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Isaías 35, 1-6a.

10; Santiago 5, 7-10; Mateo 11, 2-11

«¿Eres Tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?»

«Vivo ahora en Adviento la posesión de ese niño alegre entre mis brazos. No aguardo el día
feliz que puede que no venga. Vivo ya la Navidad en ese camino de María y José sobre su
burro»

Me gusta pensar en el Adviento como un tiempo de alegría. Una oportunidad más para cuidar
las fuentes de mi alegría interior. Lo que me da paz. Lo que de verdad me alegra el corazón.
Me gustaría reír más, sonreír más, hacer reír. Y no ponerme serio en seguida ante los
problemas y las tensiones. Me gustaría ser capaz de alegrarme sin temer mi futuro. Estar
alegre y con paz cuando las cosas no salen como yo había pensado. En medio de las
dificultades del camino. Cuando la cruz besa mi herida. No sé bien cómo se hace para dejar
que Dios lo cambie todo. El llanto en risa de esperanza. No sé bien cómo lograr calmar la pena
y llenarla de alegría. Me fío de la oración de una persona que mira a Dios, mira a María, mira
su estrella en su vida: «Quiero mirar tu estrella en mi camino. Mirar tu estrella en el alma de
tantas personas. Mirar tu estrella en su mirada. Mirar tu estrella cuando esté triste. Mirar tu
estrella para saber dónde ir. Quiero mirar y confiar. Sobre todo cuando tema perder lo que
tengo. Quiero mirar tu estrella y coger fuerzas para darlo todo. Quiero mirar tu estrella y creer
en las personas que tengo cerca. Quiero mirar tu estrella y alegrarme por las cosas que Tú me
regalas. Quiero mirar tu estrella y no tener miedo de que cambien las cosas. Quiero mirar tu
estrella y sonreír. Y agradecer por tantos regalos que me haces. Quiero mirar tu estrella y
pensar que mi vida está hecha para la eternidad. Quiero mirar tu estrella y creer que
construyes con mi barro una obra de arte. Y creer que puedes cambiarme por dentro». Mi
Adviento es mirar la estrella de María en mi vida. Esa estrella que llena mi horizonte de
esperanza. Es verdad que a veces me empeño en ser feliz sin mirar a lo alto. Pero sé que
pierdo la alegría por pequeñeces y no por cosas importantes. Tal vez me falta una mirada más
profunda, me falta mirar la estrella y tener el corazón más anclado en Dios. Para no temer.
Para no dudar. Para confiar siempre y vivir atado a Dios. Sé que en ocasiones vivo la vida
esperando el después. Pienso que seré feliz cuando logre lo que ahora me falta, ese deseo, ese
proyecto, ese camino. Cuando acabe lo que ahora me agobia. Cuando finalice la carrera,
encuentre un trabajo mejor, me case, tenga un hijo, mi hijo crezca, sane la enfermedad. Me da
miedo no ser feliz en el presente, aquí y ahora. Vivo esperando ese único anhelo que me falta
para ser feliz. He aprendido que la felicidad se vive en presente, no en futuribles que no
controlo. Por eso he decidido que no quiero arrepentirme de no haber vivido intensamente
cada momento de mi vida. No pretendo vivir esperando la verdadera felicidad que quizás
nunca me llegue. Sé que la felicidad no llega cuando consigo lo que deseo. Cuando eso suceda
surgirá otro deseo en mi alma, y luego otro. La lograré sólo cuando aprenda a disfrutar de lo
que tengo, sin quejas ni protestas. El otro día escuchaba: «Atesora cada momento de tu vida.
El tiempo no espera por nadie. Trabaja como si no necesitaras dinero. Ama como si nunca te
hubieran herido. Baila como si nadie te estuviese viendo. No hay mejor momento para la
felicidad que este. Si no es ahora, ¿cuándo?». Seré feliz hoy, no mañana. Adviento es presente
y futuro. Espera y encuentro. Es hoy y es mañana. Pero ya el hoy de mi camino en Adviento es
posesión de lo que anhelo. Mi Adviento es Navidad incipiente. María que camina llena de Jesús
es presencia de un niño ya en el camino. Quiero vivir la espera en presente. No postergo mi
deseo de ser feliz. No aguardo la situación ideal que no poseo. Vivo ahora en Adviento la
posesión de ese niño alegre entre mis brazos. No aguardo el día feliz que puede que no venga.
Vivo ya la Navidad en ese camino de María y José sobre su burro. En ellos previvo lo que
sueño. Espero y poseo. Guardo y sueño. Quiero vivir siempre así. Cuidando la alegría de mis
pasos. Miro la estrella de María sobre mi vida. Me anima a no quedarme mirando mis
problemas, mis preocupaciones. Me despierta para que no me agobie en lo que hoy detiene
mis pasos. Levanto la mirada. Amplío el horizonte. Sueño en grande, miro lejos. Poseo ya en
parte lo que sueño. Estoy hecho para la eternidad y ya aquí la acaricio entre mis manos. Sé que
soy de barro y suspiro por el cielo. Me apego a la carne finita anhelando la plenitud que apenas
veo. Me gusta este Adviento presente, esta Navidad que sucede cada día. Esta felicidad en
presente no sujeta a tantos imprevistos. Quiero vivir con la sencillez de los niños que se
aferran al presente con sus pequeñas manos. Y retienen la risa que se dibuja en sus labios.
Quiero mirar a Dios como un niño. Sonriendo ahora. En medio del camino.

