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IV.

La obediencia

1. INTRODUCCION

La obediencia tiene su pasado. Desde que Eichmann y Miss apelaron a ella


para justificar sus crímenes («Una orden es una orden», «Manda, Führer,
nosotros te seguimos...»), se hace difícil hablar de ella con naturalidad. Por su
parte, la ascesis y la pedagogía cristiana han contribuido a desacreditarla. En el
ámbito eclesial no sólo aparece gravada con la idea de la «obediencia ciega»,
sino también con la tendencia a considerar acontecimientos banales de la diaria
convivencia de una comunidad (horarios, campana) como voz de Dios.

La situación hoy día

No es extraño que, con ese fondo histórico, hoy día la obediencia se asocie, por
lo regular, a ideas como falta de libertad, dependencia, intrusión por parte de
otros, presión, ahogo e irracionalidad, y que dé la impresión de obstaculizar la
libertad, la mudurez, la responsabilidad, la creatividad y la fantasía de una
persona. Muchos hay que no la consideran una virtud, sino un mal necesario
(para regular la convivencia humana) que hay que reducir al máximo. En tales
condiciones resulta «problemático saber si todavía se puede expresar con el
término 'obediencia' lo que Jesús quería decir»1

No olvidemos que la evolución social y eclesial de nuestro siglo tiene en cuenta


de modo fundamental el problema de la obediencia. Basta recordar algunos
puntos:

—En el curso de la historia moderna de la libertad, el sujeto ha adquirido


importancia de forma creciente (responsabilidad del ciudadano, libertad de
conciencia).

—El paso de una organización social feudal a otra democrática ha sometido a


discusión las ideas y los motivos tradicionales de la obediencia.

—La obediencia ya no es meta de la pedagogía, sino que lo es la emancipación,


la autorrealización, la autoformación, la espontaneidad, la creatividad, la
fantasía.

—La concepción de la Iglesia como Pueblo de Dios y el acento puesto por el


Concilio Vaticano II en la libertad de conciencia han establecido nuevas
coordenadas para la interpretación de la obediencia.

Hacia una teología de la obediencia 2


Para impedir que ese término de que se ha abusado, «obediencia» en general y
«obediencia cristiana» en particular, se rechacen alérgicamente o se
1 D. SOLLE, Phantasie und Gehorsain, Stuttgart 1968, p. 35 (trad. cast.: Imaginación y Obediencia, Ed
Sígueme, Salamanca 19802).

2 En este párrafo le soy deudor a G. Fuchs, Bamberg, en quien se basan las consideraciones que
concretan el principio fenomenológico por lo que hace a la tradición ascética (vid. infra, pp. 172 ss.) y al
oficio o profesión (vid. infra, pp. 177 ss.); también son suyas diversas sugerencias acerca de la teología
paulina (vid. infra, pp. 161 ss.).

recomienden acríticamente, será oportuno partir de una fenomenología del oír y


del decir.3
3 Las siguientes reflexiones recogen observaciones y pensamientos que han sido desarrollados, desde distintos puntos de
vista, por K. RAHNER, Hdrer des Wortes. Zur Grundtegung einer Religionsphilosophie (reelaborado por J. B. Metz), München
1963 (trad. cast.: Oyente de la Palabra. Para una filosofía de la religión, Ed. Herder, Barcelona 1967); E. JONGEL, Gott als
Geheimnis der Welt, Tübingen 1977, espec. pp. 12 s., 383 ss.; P. KNAUER, Der Glaube kommt vom Hóren. Okumenische
Fundamentaltheologie, Graz/Wien/Kóln 1978, espec. pp. 57 ss., 76-105; cf. también H. U. von BALTHASAR, «El camino de
acceso a la realidad de Dios», en Mysterium Salutis II/1, pp. 31-72, Ed. Cristiandad, Madrid 1969.

Hay un hecho realmente sorprendente y que rara vez es objeto de la debida


reflexión: nosotros llegamos a vivir una vida de personas humanas sólo si
alguien nos mira y nos dirige la palabra. Necesitamos ser mirados y llamados
por otros desde el principio. Israel pide: ««Ilumine Yahvé su rostro sobre ti»
(Num 6, 25). Este antiguo deseo reproduce la experiencia elemental del niño,
sobre el cual «se ilumina» el rostro de la madre y del padre. Por eso el pueblo y
cada individuo ruegan ser mirados por Dios. Y mientras son así mirados,
adquieren el sentido de devolver la mirada que les es propio (por ejemplo, en la
alianza, en su calidad de pueblo de Dios). Eso mismo expresa la oración: que
Dios quiera escuchar la invocación de su pueblo o de cada individuo. Esa
oración presupone la experiencia de que Dios ha hablado y de que el pueblo
sabe que le ha sido dirigida la palabra (y se le han fijado unas exigencias).
También se evoca aquí una experiencia básica para todo hombre. Nosotros
llegamos a hablar y a abrirnos al mundo en la medida en que permitimos que
los demás nos dirijan la palabra; dicho más claramente: en la medida en que se
encuentran con nosotros personas que «nos dirigen la palabra» y «nos
prometen algo».

Esta fundamentación de nuestra existencia en la relación dialógica y social es


determinante para nuestra vida. Nunca podré, por ejemplo, decirme yo solo la
palabra que me da la certeza de ser amado; y si lo hiciera, quedaría, en el mejor
de los casos, como una palabra fruto de la sugestión y siempre ilusoria. Es
preciso que esa palabra me sea dicha —y yo debo (y puedo) dejármela decir—.
Con otras palabras: Yo debo (y puedo) creer a quien me la dice. Si esa palabra
de amor es creíble y fiable, tendrá consecuencias en mi vida. «La fe viene del
oír» (Rm 10, 17).

Para una fenomenología cristiana de la fe (y de la obediencia), esto es decisivo:


yo dejo que otro me diga que soy amado y deseado incondicionalmente, y
precisamente con mis limitaciones, mi culpa, mi pecado y mi muerte. Me dejo
decir esa palabra que habla de un reconocimiento absoluto. Y
consecuentemente unido a ello, con una reciprocidad indisoluble: «Yo te digo
que eres amado y deseado incondicionalmente, y precisamente con tus
limitaciones, tu culpa, tu pecado y tu muerte». Puedo transmitir de forma creíble
esa misma frase de reconocimiento sólo si antes me la dejo decir yo .4 Acerca
de esto, una cosa está clara desde hace tiempo: dejarme decir una cosa así y, a
mi vez, comunicarla yo, es una historia liberadora de forma ra-
4 Cf. H. PEUKERT, Wissenschaftstheorie - Handlungstheorie - Fundamnetal Theologie, Düsseldorf 1976, espec. pp. 216 s.,
296 ss.; G. FUCHS habla de «indicativo categórico de la fe» en «Glaubenserfahrung - Theologie - Religionsunterricht. Ein
Versuch ihrer Zuordnung», en Katechetische Bltitter 103 (1978), pp. 190-216, espec. 197 ss.

dical, una historia que no se puede reducir a un decir puramente verbal. Es


preciso, pues, que los otros sean tan elocuentes para mí, con toda su
existencia, que hagan que yo oiga y me deje decir algo; y es preciso que, a mi
vez, yo sea creíble y francamente prometedor, incluso exigible en todo mi
comportamiento para con los otros.

Este mutuo proceso de la comunicación, en el que se verifica el oír-decir de la


fe, alcanza naturalmente su plenitud (más allá de cuanto hemos dicho hasta
ahora) sólo cuando hablamos de Dios en Jesucristo y en la comunión del
Espíritu Santo. Los evangelios nos muestran cómo Jesús dirigió a otros la
palabra del reconocimiento absoluto; cómo en virtud del amor al Padre fue
capaz de hacerlo. La unidad con el Padre le hace francamente prometedor y
elocuente en su persona.

Importante es asimismo el hecho —ya desde la historia de la tradición de los


relatos bíblicos— de que el Jesús predicante se haya convertido en el
Jesucristo predicado, la palabra de Dios. Dejarse decir esta palabra, escucharla,
es algo que lleva a la fe. Esa fe tiene, por tanto —escuchando extasiada algo de
lo que «jamás oído ninguno oyó» (cfr. 1 Cor 2, 9)—, la estructura de la
obediencia (cfr. Rm 1, 5). Oír y obedecer se condicionan recíprocamente: oír
con fe esa palabra significa dejarse obligar y, al dar respuesta, ligarse
espontáneamente a ella. La libertad no es, de hecho, arbitrio y libertad según
plazca, sino autovinculación, y ello, en la medida más alta posible, «delante de
Dios» y «en el nombre de Jesús»: autovinculación como autoliberación en orden
a Dios y al prójimo. El hecho de que todo esto sea realmente libre y liberador
depende, desde el punto de vista cristiano, únicamente del hecho de que
proviene, deriva, de la escucha de la palabra de Dios que es Jesucristo en
persona. El nos «libera».

La doctrina trinitaria es desde siempre la necesaria tentativa de definir la


unicidad de tal palabra de Dios. Esa doctrina manifiesta, en efecto, el amor
absoluto —frente a nuestras limitaciones, a nuestra culpa, a nuestro pecado y a
nuestra muerte—, el amor sin comparación e ilimitado, el amor del Padre que,
en el Hijo, se refiere creadoramente a sí mismo y es la vida del Espíritu Santo, y
que, por tanto, no encuentra su medida en cosa alguna terrena. La palabra de
Dios significa, pues, dejarnos decir que somos amados con el mismo amor con
que el padre ama al Hijo, y participar así en la relación de Jesucristo con Dios.
Allí donde esta palabra es oída, dicha y vivida así, allí se da la acción del
Espíritu Santo; la comunidad de los que creen es su presencia real.

Sólo sobre la base de esta concepción trinitario-cristológica es posible trazar


una fenomenología teológica de la obediencia cristiana. Si es ya
fundamentalmente verdad que yo no puedo decirme ni inventar por mí solo la
palabra del amor, cuánto más verdad lo será en relación a esta palabra de Dios
y a la palabra de este Dios... Tal amor, del todo inverosímil, revela su desmesura
(como muestran los relatos bíblicos) allí donde se dirige —reconociendo,
alabando («bienaventuranzas») y perdonando— a cuantos se hallan en la
oscuridad, en el pecado, sin futuro y sin esperanza. «No hemos sido nosotros
los primeros en amarle, sino él...» (1 In 4, 10).

En la medida en que esta estructura indicativa, prometedora, de la palabra de


Dios —del Evangelio— permanece clara, se hace eficaz también su contenido
salvador. Forma y contenido del único suceso oír-decir se condicionan y se
abren recíprocamente: la palabra viene a mi encuentro y me previene siempre;
«sólo» necesito escucharla, dejármela decir; mientras viene así a mi encuentro
y hace de mí aquel que escucha y obedece, pone eficazmente en acción su
contenido, es decir, el amor incomparable de Dios .5

Pertenece a la lógica intrínsecamente de este oír-decir —profundamente


elocuente y dinámico—proponer preguntas y sacar consecuencias de
naturaleza imperativa. Aparece así a la luz la otra cara de la misma medalla,
asociada habitualmente al término «obediencia». En efecto, es importante que
quien ha oído la palabra de Dios, la palabra de un amor infinito, quiera ahora y
deba, además, comunicarla y actuarla. Si no actuase así, banalizaría la fe (cfr. la
expresión de Bonhoe f f er «gracia barata»).6 Sólo que esta voluntad de dejarse
situar oyendo-obedeciendo al servicio de la palabra no es otra cosa que gracia,
la consecuencia de la conmoción que sigue al haber oído, conmoción por medio
de la cual yo experimento el Evangelio y el juicio acerca de mí (con el paso del
hombre «viejo» al «nuevo»). Dicho una vez más con otras palabras: el hecho de
que haya individuos que lleguen a ser capaces de negarse a sí mismos en
nombre del Evangelio, que quieran vivir desinteresadamente, que sepan inclinar
la cabeza con obediencia frente a la palabra de Dios, es algo posible sólo en
virtud de la experiencia religiosa (experiencia vital) de que uno es
personalmente deseado de manera absoluta. Sólo quien ha tenido la dicha de
hacer propia la palabra del Evangelio como su beneficio por antonomasia,
puede escuchar y obedecer cristianamente. Dicho en términos trinitarios: la
obediencia hasta la muerte, hasta la muerte de la autonegación (por ejemplo, en
un apostolado consumidor como el de Pablo), se concede en el Espíritu Santo,
en virtud de la capacidad de autodeterminarse con amor, sobre la base de la
libertad dada; libertad que hace capaz de darlo todo a aquel que lo ha
encontrado todo. El misterio de las manos vacías y encadenadas tiene su
fundamento en el misterio del corazón rebosante hasta el borde.
5 Sobre la correspondencia entre contenido y forma de la Revelación y la realización de la fe, cf.
especialmente Th. PROPPER, Der Jesus der Philosophen und der Jesus des Glaubens, Mainz 1976, pp.
110-125.

6 Cf. D. BONHOEFFER, Nachfolge, München 1964, pp. 13 ss.

La estructura fundamental indicativa del escuchar-obedecer de la fe emerge en


los evangelios. Es una estructura que nos sale al encuentro en la palabra de
Dios que se hizo carne (Jn 1, 14) en Jesucristo. Por eso «la obediencia
cristiana... puede, en último análisis, hacerse creíble sólo como pasión, en unión
con Jesús, por el Reino de Dios que viene... Hay, pues, que hablar primero de la
realidad cristológica, que es normativa, y sólo después, de la eclesiológica, que
sigue siendo la norma normada, aun con todos sus problemas urgentes y
actuales».7
7 H. U. von BALTHASAR, «Christologie und kirchlicher Gehorsam», en Geist und Leben 42 (1969), pp. 185 s.

2. LA OBEDIENCIA DE JESUS

Sólo en tres pasajes del Nuevo Testamento (dos veces en Pablo y una en la
carta a los Hebreos), aun cuando son pasajes centrales, se le llama a Jesús
«obediente», siempre en relación con su pasión y muerte. Algo que salta a la
vista es que esa «obediencia» no caracteriza sólo determinadas formas suyas
de comportarse, sino su mismo ser. ¿Cómo interpretar una cosa así?

Nos lo dicen los evangelios. Estos no hablan expresamente de la «obediencia»


de Jesús, pero sí tratan de su sustancia, y lo hacen sobre todo en textos que —
al principio y al final del camino— resumen el conjunto de su persona y de su
vida definiéndolos como obediencia.

Antes ya de que Jesús inicie su actividad pública se ve quién es El y dónde


encuentra su propia identidad. Durante el bautismo, el Espíritu de Dios
desciende sobre El, y una voz del cielo proclama: «Este es mi Hijo amado, en
quien me complazco» (Mt 3, 17). El diálogo trinitario (Padre-Hijo-Espíritu Santo)
constituye el principio del camino de Jesús.

