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La obediencia
1. INTRODUCCION
No es extraño que, con ese fondo histórico, hoy día la obediencia se asocie, por
lo regular, a ideas como falta de libertad, dependencia, intrusión por parte de
otros, presión, ahogo e irracionalidad, y que dé la impresión de obstaculizar la
libertad, la mudurez, la responsabilidad, la creatividad y la fantasía de una
persona. Muchos hay que no la consideran una virtud, sino un mal necesario
(para regular la convivencia humana) que hay que reducir al máximo. En tales
condiciones resulta «problemático saber si todavía se puede expresar con el
término 'obediencia' lo que Jesús quería decir»1
2 En este párrafo le soy deudor a G. Fuchs, Bamberg, en quien se basan las consideraciones que
concretan el principio fenomenológico por lo que hace a la tradición ascética (vid. infra, pp. 172 ss.) y al
oficio o profesión (vid. infra, pp. 177 ss.); también son suyas diversas sugerencias acerca de la teología
paulina (vid. infra, pp. 161 ss.).
2. LA OBEDIENCIA DE JESUS
Sólo en tres pasajes del Nuevo Testamento (dos veces en Pablo y una en la
carta a los Hebreos), aun cuando son pasajes centrales, se le llama a Jesús
«obediente», siempre en relación con su pasión y muerte. Algo que salta a la
vista es que esa «obediencia» no caracteriza sólo determinadas formas suyas
de comportarse, sino su mismo ser. ¿Cómo interpretar una cosa así?
«Mi Hijo amado», dice la voz del cielo; y ahora se trata de ver la forma que va a
asumir en la tierra. Jesús es desafiado en la vestidura bajo la que se ha
manifestado. «Hijo de Dios»: ¿Qué significa ésto? ¿Cómo es posible
reconocerle? ¿Cuál es la índole de aquel que es asido y guiado por el Espíritu?
A estas preguntas responde el relato de la tentación (Mt 4, 1-11).
Sólo Dios
—Jesús no vive «de solo pan». No vive rigiéndose por su propia cabeza, «sino
de toda palabra que sale de la boca de Dios» (4, 4).
Hay dos situaciones, sobre todo, que demuestran cómo Jesús sigue fiel a esa
decisión y, por lo tanto, a su propio ser:
—Pedro le confiesa como el «Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16), y nuevamente se
plantea la pregunta: ¿qué significa «Hijo de Dios»? Jesús, en el primer anuncio
de la pasión, no deja dudas al respecto: «Desde entonces comenzó Jesús a
manifestar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte
de los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas...» (16, 21). Su vida va
hacia el Gólgota, hacia el monte, lo cual contrasta con «todos los reinos del
mundo y su gloria». Pedro se opone, no quiere que recorra ese camino, y se ve
alcanzado por la maldición, como si fuera Satanás: « ¡Quítate de mi vista,
Satanás! ... porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los
hombres» (16, 23). ¡Jesús vive de Dios y no se deja desviar del camino de
Dios por hombre alguno, ni siquiera por Pedro!
Esta movida historia de amor entre Padre e Hijo crea el espacio en el que los
hombres llegan a la vida, a la «vida eterna» (6, 37-40).
En el himno cristológico de la carta a los Filipenses (2, 7), Pablo recoge cuanto
narran los evangelios: se trata del mismo camino a través del cual Jesús
encuentra su propia identidad y redime al mundo. No un vuelo pindárico, sino un
camino de bajada hacia el fondo de la existencia humana: «Obedeciendo hasta
la muerte y muerte de cruz» (2, 8).
Dios se hace hombre para disuadir a los hombres de querer ser iguales a Dios;
«sale al encuentro del hombre, que quiere ser como Dios, en Aquel que no
quiere ser más que un hombre. El reino de ellos es la libertad. Lo cual, sin
embargo, significa, a la vez, que la humildad y la obediencia son de ahora en
adelante el camino regio de la fe, el sello de los liberados, la prenda de la
redención futura».8
8 G. BORNKAMM, «Zum Verstándnis des Christus-Hymnus Phil 2,6-U», en Studien zu Antike und
Christentum, München 1959, p. 187.
