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Este artículo repasa las premisas y objetivos básicos de los programas de reducción de riesgos
y daños asociados (PRRD), señalando la necesidad de formación específica de los
profesionales sanitarios para poner en marcha intervenciones eficaces de salud pública con los
usuarios de drogas en el marco de estos programas. Con respecto a las estrategias específicas
para la consecución de los PRRD, se presentan las distintas modalidades de intervención:
programas de mantenimiento con metadona y con otros agonistas opioides, programas de
dispensación de otras sustancias psicoactivas, programas de consumo de menor riesgo y
programas de promoción de un sexo más seguro, señalando objetivos, ventajas y desventajas.
Asimismo, se plantean los diferentes contextos de intervención de estos programas, y se
concluye en la necesidad de plantear desde los servicios de atención a drogodependientes una
oferta plural, eficaz, individualizada y en relación con el momento personal de cambio del sujeto
para lo cual la formación de los profesionales y la evaluación de los programas que se pongan
en marcha va a ser fundamental.
This paper revise the premises and basic objectives of harm reduction Programmes. It point out
the need of a specific trainning for sanitary professionals to implement effective public health
interventions with drug users. In relation to specific strategies in this framework we undertake
the different kind of interventions like methadone and other substances maintenance
Programmes and less risk drug use and safe sex Programmes, showing objectives, advantages
and disadvantages of them. We show the need to offer plural, effective and individualizes
programmes to drug users in relation to their personal change moment. To reach these kind of
interventions is essential the trainning of the professionals and the evaluation of the programmes.
Sin embargo este modelo no sólo implica un cambio en los objetivos planteados y por tanto en
las estrategias a poner en marcha, sino que implica también (y previamente) un cambio en la
filosofía que subyace a estas estrategias, es decir, exige un cambio en las creencias, las
actitudes, los pensamientos y los discursos en relación con los PRRD.
b) Debe tenerse en cuenta que los riesgos derivados del consumo de drogas son
diversos y dependen de diferentes factores como son: el tipo de droga consumida, la
frecuencia y la cantidad, cómo se administra, las circunstancias físicas y sociales de
este consumo, y las políticas sociales para reducirlo. Es importante señalar que en
algunos casos las políticas para reducir este consumo pueden aumentar el riesgo
asociado con el uso de drogas, como cuando sólo se ofrecen servicios dirigidos a la
abstinencia. La reducción de riesgos si bien es compatible con la creencia de que cada
uno tiene el derecho de consumir drogas si lo quiere, reconoce que la mayoría de las
drogas producen dependencia fisiológica y/o psicológica y que el consumo de drogas
perjudica la salud.
c) Muchas veces, los problemas asociados al uso de drogas, se deben más a los hábitos
y patrones de consumo que a los efectos de las drogas en sí mismas, no siendo tan
importante qué se consume sino cómo se consume. Así, muchos de los riesgos
relacionados con las drogas pueden ser eliminados con éxito sin reducir necesariamente
el consumo de éstas.
Distintos autores (Colom et al. 1999, Insúa 1999, Markuez y Póo, 1999) están de acuerdo en
que los objetivos primordiales para el enfoque de reducción de riesgos son:
a) disminuir la morbimortalidad
b) disminuir la transmisión de la infección por VIH, VHB y VHC desde, entre y hacia los
usuarios de drogas
c) incrementar la toma de conciencia de los usuarios de drogas sobre los riesgos y daños
asociados a su consumo (sobredosis, accidentes, comorbilidad psiquiátrica, etc.)
d) disminuir los riesgos y daños asociados al uso de drogas, así como las conductas
sexuales de riesgo entre los consumidores de drogas
Para hacer realidad estos objetivos, uno de los aspectos más importantes es la formación de
los profesionales que trabajan en los servicios de atención a las drogodependencias. ¿Por qué
hablamos de formación de profesionales?
Muchas veces nos encontramos con que, a pesar de que los profesionales tienen los
conocimientos específicos (sobre la transmisión del VIH, sobre las conductas preventivas, sobre
las sustancias, etc.), fallan a la hora de diseñar y/o aplicar programas eficaces para el cambio
conductual basados en la filosofía de la reducción de riesgos. ¿Qué sucede entonces?