Me gusta el domingo de la alegría en el que la Iglesia me pide que me alegre. Le dice el Ángel a
María: «Alégrate, el Señor está contigo». Pero muchas veces yo no sé estar alegre. María
escucha al ángel y se llena de gozo. Yo mismo muchas veces no tengo esa felicidad que sueño.
No me lleno de gozo. Me gustaría estar siempre alegre. Guardar en mi corazón un pozo de
felicidad inagotable. Mantener la calma en momentos adversos. Sonreír en medio de las
dificultades. Conservar la mirada clara. Ser fiel con paz aun cuando caiga y tropiece. No
siempre lo logro. ¡Cuánto cuesta ser feliz! En una entrevista en la televisión una persona le
preguntaba a Jorge Bucay: «¿Por qué nos cuesta tanto ser felices? Todos vamos buscando y
creemos que las metas que alcanzamos nos van llenando más. Creo que ser feliz es un estado
de plenitud absoluta, es sentirte pleno contigo». Él le respondió: «Quizás a la gente le cuesta
ser feliz porque cree que la felicidad es estar de acuerdo con todo, pasarlo bien, estar alegre y
contento. La felicidad tiene que ver con la plenitud. Pero yo lo cambio por algo más sencillo
porque plenitud es demasiado grande. Lo voy a llamar serenidad. Ser feliz es estar sereno. Y se
obtiene cuando uno está en el camino que uno eligió, no cuando le va bien en él. Esperamos
tanto de la felicidad que la hemos vuelto imposible. Lo definimos en un lugar imposible. Ser
feliz por estar sereno. Es algo que ocurre de la piel para dentro. Debería prescindir de lo que
pasa de la piel para fuera. La felicidad no es un derecho, es una obligación. Lo que tiene que
ver es cómo veo yo lo que pasa fuera». Me gustaría aprender a ser feliz con lo que tengo. A
vivir con serenidad el presente de mi camino. Quiero ser un hombre sereno. Tranquilo con mi
vida. Con esa paz que me da saber dónde estoy ahora. No sueño con ese momento en el que
cambie de sitio, cuando vaya a otra parte, cuando todo sea mejor. Mi felicidad tiene que ver
con mi edad de hoy. Con mis relaciones hoy. Con mi familia hoy como es, no cuando los niños
se vayan, o cuando todo mejore en mi trabajo. Es la serenidad de saber que estoy en el camino
que Dios ha soñado para mí. Aunque no sepa muy bien cómo se va a desarrollar mi vida.
Aunque no todo funcione. No quiero controlarlo todo. No quiero saber exactamente cómo van
a seguir las cosas. Creo que lo que más me quita la felicidad es ese vano empeño mío por
querer tenerlo todo controlado. Lo que deseo, lo que programo. Los imponderables de la vida
me turban, no los abarco. Y me pierdo en medio de luces y sombras. Sin tenerlo todo claro. A
veces pretendo que todo me encaje. Como si de una obra de ingeniería perfecta se tratara. No
quiero errores y busco minimizarlos en un empeño inútil por ser yo el artífice de mi vida. Creo
que así lograré ser feliz. Cuando todo esté bajo control y nada se me escape. En mi orden
aparente busco ser feliz. Allí donde no hay caos. Ni ruidos. Ni distorsiones. Y alejo de mí lo que
llamo relaciones tóxicas. Busco cuidar mi felicidad fugaz a base de desvelos y preocupaciones.
Me preocupo antes de ocuparme. Me angustio antes de lamentar lo ocurrido. Vivo con
anticipación la infelicidad del futuro. Y cuando sucede, si sucede, vuelvo a ser igual de infeliz.
Soy infeliz por partida doble. Tal vez me falta el don de esa varita mágica que cambia lo oscuro
en luz. La tristeza en esperanza. Dios lo puede hacer posible si me hago con ese poder de su
Espíritu. Sé, porque lo he comprobado, que yo solo no lo logro nunca. Es inútil. Quiero hacer lo
que me dice el Papa Francisco: «Las alegrías más intensas de la vida brotan cuando se puede
provocar la felicidad de los demás, en un anticipo del cielo». Quiero que mi alegría crezca cada
vez que logro hacer felices a otros. Es el camino para ser feliz. Pensar más en la felicidad de los
demás que en la mía propia. Vivir abierto al otro. Buscar lo que desea. Adaptarme a sus planes.
Ceder a sus consejos. Renunciar a mis proyectos. Ponerme en un segundo plano sin pretender
ser yo el primero. Aceptar ser ignorado aun cuando me crea con derecho a ser tomado en
cuenta. Aceptar que no me consulten. Entender que lo importante es que los otros estén bien.
No pretender influir en todo con mi opinión. Ser uno más entre muchos. No querer ser
especial. Vivir preguntándome qué anhelan los que más amo. Hacer posibles los sueños de los
otros. Dejar de obsesionarme con cuidar mi espacio. Respetar al máximo el camino de los que
amo. Alabar sus éxitos y alegrarme con ellos. Disfrutar de los planes que otros me proponen
sin echar de menos lo que yo hubiera elegido. Estar orgulloso de la vida de los otros. Hablar
bien de los que me rodean. Sentir que los demás hacen mejor las cosas que yo. No
compararme sintiendo que no me valoran. Son ayudas que me hacen más feliz.