Hay una cadena de factores que tienen prisionera a la humanidad: pecado —ley
—muerte--tiranía de la muerte. Al principio de esta cadena de perdición está
Adán: el hombre que tiende arbitrariamente las manos hacia la vida y acaba en
la muerte. Su «desobediencia» no es una chiquillada, sino la actitud
fundamental de quien se basta y se pertenece a sí mismo.
Nada le fue ahorrado al Jesús obediente: «El cual, habiendo ofrecido en los días
de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que
podía salvarle de la muerte, fue escuchado por su actitud reverente y, aun
siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia» (Heb 5, 7 s.).
El está por entero en sus ruegos y súplicas. Toda su existencia terrena está
implicada en esta pasión, no sólo durante la noche de Getsemaní. Jesús
experimenta la existencia terrena mientras la va padeciendo. Y padeciendo
aprende la obediencia, «aun siendo Hijo». Esta es su obediencia —que ha
tenido que aprender—; sin embargo, no se vio sometido a un destino oscuro
contra su voluntad.
Jesús permaneció fiel toda su vida a la libre decisión de ser hombre con todas
las consecuencias; una decisión que selló con su existencia. Su muerte es el sí
dado con extremada voluntad y compromiso a la realidad de la existencia
humana finita. Por eso, en los tres textos mencionados (Flp 2, 8; Rm 5, 19; Heb
5, 7) su obediencia aparece relacionada con su pasión y muerte.
Jesús es obediente al Padre en el permanecer obediente a su existencia
terrena. En esa obediencia buscó y encontró la salvación; en ella «se convirtió
en causa de salvación eterna» (Heb 5, 9). En esa obediencia es donde se busca
y se halla la salvación (o la «justicia»: Rm 5, 18 s.).
Los evangelios, en cambio, nos pintan otro cuadro: Jesús se encuentra con
hombres concretos en situaciones concretas (sobre todo en situaciones de la
vida cotidiana, rara vez en situaciones cultuales o didácticas institucionalizadas);
tales circunstancias le inducen a decir una palabra precisa o a asumir una
actitud dada (sólo entendemos bien sus palabras, referidas en los evangelios, si
en cada ocasión nos preguntamos en qué «Sitz im Leben» se pronunciaron).
Una mujer de la tierra se le acerca gritando: « ¡Ten piedad de mí, Señor, hijo de
David! Mi hija está malamente endemoniada... »(15, 22). Ninguna respuesta.
Una situación embarazosa. No conocemos a este Jesús: «No he sido enviado
más que a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (15, 24). ¿Es tal vez
incompetente para los paganos?
¡Si no fuera por la fe! «Mujer, grande es tu fe...»: Jesús se deja llevar por la fe
de aquella mujer a traspasar los límites entre la antigua y la nueva alianza. La
tradición no queda cancelada, sino transcendida con un paso que supera las
fronteras e introduce en el Nuevo Testamento. Se trata de una nueva
experiencia (como en el caso del centurión pagano, del samaritano agradecido y
misericordioso) : quien tiene fe no se perderá.
Jesús toma nota de la situación; lo cual no significa que se adapte a ella y que
se someta a las circunstancias de hecho. Sabe que lo que piensa Dios y lo que
piensan los hombres son dos cosas distintas (cfr. Mt 16, 23). Pone en práctica lo
que Pedro y los apóstoles sostendrán más tarde: «Hay que obedecer a Dios
antes que a los hombres» (Hech 5, 29). Por eso está en condiciones de situarse
por encima de tradiciones y de autoridades religiosas. El criterio de su
«desobediencia» frente a tales autoridades es la autoridad de Dios. Donde se
hallan en juego Dios y el hombre por amor de Dios, allí deberán desaparecer las
demás autoridades.
En las primeras palabras que (según Lucas, 2, 49) pronuncia, Jesús llama a
Dios «Padre» suyo. Desde el principio está en una relación única con El. Por
eso supera los lazos humanos y la comprensión humana. Su madre no tiene, en
el fondo, derecho alguno sobre El y no puede disponer de El. El no pertenece a
ella, sino a Dios. El lazo familiar ha de ceder el paso a otro lazo. Sólo la
voluntad de Dios es normativa.
Ni siquiera la ley es para El una última instancia. En las antítesis del corazón de
la montaña (Mt 5, 21-48) contrapone a la ley su palabra, y aventura la
pretensión de anunciar la voluntad divina de manera nueva. Y a ese nuevo
conocimiento de la voluntad divina corresponde una nueva obediencia (no
orientada ya, en el fondo, según la ley).