Sin embargo la adquisición, modificación y/o eliminación de hábitos no es una tarea facil a pesar
de que las personas tengan la información necesaria, y si queremos cambiar los
comportamientos, tenemos que trabajar no sólo con las variables teóricas que están asociadas
al cambio de los mismos, sino también trabajar con la metodología que se ha demostrado más
válida para el objetivo que se quiere conseguir.
Al margen de sus diferencias, los modelos están de acuerdo en que si queremos incidir en las
conductas, vamos a tener que trabajar una serie de variables que están asociadas a la
modificación de los comportamientos, que no tienen que ver con la información sino con las
intenciones, las creencias, las emociones, las habilidades personales, las normas, y las
representaciones compartidas por una determinada población sobre un determinado fenómeno.
Y para modificarlas, va a haber que desarrollar estrategias comunicativas y de intervención
específicas.
Pero antes de poder poner en marcha intervenciones que respeten la filosofía de la reducción
de riesgos, los profesionales van a tener que poner en cuestión su propia conceptualización de
las drogas y de las drogodependencias, de los tratamientos, de los objetivos de los mismos, de
la necesidad de evaluar las intervenciones para corroborar que cumplen los objetivos y mejorar
sus defectos.
Por eso va a ser importante formar a los profesionales. Porque estas dos cuestiones (las propias
actitudes y conductas y la teoría y metodología adecuadas para diseñar intervenciones de
reducción de riesgos) exigen una formación específica (de Crespigny, 1996; del Río, 1998; Insúa
y Grijalvo, 1999).
El modelo de reducción de los riesgos y daños asociados al consumo, asume los principios de
las intervenciones eficaces de salud pública con usuarios de drogas; señalando que estas
intervenciones deben tener un enfoque escalonado, jerárquico y pragmático, combinando la
prevención primaria (prevención y tratamiento por uso de sustancias), la prevención secundaria
(prevención de los riesgos asociados a la conducta) y prevención terciaria (prevención de la
enfermedad en aquellos individuos ya infectados).
Por otro lado, estas intervenciones deben realizarse a múltiples niveles, porque múltiples son
los niveles que están en relación con el uso de drogas (Insúa y Moncada, 2000a; 2000b; Room,
1999).
Así, deben promover el cambio a nivel individual, pero también grupal, social y político. El
individuo existe en su grupo, se comporta en su grupo, asume las normas de su grupo de
pertenencia. Este grupo va a marcar qué comportamientos se consideren lícitos y cuáles se
reprueben, qué identidad se refuerce y cuál se desprecie, a qué filosofía de consumo se adhiera
el sujeto y qué salidas se contemplen. Por eso va a ser fundamental trabajar con el grupo de
usuarios, integrarles en los programas y en las iniciativas de intervención, formarles como
agentes de salud desarrollando estrategias tipo "boule de neige". El trabajo con los iguales hace
evolucionar las normas de éstos en materia de conducta sexual y uso de drogas, y contempla
tanto los cambios de comportamiento en el grupo como los individuales.
Asimismo, va a ser fundamental el cambio social, porque el individuo y el grupo están insertos
en una comunidad que puede estar o no receptivas para las iniciativas de salud pública en la
forma de programas de reducción de riesgos. La posibilidad de poner en marcha determinadas
intervenciones puede verse frenada por una comunidad no informada y temerosa.
Los cambios a nivel político son necesarios para posibilitar el diseño y la puesta a prueba de
programas innovadores, que si bien van a tener que ser evaluados y contrastados en diseños
rigurosos que cumplan los requisitos metodológicos, necesitan apoyos políticos para poder
empezar. No podemos olvidar que la eficacia de las intervenciones de salud pública también
tiene que ver con el contexto legal y estructural. Donde existan leyes que castiguen las drogas
o se exija la abstinencia del uso de drogas, o donde haya farmacias que se niegan a vender
preservativos y/o jeringuillas a determinadas personas o a determinadas horas, podría ser difícil,
por ejemplo, desarrollar intervenciones de salud pública. Por eso, para realizar intervenciones
eficaces de salud pública es necesaria la colaboración de los que pueden influir en las políticas
públicas, favoreciendo las intervenciones que asumen los principios de la reducción de riesgos.