Sé que un camino para vivir una vida plena y feliz se logra cuando Dios me da el don de la
santa indiferencia. Me parece algo lejano y hasta inalcanzable. Esa confianza plena en los
planes de Dios. Tan plena que logra que me olvide de mis propios planes. Y mirar ese camino
que no me gusta como el camino de mi felicidad. Aunque vaya en contra de lo que tenía
pensado. Me gusta esa actitud del que descansa en Dios y nada teme. El otro día leía que «la
religión no consiste en pedir sus dones, sino poner a Dios en el centro de toda búsqueda.
Mientras buscamos los dones de Dios estamos referidos a nosotros mismos»[1]. Buscar a Dios
y ponerlo en el centro me da paz. Ya no son mis proyectos, mis deseos, mis caprichos. Ya no es
lo yo quiero sino lo que Dios quiere. Consiste entonces en cambiar la mirada. Muchas veces mi
tristeza se acentúa al recordar lo que pudo ser y no fue, al pensar en el momento de la
pérdida, al revivir la angustia de ese pequeño o gran fracaso. Me recreo en ese dolor de
entonces y lo vivo casi como si volviera a ocurrir. Pero incluso con más intensidad. Vivo antes
de que ocurra el drama que temo. Me anticipo al futuro para sufrir en presente lo que temo
que ocurra. Y a veces con mi actitud negativa y desconfiada, acabo logrando que suceda
precisamente lo que temo. Porque la actitud juega un papel tan importante en todo lo que
hago. Vivir con santa indiferencia significa poner todo mi empeño y ganas en lo que hago.
Soñar con el éxito de mis empresas. Y confiar en que sea cual sea el resultado es un bien para
mi vida aunque me cueste entenderlo. Pedirle a Dios cada día el don de confiar, de
abandonarme, de saber que el timón lo lleva Él. Y estar seguro de que siempre, pase lo que
pase, Él no se baja de mi barca. Pero yo a veces desconfío de Dios y de los que conducen mi
vida. Y me cuesta ver a Dios en ellos. En sus opiniones y decisiones. Decía el P. Kentenich: «Él
permite que ese timón sea guiado por hombres mortales, pecadores y falibles; pero
precisamente en esto radica el heroísmo. Creo que habría que poner el acento en este tipo de
heroísmo y no tanto en sabe Dios qué clase de mortificaciones corporales. Estoy convencido
de que es más fácil triturar el cuerpo que asumir el heroísmo espiritual. Las otras cosas quizás
contribuyan moderadamente a alcanzar la meta, pero lo fundamental es el amor y, con él, la
confianza filial»[2]. Quiero ser un héroe en la confianza filial. Eso vale mucho más que mil
esfuerzos ascéticos. Es la mayor renuncia que puedo hacer. Renuncio a sujetar el timón de mi
barca. Eso exige de mí aprender a confiar y dejarme hacer: «La espiritualidad basada en la
confianza plena en Dios es la garantía más segura de la paz del alma y de la libertad de espíritu.
El alma debe aprender a obrar no por propia iniciativa, sino en respuesta a cualquier demanda
de Dios en las ocasiones de cada día. Su actuación debe estar siempre centrada en la voluntad
de Dios revelada y manifestada en las personas, en los lugares y en las cosas que Él nos pone
delante»[3]. Hacer su voluntad. Besar sus deseos. Abrazar su cruz. Es un verdadero salto de fe.
Ese salto audaz que pido cada mañana para ser feliz. Para no vivir angustiado con la vida que
me toca. Es la actitud del que ya se ha desprendido de sus deseos propios para abrazar como
propios los deseos de Dios. Es un misterio y a veces me parece algo inalcanzable. Yo solo no
puedo. Miro a Jesús y confío.

