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Retiro de cuaresma

«Estad alegres siempre en el Señor.


Os lo repito, estad alegres»
Filipenses 4:4 febrero 2021 P. Carlos Padilla Esteban

1. Opto por la alegría y dejo a un lado mi tristeza

El tiempo de cuaresma es un tiempo para mirar hacia delante con una mirada optimista y
alegre. En medio de esta pandemia tengo miedo de quedarme atrapado en la desesperanza,
como dentro de un cuadro de colores grises y negros que apagan la luz. Me da miedo perder la
alegría y dejar de ser positivo. Es la tentación pesimista de este tiempo que muerde con dientes
de hierro. La vacuna no me promete la liberación total. Y el miedo a enfermarme o enfermar a
otros más vulnerables sigue estando latente en el alma. Y veo tantos planes que ya no puedo
realizar. Me asusta dejar de sonreír tal vez cuando más lo necesito. Creo que la cuaresma es un
tiempo para descansar confiados en Dios en el silencio del alma. Es este un tiempo de luz y no de
sombras. Un tiempo de esperanza y no de nostalgia. Un tiempo de optimismo y no de
pesimismo. Un tiempo sagrado en el que puedo ahondar en el corazón y evadir los miedos que
ahora me asedian. Un tiempo de silencios y de cantos alegres que me hablan de un tiempo mejor
que ha de venir. Un tiempo de brotes verdes y no tanto de cenizas, aunque sea con la ceniza con
la que comienzo este camino. Y es que este miércoles de ceniza me recuerda quién soy, de dónde
vengo y a dónde voy. Soy de barro, soy carne, soy sólo tierra. La ceniza me recuerda que no soy
nada, soy sólo un hombre creado por Dios. En mi humanidad noto la indefensión ante los vientos
extraños que me amenazan. Y toco la dicha de saber que mi vida es para siempre, no es por un
tiempo. Acepto una realidad irrefutable: no puedo hacer las cosas pensando sólo en mi poder,
porque mis fuerzas son pocas, finitas y son caducas. Por eso mi alegría no está fundada en una
felicidad de súper héroe aquí en estos días que pasan. No es el sol con su fuerza el que ilumina
mis días, sólo Dios lo hace. Dice el profeta Habacuc 3:17-18: «Aunque la higuera no florezca, ni haya
frutos en las vides; aunque falle la cosecha del olivo, y los campos no produzcan alimentos; aunque en el
aprisco no haya ovejas, ni ganado alguno en los establos; aun así, yo me regocijaré en el Señor, ¡me alegraré
en Dios, mi libertador!». Ahora corro el riesgo de sentir que la vida se me escapa de las manos por
las heridas de mis errores y caídas. Es tan fuerte el miedo y son tantos los peligros que acechan
que todo parece indicarme que no hay salida. La higuera no florece, la vid no da frutos, el olivo
no trae la aceituna y los campos permanecen estériles. ¡Cuántas empresas han quebrado en este
tiempo de pandemia! El virus ha arrasado tantos proyectos humanos. Estaba todo pensado de
una forma y ya no es posible. Han cambiado las categorías para medir la vida y también los
plazos. Parece como que ya no puedo controlar el futuro de mis días que pasan en medio de la
enfermedad que amenaza todas las seguridades sobre las que sostenía mi futuro. Y yo, como el
profeta, me alegro incluso en medio de los infortunios que amenazan con quitarme el futuro y la
vida. Dios me libera, me salva, me rescata. Es la cuaresma entonces una invitación a vivir con Él,
en su presencia. Viene a salvarme. Pasa por mi vida para que no muera de hambre. Para que no
pierda la alegría al sentir que mis días no están en mi mano. Todo está contado por Dios. Mis
pasos y mis horas. Es dueño de mis sueños y de su realización. No sé por qué tengo tanto miedo

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a perder los proyectos humanos que guardo en el alma. Como si me fuera la vida en ello. Como si
quisiera escribir mi nombre en alguna página de la historia de la humanidad. Si al fin y al cabo
mi vida son dos días que pasan. No quiero vivirlos con amargura y en tensión. Pensando que
sólo así podré hacer lo que Dios me pide. Quiero confiar más en su poder y menos en las fuerzas
que me levantan cada mañana. Quizás las cenizas me recuerdan que no puedo confiar tanto en
mí. Sólo en Dios pongo mis fuerzas y dejo que su poder se imponga como un fuego. El resto son
cenizas, sombras que pasan y el polvo que queda con el paso de mis pies por el camino. Espero
que Dios sea el centro, el sol que me guíe en este tiempo. Así es en esta cuaresma.

Siento que la falta de un corazón alegre es la fuente de mi pecado. La carencia de gozo en mi


