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Edición nº 40 octubre-diciembre 2019

PERSPECTIVA DE GÉNERO
EN PSICOLOGÍA
DAU GARCÍA DAUDER
Psicólogo social. Universidad Rey Juan Carlos

Curso válido para solicitar ser reconocido como miembro titular de


todas las Divisiones

ISSN 1989-3906
Contenido

doCumento base ........................................................................................... 3


Perspectiva de género en Psicología

fiCha 1 ........................................................................................................... 19
sesgos de género en investigación y planteamientos epistemológicos

fiCha 2 ................................................................................................................................. 25
La perspectiva de género en salud y en salud mental
Consejo General de la Psicología de España

documento base.
Perspectiva de género en Psicología
ÍNDICE
1. Sesgos de género en la Historia de la Psicología
1.1. La recuperación de las mujeres en la Historia de la Psicología
1.2. Mecanismos de discriminación de género en el reconocimiento científico: el “efecto Matilda” en psicología
1.3. De la psicología construye la mujer al feminismo reconstruye la psicología: la perspectiva de género
2. ¿Qué es esa cosa llamada género y qué es la perspectiva de género?
2.1. Diferentes usos del concepto género
2.2. Una crítica a los usos psicológicos del género
De la Masculinidad/Femineidad como rasgos de personalidad a su construcción social
De la identidad de género como esencia fija a proceso o devenir
Las lecciones de la transexualidad: de diagnóstico a acompañamiento
FICHA 1 Sesgos de género en investigación y planteamientos epistemológicos
1. Dos tipos de sesgos: exagerar o ignorar las diferencias
2. Sesgos de género en el proceso de investigación
FICHA 2 La perspectiva de género en salud y en salud mental
1. ¿Qué significa incorporar la perspectiva de género en salud?
2. De patologías a malestares y acompañamientos con perspectiva de género

1. sesgos de género en La historia de La PsiCoLogía


1.1 La recuperación de las mujeres en la Historia de la Psicología1
Introducir la perspectiva de género en la práctica de la psicología requiere hacer una reflexión previa sobre las for-
mas de producción de conocimiento científico. Sandra Harding (1996) en su libro Ciencia y Feminismo plantea el
paso de analizar la situación de las mujeres en una ciencia, en este caso, la psicología, como sujetos y como objetos
de conocimiento; a analizar la situación de la ciencia en el feminismo, es decir, las implicaciones epistemológicas de
la ausencia/presencia de mujeres en una disciplina y hasta qué punto el feminismo (como movimiento social y teoría
crítica) ha contribuido a la consecución de una “mejor” ciencia-psicología, más objetiva y justa socialmente. En Obje-
tividad y diversidad, Harding (2015) va más allá y argumenta cómo la homogeneización del sujeto de una ciencia
redunda en campos de ignorancia y ciencia sin hacer y, a la inversa, la diversidad de posiciones sociales dentro de
una comunidad científica influye en una mayor objetividad.
Desde las epistemologías feministas se sostiene que la presencia de mujeres en la ciencia –y de otros colectivos his-
tóricamente excluidos- no es suficiente, pero sí condición necesaria para eliminar campos de ignorancia. Y ello, por
el punto de vista privilegiado, aunque sin garantías, desde posiciones sociales no hegemónicas para identificar lo no
cuestionado en una disciplina, especialmente aquellas posiciones sociales múltiples y contradictorias que permiten
una mayor reflexividad. Y, a la inversa, la mayor probabilidad de puntos ciegos en el conocimiento desde posiciones
normativas, por naturalizar sus condiciones particulares como marco de referencia universal y no atender a otras
experiencias (Harding, 1996).
Para entender esto de forma concreta en la disciplina de la psicología, vamos a acudir a su historia y a reflexionar
sobre las formas en que se socializa y se enseña esta ciencia. Lo primero que nos podríamos preguntar es dónde están

1
Tanto éste como el siguiente epígrafe han incluido partes de otros trabajos de García-Dauder (2003, 2005, 2015, 2019).

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las mujeres en la historia de la psicología (la pregunta se extiende a personas “racializadas”, no occidentales, etc.). Un
ejercicio muy recomendable es acudir a los manuales de Historia de la Psicología, clásicos y actuales, y revisar el
número de mujeres citadas a lo largo de sus páginas. Por poner un ejemplo, el manual más utilizado en las universi-
dades españolas en la asignatura de historia, el de Thomas Leahey, solo cita el nombre de seis psicólogas (Giménez,
2007). Ello nos hace preguntarnos si es un reflejo objetivo del pasado. ¿Hubo mujeres en los orígenes de esta ciencia?
Si las hubo, ¿por qué no están recogidas en los manuales? Pero también, ¿tuvieron las mismas experiencias que sus
compañeros de disciplina? Y sobre todo, ¿por qué no nos extraña su ausencia? ¿Y hasta qué punto todo ello influye en
un alumnado mayoritariamente compuesto por mujeres y en las formas de producir y reconocer conocimiento?
Si, a la inversa, ponemos cara y cuerpo a los principales nombres incluidos en estos manuales, nos damos cuenta
que parecen necesarias determinadas características para formar parte del corpus de conocimiento legitimado en esta
disciplina: fundamentalmente ser un varón blanco. De nuevo nos podemos preguntar, ¿es el sistema de sexo/género
epistemológicamente relevante? ¿Afecta esta posición social homogénea del sujeto en la producción de conocimiento
androcéntrico, sexista y racista? ¿Qué implicaciones tiene la ausencia de referentes históricos femeninos en las expec-
tativas y aspiraciones de futuros/as profesionales de la psicología y en el reconocimiento de la autoridad científica?

No es casual que hayan sido mujeres historiadoras las que han desvelado ese “secreto tan bien guardado” por la psi-
cología: la presencia de mujeres desde sus orígenes (Scarborough y Furumoto, 1987); y el mito androcéntrico de que
no hablamos de ausencia, sino de olvido, mediante diferentes mecanismos de discriminación histórica que se van per-
petuando manual tras manual (Lerner, 1992). Resulta sorprendente que todavía, tanto estudiantes como profesionales
de la psicología, desconozcan el nombre de Mary Calkins, la que fuera doble presidenta de la Asociación Americana
de Psicología (en 1905) y de Filosofía (en 1918); solo William James y John Dewey tienen ese doble mérito. O de
Margaret Washburn, presidenta también de la APA en 1921 y miembro de la prestigiosa Academia Nacional de las
Ciencias en 1931. Basta echar un vistazo a los primeros números de la American Journal of Psychology para darnos
cuenta de la presencia de las pioneras, su primer número de 1887 ya contaba con un artículo de Christine Ladd-Fran-
klin.

4 Por motivos de espacio, no podemos recoger aquí los nombres y contribuciones de todas las pioneras psicólogas, pero remitimos a la biblio-
grafía que se ha encargado de ello: el ya clásico libro de Scarborough y Furumoto (1987), Untold lives. The first generation of American
women psychologists; Re-placing women in Psychology. Readings toward a more inclusive history de Janis Bohan (1992) o Psicología y Femi-
nismo. Historia olvidada de mujeres pioneras en Psicología (García-Dauder, 2005).
4 Para conocer la historia de las pioneras en contextos hispano-hablantes recomendamos el libro Las primeras psicólogas españolas de Carmen
García Colmenares (2011) y Pioneras sin monumentos. Mujeres en Psicología de Inés Winkler (2007), rescatando a las pioneras españolas y
en el contexto de Chile y Argentina, respectivamente.
4 Recomendamos también el directorio creado en la web Psychology’s Feminist Voices http://www.feministvoices.com/

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Lo importante aquí, no es solo el ejercicio de recuperación de sus nombres y contribuciones, sino de la “historia en
sus propios términos”, lo que las historiógrafas anglosajonas han denominado her-story (Lerner, 1992). Frente al mito
de la objetividad y la meritocracia, la idea de que todos partimos desde el mismo lugar y que si no hay mujeres es
porque no lo merecen, no viene mal recordar las experiencias diferenciales por las que pasaron y cómo las condicio-
nes sociales y las desigualdades de género influyeron en su práctica científica. Entre otras, que las principales univer-
sidades a principios de siglo XX prohibían su entrada en las aulas y no las reconocían sus títulos –conseguidos con los
mismos méritos que sus compañeros- por el mero hecho de ser mujeres (Scarborough y Furumoto, 1987).
Pero las barreras no fueron solo institucionales, los discursos de la época, defendidos por sus propios compañeros,
defendían no solo la tesis de la mayor inferioridad y mediocridad mental de las mujeres, sino la teoría de la inversión
útero-cerebro, según la cual la salud reproductiva de las pioneras estaba en peligro como consecuencia del ejercicio
intelectual. Esta teoría las colocaba según sus compañeros de disciplina como “egoístas biológicas” y responsables de
un posible “suicidio racial” (García-Dauder, 2005). A ello se sumaba el dilema matrimonio-carrera, el “imperativo
familiar” y la construcción de la mujer científica como “una contradicción en sus propios términos” (Rossiter, 1992):
ser mujer y responder a las normas y valores asociados con lo femenino y ser científica y responder a las “masculini-
zadas” normas y valores de la ciencia (racionalidad, objetividad, predicción y control). Como científicas, eran poco
mujeres; como mujeres; eran poco científicas.
El sesgo androcéntrico en la historia de la disciplina se concreta no solo en olvidar a las pioneras en el ámbito aca-
démico, sino en colocar dicho ámbito como el merecedor de prestigio, situando la psicología aplicada de la época
como no merecedora de formar parte de la historia. Ello supuso, a su vez, el olvido de tradiciones “femeninas” infra-
valoradas por alejadas de los circuitos oficiales. Se produjo una segregación sexual desigual entre una “psicología
pura” desde dentro de la academia, masculinizada y legitimada; y una “psicología aplicada” desde los ámbitos de
reforma, feminizada, desprestigiada y excluida de los mecanismos de reconocimiento oficial (García-Dauder, 2005).
El hecho de que las principales universidades, salvo los colleges de mujeres, no ofrecieran puestos de trabajo a las
mujeres, sobre todo si estaban casadas, provocó que la mayoría de ellas desarrollara su carrera profesional en ámbitos
aplicados o de reforma (espacios, por otro lado, menos conflictivos con la identidad femenina del momento). Está
pendiente una historia de la psicología aplicada que recupere toda la labor de conocimiento de las pioneras psicólo-
gas de finales del XIX y principios del XX, especialmente en ámbitos educativos, clínicos, penitenciarios, etc.
El sesgo androcéntrico de la historia también implica revisar fechas o “hitos” importantes para la disciplina. Por
poner un ejemplo, la primera guerra mundial que, según los historiadores, colocó a la psicología en el mapa de las
ciencias, gracias a su presencia en la selección de reclutas mediante la aplicación de los test de inteligencia Alfa y
Beta del ejército; para las psicólogas supuso un retroceso en sus avances, pues se las excluyó de las redes informales
durante la contienda. De hecho, eran ellas las que aplicaban anteriormente dichos test en ámbitos educativos, una
actividad desvalorizada por feminizada. Con la guerra, eso no se tendrá en cuenta y serán psicólogos varones, que
previamente investigaban el aprendizaje animal en laboratorios con sus ratas y palomas, los que se dedicarán a su
aplicación, revalorizándose la actividad (Rossiter, 1992; García-Dauder, 2005).
La historia tradicional no sólo se ha olvidado de las pioneras (sus nombres y contribuciones), o de las condiciones
sociales que limitaron sus carreras como psicólogas; sino, sobre todo, de la producción de conocimiento desde sus resis-
tencias. Los manuales de historia han omitido la producción de un feminismo científico mediante el cual las pioneras
psicólogas, influidas por la primera ola feminista y sufragista, usaron sus conocimientos para desmontar los mitos existen-
tes en la disciplina sobre las diferencias “naturales” entre los sexos y la inferioridad mental de las mujeres.
Dentro de esas “epistemologías de la resistencia” (Tuana, 2006), destacamos la “lucidez social” de las pioneras en
las controversias sobre diferencias entre los sexos en procesos cognitivos y su sensatez al señalar a sus compañeros la
imposibilidad de encontrar diferencias sexuales naturales y la importancia del ambiente en las diferencias. Frente al
sexismo y la naturalización de las diferencias, las pioneras dedicaron sus esfuerzos de investigación experimental al
estudio de las semejanzas entre los sexos. Helen Thompson Woolley, por ejemplo, hizo su tesis doctoral en 1903
sobre las semejanzas en rasgos mentales. Otra psicóloga pionera, Leta Stetter Hollingworth, realizó su tesis doctoral
en 1914 para desmontar el mito de la disminución del rendimiento mental y motor de las mujeres durante la mens-
truación (es importante recordar que dicha “debilidad” mensual se utilizaba como argumento para no permitir el voto
a las mujeres). Dedicó, a su vez, varios de sus trabajos a desmontar la hipótesis darwiniana de la inferior variabilidad
física y mental de las mujeres o la naturalización del instinto maternal, ambas tesis utilizadas para desaconsejar a las
autoridades invertir en educación de las mujeres (García-Dauder, 2005).

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Como ha señalado Nancy Tuana (2006), en una disciplina es tan importante el conocimiento que se produce como
el que no se produce, las “epistemologías de la ignorancia”. Una modalidad de ignorancia grave es “cuando no se
sabe que no se sabe”, es decir, cuando ni siquiera hay conciencia de dicho desconocimiento. Eso ha pasado con la
historia perdida de las mujeres en la psicología. Una historia más “objetiva” debería recuperar el papel no reconocido
de las pioneras en el desarrollo de una psicología más rigurosa en el estudio de las diferencias sexuales; su énfasis en
la igualdad y en el papel del ambiente, de lo social, en la explicación de las diferencias; sus investigaciones sobre la
salud de las universitarias que desmontaban las teorías psicológicas sobre los efectos nocivos de la educación en su
capacidad reproductiva; su apuesta por la interdisciplinariedad y sus contribuciones desde ámbitos aplicados o de
reforma (Scarborough y Furumoto, 1987; García-Dauder, 2005). Igualmente, es preciso recuperar la historia de la
misoginia o del racismo en la psicología (la “falsa medida del hombre y de la mujer”) y en autores “clásicos” que
parecían perder su objetividad cuando abordaban dichos temas.
En conclusión, el imaginario científico, y de las ciencias de la salud, está saturado de mentes masculinas (y blancas)
que conocen cuerpos o naturalezas femeninas (o negras). A la par que se excluía a las mujeres como sujetos de cono-
cimiento –la historia de sanadoras y comadronas merece mención aquí- se las construía como objetos del mismo.
Para ejemplificar esto, no hay más que recordar la imagen de Charcot y sus discípulos examinando los movimientos
de una de las histéricas en la Salpêtrière e imaginar dicha imagen con los roles invertidos: sustituir a los observadores
varones por mujeres doctoras observando los movimientos histéricos de un joven varón que, con movimientos frági-
les, se curva hacia atrás. Si además pensamos en mujeres negras que observan bajo el escrutinio científico cuerpos
blancos masculinos, la imaginación se torna más difícil.

Nos hemos centrado en la historia de la psicología como ejemplo de “sesgo de género” en la selección de quién
cuenta como sujeto legítimo de conocimiento en una disciplina, merecedor de “hacer historia”. Según Miranda Fric-
ker (2017), una “injusticia epistémica” se produce cuando se anula la capacidad de un sujeto –en este caso un sujeto
colectivo, las mujeres- para transmitir conocimiento y dar sentido a sus experiencias sociales, se desacredita su discur-
so por causas ajenas a su contenido. A lo largo de la historia de la ciencia y de la psicología podemos ver cómo cier-
tos grupos han sido desacreditados como autoridades cognitivas, construidos como no conocedores o en desventaja
epistémica, al tiempo que se ha invisibilizado su resistencia. Ello ha provocado campos de ignorancia, no solo en la
historia (el desconocimiento sobre las pioneras psicólogas) sino respecto al conocimiento “de resistencia” que genera-

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ron (las teorías que generaron para desmentir la inferioridad mental femenina). Como han señalado Bernstein y Russo
(1974), sin una historia intelectual reparadora, las mujeres nunca estarán plenamente integradas en la psicología,
incluso, aunque sean mayoría.

recomendaciones:
4 Realizar un repaso mental a la historia de la psicología y sus corrientes y pensar cuántas mujeres “clásicas” se conocen.
4 Hacer el esfuerzo de conocer sus contribuciones y leer sus trabajos desde fuentes originales.
4 Conocer la historia particular de las psicólogas pioneras en su contexto para desmontar el mito de su ausencia y rescatar “su historia” de
exclusiones y resistencias.
4 Conocer el feminismo científico de las pioneras y su contribución no sólo a una psicología más rigurosa sino a un mundo más justo e igualita-
rio.
4 Revisarse los imaginarios sobre el sujeto y el objeto de conocimiento en la psicología y su influencia en cómo conferimos reconocimiento y
autoridad cognitiva.
4 Compensar desacreditaciones históricas a determinados sujetos colectivos y leer los trabajos desde dichas posiciones.