Este tercer domingo de Adviento está marcado por la esperanza. Quiero esperarlo todo de
Dios. Las expectativas me producen una honda insatisfacción cuando no se realizan. La
esperanza por su parte me hace mirar siempre más allá de lo que me quita la paz en el
presente. Hoy Juan pregunta desde la cárcel: «¿Eres Tú el que ha de venir o tenemos que
esperar a otro?». Su esperanza es la esperanza del pueblo de Israel. El sueño de plenitud de
todo judío. ¡Cuánto buscó Juan al Mesías! ¡Cuánto lo esperó! Pienso que él y María fueron los
hombres que estuvieron en vela toda su vida. Su vida fue siempre Adviento. Una espera
continua. Juan es el antes de Jesús. Es el Antiguo Testamento que culmina en el nuevo. Juan
hubiera deseado pasar el resto de su vida con Jesús. Un discípulo más. En esta pregunta se
esconde la pregunta que todos alguna vez nos hemos hecho: «¿Eres Tú, Señor, o tengo que
seguir esperando? Prefiero que me lo digas ahora para no ilusionarme contigo, seguirte y
después quedarme vacío. Prefiero que me lo digas ahora para no decepcionarme más después.
¿Eres Tú? Hay algo que me dice que sí eres». La pregunta ante el abismo de la duda. Juan lo
había perdido todo. Había sido fiel a sí mismo. Había sido fiel a Dios, a su vocación de allanar
caminos. Y se encontraba ahora solo en la cárcel. ¡Cuánto había deseado la llegada de Jesús!
¡Cuánto había anhelado que los hombres encontraran la paz siguiendo sus pasos! Pero él no
pudo seguirlo. Desde la cárcel lanza su pregunta como un grito en el desierto. Como una
pregunta existencial. ¿Cuántas veces en la vida he sentido esto? Pienso mucho en esta
pregunta. Es profunda. Habla del anhelo de toda una vida. De la ilusión de que por fin tanta
espera haya merecido la pena. Esa pregunta encierra un temblor. Es una duda muy humana y
pienso que muy bonita. Porque es cara a cara con Jesús. Esa pregunta es la de Juan. Y es la
nuestra en muchos momentos de nuestra vida. ¿Cuál es la señal que me dice que Dios está
junto a mí todos los días? Necesito tocarlo. Esa promesa a veces no me basta. No veo a Jesús,
no toco sus manos. Dios se manifiesta para mí de una forma que encaja con mi corazón, es
verdad. Pero no siempre sucede y surge la duda. Me paro a pensar. ¿En qué cosas reconozco
yo a Jesús en mi vida? Él se inclina ante mi pequeñez y me habla al oído con un lenguaje que
comprendo sólo yo. Y yo le pregunto: «¿Eres Tú, Señor, o tengo que seguir esperando?». Es la
pregunta del Adviento. De la llegada de Dios a mi alma, a mi vida, a mi tierra. Me gusta pensar
en mi señal. Su estilo conmigo que me habla de un Dios que no me deja nunca. Él toca siempre
algunas teclas de mi alma para que sepa que está a mi lado. ¿En qué reconozco yo la presencia
de Dios?

