidad mítica centrada en la
negación de la alteridad. Fundamentalismo de la primera
persona singular, y, paralelamente, de la primera persona
del plural (referencia al grupo de iguales).
Este proceso de creación histórica de monstruos,
asignándoles la esencia del mal, y culpándolos de las
fallas sociales de la mismidad, aunque no es en exclusivo
moderno, sí sufre un proceso de recrudecimiento en la
modernidad. Arranca con las persecutorias de las brujas
y la anulación del “alma” de los indígenas y los negros
(eliminando, pues, la humanidad de los otros y monstrifi-
cando a quienes son objeto de la violencia, la conquista
y el genocidio). Monstrificar implica, necesariamente,
justificar la destrucción del otro: afirmando al extremo la
exclusión propia de toda identidad. Si uno destruye mons-
truos (al “mal”), no está destruyendo seres humanos. Los
monstruos no son sujetos, no son otros: la mismidad es
el único espejo que muestra que los otros no pueden ser
más que desdoblamientos de nosotros, o sea, los únicos
otros permitidos son nuestros dobles.
La mitologización monstruosa de sujetos reales,
deviene como fundamento del genocidio (como sucede-
rá con los judíos en la Alemania nazi) y la consecuente y
sistemática destrucción de los otros.
Las primeras formas de monstrificación histórica en
la Época Moderna son groseros procesos justificados por
la religión, la teología y sus teogonías ficcionales, bajo
mediaciones civiles y jurídicas aun no desarrolladas de
forma suficiente. Todavía la base técnica en la creación
de monstruos es muy pobre, aunque se desarrolla poco
a poco gracias a las modificaciones del derecho civil (no
canónico) en su “tratamiento” de la brujería y de los con-
flictos éticos y legales relativos a la visualización de la “hu-
manidad” (pertenencia al proyecto divino) o “bestialidad”
118 Maynor Antonio Mora

(animalidad) del indígena americano.


La Reforma dentro del Cristianismo Occidental
potenció la cacería de brujas, ahora desde dos bandos
religiosos, y bajo el apoyo civil. “En 1540 en Wittenberg,
la ciudad de Lutero, quemaron cuatro brujas. El mismo
Lutero admitió la teoría de los íncubos y súcubos, el vuelo
nocturno... También proclamaba que aunque no hicieran
daño, se debían quemar en virtud del pacto que habían
establecido con el Diablo” (Armengol, 2004). La brujería
se sancionaba con la muerte porque implicaba una he-
rejía, un plegamiento de la debilidad de la inculpada (la
bruja) a Satanás. Se culpaba el intento, no los resultados.
El “escándalo” (hoy sería el efecto mediático) era suficiente
prueba de tal caída en las “garras del mal”, para probar la
monstruosidad de la bruja. Se trataba de una “monstruo-
sidad espiritual”.
En el caso de las brujas por primera vez se visualiza el
poder de la sugestión y el “histerismo”. En este enfoque de
derecho civil, la brujería, aunque perseguida y destruida,
se perfila, en alguna medida, como un problema de ilusión
colectiva, condicionado por el diletantismo del cristianis-
mo católico, que heredaba cierta prudencia en materia de
brujería, y las primeras relativizaciones (antecediendo con
siglos a la sicología y su concepto del inconsciente) del
principio de “libre albedrío”. El “tratamiento” de la brujería
se vuelve, cada vez más, un tema de derecho civil. La in-
quisición respondió a la constitución de una nueva forma
de sociedad, centrada en un estado que, poco a poco, va a
reclamar dominio sobre el saber y las distinciones sociales.
La destrucción masiva de los indígenas americanos
igual requiere de complicados procesos históricos de
monstrificación, siguiendo el camino abierto por Sepúl-
veda, alrededor de la oposición binaria entre un conquis-
Los Monstruos y la Alteridad 119

tador heroico y unos habitantes “naturales” y monstruosos


en los “nuevos mundos”, dentro de un proceso de trans-
formación global. El “sujeto de esa transformación será el
conquistador o el misionero y, transitivamente, el empe-
rador y Dios mismo. El objeto de esa transformación será
el ´otro´ nativo y, transitivamente, el Demonio” (Valero,
2004). Al destruir o convertir al otro, se combate al Diablo.
Al extirpar míticamente el alma a los indígenas, se
les animaliza y monstrifica. Según los discursos y “teorías”
de la época, no pueden ser considerados más que “mons-
truos”, unos “seres” que, careciendo de “alma”, se parecen a
los “humanos”. Tema con el que enfrascó el derecho formal
colonial, y las primeras luchas por los derechos humanos
de los indígenas (caso del “contradictorio” Bartolomé de
Las Casas, quien otorgó la existencia de alma a los indí-
genas y se la quitó a los esclavos negros), demostrando
profundas diferencias a lo interno del discurso religioso
católico (cf. Rivera, 1992). De nuevo, son intereses civiles
los que requieren del discurso del Demonio y del monstruo
para instaurar un nuevo sistema de diferencias sociales.
La acumulación de saber científico y el consecuente
desarrollo técnico, van a superar pronto las visiones míticas
tradicionales y la creación de monstruos según el punto
de vista religioso, para centrarse en poderosos procesos
de teratogénesis, operados por las técnicas siquiátricas y
criminológicas, heredadas a nosotros, con mayores grados
de sofisticación y especialización. Bajo el auspicio de estas
técnicas se crearon, desde finales del siglo XVIII, grandes
órdenes de “monstruos históricos” (en oposición a los mi-
tos ficcionales de la literatura, el cine y el cómic), los cuales
remiten a la concepción de los “monstruos humanos”:
por lo cual, la locura y la criminalidad han sido suscepti-
bles de ser consideradas formas de esa monstruosidad.
120 Maynor Antonio Mora

Ambas requieren de la creación de un perfil de señales,


que permita catalogar a personas concretas como tales
monstruos. Este perfil no dista mucho de las señales que
otrora identificaban a la bruja.
Foucault asegura que, a través de la idea de “mons-
truo humano”, se posibilitó, de alguna forma, una concep-
ción clara sobre la diferencia; el nuevo “campo de aparición
del monstruo es un ámbito jurídico-biológico”, se trata de
un monstruo instituido por una doble infracción (hombres
lobo, hermafroditas, monstruos dobles), dentro de cuyo
campo se “combina lo imposible y lo prohibido”; y una
profunda relación entre “la excepción de la naturaleza y la
infracción del derecho”. El monstruo es concebido como
una “excepción jurídico-natural”, pasándose a defender
también la idea del “anormal” como “monstruo banal”
(Foucault, 1996: 61-65). El monstruo violenta la ley, al
romper la normalidad natural. Los sujetos monstrificados
de forma más radical serán recluidos en el circo: el circo
convierte la excepcionalidad en objeto de la mirada públi-
ca (que es una forma de exorcismo), a la vez, que el circo
aparece como una sociedad distinta, en una alternativa
de sociabilidad (como en la serie televisiva Carnivale) y
en una paralela “sociedad de monstruos”.
A partir de estas nuevas ideas sobre lo monstruoso,
se pasa a la medicalización de la diferencia. El tratamien-
to de la “anormalidad”, caso de la locura, se centra en el
Hospital, como figura espacializada del tratamiento del
desorden y el caos humano y social. Por esto “la locura,
voluntad desordenada, pasión pervertida, debe encontrar
en él una voluntad recta y pasiones ortodoxas” (Ibíd.: 52),
un camino de retorno a la normalidad; pero aquella locura,
aquella inflexión monstruosa, es necesaria, como estado
de excepción, para fundar la legitimidad y el estatuto epis-
Los Monstruos y la Alteridad 121

temológico de la cordura. Locura y cordura, normalidad y


monstruosidad, resultan en unidad categorial.
El loco, esto es, la persona que no responde a los pa-
trones de la racionalidad, es víctima de esta nueva mirada,
que ve en la locura una ruptura, peligrosa en términos de
la racionalidad, ya no como excepcionalidad, abierta a la
mirada pública, y sancionada como positiva (“El loco, en
cambio, abordando las realidades y los peligros, adquiere,
a mi juicio, la verdadera prudencia. Homero, aunque ciego,
lo vio bien cuando dijo que los hechos incluso los locos
los entienden” –Rotterdam, 1999: 36-37), sino, como una
constitución anormal, como una inflexión dentro de la
cadena de la anormalidad: “La conciencia moderna tiende
a otorgar la distinción entre lo normal y lo patológico el
poder de delimitar lo irregular, lo desviado, lo poco razo-
nable, lo ilícito y también lo criminal” (Foucault, 1996: 13).
La criminalidad empieza a ser objeto de las nuevas
formas de monstrificación. Teniendo un papel prepon-
derante las nuevas teorías criminológicas de naturaleza
físico-antropológico y positivista, y algunas corrientes de la
sicología que intentaron explicar los nuevos movimientos
sociales masivos como “conducta criminal”, por medio de la
idea de “contagio psíquico” (Kon, 1989: 107ss.); a partir de
lo cual, se llegó a la idea de que los movimientos sociales
de protesta eran generados por individuos perturbados
que había que extirpar, eliminando la fuente de esta “irra-
diación colectiva”. En ninguna forma, los comportamientos
colectivos eran achacados a procesos socio-históricos
específicos. Se achacaban a rupturas de una normalidad
estructural de la sociedad.
Son el positivismo criminológico y, en especial, Ce-
sare Lumbroso (1835-1909), quienes radicalizan la idea de
criminal como un ser degenerado o atávico (un monstruo)
122 Maynor Antonio Mora

cuya naturaleza pervertida es explicada por rasgos exterio-


res (y no por el contagio psíquico). “En especial, Lombroso
fija su atención en caracteres somáticos y biológicos del
delincuente, convencido de que atavismo y degenera-
ción se combinan, de modo tal, que en cada delincuente
pueden detectarse un buen número de características
degenerativas, como la relación peso-altura, la capacidad
craneana o características como mirada extraviada, orejas
grandes, asimetrías, labios leporinos, granos, etcétera”
(Elbert, 1998: 49).
Estas ideas perduraron bastante tiempo, y se convir-
tieron en parte de una teogonía popular sobre la crimi-
nalidad, que supone que el “comportamiento criminal” es
predecible por las características físicas del sujeto; y, hoy,
biológicas y genéticas, como propone, por ejemplo, la so-
ciobiología, al señalar que los cromosomas determinarían
el comportamiento criminal (cf. Lewontin y otros, 1996:
39). Antiutopías fílmicas como Sentencia previa plantean
los extremos posibles de una visión criminalista funda-
mentada en estas ideas. Con esto se sustenta una teoría
de la desigualdad de bases deterministas. Y, como nos dice
Foucault, prima una nueva ideología: “La delincuencia,
desviación patológica de la especie humana, puede ana-
lizarse como síndromes mórbidos o como grandes formas
teratológicas” (Foucault, 1996a: 257). Esta idea dominará
durante mucho tiempo a la criminología moderna, y a los
sistemas de tratamiento penal.
El ingreso en escena de la sicología menos seria,
soporta la dualización de la acción humana y la concep-
ción moderna del monstruo. El “monstruo humano” es, en
apariencia, normal; pero, en las capas subconscientes, en-
contramos teratogénesis profundas que van a condicionar
la “conducta desviada”. En algunos casos, esta tesis sirve
para inculpar (y destruir) al sujeto-monstruo; en otras, más
Los Monstruos y la Alteridad 123

bien, permiten exculpar los actos y responsabilidades; en


cualquier caso, el otro es monstrificado.