1.2. Mecanismos de discriminación de género en el reconocimiento científico: el “efecto Matilda” en psicología


El sociólogo Robert Merton (1968) acuñó el término “efecto Mateo” para referirse a los patrones de reconocimiento
dentro de una comunidad científica que terminan beneficiando a los científicos de más prestigio, por “acumulación
de ventajas”; de tal forma que, en casos de colaboración de científicos de reputación desigual, se otorga un crédito
excesivo al más conocido y escaso o nulo al otro. Es decir, se produce el fenómeno de que “a los que tienen mucho,
se les dará más; y a los que tienen poco, se les quitará lo poco que tienen”. Esta última parte fue aplicada por la histo-
riadora de la ciencia Margaret Rossiter (1993) para el caso de las científicas y su invisibilización a través de políticas
de género y conocimiento. A ello le puso el nombre de “efecto Matilda”.
Siguiendo su trabajo, vamos a señalar varios ejemplos de “efecto Matilda” en psicología, identificados con diferentes
etiquetas con el objeto de visibilizar diferentes efectos de discriminación. Una modalidad sería lo que se podría deno-
minar el efecto señora de: cuando escriben matrimonios científicos y se olvida la parte femenina. Por ejemplo, los
experimentos clásicos en psicología social sobre conflicto intergrupal (los de la “cueva de ladrones”) de Sherif y Sherif
suelen eliminar la autoría de Carolyn Sherif. Casos similares son los de Margaret Harlow, co-autora de “Learning to
love”, donde se desarrolló la teoría de los vínculos de afecto en monos (Bernstein y Russo, 1974). O Joan Erikson, que
participó y tradujo al inglés la teoría del ciclo vital de Erik Erikson, el cual reconoció su contribución tanto en la escri-
tura como en su formulación (Winkler, Magaña y Wolff, 2004).
También podríamos hablar del efecto discípula o colaboradora: ejemplos como los de Mary Ainsworth o Bärbel
Inhelder, que trabajaron y publicaron con Bowlby y Piaget respectivamente, y cuya autoría ha sido olvidada (Hyde,
1995). Una combinación de los mecanismos anteriores lo podemos ver en Rosalie Rayner, obviada su autoría en el
famoso experimento con Watson del “niño Albert” y posteriormente “perdida” al firmar, tras su matrimonio, como
R.R. Watson en trabajos en co-autoría sobre psicología infantil y reacciones emocionales condicionadas.
La tendencia a nombrar científicas en relación a alguna figura masculina, también lo vemos en el efecto hija de.
Como consecuencia, conocemos a Anna Freud, pero por ser hija de Sigmund Freud y no por sus contribuciones a la
psicología infantil. Por otro lado, podemos pensar que Psyche es un pseudónimo de James Cattell, y no el nombre que
le dio a su hija, autora de la Escala de Inteligencia Infantil de Cattell (Bernstein y Russo, 1974; Hyde, 1995).
También podríamos señalar casos de varón por defecto: asumir autoría masculina en epónimos, por ejemplo, o
cuando solo se conoce el apellido. Poca gente sabe que el efecto Zeigarnik en psicología de la memoria debe su
nombre a una psicóloga, Bluma Zeigarnik; o que el hecho de que podamos leer una frase aunque las palabras tengan
las letras cambiadas se debe a otra psicóloga experimental alemana, Gabriele von Wartenleben (Vendrell, 2012). El
test gestáltico visomotor de Bender fue creado por otra mujer, Lauretta Bender (Bernstein y Russo, 1974).
Varios de los ejemplos anteriores también responden a la citación parcial y eliminación de segundas autorías (que
normalmente suelen ser femeninas) al citar los trabajos: los primeros test de masculinidad y feminidad estuvieron cre-
ados por Terman y Catharine Miles (aunque solo se mencione a Terman). Lo mismo ocurre con la revisión del Test de
Inteligencia Stanford-Binet hecha por Terman y Maud Merril, otra psicóloga perdida (Bernstein y Russo, 1974). En el
llamado efecto Rosenthal o efecto pigmalión en el aula, de forma recurrente se elimina la autoría de Lenore Jacobson
(García Dauder y Pérez Sedeño, 2017). Este fenómeno de “citación parcial” no siempre pierde el segundo elemento,
el TAT de Murray (el Test de Apercepción Temática) es el TAT de Christiana Morgan y Murray (Bernstein y Russo,
1974).

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Por último, podríamos hablar de usurpación de autoría o de crédito pionero. Sabina Spielrein fue la primera en
exponer sus ideas sobre el instinto de destrucción o de muerte que más tarde se reapropiaría Freud. En psicología
social se nombra a Morton Deutsch como uno de los primeros en desarrollar la resolución constructiva o integradora
de los conflictos en los años 70; en 1926, Mary Parker Follett escribía sobre las bases psicológicas del conflicto cons-
tructivo. Si bien desde el ámbito empresarial se la ha considerado como “profeta del management” (era una mujer
que daba charlas a empresarios en una época en la que las mujeres apenas tenían acceso al ámbito público), la psico-
logía social u organizacional apenas ha reconocido su existencia (Domínguez y García-Dauder, 2005). Else Frenkel
Brunswik desarrolló la investigación decisiva sobre la personalidad autoritaria y fue co-autora de varios trabajos sobre
el tema, si bien la autoría suele atribuirse exclusivamente a Theodor Adorno (Hyde, 1995).
Es solo una muestra de la larga lista de psicólogas a las que el sistema de recompensas trató injustamente por su sexo
y de los diferentes mecanismos de invisibilización.

Entre otras cosas, las historiadoras feministas han visibilizado y reconocido las contribuciones de las mujeres a la psicología. Éste es solo un
pequeño “sabías que…” sobre sus logros significativos a partir del cual puedes calibrar la invisibilización de las mujeres en la disciplina:
4 Sabías que el equipo de Kurt Lewin en el Instituto Psicológico de Berlín de 1927 contaba con bastantes mujeres: bluma Zeigarnik, anita Kars-
ten, gita birenbaum, tamara dembo, Wera mahler, maría ovsiankina, entre otras.
4 Sabías que el hecho de que podamos leer una frase aunque las palabras tengan las letras cambiadas se debe a otra psicóloga experimental
alemana, gabriele von Wartenleben.
4 Sabías que el test gestáltico visomotor de Bender fue creado por otra mujer, Lauretta bender.
4 Sabías que Psyche no es un pseudónimo de James Cattell, sino el nombre que le dio a su hija, autora de la Escala de Inteligencia Infantil de
Cattell.
4 Sabías que los primeros test de masculinidad y feminidad estuvieron creados por Terman y Catharine miles (aunque solo se mencione a Terman).
4 Sabías que la revisión del Test de Inteligencia Stanford-Binet está hecha por Terman y maud merril, otra psicóloga perdida.
4 Sabías que el TAT de Murray (el test de apercepción temática) es el TAT de Christiana morgan y Murray.
4 Sabías que los experimentos de Köhler con chimpancés en Tenerife los hizo con su mujer, thekla achenbach (Kohler), pero sus editores no le
dejaron ponerla de co-autora.
4 Sabías que sabina spielrein fue la primera en exponer el instinto de destrucción o de muerte que más tarde se reapropiaría Freud.
4 Sabías que en 1926, mary Parker follett ya teorizaba sobre la resolución constructiva o integradora de los conflictos, aunque en psicología
social se nombra a Morton Deutsch como el primero en hacerlo.
4 Sabías que else frenkel brunswik desarrolló la investigación decisiva sobre la personalidad autoritaria y fue co-autora de varios trabajos sobre
el tema, si bien la autoría suele atribuirse a Theodor Adorno.

1.3. De la psicología construye la mujer al feminismo reconstruye la psicología: la perspectiva de género


La década de 1970 coincide con la emergencia de la llamada “segunda ola del feminismo”. Ello supuso la toma
de conciencia por parte de las psicólogas de formar parte de un sujeto colectivo en situación de discriminación y
la reivindicación de determinados derechos (la igualdad de salario por ejemplo), pero también la revisión del

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sexismo y androcentrismo en las teorías psicológicas, así como otras violencias simbólicas (Herman, 1995). En
1973 se crea en la APA la División 35, la Sociedad para la Psicología de las Mujeres, con el objetivo de examinar
la situación de las mujeres como sujetos y objetos de conocimiento dentro de la psicología. Son años que coinci-
den con la elección de la tercera y cuarta presidentas de la APA, Ann Anastasi en 1972 y Leona Tyler en 1973,
rompiendo con una ausencia de mujeres presidentas de más de 50 años (Unger, 1998). Derivado de ello, en 1976
se crea Psychology of Women Quarterly (PWQ). Una revista creada en respuesta a las resistencias a aceptar estu-
dios sobre psicología de las mujeres, concebidos por las revistas de la disciplina como “particulares o minorita-
rios”. No será hasta los 90 que se cree una revista que lleve las palabras psicología y feminismo conjuntamente,
Feminism & Psychology.
Como herencia de las pioneras psicólogas, e influidas por el movimiento feminista de los 70, las psicólogas feminis-
tas de esta época –como Naomi Weisstein, Carolyn Sherif, Rhoda Unger, Sandra Bem, etc.- continúan la revisión críti-
ca al sexismo/misoginia de las teorías psicológicas, así como al esencialismo biológico (la naturalización de la
desigualdad) y a la construcción de las diferencias sexuales (al dualismo). Un sello distintivo de sus aportaciones, que
recogía la herencia de las pioneras, fue su crítica a los estudios que naturalizan las diferencias entre los sexos y su
énfasis en el contexto social y en las relaciones de poder para explicar la diferente posición de varones y mujeres. En
1979, Rhoda Unger introdujo la distinción sexo-género en la American Psychologist. Unger distinguía entre el sexo
como “variable sujeto” -dentro del individuo- y el sexo como “variable estímulo” –lo que provoca el sexo de una per-
sona en la interacción con otros-. El “género” aludía a este segundo sentido, las relaciones de género, como concepto
relacional y jerárquico en un contexto, no a rasgos de personalidad o a la psicología diferencial entre los sexos
(Unger, 1979). Más adelante, desarrollamos los diferentes usos del concepto “género” desde la psicología y las cien-
cias sociales.
La crítica al sexismo en las teorías psicológicas (la culpabilización de las madres, la patologización de la agencia
sexual o la ira en la mujeres, etc.), la introducción del género como concepto teórico para el análisis de cómo muje-
res y varones se hacen, se acompañaron de una revisión del androcentrismo de la disciplina. Dicha revisión visibiliza
el hecho de que muchas teorías psicológicas han sido teorías sobre los hombres-varones, han obviado o infravalorado
las experiencias de las mujeres o las han tratado como variaciones o desviaciones de la norma masculina-neutra-uni-
versal (Hyde, 1995).
Los feminismos negros y los feminismos lesbianos de los 70 también calaron en la psicología señalando, desde
la constatación estadística, la obsolescencia de una psicología que no reconoce la diversidad, tanto de sus sujetos
practicantes como de sus objetos de estudio. A partir de ahí, se han elaborado varios trabajos advirtiendo sobre
las consecuencias negativas de estas exclusiones y proponiendo una mayor inclusividad democrática –y una revi-
sión de los contenidos- en la investigación, enseñanza, y práctica de/con personas racializadas y de otras culturas
no-occidentales, personas gays, lesbianas, bisexuales y transexuales, personas con diversidad funcional, etc.
(Hall, 1997).
La APA no estableció una Sociedad para el Estudio Psicológico de la Cultura, la Etnicidad y la Raza hasta 1986, la
División 45. Como señaló Robert V. Guthrie (1976) en psicología “incluso las ratas son blancas”. En 1975 la APA
votó prohibir la discriminación frente a psicólogos gays y lesbianas que hasta dos años antes –1973- estaban etiqueta-
dos como enfermos mentales en el DSM por sus propios compañeros de profesión (Herman, 1994). En 1985 se esta-
blece la Sociedad para la Psicología de la Orientación Sexual y la Diversidad de Género, División 44. Aun así, a día
de hoy, el DSM-5 (2013) todavía patologiza la transexualidad como “disforia de género”.

Para mayor información sobre revisiones feministas de la psicología, recomendamos los siguientes libros “clásicos” en castellano: Por su propio
bien. 150 años de consejos de expertos a las mujeres de Barbara Ehreinreich y English Deirdre (1990); La psicología del cuerpo femenino de Jane
Ussher (1991); Marcar la diferencia. Psicología y construcción de los sexos de Rachel Hare-Mustin y Jeanne Marecek (1994); Psicología de la
mujer. La otra mitad de la experiencia humana de Janet Hyde (1995); La deconstrucción de la psicología evolutiva de Erica Burman (1998).
Desde el contexto español, destacamos los títulos “clásicos” Psicología diferencial del sexo y el género de María Jayme y Victoria Sau
(1996); Psicología del género de Ester Barberá (1998) o Psicología y género editado por Ester Barberá e Isabel Martínez Benlloch (2004).
Para más información sobre la perspectiva de género/feminista en la psicología académica española, ver Barberá y Cala (2008), Cabruja y
Fernández Villanueva (2011); Bonilla (2014) y Ferrer (2017).

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2. ¿Qué es esa Cosa LLamada género y Qué es La PersPeCtiVa de género?


2.1. Diferentes usos del concepto género2
Conviene reflexionar sobre los diferentes usos del concepto “género” para no vaciarlo de significado. Ya hemos
señalado, que el concepto género no hace referencia a diferencias entre sexos, sería un error hablar de diferencias de
género en datos desagregados por sexo o diferencias de género cuando se han utilizado muestras de animales. Pode-
mos distinguir cuatro usos del concepto género definido en relación al concepto sexo: como categoría filosófica y
política, como concepto sociológico o sistema sexo/género, como concepto psicológico o identidad de género y
como perspectiva de análisis crítico.
En primer lugar, podemos hablar de la utilización del género como categoría filosófica y política desde las teorías y
movimientos feministas. Dicho uso permite marcar que tanto varones como mujeres no nacen como tales, sujetos a
un destino biológico, sino que se hacen o llegan a serlo bajo relaciones de poder y dominación dentro de estructuras
patriarcales. Un concepto que a su vez es utilizado para criticar la construcción de “la mujer” como lo Otro del hom-
bre-transcendente, desde la diferencia inmanente al cuerpo y al sexo: “Sólo el género femenino está marcado. La per-
sona universal y el género masculino están fusionados, definen a las mujeres en términos de su sexo, y a los hombres
como portadores de la calidad universal de persona que trasciende su cuerpo” (Beauvoir, 1949). Desde este uso, el
género no es un atributo individual, sino una categoría social que establece relaciones de poder entre varones y muje-
res materiales y simbólicas. Con lo cual las relaciones entre los sexos son relaciones políticas (también económicas),
lo personal se convierte en político y el patriarcado se define como una “política sexual” que se vale de los procesos
de socialización de ambos sexos para conformar identidades diferenciadas que lo sostengan (Millett, 1969).
Derivado del uso político, nos encontramos con un uso sociológico o antropológico que, a través del concepto siste-
ma de sexo/género, nos explica cómo la sociedad está estructurada a través de la división sexual del trabajo que se
“naturaliza” por medio de la reproducción generizada de las personas y la construcción psicológica del deseo hetero-
sexual (Rubin, 1975). Una división que genera desigualdades y jerarquías sociales, como decíamos, no sólo materia-
les también simbólicas (mediante la cultura, el lenguaje, los símbolos, las metáforas, etc.) (Scott, 1986).

Varón/masculino mujer/femenino

Mente-forma Cuerpo-materia
Razón Pasión, emociones, sentidos
Cultura-civilización Naturaleza-Especie
Yo transcendental Otro-el sexo
Genérico humano Ser sexuado
Independencia-autonomía-Instrumental Dependencia-relacional-expresivo
Público-Productivo Privado-Reproductivo
Sujeto de conocimiento-Objetivo Objeto de conocimiento-Subjetivo

Fuente: Elaboración propia.

El género introduce la distinción relativa a la cultura, por lo que puede definirse como un “deber ser” social, una
categoría basada en las definiciones socio-culturales relativas a las formas en que deben ser diferentes varones y
mujeres y a las distintas esferas sociales que deben ocupar. En este sentido se habla de roles de género como posicio-
nes sociales que la sociedad asignan a varones y mujeres, acompañadas de expectativas y normas de comportamiento
que definen lo que es “correcto” para cada sexo (los mandatos de género). Esto se produce por medio de los estereoti-
pos de género, creencias rígidas sobre cómo son varones y mujeres, que simplifican y homogeneizan (ocultando la
diversidad).
Por otro lado, en el plano psíquico, está la dimensión subjetiva de los roles (cómo se interpretan por el individuo,
sus propios esquemas de género) y expresiva (las conductas de género). A través de los procesos de socialización con
sus diferentes fuentes (familia, escuela, juegos/juguetes, medios de comunicación, etc.) el sujeto conforma su identi-
dad, su subjetividad y su propia expresión de género. Por otro lado, el género se conforma en el cuerpo, se encarna,

2
Este epígrafe contiene partes de García-Dauder (2016).

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en el sentido, de conformar un determinado habitus o actitud corporal en las formas de moverse, andar, sentarse,
comer, etc.
Como categoría política o sociológica, el género no puede desvincularse de su co-constitución con otros sistemas de
opresión que operan simultáneamente y estructuran diferentes diferencias (otras otredades) en desiguales distribuciones
de poder (Smith, 1983). No solo varones y mujeres ocupan posiciones diversas en relaciones de poder, sino que las
mujeres ocupan posiciones diversas en diversos tipos de relaciones (coloniales, de producción, heterosexuales, etc.).

Características del concepto género

relacional No se refiere a mujeres y varones aisladamente, sino a las relaciones que se construyen socialmente entre unas y otros.

asimétrico/jerárquico Las diferencias que establece entre mujeres y varones, lejos de ser neutras, tienden a atribuir mayor importancia y valor a las
características y actividades asociadas a lo masculino y a producir relaciones desiguales de poder.