Hoy Juan no puede preguntarle a Jesús personalmente. Está en la cárcel. Toda su vida
esperando. Toda su vida hecha de espera. El sentido de su vida fue preparar el camino. Su
vocación sólo tiene sentido si de verdad llega Jesús después. Y su importancia como profeta,
paradójicamente, desparece en ese mismo momento. Toda su vida es para Jesús. Toda su vida
es para señalarlo. Para él tenía una importancia especial que Jesús fuera el esperado. Para
desaparecer después. Para señalarlo e irse. Como una invitación a sus propios discípulos para
seguir a Jesús. Porque Jesús no gritaba, no llamaba la atención. En eso no era como Juan. Juan
estaba lleno de seguidores que iban a buscarlo. Jesús apareció de forma sencilla. Entre los
hombres. Oculto. Vestido como uno más. Sin hacer grandes discursos. Por eso Juan tan
grande. Porque escuchó un día en su corazón la llamada de Dios a anunciar. Se convirtió en
ángel. Y dedicó su vida a hablar al corazón de otros. Muchos lo buscaron en el desierto. Él no
sabía cómo iba a venir Jesús. Su palabra fue necesaria para preparar el camino. Una voz en el
desierto. Hoy Jesús me interpela: «¿Qué salisteis a contemplar en el desierto, una caña
sacudida por el viento? ¿O qué fuisteis a ver, un hombre vestido con lujo? Entonces, ¿a qué
salisteis?, ¿a ver a un profeta? Sí, os digo, y más que profeta; él es de quien está escrito: - Yo
envío mi mensajero delante de ti, para que prepare el camino ante ti. Os aseguro que no ha
nacido de mujer uno más grande que Juan». A veces busco en Dios lo que me conviene. Soy un
buscador, es verdad. Pero a veces me basta con el lujo y el bienestar. Me conformo con la
seguridad y la complacencia. Busco tantas veces los dones de Dios, pero no a Dios mismo.
Quiero su consolación. Quiero su paz y su libertad. Quiero estar feliz y contento con mi vida.
Quiero que mis obras me abran las puertas del cielo. Quiero lograr yo lo imposible, ser Dios.
«El cristiano devoto y ávido de honores es diligente y virtuoso. Desea cosechar reconocimiento
de parte de Dios y ser reconocido por Él. Continuamente debe justificarse ante Dios y
demostrar que ha hecho todo bien, pues quiere conquistar el reino de los cielos con sus
méritos, salvarse a través de sus buenas acciones. En el fondo no busca a Dios, sino los dones
de Dios»[4]. Busco en el desierto a un Dios que confirme mis decisiones. A un profeta que esté
de acuerdo con los derroteros de mi vida. Que me confirme en mis posturas y creencias. Que
aplauda mis actitudes de vida. A veces es así. Digo que sigo a Jesús. Mientras busco profetas en
el desierto que me confirmen en el camino que sigo. Un sacerdote que me diga con palabras
bonitas lo que quiero oír. Está claro que quiero conquistar su reino con mis propios méritos. Y
me empeño en sacar yo solo mi vida adelante. ¿Qué busco en el desierto? Alguien que me diga
que estoy bien. Que tengo que luchar más pero que progreso adecuadamente. Tomo
decisiones y huyo de los que no comparten mis posturas. Me enervo cuando alguien me dice
algo que me incomoda. Dice el Papa Francisco: «Cuando optamos por la comodidad, por
confundir felicidad con consumir, entonces el precio que pagamos es muy caro: perdemos la
libertad. Jesús es el Señor del riesgo, del siempre ‘más allá’». Un Dios no acomodado. Un Dios
que nace niño en un pesebre. Desinstalado. Lejos del hogar de sus abuelos. En tierra extraña.
Despreciado. Ignorado. Y yo busco la seguridad y el confort. La comodidad y la aprobación de
todos. Hago las cosas como yo quiero y no quiero que me digan que lo hago mal.