Teratogénesis políticas

Desde el siglo XIX hasta nuestros días, la concepción


de monstruos ha sido una eficiente estrategia política de
control social. Siguiendo a Foucault, podríamos señalar
que las nuevas monstruosidades, entendidas como for-
mas de ruptura de la normalidad, ante todo en el espacio
jurídico, permiten fundar la nueva estructura discursiva
de dicha normalidad. La locura funda la idea de sujeto
racional y cuerdo (hombre / adulto / emprendedor), ne-
cesaria para los procesos contemporáneos de integración
social. La criminalidad, por su lado, establece el límite del
comportamiento aceptado (el individuo respetuoso de la
ley) y, con ello, los parámetros permitidos y normales de
la desviación.
En el siglo XX, la idea de monstruos adquiere un
contenido social. Entendiendo por “social”, aquella idea de
que el monstruo es un individuo o grupo de individuos
que genera desorden en la sociedad, que atenta contra el
orden social dominante, y ya no tanto una manifestación
biofísica y corporal de una naturaleza pervertida, aunque
tal naturaleza subsista en instancias menos visibles (el
espíritu, la constitución moral, la “sangre”).
Estos monstruos sociales fueron creados espléndi-
damente en la Alemania nazi (los judíos en primer lugar;
los homosexuales, los comunistas, los polacos en menor
medida), en la Unión Soviética (los disidentes contrasisté-
micos) y en los Estados Unidos (los comunistas, los negros,
los hippies). Las demás regiones del planeta, seguidoras
de alguno de estos “núcleos de civilización”, imitaron y
124 Maynor Antonio Mora

ampliaron la teratogénesis política de aquellos, hasta


límites difíciles de evaluar todavía, como en el caso de los
regímenes de “seguridad nacional” en América Latina, y en
los sistemas políticos sui generis de Asia y África.
Durante el siglo XX en el mundo occidental (antes de
la caída de los regímenes socialistas a finales de la década
de los 80 y principios de los 90), van a surgir, las figuras
del “judío”, el “comunista” y el “disidente”, como categorías
mítico-históricas monstrificadas y perseguidas, ya que, a
diferencia de la locura o la criminalidad (insertas dentro
de un “orden de la normalidad / anormalidad”), estas otras
categorías constituían, para la visión dominante de clase,
puro caos político.
Se trata, desde el punto de vista epistemológico, de
la percepción de profundas “desviaciones políticas”, que
pueden dar al traste con las estructuras sociales dominan-
tes. Lo cual explica la excesiva violencia en la persecución
de estos nuevos y creados “monstruos históricos”.
En la delimitación mítica de estas tres figuras de la
teratogénesis política, propia de la primera etapa de siglo
XX, se recurre todavía al esquema dual de la monstrifica-
ción moderna. En el discurso teratogénico, las tres figuras
en cuestión son monstruos porque “violan la ley”. No la
ley en sentido estrictamente jurídico, sino, más bien, en
el sentido de “ley natural”. Estos “monstruos sociales” son
tales, porque rompen la “ley natural”, exteriorizada como
sociedad, como “orden social”. Los monstruos son enton-
ces seres “contra natura” (como ya anticipara Aristóteles).
En segundo lugar, los monstruos sociales son detrac-
tores del orden social porque su propia estructura vital es
“contra natura” (idea de la “degeneración”). Los monstruos
sociales son portadores, según la estructura mítica, de
una “deformidad interna” (síquica, genética, biológica,
Los Monstruos y la Alteridad 125

moral, etcétera) que los excluye de la naturaleza antro-


pológica y de la naturaleza social, y les convierte en seres
irrecuperables para la sociedad. Esta segunda condición
“contra natura” sustenta y es condición indispensable para
la primera. Al ser resultado de una supuesta condición
objetiva, el sujeto que viola la ley, lo hace porque no tiene
alternativa. La monstruosidad no es amparada por el libre
albedrío.
Al ser doblemente “antinaturales”, según su concep-
ción, los monstruos sociales van a ser brutalmente perse-
guidos y eliminados a toda costa. El exterminio se visualiza
como “extirpación quirúrgica del mal”. Las connotaciones
medicalistas del siglo XIX mantienen vigencia, aunque va-
riando según los avances de la medicina: monstruos como
“tumores”, “miembros gangrenosos”, “cáncer”, “mutantes”,
“degenerados genéticos”, etcétera.
En el caso del pueblo judío, se trató de un pretex-
to valioso, una monstrificación ficcional, que se volvió
real por sus consecuencias, que se historizó, llevando al
holocausto. Las profundas fisuras económicas, sociales
e identitarias, que dejó la Primera Guerra Mundial en
Alemania requerían una figura monstruosa exculpatoria
y expiatoria conveniente económica, política, ideológica
y culturalmente, lo cual recayó propiciatoriamente en la
comunidad judía europea, y en los homosexuales, gitanos,
comunistas y otros grupos sociales.
Como en el caso de la persecución de las brujas, la
maquinaria social que se enfocó hacia esta nueva figura
del “monstruo” (como lo mostraban los carteles propa-
gandísticos nazis en Alemania), fue en extremo violenta
y destructiva. “La proyección del judío como monstruo, y
el exterminio de los judíos era para los nazis míticamente
el socialismo en sus raíces” (Hinkelammert, 1993: 144), al
126 Maynor Antonio Mora

asociar el socialismo al judaísmo, causa de todos los “males


de Occidente”.
El holocausto constituyó un proceso masivo de des-
trucción humana, un genocidio, en contra principalmente
de los judíos, vistos como monstruos (bajo el término de
“raza degenerada”) por la imaginación política y social
de los nazis, aunque ya había antecedentes de monstri-
ficación de dicho pueblo, caso de las realizadas por los
españoles en 1492, las persecuciones de Pedro El Grande
y en el plano del pensamiento los ataques planteados por
Nietzsche (cf. Ibíd.: 143, nota 52).
Los nazis definen como monstruos a socialistas,
judíos, y, en general, los habitantes de Europa Oriental,
lo que incluía a los polacos. A todos se les visualizó como
“monstruos infrahumanos” (Ibíd.: 145). “Detrás de esto
apareció la proyección del monstruo. Se establecía la
siguiente responsabilidad: los estalinistas son rusos, por
consiguiente lo hicieron los rusos. Son también eslavos,
por lo tanto lo hicieron los eslavos. También los polacos
son eslavos, luego, lo hicieron también los polacos. Se
construyó de esta forma una simple responsabilidad
mítica, que hacía de toda Europa Oriental un monstruo
que había que exterminar” (Ibíd.). El hecho referido como
cadena de responsabilidad o culpabilidad remite a las ma-
sacres perpetradas, desde el principio, por los estalinistas,
contra todos sus enemigos internos, que justificaron esta
espiral de monstrificación.
Pocas veces en la historia occidental, se había visto
una forma tan cruenta y brutal de exterminio. Solo la supe-
ra el exterminio de los indígenas en América. La diferencia
es que, en el primer caso, se trató de un plan orientado al
exterminio mismo. En el segundo, el exterminio fue conse-
cuencia necesaria e indirecta de otros fines o imperativos
Los Monstruos y la Alteridad 127

societales, que llevaron de forma indirecta a él, como los


fines económicos del régimen nazi.
El holocausto judío fue un genocidio técnico. Que
luego se repetiría en Los Balcanes y en diversos lugares de
África. Se creó una nueva y verdadera “tecnología social de
la muerte” que, como señala Hinkelammert, sería heredada
por el movimiento sionista y aplicada en alguna medida
contra los palestinos y otros pueblos no reconocidos por
el recién fundado Estado de Israel, el cual, para existir
monstrifica a aquellos que desplaza o que visualiza como
enemigos. Sin contar con las mismas monstrificaciones
hechas por Occidente, hacia pueblos participantes en
el “eje” durante la Segunda Guerra Mundial, caso de los
japoneses, “monstruos” cauterizados no solo ideológi-
camente, sino también por primera vez usando el poder
nuclear (Hiroshima y Nagasaki). Pues según el discurso del
momento unos monstruos requerían necesariamente un
tratamiento monstruoso: “absoluta” destrucción del otro.
La figura monstrificada del “comunista”, procede de
las estructuras ideológicas de los estados nacionales occi-
dentales durante todo el siglo XX. La figura está orientada
a satanizar y mitificar como monstruo a los individuos y
grupos que, de una u otra forma, pretendían en Occidente,
un cambio en los sistemas sociales de clase, y la transfor-
mación del capitalismo (hacia el socialismo como alterna-
tiva política), a partir del comunismo en tanto categoría
utópica planteada por las corrientes teóricas y políticas
europeas (como el socialismo utópico y el marxismo).
El mito del “comunista” incluye, sin diferenciar de-
masiado, a diversos sujetos y actores políticos: socialistas,
comunistas, trotskistas, maoístas, revolucionarios, gue-
rrilleros de izquierda política, sindicalistas, intelectuales,
partidos políticos, grupos estudiantiles, feministas, ecolo-
128 Maynor Antonio Mora

gistas. Constituye un saco sin fondo para estigmatizar a


cualquier individuo o grupo que tuviera alguna pretensión
revolucionaria, reformista o transformativa del capitalismo
y su estructura desigual de clases y de representación
política.
No analizaremos las diversas connotaciones del
mito del “comunista”, ya que cada una va a depender de
la época, y del país de referencia. El mito fue producido,
principalmente, en los EE. UU. y conllevó a persecuciones
internas en este país (como la de Mc Carthy durante los
años 50) y el apoyo indiscriminado a los regímenes mi-
litares de todo el mundo que combatieron los procesos
revolucionarios o reformistas.
La lucha contra el comunista, se presenta como lucha
por la libertad. “La sociedad occidental se legitima por la
negación violenta de su fundamento de libertad, para
ubicar lo que llama libertad en esta su negación. Corre
persiguiendo la libertad, y de esta persecución recibe su
propia sensación de libertad” (Hinkelammert, 1991: 54).
El mito se construye, ante todo, en referencia a los
habitantes, gobiernos o defensores de los sistemas socia-
listas y, de forma especial, en el caso de la URSS, Europa
Oriental, China Popular, Cuba, Chile de Allende y la Uni-
dad Popular y diversos países de Oriente y África, cuyos
sistemas políticos derivaron, en mayor o menor medida,
hacia el socialismo, a semejanza de la Unión Soviética. En
el marco de la “guerra fría”, el comunista aparece como
monstruo político, como enemigo por excelencia (de la
libertad, de la economía, de la democracia, de la cultura
y del sujeto y los actores políticos occidentales).
En la percepción “medicalista”, el comunismo es una
enfermedad, una patología social que debe ser extirpada
y exterminada sin contemplaciones. Como toda cacería
Los Monstruos y la Alteridad 129

de brujas, el mito del comunista justificó diversos geno-


cidios en todo el planeta, y la persecución sistemática de
la diferencia y de la opinión disidente.
Si en Occidente el mito del comunista hacía lo suyo,
dentro de los sistemas socialistas, los aparatos estatales,
policiales y represivos crearon su respectivo monstruo.
Esta figura mítica, según sus creadores, es la del “disiden-
te”, entendido como alguien que no está de acuerdo o
difiere, activa o discursivamente, del régimen político e
ideológico. Como la figura del comunista en Occidente, la
estigmatización del “disidente” generó diversas persecu-
ciones, ejecuciones, tratamientos especiales (de “lavado
de cerebro” y tortura) y condenas a perpetuidad de nume-
rosas personas. Como lo denuncia Alexander Solzenitzen
en Archipiélago Gulag y en la novela Un Día en la Vida de
Iván Denisovich.
La figura del disidente alude también a una “figura
medicalizada”, por lo que el procesamiento político de
quienes son señalados como disidentes, no es feliz ni agra-
dable. Bajo la idea de que se trataba de una “enfermedad
burguesa”, fueron clasificados como “disidentes” los artistas
(caso tratado en la película Sol de media noche), los homo-
sexuales (como relata de alguna forma el escritor cubano
Reinaldo Arenas en Antes que Anochezca –Arenas, 2001–,
autobiografía que cuenta con su versión fílmica, respecto
de las persecuciones de que fue objeto por su condición en
Cuba durante los 70 y 80, aunque esto fue recurso común
en todo Occidente, y no solo en los regímenes socialistas),
las personas religiosas, y no solo los activistas políticos
críticos de los excesos de los gobiernos socialistas y sus
aparatos represivos. La creación de la figura del “disidente”
fue tarea, en todo caso, del “sistema político”.
La crisis del socialismo histórico, durante finales
130 Maynor Antonio Mora

de los 80 y principios de los 90, desvirtúa las figuras de


los “monstruos históricos” creados durante casi 80 años
de mitificación, destruyendo el miedo al comunista y al
disidente. La unipolarización política del planeta desem-
boca en la construcción de nuevos miedos y enemigos del
capitalismo. En este contexto, surge el nuevo “monstruo
histórico” y su respectivo aparato de exterminio: el terro-
rista y el antiterrorismo.
La figura del terrorista se crea durante la Revolución
Francesa, y alude a quien recurre al “terror”, la destrucción y
el asesinato. El terrorista recurre al terror, como arma polí-
tica. El mito se reviste pronto de otras cualidades políticas,
por lo que, en adelante, serán considerados terroristas
los comunistas, los anarquistas; y luego, los árabes, los
disidentes políticos. La figura permite “afirmar” que jefes
de gobierno (Sadam Hussein) y pueblos (como el iraquí)
son terroristas. En esta concepción, aparte de “individuos
terroristas”, también existen sociedades y pueblos “terro-
ristas”.
La destrucción el 11 de septiembre de 2001 en
Nueva York del World Trade Center, símbolo con el que “se
pretendió designar la relación absoluta entre comercio
y paz” (Ocampo, 2002: 306), permite definir la figura de
este nuevo monstruo: terrorista será todo aquel que no
esté de acuerdo con la política y economía de los EE. UU.,
de manera independiente de su signo político, origen o
cultura. Siguiendo este mito los EE. UU. invaden Afganis-
tán e Iraq, en una supuesta lucha contra el “terrorista” y el
“fundamentalismo” (Tahar, 2003: 7), recurriendo a lo que se
denominó “justicia infinita” (Roy, 2001), vale decir, “guerra
infinita”, que tiene todas las connotaciones necesarias del
imperialismo cultural y de una política de terror militar de
estado. “Para combatir a los terroristas, hay que hacerse
Los Monstruos y la Alteridad 131