«Mi Hijo amado», dice la voz del cielo; y ahora se trata de ver la forma que va a
asumir en la tierra. Jesús es desafiado en la vestidura bajo la que se ha
manifestado. «Hijo de Dios»: ¿Qué significa ésto? ¿Cómo es posible
reconocerle? ¿Cuál es la índole de aquel que es asido y guiado por el Espíritu?
A estas preguntas responde el relato de la tentación (Mt 4, 1-11).

Sólo Dios

La historia de la tentación ( ¡también relato trinitario!) concentra como en un


punto focal la verdad sobre Jesús. Impulsado por el Espíritu de Dios hacia el
desierto, ha de enfrentarse a Satanás: «Si eres Hijo de Dios...», ésa es su
repetida provocación (Mt 4, 3-6). Satanás no le pide información sobre ninguna
otra cosa más que sobre El mismo. Jesús, al responder, se remite, con libre
decisión personal, al sello divino en El impreso en el bautismo («Hijo amado»).
Antes de dirigirse a los hombres se llega a sí mismo. ¿De qué forma?

El recorre el camino que le ha indicado el Padre; es el Mesías en el


abajamiento, no en la gloria. Tras la provocación del tentador, se manifiesta de
qué y para qué vive Jesús: vive del Padre y para el Padre, y así es como su vida
resulta ser una vida «para nosotros».

—Jesús no vive «de solo pan». No vive rigiéndose por su propia cabeza, «sino
de toda palabra que sale de la boca de Dios» (4, 4).

—Está totalmente orientado al Padre, se sabe sostenido por El y no necesita


ninguna otra seguridad suplementaria. Resiste a la tentación de manifestarse en
una espectacular caída desde el templo (4, 5-7), recorre paso a paso el camino
hacia abajo, el camino que le ha trazado el Padre.

No se trata de un camino envuelto en esplendor y gloria, sino de impotencia y


sufrimiento. Pretender llevar arbitrariamente la causa de Dios a la victoria con la
ayuda de «todos los reinos del mundo» (4, 8) es una tentación diabólica (¡un
pacto con el diablo!). El Reino de Dios es de otro tipo. Jesús sabe muy bien a
quién se debe y a qué reino se siente obligado. Sólo Dios es el Señor, sólo a El
corresponde la adoración (4, 10). Y en ese abandonarse tan totalmente a Dios,
se encuentra libremente también a sí mismo. La adoración a Dios es el
fundamento de esa libertad.

La triple tentación es un triple ataque a la obediencia de Jesús: si tendiera su


mano hacia el pan (poseer), hacia la seguridad y el poder, faltaría al Padre.
Escoge, por el contrario, la pobreza y, en consecuencia, la obediencia; o, mejor,
la obediencia induce a escoger la pobreza. Frente a tan violentos ataques,
Jesús se manifiesta como lo que es: el «Hijo amado» del Padre. En el desafío
que le lanza el tentador, responde a la pregunta sobre su persona no de forma
arbitraria y autónoma, sino remitiéndose a Dios. En el abandonarse obediente a
las manos del Padre llega a sí mismo.

Hay dos situaciones, sobre todo, que demuestran cómo Jesús sigue fiel a esa
decisión y, por lo tanto, a su propio ser:

—Pedro le confiesa como el «Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16), y nuevamente se
plantea la pregunta: ¿qué significa «Hijo de Dios»? Jesús, en el primer anuncio
de la pasión, no deja dudas al respecto: «Desde entonces comenzó Jesús a
manifestar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte
de los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas...» (16, 21). Su vida va
hacia el Gólgota, hacia el monte, lo cual contrasta con «todos los reinos del
mundo y su gloria». Pedro se opone, no quiere que recorra ese camino, y se ve
alcanzado por la maldición, como si fuera Satanás: « ¡Quítate de mi vista,
Satanás! ... porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los
hombres» (16, 23). ¡Jesús vive de Dios y no se deja desviar del camino de
Dios por hombre alguno, ni siquiera por Pedro!

—Y al final, la misma tentación en el momento de la crucifixión: «Si eres Hijo de


Dios, sálvate a ti mismo y baja de la cruz... ¡Es el rey de Israel: que baje ahora
de la cruz y creeremos en él! Ha puesto su confianza en Dios; que le salve
ahora, si es que de verdad le quiere; ya que dijo: 'soy Hijo de Dios'» (27, 40-43).
Aquí ( ¡con El crucificado!) se plantea de forma extremadamente aguda la
pregunta: ¿qué significa la expresión «Hijo de Dios» en quien el Padre «se
complace»? (cfr. 3, 17). ¿Acaso no tiene el «rey» a su disposición «todos los
reinos del mundo con su gloria» (4, 8)? ¿No debería hacer que le enviasen
algunas «legiones de ángeles»? (cfr. 26,52-54). Jesús no elige ayudarse
autónomamente por sí solo, no baja de la cruz..., no porque no sea Hijo de Dios,
sino porque lo es.

En su calidad de Hijo, se abandonó completamente a la voluntad del Padre: «


¡Abbá, Padre; todo es posible para ti; aparta de mí este cáliz; pero no sea lo que
yo quiero, sino lo que quieras tú» (Mc 14, 36).

Nadie como Juan ha intuido la intimidad de la obediencia de Jesús para con el


Padre. Jesús no vive ni enseña ni actúa por propia iniciativa (Jn s, 18). La
voluntad del Padre es su comida (4, 34); de ella vive, es la que le llena por
completo. Como el Hijo no persigue otra cosa que el honor del Padre (8, 49 s.),
así el Padre no tiene otras miras que el honor del Hijo (14, 13; 12, 23.28). El
Padre ha puesto todo en sus manos (3, 35). Padre e Hijo son una sola cosa (10,
30). El Hijo es totalmente el Padre. Su obediencia tiene la forma del amor.
Amando, «pertenece» totalmente al Padre. Nada queda a reserva de ese amor
que vive su momento crucial en la cruz.

Esta movida historia de amor entre Padre e Hijo crea el espacio en el que los
hombres llegan a la vida, a la «vida eterna» (6, 37-40).

«Haciéndose semejante a los hombres...» (F1p 2, 7)

En el himno cristológico de la carta a los Filipenses (2, 7), Pablo recoge cuanto
narran los evangelios: se trata del mismo camino a través del cual Jesús
encuentra su propia identidad y redime al mundo. No un vuelo pindárico, sino un
camino de bajada hacia el fondo de la existencia humana: «Obedeciendo hasta
la muerte y muerte de cruz» (2, 8).

Jesús es obediente en cuanto que abraza la situación humana (la «conditio


humana») no en apariencia («pro forma»), sino realmente. El no se hace
hombre para seguir en el cielo y sustraerse en último análisis a la indigencia y a
la miseria de la tierra. Su obediencia con respecto al Padre da prueba de sí en
la obediencia a una existencia humana efectiva, situada bajo la sombra de la
muerte. Esa obediencia opera el cambio, hace de El el Cristo, el Señor del
mundo («Por lo cual...»: 2, 9).

Dios se hace hombre para disuadir a los hombres de querer ser iguales a Dios;
«sale al encuentro del hombre, que quiere ser como Dios, en Aquel que no
quiere ser más que un hombre. El reino de ellos es la libertad. Lo cual, sin
embargo, significa, a la vez, que la humildad y la obediencia son de ahora en
adelante el camino regio de la fe, el sello de los liberados, la prenda de la
redención futura».8
8 G. BORNKAMM, «Zum Verstándnis des Christus-Hymnus Phil 2,6-U», en Studien zu Antike und
Christentum, München 1959, p. 187.

Hay una cadena de factores que tienen prisionera a la humanidad: pecado —ley
—muerte--tiranía de la muerte. Al principio de esta cadena de perdición está
Adán: el hombre que tiende arbitrariamente las manos hacia la vida y acaba en
la muerte. Su «desobediencia» no es una chiquillada, sino la actitud
fundamental de quien se basta y se pertenece a sí mismo.

En esa condición fundamental del hombre se ha dado un cambio que tiene un


nombre: Jesucristo. El no se pertenece, pertenece a Dios. Su obediencia rompió
la tiranía de la muerte y ha creado un espacio libre, en donde «la gracia y el don
de la justicia» (Rm 5, 17) hacen posible una nueva vida. «Así como por la
desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así
también por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos» (5, 19).
El problema de la desobediencia-obediencia no es, pues, a partir de Adán-
Cristo, un problema de detalle, sino el problema fundamental y decisivo: ¿A
quién pertenezco yo: a mí mismo o a Jesucristo; a la muerte o a la vida?

Nada le fue ahorrado al Jesús obediente: «El cual, habiendo ofrecido en los días
de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que
podía salvarle de la muerte, fue escuchado por su actitud reverente y, aun
siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia» (Heb 5, 7 s.).

El está por entero en sus ruegos y súplicas. Toda su existencia terrena está
implicada en esta pasión, no sólo durante la noche de Getsemaní. Jesús
experimenta la existencia terrena mientras la va padeciendo. Y padeciendo
aprende la obediencia, «aun siendo Hijo». Esta es su obediencia —que ha
tenido que aprender—; sin embargo, no se vio sometido a un destino oscuro
contra su voluntad.

Jesús permaneció fiel toda su vida a la libre decisión de ser hombre con todas
las consecuencias; una decisión que selló con su existencia. Su muerte es el sí
dado con extremada voluntad y compromiso a la realidad de la existencia
humana finita. Por eso, en los tres textos mencionados (Flp 2, 8; Rm 5, 19; Heb
5, 7) su obediencia aparece relacionada con su pasión y muerte.
Jesús es obediente al Padre en el permanecer obediente a su existencia
terrena. En esa obediencia buscó y encontró la salvación; en ella «se convirtió
en causa de salvación eterna» (Heb 5, 9). En esa obediencia es donde se busca
y se halla la salvación (o la «justicia»: Rm 5, 18 s.).

«...aprendió la obediencia» (Heb 5, 8)

La obediencia de Jesús no es un principio abstracto y acósmico, sino que tiene


carne y sangre. La apasionada opción fundamental que sostiene su ser se deja
sentir y se manifiesta en el comportamiento, en la forma y modo en que El vive y
se encuentra con los demás. Así como su obediencia al Padre toma forma en
cada una de las situaciones de su vida, desde la tentación hasta la cruz, así
también sealiza la obediencia con que El —hombre entre los hombres—
permanece fiel a la propia existencia terrena y, por ello, a sí mismo, dando,
precisamente de ese modo, prueba de su obediencia al Padre.

La obediencia a la propia existencia e historia humana no se verifica en el


espacio interior y privado, a puertas cerradas, porque no le incumbe sólo a El,
sino también a nosotros. Es lo que nos dicen expresamente las palabras ya
mencionadas de la carta a los Romanos (5, 19): Jesús da la vuelta al camino de
Adán. El es el nuevo Adán; El opera el vuelco de la desobediencia a la
obediencia. Y no sólo se ve envuelto totalmente en tal obediencia, sino también
los hombres, por los que El la vive y la padece. Por eso su obediencia está
enteramente abierta al encuentro con los hombres, como nos cuentan los
evangelios.

Nos sentiremos tentados a pensar: si Jesús, en último análisis, se sabe obligado


para con «solo Dios» y vive de la voluntad de Dios (cfr. Jn 4, 34), su vida está
claramente definida; está de tal modo unido al Padre por su íntimo escuchar y
decir que sabe ya previamente lo que debe hacer; su obediencia está fijada,
establecida de antemano.

Los evangelios, en cambio, nos pintan otro cuadro: Jesús se encuentra con
hombres concretos en situaciones concretas (sobre todo en situaciones de la
vida cotidiana, rara vez en situaciones cultuales o didácticas institucionalizadas);
tales circunstancias le inducen a decir una palabra precisa o a asumir una
actitud dada (sólo entendemos bien sus palabras, referidas en los evangelios, si
en cada ocasión nos preguntamos en qué «Sitz im Leben» se pronunciaron).

Jesús es huésped de Simón (Lc 7, 36-50). Se le acerca una pecadora con


lágrimas en los ojos: «Comenzó a llorar, y con sus lágrimas le mojaba los pies y
con los cabellos de su cabeza se los secaba; besaba sus pies y se los ungía
con perfume». El fariseo Simón se indigna: «Si éste fuera profeta, sabría quién
es ésta...» Jesús le dirige la palabra: «Simón, tengo algo que decirte...», y le
cuenta la parábola de los dos deudores. La situación cambia, da la vuelta.
Jesús no llega con un sermón ya preparado. Es un huésped que se ve
mezclado en un conflicto inesperado. Descubre la voluntad de Dios en la
situación concreta y la expresa con una parábola. Sus palabras vienen
provocadas por la situación misma, sin por ello agotarse en ella. La vida
humana, con sus desilusiones y sus esperanzas, es como un texto, a partir del
cual habla y se descifra la voluntad de Dios. La obediencia de Jesús no
permanece pasiva ante ella, mano sobre mano, sino que aplica el oído, agudiza
la mirada y así percibe dónde se manifiesta la voluntad de Dios. La suya es una
obediencia de «ojos abiertos», previsora.

La voluntad de Dios puede manifestarse allí donde uno, en principio, no lo


imaginaba. Jesús —así lo cuenta Mateo (15, 2128)— deja Galilea y se retira a la
región de Tiro y Sidón traspasando los límites que introducen ya en tierra
pagana, en la tierra sin Dios. ¡Una transgresión de fronteras!

Una mujer de la tierra se le acerca gritando: « ¡Ten piedad de mí, Señor, hijo de
David! Mi hija está malamente endemoniada... »(15, 22). Ninguna respuesta.
Una situación embarazosa. No conocemos a este Jesús: «No he sido enviado
más que a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (15, 24). ¿Es tal vez
incompetente para los paganos?

Jesús no niega la patria de donde viene: es un israelita. Se coloca en el terreno


del Antiguo Testamento. Pero entretanto ha sobrepasado ya los límites y está
pisando tierra pagana. Con todo, «no está bien tomar el pan de los hijos y
echárselo a los perros» (15, 26). ¿Está el sitio de los paganos debajo de la
mesa?

¡Si no fuera por la fe! «Mujer, grande es tu fe...»: Jesús se deja llevar por la fe
de aquella mujer a traspasar los límites entre la antigua y la nueva alianza. La
tradición no queda cancelada, sino transcendida con un paso que supera las
fronteras e introduce en el Nuevo Testamento. Se trata de una nueva
experiencia (como en el caso del centurión pagano, del samaritano agradecido y
misericordioso) : quien tiene fe no se perderá.

Una obediencia que ve y escucha dónde se manifiesta la voluntad de Dios, más


allá incluso de las fronteras. Una obediencia que aprende también y
precisamente en medio del dolor (Heb 5, 8). Una obediencia que descubre la fe
donde uno no se la imaginaba en absoluto. No dispondríamos de relato alguno
de milagros si Jesús no hubiera percibido la fe de personas probadas por el
dolor: «Tu fe te ha salvado...».