Juan habla hoy desde la cárcel. Ya se ha encontrado con Jesús. Sus ojos se encontraron. Se
reconocieron. Ahora oye hablar de Jesús y quiere saber algo más. Escucha lo que hace. Y
manda un mensajero. Él no puede ir. Pero quizás prefiere permanecer en un segundo plano.
Para que los suyos le oigan a Él. Para que la pregunta la hagan sus discípulos a Jesús y se
queden con Él. Hay algo de misterio en esta pregunta. ¿Duda Juan? ¿Lo hace porque dudan los
suyos? ¿Lo hace para que Jesús diga en alto que es Él? No lo sé. Pero aunque dudase, es muy
humano. A veces hoy creo y mañana necesito de nuevo una prueba más para dar la vida. Es
tan frágil mi fe. Juan quiere oírlo de sus labios. O quiere que los suyos lo oigan. Decirlo en alto.
Jesús responde. Sabe lo que significa para Juan. Contesta de frente. Sin evitar la pregunta. Y les
dice sencillamente: «Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: - Los ciegos ven, y los
inválidos andan; los leprosos quedan limpios, y los sordos oyen; los muertos resucitan, y a los
pobres se les anuncia el Evangelio. ¡Y dichoso el que no se escandalice de mí!». Les pide que
cuenten todo lo que sucede con su presencia. Jesús sana, sin pedir conversión primero. Sólo
por amor. Cura a cualquiera. Toca el corazón de cualquier hombre en el camino. Sana cegueras
y cojeras del cuerpo y del alma. Abre oídos de personas que no saben escuchar que Dios los
ama. Resucita hombres muertos en su alma y en su cuerpo. Esos son sus hechos. Jesús llegó y
tocó con sus manos, acarició, abrazó, tocó heridas que sanaron, consoló. Esa es la señal. Esa es
la respuesta que Juan necesitaba. Pienso que le sorprendió su amor infinito, incondicional,
tierno, inamovible. Para él debió ser también una revolución en el corazón. Jesús no fue
simplemente el hombre que vino a cumplir lo que Juan profetizó. Sino que Dios, al tocar la
tierra con sus pies humanos, cambió para siempre los esquemas de los hombres. Entró la
gratuidad. El sanar a los pecadores también, no sólo a los puros. El convivir y dejarse invitar y
tocar por todos. ¡Qué alegría para Juan saber esto! La señal de Dios es el amor sin medida. A
los más necesitados. Juan saltaría de alegría en su celda al escuchar esta respuesta. Todavía
con más alegría que cuando saltó en el seno de su madre ese día en que María llegó a
visitarlos. Se ha cumplido la promesa. La espera sin encuentro no tiene sentido. Llega Dios en
persona. Esta es la alegría de la Navidad. Viene Dios en persona a encontrarse conmigo. No
manda a nadie en su lugar. Viene Él. Ya llega. Y con su llegada el desierto florece: «El desierto y
el yermo se regocijarán, florecerá como flor de narciso, se alegrará con gozo y alegría». Justo el
desierto que es donde Juan ha vivido y predicado la espera y la conversión. El desierto para
Juan fue ese replegarse hacia dentro, tocar lo más propio, desnudarse, cambiar el corazón y
vaciarlo para Dios. Ahora llega por fin Jesús y todo cobra vida. Florecerá el desierto y comienza
el tiempo de la alegría. Ese tiempo de estar con Dios, sólo estar con Él. Él sanará mi corazón.
Tocará mi herida de amor y pronunciará mi nombre. Ya quiero que llegue. Y cuando llegue le
preguntaré una y mil veces en medio de la rutina de mi vida: «¿Eres Tú, Señor, o tengo que
seguir esperando?». Y de nuevo me quedo con esa pregunta. ¿Qué me contestará a mí Jesús
para decirme que sí? Las señales de Dios en mi camino tienen que ver con lo más humano que
hay en mí. Es su consuelo el que me abraza. Es su amor personal que me susurra en el alma. Es
mi nombre pronunciado por Él. Jesús viene en obras de amor. En signos de misericordia. Yo
mismo lo hago presente cuando amo, cuando me entrego, cuando rompo con mi amor los
esquemas de los hombres. Sólo así, en mis obras, y no en mis palabras. En mis gestos, y no en
mis declaraciones de buenas intenciones.