terrorista”; es “un llamado al exterminio en nombre de una


proyección de la monstruosidad” (Hinkelammert, 1993:
150, 151).
Algunos aportes ideológicos, provenientes de au-
tores orgánicos a esta concepción (Fukuyama, Toffler y
Huntinton), permiten establecer que los EE. UU. lideran
una lucha contra la “barbarie mundial”, representada
por las culturas orientales y, en especial, por la cultura
árabe (quien pertenezca a la misma, ideológicamente es
presentado como potencial terrorista o como terrorista
real). Hinkelammert nos da un importante conjunto de
pistas para interpretar este fenómeno: “Cuando mayor es
la monstruosidad que se proyecta en el enemigo, más hay
que divinizar la meta del conflicto” (Ibíd.). Según Hinke-
lammert, al intentar destruir al monstruo, se impone el
“imperio de la ley”:
“El imperio de la ley, que es la sociedad burguesa
transformada en mito, es la instancia que hace guerras
que no pueden ser sino justas. Sus guerras son justas por
automatismo. Sus guerras son guerras morales; guerras
que se hacen como imperativo categórico; guerras que
la sociedad burguesa tiene que hacer por impulso de su
ética” (Ibíd.: 157).
El análisis de Franz Hinkelammert, al respecto de los
monstruos señalados, gira en torno a la “inversión luciféri-
ca”, proceso teológico medieval, en el cual Lucifer, enviado
de la luz por Dios, asume el nuevo papel de monstruo
(del Demonio, la bestia apocalíptica). Con esta inversión,
cualquier reducto libertario del cristianismo originario
(representado por Lucifer, el Prometeo cristiano), deviene
en monstruo (perseguido por “el sistema”), dando lugar a
una profunda institucionalización del cristianismo, y a una
inversión de la defensa de la vida en defensa del “imperio
de la ley”.
132 Maynor Antonio Mora

“Desde el punto de vista de la lógica del mito, es muy


indicativo el hecho de que en el momento en el cual el
Reino de Dios que Jesús predicaba es interpretado como
una tentación demoníaca y sustituido por un Reino de las
almas, uno de los nombres de Jesús es transformado en
el nombre del demonio” (Ibíd.: 175).
Según Hinkelammert, la metáfora del monstruo en
el Apocalipsis se refiere al Imperio Romano. Considerar a
Lucifer como la Bestia, invierte los términos, al convertir en
monstruo a quien transgrede la ley y no al imperio de la ley
que destruye al sujeto (Ibíd.: 179). Esta visión invertida de
Lucifer, permite a toda la cultura occidental la proyección
en los enemigos o en los distintos, de la monstruosidad
como asignación identitaria (Ibíd.: 191-192).
El autor señala que sí existen monstruos, represen-
tados en los victimarios y en las estructuras sociales que
permiten la victimización: el “monstruo siempre pide
nuevas víctimas, justamente para poder acabar con el
monstruo. De ahí que sólo si se resiste a que haya víctimas,
el monstruo puede ser amarrado” (Ibíd.: 195).
La teogonía opera bajo la forma de espiral (y no
por opuestos binarios); al asignar “monstruosidad” a los
victimarios (caso de Hitler, como veremos enseguida), se
puede opacar la realidad de la producción de las víctimas.
La creación mítica de “monstruos históricos” desencadena
víctimas, y no basta con acabar con la producción de estas
(primer imperativo político hacia la constitución de la di-
ferencia), para acabar con la negación de la alteridad: para
ello es necesario, además, que lo monstruoso, liberado
de toda destructividad, sea reivindicado como derecho
humano: se trata de un imperativo de la identidad misma.
Fin de la producción de víctimas, retorno de los monstruos,
sin aquella negación destructiva, como sujetos, son impe-
Los Monstruos y la Alteridad 133

rativos simultáneos.

Teratogénesis ideológicas

Si algunos “monstruos históricos” son creados por la


teogonía bajo criterios técnicos, y otros por imperativos
políticos (con el fin de anular la alteridad real, al ser vista
como monstruosa); otros monstruos son creados con el
objeto de instituir una falsa especificidad negativa de la
alteridad, y/o de la mismidad, que permita resguardar a
esta última contra sus propias debilidades. A estos vamos
a denominarlos monstruos exculpatorios. Su creación
histórica, se hace necesaria, cuando la mismidad se revela
intolerante y deletérea de la alteridad, requiriendo de una
figura proveniente o relacionada con ella, excluida abs-
tractamente y monstrificada luego como “falsa alteridad”.
Los monstruos ideológicos o exculpatorios son
creados recortando o enfatizando excesivamente aspec-
tos personales de sujetos históricos; y la agregación de
aspectos no reales que los des-historizan; convirtiéndolos,
entonces, en seres míticos políticamente útiles. Los mons-
truos ideológicos tienen un papel similar al de los héroes
míticos. Su humanidad real ha sido destruida en favor de
una constitución ideal y mítica, que cumple funciones de
restauración social de la mismidad.
Quizás uno de los monstruos exculpatorios más
conocido sea la figura de Nerón, el emperador romano.
Frente a la intolerancia del cristianismo institucional
posterior a Constantino, la figura de Nerón es revivida
como enemigo por excelencia del cristianismo primitivo.
Esa antigua figura ha llegado hasta nosotros, a través
de la historiografía clásica, de novelas modernas como
Quo Vadis, de Henry Sienkiewicsz, y el cine de temática
134 Maynor Antonio Mora

histórica antigua, que convierten a Nerón en antagonista


por excelencia del cristianismo y de la iglesia católica en
particular.
Nerón aparece como un monstruo asesino e irracio-
nal, al que se le achacan diversidad de crímenes. Primero,
mata a su madre (matricida). Segundo, incendia Roma
(piromaniaco). Tercero, destruye a miles de cristianos, lan-
zándolos a las fieras del Coliseo. Sin contar con el énfasis en
su naturaleza sexual depravada, en sus gustos alimenticios
escandalosos y en su hedonismo decadente manifiesto
en un arte trunco y grotesco, que revela las limitaciones
“monstruosas” de su personalidad megalomaníaca.
La historiografía moderna se ha enfrentado con la
ardua tarea de develar realidad tras las sombras del mito
de “Nerón-monstruo”, llegándose a la convicción de que
Nerón ni incendió Roma ni, por otro lado, fue abiertamente
enemigo de la nueva religión. La acción del imperio fue
brutal contra el cristianismo; pero, en algunos casos, el
monoteísmo y la intolerancia de este catalizaron la per-
secución política, cuando el emperador no demostró una
relativa tolerancia hacia la religión de Cristo, convirtiéndo-
se luego ella en perseguidora de quien no siguiese la fe.
En lo relativo a la madre de Nerón, la historia con-
temporánea supone que esta se convirtió en enemiga
política del emperador, “justificando” la ejecución según
las tradiciones romanas. En todo caso, no existe absoluta
certeza sobre la cuestión.
Respecto de la práctica de la fe cristiana, el Imperio
Romano aplicó los criterios tradicionales de actuación
política y jurídica que en otros casos, lo cual exculpa a
Nerón de una específica brutalidad hacia el cristianismo.
La “ley romana tendía adormecerse a menos que las
infracciones atrajesen su atención mediante los signos
Los Monstruos y la Alteridad 135

externos del desorden: quejas estridentes, ataques a la


paz, disturbios” (Johnson, 1999: 19). Cuando sucedía al-
guna de estas situaciones, se advertía a los responsables,
y, si no pasaba nada, el Imperio actuaba de forma brutal
y sin contemplaciones, regresando enseguida al estado
anterior de adormecimiento (Ibíd.). Sin contar con que
Popea, “emperatriz de Nerón” era religiosa y “temerosa de
Dios” (Ibíd.: 28).
Los cristianos fueron víctimas de Nerón y otros
emperadores políticamente débiles, cuando negaron la
divinidad (el carácter de “dios viviente”) de estos (cf. Ibíd.:
19, 102); empero, la actuación de Nerón no fue de las más
brutales, contrario de lo que se ha enfatizado en el mito.
Lo importante es que el mito de Nerón-monstruo y
de la monstruosidad política del Imperio Romano contra
el cristianismo primitivo, permitió instaurar luego el cris-
tianismo institucional, el cual requería tanto de líderes-hé-
roes fundantes (caso de Pedro, y de diversos mártires)
como de antagonistas fundantes. La teogonía convirtió
a Nerón en monstruo por excelencia. El mito permite al
cristianismo institucional (aquel que resultó de la unión de
cristianismo primitivo e institucionalidad imperial romana,
en una doble unilaterización: un único Dios, una única igle-
sia-imperio), fundarse como una “religión de la prueba y el
sacrificio”, que, pese a los antagonistas, logra instaurarse
luego como única religión, a la vez que la exculpa de sus
propias persecuciones y crímenes (contra otras religiones,
los herejes, las brujas y los intelectuales). El mito de Nerón
pervive, al convertirse en parte de la cultura de masas. De
monstruo del cristianismo, se convirtió en monstruo de
Occidente.
Durante la Segunda Guerra Mundial surge un nuevo
monstruo exculpatorio, esta vez de la cultura destructiva
136 Maynor Antonio Mora

del capitalismo, cuya faz más descarnada salió a flote, en


manos del nacional-socialismo alemán (nazismo). Nos
referimos a la figura de Hitler.
Hitler aparece como defensor de una propuesta
occidental, moderna y modernizante: “Influenciado por
Herbert Spencer y (indirectamente) Friedrich Nietzsche,
el Führer fue un extremista darwinista social que de for-
ma descarada favorecía con sus programas a la élite aria
y despreciaba a “los otros”, en especial a los judíos, los no
blancos, los gitanos, los homosexuales, los discapacitados
y otros “desviados” (Rivage-Seul, 2002: 12).
La historiografía contemporánea ha tenido proble-
mas con la figura del líder alemán, responsable, en gran
medida, del holocausto y de la Segunda Guerra Mundial.
Ningún “otro político alemán ocasionó cambios tan pro-
fundos en la historia mundial ni crímenes tan horrendos”
(Matcham, 2002: 10). Ante el holocausto y la guerra, la
historiografía se hace las preguntas obvias de ¿por qué
sucedió lo que sucedió? (Ibíd.: 12), y si lo sucedido ¿puede
ser susceptible de explicación científica?
Las respuestas de la historia se mueven entre la idea
de que Hitler es un “político maquiavélico” (Ibíd.) y otra
que lo ve inserto y determinado completamente por las
circunstancias históricas. En el primer caso, Hitler sería un
monstruo; en el segundo, el monstruo sería el contexto
histórico-social alemán. Nos interesan ambas figuras,
porque las dos son exculpatorias del desarrollo capitalista
occidental.
La primera figura (Hitler como monstruo), solo
puede plantearse si se excluye del análisis historiográfico
la cotidianidad y la vida de Hitler o si se reducen estas a
una mera singularidad (no sujeta al análisis al brindar una
“explicación” abstracta), por lo que Hitler, en su actuación,
Los Monstruos y la Alteridad 137

aparece como un “engendro desechable” (Hans-Ulrich


Wehler, en Ibíd.: 10), o como “monstruo del siglo”. Este
mito exculpa al desarrollo capitalista alemán y su necesi-
dad de expansión y afirmación identitaria, por lo que el
holocausto y la guerra se perciben como total y completa
obra del “líder” (del Führer), y se anula con ello, la vigencia
de nuevas y actuales conductas racistas, nazistas y fascis-
tas (cf. Eco, 2000: 31ss.). Siendo todo monstruo singular,
la solución histórica parece ser “el olvido”, la idea de que
“aquello no volverá a suceder más”: la historia es vaciada
de todo contenido causal real, para revelar como causa
de su devenir, a la monstruosidad singular.
En el marco de la segunda figura, la cultura alema-
na es el monstruo. El holocausto y la guerra no serían
resultado, pues, del desarrollo occidental y del desarrollo
capitalista en particular. La cultura alemana sería una cul-
tura anormal, una singularidad inexplicable e irrepetible,
fuera del marco de la historia. Si se trata de una “cultura
monstruosa”, entonces, la figura de Hitler sería normal
dentro de la monstruosidad histórica. Sería un igual entre
monstruos.
La monstrificación exculpatoria convierte la actua-
ción individual o cultural en “excentricidad”, no contabi-
lizada ni contabilizable en el desarrollo histórico. Al ser
singulares, estas actuaciones históricas de individuos y
colectividades, no son explicables ni sujetas de causalidad,
exculpando al imperialismo occidental y capitalista como
causa histórica de las guerras mundiales, los genocidios,
las invasiones y demás resultados de este imperialismo.
Los monstruos exculpan la actuación de la modernidad,
siendo esta destructora de toda alteridad histórica. A la
vez que violentan el principio fundamental de la ciencia
moderna y del historicismo, esto es, que toda “acción
138 Maynor Antonio Mora

histórica está siempre en suspenso, todo juicio visto para


sentencia” (Larui, 1991: 33).

