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19.

La universalización
de la democracia
Giovanni Sartori:
¿Hasta dónde puede ir un gobierno
democrático? *

No hay duda de que tanto la teoría de la democracia liberal como su práctica


tienen su origen en la historia y cultura de Occidente. La democracia se ex-
portó desde Occidente a otras áreas y culturas; por eso oímos referencias a
ella como «imperialismo cultural» o «modelo parcialmente eurocéntrico».
Sin embargo, no creo que deban ser rechazadas las ideas en función de su lu-
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gar de procedencia. Que la democracia sea una invención occidental no su-


pone que sea una mala invención o un producto para consumo exclusivo de
Occidente. No me produce ningún complejo de culpa que mis escritos sobre
la democracia sean eurocéntricos 1. Sin embargo, reconozco que la recomen-
dación de extender la democracia a áreas no occidentales nos enfrenta con
«problemas de exportación». En primer lugar, ¿puede exportarse la democra-
cia a cualquier sitio sin tener en cuenta las condiciones específicas del país al
que se importa? En segundo lugar, ¿se puede (y se debe) exportar la demo-
cracia in toto y en sus más avanzadas formas (occidentales) o primero deberí-
amos descomponer el concepto de democracia liberal diferenciando entre sus
elementos necesarios (definidores) y sus elementos contingentes (variables)?
La pregunta sobre si la democracia se puede establecer en cualquier lugar
generalmente se responde mencionando a la India y Japón (como dos exito-
sos ejemplos de instauración de la democracia en culturas claramente no oc-
cidentales). Me inclino ante esa gran evidencia, pero no me deja totalmente

* «How Far Can Free Government Travel?», Journal of Democracy, vol. VI, pp. 101-
111, © 1992 The Johns Hopkins University Press. Traducción de Iciar Ruiz-Giménez.

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Giovanni Sartori
satisfecho. ¿Qué ocurre con África?, por ejemplo. Un estudio más profundo
revelaría que la India y Japón poseían las «condiciones mínimas» para el es-
tablecimiento de formas democráticas, condiciones que pueden no darse en
otras áreas. Por ello, un examen más cuidadoso sobre la exportabilidad de la
democracia requiere que nos ocupemos, en primer lugar, de la segunda pre-
gunta y busquemos los elementos que componen el concepto de democracia.
Al principio me refería a la «democracia liberal», y debo enfatizar que
«democracia» es una mera abreviatura —engañosa, además— para referirse
a una entidad compuesta por dos elementos distintos: 1) la libertad de las per-
sonas (liberalismo); y 2) su participación en el poder (democracia). También
se puede decir que la democracia liberal consiste en 1) «demoprotección», es
decir, la protección de un pueblo contra la tiranía, y 2) «demopoder», que sig-
nifica el establecimiento del poder popular. Históricamente, el logro del libe-
ralismo (desde Locke hasta, digamos, Benjamin Constant, el mayor constitu-
cionalista francés) fue la creación de un pueblo libre al que, en general, nos
referimos al hablar de democracia constitucional y/o constitucionalismo li-
beral *. Sin embargo, un demos libre es también un demos que se va afirman-
do a sí mismo, gradualmente tiene acceso al poder, lo «demanda» y lo «ob-
tiene». Y esto es la democracia per se.
¿Cuál de los elementos mencionados más arriba es el más importante? Si
esta pregunta implica que lo más importante debe prevalecer sobre lo que no
lo es tanto, entonces es una pregunta mal formulada. Si le damos ese sentido,
generalmente acabaremos contestando que la libertad para (freedom to) es
más importante que la libertad de (freedom from), que el demopoder es más
importante que la demoprotección y que los elementos democráticos tienen
prioridad sobre los elementos liberales 2. Sin embargo, esta conclusión es
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errónea. Con independencia de nuestras preferencias personales sobre cuál de