«Hay que obedecer a Dios antes que...» (Hech 5, 29)

Jesús toma nota de la situación; lo cual no significa que se adapte a ella y que
se someta a las circunstancias de hecho. Sabe que lo que piensa Dios y lo que
piensan los hombres son dos cosas distintas (cfr. Mt 16, 23). Pone en práctica lo
que Pedro y los apóstoles sostendrán más tarde: «Hay que obedecer a Dios
antes que a los hombres» (Hech 5, 29). Por eso está en condiciones de situarse
por encima de tradiciones y de autoridades religiosas. El criterio de su
«desobediencia» frente a tales autoridades es la autoridad de Dios. Donde se
hallan en juego Dios y el hombre por amor de Dios, allí deberán desaparecer las
demás autoridades.

En las primeras palabras que (según Lucas, 2, 49) pronuncia, Jesús llama a
Dios «Padre» suyo. Desde el principio está en una relación única con El. Por
eso supera los lazos humanos y la comprensión humana. Su madre no tiene, en
el fondo, derecho alguno sobre El y no puede disponer de El. El no pertenece a
ella, sino a Dios. El lazo familiar ha de ceder el paso a otro lazo. Sólo la
voluntad de Dios es normativa.

Ni siquiera la ley es para El una última instancia. En las antítesis del corazón de
la montaña (Mt 5, 21-48) contrapone a la ley su palabra, y aventura la
pretensión de anunciar la voluntad divina de manera nueva. Y a ese nuevo
conocimiento de la voluntad divina corresponde una nueva obediencia (no
orientada ya, en el fondo, según la ley).

Jesús desenmascara a las autoridades religiosas de su pueblo, los escribas y


fariseos (Mt 23). No teme el conflicto abierto con ellos a propósito de la ley.
Pasa por «amigo de los publicanos y de los pecadores» (Mt 11, 19), come con
ellos y descuida, también de otro modo, las prescripciones relativas a la pureza
ritual (Mc 7, 1-23): «Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda
hacerlo impuro, sino lo que sale del hombre, eso es lo que hace impuro al
hombre» (7, 15). En concreto, no se atiene a la casuística del sábado: cura a
enfermos en sábado; pone en el centro al hombre, no la ley (cfr. 3, 1-6); permite
a los discípulos recoger espigas: «El sábado ha sido instituido para el hombre y
no el hombre para el sábado» (2, 27). «Desobedeciendo» a autoridades
problemáticas, salvaguarda su obediencia con repecto al Padre y a su camino
hacia los hombres. «Conoce» al Padre y se sabe obligado a su voluntad.

Jesús se acercó todo lo posible a los hombres. Superando toda clase de


barreras y obstáculos, se dirigió indistintamente a todos, particularmente a los
que sufrían, a los perdidos, a los marginados, a los olvidados. Buscó a los
publicanos y a los pecadores y les dijo: «Dios está aquí también para vosotros».
Quitó de las espaldas de los hombres el peso de tener que justificarse por sí
mismos e hizo que lanzasen un suspiro de alivio en la misericordia de Dios. Ese
tipo de predicación y de comportamiento le llevó a la cruz.

Procediendo así, se encontró de hecho en muchos sitios, y en línea de


principios, con actitudes distintas, con hombres cerrados en sí mismos y que
querían garantizarse, justificarse, gracias a su propia actividad y a las obras de
la ley. Jesús los puso en tela de juicio, y ellos a El. Concretamente, fueron las
curaciones en día de sábado la piedra de escándalo. Su «desobediencia» al
precepto del sábado indujo a sus adversarios a decidir eliminarlo (3, 6).
El conflicto que conduce a la pasión no es una confrontación cualquiera que
acaba desgraciadamente con la muerte. Es el conflicto entre la «vieja» y la
«nueva» creación, entre la vida replegada sobre sí misma y el «ser para los
otros». La cruz es expresión de ese conflicto y, al mismo tiempo, símbolo de la
obediencia de Jesús.

Jesús no se sustrajo a la confrontación; la provocó y la buscó


intencionadamente: «Se afirmó en su voluntad de ir a Jerusalén» (Lc 9, 51).

Lo cual no está en contradicción con el hecho de que los evangelios subrayen


continuamente que «debió» recorrer este camino. Es completamente evidente
que tal «deber» no es un «fatum», un oscuro destino que pendiera sobre su
cabeza. Indica más bien el conflicto inevitable, a cuyo encuentro Jesús va
«necesariamente» si quiere permanecer fiel al camino que el Padre le ha
indicado para ir hasta los hombres. Jesús no se ve aplastado por la fuerza del
destino, sino que va con espontánea voluntad a la muerte; da su propia vida (Mc
10, 45; Jn 10, 18). Es precisamente lo que intentan expresar los repetidos
anuncios de la pasión: Jesús no se entrega ciega o resignadamente; sabía lo
que le esperaba; vio y cargó con las consecuencias de su camino.

«Jesucristo es el Señor...» (Flp 2, 11)

Al comienzo del camino de Jesús está la tentación diabólica en «un monte muy
alto», con la oferta de «todos los reinos del mundo y su gloria» (Mt 4, 8). Al final,
también esta vez sobre un «monte», le viene «dado todo poder en el cielo y en
la tierra» (Mt 28, 18).

¿Se trata del mismo poder rechazado por El al principio? ¿Se trata de los
mismos «reinos del mundo» en cuya posesión entra de todas formas, al fin (con
una pequeña dilación)? ¿Ha esperado el Padre únicamente la prueba de
obediencia del Hijo, el pago de un tributo, para instalarlo después en la
soberana posición por El diseñada inicialmente?

Entre el monte de la tentación y el monte de la elevación está el Gólgota. Es


largo el camino que lleva al «Jesucristo es el Señor»; cubre la enorme distancia
que hay entre la forma de Dios y la forma de siervo, entre Dios y la muerte en
cruz. Ese camino hacia la humillación es el camino de Dios hacia la soberanía
(cfr. Flp 2, 5-11). El Crucificado es el Señor. Aquel que no quiere la glorificación
por sí misma, la recibe como don. Aquel que vive, sufre y muere la existencia
humana, anónima y reducida a esclavitud, recibe el nombre que está sobre todo
nombre. Aquel que renuncia a la forma de la divinidad y vive como un hombre
entre los hombres, es glorificado y deja avergonzados a cuantos se divinizan a
sí mismos.

El Reino de Cristo tiene su prehistoria, que lo plasma y le confiere su autoridad.


Es un reino distinto de los reinos que pueden obtenerse del diablo. No es sólo
que se presente en forma nueva el modo habitual y antiguo de reinar, sino que
ese modo ha terminado desde el momento en que el Humillado es el
Glorificado. Los viejos reyes no sólo se ven sustituidos por otro nuevo,
incomparablemente mejor. No se lleva a cabo sólo un cambio limitado de este
tipo, sino que es la misma estructura de gobierno en cuanto tal la que es
sometida a revisión. Sólo en nombre de la cruz es posible hablar de la autoridad
de Cristo.

La cruz no queda abolida por la glorificación, sino confirmada. Las llagas son la
señal distintiva por la que se reconoce al Glorificado ahora reinante. El corazón
traspasado por la lanza conquista el mundo. En él se funda la autoridad de
Cristo.

No es casual que Jesús afirme su realeza en el momento en que le incoan


proceso. Allí está, ante Pilato, sin poder alguno en sus manos, expuesto inerme
a la mofa y a los golpes. La cruz proyecta su sombra anticipadamente. Y
entonces Pilato le pregunta: «¿Eres tú el rey de los judíos?». A lo que Jesús
responde: «Tú lo dices, yo soy rey». Los cuatro evangelios refieren esta escena.
Juan la interpreta y saca a la luz su dimensión profunda (con el estilo del
discurso apocalíptico) (Jn 18, 33-38).

«Rey», ¿qué significa esto? ¿Cómo se manifiesta su soberanía, su realeza? «Mi


reino no es de este mundo» (18, 36). No lo debe a la política humana de fuerza.
No radica en este mundo, sino que le es dado «de lo alto».

La diversidad de su realeza es significativa: no es posible imponerla con los


medios normales de poder. «Si mi reino fuese de este mundo, mi gente habría
combatido para que yo fuese entregado a los judíos» (18, 36). Los reyes del
mundo hacen combatir a los ejércitos en su favor y caminan sobre cadáveres.
Jesús muere por los hombres. No es posible servir y apoyar su reino con la
fuerza de las armas (cfr. Mt 5, 38-42; 26, 52 s.).

Aunque el reino de Jesús no radica en este mundo, sino que vive recurriendo a
otras fuentes, no por ello es simplemente apolítico. Con Jesús, su reino ha
venido a este mundo. Precisamente por su diversidad es políticamente
relevante en grado sumo 9. Irrita a los detentadores del poder porque queda
sustraído a su jurisdicción. Proviene de la soberanía de Dios, «de lo alto». Las
autoridades políticas no son ya la última instancia y quedan, por tanto,
radicalmente puestas en tela de juicio.

El reino de Jesús no es de este mundo, viene de Dios. Esta es su verdad;


verdad que El, revestido de revelador de Dios, testimonia en este mundo con su
vida (18, 37). El mundo procesa al testigo de esa verdad. Jesús es rey «en
cuanto que, bajo el vestido del Cordero sacrificado, representa la crisis del
mundo, cuya historia se halla, por tanto, en sus manos (Apoc 5)» 10
9. Cf. H. SCHLIER, «Jesus und Pilatus. - Nach dem Johannesevangelium», en Die Zeit der Kirche, Freiburg i.B. 1956, pp. 63 s.
10. Ibid., p. 64.
 

3. SEGUIR AL OBEDIENTE

Habrá quien piense que hemos hablado demasiado prolija y exclusivamente de


la obediencia de Jesús. Los «consejos», ¿no se refieren a nuestra obediencia?
¿Lo hemos hecho, tal vez, para evitar así afrontar nuestros problemas?

La difundida tendencia a orientarse a Jesús sólo para hablar sustancialmente de


nosotros mismos conduce, en última instancia, a la muerte de la fe. Con
prioridad a toda decisión del hombre en favor de Jesús, está la decisión de
Jesús en favor del hombre. Antes de nuestra obediencia está la suya, que nos
ha abierto la salvación. Todo depende de este «don preventivo» (de «el
indicativo de la fe»). Si lo rehusamos, entonces, en lugar de la gracia, se abre
paso la prestación; en lugar del Evangelio, la ley, la ley de la obligación
permanente. En ese caso, la vida cristiana cae en el vórtice de un nuevo
moralismo, que con su pretensión totalitaria excede con mucho al moralismo de
viejo estilo, que precisamente parecía superado. Sus consecuencias son
conocidas de siempre y reaparecen de nuevo claramente: un zelotismo que
camina sobre cadáveres; y (como reverso de la medalla) la resignación, que,
frente a determinadas exigencias incumplibles, se desespera ante la propia
impotencia. Hay que estar muy en guardia sobre esto.

¿Qué relación tiene nuestra obediencia con la obediencia de Jesús? ¿Es él


nuestro ideal? Resulta muy elocuente a este respecto la introducción al himno
cristológico de la carta a los Filipenses (Flp 2, 5). Se ha pensado que Pablo
presenta ante los Filipenses a Cristo como modelo de virtud y los exhorta a
orientarse a El. Tal interpretación se refleja en la traducción: «Tened entre
vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo...». El himno sirve, en ese
caso, para ilustrar los sentimientos ejemplares de Jesús y convoca a su
imitación.

Pero esa interpretación no responde a la intención de Pablo. El Apóstol


recuerda constantemente a sus comunidades que son «en Cristo», que son
bautizados en su muerte y resurrección, que sólo el Espíritu Santo les hace
confesar: «Jesús es el Señor» (1 Cor 12, 3). Esa acción salvífica preventiva
exige de los cristianos una determinada vida: pensad y obrad como hombres
que están «en Cristo». Cristo no es sólo un modelo, sino el fundamento de la
posibilidad, el espacio de la realización de la existencia cristiana. No se exhorta
a los cristianos a vivir como Cristo, sino a sacar las consecuencias de su «ser
en Cristo»: «Tened entre vosotros los sentimientos que corresponden a una vida
en Cristo Jesús» (Flp 2, 5).

¿Modelo? Los modelos son originales, pero existen copias de ellos. Jesús es un
original no copiable. Para los creyentes, El no es el modelo, sino su Señor. El no
llama a la imitación, sino al seguimiento. Busca hombres que se pongan en
camino con El, que se comprometan en su obediencia.
«Uno solo es vuestro Maestro...» (Mt 23, 8)

Sólo Jesús es la autoridad de su comunidad. Lo que esto significa queda muy


claro en la parábola del siervo bueno y el siervo malo. Lucas la aplica al tiempo
de la Iglesia y la orienta expresamente a cuantos en ella tienen algún cargo (a
Pedro en primer lugar, cfr. 12, 41). ¿Saben que son «siervos» y que deben
responder al Señor?

Les puede ocurrir fácilmente que piensen: «Mi señor tarda en venir...» (12, 45).
Si no viene, nos toca a nosotros establecer, decir, hacer, ordenar... Olvidan lo
que son. Se comportan como si fueran los dueños de la casa. Adquieren aires
de semidioses, estallan en cólera a diestro y siniestro, se dan atracones, aun
cuando no son más que «siervos como los demás» (Mt 24, 49).

Precisamente los que tienen cargos han corrido, desde siempre, el serio peligro
de olvidar quién es el Señor de la casa en la Iglesia; el peligro de pensar que
pueden sustituirle, siendo así que tienen el deber de testimoniarle. A la hora del
juicio —dice la parábola— les espera una fea sorpresa. Ellos están a las
órdenes de otro, y por sí mismos no tienen autoridad alguna. Cristo Señor es su
única gloria.

El problema de la autoridad es tan viejo como la Iglesia. Los evangelios dejan


ver cómo se plantea en las primeras comunidades. ¿Es posible adoptar
tranquilamente modelos extraños de autoridad? ¿Qué pensar del hecho de que
los discípulos se adecúen a la estructura de la sinagoga judía en lo tocante a la
autoridad? La respuesta del primer evangelio es clara: «Vosotros, en cambio, no
os dejéis llamar 'Rabbí', porque uno sólo es vuestro Maestro; y vosotros sois
todos hermanos. Ni llaméis a nadie 'Padre' vuestro en la tierra, porque uno sólo
es vuestro Padre: el del cielo. Ni tampoco os dejéis llamar 'Preceptores', porque
uno sólo es vuestro Preceptor: Cristo» (Mt 23, 8-10).

En la comunidad existe una sola autoridad absoluta. No hay necesidad de


crearla, puesto que ya está presente («uno sólo es vuestro Maestro...»). Tal
autoridad suprema del único maestro, padre y doctor no es creable; está dada
incondicionalmente de antemano e invita a la obediencia, a la obediencia de la
fe. Con respecto a esta última autoridad, cualquier otra autoridad de la
comunidad es relativa y vive de esa relación. En cuanto se autonomiza, es del
demonio y ya no de Dios.