alma me lleva al mal. La tristeza es cuna de muchos males. Y una vez que caigo, tentado por el
desánimo, el pecado me conduce a vivir la falta de gozo. Es como un círculo vicioso del que sólo
me saca el perdón, la misericordia, la mano de Dios que me levanta por encima de mis
tentaciones salvándome de seguir cayendo. Como rescatado de en medio de las llamas, para que
no acabe siendo ceniza. Porque la ceniza que recibo me recuerda lo que seré y me habla de mi
debilidad. El Papa Francisco me lo recuerda: «La historia de la salvación se cumple creyendo contra
toda esperanza a través de nuestras debilidades. Muchas veces pensamos que Dios se basa sólo en la parte
buena y vencedora de nosotros, cuando en realidad la mayoría de sus designios se realizan a través y a
pesar de nuestra debilidad. Esto es lo que hace que san Pablo diga: «Para que no me engría tengo una
espina clavada en el cuerpo, un emisario de Satanás que me golpea para que no me engría. Tres veces le he
pedido al Señor que la aparte de mí, y él me ha dicho: - ¡Te basta mi gracia!, porque mi poder se manifiesta
plenamente en la debilidad (2 Co 12,7-9). Si esta es la perspectiva de la economía de la salvación, debemos
aprender a aceptar nuestra debilidad con intensa ternura»1. En mi debilidad se manifiesta su fuerza.
Dios se sirve de mi pobreza, de mis puntos débiles, de mi vulnerabilidad, para hacer visible su
presencia. Y entonces ya no quiere que mi vida sea ceniza. Quiere que sea fuego que no se
apague nunca. Por eso me invita a superar la tentación de la tristeza y el desánimo. Y ese
sentimiento de autocondena que me lleva a creer que no valgo nada surge cuando creo que nadie
me acepta y valora como soy. Tengo claro que la vida del cristiano se juega en esa lucha constante
por lograr la alegría verdadera en medio de las tristezas pasajeras. Dice Jesús en Juan 15,11: «Os he
dicho esto para que os alegréis conmigo y vuestra alegría sea completa». Todo lo que me ha dicho Jesús
es para que esté alegre todo el día, toda mi vida, en plenitud, siempre. Quiere que me alegre en
su corazón al recibir su abrazo lleno de misericordia. La verdad es que no me ha dicho Dios que
vaya a estar alegre sólo cuando todo me resulte bien. Las circunstancias no van a ser la causa de
mi vida feliz. Es eso lo que me dice. Pero luego experimento mi debilidad y vivo lo contrario.
Dependiendo del éxito de mis sueños soy feliz. Si logro lo que deseo soy feliz. Si puedo hacer
todo lo que quiero en esta vida soy feliz. Y si no es así, me amargo y me lleno de oscuridades y de
miedos, y me invade una tristeza honda. Creo que las circunstancias adversas pueden llegar a ser
la fuente de mi alegría cuando sé vivirlas colocando mi corazón en el de Dios. S. Pablo dice en 2
Corintios 12:10: «Por eso me regocijo en mis debilidades, insultos, privaciones, persecuciones y dificultades
que sufro por Cristo; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte». En mi debilidad, en mis
dificultades estoy llamado a vivir en el gozo, en la alegría. Me parece imposible pero no lo es.
Vivir con paz en la enfermedad, en la carencia, en el fracaso. Sé que Dios puede hacerme sonreír
en medio de las tristezas de este mundo. Él puede hacerlo. En medio de la oscuridad que rodea
este tiempo, Él me mira conmovido, se compadece y me abraza. Y entonces ya no sonrío porque
esté vacunado y a salvo. O porque los míos están sanos. Ya no sonrío porque esté saliendo
adelante en mis negocios y todo funcione bien. La causa de mi alegría no está en todo lo pasajero
que a menudo me turba. Quiero poner mi confianza en Dios, sólo en Él. El profeta Nehemías 8, 10
me lo recuerda: «No estéis tristes, porque la alegría del Señor es nuestro refugio». El gozo de Dios es mi

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Papa Francisco, Carta apostólica S. José, Patris Corde

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propio gozo. Sé muy bien que mi Dios no es un Dios triste o un Dios que siempre esté enojado
conmigo, como midiendo todos los pasos que doy. Es más bien un Dios alegre que fácilmente se
llena de gozo al mirarme. Parece increíble que sea así, pero lo es. Su alegría es causa de mi propia
alegría. Se alegra de mi pequeñez. Se alegra al verme desvalido porque puede acercarse a mí y
tomarme en sus brazos. Mi impotencia despierta su amor misericordioso.

No es tan sencillo verlo así porque me fijo en lo que está mal y pierdo la alegría. Tengo claro
que sólo Dios puede hacerlo posible en mi vida. Ha de ser un milagro, una obra de su amor en
mí. Sé que no son mis obras las que me han de causar alegría como me dice Jesús en Lucas 10,20:
«Pero no os alegréis de que los espíritus os obedezcan, sino de que vuestros nombres ya estén escritos en el
cielo». No quiero vivir alegre pensando en mis éxitos. Sé que todo es pasajero. La vida no es nada
más que un soplo que pasa. Y todos los sueños que tengo están condenados a morir antes de
llegar a la orilla. Así de sencillo, así de fácil. Al final el gozo de Dios se impone sobre todos mis
males. La alegría siempre vence. Jesús trae esa alegría a mi vida y la hace permanente en mi
historia. Dice el Ángel en Lucas 2, 10: «No tengáis miedo, porque os traigo una buena noticia que será
motivo de gran alegría para todos». Quisiera no tener miedo a la vida presente y lograr que todas
mis ansiedades y angustias al pensar en el futuro desaparecieran como por arte de magia. El
Papa Francisco comenta en sus pensamientos sobre S. José: «José nos enseña que tener fe en Dios
incluye además creer que Él puede actuar incluso a través de nuestros miedos, de nuestras fragilidades, de
nuestra debilidad. Y nos enseña que, en medio de las tormentas de la vida, no debemos tener miedo de ceder
a Dios el timón de nuestra barca. A veces, nosotros quisiéramos tener todo bajo control, pero Él tiene
siempre una mirada más amplia»2. Pero no es tan sencillo liberarse de esa tristeza que a veces nubla
mi ánimo y provoca el desánimo. La alegría es ese don de Dios que le pido cada mañana al
levantarme. Es el consuelo en medio de los agobios de la vida y de los dolores. En esta pandemia
su gozo es la razón para seguir luchando y confiando en su poder. Él puede salvarme cada día
porque siempre vence en mí. Y logra hacer realidad todo lo que he soñado. Me gusta entregarle
al Señor lo que Él mismo me ha dado desde la cuna. Todo es don y yo se lo devuelvo agradecido.
Pongo sobre el altar los días y los sueños. El alma abierta al infinito que se siente tan frágil y
desvalida. El problema no es buscar la alegría todos los días de mi vida. Justamente eso es lo que
Dios espera de mí, que nunca me canse de buscar la felicidad en la tierra. El problema es que
busco la alegría verdadera en alegrías pasajeras que apenas me dejan insatisfecho cuando pasan,
porque no logran calmar de verdad los miedos del alma.

