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Sólo ellos

La tristeza me sobrecoge más de lo que debería hacerlo. No sé si es que como suelo


denominarme, soy un nostálgico ser humano, o simplemente me dejo llevar por la tristeza
de los demás. A veces me imagino tomando sus temores, miedos, ira, y depositándolos en
mí, para aligerar su carga.

Y creo que soy eso. Un poeta trágico, tomando el sufrimiento de otros y plasmándolos en
papel. No me considero una persona comunicativa, pero sé cuándo intervenir, cuando
irme, o cuando sólo estar allí, en silencio, escuchando o reconfortando.

Desde pequeño siempre me he cuestionado si en realidad es bueno escribir sobre lo que


conoces. Temo que pueda darle un final diferente a lo que en realidad sucedió, pero cada
vez que voy a escribir un final feliz, la historia o los recuerdos de la realidad de aquella
situación me invaden, provocándome e instigándome a que cuente lo que en realidad
ocurrió.

Y aquí una prueba de ello.

No sucedió hace muchos años. En realidad todo comenzó en una soleada tarde de verano,
en el porche de una casa más de un barrio común.

¿Qué puede desear una niña de doce años para su cumpleaños? Quizás ropa, un automóvil
de juguete, una muñeca o una clásica fiesta con sus amigos. Pero lo que en realidad quería
Laney era algo totalmente diferente. Nada que pudiera comprarse, algo que tal vez nunca
tendría suficiente. Tiempo.

Laney corría alrededor del jardín, persiguiendo a un par de pájaros azules, pero de repente
se detuvo en seco. Los gritos eran más altos cada vez que se acercaba a la casa. Giró el
pestillo de la puerta trasera y avanzó sin expresar ni una sola palabra hasta el cuarto de sus
padres. Y allí los vio. El mismo desenlace, en realidad el único desenlace que había cada
vez que su padre llegaba borracho a la casa.

Laney se quedó por unos instantes frente a la puerta, contemplando la cruenta pelea y
alguno que otro golpe. Después de haber intervenido en varias ocasiones, su madre le rogó
que no lo hiciera. Era asunto de mayores y que aunque tuviera doce, para aquella época,
era muy pequeña para entender por qué los adultos actuaban así.

- ¿Así que es de adultos que te golpeen de esa manera?

Su madre ocultó su sorpresa o quizás simplemente recordó un triste pensamiento del


pasado; tal vez una promesa de juventud, porque sus ojos se pusieron vidriosos y su
sonrisa se perdió bajo aquella cabellera zanahoria que su madre poseía.
Laney miró una vez más los rostros enfurecidos de sus padres antes de dar media vuelta y
avanzar en silencio hacia el patio, con un peso menos de lágrimas sobre sí. Se sentó sobre
el césped y dirigió la mirada hacia el cielo, que parecía saber cómo se sentía, ya que en
aquel momento comenzó a llover, ocultando el propio mar de lluvia que descendía de
aquellos ojos que tanto dolor habían visto.

La lluvia no amainó en ningún momento, pero a Laney no le importó. A fin de cuentas, ya


toda su ropa estaba mojada. Sus botas trastabillaron un par de veces antes de lograr entrar
al garaje y sacar la bicicleta, tomó la chaqueta que había colocado en las escaleras del
porche y comenzó a conducir su bicicleta por la carretera del vecindario.

Laney siempre supo que aunque tuviera a sus padres, sentía que no estaban allí del todo.
Su padre, un hombre que si bien es cierto era inteligente no poseía el suficiente autocontrol
cada vez que se le presentaba la oportunidad que para ser realistas, era todos los días.

Y su madre… Laney sabe que ha tenido que pasar por muchas situaciones difíciles. Desde
pequeña sus padres siempre la relegaron, su madre era una ama de casa, sencilla y sólo
quería lo mejor para ella, pero vivió la misma desgracia que ahora posee con su esposo.
Sentía que su vida le estaba jugando una mala pasada con las decisiones que tomaba.

Y ella no era la única que se sentía de esa forma.

Lee, de doce años de edad, al igual que cada mañana esperaba el autobús escolar con
fascinación. A su corta edad, Lee había descubierto que los paseos, inclusive aunque fueran
para ir la escuela lo hacían feliz. Y no meramente por el hecho de viajar, sino porque podía
dejar su mente viajar a millares de distancia sintiendo el viento chocando contra su rostro,
dándole una sensación de gratificante libertad.