Al comienzo del camino de Jesús está la tentación diabólica en «un monte muy
alto», con la oferta de «todos los reinos del mundo y su gloria» (Mt 4, 8). Al final,
también esta vez sobre un «monte», le viene «dado todo poder en el cielo y en
la tierra» (Mt 28, 18).
¿Se trata del mismo poder rechazado por El al principio? ¿Se trata de los
mismos «reinos del mundo» en cuya posesión entra de todas formas, al fin (con
una pequeña dilación)? ¿Ha esperado el Padre únicamente la prueba de
obediencia del Hijo, el pago de un tributo, para instalarlo después en la
soberana posición por El diseñada inicialmente?
La cruz no queda abolida por la glorificación, sino confirmada. Las llagas son la
señal distintiva por la que se reconoce al Glorificado ahora reinante. El corazón
traspasado por la lanza conquista el mundo. En él se funda la autoridad de
Cristo.
Aunque el reino de Jesús no radica en este mundo, sino que vive recurriendo a
otras fuentes, no por ello es simplemente apolítico. Con Jesús, su reino ha
venido a este mundo. Precisamente por su diversidad es políticamente
relevante en grado sumo 9. Irrita a los detentadores del poder porque queda
sustraído a su jurisdicción. Proviene de la soberanía de Dios, «de lo alto». Las
autoridades políticas no son ya la última instancia y quedan, por tanto,
radicalmente puestas en tela de juicio.
3. SEGUIR AL OBEDIENTE
¿Modelo? Los modelos son originales, pero existen copias de ellos. Jesús es un
original no copiable. Para los creyentes, El no es el modelo, sino su Señor. El no
llama a la imitación, sino al seguimiento. Busca hombres que se pongan en
camino con El, que se comprometan en su obediencia.
«Uno solo es vuestro Maestro...» (Mt 23, 8)
Les puede ocurrir fácilmente que piensen: «Mi señor tarda en venir...» (12, 45).
Si no viene, nos toca a nosotros establecer, decir, hacer, ordenar... Olvidan lo
que son. Se comportan como si fueran los dueños de la casa. Adquieren aires
de semidioses, estallan en cólera a diestro y siniestro, se dan atracones, aun
cuando no son más que «siervos como los demás» (Mt 24, 49).
Precisamente los que tienen cargos han corrido, desde siempre, el serio peligro
de olvidar quién es el Señor de la casa en la Iglesia; el peligro de pensar que
pueden sustituirle, siendo así que tienen el deber de testimoniarle. A la hora del
juicio —dice la parábola— les espera una fea sorpresa. Ellos están a las
órdenes de otro, y por sí mismos no tienen autoridad alguna. Cristo Señor es su
única gloria.
Jesús no se limitó a sustituir los viejos amos por otros nuevos. A propósito de
los viejos dice: «Se hacen bien anchas las filacterias y bien largas las orlas del
manto; van buscando los primeros puestos en los banquetes y los primeros
asientos en las sinagogas, que se les salude en las plazas y que la gente les
llame 'Rabbí'» (23, 5-7). En el puesto de éstos no han de entrar autoridades
nuevas, ni siquiera con filacterias más estrechas y orlas más cortas, que
pretenden igualmente hacerse ver y reanuden la caza de los primeros puestos y
de honores. Jesús no piensa así: «Vosotros, en cambio, no... ».
Cuantos invocan a Cristo como su Maestro son hermanos entre sí: «Vosotros
sois todos hermanos...» (23, 8). La fraternidad cristiana no es tanto un programa
cuanto una exigencia de la fe; es una consecuencia de la profesión de fe en el
único Señor. Allí donde se afirma la autoridad de Cristo, allí cesa el dominio del
hombre sobre el hombre. Lucas ilustra las consecuencias que de esto pueden
seguirse en una comunidad que se remite a Jesucristo (Hech 2, 44 s.; 4, 32-37).