1. ¿Qué hago para vivir con alegría este tiempo de pandemia? ¿Cómo mantengo la alegría en la familia sin
caer en la queja o el desánimo?

2. Opto por salir de mí y ser magnánimo


La cuaresma es un tiempo para mirar cómo está el pozo de mi alma del que bebo. Para ver si el
agua que tengo está limpia o sucia. Contemplo en silencio el agua que entrego, el agua que calma
mi sed. La cuaresma es al mismo tiempo una oportunidad para mirar fuera de mí, en mi entorno.
Es un tiempo para ver a aquellos que más necesitan mi agua, los más sedientos, los más
vulnerables, los más heridos, los más enfermos. Es un tiempo para vaciarme un poco de aquellas
cosas superfluas que llenan mi vida, mi tiempo, mi alma, para estar más libre. Dejo de lado mis
pequeñas esclavitudes diarias. Necesito purificar mis días y la mirada sobre las cosas que de
verdad me importan. Es un tiempo para crecer de verdad, desde dentro. Es una invitación a dar
más de lo que doy habitualmente. No quiero ser tan egoísta y tacaño. Es una invitación a no
conformarme con los mínimos. Dios me invita a vivir la magnanimidad, a tener un alma grande.

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Papa Francisco, Carta apostólica S. José, Patris Corde

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Es una nueva oportunidad que me da Dios para hacer de mi vida una obra de arte. Y dejar de
lado las quejas y las excusas que pongo a menudo para no amar al prójimo, para no ponerme en
camino saliendo de mi comodidad. Comenta el Papa Francisco sobre S. José: «Muchas veces
ocurren hechos en nuestra vida cuyo significado no entendemos. Nuestra primera reacción es a menudo de
decepción y rebelión. José deja de lado sus razonamientos para dar paso a lo que acontece y, por más
misterioso que le parezca, lo acoge, asume la responsabilidad y se reconcilia con su propia historia. Si no
nos reconciliamos con nuestra historia, ni siquiera podremos dar el paso siguiente, porque siempre seremos
prisioneros de nuestras expectativas y de las consiguientes decepciones»3. No quiero vivir sujeto a esas
expectativas que no vieron la luz. Frustrado al contemplar el presente. Quiero aprender de José
que vivió su vida confiando en Dios y aceptando la realidad en su verdad tal y como era. Sin
excusas y sin miedos. Es la Cuaresma entonces un tiempo para sincerarme conmigo mismo y
saber que puedo ser más de lo que soy y dar más de lo que tengo. La cuaresma es un tiempo para
mirarme en el espejo y descubrir las arrugas que el desgaste de este tiempo de pandemia ha ido
causando. Me veo más viejo y al mismo tiempo sé que puedo ser más joven si me dejo hacer de
nuevo. Es un tiempo para pensar que puedo volver a ser niño porque Jesús siempre nace de
nuevo y resucita en mi alma en medio de la cruz, del dolor, de la muerte del madero. La
cuaresma es una nueva oportunidad para ser protagonista de mis actos y no justificar siempre
mis decisiones. Lo que yo decido. Lo que otros deciden por mí. Y asumir los errores. Y aceptar las
propias miserias. Es una invitación a no dejarme llevar por la corriente. Un tiempo para ir al
desierto de mi corazón y allí enamorarme de nuevo de ese Jesús que camina conmigo. Es un
tiempo para crecer en esa amistad honda con un amigo que llega a mi vida a pedirme de beber.
Llega a buscar mi compañía. Tantas veces descuido esa amistad profunda. Quiero ahondar en ese
encuentro con Él. Dejar que el Espíritu penetre en mi corazón. La Cuaresma es un tiempo de
alegrías y no de tristezas. De luz y no de noche. Un tiempo para contar las luces que hay en mi
vida y no quedarme sólo con pena en las sombras que a veces me turban. La Cuaresma es un
tiempo para hacer algo más por el pobre, por el que me necesita. Dejo de lado las riquezas que
me obsesionan con frecuencia. La Cuaresma es un tiempo de conversión en el que me abro a la
fuerza del Espíritu Santo. Comenta el Papa Francisco: «Que el Espíritu Santo nos guíe a realizar un
verdadero camino de conversión». El Espíritu Santo es el que guía a Jesús por el desierto. Es el que
abre la dureza que cubre mi corazón. Me despoja de mis ataduras. Me hace capaz para la vida. La
palabra conversión tiene mucha fuerza. Jesús quiere que cambie para estar más abierto a su amor.
Quiere que deje de mirar mi propia necesidad para mirar al otro en su necesidad. Para mirar a
Dios y preguntarme hacia dónde caminar. Creo que la conversión tiene que ver con volver a mi
esencia. Volver a ser quien soy de verdad, en lo más hondo. Quiero recuperar mi yo verdadero,
mi personalidad auténtica. Me he escondido tantas veces por miedo a ser herido. Me he
protegido bajo corazas para no ser visto en mi verdad. Esa realidad de mi vida es la que más me
cuesta aceptar. El poder convertirme es un obra del Espíritu de Dios en mi corazón. Quiero
abrirme a esa presencia sanadora para redescubrirme como soy. Para darme tal como soy. Sin
miedo al rechazo. Por eso Jesús viene a mí. Decía Jean Vanier: «Jesús quiere encontrarse con cada
uno personalmente. La comunicación más importante: yo te amo como eres. Y todo lo que te pido es que
abras tu corazón. El miedo más grande de Jesús es que tengamos miedo de Él». A Jesús le da miedo que
yo tenga miedo de Él y me aleje. Le da miedo que huya por temor a escuchar sus deseos que sólo
quieren mi bien. Yo a menudo temo ser rechazado, porque creo que exige de mí una perfección
que no poseo. Decido no asustarme en su presencia. Quiero abrirme a Él como un niño. Vacío de
méritos. Pobre en abundancia. Me muestro en mi verdad. ¿Quién soy yo en lo más hondo? ¿Para
qué me quiere Dios? Él nunca me rechaza. Me acepta. Me besa. Esa experiencia me sana. Es la
verdadera conversión del corazón.