El timbre de salida repicó por toda la escuela, y el rostro de Lee adquirió un matiz distinto
al que tenía por las mañanas, un matiz sombrío y triste, un matiz que lo acompañaba a
diario luego de la escuela. Lee se subió al auto de sus tíos, quienes lo llevarían luego de una
pequeña escala de regreso a casa.

Aquella ocasión eran margaritas, las flores preferidas de su madre, pero la semana pasada
fueron azucenas, por su padre. Lee, con la ayuda de su tío logró colocarlas en el jarrón
sobre la pequeña mesita que compartían sus padres. Lee era el encargado de escoger las
flores, pero cuando no podía acompañar a sus tíos a comprarlas, les recordaba la única
regla que para su corta edad había creado, y que sus tíos respetaban solemnemente:
siempre tenían que ser blancas.

Al regresar a casa, Lee depositó su mochila al lado de las escaleras, subió a su cuarto y se
acostó sobre su cama con las manos cruzadas sobre el pecho, sabiendo que extrañaba su
verdadera casa, a sus padres y todo lo que le pertenecía antes del accidente.
Aquel accidente que ocurrió hace dos años, en una lluviosa tarde. La misma tarde en la que
Laney comprendió mientras conducía por la acera de su vecindario que las cosas no
cambiarían.

Los padres de Lee se dirigían a una presentación teatral. Mientras la madre de Lee hurgaba
entre sus cosas para buscar su celular, el padre de Lee desvió por un instante la mirada
para tratar de ayudar a su esposa a encontrar el teléfono. Pero cuando volvió la vista, fue
demasiado tarde para evitar el choque. Quedaron en coma y nunca salieron de él.

***

Dieciocho años, dos meses y catorce días. Lee se persuade en más de una ocasión de abrir
la puerta de su casa. Cada vez que está a punto de girar el pomo, un terrible miedo lo
invade y lo invita a abandonar aquella ilusa idea que lleva rondando su mente por varios
meses y que aquel día, va a dar el primer gran paso hacia ella. Admisión.

Luego de varios minutos y con un arrebato de falso valor, abre la puerta y la cierra tras sí.
Respira profundo y sosteniendo con fuerza su mochila, camina hacia la parada a esperar el
bus que lo llevará a la universidad.

Dos horas de viaje y media hora de almuerzo después. Lee espera al igual que cientos de
chicos en aquella gigantesca y aterradora aula, que para él parece más un congelador
gigante, a que les den la señal e inicien el examen. Su mente comienza a revivir pequeños
instantes de su infancia, pero sacude la cabeza al instante siguiente, sólo para darse cuenta
que todos ya han comenzado y que ha perdido segundos valiosos.

Dejando para después su auto recriminación por soñar despierto tan a menudo, comienza
a contestar su examen. Con muchas dudas y con la expectativa yaciendo sobre sí, Lee
abandona el aula casi de último y suspira, sabiendo que la paciencia nunca ha formado
parte de sus cualidades. Y ahora tendrá que hacer uso de la poca que tiene para esperar los
resultados del examen de admisión.

Sabiendo que no podrá dormir, se coloca en el borde de la cama, y con la mirada agotada,
dirige su atención hacia el bullicioso suburbio en el que vive. Y preguntándose por qué no
puede sacarse esa angustia que lo está carcomiendo desde sus adentros, se acerca a la
ventana del cuarto y comienza a perderse nuevamente entre sus pensamientos, hasta que
el ruido de la sirena de una ambulancia lo saca de sus ensoñaciones.

Es la una de la madrugada del día en que colocarán los resultados de las pruebas. Lee
contempla el reloj por decimosegunda vez y frunce el ceño al notar que el pasar de las
horas se hacen más lento que de costumbre. Para cerciorarse de que el reloj de su cuarto no
está defectuoso, se dirige hacia la cocina, sólo para comprobar que en realidad su reloj está
bien, y que aquella madrugada será eterna.
Laney se sienta sobre las escaleras que conducen al recibidor, mientras contempla con
impotencia los gritos y la cruenta pelea que sus padres tienen como cada sábado en la
tarde. Cuando el reloj marcó las tres de la tarde y su padre no atravesó el umbral de la
puerta, supo sin duda alguna que llegaría borracho. Pasaba cada sábado desde que tenía
memoria y volvería a pasar aquel día.