los dos elementos es el más importante, se trata de un problema de «secuencia
procedimental», es decir, de qué condición es previa a la otra. No se puede du-
dar de que —procedimentalmente— la libertad de (a la que Hobbes se refería
como la ausencia de impedimentos externos) y la demoprotección (constitu-
cionalismo liberal) son las condiciones necesarias de la democracia per se 3.
De los dos elementos que componen la democracia liberal, el elemento
necesario y definidor es la demoprotección. Es más, considero que es el ele-
mento global o universal, el que se puede exportar a cualquier parte y estable-
cerse en cualquier lugar. Dado que este elemento se refiere esencialmente a
los medios legales y estructurales para limitar y controlar el ejercicio del po-
der y, por tanto, mantener a raya el poder absoluto y arbitrario,estamos aquí
ante un sistema político que se puede instalar (pues no es más que una forma)
en cualquier cultura con independencia de las configuraciones socioeconó-
micas subyacentes. Esto no ocurre, sin embargo, con el elemento demopoder,
que remite a elementos del contenido político, de los inputs y outputs concre-
tos que se procesan por y dentro del sistema político. La estructura del Estado
constitucional es la que establece cómo se toman las decisiones, mientras que

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el demopoder se refiere a qué es lo que se decide. Y, desde luego, en la arena
de la «voluntad popular» las concretas decisiones que se toman dependen, en
gran medida, de la contingencia y de los factores culturales.
La objeción que más frecuentemente se ha presentado a mi planteamiento
sobre la universalidad (y, por tanto, exportabilidad) de la democracia como
forma constitucional es que asume que la libertad (tal y como es definida y
protegida por el constitucionalismo) es un valor universal y primario cuando,
de hecho, no es así. En esencia ese planteamiento defiende que la libertad no
se valora por igual por todo el mundo en cualquier parte. Por ejemplo, en las
culturas teocráticas y «sumisas» no hay lugar para valorar la libertad 4. Para
esta tesis, la libertad a la que nos referimos es realmente una libertad indivi-
dual y, por tanto, una libertad viciada por valores individualistas (e incluso
mezquinos). Sin embargo, no es válida la evidencia empírica que apoya este
argumento, ni está justificada la acusación individualista.
¿Cómo podemos averiguar si «ser libre» es, de hecho, apreciado por la
mayoría de la gente en la mayoría de los lugares? La clave es que:

Si preguntas a alguien si prefiere viajar a caballo o en coche, su respuesta no tendrá sentido


a menos que el aludido haya visto un coche o un caballo. No tiene ningún valor preguntar
sobre sus preferencias a personas a quienes nunca se les ha ofrecido alternativas, es decir,
nada con lo que comparar […] Mucha gente no puede preferir una cosa a otra porque no
las tienen a la vista; simplemente viven, y están encerrados, dentro de la condición huma-
na (o inhumana) en la que se encuentran 5.

Es claramente ridículo, por tanto, intentar valorar la cuestión preguntan-


do a campesinos analfabetos de sociedades primitivas y de países del Tercer
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Mundo si ellos «valoran la libertad» y si prefieren ese valor a otros. Las no-
ciones de valor y libertad son conceptos analíticos altamente abstractos y
completamente ininteligibles para la mayoría de los habitantes del mundo.
Pero lo anterior no supone que deba abandonarse la posibilidad de verifi-
car o falsear la deseabilidad universal de la libertad a través de evidencias em-
píricas. Más bien lo que se debe abandonar es el vocabulario abstracto (y se-
guramente eurocéntrico) en el cual se enmarca este debate. En vez de hablar
de valores, hablemos de daños; de este modo, retomaríamos el argumento en
términos del principio del daño. Así, el planteamiento es que a nadie le gusta
ser encarcelado, torturado o asesinado, y que todo el mundo trata de escapar
cuando se enfrenta al daño. La libertad política es una reelaboración abstracta
de lo que concretamente significa el principio del daño. El constitucionalis-
mo liberal intenta asegurar que los instrumentos coercitivos del poder políti-
co no puedan dañar a nadie, sin juicio previo y vulnerando el habeas corpus.
Por todo ello, la deseabilidad, universalidad y exportabilidad de la demo-
cracia como forma constitucional descansa en la regla de la evasión del daño.
Esta formulación invalida claramente, inter alia, la acusación «individualis-
ta». Los individuos buscan evitar el daño corporal (y todo lo que perciben