Eso nos dice Mc 10, 42-45. Jesús anuncia la pasión y la muerte que le esperan,
y a los discípulos no se les ocurre nada mejor que pensar en su posición
personal. Como lo confirman los otros dos anuncios de la pasión, ellos no lo
entienden. Los espíritus se dividen frente a la cruz, aun dentro del restringido
círculo de los discípulos. Jesús dice entonces: «Sabéis que los que son tenidos
como jefes de las naciones las gobiernan como señores absolutos y los grandes
las oprimen con su poder. Pero no ha de ser así entre vosotros; sino que el que
quiera llegar a ser grande entre vosotros será vuestro servidor, y el que quiera
ser el primero entre vosotros será esclavo de todos, que tampoco el Hijo del
hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por
muchas» (Mc 10, 42-45).
Estas palabras —según parece— las suscribe todo el mundo. Todos están,
obviamente, de acuerdo con ellas. De acuerdo, ¿en qué sentido? Aquí no se
trata sólo de una crítica a estructuras formales de poder. Si así fuera, el bisturí
no habría ahondado lo suficiente. El elemento distinto y nuevo no es sólo una
estructura, sino una persona: el Hijo del hombre. Su vida es obediencia al Padre
y a los hombres. El concibe su misión y autoridad como servicio. No busca su
propia grandeza, plenos poderes, sino que se da por los demás. Esta es su
alternativa, una alternativa que consiste en el signo de la cruz y que crea una
nueva situación. Se puede partir de esa nueva realidad; se puede vivir de ella.
Lo cual hace posibles y exige relaciones nuevas. La habitual autoridad egoísta a
la caza de honores, que constituye la ilusión de los discípulos mismos (Mc 10,
35-41), ve cortado su camino por la autoridad del servicio.
Pero con eso todavía no se ha dicho todo. Por lo general, leemos el evangelio
relativo al ministerio petrino sólo hasta las palabras que hablan de la piedra, y
ahí nos detenemos. Pero el fragmento sigue y deja ver las consecuencias. La
pregunta es ésta: ¿Qué significa todo esto, cuál es el sentido de «Pedro»?
¿Qué forma asume?
Pedro se le opone, no quiere que recorra ese camino: « ¡Lejos de ti, Señor! ¡De
ninguún modo te sucederá eso! » (16, 22). Abandona por propia iniciativa el
puesto para el que ha sido llamado.
No son éstas las últimas palabras dichas por Jesús a Pedro. (Mt 16, 23)
contiene además una brevísima expresión que la mayor parte de las
traducciones bíblicas dejan caer: «Detrás de mí» (opiso mou). Se trata de las
primeras palabras dirigidas por Jesús a Pedro en el momento de la vocación a
orillas del lago (Mt 4, 19). A ellas le remite esa frase, a la posición que entonces
le fue indicada: «Detrás de mí» —en el seguimiento. Ahí tiene Pedro su sitio, ahí
es donde debe colocarse el discípulo, no en otro lugar. Y para que nadie pase
por alto este hecho, el relato termina con esta invitación: «Si alguno quiere venir
en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (16, 24). Ser
discípulo significa seguir en obediencia al Obediente.
¿Cómo interpretar estas palabras? ¿En el sentido de que Dios, a pesar de todas
las adversidades, no permite que toquemos fondo?; ¿en el sentido de que
siempre hay una puerta de salida y de que se nos ahorra lo peor?
«El que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos» (Mt 7, 21)
Ante todo, una cosa: que no basta invocar el nombre del Señor; puede
invocársele y al mismo tiempo desinteresarse uno de su causa. Evidentemente,
no es un fenómeno raro: «Muchos me dirán aquel día: ' ¡Señor, Señor! , ¿no
profetizamos en tu nombre, y en tu nombre expulsamos demonios, y en tu
nombre hicimos muchos milagros?'» (7, 22). Son personas que tienen siempre
el nombre de Cristo en la boca y, sin embargo, escuchan de El: «Jamás os
conocí» (7, 23).
No basta invocar el nombre del Señor. «Cristo» quiere ser traducido en la vida y,
a este fin, las palabras por sí solas son insuficientes. El criterio decisivo en esa
traducción es la obediencia a la voluntad del Padre, manifestada en el sermón
del monte. Esto nos indica la alternativa de la voluntad de Dios a la praxis
corriente; nos introduce en un camino nuevo y liberador: no hay que devolver
mal por mal, es posible poner la otra mejilla, posible vencer el mal con el bien
(5, 38-42); el enemigo no sigue siendo necesariamente enemigo, es posible
descubrir en él al hombre sobre el que Dios hace salir su sol (5, 43-48).