Sin ser notada como en cada ocasión, se queda resguardada bajo la oscuridad que se cierne
bajo su posición, a la espera de que su padre en un arrebato de locura golpee a su madre.
Desde que era una niña no ha vuelto a suceder, pero sabe que puede ocurrir en cualquier
momento. Se siente olvidada, visible pero a la vez oculta por aquel manto de tristeza,
frustración e ira que se cierne sobre sus padres.

Una débil sonrisa cursa su rostro, al tiempo en el que recuerda con nostalgia cuando era
una niña y por su bien, evitaban discutir. Pero Laney ya no era una niña, y por más que sus
padres la amaran a su manera, no era suficiente para apaciguar a dos mentes y dos
corazones, que dejaron de pertenecerse el uno al otro desde hace mucho tiempo.

El reloj marca las diez de la noche y los gritos se desvanecen por completo. Una última
palabra, un suspiro de resignación y un débil resoplido, culminan la discusión del día. El
padre sube las escaleras con dificultad, gesticulando incoherencias sin notar la presencia
de su hija, mientras la madre se refugia en el cuarto de estar, cerrando la puerta con la
intención de que su hija no escuche sus sollozos, pero como bien sabe, sin éxito alguno.

Laney se levanta con pesar y aflicción, y parte rumbo a su cuarto con la inocente esperanza
de que todo aquello sea sólo un mal sueño, y que al despertar todo se esfume, pero como
descubre cada vez que escucha el gacho andar de su padre en medio de la madrugada
quejándose de la mala decisión que hizo al casarse, el dolor la sucumbe en un intermitente
sueño donde toda la felicidad y todo lo reconfortante ha desaparecido y donde el final feliz
de sus cuentos de hadas, no son más que un cúmulo de mentiras inventadas para olvidar
la realidad.

Ni la noche estrellada, ni la apacible brisa que fueron enviadas con el único propósito de
reconfortarla pueden brindarle paz. Sabe que no podrá dormir.

El dormir es sólo para aquellos que merecen descansar y mi alma no lo desea, grita
auxilio, exige socorro, pero nadie escucha su silencioso llamado. Quizás, quizás ya he
acabado mis llamadas de socorro. Tal vez se hayan extinguido cuando era apenas una
niña…

***

Lee toma una taza de café y se acerca al salón de estudio de su facultad. Estudiar una
carrera como la suya no es fácil, pero tampoco lo es el hecho de que dependa en absoluto
de lo que su beca pueda brindarle y de lo poco que puedan darles sus tíos, luego de que
decidiera vivir solo. El sacrificio es su diario vivir y la esperanza de que algún día las cosas
cambien para bien, son más que una pequeña parte de su diario estímulo a seguir adelante.

Son pasadas las diez de la noche de aquel sábado de abril, cuando Lee decide terminar de
estudiar por aquel día. Se levanta apesadumbrado, y coloca con lentitud y cansancio sus
libros y apuntes dentro de su mochila, con el alivio de que al menos podrá dormir un par
de horas más que de costumbre.

Sus decadentes pasos resuenan por los silenciosos y abandonados pasillos de la


universidad, mientras un gran bostezo provoca que su boca adquiera una gran forma de o
por unos segundos. Se acomoda sus viejas gafas, y comienza a pensar si en verdad lo que
está haciendo valdrá la pena.

Los meses pasan y aunque se ha acostumbrado al ritmo de su facultad, Lee ve los


semestres como pequeñas bolas de nieve, que a medida que ruedan colina abajo se van
uniendo una a una, formando una gran avalancha, que deja como saldo a muchos
rezagados. Lee sólo trata de sobrevivir y lo está consiguiendo, aunque no con facilidad.

Cruza una concurrida calle con la ayuda del cambio de luz del semáforo, mientras se
cuestiona internamente si está preparado para el examen del día siguiente.

El timbre de la tienda repiquetea mientras Lee entra con paso cansino al interior del local.
Se detiene y contempla con extrañeza y curiosidad cada flor que han traído nueva. Frunce
el ceño, mientras trata de decidir qué flor escoger esta vez para llevarle a sus padres.

- La Hydrangea es hermosa, si estás tratando de decidir por alguna de ellas.