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Papa Francisco, Carta apostólica S. José, Patris Corde

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2. ¿Qué hago para vencer mi tendencia al egoísmo en esta pandemia?

3. Miro a María al pie de la cruz


Jesús siempre estuvo seguro y cobijado en las manos de María. Así fue desde Belén hasta la
cima del Calvario. En Belén, en esa cuna improvisada, tocó Jesús el calor de sus manos de Madre.
Dios en manos humanas. Lo sagrado descansaba en las manos frágiles de María. El todopoderoso
era cuidado por la impotencia humana. Ese abrazo a Jesús niño lo sostuvo en todo momento
como una vivencia sagrada. El segundo parto de María tuvo lugar al pie de la cruz. Ahí, Ella se
mantuvo firme, resistió de pie y se lo devolvió al Padre con el dolor de su corazón. Lo había
recibido de Él al nacer en su vientre. Lo entrega ahora cuando sabe que ya todo está cumplido.
Duele amar hasta el extremo. Duele cuando me confían una misión imposible. Porque así se
presentaba ante sus ojos ese desafío de ser la Madre del Señor y cuidar de Él sin ningún poder.
María dio su sí y lo imposible se hizo posible. Le dolió ese sí y supo entonces que una espada
atravesaría su alma. Pero no dejó nunca por ello de estar alegre. Y es que el dolor y la tristeza no
necesariamente van de la mano. Decía Charles de Foucauld: «Cuanto más amemos, más intensos
serán la alegría y el dolor, los dos crecerán a la vez. Hay una gran diferencia entre la tristeza y el dolor. La
tristeza te repliega sobre ti mismo, mientras que tenemos derecho a sufrir. Que haya de todos modos alegría
dentro de vuestro corazón». La tristeza envenena el alma. Socava la esperanza. Arrasa con las
fuerzas que me quedan para emprender el camino. La tristeza es un golpe a mi ánimo. Es como
un muro de hielo que se yergue firme ante mis ojos. es como una marea que todo lo destruye a su
paso. Desaparece la ilusión y los sueños se mueren. La tristeza es una tentación del demonio que
me hace creer que para mí no hay esperanza, que estoy condenado al fracaso, que nada de lo que
emprenda tendrá buen fin. Me cuesta esa tristeza que todo lo enturbia. Me duele ese desánimo
que empaña mi sonrisa. La tristeza no tiene que siempre ver con el dolor. A menudo viene sin un
dolor previo. Simplemente sucede por algo que observo, escucho, vivo dentro de mí y me siento
triste. Puede que no haya una razón suficiente, pero me siento triste. El motivo para estar triste
puede que no sea válido, no importa. La tristeza es un sentimiento que lo invade todo y me
incapacita para salir de mí y amar al prójimo. El dolor que recibo me rompe por dentro. Es una
espada que atraviesa el alma. El dolor es un puñal que atraviesa el corazón llegando a lo más
profundo. El dolor tiene una cara objetiva. Una muerte, una pérdida, una enfermedad son
dolores objetivos. Y al mismo tiempo son percibidos con mayor o menor fuerza en mi alma de
forma subjetiva. Pero ese dolor áspero que siento no necesariamente me lleva a la tristeza. Pienso
en María que permanece firme al pie de la cruz. Una espada la atraviesa y sufre como madre al
ver la muerte de su hijo. Un dolor hondo, una espada, un hacha la parte por dentro. Es un dolor
real, profundo, inmenso, objetivo, verdadero. Pero María no cae en la tristeza. No se desalienta.
No pierde el ánimo ni la esperanza. Se mantiene firme cuando todo a su alrededor parece
hundirse. ¿Acaso este era el Salvador el mundo? ¿Iba a morir así, solo, el hijo amado de Dios?
¿Qué sentido tenía esa oscuridad del Calvario? ¿De qué sirvieron tantos milagros y esas Palabras
que daban vida? Muchos se desaniman y huyen llevados por el miedo. Pero María no, Ella
permanece al pie de la cruz. Leo en Jn 19, 25-27: «Junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana
de su madre, María, esposa de Cleofás, y María Magdalena». María permanece erguida en medio de su
dolor. Nada hace más liviano ese dolor hondo que sufre. Nada hace más llevadero ese desgarro
de su alma. Ni siquiera la esperanza que alberga muy dentro. Esa esperanza nunca muere porque
la tristeza no se apodera en ningún momento de su corazón. Pero el dolor es un grito lanzado al
viento en esa noche en el que el sol se oculta. María sufre, llora por la pérdida, se quiebra. ¿Cómo
una madre podría no sufrir por la muerte de su hijo? Ya no podrá verlo de nuevo entre sus
brazos. Ya no va a poder acompañarlo en su misión por el mundo. ¿Qué sentido habrá tenido su
vida ahora en la tierra?