Cambiante Los roles y las relaciones se modifican a lo largo del tiempo y del espacio, siendo susceptibles a cambios por intervenciones.

Contextual Existen variaciones en las relaciones de género de acuerdo a etnia, clase, cultura, etc.

institucionalmente estructurado Se refiere no solo a las relaciones entre mujeres y varones a nivel personal y privado, sino a un sistema social que se apoya en
valores institucionales, legislación, religión, etc.

Fuente: García-Calvente (2010: 27).

La distinción sexo-género, si bien es una herramienta útil para abandonar el concepto de biología como destino y
romper la idea de que si hay desigualdades de género es porque hay diferencias naturales de sexo; por otro lado, no
deja de asentarse en el dualismo naturaleza-cultura. El sexo sería lo natural y el género lo cultural. No obstante, desde
determinadas posiciones, se ha criticado el presupuesto dualista de partida y se ha defendido la construcción social
del propio sexo y su dualismo. Sería la mirada dualista de género la que dirigiría la producción natural de dos sexos.
Como ha señalado Judith Butler (1990), en este sentido, el sexo fue siempre género.
Especialmente, desde el conocimiento sobre las intersexualidades nos damos cuenta de que eso a lo que llamamos
“sexo” es un complejo de múltiples componentes (cromosómico, hormonal, gonadal, genital, etc.) que no siempre se
alinean ni siempre responden a un patrón dualista por naturaleza (García-Dauder, 2016). Gracias a las tecnologías
biomédicas, a veces resultan más maleables los cuerpos sexuados y más fijas las normas de género, que se naturali-
zan. Por otro lado, resulta más útil partir de un modelo sujeto-sexo-género (Velasco, 2009) donde se puedan analizar
las intersecciones entre lo corporal, lo psíquico y lo social:

Fuente: Velasco (2009: 136)

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Cambiando de uso del término, fundamentalmente desde ámbitos académicos, el género se ha utilizado también
como categoría de análisis crítico y científico: como perspectiva de género (Harding, 1996). La perspectiva de género
nos ha ayudado a identificar el sexismo o androcentrismo en teorías, prácticas y políticas; o los llamados “sesgos de
género” en procesos de investigación mediante la exageración de las diferencias o la asunción de neutralidad ocultan-
do desigualdades.
Los peligros de la reapropiación institucional y académica del concepto, nos hacen estar alertas de sus usos indiscri-
minados haciéndolo sinónimo a sexo. Por ejemplo, como señalábamos antes, mediante datos desagregados por sexo,
sin explicaciones sociales. Perspectiva de género tampoco significa mujeres: si bien visibiliza y valora las experiencias
de las mujeres, el género es un término relacional. Desde algunas posiciones, se acusa que la perspectiva de género
ha sido un sustituto “políticamente correcto” y subvencionable de la perspectiva feminista, que por otro lado evita la
necesaria pedagogía que implica hoy en día el uso de este último término. La diferencia entre una perspectiva de
género y una feminista es que esta última se reconoce politizada, en el sentido de investigar para la transformación
social de una sociedad más justa e igualitaria.

usos inapropiados del término género


4 Sustituir sexo por género.
4 Sustituir mujeres por género.
4 Sustituir feminismo por género.
4 Sustituir jerarquía (o desigualdad) por complementariedad.
4 Hablar de dos géneros (masculino y femenino).
4 Olvidar relacionarlo con clase, etnia, edad.

Fuente: García-Calvente (2010: 27).

De nuevo, como perspectiva de análisis crítico, el género no puede asumir un sujeto mujeres incuestionado, univer-
sal, y neutro, si lo hiciera se convertiría a su vez en un concepto racista, clasista, heterosexista, etc. La perspectiva de
género, por su carácter crítico, debería incluir en sí misma una revisión constante de las exclusiones que realiza en
sus fijaciones parciales y partir de la “simultaneidad” o “interseccionalidad” tanto de privilegios como de opresiones y
de las “múltiples diferencias constitutivas” (Smith 1983, Collins 1990, Crenshaw 1991).

2.2 Una crítica a los usos psicológicos del género3


De la Masculinidad/Feminidad (M/F) como rasgos de personalidad a su construcción social
A veces se olvida que el concepto contemporáneo de género surgió en la década de los 50 asociado a la noción de
identidad de género desde la psicología clínica, en alianza con otras tecnologías bio-médicas (la endocrinología y la
cirugía fundamentalmente) en el tratamiento de la transexualidad e intersexualidad (Haraway, 1995). Era necesario un
concepto que distinguiera entre el sexo biológico asignado médicamente al nacer y la identidad de género (sexo psi-
cológico): la experiencia subjetiva de sentirse varón, mujer (o ambos o ninguno). Ambos términos se distinguían a su
vez del rol de género o expresión pública de masculinidad y feminidad (apariencia, comportamientos, actitudes, pro-
fesión, etc.) y de la orientación sexual o sexualidad (constituida a su vez por deseos, fantasías, prácticas, afectos, etc.).
La medicalización de la transexualidad exigía herramientas conceptuales para explicar que una cosa era la asigna-
ción médica de un sexo al nacer (niño o niña); otra, la identidad subjetiva de esa persona (si se siente varón o mujer o
ambos o ninguno); otra, su expresión pública de masculinidad o feminidad (independientemente de su sexo o identi-
dad), sus roles de género; y otra, sus deseos. Podríamos a su vez añadir la importancia del sexo legal de la persona o
del reconocimiento externo o social de la identidad de la persona más allá de su identidad subjetiva. La sociedad ha
naturalizado la alineación dualista y excluyente de todos estos componentes. Pero ¿qué pasa cuando no hay coheren-
cia entre ellos, no son dualistas o son inestables en la misma persona?
Nos vamos a detener aquí en dos usos psicológicos del concepto género que conviene distinguir: como identidad de
género y la construcción psicológica de la masculinidad/feminidad como rasgos de género. La justificación de dete-

3
Este epígrafe ha incluido partes de García-Dauder (2016, 2018).

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nernos en esta distinción es porque históricamente la psicología los ha confundido y, de paso, para realizar un análisis
crítico de los mismos. Cuando en los años 30, en el contexto estadounidense, Lewis Terman y Catharine Miles crea-
ron el primer test psicológico que medía masculinidad/feminidad como rasgos de personalidad, se estaban asentando
las bases para que la psicología se reclamara como disciplina experta para, no solo diagnosticar el género, también
patologizarlo e intervenirlo (Morawski, 1985). De esta forma, la psicología construía la M/F como rasgos de género
complementarios y excluyentes, si se es masculino no se es femenino (y viceversa), que debían corresponderse y ali-
nearse con el dualismo varón-mujer para evitar un diagnóstico que indicara “patologías de género” por cruces inespe-
rados (niños “demasiado” femeninos o niñas “demasiado” masculinas). Comenzaba así la historia de la psicología
como disciplina reguladora de tránsitos y ambigüedades de sexo/género/deseo: comenzaban los diagnósticos psicoló-
gicos y las patologías de género.
En los años 70, la psicóloga social Sandra Bem (1974) creó el modelo de “androginia psicológica” basándose en la
crítica de Anne Constantinople (1973) a la unidimensionalidad de los constructos de masculinidad-feminidad. El cam-
bio que supuso fue considerar la M/F como dos continuos independientes, de tal forma que cada cual, más allá de su
sexo (varón o mujer), se podría situar dentro de dos continuos de mayor a menor masculinidad y de mayor a menor
feminidad. Seguíamos en modelos dualistas, pero al menos se planteaba un marco donde se separaba y desalineaba el
sexo (varón-mujer) con la masculinidad-feminidad. Un marco que todavía hoy cuesta asumir, prueba de ello son los
escasos estudios sobre variaciones de género a través del sexo (por ejemplo diferentes feminidades en hombres o mas-
culinidades en mujeres). El uso psicológico de los términos masculinidad/feminidad, y su paso al sentido común, ha
imposibilitado que, lejos de entenderse como constructos sociales que podrían escaparse al dualismo, se entiendan
como rasgos correlativos al sexo dualista.
Pero ¿qué es eso de la masculinidad y qué es eso de la feminidad? ¿Se trata de rasgos excluyentes como dos polos de
un continuo? ¿O construcciones sociales sin entidad más allá de su uso social? Las sucesivas escalas de M/F en un test
de personalidad como el MMPI (Inventario Multifásico de Personalidad de Minnesotta), nos muestran hasta qué punto
la psicología ha confundido dichos constructos con la orientación sexual (en los 50, la escala de feminidad de dicho
test – la 5Mf- se validó con una muestra de 18 varones gays) y cómo todavía hoy queda la inercia de su uso para diag-
nosticar “desviaciones de género” (Lewin, 1984). Dichas escalas intentan medir comportamientos y sentires de género
con preguntas estereotipadas, ajenas a una realidad diversa, contradictoria y no tan dualista.
Por otro lado, en sus versiones actualizadas, han sido utilizadas en el proceso de diagnóstico de la transexualidad.
Su aplicación suele ir acompañada del llamado test o experiencia de la vida real y de diferentes entrevistas de diag-
nóstico diferencial. No obstante, resulta un error conceptual medir la identidad de género de una persona, si se siente
varón o mujer (o ambos o ninguno), a partir de un test que mide masculinidad/feminidad: por decirlo simplemente,
puedes tener muy claro que te sientes hombre y que te guste cocinar y sonreír; o que te sientes mujer, y te guste la
mecánica y el deporte.
Más allá de eso, surgen otras preguntas que el profesional de la psicología se debería hacer. ¿Por qué es necesario
medir o diagnosticar la identidad de género de alguien? ¿Y por qué lo debería de hacer un profesional de la psicolo-
gía/psiquiatría y no basta con el reconocimiento de la persona? ¿Cuándo el conocimiento sobre el género pasó a
manos de los expertos en salud? ¿Por qué las decisiones de género o sobre el cuerpo sexuado requieren de expertos
psy sólo cuando se salen de las normas? O ¿por qué en estos casos se exige una identidad de género desde la narra-
ción “de la impronta” desde la niñez, coherente y sin fisuras, como requisito para un cambio deseado?
Desde perspectivas críticas, se ha denunciado no solo la patologización de la transexualidad y el papel de los psicólo-
gos como “diagnosticadores” de la identidad de género, sino también sus presupuestos: entender el sexo sentido como
algo necesariamente dualista (como hombre o mujer), que se fija de forma irreversible en los primeros años de vida y
unido todavía a la masculinidad/feminidad como rasgos psicológicos o papeles de género expresados. Como desarrolla-
mos más adelante, el criterio de “normalidad transexual” sigue estando (según el DSM) en la concordancia entre lo psi-
cológico-identidad y lo público-expresión, así como en el rechazo del propio cuerpo y un deseo de modificarlo.
En conclusión, si bien se han realizado correcciones a muchos de los supuestos de los primeros test que medían
masculinidad/feminidad (la crítica a la unidimensionalidad y bipolaridad del constructo, así como del sustrato biológi-
co subyacente); tras décadas de investigaciones, se han reificado hasta tal punto los conceptos que en ningún momen-
to se pone en tela de juicio su existencia (y su consistencia) como entidades reales (dependientes por otro lado de las
definiciones de género), ni se analizan los factores histórico-sociales que dieron pie a la creación de ambos construc-
tos y a los cambios en sus definiciones y operativizaciones.
En nuestras sociedades, las tipologías de M/F son cada vez más cambiantes y difusas. Marcela Lagarde (1997) habla
de “sincretismo de género”, la coexistencia de diferentes culturas de género (antiguas y modernas, por ejemplo, res-
pecto a la sexualidad o los roles) que pueden crear situaciones de contradicción, conflictos o paradojas subjetivas.

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Resulta difícil pensar cómo un test con medidas fijas puede medir esta actual complejidad, contradicción y dinamis-
mo de las relaciones de género. Y quizá ésa es la clave, que la medición es individual (el género como rasgo) y no
relacional (los test no miden relaciones de género y mucho menos relaciones de poder) y olvida que el género está
subjetiva y culturalmente situado.
La M/F son constructos de sentido común útiles a la gente. Pero más que tratarlas como sustancias o entidades,
como si ciertas conductas fueran intrínsecamente masculinas o femeninas, la investigación psicosocial podría analizar
cómo varían entre las personas, relaciones, situaciones o contextos. Quizá sea necesario comenzar a hablar de dife-
rentes tipos de feminidades o masculinidades, como hace Sara Velasco (2009): tradicionales, modernas o en transi-
ción (no solo diferentes componentes). O bien, como señaló Lewin (1984), tomar los propios test como pruebas
proyectivas en sí mismas para analizar los miedos y valores de cada época.
La referencia a dos géneros (masculino-femenino) contribuye a esencializar diferencias, dicotomías y reforzar desi-
gualdades: obliga a la correspondencia sexo/género. Pero tenemos otras formas alternativas de concebir el género
desde un punto de vista psicosocial que pongan en relación estructuras con subjetividades encarnadas (lo social, lo
psíquico y lo corporal). Herramientas que nos permitan tomar conciencia de la construcción social del género de
todas las personas de forma cotidiana y en cada interacción. Necesitamos explicar cómo el género se hace en rela-
ción, en marcos de poder constrictivos, y desnaturalizar su dualismo. Podría ser útil retomar el legado del interaccio-
nismo simbólico y la dramaturgia sexual (Goffman, 1977), des-enmascarando actuaciones y estrategias de
presentación de género. El análisis de cómo miradas, categorías, reconocimientos y deseos dualistas hacen género en
cada interacción cotidiana. Recuperar la etnometodología de género (Garfinkel, 1968; Kessler y McKenna, 1978) para
convertir lo cotidiano del género en extraño (desde que nos levantamos hasta que nos acostamos, pequeños actos
dualistas de género que van desde los consumos que hacemos hasta cómo saludamos) y analizar su carácter perfor-
mativo, como un hacer reiterativo (West y Zimmerman, 1987; Butler 1990). Herramientas teóricas que no entienden
el género como una sustancia, como un ser; más bien como un estar (Esteban 2004) en contextos constrictivos y con
sedimentos subjetivos. Propuestas que nos ayudan a desestabilizar la naturalización de los dualismos de género, pero
también de los cuerpos sexuados, entendidos no como aprioris incuestionados sino como productos sociales.

De la identidad de género como esencia fija a proceso o devenir


La identidad de género puede parecer simplemente una cuestión biológica dada, correlativa de forma natural a la
asignación de un sexo realizada por un médico al nacer. Sin embargo, la identidad de género es una cuestión com-
pleja, biopsicosocial, producto de un proceso de desarrollo, más o menos consciente, a través de interacciones e
identificaciones y marcada por el lenguaje. Sobre todo, finalmente depende de las decisiones reactualizadas de la
propia persona de vivir en alguna de las modalidades disponibles de sexo-género en una sociedad. Como nos aconse-
jaba la activista transexual Kate Bornstein (1994), lo mejor que podemos responder ante la pregunta insistente “¿es
niño o niña?” cuando va a nacer una criatura es: “no lo sabemos, todavía no nos lo ha dicho”. Es preciso que los pro-
fesionales –y los padres- reconozcan este margen de incertidumbre e indeterminabilidad. Es la propia persona la que
irá desarrollando su sentir, su propia identidad de género y terminará decidiendo cómo vivirla. En definitiva, la asig-
nación de un sexo al nacer es siempre provisional y probabilística (Ozar, 2006), y va más allá de cualquier caracterís-
tica biológica (ya sean genitales, hormonas prenatales, etc.).
La transexualidad implica que puede existir diferencia entre la asignación de un sexo por otros (médicos y padres) y
cómo se siente la persona. Dichas personas son las más conscientes de que la asignación de un sexo al nacer y la
identidad de género son dos cosas diferentes (a diferencia de las cisexual4 –no trans- que naturalizan la relación entre
ambas). Dentro de la experiencia trans, algunas ya a temprana edad comunican a sus padres que desean ser tratadas
en función del sexo no asignado pero sí sentido; otras toman conciencia más tarde –ya en la adultez- de su incomodi-
dad con el sexo asignado y vivido y deciden, ya de mayores, comunicar su necesidad de cambio para ser reconocidas
con el sexo con el que se identifican.
Además, también puede haber personas que sientan una fuerte identificación con ambos sexos (y géneros), y mane-
jar dicho deseo en función de los momentos y lugares que les permitan expresarse. O aquellas que sientan una pro-
funda des-identificación con cualquiera de las dos opciones sexuales disponibles en nuestra sociedad, hombre o
mujer. Personas no binarias que se niegan a identificarse con ninguno de los dos sexos y se manejan mejor en la
ambigüedad (Ozar, 2006).

4
Cisexual es el término que la comunidad trans ha dado para nombrar a aquellas personas no transexuales, es decir, a aquellas
que se sienten de acuerdo con el sexo que les asignaron al nacer.