Una tranquila y débil voz surge del otro lado del estante de blanquecinas flores.

Se trata de Laney, quien visita aquella floristería cuando sabe que las cosas en casa no se
encuentran bien. Su madre le mandó un mensaje avisándole que su padre estaba borracho
otra vez. Y aunque Laney por lo general suele estar con su madre en aquellas situaciones,
estaba tan con agotada física y mentalmente que le respondió que no llegaría a casa
temprano. Necesitaba despejarse la mente. Su madre no se opuso a ello.

¿Cuál es su día favorito? Pregunta la maestra e instantes después el salón se llena de voces
y gritos. ¡Sábado! Mi familia hace una excursión cada fin de semana. ¡Domingo! Mi madre
cocina un rico estofado para todos. Fin de semana. La respuesta de todos los niños, excepto
la de Laney. Aquellas palabras que son una realidad y alegría para todo su salón, son sólo
mentiras y aflicción para una Laney de apenas diez años.

Sábado. El día en el que papá toma mucho y se va cayendo a cada paso que da. El día del
silencio y las miradas recriminatorias. El día de los murmullos incesantes, el día donde
todo lo bueno desaparece, donde cada sentimiento bueno es borrado y en su lugar es
suplantado por un oscuro y eterno gris sobrecogedor. El día donde los minutos se
convierten en horas y donde la calidez se transforma en una fría tempestad.
- Gracias, quien quiera que seas –responde curioso Lee, tratando de ver quien está
del otro lado de la estantería –chica, niña, ninfa o hada.
- ¿Disculpa? –pregunta Laney extrañada, saliendo de sus memorias pasadas y con
una media sonrisa en el rostro.

Lee toma la sugerencia de aquella desconocida y se acerca al lado contrario de la


estantería. Sus ojos no pueden escapar del asombro. Chica peculiar. Y así Lee la encontró.
Metro y medio. Largo cabello negro. Grandes ojos marrones. Largas pestañas curvas. Fina
nariz. Ropa retro. Altas botas blancas. Y enseguida su mente hizo ilusión a Mariska Veres,
vocalista de la banda Venus. Una pequeña sonrisa cruza sus labios.

La presentación, prosiguió claro está. ¿Y qué fue lo que vio Laney? Metro noventa. Cabello
café. Ojos tan oscuros como la noche. Pero sobre todo, la voz más intrigante que había
escuchado en su vida. Algo así como una extraña mezcla de las de Humphrey Bogart y
Clark Gable.

Las primeras impresiones no son tan importantes como la constancia de los caracteres. O
eso es lo que ambos creen. Por lo que Laney y Lee, cada uno con sus inseguridades y
temores, se despidieron con una cálida sonrisa, dejando que aquel pequeño chispazo que
ocurrió se extinguiera de inmediato.

Cada uno partió a rumbos diferentes. Lee a un apartamento solitario donde una pila de
libros lo esperaban; y Laney a una casa silenciosa llena de resentimiento y tristeza.

***

Aunque faltaba un mes para el aniversario de aquel trágico accidente, Lee llevó aquellas
flores blancas a sus padres. Retiró las flores marchitas y colocó las nuevas. Se sentó junto a
ellos y como en cada ocasión, meditó en silencio. Lee sólo necesitaba tiempo, pero nunca
tuvo el suficiente.

Recluido en su apartamento la mayor parte del tiempo que no se encontraba en la


universidad, Lee permanecía absorto en su propia realidad. Para él, su vida era el recuerdo
de sus padres y todo aquello que no formara parte de ello no era importante. Lee
rememoraba las vivencias juntos, y era lo único que le daba fortaleza para aquellos días
donde la tristeza reinaba.

Y ese era uno de esos días.

El olor a café recién hecho, captó su atención desde su habitación. Lee veía por su ventana
a lo lejos, pequeñas luces proyectándose en el interior de infinidad de hogares. Hogares
donde familias sonreían, compartían momentos agradables, donde la calidez inundaba…
Oscuridad. Siempre Lee creía estar rodeado de un halo invisible de sepulcral oscuridad
cada vez que se encontraba solo. Oscuridad que en realidad el mismo creó desde pequeño,
con el fin de recordar la tragedia ocurrida a sus padres. Aquella oscuridad que lo rodeaba,
le daba una sensación de calidez inexplicable, plagada de un amor que no se extinguiría al
pasar de los años.