Teratogénesis mediáticas

En diciembre de 2003, se inicia en Kassel, Alemania,


el juicio contra Armin Meiwes, hombre, de 42 años, técnico
y experto en computadoras, por el homicidio en contra
de Bernd Jürgen Brandes, un ingeniero de Berlín. No se
trata de un homicidio común. La prueba principal es un
vídeo que grabó Meiwes, donde se detalla el proceso en
el cual, a voluntad de la “víctima”, le da muerte, y luego
descuartiza, en el sótano de su casa. En el vídeo, Meiwes
corta previamente el pene de Jürgen, lo cocina y, entre los
dos, lo comen. Una vez muerto Jürgen, Meiwes procede
a destrozar el cadáver y guardar los trozos en la refrigera-
dora, para comerlo más tarde. Meiwes es calificado como
el “caníbal de Rotenburgo” y encabeza un fenómeno me-
diático global.
Meiwes, exsoldado, vive en una casa antigua y gran-
de del siglo XVII (lo que sirve a la prensa para recurrir al
miedo gótico), ubicada en Rotenburgo, compartiéndola
antes con su madre y habitándola solo desde que muriera
aquella. Es reconocido por los vecinos como “muy educa-
do, bien vestido y cordial”. Según las investigaciones y la
confesión del imputado, siendo pequeño, “soñaba” con
comerse a los demás. Meiwes enfatiza que, únicamente
en Alemania, existen más de 800 caníbales dispuestos a
“pasar a la acción”, o sea, a cumplir sus deseos, dentro o
fuera de una connotación sexual.
Meiwes conoció a Jürgen en la red. El primero publica
anuncios en busca de personas que quieran ser comidas
voluntariamente (en páginas virtuales como “Guy Canni-
Los Monstruos y la Alteridad 139

bals”). El anuncio original con el que atrajo a Jürgen, señala


textualmente: “Busco joven de entre 18 y 30 años, bien
formado, para sacrificarlo”. Meiwes es atrapado, porque
un estudiante austriaco encuentra un segundo anuncio
de este y lo comunica a la policía, lo cual lleva a una inves-
tigación que termina con la detención y la recuperación
de los restos de la “víctima”.
En el vídeo, Jürgen acepta ser comido, enfatizando
que se trata de eutanasia, y que Meiwes fungirá solo como
facilitador del suicidio. Estas declaraciones pusieron en
jaque al tribunal, que no contaba con la figura penal de
“canibalismo”.
Sin embargo, en enero de 2004, el tribunal decla-
rara culpable de homicidio a Meiwes, al determinar que
no existe en el imputado ninguna “perturbación mental”
que pudiese haber condicionado su conducta, y que el
homicidio no se realizó tampoco en contra de la voluntad
de Jürgen.
Este caso, “extraño” según los medios mundiales
de comunicación, no impide a Meiwes convertirse en un
“monstruo mediático”. Varias circunstancias del caso son
rescatadas y enfatizadas en exceso por dichos medios:
la naturaleza sexual y, específicamente, homosexual, de
los implicados; la ausencia de “problemas” mentales (los
implicados “tienen conciencia” de sus apetencias); la con-
fesión, autojustificación y la ausencia de sentimientos de
culpa por parte de Meiwes; el carácter no exclusivo del
fenómeno, ya que los medios señalan la existencia de otros
casos similares, concebidos, a la vez, de forma singular.
La prensa intenta inculpar a Meiwes, insistiendo
en su aparente “normalidad” y “conciencia”, como si estas
fueran síntomas de una “aberración” todavía mayor. La
opinión no puede comprender, ni tampoco aceptar, la
140 Maynor Antonio Mora

especificidad de los “gustos” de los implicados, y busca


justificar la aparente singularidad monstruosa de Meiwes.
El monstruo aparece, porque es singular, porque no puede
ser comprendido dentro de una cadena de sentido social-
mente aceptable. Tan monstruo como Meiwes, según la
opinión mundial, es su “víctima”. El monstruo es creado por
la “singularidad”, no obstante la confesión de Meiwes, la
existencia de páginas web sobre canibalismo y la acepta-
ción de Jürgen. Esta supuesta y creada singularidad es la
que va a escandalizar a la opinión y a garantizar el “mito
del caníbal”.
Meiwes busca, en algún momento, creer en su pro-
pia “singularidad”, al buscar en la niñez una explicación
de su comportamiento. Meiwes no justifica o siente re-
mordimientos, cosa evidente en el juicio en su contra; los
medios buscaron, por doquier e infructuosamente, este
arrepentimiento, de forma que Meiwes regresara al redil
de lo humano, ya redimido de su “absoluta alteridad”. La
ausencia de arrepentimiento, permite a los medios y a
la opinión monstrificar aún más a Meiwes, protegiendo
con barreras de acero una “normalidad” neutra y carente
de inflexiones. Como “monstruo mediático”, la prensa
consiguió una premisa y un escándalo. Por su lado, Mei-
wes, “el monstruo”, consiguió lo suyo, al dar a conocer la
amplitud actual de los límites dolorosos de la identidad y
la diferencia. El mito fue “fructífero”.
Los actos, en que Meiwes y Jürgen se ven implica-
dos, nos dan pistas, no sobre su sicología, sino más bien,
sobre la realidad histórica contemporánea. Uno podría
interpretar que aquella situación de canibalismo, fue un
suicidio ritual.
El acto constituyó, además, una relación libidinal:
concluida con la ingestión de la carne del otro. Como sui-
Los Monstruos y la Alteridad 141

cidio ritual y como acto sexual de ingestión de la carne,


el canibalismo contemporáneo es una especie de “ritual
agónico”, una “respuesta” ante un universo social en ex-
tremo complejo y peligroso, capaz de generar una gama
sumamente amplia de respuestas de acción, a la vez que
éticamente contradictorias, en especial con el principio
de la vida. Aún así, el suicidio no podría ser negado como
derecho del sujeto: derecho límite sobre la propia muerte.
Al singularizar del todo el caso de Meiwes-Jürgen, la
opinión generó un monstruo, que la autoliberó, a la vez,
del contagio de la monstruosidad, de la contaminación
de la mismidad con los efluvios de la alteridad. El tribunal
tuvo que actuar ante Meiwes, como si este fuese absoluta
alteridad: no había figura penal ni jurisprudencia capaces
de echar luz sobre el caso. Al ser condenado por homicidio,
Meiwes recibió el castigo que recibiría alguien que “facili-
tase” una eutanasia si esta estuviese prohibida. El tribunal
sancionó la muerte de Jürgen como suicidio ritual, como
una muerte voluntaria de alguien que quiso ser comido,
que quiso ser parte del otro y, para ello, tuvo que morir.
No solo la violencia infligida por Meiwes contra el cuerpo
del otro, supuso una motivación sexual. La violencia del
otro contra su cuerpo y su vida era también un impulso
de naturaleza sexual, un camino a la religión, porque todo
encuentro sexual supone, en última instancia, un camino
a la unidad de las cosas, como descubrieran hace milenios
las culturas antiguas (hoy mal llamadas paganas) y el
cristianismo primitivo a través del ágape, ritual del amor
6. El monstruo
es alteridad

El mito

E
n las estructuras míticas clásicas, los monstruos apa-
recen como entes insertos en una ecología de las po-
sibilidades míticas, dentro de un amplio Jardín de
las Delicias (El Bosco), en el que no existen identidades
exactas o puras, sino procesos de retorno al orden, ciclos
de lo mismo, repeticiones de la eternidad. Los monstruos
clásicos cumplen una función ética de restauración crea-
dora, un papel positivo en el ordenamiento comunicativo
del mundo mítico; así sucede en casi todas las culturas no
occidentales. El mundo occidental antiguo y casi todos los
demás universos culturales comparten esta visión ética
del monstruo renovador.
La modernidad es creadora por excelencia de mons-
truos. Hereda, como vimos, las brujas, los demonios y
los espectros que sumieron en el terror a los habitantes
del medioevo. Hereda los mitos del vampiro (Drácula de
Stoker), la licantropía, el Gollem (Frankenstein o el Eterno
Prometeo de Shelley), las hordas de leprosos y la peste.
Hereda, pues, la distinción entre las viejas correcciones y
las disidencias: las mujeres sabias, la locura, el amor inco-
rrecto, la enfermedad y el sadismo.
144 Maynor Antonio Mora

La modernidad no se queda ahí y hace algo más: crea


nuevos monstruos, en nombre de nuevas normalidades.
La modernidad es teratogénica, con conocimiento de
causa. La biología, la medicina, la sicología y la crimino-
logía dan fundamento, así, a una potente taxonomía de
la “anormalidad”, y a una explicación mítico-científica, de
los miedos colectivos. A los que se suman los portentos
creados por los medios de comunicación, monstruos
como el Chupacabras, pura estructura mítica constituida
de miedo transontológico y mediático.
Las teogonías modernas y posmodernas caen en el juego
de los monstruos: horribles criaturas verdes y pantanosas,
en mundos lejanos; cadáveres exhudantes de líquidos
venenosos que persiguen a jóvenes impolutos; fantas-
mas ectoplásmicos confundidos con los muros de viejas
mansiones; espectros infecciosos; máquinas y clones enlo-
quecidos; “maniacos” asesinos en serie (como el ya mítico
Hannibal Lecter, “el Caníbal”, de El Silencio de los Corderos).
Mediante estas versiones de lo monstruoso, la teogonía
literario / fílmica moderna es capaz de rescatar el poder
identitario de la diferencia, diferencia negada en la reno-
vación de los escasos y pobres límites de la subjetividad
contemporánea. Como mito fundacional, el monstruo
moderno renueva la mismidad, en detrimento de cual-
quier faz de lo distinto.
Umberto Eco define la existencia de “una moda de lo
monstruoso”, según él, resultado de las mismas “monstruo-
sidades históricas”: caídas militares que generan culturas
de lo monstruoso, caso de la Alemania nazi, incluyendo
zombis, vampiros y científicos locos. Lo monstruoso, dice
Eco, se ha vuelto extrañamente común para “un público
que no concibe lo macabro como gesto estetizante o
como protesta velada contra los prejuicios de la gente
Los Monstruos y la Alteridad 145

formal” (Eco, 1993: 357-359), sino como objeto simbólico


e iconográfico de consumo.
El monstruo de Frankenstein, Mr. Hyde, todos los
monstruos modernos, no surgen “de la desviación de
las fuerzas naturales, sino de la ciencia” (que pretende
descubrir los principios naturales que rigen la realidad);
se trata de algo creado por nosotros (Ibíd.: 360-361). Para
Eco, “el gusto por el horror aparecería, pues, como una
expresión de neurosis: buscar y hacer objetivo, en parti-
culares contingencias históricas, la parte negativa de la
propia personalidad, el arquetipo junciano del “demonio”;
o bien dar libre curso a la aparición de una tensión priva-
da de contenido evidente, el ansia libre y fluctuante de
que habla Freud” (Ibíd.: 359). Cosa evidente en la película
Estados Alterados, donde el monstruo proviene de “muy
adentro”: del subconsciente cultural y genético del per-
sonaje principal.

