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Sección I

LIDERAZGO PERSONAL Y
CONSTRUCCIÓN DE LA IDENTIDAD PROFESIONAL DEL DOCENTE
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LIDERAZGO PERSONAL Y
CONSTRUCCIÓN DE LA IDENTIDAD PROFESIONAL DEL DOCENTE

Antonio Bernal Guerrero • Universidad de Sevilla


Gonzalo Jover Olmeda • Universidad Complutense
Marta Ruiz Corbella • Universidad Nacional de Educación a Distancia
Julio Vera Vila • Universidad de Málaga

Si tengo que elegir cuatro hombres que hayan tenido un poder mayor que los
demás deberé mencionar a Buda y a Cristo, a Pitágoras y a Galileo. Ninguno de
ellos tuvo el apoyo del Estado hasta que su propaganda hubo alcanzado el buen
éxito durante su vida. Ninguno de los cuatro hubiera influido en la vida
humana como lo hubiera hecho si el poder hubiera sido su objetivo primordial.
Ninguno de los cuatro aspiró al poder que esclaviza a los demás hombres, sino
al que les hace libres…
Bertrand Russell, 2010[1938], 254

1. Introducción

Una clara fuente de contraste de la importancia que se está dando al liderazgo en


entornos internacionales es la existencia de publicaciones periódicas, redes profesio-
nales y científicas o encuentros científicos focalizados en su estudio e intercambio de
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buenas prácticas. Ejemplo de esta relevancia, de acuerdo a esta fuente de información,


son dos revistas incluidas en el área de Education & Educational Research del último
listado JCR (2011), que se centran exclusivamente en esta temática: Educational
Managment Administration & Leadership y Educational Leadership. También encon-
tramos en diferentes países, especialmente de habla anglosajona, institutos dedicados al
estudio del liderazgo y a la formación de los profesionales de la educación y la
promoción de redes profesionales que ayuden a compartir y a colaborar en el logro de
experiencias exitosas. Ejemplo de ello son la European Qualification Network for
Effective School Leadership, de la Unión Europea, o la Red de Liderazgo en Educación
de la OREALC/UNESCO en América Latina o el Educational Leadership Network a
nivel internacional. Como se puede comprobar, estamos ante un tema que preocupa, y
que está ocupando, a muchos investigadores, profesores, gestores y políticos en los
ámbitos educativos más diversos.

Al realizar una búsqueda sencilla en la reconocida base de datos ERIC1 combinando


los descriptores: ‘leadership & education’, comprobamos este interés de la comunidad
científica: más de 46.000 entradas. Ahora bien, si cruzamos los descriptores ‘leadership &
theory of education’, descendemos ya a 445 entradas. Aparte de la enorme diferencia de

1
Búsqueda realizada en las bases de datos ERIC y DIALNET con fecha 27/02/2013.

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trabajos de ambas búsquedas, el primer dato desprende el interés permanente a lo largo de


los años sobre este tema, que ha ido incrementándose en estas últimas décadas espe-
cialmente a partir de estudios empíricos sobre la influencia del liderazgo en comunidades
formativas determinadas. En cambio, al introducir el descriptor de teoría de la educación,
se recuperan documentos fechados en los 70 y 80, desapareciendo, poco a poco, la
atención y reflexión sobre la dimensión teórica de este concepto.

Si revisamos esta situación en nuestro entorno, nos encontramos con que el


liderazgo nunca ha sido objeto de atención en los Seminarios y Congresos del área de
Teoría de la Educación2. A la vez, al consultar una base de datos reconocida a nivel
nacional, DIALNET, utilizando los mismos descriptores, el resultado recoge 213
entradas, reduciéndose a 10 en el segundo supuesto.

Estos datos quizás sean suficientes para considerar que desde la Teoría de la
Educación debemos problematizar el sentido y alcance del liderazgo educativo, hasta
ahora relegado a otras áreas de conocimiento, ya que desde él se está abordando
también el problema de la calidad y la equidad de la educación, el desafío del
aprendizaje para toda la vida, el reto de la empleabilidad, el impacto formativo de la
globalización, la delimitación de los escenarios educativos posibles que se puedan dar
en los próximos años... El docente, como figura clave dentro del sistema escolar, en la
medida en que se relaciona con el liderazgo, se abre a diversas interrogantes que tienen
que ver con lo que cuenta como una buena educación y un buen gobierno.

Parece que la comunidad científica ha producido una cantidad notable de eviden-


cias para persuadirnos de que el liderazgo en los centros educativos es importante.
Además, esto se produce en un contexto donde cada vez existe una mayor presión para
el rendimiento social de cuentas. La mezcla de liderazgo y responsabilidad al mismo
tiempo ha generado nuevos contextos de trabajo en el ámbito de la educación, como
está sucediendo en otros, distintos a los que la mayoría de los profesores y profesionales
de la educación en general habíamos vivido. Comprender estas implicaciones se ha
convertido prácticamente en un asunto de supervivencia para los docentes.
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2. Estado de la cuestión

2.1. El fenómeno del liderazgo personal y su proyección actual sobre la construcción de


la identidad. Una revisión teórica
La palabra “líder” (del inglés, “leader”) se define en el Diccionario de la Real
Academia Española como guía o conductor, en definitiva, como quien señala la
dirección de un grupo o colectividad. Así mismo, encontramos el término “leader”
asociado a la palabra “jefe”, por ejemplo, en el Diccionario Ideológico de la Lengua
Española, de Julio Casares (2001). Etimológicamente, pues, el término líder alude a una
relación asimétrica entre, por lo menos, dos personas3, en la cual una persona ejerce
influencia sobre otra, que de alguna manera la sigue. Popularmente, cuando se habla de
liderazgo4, de buscar, encontrar o reconocer un líder, las interpretaciones posibles no

2
Dato contrastado en la información vertida en la página web del Seminario Interuniversitario de Teoría de
la Educación.
3
Podríamos pensar en célebres díadas históricas o literarias, donde se pone de manifiesto este sentido del
liderazgo, reflejado inmortalmente, por ejemplo, en El Quijote y Sancho, esos universales cervantinos.
4
Resulta sintomático que en el Diccionario de la RAE (22ª ed.) liderazgo lo definan como liderato,
condición de líder, y como la situación de superioridad en que se halla una empresa, un producto o un

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distan mucho de este sentido expuesto, aunque pueda adecuarse mejor su significado a
unos ámbitos que a otros.

No parece que sea muy desacertado asociar el fenómeno del liderazgo, de algún
modo, al del poder, aunque el propósito no sea precisamente complaciente, sino
transgresor (contra la acumulación del poder en el líder). Después de criticar sin
ambages a Fichte, al que incluyó, como es sabido, entre los idólatras del Estado que
consideraron la educación como instrumento valioso para el logro de sus fines
amparándose en la aniquilación del libre albedrío y cediendo a su proclividad al poder
con el pretexto del logro de un bien absoluto, Bertrand Russell nos dejó dicho hace tres
cuartos de siglo sin que sus palabras hayan perdido una nonada de vigencia: “El amor al
poder es el peligro principal del educador, como el del político; el hombre a quien se
puede confiar la educación debe cuidar de sus discípulos por sí mismos, y no
únicamente como soldados potenciales de un ejército o como propagandistas de una
causa” (Russell5, 2010[1938], 284).

Todas las definiciones, ya clásicas, que podemos encontrar de liderazgo (Bass,


1981), dentro del ámbito científico, también admitirían, según grados y perspectivas
diversas, un acercamiento desde su proximidad al poder como práctica social: influencia
efectiva en una dirección, instrumento para la modelación grupal, ejercicio de
influencia, acto de dirección comportamental, forma de persuasión, efecto emergente de
la interacción, rol diferenciado dentro de la interacción… En efecto, en la mayoría de
las definiciones de liderazgo hallamos su referencia a la interacción humana y a los
procesos de influencia que se dan en el seno de los grupos y de las colectividades. Los
diferentes enfoques teóricos del liderazgo se han construido desde estos principios
básicos, desde el clásico enfoque de rasgos de la personalidad hasta los más
situacionales, pasando por aquellos que han girado más claramente en torno a la
conducta. Espiguemos, aunque sea someramente, varias de las principales teorías que se
han presentado sobre el fenómeno del liderazgo.

Al margen de que la medición de factores de personalidad no ha demostrado ser


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muy eficaz para la determinación de líderes, la teoría de los rasgos vendría a incidir en
la idea de que “el líder nace, no se hace” (Stogdill, 1974) pero, a la postre, trata de
perfilar aquellos atributos o rasgos que caracterizan al líder como guía del grupo. Los
enfoques conductuales, por otra parte, se han centrado en tratar de diferenciar los estilos
de liderazgo más válidos en función de la productividad y satisfacción de los miembros
del grupo6. En la tradición generada por las teorías basadas en el comportamiento cabe
señalar como un referente inexcusable las investigaciones llevadas a cabo en la
Universidad de Ohio (Fleishman, 1995) en la década de los años cincuenta del siglo

sector económico, dentro de su ámbito. Curiosamente estamos ante una palabra que no tiene sinónimo. En
cambio, para el término líder se proponen caudillo, adalid, paladín, cabeza, jefe…, todas ellas muy lejanas
a las propuestas educativas que se están exponiendo. Por estos motivos, en esta ponencia al hablar de
liderazgo y líder no utilizaremos sinónimos.
5
Para el filósofo británico, el poder es la habilidad para alcanzar las metas. Pero, particularmente, Russell
tenía presente el poder social, o sea, el poder sobre los otros. Considerando que el deseo de poder forma
parte de la naturaleza humana, todos los temas de las ciencias sociales no serían sino análisis de diferentes
formas de poder, especialmente, las formas económicas, militares, civiles y culturales.
6
Los famosos estilos de liderazgo autocrático, democrático y de laissez-faire, identificados en las
investigaciones sobre climas sociales de grupo llevadas a cabo a finales de la década de los años treinta
del pasado siglo (Lewin, Lippitt y White, 1939), han tenido una notable repercusión en buena parte de la
investigación y teoría elaborada en el ámbito de las ciencias sociales contemporáneas.

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XX, donde se identificaron, mediante análisis factorial, como más significativos, los
factores7 de “consideración” e “iniciación de estructura” que, de alguna manera, han
orientado gran parte de los estudios sobre el fenómeno del liderazgo hasta nuestros días.
De estas investigaciones puede inferirse que los factores situacionales parecen tener
mayor importancia de la otorgada inicialmente. La teoría de los roles, que puede
considerarse próxima al enfoque conductual, contempla las dos categorías señaladas por
las célebres investigaciones de Ohio: roles de tarea, de naturaleza cognitiva y centrados
en la planificación y la organización; y roles de corte socioafectivo, que giran en torno a
la dedicación a la conexión emocional entre los miembros del grupo. Pero los vincula a
los factores situacionales. El profesor canadiense Henry Mintzberg (1973, 2000, 2005),
célebre iconoclasta de la estrategia empresarial, podría considerarse un destacado
representante de la teoría de los roles, según la cual el estilo de liderazgo empleado será
efectivo en función de los roles desempeñados en cada situación. El trabajo de un líder
implica adoptar distintos roles en diversas situaciones para contribuir a cierto grado de
orden dentro del caos que reina por naturaleza en el seno de las organizaciones
humanas. Para Mintzberg, la planificación estratégica gira en torno a tres falacias: la de
la predicción, el entorno futuro no puede predecirse; la de la independencia, la
planificación no puede contar con toda la información necesaria para la formulación
estratégica; y la de la formalización, los procedimientos formales de planificación
estratégica son insuficientes para hacer frente a los cambios constantes del medio, por lo
que las organizaciones precisan de los sistemas informales.

Se ha ido imponiendo, con la tozudez que la realidad proporciona, la evidencia de


que el liderazgo, sus posibilidades de éxito dentro del grupo, se halla relacionado con
las variables situacionales. Incluso, la aparición del líder podría deberse a la necesidad
grupal de rol y no a sus cualidades personales. Una misma conducta no es efectiva en
todas las situaciones. Más bien la dinámica grupal parece requerir diferentes patrones de
conducta en función de las diferentes situaciones que pudieren darse. Así, pues, la
eficacia del liderazgo dependerá de las relaciones establecidas entre la situación o
problema a solucionar y el estilo empleado por el líder dentro de esa misma situación.
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Desde estos supuestos, se han formulado las diversas teorías situacionales. El modelo
de contingencia propuesto por Fiedler (1984) nos presenta al líder como un agente
(variable independiente) cuya influencia depende de elementos situacionales (variables
moduladoras). Los factores que determinan la favorabilidad de la situación se sintetizan
en la relación entre el líder y los miembros, la estructura de la tarea y la posición de
poder del líder. La teoría de la expectativa de meta (House y Mitchell, 1974) ha
insistido en que la eficacia del estilo de liderazgo para incrementar la motivación de los
miembros del grupo estará en función de las características de los mismos, de las
características de la tarea y de las presiones ambientales. La teoría del liderazgo
situacional8, de Hersey y Blanchard (1977, 1979), está fundada en que las actitudes de
liderazgo deben apoyarse en las que se observan en el grupo, o sea, en su disposición,
resultando de este modo dos posibles estilos de liderazgo: directivo, donde el líder

7
Aunque originalmente se identificaron cuatro factores (consideración, iniciación de estructura, énfasis en
la producción y sensibilidad), finalmente las investigaciones mostraron a los dos primeros como los
únicos significativos. El factor “consideración” hace referencia al grado en que el líder tiene presente el
bienestar de los miembros del grupo, mientras que el de “iniciación de estructura” está orientado hacia los
comportamientos del líder que están relacionados con el logro de la tarea por parte del grupo.
8
Esta teoría nos recuerda los planteamientos expuestos en la teoría XY de Douglas McGregor (1994). En
esta teoría basada en el comportamiento también hallamos dos tipos de liderazgo: para la teoría X, el líder
actúa como jefe y guía, el grupo carece de iniciativa y cooperación; para la teoría Y, el liderazgo se ejerce
de manera participativa y consultiva.

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indica normas o tareas; bidireccional, en el que todos los miembros del grupo escuchan
y se involucran en la toma de decisiones. En su teoría de la decisión normativa, Vroom
y Yetton (1973) presentaron diversos procedimientos para la toma de decisiones
(decisiones autocráticas del líder, decisiones autocráticas posteriores a la recogida de
información adicional, consultas individuales, consultas con el grupo, decisiones
grupales) según el contexto en que se desarrollen. Incluso las variables situacionales
(experiencia y capacidad de los miembros del grupo, claridad de las tareas o
estructuración de la organización) pueden convertirse en neutralizadoras del liderazgo,
convirtiéndolo en algo superfluo, como defendieron Kerr y Jermier (1978) en su teoría
de los sustitutos del liderazgo.

Parece desprenderse de la teorización sobre el liderazgo que éste se nos presenta


dinámico, variable y evolutivo. La situación incide y, a su vez, es influida por las
transacciones que se producen entre el líder y los miembros del grupo (Antonakis,
Cianciolo y Sternberg, 2004; Wofford, 1982). Uno de los enfoques sobre el liderazgo
más desarrollados y estudiados actualmente es el transformacional. Bernard M. Bass
(1985) fue su precursor más relevante y la mayoría de las teorías realizadas desde este
enfoque tratan de reunir tanto los rasgos y conductas del líder como las variables
situacionales, tratando de conseguir una perspectiva lo más amplia posible del
fenómeno (Yukl, 2002). El liderazgo transformacional hace referencia al proceso de
inducción de cambios importantes en las actitudes de los miembros del grupo y de
creación de compromiso para modificar los objetivos y las estrategias (Muchinsky,
2001). En este sentido, el liderazgo transformacional implica la influencia de un líder
sobre los miembros del grupo, pero el efecto de esa influencia es dar poder a todos ellos
para que puedan convertirse, a su vez, en agencias personales dispuestas al cambio. Con
el liderazgo transformacional (De Quijano, 2001; Molero, Recio y Cuadrado, 2010), se
trata finalmente de modificar la organización para dar libertad a los individuos para que
puedan motivarse hacia el desarrollo de sus potencialidades, contribuyendo al logro de
sus propias necesidades humanas y coadyuvando al mismo tiempo a la satisfacción de
las metas de la organización.
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La actual relevancia del liderazgo transformacional no puede comprenderse


plenamente si no la asociamos al inequívoco impacto que ha producido la investigación
científica sobre las emociones humanas en estos dos últimos decenios. El constructo
“inteligencia emocional”, desarrollado por Salovey y Mayer (1990), ha capitalizado la
investigación reciente sobre las emociones en las organizaciones. El interés de la
inteligencia emocional se ha reflejado en dos ámbitos: los equipos y el liderazgo. En la
distinción clásica, los dos estilos de liderazgo, de tarea y socioemocional, corresponden
a líderes distintos; actualmente, se considera que ambos estilos pueden concentrarse en
una sola persona, considerándose complementarios y necesarios9. Cuando una persona
es capaz de combinar ambos estilos, entonces reúne las condiciones del líder
transformacional (cfr. Tabla 1). Como es fácil suponer, aunar esas características en una
sola persona no es nada fácil ni común. Guardar un equilibrio entre las exigencias
propias de uno y otro tipo de liderazgo es un ejercicio continuado de compleja

9
Desde el enfoque de la IE (inteligencia emocional), los dos estilos de liderazgo clásicos se reinterpretan de
un modo distinto y más complejo. En el modelo de Mayer y Salovey (1997), la IE se concibe como la
habilidad de las personas para percibir, usar, comprender y manejar las emociones. Con lo que estas
habilidades pueden usarse sobre nosotros mismos (competencia personal o inteligencia intrapersonal) o
sobre los demás (competencia social o inteligencia interpersonal). Ambas competencias son
independientes. El líder de tarea, que en la visión clásica no requería de habilidades emocionales, ahora
también las precisa, aunque relativas estrictamente a la “competencia personal”.

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redistribución de energías, dedicación y tiempos. El liderazgo transformacional se


vincula a mayores dosis de optimismo que a su vez el líder sabe trasladar a los
miembros de la organización, haciéndose más patente en circunstancias de crisis e
incertidumbre; en este sentido, parece una vía interesante de exploración la vinculación
de este estilo de liderazgo con el conocido enfoque del “engagement” (Schaufeli et al.,
2002), constructo motivacional positivo relacionado con el trabajo –surgido en la
investigación sobre el estrés laboral– y caracterizado por un estado positivo de la mente
definido por energía, implicación y eficacia. Del conocimiento actual sobre el liderazgo
transformacional puede inferirse que la buena marcha de las organizaciones difícilmente
puede darse sin una adecuada comunicación y expresión de las emociones dentro de las
mismas. El ingenuo prototipo de la organización guiada sólo por la razón y la lógica
parece haber quedado atrás definitivamente10; las emociones no pueden considerarse
meros antecedentes o resultados, sino constructos que median muchas de las relaciones
que tienen lugar en el seno de los grupos.

Sin estilo socioemocional Con estilo socioemocional

Estilo no centrado en la tarea No hay liderazgo Liderazgo socioemocional

Estilo centrado en la tarea Liderazgo de tarea Liderazgo transformacional

Tabla 1. Estilos de liderazgo. Adaptado de Fernández Berrocal y Extremera (2003, 472).

Si se admite que el liderazgo no se reduce al estricto cumplimiento funcional de


objetivos, se abre claramente al complejo fenómeno de la construcción de identidades.
Esto supone ir más allá de un liderazgo táctico, vinculado a la eficacia del logro de
objetivos a corto plazo; lo que supone una orientación hacia un liderazgo estratégico,
en el sentido de obtener apoyos para propósitos y planes a largo plazo. Los siete
principios de la sostenibilidad en el cambio y el liderazgo educativos que proponen
Andy Hargreaves y Dean Fink (2008) se sitúan en esta perspectiva. Las organi-
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zaciones, más que sistemas, son entidades culturales en las cuales los significados que
en ellas se producen son más relevantes que las propias acciones. Puesto que los
significados emergen del sistema de creencias y de la reflexión que se desarrolla en la
organización que, a la postre, definen lo que es importante y lo que ha de dirigir el
comportamiento. En suma, el liderazgo transformacional, respetando las diferencias
individuales, subraya el valor de una cultura organizacional donde se estimula la
participación, la observación, la crítica y la acción coordinada bajo un espíritu de

10
Cuando Max Weber (2009[1921-1922]), en su Wirtscheft und Gesellscheft (Economía y Sociedad), obra
póstuma publicada por iniciativa de su mujer, Marianne Weber, se refirió a la autoridad del líder, señaló
tres bases de poder: la racional, que descansa en la creencia de la legalidad de los patrones normativos y
en el derecho a hacerlos cumplir de aquellos que poseen una autoridad legal para hacerlo; la tradicional,
fundada en la creencia de la inviolabilidad de las tradiciones; y, finalmente, la carismática, apoyada en el
heroísmo, en el carácter ejemplar y excepcional de una persona, y en los patrones normativos que ella
revela. La preferencia de Weber por la autoridad racional se debió a que vio la imposibilidad de la
continuidad temporal del líder carismático y las deficiencias obvias del apego exclusivo a la tradición.
Mirémoslo como queramos y al margen de las consabidas críticas que ofrece la vía racional-técnica para
las organizaciones, el enfoque estructuralista de Weber, visto en su contexto, aludía al bien del conjunto
de la organización, que debe proseguir al margen de la acción de cualquier líder personal, por carismático
que éste pueda ser. Supuso un desplazamiento focal desde el sujeto a la institución. Como ha mostrado la
investigación posterior sobre la mente y sobre la adaptación humana, su propuesta estructuralista ha
quedado en entredicho.