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La identidad de género no se conforma de forma fija e inalterable en los primeros años y permanece estable durante
toda la vida. Esta idea rompe con uno de los pilares incuestionados de la psicología y psiquiatría sobre el desarrollo
de género: la hipótesis de la “impronta” de John Money o la hipótesis psicoanalista del “núcleo de identidad de géne-
ro” de Robert Stoller (ambas desarrolladas a mediados del siglo XX). A partir de 11 casos de “reasignación sexual”
temprana, Money (1955) estableció los 18 meses como el período crítico a partir del cual quedaba impresa de forma
indeleble la conciencia de la identidad de género. El “mito de los 18 meses” encajaba temporalmente con las tesis
psicoanalistas de Robert Stoller, si bien este autor enfatizaba el carácter determinante de identificaciones y apegos
tempranos con la figura materna (por ejemplo, cuando explicaba el desarrollo de la identidad de mujeres trans). En la
actualidad, el boom de investigaciones sobre la hipótesis del género cerebral presupone incluso una identidad pre-
natal: la predisposición biológica organiza el género, y no hay posibilidad de que la biología sea afectada por condi-
cionantes pos-natales. Con su énfasis en el cerebro, esta teoría es extrañamente incorpórea y ajena a los procesos
subjetivos de las personas.
Frente a este reduccionismo, algunas autoras como Fausto-Sterling (2012) han propuesto la teoría de los “sistemas
encarnados dinámicos” (dynamic embodied system) para dar cuenta del desarrollo y variabilidad de género a partir
de influencias de ida y vuelta entre la biología y el entorno. Ello implica un momento de “in-corporación pre-simbóli-
ca de género” que depende de predisposiciones biológicas, pero también del desarrollo neuronal, flexible y plástico,
que se reactualiza en cada interacción y sincronización entre la figura de apego y el bebé (tacto, afecto, vocalización,
etc.), y de la información externa (caras, voces, juegos, etc.). De esta forma, el cerebro/mente es integrado en el cuer-
po del bebé a través de regularidades y expectativas que organizan su experiencia. Dicha etapa pre-simbólica da paso
a la formación de una identidad de género internalizada con el desarrollo del lenguaje (entre los 2 y 3 años de edad)
en la que confluyen: el aprendizaje del etiquetado verbal de género del yo y de los otros, la preferencia de juegos (en
muchos casos segregados sexualmente), el descubrimiento y el etiquetaje de género de los genitales y el conocimien-
to de actividades y objetos marcados estereotipadamente como masculinos y femeninos por la sociedad (a través de la
familia, guardería, medios, etc.). Así, la mente –y la identidad- se van ensamblando con cada acto e interacción de la
persona en desarrollo: emergen desde la experiencia de un cuerpo particular (no solo el sistema nervioso) y un entor-
no particular. Todas las partes son necesarias para la formación del ensamblaje-identidad.
El sistema es dinámico porque la identidad de género es un “patrón cambiante en el tiempo”, “conformado por las
dinámicas precedentes en un individuo y base de las futuras transformaciones de identidad” (Fausto-Sterling, 2012:
405). Por otro lado, lo que se llama identidad de género a los 3 años es bastante diferente a lo que llamamos identi-
dad de género a los 7 años, a los 18 años, 40 años, etc. Los patrones de crisis o estabilización, así como los ritmos, en
la formación de dicha identidad son cambiantes a su vez en cada persona. No obstante, Fausto-Sterling parece dete-
ner la formación de la identidad de género a los 3-4 años y sus sistemas dinámicos parecen no necesitar explicación
en posteriores procesos identitarios, al presuponerse cierta estabilidad. Al igual que muchos psiquiatras y psicoanalis-
tas, sigue presuponiendo la formación temprana de dicho núcleo de identidad. Esto es importante, porque en función
de dicha tesis, en la clínica se exige un relato coherente desde la conciencia infantil temprana de no sentirse identifi-
cado con el sexo asignado y sentirse identificado con el otro sexo. Lo cual invalida las experiencias y procesos de per-
sonas que solo en su etapa adulta sintieron la necesidad de cambio.

desarrollo de género en la infancia desarrollo de género en la adolescencia desarrollo de género en la edad adulta

¿Es niño o niña? Con la primera asignación segunda identidad de género. imagen corporal, Roles de género y desarrollo adulto: trabajo,
comienza el desarrollo de género. autoconcepto y autoestima familia, etc.
Adquisición de la primera identidad de género. Normas de género y control del cuerpo. Reajustes de género en la vejez: salud, jubilación,
¿Período crítico? Normas de género y expresión de emociones. sexualidad, vínculos afectivos, etc.
Adquisición de la constancia de género. roles de género y sexualidad Identidad y orientación
Adquisición y desarrollo de esquemas de género. sexual
segregación sexual: vestidos, juguetes, actividades,
interacciones, etc.
adquisición de las conductas tipificadas
sexualmente: aprender a ser niña, aprender ser niño.
Imitación.
Procesos generizados de identificación y deseo.
Aprendiendo la desigualdad

Fuente: Elaborado a partir de Fernández (2004).

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De nuevo es necesario mostrar la diversidad y alejarnos de normatividades: hay personas que desde pequeñas tienen
muy claro que su identidad de género no se corresponde con la asignada al nacer; otras sienten malestares imprecisos
con su sexo asignado durante la infancia y adolescencia, pero no identifican su necesidad de cambio hasta la adultez;
otras por último, deciden el cambio también de adultas, pero sin tener una narrativa que les dé coherencia desde la
infancia. Es habitual que la práctica clínica y sus criterios diagnósticos dirijan la propia memoria del sujeto y marquen
narrativas de infancia acordes, reconstruidas a posteriori para dar un sentido al presente; en otros casos también, para
obtener el “certificado” de “buen transexual”. El producto es un itinerario único de infancia consciente-pubertad trau-
mática-y posterior transición. Lo que se pierde con ello, es la riqueza de narraciones diversas sobre procesos de cons-
trucción de género de cualquier persona: proceso vivos, siempre por hacer, atravesados por capas de subjetividad que
se van superponiendo en función de experiencias y sentires, donde no solo interviene el género ni ocupa una posi-
ción central. Procesos contingentes que cambian con el tiempo y los contextos, que pasan por momentos de estabili-
dad incuestionada y momentos de quiebre y negociaciones. Por eso es importante entender la identidad, y la
identidad de género también, como un proceso complejo, inacabado, un viaje de búsquedas y encuentros, donde
puede haber sorpresas. También contemplar la posibilidad de que determinados cambios puedan ser “reversibles” (si
se convierten en invivibles).
Lejos de ser algo público u obvio, la identidad de género es una decisión personal e íntima, singular y contingente.
Ni es algo solo biológico, ni exclusivamente moldeable por la sociedad, es algo mucho más complejo e insondable.
Se trata de una “elección interna” (en función de deseos, rechazos, preferencias, sensaciones, etc.), pero a la vez
“externa”, porque depende también de procesos de identificación y des-identificación con los modelos de género dis-
ponibles por una sociedad, aunque con margen de quiebres. Se puede hablar de una “elección” constreñida por una
asignación sexual previa, la marca del lenguaje, la necesidad de reconocimiento de otros y unas normas sociales que
restringen lo pensable, lo soportable y violentan la diferencia. Obviamente, para la mayor parte de la gente no es una
elección consciente.
En dicho proceso, el lenguaje tiene un papel básico en la conformación de subjetividades de género (el nombre, los
pronombres y todos los discursos dualistas que marcan diferencias entre hombres y mujeres). La palabra del otro (el
“es niño” o “es niña” de médicos y padres) tiene fuerza de marca, de marca en el cuerpo. Estamos habitados por el
lenguaje que nos constituye, en tanto sujetos sujetados por él (Butler, 1997). Pero de la misma forma que el lenguaje
sostiene, puede violentar también cuando se impone. Tenemos un lenguaje dualista que limita y conforma el pensa-
miento; y que resulta insuficiente para representar la variedad de formas de vivir el género. Muchas personas no bina-
rias tienen identidades para las que no tienen un lenguaje y cualquier uso dualista del mismo terminará
malinterpretando sus vivencias. En todo caso, las narrativas que nos creamos sobre nuestro yo, reconstruyendo un
pasado para dar un sentido al presente, son un importante elemento de identidad.
Toda identidad es relacional e interdependiente, no la podemos crear a expensas del resto de personas. Por eso es
tan importante el reconocimiento y la validación para las personas trans, como anclaje y sosiego de su identidad; un
reconocimiento, por otro lado, cuyo peso se ha depositado casi en exclusiva en la gestión corporal de la persona. En
resumen, el desarrollo de la identidad de género deviene en procesos de negociación entre cómo se siente la persona,
cómo es reconocida y las opciones posibles dentro de un marco social restrictivo (que limita los márgenes vivibles por
su violencia con la diversidad).

Las lecciones de la transexualidad: de diagnóstico a acompañamiento


Son muchas las críticas que los activismos trans han realizado a la psicología y psiquiatría tradicionales (Missé y
Coll-Planas, 2010). La primera y más reivindicada, la necesidad de despatologizar la transexualidad y eliminar su
categoría del manual diagnóstico de trastornos mentales, el DSM. Precisamente por estas presiones, la comunidad psi-
quiátrica se vio forzada a cambiar en su quinta edición el término “trastorno de identidad de género” por el de “disfo-
ria de género”, pasando por una propuesta previa de “incongruencia de género” (Ortega, Romero e Ibáñez, 2014). La
psiquiatría ha cambiado su discurso y comienza a reconocer que ninguna identidad de género está “trastornada”, que
sentir distancia con el sexo asignado no es una patología (y que, en todo caso, muchas personas experimentan crisis
en su identidad de género). Mucho menos si se siente malestar o se lucha ante las resistencias sociales por el recono-
cimiento del sexo que una persona siente.
El activismo trans también ha denunciado la complicidad de psicólogos y psiquiatras con un sistema de ciudadanía
sexual dualista que impone un diagnóstico de “disforia”, con su consecuente peritaje y firma, como punto de paso

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obligado para el reconocimiento legal –hablamos del contexto español, según la ley de identidad de género de 2007-
del sexo sentido (junto con dos años de tratamiento médico, generalmente hormonal). Junto a ello, la crítica se extien-
de a la simplicidad en los criterios diagnósticos y la estereotipia en los instrumentos de “evaluación de género” utili-
zados.
Si nos vamos a los criterios diagnósticos del DSM-5, el segundo y el tercero señalan como condición de disforia de
género: “un fuerte deseo por desprenderse de los caracteres sexuales propios primarios o secundarios, a causa de una
marcada incongruencia con el sexo que se siente (…) y un fuerte deseo por poseer los caracteres sexuales, tanto pri-
marios como secundarios, correspondientes al sexo opuesto”. Las consecuencias prácticas de esta definición limitada
de la vivencia transexual son muy importantes, pues dificultan el reconocimiento legal del sexo sentido en aquellas
personas que no necesitan cambiar su cuerpo para sentirse con una identidad de género concreta. Según esta defini-
ción, sentirse de un sexo y desear un cuerpo sexuado acorde necesariamente van de la mano; si existen otras opcio-
nes, entonces no son “verdaderos transexuales”.
Pero la realidad trans es mucho más compleja que eso. Hay transexuales que sienten extrañamiento con su cuerpo y
desean cambiarlo, pero también existen aquellos que no necesitan cambiar nada para sentirse bien con su sexo senti-
do (y ello también depende de las opciones de reconocimiento de determinados cuerpos y del riesgo de violencia por
no hacerlo). Por otro lado, se puede desear cambiar algunas partes del cuerpo pero no otras: para algunas personas,
las hormonas ya producen suficientes cambios como para sentirse bien, otras desean cirugías en unas partes pero no
necesariamente en otras (por ejemplo, quitarse o ponerse pechos, pero no cirugías genitales, por no necesitarlas o por
sus riesgos para la salud). Además, se puede no tener rechazo al propio cuerpo, pero comenzar a desear cambios cor-
porales al vivir con el sexo sentido y tomar conciencia de que solo el cambio corporal conseguirá el reconocimiento
deseado, facilitando lo cotidiano de las interacciones sin tener que dar explicaciones, evitando confusiones y “salidas
del armario”, etc. (por ejemplo, un chico trans puede no odiar sus pechos, pero decidir quitárselos por ello). Por últi-
mo, los criterios diagnósticos del DSM no tienen en cuenta la existencia de personas no binarias que pueden desear
cambios de nombre y/o cambios de sexo sin necesidad de modificaciones corporales (medicalizadas) y que para ello
necesitan –obligadas por ley- el “diagnóstico” psiquiátrico o psicológico de disforia de género.
Cuando el activismo trans proclama “la disforia no está en mi cuerpo, está en tu mirada” está desplazando el énfasis
desde los cuerpos que no encajan y tienen que ser cambiados, a miradas y reconocimientos que tienen que modifi-
carse para incluir otras posibilidades corporales dentro de las categorías de género. Y ello se relaciona con la crítica a
otro de los criterios diagnósticos del DSM: “el problema va asociado a un malestar clínicamente significativo o a dete-
rioro en lo social, laboral u otras áreas importantes del funcionamiento”. La psiquiatría atribuye a la persona y psicolo-
giza un malestar que claramente es social: depende del grado de aceptación social o de violencia hacia las realidades
trans, no del grado de “enfermedad” de la persona.
Si nos vamos a los criterios de disforia de género en niños en el DSM-5, nos encontramos, en primer lugar, con la
falta de reconocimiento del sexo sentido y expresado por los menores: se hace referencia a chicos y chicas en función
del sexo asignado y no en función del sentido. Se señalan como criterios: “En los chicos (sexo asignado), una fuerte
preferencia por el travestismo o por simular el atuendo femenino; en las chicas (sexo asignado) una fuerte preferencia
por vestir solamente ropas típicamente masculinas y una fuerte resistencia a vestir ropas típicamente femeninas”; “En
los chicos (sexo asignado), un fuerte rechazo a los juguetes, juegos y actividades típicamente masculinos, así como
una marcada evitación de los juegos bruscos; en las chicas (sexo asignado), un fuerte rechazo a los juguetes, juegos y
actividades típicamente femeninos”; “Una marcada preferencia por compañeros de juego del sexo opuesto”. Los tres
criterios confunden claramente co-educación y experimentación de género con disforia de género (aparte de confun-
dir expresión de género con identidad de género).
Gracias a los avances en igualdad en nuestra sociedad, nos encontramos con una amplia variedad de expresiones de
género en niños y niñas (tanto respecto a ropa como en juegos y juguetes). Patologizar dicha variedad resulta obsole-
to. No solo eso, utilizar un lenguaje médico que estigmatiza hiere y es poco ético. Además, puede generar falsas alar-
mas y preocupaciones en madres y padres respecto a conductas naturales en procesos infantiles de búsqueda, juego y
experimentación con el género. Conductas de género no normativas en niños no son necesariamente indicadores de
transexualidad, pueden simplemente mostrar expresiones “masculinas” en niñas o “femeninas” en niños o ser un
reflejo del “sincretismo de género” en las sociedades actuales (hoy en día hay muchas niñas con pelo corto, que les
gusta llevar pantalones y jugar al fútbol…). No solo eso, es preciso dar un margen de tiempo a los pequeños para que
descubran y experimenten con diferentes expresiones de género antes de fijar de forma adulta su identidad, para no

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forzar o precipitar de forma anticipada una elección. Al tiempo que hay que escucharles, acompañarles y reconocer
el sexo-género con el que deseen ser tratados (sea niño, niña, niñe o niño-niña…).
Por último, también se ha criticado la búsqueda de teorías explicativas sobre la transexualidad en un origen, una
etiología, generalmente biológica, pero no solo, a veces también de apego excesivo con figuras maternas o paternas,
etc. La crítica es por el reduccionismo, pero también porque parece que solo la variación respecto a la mayoría mere-
ce explicación. No existe una explicación o interés similar con la cisexualidad: ¿por qué la mayor parte de la gente se
identifica con el sexo que le asignan al nacer y en qué basan su sentirse como mujeres u hombres? Son necesarios
modelos teóricos que den cuenta de la adquisición de la identidad y expresión de género como un proceso común a
todas las personas, independientemente del camino que tomen. Pero también evitar el riesgo de generalizar premisas
universales: no hay reglas ni fórmulas.
Es importante que esta diversidad en identidad y expresión de género sea conocida para ampliar el abanico de posi-
bilidades de identificación dentro de una sociedad y disminuir los malestares por sentimientos de diferencia o de “no
encajar”. Por otro lado, una psicología abierta e inclusiva no puede ver a las personas que viven con cuerpos sexua-
dos o géneros no normativos como casos clínicos. El contacto directo, la escucha y el conocimiento de sus procesos
es lo que realmente puede ayudar a comprender para acompañar. Ello implica tener la humildad para reconocer un
conocimiento experto-experiencial (no solo de las personas trans, también de quien habla “en primera persona” de
sufrimiento psíquico) que puede contribuir mucho a sus disciplinas.
Movimientos como el surgido por la despatologización trans o el “movimiento en primera persona” están presionan-
do para que los profesionales de la salud conozcan y reconozcan la diversidad corporal, sexual y mental y adopten
otras miradas clínicas no patologizadoras. Que los profesionales de la salud mental se cuestionen, en definitiva, sobre
quién están interviniendo en nombre del “malestar”, medicalizando a quien lo sufre y no actuando sobre quién o qué
lo produce. Con ello, estos activismos presionan para que la propia noción de salud mental como ajuste a la norma se
modifique y se asocie en cambio con la apertura normativa; y, del mismo modo, la “patología” no se entienda como
desviación de la norma sino como rigidez o imposibilidad de afrontar la variabilidad. Desde estas miradas, el papel
de los profesionales de la salud mental ya no sería el diagnóstico obligado o la terapia individual desde el paradigma
de la patología, sino el acompañamiento en procesos (en caso de ser demandado) y fundamentalmente el trabajo
comunitario y pedagógico para crear entornos más saludables respecto a las diversidades (Garaizábal, 2010; Global
Action for Trans Equality, 2011; Platero, 2014).