Acostado sobre su cama con unas cuantas manchas de café sobre su camiseta, Lee
contempla con fascinación el cielo que poco a poco se transforma en un espectáculo de
pequeños astros brillando en lo alto.

Lee deposita la taza sobre la mesa de al lado sin apartar la mirada del cielo, y se levanta
sólo para acercarse a aquel telescopio que sus padres le regalaron en su penúltimo
cumpleaños antes del accidente. Lee observa una vez más el imponente cielo nocturno que
se impone con claridad sobre su figura y la de cientos de miles de personas en aquel
instante.

Mis queridas constelaciones. ¿Cuántos años han pasado desde que comencé a
contemplarlas con fascinante pasión? ¿Cuántos secretos ocultan, vetustas mensajeras de
los cielos? ¿A cuántos poetas han desarmado con su deslumbrante luz? Y, ¿cuántas veces
han sido mi socorro y alivio en tiempos de tristeza?

Lee anota el nombre de las estrellas que ha podido ver, antes de alejarse del telescopio y
comenzar a repasar para su próximo examen.

Laney cumple años hoy. Son pasadas las dos de la tarde y el día parece no aclarar. El cielo
grisáceo y las constantes gotas de agua que caen al césped la distraen por unos instantes,
antes de recordar que su padre está borracho y que su madre, sabiéndolo, prefiere callar.

Laney suspira con resignación y desvía la atención hacia el comedor, donde su madre está
preparando la cena. Dulce y pastel, como todo cumpleaños debe ser. Su mirada se centra
de pronto en un coche que pasa en la calle y su mente vuelve a perderse en sí misma.

Incomodidad. Laney sentía como si ya el deseo de festejar su cumpleaños hubiese


desaparecido. Un años más. Sólo era eso. La agitación y alegría que había experimentado
en ocasiones anteriores se había esfumado, y con ella su ilusión.

¿Qué traía de nuevo este cumpleaños? Las cosas seguían igual, su vida no cambiaría y su
corazón comenzaba a experimentar poco a poco un sentimiento de conformismo, que la
llevaría a dejar de creer en promesas que se hacían sólo para verse desmoronar solas.

Laney a veces cree que la vida sólo está jugando con ella. Enrollando la cinta de su vida,
reproduciéndola una y otra vez, a la misma hora, en el mismo lugar y el mismo día. A veces
comete el error de creer que no volverá a ocurrir, y es en aquellas ocasiones donde su
ración de realidad diaria se estampa contra su rostro.
Y es que en aquellos pequeños momentos de calma, la tempestad sólo se está preparando
para remerger desde las profundidades. La grabadora sólo estaba rebobinando y cuando
está lista, comienza a repetir su ya conocido desenlace. Sin pausas, sin interrupciones, un
sólo viaje sin escalas.

La noche llega sin anuncio y Laney regresa a su cuarto. Y son en aquellos momentos antes
de dormirse que comienza a pensar en su padre. Aquel adicto a la bebida, que pasa sus días
con el único pensamiento de reunir dinero para su adicción. Hombre inteligente Laney no
puede negarlo, pero a la vez admite, débil de carácter. Sucumbiendo ante la mínima
tentación y dejando a un lado su familia por un seductivo y banal líquido.

Laney sacude la cabeza, dejando de fantasear lo que pasa por la mente de su padre cuando
no está pensando en la bebida y comienza a creer que por más que desee que las cosas
cambien, no lo harán. Depositando su cabeza sobre su cálida almohada, Laney se inmersa
en la inconsciencia, en aquel mundo de sosiego y calma que no cree merecer.

***

Lee despierta con energías renovadas ese día. Se sirve una taza de café y luego de ver su
programa favorito de televisión mientras se toma su cereal, pensando en posibles maneras
de no quedarse dormido los días de semana para rendir mejor en los parciales, se acerca al
cuarto de baño. Se pasa las manos por el rostro, quitándose de encima la pereza que en
aquel instante lo invade. Se observa con detenimiento el entrecejo al tiempo en que piensa
que sus cejas son demasiado pobladas, y que si no fuera porque su cara es un tanto
alargada, se vería extraño.