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como dañino) tanto en un marco comunitario como en uno atomístico. Segu-
ramente, un miembro de una tribu tratará de escapar tanto como su homólogo
individualista y egocéntrico antes de permitir que le asen sobre un fuego o le
trinchen con un cuchillo. Por ello, el argumento de que la libertad de no es de
interés para personas cuyos sistemas de creencias no «valoran» lo individual
carece de sentido.
La distinción analítica que hemos dibujado entre demoprotección y de-
mopoder no debe entenderse, sin embargo, como una disyuntiva práctica.
Los dos conceptos están conectados, y es una conexión claramente estableci-
da a través del voto y la elección. Aun así, algunos autores a quienes les falta
perspectiva histórica tienden a exagerar la importancia del voto. Examine-
mos la exigencia —y por ahora la consigna— de que una democracia plena se
consigue solamente cuando se logra el sufragio universal (masculino y feme-
nino). Sí, pero también no. Debemos recordar que la democracia liberal
(constitucional) se inició y se sostuvo durante mucho tiempo por electorados
muy reducidos. Efectivamente, el voto es una condición necesaria de cual-
quier sistema político liberal 6. Sin embargo, no en toda comunidad política
es tan importante la amplitud y ampliación del voto como algunos pretenden
hacernos creer. Frente a las críticas feministas, considero que Suiza era una
democracia plena a pesar de sus exclusiones electorales. Si tuviera que elegir
entre un país con sufragio universal pero con un Estado de derecho débil o, a
la inversa, un país con un sufragio universal más restringido pero con un Es-
tado de derecho fuerte, elegiría sin dudarlo este último como una democracia
más plena. El voto no es entonces el indicador de democracia. No mide ade-
cuadamente la democracia plena, y, como sugeriré más adelante, es un error
imponer ciegamente el sufragio a países que no están preparados para votar.
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Las precondiciones de la democracia


¿Por qué ocuparse del pasado liberal de la democracia liberal? Porque la in-
cipiente democracia en Asia o en cualquier otro lugar se enfrenta a los mis-
mos problemas que la democracia se encontró inicialmente en Occidente.
No cabe duda de que una vez que se inventa y se prueba un sistema político,
en poco tiempo se reproduce en otro sitio. Suponiendo que, en principio, es
relativamente fácil construir una democracia «por imitación». Sin embargo,
el problema es el desfase existente entre el tiempo histórico y el calendario.
Copiar un modelo político es un proceso sincrónico basado en el calendario:
importamos hoy lo que existe hoy. Sin embargo, en relación con el tiempo
histórico, algunos países están separados por miles de años. Históricamente,
Afganistán y millones de aldeas esparcidas por las áreas subdesarrolladas
(por no hablar de las no desarrolladas) están hoy en día más o menos donde
se encontraba la mayor parte de Europa en los tiempos oscuros de la Edad
Media. Por tanto, la posibilidad de importar la democracia no es tan fácil