La APA (2015) ha publicado una guía de práctica psicológica para personas trans o no binarias. Se seleccionan aquí algunas de las pautas, junto con otras demanda-
das desde los activismos:
4 La psicología entiende que el género es un constructo no binario que se aplica a un rango de identidades de género y que la identidad de género de una persona
puede no alinearse con el sexo asignado al nacer.
4 La psicología se esfuerza por entender y respetar la diversidad de procesos de desarrollo de género no normativo.
4 La psicología busca comprender cómo la identidad de género intersecta con otras identidades culturales.
4 La psicología es consciente de cómo las actitudes de la psicóloga o psicólogo pueden afectar la calidad del cuidado a personas trans y sus familias.
4 La psicología reconoce la importancia del lenguaje en el reconocimiento o en la violencia hacia personas trans: la importancia de respetar las designaciones de
niñxs y adultos sobre su propia identidad de género, utilizando los pronombres que se corresponden con el sexo sentido (no el asignado al nacer), y no etiquetar-
las como patologías por no corresponderse con el sexo asignado.
4 La psicología reconoce cómo el estigma, prejuicio, discriminación y violencia afectan la salud y bienestar de las personas trans, incidiendo en el llamado “estrés
de minorías”.
4 La psicología comprende la necesidad de promocionar el cambio social y entornos afirmativos y de apoyo social hacia personas trans, que reduzcan los efectos
negativos y el estigma.
4 La psicología reconoce las estrategias de agencia y resistencia (o de resiliencia) de las personas trans y contribuye a su promoción.
4 La psicología se esfuerza por entender los efectos que los cambios en una persona trans tienen en su entorno, los propios “procesos de transición” de familiares,
parejas, amistades, etc.
4 La psicología reconoce la importancia de la interdisciplinariedad en la atención y acompañamiento a personas trans, así como el cuidado ético en la investiga-
ción sobre transexualidad y el valor del conocimiento experto/experiencial de las propias personas trans en la formación de profesionales.

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ficha 1.
sesgos de género en investigación y planteamientos epis-
temológicos4
1. dos tiPos de sesgos: exagerar o ignorar Las diferenCias
Hasta ahora hemos visto la importancia de reflexionar sobre quién es el sujeto de conocimiento de una disciplina y
cómo se construye su historia. Por otro lado, cómo la presencia de mujeres y del movimiento feminista actuó como
“correctivo epistémico” dentro de la psicología identificando campos de ignorancia y ciencia sin hacer, particular-
mente, cuando de diferencias sexuales y experiencias de las mujeres se trataba. En segundo lugar, hemos desarrollado
cómo surgió el concepto “género” como herramienta teórica para explicar cómo se hacen mujeres y varones en una
estructura social concreta, si bien la psicología ha “psicologizado” el término, con los problemas que ello ha tenido.
Dentro de los diferentes usos del término, nos vamos a centrar ahora en el género como perspectiva crítica de análi-
sis, como perspectiva de género. En este último sentido, ha servido para identificar diferentes “sesgos de género” a lo
largo del proceso de investigación y de producción teórica.
Los sesgos de género son errores sistemáticos que resaltan determinados aspectos de la experiencia e ignoran otros,
con consecuencias en la calidad de la ciencia y sus aplicaciones (en este caso, en el ámbito sanitario). Este tipo de
sesgos está relacionado con la insensibilidad de género en la investigación o en la atención sanitaria: es decir, cuando
no se contempla ni el sexo ni el género en contextos donde son significativos o se reduce el género al sexo obviando
desigualdades. Los sesgos de género también se pueden producir por dobles estándares: cuando se utilizan diferentes
criterios para tratar y evaluar conductas o situaciones idénticas o parecidas entre los sexos.
En Marcar la diferencia, Rachel Hare-Mustin y Jeanne Marecek (1994) identificaron dos sesgos transversales en psi-
cología: el sesgo alfa, o la exageración de las diferencias sexuales y la polarización de género; y el sesgo beta, o la
minimización de las mismas desde un modelo androcéntrico que toma lo masculino como norma universal, invisibili-
za a las mujeres, infravalora sus experiencias o las muestra como “deficiencias” o patologías.
El primer sesgo señalado consiste en exagerar las diferencias: la visión de varones y mujeres —lo masculino y lo
femenino— como diferentes y opuestos. Para explicar este sesgo, Hare-Mustin y Marecek (1994) se remiten a la larga
tradición filosófica occidental que ha construido a “la Mujer” como “lo Otro del Uno”, como su alteridad (Beauvoir,
1949). Esta distinción ha estado presente en los principales filósofos varones occidentales (desde Platón hasta Aristóte-
les, desde Descartes hasta Kant, etc.). Frente a la forma-alma masculina, la materia-cuerpo femenina; frente a humores
cálidos y secos masculinos, los húmedos y fríos femeninos; frente a la razón masculina, las pasiones, emociones y
sentidos femeninos; frente al sexo sublime, el sexo bello; frente al “genérico humano”, el “sexo”, etc. Este sesgo filosó-
fico, que parte de una diferencia sexual esencial o de la Mujer como lo Otro, ha tenido su correlato en teorías psicoló-
gicas o neurológicas hasta nuestros días, asumiendo la diferencia como inferioridad, ausencia o complementariedad.
En ciencias de la salud, este sesgo diferencial ha provocado la reducción de la “salud de las mujeres” a su salud
sexual y reproductiva, desatendiendo la perspectiva de género en enfermedades comunes a ambos sexos. Por otro
lado, a través de este sesgo, y de los estereotipos que produce, las ciencias sanitarias han “promocionado” trastornos
o síndromes específicos de las mujeres, atribuyéndoles causas internas-individuales: por ejemplo, se patologizan y
medicalizan procesos normales en la vida de las mujeres (la menstruación, el parto o la menopausia, etc.). Este sesgo
diferencial, junto con la infravalorización de la experiencia femenina, es el responsable de los llamados “dobles
estándares” en la atención sanitaria: una misma situación es tratada y evaluada de forma diferente en función del sexo
de la persona. Por ejemplo, quejas masculinas y femeninas no son atendidas por igual, las primeras son consideradas

3
Este epígrafe incluye partes de García-Dauder y Pérez-Sedeño (2017) y García-Dauder (2019).

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“más serias”, dedicándole un mayor esfuerzo terapéutico; en el caso de las mujeres, se buscan más componentes psi-
cosomáticos y se prescribe un mayor número de psicofármacos ante iguales síntomas que varones. En las mujeres, se
da una mayor atribución a factores psicológicos de síntomas físicos y una psicofarmacologización para síntomas
depresivos de baja intensidad. Existe evidencia de la prescripción de altas dosis de tranquilizantes como práctica
habitual, incluso sin que se haya realizado ninguna exploración previa (Ruiz-Cantero y Verbrugge, 1997; Ruiz-Cante-
ro y Verdú, 2004; Valls, 2008, 2009).
Este sesgo también se evidencia en programas de prevención o intervención estereotipados: por ejemplo, cuando se
confunde belleza y salud en campañas dirigidas a mujeres; cuando se evalúa la recuperación de una mujer en fun-
ción de su aspecto físico o su adaptación al rol de género normativo, y no se hace en varones (por ejemplo, si no se
depila, si no se tiñe las canas o viste de una determinada manera); cuando se envían mensajes dirigidos a ellas para
prevenir cáncer de mama o violencia de género utilizando el estereotipo de “No dices que por mí harías cualquier
cosa…” (asumiendo el estereotipo de “ser para otros” de las mujeres), etc.
Por otro lado, atender a las diferencias permite compensar negligencias derivadas del sesgo androcéntrico, que olvi-
da situaciones corporales, psicológicas y sociológicas diferenciales de las mujeres. Por ejemplo, estudios sobre morbi-
lidad diferencial permiten identificar necesidades de salud particulares de las mujeres que han sido tradicionalmente
desatendidas (diferencias según sexo en VIH, en enfermedades autoinmunes o coronarias, o patrones diferenciales de
sexo/género en prevención de riesgos laborales). Atender a las diferencias de las mujeres permite también visibilizar y
revalorizar sus experiencias como colectivo (por ejemplo, revalorizar los trabajos de cuidado de las mujeres en la
economía).
No obstante, exacerbar las diferencias en determinados campos y contextos, y más si se hace de forma esencialista,
contribuye al mantenimiento del statu quo. Al interpretarlas como biológicas e innatas, naturaliza las desigualdades
de género, las esferas separadas, convirtiéndolas en inamovibles y en “deber ser” (Hare-Mustin y Marecek, 1994).
Fetichizar las diferencias sexuales refuerza estereotipos de género, simplificando de forma reduccionista lo que son
mujeres y varones, y ello a costa de omitir la variabilidad intrasexos, las intersecciones con otras variables (edad,
sexualidad, clase, raza/etnicidad, etc.), así como los solapamientos y las semejanzas entre ambos.
Por otro lado, como ya hemos desarrollado, tomar lo masculino y lo femenino como rasgos diferenciales, esencializa
el género al entenderlo como sustancia fija y estática, como una propiedad a priori de las personas, no como una
relación o un hacer social; y al entenderlos como rasgos opuestos o complementarios (como si fueran simétricos), se
enmascaran los contextos sociales, las relaciones de poder o las desigualdades entre mujeres y varones como posicio-
nes de sujeto. Además, la exageración de las diferencias sexuales, junto con la asunción de alineamientos dualistas de
sexo/género/deseo, obvia el amplio abanico de diversidades, cruces inesperados y procesos corporales e identitarios
que no responden al dualismo (García-Dauder, 2010; Bonilla, 2014).
El segundo sesgo que señalan Hare-Mustin y Marecek (1994), ignorar o minimizar las diferencias, consiste en adoptar
la visión parcial y particular de los varones y las experiencias masculinas como referente universal, (sobre)generali-
zándolo a toda la experiencia humana y suponiendo que no hay diferencias respecto a las mujeres. Y ello, como con-
secuencia de que en lo masculino, lo particular y lo universal están solapados. Este sesgo no es más que un reflejo del
androcentrismo lingüístico con el uso del genérico masculino (Garí, 2006). Por ejemplo, hablar de hombre para refe-
rirse a varón y para referirse a toda la especie humana (como varón/mujer); exponer en primer lugar los datos referen-
tes a los varones, tomando a estos como primer sexo y norma, y luego los de las mujeres; utilizar el genérico
masculino y asumir por defecto un sujeto varón (esto ocurre también cuando se nombra a los científicos por sus ape-
llidos y se presupone autoría masculina); o referirse a la objetividad en ciencia cuando se están utilizando nociones y
valores de subjetividad masculina.
En medicina, la neutralidad de género y la asunción de “las mujeres como no hombres” provoca desigualdades en
salud (Valls, 2008, 2009). Tomar como modelo el cuerpo de los varones y asumir que riesgos, síntomas, estándares,
tratamientos y pronósticos de determinadas enfermedades son los mismos para el caso de las mujeres hace que las
intervenciones sean poco eficaces y con efectos no deseados (Valls, 2008). Ejemplos históricos de este sesgo es la
fecha tardía en la que apareció la representación del esqueleto femenino; o la concepción aristotélica de la mujer
como un varón mal engendrado o de sus genitales como un pene al revés, hacia dentro (Schiebinger, 2004). Un ejem-
plo actual es la desigual atención a las enfermedades cardiovasculares de las mujeres por no atender a su sintomatolo-
gía diferencial (Schiebinger, 1999; Valls, 2008). Otra modalidad de este sesgo es tomar estándares o medidas de
referencia masculinas como las universales, desatendiendo que en las mujeres pueden “ni ser normales ni óptimas”

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(como, por ejemplo, con la ferritina) (Valls, 2008); o la negligencia de no incluir mujeres en los ensayos clínicos,
desatendiendo una posible respuesta diferencial ante determinados fármacos, lo cual tiene el efecto de mayores efec-
tos secundarios en ellas (Valls, 2008; Ruiz-Cantero, 2013). También refleja este sesgo la infravaloración de los efectos
secundarios de medicamentos en mujeres: por ejemplo, se han paralizado estudios sobre anticoncepción masculina
por los mismos efectos secundarios que se producen en mujeres, para los cuales la investigación ha continuado.
Para evitar este sesgo en salud, conviene identificar analíticamente las diferencias de sexo, por ejemplo en sintoma-
tología por especificidades sexuales biológico-corporales; y las diferencias de género, por ejemplo por diferentes esti-
los de vida asociados a los roles de género (sobrecarga de responsabilidades, de cuidados, etc.) o por una atención
médica desigual y de peor calidad basada en estereotipos de género (Sánchez, 2013). Otro efecto de este sesgo andro-
céntrico en salud es invisibilizar la morbilidad diferencial en las mujeres, no tomarla como una prioridad en investiga-
ción o desatender la experiencia subjetiva o el significado de los síntomas de las mujeres en su contexto social. Como
consecuencia, muchos problemas de salud que las afectan particularmente quedan sin diagnóstico (como durante
mucho tiempo estuvo la fibromialgia o el síndrome de fatiga crónica), bajo la etiqueta de “síntomas y signos no espe-
cíficos” (Ruiz y Verbrugge, 1997). La ausencia de investigación y la ignorancia respecto a este tipo de enfermedades
provoca, por otro lado, un sesgo hacia la psicologización de los síntomas. Ante las reiteradas demandas de una aten-
ción médica adecuada, se prescriben analgésicos o ansiolíticos, con lo que se psicologiza la frustración por una ina-
decuada atención.
El sesgo androcéntrico o de neutralidad aparece en políticas públicas cuando se conceden beneficios equivalentes a
ambos sexos, sin valorar sus necesidades especiales o las diferencias de poder o recursos (Hare-Mustin y Marecek,
1994). En esa línea, y bajo este sesgo también, se interpretan acciones afirmativas que favorecen a grupos desfavoreci-
dos como discriminaciones hacia los grupos privilegiados, partiendo de una supuesta igualdad o del mito de la meri-
tocracia.
En el caso de la psicología, este sesgo androcéntrico se manifiesta claramente en terapia, donde las normas de salud
mental humanas han sido las de los varones, y las de las mujeres su desviación: históricamente “una mujer normal,
sana y del promedio ha sido un ser humano loco” (Broverman et al., 1970). Las características de personalidad desea-
bles han tendido a asignarse a los varones (independencia, actividad, racionalidad, etc.) y las indeseables a las muje-
res (dependencia, pasividad, emotividad), de forma que, si la mujer seguía su rol de género, adquiría características de
personalidad indeseables (demasiado sensible o dependiente), pero si desarrollaba rasgos humanos deseables (inde-
pendiente, asertiva, sexualmente activa, etc.), entonces perdía su feminidad (y volvía a ser “anormal”) (Hyde, 1995).
Como denunció Phyllis Chesler (1972) en su libro Mujeres y locura, las mujeres han sido categorizadas como mental-
mente inestables, tanto si se conformaban a los dictados de la feminidad como si se rebelaban contra ellos. “La insis-
tencia en que la feminidad se desarrolla a partir de una masculinidad necesariamente frustrada convierte a la
feminidad en una especie de ‘patología normal’” (Judith Bardwick, citada en Chesler, 1972).
Por otro lado, este sesgo de ignorar las diferencias/desigualdades de género se aprecia en la inoperancia de adoptar
programas terapéuticos o de recursos humanos basándose únicamente en la transformación individual (empoderando
a las mujeres, formándolas en habilidades sociales, en asertividad, en liderazgo, etc.), sin modificar el contexto o sin
atender a las diferencias de poder. Ello implica no atender a las expectativas, atribuciones y consecuencias diferencia-
les que tienen las conductas de varones y mujeres en contextos particulares, así como partir de que las mujeres tienen
un déficit en sus competencias. Por ejemplo, la asertividad en varones y mujeres no es interpretada igual ni tiene los
mismos efectos; ya no digamos si hablamos de iniciativa sexual o de ambición.
En definitiva, se trata de dos sesgos aparentemente paradójicos: si se rompe el androcentrismo, se marcan las dife-
rencias y se corre el riesgo de fijarlas, y si no se marcan las diferencias para romper el dualismo, se corre el riesgo
androcéntrico de que lo masculino quede como representante de lo genérico. Su manejo dependerá de las necesida-
des de cada contexto, de entender las diferencias en su historicidad y de atender a otras posibles variables relevantes
que atraviesan la experiencia y subjetividad de género.
A parte de estos dos sesgos principales, y relacionado con ello, no incluir una perspectiva interseccional y/o la diver-
sidad sexual puede producir sesgos en investigación e incrementar las desigualdades en salud (Marecek, 2016). Por
poner un ejemplo histórico, cuando Betty Friedan (1963) teorizó sobre “el problema que no tiene nombre”, o básica-
mente la depresión del ama de casa en las mujeres burguesas de los 60, no estaba teniendo en cuenta a las mujeres
trabajadoras; de la misma forma que “el nido vacío” no afectaba por igual a todas las mujeres. Asumir la heterosexua-
lidad en las mujeres, puede llevar tanto a sesgos en investigación como a violencias en la atención sanitaria: ignoran-

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cias en la salud sexual lésbica, por ejemplo, u homofobia en el tipo de preguntas o pruebas que se hacen. Lo mismo
ocurre cuando los programas de prevención de violencia de género centrados en las denuncias no tienen en cuenta la
situación de mujeres migrantes “sin papeles”. Muchas desigualdades de género y violencias en la atención sanitaria se
agudizan si se producen en mujeres sin recursos o por prejuicios racistas.

