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a) La gratuidad de Dios
El Antiguo Testamento está lleno de expresiones sorprendentes,
pero ninguna como la afirmación de que el Dios dueño del
Universo
«se ha enamorado» de Israel (Dt 10, 15), de tal manera que la
Alianza
con el pueblo adquiera la forma de una «declaración de amor» (cf.
Dt
26, 17-19). De ese amor procede toda la conducta de Dios para
con
Israel: fidelidad, gracia, salvación:
«En aquel tiempo oráculo del Señor seré el Dios de todas las tribus
de
Israel y ellas serán mi pueblo.
Así dice Yahvé:
Halló gracia en el desierto
el pueblo que se libró de la espada.
Israel camina a su descanso.
De lejos Yahvé se le apareció:
Con amor eterno te he amado,
por eso te he reservado mi gracia»
(Jer 31, 1-3. Cf. Is 43, 4; 54, 8.)
El Espíritu de amor
Afirmar que «Dios es espíritu» no es algo distinto de afirmar que
«Dios es amor». Como observa H. Mühlen, «en el lenguaje bíblico
la
palabra 'espíritu' significa el existir-hacia-afuera típico del hombre,
y no
de ningún modo, sólo su existir-en-sí. Lo cual corresponde con la
afirmación básica de la Biblia de que el Espíritu es todo hecho en
que
el Padre y el Hijo salen de sí mismos, existen hacia afuera, y
ciertamente tanto en su vida intratrinitaria cuando en relación con
los
hombres y con el mundo» 11. Es decir, el Dios que es gracia y
amor
gratuito no es un Dios impersonal: es el Dios que «es espíritu»,
que es
autoapertura y auto-transcendencia; es decir, es un Dios personal
o, si
se prefiere, suprapersonal.
«El Padre ama al Hijo y ha puesto todas las cosas en sus manos»
(Jn 3,35). Ese amor del Padre es su total apertura y donación al
Hijo. El
Padre es espíritu, pero también lo es el Hijo, «ya que Dios le ha
comunicado plenamente su Espíritu» (Jn 3,34), y el Hijo lo
comunica a
sus discípulos, llamándoles así a una total apertura de sí mismos.
El
Espíritu es liberación porque rompe el cierre egoísta sobre sí
mismo.
«El Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor hay
libertad» (2 Cor 3, 17). El «Espíritu de gracia» es, pues, «Espíritu
de
libertad»: la libertad de Dios se afirma en que el Dios que ama
como
Espíritu es un Dios que ama con absoluta libertad. Es otra manera
de
hablar de la gratuidad del amor de Dios, es decir, de la gracia,
pero
también del amor con que deben amarse los hombres: «El viento
sopla
donde quiere; oyes su rumor, pero no sabes ni de dónde viene ni
adónde va. Lo mismo sucede con el que nace del Espíritu» (Jn
3,8).
ES/LIBERTAD: Los Hechos de los apóstoles son la historia de la
libertad del Espíritu. Es el Espíritu quien elige a los discípulos (Act
1,
2), quien se da a ellos como un don (2, 38; 10, 45), les llena
totalmente
(2,4; 4,31; 6,3), les consuela (9,31) y da fuerza (1, 8). Pero,
además, el
Espíritu habla (10, 19; 11, 12; 21, 11) y actúa de modo
inesperado,
con total libertad: cambia los planes de los discípulos (10, 47; 16,
6),
hace hablar (y, 10; 11, 28), guía, conduce y ordena (13,2-4; 21,4).
El
modo como Felipe es conducido por el Espíritu es de lo más
característico (8, 29 y 39). Nadie puede saber dónde «soplará» el
Espíritu, nadie debe intentar controlarlo o manipularlo. El Espíritu
es la
libertad de Dios. Todo intento «mágico» de ponerlo al servicio del
hombre resulta inútil.
Los Hechos cuentan el caso de Simón el Mago, a quien los
samaritanos consideraban como una personificación del «Gran
Poder»
(cf. 8, 9-24). Simón creyó y se bautizó a raíz de la predicación de
Felipe en Samaria. Más tarde, Pedro y Juan fueron enviados para
imponer las manos a los samaritanos creyentes:
«Al ver Simón que cuando los apóstoles imponían las manos se
impartía el
Espíritu, les ofreció dinero, diciendo:
Concededme también a mí el poder de que, cuando imponga las
manos a
alguno, reciba el Espíritu Santo.