La ley es como una red. Siempre se la puede ampliar o restringir. Pero en toda
malla, por nueva que sea, se hace un nuevo agujero y, con un poco de ingenio,
siempre se puede llegar a pasar exactamente por él. Jesús no ha ampliado la
red ni ha estrechado las mallas. A través y más allá de las mallas de la red, El
mira al corazón. Eso es lo que significa la nueva «justicia», que es mucho mayor
que la de los escribas y los fariseos (5, 20). Su criterio es el mandamiento del
amor. No se trata ya de esto o de aquello, sino de la totalidad, del corazón.
La escena del juicio universal pone con extrema claridad ante los ojos de todo el
mundo en qué se cumple la voluntad de Dios. «Cada vez que hicisteis estas
cosas a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis...
Cada vez que dejasteis de hacer estas cosas a uno de estos hermanos míos
más pequeños, también conmigo dejasteis de hacerlo».
4. CONCRECIONES
Queda por preguntarse de qué forma se hace hoy concreta en la vida de cada
cristiano y de la Iglesia tal obediencia.
En una oración de Nicolás Cusano («De visione Dei», 7) Dios le dice al orante:
«Sis tu tuus, et ego ero tuus» (Sé tuyo, y yo seré tuyo). A lo que responde el
orante: «Señor, tú has puesto en mi libertad la posibilidad de que yo sea mío,
con tal de que lo quiera. Si, pues, no me pertenezco a mí mismo, tampoco me
perteneces tú. Tú haces necesaria la libertad necesaria, porque no puedes ser
mío si yo no soy mío. Y puesto que has dejado esto a mi libre decisión, no me
obligues, sino espera que yo elija mi propio ser...». El maestro Eckhart aconseja:
«Descúbrete a ti mismo y, para encontrarte, piérdete». Perderse, dejarse uno
mismo, equivale a encontrarse. Hay, evidentemente, una tensión dialéctica entre
la fuerza del Yo y el dejarse uno mismo, entre la autorrealización y el don de sí.
Si tal tensión es constitutiva para la vida del cristiano (cfr. Mt 16, 25), cae por
tierra la «tentación» de absolutizar uno de los dos polos.
2. Pero también queda iluminada la segunda verdad: Dios espera que yo «elija
mi propio ser»: «Si, pues, no me pertenezco a mí mismo, tampoco me
perteneces tú» (Nicolás Cusano). La obediencia no dispensa —ni siquiera en el
encuentro con Dios— de la propia responsabilidad. «La verdadera libertad es
signo eminente de la imagen divina en el hombre. Dios ha querido dejar al
hombre en manos de su propia decisión (Ec10 15, 14) para que, así, busque
espontáneamente a su Creador y, adhiriéndose libremente a éste, alcance la
plena y bienaventurada perfección. La dignidad humana requiere, por tanto, que
el hombre actúe según su conciencia y libre elección, es decir, movido e
inducido por convicción interna personal y no bajo la presión de un ciego
impulso interior o de la mera coacción externa» (Gaudium et spes, 17).
No es posible sustraerse al riesgo de la propia existencia y responsabilidad.
Inteligencia y voluntad no son un mal que habría que extirpar con la obediencia.
Tienen su valor insustituible precisamente en la actuación misma de la
obediencia. En este sentido, la obediencia cristiana no es «ciega» («Una orden
es una orden»), sino clarividente y previsora. La obediencia ciega puede,
evidentemente, parecer la vía más cómoda (para quien manda y también para
quien obedece), pero en realidad es insostenible, porque renuncia a la propia
responsabilidad y es, por lo mismo, irresponsable en el sentido más verdadero
del término. Para el Concilio Vaticano II merecen el máximo reconocimiento
cuantos se oponen abiertamente a órdenes criminales: «ni la obediencia ciega
puede excusar a quienes las ejecutan» (Gaudium et spes, 79).
Obediencia a Dios
Sólo hay una obediencia absoluta: a Dios, porque sólo Uno se ha dirigido de
manera absoluta a nosotros: Dios en su Hijo Jesucristo. Somos amados con el
mismo amor con que el Padre ama al Hijo (In 15, 9), somos injertados en la
relación de Jesús con Dios. Dios nos ama de manera incondicional, y por eso
nos pone exigencias absolutas. Pero no lo hace como una autoridad extraña
que nos aturde desde fuera, ya que su voluntad es una sola cosa con su amor.