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como a veces se plantea. La importación implica engañosas «diferencias
temporales», por lo que tropieza con problemas cada vez que se trata de ins-
taurar bruscamente un modelo avanzado sobre una realidad más atrasada. A
pesar de que según el calendario hoy es el mismo día en Washington que en
Kabul, una trasposición del modelo del primero al segundo supone un salto
enorme.
Permítanme reformular esta cuestión en términos de precondiciones de la
democracia. La idea de precondiciones de la democracia generalmente se re-
fiere a las precondiciones económicas. En seguida volveré sobre estas últi-
mas, pero aquí me refiero a los antecedentes históricos. Hay dos: uno, la secu-
larización, y el otro, lo que he llamado la «domesticación» de la política. La
secularización se produce cuando el reino de Dios y el reino del César —la
esfera de la religión y de la política— están separados. Como resultado, la po-
lítica ya no está reforzada por la religión: pierde la intensidad y la rigidez de-
rivada de esta última (el dogmatismo). Sólo en esos casos surgen las condi-
ciones para la domesticación de la política. Por esto entiendo que la política
ya no mata —deja de ser un asunto belicoso—, y la vida política pacífica se
reafirma como el modus operandi habitual de la comunidad política.
No hace falta mirar muy atrás para captar la conexión entre esas condi-
ciones históricas y la democracia. Esta última asume que los resultados elec-
torales dan y revocan el poder y, por tanto, que rutinariamente requiere la al-
ternancia en el poder. Pero si los detentadores del poder tienen razones para
temer que renunciar al mismo pueda poner en peligro sus vidas y propieda-
des, se resistirán a abandonarlo. Por tanto, mientras la política no se seculari-
ce y domestique —esto es, hasta que no se otorgue la suficiente protección al
ser humano en cuanto tal—, será improbable que los políticos renuncien a su
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poder y se retiren.
Todas estas precondiciones estaban visiblemente ausentes en Argelia en
las elecciones de 1991-92. En mi opinión, fue un gravísimo error que se can-
celase la segunda vuelta y se anulasen las elecciones. Sin embargo, el mayor
error fue la propia convocatoria de las elecciones. La comunidad internacio-
nal no está bien aconsejada cuando solicita a los países que actualmente tie-
nen que hacer frente a la ola de fundamentalismo islámico que «certifiquen»
su democracia celebrando elecciones. En un marco belicoso, no seculariza-
do, en el cual el perdedor teme ser asesinado, no es posible ningún tipo de de-
mocracia.
Es posible que el hecho de disponer de un prototipo que pueda ser sim-
plemente copiado sea una desventaja para los estados que han llegado más
tarde a la democracia. Si se espera que los recién llegados se «pongan al día»,
ignorando el tiempo histórico, a un ritmo excesivamente rápido, tenderán a
sufrir «sobrecarga», una situación incontrolable que surge de demasiadas cri-
sis y taras simultáneas 7. En este sentido, es importante recordar que hace un
siglo la democracia sólo era una forma política, y que el Estado constitucio-
nal no proveía, y no se esperaba que lo hiciese, «bienes» económicos; única-

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mente garantizaba la libertad y las «cosas buenas» que se derivaban de ésta.
Durante más de un siglo, nunca se argumentó que la democracia tuviera pre-
condiciones económicas ni que su pervivencia dependiera del crecimiento
económico y la prosperidad. Lo importante es que la demoprotección que
proporcionaba el Estado liberal del siglo XIX no tenía exigencias de riqueza.
Si se concibe la democracia como una forma política, es igualmente posible
una «democracia pobre».
Cuando las democracias occidentales se desarrollaron y alcanzaron los
más altos niveles de democratización, el demopoder se convirtió en demo-
apetito, y la contienda política en los sistemas liberales-constitucionales se
centró, cada vez más, en temas distributivos sobre «quién consigue cuánto de
qué». Probablemente este giro fue inevitable. Sin embargo, fue reforzado por
el desprecio de la ética, por el «materialismo» marxista y por la corriente
fuertemente utilitaria que ha conformado la teoría y la práctica de la demo-
cracia en su versión angloamericana. Sin duda, éstos son factores culturales
que pueden ser contrarrestados cuando la democracia arraigue en otras cultu-
ras. Sin embargo, si la democracia se importa como un sistema de demo-po-
der cuya preocupación principal es la demodistribución, el porvenir de la de-
mocracia está íntimamente ligado con los resultados económicos 8. Por
consiguiente, la cuestión crucial hoy, en casi todo el mundo, es si la democra-
cia también suministra crecimiento económico.

¿Es la democracia el sistema que mejor funciona?

Volvamos entonces a la cuestión: ¿es la democracia más eficaz, hablando en


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términos económicos? Muchos responderían audazmente con un rotundo sí.