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El dolor provocado por la pérdida de aquel a quien amo es desgarrador. Ese dolor siempre me
recuerda tantos dolores que provoca en el alma esta pandemia que vivo. Tantas familias rotas,
hogares heridos. El dolor no está ausente de mis días. El parto de una vida nueva también viene
acompañado siempre del dolor. Me quieren convencer de la inutilidad del dolor. Pero no es
verdad. Es cierto que el dolor es inevitable. Estoy hecho para la eternidad y mi cuerpo es caduco.
No puedo evitar esos dolores que yo no provoco. No dependen de mí y suceden. Dentro de mi
alma algo se quiebra. Es como si se hundiese el mundo ante mis ojos. Pienso en esos dolores que
he sufrido en mi vida. Se los entrego a Dios conmovido en este retiro. Él sabe mejor que yo el
dolor que he soportado. Y me recuerda que el dolor no es malo en sí mismo. Simplemente forma
parte de mi condición humana y pecadora. Soy hombre, soy pobre, soy niño, limitado, incapaz de
todo. No puedo negar la realidad. Soy el que soy y no puedo cambiar tan fácilmente. Y en mis
límites experimento un dolor que la vida misma me provoca. Pero ese dolor tiene algo de
purificador. Me libera de mis caprichos de niño poco libre y me hace más fuerte, más capaz para
la resiliencia. Las personas que han pasado por momentos difíciles de pérdida, de ruptura, de
dolor, se han hecho más firmes, más fuertes, más roca, más nobles, más libres. Se han purificado
porque el dolor real, verdadero no es una fantasía. Duele la herida. Y el dolor puede hundirme y
hacerme inútil para la vida. O puede provocar en mí todo lo contrario. Puede hacerme más capaz
para la vida, más sano en mi forma de amar. Cuando he sufrido un dolor de verdad, miro con
más distancia esas cosas que antes me turbaban y me entristecían. Cuando vivo la vida en su
verdad, las superficialidades de antes pasan a un segundo plano, no me interesan. El dolor puede
llevarme a Dios si lo vivo con altura y con hondura. Me gusta esta imagen. Esa piedra que se
rompe y sirve para sostener a otros aún estando rota. El dolor no me lleva entonces al desánimo
sino a la esperanza. Esa fuerza de María al pie de la cruz me habla de mi propia forma de
enfrentar la vida. Escribe el Papa Francisco en esta Cuaresma: «Que María, Madre del Salvador, fiel
al pie de la cruz y en el corazón de la Iglesia, nos sostenga con su presencia solícita, y la bendición de Cristo
resucitado nos acompañe en el camino hacia la luz pascual». María de pie, enhiesta junto a la cruz es
mi fuente de inspiración. Me levanta con su mirada. María permanece siempre fiel al sí que un
día dio en Nazaret. Y acepta con paz en el Gólgota esa espada que atraviesa su corazón.

3. ¿Qué dolores he vivido en este tiempo? ¿Cómo he permanecido como María al pie de la cruz?

4. María y el discípulo, Madre e hijo


En esta Cuaresma decido que quiero recibir a María en mi casa. Y al mismo tiempo tengo claro
que Ella me recibe a mí: «Cuando Jesús vio a su madre y junto a ella al discípulo a quien él quería
mucho, dijo a su madre: –Mujer, ahí tienes a tu hijo. Luego dijo al discípulo: –Ahí tienes a tu madre. Y
desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa». Siempre me ha conmovido el dramatismo de esta
escena. Por más que intento dibujarla con cierta emoción, me duele el alma. Jesús está muriendo
y María llora, firme, rota el alma, a los pies de su hijo. Y brotan esas palabras llenas de emoción
de los labios de Jesús. Son su testamento más sagrado. Claro que sí, Ella va a ser Madre de Juan y
en él madre de todos. Y él, al igual que yo, se la lleva a su casa. Para que viva con él, a su lado y le
sostenga. Las palabras de Jesús me conmueven en este tiempo de Cuaresma. Miro a María, una
mujer y a Juan, un hombre. Madre e hijo comienzan un camino. La discípula de Jesús junto al
discípulo. Y se hizo realidad que de su costado abierto brota un amor inmenso que todo lo llena.
Muriendo entrega lo más sagrado, a su Madre. Y yo me llevo a María a casa. La necesito, como
Juan. Y Ella sabe que juntos podemos avanzar por el desierto de la vida sin miedo. Su abrazo me
sostiene y me levanta cada vez que caigo. La miro a Ella en esta Cuaresma, va conmigo de la
mano. Quisiera detenerme en esa mirada de María que me salva. Y pienso que necesito tres
actitudes en las que crecer de su mano en esta Cuaresma:

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A. Lo primero que necesito es una mirada más amplia cada vez que sufra un dolor. Miro a
María en el peor momento de su vida y la veo llena de paz. Yo, cuando tengo un dolor hondo,
no logro ver nada más a mi alrededor. El mundo desaparece y me siento cegado. En esos
momentos necesito vivir esa actitud de madre que Ella tiene. Su corazón está roto, pero en lugar
de cerrarse por el dolor de la herida, se abre más, se hace más ancha su mirada. Hay personas
que ante el dolor se cierran, se autocompadecen, exigen que el mundo las compadezca, sufren
tanto que no son capaces de alzar la mirada y salir a calmar el dolor de otros desde su dolor. Yo sí
quiero alzar mi mirada por encima de mi dolor y de mi angustia. Dicen que la depresión viene
por exceso de pasado, el stress por exceso de presente y la ansiedad por exceso de futuro. Tal vez
entonces lo que sobra en la vida es el exceso, lo que me hace daño es vivirlo todo de forma
excesiva o exagerada. En medio de mi dolor quiero que mi corazón se haga más grande, que no
viva con depresión, ni stress, ni ansiedad. Que sea capaz de vivir con paz en el peor momento de
mi vida. ¿Es eso posible? Yo lo llamaría longanimidad. Es la constancia, la paciencia y la
fortaleza de ánimo ante las situaciones adversas de la vida. Es la generosidad y amplitud de la
mirada y el pensamiento. Es el corazón grande en medio de la tribulación del presente. Eso es lo
primero que le pido a María al acogerla en mi casa. Le pongo voz al anhelo de mi corazón. Si
pudiera enfrentar con esa mirada alegre y abierta los momentos oscuros todo sería más fácil.