Jesús no se limitó a sustituir los viejos amos por otros nuevos. A propósito de
los viejos dice: «Se hacen bien anchas las filacterias y bien largas las orlas del
manto; van buscando los primeros puestos en los banquetes y los primeros
asientos en las sinagogas, que se les salude en las plazas y que la gente les
llame 'Rabbí'» (23, 5-7). En el puesto de éstos no han de entrar autoridades
nuevas, ni siquiera con filacterias más estrechas y orlas más cortas, que
pretenden igualmente hacerse ver y reanuden la caza de los primeros puestos y
de honores. Jesús no piensa así: «Vosotros, en cambio, no... ».

La crítica más fundamental de la praxis eclesial de la autoridad no es la que se


hace en nombre de la crítica marxista o de cualquier otro tipo a la religión (aun
cuando no se niegue su acción purificadora), sino la que se hace en nombre de
la obediencia que la fe otorga al único Padre, Maestro y Doctor. La crítica de
autoridades problemáticas sólo resulta convincente si se hace en nombre de la
autoridad suprema.

Cuantos invocan a Cristo como su Maestro son hermanos entre sí: «Vosotros
sois todos hermanos...» (23, 8). La fraternidad cristiana no es tanto un programa
cuanto una exigencia de la fe; es una consecuencia de la profesión de fe en el
único Señor. Allí donde se afirma la autoridad de Cristo, allí cesa el dominio del
hombre sobre el hombre. Lucas ilustra las consecuencias que de esto pueden
seguirse en una comunidad que se remite a Jesucristo (Hech 2, 44 s.; 4, 32-37).

La abolición de estructuras sociales autoritarias no basta para que se realice el


Reino que Jesús anuncia y ve venir. ¿Qué es lo que puede dar de sí una crítica
de la autoridad que se limite a sustituir un amo por otro («la derecha» por «la
izquierda» o viceversa)? Cambios de ese signo son el sueño de la apocalíptica,
que espera sólo un vuelco de las relaciones existentes. La tradición rabínica
cuenta, por ejemplo, que el hijo del rabino Jehoshua ben Levi deliraba por la
fiebre. Vuelto en sí, el padre le pregunta: « ¿Qué has visto?». Y el hijo le
responde: «He visto un mundo trastocado, los superiores abajo y los inferiores
en lo alto». A lo que asintió el padre: «Hijo mío, has visto un mundo verdadero»
(Billerbeck I 250). Jesús no se contenta con un cambio de dueños y de
gobernantes. No se limita a romper las estructuras existentes de poder. Lo que
a él le urge es vivir para los demás hasta el don de sí. El mundo nuevo y diverso
está en el signo de la cruz.

Eso nos dice Mc 10, 42-45. Jesús anuncia la pasión y la muerte que le esperan,
y a los discípulos no se les ocurre nada mejor que pensar en su posición
personal. Como lo confirman los otros dos anuncios de la pasión, ellos no lo
entienden. Los espíritus se dividen frente a la cruz, aun dentro del restringido
círculo de los discípulos. Jesús dice entonces: «Sabéis que los que son tenidos
como jefes de las naciones las gobiernan como señores absolutos y los grandes
las oprimen con su poder. Pero no ha de ser así entre vosotros; sino que el que
quiera llegar a ser grande entre vosotros será vuestro servidor, y el que quiera
ser el primero entre vosotros será esclavo de todos, que tampoco el Hijo del
hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por
muchas» (Mc 10, 42-45).

Estas palabras —según parece— las suscribe todo el mundo. Todos están,
obviamente, de acuerdo con ellas. De acuerdo, ¿en qué sentido? Aquí no se
trata sólo de una crítica a estructuras formales de poder. Si así fuera, el bisturí
no habría ahondado lo suficiente. El elemento distinto y nuevo no es sólo una
estructura, sino una persona: el Hijo del hombre. Su vida es obediencia al Padre
y a los hombres. El concibe su misión y autoridad como servicio. No busca su
propia grandeza, plenos poderes, sino que se da por los demás. Esta es su
alternativa, una alternativa que consiste en el signo de la cruz y que crea una
nueva situación. Se puede partir de esa nueva realidad; se puede vivir de ella.
Lo cual hace posibles y exige relaciones nuevas. La habitual autoridad egoísta a
la caza de honores, que constituye la ilusión de los discípulos mismos (Mc 10,
35-41), ve cortado su camino por la autoridad del servicio.

¿Qué consecuencias tiene el «pero no ha de ser así entre vosotros...»? ¿Qué


es lo que ha de cambiar: la actitud interior? A menudo leemos y oímos palabras
de este tenor: «la autoridad está, sí, ligada a formas habituales, pero se ejercita
con un espíritu de servicio». Eso significa que no se ha entendido la afirmación
del Evangelio. Jesús no nos redimió con la disposición interior, sino que dio «su
vida como rescate por muchos». El seguimiento no termina en un proceso
interior. Es necesario ponerse en camino hacia un nuevo comportamiento, hacia
una nueva praxis.

«Si alguno quiere venir en pos de mí...» (Mt 16, 24)

¿Cómo se llega a ser discípulo de Jesús? ¡Mediante la vocación! El Evangelio


es claro en esto: el Maestro llama a sus discípulos. Los llama a recorrer Su
camino. La llamada tiene sus consecuencias («consequi», en latín significa
«seguir»), que son parte de la vocación, no como un apéndice al que podría lo
mismo renunciarse, sino como parte constitutiva suya. El seguimiento de Jesús
«indica el precio de nuestra unión con él, el precio de nuestra ortodoxia... ».11
Sólo en el curso del proceso de ese seguimiento alcanza el discípulo su propia
identidad. Ser discípulo significa servir, porque el propio Jesús concibió así su
misión, como servicio que se completa con el don de la propia vida «por
muchos». El ministerio sólo es justificable cristológicamente: se funda en el
seguimiento de Cristo, en la cruz. Cuando uno ya no mira a Jesús, ve cómo su
autoridad se vuelve problemática, porque, efectivamente, dimana de él y sirve
sólo a su causa. Quien intenta utilizarla con otros fines, la transforma según su
propio juicio. El ministerio demuestra la propia credibilidad correspondiendo de
forma objetiva al modo en que Jesús ejerció la autoridad.
11 Synodenbeschluss «Unsere Hoffnung» (cit. en nota 2 cap. III), p. 103.

Esto se ve claramente en el caso de Pedro (Mt 16, 13-26). Jesús reconoce a


Pedro: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia...» (Mt 16, 18).
Pedro, la roca, está en la base de la Iglesia, base que no se puede derruir.

Pero con eso todavía no se ha dicho todo. Por lo general, leemos el evangelio
relativo al ministerio petrino sólo hasta las palabras que hablan de la piedra, y
ahí nos detenemos. Pero el fragmento sigue y deja ver las consecuencias. La
pregunta es ésta: ¿Qué significa todo esto, cuál es el sentido de «Pedro»?
¿Qué forma asume?

Jesús no permite que quede oscuridad alguna en este punto, responde en


seguida y lo hace en el curso mismo de la llamada. Responde mencionando su
camino hacia Jerusalén.

Pedro se le opone, no quiere que recorra ese camino: « ¡Lejos de ti, Señor! ¡De
ninguún modo te sucederá eso! » (16, 22). Abandona por propia iniciativa el
puesto para el que ha sido llamado.

Y Jesús: « ¡Quítate de mi vista, Satanás! Tropiezo eres para Mí...». Pedro, al


igual que Satanás, quiere disuadir a Jesús de recorrer el camino del Gólgota;
«no piensa según Dios, sino según los hombres» (16, 23). La roca de la Iglesia
se convierte en «piedra de escándalo», un estorbo en el camino de la cruz. Eso
procede del diablo: « ¡Quítate de mi vista, Satanás...! ».

No son éstas las últimas palabras dichas por Jesús a Pedro. (Mt 16, 23)
contiene además una brevísima expresión que la mayor parte de las
traducciones bíblicas dejan caer: «Detrás de mí» (opiso mou). Se trata de las
primeras palabras dirigidas por Jesús a Pedro en el momento de la vocación a
orillas del lago (Mt 4, 19). A ellas le remite esa frase, a la posición que entonces
le fue indicada: «Detrás de mí» —en el seguimiento. Ahí tiene Pedro su sitio, ahí
es donde debe colocarse el discípulo, no en otro lugar. Y para que nadie pase
por alto este hecho, el relato termina con esta invitación: «Si alguno quiere venir
en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (16, 24). Ser
discípulo significa seguir en obediencia al Obediente.

Nadie lo ha experimentado ni expresado con tanta claridad como Pablo.


Seguimiento, tomar sobre las espaldas la cruz, no es para él un juego de
palabras. Eso se lleva a cabo en su existencia corporal, en su servicio cotidiano.
No es fácil hacer sitio a lo «nuevo» donde aún domina lo «viejo». Pablo tiene
que vérselas con la incomprensión y el egoísmo de cuantos le atacan y
persiguen. El no simula que la situación sea fácil cuando, por el contrario, es
difícil, según se ve por estas palabras suyas: «Estamos atribulados en todo,
mas no aplastados; perplejos, mas no desesperados; perseguidos, mas no
abandonados; derribados, mas no aniquilados. Llevamos siempre en nuestros
cuerpos por todas partes el morir de Jesús, a fin de que también la vida de
Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» (2 Cor 4, 8-11).

¿Cómo interpretar estas palabras? ¿En el sentido de que Dios, a pesar de todas
las adversidades, no permite que toquemos fondo?; ¿en el sentido de que
siempre hay una puerta de salida y de que se nos ahorra lo peor?

El presupuesto del «pero no...» es el hecho de que llevamos en nuestro cuerpo


la muerte de Jesús. Es preciso afrontar el sufrimiento, no apartarlo; aceptarlo no
sólo en la contemplación, sino en las cosas diarias y vulgares; en lo que Dios
nos pide en nuestra vida; en las grandes y en las pequeñas «fricciones»; en
nuestras tentativas de cambiar nosotros y, con nosotros, las condiciones; en
todo el «proceso de deterioro» (cfr. 4, 16) que lleva consigo nuestra vida.
Mientras vamos así desmoronándonos, se afirma lentamente y no sin dolor la
nueva vida: la epifanía de Jesús en nuestra carne mortal (4, 11).

Paradójicamente, la propia «debilidad» del servicio, el «morir», esconde en sí la


fuerza del Crucificado: «Cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte»
(12, 10). La cruz es el fundamento del ministerio apostólico. Precisamente en la
pobre existencia del apóstol resplandece algo de lo que constituye el hombre
nuevo, colmado y movido por el Espíritu. Nadie debe creer que la vida nueva
sea obra del hombre (4, 7).

El hombre no llega a ser nuevo a base de trampear con la realidad de la vida y


con sus propias limitaciones; no, el hombre nuevo debe y quiere nacer del
antiguo. La vida nueva emerge a la luz en medio de la vida cotidiana de nuestro
mundo. No hay creación del hombre nuevo sin crucifixión del antiguo. Esa
transformación pascual, que dejamos actúe en nosotros y que vivimos en
compañía de los demás, no es ni sencilla ni indolora. Allí donde uno le abre las
puertas y le permite se lleve a cabo, allí está actuando el Espíritu Santo, allí
asistimos a una liberación y a una resurrección: «Como quienes están a la
muerte, pero vivos; como castigados, aunque no condenados a muerte; como
tristes, pero siempre alegres; como pobres, aunque enriquecemos a muchos;
como quienes nada tienen, aunque todo lo poseemos» (6, 9 s.).

«El que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos» (Mt 7, 21)

De la voluntad del Padre hablan el «Padre nuestro» (Mt 6, 10) y la oración de


Jesús en Getsemaní (26, 42). Al final del sermón del monte leemos: «No todo el
que me diga: ' ¡Señor, Señor! ' entrará en el Reino de los cielos, sino el que
haga la voluntad de mi Padre celestial» (7, 21). La condición para la admisión
queda formulada con claridad: obediencia a la voluntad del Padre. ¿Qué
significa esto?

Ante todo, una cosa: que no basta invocar el nombre del Señor; puede
invocársele y al mismo tiempo desinteresarse uno de su causa. Evidentemente,
no es un fenómeno raro: «Muchos me dirán aquel día: ' ¡Señor, Señor! , ¿no
profetizamos en tu nombre, y en tu nombre expulsamos demonios, y en tu
nombre hicimos muchos milagros?'» (7, 22). Son personas que tienen siempre
el nombre de Cristo en la boca y, sin embargo, escuchan de El: «Jamás os
conocí» (7, 23).

No basta invocar el nombre del Señor. «Cristo» quiere ser traducido en la vida y,
a este fin, las palabras por sí solas son insuficientes. El criterio decisivo en esa
traducción es la obediencia a la voluntad del Padre, manifestada en el sermón
del monte. Esto nos indica la alternativa de la voluntad de Dios a la praxis
corriente; nos introduce en un camino nuevo y liberador: no hay que devolver
mal por mal, es posible poner la otra mejilla, posible vencer el mal con el bien
(5, 38-42); el enemigo no sigue siendo necesariamente enemigo, es posible
descubrir en él al hombre sobre el que Dios hace salir su sol (5, 43-48).

La voluntad de Dios se sintetiza en el mandamiento del amor como en un punto


focal. El amor es el criterio de la interpretación de la ley. De él dependen toda la
ley y los profetas como pende la puerta de los quicios.

La ley es como una red. Siempre se la puede ampliar o restringir. Pero en toda
malla, por nueva que sea, se hace un nuevo agujero y, con un poco de ingenio,
siempre se puede llegar a pasar exactamente por él. Jesús no ha ampliado la
red ni ha estrechado las mallas. A través y más allá de las mallas de la red, El
mira al corazón. Eso es lo que significa la nueva «justicia», que es mucho mayor
que la de los escribas y los fariseos (5, 20). Su criterio es el mandamiento del
amor. No se trata ya de esto o de aquello, sino de la totalidad, del corazón.

La justicia de la que aquí se trata es «desbordante». La imagen que está en la


base del término «perisseuo» es ésta: una copa que está tan llena que el líquido
supera el borde y rebosa. Es la imagen que sirve para expresar la plenitud del
tiempo de la salvación. Su sentido se hace visible en Jesús. Lo que El hizo por
nosotros no es mensurable, no está exigido por ley alguna. No hay en El cálculo
alguno de este tipo: qué puedo o qué debo hacer todavía y qué no. El va
infinitamente más allá de lo debido; es la «justicia» de Dios, que no se pierde en
cálculos y es verdaderamente desbordante. Supera las exigencias de la ley y
pone fin al legalismo. Proviene de la superabundancia del amor, en el que Dios
se prodiga al mundo y al hombre. Proviene de ese amor que no es capaz de dar
nada que no sea uno mismo. Obedecer a la voluntad de Dios significa insertarse
en ese movimiento.