Me gustaría cuidar en el Adviento la virtud de la paciencia: «Tened paciencia, hermanos, hasta


la venida del Señor. Tened paciencia también vosotros, manteneos firmes, porque la venida
del Señor está cerca». Es esa virtud que tanto escasea. Lo quiero todo ya, ahora mismo. No me
gusta esperar. Voy con prisas. No quiero perder mi tiempo. Y el Adviento me invita a vivir
esperando, a invertir el tiempo en la espera, a cultivar el anhelo. Decía el P. Kentenich: «La
medida del anhelo es la medida de la gracia». Si anhelo poco, si espero poco de la vida, si
sueño poco, obtendré poco. El que apunta alto consigue más. Eso lo sé. Si me duermo y no
espero nada de la vida, no recibiré nada. La medida del anhelo está en proporción a la medida
de la gracia que se me regala. Quiero apuntar alto. Quiero vivir inquieto, en búsqueda. No me
gusta la paz del que lo tiene todo y no necesita nada más para vivir. Me da miedo pensar que
no me hace falta nada en esta vida. No estoy completo. Me faltan muchas cosas. No lo tengo
todo claro. Estoy muy lejos del ideal. Me da miedo pensar que viviendo instalado voy a ser más
feliz. Me gusta la oración de una persona: «Quiero que Tú seas el centro. Me cuesta tanto. Me
turbo cuando las cosas no son como yo quiero. Pierdo la paz. Me pongo triste. Con la cabeza
quiero hacer lo que Tú quieres. Pero luego me da miedo perder lo que tengo. Como un niño
aferrado a su pelota. Me gusta la vida que tengo. Me he acomodado. Basta con seguir la rutina
cada día. Sin hacer cambios. Sin esperarlos. Quiero ser más tuyo cada día en este Adviento. Ser
más carne de tu carne. Espíritu de tu espíritu. Quiero amar más sin pensar en mí. Que no
quiera el reconocimiento y el aplauso. Me siento débil. Me da miedo caer en ese orgullo y
pensar que me necesitas para cambiar el mundo. Cuando soy yo el que te necesito». Me gusta
esa actitud paciente en la espera. Quiero ser más de Jesús. Quiero esefuego inquieto en el
alma. Soy impaciente. Pero también sé que Dios construye a partir de lo que soy, a partir de mi
impaciencia. Sabe que lo quiero todo ya, ahora mismo. Y por eso le gusta cuidar mi corazón
para que aprenda a esperar. A perder el tiempo. A aguardar. La oración tiene mucho de
espera. Me detengo ante Dios y le digo: «Este tiempo perdido es para ti, te lo entrego. No
busco frutos en esta oración. Sólo quiero perder el tiempo contigo, esperarte con paciencia.
Sin hacer otras cosas al mismo tiempo como hago a veces. Todo yo a solas contigo sin
interferencias». La oración es una escuela para aprender a vivir con paciencia. Sin buscar
satisfacer mis deseos, mis anhelos y mis planes de forma inmediata. No soy paciente con Dios.
No soy paciente con las personas. Me impacientan las personas lentas. Me cuesta esperar a
que hagan lo que tienen que hacer. ¡Cuánto me educa convivir con personas lentas! No buscan
el resultado inmediato. ¡Qué bien me viene para aprender a ser paciente!