b. Lo segundo que le pido a María al pie de la cruz es la firmeza y la fidelidad. No es fácil esa
actitud interior del corazón. Hace falta fortaleza de alma. Serenidad, fortaleza, hondura son
rasgos de un corazón que se ha entregado por completo. Hacen falta muchas raíces para no estar
expuesto a la fuerza de los vientos. Ser roca es lo que el corazón desea. Ser firme y fiel. Comenta
el Papa Francisco: «En la Cuaresma, estemos más atentos a decir palabras de aliento, que reconfortan, que
fortalecen, que consuelan, que estimulan, en lugar de palabras que humillan, que entristecen, que irritan,
que desprecian». Cuando tengo fortaleza interior puedo decir palabras que levanten, que
construyan, que fortalezcan al débil, al que está triste, al pusilánime. Y comenta el Papa
Francisco: «Sólo el Señor puede darnos la fuerza para acoger la vida tal como es, para hacer sitio incluso a
esa parte contradictoria, inesperada y decepcionante de la existencia». Miro a María, miro a Jesús.
Quiero esa fortaleza para permanecer fiel al pie de la cruz. La tentación es dejar de luchar. Mirar
a otro lado. Dejar de caminar y quedarme tranquilo al borde del camino. Como si no importara
nada más. Cuando la presión del mundo y de la vida es fuerte. En esos momentos noto más la
fragilidad de mi ánimo. La resiliencia es un don que pido. Esta fuerza interior me permite
desarrollar actitudes positivas ante la adversidad que la vida me presenta. Corro el peligro de
creer que es imposible caminar sin rumbo. Y entonces brota el miedo ante la posible derrota. Pido
esa actitud resiliente que me anime a levantarme después de haber caído. Es posible seguir
luchando y entregando la vida. No tengo miedo y confío.

c. La tercera actitud que le pido a María es la alegría serena ante los cambios. Su sonrisa me
levanta en esta Cuaresma. Desde la cruz del Señor María me sonríe. No tiene miedo a la muerte
porque cree en la vida. Ya ha vencido. Comenta el Papa Francisco en esta Cuaresma: «En este
tiempo de conversión renovemos nuestra fe, saciemos nuestra sed con el “agua viva” de la esperanza y
recibamos con el corazón abierto el amor de Dios que nos convierte en hermanos y hermanas en Cristo».
Esa alegría serena me abre a mis hermanos, a mi familia. Me abre al cambio en mi vida. Es
entonces la cuaresma un tiempo que me da Dios para poder cambiar. Pero a mí no me gusta
cambiar. En Tierra Santa, en el Santo sepulcro, rige el llamado Status Quo. Hubo muchas
tensiones entre católicos, ortodoxos y griegos durante muchos años en cuanto a la propiedad y
uso de los santos lugares. Se llegó entonces a un acuerdo firmado el 8 de febrero de 1852. Este
acuerdo se conoce con el nombre de Status quo. El Status quo, especialmente en el Santo
Sepulcro, determina la propiedad de los Santos Lugares, y los espacios dentro del santuario, e
incluso los horarios, recorridos y el modo de realizarlos. De tal forma que no se puede cambiar

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absolutamente nada. Esta inmovilidad impresiona. A veces en mi propia vida parece que he
firmado mi propio status quo. Decía Jean Vanier: «¿Quieren quedarse en el status quo de sus vidas?
¿O es que quieren cambiar? ¿Saben por qué mataron a Jesús? Porque Él llamaba al cambio. Y a nadie le
gusta cambiar. Queremos quedarnos en nuestro confort. ¿Quiénes quieren cambiar? Los pobres. Porque no
pueden aceptar su situación actual. Los que están en un cierto confort. Tienen miedo de ir más lejos. Porque
no saben bien dónde los van a llevar». Me da miedo el cambio. Me da miedo perder lo que ahora
poseo. Quiero dejarlo todo igual. La pandemia lo ha cambiado todo y yo no quiero que cambie
nada. Me asusta dejar de poseer y perder a los que amo. María sonríe con una alegría serena
mientras a su alrededor todo cambia. Y yo no sonrío porque no quiero sufrir, no quiero cambiar.
No quiero ser vulnerable, siendo esta palabra la más usada en la pandemia. Las personas
vulnerables, las que pueden sufrir con el virus. Yo quiero volver a la normalidad de antes, no
quiero más cambios. Prefiero el status quo en el que nada se toca y donde yo decido lo que está
bien. Me cuestan esas palabras que escucho en los labios de Dios, de María, de Jesús: «Hágase, he
aquí la esclava, aquí estoy para hacer tu voluntad, ábrete». Me cuesta renunciar a mis planes y deseos
y aceptar la realidad. Dice Jean Vanier: «Es bueno dar gracias por nuestras pobrezas». Aceptar que
soy pobre. Sentirme necesitado de otros. Abrirme a un cambio que necesito. Pero me cuesta
cambiar. Renunciar. Dejar de tener lo que me da seguridad. Aceptar mi vida en su fragilidad.
¿Qué tengo que cambiar en mi vida para que reine Jesús en mi corazón? No quiero que todo
permanezca inamovible. No me gusta una vida estática, rígida, protegida, guardada. Estoy
dispuesto a dejarme hacer por Dios. «Hágase». Se lo digo a su oído con voz fuerte. Estoy
dispuesto a que Él mande en mí. Me deshago de mi voluntad orgullosa. De mi ánimo fuerte que
quiere controlarlo todo.

4. ¿En qué aspectos me ha ayudado mi alianza con María? ¿La he recibido en mi casa y Ella ha cambiado
nuestro hogar? ¿En qué se ha notado? Quiero pedirle amplitud de mirada, fidelidad y alegría en el cambio.