La escena del juicio universal pone con extrema claridad ante los ojos de todo el
mundo en qué se cumple la voluntad de Dios. «Cada vez que hicisteis estas
cosas a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis...
Cada vez que dejasteis de hacer estas cosas a uno de estos hermanos míos
más pequeños, también conmigo dejasteis de hacerlo».

Aquí no se nos pide una obediencia «ciega», sino una obediencia


«clarividente», una obediencia que percibe al prójimo que cayó en manos de los
ladrones, que oye en ello la llamada de Dios, en cualquier punto en que ésta
nos alcance a lo largo del camino que va de Jerusalén a Jericó (cfr. Lc 10,
25,-37).
 

4. CONCRECIONES

¡Obediencia en concreto! La de Jesús lo es, adquiere forma en su modo de


hablar y de actuar y resulta tan concreta para la vida de los discípulos, de la
Iglesia, como lo es el movimiento corpóreo del «seguir».

A la luz de las líneas sistemáticas y de la orientación bíblica se ve en seguida lo


insensato que es hablar de la obediencia como de una «virtud pasiva». Pero
¿cómo es posible constreñir el ardor de la vida de Jesús hasta la cruz al
esquema de una virtud pasiva? Una idea tan poco luminosa es, en el fondo, una
tosca copia de aquella triste praxis que hizo de la obediencia «ciega» lo que no
era y la cambió por la falta de libertad y el servilismo; una idea que es fruto de
evidentes degeneraciones y que no deriva del Evangelio. Quien despacha la
obediencia como una «virtud pasiva» se deja llamar a engaño por una praxis
degenerada de la obediencia y desconoce que lo que ella indica es el
movimiento apasionado fundamental de la vida de Jesús, que demuestra la
propia fantasía y creatividad en el hecho de hacer posible la «nueva creación»,
nueva creación que no es fruto de coacción, sino de libertad.

Queda por preguntarse de qué forma se hace hoy concreta en la vida de cada
cristiano y de la Iglesia tal obediencia.

Llegar a ser uno mismo mediante la obediencia

Podría parecer que obediencia y autorrealización se excluyen mutuamente. El


autodesarrollo, se dice, es alcanzable sólo en la medida en que se hace
superflua la obediencia. Si vivo y actúo según las decisiones de otro, de un
«extraño», ¿no quedo bajo el influjo de él, alienado de mí mismo, convertido en
instrumento de la voluntad de otros? ¿No es deber mío caminar precisamente
en sentido opuesto para encontrarme a mí mismo? Puedo, en efecto,
encontrarme con otros que querrían llegarse a mí sólo si se van a hallar
conmigo mismo. Pero ¿cómo llego a mí mismo? ¿Cómo encontrar mi identidad?

A esta pregunta —así lo dice una afirmación fundamental de la fe— no puedo


responder sólo conmigo. No puedo encontrarme solo. Una autorrealización
narcisista o incluso autista-egoísta es impensable. El centro de mi vida no está
en mí mismo. Así pues, el que permanece cerrado en sí no va muy lejos:
«Conmigo habrías llegado muy pronto al final, si yo no fuera una sola cosa con
aquel que no conoce confines» (P. Claudel, «El zapato de raso»). Por otra parte,
el propio Dios sólo podrá encontrarme si yo estoy en mí.

En una oración de Nicolás Cusano («De visione Dei», 7) Dios le dice al orante:
«Sis tu tuus, et ego ero tuus» (Sé tuyo, y yo seré tuyo). A lo que responde el
orante: «Señor, tú has puesto en mi libertad la posibilidad de que yo sea mío,
con tal de que lo quiera. Si, pues, no me pertenezco a mí mismo, tampoco me
perteneces tú. Tú haces necesaria la libertad necesaria, porque no puedes ser
mío si yo no soy mío. Y puesto que has dejado esto a mi libre decisión, no me
obligues, sino espera que yo elija mi propio ser...». El maestro Eckhart aconseja:
«Descúbrete a ti mismo y, para encontrarte, piérdete». Perderse, dejarse uno
mismo, equivale a encontrarse. Hay, evidentemente, una tensión dialéctica entre
la fuerza del Yo y el dejarse uno mismo, entre la autorrealización y el don de sí.

Si tal tensión es constitutiva para la vida del cristiano (cfr. Mt 16, 25), cae por
tierra la «tentación» de absolutizar uno de los dos polos.

1. La autorrealización centrada en el Yo conduce a una completa alienación. Es


precisamente lo que se expresa con el término de «pecado» y de «muerte»
(sobre todo en Pablo). La tentativa de encontrar la propia identidad y de
bastarse uno por sí sólo desconoce la propia realidad, es un despilfarro de la
vida y acaba en la muerte. Lo que, refiriéndonos a la pobreza, dijimos a
propósito del poseer y de las riquezas, vale también para la obediencia a
propósito del poder: el hombre se siente tentado de construirse la vida él solo,
de forma autónoma y arbitraria. Ante el temor de no logarlo, la persona humana
exige de sí misma, de forma absolutamente «injustificada», el absoluto: se
somete a la obligación de tener que ser el más fuerte. Se arma interior y
exteriormente. La voluntad de poder le angustia, le arrastra cada vez más y le
hace, a la vez, aplastar a los demás 12 Las neurosis ( ¡aun las eclesiales!) son
expresión de una falta de capacidad para darse uno mismo, y ello por miedo,
por angustia. El hombre se queda enroscado, cerrado en sí mismo. Así han
descrito los Padres la trágica monstruosidad del pecado («cor curvatum in se
ipsum»).
12 Cf. al respecto E. DREWERMANN, «Sünde und Neurose. Versuch einer Synthese von Dogmatik und
Psychoanalyse», en Miinchner Theologische Zeitschrift 31 (1980), pp. 24-28.

Para disipar la angustia en el encuentro consigo mismo se requiere, en último


análisis, la fe en el hecho de que el verdadero soberano del hombre no es el
hombre, sino Dios. Quien, fascinado por los «reinos del mundo y su gloria» (Mt
4, 8), pierde de vista la soberanía de Dios, automáticamente se ve inducido a
adorar al diablo. Existe una libertad fundada únicamente en la fe de que sólo
Dios es el Señor: «Al Señor tu Dios adorarás, sólo a él darás culto» (4,10). La
adoración a Dios es la libertad del hombre. En términos cristológicos: la
adoración de la impotencia de Dios en el Crucificado es la «potencia» liberadora
del hombre.

2. Pero también queda iluminada la segunda verdad: Dios espera que yo «elija
mi propio ser»: «Si, pues, no me pertenezco a mí mismo, tampoco me
perteneces tú» (Nicolás Cusano). La obediencia no dispensa —ni siquiera en el
encuentro con Dios— de la propia responsabilidad. «La verdadera libertad es
signo eminente de la imagen divina en el hombre. Dios ha querido dejar al
hombre en manos de su propia decisión (Ec10 15, 14) para que, así, busque
espontáneamente a su Creador y, adhiriéndose libremente a éste, alcance la
plena y bienaventurada perfección. La dignidad humana requiere, por tanto, que
el hombre actúe según su conciencia y libre elección, es decir, movido e
inducido por convicción interna personal y no bajo la presión de un ciego
impulso interior o de la mera coacción externa» (Gaudium et spes, 17).
No es posible sustraerse al riesgo de la propia existencia y responsabilidad.
Inteligencia y voluntad no son un mal que habría que extirpar con la obediencia.
Tienen su valor insustituible precisamente en la actuación misma de la
obediencia. En este sentido, la obediencia cristiana no es «ciega» («Una orden
es una orden»), sino clarividente y previsora. La obediencia ciega puede,
evidentemente, parecer la vía más cómoda (para quien manda y también para
quien obedece), pero en realidad es insostenible, porque renuncia a la propia
responsabilidad y es, por lo mismo, irresponsable en el sentido más verdadero
del término. Para el Concilio Vaticano II merecen el máximo reconocimiento
cuantos se oponen abiertamente a órdenes criminales: «ni la obediencia ciega
puede excusar a quienes las ejecutan» (Gaudium et spes, 79).

Este principio es de particular importancia para quien se pone al servicio de la


Iglesia. La formación espiritual se concibe sustancialmente como maduración
humana, una perspectiva que caracteriza el «curriculum» de la formación
sacerdotal. La educación para una sana autorresponsabilidad y para tener el
valor de tomar autónomamente decisiones es tanto más importante cuanto que
la creciente diferenciación de la vida pone hoy día al pastor de almas, cada vez
más, frente a decisiones discrecionales.

Si, pues, las dos expresiones «descúbrete a ti mismo» y «piérdete a ti mismo»


caracterizan el arco tenso bajo el que madura la vida humana y cristiana,
entonces lo importante en el desarrollo del hombre es que afronte esa tensión.
Y ése es el elemento «fascinante» de la vida cristiana. Evidentemente, este
proceso dinámico de maduración tiene sus grados.13 El «descúbrete a ti
mismo» tiene mayor peso en la primera mitad de la vida que después. El
«piérdete» adquiere importancia con el paso del tiempo, incluso como ejercicio
al morir.

Usando categorías de la psicología moderna, podríamos hablar de renuncia al


«Yo» en favor del «sí mismo». Sólo la capacidad «de darse totalmente al otro y
a su ser posibilita, en el fondo, encontrarse a la vez uno a sí mismo» 14 Nos
vemos aquí frente a un dato antropológico fundamental, confirmado de forma
específica por la fe cristiana. En ella, en efecto, el cristiano vive de la certeza de
ser querido y deseado de forma absoluta y de llegar, a través de la cruz y del
sufrimiento, a través del juicio y del autodiscernimiento doloroso, al verdadero y
personal ser «en» Dios y «en» el prójimo. En palabras de una mujer
apasionante conquistada por Cristo, como Catalina de Siena: no amar nada, ni
siquiera a sí mismo y a la propia voluntad, prescindiendo de Dios, sino amar
todo —y a sí mismo— «en Dios» y «por amor de Dios»; negarse a sí mismo (el
propio Yo), mortificarse y ganarse a sí mismo (el propio
13 Cf. K. RAHNER, Sendung und Gnade, Innsbruck 1961, pp. 162-166; J. BOURS, art. cit. en nota 3 (cap.
III), p. 91.
14 T. BROCHER, Das Ich und die Anderen in Familie und Gesellschaft, Stuttgart 1967, p. 80.

«sí mismo») «en Dios» y «gracias a él» 15 Lo mismo afirma Matilde de


Magdeburgo cuando dice: «Padre de toda bondad, yo, criatura indigna, te doy
gracias por la fidelidad con que tan prodigiosamente me has sacado de mí
misma».16

Renunciar a la voluntad propia y adherirse en la obediencia a la voluntad de


Dios no es un proceso solipsista con final en uno mismo, en el sentido de una
aspiración a la propia perfección, sino que es algo que nace del servicio
prestado al prójimo, en el cual quiere manifestarse la gloria de Dios. «La gloria
de Dios es el hombre viviente, la vida del hombre es la experiencia (la visión) de
Dios» (Ireneo).
15 Cf. Catarina von Siena (trad. y edit. por L. Gnádiger), Olten/Freiburg i.B. 1980, pp. 78 y passim.
16 MECHTILD von MAGDEBURG, Das fliessende Licht der Gottheit, Einsiedeln 1955, p. 139.

Esa vida, naturalmente, sólo se puede adquirir en el seguimiento del


Crucificado-Resucitado. Por eso la mística y la ascética cristiana han hablado
siempre —en plena consonancia con la Biblia— de un estrecho vínculo entre
obediencia y cruz (aun cuando no raramente se ha separado la cruz de la
resurrección). Este proceso de la conquista del «sí mismo» a través de la
pérdida del Yo, este nacer del hombre «nuevo» en el «viejo», resuena en las
palabras de Pablo: «Vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gal
2, 20). Esto no es resultado de una «virtud pasiva», sino de una obediencia
dinámica, y es algo totalmente distinto de una expresión de debilidad. Una cosa
así sólo la puede decir alguien que se ha encontrado o, mejor, que se ha dejado
encontrar. Finalmente, es algo totalmente distinto de una «determinación venida
de otro». Nos hallamos aquí frente a una apasionada historia de amor, hecha de
liberación y de libertad (Gal 5). La raíz del amor es la capacidad de dejarse uno
a sí mismo.

Obediencia a Dios

Sólo hay una obediencia absoluta: a Dios, porque sólo Uno se ha dirigido de
manera absoluta a nosotros: Dios en su Hijo Jesucristo. Somos amados con el
mismo amor con que el Padre ama al Hijo (In 15, 9), somos injertados en la
relación de Jesús con Dios. Dios nos ama de manera incondicional, y por eso
nos pone exigencias absolutas. Pero no lo hace como una autoridad extraña
que nos aturde desde fuera, ya que su voluntad es una sola cosa con su amor.
El no quiere que perezcamos, sino que vivamos (6, 38-40), quiere que
lleguemos a nosotros mismos. Obedecer a Dios significa abandonarse a su
amor.

Sólo esta obediencia vincula de manera absoluta; frente a ella no hay


dispensas. Aun siendo incondicional, no hay que ejecutarla de forma «ciega».
Dios espera que yo «elija mi propio ser» (Nicolás de Cusa). Puedo negarme a él
y, de ese modo, frustrarme yo también.

La obediencia a Dios es demasiado grande como para poder canalizarse sin


reservas en la obediencia eclesial. Por importante que ésta sea (especialmente
para quien está al servicio de la Iglesia) y por mucho que debamos hablar aún
de ella, una cosa hay que decir ante todo: Sólo Dios puede pretender una
obediencia incondicional y absoluta: «Al Señor tu Dios adorarás, sólo a él darás
culto». (Mt 4, 10).

Por eso la oración es la expresión más profunda de nuestra obediencia a El.


«En la oración tenemos la audacia de esta pobreza (de la obediencia de Jesús),
confiamos sin cálculo alguno nuestra vida al Padre».17 No nos quedamos en
nosotros mismos, salimos de nosotros y nos abandonamos a Dios: «Al Señor tu
Dios adorarás...». Esa es la dimensión profunda de la obediencia: la adoración.
Se acerca un joven a un rabino y le dice: «Antiguamente hubo hombres que
vieron a Dios cara a cara. ¿Por qué hoy ya no los hay?» Respondió el rabino:
«Porque ya nadie se inclina tan profundamente». ¿Perdemos acaso la espina
dorsal cuando nos inclinamos? Sólo quien la tiene puede hacerlo.
17 Synodenbeschluss «Unsere Hoffnung» (cit. en nota 2 cap. III), p. 104. Acerca de la relación entre
obediencia y oración, cf. THEUNISSEN, «ho aiton lambanei. Der Gebetsglaube Jesu und die Zeitlichkeit
des Christseins», en (B. Casper et al.) Jesus. Ort der Erfahrung Gottes, Freiburg i.B. 1976, pp. 13-68.