Como decía The Economist, la evidencia demuestra que «a lo largo de siglos, y
en muchos países, la democracia ha promovido el crecimiento de forma más
eficaz y consistente que cualquier otro sistema político» 9. Me gustaría creerlo;
sin embargo este razonamiento omite totalmente que el crecimiento vino de
la mano del avance tecnológico, y que la tecnología es un subproducto no de la
democracia, sino de un tipo de lógica y racionalidad forjadas por los griegos
clásicos, que de hecho dieron origen al «espíritu científico» y, como resultado
de éste, al prodigioso desarrollo de la tecnología que, sin igual, se ha dado en
los dos últimos siglos en el mundo occidental. Es verdad que la civilización
china se caracterizó por destacadas habilidades y que durante mucho tiempo
superó a Occidente en invenciones técnicas. Con todo, la ciencia y la tecnolo-
gía que «modernizó» el mundo de hoy nunca florecieron en otras culturas, ni
en China ni —para citar el otro gran ejemplo— en la India. Por consiguiente la
correlación entre democracia liberal occidental y la abundancia resulta falsa.
Correlaciones aparte, ¿qué argumento sustenta la tesis de la «superiori-
dad económica» de la democracia? Según The Economist, «una de las princi-
pales razones por las que la democracia promueve el crecimiento es que ofre-

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ce seguridad a los derechos de propiedad, necesaria para el progreso capita-
lista» 10. Tras el desastroso derrumbe de las economías planificadas de tipo
soviético incluso los dictadores se han percatado ya de que «la mano invisible
trabaja mejor que la bota visible» 11. Así, los dictadores encuentran que pro-
mover sistemas de mercado y respetar los derechos de propiedad redunda en
su propio beneficio.
Si lanzo un vistazo al mundo, observo democracias «en crecimiento» y
democracias en retroceso, así como dictaduras en ruina económica y dicta-
duras que disfrutan de éxito económico. Taiwan, Singapur, Corea del Sur y
ahora Malasia han construido también sus «milagrosas economías» bajo
una dirección autoritaria. Y ¿que diríamos de Hong Kong, que no es una de-
mocracia sino una colonia regida por un gobierno británico? En América
Latina, las economías de Chile y Perú se colapsaron bajo regímenes demo-
cráticos, y deben su recuperación económica a gobiernos autoritarios (en
Perú, recientemente, el presidente Alberto Fujimori ha conseguido milagros
para la economía del país a costa de suspender y subsiguientemente reescri-
bir una constitución dudosamente democrática). La pauta más extendida en
esta región es que tanto las dictaduras militares como los gobiernos demo-
cráticos poseen los mismos pobres resultados de desarrollo 12. En la antigua
URSS y en Europa del Este la democratización ha precedido a las reformas
económicas haciendo éstas más difíciles. Por el contrario, China bajo Deng
Xiaoping ha tenido un éxito notable, siguiendo el camino opuesto, con una
liberalización económica dirigida desde arriba bajo un control dictatorial
estricto.
El planteamiento de que la democracia no sólo es un sistema político su-
perior (con lo que ciertamente coincido) sino también un «vencedor econó-
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mico» se contrarresta fácilmente con el argumento de que, a iguales meca-


nismos de mercado, los gobiernos que no están constreñidos por presiones
populares están en mejor posición para promover el crecimiento que los go-
biernos condicionados por demandas democráticas y por la demodistribu-
ción. Seguramente cuando la gente se enriquezca, una de las cosas que pro-
bablemente exigirá será democracia. En esta tesis, sin embargo, es el creci-
miento el que acarrea la democracia, y no la democracia la que genera el
crecimiento.
Que la democracia sea más eficaz no responde a una ley natural. A las de-
mocracias se las debe hacer funcionar —no sólo con buena voluntad sino
con incentivos y restricciones estructurales. Y aquí subrayaría el hecho de
que el modelo en sí, la forma política occidental, está pidiendo urgentemente
una reparación 13. La bancarrota de la democracia, de la llamada democracia
con déficit, es un peligro real, y un peligro para el que las estructuras constitu-
cionales de hoy en día no están preparadas.
Si me permiten, volveré a situar el problema en su perspectiva histórica.
Cuando se concibieron los sistemas político-liberales, la principal fuerza mo-
triz que existía detrás de su instauración fue el principio de no taxation wit-