Al tiempo en que se va despojando de sus ropas, comienza a recordar las partes del oído
interno y el recorrido del nervio facial dentro del cráneo. Otorrinolaringología no es su
fuerte y menos con la clase de parciales que aquel anticuado y severo profesor hace.

Domingo. El día de la sumisión y rendición. Laney aguarda a que su padre salga a comprar
su desayuno, para levantarse y comenzar a prepararse para un día donde reinará el
silencio. Se coloca una camisa de color crema, que combina con el listón azul que se anuda
con delicadeza en el cabello. Se llena de voluntad y una fe menguante pero aun existente y
baja las escaleras, para encararse a lo que le depara.

Sonríe con más naturalidad de lo que pensaba a su madre, quien le responde con una
diminuta sonrisa, que oculta por unos instantes su cansina y desaliñada apariencia. Su
madre no es débil, pero carece de la fortaleza necesaria como para concluir de una vez por
todas aquella discusión que ha estado imaginando por tantos años y que ahora, en vez de
verla como lo que es: la resolución final para los males que han estado atormentándola y
debilitándola poco a poco, lo ve como una locura, un pensamiento equívoco, un imposible.
Muy reconfortante al pensarlo pero demasiado aterrador para siquiera ejecutarlo.
El desayuno pasa sin mayores contratiempos. Sólo unas cuantas miradas esquivas y eso es
todo. Después del ruidoso sábado, el domingo es la perturbadora tranquilidad. El
resentimiento sigue allí presente, pero Laney sabe que lo peor ya ocurrió, al menos por esa
semana y se reconforta con el hecho de que tiene cinco días completos para disfrutar sin
mayores problemas que los que enfrenta cualquier chica de su edad.

Todo lo demás permanece oculto bajo la alfombra y un par de armarios, esperando


pacientemente su momento para resurgir. Y es que como bien sabe Laney, el peor
momento no es la pelea, sino el previo a la misma. Cuando el desosiego y la expectativa de
lo que sabe que va a ocurrir la invaden y el inminente instante donde se aferra a un
desesperado e ingenuo deseo de que aquello no le esté ocurriendo, se desmorona cuando
todo comienza otra vez.

***

Chica extraña. Pensarán así muchos al ver a Laney, salir aquella mañana con medias de
colores, una moteada y la otra a rayas, con un sombrero de pesca y un libro entre las
manos. Pero Laney tiene sus razones. Si la vida no va a darle lo que ella quiere, ella misma
se lo dará. Al fin y al cabo un poco de locura y fantasía no le hacen mal a nadie.

Con su canción favorita en los oídos y su libro elegido del mes entre sus manos, Laney
parte a su parque preferido, su refugio. Perderse en ese mar de palabras, en aquellos
mundos donde una niña que contaba la primera vez que acudió allí con trece años y con
una infancia que en apariencia para los demás era feliz, pero que en realidad no lo era,
podía tener aquel final anhelado.

Somos demasiado jóvenes para sufrir. Laney sonríe para sí al identificarse con la frase de
aquel titular de la columna del periódico. Guarda el periódico en su bolso negro, lleno de
pines y llaveros de sus personajes y programas favoritos, y se acerca a la librería más
cercana. Revisa las estanterías y busca títulos que le llamen la atención. Saca su desgastado
cuaderno y comienza a anotar títulos para posteriormente buscarlos y estar
completamente segura de invertir bien su dinero.

Dinero, que desde los doce años, cuando adquirió su primer trabajo, está ahorrando para
independizarse. Aquel sueño que parecía un imposible, ahora es el único impulso que la
insta a seguir luchando. Y es que aunque le parezca aterrador la idea de ir a vivirse sola,
sabe que no podrá seguir viviendo en un hogar donde los amaneceres sólo significan el
inicio de otro dolor de cabeza.

Laney ama a su madre, pero sabe que el sólo hecho de plantearle la idea de que se muden
la destrozaría, prefiriendo así reservarse los comentarios al respecto. Ya cuando
consiguiera el dinero suficiente para alquilar un buen lugar, se lo comentaría. Su madre
nunca trabajó, por lo que aquel plan demoraría al menos un año más para realizarse. Pero
de lo que estaba segura, era de que ocurriría más pronto de lo que imaginaba.
Pero una noche ocurrió lo que Laney tanto temió, pero por ella las víctimas cambiaron.
Una vida por una vida.