¡Al infierno tú y tu dinero! le contestó Pedro. ¿Cómo has podido
imaginar
que el don de Dios es un objeto de compraventa? No es posible
que
participes de este don, pues Dios ve que tus intenciones son
torcidas» (8,
18-21).
Ningún poder puede ejercerse sobre el Espíritu. La gracia y el
amor
no pueden ser comprados. Dios es libre y se da a quien quiere,
cuando y como quiere: precisamente a los pobres, es decir,
aquellos
que no pueden ejercer poder alguno:
Gracia y Espíritu
GRACIA/NO-ES-COSA: Dios es gracia y amor. Y también: la gracia
es Dios. Esta primera afirmación hay que retenerla firmemente si
no se
quiere malentender todo lo demás. La gracia no es una «cosa»
que
Dios «da» al hombre, ni una realidad «intermedia» entre Dios y el
hombre. Por eso, en sentido estricto, la gracia no se puede
«perder»:
Dios es fiel y ama ¿quién no es pecador?) también al pecador (por
otra parte, pero la gracia es Dios que ama al hombre y le salva.
Por
eso no es posible hablar de Dios como gracia sino en relación con
el
hombre. Entonces hay que añadir que la gracia es Dios mismo en
cuanto se dirige al hombre para ofrecerle su amor salvador en
absoluta libertad y gratuidad. La Biblia expresa esta relación me
diente
imágenes muy concretas, incluso espaciales: Dios visita al
hombre,
Dios es «presencia» junto al hombre, Dios habita en el hombre. En
Jesús de Nazaret, Dios «ha venido a auxiliar y a dar la libertad a
su
pueblo» (Lc 1, 68), se hace «presente» y «habita entre nosotros»
(Jn
1, 14). Pero después de la Pascua de Jesús (Jn 7, 3) el Dios de
gracia
que habita en el hombre es para la Escritura el Espíritu Santo. «La
gracia de Nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la
comunión
del Espíritu Santo esté con todos vosotros» (2 Cor 13, 13). Por
desgracia, estamos demasiado sordos cuando escuchamos estas
palabras al comienzo de la celebración eucarística. Gracia, amor y
comunión son una misma cosa, con leves variantes de matiz: el
Padre
que nos ama muestra su amor salvador (gracia) en Cristo, amor
del
que participamos estando en comunión con el Espíritu que habita
en
nosotros.
Jesús es el hombre lleno del Espíritu y que lo da sin medida I (Jn
3,
34): «habiendo recibido del Padre el Espíritu Santo prometido, lo
ha
repartido en abundancia» (Act 2, 33). El bautiza en el Espíritu
Santo
(Jn 1, 32-33). Los discípulos son bautizados más tarde en Espíritu
(Act
1, 5) y lo otorgan por la imposición de las manos (Act 8, 15-19),
aunque el Espíritu Santo muestra también su soberana libertad
dándose sin mediación alguna de la Iglesia (Act 11, 15-16). Jesús
insiste en que todo el secreto de la nueva existencia consiste en
nacer
de nuevo del Espíritu Santo (Jn 3,5). San Pablo desarrolla
ampliamente
esta idea. El Espíritu es quien nos renueva (Tit 3,5) y se convierte
en
el principio dinámico interior del hombre. No sólo habita en el
hombre
(1 Cor 3, 16), sino que actúa en él continuamente (1 Cor 12, 13),
le
anima (Ro». 8, 14) y ayuda (2 Tim 1, 14) y empuja (2 Pe 1, 21).