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compromiso con la mejora. De suerte que, bien considerado, tal liderazgo se muestra
atento y receptivo a la contingencia y a la informalidad propias de toda institución
“viva”. Si la realidad es cambiante y dinámica, el liderazgo también ha de serlo, en un
proceso de permanente renovación que ha de implicar a todos los miembros de la
organización.

Revisada la teorización sobre el liderazgo personal, reparemos, aunque sea


brevemente, en el panorama internacional actual sobre el liderazgo educativo y sus
tendencias, antes de adentrarnos con mayor profundidad en la figura del docente.

2.2. El liderazgo en las políticas educativas supranacionales

Para una mejor comprensión de las implicaciones del liderazgo en las políticas
educativas es conveniente revisar qué dicen al respecto la OECD y la UNESCO como
referentes a nivel mundial, y la Unión Europea como principal y más directo marco de
nuestra política educativa.

La OECD (2009, 2011), ante la implantación de un escenario educativo


radicalmente nuevo, inició una serie de publicaciones dirigidas a revisar las políticas y
prácticas del liderazgo en las escuelas de 22 países. La investigación Improving School
Leadership (Pont, Nusche y Moorman, 2008; Pont, Nusche y Hopkins, 2008) parte de
una afirmación: el sistema educativo en gran parte de los países no responde a las
exigencias de la sociedad actual, cada vez más inmersa en cambios profundos y
acelerados. No se trata de invertir más dinero, sino de crear las condiciones y clima
necesarios en la escuela del siglo XXI para que cada profesor pueda mejorar sus
prácticas educativas y el aprendizaje de los alumnos. Tras analizar la realidad en la que
están inmersos, se apuesta por el liderazgo de directores y del profesorado como opción
prioritaria para promover una educación de calidad. Se sostiene que tal liderazgo no
reside nunca en una única persona, sino que se distribuye entre los diferentes
profesionales de la educación que convergen dentro y fuera de la escuela. Se reclaman
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nuevos roles (gestión de los recursos humanos y económicos, planificación de la


enseñanza, gestión del aprendizaje…) y se exigen mayores cotas de autonomía, ya que
ésta “(…) se asocia con la reducción de la burocracia, el fomento de la innovación y,
como consecuencia, una mejora generalizada de la calidad educativa” (OCDE, 2012,
37). En esta misma línea convergen los resultados del estudio PISA 2009 (OCDE,
2012).

Todo ello conlleva la necesidad de redefinir las responsabilidades y contenido del


liderazgo educativo: es decir, proporcionar mayor autonomía a los líderes de la escuela,
asegurar su selección, formación inicial y permanente, a la vez que fomentar un modelo
de liderazgo compartido. Un liderazgo dirigido no solo a diseñar un proyecto educativo
coherente con los grupos de interés que intervienen en ese centro, sino también con el
contexto en el que está enclavado, participando con las otras escuelas de su entorno.
“Hablar de liderazgo es hablar de aprendizaje mutuo, de construcción del significado y
del conocimiento por la colectividad y en colaboración” (Coronel, 2005, 477).

A la luz de los trabajos promovidos por la OECD, la UNESCO potenció la


formación de líderes en todas las regiones. Si revisamos las acciones que están llevando
a cabo, encontramos informes sobre la formación del liderazgo en escuelas de Ghana,
Cabo Verde, India, Pakistán, Chile, Colombia, Brasil…, en los que la acción se centra
en la mejora de los procesos de gestión institucional y pedagógica de los estableci-

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mientos, incentivando el auto-diagnóstico, la planificación con foco pedagógico y el


liderazgo directivo (Rojas y Lambrecht, 2009; Martinic y Elaqcua, 2010; IWGE, 2012).
En todos ellos, la atención se dirige de forma prioritaria a la formación de los directores
de los centros educativos, como punto clave inicial para promover ese liderazgo
educativo. Sin duda, la capacidad para desarrollar y mejorar un centro educativo
depende de forma significativa de equipos directivos con capacidad de liderazgo, que
contribuyan a dinamizar el aprendizaje. Pero no olvidemos que estos mismos informes
destacan que esta acción se sitúa como segundo factor con mayor relevancia para el
logro de los objetivos de la escuela, tras la acción docente de su profesorado (Pont,
Nusche y Moorman, 2008; Barber y Moushed, 2007). El liderazgo compartido (Harris,
2008; Spillane, 2006), es decir, no restringido a una única persona o a un equipo
directivo más o menos competente, ocupa un lugar privilegiado en el desarrollo de toda
institución educativa, por lo que, necesariamente,“(…) deja de ser un rol reservado al
director, siendo dicha misión compartida por otros miembros del equipo docente”
(Bolívar, 2010, 3).

Por su parte, la Unión Europea, en sintonía con los informes internacionales,


también incluye el liderazgo como uno de los puntos clave para lograr sistemas
educativos de calidad. Sus acciones se centran de forma prioritaria en el profesorado, ya
que defienden que es la calidad de la enseñanza la que tiene un efecto directo sobre el
nivel de logro de los alumnos y de sus experiencias de aprendizaje (European
Commision, 2013). Y, en un segundo lugar, en los directores de los centros educativos,
a los que se refiere permanentemente como líderes. Sin embargo, la práctica demuestra
que estos continúan dedicando entre el 40 y 50% de su tiempo a tareas administrativas
(European Commision, 2012), lo que les impide centrarse en las verdaderas funciones
relevantes para su liderazgo. Como señala este mismo informe, hay que permitir a los
directores centrar toda su atención en mejorar el aprendizaje, y no perder gran parte de
su tiempo y esfuerzo en asuntos burocráticos.

Ahora, no podemos perder de vista que tanto si hablamos del liderazgo del
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director, como de cualquier otro actor del centro educativo, éste debe saber entender y
atender las expectativas políticas y culturales de su entorno y su inclusión en la
dinámica del centro y del aula (Bolhöfer, 2011; López Yáñez, Sánchez y Altopiedi,
2011).

En los últimos informes mencionados, la Unión Europea llega a destacar las


competencias básicas necesarias para desempeñar el liderazgo, exigibles tanto para la
función de la dirección del centro educativo, como para cualquier miembro de esa
institución. Lógicamente, algunas son propias de cada contexto y/o cultura, pero,
independientemente de los elementos contextuales, en todo escenario educativo un
liderazgo eficaz gravita sobre las siguientes competencias:

• saber motivar a todos los actores y agentes del centro educativo;


• saber mantener una perspectiva holística del centro y de su entorno;
• saber potenciar un clima y cultura de aprendizaje;
• saber mejorar la calidad y resultados de aprendizaje de los alumnos;
• saber gestionar los recursos de forma eficaz y eficiente;
• un buen conocimiento del sistema educativo;
• gran capacidad de comunicación y de apertura;
• destrezas para la resolución de problemas.

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Sin olvidarnos de rasgos personales como coraje, optimismo, resiliencia, toleran-


cia, conciencia de sí mismo, energía, ambición, inteligencia emocional, compromiso y
deseo de aprender (European Commission, 2012), ya que toda acción educativa no se
fundamenta exclusivamente en saberes competenciales, sino, de forma esencial, en
cualidades personales, actitudes y valores.

Lo que se resalta tras todos estos informes es que el liderazgo nunca puede ser
algo referido a una única función, o que desempeñe una única persona. Es necesario un
desempeño interactivo, colaborativo, ya que “… la esencia del liderazgo no es el actor
social individual, sino una relación de direcciones, movimientos y orientaciones casi
imperceptibles que no tienen ni principio ni fin” (Woods, 2005, 115). De este modo, la
definición que resulta determinante para una organización es la “emergencia de un
sentido compartido de dirección junto con una influencia perceptible, finalmente, en que
todos se muevan en esa dirección” (Leithwood y Day, 2007, 4). De este modo, esta
capacidad de liderazgo compartido crea ese clima formativo necesario a través del cual
logra resultados de aprendizaje previstos y de calidad. Es capaz de aprovechar todos los
canales de influencia: actores y agentes de la organización educativa, cultura
organizacional, estructura, redes sociales, etc., para favorecer experiencias de
aprendizaje realmente relevantes (Supovitz, Sirinides, y May, 2010; Young, 2011), ya
que, en definitiva, “el impacto del liderazgo educativo sobre los logros de los
estudiantes es algo evidente. Algunas investigaciones nos muestran que este representa
el 27% de variación en el rendimiento de los alumnos en todas las escuelas. Está
demostrado que la calidad del liderazgo determina tanto la motivación del profesorado
como la calidad de su enseñanza” (European Commision, 2012, 43).

No podemos dejar de mencionar los estudios elaborados por la consultoría inglesa


McKinsey & Co., cuyos informes marcaron el debate de las reformas educativas europeas
de la última década. En ellos se destaca que no hay recetas para lograr una educación de
calidad, ni se pueden aportar pautas válidas para todos los contextos. Sin embargo, se
incide de nuevo como factor clave en el profesorado: profesores con buenas capacidades,
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bien formados y con un apoyo permanente a lo largo de su carrera profesional. Profesores


que forman parte de un equipo, se sienten integrantes de él y del proyecto educativo de su
centro. Es aquí donde radica el papel del liderazgo, no sólo del profesorado, sino, de
forma especial, del director del centro como líder de líderes.

3. Identidad y liderazgo docente

3.1. Marco de comprensión del liderazgo educativo

En educación, como en cualquier otro ámbito de convivencia, el líder es necesario


(Lorenzo, 2005). Se reclama alguien que sepa responder a todas las cuestiones que
justifican el sentido del grupo, en nuestro caso, el aprendizaje y desarrollo personal y
social de cada individuo y, por ende, de esa misma comunidad. Y que sepa y sea capaz
de promover la acción de otros en esa misma dirección. Ahora, lo que está claro es que
el logro de este fin no es obra de un líder único. No podemos limitar la educación a un
solo sujeto, por muy carismático que sea, sino que la educación reclama la intervención
de múltiples líderes, dentro de una responsabilidad colaborativa, en la que la
interdependencia exige la actuación de liderazgo de cada uno en su ámbito específico de
intervención. Aunque este liderazgo no impide cierta focalización del liderazgo en
alguna figura significativa de la institución como pueda ser el director (Bolívar, 2011).
“No es de extrañar que el discurso sobre este tema, en los tiempos actuales, deba de

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soportar la tensión entre las políticas de mercado educativo y rendimiento de cuentas y


una educación democrática y para la ciudadanía, o la tensión entre la racionalidad
instrumental y las capacidades afectivas para dar sentido al funcionamiento
organizativo” (Coronel, 2005, 473). Es decir, evolucionar hacia la idea de organización
en la que se ejerce el “poder con”, en el que se acentúa el componente ético del
liderazgo, asentado en la justicia, la solidaridad y el cuidado, y en el que no podemos
dejar de lado el componente emocional. En este sentido, el liderazgo no puede ser
estudiado e implementado como un asunto exclusivamente técnico.

Si analizamos toda comunidad educativa comprobamos que estamos ante arqui-


tecturas sencillas en cuanto a su estructura organizativa, pero tremendamente complejas
en cuanto a su dinámica social y el liderazgo se dirige precisamente a las redes sociales
que se establecen dentro de esta estructura (Leithwood & Riehl, 2009).

En suma, el liderazgo se entiende como “(…) la labor de movilizar e influenciar a


otros para articular y lograr las intenciones y metas compartidas de la escuela. La labor
del liderazgo puede ser realizada por personas que desempeñan varios roles en la
escuela. Los líderes formales –aquellas personas que ocupan cargos formales de
autoridad– sólo son líderes genuinos en la medida que desempeñen esas funciones. Las
funciones del liderazgo pueden realizarse de muchas maneras, dependiendo del líder
individual, del contexto y del tipo de metas que se persiguen” (Leithwood & Riehl,
2009, 20). Y precisamente esto es lo que lo hace tan singular y lo que nos debe llevar a
reflexionar y comprender los elementos y condiciones que movilizan a las personas y a
los centros bajo los patrones de liderazgo. Por otro lado, no podemos olvidar que tanto
las investigaciones sobre liderazgo, como sus actuaciones, están muy influidas por el
contexto cultural, político, social, etc., en el que se desarrolla, además de la biografía de
cada institución y la historia de vida de cada uno de los líderes. Se relaciona de manera
compleja y profunda con la construcción de la persona.

Somos conscientes de que la educación es incertidumbre, desorden, desequilibrio,


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heterogeneidad, libertad, azar, complementariedad, no saber, ambivalencia, pregunta,


juego, creación, poesía, diversidad, etc. (Ferrer, 2006). Es decir, “(…) fenómenos
irreversibles en lo temporal, de alta complejidad, en absoluto lineal, con diferencias
significativas en su punto de partida (la diversidad genética y social, biológica y
psicológica, cultural y de clase, que ya se da entre los niños de escuelas infantiles),
impredecible, de alta contingencia, continuamente estructurante y por estructurar,
dinámico y, en definitiva, caótico” (Colom, 2005, 1331). Y para saber, y poder, actuar
en este escenario se requiere, sin duda, la confluencia coordinada de líderes que aporten
una nueva narrativa en el permanente avance entre orden y desorden. El liderazgo nunca
es algo estático, ni unidirecccional, sino que es un proceso que envuelve un aprendizaje
activo y acumulativo a través de la experiencia, la solución de problemas y la capacidad
de juicio (Middlehurst, 2008). Todo apunta a que la respuesta a la pregunta sobre quién
debe liderar no tiene una respuesta única ni solitaria, porque además sería insostenible
en el tiempo.

En esta nube de incertidumbre donde se produce el redescubrimiento o la sos-


pecha de que no hay reglas preestablecidas ni objetivos universalmente sólidos, por
invocar el ínclito vocabulario de Bauman, hacia los que apuntar, hemos de interrogarnos
por la legitimidad de educar y por la relación entre el liderazgo y la identidad
profesional del docente.

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Liderazgo personal y construcción de la identidad profesional del docente

3.2. Legitimidad docente, identidad profesional y liderazgo del profesor

La investigación, tal como hemos avanzado en apartados anteriores, coincide en


destacar al profesor y su capacidad para influir en los aprendizajes de los alumnos como
un factor clave en el resultado final de todo el proceso, lo cual quiere decir que,
independientemente del nivel en el que trabajen, de cuál sea la materia que impartan, de
las condiciones en que hayan de ejercer su trabajo, es relevante que sean conscientes de
la importancia de lo que hacen y que vayan construyendo su identidad a partir de la
convicción de que hay una dimensión profunda en el acto de enseñar, a la vez individual
y universal, que no se puede reducir a una lista de competencias, porque como dice
Meirieu (2006), ser profesor es una forma de estar en el mundo.

El maestro es esa persona en la que, por primera vez, descubrimos que somos
capaces de aprender, y a la vez, objeto de la máxima atención de otra persona que nos
hace sentirnos capaces de comprender y aprender el mundo y a nosotros mismos.
Cuando en algún momento los profesores son capaces de sentir de ese modo la labor
que realizan, entonces pueden tener la certidumbre de haberse encontrado con lo
esencial, lo que justifica su compromiso con la profesión, de que todavía es posible,
pese al desánimo y el derrotismo, que haya transmisión y que la profesión adquiera
sentido (Meirieu, 2006).

Esta labor de mediación no es meramente técnica, aséptica o neutra, es además y


fundamentalmente un compromiso humano porque al realizarla la llena de sentido o la
limita. En este sentido, puede decirse que la tarea primordial del profesor consiste en
seducir al alumno para que desee, y deseando, aprenda (Alves, 1996).

El buen hacer docente es muy difícil que se dé sin que haya una implicación
personal por parte de los que enseñan, sin que crean en lo que hacen o sin que traten de
transmitir el valor de aquello que hacen: enseñar y favorecer los aprendizajes valiosos.
La buena docencia será aquella que logre armonizar la necesidad y el valor del saber
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con la trayectoria vital de un grupo de alumnos que necesitan descubrir y comprender la


necesidad valiosa de aprender y definir un proyecto personal de vida que responda a
interrogantes como ¿quién soy yo?, ¿qué quiero ser?, ¿qué puedo llegar a ser?

La educación tiene un componente técnico y otro moral y ambos son necesarios,


pero el que da consistencia, permanencia, convicción y compromiso no es el técnico
sino el moral, por eso se puede afirmar que los maestros eficaces son aquellos que
muestran un mayor interés, una mayor preocupación o una mayor sensibilidad hacia los
alumnos como personas en disposición de aprender (Carr, 2005; Bárcena y Mélich,
2000). En el núcleo de la identidad profesional debe haber un conjunto de valores y
creencias claros, un sentido de la finalidad de su tarea, de los principios morales que la
sustentan; un compromiso de accesibilidad y ayuda a todos sus alumnos y una elevada
autoestima y sentido de la propia autoeficacia, por supuesto, sin caer en la complacencia
(Day, 2006).

La primera fuente de satisfacción en la profesión docente se obtiene de


comprender su auténtico significado, un sentido radicalmente humano. Los seres
humanos estamos necesitados, capacitados y predispuestos para aprender y para hacerlo
de manera cooperativa y empática con los demás. Todos los profesores sueñan con
encontrarse con alumnos ya motivados que aprenden solos, pero la educación es una
profesión ambivalente, puede producir muchas satisfacciones, pero también muchas

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frustraciones. Educar es atender a todos, pero especialmente rescatar a los que más lo
necesitan, a los que Pennac en su libro llama “zoquetes”. Así describe él a los
profesores que le salvaron de la pasión del fracaso y le introdujeron en la pasión de
enseñar:
“Los profesores que me salvaron –y que hicieron de mí un profesor– no estaban formados
para hacerlo. No se preocuparon de los orígenes de mi incapacidad escolar. No perdieron el
tiempo buscando sus causas ni tampoco sermoneándome. Eran adultos enfrentados a
adolescentes en peligro. Se dijeron que era urgente. Se zambulleron. No lograron
atraparme. Se zambulleron de nuevo, día tras día, más y más... Y acabaron sacándome de
allí. Y a muchos otros conmigo. Literalmente, nos repescaron. Les debemos la vida”
(Pennac, 2008, 36).

Entre el amor a los alumnos y el amor al saber, no es necesario elegir, ambos son
ingredientes de los procesos de enseñanza. No se trata de enfrentar una profesión
centrada en el alumno, que se dedica a ayudarlo a comprender, con una profesión
centrada en el saber, que se contenta con transmitir los conocimientos a los alumnos y
les anima a trabajarlos de manera autónoma. Ambas cosas son necesarias y se
complementan. Al trabajar con los contenidos, los alumnos aprenden y al aprender
crecen como personas.

Nadie cuestiona que la enseñanza es una profesión compleja que se ejerce en


contextos muy distintos, con alumnos de edades y características diversas, a lo largo de
los diferentes ciclos de la vida profesional, pero aunque puedan variar los objetivos, los
contenidos y los métodos didácticos, nunca se deja de ser profesor y es el profesor y su
manera de entender su trabajo quienes determinan en gran medida el clima emocional
de la clase (Esteve, 1997, 2006).

Para aspirar a tener oportunidades de éxito en la enseñanza, para aspirar a que los
alumnos reconozcan a sus profesores el derecho a ejercer alguna influencia sobre ellos,
es necesario que tengan un sentido claro de identidad. Al reconocimiento de ese derecho
a ejercer influencia sobre los alumnos, se le ha denominado autoridad, una autoridad
liberadora que se basa en el reconocimiento en otra persona de un mejor ser, de unos
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valores, un saber o un prestigio que se acepta voluntariamente en tanto ayuda al otro a


mejorar y a aspirar con esperanza a nuevas y mejores metas (Esteve, 1977, 2010).

Podríamos decir que mientras la autoridad la otorga el alumno cuando reconoce


en sus profesores, o en alguno de ellos, ese mejor ser, el liderazgo educativo es la otra
cara de la moneda, es decir, el deseo y la capacidad de ejercer una influencia positiva en
los alumnos para ayudarles a alcanzar su autonomía. Por eso, el verdadero líder primero
se convence a sí mismo para luego contagiar a otros.

La identidad del profesor está directamente afectada por el significado que le da al


saber y al contacto con sus alumnos, si no puede ser con cada uno de ellos, porque a
veces la realidad del contexto lo imposibilita, sí al menos con ellos como grupo. Ball
(1972) distingue entre identidad situada e identidad sustantiva. La situada varía en
función de los cambios en el contexto, en cambio la sustantiva es la que contiene los
aspectos fundamentales y estables respecto a la forma de pensar de una persona respecto
a sí misma, hacia su profesión, los alumnos, la importancia de lo que enseña, la
transcendencia de la educación, etc. La identidad de los docentes se crea a partir de la
interacción entre sus experiencias personales y las experiencias profesionales en el
entorno laboral en el que se desenvuelven a diario. Se ha definido como “el proceso por
el que una persona trata de integrar sus diversos estatus y funciones, así como sus
diversas experiencias, en una imagen coherente del yo” (Epstein, 1978, 101).