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hout representation (tal y como James Otis afirmó en 1761, «impuestos sin
participación es tiranía»). Por consiguiente, cuando los parlamentos se con-
virtieron en uno de los pilares del Estado constitucional, ostentaban el «po-
der del presupuesto», esto es, el poder de recaudar dinero y de otorgárselo al
detentador del «poder de la espada» (el rey). Esta división de competencias
entre un ejecutivo con capacidad de gasto y un parlamento controlador consi-
guió su objetivo mientras los parlamentarios representaban (como ocurrió a
lo largo del siglo XIX) a los verdaderos contribuyentes, esto es, a los «más ri-
cos», no a los «más pobres». Bajo esas condiciones, los parlamentos fueron,
de hecho, efectivos controladores del gasto. Sin embargo, desde el pasado si-
glo se perdió el equilibrio entre los frenos parlamentarios y los aceleradores
del ejecutivo. Con el sufragio universal y el subsiguiente paso general desde
el principio de «ley y orden» (que el «pequeño Estado» se suponía que debía
proporcionar) al Estado de bienestar (cubridor de necesidades), los parlamen-
tos se han convertido en mayores gastadores que los gobiernos. La conten-
ción natural que mantuvo los presupuestos en equilibrio hasta mediados del
siglo XX fue la creencia de que un presupuesto es por definición un balance,
un balance de ingresos y gastos. Esta creencia explica el hecho de que las
enormes deudas originadas durante las dos guerras mundiales pudieran ser
gradualmente reabsorbidas.
El hechizo se rompió cuando el mensaje de John Maynard Keynes sobre el
déficit público llegó hasta los políticos. Utilizar con ligereza el dinero ajeno
se convirtió en una tentación irresistible. Ya no es posible encontrar dentro de
las estructuras del Estado constitucional un cancerbero fiscal responsable. Y si
los políticos «gorrones» pueden contraer deudas «para consumo» (no para la
inversión) y después simplemente imprimir más dinero, entonces malas
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políticas y mala economía, o ambas, serán casi inevitables. Es, pues, crucial
que se reestablezca el control del presupuesto, ya que, en última instancia,
lo que ahora tenemos es un Estado sin controles ni equilibrios.
No puedo detenerme a hablar de los posibles remedios 14. Sólo puedo
concluir que el funcionamiento de la democracia (en términos económicos)
está determinado de forma decisiva por la encrucijada del «control de la bol-
sa». Aquí es donde pasando de la forma (estructura constitucional) al conteni-
do de la política (como resultado de las demandas democráticas), la democra-
cia se enfrenta a su mayor desafío.
Los derechos formales recogidos en las primeras declaraciones de dere-
chos no fueron en términos generales costosos. Sin embargo, en la medida en
que se expandieron para incluir derechos materiales se han ido haciendo más
gravosos cada vez. En las últimas décadas, las democracias occidentales han
tenido que hacer frente a los crecientes gastos de bienestar mediante dos me-
canismos: déficit público y proteccionismo. Desde entonces, ambos recursos
se han agotado. En la actualidad, muchas democracias occidentales se enfren-
tan con «presupuestos rígidos», es decir, que están tan endeudadas que casi
no disponen de capacidad de maniobra en la distribución de las partidas. Y en

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la medida en que la economía global expone inevitablemente a los producto-
res antiguamente protegidos (que podían trasladar sus cargas fiscales a sus
consumidores) a una competencia mundial, no podremos permitirnos el esta-
do del bienestar. Los años venideros van a ser años de atrincheramiento. Aho-
ra más que nunca las democracias deben ser capaces de sostener el crecimien-
to. Pero, incluso si ocurriera lo peor, y fuéramos arrastrados a un jue-
go de suma negativa, un juego en el que todo el mundo pierde, la idea que
ofrezco como consuelo es que aun así la democracia liberal es por sí misma
digna de atención, y que tener demoprotección es infinitamente mejor que no
tenerla.

Una última cuestión


Queda una última consideración: a saber, si Asia y África pueden tener sus
propios «modelos» de democracia. En lo fundamental, esto es, en las técni-
cas constitucionales de protección de los ciudadanos y del ejercicio del poder
político, no hay modelo alternativo a la vista. Y no entiendo que alguien quie-
ra descartar un mecanismo que ha demostrado funcionar tan bien. Otra cosa
ocurre con lo secundario, por ejemplo con relación al sistema de partidos y
los procesos de articulación y agregación de intereses, con respecto a los
cuales reconozco que los acuerdos multipartidistas surgidos originariamente
de las fracturas de clase occidentales tienen poco sentido allí donde las lealta-
des son exclusivamente tribales. Los líderes africanos que inventaron este
razonamiento no están exentos de razón, pero se equivocan al plantear como
solución la prohibición de los sistemas partidistas y, en la práctica, el estable-
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cimiento de un sistema de partido único o una dictadura.