5. De la mano de María dejo todo lo que me pesa


Hoy quiero dejar sobre la mesa todas aquellas cosas que me pesan. Vaciar los bolsillos. Echar
fuera del alma lo que no me da vida. Alejar de mí todo aquello que me ata. Quiero saber dónde
está de verdad el tesoro de mi vida. Leía el otro día: «Todos tenemos dentro un tesoro. Pero para
conseguirlo tienes que abandonar el ajetreo de la mente y las necesidades del ego y entrar en el silencio del
corazón»4. ¿Dónde he puesto mi ganancia verdadera? Quiero saber qué es lo que de verdad me
alegra. Y qué es lo que me entristece. Lo que de verdad importa. ¿Dónde pongo mi confianza
cada día? ¿En quién tengo fe de verdad? ¿A quién amo con toda el alma? Mi felicidad y plenitud
no puede depender de la felicidad de otro, de su salud, de su suerte. No puede depender de
circunstancias que no controlo. ¿Dónde se sujeta con fuerza el péndulo de mi vida? Quiero ser
pobre de Dios para vivir atado a Él, dependiendo de su presencia. Decía el P. Kentenich: «¿Dónde
se halla el punto de apoyo del péndulo? Sólo arriba, en algún lugar o sitio de donde cuelga. ¿Dónde hallará
su punto de reposo este hombre de hoy que experimenta tan hondamente su condición humana? Si el
hombre es un ser pendular y oscilante, su apoyo y seguridad connaturales estará allá arriba, en la mano de
Dios Padre. Sólo en lo alto hay descanso, sólo hacia lo alto debe aspirar el hombre»5. Quiero dejar de lado
tantas cosas que me enriquecen sólo en apariencia, pero me desgastan por dentro el alma. No
quiero buscar mi estabilidad en la rigidez del suelo. Quiero reconocerme pobre delante de Dios.
Quiero ser pobre de Dios. Con mi alma anclada en su corazón. Cobijado en Dios como ese niño
pequeño que confía sólo en su padre. Quiero mirar el agua que llevo dentro y pensar que mi
pobreza consiste en esa sensación de sentirme necesitado, vacío y roto. Tantas veces me preocupo

4
Elizabeth Gilbert, Come, reza y ama
5
J. Kentenich, Niños ante Dios

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de las riquezas que el mundo me entrega. Busco el reconocimiento. El éxito. Los bienes que
parecen llenar mi alma, pero que son caducos. Me siento tan a gusto en los lugares donde soy
reconocido. Dejo de lado a aquellas personas que no parecen valorarme. No las veo. Como
comenta el Papa Francisco: «Cada vida que encontramos es un don y merece acogida, respeto y amor».
Digo que soy pobre pero sólo busco a los ricos. A aquellos que me pueden darme algo a cambio,
algo parecido a lo que yo entrego. Busco a los que me hacen feliz. Porque tienen luz, porque no
me quitan la paz. Porque no demandan ni exigen. Porque no son personas tóxicas. Y dejo de lado
a los heridos. A los que no me cuidan a mí. A los que están rotos y necesitados. Busco sólo a los
que me reconocen y consideran importantes mis palabras. Digo con la boca pequeña que quiero
ser pobre y vivo pendiente de aquellas cosas que calman mis deseos. Tratando de satisfacer lo
que mi alma anhela. Busco siempre corazones donde sentirme en casa. Mendigo cariño allí donde
me encuentro. Busco agradar a todos y caer bien a cualquier persona. Deseo satisfacer todos los
anhelos de aquellos que llegan a mí insatisfechos. Muchas veces veo personas que sólo buscan
agradar. Dicen lo que yo deseo. Halagan buscando halagos. Temen el rechazo más que yo mismo.
No quiero mendigar sonrisas. Quiero aprender a ser un niño pobre y confiado. Pero luego digo
que soy pobre y no sufro la necesidad del que nada tiene. Tapo mi alma con cosas para no
indagar más adentro. No quiero conocer de verdad la sed de mi alma. Sólo quiero llenar por
fuera mi pozo seco. Me lleno de riquezas que no colman mi anhelo más profundo. Quiero
aprender a ser más pobre, más niño, más de Dios. Quiero aprender a vivir más vacío de mis
pretensiones. De esos deseos esclavos de triunfar en todo lo que hago. Tratando de sanar la
herida de amor que llevo grabada en el alma. Es la cuaresma un tiempo que Dios me da para ser
más pobre, más feliz, más pleno. Para ser mendigo de su amor más grande. Para hacerme esclavo
de su presencia sanadora. Quiero valorar las cosas que tengo. Agradecer por todo lo que Dios me
regala. Desprenderme de lo que no necesito. Dios no quiere de mí simplemente que viva vacío.
Creo que vivir vacío no es lo que Dios desea. No desea que no tenga amigos, que no tenga
vínculos profundos, ni ataduras. No quiere sólo que no posea seguridades. Sabe que mi corazón
se apega siempre, desea, llama, suplica, reclama. Sabe que mi corazón quiere lo que no tiene y
teme perder lo que posee. Mi corazón vacío está demasiado expuesto si Él no lo llena. Jesús
conoce hasta el fondo de mi alma cuáles son mis más profundos deseos. Conoce la herida de mi
corazón. Sabe de mis miedos y sufrimientos. Me quiere vacío para llenarme. Desea que me
entregue por entero. Quiere que sea libre para hacer lo que me pide, lo que anhela de mí. Quiere
estar conmigo donde yo estoy y que yo descanse en Él y viva con paz mi vida, anclado en Él mi
péndulo. Sólo así será posible rezar con Santa Teresa de Jesús: «Si queréis que esté holgando, quiero
por amor holgar. Si me mandáis trabajar, morir quiero trabajando. Decid, ¿dónde, cómo y cuándo? Decid,
dulce Amor, decid: ¿qué mandáis hacer de mí? Dadme Calvario o Tabor, desierto o tierra abundosa; sea Job
en el dolor, o Juan que al pecho reposa; sea viña fructuosa o estéril, si cumple así: ¿qué mandáis hacer de
mí? Esté callando o hablando, haga fruto o no le haga; esté penando o gozando, sólo vos en mí vivid: ¿qué
mandáis hacer de mí?». Dejo espacio en mi alma para que Él pueda vivir conmigo. Para que Él
cambie mi corazón de piedra por uno de carne. Sólo así podré hacer lo que Él me mande.