Si la vida de la fe es, en primera y en última instancia, obediencia incondicional


a Dios, enseguida nos preguntaremos: ¿cómo experimentamos nosotros la
voluntad divina? ¿a dónde debemos dirigir el oído para escucharle obedientes?
La voluntad de Dios puede alcanzarnos por muchos caminos: en el grito de los
que han caído en manos de los ladrones, en la voz de nuestro corazón
(conciencia), en la palabra de la Escritura, a través de la autoridad eclesial, en
las sugerencias y en las críticas que nos vienen de la comunidad, en los «signos
de los tiempos»...

1. «Lo que ante todo 'dice' Dios somos nosotros mismos, con nuestra libertad
limitada, con la imposibilidad de establecer nuestro futuro, con la facticidad
nunca totalmente resoluble y nunca funcionalmente racionalizable de nuestro
pasado y de nuestro presente... La palabra más originaria dirigida por Dios a
nosotros en nuestra libre unicidad no es una palabra que se verifique por
añadidura o una palabra singular junto a otros objetos de experiencia..., sino
nosotros mismos en la unidad, totalidad y orientación al misterio incomprensible
que llamamos Dios; esa es la palabra de Dios que somos nosotros mismos y
que nos viene dicha en cuanto tal» 18

Es preciso, pues, captar la voluntad de Dios, en primer lugar, en nuestra propia


vida e historia personal, en las situaciones y relaciones, que nos vienen
impuestas, en el fondo, para que podamos ser «dichos» por Dios, con nuestras
capacidades y limitaciones. La llamada al seguimiento es siempre nominal,
nunca colectiva, y mucho menos en masa. Sólo el llamado puede, en última
instancia, oírla y obedecerla; no puede delegar su responsabilidad ni siquiera en
lo que respecta a la fidelidad a la decisión tomada. El Nuevo Testamento
subraya muy fuertemente la relación directa de la fe y la misión con Dios y con
Cristo; por ello, a pesar de la importancia que concede a la comunidad, asegura
continuamente que compareceremos singularmente ante el juicio de Dios y de
Cristo, y que allí deberemos responder de nosotros mismos 19 (cfr., por ejemplo,
1 Cor 4, 4: «Mi juez es el Señor»). Ninguna autoridad eclesiástica puede
desgravamos de esta última responsabilidad.
18 K. RAHNER, «Zwiegesprách mit Goa», en Schrif ten zur Theologie XIII, Zürich 1978, pp. 154 s.
19 H. U. von BALTHASAR (op. cit. en nota 7) p. 194.

2. Dios se ha hecho entender en el Hijo: «Dios, que había hablado ya muchas


veces y de muchas maneras a nuestros padres por medio de los profetas, en
estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo...» (Heb 1,14). Quien
se pregunta cuál pueda ser la voluntad de Dios, debe mirar a la vida y a la
palabra de Jesús, tal como se testifican en el documento de nuestra fe.

3. La llamada al seguimiento es nominativa, se dirige a la persona individual,


pero es una llamada a la fraternidad, que se desarrolla en la obediencia al
Padre: «Todo el que cumpla la voluntad de mi Padre celestial, ése es mi
hermano, mi hermana y mi madre» (Mt 12, 50). El espacio de la obediencia
cristiana es la comunidad de los creyentes, que consiste en la escucha y
actuación comunitarias de la voluntad divina en la situación concreta. Todos los
miembros de la Iglesia están obligados a practicar juntos esa obediencia. Todos
ellos están, con respecto a Dios, en una relación comunitaria de obediencia que
relativiza la perspectiva de los individuos.

4. Pablo nos dice que tal comunidad es un organismo del Espíritu dotado de
dones diversos que, todos juntos y cada uno a su modo, sostienen y plasman el
todo (1 Cor 12). Nadie posee el Espíritu para sí, sino al servicio del todo. Por
eso, «obedecer» significa también «escuchar» lo que el Espíritu dice al otro y, a
través de él, quiere decir a la comunidad (cfr. Apoc 2, 7). La pastoral debe
descubrir dónde hace oír su voz el Espíritu: en el hombre, en las situaciones
diversas («signos de los tiempos»), en las sugerencias y en las críticas, en las
llamadas y en las admoniciones (proféticas).

Autoridad en la Iglesia

Existe una sola autoridad absoluta en la Iglesia, no reemplazable por nadie ni


por nada: Jesucristo.

Toda otra autoridad es relativa a aquélla y vive sólo de esa relación.

La Iglesia no tiene autoridad alguna por sí misma. La misma autoridad del papa
y de los obispos está sujeta a la autoridad de Dios, como profesa claramente el
Vaticano I en la definición de la infalibilidad. El autor de la autoridad eclesial es
el Señor.

a) Autoridad carismática
En la medida en que alguien sigue obediente a Jesús y le permite manifestarse
en su vida, adquiere autoridad, una autoridad que se mide por la cercanía al
Señor. Estas autoridades carismáticas viven totalmente de la obediencia a
Jesús. En cuanto tales, no poseen en un primer momento legitimación alguna
oficial; no son una autoridad oficial; tienen sólo una autoridad espiritual; son, por
toda su existencia, un reclamo vivo del Señor. Precisamente ahí reside su
importancia. La Iglesia las necesita más que nunca, necesita santos, porque
«vive siempre de la llamada del Espíritu, en la 'crisis' del paso de lo viejo a lo
nuevo. ¿Es casual el que los grandes santos se hayan visto en tensión no sólo
con el mundo, sino también con la Iglesia, con la tentación de la Iglesia de
hacerse mundo, y que hayan sufrido por obra de la Iglesia y en la Iglesia?... La
verdadera obediencia no es la de los aduladores (llamados «falsos profetas»
por la profecía genuina del Antiguo Testamento), de aquellos que evitan
cualquier obstáculo o choque, que ponen por encima de todo la garantía de su
propia comodidad; la obediencia que sigue siéndolo aun con el testimonio hecho
de sufrimiento, la obediencia que es veracidad, la obediencia animada por la
fuerza entusiasta del amor, ésa es la verdadera obediencia que ha fecundado a
la Iglesia a través de los siglos, liberándola de la tentación babilónica y
volviendo a llevarla al costado de su Señor crucificado» 20

Sobre todo la autoridad carismática demuestra que en la Iglesia la autoridad se


basa, en última instancia, sólo en la «lógica de la fe». No es posible motivarla
con argumentos pertenecientes a los límites de la pura razón, sino sólo
demostrar que no es irrazonable. Lo cual es indicio de su carácter específico y
no se interpreta como una deficiencia: «El corazón tiene razones que la razón
no conoce» (Pascal). «Una autoridad que vale sólo lo que valen sus argumentos
es eventualmente una autoridad del conocimiento, pero no una autoridad
religiosa, y es tendencialmente resoluble en el conocimiento» 21
20 J. RATZINGER, en su ensayo, por desgracia casi olvidado, «Freimut und Gehorsam», en Das neue
Volk Gottes, Düsseldorf 19702, pp. 262 s. (trad. cast.: El nuevo Pueblo de Dios, Ed. Herder, Barcelona
1972).
21 J. B. METZ (op. cit. en nota 5) cap. II, p. 75.

b) La autoridad del ministerio

La mención de la autoridad carismática no dice aún todo a propósito de la


autoridad en la Iglesia. Pablo puede decir de sí que Cristo vive en él, que la
muerte y la vida de Cristo se manifiestan en su existir corpóreo. Pero al mismo
tiempo pregunta airado a los Corintios: «¿Acaso fue Pablo crucificado por
vosotros? ¿O habéis sido bautizados en el nombre de Pablo?» (1 Cor 1, 13). El
bautismo no depende, en el fondo, de la conformidad con Cristo (autoridad
carismática) del ministro.

La autoridad del ministerio tiene una base distinta de la del «guru», que queda
legitimado por su espiritualidad. Agustín lo dejó bien claro en la controversia con
los donatistas. El individuo es capaz de responder a la llamada al seguimiento
sólo y siempre de forma frágil, finita y pecaminosa. Queda siempre una
diferencia no colmable entre los poderes autoritativos del ministerio y el
testimonio personal del ministro. Esa diferencia queda indicada por el «sello
indeleble»: la promesa salvífica hecha por Dios en Cristo al ministro y a la
comunidad no puede derrumbarse. Antes de nuestra decisión por El está la
suya por nosotros, y El se manifiesta fiel a nosotros a pesar de nuestras
deficiencias.

Ello no excusa esas deficiencias ni minimiza la seriedad de la llamada al


seguimiento. Precisamente el indicativo de la fe nos pide «adecuar» nuestra
existencia al desempeño del ministerio (para que no sea el ministerio el que se
acomode a nuestra existencia). La máxima correspondencia posible entre
testimonio personal y desempeño de función (en el ministro santo) es una
exigencia implícitamente contenida en la llamada al seguimiento, exigencia, sin
embargo, que no es institucionalizable y que no puede ser un presupuesto para
sentirse uno obligado a servir a la Iglesia.

El don sacramental hecho en un principio y perteneciente al ministerio confiere a


la Iglesia una autoridad irrenunciable. Siguiendo la breve descripción
fenomenológica del oír-decir hecha al principio de este capítulo, la Iglesia es la
comunidad de quienes se dejan decir la palabra de Dios y, oyéndola, la dicen.
Para que esto pueda darse, en el interior de esa única comunidad de fe de los
oyentes-dicentes ha de existir una contraposición entre ministerio y comunidad
22 ¿Cómo podría traducirse concretamente en la práctica el hecho que la fe
comporta de dejarse decir la palabra, si la comunidad fuese un parlamento?
¿Cómo podría decirse con plena autoridad y de manera vinculante la palabra de
Dios —la cual afirma que eres amado de forma absoluta— si cada creyente
pudiese decírsela y oírla en cualquier momento por sí sólo de forma
absolutamente igual? Todo creyente tiene, naturalmente, la posibilidad y la
obligación de transmitir la palabra que oye y vive. Pero debe escucharla. En
consecuencia, a causa de la estructura del oír-decir, se necesita la
contraposición concreta entre ministerio y comunidad, entre los que dicen y los
que oyen.
22 Cf. P. KNAUER (op. cit., en nota 3) pp. 209-216; sobre la eclesiología, M. KEHL, Kirche als Institution,
Frankfurt a.M. 1976, espec. pp. 315-321; Id., «Kirche - Sakrament des Geistes», en (W. Kasper, ed.)
Gegenwart des Geistes, Freiburg i.B. 1979, pp. 155-180.

Hay el peligro de que este dato sea fácilmente mal entendido y objeto de abuso
si, a la vez, no se tiene presente lo siguiente:

1. Los que dicen y los que oyen están igualmente bajo la palabra de Dios.
Desde este punto de vista, también los que ostentan oficialmente el decir no son
sino oyentes. Su quehacer es, en efecto, hablar de forma vinculante mientras
escuchan. Sólo así es posible salvaguardar el carácter específicamente
cristiano de la obediencia. Esto se dice claramente en la doctrina de que el
ministro actúa «in persona Christi» y que quien le obedece, en el fondo obedece
a Cristo.
2. Todo depende del hecho de que se perciba el indicativo de la fe. El carácter
liberador del Evangelio debería ser experimentable también en la actuación
concreta de la obediencia eclesial —a través de la cruz de la entrega del «Yo».
Esta estructura indicativa exige que la obediencia se encuadre en el marco de
una escucha comunitaria a la única palabra de Dios.

3. Los ministros son hombres y siguen siéndolo; el peso del pecado también es
imputable en parte a ellos; al igual que Pedro, también ellos pueden ser un
escándalo, una piedra de tropiezo en el camino de Jesús. No es posible separar
de forma pura y simple a la Iglesia de los hombres en que se concreta, «aun
cuando los trascienda por el misterio de la divina benevolencia que ella les
comunica. En este sentido, la Iglesia santa sigue siendo siempre, también en
este tiempo, Iglesia pecadora que ora continuamente como Iglesia: 'perdónanos
nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores'» 23 Esto
pone en guardia con respecto a una glorificación del ministerio e indica el lado
humano de la exigencia de obediencia, ya que ésta puede caer víctima del
arbitrio humano y, por lo tanto, del pecado, así como puede volverse pecado la
«obediencia» correspondiente a tal exigencia.

4. La separación entre sacramento / consagración / orden y jurisdicción /


derecho / institución tiene sus problemas (que reaparecen con el desarrollo de
los servicios pastorales). El Concilio Vaticano II ha superado tal separación
(obra, sobre todo, de la teología medieval) y ha dicho claramente que «la
jurisdicción no se añade al ministerio episcopal simplemente desde el exterior,
sino que está inserta en la estructura del sacramento mismo»24 Esta raíz
sacramental de la jurisdicción es una afirmación irrenunciable del último Concilio
y no se pone en tela de juicio. No obstante, la distinción (¡no la separación!)
entre orden y jurisdicción indica siempre una diferencia que ha de tenerse
presente aun en el caso de la obediencia y que pone por lo menos en guardia
ante la divinización de la obediencia eclesial.
23 J. RATZINGER (op. cit. en nota 20) p. 256, remitiéndose a San Agustín. Cf. H. U. von BALTHASAR,
«Casta meretrix», en Sponsa Verbi, Einsiedeln 1961, pp. 203-305.

24 J. RATZINGER, «Die bischbfliche Kollegialitdt nach der Lehre des Zweiten Vatikanischen Konzils»,
en Das neue Volk Gottes, cit., p. 192.

Obediencia eclesial

a) La promesa de obediencia

En el rito de la consagración diaconal y sacerdotal, el obispo, tras haber


preguntado a los candidatos si están dispuestos a asumir el ministerio, pregunta
individualmente a cada uno: «¿Prometes respeto y obediencia a mí y a mis
sucesores?». El candidato responde: «Prometo», y en señal de esta promesa
pone sus manos juntas entre las del obispo. Ritos parecidos figuran en la
profesión religiosa (a partir del siglo XII). En los Ejercicios ignacianos, la idea del
seguimiento, que está en su base, ocupa un lugar de primer plano.

Hoy día, este rito de la obediencia ya no se entiende tan fácilmente. Proviene de


la jurisdicción germánica. ¿Implica un acto de sumisión? «El seguimiento
medieval es sinónimo de libertad, no de constreñimiento; sinónimo de fidelidad y
de compromiso, no de obediencia forzadamente inculcada; el hombre del
séquito es colaborador... de su señor, no un trabajador asalariado; es su
confidente y amigo, no un siervo sumiso» 25 Es una persona que se decide
libremente y sigue siendo hombre libre aun en medio de una relación personal
recíproca fundada en la fidelidad. El hecho de que tal relación degenerara en
dependencia y subordinación unilateral (señor-siervo) es consecuencia del
absolutismo de la época moderna, que ha dejado huellas también en la Iglesia.
25 I. ZEIGER, «Gefolgschaft des Herrn», en Zeitschrift für Aszese und Mystik 17 (1942), p. 15; cf.
también J. A. JUNGMANN, Liturgisches Erbe und pastorale Gegenwart, Innsbruck 1960, pp. 393-395; B.
KLEINHEYER, Die Priesterweihe im Romischen Ritus, Trier 1962, pp. 212-215.