Por otra parte, cuando llegamos al elemento demócrata-liberal denomi-
nado «voluntad popular», es difícil generalizar. El mundo está compuesto por
pueblos muy distintos, encuadrados en culturas, cosmovisiones y sistemas de
valores, por no mencionar circunstancias, muy diferentes 15. Incluso en Occi-
dente, la vox populi no se concibe como vox dei. En lo que a mí respecta, no
sostengo que el pueblo siempre tenga razón, sino que tiene derecho a equivo-
carse. Similarmente, ¿debemos permitir que la democracia sea demoasesina-
da, esto es, debemos permitir un poder del pueblo que se autoelimina? Esta y
una multitud de cuestiones similares incitan un número de respuestas diferen-
tes que a su vez afectan a los resultados políticos de las experiencias demo-
cráticas. Walter Bagehot en su época elogiaba la «estupidez deferencial» del
inglés. ¿Está la democracia mejor servida por la arrogancia irrespetuosa? Su-
giero que estas cuestiones deben depender de cada Volksgeist, de cada par-
ticular «espíritu del pueblo».
La teoría de la democracia occidental ha evolucionado (con frecuencia
normativa e incluso perfeccionistamente) para reflejar avanzados niveles de
democratización. En la medida en que estas teorías viajan hasta las incipientes

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democracias (siendo difundidas por los estudiantes formados en universidades
occidentales), los fundamentos de la propia democracia occidental se dan por
supuestos o simplemente no se tienen en cuenta. En mi opinión, es un mal prin-
cipio para los principiantes. Tal y como he argumentado anteriormente, históri-
camente la democracia liberal ha evolucionado hasta abarcar dos elementos
esenciales: 1) demoprotección (que da como resultado un pueblo libre); y 2)
demopoder (que da como resultado el autogobierno del pueblo). La demopro-
tección está asegurada por la «forma» política demócrata-liberal, esto es, por
las estructuras y mecanismos constitucionales, mientras que el demopoder es
el «contenido» derivado de las decisiones políticas. En mi planteamiento, el
primer elemento es una condición necesaria de la democracia, mientras que el
segundo es un abierto conjunto de implementaciones.
De las distinciones antes mencionadas se sigue que: 1) la forma (el ele-
mento liberal-constitucional) es el elemento universalmente exportable,
mientras que el contenido (lo que el pueblo desea y demanda) es un elemento
contingente, culturalmente dependiente. 2) La «domesticación» y pacifica-
ción de la política es una precondición esencial para que se respeten los resul-
tados electorales y se permita la alternancia en el poder. 3) La demoprotec-
ción es indiferente a las condiciones económicas y permite, como hipótesis,
una democracia pobre, mientras que el demopoder, que exige demobenefi-
cios, requiere necesariamente riqueza y crecimiento. 4) Por tanto, la identifi-
cación sin más de la democracia con la demodistribución hace que la presente
crisis fiscal sea, allí donde se da, particularmente preocupante.