El otro

Mismidad y monstruosidad son mitos: constituyen


referentes de identidad, inscritos dentro de una determi-
nada teogonía (un imaginario social) y un determinado
ordenamiento simbólico de los orígenes. La teogonía
siempre remite a los orígenes, no como lugar histórico o
lugar en el tiempo, sino como lugar de la identidad: una
teogonía o estructura mítica constituye el recuento de los
sucesos simbólicos que instituyen la identidad, lo mismo
y lo otro, dentro de un esquema operativo y vital, que
justifica la existencia del sujeto siempre en un marco de
actualización social.
El monstruo, como mito, “es el doble de nosotros
mismos” (Monge, 1997: 69). El monstruo es el otro no
reconocido ni reconocible, el otro verdadero, siempre
146 Maynor Antonio Mora

destruido por el héroe fundante, por la mismidad erigida


en mirada y en sistema de control.
El monstruo es, quizás, el más frecuente de los mitos,
igual o más que el de las divinidades negativas o positivas.
El monstruo aparece en todas las teogonías; incluso, en
algunas se tiende a dar mayor peso al monstruo y no a ta-
les divinidades; el monstruo es, en todo caso, arquetípico:
funda el orden de lo social y el de la subjetividad.
“El terror del monstruo existe, pero se percibe como
angustia fluctuante” (Eco, 1993: 361). Como mito funda-
cional, establece un orden, un límite simbólico entre lo
propio y lo otro: lo otro, tiende a aparecer como monstruo,
como ruptura del mundo y de la unidad entre el sujeto
(mismidad) y el mundo.
En el caso de la sociedad occidental moderna, el
monstruo surge como parte del “ciclo del héroe” (Amador,
1999: 83): “Este triunfo del héroe sobre el monstruo sig-
nifica el triunfo del bien sobre el mal, del espíritu sobre la
carne. El monstruo representa la desviación de la norma,
la trasgresión de las leyes, supone un desafío contra la
naturaleza y la racionalidad. Simboliza el caos, las tinieblas
y todos nuestros miedos más profundos” (Guerrero, 2004);
aún así, el monstruo dice algo más. Como mito es polimor-
fo (cf. Pérez, 2004), ya que alude a la diversidad incalculable
de la diferencia. Mediante el monstruo, el otro aparece
muchas veces como ser negado, pero también aparece
simbólicamente como diferente. El monstruo devela las
dos caras de la moneda: la negación de la alteridad, la
omnipresente realidad de la diferencia.
Para los niños, por ejemplo, el mundo aparece como
un monstruo, como una cosa horrenda en su cercanía. Feo,
enorme, avasallante; el mundo es el Coco, el otro y, sobre
todo, la primera y horripilante intuición de la muerte, que
Los Monstruos y la Alteridad 147

aún carece de palabras que la objetiven: la muerte aún


no nombrada, aunque certera, pura sombra confundida
con las sombras de la noche, a la espera de la palabra que
le pondrá un nombre y una cadena de acciones ejempli-
ficantes para, al final, volver al silencio, donde solo será
nominada por el miedo, nuestro miedo.
La muerte es el límite absoluto de toda monstruosi-
dad: la caída de la mismidad en su silencio. La “eficacia de lo
monstruoso radica en ser inexpresable. En sustraerse, por
definición, a cualquier intento catalogador, taxonómico.
Este rasgo constitutivo le confiere, primero, su carácter
subversivo respecto del discurso cientificista” (García,
2004). El monstruo convoca a la diferencia, al estatuto de
fondo de toda identidad, que se establece en el marco de
la incalculabilidad y de la muerte.
El monstruo, en la sociedad actual, permite exorcizar
nuestros terrores infantiles y, después, nuestro aterrori-
zante y accidentado camino hacia la identidad, mediante
la sanción negativa de la diferencia. Es un “saco de sastre”
cultural (moderno) que permite nuestra afirmación imagi-
naria, negando lo otro y lo propio que es percibido como
otredad, es decir, la negación de todos aquellos y aquellas
que no tienen nombre, pero implican, según la percepción
dominante, un peligro para el círculo perfecto de nues-
tro espacio vital, utópico y aséptico (el monstruo es una
estrategia, pues, disociadora de nuestra propia condición
subjetiva real pero ordenadora de nuestra mismidad e
identidad ideales).
Al no poderse “objetualizar” el monstruo no puede
ser referencia de nada. No es vinculante. No es respecto a
nadie. En fin: “no forma parte del mundo. Ello lo destierra
de la norma (lo normal), lo calculable, lo estadístico: presu-
puestos ineludibles por parte del sujeto al configurar(se)
148 Maynor Antonio Mora

la representación del mundo como imagen” (García, 2004).


El mito del monstruo restaura el orden simbólico: “El mito
es, pues, la primera de las respuestas que conocemos a
esta topología de la confrontación, a esta teoría del em-
plazamiento... Su función legitimadora permite soportar
la existencia en lugar que nos ha sido asignado y, con ello,
reduce sustancialmente la confrontación. Porque el mito
introduce orden donde previamente no existía; tiene una
básica función organizadora” (Vásquez, 2004).
El monstruo está aquí, omnipresente, cercano y al
lado. Creado en un delirante acto de la imaginación que
pone un límite entre lo propio y lo otro, destruyendo la
integridad de nuestra esencia originaria: cura simbólica de
nuestro terror ancestral al encuentro con los demás (que
son lo propio, lo original), que se establece como necesario
en nuestro fallido camino hacia la autoconstitución en
libertad, hacia la infinita disgregación de una esencia in-
exacta que nos constituye como sujetos, y que, a diferencia
del espíritu del vino, es retenida temerosamente, como si
se pudiese atrapar a los dioses en la sustancia perecedera
de las reliquias, de escapularios, de enmohecidos huesos
de muertos antiguos.
No basta con lo dicho por Aristóteles, para quien “el
monstruo es contra natura, pero no de manera absoluta,
es contra natura sólo en cuanto a la forma y no en cuanto
a la materia” (Sierra, 2004); debemos ir más allá, hasta la
mismidad que es su fundamento inverso.

La mirada

El monstruo no es el antagonista que se opone o


entabla una lucha en contra de la luz, sino el ser patético,
el que estorba, el que, estéticamente, choca, al ser puesto
Los Monstruos y la Alteridad 149

frente a la luz. La cualidad de lo monstruoso es, imagina-


riamente, visual. El monstruo es intuido como aquello que
rompe una estética, un orden de lo bello y deseable, como
algo particularmente molesto que, de paso, es alguien,
como una voz chirreante, como un gesto acosador. El
monstruo resulta particularmente despreciable desde el
punto de vista del deseo: lo monstruoso no es deseable,
rompe el orden de lo libidinal, y se instaura como choque
de la visión directa, como antiestético, inmoral y horroroso.
El monstruo es creado por una mirada que solo
mira la pureza de lo abstracto. “La luz y la sombra como
metáforas de la verdad” (Fragomeno, 2003: 14); se trata
de una luz tramposa (Ibíd.: 15): ilumina para controlar. No
va a ser una “máquina de la luz”, como señala Fragomeno.
Se va a tratar, más bien, una estética de la luz: una pintura
que requiere de aquella para demostrar lo que no es. Se
avanza así hacia un concepto lumínico de lo monstruoso,
ligado con lo grotesco (“lo grotesco es lo exagerado o
deforme, es decir, lo deformado, lo que no tiene forma”)
(Los bestiarios y la representación de lo grotesco, 2004).
En palabras sencillas: el monstruo no puede ser sexy,
ni atrayente; es una cosa espantosa, fea, que uno preferiría
guardar en el armario. El monstruo, como Mr. Hyde (en
la novela de R. L. Stevenson), solo sale de noche, bajo la
protección de la oscuridad. El monstruo es la noche misma,
el ser que vive en y de las sombras: el monstruo es creado
por la mirada y rechazado como su antítesis; la mirada se
instaura como mirada de lo correcto y lo normal, como
mirada diáfana y pura de las transparencias.
El monstruo no puede ser visto directamente, por-
que ello supone el fin de la vida (efecto al mirar el Basilisco
o el rostro muerto de Medusa en el escudo de Palas / Ate-
nas): el Minotauro nunca muestra su presencia, excepto en
150 Maynor Antonio Mora

el momento que actúa, cuando esta presencia equivale a


la muerte, cuando al fin la madeja de Ariadna se detiene
en el punto exacto del destino. El monstruo no puede ser
visto, mas sí puede ser presentido: limita el espacio de lo
posible, el límite de lo transitable. Desde la antigüedad,
ha habido cierto énfasis en la idea de que el monstruo
transita por la mirada.
El monstruo arranca su largo peregrinaje en el mito,
la leyenda y la literatura. Siempre en el límite, en el plexo.
El monstruo es un ser de perfiles, nunca sujeto a la pureza
genética y originaria de la mirada directa, porque solo de
esta forma mantiene, simbólicamente, su efectividad de
arquetipo: no es reducido por la mirada, mas sí intuido,
cercado y develado por ella (Foucault).
El monstruo habita al lado de las palabras: intertex-
tual y expectante. Su respiración es siempre percibida
glacial en las nucas, su frialdad en la punta de dedos, como
alfileres de hielo enterrados bajo las uñas. El monstruo es
un barquero (Caronte) o un guardián (Cerbero), que co-
munica los mundos y las diferencias, que abre las puertas,
y se oculta omnisciente en los intersticios, en la frontera
entre el aquí y el allá: el monstruo es un portal, un nexo,
una Gárgola, un Espíritu del Viento.
Para el sujeto esto constituye una trampa, porque
mostrar y no mostrar, en uno u otro caso revela algo. Como
la obra del pintor David Cronenberg, la “monstruosidad
resulta de un efecto de superficie, una perversidad de
la carne, mutaciones de un cuerpo que se disgrega y se
pierde en una infinidad de entrecruzamientos. Nos en-
frentamos a la alteridad de un cuerpo como monstruo”
(Giménez, 2004; el énfasis subrayado en el original).
El monstruo se esconde respecto de la mirada,
como lugar donde el ojo no radica su esencia, pero sí su
Los Monstruos y la Alteridad 151

control político. El monstruo sustenta la frágil consistencia


de la normalidad, y el poder en los espacios cotidiano e
histórico. Por eso, los imaginarios colectivos no pueden
prescindir del monstruo en la construcción del orden
social. “La oscuridad tiene marco cuando nosotros mis-
mos lo suspiramos, porque en nuestros trayectos en aras
de intimar con sus entrañas portamos teas de lucidez y
heroicidad” (Olivares, 2004).
La mirada es, como señala Foucault, la nueva modali-
dad del control social: reguladora de las disposiciones, y en
especial, como diría Baudrillard, del orden de los objetos
y de los cuerpos en el espacio. ¿Cómo se desplaza este
sistema de poder?, ¿cómo se centra en la mirada?, ¿cómo
se constituye este grado tan amplio de estetización?,
son preguntas fundamentales sobre la constitución de
la subjetividad; en especial, al traspasar con mucho las
viejas dualidades entre el “bien” y el “mal”, las cuales, no
obstante, todavía aparecen bajo otra faz, como en el texto
políticamente reactivo de Jordana Palacios (2004).
En el cuento de Úrsula K. Le Guin, Los que se alejan de
Omelas, se relata la vida de un pueblo perfecto dedicado
al arte, la alegría y el hedonismo; los habitantes de Ome-
las están imbuidos en todos los extremos de esta utopía,
habiendo desechado las complicaciones de la política y
la ley (“Desconozco las reglas y leyes de su sociedad pero
sospecho que eran singularmente escasas” –Le Guin,
2004): sin monarquía, ni esclavitud ni bolsa de valores, los
de Omelas se centran en la felicidad y estetizan el mal y el
dolor (“es la tradición del artista: la negativa a admitir la
banalidad del mal y el terrible fastidio del dolor”). Eliminan
la violencia (“aceptar la violencia es perder la libertad para
todo lo demás”) y recurren solo a una “tecnología inter-
media”, ni muy sofisticada, ni muy antigua, que garantice
una estética del bienestar.
152 Maynor Antonio Mora

La utopía en Omelas se funda sobre la mirada. Nada


feo, nada incómodo a la vista, ninguna ruptura de la luz y
la continuidad de un signo que es la felicidad misma. Aún
así, los omelas requieren un monstruo, para defenderse
de los monstruos, una pequeña dosis de infelicidad que
sustente toda la felicidad posible. Por ello, en un sótano,
oculto a todas las miradas, aunque absolutamente intui-
do por ellas, yace un niño o niña (no se sabe), “retrasado
mental” (“Tal vez nació normal o se ha vuelto imbécil por
el miedo, la desnutrición y el abandono”). El niño asume
en su cuerpo y espíritu toda la degradación posible, y está
ahí, desnudo y desnutrido (“tiene el vientre hinchado”), sin
casi contacto con los demás, excepto quienes lo alimentan
con violencia, como si se tratase de un animal, sin que
jamás respondan a su llamado de niño/niña (“Por favor,
sáquenme de aquí. Seré bueno”).
Todos los habitantes de Omelas saben que el niño
está ahí, a la vez que la existencia de este “otro” es parte
de los procesos de socialización; los de Omelas saben
que toda su felicidad se sustenta en la existencia del niño
(todo depende “por completo de la abominable miseria
de ese niño”); no pueden caer en el minúsculo acto de
rehabilitar al pequeño (de liberar al monstruo que es su
culpa), ya que acabar la felicidad de todos por la vida de
solamente una persona “sería, por supuesto, reconocer la
culpa, admitir el delito”. Toda la utopía de Omelas tiene,
como nuestra realidad que convierte a sus víctimas en
monstruos, fundamento en este dolor culpable: “La exis-
tencia del niño y el conocimiento de esa existencia hacen
posible la elegancia de su arquitectura, el patetismo de su
música, la profundidad de su ciencia”. Hay gente que no
soporta la culpa y, subrepticiamente, se “alejan de Omelas”,
al amparo de la noche, al amparo de la culpa insoportable.
Los Monstruos y la Alteridad 153

Esta idea está plenamente clara en la película La


Aldea: el monstruo, real o imaginado, mítico en todo caso,
instaura el límite dentro del cual se construye la idea de
comunidad, la utopía de la (auto)felicidad impuesta: como
en todas las mito-simbologías, el exterior es la tierra de
espectros, nunca de una posible extensión de la humani-
dad, de la alteridad: la utopía siempre se funda sobre un
cementerio antiguo, cuyos muertos son enfáticamente
celosos. Los esqueletos en el armario permiten fundar la
limpieza y pulcritud de nuestro “comportamiento normal”
en una “sociedad normal”, pero, tarde o temprano, deciden
salir y cobrar su precio, con todos los intereses incluidos:
en ese momento, la utopía se revela como doblemente
monstruosa.
El monstruo es maldecido, temido, vilipendiado y
culpado por todos los males y fracasos de la vida. Cuando
la monstruosidad es asignada a sujetos concretos, permite
expiar las culpas y los miedos propios; la destrucción o
rechazo del otro facilita, eficazmente, la redención y re-
fundación de los proyectos individuales y colectivos, sin la
carga de la culpa. El monstruo constituye un factor nece-
sario en todo exorcismo. Entendemos el exorcismo como
un acto de falsa liberación, de simulación de la pureza a
la que se aspira desde la culpa. Todo espíritu exorcizado
es una de nuestras máscaras, puesta a secar a la sombra
de la negación como tierna carne de dinosaurio, como
húmeda y supurante ropa de muerto.
Ante este “Adán bestial y solitario” (Eco, 2000: 102),
que es el sujeto moderno, abundan los gestos de exorcis-
mo (Ibíd.: 116)., de la culpa, procesos de singularización
(eliminación del fenómeno específico de la diferencia
respecto de una cadena normativa abstracta, que no
puede soportar dicha especificidad como parte de su
continuum). Las estrategias de control son ejercidas por
154 Maynor Antonio Mora

el derecho desde la Edad Media (Foucault, 1995: 106), esto


es, por un sistema de normas que exteriorizan el perfil de
la normalidad objetiva y subjetiva.