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Liderazgo personal y construcción de la identidad profesional del docente

Sachs (2003) diferencia entre una identidad profesional gerencial, que identifica
con los profesores más centrados en la eficiencia y la responsabilidad respecto a los
imperativos normativos que miden la calidad de acuerdo a unos estándares externos,
competitivos, controladores y reguladores; y una identidad activista o comprometida,
centrada en la convicción del aprendizaje de los alumnos y la mejora de las condiciones
que lo hacen posible. Cuando en los centros impera esta segunda forma de entender la
enseñanza, prevalece un interés por investigar, por crear ambientes de colaboración y un
fuerte compromiso moral y con los valores sociales, lo que hace posible trascender los
fines previstos en la normativa legal.

Kelchtermans (1993) señala que el yo profesional, como el yo personal,


evoluciona con el tiempo y que está constituido por cinco elementos interrelacionados:
la autoimagen, su autoestima, la motivación para el trabajo, la percepción de la tarea y
la perspectiva de desarrollo futuro en el mismo.

Por supuesto, en la construcción y reconstrucción de la identidad profesional


intervienen muchos más factores, es un proceso evolutivo de interpretación y
reinterpretación de experiencias a lo largo de toda la vida laboral, se gesta mucho antes
de matricularse en una facultad de educación, puesto que la persona que aspira a ser
profesor ya lleva dieciocho años socializándose en la profesión viendo cómo actúan sus
profesores; influye también la imagen social de la profesión, su tradición y su cultura; se
trata de un constructo que se crea como respuesta al contexto y bajo la influencia de los
colegas (Marcelo y Vaillant, 2009). Teniendo en cuenta la complejidad de los procesos
educativos y la rapidez con la que se suceden los cambios y las demandas sociales hacia
el sistema escolar, es fácil comprender cómo estos afectan a la identidad situada, pero
también reconocer la importancia de la identidad sustantiva, a la que podríamos
entender como la vocación o el compromiso que va tomando forma con el paso del
tiempo y sin la cual será difícil superar las situaciones tan difíciles que, a veces, plantea
la docencia. Por eso, “por su propio bien y por el bien de aquellos a quienes educan, los
profesores deben comprometerse con su trabajo en términos vocacionales, o bien buscar
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empleo en otro lugar” (Hansen, 2001, 178).

En efecto, la identidad y el liderazgo también se relacionan con el compromiso,


término que suele aparecer en las investigaciones para distinguir a los que se toman en
serio su trabajo de quienes ponen por delante sus propios intereses (Nias, 1989). El
compromiso está relacionado con la satisfacción en el trabajo, si bien es verdad que el
compromiso puede brindar tanto satisfacción como frustración por los resultados
obtenidos y por ello suele ser un buen predictor del rendimiento en el mismo, del
absentismo y de la aparición del síndrome del quemado, además de tener una influencia
importante en el rendimiento de los alumnos y sus actitudes con respecto a la escuela
(Esteve, 1987; Day, 2006). Estos maestros sobreviven y progresan en las circunstancias
más adversas, sobre todo, gracias a los valores que asumen. Y esa es la fuerza que pueden
contagiar como líderes potenciales: la creencia de que pueden ayudar a sus alumnos a
desarrollar todo su potencial, la certidumbre de tener unos valores más sólidos que las
circunstancias, la responsabilidad de aceptar la propia formación como algo ineludible
para hacer bien su trabajo y para su desarrollo personal, el entender la educación como
una actividad colegiada en la que intervienen muchos factores que pueden coordinarse
hacia un mismo fin, por eso, son profesores que también se implican en la gestión de las
instituciones sin que necesariamente hayan de ocupar puestos directivos, simplemente
consideran que lo que hacen en el aula es importante para la marcha general del centro y

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de sus cometidos. De hecho, las culturas colaborativas refuerzan la participación de los


maestros y ayudan a sostener su compromiso.

Como ya hemos señalado, el liderazgo es una cuestión de cultura más que de


estructura. La cultura de la escuela impulsa u obstaculiza el aprendizaje de su
profesorado, de ahí su importancia como comunidad de aprendizaje. El paso de las
formas tradicionales de enseñar a otras más adecuadas a la complejidad actual, vienen
marcadas por ciertas transiciones, entre ellas: el paso del individualismo a la comunidad
profesional; el paso de la primacía de la enseñanza a la del aprendizaje como centro; el
paso del poder sobre los alumnos a un liderazgo de influencia en clase; el paso de un
liderazgo individual a un liderazgo distribuido; la transición desde las preocupaciones
por lo que ocurre en la clase a las que atañen al centro y a la comunidad (Lieberman y
Miller, 1999).

Las teorías más populares sobre liderazgo dejan claro que los líderes de éxito
además de organizar, dirigir y supervisar, entablan relaciones con toda la comunidad
escolar, se centran en las personas y personifican unos valores y unas prácticas
coherentes que tratan de compartir con los demás. Las escuelas que se mueven con un
aprendizaje enriquecido (Rosenholtz, 1989) son lugares en los que hay unos valores y
finalidades fundamentales que se mantienen, oportunidades regulares y frecuentes para
compartir experiencias, colegialidad, actividades de desarrollo profesional, que
contemplan el conocimiento para la práctica, en la práctica y de la práctica y, lo más
interesante de todo, los docentes reflexionan sobre sus motivaciones, identidades,
emociones y compromisos. Todos estos elementos que conforman la cultura de una
comunidad escolar, la red acordada de sus dependencias mutuas, son elementos muy
importantes a los que se les ha prestado mucha menos atención que a los cambios
estructurales, cuando es realmente difícil que la eficacia llegue a los corazones de
padres, profesores y alumnos desde las frías páginas de los boletines oficiales.

En cierta manera, ser líder educativo es buscar con esperanza el aporte único que
hay en cada persona, mientras no deja de construirse uno mismo en aquello con lo que
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está comprometido. Siguiendo esta orientación general, a continuación, ofrecemos


algunos elementos de discusión sobre la construcción de la identidad profesional y las
condiciones del liderazgo docente a partir de un pequeño trabajo de campo realizado
con aspirantes a la profesión.

3.3. Ni héroes ni villanos: la construcción de la identidad en los aspirantes a la


profesión y las condiciones del liderazgo

Al principio señalamos que el liderazgo suele ir unido a las situaciones de poder.


Por ello, como indica Price en Leadership Ethics, la ética del líder ha estado a menudo
asociada a dos figuras antagónicas que representan el poder: la del héroe y la del
villano. Ambas figuras comparten la idea de la excepcionalidad moral, es decir la
presunción de que el líder no está sometido a las mismas normas que el resto. Frente a
esta imagen, centrada en lo extraordinario, Price reclama una ética del líder cotidiano,
en la que la excepcionalidad moral encuentra difícil justificación (Price, 2008).

También la percepción del profesorado ha estado a menudo asociada a estas dos


figuras antagónicas, según concluía ya hace unos años Esteve a partir de un análisis de
la imagen social de los docentes en los medios de comunicación (Esteve 1995). Por un
lado, se proyecta la imagen del profesor-héroe, al que se le pide que responda a un
estereotipo social adornado de cualidades positivas, y en el que se busca la solución de

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Liderazgo personal y construcción de la identidad profesional del docente

casi todos los problemas que aquejan a la sociedad. Unida a ésta como la otra cara de
una misma moneda, aparece la imagen del profesor-villano, al que se hace responsable
de las deficiencias del sistema, de la incapacidad de la educación para responder a las
nuevas demandas, cuando no se le acusa directamente de buscar sólo su interés egoísta
o incluso, en ocasiones, de valerse de su situación para abusar de su poder.

Como en el caso de la ética del líder, también los enfoques actuales en torno a la
identidad profesional del profesor reclaman la adopción de perspectivas más centradas
en lo cotidiano, en las que la identidad aparece como un concepto relacional, que
emerge en la relación con los otros, y fluido, que se construye narrativamente, afectado
por las experiencias, los elementos que consideramos más determinantes de nuestra
posición en el mundo (edad, género, etnia, origen social, etc.) y las condiciones
asociadas a la práctica (Mensah, 2012; Tobin y Llena, 2012).

Desde este punto de vista, cobra un valor extraordinario preguntarse cómo


construyen los docentes en formación su identidad como futuros profesores. Para ello,
pedimos a una muestra de cincuenta estudiantes del Máster en Formación del
Profesorado de Educación Secundaria que elaborasen un pequeño texto acerca de lo que
entendían por identidad profesional del profesor. Recogemos a continuación tres
respuestas, en cierto modo prototípicas.11

En la mayoría de las respuestas de los estudiantes recién graduados en sus


estudios previos, el discurso predominante es el vocacional. Javier, por ejemplo,
estudiante de una especialidad de humanidades, señala:
“El bello discurso que sustenta, protege y apuesta por la hipótesis vocacional no es
comprendido; se ve como algo demasiado bonito como para ser verdad. Se le mira como
diciendo ‘ya somos mayores para un mundo construido sobre llamadas.’ Ahora sólo triunfa
el rol de buscavidas, nadie llama. Y ése es el problema, nadie llama, todos quieren ir ¿Pero
adónde? (…) Hace no mucho tiempo vi como entrevistaban a dos djs prestigiosos en la
televisión. Uno de ellos dijo algo que me gustó mucho: ‘tenemos que diferenciar entre ser
dj o hacer de dj’ ¡Qué maestría, qué manera de proteger la profesión, el gremio; eso sí es
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corporativismo, y del bueno! Qué triste ver cómo la sociedad moderna ha eliminado esta
dicotomía tan necesaria. Una cosa es hacer y otra ser.”

Otras respuestas evitan, sin embargo, cualquier perspectiva que pueda considerar
la existencia de un ser genérico del profesor. Susana, por ejemplo, estudiante también de
una especialidad de ciencias humanas, afirma:
“¿Qué es ser profesor? En primer lugar, cabría impugnar cualquier pregunta que fuera
esencialista tal y como lo es la anterior, cabría impugnar cualquier pregunta que se
formulase acerca de en qué consiste la identidad del profesor como aquello que trasciende
más allá de ser profesor de esta o de aquella materia… como si lo verdaderamente
sustancial fuera el enseñar algo y no el enseñar algo acerca de algo. Precisamente con ese
espíritu se funda el ‘Máster de formación del profesorado’, que entiende que es posible
formar ‘profesorado’ entendido como ‘absoluto’. Es decir, que si en algún sentido
pudiéramos determinar qué es ser profesor, podríamos decir que, en primer lugar, se es
profesor de una materia y en la medida en que se es profesor de una materia, un profesor es
un perfecto conocedor de la materia que pretende enseñar. En segundo lugar, que un buen
profesor será aquél capaz de transmitir, enseñar, mostrar a un alumno dichos
conocimientos.”

11
La experiencia se ha llevado a cabo durante el curso 2012-2013 con estudiantes del Máster en Formación
del Profesorado de Educación Secundaria de la Universidad Complutense. Se solicitó autorización a los
estudiantes para citar sus textos. Sus nombres han sido cambiados.

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Por último, Manuel, Licenciado en Ciencias Económicas, que llega al Máster tras
haber trabajado varios años en el mundo de la empresa, adopta una postura que
podríamos llamar funcional, más centrada en las habilidades relacionales del docente,
que el conocimiento a impartir. Escribe:

“La construcción de la identidad del profesor es un proceso individual y colectivo. El punto


de inicio sería el comienzo en la formación del docente, que evidentemente se prolonga
durante todo el ejercicio de su carrera profesional. Ahora bien, cada profesor debe
contextualizar el proceso educativo teniendo en cuenta los factores condicionantes en cada
momento. El profesor debe comprender los procesos de la enseñanza y aprendizaje por lo
que, como en otras profesiones, el conocimiento del que se trata es importante. (…) Hay
una tendencia sobre todo en el profesor de universidad a centrarse en lo académico, que
está bien y es necesaria, pero también hay que construir la identidad del profesor dentro del
ámbito profesional al que mayormente me estoy refiriendo. La identidad es donde se
concentra el saber propio como individuo y el deseo de construcción de relaciones entre
todos los actores comprometidos en la formación de los estudiantes. El profesor debería
identificarse como un líder de empresa que quiere que todos los factores funcionen
perfectamente para llegar al cometido final del desarrollo de una persona”.

En una perspectiva funcional, como la que adopta Manuel, la identidad del


profesor, como educador, va a unida a su capacidad de liderazgo. Todo profesor que
actúa con función educativa es desde este punto de vista un líder.

Hace un siglo, John Dewey insistió ya en esa imagen del docente como líder,
dentro de su metáfora del profesor-artista (Simpson, Jackson y Aycock, 2005). Hoy
vuelve a reconocerse esta aportación, hasta el punto de que una de las últimas
recopilaciones de trabajos de Dewey lleva precisamente por título Teachers, Leaders,
and Schools (Simpson y Stack, 2010). Nos basaremos en una relectura de sus ideas para
identificar algunas condiciones del liderazgo docente y situar las respuestas de nuestros
estudiantes en un marco teórico de discusión.

En Dewey el análisis del liderazgo docente aparece también asociado a un juego


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de antinomias. En un informe de 1914 sobre la escuela de Marietta L. Johnson en


Fairhope (Alabama) recogido un año más tarde en Schools of Tomorrow, contraponía a
la tradicional imagen del profesor como instructor, la del profesor como líder que
facilita el aprendizaje de los alumnos en un contexto natural (Dewey y Dewey, 1915).
Esta dicotomía entre instrucción y liderazgo está en la base de las dos posturas
antagónicas que en las respuestas de los estudiantes representan Susana y Manuel. Para
Susana, no puede hablarse como tal de ser del profesor. Se es siempre profesor de algo,
de matemáticas, de filosofía o de “cono”. Para Manuel, más que un devoto del
conocimiento, el profesor es el líder de un grupo.

Dewey, en su texto de 1914, sustentaba la postura de Manuel, lo que le hizo


objeto de críticas como la que Hannah Arendt (1996[1958]) lanzó a la pedagogía
progresiva y las consecuencias del pragmatismo. Para Arendt, la identidad del profesor,
su autoridad, como mediador entre el dominio privado en que se desenvuelve la vida
infantil y el dominio público de la vida adulta, se funda sobre el conocimiento que
supone su compromiso con el mundo encarnado en la tradición. La pérdida de esta
autoridad, bajo la psicologización de la pedagogía, representa para Arendt una de las
manifestaciones más palpables de la crisis moderna de la educación.

Susana, crítica con la forma de llevar a cabo actualmente la formación de los


profesores de educación secundaria en nuestro país, suscribiría plenamente estas

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Liderazgo personal y construcción de la identidad profesional del docente

observaciones de Arendt contra los efectos del pragmatismo en la educación. Sin


embargo, como es sabido, en sus escritos posteriores, de los años treinta, el propio
Dewey adoptó una postura de distanciamiento con respecto a algunas de las direcciones
que había adoptado el movimiento de la educación progresiva. Y será precisamente en
estos escritos en los que más desarrollará la idea del profesor como líder, matizando, de
algún modo, la oposición entre liderazgo e instrucción a la que se refirió en sus
planteamientos anteriores.

En la segunda edición de How We Think, de 1933, Dewey introdujo un apartado


específico dedicado a The Teacher as Leader, que no figuraba en la edición original de
1910. Frente a las concepciones que hacen del maestro un “gobernante dictatorial”, o las
que tienden a reducirlo a “mal necesario”, Dewey definía en él al profesor como “líder
intelectual de un grupo social” (Dewey, 2007[1933] 271). Esta definición encierra
algunas de las principales condiciones para entender la figura del profesor como líder
todavía hoy.

Empezando por lo más básico, como hemos visto, con independencia de la teoría
que se adopte, más centrada en rasgos o más centrada en situaciones, el liderazgo es
algo que se ejerce siempre en el seno de una relación, de un grupo. Las implicaciones de
esta idea tal como la formuló Dewey van, sin embargo, más allá de entender
simplemente el liderazgo docente como algo grupal. En Experience and Education,
Dewey contrapuso la figura del profesor que actúa, “como un dictador”, desde el
exterior de la clase, a la del profesor líder de un grupo social que dirige procesos de
cambio en los que todos participan (Dewey, 2004[1938] 99). Lo propio del liderazgo
docente, tal como lo entiende Dewey, es que es una dirección que se ejerce desde el
interior del grupo. El profesor líder hace suyo el objetivo del grupo, el aprendizaje, y, al
hacerlo, se pone al mismo nivel que sus aprendices. Los especialistas actuales sitúan en
este actuar desde dentro en vistas a una meta compartida la base del liderazgo
organizativo, lo que, como señala Dimmock, ha llevado a abandonar la vieja visión
“heroica” y “carismática” del líder que dirige desde arriba en favor de modelos de
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liderazgo distribuido (Dimmock, 2012, 98-114). En este sentido, ya hemos señalado que
el liderazgo en las instituciones educativas tiende a verse hoy como un liderazgo
compartido. Cuando esta filosofía de actuación desde dentro se traslada del centro a la
vida del aula, implica no sólo una forma de organización, sino, sobre todo, una
determinada concepción del aprendizaje y el conocimiento, que Dewey plasmó en su
noción de la democracia como empeño fundamentalmente epistemológico (Johnston,
2006).

Dewey añade dos condiciones vinculadas a la idea del profesor como líder
intelectual. La primera es la posesión de un conocimiento amplio de la materia a
enseñar: “El problema de los alumnos se encuentra en la materia; el problema del
maestro estriba en saber qué hace la mente de los alumnos con la materia” (Dewey,
2007[1933] 272-273).

Dewey no estaba entre quienes, como deplora Javier en su respuesta a nuestra


pregunta, huyen del discurso vocacional. En su contribución de 1938 a la compilación My
Vocation, by Eminent Americans: Or What Eminent Americans Think of Their Callings,
incluía como elemento fundamental de la vocación docente “un amor natural por
comunicar el conocimiento, junto con el amor al conocimiento mismo” (Dewey,
2008[1938] 344-345) y consideraba que, dentro de ese amor al conocimiento, lo que
distingue la vocación del profesor de la del investigador es su “interés en observar el

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movimiento de la mente de otros” (ibíd., 345). En Dewey, por tanto, no hay ningún
rechazo al valor del conocimiento como elemento de la vocación o el liderazgo docente.
Lo que rechaza es una visión acumulativa del conocimiento que se transmite de una
mente a otra. El conocimiento es, más que un material a transmitir, el empeño que
proporciona el objetivo compartido a los alumnos y al profesor. El propio Dewey no dudó
en criticar desde este punto de vista el lema de la educación centrada en el niño (child-
centered school), bandera del movimiento de educación progresiva, planteado como
antítesis al valor de las materias de enseñanza. En su ensayo How Much Freedom in New
Schools? de 1930, mantuvo que las interpretaciones más habituales de la educación
centrada en el alumno caían en el mismo error que trataban de evitar, pues estaban todavía
demasiado obsesionadas por el factor personal, más que por la experiencia compartida en
la que participan profesores y alumnos (Dewey, 2008[1930] 322).

La comprensión del liderazgo educativo del profesor exige ese desplazamiento del
que habla Dewey desde el factor personal o subjetivo al factor objetivo de la tarea a
realizar, si bien cabría añadir que sin caer por ello en una objetivación de las personas
involucradas en la relación. Ese compromiso con “lo otro”, con lo que genéricamente
puede llamarse “el mundo” es lo que permite diferenciar el liderazgo educativo de otras
formas de liderazgo, como el psicoterapéutico. Como advirtió el maestro de Arendt,
Karl Jaspers, la educación no se sitúa ni en el plano objetivo ni el subjetivo, sino en el
escurridizo terreno que queda “entre” estos dos extremos (Jaspers, 1958-59, I, 140). La
educación exige un objetivo que trasciende al educador y al educando. Lo que convierte
el liderazgo en relación educativa es la tensión entre estos dos polos: la intencionalidad
funcional de cara a un objetivo que supone desde algún punto de vista una mejora, y la
atención personal a la persona que se educa como fin en sí para la que se procura esa
mejora.

La segunda condición que, según Dewey, debe cumplir el profesor como líder
intelectual es la posesión de un conocimiento técnico y profesional de la educación, eso
sí, entendido más como una herramienta de guía y observación de la mente, que como
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un esquema fijo de reglas y procedimientos de acción. Dewey incluye en este apartado


“conocimientos de psicología, de historia de la educación, o de los métodos que los
demás han encontrado útiles en la enseñanza de diversos temas” (Dewey, 2007[1933]
273).