María creyó que era Dios en su vida sin necesidad de una señal especial. Le bastó la pregunta
del ángel. Dios pregunta y María cree. Dios suplica y María da su sí. Me conmueve el sí de
María. Ese sí sin ver, sin saber, ese sí en la noche. Ese sí la puso en camino. Por ese sí Dios tocó
la tierra para siempre. ¿Cuál es mí sí en este Adviento? Un sí a tientas, pero que me saca de mí,
y me pone en camino hacia Belén. Quiero abrir mi corazón y decir sí. A lo que me cuesta, a lo
que me turba. Doy gracias por esa iniciativa de Dios de llegar, de venir, de quedarse, de
acercarse a mi vida. Doy gracias por ese sí de María temblando ante el ángel. María de rodillas
pronunció su sí. Ese sí virginal, inmaculado. Miro a María de rodillas. Su sí abre el corazón de
Dios. Me conmueve. Mi sí cambia la historia como el de María. Pero muchas veces compruebo
lo lejos que estoy de María. Mi pecado, mi herida, el estar tan roto por dentro. Decía el P.
Kentenich: «El anhelo más profundo de nuestro corazón es el de vivir sin pecados. Observamos
además que, en el paraíso, el don de la gracia estaba unido al don de la integridad»[5].
Quisiera vivir sin pecados. Quisiera ser íntegro y no lo soy. Lo anhelo. Hoy miro a María porque
quiero que eduque mi corazón. Es la petición de todos los días de mi vida. Quiero educar mis
sentimientos más hondos. Mis afectos, para no vivir desordenado. Hoy se habla mucho de la
educación afectivo sexual. Hoy hay tantas personas rotas, desintegradas, sin orden en su
interior, sin libertad, inmaduras. ¡Cuánto cuesta amar bien, de verdad, de forma íntegra y
madura! Llamamos amor a cualquier cosa. Lo teñimos de una tonalidad romántica e ideal.
Exigimos un amor con la pretensión de que nos colme por entero, pero luego no nos llena. El
corazón está hecho para un amor infinito y no se conforma con amores finitos. Aunque ese
amor finito me lleva al amor infinito de Dios. Por la cuerda humana llego a Él. No puedo vivir
sin amar y ser amado. Es parte de mi vocación de hombre. Es la realidad. Un amor humano
que me lleve a Dios. Pero es verdad que a veces exijo un amor exclusivo que no sucede. Vivo
perdido y sin encontrar un sentido a mi vida por haber fracasado. Espero ser colmado en mis
afectos por personas que no me llenan. El corazón desea siempre más de lo que recibe.
Siempre hay un espacio para más amor. Por eso me alío con María en el Santuario, para poner
en su corazón mi herida de amor. Quiero que Ella me eduque en mis afectos, en mis
sentimientos, me ordene y me integre. De forma imperfecta, porque soy imperfecto. Pero sé
que si Ella no lo hace yo solo no soy capaz. Decía el P. Kentenich: «¡Madre, si yo fuera tú! Al
contemplar la imagen de María Inmaculada, ¿acaso no sentimos un anhelo de paraíso, de
pureza interior, de libertad frente al poder de la sexualidad? Dios es admirable en su proceder.
No dio al mundo solo ideas abstractas; Dios conoce la naturaleza humana y por eso con la
imagen de la Inmaculada nos ofrece una maravillosa ilustración de valores»[6]. María se me
presenta entonces como la mujer íntegra que no tiene pecado ni desorden. Quiero ser como
Ella. Su amor me ama hasta el extremo. En su corazón todos cabemos. Es un corazón sin
límites. Donde no hay barreras. Quiero ser como Ella. Quiero aprender a amar así,
entregándome, no guardando mi corazón para que no sufra ni se manche. Quiero que mi
corazón no tenga límites. Que se ensanche cada día más. Que no conozca las barreras ni los
miedos. Que no se guarde egoístamente. Que no se ate desordenadamente a la vida.

[1] Franz Jalics, Ejercicios de contemplación, 52

[2] J. Kentenich, Niños ante Dios

[3] Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros

[4] Franz Jalics, Ejercicios de contemplación, 52

[5] J. Kentenich, Envía tu Espíritu

[6] José Kentenich, Kentenich Reader III, seguir al profeta

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PADRE CARLOS PADILLA

El P. Carlos Padilla nació en Madrid 2 de mayo de 1966. Fue ordenado sacerdote el 17 de abril
de 1999. El P. Carlos trabaja con familias en diferentes actividades del movimiento de
Schoenstatt en Cataluña y en Madrid. En el año 2009 publicó su primer libro: "Schoenstatt,
camino de Santidad", una reflexión sobre los orígenes de Schoenstatt. En el año 2011 publicó
otro libro que recoge sus homilías del ciclo B: "Beber de la fuente de vida". En 2014, su libro
"Cien años de camino, una mirada sobre Schoenstatt".

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