El caníbal

El alimento favorito del monstruo moderno (o al


menos el núcleo de sus gestas y acciones monstruosas) es
la carne humana. Extraño arcaísmo del ser despreciable,
del innombrable: alimentarse de quien lo creó. Pero ya,
en la “primera edad”, Cronos, el dios-padre-del-tiempo se
comía a su hijos (triple pecado implicado: asesinato, in-
cesto y canibalismo), eternizándose, ensañándose contra
todas las criaturas, haciendo resaltar su poder de creador y
destructor. La carne humana es la esencia simbólica sobre
la que se efectúa la acción deletérea de lo monstruoso: la
carne como principio y fin de la vida, y de las relaciones
humanas.
El monstruo, por esencia, no tiene vida: Vampiro,
Zombi, Hombre Lobo (ni una cosa, ni otra, ser no clasifi-
cado que carece de vida), Momia, Gollem, Arpía, Jinete
sin Cabeza, Carreta sin Bueyes, Llorona; todos predican su
existencia a través de la muerte de la carne y “viven” de y
por la carne. La carne es lo que les falta, como al sujeto le
falta lo que el monstruo predica indirectamente: esencia,
diferencia, ser, humanidad. Mediante la destrucción de la
carne, el monstruo redime su ausencia mítica y falsa de hu-
manidad. Esto lleva a un rotundo fracaso: al ingerir carne,
el monstruo no consigue, definitivamente, la humanidad
anhelada, y se perpetúa como inmortal. Los monstruos
devienen en la trampa de la infinitud: expresión congé-
nita de la disolución presente, concreta y permanente
del sujeto real. El monstruo representa, en su eternidad,
Los Monstruos y la Alteridad 155

la negación concreta del otro: dialéctica destructiva de la


afirmación en la no-afirmación.
Cuando el canibalismo es una práctica real y no míti-
ca; entonces es sancionado como doblemente monstruo-
so. Eso sucedió con Meiwes, el “caníbal alemán”: absoluta
alteridad en un mundo que no puede soportar que el cani-
balismo sea, concretamente, su rostro más real, su sombra
cultural más poderosa; un acto macabro de apropiación
del otro, es decir, de amor posmoderno, del todo viable
según las condiciones históricas actuales, es convertido en
pura alteridad monstruosa. Lo que tenía el acto de amor
es eliminado, dejando ver solo aquello que espanta, los
trozos de cadáver en la nevera, los huesos rotos del otro
concreto que se convierte, ahora, en otro abstracto, en
pura mismidad herida. Con ello, la muerte concreta es
vaciada de contenido, de humanidad, y aparece como
muerte abstracta, como anochecer en el lado oscuro de
la luna. Frente a esta muerte oscura, muerte hipotética
del sujeto abstracto moderno, de la mismidad esencial,
ninguna vida ni ninguna muerte concretas, tienen valor:
el sujeto concreto desaparece.
El Vampiro, el más erótico de los monstruos es, a
la vez, profanador y buscador de adeptos: por medio de
la sangre (que ingiere y contamina), el líquido expresión
por antonomasia de la vida, el Vampiro afirma su poder.
Y es todavía más “perverso”: mata y somete a sus víctimas
a una para-vida, a una “vida en la muerte”: figura de un
monstruo creador de monstruos, un ser que desencadena
un contagio de alteridad.
El Vampiro es, particularmente, infeccioso. Lo son,
también, quienes sufren del mal de la licantropía (los
“hombres-lobo”). Aún estos “tétricos” personajes, son re-
novadores, conversores políticos de una causa “maléfica”,
156 Maynor Antonio Mora

pero al fin y al cabo, una causa. Estos monstruos infeccio-


sos están condenados a recrear la vida en el simulacro,
bajo un imperativo antiguo e inmanente, que enfatiza la
vida a través de la para-vida. Los monstruos renuevan la
continuidad de la existencia, por intermediación de su
inevitable para-vida y su eterno sacrificio. Esta función
simbólica es cumplida, además, por otros monstruos caní-
bales todavía más despiadados: los Ladrones de Espíritus,
los Fagocitadores de Almas.
Digamos que esta esencia caníbal del monstruo,
este ataque simbólico a la carne, al ser, se hunde profun-
damente en la propia condición de la mismidad, la cual,
para afirmarse, destruye, indirectamente, sus bases reales,
refrendadas por la otredad. La mismidad, al destruir y
negar la otredad efectiva, proyecta en el plano de lo sim-
bólico a estos otros destruidos y negados, recurrentes en
la culpa, como monstruos. No es realmente el monstruo
quien ingiere la carne humana, sino el sujeto, quien, al
negar al otro, niega lo que hay más real en él, esto es, los
otros, que lo reflejan como sujeto. Son los otros, los que
aparecen como caníbales de la mismidad, ya socavada de
antemano, por el sujeto, al destruir y negar a los otros, que
son, ahora sí, simbólicamente, el Otro, el “Monstruo”.
Esto es resultado de una nueva forma de norma-
lización, que constituye al monstruo como un atentado
simbólico contra la vida abstracta: “Una sociedad normali-
zadora fue el efecto histórico de una tecnología de poder
centrada en la vida” nos señala Michel Foucault (1995: 175).
La destrucción del monstruo posee así un valor simbólico
que supone un retorno al orden social.

La renovación
Los Monstruos y la Alteridad 157

Creo que son necesarios una nueva epistemología


y una nueva estética de la monstruosidad, una nueva
política de la diferencia y unos nuevos instrumentos
para asegurar la tolerancia. Cuando los monstruos dejen
de asustarnos y entren en nuestra casa, por el lado más
ambiguo, ya sin el subterfugio imaginario del exorcismo,
creo que habremos avanzado un paso significativo en
esta meta de construir, políticamente, la mismidad y la
diferencia, revelando la sombra a la luz y la luz a la sombra,
bajo el paraguas del crepúsculo. Centrémonos, pues, en
lo abyecto como aquello que mejor nos define. “Pues la
abyección es, en suma, el reverso de los códigos religiosos,
morales, ideológicos, sobre los cuales se funda el reposo
de los individuos y las treguas de las sociedades. Estos
códigos son su purificación y su represión” (Kristeva, 1998:
279). Al sacar a los monstruos de la luz y la sombra donde
habitan como Jano, podremos darnos cuenta de que “ellos”
(los otros) somos nosotros. Acabando así con la dialéctica
del amo y el esclavo (Hegel) que sustenta simbólicamente
una sociedad que produce víctimas y victimarios.
El monstruo aparece como un lugar de saturación
negativizada de las diferencias. Tantas cacerías de brujas,
tantos exorcismos del poder y la mismidad, han demos-
trado que no “se triunfa sobre los monstruos luchando
contra ellos” (García, 2004a). Solo procede sacarlos de la
luz y la oscuridad, para que nos dejen de doler los ojos al
mirar paranoicamente los resquicios, las sombras en las
esquinas de la mismidad. “Al sacar lo monstruoso de sus
múltiples reclusiones, se lo cismundiza, se lo comienza a
tratar como una dimensión de la realidad intramundana,
por ende se lo desdemoniza y devuelve a su condición
originaria de que es monstrare o mostrar” (Ibíd.; el én-
fasis en cursiva en el original). En palabras de García, es
158 Maynor Antonio Mora

necesario caminar hacia una “teratología positiva”, que


define a la normalidad en su flexión, comprendiéndola
no tanto como “el cero de la monstruosidad” (Ibíd.), sino
como apertura estética hacia la diversidad, como punto de
partida de toda la subjetividad moderna, y no como límite.
Mediante el regreso del monstruo sin el miedo, se puede
acabar con la sociedad de víctimas y victimarios, es decir,
se puede crear sociabilidad a partir del reconocimiento,
aceptación e inclusión de la diferencia.
La categoría de monstruo requiere ser liberada de
sus milenarias connotaciones negativas y destructivas,
terminando con la producción de las víctimas y los victi-
marios. La salida no está en callar los gemidos del mons-
truo, sino en penetrar en su círculo liberador, más allá de
la destructividad y del miedo a los demás. La defensa de
la vida, puede plantearse desde la diversidad del arco iris
que la caracteriza: eso es lo que la metáfora del monstruo,
de la alteridad, promete. Dentro del círculo del monstruo,
retornaremos a la mismidad en la alteridad. Lucifer debe
ser reconocido como enviado de Dios y como Satanás,
como puente de la diversidad. Porque de lo contrario, la
teogonía mantendrá la dualidad mítica que la ha carac-
terizado entre el sujeto y la alteridad.
Ante la pregunta que enfatiza Hinkelammert (1998:
53): “¿Quién como Dios?”, no basta la respuesta de Jesús,
que es, sin duda, parte de la respuesta: “Todos ustedes
son dioses” (Ibíd.). La opción por esta respuesta induce
a pensar en el color de la alteridad, aunque no lo retoma
en toda su riqueza: “¿Quién cómo la Bestia?” (Ibíd.: 54).
Independientemente de que interpretemos a esta Bestia
como el “imperio de la ley”, viéndola en conjunto con
la pregunta adjunta en el Apocalipsis (“¿Y quién puede
luchar contra ella?” –Ap. 13.4–, ante la cual, la respuesta
Los Monstruos y la Alteridad 159

es “nadie”), la Bestia no deja de aparecer como categoría


negativa. La respuesta a la pregunta “¿Quién como la
Bestia?”, solo puede ser la misma de Jesús para la primera
pregunta. Sería una misma respuesta para una pregunta
mítica e ideológicamente escindida.
Satán, palabras más o menos distintas según el mito
(Lc. 4.1-13), le prometió esto a Jesús en el desierto: le pro-
metió la humanidad, la alteridad (cosa tratada de alguna
forma por Kazantzakis en La última tentación de Cristo).
Jesús elige la mismidad (“No pongas a prueba al Señor tu
Dios”). Jesús no renuncia a su mismidad, no es tentado:
“no ser tentado” es mantener firmes las bases de dicha
mismidad; “no ser tentado” significa negar la alteridad que
existe en nosotros, no ser alcanzados por ella. La tentación
es un toque suave de los dedos de la alteridad, sobre los
límites del yo, sobre la estructura de la identidad: es un
suave abrirse a la diferencia, una sutil pérdida del control
y de los límites de la identidad.
Al ver las dos preguntas bajo una sola respuesta,
desaparece esa dualidad mítico-destructiva, inserta en la
diferencia entre Dios y Satanás. En el círculo de la alteri-
dad, los dos tienen el mismo rostro: son espejo uno del
otro. Esta idea no es nueva, aunque siempre haya sido
descalificada por el Cristianismo como pagana, y resulte
incómoda para el creyente de una religión poblada por
profundas oposiciones binarias y por la milenaria ideal del
mal, y no del mal entendido como creación de víctimas y
violación de la vida (interpretación políticamente correcta
de la teología de la liberación), sino del mal intuido sub-
jetivamente en referencia a un “monstruo-espíritu”.
Este cristianismo subjetivo no puede existir así, sin
la dualidad, sin su monstruo destructivo de naturaleza
abstracta (tenga o no una referencia real). Para afirmar
a Dios, este cristianismo, requiere negar siempre a un
160 Maynor Antonio Mora