2. sesgos de género en eL ProCeso de inVestigaCión


En el ámbito de la investigación, se han denunciado los sesgos sexistas o de género a lo largo de todo el proceso, y
se han creado a través de la APA guías metodológicas para evitarlos (Denmark, Russo, Frieze y Sechzer, 1988; Hyde,
1995). También para evitar los sesgos heterosexistas (Herek et al., 1991). Los sesgos de género se pueden identificar
en la formulación de preguntas e hipótesis, la selección de las muestras, los diseños y la definición de variables, las
interpretaciones, la publicación de resultados, etc.

Recomendamos los siguientes materiales para incorporar la perspectiva de género en la formación e investigación en salud:
4 Guía para incorporar la perspectiva de género a la investigación en salud de García-Calvente (ed.) (2010) publicada por la Escuela Andaluza de Salud Pública.
4 La Monografía de la Sociedad Española de Epidemiología Investigación en género y salud de Carme Borrell y Lucía Artazcoz (2007).
4 El monográfico coordinado por María Caprile (2012), Guía práctica para la inclusión de la perspectiva de género en los contenidos de la investigación de la Fun-
dación CIREM.
4 El artículo de Ariño et al. (2011) “¿Se puede evaluar la perspectiva de género en los proyectos de investigación” publicado en Gaceta Sanitaria.
4 El artículo de Ruiz-Cantero et al. (2018) “Agenda de género en la formación en ciencias de la salud: experiencias internacionales para reducir tiempos en España”
publicado en Gaceta Sanitaria.
4 El monográfico de la Revista Mujeres y Salud “Patriarcado en la Facultad de Medicina”. https://matriz.net/mys43/43_portada.htm
4 La web http://genderedinnovations.stanford.edu/

Los sesgos se producen, en primer lugar, en las prioridades científicas. Frente a la idea de la neutralidad científica,
los valores marcan prioridades sobre qué se investiga o no y desde dónde; a quién beneficia la investigación y a quién
no; lo que se ve y lo que no. Un ejemplo muy claro es la ausencia de investigaciones sobre anticoncepción masculina
en comparación con la femenina y la detención de estudios cuando se han encontrado efectos secundarios similares a
los que se aceptan en mujeres. Por otro lado, se asume que aquellos tópicos de investigación que afectan mayoritaria-
mente a varones blancos son más importantes e investigación básica, mientras que los que afectan a mujeres o a
“minorías raciales” son investigación particular o aplicada.
Los modelos teóricos de partida pueden estar sesgados si se asume que todas las personas son varones, todas las muje-
res son blancas, etc. También, como ya hemos desarrollado, si se conceptualiza el género o la orientación sexual como
algo fijo o estático; o lo biológico y lo social como algo que se puede separar; o si se asume una “igualdad real” en
colectivos que no parten del mismo lugar. Nociones estáticas y armoniosas de género no parecen dejar mucho margen al
conflicto psíquico, a un sujeto fragmentado o a la complejidad del “sincretismo de género”. El análisis interseccional
resulta también difícilmente reconciliable con un modelo individualista y estático de género: las opresiones múltiples no
están dentro del individuo sino en la estructura social y requieren de un análisis situado y relacional.
Se ha visibilizado cómo algunas preguntas de investigación responden a marcos teóricos sexistas o androcéntricos
de partida. Por ejemplo, la pregunta por las “madres patógenas” y la no-pregunta por los padres; el estudio de los
cambios de humor cíclicos en mujeres pero no en hombres; los estudios sobre depresión post-parto en mujeres y la
falta de estudios sobre depresión post nacimiento de un hijo en hombres, etc. El no tener en cuenta la experiencia de
las mujeres en las teorías sobre agresión en psicología social ha hecho que durante décadas dicho tema no diera
explicación a la violencia sexual o de género. El caso “Kitty Genovese” ha quedado como un tema de estudio sobre la
pasividad en la conducta del espectador y no sobre la violencia sexual (Cherry, 1995).
También se ha denunciado cómo muchos experimentos se hicieron solo con muestras masculinas, generalizando
teorías a toda la población desde un modelo androcéntrico. Es decir, se estudia solo a varones y se producen datos de
“conducta humana”: como los del desarrollo moral de Kohlberg, los de motivación de logro de McClelland o los de
obediencia de Zimbardo, etc. Por otro lado, a veces la selección está basada en estereotipos, como cuando solo se
estudia en mujeres conductas de responsabilidad sobre el uso de anticonceptivos o conductas de apego; o solo en
varones la psicopatía. La selección sesgada puede estar basada también en la conveniencia, como cuando solo se uti-
lizan muestras masculinas de animales en experimentos porque las características hormonales de las hembras pueden

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alterar los resultados o hacer más caro el proceso. A veces se ha eliminado muestra de forma intencional porque los
resultados no eran los anticipados (como ocurrió con la motivación de logro donde no se incluyó a mujeres porque
“desbarataba” la hipótesis de partida). En muchos estudios se elimina muestra de personas no-heterosexuales, como
“variables extrañas” que distorsionan los resultados, en lugar de complejizar las hipótesis de partida y hacerla más
inclusiva.
Se han identificado a su vez sesgos de género en el nombre, definición y operativización de variables. Constructos
cognitivos como “dependencia o independencia de campo” (en lugar de sensibilidad al contexto o no) tienen un claro
subtexto de género, donde las mujeres resultaban ser “curiosamente” más dependientes. Adjetivar con género las hor-
monas (cuando son comunes a mujeres y varones y no solo cumplen funciones sexuales) o los juguetes, como mascu-
linos o femeninos, guía una codificación e interpretación dualista y simplista de lo biológico y lo social. El
androcentrismo en psicología social ha tenido como efecto la medición del comportamiento prosocial mediante actos
puntuales de ayuda o heroicos; mientras que los cuidados prolongados en el tiempo, mayoritariamente realizados por
mujeres, no aparecen conceptualizados. O la medición del liderazgo en términos de agresión y dominio, no teniendo
en cuenta otros tipos de liderazgo que no responden tanto a conductas “masculinas”. Operativizar la empatía median-
te medidas de auto-informe y no mediante observación de conductas amplifica las diferencias en dicha variable entre
mujeres y varones. En otro ejemplo, operativizar la psicopatía dando peso a criterios conductuales frente a los de per-
sonalidad también puede aumentar las ratios de varones sobre mujeres.
En ocasiones, los sesgos de género se cuelan en los propios instrumentos de medida, en concreto, en ítems de prue-
bas que miden capacidades, rasgos, actitudes o conductas basados en modelos androcéntricos o en estereotipos de
género (tal como lo hemos desarrollado con los test de masculinidad y feminidad).
Los sesgos de género también se pueden colar en el diseño y en la situación experimental en función del sexo del
experimentador, sus expectativas, la “amenaza del estereotipo”, etc. Los sesgos en la observación e interpretación de
conductas son probablemente los más evidentes. Por ejemplo, cuando la respuesta negativa de un bebé es interpreta-
da como enfado si se cree que es niño, o miedo si se cree que es niña; o, en el caso de un adolescente, cuando se
interpreta como agresividad si es un chico o inestabilidad emocional si es una chica. De algunos resultados se ha infe-
rido que las mujeres tienen menos autoestima o confianza en sí mismas; desde un modelo no androcéntrico, se podría
concluir que los varones son más pretenciosos o no tan realistas en valorar sus capacidades.

descubrimientos típicos en Psicología: androcentrismo tomando a las mujeres como base de comparación

Las mujeres tienen menos autoestima que los varones Los varones son más pretenciosos que las mujeres

Las mujeres no valoran su esfuerzo tanto como los varones Los varones sobrevaloran el trabajo que ellos hacen

Las mujeres tienen menos confianza en sí mismas que los varones Los varones no son tan realistas como las mujeres al valorar sus capacidades

Es más probable que las mujeres digan que están “heridas” a que admitan que Es más probable que los varones acusen y ataquen cuando están mal, a que
están “enfadadas” admitan estar dolidos, a que inviten a la empatía

Las mujeres tienen más dificultad para desarrollar “un sentido separado del yo” Los varones tienen mayor dificultad para formar y mantener vínculos Fuente:
Tavris (1992: 40).

Sesgos en el análisis de resultados se pueden producir mediante el “sesgo causal entre variables” que reduce la com-
plejidad relacional y dinámica de procesos. Sesgos y saltos lógicos también se cuelan en qué “hechos” son tratados
como evidencia y qué estándares de evidencia se utilizan para aceptar o rechazar las hipótesis de partida. Cuando se
habla de la existencia de diferencias, no siempre se precisa el alcance y significado de la diferencia (el tamaño del
efecto). En el caso de las diferencias de sexo/género, las distribuciones suelen estar muy solapadas aunque existan
diferencias entre medias, y a veces se obvia la notable variabilidad dentro de un mismo grupo (las diferencias indivi-
duales). Especialmente si la muestra es grande, se puede obtener una diferencia de sexo/género estadísticamente signi-
ficativa aunque las puntuaciones medias sean muy parecidas (Hyde, 1995). Por otro lado, el hallazgo de una
diferencia de sexo/género se puede desvanecer cuando se analizan covariables, lo que permite identificar el efecto
interactivo de otras variables o las diferencias intragrupales.
Por último, es necesario resaltar los sesgos en la publicación de resultados. El hecho de que se publiquen artículos
cuando existen “diferencias significativas” y no cuando no las hay, cierra el conocimiento y la divulgación de las

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semejanzas entre los sexos. Las revistas científicas no suelen aceptar —o las investigadoras e investigadores no enví-
an— trabajos con resultados negativos. Por otro lado, a pesar de que cada vez se da un mayor peso a las investigacio-
nes cualitativas sobre discursos y narrativas, la “evidencia” sigue circunscribiéndose a datos cuantitativos. El
positivismo impera como criterio de prestigio para revistas y artículos científicos, y las investigaciones cualitativas
encuentran difícil acceso a determinadas revistas y campos disciplinares como las ciencias de la salud (García-Cal-
vente, 2010).
Como consecuencia de las fertilizaciones cruzadas entre la psicología social crítica y las epistemologías feministas,
la pregunta por los sesgos de género ha dado paso a la pregunta por las formas de investigar. Ello implica cuestionar
las propias formas de hacer psicología desde una noción de objetividad entendida como neutralidad incorpórea y
descontextualizada, basada en una división rígida sujeto-objeto. Frente a ello, surgen modalidades de investigación
desde “la parcialidad y los conocimientos situados y responsables”, ensayando metodologías cualitativas más hori-
zontales (Haraway, 1995). Desde aquí, las críticas políticas y epistemológicas son indisociables y la reflexividad de
quien investiga es un elemento clave en la investigación feminista (Harding, 1996).

rasgos centrales de la metodología feminista


4 Enfoque comparativo para identificar desigualdades de género
4 Centralidad del género como categoría de análisis
4 Reconocimiento de la complejidad (interseccioanalidad)
4 Valor de la intersubjetividad y reflexividad en el proceso de investigación
4 Atención a grupos vulnerables y desfavorecidos
4 Valor de metodología cualitativa
4 Apuesta por la participación de agentes involucrados
4 Orientación hacia el cambio social
4 Orientación hacia la transformación del conocimiento

Fuente: García-Calvente (2010: 23).

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ficha 2.
La perspectiva de género en salud y en salud mental

1. ¿Qué signifiCa inCorPorar La PersPeCtiVa de género en saLud?


Tras explicar qué es la perspectiva de género y describir los diferentes sesgos de género en la investigación psicoló-
gica, a continuación vamos a abordar qué significa incorporar la perspectiva de género en salud y en salud mental. Y
ello como ejemplo concreto de incorporar la perspectiva de género en la práctica de la psicología. Se podría realizar
algo similar para el caso de la perspectiva de género en recursos humanos, en el ámbito educativo, en intervención
psicosocial, etc. Para ello, nos vamos a basar en las tres líneas del enfoque de género en salud identificadas por Sara
Velasco (2009) en su libro Sexos, género y salud.
El sesgo androcéntrico en investigación ha provocado que existan todavía muchas lagunas respecto a la salud de las
mujeres, o que la investigación se infravalore (se trata como aplicada o particular, “cosa de mujeres”) y, como conse-
cuencia, se publique menos y exista menor financiación. De ahí la necesidad de hablar de una línea de salud de las
mujeres compensatoria (Velasco, 2009). No obstante, ello no necesariamente implica una perspectiva de género en
salud. El problema existe cuando “salud de mujeres” se iguala a salud sexual y reproductiva, cuando se centra en un
grupo concreto de mujeres o cuando se esencializan las diferencias. En salud, es necesario investigar áreas de la salud
de las mujeres no solo reproductiva (o bien problemas más frecuentes en mujeres o comunes a los varones pero no
estudiados en mujeres) y las diferencias intra-mujeres (con su heterogeneidad de experiencias y situaciones). Por otro
lado, como ya se ha señalado, un enfoque de género también implica analizar la salud de los varones desde una pers-
pectiva de género (por ejemplo, la relación entre masculinidad y riesgo, no petición de ayuda, etc.).
También hemos señalado que una perspectiva de género no significa diferencias entre sexos, con datos desagrega-
dos sin ninguna explicación. No es una categoría biológica ni demográfica (intercambiable con sexo). No obstante,
los estudios sobre morbilidad diferencial pueden ser necesarios para no caer en el sesgo androcéntrico y cometer
negligencias por no atender a la salud de las mujeres. Por ello, se ha desarrollado una línea epidemiológica sobre
diferencias/desigualdades de género en salud (Velasco, 2009). Dentro de ello, se distingue entre diferencias de sexo
en salud (por ejemplo, diferencias sexuales en síntomas de enfermedades cardiovasculares) y diferencias de género en
salud (diferencias en vulnerabilidad por condiciones sociales, en experiencias de salud/enfermedad, en formas de
consultar-pedir ayuda, en la atención por parte de los profesionales, etc.).
Por ejemplo, existen diferencias entre sexos en los datos sobre mortalidad por suicidio e intento de suicidio (las
mujeres lo intentan más, los varones lo consiguen más). Una perspectiva de género que interpretara estos datos aludi-
ría a diferencias en la expresión de los síntomas, a que los varones por socialización piden menos ayuda, son más
resistentes a consultar y realizan lesiones definitivas por los métodos que utilizan. Como consecuencia, sería pertinen-
te que un programa de prevención del suicidio en varones tuviera en cuenta estas características de la masculinidad
como factores de riesgo.
Por otro lado, las desigualdades de género en salud hacen referencia a la disparidad en materia de salud entre muje-
res y varones que es sistemática, innecesaria, evitable e injusta (García-Calvente, 2010). Implica diferentes oportuni-
dades de buena o mala salud, así como el acceso y la calidad de la atención sanitaria. A este respecto, por ejemplo,
han sido fundamentales las investigaciones sobre desigualdades de género en la demora en la asistencia sanitaria al
infarto agudo de miocardio (las mujeres pasan más minutos de espera, en ellas se percibe un riesgo menor debido a
que no se atiende a su sintomatología diferencial) (Ruiz-Cantero y Verdú, 2004). Las desigualdades se producen tam-
bién por los sesgos de género desarrollados en el epígrafe anterior: por el sesgo androcéntrico y la no investigación en
enfermedades de alta prevalencia en mujeres; por la infravaloración de la queja en las mujeres o de los efectos secun-
darios de medicamentos; por la medicalización de sus procesos naturales; o por el sexismo en la atención, llegando a
veces a violencias médicas (como se ha denunciado con la violencia obstétrica o la propia violencia psiquiátrica).
Más allá de la perspectiva epidemiológica, se ha desarrollado la línea de análisis de los determinantes psicosociales

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de género en salud (Velasco, 2009). Se trata de una línea más social y cualitativa, donde la evidencia no está solo en
los datos, también en las propias narrativas de las personas que experimentan un problema de salud. A través de esta
perspectiva, se trata de analizar cómo la socialización de género influye en los patrones de salud/enfermedad. Por
ejemplo, cómo las desigualdades sociales/de género afectan a la salud mental (tareas domésticas, conciliación vida
familiar-laboral, trabajos de cuidados no reconocidos, violencia de género, etc.). También hasta qué punto la adhe-
sión o la transgresión de patrones de género afecta a la salud/malestares como factores de riesgo o protección. Por
ejemplo una tabla de análisis desde esta línea podría ser la siguiente:

modelos de género tradicional modelos de género alternativos

Factores de riesgo en salud Mujeres: relación asimétrica de pareja; sobrecarga Mujeres: ideal de feminidad focalizado en el cuerpo;
de cuidadora como única vía de realización; super woman, doble jornada-doble presencia;
desiguales oportunidades laborales; rol de ama de mandatos de género contradictorios respecto a la
casa; falta de tiempo propio, etc. libertad; sobre-exigencia; soledad, etc.

Varones: empuje al riesgo como demostración de Varones: acceso a roles tradicionalmente femeninos;
fortaleza; dificultades con el rol de sostenedor de contradicciones en el planteamiento de los
familia, etc. privilegios; roles de cuidados mal vistos por el
entorno; etc.

Factores de protección en salud … …

Fuente: elaboración a partir de Velasco (2009).