Las evidencias a escala internacional vinculan la prevención de las consecuencias adversas
asociadas con el uso de sustancias a desarrollos políticos pragmáticos orientados a la
preservación de la salud pública. Por ejemplo, en Francia, para poder vender jeringuillas en las
farmacias sin prescripción médica, hizo falta cambiar la ley que lo penalizaba; otro ejemplo más
cercano, lo tenemos en los Programas de Intercambio de Jeringuillas (PIJs) que se han puesto
en marcha en distintas prisiones del Estado, en las que, en este momento, tener una jeringuilla
del programa no es ilegal.
Por otro lado, además de informar, las intervenciones de salud pública tienen que proporcionar
los medios necesarios para el cambio hacia conductas sin riesgo, pero también tienen que
ayudar a desarrollar habilidades personales que faciliten los cambios conductuales (decíamos
anteriormente que saber lo que hay que hacer no siempre determina lo que se hará. Muchas
veces incapacidades personales, costes psicológicos o riesgos inmediatos reales, dificultan o
impiden la realización de comportamientos sin riesgo).
Asimismo, las intervenciones eficaces de salud pública, van a requerir cambios en los servicios
sanitarios, acercándolos a los usuarios, mejorando su disponibilidad y accesibilidad, trabajando
con usuarios en activo (que no pueden o no quieren dejar de consumir), y que buscan modelos
de intervención específicos para su momento personal con la sustancia.
Así, la filosofía de la reducción de riesgos supone un marco teórico que integra como objetivos
la necesidad de asumir la formación de los profesionales sanitarios que trabajan con la
población de usuarios de drogas, adecuar los programas que se ofrezcan a los criterios de
eficacia de las intervenciones de Salud Pública y considerar el momento de cambio personal
del sujeto usuario para orientarle hacia el programa idóneo para él.
Si bien en un primer momento la necesidad apuntada por distintos autores de ofrecer servicios
sanitarios y sociales orientados a la reducción de los riesgos asociados al consumo generó
diferentes posicionamientos a favor y en contra, actualmente se reconoce como indispensable
este tipo de abordaje en los servicios que están en contacto con UDIs, valorando asimismo la
necesidad de ofrecer un abanico de intervenciones que contemplen distintos tipos de objetivos
en el continuum abstinencia-dependencia y en relación con el estado y momento personal de
cambio del sujeto.
La metadona es un derivado opioide que comparte todas sus propiedades farmacológicas con
la morfina. Como opiáceo de sustitución tiene una serie de ventajas, entre ellas: que se
administra por vía oral, ya que la absorción es buena y rápida, eliminando los riesgos de la vía
inyectada; que tiene una vida media larga -según los autores entre 13 y 55 horas- y por lo tanto
sólo es necesario administrarla una vez al día (Hevia y Zunzunegui, 1999); y que bloquea la
euforia que se busca con la heroína ilegal (Colom et al, 1999).
Los PMM son los más utilizados y los que han sido más investigados entre los programas de
sustitución con opioides. Su efectividad se basa en que alcanza tres objetivos orgánicos claves:
neutraliza el síndrome de abstinencia a opiáceos, suprime el craving e inhibe la euforia que se
consigue con la heroína.
Son los programas que muestran las tasas más altas de retención de pacientes en tratamiento,
que oscilan entre el 60% y el 95% según distintos estudios (Duró, Casas y Colom, 1994;
Rosenbach y Hunot, 1995; Martin-Zurimendi et al, 1997). La importancia de este dato radica en
que el contacto del usuario con el centro de tratamiento es uno de los objetivos básicos que
persiguen los programas de reducción de riesgos, encontrando una alta correlación positiva
entre permanencia en el tratamiento y evolución. El mismo patrón se encuentra con distintas
patologías: drogodependencias (Payte y Khuri, 1997), alcoholismo (Rodriguez-Martos, 1989),
trastornos de alimentación (Grijalvo, Insúa e Iruin, 2000).