Toda
la actividad cristiana procede de él: la confesión de fe (I Cor 12, 3),
la
esperanza cierta (Gál 5, 5), la oración (Rm 8, 26; Ef 6,18), el culto
(Fil
3,3)... En definitiva, el Espíritu fructifica en el cristiano en una
conducta
absolutamente nueva (Gál 5, 16-25), de tal modo que éste ha de
vivir
«según las exigencias del Espíritu» (Gál 5,16 y 25). Pero el fruto
fundamental es el amor: «al darnos el Espíritu Santo, Dios nos ha
inundado de su amor el corazón» (Rm 5,5; cf. Gál 5,22). De este
modo
el hombre queda sellado en su corazón para que Dios le reconozca
como hijo suyo (Ef 4, 30), y es santificado (Ro». 8, 16). Así se
manifiesta en él todo el poder del Espíritu (Ef 3, 16; 1 Tes 1, 5),
cuya
expresión más asombrosa son los carismas (1 Cor 12, 4 y sgs.). El
Espíritu llena de paz y alegría (Rm 14, 17), signos del Reino de
Dios
presente.
Por todo esto, la gran recomendación de Pablo es: «¡No apaguéis
la
fuerza del Espíritu!» (1 Tes 5,19). Y es que «el que se une al Señor,
se
hace un solo Espíritu con él» (1 Cor 6, 17). Cerfaux comenta: «Los
cristianos que íntimamente se adhieren al Señor reciben de él la
eficiencia del Espíritu y ya no constituyen con el Señor (Cristo)
más
que un Espíritu, fórmula a la que el pensamiento sobrepuja en una
proyección más audaz: ya no constituyen más que el solo y único
Espíritu. Recuérdese la fórmula igualmente audaz: Dios será todo
en
todos» 15. Ese «hacerse una sola con el Señor en la esfera del
Espíritu» como traduce la Biblia interconfesional significa una
identificación del hombre con Cristo en su estar lleno del Espíritu,
es
decir, en su total apertura por amor, y en su ser «el hombre para
los
hombres».
EXP-DEL-ES: La existencia en el Espíritu es la existencia «abierta»
y
libre. Gracias al don del Espíritu el hombre consigue superar la
exclusividad de la afirmación de sí mismo para convertirse en don
para
los otros. Sólo entonces el hombre es amor. H. Mühlen ha
desarrollado
esta idea de un modo excelente:
Gratuidad y autenticidad
GRATUIDAD/EVASION: Todo cuanto se ha dicho acerca de la
gratuidad y del amor podría quedar, quizá, bajo el signo de una
«sospecha»: ¿hasta qué punto tiene algo que ver con la realidad?,
¿no es una descarada invitación a un sentimentalismo evasionista?
Al
hombre que se enfrenta cada día con la dura evidencia de la
opresión,
la injusticia y el más brutal egoísmo, ¿no ha de sonarle todo esto a
una
alienante «música celestial»? La gratuidad sería el último refugio
de
toda ilusión...
Con toda razón, Hugo Assmann, después de confesar que la
gratuidad es la «dimensión caracterizante del verdadero amor»,
denuncia que cuando una tendencia privatizante en el lenguaje
teológico usa en todo momento términos como «personal»,
«interpersonal», «intersubjetivo», «gratuito», es necesario estar
muy
atento. Porque detrás de esta «ideología del amor personal»
puede
ocultarse una evidente evasión de la realidad social y conflictiva. Y
añade:
CESAR TEJEDOR
EL GRITO DEL HOMBRE
Temas de Antropología Teológica
Edic. MAROVA MADRID 1980. Págs. 57-79
....................
6. Et. Eud., VII, 12, 1245 b.
7 Ética, V, 19 y 17 Cor.
8 Werke, Stuttgart, 1959, 2ª. ed., vol. VI pág. 65.
9 La esencia del cristianismo, Salamanca, 1975, pág. 293.
10. Ibid., pág. 279.
11. H. MÜHLEN, Espíritu, carisma, liberación, Salamanca, 1976,
pág. 104.
12. D. BONHOEFFER, El precio de la gracia, Salamanca, 1968,
págs. 17 y siguientes.
13. V. E. FRANKL, El hombre incondicionado, Buenos Aires, 1955,
página 179.
14. J. MARITAIN, La persona y el bien común, Buenos Aires, 1948,
páginas 41 y sgs.
15. L. CERFAUX, El cristiano en San Pablo, Bilbao, 1965, págs. 250-
51.