Se trata de una perspectiva dinámica que vincula los determinantes sociales de las relaciones de poder y desigualda-
des de género; los psicológicos, de la subjetividad de género con sus interiorizaciones y agencias; y los biológicos,
con las características de los cuerpos sexuados (y las intersecciones entre los planos corporal, psíquico y social). No
obstante, esta perspectiva pone énfasis en los determinantes que tienen que ver con desigualdades de género y es una
perspectiva para la transformación social. Además, los determinantes psicosociales de género son analizados en inter-
sección con otras variables de desigualdad social (como la clase, la edad, el racismo, etc.) y cómo afectan a la salud y
salud mental. Por ejemplo, en nuestro entorno, el aumento del riesgo de vivir en la pobreza recae principalmente en
las mujeres mayores (debido a la precariedad de los sistemas de pensiones de viudedad), en las mujeres que tienen a
su cargo exclusivo personas dependientes (criaturas o personas mayores) y en la precariedad laboral y paro que es
más acusado entre las mujeres (con problemas mayores si son migrantes). Todo ello repercute de forma particular en
la salud de estos colectivos de mujeres.
Desde esta línea, el dato epidemiológico sobre morbilidad diferencial en salud mental es puesto entre comillas y
sujeto a análisis social y de género. Por ejemplo, los estudios que muestran diferencias en la prevalencia e incidencia
de los diversos “trastornos psicológicos” en varones y mujeres: la doble ocurrencia de trastornos depresivos o de
ansiedad en mujeres que en varones; la mayor prevalencia de trastornos de conducta alimentaria; o la mayor preva-
lencia de trastornos adictivos o de personalidad antisocial en varones, etc. Si atendemos a la experiencia de la enfer-
medad, la socialización de género y los sesgos de género, los “datos” pueden explicarse por las siguientes variables
psicosociales:

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Procesos de vulnerabilidad La sobrecarga cotidiana de procesos de vulnerabilidad es mayor en las mujeres. Son procesos de mayor impacto en la vida
afectiva.
Son proceso que pasivizan y subordinan y con falta de control sobre sus vidas
Son proceso de resolución más lenta y difícil.

Experiencia de enfermedad Las mujeres experimentan y definen sus experiencias corporales en términos de enfermedad más que los varones.
Las mujeres están más dispuestas a reconocer la presencia de enfermedades y a establecer contacto para buscar atención.
La enfermedad amenaza la fortaleza de la identidad masculina, por lo que los síntomas y dolores son negados.

Manifestación de enfermedad y Las formas de expresión y transmisión de los síntomas son distintas entre varones y mujeres.
sintomática Las mujeres muestran síntomas pasivos, de ansiedad, depresivos y somatizaciones.
Los varones muestran comportamiento hostil-agresivo-abusivo, actúan y consumen tóxicos.

Búsqueda de ayuda El rol de enferma es socialmente más aceptado que para los varones.
Pedir ayuda y consultar en los servicios sanitarios es más coherentes con el rol de mujer esperado que para los varones.
Las mujeres tienen más responsabilidad de su salud en virtud de los cuidados que realizan.
Las mujeres consultan más en atención primaria.
Los varones consultan menos en AP y acuden más graves a hospital y a urgencias.

Atención en los servicios Sesgo diagnóstico:


sanitarios 4 Cuando la paciente es una mujer, se evidencia un menor esfuerzo diagnóstico y terapéutico que cuando es un varón.
4 Se diagnostica de alteradas mentalmente y de depresión más a las mujeres con igualdad de síntomas. Se sobrediagnostica
depresión.
4 Se piensa en varones consumidores y no en las mujeres. Se infradiagnostica a mujeres consumidoras de alcohol y otras drogas.
No se tiene en cuenta la distinta expresividad sintomática de género.
Sesgo terapéutico:
4 Se prescriben psicofármacos más a mujeres en igualdad de síntomas, especialmente ante “síntomas no específicos”.
4 Se tienden a minimizar los síntomas descritos por las mujeres y a relativizar y desacreditar más su palabra en comparación
con varones con iguales síntomas.
4 Las mujeres reciben menos consejos por parte de los médicos de atención primaria que los varones para dejar de fumar o
reducir su consumo de alcohol; mientras que reciben más consejo para adelgazar, pese a la mayor presencia de obesidad en
varones.

Fuente: Elaboración a partir de Velasco (2009), Sánchez (2013) y Romo y Meneses (2018).

4 Para entender cómo funcionan los sesgos diagnósticos y terapéuticos, te recomendamos realices un ejercicio parecido a este. Se trata de describir un malestar en
una persona y ver la diferente interpretación si se le pone sexo mujer o sexo varón:
Persona usuaria, de 42 años, lleva algo más de dos meses sintiéndose extremadamente triste. Ha perdido el interés por las cosas que antes le gustaba hacer y ha deja-
do de disfrutar de los momentos con la familia o con sus amistades. Ha perdido bastante peso y, además, le cuesta conciliar el sueño. Siente que su vida no tiene
sentido y que ha fracasado.

Fuente: Ángeles Bullones Rodríguez (no publicado)

Desde esta línea, se trata de hacer visible e inteligible el papel del género en el abordaje integral del malestar o sufri-
miento psíquico (desde un punto de vista profesional y social). Esta perspectiva rechaza el reduccionismo del diagnós-
tico psiquiátrico y la medicalización de malestares en las mujeres producto de desigualdades sociales y violencias
estructurales (Burin, 1990). Por ello, no habla de trastornos psicológicos sino de malestares de género. Se trata de
explorar la relación entre malestar, género y subjetividad: cómo, por ejemplo, los mandatos de género y los conflictos
subjetivos que generan pueden constituir factores de riesgo.
Al igual que la imagen de debajo de la farmacéutica Serax y su texto “No la puedes hacer libre, pero la puedes ayu-
dar a que se sienta menos ansiosa”, el enfoque de género critica la descontextualización e individualización del
malestar, cómplice con las desigualdades de género y el statu quo, que desconecta los malestares de sus condiciones
sociales y los reduce a una categoría psicobiológica.

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Ante la pregunta por el malestar de género, Margot Pujal (2018) ha identificado el “sufrimiento desigual y diferente
de género” de mujeres y varones, tanto producto de la transgresión de roles como de su obediencia. Y lo hace acu-
diendo a las categorías del DSM, no para darles validez, sino para hacer una profunda crítica a su ceguera de género.
“El referente experiencial de sufrimiento, construido como síntoma y asociado a categorías diagnósticas, es un referen-
te claroscuro, pues se presenta en un vacío social y de género, que precisamente la teoría feminista ha problematiza-
do” (2018: 177). Lo que propone es reapropiarse de los síntomas clasificados, como indicadores experienciales de
malestares de género y analizar con ello cómo los mandatos normativos de género afectan a la salud y sus malestares.
Lo presenta en la siguiente tabla:

experiencias de sufrimiento psíquico desiguales entre mujeres y varones


Relación entre categorías diagnósticas clínicas, experiencias sintomáticas encontradas en mujeres y mandatos nor-
mativas de feminidad.

Categorías diagnósticas experiencias sintomáticas de sufrimiento en mujeres mandatos de feminidad

Ansiedad y trastornos relacionados Miedo Dependencia


Preocupación
Ternura
Inseguridad
Sumisión “excesiva” Pasividad
Aislamiento social Emocionalidad
Autolesiones
Flexibilidad
Trastornos del estado de ánimo Tristeza Comprensión
Fatiga
Apatía Comunicativa
Sentimiento de inutilidad Empatía
Sentimiento de culpa
Cultura de la competitividad entre mujeres
Baja autoestima
Dificultad para tomar decisiones Se deja llevar, no toma decisiones
Miedo como alternativa
Trastornos alimentarios Delgadez extrema
Debilidad Necesidad de protección
Control sobre el cuerpo Licitud de la demanda de ayuda

Trastornos de personalidad Cuerpo delgado, pequeñito, “mona”

Dependiente Necesidad excesiva del cuidado de otra persona


Comportamiento sumiso, de apego exagerado
Miedo a la separación
Dificultad para tomar decisiones sin consejo
Dificultad para expresar desacuerdo
Miedo a ser más competente o a que lo parezca

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Relación entre categorías diagnósticas clínicas, experiencias sintomáticas encontradas en varones y mandatos nor-
mativas de masculinidad.

Categorías diagnósticas clínicas experiencias sintomáticas de sufrimiento en varones mandatos de masculinidad

Trastornos nerviosos, disruptivos, del control de los Impulsividad Dominación


impulsos y de la conducta Poca inhibición conductual Autoridad
Agresividad
Autosuficiencia
Actitud desafiante
Acciones vengativas Ilicitud de la demanda de ayuda
Vulneración de los derechos de los demás Valentía
Engaño, robo Capacidad de aceptar riesgos y tomar decisiones
Ataques de ira No necesidad de protección
Ruptura de normas
Liderazgo
Posibilidad de dañar a otro o propriedades
Decisión
Trastornos de personalidad Lealtad entre varones
Fortaleza
Esquizoide y esquizotípico Desinterés por los vínculos afectivosIdeas de
Racional
referencia (delirios, alucinaciones) en el
esquizotípico Poco comunicativo, “bruto”, poco empático
Autonomía, independencia
Narcisista Autonomía. Solo se relaciona con otras personas Actividad
igualmente “especiales” Competencia
Actividad
Autoconfianza
Asertividad y Agresividad. Arrogancia y soberbia.
Capacidad de aceptar riesgos y tomar decisiones Autoestima alta y seguridad (desarrolladas como
(como consecuencia de la autoconfianza) consecuencia)
Autoestima muy alta y seguridad, cree que todos le Firmeza
envidian
Determinación
Exageración de logros y capacidades con la espera
de reconocimiento Cuerpo fuerte, alto, “apuesto”

Trastornos parafílicos Obsesión


Deseo sexual “irrefrenable”
Asociación de dolor con placer
Relaciones sexuales sin consentimiento
Invasión del espacio ajeno
Fuente: Pujal (2018: 182-184). Se ha añadido el apartado de “trastorno narcisista” a la versión original de la autora.

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Incluimos como herramienta para analizar cómo los mandatos de género afectan a la subjetividad, la siguiente tabla
sobre la socialización de género y la especialización emocional de niños y niñas (reglas de género en sentimientos y
expresión). Insistiendo en que se trata de socialización de género y no de diferencias entre chicos y chicas per se, y
aun a riesgo de simplificar la heterogeneidad de experiencias.

socialización de género y especialización emocional de niñas socialización de género y especialización emocional de niños

tristeza Niñas serán más tendentes a experimentar tristeza que los niños Los niños serán más tendentes a experimentar ira que las niñas Frente a
Se favorece el desarrollo de la tristeza en las niñas la promoción del desarrollo de la ira en los niños
Se consuela más a las niñas que a los niños Se acepta la ira y el desquite como respuesta apropiada en los niños
Mayor libertad para el llanto incluso llegando a la pero no en las niñas
sobrerrepresentación en detrimento de la expresión práctica de Contención emocional: “Los hombres no lloran” o “Llora como mujer
otras emociones (rabia por ejemplo) lo que no supiste defender como hombre”

miedo vs valor Mayor permisividad en la tenencia y expresión del miedo: Menor permisividad en la tenencia y expresión del miedo: “Valor”
“Cobardía”

ansiedad Mayor permisividad en la expresión de la ansiedad, “justificada” Menos permisividad de la expresión de la ansiedad: control emocional
por el ciclo hormonal femenino derivado a menudo en una actividad “des tensora”

ira y rabia Son castigadas especialmente por la expresión de la ira o el Mayor permisividad en la expresión de la ira o el enojo: “Hombres con
enojo: “Mujeres mandonas”. “Ellas aprenden a mostrar temor”. carácter” . “Ellos aprenden a mostrar enfado” . Rebelarse ante las
Ceder ante las contrariedades: “Huida”, “no agresividad” . contrariedades a través del enojo: “Pelea”, “agresividad”. Competencia
Cooperación

agresividad Ternura como característica femenina Agresividad como característica masculina


Estrategias: Agresión relacional (palabras, insultos, regañar, Estrategias: agresividad física (golpear, dar patadas….) y destructiva
prácticas de rechazo social) Dirección hacia fuera: enojo, ira
Direccionada hacia dentro: frustración Menor castigo por la conducta agresiva que las niñas
Mayores castigos por la conducta agresiva que los varones

empatía Diferencias a favor de las mujeres en los índices de empatía: Menos empatía dada la construcción subjetiva de género basada en el
“ser para los otros” “ser para sí mismos”

Culpa Más presente en las mujeres Menos presente en los varones, las diferencias de género son
Sirve para realizar conductas reparadoras especialmente claras a partir de la adolescencia
Sirva para inhibir conductas agresivas Los hombres presentan niveles inferiores que las mujeres en estas
Tiene un papel fundamental en la conducta internalizada conductas internalizadas

amor vs odio Mayor vinculación al mundo emocional en las mujeres que en Menor vinculación al mundo emocional en los varones que en las
los varones mujeres
Mayor expresividad del amor en éstas Menor expresividad del amor en éstos
Reducida presencia del odio y expresión de éste en ellas, por su Mayor presencia del odio y expresión en ellos, permisividad y
no permisividad y direccionalidad del mismo hacia el interior, direccionalidad el mismo hacia el exterior, hacia fuera
hacia ellas mismas

Celos Conecta con la tristeza en ellas: “Yo no tengo valor” Conecta con la rabia en ellos: “Cómo me puede hacer esto a mi”
Acción: seducir a otra persona cuando aparecen los celos Acción: utilizar la violencia, insultar…

Fuente: Iturbide (2015).

4 Recientemente, la APA ha publicado una guía para la práctica psicológica con chicos y hombres. La recomendamos como ejemplo de incor-
poración de la perspectiva de género en salud mental desde el análisis de las masculinidades. American Psychological Association, Boys and
Men Guidelines Group (2018): APA guidelines for psychological practice with boys and men.

La pregunta que surge desde esta perspectiva es: ¿las mujeres están más deprimidas o simplemente son diagnostica-
das como tales por el discurso que asocia la feminidad con la depresión? Por su socialización, los síntomas femeninos
son más auto-destructivos (depresión-pasividad) y los masculinos se expresan mediante la hostilidad hacia los otros
(agresión como respuesta a la pérdida). Además, es más fácil que a las mujeres se las perciba como “locas” y a los
varones como “malos” (Ussher, 1991). Por otro lado, como señaló Chesler (1972), es más seguro para las mujeres
estar deprimidas que ser violentas físicamente.
Observando el correlato de género de categorías como el trastorno narcisista e histriónico de personalidad, o el tras-
torno antisocial y el límite de personalidad (diagnosticados más en varones y mujeres respectivamente), surge la pre-

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gunta de hasta qué punto no están relacionados con las normativas de género y sus malestares. Rebeca González
(2014) ha analizado, por ejemplo, el paralelismo entre los efectos psicológicos de la violencia de género y los sínto-
mas del Trastorno Límite de la Personalidad, alertando que la ceguera de género y el diagnóstico cómodo pueden
revictimizar a mujeres víctimas de violencia, y ello por tratar como si fuera un problema individual y psicológico lo
que tiene raíces estructurales y sociales.

2. de PatoLogías a maLestares y aComPañamientos Con PersPeCtiVa de género5


Como ya hemos señalado, psicólogas y psiquiatras feministas han señalado las condiciones opresivas que están en la
base del sufrimiento psíquico de las mujeres y que provocan su mayor presencia en las estadísticas sobre “trastornos
mentales” (especialmente los afectivos, la ansiedad y la depresión). Más allá del dato de morbilidad diferencial, la
perspectiva feminista introduce los determinantes psicosociales de los malestares (Velasco, 2009) y analiza el papel
de la socialización de género en la explicación de las diferentes formas de reconocer, experimentar y expresar emo-
ciones, así como pedir ayuda u obtener recursos de afrontamiento. También los sesgos en los diagnósticos basados en
estereotipos, por ejemplo, la mayor tendencia a atribuciones psicológicas en mujeres respecto a las físicas en varones
y la mayor “soltura” para recetar psicofármacos (Romo y Meneses, 2018).
Una aportación fundamental de la perspectiva feminista en salud mental ha sido la despatologización de los males-
tares producto de desigualdades de género o de la transgresión de los roles y sus dualismos: el paso de las patologías a
los malestares. Desde el contexto argentino, Mabel Burin (1990) nombraba el malestar de las mujeres desde un
“modelo tensional-conflictivo”, como alternativa al modelo biomédico. La salud mental de las mujeres podría carac-
terizarse en términos de conflicto: “conflictos impuestos al sujeto mujer por su tensión con la realidad de una cultura
patriarcal que produce modos específicos de enfermar para el género femenino” (1990: 40). En el mismo año, desde
el contexto chileno, la revista Isis Internacional publicaba El malestar silenciado. La otra salud mental. En ambos se
señalaba la necesidad de nombrar el malestar, otorgarle un sentido biográfico y considerar también los modos de
resistencia que las mismas mujeres ofrecían a las condiciones de opresión.
También ha sido fundamental la revisión histórico-genealógica que las feministas han realizado al camino paralelo
entre locura y feminidad y la crítica a la misoginia y sexismo en diagnósticos y tratamientos. En la década de los 70,
diferentes feministas criticaron públicamente “las violencias de género” en la práctica clínica psicológica. Phyllis
Chesler en la conferencia anual de la APA en 1969 sorprendió a su audiencia demandando “un millón de dólares ‘en
reparaciones’ para aquellas mujeres que nunca habían sido ayudadas por los profesionales de la salud mental y que
en cambio sí habían sido objeto de abuso: etiquetadas negativamente, sedadas, seducidas sexualmente durante trata-
miento, hospitalizadas contra su voluntad, objeto de descargas eléctricas, lobotomías, y sobre todo, rechazadas como
demasiado ‘agresivas’, ‘promiscuas’, ‘depresivas’, ‘feas’, ‘viejas’, ‘desagradables’ o ‘incurables’” (en Chesler, 1972).