El éxito de los PMM parece estar más en relación con las características asistenciales que con
características del sujeto en tratamiento. Aunque ciertos autores concluyen que la retención
está más en relación con la flexibilidad e individualización de la dosis que con la dosis diaria en
términos absolutos, predominan los trabajos que muestran una correlación positiva clara entre
dosis y retención en tratamiento (Simpson, 1981; Strain et al., 1993; Torrens, Castillo y Perez-
Solá, 1996). Se considera la dosis eficaz más baja los 50 mg/día, aunque por debajo de 60 mg
disminuyen drásticamente las tasas de retención.
Asimismo, existen trabajos que muestran una clara correlación negativa entre la dosis empleada
y el consumo de heroína (Caplehorn et al., 1993; 1994) señalándose que con dosis de entre 80-
120 mgs/día la mayoría de los pacientes se encuentra estabilizado (Herman y Appel, 1992).
Otros factores que influyen en las altas tasas de retención son el fácil acceso al tratamiento, la
accesibilidad física del centro y horarios adecuados, la accesibilidad de los miembros del equipo,
la calidad y permanencia del personal, el apoyo psicosocial, la diversidad de los servicios
ofrecidos, la posibilidad de llevarse las dosis a casa (take-home) y la orientación del programa
a medio/largo plazo (incluso indefinido) (Colom et al, 1999; Clatts y Beardsley, 1992; Pani et al.,
1996; Rhoades et al., 1998).
Por otro lado, está documentado que los PMM disminuyen los episodios de sobredosis y
algunos riesgos asociados a la conducta de inyección (menor número de inyecciones y menor
compartición del material de inyección), disminuyendo asimismo las tasas de morbimortalidad
(Farrell et al, 1994; Wells et al., 1996).
Desde el inicio de los años 70 es el tratamiento de elección para las mujeres embarazadas
dependientes de opiáceos (Kaltenbach et al, 1997).
En períodos de estabilización global del sujeto se ha encontrado una disminución del consumo
de otras sustancias como benzodiacepinas, cannabis y alcohol (Póo et al, 1997) y distintos
estudios han demostrado que los sujetos en PMM presentan tasas de seroconversión del VIH
inferiores a sujetos que no están en tratamiento por su adicción, confirmando que los PMM
protegen contra la infección por VIH (Hartel y Schoenbaum, 1998; Metzger et al., 1993).
Está comprobado también un incremento en la calidad de vida (Torrens et al., 1997) y la
adherencia a la profilaxis y tratamiento contra la tuberculosis en los pacientes que acuden a los
PMM (Gourevitch et al, 1996; O'Connor et al, 1999).
Podemos concluir que actualmente el uso de metadona es seguro e idóneo para personas
dependientes de opiáceos, no habiéndose encontrado efectos adversos importantes en
estudios de seguimiento a largo plazo. Además, los costes por tratamiento son muy baratos
comparados con el de los adictos que no están en tratamiento.
A pesar de la unánime opinión positiva sobre los PMM, hay una serie de cuestiones negativas
que es necesario abordar: algunos usuarios aumentan su consumo de otras sustancias
(especialmente alcohol y cocaína), continúan con los comportamientos de inyección y existe un
desvío al mercado ilegal de una parte de la metadona dispensada.
Esta realidad nos obliga a tener en cuenta planteamientos integradores en el abordaje de las
drogodependencias, y la coexistencia de una oferta de programas en los servicios. Se ha
demostrado que los usuarios de PMMs que participan simultáneamente en programas de
intercambio de jeringuillas, disminuyen significativamente sus conductas de riesgo de inyección
(Schoenbaum, Hartel y Gourevitch,1996). No podemos plantearnos los programas como
compartimentos estancos, excluyentes unos con otros, sino que el sujeto debe poder utilizar
distintos programas complementarios a la vez. Que su programa primario sea un PMM u otro,
no quiere decir que no pueda participar en programas de prevención de recaídas, en intercambio
de jeringuillas, en talleres de prevención de sobredosis o en programas de sexo más seguro.