La noche fría, la luna apenas se deja entrever entre las nubes tupidas que cubren el cielo.
Las estrellas, presas de su destino, sólo logran emitir débiles chispas de resplandor, lo
suficientemente brillantes para que una oscura figura se proyecte en el marco de la puerta
de la casa de Laney.

Laney vio aquella figura antes de que abriera la puerta. Las pupilas de Laney se dilataron
instantáneamente al ver a su padre tomar un filoso cuchillo de la cocina. Laney bajó
corriendo las escaleras y vio la dirección que tomaba su padre. El olor a alcohol invadía la
casa pero Laney sólo tenía un pensamiento en su mente.

Tropieza con un escalón, con su respiración acelerada, y su corazón latiendo por dos.
Laney entra al cuarto de su madre antes de él, ajusta la puerta y ve aterrada a su madre,
con los ojos vidriosos y con el cuerpo temblando de pies a cabeza sobre la cama.

Los golpes se hacen más fuertes cada vez. Sin apartar la vista de la puerta, las ahora
también temblorosas manos de Laney marcan al 911. Los segundos parecen eternos. La
puerta es azotada con más violencia, y logra entreverse las marcas del cuchillo a través de
la puerta.

Una cansina voz femenina responde.

- Emergencias.
- Mi padre… trata de matarnos. Ayúdenos –Laney suelta un grito de horror al ver que
el cerrojo está a punto de ser roto.

Cuando la mujer de la línea de emergencia le pregunta la ubicación, la conversación se


corta. Un respingo del otro lado y la llamada se cierra. La joven permanece unos instantes
callada, con la mirada perdida. Sabe que nada puede hacer. El destino de Laney y el de su
madre ya ha sido tomado.

Muy tarde. Es muy tarde ya. Lee se retira con frustración la mascarilla y los guantes y
observa cómo la vida se ha escapado de su paciente. El silencio invade aquel salón de
operaciones, mientras el sonido de las máquinas que soportaban artificialmente al paciente
se desvanece poco a poco. Lee siente un pinchazo en el pecho, cada vez que escucha los
instrumentos depositarse con lentitud en las bandejas de metal.

Hora de muerte. 10: 22 pm. Y todo aquello que pudo pasar… se esfumó. Todo ha acabado.

Lee contiene la impotencia que siente en ese momento, y sin medir palabra con nadie, ni
con los doctores que lo califican, ni con sus compañeros de internado, abre con
desesperación la puerta, dejando atrás sólo el ruido de ella al chocar estrepitosamente al
cerrarse.

Se sienta en el suelo de un pasillo recóndito, y sin saber que hacer comienza a sollozar
desconsoladamente. El frío lo invade, y las paredes blancas y el olor a desinfectante jamás
le han parecido más desagradables que en este momento. Su mente no razona, sólo siente.

Aquella chica con la que se encontró aquel día en la floristería. Aquella chica que le había
robado un beso en la fiesta de graduandos. Aquella chica que se le había incrustado en el
corazón ha dejado de existir. Sus pulsaciones, su color, su vida. Se han ido. Se han
marchado de este mundo terrenal para no regresar más.

***

La madre de Laney permanece taciturna al ver el cuerpo de su hija descender en frente


suyo. Los rostros de aquellos que la rodean se vuelven nublosos a su vista, a excepción de
uno. Un muchacho menudo quien se encuentra del lado opuesto al suyo. Permanece allí,
con la mirada fija y sin vida, como si fuera responsable de lo allí sucedido. Deposita unas
hydrangeas sobre el féretro, y tras unos minutos luego de aquello, da media vuelta y parte
con su blanco uniforme, hasta que la madre de Laney lo pierde de vista.

Cierro esta historia aquí. El destino de los demás personajes, o más bien debiera decir de
estas personas, se encuentra escrito ya, pero no es mi deber informarlo. La tragedia de la
protagonista ha sido contada como ocurrió. Me pasaron por la mente diversas maneras de
concluir este relato de una manera más agradable para el lector. Pero la realidad, como
suele decirse, cuenta más por sí misma que miles de mentiras adornadas. Insulsos deseos
de esta mente querer forjarle una conclusión diferente, una nueva oportunidad o futuro a
este relato, pero lo cierto es, que el suyo termina aquí y con ello, esta historia también.

Fin

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