Philip W. Jackson ha llamado recientemente la atención acerca del paralelismo de


las ideas de Dewey en How We Think, con los planteamientos que James había
defendido años antes en sus Talks to Teachers, especialmente la justificación que ambos
hicieron de centrar el conocimiento de los profesores en lo esencial, como reacción a las
exigencias crecientes que emanaban del campo en desarrollo del child study (Jackson,
2012b, 3). James en sus conferencias a los profesores fue muy explícito cuando les
decía que “la psicología es una ciencia y la enseñanza es un arte; y las ciencias no
generan arte directamente de sí mismas. Se requiere una mente intermediaria
innovadora que haga la aplicación de manera original. (…) Saber psicología, por tanto,
no garantiza para nada que seamos buenos profesores” (James, 1958[1899] 23-24).

Sorprende ver a un siglo de distancia en autores como James y Dewey, impulsores


de la modernización de la educación, estas cautelas con respecto a la sobre-
psicologización de la actividad docente y el conocimiento pedagógico, cuyos efectos,
según hemos podido comprobar en nuestra pequeña investigación, son vividos por
algunos candidatos a la profesión como una desarticulación de su identidad profesional.

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Liderazgo personal y construcción de la identidad profesional del docente

La futura profesora de historia, o de química, se reconoce como profesora, no por sus


conocimientos técnicos, que a lo sumo considera recursos auxiliares, sino porque
domina el campo de la historia o de la química, y su dominio le permite apreciar lo
esencial del conocimiento y su construcción, que es la primera condición para poder
guiar a otros a su aprendizaje, para ser una líder intelectual, como pedía Dewey.

Aún falta una última condición, a la que se refería nuestro estudiante Javier en su
respuesta. Líder, decíamos al comienzo de la ponencia, es el que conduce, y para
conducir no es sólo preciso contar con los medios adecuados, con el dominio de la
materia y el conocimiento técnico para facilitar el aprendizaje de los estudiantes. Para
conducir a otro se requiere también cierta idea, por difusa que sea, del lugar al que se
pretende llegar, o, como decía el estudiante, saber dónde ir. Y aquí es dónde, según ha
mantenido Jackson en otro de sus últimos trabajos, el pragmatismo que inspira la
filosofía de la educación de Dewey tiene su talón de Aquiles, pues la condena a quedar
encerrada en el círculo de la experiencia que se reconstruye a sí misma (Jackson,
2012a). En un contexto epistemológico sacudido por el deconstruccionismo
postmodernista y por el eficientismo quizás eso sea lo máximo a lo que podamos hoy
apelar.

4. Conclusión

Reconociendo que determinadas personas puedan poseer determinados atributos


facilitadores del ejercicio del liderazgo, lo cierto es que éste de alguna manera también
puede ser aprendido. Todos, en cierto modo, formal o informalmente, podemos ser
líderes (Molinar y Velázquez, 2005). Es posible desarrollar conocimientos, actitudes y
habilidades propias del liderazgo. De hecho, en nuestro contexto educativo, como
hemos recordado, el liderazgo se considera una competencia determinante para una
educación exitosa. Pero nosotros hemos procurado mostrar, con mayor o menor acierto,
que es más que todo eso.
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Las políticas educativas se hallan progresivamente menos dirigidas hacia el logro


del saber por el propio saber, como si se tratase de un empeño extemporáneo,
orientándose decididamente hacia la imbricación de la educación con el sistema
productivo. Esta tendencia general puede apreciarse, con los matices que quiera
añadirse, en todos los sistemas educativos actuales. El crecimiento económico y la
empleabilidad han pasado a ser dos términos prácticamente omnipresentes en los
discursos oficiales sobre la educación. Así, o bien se posterga cualquier finalidad
educativa o ésta se limita al contexto de lo económico. El espectro de la alienación se
pasea plácidamente por todo el orbe y una interpretación limitada del liderazgo puede
correr la misma suerte. Cimbreados por una colosal e interminable crisis como la actual,
¿cómo recuperar con vocación de éxito la pregunta abierta por la finalidad de la
educación?, situada en el corazón mismo de todo auténtico liderazgo y punto de fuga
para la construcción de la identidad profesional docente. Como afirma el etnólogo y
sociólogo de la cultura Marc Augé (2012, 136), “hasta que se pruebe lo contrario, las
crisis económicas suscitan más inquietudes, depresiones o violencias incontroladas que
sobresaltos intelectuales”. Sin embargo, añade Augé, el desarrollo general de la
educación es un imperativo categórico igualmente general que no necesita ser
apuntalado por justificativo alguno de rentabilidad económica, más bien se trata de un
fin en sí, en nombre de la unidad del género humano, un principio axiomático, del cual
además hay notables razones para pensar que una de las primeras consecuencias de su
realización reside precisamente en la prosperidad económica.

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A nuestro parecer, el liderazgo se nos muestra no como una acción agresiva, sino
como un modo de pensar y de sentir sobre nosotros mismos, sobre lo que hacemos y
sobre la naturaleza de aquello que hacemos. Su última referencia moral es la que le
convierte precisamente en un fenómeno educacional, frente a otras posibilidades de
liderazgo. El profesor como líder se sitúa así en un proceso reflexivo sobre los factores
necesarios para lograr los propósitos personales e institucionales, en un marco de
redistribución del poder. Este liderazgo, transformacional, está preocupado por alentar
la participación y la cooperación de todos los miembros de la organización. Aunque el
conjunto de recursos que conforman la planificación, la organización y la realización de
tareas del grupo constituye, obviamente, objeto de su preocupación, se distingue sobre
todo porque las personas, su interacción y las prácticas que de ellas se derivan, están
antes que la estructura. Hay aquí una inequívoca dimensión moral del liderazgo, puesto
que se trasciende la mera necesidad inicial de la organización. Puede generarse así una
cultura desde la que todos los miembros de la organización pueden contribuir al logro
de las metas y al crecimiento y el cambio individual e institucional.

En sus Conversaciones con Tester, Bauman (2002) nos recuerda la célebre frase
de Santayana: la cultura es un cuchillo clavado en el interior del futuro. Si la cultura se
define como permanente revolución, la educación precisa propiciar el pensamiento
crítico, más allá de una atención a la relación pedagógica misma. Que la titularidad del
poder pueda recaer en el sujeto seguramente esté propiciado por los contextos sociales
de hoy, como han puesto de manifiesto eminentes sociólogos como Touraine o Giddens.
Pero, por eso mismo, quizás nunca como ahora la educación haya adquirido tanta
importancia como contribución a las posibilidades de cada persona para tomar las
riendas de su autonomía y responsabilidad en el contexto azaroso de su existencia,
tratando de superar la angustia de la precariedad en la que necesariamente ha de
desenvolverse. El docente como líder, ante este colosal desafío, es consciente de sus
múltiples limitaciones y puede ser fácilmente invadido por el desaliento, por el
desánimo. En y con su respuesta cotidiana irá construyendo su identidad profesional, y
es verdad que muchos datos no invitan precisamente al optimismo. Pero nadie puede
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afirmar que no haya antídoto contra el descontento.

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EL PROFESOR COMO FACILITADOR DE EXPERIENCIAS

Isabel Álvarez Cánovas


Universidad Autónoma de Barcelona

En esta ponencia que lleva por título Liderazgo personal y construcción de la identidad
profesional del docente (Bernal, A., Jover, G., Ruíz, M., Vera, J., 2013) los autores nos
presentan la idea del profesor como líder intelectual según entendida por John Dewey.
Para ello, nos sitúan en dos condiciones vinculadas: “a) la posesión de un conocimiento
amplio de la materia a enseñar y, b) la posesión de un conocimiento técnico y
profesional de la educación, eso sí, entendido más como una herramienta de guía y
observación de la mente, que como un esquema fijo de reglas y procedimientos de la
acción”. Con estas dos condiciones explícitas, quisiera utilizar esta idea de líder
intelectual para centrar un aspecto que, a mi modo de entender, está subyacente en la
visión Deweyniana de Liderazgo, en concreto si situamos el profesor como eje central
de la discusión pero irradiando hacia sus estudiantes, facilitando aquellos aprendizajes
que tienen un componente cualitativo (es decir las dos condiciones anteriormente
presentadas) notable y que lo pueden hacer particularmente especial en las vidas de sus
estudiantes. Intentaré esbozar la idea del profesor como líder por ser el facilitador de
experiencias de cualidad estética en la acción educativa. Sin embargo, antes de ello,
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quisiera aportar dos connotaciones más sobre el concepto de profesor como líder aunque
la primera ya se ha tratado de manera extensa en la ponencia presentada.

Dewey en (Experience and Education, Capítulo 4. Control Social, p 25) presenta


la idea del profesor como líder del grupo social que conforma la participación de sus
alumnos, pero nos centraremos en la importancia de la experiencia desarrollada y las
condiciones que debe reunir para que se pueda dar la experiencia educativa. De esta
forma, Dewey nos informa que el principio que desarrolla la experiencia “proviene de la
interacción y ello significa que la educación es esencialmente un proceso social. Esta
cualidad se lleva a cabo cuando los individuos forman parte del grupo. Es absurdo
excluir al profesor de pertenecer al grupo. Y como el miembro más maduro del mismo,
tiene una responsabilidad peculiar en las interacciones y las intercomunicaciones ya que
representa la vida del grupo como si de una comunidad se tratase.” Dewey continúa
diciendo que “pensar que debe respetarse la libertad de los estudiantes y no de la
persona más madura del grupo es una idea bastante absurda y que pediría
comprobación. La tendencia a excluir al profesor de una participación positiva y de
liderazgo en la dirección de las actividades de la comunidad que él forma parte, es otro
ejemplo de reacción de un extremo a otro. Cuando los estudiantes se encuentran en
clase más que participando de un grupo social, el profesor actúa necesariamente desde
el exterior, no como director de los procesos de intercambios en los que todos toman

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parte. Cuando la educación se basa en una experiencia educativa y esta es contemplada


como un proceso social, la situación cambia radicalmente. El profesor pierde su
posición de jefe externo o dictador para convertirse en el líder del grupo.”

En las mismas líneas sitúa la idea de liderazgo pero ahora ya no desde el punto de
vista del profesor si no también reconociendo al propio estudiante como líder
(Experience and Education, Capítulo 4. Control Social):

Children learn the difference when playing with one another. They are willing, often too
willing if anything, to take suggestions from one child and let him be a leader if his conduct
adds to the experienced value of what they are doing, while they resent the attempt at
dictation. Then they often withdraw and when asked why, say that it is because so-and-so
"is too bossy." (p. 23)

Habiendo hecho estas dos aportaciones del liderazgo tanto desde el profesorado
como desde el alumnado, volvamos a la idea que encabeza esta addenda, como es la de
presentar la noción de Experiencia de Cualidad Estética en la acción Educativa
(Dewey, 1934) para aproximar la noción del docente como aquel que puede promover y
facilitar la creación de estas experiencias y así ejercer su influencia como líder. Por el
simple hecho de que el profesor sea consciente que puede facilitar a sus alumnos que
lleguen a tener, experimentar y a la vez, ser conscientes de experiencias de cualidad
estética merece ya, en sí mismo, añadir importantes rasgos a la acepción que hace este
autor sobre el concepto del profesor como líder. Aunque antes y, para situar esta
experiencia, utilizaré el marco que nos ofrece el estudio realizado por un compatriota
suyo, Stephen C. Pepper, el año 1942 cuando publicó el libro World Hypotheses: An
study in evidence, donde situó la construcción del conocimiento en cuatro visiones del
mundo: Formismo, Mecanicismo, Contextualismo y Organicismo. Si bien es cierto, que
añadió dos más, pero les otorgó un nivel secundario como fueron: Animismo y
Misticismo.

Cada una de estas visiones del mundo parte, de una metáfora básica que le da
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sentido, así para el Formismo es la forma o la similitud. Brevemente, una persona for-
mista le interesará clasificar los sucesos, encontrar similitudes y diferencias entre los
conceptos, partir de modelos para hacer nuevas proyecciones, habrá un referente, un ideal
con el que poder apoyarse; el Mecanicismo por su parte, se basará en el funcionamiento
de una máquina, el espacio y tiempo tendrán la importancia y connotación cartesiana, se
moverá por relaciones directas de causa-efecto, valorará la cuantificación en las expli-
caciones y las posibles reducciones de la realidad. De este modo, una persona que se
moviera por una visión más mecanicista se centraría en aspectos de rendimiento mediante
la eficiencia. Estas dos visiones del mundo tienen un componente más analítico de
orientarse hacia un fenómeno mientras que el contextualismo y organicismo parten de una
base de síntesis. El Contextualismo es el suceso histórico y esta visión del mundo aportará
la riqueza de la cualidad asociada al espacio y tiempo, lo cual le otorga una importancia
notoria por encapsular las experiencias y los fenómenos en el contexto donde sucedieron.
La inmediatez, la vivencia de los hechos aportará una intensidad que será única e intrans-
ferible entre las personas que observan el mismo fenómeno. Serán experiencias que están
permanentemente sujetas al cambio de contexto Finalmente, el organicismo aportará la
visión del todo por el todo. Se basará en la importancia de la integración de los elementos
que pueden llegar a conformar una situación y/o fenómeno pero se priorizará el todo a las
partes. Crece un sentido de coherencia interna y conexión.

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El profesor como facilitador de experiencias

Pepper, sitúa a su compatriota Dewey, claramente como representante de una de


sus cuatro visiones del mundo, concretamente en el contextualismo (junto con otros
autores como Peirce y James). No solo porque su obra está impregnada de elementos
que caracterizan al contextualismo como las nociones del contexto en su conjunto para
desarrollar sus aportes, y la importancia del aquí y ahora que podemos ver reflejado
cuando habla de hacia dónde se debe dirigir la educación (My Pedagogical Creed, 1897,
77-80), recogiendo la idea que “la educación fracasa cuando obvia el principio
fundamental de que la escuela forma parte de la vida de la comunidad. Se entiende la
escuela como un lugar donde la información se da, donde se aprenden algunas lecciones
o donde se crean ciertos hábitos. El valor de esto se entiende que descansa
mayoritariamente en el futuro; El niño debe realizar todas estas cosas como una mera
preparación. Como resultado todo ello no forma parte de su vida experiencial y por ello
no son verdaderamente educativas”.

Para poder explicar mejor como la idea de cualidad estética se circunscribe de


manera apropiada bajo el contextualismo es necesario que presentemos los trazos más
específicos que definen esta visión del mundo. El contextualismo es una visión del
mundo que tiene como referencia la cualidad que aporta el contexto donde sucede la
experiencia. La riqueza del contexto ayudará a poder dar sentido y, si es necesario,
recordar aquella experiencia significativa. Por ello, el cuándo y el dónde sucedió
aportarán elementos de intensidad en esta reproducción. Asimismo, esta intensidad
ayudará a que sea perdurable a lo largo del tiempo, pudiendo rescatar los detalles de la
misma por su acento en la cualidad de la experiencia.

Cuando nos trasladamos a la idea de experiencia de cualidad estética, Dewey


distingue entre esta experiencia de otra posible porque esta es LA experiencia,
destacando así su singularidad y su escasez. Dewey en, Art as experience (1934), el
capítulo 3 titulado “teniendo una experiencia” desarrolla esta idea de experiencia de
cualidad estética situando los elementos necesarios para consolidarla como idea. Son
aquellas experiencias que, al recordarlas decimos “aquello fue una experiencia”, puede
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ser por disponer de una importancia desmesurada o porque nos afectó de un modo
específico “aquella comida en París”. Y continúa explorando el concepto aportando que
son experiencias que “emergen sin vacíos, sin conexiones artificiales y/o mecánicas.
Hay pausas, lugares donde descansar, pero ello sirve para aportar puntuaciones y definir
la cualidad del movimiento. También se caracterizan por su unidad (contexto) que les da
el nombre “aquella comida”, “aquella tormenta”. La existencia de esta unidad es
constitutiva por una cualidad sencilla que sobrepasa las particularidades de las partes
que la constituyen.”

Siendo conscientes del potencial de la experiencia de cualidad estética, podemos


invitar al profesor como el líder que facilite este tipo de experiencias lo cual despertará
no solo el potencial de los aprendizajes contextualizados si no también su
perdurabilidad a lo largo del tiempo. Cuando se hace el ejercicio de preguntar a los
estudiantes de rescatar experiencias con cualidad estética (proceso que llevo realizando
con estudiantes de grado sobre sus experiencias educativas en etapas anteriores, véase
infantil, primaria, secundaria, …) concluyen en primer lugar, con la dificultad de poder
acceder a ellas (con la riqueza, vivencia, intensidad requerida), pero una vez que esto
sucede fácilmente se incorporan todos los elementos que hacen que la destaquen, bajo
su criterio, como la experiencia educativa de cualidad estética de la etapa educativa
correspondiente. Al mismo tiempo, pueden situar bastante fielmente el contexto que
encapsuló la experiencia educativa vital desarrollada y analizar con todo lujo de detalles

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Isabel Álvarez Cánovas

los elementos que intervinieron para convertirla. En la mayoría de casos, la figura del
profesor que resulta de estas experiencias, tiene la visión de líder.

Finalmente, y a modo de conclusión, acabar citando a un trabajo anterior de


Dewey en The Child and the Curriculum (1915, 198), dónde utiliza esta obra, entre
otras cosas, para enfatizar donde se debe ubicar la preocupación del profesor líder.
Según él, el profesor no se debe preocupar por ir añadiendo datos de la ciencia que
enseña; tampoco en elaborar y verificar nuevas hipótesis. El profesor se preocupa por la
materia, la ciencia, como aquel punto mediante el cual se puede desarrollar una
experiencia. Su principal problema es el de poder inducir a una experimentación que sea
vital y personal. Así, lo que realmente le preocupa al profesor, es la forma con la que la
materia puede llegar a formar parte de la experiencia.

Referencias Bibliográficas

BERNAL, A., JOVER, G., RUÍZ, M., VERA, J., (2013) Liderazgo personal y construcción de la
identidad profesional del docente. Ponencia Presentada en el XXXII Seminario Interuniversitario de
Teoría de la Educación. Liderazgo y Educación. Santander, 10-12 de noviembre. Universidad de
Cantabria. http://www.site.unican.es/Ponencia%201.pdf.
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EL DOCENTE Y LA IDEA DE LIDERAZGO

José Mª Asensio Aguilera


Universidad Autónoma de Barcelona

1. Líderes y educación, ¿un oxímoron?

Como es bien sabido, por razones de orden sociocultural y también afectivo, resulta
siempre problemático trasladar el significado de las palabras de un contexto a otro o de
una u otra actividad humana. Y cabe señalar que en nuestro gremio, muy sensible en
ocasiones a las influencias políticas y económicas dominantes en cada momento, no se
ha sabido con frecuencia calibrar la importancia de ciertas expresiones y su vinculación
a determinados intereses y entornos culturales. Entiendo así que uno de los problemas
que pueden presentarse cuando se emplea la palabra “líder” o “liderazgo” en el ámbito
educativo es precisamente ese: su procedencia semántica. Considero, en efecto, que, en
nuestras latitudes, no serían pocos los padres que podrían alarmarse si se les dijera que
el tutor/a de su hijo/a o el director/a del centro al que asiste son unos notables “líderes”.
Sobre todo si fueran luego al diccionario (RAE, Casares, etc.) y vieran asociada dicha
palabra a las de “poder”, “jefe” o “guía” y, no digamos ya, “caudillo”.
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La palabra “líder”, como se sabe, no es de raíz latina. Procede del término inglés
“lead” que en su forma verbal “to lead” viene a referirse a quien “va por delante” o sabe
cómo “guiar” o “conducir” hombres y mujeres, “por un camino o una línea de pen-
samiento o creencia” (Rojas y Gaspar, 2006, 18). De manera que el “liderazgo” vendría a
ser para estos autores “el arte de la conducción de seres humanos”. Bien es cierto que
siempre puede luego añadirse a esta definición, u otras parecidas, algunas consideraciones
y señalar, como lo hace la directora de OREALC/UNESCO en el prólogo del libro de los
autores antes citados, que esa conducción ha de contemplarse “desde una perspectiva
ética, humanista, democrática, orientada a su vez por la inclusión y la equidad social”.
Pero lo cierto es que tanto esta como otras posibles matizaciones referidas a cómo
debieran actuar los “líderes” no consiguen evitar la impresión de que los “líderes” son los
“lideres”. O sea, los clarividentes impulsores de una concreta dinámica que se ven
adornados por cualidades tales como las de saber establecer a) “una genuina conexión con
el dolor y la frustración de una comunidad”; b) “la elaboración de una interpretación que
explica y da sentido a esos dos sentimientos negativos y c) la capacidad de abrir o atraer
“ante los ojos un mundo futuro en el que el dolor y la frustración son superados”. Esas
serían para los mencionados autores las “dimensiones clave de todo liderazgo incluido el
escolar” (Rojas y Gaspar, 2006, 34, 35).