Este fármaco parece tener un efecto más suave que la metadona, lo que supone
también una menor sensación de sedación y euforia. Es poco eficaz por vía intravenosa,
con lo cual disminuye su demanda desde el mercado ilegal. Sin embargo, la desventaja
que presenta frente a la metadona, es que las concentraciones plasmáticas correctas
para hacer efecto se alcanzan a las dos o tres semanas de tratamiento lo que puede
provocar la utilización de otros opiáceos durante el período de estabilización por parte
de un usuario insatisfecho con un tratamiento sin efecto inmediato. Por eso algunos
autores recomiendan iniciar el tratamiento mediante una estabilización previa con
metadona y efectuar el cambio a LAAM en una segunda fase (San et al., 1999)
Las ventajas que se señalan para la distribución controlada de heroína frente a otro tipo
de programas de mantenimiento, reside sobre todo en alejar su consumo de la exclusión,
reduciendo la delincuencia vinculada a los mercados ilegales y estabilizando el numero
de consumidores al no necesitar éstos traficar con drogas. Asimismo se sugiere que
también estos programas podrían reducir los episodios de sobredosis de opiáceos
debido a la impureza de la sustancia que se consigue ilegalmente. No obstante,
debemos señalar que la mayoría de las sobredosis se producen por uso combinado de
drogas (heroína, alcohol y benzodiacepinas especialmente) siendo este uso simultáneo
y la vía parenteral los mayores factores de riesgo para una sobredosis (Darke, Ross y
Hall, 1996; Oppenheimer et al., 1994; Richards, Reed y Cravey, 1976; Ruttenber et al.,
1990; Zador, Sunjic y Darke, 1996).
Por otro lado, también se ha demostrado que este tipo de programas no aumentan el
uso de drogas entre sus participantes (Vlahov y Junge, 1998) permitiendo el contacto
con poblaciones ocultas de usuarios de drogas que por su momento personal de cambio
no se plantean aún otro tipo de programas.
Sin embargo, algunos estudios encuentran que existen grupos de personas que, a pesar
de utilizar los servicios de los PIJs, continúan realizando comportamientos de riesgo.
Estos estudios señalan la importancia de mantener los programas de prevención y de
insistir en la educación de los usuarios de drogas como "agentes de salud" para cambiar
las normas grupales y prevenir la transmisión de las infecciones a las nuevas
generaciones (Paone et al., 1997; van Ameijden y Coutinho, 1998).
Además de la información necesaria para conocer los riesgos que se asocian a cada
sustancia y a sus vías de consumo, se informa sobre las estrategias de inyección segura,
haciendo hincapié en aquellas variables que van más allá de la información y que van a
determinar la conducta (Insúa, 1999).
Grupos diana para la realización de estas intervenciones, son aquellos sujetos que ya
han sufrido algún episodio de sobredosis y aquéllos que vuelven a la comunidad
después de haber perdido la tolerancia a los opiáceos (como los sujetos que salen de
prisión o de un programa de tratamiento), aunque la idoneidad de la dispensación de
naloxona a los usuarios de drogas para utilizarla como prevención de sobredosis, es
controvertida (Darke y Hall, 1997; Strang et al., 1996)
La evaluación disponible sobre el uso de estas salas, encuentra una disminución en los
daños y riesgos relacionados con la inyección, incluyendo absesos, sobredosis y
transmisión de infecciones. También señalan un decremento de los problemas de orden
público asociados al uso ilícito de drogas, incluyendo la disminución del abandono de
jeringuillas y el uso de sustancias en lugares públicos. Asimismo, parece darse un
trasvase de usuarios hacia otros dispositivos de tratamiento.
De acuerdo con la literatura disponible las salas de inyección segura deben ser
implementadas en lugares concretos (aquéllos donde abunda el uso público de drogas)
y deben tener una normas de funcionamiento claras y estrictas no sólo con respecto a
la ausencia de violencia y de tráfico de sustancias en ellas, sino también con respecto
a la inyección. Así, el usuario debe lavarse las manos al entrar a la sala y limpiar su
lugar de inyección después de ésta. No se permite fumar en la sala de inyección y
muchos centros tienen un tiempo límite máximo de 30 o 60 minutos de permanencia.
En algunas salas, se permite al usuario solo una inyección por visita y no se permite a
los miembros del equipo ayudar a inyectarse a los clientes (Dolan y Wodak, 1996).