El no quiere que perezcamos, sino que vivamos (6, 38-40), quiere que
lleguemos a nosotros mismos. Obedecer a Dios significa abandonarse a su
amor.
1. «Lo que ante todo 'dice' Dios somos nosotros mismos, con nuestra libertad
limitada, con la imposibilidad de establecer nuestro futuro, con la facticidad
nunca totalmente resoluble y nunca funcionalmente racionalizable de nuestro
pasado y de nuestro presente... La palabra más originaria dirigida por Dios a
nosotros en nuestra libre unicidad no es una palabra que se verifique por
añadidura o una palabra singular junto a otros objetos de experiencia..., sino
nosotros mismos en la unidad, totalidad y orientación al misterio incomprensible
que llamamos Dios; esa es la palabra de Dios que somos nosotros mismos y
que nos viene dicha en cuanto tal» 18
4. Pablo nos dice que tal comunidad es un organismo del Espíritu dotado de
dones diversos que, todos juntos y cada uno a su modo, sostienen y plasman el
todo (1 Cor 12). Nadie posee el Espíritu para sí, sino al servicio del todo. Por
eso, «obedecer» significa también «escuchar» lo que el Espíritu dice al otro y, a
través de él, quiere decir a la comunidad (cfr. Apoc 2, 7). La pastoral debe
descubrir dónde hace oír su voz el Espíritu: en el hombre, en las situaciones
diversas («signos de los tiempos»), en las sugerencias y en las críticas, en las
llamadas y en las admoniciones (proféticas).
Autoridad en la Iglesia
La Iglesia no tiene autoridad alguna por sí misma. La misma autoridad del papa
y de los obispos está sujeta a la autoridad de Dios, como profesa claramente el
Vaticano I en la definición de la infalibilidad. El autor de la autoridad eclesial es
el Señor.
a) Autoridad carismática
En la medida en que alguien sigue obediente a Jesús y le permite manifestarse
en su vida, adquiere autoridad, una autoridad que se mide por la cercanía al
Señor. Estas autoridades carismáticas viven totalmente de la obediencia a
Jesús. En cuanto tales, no poseen en un primer momento legitimación alguna
oficial; no son una autoridad oficial; tienen sólo una autoridad espiritual; son, por
toda su existencia, un reclamo vivo del Señor. Precisamente ahí reside su
importancia. La Iglesia las necesita más que nunca, necesita santos, porque
«vive siempre de la llamada del Espíritu, en la 'crisis' del paso de lo viejo a lo
nuevo. ¿Es casual el que los grandes santos se hayan visto en tensión no sólo
con el mundo, sino también con la Iglesia, con la tentación de la Iglesia de
hacerse mundo, y que hayan sufrido por obra de la Iglesia y en la Iglesia?... La
verdadera obediencia no es la de los aduladores (llamados «falsos profetas»
por la profecía genuina del Antiguo Testamento), de aquellos que evitan
cualquier obstáculo o choque, que ponen por encima de todo la garantía de su
propia comodidad; la obediencia que sigue siéndolo aun con el testimonio hecho
de sufrimiento, la obediencia que es veracidad, la obediencia animada por la
fuerza entusiasta del amor, ésa es la verdadera obediencia que ha fecundado a
la Iglesia a través de los siglos, liberándola de la tentación babilónica y
volviendo a llevarla al costado de su Señor crucificado» 20
La autoridad del ministerio tiene una base distinta de la del «guru», que queda
legitimado por su espiritualidad. Agustín lo dejó bien claro en la controversia con
los donatistas. El individuo es capaz de responder a la llamada al seguimiento
sólo y siempre de forma frágil, finita y pecaminosa. Queda siempre una
diferencia no colmable entre los poderes autoritativos del ministerio y el
testimonio personal del ministro. Esa diferencia queda indicada por el «sello
indeleble»: la promesa salvífica hecha por Dios en Cristo al ministro y a la
comunidad no puede derrumbarse. Antes de nuestra decisión por El está la
suya por nosotros, y El se manifiesta fiel a nosotros a pesar de nuestras
deficiencias.