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José Mª Asensio Aguilera

Se podrá alegar, quizás, que esa no es la acepción de la palabra “líder” que se


pretende asociar aquí a la educación, que se prefieren otras, pero se habrá de admitir en
cualquier caso que tanto a nivel de diccionario como de uso popular al líder se le
considera alguien que por sus reales o presuntas cualidades sabe aunar voluntades e
impulsar a ciertos colectivos humanos en una determinada dirección. Es más, en la
propia ponencia se destaca que “En educación, como en cualquier otro ámbito de
convivencia, el líder es necesario. Se reclama a alguien que sepa responder a todas las
cuestiones que justifican el sentido del grupo, en nuestro caso, el aprendizaje y
desarrollo personal y social de cada individuo y, por ende, de esa misma comunidad”.
Cabría entender, pues, como razonable, esa preocupación de los padres a la que antes
aludía si estos pensaran que la educación cuanto debiera pretender es la autonomía
responsable de las personas, o sea algo que nada tiene que ver con la dinámica que
sugiere el habitual significado otorgado al vocablo “líder”. De manera que, desde esta
perspectiva, si hablamos de la identidad del profesor/a, se puede pensar que esta debiera
conformarse más bien en un sentido contrario al que dan a entender las expresiones
anteriores asociadas al liderazgo de alguien. Porque no se puede promover la autonomía
desde posiciones de poder (otra cosa es la consideración de referente o de legítima
autoridad que se les puede otorgar o reconocer a determinadas personas, entre ellas a los
docentes), como tampoco formar para un pensamiento crítico mediante líderes que
marquen el camino a seguir. Como decía Niestche en Así habló Zaratustra “Se
recompensa mal a un maestro si siempre se permanece discípulo”.

El progresivo tránsito de la heteronomía a la autonomía del menor requiere de


mediadores, de acompañantes, de personas de inevitable referencia para el desarrollo
del niño/a, de “guías” que van más bien “por detrás” de este para observar mejor qué
puede generarle dudas o vacilaciones en su caminar a fin de prevenirlo, mostrarle y
animarlo, de educadores que cultiven “el arte de una particular seducción” orientada, en
definitiva, a que el menor pueda progresivamente conducirse según su personal criterio
y voluntad. Pero esas personas a las que aludimos y su función no casan con el concepto
de líderes. El ser humano que aspira a esa autonomía/dependencia responsable ni
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necesita líderes ni los concibe si quiera en su marco de relaciones personales y sociales.


A menos que le otorguemos esa condición de líder a cualquier persona de referencia en
nuestras vidas (desde nuestros padres y profesores/as, a escritores, intelectuales,
políticos, etc.,). Y es por esta razón por la que considero, discrepando quizás de B.
Russell y refiriéndome a la cita de inicio de la excelente ponencia que nos ocupa, que ni
Buda ni Cristo, ni Pitágoras ni Galileo tuvieron un significativo poder en la Tierra –yo
diría más bien que lo eludieron activamente cuanto menos los dos primeros-, aunque sí
ejercieron una gran influencia sobre muchos seres humanos, por cierto, especialmente
después de muertos y por motivos bien diversos.

Cabe considerar, por consiguiente, que hablar de “líderes” cuando nos referimos a
la educación pueda suscitar ciertas controversias al situarnos en diferentes culturas o
concepciones del quehacer docente. De hecho cuanto la ponencia pone acertadamente
de relieve al tratar del liderazgo en las políticas educativas es precisamente ese intento
de eludir los aspectos digamos “conflictivos” de esta expresión cuando se asocia al
ámbito de la educación. Se hace referencia así a los “distintos tipos de liderazgo”, a que
el liderazgo “ha de ser compartido”, “que no reside nunca en una única persona”, “que
se distribuye entre los diferentes profesionales de la educación que convergen dentro y
fuera de la escuela”, etc. Pero, claro, si todos somos de una forma u otra, “líderes” (y
entonces ya no nos queda otra que referirnos al director/a como a un “líder de líderes”,
con lo que no salimos del bucle en que nos hemos metido) ¿qué queda de la idea de

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El docente y la idea de liderazgo

liderazgo antes expuesta al referirse a la educación? Y si los “líderes” o “co-líderes”


educativos han de tener las competencias descritas en la ponencia (según la European
Comimission) además de poseer “coraje, optimismo, resiliencia, tolerancia, conciencia
de sí mismo (¡?), energía (¡), ambición, inteligencia emocional, compromiso y deseo de
aprender, entonces podemos llegar fácilmente a la conclusión de que el principal
problema de la pedagogía en el tema que nos ocupa quizás no sea otro que la naturaleza
del material humano que la ha de llevar a la praxis. La utopía debe tener algunos límites
también en el ámbito de la racionalidad pedagógica porque de lo contrario nos priva de
acceder a lo deseable posible.

2. La interdependencia y la autoorganización como forma de relación pedagógica

Una vez advertidos de los peligros del empleo, para una buena comunicación
cuanto menos, de expresiones que incorporan connotaciones políticas y socio-
culturales diversas, cabe preguntarse qué sentido añade en nuestro entorno –cultural y
educativo– la palabra “líder” (aún tomándola en su versión menos directiva y más
dialogante) a aquello que debiera ser consustancial, simplemente, al quehacer del buen
docente. A alguien que, paradójicamente, ni puede dejar de ser un referente para el
educando ni debe pretenderlo activamente tampoco dado que su objetivo prioritario
es, no se olvide, la emancipación de aquel. Es decir, de manera análoga al
psicoanalista, que induce las necesarias e inevitables transferencias positivas de su
cliente para que este llegue a elaborar un sentido más maduro de su existencia, el
educador asume su función referencial al objeto de contribuir a liberar al educando de
la manipulación y la ignorancia. Si la condición de líderes conlleva la de seguidores,
la del educador supone la de alguien que media en un proceso emancipatorio que
persigue justo lo contrario: que el sujeto no quede finalmente subyugado más que por
su propia voluntad crítica.

Parece evidente, sin embargo que, en los últimos años, determinadas elites
sociales y políticas, numerosos responsables de diferentes organizaciones, empresas,
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centros educativos, así como ciertos profesionales –coach, psicoterapeutas-, etc., han
llegado a convencerse de que las respectivas finalidades que se proponen alcanzar se
logran con mayor eficiencia y satisfacción personal si en vez de apostar por el peso de
lo jerárquico o de un liderazgo no participativo se opta por el diálogo, la búsqueda
activa de consensos y las estrategias que favorecen la buena disposición de las personas
para evitar o superar los conflictos que inevitablemente se generan en la convivencia.
Siendo esto así resulta destacable que numerosos autores (en su mayoría europeos) sin
mencionar la palabra “líder” en ningún momento consideren que “Terapia breve,
coaching y manegement del cambio son antes que nada una cuestión de pedagogía” y
que el “jefe de ayer debe dejar paso al hombre-inspirador, al estratega y al pedagogo”
(F. Kourilsky-Belliard, 1999, 1000).

Es decir, lo que en otras latitudes llaman “líderes” aquí, algunos autores cuanto
menos, los considerarían personas que ejercen de manera eficiente su función directiva
o profesional aplicando ¡unos conocimientos consustanciales a la pedagogía¡ Parece,
pues, que se corre el riesgo en nuestro ámbito de adoptar una expresión “ajena” y en
muchos aspectos inapropiada para nuestra cultura, a cambio de establecer luego desde la
pedagogía los supuestos bajo los cuales se debiera considerar esa expresión. Mal
negocio, porque nombrar influye más en nuestro imaginario que la descripción matizada
que luego pueda hacerse de lo nombrado. ¿Qué era así para M. van Manem un buen
docente? Alguien que tuviera tacto pedagógico. ¿Y en qué consiste eso? No en ser un

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“lider” sino en “saber interpretar los pensamientos, las interpretaciones, los sentimientos
y los deseos interiores a través de claves indirectas como son los gestos, el
comportamiento, la expresión y el lenguaje corporal” (M. van Manem 1998, 137), para
así advertir las necesidades educativas del menor. Porque “Todo el arte del pedagogo
descansa sobre el hecho de que se presta a razonar en función de las referencias de su
alumno más que en las suyas” (F. Kourilsky-Belliard, 1999, 101). Poco que ver, pues,
con el “líder” conductor por más que toda relación humana persiga unas finalidades y
alguien actúe en el tiempo como obligado referente para conseguirlas.

En la medida en que las relaciones educativas son esencialmente asimétricas,


en el sentido que lo propone G. Bateson (1981), no cabe duda de que se ejerce en
ellas una influencia necesaria y aceptada puesta al servicio del educando. Se puede
generar entonces a través de ella una suerte de interdependencia que relaciona de
buen grado a unas personas con otras, que favorece la autoorganización, y que
dinamiza el quehacer educativo. Pero todo ello no refleja otra cosa que el
conocimiento corporeizado, o sea traducido en competencia acerca del ser humano y
su contexto, del que debe hacer gala el educador para expresar una pertinente
sensibilidad pedagógica. Que este posea por consiguiente ciertas cualidades
personales es indispensable para su trabajo y conviene señalar al respecto que no
todas ellas pueden adquirirse con facilidad ni enseñarse con eficiencia. Tal como se
indica en la ponencia no son los contenidos teóricos de una u otra disciplina, ni el
disponer de los mismos, los que proporcionan el tacto, sino, a mi parecer, la
corporeización de ciertos conocimientos relativos al otro/a con miras a favorecer el
desarrollo de sus aptitudes personales (Asensio 2010).

Los líderes que nada tienen de pedagogos pueden, por consiguiente, fabricarse
con una relativa facilidad. Sobre todo si se dispone de poder y se cuenta con un buen
aparato propagandístico. Esta empresa, como decía, tiene poco de meritorio porque
siempre contará a favor con la natural disposición a la mimesis del ser humano y su
contrastada estupidez para seguir a cualquiera que le llame la atención por uno u
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otro motivo (recordemos la película “Forest Gam”). Pero un docente o un educador


con tacto ya es otra historia. Precisa disponer de amor al conocimiento e interés por
la mente del educando como señalaba J. Dewey y, además, a mi modo de ver,
voluntad de autotransformación así como ciertas cualidades individuales de tipo
temperamental o “formas de ser” que se expresan en unas personas y no en otras por
más que estas dispongan de los conocimientos teóricos necesarios para adquirirlas.
Todo eso no se improvisa y tampoco puede fabricarse ni en serie ni exclusivamente
en las aulas.

Señalemos, por último, que en la medida en que los objetivos de las organiza-
ciones dependen del productivo desarrollo de determinadas reuniones de los miembros
del grupo, el saber cómo llevarlas a cabo para avanzar, cómo dirigirnos al otro/a para
que se sienta respetado, cómo superar ciertos conflictos que nos desvían de las
finalidades previstas etc. no convierte a esas personas en líderes sino en buenos
profesionales que aplican habilidades pedagógicas, entre ellas las de hacerse merecedo-
res de la confianza de los otros y de predisponerlos a compartir los objetivos que se
pretenden. Cuando esto último no ocurre, las organizaciones (también las escolares y
universitarias) se desajustan e intentan solventar los problemas que se generan en sus
particulares dinámicas de funcionamiento a través de diversos sistemas de coordinación
que a su vez son coordinados por otros produciendo así una serie de estructuras
burocratizadas sensiblemente inoperantes para el logro de las finalidades que se aspira a

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El docente y la idea de liderazgo

conseguir. El problema no es pues de liderazgo ni de establecer incontables y


jerarquizados sistemas de coordinación, sino de cultivar en el seno de las organizaciones
las relaciones pedagógicas, el tacto, la buena comunicación, la autoridad moral y el
diálogo.

Referencias bibliográficas

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RETOS PARA UNA EDUCACIÓN DEL SIGLO VEINTIUNO,
EL SER Y EL SABER HACER DOCENTE

Isabel Carrillo Flores


Universidad de Vic

1. Contextualización

El valor y potencialidades de una educación de la esperanza, del compromiso y la


responsabilidad ética, así como el papel relevante de sus protagonistas –entre ellos las y
los docentes– no sólo han sido debatidos por la teoría de la educación, sino también por
organismos internacionales que, como la UNESCO, asumen la misión de promover
diagnósticos y propuestas de cambio de las políticas educativas.

Los estudios de Coombs (The World Educational Crisis: A Systems Analysis,


1968)1, Faure (Apprendre à être, 1972)2 y Delors (L’éducation: un tresor est caché
dedans, 1996)3, comparten la descripción y el análisis interpretativo de una educación
contextualizada en un tiempo pasado y presente. Al mismo tiempo realizan proyec-ciones
de la educación del futuro. Son estudios que abren el espacio para pensar la educación y
los valores en sociedades en cambio. Una educación en el mundo y para el mundo en la
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misma perspectiva que, posteriormente, realiza Morin (Les sept savoirs nécessaires à
l’éducation du futur, 1999)4, es decir, desde una mirada ética, de derechos y desarrollo
humano que hacen posible la democracia y las ciudadanías plenas.

En este escrito realizamos un breve recorrido por estas miradas plurales sobre los
conflictos y retos de la educación, entresacando los apuntes que dichos estudios realizan
en torno al ser y el saber hacer docente. En conjunto los cuatro informes nos ofrecen
cuatro hojas de ruta complementarias para pensar la educación, el liderazgo y la
identidad en las sociedades del siglo veintiuno.

1
Hemos analizado el primer estudio y la revisión realizada en los años ochenta. Las ediciones consultadas
son: COOMBS, P.H. (1973) La crisis mundial de la educación. Barcelona, Edicions 62; COOMBS, P.H.
(1985) La crisis mundial de la educación. Madrid, Santillana.
2
Edición consultada: FAURE, E. (1973) Aprender a ser. La educación del futuro. Madrid, Alianza
Editorial.
3
Edición consultada: DELORS, J. (1996) Educació: hi ha un tresor amagat a dins. Barcelona, Centre
UNESCO de Catalunya.
4
Edición consultada: MORIN, E. (2000) Els set coneixements bàsics de l’educació del futur. Barcelona,
UNESCO Catalunya.

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Isabel Carrillo Flores

Coombs analiza la necesidad de docentes que incorporen la autocrítica y la inno-


vación, elementos necesarios de un saber hacer que debe contribuir a la democratización
de la educación.

Faure propone un ser y un hacer docente que no base su autoridad en la trans-


misión –unilateral e incuestionable–. Se ha de educar para enseñar a aprender a ser.

Delors plantea la importancia de identidades docentes que expresen actitudes de


valor y, con su ejemplo, acompañen el aprender a conciliar las tensiones de nuestro
mundo.

Por último Faure, integra y amplia las aportaciones anteriores y las proyecta en una
perspectiva compleja que considera la educación en el contexto de una ética planetaria.
Propone la articulación de siete conocimientos imprescindibles para una educación de la
comprensión humana. Tales conocimientos también constituyen criterios de valor para
pensar los rasgos de identidad y de liderazgo docente.

2. Contribuir a la democratización de la educación

El estudio de Coombs, publicado a finales de los años sesenta, puso de manifiesto


una crisis global de la educación ya que no se correspondían las transformaciones con
las expectativas que se habían depositado en ella tras la Segunda Guerra Mundial;
expectativas que habían ido llevando a un proceso expansivo de los sistemas educativos
–visible en la multiplicación de las matrículas del alumnado; aumento rápido de los
presupuestos en educación; consideración de la enseñanza como una importante
industria local–.

Aunque la educación pasó a ocupar un lugar central en las agendas políticas –pues
podía contribuir al avance progresivo de la humanidad, al desarrollo económico y
social-, la crisis se definía a través de tres factores: el factor cambio –los cambios en la
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educación de los diferentes países no se producían con la misma intensidad–; el factor


adaptación –a nivel mundial los procesos de adaptación tampoco se daban a ritmos
concordantes mostrando desigualdades–; y el factor disparidad –referente a las
discordancias entre las aspiraciones educativas de la población, la falta de recursos y el
aumento de los costes–.

Coombs también explicitaba que, pese a la crisis, no se podía renunciar al reto de


avanzar en la democratización de la educación, mínimo necesario para eliminar las
inequidades y mejorar la calidad de vida de las personas. Se proyectaba un mundo de
vivencias de los derechos humanos, y la educación –que también debía reconocerse
como derecho– tenía que hacerlo posible. Para ello era necesario transformaciones en
los significados y finalidades de la educación.

Los cambios se sucedieron, y la educación pasó a ser considerada un proceso que


se puede dar en diferentes entornos, se inicia en la primera infancia y dura toda la vida.
La educación como proceso permanente exigía reconsiderar la función docente que
precisaba tomar conciencia, y corregir, las disparidades entre las necesidades sociales y
las realizaciones educativas. Para ello adquiría un papel clave la formación de las y los
docente. No cualquier formación, sino aquella que procura el desarrollo de identidades
no opuestas a la autocrítica y a la innovación que permiten adquirir nuevos conoci-

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Retos para una educación del siglo veintiuno, el ser y el saber hacer docente

mientos y poner en práctica otros métodos que rompen con las inercias y las resistencias
al cambio.

3. Educar para aprender a ser

El estudio de Faure evidenció la necesidad de cambios sustantivos en la educación


–de reformas educativas– con el fin de que ésta pudiera contribuir no sólo al desarrollo
de la sociedad, sino también al derecho de toda persona a realizarse plenamente y a
participar en la construcción de los proyectos de futuro. Para el autor la nueva edu-
cación deberá ser expresión del humanismo científico, de una concepción humanista
que sitúa la persona en el centro, al mismo tiempo que la concepción científica permite
aportar conocimientos sobre las personas y el mundo.

Si bien reconoce el potencial transformador de la educación, el autor también apun-


ta que la educación no puede, por sí sola, transformar las condiciones de la sociedad, e
incluso como subsistema de la sociedad puede ejercer funciones contrarias al desarrollo.
En este sentido reconoce la función reproductora y la función de deformación cívica de la
educación, funciones que pueden ser ejercidas por las y los docentes. Propone, en la línea
de la propuesta de Coombs, contrarrestar estas funciones con una nueva función centrada
en el renovar.

Para Faure la acción docente debe ser renovadora con el objeto de garantizar la
igualdad de oportunidades –no limitada a la igualdad de acceso sino concebida en el
sentido de oportunidades de éxito para todas y todos–. En esta perspectiva propone
revisar la relación docente-discente, que afirma descansa en el edificio de la instrucción
tradicional y reviste el carácter de una relación de dominante a dominado.

Tales planteamientos van a suponer una revisión en la forma de entender la au-


toridad e identidad docente que ya no puede definirse en base a un hacer centrado
únicamente en la transmisión, sino en despertar el pensamiento. En el decir de Faure, las y
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los docentes deberán asumir el rol de consejero e interlocutor, dedicando más tiempo a la
interacción, la discusión, la animación, y la comprensión.

4. Orientar la conciliación de tensiones

El año 1993 se creó la Comisión Internacional sobre la Educación para el Siglo


XXI. Esta comisión, presidida por Delors, situó como punto de partida de su estudio la
constatación de la gran diversidad en el mundo de concepciones y formas de organizar
la educación. El informe resultante ofrece orientaciones para las políticas educativas de
cada país, de acuerdo con su realidad contextual.

Una de sus aportaciones más relevantes es el poner de relieve las tensiones que se
viven en sociedades en constante movimiento, analizando cómo a través de la educación
pueden establecerse relaciones de conciliación. La conciliación se plantea como reto de
futuro de un enseñar a aprender a vivir juntos, a convivir, a entrelazar la ciudadanía
planetaria con las raíces locales; la cultura globalizada con las identidades personales; los
cambios y transformaciones científicas y tecnológicas con las tradiciones y la memoria
del pasado; la inmediatez con los tiempos lentos, pacientes y reflexivos; la competición
que estimula con la cooperación solidaria que da fuerza y une; el autoconocimiento con la
apertura a la comprensión del mundo; la valoración del yo con el respeto a las diferencias
en un contexto de pluralismo universal.

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Isabel Carrillo Flores

Como se pone de manifiesto en el informe, tales planteamientos comportan un


análisis del ser de las y los docentes como agentes de cambio. Docentes conscientes que
los problemas del entorno social no pueden dejarse en la puerta de las escuelas, los
institutos, las universidades. Es así que que tienen el reto esencial de preparar a chicas y
chicos para abordar el futuro con confianza; para que lo construyan por sí mismos de
forma responsable; para que comprendan el fenómeno de la mundialización, la
necesidad de cohesión social y la vivencia de valores morales.

Si el hacer educativo no puede separar el aula del mundo exterior, ni ignorar la


vida cotidiana del alumnado, el hacer docente deberá transformarse para definirse desde
el acompañamiento, la ayuda, la guía; desde la plena conciencia que enseñar es arte y
ciencia. Es en este sentido que se afirma que la autoridad conferida a las y los docentes
no se basa en la afirmación de poder, sino en el libre reconocimiento de la legitimidad
de su saber.

Pero además, su autoridad es moral, porque nace del ejemplo que ellas y ellos
mismos son y dan, de una actitud que es expresión de empatía, de paciencia y de
humildad. Estas son cualidades éticas, intelectuales y afectivas que la sociedad espera
de ellas y ellos, para que después puedan cultivar en el alumnado el mismo nivel de
cualidades.