Esto puede parecer una perogrullada, pero pretender que un programa diseñado para hacer
frente a las conductas de riesgo de inyección también consiga el cambio en las conductas
sexuales de riesgo es una perogrullada mayor.
Los Programas de sexo más seguro, que adoptan preferentemente la forma de Talleres de sexo
más seguro (TSMS) y trabajan desde la perspectiva grupal, proporcionan educación sanitaria
sobre sexualidad y prevención y tienen como objetivo cambiar la conducta sexual de riesgo por
una conducta sexual segura. Con este propósito, se organiza un Taller en 5 ó 6 sesiones de
dos horas aproximadamente (se ha comprobado que un TSMS eficaz tiene alrededor de 10
horas de duración), en las que se trabajan los conocimientos, las creencias, las actitudes y la
conducta sexual, haciendo hincapié en aquellas variables que van a determinar la utilización o
no del preservativo y que no tienen que ver con la información que tenga el sujeto sobre la
necesidad de usarlo.
Sabemos que hoy en día, la información está dada. Los conocimientos han llegado a un nivel
alto tanto en la población general como entre los UDIs y sin embargo, no tienen correlación con
el uso sistemático del preservativo en las relaciones sexuales. De hecho, no llegan al 30% las
personas que lo utilizan siempre. Evidentemente otras son las cuestiones que van a dificultar la
puesta en marcha de la conducta preventiva, cuestiones que tienen que ver con la preocupación
por la salud, la percepción de riesgo, la percepción de las consecuencias de la conducta, la
anticipación de la conducta sexual, la autoeficacia, la asertividad y las habilidades de
comunicación, la norma subjetiva y la norma social, la actitud hacia las medidas preventivas y
el uso de alcohol y otras drogas (Insúa, 1999).
Todos los autores están de acuerdo en que la educación sobre las conductas de riesgo con los
UDIs debe focalizarse tanto en los riesgos implicados en las conductas de inyección, como en
los riesgos implicados en las conductas sexuales y que es un error pensar que el cambio en
una conducta va a llevar automáticamente al cambio en la otra.
Todos estos programas deben ser contrastados y evaluados para poder medir impacto y
proceso.
La necesidad de evaluar los programas que se ponen en marcha es, hoy por hoy, insoslayable,
y es tan importante analizar el grado en el cual la intervención ha conseguido sus objetivos a
corto plazo, como evaluar su impacto a largo plazo sobre la comunidad.
Por otro lado, también es necesario conocer la calidad de los programas valorando cómo de
bien se han realizado y cuáles de sus aspectos estructurales son mejorables.
Ambas facetas de la evaluación van a ser fundamentales para comparar las distintas
intervenciones, replicarlas y modificarlas maximizando los beneficios con respecto a los costes
y rentabilizando recursos y energías (Mantell, DiVittis, y Auerbach, 1997).
En algunas ocasiones, los PRRD se han incorporado en los propios servicios de atención a
drogodependientes que han posibilitado la formación de sus profesionales y/o han adaptado
sus estructuras para realizarlos. Otras, ante la necesidad de que las medidas preventivas
lleguen al máximo número de consumidores de drogas, se han desarrollado sobre el terreno en
el que se encuentran los UDIs con equipos móviles que realizan intervenciones orientadas a las
necesidades de la comunidad y dentro de ésta.
Por tanto, desde un punto de vista teórico podríamos considerar el contexto institucional y el
medio abierto como claramente diferenciados. Pertenecen al contexto institucional las
actividades de acercamiento a usuarios de drogas que se han venido implementando en
hospitales, prisiones, albergues, centros de salud mental, PIJs (en centros fijos o en farmacias),
colegios, etc.
Sin embargo, el trabajo cotidiano de muchos equipos hace ver que esta diferenciación de
contextos no tiene una traducción práctica tan delimitada. Así, centros de atención a
drogodependientes extienden su acción a la calle para contactar con consumidores y conocer
sus "realidades" y algunas asociaciones que intervienen en barrios complementan los contactos
en medio abierto con algunas actividades en el local que les sirve de sede y en el que propician
el encuentro con profesionales de diferentes áreas, ajustándose al interés y necesidades de los
consumidores.