Hay el peligro de que este dato sea fácilmente mal entendido y objeto de abuso
si, a la vez, no se tiene presente lo siguiente:
1. Los que dicen y los que oyen están igualmente bajo la palabra de Dios.
Desde este punto de vista, también los que ostentan oficialmente el decir no son
sino oyentes. Su quehacer es, en efecto, hablar de forma vinculante mientras
escuchan. Sólo así es posible salvaguardar el carácter específicamente
cristiano de la obediencia. Esto se dice claramente en la doctrina de que el
ministro actúa «in persona Christi» y que quien le obedece, en el fondo obedece
a Cristo.
2. Todo depende del hecho de que se perciba el indicativo de la fe. El carácter
liberador del Evangelio debería ser experimentable también en la actuación
concreta de la obediencia eclesial —a través de la cruz de la entrega del «Yo».
Esta estructura indicativa exige que la obediencia se encuadre en el marco de
una escucha comunitaria a la única palabra de Dios.
3. Los ministros son hombres y siguen siéndolo; el peso del pecado también es
imputable en parte a ellos; al igual que Pedro, también ellos pueden ser un
escándalo, una piedra de tropiezo en el camino de Jesús. No es posible separar
de forma pura y simple a la Iglesia de los hombres en que se concreta, «aun
cuando los trascienda por el misterio de la divina benevolencia que ella les
comunica. En este sentido, la Iglesia santa sigue siendo siempre, también en
este tiempo, Iglesia pecadora que ora continuamente como Iglesia: 'perdónanos
nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores'» 23 Esto
pone en guardia con respecto a una glorificación del ministerio e indica el lado
humano de la exigencia de obediencia, ya que ésta puede caer víctima del
arbitrio humano y, por lo tanto, del pecado, así como puede volverse pecado la
«obediencia» correspondiente a tal exigencia.
24 J. RATZINGER, «Die bischbfliche Kollegialitdt nach der Lehre des Zweiten Vatikanischen Konzils»,
en Das neue Volk Gottes, cit., p. 192.
Obediencia eclesial
a) La promesa de obediencia
b) ¿Cosificación?
Pero ¿cómo puede uno obedecer a su obispo si casi nunca lo ve? Por otro lado,
¿cómo puede un obispo tener en cuenta la situación concreta de un individuo si
casi no lo conoce? Esto plantea hoy día un gran problema. La obediencia se
promete y es debida al obispo, pero normalmente no será él quien la exija, ni
podrá hacerlo. Lo hace a través de sus encargados, los cuales forman parte de
un complejo que trabaja (y así ha de hacerlo necesariamente) según los
principios de una administración ordenada. Por respeto a la justicia en las
relaciones con todos, dicha administración ha de pasar por encima de puntos de
vista personales. Y así, entre el obispo y sus colaboradores (al menos en
nuestras latitudes) se interpone la administración, que se percibe como
anónima. La obediencia corre el peligro de perder su rostro; 28 se exige y se
presta anónimamente, de forma administrativa.
Naturalmente, habría que comprobar, atendiendo tanto a una como a otra parte,
si resulta precisamente necesario que hoy día se den tantos casos de conflicto
de este tipo. Los obispos harían bien en tener presente que en el curso de los
diez últimos años el número de cartas pastorales ha crecido de forma
inflacionista (en alguna diócesis, doce en un año). No es preciso decir (y
escribir) todo lo que se puede decir (y escribir). Por el lado opuesto, parece que
la conciencia, en cuanto a las cartas pastorales, se ha «sutilizado» y reacciona
de forma sensible, a veces incluso de forma alérgica y morbosa.
d) Obediencia servicial
e) El «clima»
Señales de libertad
Lutero, sobre todo (en su disputa con Erasmo), y Kierkegaard han dejado claro
que el problema de la libre voluntad queda en abstracto si no se reflexiona en
que el hombre en concreto es ya y desde siempre «obediente». Sólo se trata de
saber a quién obedece, si a los propios instintos, a la situación social, a la
producción, al consumo, a los reclamos o a las posibilidades de su existencia y
ambiente que le «liberan». De una u otra forma, ese «estar subyugado» de
hecho el hombre se manifiesta en el aspecto existencial, social y cultural. ¿Se
trata de una obediencia arrancada por fuerza o liberada/liberante? En este
punto debería la obediencia cristiana dar pruebas de sí misma estableciendo
señales de la libertad, en pugna y contraste con las innumerables dependencias
y manías que nuestra sociedad produce como en una cadena de montaje.