El rito de la promesa de obediencia (las conferencias episcopales tienen


facultad para modificar el gesto de las manos) no hay que interpretarlo
erróneamente como humillación, como expresión de servilismo devoto, sino que
puede recordar que la obediencia tiene que ver con el seguimiento. El obispo
acepta, de hecho, la promesa «in persona Christi», y lo hace consciente de que
también él, lo mismo que el que promete obediencia, está en seguimiento de
Cristo y se halla en camino.

b) ¿Cosificación?

La promesa puede recordar que la obediencia es, en el fondo, una relación


personal. Hoy día es importante subrayar este aspecto, porque se está
difundiendo la tendencia a derivar la obediencia, en primer lugar y
esencialmente, de la situación preexistente al hombre, y ello enarbolando el
lema de la «cosificación». «No es Dios... quien exige obediencia, sino que es la
situación la que pide mi respuesta, y sólo en ella me pide Dios...; lo que Dios
quiere —y quizá lo que Dios es— sólo puede ser decidido en la situación», y las
decisiones están sometidas «al juicio de las situaciones» 26

Indudablemente, es necesario ligar la obediencia a la situación concreta y, en


este sentido, cosificarla, ya que concebir la obediencia de forma puramente
personalista oculta el peligro de hacerla «no objetiva», de hacerla degenerar
fácilmente en arbitrio, en busca del propio interés y en comportamientos
autoritarios (según el lema de que ¡En todo caso, es siempre mejor obedecer!).
Pero en la actualidad es mucho mayor el peligro de una pura cosificación, a
saber: la obediencia cae bajo el imperio de las circunstancias. Los hombres
obedecen y se deben, en el fondo, a la situación y a las cosas; han prestado
juramento a la dictadura de la realidad de hecho. Esto se ha visto con
demasiada claridad (en el plano teórico-científico de la llamada controversia
positiva de la sociología alemana) para que pueda minimizarse este mortal
peligro que, bajo la moderna etiqueta de cosificación» u «objetivación», fascina
a muchos.
26 D. SOLLE (op. cit. en nota 1) p. 32.

La praxis de la obediencia no debe caracterizarse ni por reducción personalista


(Yo-Tú) ni por una pura cosificación. Más bien debe seguir siendo determinante
el modelo fundamental de la comunicación humana: Yo-Tú-objeto/situación
(contexto social) 27

En última instancia, la obediencia sólo se realiza de forma personal, dejando,


naturalmente, que la situación diga su importante palabra (hasta las piedras
pueden «gritar»: Lc 19, 40). La estructura personal es fundamental para la
obediencia de la fe: nosotros no seguimos la «causa de Jesús», sino a El
mismo. La Iglesia (y en ella no el último el obispo) debe traer a la memoria esta
base personal de la obediencia.
27 Cf. F. KERSTIENS, Wie wir christlich leben kdnnen, Mainz 1973, p. 43. También D. SOLLE (op. cit.), p.
26 conoce esta estructura fundamental de la comunicación, pero no la explota suficientemente.

Pero ¿cómo puede uno obedecer a su obispo si casi nunca lo ve? Por otro lado,
¿cómo puede un obispo tener en cuenta la situación concreta de un individuo si
casi no lo conoce? Esto plantea hoy día un gran problema. La obediencia se
promete y es debida al obispo, pero normalmente no será él quien la exija, ni
podrá hacerlo. Lo hace a través de sus encargados, los cuales forman parte de
un complejo que trabaja (y así ha de hacerlo necesariamente) según los
principios de una administración ordenada. Por respeto a la justicia en las
relaciones con todos, dicha administración ha de pasar por encima de puntos de
vista personales. Y así, entre el obispo y sus colaboradores (al menos en
nuestras latitudes) se interpone la administración, que se percibe como
anónima. La obediencia corre el peligro de perder su rostro; 28 se exige y se
presta anónimamente, de forma administrativa.

La obediencia va ligada al oír-decir. El cara a cara en el momento de la promesa


de la obediencia no es un acto unilateral, sino una obligación recíproca, como
indicaba el beso de paz que, hasta la reforma litúrgica del rito de la
consagración, acompañaba a la promesa de obediencia. Por eso, también la
exigencia de la obediencia eclesial por parte del obispo está indisolublemente
ligada a su deber de asumir la responsabilidad fundamental de sus propias
directrices y de defender eventualmente al que obedece.
28 A este respecto, véanse las notables reflexiones de F. X. KAUFMANN, Kirche begreifen, Freiburg i.B.
1979, espec. pp. 138-143.

La tradición ascética ha tenido su propia (y amarga) experiencia en cuanto a la


«cosificación» de la obediencia de forma distinta a la arriba mencionada. La
obediencia se ha hecho independiente como actuación (de la «mortificatio»),
como un medio con el que expiar los pecados cometidos después del bautismo
(cfr. ya las antiguas reglas del monacato, incluida la benedictina) 29 Queda así
desligada de la comunicación personal, de la relación con la comunidad, y
pierde, por tanto, su espacio vital para degenerar en prestación. Es superfluo
preguntarse por el sentido del comportamiento obediente, ya que tiene en
cualquier caso (aun en los más insensatos) sentido en sí mismo. Sólo cuenta y
se computa la obra realizada —una «carga» de la que incluso podemos llegar a
«descargarnos». De una u otra forma, una pura cosificación conduce, al fin, a
que la obediencia degenere en prestación. Por el contrario, la obediencia se
halla en relación con la comunidad y puede vivir únicamente si se realiza de
forma personal en la situación concreta.
29 A este respecto es muy instructivo A. de VOGGE, La régle de saint Benoit, París 1977, pp. 135-164.

c) Obediencia al obispo, en concreto

Dos indicaciones, a modo de ejemplo, por lo que a la obediencia al obispo


respecta:

1. Atendiendo a la estructura del ministerio, caracterizada por el oír-decir, tal


como arriba hemos explicado, el obispo tiene algo que decir a las comunidades
de la diócesis y algo que decir en las comunidades. Esto se concreta en el
problema de la «palabra del pastor». El obispo tiene la obligación de predicar;
tiene el derecho de hacer oír su palabra en las comunidades. ¿Y si el párroco se
siente obligado en conciencia a no leer una carta pastoral? ¿Es lícito obligarle
por obediencia a llevar a cabo una acción cuya responsabilidad le parece que
no se puede asumir teológicamente, o que considera nociva desde el punto de
vista pastoral? Por otra parte, es deber suyo dar a conocer a la comunidad, de
un modo u otro, la palabra del pastor.

Naturalmente, habría que comprobar, atendiendo tanto a una como a otra parte,
si resulta precisamente necesario que hoy día se den tantos casos de conflicto
de este tipo. Los obispos harían bien en tener presente que en el curso de los
diez últimos años el número de cartas pastorales ha crecido de forma
inflacionista (en alguna diócesis, doce en un año). No es preciso decir (y
escribir) todo lo que se puede decir (y escribir). Por el lado opuesto, parece que
la conciencia, en cuanto a las cartas pastorales, se ha «sutilizado» y reacciona
de forma sensible, a veces incluso de forma alérgica y morbosa.

2. En virtud de su ministerio, el obispo está al servicio de la diócesis, la


representa y debe atender a su defensa. Debe tutelar el derecho de cada uno y
proveer al bien del conjunto. ¿De qué forma?

Debe obligar a los pastores de almas a desempeñar el servicio que deben a la


diócesis, cosa que hace en concreto asignando puestos. Hay puestos y tareas a
los que nadie aspira. El obispo podrá hacer frente a su propia responsabilidad
para con la diócesis sólo si puede presuponer en los pastores de almas la
disponibilidad «a ponerse a disposición y a comprometerse en las distintas
situaciones» 30 Tal disponibilidad es obediencia concreta al obispo. La cual
obediencia dice que, en la Iglesia, el servicio tiene precedencia sobre las
inclinaciones personales. El obispo tendrá, obviamente, en cuenta las dotes y
las limitaciones de cada sacerdote, diácono o colaborador para encontrarle el
puesto acomodado ( ¡por el bien de la pastoral!). Y viceversa, éste deberá
sentirse obligado al «bonum commune». La obediencia degenera cuando llega
sólo adonde llegan los propios intereses y argumentos, mientras que se hace
muy concreta cuando se trata de afrontar situaciones y tareas no deseadas u
hostiles.
30 Synodenbeschluss «Die pastoralen Dienste in der Gemeinde», en Gemeinsame Synode der Bistümer
in der Bundesrepublik Deutschland (cit.) p. 630.

d) Obediencia servicial

La obediencia eclesial no se extiende sólo a las peticiones que el obispo hace


personalmente o a través de algún encargado. Es también una obediencia
servicial general; en otras palabras: la obediencia exige lealtad al ordenamiento
eclesial y, en consecuencia, también al derecho canónico. ¿Será siempre, por
eso mismo y en último término, una obediencia practicada de forma mecánica
(como un cadáver)? ¡De ningún modo! Ha de tratarse de una obediencia
responsable. ¿Qué significa esto en concreto?

Un ejemplo: Es derecho de los fieles decidir cómo desean recibir la comunión, si


en la mano o en la boca. El ministro que distribuye la comunión está obligado a
satisfacer el deseo del comulgante. No está bien que de un modo u otro,
invocando «escrúpulos de conciencia», se dispense de este deber según propia
discreción. Frente a su deber existen, por la otra parte, unos derechos.

Las normas del derecho canónico universal y diocesano se observan como


principio. Seguir sólo las prescripciones que me parecen justas y útiles significa
infringir la lealtad debida a la Iglesia (al obispo). No me es lícito establecer mis
ideas acerca de su utilidad, en lugar de las consideraciones que han guiado al
legislador. Sería algo arbitrario que destruiría el ordenamiento eclesial y, por
ello, la comunidad eclesial. En cambio, tengo el derecho (y en ciertos casos el
deber) de exponer con franqueza al superior la perplejidad que experimento a
propósito de alguna norma o de alguna orden.

Es distinto el caso si juzgo que la obediencia que me es pedida viola un derecho


«superior», si estoy convencido en conciencia de tener en tal caso que
obedecer antes a Dios que a los hombres (a la Iglesia), ya que obedecer sería
pecado. Se dan casos de este tipo. Pero no son la regla. La lealtad exige que
nos preguntemos autocríticamente si bajo tales problemas de conciencia no se
esconden tal vez intereses privados. Para quien, frente a un problema objetivo,
no encuentra razones válidas, la solución es fácil invocando sencillamente
conflicto de conciencia, diciendo, por ejemplo, que es distinta la voluntad de
Dios. Pero el apelar a la conciencia no dispensa del deber de motivar de
manera racional la propia conciencia. Y el peso de la prueba recae sobre quien
afirma la existencia de tal contradicción.

La obediencia eclesial se denomina también «obediencia canónica», lo cual


significa que es una obediencia prestada en el marco del derecho canónico.
Esto vale lo mismo para el que la solicita como para el que la otorga. El derecho
canónico pone límites al ejercicio de la autoridad eclesial. Dada nuestra
sensibilidad en cuestiones de derecho, sería de desear que tales límites
resultasen a menudo más claros y eficaces, con lo que se excluiría en la mayor
medida posible la arbitrariedad. En cualquier caso, quien está sometido a
obediencia no queda privado de derechos en la Iglesia.

e) El «clima»

Los problemas de la obediencia concreta tienen un fondo propio sobre el que se


plantean y se resuelven. No hay que infravalorar la importancia de la
«atmósfera» en este campo. Expresiones como (capacidad de mando», «unidad
de dirección» y «necesidad de orden en el gobierno jerárquico de la Iglesia» 31
hacen pensar en un organismo militar que funcionara de forma impecable
(«acies bene ordinata»), más que en un organismo del Espíritu (1 Cor 12). El
espacio en que se sitúa la obediencia a la luz del Evangelio es la fraternidad,
para la que un estilo autoritario está tan fuera de lugar como el paternalismo
(«Uno sólo es vuestro Padre...»: Mt 23, 9).
31 K. MORSDORF, Lehrbuch des Kirchenrechts I, Paderborn 19641, p. 258.

«Entre hermanos», no puede tratarse sólo de seguir las decisiones tomadas.


Aquí la obediencia puede tomar la forma de la escucha comunitaria a lo largo
del camino que lleva a la decisión, sopesando los diversos argumentos. Ello no
significa dejarlo todo abierto. Hay que llegar a tomar decisiones, pero (por lo
general) no «decisiones solitarias».

Y para que estas sugerencias no se queden en llamamientos genéricos, es


preciso imaginar e institucionalizar formas de escucha recíproca (por ejemplo,
cuando se trata de decisiones sobre el personal, ¡aunque no sólo en estos
casos!).

La obediencia eclesial se pide y se presta en el seno de la Iglesia. Al igual que


ésta última, también la obediencia ha de guardarse de un doble peligro:

— el de una divinización que equiparase la norma o el mandato con la voluntad


divina (la regla, con el orden de Dios; las directrices del obispo, con la palabra
autoritativa del Señor resucitado), deduciendo de aquí el deber de una
obediencia absoluta;

— y el de una «profanidad» que desligase el deber de la obediencia de la raíz


de la autoridad eclesial y que, invocando la madurez y la autorrealización, lo
disolviera en una elección discrecional.
Si partimos de una fenomenología del oír-decir de la palabra de Dios, es fácil
objetar que de esa forma se volatiliza la obediencia cristiana. El «test» más
significativo de esa teología de la obediencia es, ante todo, la adoración a Dios,
pero a continuación lo es también la actuación concreta de la obediencia en la
Iglesia. De hecho, el análisis acerca de la palabra de Dios y acerca del Espíritu
Santo quedaría indeterminado y cómodo si no se viera con claridad cómo,
dónde y cuándo se pronuncia dicha palabra. Si «el que dice: 'yo amo a Dios' y
odia a su hermano, es un mentiroso» (1 Jn 4, 20), lo es también, y con mayor
razón, el que dice: «Yo escucho y obedezco a la palabra de Dios», pero no se
preocupa de la Iglesia y de sus ministros.

¿Cómo se vive y se habla «entre hermanos»? ¡Escuchando al único Maestro y


con un corazón lleno de amor a los hermanos! Esta es la obediencia a la que
llama la fe.

Señales de libertad

Nos limitamos a concretar la importancia social de la obediencia con algunas


sugerencias. Habría que analizarla más detalladamente de lo que aquí es
posible, pero, en cualquier caso, no faltan algunos fenómenos que permiten
reconocer la urgencia de este tema en la situación social de hoy día.