Por medio abierto nos referimos a los escenarios o espacios comunitarios frecuentados por las
poblaciones diana y en los que se dan las condiciones objetivas adecuadas para el contacto y
la prestación de servicios. Se delimita el escenario en función del colectivo con el que se
pretende contactar y de la oportunidad y aceptación de la intervención en el mismo. Los
poblados o zonas de venta de drogas, los puntos en los que se reúnen para consumir o
"chutaderos", bares o locales, las zonas donde viven y deambulan, las zonas de prostitución
callejera en grandes ciudades, las discotecas, los conciertos, las tiendas con una estética
determinada de música o de ropa, etc., son algunos de estos espacios.
Con respecto a los programas de formación continuada para los profesionales que trabajan con
usuarios de drogas y que se enmarcan en el modelo de reducción de los riesgos y daños
asociados, podemos citar aquéllos que han adoptado el formato de formación de formadores
(Insúa y Moncada, 2000a; 2000b) y aquéllos estructurados como grupos de reflexión puestos
en marcha desde dispositivos de atención especializados para los profesionales sanitarios
(Mendezona y Grijalvo, 1994; Insúa y Grijalvo, 1999).
Conclusiones
Desde que se acepta el concepto de reducción de riesgos como alternativa a los modelos
moralista y médico del uso de sustancias psicoactivas, se ha pasado por distintos estadios. El
primero fue la articulación de intervenciones de salud pública para el uso de drogas legales
(alcohol, tabaco, psicofármacos) y la dispensación de metadona para los adictos a opiáceos. El
segundo, construido sobre las lecciones de salud pública de otras enfermedades infecciosas,
se focaliza en las drogas ilícitas y en la importancia de formar a los profesionales sanitarios
("formar a los formadores") y diseñar estrategias específicas para la prevención de la
transmisión del VIH entre los usuarios de drogas inyectadas.
Se han señalado los programas y acciones concretas que se enmarcan dentro del constructo
"reducción de riesgos y daños asociados al consumo de sustancias", algunos de los cuáles
están ampliamente desarrollados, mientras que otros todavía en estados incipientes despiertan
recelos entre políticos, sanitarios y población general.
Pensamos que es necesario presentar una oferta plural, jerárquica e integrada de programas
de intervención que permita trabajar en los distintos momentos del proceso de cambio de los
sujetos y a distintos niveles: individual, grupal, social y político.
Asimismo, deberíamos considerar el giro hacia una perspectiva integrada de salud pública en
la convergencia de aproximaciones para drogas lícitas e ilícitas. Esta idea está en relación con
la necesidad de hacer hincapié no tanto en los efectos de las sustancias sino en los riesgos
asumidos por los sujetos cuando utilizan las sustancias. Así, los riesgos van a ser valorables en
términos de cantidad (dosis, frecuencia, potencia de la sustancia, consumo de otras sustancias
del mismo grupo, potenciación de efectos, etc.) y en términos de calidad (acceso a la sustancia,
vía de administración, cuidados posteriores al consumo, estados subjetivos, policonsumo, etc.)
y las intervenciones deben orientarse a disminuir esos riesgos asociados a la conducta de uso,
enseñando al sujeto a conocerlos y aportándole la convicción de que puede controlarlos y
cambiar su conducta.
Por otro lado, y aunque en la mayoría de los países los programas de reducción de riesgos y
daños asociados a la conducta se han desarrollado prioritariamente en torno al consumo de
drogas inyectadas, su campo de acción es más amplio y su metodología es aplicable a diversos
tipos de riesgos y a distintas patologías (Riley et al., 1999). Existen estudios sobre su aplicación
en la dependencia de alcohol (Single, 1997; Thom et al., 1997); la dependencia de tabaco
(McNeill y White, 1998) y los trastornos de la alimentación (Grijalvo et al, 2000) y consideramos
a esta filosofía de trabajo como el marco conceptual fundamental en el que se deben apoyar las
estrategias de intervención futuras en los trastornos mentales.
Coincidimos con Erikson (1999) en que la evolución del paradigma y el éxito de la reducción de
riesgos como un concepto unificado depende de sus intervenciones innovadoras y de la
cuidadosa evaluación de su efectividad en distintos contextos.
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