5. Acompañar la comprensión del género humano

La aportación de Morin nos sitúa ya en el cambio de milenio, en una educación


que, haciendo balance del camino recorrido, proyecta para el siglo veintiuno educar para
un futuro humano y sostenible. Una educación humana desveladora de la conciencia
ética y formadora de la ciudadanía planetaria es lo que nos propone Morin, enfatizando
la dimensión proyectiva de la esperanza que se va gestando a través de la conciencia de
las barbaries del pasado.
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Para ello es vital una educación que despierte al conocer aprendiendo a descubrir
qué es conocer; a desarrollar la reflexividad; a dejarse impregnar por la crítica, la
autocrítica, la apertura y la complejidad. Procesos que abren a la conciencia de las
cegueras del conocimiento –el error y la ilusión– que provienen del exterior cultural y
social y del interior del propio yo inhibiendo la autonomía del pensar y la búsqueda de
la verdad. La educación deberá proporcionar los medios necesarios para la lucidez que
lleva a la comprensión humana.

Educar la comprensión humana exige docentes que promuevan los procesos de


empatía que permiten la identificación y proyección del yo y del otro como condiciones
y garantías de solidaridad intelectual y moral de la humanidad. Docentes que reconocen
que la comprensión humana, al ser intersubjetiva, deviene en la apertura y la genero-
sidad, y es por ello que educan en el reconocimiento respetuoso y afectivo que superan
el egocentrismo.

Esta es la tarea esencial de las y los docentes cuyo liderazgo e identidad articulará
los siete conocimientos fundamentales que propone Morin. Conocimientos que, al
mismo tiempo, son aquellos que deberán promoverse en el alumnado sin ningún tipo de
exclusión, ni rechazos, ni modismos, ni normas culturales que interfieren en la cons-
trucción de una ética planetaria del género humano.

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Retos para una educación del siglo veintiuno, el ser y el saber hacer docente

Tales conocimientos constituyen principios de valor de la educación que sinte-


tizan y amplían las aportaciones de los informes anteriores respecto a los retos de la
educación. Al mismo tiempo son rasgos que definen un ser y un hacer docente que toma
conciencia de los espejismos del error y la ilusión y educa para conocer lo que significa
conocer; que guía la construcción de conocimientos globales en diálogo con los
parciales y locales; que enseña la condición humana y al mismo tiempo la identidad
planetaria; que afronta las incertidumbres y orienta para que éstas no generen desosiego
ni paralicen; que hace uso de la comunicación y al hacerlo es modelo de referencia que
muestra cómo construir la comprensión humana; que es consciente que debe promover
una educación para el desarrollo humano lo cual comporta el desarrollo conjunto de las
autonomías individuales, las participaciones comunitarias, y la conciencia de pertenecer
a la especie humana.
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EL LIDERAZGO EDUCATIVO A TRAVÉS DEL SOCIAL MEDIA Y
LOS ENTORNOS VIRTUALES DE APRENDIZAJE

Alfonso Diestro Fernández y Lorenzo García Aretio


Universidad Nacional de Educación a Distancia

1. Introducción

Existen dos elementos en la formación inicial y continua del profesorado del siglo
XXI que se revelan como esenciales en la Sociedad del Conocimiento. Nos referimos
a la competencia en el medio social (Social Media) y la competencia en liderazgo
educativo, que se inscriben con fuerza en la dimensión pedagógica de una sociedad
cada día más interconectada por las TIC y los entornos virtuales (Sociedad en Red).
No es posible concebir en la actualidad ningún tipo de proceso de enseñanza-
aprendizaje, de carácter formativo o de gestión, bien sea en centros educativos,
universitarios o de formación a lo largo de toda la vida, que sean ajenos a los entornos
virtuales o a la influencia de los medios en sus procesos organizativos.

Por destacar dos extremos, en la actualidad nos encontramos con numerosas


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instituciones del ámbito de la educación que han innovado y reorientado sus procesos
y estructuras hacia este nuevo horizonte de los Social Media. Por ejemplo, la UNED
ha redefinido su modelo de organización y gestión de la dimensión docente y forma-
tiva, potenciando el uso de las TIC hacia una comunicación mediada. Como destacan
García Aretio et al. (2009, 320) estos avances técnicos ponen a disposición de los
protagonistas implicados (profesores y alumnos) una serie de medios que posibilitan
diferir en el espacio y en el tiempo, la emisión de mensajes pedagógicos que rompen
las barreras y limitaciones tradicionales y propias de la educación presencial. Por otra
parte, podemos encontrar plataformas virtuales orientadas específicamente a la gestión
de la educación, como es el caso de Rayuela1, la plataforma de la Junta de Extrema-
dura que facilita la gestión académica y administrativa de los centros educativos, y
que ofrece a sus usuarios servicios de seguimiento, asesoramiento y recursos a la co-
munidad educativa de la región. En síntesis, podríamos decir que prácticamente nin-
guna organización educativa en España es ajena al Social Media, desde las escuelas
rurales –que disponen de internet o de medios tecnológicos– hasta las universidades
presenciales, las cuales, cada vez más ofrecen modelos formativos duales (pre-
senciales y virtuales) para adaptarse a sus usuarios y a los nuevos procesos co-
municativos.

1
Para más información sobre la Plataforma Rayuela se recomienda la visita a la Web:
http://www.educarex.es/web/guest/presentacion/ (consulta de 9 de junio de 2013).

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Alfonso Diestro Fernández y Lorenzo García Aretio

2. Los Social Media en la Educación

De Juanas y Diestro (2012, 367) destacan que el término Social Media responde
a un concepto de reciente creación, que define a un grupo de aplicaciones propias de
los entornos virtuales, que se desarrollan sobre los elementos ideológicos y
tecnológicos de la web 2.0, que promueven la generación y el intercambio de
contenidos por parte de los usuarios. Representa una ruptura con los Mass Media,
pues éstos favorecen exclusivamente una comunicación unidireccional y estática,
mientras que en el Social Media el proceso comunicativo es multidireccional, el
conocimiento se encuentra permanentemente en construcción y su elaboración puede
producirse en comunidad (de manera colectiva). Pero el concepto de Social Media no
puede limitarse a las aplicaciones que lo sustentan, puesto que, cualquier tecnología
del Social Media debe tener una finalidad interactiva y colaborativa, así como ser
capaz de promover, por ejemplo, la creación y consolidación de comunidades
virtuales. El cambio de paradigma de las aplicaciones de la web 1.0 (estáticas y
unidireccionales) a la 2.0 se caracterizan por lo que Bradley y McDonalds (2012, 26)
definen como entornos virtuales creados con la misión no sólo de informar a las
masas, sino de buscar la colaboración, la interactividad y la producción de contenidos
entre grupos masivos y, por qué no, también entre otros grupos más minoritarios, en la
búsqueda de la creación de un conocimiento y una inteligencia colectivos. Gallego et
al. (2011, 152) señalan que el cambio de la web 1.0 a la 2.0 no se produce por un
cambio en las tecnologías utilizadas sino por un cambio de actitud del usuario ante las
funcionalidades ofrecidas.

La aparición del Social Media promueve un cambio de paradigma organizativo en


la comunicación y en las relaciones mantenidas por las personas a través de esos
medios. Las aplicaciones de la 2.0 se basan en las redes sociales, en las herramientas
colaborativas y en las comunidades basadas en entornos virtuales descentralizados, que
permiten una mayor expansión e impacto del conocimiento, así como un acceso más
sencillo, ágil e intuitivo de los usuarios. Estas aplicaciones pueden ser de carácter
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síncrono (live) o asíncrono (differed).

– Aplicaciones síncronas: chat, videollamada (Skype, FaceTime o Windows Live)


elaboración y edición colaborativa de documentos en línea (Google Docs y
Google Drive), etc.
– Aplicaciones asíncronas: sistemas de mensajería interna, muro personal, blogs
sencillos, blogs enriquecidos (wordPress o Blogger), repositorio documentos
colaborativos, foros virtuales, etc.

Incluso, a través del Social Media, se puede promover la comunicación total entre
sus usuarios, es decir, lo que Barbas (2012, 169) destaca como una comunicación digital
que permita ir más allá de los modelos bidireccionales, integrando simultáneamente
lenguajes, medios y soportes, para constituirse en prácticas hipermediáticas
caracterizadas por modelos de comunicación rizomáticos e interactivos, en los que la
organización de los elementos no seguiría líneas de subordinación jerárquicas, sino que
cualquiera de ellos podría afectar o incidir en otro. En este sentido, cobran una especial
importancia las plataformas virtuales y las redes sociales, como por ejemplo, Facebook,
Twitter, Linkedin, Google+, etc., cuyo potencial mediático y social está hoy fuera de
toda duda, así como algunas más específicas centradas en la investigación, como
ResearchGate o Academia.edu.

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El liderazgo educativo a través del Social Media y los entornos virtuales de aprendizaje

Estos elementos 2.0 (herramientas colaborativas y redes sociales) redefinen por


completo las características de las Comunidades en Entornos virtuales ales (o Ciberco-
munidades) y, para lo que aquí nos interesa, las denominadas Comunidades de Apren-
ales (CAEV), propias de las Universidades a Distancia u on-
dizaje en Entornos Virtuales
line. García Aretio (2003, 13) subraya la importancia de que en estos espacios virtuales
existan hoy comunidades de aprendizaje establecidas, tanto en el ámbito de la educación
formal o reglada, como en el de la no formal, ocupacional o profesional. Igualmente
existen CAEVEV construidas por diferentes profesionales, jóvenes, consumidores o usua-
rios, en las que debaten aprenden en común sobre una infinidad de temas. La educación
a distancia de última generación utiliza, precisamente, los entornos virtuales para gene-
rar comunidades de enseñanza y aprendizaje.
“Estas herramientas han dado lugar a un nuevo modelo que proporciona interfaces de
usuarios sencillas e intuitivas, que permiten la participación colectiva e interactiva entre sus
miembros. Este hito ha permitido expandir el conocimiento, hasta tal punto que la
protección del mismo ha dado paso a una estrategia global de apertura y de relaciones
interpersonales, en las que se promueve la generosidad, la distribución de conocimientos
compartida y la creación de comunidades online” (De Juanas y Diestro, 2012, 368).

Sin embargo, no deben desdeñarse los peligros que el Social Media implica, como
la alienación de los usuarios, la protección de los datos, la suplantación de identidades,
la fiabilidad de las fuentes y la necesaria discriminación de la información.

3. El liderazgo educativo a través de la competencia del profesorado en el Medio


Social

El trabajo realizado por Bernal, Jover, Corbella y Vera (2013) destaca la


singularidad de las funciones, las posibilidades, los elementos y las condiciones que han
de tenerse en cuenta bajo los patrones de liderazgo educativo, según la definición de
Leithwood & Riehl (2009, 20): la labor de movilizar e influenciar a otros para
articular y lograr las intenciones y metas compartidas de la escuela. Incluso, de manera
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muy acertada, inscriben esta cualidad en el marco de las políticas educativas suprana-
cionales de la OCDE, UNESCO y UE. En concreto, nos gustaría hacer especial énfasis
en lo referido al Espacio Europeo de la Educación y el Conocimiento, y en los informes
emitidos por la Comisión Europea (2012 y 2013) recogidos en el trabajo marco de este
bloque, ya que, tal y como señalan los autores del mismo: la Unión Europea llega a
destacar las competencias básicas necesarias para desempeñar el liderazgo, exigibles
tanto para la función de la dirección del centro educativo, como para cualquier
miembro de esa institución. De hecho, el Modelo EFQM aplicado a la educación, de la
Fundación Europea para la Gestión de la Calidad, refleja al liderazgo como uno de los
criterios de calidad con mayor peso en la evaluación de la calidad de los centros
escolares (ver gráfico 1), que define como:
“Se entiende por liderazgo el comportamiento y la actuación del equipo directivo y del
resto de los responsables guiando al centro educativo hacia la mejora continua. El criterio
ha de reflejar cómo todos los que tienen alguna responsabilidad en el centro educativo
desarrollan y facilitan la consecución de los fines y objetivos, desarrollan los valores
necesarios para alcanzar el éxito e implantan todo ello en el centro, mediante las acciones y
los comportamientos adecuados, estando implicados personalmente en asegurar que el
sistema de gestión hacia la mejora continua se desarrolle e implante en el centro” (MEC,
2001, 25-27).

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Alfonso Diestro Fernández y Lorenzo García Aretio

Gráfico 1. Modelo EFQM adaptado a los centros educativos y guía para la


autoevaluación: criterios, subcriterios y áreas

Fuente: MEC (2001, 13).

El liderazgo educativo se erige como una de las competencias esenciales a las que
el cuerpo docente y los equipos directivos de los centros educativos europeos deberán
dar la importancia merecida, con la finalidad de manejar la cuestión del liderazgo con
ciertas garantías de desempeño, en un contexto socio-educativo ampliado hacia una
dimensión europea (global y abierta al mundo). Sin embargo, cabría preguntarse
¿nuestras facultades de educación forman o están preparadas para formar líderes
educativos capaces de gestionar un modelo de calidad basado en el liderazgo, como el
EFQM, en una sociedad tan dinámica como la del Conocimiento, la movilidad, la
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diversidad y la innovación tecno-digital? ¿Será capaz la universidad de formar a los


futuros líderes educativos 2.0, aún cuando es inminente la llegada de la 3.0?

La formación inicial y continua del profesorado no puede ser ajena a este contexto
y debería incluir de inmediato en sus programas, acciones que permitan la capacitación
inicial y continua (además del reciclaje) hacia la competencia en el Social Media. No
sólo por la importancia de los entornos virtuales en la educación y la formación de
profesores y alumnos, o por la importancia de las CEAV en las organizaciones
educativas, sino porque a través de ellas podrán gestionar mejor sus funciones docentes,
investigadora, de transmisión del conocimiento y de gestión, en la Universidad del siglo
XXI y en el EEES. Ambos conceptos, liderazgo y Social Media, no pueden concebirse
hoy por separado en la formación de los educadores y los profesionales de la educación.
Además, en el marco de referencia europeo de competencias clave para el aprendizaje
permanente (UE, 2007) se incluyen dos competencias clave que tienen una referencia
clara a estos dos elementos de análisis, el Social Media (4ª: competencia en las TICs) y
el liderazgo (7º: sentido emprendedor e iniciativa).

4. Conclusiones

El dominio de la competencia en las aplicaciones, redes y herramientas de


información y comunicación en el Social Media favorecerá el liderazgo educativo, tanto

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El liderazgo educativo a través del Social Media y los entornos virtuales de aprendizaje

en la dimensión micro (centro educativo), como en la dimensión macro (facultades y


universidades), o en la dimensión supra (global-web). Si el impacto en la investigación
viene determinado por el número de personas que leen o citan un artículo, en el Social
Media se determina por el número de seguidores, amigos, colaboradores, etc., que
pulsan la tecla seguir, me gusta, o “retuitean” una información a miles de personas en
un solo click.

Por último, no se trata de que el profesorado sólo conozca o sea capaz de manejar
o emplear el Social Media en la educación, sino de que, para ejercer un verdadero
liderazgo educativo ante el grupo de personas que gestiona o dirige (desde una
organización hasta un grupo-clase), debe hacer, saber moverse en el entorno virtual,
conocer las normas y peligros del ciberespacio, así como dominar las herramientas del
Social Media a nivel experto. De lo contrario, los usuarios discentes, nacidos muchos de
ellos con el ADN digital, pueden erigirse como líderes ocultos y desmontar el equilibro
necesario del proceso de enseñanza-aprendizaje en entornos virtuales.

Referencias bibliográficas

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LA IDENTIDAD PROFESIONAL SITUADA DEL DOCENTE:
EL CASO DE LOS PROFESORES UNIVERSITARIOS

María García Amilburu


Universidad Nacional de Educación a Distancia

La identidad personal, señala la Ponencia, puede definirse como “el proceso por el que
una persona trata de integrar sus diversos estatus y funciones, así como sus diversas
experiencias, en una imagen coherente del yo” (Epstein, 1978, 101). Esta integración
debe incluir también el ámbito de la identidad profesional, que se configura a su vez
como un proceso evolutivo de construcción y reconstrucción, de interpretación y
reinterpretación de experiencias, a lo largo de toda la vida laboral (Bernal, Jover, Juiz y
Vera, 2013, 14).

En el trabajo titulado “Self and Identity in the Context of Deviance” citado en la


Ponencia, S.J. Ball (1972) distingue entre identidad [profesional] situada, e identidad
[profesional] sustantiva; la primera varía en función de los cambios en el contexto,
mientras que la segunda es más constante, porque integra los aspectos fundamentales y
estables en relación con la forma de pensar de una persona respecto a sí misma, a su
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profesión, los alumnos, la importancia de lo que enseña, la trascendencia de la


educación, etc. De este modo, es posible entender la identidad sustantiva del educador
“como la vocación o el compromiso que va tomando forma con el paso del tiempo y sin
la cual será difícil superar las situaciones tan difíciles que, a veces, plantea la docencia”
(Bernal, Jover, Juiz y Vera, 2013, 14).

A la hora de definir la identidad profesional situada de los docentes, considero


importante prestar atención a la diferencia que se produce si se trabaja como profesor de
Educación Primaria y Secundaria por un lado, o se da clase en la Universidad. Porque,
como señala la Ponencia, “la identidad del profesor está directamente afectada por el
significado que le da al saber y al contacto con sus alumnos, si no puede ser con cada
uno de ellos, porque a veces la realidad del contexto lo imposibilita, sí al menos con
ellos como grupo” (Ibid.).

Por lo que respecta al modo de relacionarse con sus alumnos, éste es uno de los
rasgos que diferencian de manera más determinante la identidad profesional situada de
los profesores de Educación Primaria y Secundaria por un lado, y los profesores de
Universidad por otro. En muy pocas ocasiones –por no decir en ninguna– sucede que
los profesores de Educación Primaria o Secundaria desarrollan su profesión “en un
contexto que imposibilite la relación con cada uno de sus alumnos” (Ibid.); pero esta
situación se da cada vez con mayor frecuencia en el caso de los profesores

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María García Amilburu

universitarios, bien por el elevado número de estudiantes matriculados en una clase,


bien porque estas enseñanzas pueden impartirse con la metodología de la Educación a
Distancia, o también porque algunos docentes consideran que la Universidad no tiene
como función propia “educar” a los alumnos, sino “prepararlos para ejercer con éxito
una profesión”, y no se preocupan por ofrecer espacios de interacción humana directa,
en los que se forja el proceso educativo.

Por lo que respecta a la relación con el saber, la Ponencia insta a superar la falsa
dicotomía que se establece entre el alumno o el saber. “Entre el amor a los alumnos y el
amor al saber, no es necesario elegir, ambos son ingredientes de los procesos de
enseñanza. No se trata de enfrentar una profesión centrada en el alumno, que se dedica a
ayudarlo, a comprender, con una profesión centrada en el saber, que se contenta con
transmitir los conocimientos a los alumnos y les anima a trabajarlos de manera
autónoma. Ambas cosas son necesarias y se complementan. Al trabajar con los
contenidos, los alumnos aprenden, y al aprender crecen como personas” (Bernal Jover,
Juiz y Vera, 2013, 13).

En efecto, todo profesor, en cualquier nivel del Sistema Educativo, debe ser
competente en su materia, en su área de conocimiento, pues todo acto educativo
establece una relación triangular entre el profesor, el alumno y la materia que se enseña
y aprende –que al inicio sólo resulta familiar al profesor que la imparte, mientras que el
alumno aún la desconoce–. Pero también en este aspecto se observa una diferencia
importante entre la identidad profesional situada de los profesores de Educación
Primaria y Secundaria por un lado, y los profesores universitarios por otro. Los docentes
de Educación Infantil y Primaria suelen estar más centrados en los alumnos y
experimentan de manera más viva la necesidad de adquirir una buena preparación
pedagógica que quienes se dedican a la docencia en los niveles de Educación
Secundaria y Superior. Esa preparación pedagógica constituye el núcleo de la “materia”
en la que los profesores de Educación Primaria deben ser expertos, más que en los
conocimientos o contenidos concretos que deben impartir –Lengua, Matemáticas, etc.–,
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que en esos niveles educativos no exigen una gran especialización; mientras que las
edades de sus futuros alumnos hacen que los aspectos didácticos y metodológicos de la
docencia adquieran una mayor importancia. Los futuros profesores de Enseñanza
Secundaria reciben la formación científica correspondiente a la materia que deberán
impartir –Biología, Historia, Física, Filosofía, etc.– en las respectivas Facultades
Universitarias, junto con otros estudiantes que, en su gran mayoría, no se dedicarán
posteriormente a la docencia. El Máster en Formación del Profesorado de Secundaria
completará la preparación didáctica y pedagógica de estos futuros profesores.

Por su parte, los docentes universitarios –a excepción, quizá, de los profesores de


las Facultades de Educación– suelen tener una conciencia mucho más viva de
pertenecer a un ámbito disciplinar determinado –se consideran químicos, arquitectos,
historiadores…– y no de formar parte del “gremio” de los docentes (Clegg, S., 2008).
Esto es comprensible hasta cierto punto, por la creciente necesidad de especialización
en cualquier área del conocimiento, pero contribuye a difundir el error de que no se
necesita una formación pedagógica específica para ser un buen profesor universitario,
porque bastaría con conocer bien la propia materia y haber adquirido algo de
experiencia (Amilburu, 2007, 74).