contrario, requiere de un monstruo, de una “absoluta al-


teridad”, requiere de su fundamento último: el miedo. Sin
el monstruo, Dios no puede existir. Umberto Eco tiene, en
El nombre de la rosa, completa razón al respecto.
No clamamos por la instauración de un imperio de
claroscuros y espíritus confusos, que lo suyo tienen sin
duda. Clamamos por la vindicación de esas diferencias ver-
gonzosas a la mirada, de esas bestias ocultas en las buenas
maneras, de esos espectros encarcelados en un salón de
espejos e imágenes que embellecen, en la monstruosi-
dad, nuestro temor a los espacios vacíos, a la libertad de
vernos desnudos sobre la superficie del mundo, y frente a
los otros que son el límite de nuestro reconocimiento y el
referente de nuestra identidad. Clamamos por el fin de los
gestos que instauran vergonzosamente la diferencia, por
el declive de los héroes hacia el patetismo real y ridículo
de la vida: “El ser más perfecto, nos dice Sade, el héroe
libertino, sigue a la Naturaleza; el virtuoso, en cambio, sólo
puede producir la paralización de la maquinaria natural”
(Aguirre, 2004).
El sujeto moderno de hoy “se construye como una
amalgama contradictoria entre la subjetividad sintética y
autorregulada que proponía la ideología humanista clásica
y la red descentrada de deseo postulada desde la post-
modernidad” (Krauel, 2001: 23). Dentro de la modernidad,
el “Yo es el epicentro del sujeto como tal” (Dussel, 84: 3).
El otro aparece como el que me antecede (Ibíd.: 5), y me
constituye. En el decir de Lévinas, “el Otro se convierte en
el Mismo” (Lévinas, 2000: 57). Toda existencia y realidad del
sujeto aparece en su relación con el otro: “me vacía de mí
mismo y no deja de vaciarme, descubriéndome...” (Ibíd.:
57).
La relación entre los sujetos ha de estar fundada,
Los Monstruos y la Alteridad 161

primero en la tolerancia (“Así como la tolerancia requiere


del sujeto, el sujeto también requiere de la tolerancia”
–Ocampo, 2002: 23) y, después, en la aceptación de los
monstruos que nos revelan internamente desde la mis-
midad rechazada, por no parecerse a la figura abstracta
de lo normal y correcto. Siguiendo a Foucault, se requiere
de una nueva “ontología histórica de nosotros mismos”
(Álvarez-Uría, 2002: 8).
Ya no más miedo a monstruos. Porque todos somos
monstruos: criaturas feas, egoístas, groseras, deformes y
engreídas como Narciso, embellecidas por el poder de
la mirada y el subterfugio de la luz reflejante: antihéroes
patéticos. Liberémonos como monstruos, liberemos a
nuestros monstruos, dejemos libres a los espectros, a ese
otro radical, que subyace en la teratogénesis destructiva
de las relaciones sociales modernas.
Pongamos fin al torpe juego del miedo, a la negación
destructiva de los otros, para quienes nosotros somos tam-
bién Los Otros (el filme de Amenábar es preciso al revelar
a los verdaderos fantasmas –Arróspide, 2004). Dejemos
que la sociedad de los monstruos dé paso a la sociedad
de criaturas que se miran directamente en la inocencia
de la desnudez erótica que clama por el encuentro de los
cuerpos. Liberemos, pues, a los monstruos, del terrible
peso de soportar nuestra culpa. Liberar a los monstruos
del zoológico del miedo nos libera del miedo, nos some-
te al juicio de la tolerancia, pudiendo dejar caer, al fin, la
pesada malla de acero que nos protege de nuestro ser, a
través del control de las clasificaciones y las taxonomías
de la diferencia.
El monstruo ha sido siempre el otro restaurador y el
otro renovador: el que revela y devela las sombras, pese
a nuestros gestos y exorcismos; ese otro siempre visto de
162 Maynor Antonio Mora

perfil, porque tememos a nuestros ojos, al sutil reflejo de


nuestra mirada terriblemente agobiada por el miedo, por
la falta de certezas frente a un mundo que no queremos
controlar. El monstruo es punto de inflexión histórica,
Los Monstruos y la Alteridad 163

7. Fuentes

Aguilar, Mariflor (1998). Confrontación, crítica y hermenéutica


Gadamer, Ricoeur, Habermas. Fontanamara. México.

Aguirre, Joaquín (2004). “Héroe y Sociedad: El tema del indivi-


duo superior en la literatura decimonónica”, en Revista
Electrónica Espéculo, Nº 3. Universidad Complutense,
Madrid. URL: www.ucm.es/info/especulo/numero3/
heroe.htm

Aguirre, Joaquín (2004a). “La mujer descabezada Representa-


ciones de la Gorgona en la poesía de mujeres: Tina Suárez
Rojas”, en Revista de estudios literarios, Nº 24. Facultad
de Ciencias de la Información, Universidad Complutense.
Madrid. URL: www.ucm.es/info/especulo/numero24/
gorgona.html

Amador, Julio (1999). “Mito, símbolo y arquetipo en los procesos


de formación de la identidad colectiva e individual”, en
Revista mexicana de Ciencias Políticas y Sociales, Nº 176.
División de Estudios de Postgrado, Facultad de Ciencias
Políticas, UNAM. México.

Antología de leyendas universales (1991). Antología de leyendas


universales. A. L. Mateos, S. A. Madrid.

Arenas, Reinaldo (2001). Antes que anochezca, novena edición.


164 Maynor Antonio Mora

Tusquets Editores. Barcelona.

Armengol, Anna (2004). “Realidades de la brujería en el siglo


XVII: Entre la Europa de la caza de brujas y el racionalismo
hispánico”, en Revista Electrónica de Historia Moderna,
V. 3, Nº 6. URL: www.tiemposmodernos.org/viewarticle.
php?id=23

Arróspide, Amparo (2004). “Los otros Reflexión sobre la película


de Alejando Amenábar”, en Revista Electrónica Espéculo,
Nº 19. Universidad Complutense. Madrid. URL: http://
www.ucm.es/info/especulo/numero19/otros.html

Asimov, Isaac (1987). El hombre del bicentenario. Editorial


Martínez Roca. Barcelona.

Asimov, Isaac (1996). Los lagartos terribles. Alianza Editorial.


Madrid.

Barclay, David (1999). Extraterrestres. La respuesta definitiva


sobre los ovnis. Timun Más. Barcelona.

Barthes, Roland (1997). Mitologías, undécima edición. Siglo


veintiuno editores. México.

Barthes, Roland (1998). “Introducción al análisis estructural


de los relatos”, en varios: Análisis estructural del relato,
tercera edición. Ediciones Coyoacán. México.

Berger, Peter y Thomas Luckmann (1984). La construcción social


de la realidad. Amorrortu Editores. Buenos Aires.

Beriain, Josetxo (1996). La integración en las sociedades mo-


dernas. Anthropos. Barcelona.

Beriain, Josetxo (1996a). “El doble “sentido” de las consecuencias


Los Monstruos y la Alteridad 165

perversas de la modernidad”, en A. Giddens y otros: Las


consecuencias perversas de la modernidad. Modernidad,
contingencia y riesgo. Anthropos. Barcelona, España.

Bernard, L. L. (1947). “Mito, superstición, hipótesis, ciencia” en


Revista Mexicana de Sociología, V. 11, Nº 3. Instituto de
Investigaciones Sociales de la UNAM. México.

Borda, Juan (2004). “Maupassant y la representación del otro


en sus cuentos”, en Revista Electrónica Espéculo, Nº 24.
Universidad Complutense. Madrid. URL: http://www.ucm.
es/info/especulo/numero24/otro.html

Bravo, Víctor (2004). “El relato policiaco postmoderno Tres no-


velas argentinas contemporáneas”, en Revista Electrónica
Espéculo, Nº 9. Universidad Complutense. Madrid. URL:
http://www.ucm.es/info/especulo/numero9/policial.
html

Bueno, Gustavo (2004). “Ontogenia y filogenia del basilisco”, en


El Basilisco Revista de filosofía, ciencias humanas, teoría
de la ciencia y de la cultura, Nº 1. Proyecto Filosofía en
español. URL: http://www.filosofia.org/rev/bas/bas10107.
htm

Cargona, Francesc (1999). “Estudio Preliminar”, en Bram Stoker:


Drácula. Edicomunicación, S. A. Barcelona.

Carozzi, Julia y otros (1991). Conceptos de antropología social.


Centro Editorial de América Latina. Buenos Aires.

Caudet, Francisco (1998). Diccionario de mitología. Edimat


Libros, S. A. Madrid.

Dante (1978). La Divina Comedia. Editorial Cumbre, S. A. México.


166 Maynor Antonio Mora

Deaver, Jeffery (1997). El coleccionista de huesos. Punto de


Lectura. España.

Decaux, Alain (1994). La historia secreta de la historia. Editorial


Atlántida. Buenos Aires.

Demonios (2004). Demonios. URL: www.cei-world.com/scm/


demonio.htm

Dick, Philip (1986). ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?


Ediciones Orbis, S. A. Barcelona.

Dios Habla Hoy (1983). La Biblia con Deuterocanónicos, segunda


edición. Sociedades Bíblicas Unidas. México.

Dussel, Enrique (1999). “Sobre el sujeto y la intersubjetividad: el


agente histórico como actor en los movimientos sociales”,
en Pasos, Nº 84. DEI. San José, Costa Rica.

Eco, Umberto (1993). Apocalípticos e integrados, undécima


edición. Editorial Lumen, S. A. Barcelona.

Eco, Umberto (1998). “James Bond: Una combinación narrativa”,


en varios: Análisis estructural del relato, tercera edición.
Ediciones Coyoacán. México.

Eco, Umberto (2000). Cinco escritos morales. Editorial Lumen,


S. A. Barcelona.

Elbert, Carlos (1998). Manual básico de criminología. Eudeba.


Buenos Aires.

Flury, Víctor (2002). Días de cine. Hipocampo. San José, Costa


Rica.
Los Monstruos y la Alteridad 167

Foucault, Michel (1992). Hermenéutica del sujeto. Editorial


Altamira. La Plata, Argentina.

Foucault, Michel (1995). Historia de la sexualidad 1: La voluntad


de saber. Siglo XXI Editores. Madrid.

Foucault, Michel (1996). La vida de los hombres infames. Edi-


torial Altamira. Buenos Aires.

Foucault, Michel (1996a). Vigilar y castigar Nacimiento de la pri-


sión, vigesimocuarta edición. Siglo XXI Editores. Madrid.

Foucault, Michel (1999). Historia de la locura en la época mo-


derna I, segunda edición. Fondo de Cultura Económica.
México.

Foucault, Michel (2001). El nacimiento de la clínica, vigésima


edición. Siglo XXI Editores. México.

Fragomeno, Roberto (2003). Las tribulaciones de la mirada.


Ediciones Perro Azul. San José, Costa Rica.

Freud, Sigmund (1993). La interpretación de los sueños 3. Alian-


za Editorial. Madrid.

Friedman, Stanton (1995). Caso Roswell ET El informe final.


Editorial Atlántida. Buenos Aires.

Fuster, María (2004). “La caza de brujas en la historia moderna”,


en Temakel Mito, Arte, pensamiento. Argentina. URL:
http://www.temakel.com/histbrujeria.htm

Galant, Armando (2004). “Monstruos mitológicos”, en Grupo


Editorial Bitácora. URL: http://www.editorialbitacora.
com/bitacora/mitos/mitos.htm.
168 Maynor Antonio Mora

García, Guillermo (2004). “La ciudad y los monstruos (una con-


tribución a la genealogía del horror moderno)” en Revista
Electrónica Espéculo, Nº 24. Universidad Complutense.
Madrid. URL: http://www.ucm.es/info/especulo/nume-
ro24/monstruo.html

García, Marcos (2004a). “Sobre catástrofes y monstruos”, en


Organización de Estados Iberoamericanos para la Edu-
cación, la Ciencia y la Cultura. URL: http://www.oei.org.
co/cts/tef08.htm

Giménez, Fabián (2004). “David Cronenberg y la nueva carne:


el paradójico abrazo a la abyección maquínica”. URL:
http://www.henciclopedia.org.uy/autores/FGimenez/
Cronenberg.htm

Giribet, Gastón (2004). “De símbolos y demonios”, en Revista


Electrónica Espéculo, Nº 23. Universidad Complutense.
Madrid. URL: http://www.ucm.es/info/especulo/nume-
ro23/demonios.html

Goethe (1987). Fausto, decimoséptima edición. Espasa Calpe.


México.

González, Raúl (2004). “Mulder y Scully en la infósfera”. URL:


http://www.gonzalez-zorrilla.com/television.htm

Greimas, A. J. (1998). “Elementos para una teoría de la interpre-


tación del relato mítico”, en varios: Análisis estructural
del relato, tercera edición. Ediciones Coyoacán. México.