Lutero, sobre todo (en su disputa con Erasmo), y Kierkegaard han dejado claro
que el problema de la libre voluntad queda en abstracto si no se reflexiona en
que el hombre en concreto es ya y desde siempre «obediente». Sólo se trata de
saber a quién obedece, si a los propios instintos, a la situación social, a la
producción, al consumo, a los reclamos o a las posibilidades de su existencia y
ambiente que le «liberan». De una u otra forma, ese «estar subyugado» de
hecho el hombre se manifiesta en el aspecto existencial, social y cultural. ¿Se
trata de una obediencia arrancada por fuerza o liberada/liberante? En este
punto debería la obediencia cristiana dar pruebas de sí misma estableciendo
señales de la libertad, en pugna y contraste con las innumerables dependencias
y manías que nuestra sociedad produce como en una cadena de montaje.

— En nuestros días y en nuestra sociedad, en que la emancipación y la


autodeterminación son más afirmadas que realizadas, la obediencia cristiana
está llamada a declararse como la posibilidad de dejarse uno liberar por Dios en
el nombre de Jesucristo, la posibilidad de pertenecer —libremente— de manera
total a él y a su Reino, y de servir libremente también y precisamente a la Iglesia
concreta, sin cerrar los ojos a las dificultades.

— En nuestros días y en nuestra sociedad, con su tendencia a la masificación y


a cada vez más numerosos sometimientos, la obediencia cristiana está llamada
a testimoniar la libertad y la redención que se otorgan a aquel que obedece
antes a Dios que a los hombres o incluso a las circunstancias; una libertad que
desenmascara la tiranía de los «otros dioses» y el terror a los «principados y
potestades».

— En nuestros días, caracterizados por el narcisismo y la autorrealización


autista-egoísta (= ¡búsqueda de sí, egoísmo!), la obediencia cristiana está
llamada a testimoniar que la raíz de la libertad está en la capacidad que el
hombre tiene de abandonarse a sí mismo; a testimoniar que gana su vida el que
la pierde (cfr. Mt 16, 25).

— En nuestra sociedad y en nuestros días, en que no queremos dejarnos decir


nada y en que ya tampoco hay, por tanto, nada que decirnos a nosotros
mismos, en que se nos moviliza a base de eslóganes como con otras tantas
armas contundentes y se amplía con ellos el «diccionario de la deshumanidad»,
en que el lenguaje se reduce, en el fondo, a información técnica, la obediencia
cristiana está llamada a hacer posible la comunicación mediante el oír-decir...
hasta ese olvido de sí que permite descubrir la verdad de Dios en el otro.

— En nuestra sociedad y en nuestros días, en que la obsesión por ser el más


fuerte impulsa a hombres y a pueblos a armarse (interior y exteriormente) de
formas cada vez más dementes y espantosas, la obediencia cristiana está
llamada a testimoniar que la adoración a Dios puede salvar al hombre de caer
de rodillas ante el poder.

— En nuestra sociedad, que vive en gran medida a expensas de otros (¡aun de


la naturaleza!) y vuelve la espalda a la miseria de pueblos enteros, la obediencia
cristiana está llamada a percibir el suspiro de la creación (cfr. Rm 8, 22) y a oír
el grito de cuantos han caído en manos de los ladrones (y no serán los últimos
esos ladrones que promueven la carrera de armamentos a expensas de gentes
que padecen hambre).

— En nuestros días y en nuestra sociedad, que no se enfrenta con la muerte (a


menudo por ella misma procurada), sino que la rehúye y la esquiva, la
obediencia cristiana está llamada a manifestarse como la posibilidad de
ejercitarse en el sufrimiento y en el morir y de ganar la vida (el «sí mismo»)
mientras se la pierde (el «Yo») en nombre del Crucificado.

La obediencia cristiana es la posibilidad que el hombre tiene de aceptar la


pobreza de la propia existencia como criatura, de sacar las consecuencias de
ese hecho y de confiarse a Dios. El hombre llega a ser libre sólo si se une a su
raíz, así como la hoja podrá respirar libremente sólo si permanece adherida al
árbol y no es arrancada de éste por el viento.

5. NOTAS

Parábola del buen y el mal cochero:


Había una vez un hombre rico que hizo comprar a alto precio en el extranjero
una soberbia pareja de caballos sin defecto alguno, para su disfrute, es decir,
para llevarlos de recreo uncidos a su carroza. Y así lo hizo durante uno o dos
años. Quien hubiera conocido antes a aquellos dos caballos y viera ahora cómo
los conducía, no los habría reconocido: sus ojos cansados, apagados; su
andadura ya no era gallarda y vigorosa; no aguantaban nada; carecían de
resistencia; hacían, cuando mucho, dos o tres kilómetros y luego tenían que
pararse y ya no se movían, aun cuando él se lo pedía sentado cómodamente en
el coche; además se habían vuelto coléricos y desconfiados y, por más que les
dieran de comer hasta hartarse, enflaquecían de día en día. Entonces el hombre
rico hizo llamar al cochero del rey y los puso por un mes bajo su guía: y jamás
se había visto en el país una pareja de caballos de tan altivo porte en sus
cabezas, de mirada tan fogosa y tan armoniosa andadura, capaces de cubrir al
galope diez kilómetros sin detenerse. ¿A qué se debía el cambio? La
explicación es fácil: el propietario, que, sin ser un cochero, había jugado a serlo,
los había guiado según lo que los caballos creían era una guía; el cochero del
rey los guiaba según lo que él creía tenía que ser una guía.

Eso mismo sucede con nosotros, los hombres. Cuando pienso en mí mismo y
en las personas que he conocido, me digo no rara vez con melancolía: ¡cuántos
dones, cuántas energías, cuántas posibilidades..., pero falta el cochero! Durante
mucho tiempo, generación tras generación, los hombres hemos sido guiados
(por seguir con la imagen) según lo que los caballos piensan es una guía;
hemos sido dirigidos, formados, educados, conforme a lo que el hombre piensa
que es el hombre. Eso nos ha hecho comprender cuánto nos falta: la elevación;
y nos ha hecho ver, en consecuencia, por qué tenemos tan poca resistencia, por
qué en seguida echamos mano, impacientes, de los medios del momento y
queremos ver al instante la recompensa de nuestro trabajo, que, precisamente
por eso, es un trabajo efímero.

Antes las cosas no eran así. Hubo un tiempo en que plugo a la divinidad, si así
puede decirse, hacer personalmente de cochero; y guió a los caballos según lo
que él mismo pensaba ser una guía. ¡Oh, qué no pudo entonces el hombre...!
(S. Kierkegaard).32
32 Tomado de S. KIERKEGAARD, Zur Selbstprüfung der Gegenwart anbefohlen, Düsseldorf 1953, pp. 118 s.

«Porque para venir del todo al todo,


has de negarte del todo en todo.
Y cuando lo vengas todo a tener,
has de tenerlo sin nada querer.
Porque, si quieres tener algo en todo,
no tienes puro en Dios tu tesoro».

(S. Juan de la Cruz 33).


«Señor mío y Dios mío,
elimina en mí todo lo que me impide
venir a ti.
Señor mío y Dios mío,
dame todo lo que me hace avanzar hacia ti.
Señor mío y Dios mío,
quítame a mí mismo y hazme todo tuyo».

(Nicolás de Flüe)
33 S. JUAN DE LA CRUZ, Subida al Monte Carmelo.

Dice la leyenda que Cristóbal se llamaba anteriormente Réprobo, «condenado».


Era como si una gran culpa pesara sobre sus espaldas. Un día se le ocurrió ir
en busca del soberano más poderoso del mundo y servirle. Sus primeras
tentativas fracasaron, hasta que, tras haber recorrido muchos caminos
equivocados, encontró el nombre de Jesucristo.

«¿Qué debo hacer para ver a Jesucristo?», preguntó a un eremita. Y éste


respondió: «¿Ves, allá abajo, aquel río peligroso? La gente que lo atraviesa
pierde en él la vida muchas veces. Avecíndate en sus orillas. Con tu corpulencia
y tus fuerzas ayudarás a los viandantes a alcanzar salvos la otra orilla. Sé el
siervo de todos y verás al rey de reyes».

Y sucedió que después de muchos años, en los que sirvió a mucha gente, tuvo
el privilegio de llevar a través del río al Niño Jesús. Al llegar a la otra orilla, se
sentó y le dijo: «Creí que me moría. Era como si tuviera en mis espaldas el
mundo entero». «Cristóbal», le respondió el Niño, «has llevado algo más que el
mundo, has llevado al creador del mundo: yo soy el rey Jesucristo».

El libro primero de Samuel cuenta cómo el pueblo pidió un rey al profeta, ya


anciano. El quedó consternado, pero el Señor le dijo: «No te han rechazado a ti,
me han rechazado a mí, para que no reine sobre ellos» (1 Sam 8, 7). El pueblo
insistió tercamente: « ¡No! Tendremos un rey y nosotros seremos también como
los demás pueblos» (8, 19 s.).

Jesús dijo a sus discípulos, que discutían por el primado: «Los reyes de las
naciones las gobiernan... pero no así vosotros» (Lo 22, 25 s.).

¿Es sólo una menudencia el que digamos «señor párroco» o «pastor supremo»
(mientras Cristo es simplemente «pastor»)? ¿es cosa de nada el que (por
ejemplo), al principio de la cuarta plegaria eucarística) nos dirijamos a Dios con
el título de «Padre Santo» y nos refiramos a la vez al «Santo Padre de Roma»?
¿Se trata sólo de palabras o son palabras que dicen algo verdadero y más
profundo? En cualquier caso, dan que pensar si las tomamos a la letra.

El papa no es el sucesor o el representante de Cristo, sino de Pedro (H. U. von


Balthasar 34). El hecho de actuar «in persona Christi» no indica que la «persona
Christi» sea sustituida o representada por un sucesor o vicario. Cristo no es
sustituible ni representable. ¿De qué se trata? «Vivo, pero no yo, sino que es
Cristo quien vive en mí» (Gal 2, 20).
34 H. U. von BALTHASAR, «Gehorsam im Licht des Evangeliums», en Zur Pastoral der geistlichen
Berufe, Heft 16 (1978), p. 22.

El rey Jesús fue coronado con una corona de espinas (In 19, 1-3.5). Esa corona
es el símbolo de su realeza, de su soberanía. La impresionante escena, situada
en el centro de la Pasión, tiene una segunda parte. En el siglo IV, la corona de
espinas sale nuevamente a la luz como reliquia, y llega en el siglo VI a manos
del emperador de Bizancio. Desde aquí será cedida en el siglo XIII, como
prenda de garantía, a mercaderes venecianos, y finalmente la adquiere Luis IX
por 135.000 libras. ¡Todo un símbolo del cambio de poder! Como relicario, se
construye en París la «Sainte Chapelle», mientras los emperadores romanos de
la nación alemana hacen en contrapartida algo semejante en el coro de la
catedral de Aquisgrán, donde son coronados. «La corona de espinas como
símbolo del poder real —un hecho que ilustra elocuentemente un problema
fundamental de la historia cristiana» 35

El gran Inquisidor,36 dirigiéndose a Jesús (sobre el trasfondo del relato de las


tentaciones), dice: «¿Por qué has venido ahora a molestarnos?... Y ahora
escúchame: nosotros no estamos contigo, sino con él, he ahí nuestro secreto...
Nosotros hemos aceptado de él lo que tú has rechazado con indignación, a
saber, el último don que te ofreció al mostrarte todos los reinos de la tierra.
Nosotros hemos tomado Roma y la espada del César y nos hemos proclamado
reyes únicos de la tierra... Tú, en cambio, hubieras podido ya desde entonces
tomar la espada del César. ¿Por qué rechazaste también aquel último don? Si
hubieses obrado según el consejo del espíritu poderoso, habrías realizado
cumplidamente cuanto el hombre busca sobre la tierra, porque habría tenido
ante quién inclinarse, la persona a quien confiar su propia conciencia. Vete y no
vuelvas... ¡No vuelvas nunca..., jamás, jamás! ».
35 A. SMITMANS, Der Narr Jesus, Stuttgart 1974, p. 17.
36 F. M. DOSTOYEWSKI, Die Brüder Karamasow, München 19813, pp. 347, 354.

«Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta,
entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Apoc 3, 20).

Agustín conjura al joven diácono («De catechizandis rudibus» XII, 17) a


conservar a los bautizados en su propio corazón: «El amor apasionado es
capaz de realizar una cosa así: si ellos se sienten alcanzados por nosotros que
hablamos, y nosotros por su escucharnos, entonces vivimos unos en los otros.
Entonces es como si ellos pronunciasen en nosotros lo que oyen y nosotros, en
cierto modo, aprendiésemos en ellos lo que enseñamos».

Algo digno de señalarse es, según el Nuevo Testamento, el modo de resonar la


palabra de Dios en la exhortación apostólica («paraclesis») no en forma de
mandato, sino de invitación, sin elevar la voz. En su base está la misericordia
proveniente de Dios en Jesucristo. Es «un llamamiento solícito y urgente a los
hermanos, que reúne en sí a la vez oración, consolación y exhortación».37
37 H. SCHLIER, «Vom Wesen der apostolischen Ermahnung» (en op. cit. en nota 9) p. 89.

La presunta necesidad de deber tomar siempre posiciones, en lugar de


detenemos a escuchar y esperar a ver lo que el otro nos da o toma de nosotros,
es las más de las veces la muerte de la comprensión, el fin de la capacidad
genuina de preguntar, la oportunidad frustrada de crecer aprendiendo.
«¿Cuántos... saben aún que el comprender es siempre un proceso, un
crecimiento propio, y que, por lo tanto, requiere tiempo y serenidad hasta el
punto del olvido de uno mismo...? El principio de toda hermenéutica razonable
es para mí el ejercicio de escuchar, que deja, ante todo, subsistir cuanto me es
históricamente extraño y no ve en la violencia la forma fundamental del
compromiso» 38

«El que responde antes de escuchar demuestra necedad y confusión» (Prov 18,
13).

La palabra «autoridad» suena hoy a muchos (en especial a los jóvenes) como
una señal de alarma. Querrían suprimirla y, a su vez, no ostentar por razón
alguna del mundo una autoridad. Quienquiera que tenga algo que decir a otro o
desee evocar en él alguna cosa, habrá de asumir esa «paternidad» y ser, en
este sentido, autoridad. Si rechaza serlo, las relaciones ya no son vinculantes y
se dejan a merced de la propia discreción. Renunciar a la autoridad por miedo al
comportamiento autoritario es una ingenuidad que nadie puede seriamente
permitirse cuando está convencido de tener algo que comunicar al otro.

Hoy día, ¿hay demasiada autoridad en la Iglesia o demasiado poca?


Probablemente demasiado poca; en todo caso, demasiado poco de esa
autoridad que permite reconocer y experimentar como autor suyo a Jesucristo.
38 E. KASEMANN, «Zum Thema der urchristlichen Apokalyptik», en Exegetische Versuche und
Besinnungen II, G fitting 1964, p. 107, nota 1.

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