5. ¿Dónde he puesto mi confianza en este tiempo? ¿En qué cosas tengo que cambiar?

6. Quiero vivir el desierto de esta cuaresma


La imagen del desierto forma parte del tiempo de cuaresma. Leemos en Oseas 2,14: «Así que voy a
seducirla, la llevaré al desierto y allí le hablaré a su corazón. Allí me responderá como en su juventud. Yo te
haré mi esposa y te seré fiel, y tú entonces me conocerás como el Señor». Dios lleva a Israel al desierto
para seducir su corazón. El desierto vacío y solitario se convierte en lugar de encuentro con Dios.
Hay una canción que habla d este encuentro: «Conozco tu conducta y tu constante esfuerzo, has

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sufrido por mi causa sin sucumbir al cansancio, pero tengo contra ti que has dejado enfriar tu primer amor.
Por eso yo la voy a seducir, la llevaré al desierto y allí, hablaré a su corazón y ella me responderá como en
los días de su juventud». Allí espera Él mi sí alegre y convencido. El sí enamorado de mi juventud.
El sí primero e inocente. Leo en Apocalipsis 2,4: «Pero tengo una queja contra ti, y es que has dejado
enfriar tu primer amor». Pienso en ese día en el que me enamoré de Dios en mi vida. ¿Recuerdo ese
día de mi primer amor? Si no lo recuerdo es bueno que medite qué días en mi vida de fe he
tocado ese amor de Dios, he vibrado con su presencia. Me he sentido atraído por Él. Me he
enamorado. Uno no se enamora de una norma, de un precepto, de una prohibición, de una
moral. El enamoramiento comienza con una atracción. Admiramos a quien empezamos a amar.
Surge el deseo. Queremos estar con Él. Y ese amor hace posible pronunciar un sí para siempre.
Saca ese amor lo mejor de mí. Y me hace capaz de todo. El amor comienza con esa persona que
me cautiva y no quiero alejarme de su presencia. Así sucede en el amor de amistad, en el amor
matrimonial. Los esposos no se enamoran porque hayan visto en la fidelidad como precepto el
sentido de sus vidas. Surge el amor y gracias a ese amor es posible vivir después la fidelidad. El
amor me capacita para la renuncia. Con Dios ocurre lo mismo. Me enamoro de Jesús hombre, de
ese Dios personal que me mira con misericordia y viene a mí. Ese amor primero sostiene mi fe.
Por eso es tan importante, como en la vida matrimonial, encender de nuevo el primer amor
cuando se enfría. Por eso quiero ahora renovar mi sí en medio de las pruebas, en la dureza del
camino, cuando he visto cómo es la vida. Dios quiere llevarme al desierto para volverme a
conquistar, para que me enamore de nuevo. Me lleva al silencio y me habla al corazón. Porque
quiere que esté a solas con Él para darme a conocer mi verdadero nombre. Ese nombre que sólo
intuyo. Mi verdad. Me lleva a solas con Él para mostrarme cuánto me quiere y dejar que yo le
diga de nuevo cuánto le quiero. Es el amor primero. Ese amor que le di cuando era más joven,
cuando me enamoré de Él por vez primera. Me lleva al desierto para estar a solas conmigo. En
intimidad. Los dos mirándonos. Como ese hombre mayor que rezaba en la parroquia del cura de
Ars y un día le preguntó: «¿Qué haces tanto tiempo ahí con Dios?». Y este señor contestó con
sencillez: «Yo le miro, Él me mira». Mi oración es mirar a Dios. Y Él me sostiene en medio de mis
luchas. Por eso en esta cuaresma quiere llevarme en brazos al desierto incluso contra mi
voluntad. Porque a veces me resisto. Me cuesta dejarme el tiempo para Él. Quiere llevarme para
que conozca el verdadero amor que me tiene. En el desierto es más fácil el encuentro profundo
porque no hay distracciones. Sólo Dios y yo. Allí quiere seducirme de nuevo. Me gusta esa
imagen de la seducción. Dios me seduce. ¿Cómo lo va a conseguir? A veces el mundo me seduce
con más fuerza. Apela a mis sentidos. Me atrae con cantos de sirena. Me promete lo que no me va
a llenar del todo. Tal vez por eso Dios necesita llevarme al desierto para que aprenda a estar a
solas con Él. Para tenerme a su lado, recostado sobre su pecho. Arropado en sus brazos. Dios me
muestra en el desierto su fidelidad. El desierto es la vuelta al primer amor. Al enamoramiento de
mi juventud. En la vida el tiempo a veces desgasta el amor. La rutina y las pruebas duelen y me
secan. El primer sí palidece. Por eso me gusta esa imagen de volver al primer amor. Tiene que ver
con recuperar el entusiasmo perdido. Cuando me dejo llevar por el entusiasmo es Dios el que
entra en mí y se sirve de mí para manifestarse. Cuando estoy enamorado profundamente de Dios
se nota en todo lo que hago y digo. Tengo luz. Mis ojos hablan de ese amor. Y mis palabras. Y
toda mi vida. Pero a veces dejo de estar entusiasmado y se pierde la fuerza de mi entrega. Ir al
desierto supone caminar en la presencia de un Dios que está enamorado de mí. Vive
entusiasmado al ir junto a mí. Quisiera recuperar mi entusiasmo en el desierto. Volver a vibrar
como en los días de mi juventud. Con la misma pasión. Con la misma fuerza. Con la misma
alegría del inicio del camino.

6. ¿Cómo estoy cuidando mi mundo interior en esta cuaresma? ¿Cómo he crecido en mi oración?

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