Notas
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1
En lo principal, tres: Democratic Theory, Detroit, Wayne State University Press,
1962; Nueva York, Praeger, 1965. The Theory of Democracy Revisited, Chatham, N. J,
Chatham House, 1987 [ed. cast.: Teoría de la democracia, Madrid, Alianza Editorial,
1988], que amplía y revisa una primera edición; y Democrazia: Cosa É, Milán, Rizzoli,
1992, en el cual una nueva parte trata de la democracia después del comunismo, esto es,
vencedora.
2
Debe tenerse en cuenta que en este artículo el término «liberal» se usa siempre en su
sentido histórico, no en el sentido con el que normalmente se usa en Estados Unidos, es
decir, como sinónimo de la «izquierda».
3
Para un análisis más detallado, véase mi Theory of Democracy Revisited, pp. 301-
10, 357-58, 386-93.
4
Uso el término «cultura sumisa» más que «cultura sujeta», «cultura deferente» o ex-
presionessimilares porque la palabra «islam» significa «sumisión» y porque la cultura is-
lámica, actualmente, es el principal antagonista de lo que Gabriel Almond y otros han lla-
mado la «cultura cívica».
5
Véase mi Theory of Democracy Revisited, 272, 273-79 passim.
6
Incluso Edmund Burke, quien abogaba por la «representación virtual» (es decir, re-
presentación sin elecciones), matizaba su postura señalando en una carta enviada en 1792
a sir Hercules Langrishe que «este tipo de representación virtual no puede tener una exis-

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19. ¿Hasta dónde puede ir un gobierno democrático?
tencia larga o segura, si no se sustenta en la real. Los miembros deben tener alguna rela-
ción con el constituyente...». Burke, Works, 9 vols., Boston, Little, Brown, 1839, 3:521.
7
Se hace referencia aquí a la teoría de la «secuencia de crisis» que fue desarrollada en
varios volúmenes bajo la dirección de el Social Science Research Council y publicado por
la Princeton University Press y que se encuentra resumido por Leonard Binder y otros, en
el volumen final de la serie, Crisis and Sequences in Political Development (1971), espe-
cialmente el último capítulo de Sidney Verba.
8
El debate sobre la relación entre democracia y desarrollo económico se remonta al
seminario de trabajo de Seymour Martin Lipset, Political Man: The Social Bases of Poli-
tics, Garden City, N.Y, Doubleday, 1959, especialmente el cap. 2. Para una valoración
más reciente, véase Larry Diamond, «Economic Development and Democracy Reconsi-
dered», en Gary Marks y Larry Diamond (eds.), Reexamining Democracy, Newbury Park,
Calif., Sage, 1992, pp. 93-139.
9
«Democracy Works Best», The Economist, 27 de agosto de 1994, p. 9.
10
Ibid. Mancur Olson tiene un argumento más elaborado al contenido en estas líneas
en «Dictatorship, Democracy and Development» American Political Science Review 87,
septiembre de 1993: 567-76. De acuerdo con Olson, un dictador (un «bandido estaciona-
rio») lo hará bien sólo «si adopta una estrategia a largo plazo», mientras que en el otro ex-
tremo estaría «el autócrata solamente preocupado por los resultados a corto plazo» (571).
Pero ¿se puede decir que el horizonte temporal de un político democrático es más amplio
que el de un dictador? Lo dudo.
11
The Economist: «Democracy and Growth: Why Voting is good for you», 27 de
agosto de 1994, p. 17.
12
En este artículo, no trato sobre los problemas sui generis relativos a la importación
de la democracia en América Latina. Una buena visión general se puede encontrar en
Abraham F. Lowenthal (ed.), Exporting Democracy: The United States and Latin Ameri-
ca, Baltimore, Johns Hopkins University Press, 1991.
13
Trato en profundidad sobre los arreglos que necesitan los sistemas democráticos en
mi libro Comparative Constitutional Engineering: An Inquiry into Structures, Incentives
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and Outcomes, Nueva York, New York University Press; Londres, Macmillan, 1994. En
este caso debo ceñirme al argumento de la debilidad económica, digamos, de las estructu-
ras constitucionales occidentales.
14
En relación con las soluciones constitucionales propuestas en Estados Unidos, véa-
se Aaron Wildavksy en How to limit Goverment Spending, Berkeley, University of Cali-
fornia Press, 1980; y a R. E Wagner y otros, Balanced Budgets: Fiscal Responsability and
the Constitucion, Washington D. E., Cato Institute, 1982. La introducción de un compro-
miso de equilibrio presupuestario está actualmente en la agenda del Congreso.
15
Para un tratamiento amplio y trasnacional del papel de los factores culturales, véase
Larry Diamond (ed.), Political Culture and Democracy in Developing Countries, Boulder,
Lynne Rienner, 1993.

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