Las políticas educativas que conceden un peso desmesurado a la actividad


investigadora (productiva) de los profesores universitarios, menospreciando al mismo

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La identidad profesional situada del docente: el caso de los profesores universitarios

tiempo su dedicación a la docencia, fomentan también esta mentalidad, ayudando a


extender este error.

Sólo teniendo en cuenta la finalidad educativa de la institución universitaria puede


hablarse con sentido de las demás “misiones” de la Universidad, de manera que ésta sea
efectivamente un lugar donde pueda lograrse la ampliación del saber (investigación), su
transmisión (docencia), y el servicio a la sociedad, formando a los ciudadanos que
ejercerán las profesiones que requieren conocimientos y habilidades de nivel
especializado.

Referencias bibliográficas

AMILBURU, M. G. (2007) Nosotros, los profesores. Madrid, UNED.


BALL, S. J. (1972) Self and Identity in the Context of Deviance. The Case of Criminal Abortion, en Scott
y Douglas (Eds.), Theoretical Perspectives on Deviance. New York, Basic Books.
BERNAL, A., JOVER, G., RUIZ, M. y VERA, J. (2013) Liderazgo personal y construcción de la identidad
profesional del docente. Ponencia presentada al XXXII Seminario Interuniversitario de Teoría de la
Educación. Liderazgo y Educación. Santander 10-12 de Noviembre. Universidad de Cantabria.
http://www.site.unican.es/Ponencia%201.pdf.
CLEEG, S. (2008) Academic Identities under Threat? British Educational Research Journal, 34 (3), 329-
345.
EPSTEIN, H. (1978) Ethos and Identity. London, Tavistock.
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LIDERAZGO INVISIBLE Y TRABAJO EN TEORÍA DE LA EDUCACIÓN

Joaquín García Carrasco


Universidad de Salamanca

“La segunda condición que, según Dewey, debe cumplir el profesor como líder
intelectual es la posesión de un conocimiento técnico y profesional de la
educación, eso sí, entendido más como una herramienta de guía y ob-
servación de la mente, que como un esquema fijo de reglas y procedimientos
de acción. Dewey incluye en este apartado “conocimientos de psicología, de
historia de la educación, o de los métodos que los demás han encontrado útiles
en la enseñanza de diversos temas” (Dewey, 2007[1933]273). (Bernal, Jover,
Ruiz, y Vera, 2013).

“Se requiere una mente intermediaria innovadora que haga la aplicación de


manera original. (…) Saber psicología, por tanto, no garantiza para nada que
seamos buenos profesores” (James, 1958[1899] 23-24). (Bernal, Jover, Ruiz, y
Vera, 2013).

Nadie podrá dejar de reconocer, sin injusticia, el magnífico análisis del concepto de
liderazgo que llevan a cabo las ponencias; tengo que reconocer que, concluido ese
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análisis intuyo un cierto agotamiento del tema, como sí el concepto de liderazgo, en


tanto que herramienta de guía para la observación de la mente, en escenarios de
formación, no fuera la mejor entre las posibles. También aparecieron en las ponencias
tenues alusiones a documentos, ampliamente comentados en Seminarios de TE, desde
hace años, sobre cierto menosprecio hacia la figura del profesor y del pedagogo, vertido
en la prensa, en la novela, en la pintura o en el cine. Hemos sufrido la lectura de
literatura negra sobre la pedagogía y sobre quienes se ocupan de ella, cuando muchos
autores volcaban su papelera1. El menosprecio es incompatible con la atribución de
liderazgo en un mismo contexto, tanto si interpretamos el concepto de liderazgo en el
sentido predominante en las conversaciones, como si lo consideramos con la
complejidad que lo presentan las ponencias.

Va un ejemplo. María Joao Pires, nacida en Lisboa en 1944, pianista de talento,


había dado su primer recital de piano a los cinco años, a los siete tocaba a Mozart, hoy
es invitada a las mejores salas de conciertos del mundo. Fundó y dirigió la Asociación
Belgais en Castelo Branco (Portugal), la cual sostiene el “Centro para o Estudo das
Artes”. Allí, diseñó un modo de vida para jóvenes y una atmósfera para la incorporación
a las artes, al arte como forma de vida; particularmente, a la música, como un valor

1
Valgan solo dos botones. “La filosofía, esa vieja loca, tuvo una hija tonta que llaman pedagogía”, aparece
en J. Entrambasaguas (1966). “El que sabe, hace; el que no sabe, enseña”, se refrenda en J. Ribera (1910).

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Joaquín García Carrasco

cultural contribuyente a la armonía de la vida. El 30 de noviembre de 2004, en un


Teatro de Salamanca, ante un Coro de niños y una “Joven Orquesta de Cámara”, expuso
su proyecto y lo enmarcó en un magnífico concierto. Al entrar al teatro entregaron el
programa de mano, con un texto, firmado por María Joao, donde se podía leer en el
título: “La pedagogía es mentira”. Fue suficiente para poner mi atención en carne viva y
retener los pormenores de su discurso; me sentí todo, menos líder.

“En cuanto a la pedagogía, lo que diariamente se revela no es más que la eficacia de la


mentira. La educación en su sentido más vasto, es claramente la única solución, y todas las
otras soluciones que se presentan no son más que remiendos efímeros”.

Únicamente comprendo las afirmaciones anteriores, si por educación entiendo una


práctica comprometida y por pedagogía una especulación brumosa, que asigna
responsabilidades al primero que pille ejerciendo de educador. Esto es menosprecio, ni
siquiera juicio de valor. El problema que más me preocupa no es si todo educador ha de
ser un líder, o si han de serlo al menos quienes trabajen como profesionales de la
educación en cualquier contexto. Mi problema es la falta de reconocimiento hacia
aquello a lo que he dedicado mi vida intelectual: ¿por qué los seres humanos necesitan
cultura para vivir, qué demonios es eso de la cultura, cultivo o formación de la mente?.
Sigo encontrando libros de la mayor actualidad, con la palabra educación en su
cabecera, donde a lo largo del texto no aparece una sola vez la palabra pedagogía, en
alusión a un campo de conocimiento que se reconoce como tal. El neurólogo F. Mora
(2007), p.ej., publicó Neurocultura: una cultura basada en el cerebro. En el mes de
abril de 2013, publica Neuroeducación (F. Mora, 2013), como si quisiera magnificar la
aproximación al campo de conocimiento en el que estudian e investigan los pedagogos,
como yo. Ni una sola vez aparece en el libro el término pedagogía; propone, sin
embargo un nuevo rol profesional que bautiza Neuroeducador. Para él, la gente como
yo, tienen de todo, menos liderazgo intelectual. Y, no me consuela, tener algún nicho,
académicos donde encuentro acogida y aceptación.

Bajo algún criterio epistemológico justificado, el planteamiento de una Pedago-


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gía, como campo de conocimiento –se ha investigado muchas veces en el Seminario–,


equivale a encontrar herramientas para observar, deliberar, dirigir y explicar la práctica
de la formación: comprenderla, no solo expandirla técnicamente, que también es
necesario y lo hacemos. En buena medida, comprender equivale, por lo menos, a
practicar en la mente una deliberación disciplinada sobre la experiencia educativa; en el
fondo y al final, una teoría general acerca de la educación, con todas sus consecuencias.
Esta propuesta es más global que la de un mero planteamiento disciplinar con el mismo
título, dentro de un plan de estudios; todos los planes de estudios se delimitan con
criterios pragmáticos; las teorías se elaboran con criterios epistemológicos: siempre lo
he oído decir y así lo pienso.

Esto lleva nuestro tema liderazgo hacia un derrotero inesperado: el liderazgo de la


Teoría de la Educación como campo de conocimiento: ¿A la cabeza, de qué? ¿Guiando,
qué? ¿Abriendo paso, hacia dónde? Un campo de conocimiento no es algo personal; las
preguntas se transforman en requerimientos intelectuales y hasta en implicaciones
emocionales; los campos de conocimientos están abanderados por interrogantes vigo-
rosos y apasionantes. El poder vinculante y motivador del interrogante depende del
campo visual de cada quien. Reinterpretando a K. Popper, los campos de conocimiento
se revitalizan, también, con interpelaciones negativas: ¿Y si no fuera verdad lo que ando
pensando? Al final, el liderazgo en un campo de conocimiento lo ejerce una perspectiva.
Por eso, para el viejo refranero, una cosa es predicar y, otra, dar trigo. Cambiar,
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Liderazgo invisible y trabajo en Teoría de la Educación

actualizar, modificar la perspectiva, no es cualquier tipo de mudanza; es trabajo de


antiguo peón caminero, campo a través, líder de sí mismo, sin más poder que las
personales inquietudes y con el riesgo de quedar en medio de ninguna parte.

Como profesor de teoría de la educación, durante muchos cursos, en la clase que


año a año se me asignaba, mis problemas no eran epistemológicos –como se suele
afirmar–, sino: ¿Cómo incrementar la motivación de los estudiantes para ocuparlos en
el estudio de esta disciplina? Esto, equivale a: ¿Cómo inducir actitudes favorables para
comprometerse con los problemas que yo les planteo y que me inquietan? El
compromiso y la satisfacción dependerán, ante todo, de las cuestiones fundamentales
que se planteen, de los temas que se estudien y de mi capacidad de persuasión. Cae de
mi responsabilidad, que las cuestiones y los temas muestren su condición de signos de
época, conceptos síntoma de lo que acontece en el mundo de la cultura; para el
encuentro del sentido en ese mundo se forman como pedagogos, que forman docentes, y
y otros profesionales. En todos los campos de conocimiento acontece algo similar. Cae
de mi cuenta, por lo tanto, el compromiso crítico con la perspectiva. Por lo que cuentan
los historiadores de la ciencia, para este compromiso siempre se recibe alguna ayuda de
las circunstancias cambiantes, siempre y cuando no se encuentre uno clausurado en una
perspectiva dominante en los pequeños sitios donde uno se mueve. Los liderazgos en
esta situación pueden resultar más perjudiciales que benéficos.

Si el reconocimiento de la pedagogía es, cuando menos escaso, mi liderazgo,


como cultivador de ese campo de conocimiento es, cuando más, invisible. Además, no
acabo de ver cómo, la persistencia en el empeño de esclarecer lo que significa
educación, en el modo de vida humano, puede equivaler a ejercer un liderazgo.

Una parte del menosprecio se debe a que este campo de conocimiento no transita
lo suficiente por la geografía del conocimiento, no trabaja con los conceptos acuciantes
en la cultura contemporánea; podría decirse que por una cierta falta de transgresión de
fronteras. La clausura es fuente permanente de incomprensión, desde el exterior. Al-
gunos de esos conceptos acuciantes ya fue aludido por Herbart, como diré. Hoy, un
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concepto síntoma de la cultura contemporánea es evolución; para muchos el concepto


más unificador de toda la biología, de ahí que los progresos más importantes en estos
dominios biológicos se hayan producido en zonas interdisciplinares. J.M. Sánchez Ron
(2011) califica estas necesarias transiciones interdisciplinares, donde se cocina el
alimento básico de la formación de los seres humanos, como La nueva ilustración. La
encrucijada más sintomática de nuestra época, en lo que a actitud cultural se refiere, se
forma en la red de transiciones entre conceptos que migran itinerantes entre las ciencias,
las tecnologías y las humanidades: Las humanidades del siglo XX. Cuando el esfuerzo
racional tensó el conocimiento de Europa durante el siglo XVIII, sus más característicos
defensores entendieron que promover la ilustración de la mente humana constituía un
gigantesco problema pedagógico. Por este motivo, muchos de ellos publicaron
documentos sobre la educación2 de los seres humanos; estaban guiados, liderados (¿?),
por una perspectiva humanista.

2
E.B. de Condillac (18714-1780), publicó en 1754 el primer volumen del Tratado de las sensaciones: hoy
lo describiríamos como propuesta y desarrollo de un modelo sobre la construcción de la mente de los
seres humanos. G.E. Lessing (1729-1781), considerado el escritor más representativo de la Ilustración en
Alemania, al final de su vida escribió La educación del género humano; en 1762, J.J. Rousseau (1712-
1778) publica Emilio, tal vez la novela filosófica ilustrada de mayor influencia en el pensamiento
educativo, J.G. Herder (1744-1803) escribe Filosofía de la historia para la educación de la humanidad; J.
CH, Shiller (1759-1805) publica Cartas sobre la educación estética del hombre.

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Joaquín García Carrasco

J.F.Herbart (1776-1841), aspiró a que las ciencias que se ocupan del psiquismo
humano pudieran aspirar a participar en los modos que rigen en las ciencias naturales (J.
García Carrasco, 1983). Recibió motivación para este empeño a partir del encuentro con
J.H. Pestalozzi, conocido como Enrique Pestalozzi (1746-1827), por todos considerado
como un pedagogo innovador y un representante tardío de la cultura ilustrada. La
estrategia del proyecto la construyó, partiendo de un criterio kantiano, expresado en la
Doctrina transcendental del método:

“Entiendo por arquitectónica [dice Kant] el arte de los sistemas […] Unidad sistémica es
aquello que convierte el conocimiento ordinario en ciencia, es decir, lo transforma de mero
agregado de conocimientos en un sistema […]. Por sistema entiendo la unidad de los
conocimientos bajo una idea”. (E. Kant, 1978)

Prescindamos aquí de la actual interpretación del concepto de sistema y de su


papel en la epistemología contemporánea (M. Bunge, 2007). Al iniciar su Pedagogía
General, Herbart indica que todo el propósito depende del “círculo visual” que se
aporte; hoy, lo denominaríamos perspectiva, paradigma, modelo, “idea”; otra vez la
prioridad de la perspectiva: va por delante. En el libro II señala un recurso del que “no
dispone”: conocimiento sobre la posibilidad y sobre los límites del proceso educativo en
la naturaleza humana. Se concentró en lo que desde la filosofía estaba más a su alcance,
figurarse la meta: la finalidad de la educación, imaginar el hombre que “quisiera ser”; o
lo que fue lo mismo, considerar el ser humano en general; así el proyecto, escamoteaba
demasiadas cosas, como hemos podido hoy comprobar. Veinticinco años más tarde
publicó Bosquejo para un curso de pedagogía, y, en el primer párrafo, planteó lo que
podría ser la idea-guía: la propiedad de la plasticidad. La propiedad más universal en el
mundo de la vida. No la describió, no la tuvo en cuenta, no le sirvió de fundamento.

La idea evolución hemos dicho que se reconoce como la que posee mayor poder
unificador de toda la biología. Considero que la idea educación –con todas sus
sinonimias y antinomias– es la que tiene mayor poder unificador de todas las ciencias
humanas, de todas las Humanidades. El movimiento humanista renacentista no lideró
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ningún movimiento filosófico particular. J. Ferrater Mora lo califica de “atmósfera


filosófica”, que se respiraba a finales del siglo XIV en Europa y que se mantendría
durante los dos siglos siguientes. W. James (1842-1910) consideró a finales del siglo
XIX que el humanismo, practicado por él mismo, consistía en una perspectiva (W.
James, 1966) que, además de respetar la ciencia aplicada a los asuntos humanos, toma
en cuenta el análisis disciplinado de la experiencia. En tanto que actividad racional, las
Humanidades las concibió W.Dilthey (1833-1911) (W. Dilthey, 1944) como el estudio
sistemático de la mente humana; M. Foucault (1926-1984) revisó críticamente el
concepto (M. Foucault, 1966). Todo esto ha sido referido y comentado en varios
seminarios.

A finales de los años cuarenta del pasado siglo aparecieron propuestas que
desarrollaban las consecuencias de una concepción unificada de la vida. Herman Haken
(1927-) acuñó para ello el concepto de sinergética, como estudio interdisciplinar de los
principios estructurales que gobiernan todos los entes complejos autoorganizativos, los
organismos, las comunidades de organismos y las sociedades humanas. En esta línea se
situó H. van Lier (1921-2009) anunciando la importancia cultural de una sinergia entre
las humanidades y las ciencias de la naturaleza (H. van Lier, 1967); precisó la
importancia de esta sinergia (¿transversalidad?) para la formación de los seres humanos.
Planteó la cuestión en estos términos

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Liderazgo invisible y trabajo en Teoría de la Educación

“¿Cuáles son las ideas, los sentimientos, las actitudes de que debe disponer un joven o una
joven hoy, para sentirse equipado y sentirse integrado en su mundo, para encontrarse y
desarrollarse en él con sentido?” (H. van Lier, 1965, 13).

Destacaba en 1956 tres campos: la tecnología, las ciencias naturales y las


matemáticas, como actores imprescindibles en esas Humanidades. Refería que es
imposible a un individuo humanizar sus actos, si no percibe, al menos someramente, la
fisiología de los organismos, dentro de un “análisis lúcido”. Recordemos que, C.P.
Snow (1905-1980) planteó el problema de la disgregación entre las ciencias y las
humanidades y propuso colmar esa brecha como un objetivo humanista urgente para el
siglo XX (C.P. Snow, 1977). También a esto han sido sensibles varios Seminarios. F.
Capra ha reformulado una parte importante del objetivo humanista hacia la búsqueda de
las pautas que conectan la humanidad con el mundo de la vida (F. Capra, 2003) y E.
Morin ha marcado el mapa para un conocimiento humanístico actualizado (E. Morin,
2001).

Tres autores, sobre todos los demás, creo que participaron en la configuración del
círculo visual de las ciencias humanas predominante en el siglo XX, incluida la teoría
de la educación: S. Freud (1856-1939) (S. Freud, 1986), L.S. Vigotsky, (1896-1934)
(L.S. Vigotsky, 1983) y J. Piaget (1896-1980) (Piaget, 1987). Los tres coincidían en que
el funcionamiento de la mente de los seres humanos ha de estar anclado en el
dinamismo biológico del cerebro, en los procesos biológicos del organismo humano.
Los tres, por lo tanto, proporcionaron indicación sobre la deriva que debía integrarse en
el rumbo de las humanidades. Modificar el rumbo marea un poco, por lo dilatado del
horizonte que se vislumbra, por lo ingrato que resulta muchas veces el esfuerzo. Se
descubre que lo primero y principal es estudiar: esto no lo evalúa nadie, ni recibe más
recompensa que la satisfacción de la curiosidad, no hay sexenios, hay que sostenerlo
toda la vida; en el estudio, siempre, todos, andamos necesariamente a solas con nuestra
mente, aunque recibamos auxilios previos y acompañamientos a distancia. Cuando el
estudio es por si tengo que cambiar de rumbo en la perspectiva, proporciona una
experiencia como de campo a través, muchas veces a ciegas respecto a dónde lleva.
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Profesor y alumno andan a lo mismo: estudian para aprender; al profesor le acreditan


para que pueda hacerlo siguiendo su propia iniciativa. Cuando se trata de estudio es
difícil comprobar los liderazgos; para eso, aplicamos el término ejemplo.

Del estudio saldrán preguntas de investigación. Si, p. ej., el marco de referencia es


evolución: ¿Por qué la especie humana necesita la cultura para vivir, como forma de
vida? Si se añade otro concepto síntoma de la cultura contemporánea, inclusión,
entonces: ¿Por qué, todos los seres humanos, todos, necesitan la cultura para dar de si,
necesitan cuidados incondicionales? En estos casos, más que de liderazgo, se trata de
acción humanitaria Si aceptamos la propuesta fundadora de Herbart en su Bosquejo
para un curso de pedagogía (Herbart, 192-), plasticidad: ¿En qué medida nos afecta y
hasta dónde, el hecho de que plasticidad sea la propiedad más unificadora de la
condición orgánica, de la condición de ser vivo? ¿En qué organización de propiedades
se despliega esa plasticidad y cuáles son las consecuencias de que la estructura de su
organización sea imperfecta? Cuando la perspectiva se convierte en la fuente de
inspiración, en las luces que se buscan y marcan el horizonte, (¿liderazgo?) entonces se
comprende una afirmación de la 1ª Ponencia:

“En cierta manera, ser líder educativo es buscar con esperanza el aporte único que hay en
cada persona, mientras no deja de construirse uno mismo en aquello con lo que está
comprometido”.

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Joaquín García Carrasco

Este liderazgo es invisible, el calificativo es benevolente, porque, de hecho, es


poco reconocido. Si no es reconocido es imposible que sea liderazgo: el término calienta
el oído; la situación, hiela el corazón. Pero, en el tema educación hay fuego donde arda
la más apasionada curiosidad intelectual, aunque no se lidere nada. Contribuir a su
comprensión precisa otear todo lo que la humanidad va conociendo acerca de la mente
humana; sin duda, generará propuestas de alternativas para la práctica. La actitud
abierta al conocimiento es condición fundamental para el perfilamiento del círculo
visual correspondiente al interés por la educación. Esto es lo que E. Kandel, Premio
Nobel de medicina (2000) estipulaba par todo tipo de práctica de comprensión.

“Lo que un científico indaga…en buena medida está determinado por el conocimiento
intelectual en el que se mueve. Hay pocas cosas más estimulantes que introducir en una
disciplina una nueva manera de pensar procedente de otra disciplina. Esa suerte de
fertilización cruzada entre disciplinas era precisamente lo que teníamos en mente…cuando
bautizamos nuestro nuevo departamento de investigación…”Neurobiología y
comportamiento” (E. Kandel, 2007, 270).