4 Para más información sobre la asociación histórica entre locura y feminidad-feminismo, recomendamos los libros ya clásicos de Phyllis Ches-
ler (1972) Mujeres y locura, recientemente traducido; The female malady de Elaine Showalter (1985); Women’s Madness. Misoginy or mental
illness de Jane Ussher (1991); o el más reciente Mad, bad an sad de Lisa Appignanesi (2011).
4 En el contexto español o hispano-hablante, fueron clave los primeros libros que introdujeron la perspectiva de género/feminista en salud men-
tal: como los de Carmen Sáez de Buenaventura, la compilación de 1979 Mujer, locura y feminismo o Sobre mujer y salud mental de 1988; un
clásico es el libro de Mabel Burin (1990) El malestar de las mujeres. La tranquilidad recetada o el monográfico de ISIS Internacional El males-
tar silenciado. La otra salud mental de 1986.

En 1972, Chesler publicó Mujeres y locura. En él por primera vez introducía la palabra “patriarcado” en la literatura
psicológica. Denunció cómo las mujeres eran categorizadas como mentalmente inestables tanto si se conformaban a
los dictados de la feminidad como si se rebelaban a ellos, y cómo los psicólogos y psiquiatras varones habían cons-
truido la locura y la feminidad de forma “especular”: “la locura, tanto si aparece en hombres como en mujeres, es o
bien la ejecución del rol femenino devaluado o el rechazo total o parcial de los estereotipos de rol de género” (Ches-
ler, 1972). Siguiendo las investigaciones de Inge Broverman, criticaba el modelo androcéntrico y los dobles estánda-
res en salud mental ya descritos: la descripción de un adulto sano coincide con el estereotipo masculino, el

5
Este epígrafe contiene partes de García-Dauder (2019) y García-Dauder y Guzmán Martínez (2019).

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estereotipo femenino ha sido visto como psicológicamente enfermo. Así, una mujer normal, sana y del promedio ha
sido un ser humano loco-neurótico.

4 Una buena forma de entender la continuidad histórica en la conexión entre locura y feminidad, es hacer un análisis sobre los malestares de
género en la película Las horas de Stephen Daldry (2002). La película narra tres historias de mujeres fácilmente reconocibles en términos de
malestares de género: la “histeria” del XIX como respuesta al conflicto entre aspiraciones, deseos y oportunidades, en la figura de Virginia
Woolf; el “problema que no tiene nombre” y la mística de la feminidad de los 60 en el período pos-bélico de EE UU; y la super-woman cui-
dadora de los 80 en la crisis del SIDA.

El feminismo, en alianza con la anti-psiquiatría, denunció la autoridad del poder psicomédico sobre los cuerpos y
vidas de las mujeres, y la patologización y atribución intra-psíquica (la psicologización) de conflictos subjetivos y
malestares producto de la dominación masculina y heterosexual. Millett, Ussher o Chesler denunciaron los psiquiátri-
cos como estructuras que reproducían los guiones de la sociedad patriarcal, infantilizando a las mujeres y, sobre todo,
ejerciendo violencia sobre ellas para que volvieran a su rol. En la década de los 70, grupos feministas, en alianza con
grupos de gays y lesbianas, organizaron protestas y boicots en convenciones de asociaciones psiquiátricas y psicológi-
cas, denunciando la construcción social de enfermedades mentales a través de prejuicios sexistas, racistas, políticos y
homófobos. Estos colectivos exigían el final de la culpabilización de las madres o de las víctimas de violencia sexual,
la patologización de la agencia sexual en mujeres o de su ira; pero también protección legal frente a prácticas violen-
tas y abusivas de clínicos y libertad para “prisioneros políticos” internados en instituciones mentales (ya fueran gays,
lesbianas o mujeres que transgredían los roles de género). Como denunció Ussher (1991) en su libro Women’s mad-
ness. Misoginy or mental illness?, el mayor número de terapias electroconvulsivas, psicocirugías o shock insulínicos se
realizaba en mujeres. El ajuste al rol femenino era la medida de la salud mental de las mujeres y de su progreso psi-
quiátrico. Claramente el uso de dichas prácticas lo conseguía.
Para Chesler (1972), Showalter (1985) o Ussher (1991), la locura y el confinamiento psiquiátrico eran la expresión
de la falta de poder de las mujeres y del intento sin éxito de rechazar y superar ese estado. “La mayor parte de las
mujeres en psiquiátricos no están locas. Lo que llamamos locura puede estar causado o exacerbado por la injusticia y
la crueldad dentro de la familia y la sociedad” (Chesler, 1972). La pregunta que se hacían es si la locura es en sí
misma resistencia feminista, o el precio a pagar por la misma.
Por otro lado, también en los 70, y gracias a las presiones de las psicólogas feministas, se llevaron a cabo investiga-
ciones sobre las consecuencias de las relaciones sexuales entre terapeutas y pacientes, muy parecidas a las de una
violación (ira, sentimientos de culpa, flashbacks, indefensión, tristeza, problemas con los límites, etc.); y se consiguió
que en 1977 la APA cambiara sus estándares éticos, prohibiendo explícitamente estas prácticas hasta entonces norma-
lizadas (Hare-Mustin, 1974, 2017).
El sexismo y androcentrismo en la práctica terapéutica conducía a desconfiar del relato de las mujeres, por ejemplo
en casos de abuso o violación (Hure-Mustin, 2017). También los terapeutas familiares o sistémicos (incluidos los que
venían de la anti-psiquiatría como Cooper o Laing) conceptualizaban la salud familiar en términos de estereotipos de
género y culpaban a las madres de los problemas de los niños –o bien las idealizaban- (Ussher, 1991; Hare-Mustin,
2017). Que no se salvaba ninguna escuela teórica lo muestran los vídeos que la APA creó para la formación de tera-
peutas en 1965 donde Gloria, así se llamaba la paciente, se enfrentaba a tres tipos de terapia: la racional emotiva de
Ellis, la gestáltica de Perls y la humanista de Rogers. Ninguna era capaz de identificar y comprender los malestares de
Gloria desde los mandatos sociales y de género (muchos contradictorios). Bajo un aparente modelo neutro de cliente-
paciente, los tres descuidaban las relaciones y dinámicas de poder desde un prisma puramente individualista y psico-
logicista. Y los tres enmarcaban el sufrimiento psicológico “dentro” de Gloria (por no aceptarse, por cogniciones
disfuncionales, etc.), despolitizando e invisibilizando los efectos del patriarcado en la psique de las mujeres. En los
tres vídeos están presentes los mitos de la práctica terapéutica tradicional: el mito del reduccionismo intrapsíquico, el
mito de la objetividad y la distancia del experto varón, y el mito del modelo médico de los síntomas.

Un buen ejercicio práctico para entender las consecuencias de no introducir la perspectiva de género en terapia y plantearse cómo se realizaría,
es el visionado de los tres vídeos de la APA Three Approaches to Psychotherapy: A Film Series, donde Gloria realiza tres sesiones con Rogers,
Perls y Ellis.
4 Sesión de Perls (Gestalt) con Gloria: https://www.youtube.com/watch?v=vbZ81tlGD6s
4 Sesión de Rogers con Gloria: https://www.youtube.com/watch?v=XJ6giOruT0Q
4 Sesión de Ellis con Gloria: https://www.youtube.com/watch?v=Hfu2SSRPcQE&t=2s

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Por otro lado, el feminismo radical de la segunda ola de los 70 introdujo el lema de “lo personal es político” y su
metodología práctica: los grupos de auto-conciencia de mujeres (Hanisch, 1969). Como señaló Hanisch, los grupos
de autoconciencia se crearon con fines políticos y no terapéuticos, esto último implicaba que las mujeres tenían un
problema personal que debería ser curado, justo lo que se criticaba. No obstante, dichos grupos tuvieron efectos
“sanadores”, al generar conciencia sobre las estructuras sociales que estaban en la base de sufrimientos y malestares
compartidos por las mujeres (lo cual desculpabilizaba bastante). De esta forma, el feminismo introdujo la idea y la
metodología colectiva para politizar malestares con un objetivo claro de transformación social y personal.

Las características de las terapias feministas han sido descritas por Sáez Buenaventura (1988), Burin (1990) o Hyde (1995). En el contexto espa-
ñol, se han publicado manuales de psicoterapia feminista (Carrasco y García-Mina, 2001; Muruaga y Pascual, 2013) y se han creado asociacio-
nes profesionales como la Asociación de Mujeres de Psicología Feminista de Granada, la Red de Psicoterapia Feminista o Asociación Psicología
y Psicoterapia feminista APPF.

Desde el propio feminismo hubo y sigue habiendo debates sobre si hablar de “terapia feminista” es un oxímoron en
sí mismo, por las relaciones de poder que implica y los intereses del profesionalismo. No obstante, las psicólogas
feministas se valieron de los grupos de auto-conciencia como modelo para las terapias feministas (desde la clínica pri-
vada) y, en concreto, para los grupos terapéuticos de mujeres o grupos de reflexión de mujeres desde espacios de
salud pública o comunitaria (Holland, 1992; Herman, 2004). En los 80, en el contexto español, se crearon “grupos de
terapia de orientación feminista para amas de casa con depresión” (Sáez Buenaventura, 1988) y “grupos terapéuticos
de mujeres” (González de Chávez, 1993). Desde el contexto argentino, se habla más bien de “grupos de reflexión” de
mujeres como “agentes de salud”, grupos de información, concientización y denuncia (Coria, 1987; Burin, Moncaraz
y Velázquez, 1990). En todos, la práctica grupal consiste básicamente en indagar en un tema, explicitar tensiones y,
como consecuencia, que emerja la “conciencia de género”, lo cual implica desnaturalizar situaciones opresivas de las
mujeres y conectar malestares con las condiciones sociales o de vida de las mujeres.
La diferencia con los grupos de auto-conciencia es que en estos casos sí existe una profesional, si bien con intención
de escuchar a las mujeres y revisar su posición de poder; una terapeuta que no juzga sus conductas por no adaptarse
a su rol de género (su ira o su deseo); no pretende su ajuste sino el cambio personal y social conjuntamente; no pato-
logiza o psicologiza sus malestares, sino que los liga a las condiciones de opresión; y, básicamente, pasa “del síntoma
privado a la acción pública” (Holland, 1992).
Introducimos a continuación un cuadro resumen de lo que podría significar introducir la perspectiva de género/femi-
nista en terapia (sus objetivos, contenidos y formas):

terapia con perspectiva de género/feminista

Principios y objetivos
4 Una filosofía de práctica, una perspectiva, más que una técnica. Basada en el principio de igualdad y en la práctica feminista. Surge la pregunta de si es compati-
ble con los principios del feminismo (problema del profesionalismo).
4 Compromiso con la igualdad social y en la terapia. redistribuir poder y conocimiento. Uso de poder responsable, no abuso de poder y privilegio. Minimizar la
relación desigualitaria entre terapeuta y paciente (coherencia teoría-práctica). No negar el poder que el conocimiento procura, sino socializarlo.
4 Llevar la sociedad a la terapia y politizar malestares. Ayudar a las mujeres a confrontar los efectos de la opresión en sus vidas. Análisis políticos de malestares,
más que énfasis en procesos intra-psíquicos (no solo descripción de las experiencias de las mujeres de desigualdad, también comprensión crítica de los factores
que la sostienen y guía como agentes de cambio).
4 el compromiso es con el cambio, no con el ajuste. Cambio personal y cambio social no están separados (lo político y lo personal juntos, pero politizando lo per-
sonal, no psicologizando lo político). Proveer a las pacientes de instrumentos de análisis que las permitan comprender las causas de su sufrimiento y buscar vías
propias de transformación.
4 Responsabilidad en la dignidad de la persona, en el cuidado, en la relación y en la sociedad.

Contenidos:
4 No hacer interpretaciones sexistas: no fomentar roles tradicionales, aceptar la ira en las mujeres, aceptar/no juzgar la agencia sexual de las mujeres, etc.
4 No utilizar un modelo neutro y androcéntrico de análisis. Atención a vivencias particulares de las mujeres (versus modelo neutro-androcéntrico). Cómo la desi-
gualdad crea conflictos y tensiones en las mujeres.
4 Evaluar la raíz de los malestares, la complejidad de factores individuales, situacionales y socioculturales. El análisis del contexto sociocultural: redefiniendo el
problema en términos sociales, importancia de los roles de género.
4 Ayudar a la toma de conciencia de los diversos factores que contribuyen a sus malestares y, en su caso, facilitar la concientización y análisis de sus experiencias
de discriminación y opresión, y apoyarles en sus decisiones y desarrollo de estrategias.

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4 Prestar atención a las relaciones de poder y a los “síntomas” como respuestas indirectas a la falta de poder (comprensión de consecuencias y dinámicas de poder,
más que entrenamiento en habilidades –ej. asertividad- ).
4 Tener en cuenta las diferencias entre mujeres y diferentes opresiones.
4 no patologizar malestares, ni violentar con diagnósticos.
4 Ser conscientes de los sesgos en diagnósticos y tratamientos. Revisión de dobles estándares en atribuciones.
4 Toma de conciencia y explicitación de valores: no individualizar, psicologizar (dónde se sitúa el problema, dónde se interviene), compromiso con el cambio ver-
sus aceptación/adaptación a condiciones de opresión, con la autonomía y creación de redes de apoyo-interdependencia, etc.

formas:
4 Trabajar con expectativas de terapia y terapeuta. Desmitificar el proceso terapéutico (proceso explícito y abierto) y desmitificar al terapeuta (hacer explícitos sus
valores, su formación, experiencia, etc.).
4 Informar sobre derechos de paciente/usuario.
4 Relaciones de poder. Reconocer que las usuarias pueden sentirse en una situación de inferioridad cuando están con un terapeuta (sobre todo si es varón), o con
cualquier “experto”, y que el desequilibrio de poder puede dificultar responder al psicólogo.
4 Reconocer cómo determinadas posiciones de privilegio pueden desensibilizar respecto a determinadas realidades (género, clase, sexualidad, etc.)
4 Reconocer y utilizar el conocimiento de la paciente como experto (sobre ella y su vida). Aprendizaje mutuo e intercambio de experiencias. Principio de igual
valor, aunque no igual poder.
4 Técnicas que promuevan el poder personal: sentirse libre, segura, escuchada, etc. Respetar, escuchar (no interrumpir, no juzgar) y aprender (conocimiento de
quien habla) de las mujeres.
4 Uso inclusivo y respetuoso del lenguaje, no juzgar, no infantilizar (paternalismo, “niña”), etc.
4 Establecer un nivel adecuado de confianza a través de un proceso honesto, abierto y transparente. Comunicación que se considere culturalmente apropiada,
teniendo cuidado de no invalidar sutilmente sus preguntas u opiniones.
4 Establecer un ambiente de colaboración con respecto a todas las decisiones relevantes, incluyendo los objetivos de los servicios psicológicos que se prestan, los
riesgos y beneficios de posibles actividades o intervenciones, cualquier problema previsible, y cualquier problema que surja, creando así una relación más equi-
tativa al compartir el poder y responsabilidad.
4 Evitar diagnósticos que estigmatizan, especialmente con mujeres víctimas de violencia.
4 El valor del trabajo grupal frente al individual en reducir el aislamiento de las mujeres y promover el desarrollo del apoyo mutuo.
4 Informarse sobre recursos y programas comunitarios para mujeres, reconocer cómo dichos apoyos y programas comunitarios pueden ser útiles y empoderar, y
referir a ellos según corresponda.
4 Promover el desarrollo progresivo hacia la acción social sin profesionales de por medio.
4 Respetar las decisiones, procesos y tiempos de cambio, ser conscientes de las consecuencias del cambio para las mujeres y validar su conocimiento sobre su
seguridad. No hablar de “resistencias”, sino de estar “preparadas” o no.
4 Consentimiento realmente informado y voluntario de acciones como grabaciones, usos para “estudios de casos”, etc.).

Fuente: elaboración propia a partir de Canadian Psychological Association (2007), Watson y Williams (1992), Holland (1992) y Herman (2004).

No obstante, desde contextos activistas, se proponen más bien formas de acompañamiento (que no terapia), hori-
zontales, donde no haya una distinción entre terapeuta-paciente, ni entre conocimiento experto-experiencial como
excluyentes, donde se intercambien conocimientos; o grupos de apoyo mutuo en “primera persona” (los GAM) for-
mados exclusivamente por personas con sufrimiento psíquico. Las profesionales de la psicología, las feministas en
particular, han aprendido hasta qué punto los movimientos sociales han actuado como correctivos epistémicos de la
disciplina: el paso de la psicología construye la mujer y lo femenino, al feminismo re-construye la psicología. Lo
mismo, está ocurriendo hoy en día con el “movimiento loco” o “movimiento en primera persona”: del paso de la psi-
cología/psiquiatría construye la “enfermedad mental”; a los locos, las locas, reconstruyen la psicología/psiquiatría.
Ello supone el paso de “hablar sobre”, a “hablar con” a “escuchar” (aprender escuchando los conocimientos y expe-
riencias de las personas con sufrimiento psíquico, malestar o locura).
Señalar, por último, la importancia de incorporar la perspectiva de género en la práctica de la psicología, pero como
una forma de politizar la psicología, no como una forma de despolitizar el feminismo (psicologizándolo). Para ello, es
fundamental una reflexión crítica de los encuentros y des-encuentros entre el activismo, la práctica profesional, la
academia y las políticas públicas en salud (Nogueiras, 2018).

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