Guerrero, Susana (2004). “El monstruo: componente universal


de los mitos y leyendas”, en Esferas de la lectura. URL:
http://esferas.alonsoquijano.org/marco1/paginas%20
word/monstruos%20Susana.htm
Los Monstruos y la Alteridad 169

Habermas, Jürgen (1999). Teoría de la acción comunicativa I.


Taurus. Madrid.

Habermas, Jürgen (1999a). Teoría de la acción comunicativa II.


Taurus. Madrid.

Harris, Raymond (2004). “La demonología”. URL: www.buscad.


com/paginas/escudrinad_y_mas/libros/demon.pdf

Harris, Thomas (1993). El silencio de los corderos. Altaya. México.

Harris, Thomas (1999). Hannibal. Grijalbo Mondadori. Barcelona.

Hesíodo (1968). Teogonía Los trabajos y los días El escudo.


Centro Editor de América Latina. Buenos Aires.

Hidalgo, Roxana (2002). “La comprensión hermenéutica: Un


acercamiento psicoanalítico y socio-histórico de la in-
terpretación de textos míticos y literarios”, en Revista de
Ciencias Sociales, Nº 96. Facultad de Ciencias Sociales,
Universidad de Costa Rica.

Highsmith, Patricia (2001). Crímenes bestiales. Editorial Planeta.


Barcelona.

Hinkelammert, Franz (1991). La fe de Abraham y el edipo occi-


dental. DEI. San José, Costa Rica.

Hinkelammert, Franz (1993). Sacrificios humanos y sociedad


occidental: lucifer y la bestia. DEI. San José, Costa Rica.

Hinkelammert, Franz (1998). El grito del sujeto del teatro-mun-


do del evangelio de Juan al perro-mundo de la globali-
zación. DEI. San José, Costa Rica.

Homero (1994). La Odisea, novena edición. Editores Mexicanos


170 Maynor Antonio Mora

Unidos.

Ierardo, Esteban (2004). “Borges y el Bosco”. URL: http://www.


temakel.com/enseiboscoborges.htm

James, M. R. (1997). Corazones Perdidos Cuentos completos de


fantasmas. Editorial Valdemar. Madrid.

Johnson, Paul (1999). Historia del Cristianismo. Javier Vergara


Editor. Barcelona.

Kafka, Franz (1996). La metamorfosis. Editorial Clásicos Roxsil.


San Salvador.

King, Stephen (2001). Carrie. Plaza y Janés Editores, S. A. Bar-


celona.

King, Stephen (2001a). Mientras escribo, segunda edición. Plaza


y Janés Editores, S. A. Barcelona.

Kon, I. (1989). “La sociología psicológica de fines del siglo XIX-co-


mienzos del XX”, en Varios: Historia de la sociología del
siglo XIX-comienzos del XX. Editorial Progreso. Moscú.

Krauel, Ricardo (2001). Voces desde el silencio. Ediciones Liber-


tarias. Madrid.

Kristeva, Julia (1998). Poderes de la perversión. Siglo XXI Edi-


tores. México.

Kuttner, Henry (1988). Mutante. Ediciones B. Barcelona.

Larui, Abadía (2001). La crisis de los intelectuales árabes. Edi-


ciones Libertarias. Madrid.

Le Guin, Úrsula (2004). “Los que se alejan de Omelas”, en Málaga


Los Monstruos y la Alteridad 171

Acoge. URL: http://www.malaga.acoge.org/2003/set03/


omelas.htm

Levinas, Emmanuel (2000). La huella del otro. Taurus. México.

Lévy-Strauss, Claude (1987). Mito y significado. Alianza Editorial.


Madrid.

Lewontin, R. C. y otros (1996). No está en los genes Crítica del


racismo biológico. Grijalbo Mondadori. Barcelona.

López, José y Luján, José (2000). Ciencia y política del riesgo.


Alianza Editorial. Madrid.

Los bestiarios y la representación de lo grotesco (2004). En:


Universidad de Extremadura. España. URL: http://www.
unex.es/interzona/Interzona/Revista/herodes/n3/gene-
ros/Bestiarios.htm

Lovecraft, H. P. (2002). La llamada de Cthulhu y otro relato. Grupo


Editorial Tomo, S. A. de C. V. México.

Lovecraft, H. P. (2003). El horror de Dunwich y otros cuentos.


Grupo Editorial Tomo, S. A. de C. V. México.

Luhmann, Niklas (1990). Sociedad y sistema: la ambición de la


teoría. Paidós, Barcelona.

Machtam, Lothar (2002). El secreto de Hitler. La doble vida del


dictador. Editorial Planeta. Barcelona.

Maupassant, Guy de (1986). “El Horla”, en Isaac Asimov: Lo mejor


de la Ciencia Ficción del siglo XIX. Editorial Martínez Roca,
S. A. Barcelona.

Maura, Juan (2004). “Monstruos y bestias en las Crónicas del


172 Maynor Antonio Mora

Nuevo Mundo”, en Revista Electrónica Espéculo, Nº 19.


Universidad Complutense. Madrid. URL: http://www.ucm.
es/info/especulo/numero19/monstruo.html

May, Rollo (1992). La necesidad del mito. La influencia de los


modelos culturales en el modelo contemporáneo. Paidós.
Barcelona.

Melic, Antonio (2004). “De Madre Araña a demonio Escorpión:


Los arácnidos en la Mitología”, en Comunidad Virtual de
Entomología. Argentina. URL: http://entomologia. rediris.
es/aracnet/e2/10/03mitologia/

Mendiola, Alfonso (2004). «Francois Hartog: El nacimiento del


discurso occidental». URL: http://www.hemerodigital.
unam.mx/ANUIES/ibero/historia/historia11/sec_7.htm

Milton, John (1998). El paraíso perdido. Espasa Calpe. Madrid.

Monge, Jorge (1997). “El inconsciente étnico del mestizo”, en


Olmedo España: Cultura y contra cultura en América
Latina. EUNA. Heredia, Costa Rica.

Monterroso, Augusto (1995). Animales y hombres. EDUCA. San


José, Costa Rica.

Mundo Paranormal (2004). “El Chupacabras: ¿Un alienígena?”.


URL: http://cdcovers.iespana.es/mundoparanormal_es/
docs/ovnis/chupacabras.html

Nota Preliminar (1999). En Mary Shelley: Frankenstein. Edico-


municación, S. A. Barcelona.

Novoa, Víctor (1999). Psicoanálisis Teoría y crítica. Editorial Uni-


versitaria Potesina. San Luis de Potosí, México.

Ocampo, Ángel (2002). Los límites de la tolerancia y el sujeto


Los Monstruos y la Alteridad 173

universal De paradojas y bandidos. DEI. San José, Costa


Rica.

Olivares, Julio (2004). “Sueños de espinas y lágrimas: Los ogros


del iris cinematográfico”, en Revista Electrónica Espéculo,
Nº 19. Universidad Complutense. Madrid. URL: http://
www.ucm.es/info/especulo/numero19/ogros.html

Orígenes del Bestiario (2004). Orígenes del Bestiario. URL: www.


cei-world.com/scm/demonio.htm

Palacios, Jordana (2004). “La dualidad bien-mal en el alma


humana y su posible carácter monstruoso”, en Deca-
nato de Estudios Generales, Universidad Simón Bolívar.
URL: http://www.universalia.usb.ve/concursos/veredic-
tos/2003/ensayo/2lugar.html

Pérez, Antonio (2004). “Ovarios, gemelos y mezquindades: sobre


ediciones de mitos y literatura”. URL: http://www.eurosur.
org/TIPI/yanomit.htm

Pérez, Daniel (2004). “Sobre las brujas en la Edad Media”, en Terra.


URL: http://www.terra.es/personal/danperez/hermes/
brujasem.htm

Poe, Edgar (1996). Obras completas. Editorial Claridad. Buenos


Aires.

Polidori, John (1997). “El vampiro”, en Victoria Robins: Relatos


cortos Vampiros. M. E. Editores, S. L. España.

Restrepo, Jaime (2004). “La posesión demoníaca”. URL: http://


www.amigoval.com/Restrepo/Posesion.htm

Rivage-Seul, Mike (2002). “Cómo fue que Hitler salvó al capi-


talismo y ganó la guerra: La señora Cheney podría sufrir
un shock al descubrirlo”, en Pasos, Nº 99. DEI. San José,
174 Maynor Antonio Mora

Costa Rica.

Rivera, Luis (1992). “¿Quién es el indio? Humanidad o bestialidad


del indígena americano”, en Pasos, Nº 43. DEI. San José,
Costa Rica.

Robins, Victoria (1997). Relatos cortos Vampiros. M. E. Editores,


S. L. España.

Rodríguez, Sara (2004). “Perversas, feas, malvadas y seductoras


(las mujeres en el cine de terror)”. URL: http://www. cin-
efantastico.com/terroruniversal/index.php?id=112

Rossi, Jorge (2004). “Los mitos de Cthulhu: Lovecraft, Derleth y


otros amigos”. URL: http://orbita.starmedia.com/jorna-
daslovecraft/articulos/mitoslovros.html

Rótterdam, Erasmo (1999). Elogio de la locura. Unidad Editorial,


S. A. Madrid.

Roy, Arundhati (2001). “El álgebra de la ´justicia infinita´”, en


Pasos, Nº 98. DEI. San José, Costa Rica.

Sade, Marqués de (2003). Los 120 días de Sodoma o escuela


del Libertinaje, cuarta edición. Grupo Editorial Tomo, S.
A. de C. V. México.

Sagan, Carl (1997). El mundo y sus demonios. La ciencia como


una luz en la oscuridad. Editorial Planeta. Buenos Aires.

Salazar, Alfonso (2004). “Polidoriana (artículos sobre literatura


vampírica)”. URL: http://www.laplazahumana.com/pagi-
nasplaza/ensayos/polidoriana.htm

Santana, Germán (2004). “El mito griego de Océano y las Islas


Los Monstruos y la Alteridad 175

del Atlántico”. URL: http://www.ceha-madeira.net/cana-


rias/hia37.html

Schatzman, Evry (1994). Los niños de Urania. En busca de las civi-


lizaciones extraterrestres. Salvat Editores, S. A. Barcelona.

Shelley, Mary (1999). Frankenstein. Edicomunicación, S. A.


Barcelona.

Sierra, Marc (2004). “Monstruosidad y genética: Comentarios so-


bre la monstruosidad en Aristóteles y Kafka”. URL: http://
www.sc.ehu.es/yfwtahum/web/Nº1/Sierra%2CM..htm

Silva, Víctor y Gutiérrez, José (2004). “La construcción de la


identidad y la alteridad en Jorge Luis Borges y Nathaniel
Hawthorne”, en Revista Electrónica Espéculo, Nº 17. Uni-
versidad Complutense. Madrid. URL: http://www.ucm.es/
info/especulo/numero17/borg_haw.html

Stevenson, R. L. (1999). Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Unidad Editorial,


S. A. Madrid.

Stoker, Bram (1999). Drácula. Edicomunicación, S. A. Barcelona.

Süskind, Patrick (1998). El perfume. Seix Barral. Barcelona.

Tahar, Malik (2003). “Intervención militar en Irak: la guerra contra


todos”, en Pasos, Nº 108. DEI. San José, Costa Rica.

Temas (2000). “Chupacabras un Mito que sigue dejando rastros...


¿Invento popular transmitido por la radio y la TV?”. URL:
http://www.ovni.cl/investigaciones/investigacion02b.
htm

Temple, Robert (1998). El misterio de Sirio. Nuevas pruebas


176 Maynor Antonio Mora

científicas de contactos con extraterrestres hace 5.000


años. Timun Más. Barcelona.

Valero, José (2004). “El otro como no-cultura y como anticultu-


ra en el discurso épico de la conquista de América”, en
Revista Electrónica Espéculo, Nº 20. Universidad Complu-
tense, Madrid. URL: http://www.ucm.es/info/especulo/
numero20/val_otro.html

Varela, Julia y Álvarez-Uría (1997). Genealogía y sociología. Ma-


teriales para repensar la modernidad. Ediciones el Cielo
por Asalto. Buenos Aires.

Vásquez, Manuel (2004). “El poder del mito / El mito del poder”.
URL: http:/www.cica.es/aliens/gittcus/podermito.html.

Wendt, Herbert (1982). El descubrimiento de los animales. De la


leyenda del unicornio hasta la etología. Editorial Planeta.
Barcelona.

Wenisch, Bernhard (1998). Satanismo Tendencia oculta en el


mundo moderno. Editorial Lumen. Buenos Aires.

Wicca (2004). “¿Qué es la tradición Wicca?”. URL: http://www.


geocities.com/paris/Opera/6452/wicca.html

Impreso por el Programa de Publicaciones e Impresiones


de la Universidad Nacional,
en el mes de febrero del 2007.

La edición consta de 500 ejemplares,


en papel editorial y cartulina barnizable.

0573-6—P.UNA

También podría gustarte