5. NOTAS
Eso mismo sucede con nosotros, los hombres. Cuando pienso en mí mismo y
en las personas que he conocido, me digo no rara vez con melancolía: ¡cuántos
dones, cuántas energías, cuántas posibilidades..., pero falta el cochero! Durante
mucho tiempo, generación tras generación, los hombres hemos sido guiados
(por seguir con la imagen) según lo que los caballos piensan es una guía;
hemos sido dirigidos, formados, educados, conforme a lo que el hombre piensa
que es el hombre. Eso nos ha hecho comprender cuánto nos falta: la elevación;
y nos ha hecho ver, en consecuencia, por qué tenemos tan poca resistencia, por
qué en seguida echamos mano, impacientes, de los medios del momento y
queremos ver al instante la recompensa de nuestro trabajo, que, precisamente
por eso, es un trabajo efímero.
Antes las cosas no eran así. Hubo un tiempo en que plugo a la divinidad, si así
puede decirse, hacer personalmente de cochero; y guió a los caballos según lo
que él mismo pensaba ser una guía. ¡Oh, qué no pudo entonces el hombre...!
(S. Kierkegaard).32
32 Tomado de S. KIERKEGAARD, Zur Selbstprüfung der Gegenwart anbefohlen, Düsseldorf 1953, pp. 118 s.
(Nicolás de Flüe)
33 S. JUAN DE LA CRUZ, Subida al Monte Carmelo.
Y sucedió que después de muchos años, en los que sirvió a mucha gente, tuvo
el privilegio de llevar a través del río al Niño Jesús. Al llegar a la otra orilla, se
sentó y le dijo: «Creí que me moría. Era como si tuviera en mis espaldas el
mundo entero». «Cristóbal», le respondió el Niño, «has llevado algo más que el
mundo, has llevado al creador del mundo: yo soy el rey Jesucristo».
Jesús dijo a sus discípulos, que discutían por el primado: «Los reyes de las
naciones las gobiernan... pero no así vosotros» (Lo 22, 25 s.).
¿Es sólo una menudencia el que digamos «señor párroco» o «pastor supremo»
(mientras Cristo es simplemente «pastor»)? ¿es cosa de nada el que (por
ejemplo), al principio de la cuarta plegaria eucarística) nos dirijamos a Dios con
el título de «Padre Santo» y nos refiramos a la vez al «Santo Padre de Roma»?
¿Se trata sólo de palabras o son palabras que dicen algo verdadero y más
profundo? En cualquier caso, dan que pensar si las tomamos a la letra.
El rey Jesús fue coronado con una corona de espinas (In 19, 1-3.5). Esa corona
es el símbolo de su realeza, de su soberanía. La impresionante escena, situada
en el centro de la Pasión, tiene una segunda parte. En el siglo IV, la corona de
espinas sale nuevamente a la luz como reliquia, y llega en el siglo VI a manos
del emperador de Bizancio. Desde aquí será cedida en el siglo XIII, como
prenda de garantía, a mercaderes venecianos, y finalmente la adquiere Luis IX
por 135.000 libras. ¡Todo un símbolo del cambio de poder! Como relicario, se
construye en París la «Sainte Chapelle», mientras los emperadores romanos de
la nación alemana hacen en contrapartida algo semejante en el coro de la
catedral de Aquisgrán, donde son coronados. «La corona de espinas como
símbolo del poder real —un hecho que ilustra elocuentemente un problema
fundamental de la historia cristiana» 35
«Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta,
entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Apoc 3, 20).
«El que responde antes de escuchar demuestra necedad y confusión» (Prov 18,
13).
La palabra «autoridad» suena hoy a muchos (en especial a los jóvenes) como
una señal de alarma. Querrían suprimirla y, a su vez, no ostentar por razón
alguna del mundo una autoridad. Quienquiera que tenga algo que decir a otro o
desee evocar en él alguna cosa, habrá de asumir esa «paternidad» y ser, en
este sentido, autoridad. Si rechaza serlo, las relaciones ya no son vinculantes y
se dejan a merced de la propia discreción. Renunciar a la autoridad por miedo al
comportamiento autoritario es una ingenuidad que nadie puede seriamente
permitirse cuando está convencido de tener algo que comunicar al otro.