No cumplo con el compromiso, subrayando la importancia de la


interdisciplinariedad, ni desmenuzando los significados que puede esconder en su nido
esa palabra, ni aludiendo aquí o allá a las implicaciones de otros territorios, ni
recomendando temas de estudio pertinentes. Se empieza a cumplir cuando se inicia la
práctica de trabajar en la propia perspectiva. Este trabajo es desconcertante, al principio,
porque se advierte que el liderazgo de la perspectiva es invisible, ingrato, mal
reconocido, implica estudio de lo que otros investigaron por otros motivos; casi no es
comunicable, porque es difícil comprender por dónde andan los temas, si no se pisa en
su mismo terreno; siempre el territorio menos conocido es inhóspito; pero, la evolución
cultural no nos espera, siempre sorprende y, si no la seguimos nos sobrepasa. Algo,
pues, hay delante; pero, tal vez desgraciadamente, no es tan reconocible como un líder.

Si tuviera que añadir otro concepto más, síntoma del panorama cultural con-
temporáneo –entre otros posibles, con los que me he encontrado, transitando entre
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disciplinas, a veces perdido, pero confiando en la capacidad de visión de muchos


autores–, señalaría uno, que podría dar trabajo para una vida y colmar la curiosidad más
exigente: inclusión. Plasticidad, hemos visto que alude a la propiedad más universal en
el mundo de la vida y que está implicada en la explicación de sus procesos más
fundamentales; también se considera la propiedad radical de los cerebros que soportan
la actividad de la mente. Inclusión es un término que invita a no mantenerse en la nube
del hombre general, porque esta perspectiva ha demostrado históricamente la facilidad
con la que excluye: cuerpo, género, afectividad, incapacidad, mal trato…No por
desconsideración, sino por la dificultad de integración, porque desde la perspectiva no
se ven como pertinentes; por eso, la pedagogía intuyó que la transversalidad implicaba
una propuesta de trabajo que no podía esperar. La transversalidad es consecuencia
directa de la interdisciplinariedad al tratar de comprender los problemas humanos desde
la cultura disponible; no cumplir con la transversalidad es mantener, muchas veces, una
cultura insostenible.

Cuando se subraya lo primordial de trabajar la perspectiva, no beneficia en nada


buscar liderazgo o perseguirlo; no se trata de liderazgo; sí ayuda, encontrar ejemplos de
viajeros, aunque caminen por derroteros diferentes. Hoy hay muchos, algunos muy
próximos, porque está quedando patente que el proceso educativo se ha transformado en
la estrella a la que miran y por la que se orientan todas las humanidades.

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Liderazgo invisible y trabajo en Teoría de la Educación

Si tuviera que indicar una falta, un defecto clave, algo que he echado de menos en
el dominio de la Pedagogía y cuyo contenido no tenga perspectiva equivalente en otros
dominios de indagación, serían “laboratorios”, donde se diseñan y ensayan recursos de
formación construidos ad hoc, respondiendo a las metas complejas transversales que se
conciertan para la formación de los niños y de los adolescentes, incluso con
incapacidades; en la sociedad de la información, más que nunca. Pero, sin el liderazgo,
ni de áreas de conocimiento acaparadoras ni de criterios personales excluyentes. Buscar
proyectos ilusionantes, donde colaborar interdisciplinarmente. Las tesinas y las tesis de
doctorado implican esfuerzos de investigación que no terminan de incrementar el
reconocimiento de la pedagogía. Si la interdisciplinariedad anima las humanidades del
siglo XXI, la transversalidad debe inspirar los recursos de formación en su misión de
formar perspectivas básicas para entender el mundo y el momento. Hoy, las
posibilidades de diseño de estos recursos son ilimitadas, las prácticas en los centros de
formación superior demasiado previsibles y donde la creatividad anida con sugerencias
más espectaculares parece estar en los propios centros de práctica profesional, donde
quedan más invisibles: el liderazgo invisible termina por ser, parece ser, un sufrimiento.

Referencias bibliográficas
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ARTESANÍA PEDAGÓGICA Y EL ARTE DEL LIDERAZGO EDUCATIVO

José Luis González Geraldo Universidad de Castilla la Mancha


Enric Prats Universidad de Barcelona

«Quien tiene algo por qué vivir, es capaz de soportar cualquier cómo»
(Nietzsche, citado en Frankl, 1991, 81)

1. Introducción: Artesanos y artistas

En efecto, como indica la cita de encabezamiento de esta adenda y coincidiendo con la


ponencia, «para conducir no es sólo preciso contar con los medios adecuados […] se
requiere también cierta idea, por difusa que sea, del lugar al que se pretende llegar, o,
como decía el estudiante, saber dónde ir» (Bernal, Jover, Ruiz y Vera, 2013, 20). El
lugar al que aspiramos, al igual que en el que nos encontramos al comienzo, son
elementos vitales a la hora de emprender la aventura educativa. No obstante, haciendo
honor a dicha cita de cabecera, quisiéramos comenzar realizando una breve apología del
porqué, anteponiéndola al dónde e incluso al cómo, entendiendo que quizás las razones
o motivos de la acción educativa deberían ser atendidos con más vehemencia por parte
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de la teoría de la educación.

El dominio de la materia y el conocimiento pedagógico para transmitirla son


requisitos de cualquier maestro que aspire a liderar a sus estudiantes hacia su
perfeccionamiento, pero de ninguna forma son suficientes. Quizá así, como profetizó
Dewey, consiguiéramos ser «líderes intelectuales», pero el adjetivo, por definición,
siempre limita y circunscribe al nombre bajo sus redes. Por este motivo, desde estas
líneas abogaremos por un líder sin acotaciones ni apellidos, tan sólo sumiso a una
concreción: su entendimiento desde el ámbito educativo.

¿De qué nos serviría saber cuál es nuestro destino, e incluso la manera de llegar a
él, si no tenemos claro el porqué del esfuerzo? ¿Qué importa el liderazgo que ejerza el
docente si nunca supo el motivo que hay tras de él?

Desde la teoría de la educación no existe mayor y más complejo interrogante al


que someter nuestras elucubraciones y alambicadas disquisiciones que el fin último del
acto educativo. El gran porqué de la pedagogía. Sin embargo, no es el momento de
profundizar sobre su esencia, ¡cómo si pudiéramos hacerlo aunque fuera la adenda al
completo sobre este tema! Baste con dejar constancia que la complejidad que existe a la
hora de apuntar el destino que la educación persigue, ineludiblemente, condiciona

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José Luis González Geraldo y Enric Prats

cualquier estilo de liderazgo. Un aspecto que la ponencia menciona, pero que también
parece dejar en un segundo plano.

2. Sobre la dimensión axiológica del liderazgo

Atender de manera central hacia los objetivos y finalidades de la educación es una


característica indudable de cualquier acto educativo, intencional y motivado. Sin
embargo, esta ineludible teleología inherente a la educación no oculta, sino que
precisamente realza, la dimensión axiológica que subyace en cualquier fenómeno
educativo. Si el liderazgo pedagógico del docente supone uno de los aspectos centrales
de cualquier proyecto educativo, no puede quedar al margen el esquema axiológico que
defiende.

El verdadero reto que subyace al líder no reside tanto en cómo liderar, sino en el
destino al que apuntar y, sobre todo, por qué debería ser ese, y no otro, el horizonte a
perseguir. Esta última cuestión, quizá la más importante de todas, no suele plantearse
por un simple motivo: en educación, sobre todo en educación formal, los porqués nos
vienen dados desde arriba, prefabricados en forma de disposiciones legales e
instrucciones administrativas que, para bien o para mal, nos ahorran reflexionar sobre
las razones y motivos que conforman los pilares del resto del edificio. Sea como fuere, y
recordando el actual momento de incertidumbre, los teóricos de la educación no
podemos delegar tan relevante decisión en manos de tecnócratas cuyos intereses distan,
las más de las veces, del que caracteriza a la Educación, con mayúscula, que Esteve nos
recordó al establecer su famosa red nomológica del conocimiento (Esteve, 2010). De ahí
el título elegido para la adenda: «Artesanía pedagógica y el arte del liderazgo
educativo».

No todos los artesanos son artistas, pero los artistas sí van más allá. Mientras que
el artesano reproduce las técnicas que dan lugar a un producto, el artista es la fuente que
lo originó; el primero ha de seguir un patrón más o menos complejo de pasos, el
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segundo crea los hitos que otros apreciarán, valorarán e incluso copiarán. Llevado al
extremo, y cualquier extremo ha de ser evitado, el artista nace y el artesano se hace: «En
educación, el artesano instruye, el artista educa» (González Geraldo, en prensa).

Si coincidimos con la cita, popularmente atribuida a Tagore, «qué fácil es empujar


a la gente, pero qué difícil es guiarla», quizá comprendamos mejor la abismal diferencia
entre un artesano líder y el arte de liderar, que no es otro, estrictamente hablando, que el
de educar: ¿qué líder es seguido sin contribuir al crecimiento personal del seguidor?
¿Podríamos señalar a un solo líder que no eduque, voluntaria o involuntariamente?
Liderar y educar son dos tareas íntimamente relacionadas. Desde este planteamiento, se
renueva una versión de la antigua dicotomía entre ciencia y arte que tantas páginas de
debate ha ofrecido a la teoría educativa: el artesano empuja, pero el artista es seguido;
mientras que el primero conoce a la perfección cómo realizar su trabajo, el segundo
nunca perdió de vista, además, la brújula que le condujo a hacerlo. Con otras palabras,
su norte no es otro que una plausible finalidad educativa cimentada en valores éticos y
morales compartidos.

Como hemos dicho anteriormente, los extremos han de ser evitados, y


dicotomizar la realidad es, ciertamente, un ejercicio extremista. Este punto quedó en
evidencia cuando el filósofo utilitarista Jeremy Bentham afirmó irónicamente: «Hay dos
tipos de personas en este mundo, los que dividen el mundo en dos clases y los que no»

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Artesanía pedagógica y el arte del liderazgo educativo

(citado en Robinson, 2010). Aceptamos por ello la necesidad de evitar diferenciar a los
líderes en dos grandes grupos en función de su excepcionalidad moral: «ni héroes ni
villanos», señalan acertadamente los ponentes (Bernal et al., 2013, p. 16), pero la
categorización extrema resulta un ejercicio sumamente atractivo para, desde ahí,
completar posteriormente la compleja realidad humana. Simplificando conseguimos
aclarar y, una vez identificados los puntos clave, volver a montar lo deconstruido con un
mayor entendimiento de sus contradicciones y ambigüedades. De ahí que prosigamos
nuestro discurso bajo planteamientos dicotómicos para terminar defendiendo un tipo de
liderazgo que va más allá del transformacional: «el liderazgo servidor» (Greenleaf,
2002).

3. El liderazgo: entre la autoridad aceptada y el poder asumido

Así, siguiendo con los símiles y las dicotomías, intentaremos reubicar con precisión
los términos autoridad y poder, para ampliar el campo del liderazgo pedagógico. Como es
sabido, ambas palabras refieren a campos semánticos casi diametralmente opuestos, pero
que el conocimiento vulgar confunde con facilidad con la aquiescencias de algunos
responsables políticos. Son constantes las proclamas para aumentar la «autoridad» del
maestro mediante el sencillo, a la par que ineficaz, procedimiento de incrementar sus
cuotas de «poder»: ensanchando los mecanismos sancionadores, otorgando la aureola de
«autoridad pública», y más recientemente instaurando la amenaza de las reválidas en
forma de exámenes externos.

Sin embargo, este ejercicio de distorsión no es nuevo. Como recuerda otra vez
Esteve, «el primer caso claramente documentado de una manipulación política del
término autoridad se remonta a la época de Augusto, cuando éste comparece ante el
Senado y justifica el golpe de Estado que acaba con la república romana diciendo que
gobierna por la auctoritas principis. La manipulación del término auctoritas
itas no pasó
desapercibida para sus contemporáneos, que consideraban su gobierno basado en la
fuerza del ejército, y por tanto respondieron diciendo que gobernaba por
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la potestas principis.» (Esteve, 2010, 150-151).

La autoridad crea líderes, capitanes de barco que sueñan con encontrar el cofre
del tesoro, mientras que la «potestas», se limita a forjar malvados piratas en buques de
guerra suicidas. El artista ofrece autoridad y es seguido e imitado precisamente como
autor, como creador de lo genuino y auténtico (las similitudes etimológicas serán
constantes: autoridad, autor, auténtico…). El artesano reproduce, como decíamos, y se
dota de «poder» mediante el aprendizaje constante y paciente de la técnica, con maña y
pericia en el mejor de los casos, llegando a ser, incluso, más eficiente que el propio
artista en función del baremo con el que se mida el éxito.

El educador artesano «puede», es competente, tiene reconocido ese poder de


liderar procesos formativos y educativos, y puede llegar a ser un virtuoso del liderazgo.
El educador artista es algo más que eso: sabe liderar. La diferencia entre la competencia
y el saber es notoria. El primero necesita complicidades, de sus mismos educandos y de
los agentes del entorno, pero el segundo tiende redes de convencidos, casi de acólitos.
Incluso el artista puede llegar a ser un peligro social, cuando no reconoce sus propios
límites, quizás porque no existen a ojos de su séquito. Por un lado, el pensamiento
sectario está a la vuelta de la esquina, algo que no le pasará nunca al artesano, al
educador artesano. Por otro, suele decirse que nadie es profeta en su tierra, ni en su

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José Luis González Geraldo y Enric Prats

tiempo, ¿cuántos artistas han pasado sin pena ni gloria para ser luego redescubiertos por
las generaciones venideras?

Aquí surge el último apunte de esta adenda, relativa al difícil equilibrio que el
educador deberá encontrar entre la complicidad, como resultado de la aceptación de la
autoridad, y el sometimiento, como algo que resulta del seguimiento ciego. Bonhoeffer,
nos dice: «Da la impresión de que la válvula de escape de la confusa multiplicidad de
las decisiones posibles es el deber. Lo que se manda suele aceptarse como lo más
seguro. La responsabilidad de la orden se centra en el hombre que la da y no en el que la
ejecuta» (Bonhoeffer, citado en Dalla Costa, 1999, 316). La cadena de mando,
argumento atenuante cuando el verdugo no se considera responsable de sus actos,
supone también un escudo para el educador dubitativo y para educandos despistados.
No se trata de incitar a la desobediencia civil, aunque sí a la observancia ética, de
raíz humana, centradamente. No nos debería extrañar que muchas veces los alumnos
digan que las cosas son así, simplemente, «porque lo dice el profesor», fuente de
autoridad, ¡líder de la materia!, guardián del conocimiento prohibido, como recuerda
Daniel Pennac en su libro «Mal de escuela» (2008).

El educador, lo quiera o no, termina influyendo de manera acusada en sus pupilos,


y la idea de «influir» recala de nuevo en el campo de la ética. El educador, como líder
democrático que equilibra el poder con la autoridad, teje complicidades (incluso solo
con miradas, guiños inteligentes, etc.) entre los alumnos para «implicarlos» en el
aprendizaje, pero al mismo tiempo «convence» más por lo que hace que por lo que dice.
Y lo mismo ocurre con los colegas, con los compañeros de claustro, y ese líder, como
ejemplo o modelo, lo sigue siendo en el terreno corporativo.

La comunidad que aprende es pasado: deberíamos avanzar hacia una comunidad


que crece y florece. La complicidad solo se construye sobre un lecho de confianza. El
docente ha de buscar la confianza de sus estudiantes, y viceversa, sin duda, pero
¿confiamos en nuestros compañeros? ¿Cómo conseguir un verdadero liderazgo
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transformacional, que propone la ponencia, sin entender que el componente axiológico


no sólo existe entre maestro y discípulos, sino también entre compañeros?

El límite del poder lo determina la condición de servicio inherente a la tarea de


educar. Exactamente, la parte de la ponencia que habla de «ni héroes ni villanos» nos
evoca a Alfred, el mayordomo de Batman, una referencia que será útil para pensar en el
«liderazgo servidor». Rozando la frivolidad, podemos comprobar que Batman es
especialista en resolver las situaciones (en «cómo» salvar la ciudad), pero su
mayordomo, su servidor, es quien se preocupa de que todo esté perfectamente
organizado para que él «sólo» tenga que ponerlo en práctica. Esa es la esencia del
«liderazgo servidor». Alfred sirve a Batman pero, en el éxito de su servidumbre, deja
claro quién es el verdadero líder. El héroe se llevará los elogios de la ciudad, a la chica,
y todo lo que el triunfo conlleva, pero no sería nada sin su fiel servidor. Nuestro papel
como educadores es parecernos tanto como podamos a Alfred, y dejar que nuestros
estudiantes salven a la sociedad (aunque no hará falta que se vistan de cuerazo para
ello), En pocas palabras, Batman lidera (la realiza), Alfred es el líder (la hace posible).

De igual forma, y volviendo a la realidad, no habrá Decano o director de depar-


tamento que pueda presumir de liderazgo si no se pone al servicio de los que representa.
Sólo sirviendo al que trabaja «a pie del cañón» podremos conseguir lo que sugiere
Bauman: «Ahora es responsabilidad del empleado en funciones o del que aspira a serlo

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Artesanía pedagógica y el arte del liderazgo educativo

“monitorearse” para poder estar seguro de que su forma de actuar es convincente y


tiene probabilidades de hallar aprobación […] Ya no es tarea de los jefes moderar las
idiosincrasias de sus empleados, homogeneizar sus comportamientos ni mantener sus
acciones dentro del rígido marco de la rutina» (Bauman, p. 39; la cursiva es nuestra).

Ramsden señaló acertadamente que el objeto de la enseñanza es simple: conseguir


que el aprendizaje de los estudiantes fuera posible (1992). Desde este mismo prisma, y
aceptando nuestros posmodernos tiempos líquidos, la tarea del líder ya no es liderar,
sino dejar que los demás se monitoricen a sí mismos. Solo podemos conseguirlo
sirviéndoles. La pirámide se invierte, los de arriba sirven a los de abajo. Aunque no es
nada nuevo, ¿Cuándo dejó de servir el educador al estudiante?, ¿cuándo dejó de ser
pública la escuela pública?, como se preguntaba Fernández Enguita en 1999. Otro
dilema, en el que no podemos entrar por falta de espacio, es si la educación ofrece un
servicio o quizá se enmarca dentro de las profesiones asistenciales (Altarejos, 1998), y
su esencia es la de «ayudar» y no solo «servir», pasando del «liderazgo servidor» al
«liderazgo asistencial».

Quien tenga el poder, y quiera servir, será un excelente líder. No necesitamos que
el Keleustes nos toque el tambor para remar, sino tener fe en los sueños del capitán,
sabiendo que nos guía con paso firme hacia un nuevo mundo. Como remeros
convencidos, no le llevamos a ninguna parte, vamos con él, le acompañamos
voluntariamente; no tenemos grilletes ni castigos, es el capitán quien tiene que pedirnos
que, por favor, descansemos para no extenuarnos.

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IDENTIDAD PROFESIONAL DEL DOCENTE UNIVERSITARIO

Mª de las Mercedes Inda Caro, Mª del Carmen Rodríguez Menéndez y José


Vicente Peña Calvo
Universidad de Oviedo

1. A propósito del concepto de “rasgo”

Stern (1921, citado en Allport, 1977) definió los rasgos como el componente de la
personalidad el cual es inferido de la totalidad del comportamiento de la persona, pero
no de la observación directa de su conducta, considerando la personalidad como una
unidad dinámica y multiforme (Allport, 1977, pp. 44-45). Un rasgo es un atributo
estable, persistente y habitual; y suele ser comparado con aquellos aspectos del
comportamiento del individuo, que son estacionarios y cambiantes, los cuales están
determinados por el espacio y el tiempo (Allport, 1977). El concepto de rasgo fue
reconocido en la tercera edición revisada del Diagnostic and statiscal manual of mental
disorders (A.P.A., 1987), como aspectos importantes en el estudio de la personalidad.
La interpretación de los rasgos y de su estructura ha sido sometida a muchas
discusiones. Así, cuando se planteó el modelo de los rasgos (Golberg, 1993), una de las
cuestiones era determinar los términos que iban a ser empleados. En este contexto,
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algunos psicólogos del rasgo solucionaron el problema seleccionando conceptos


derivados de modelos teóricos existentes, o seleccionando conceptos populares. En este
sentido, destacamos el estudio clásico de Allport y Odbert de 1936 (Golberg, 1993), los
cuales revisaron la edición de 1925 del Webster´s New International Dictionary e
identificaron 4504 términos que describían rasgos de personalidad del idioma inglés
(agresivo, introvertido, sociable, etc). Lo importante del concepto de rasgo para la teoría
de la personalidad es que abrió las puertas a la definición de la personalidad en términos
dimensionales y se empezaron a superar las taxonomías categoriales1. En el caso que
ocupa a esta addenda, se pasó de definir a un sujeto como: “esta persona es un líder,
versus esta persona no es un líder” a “esta persona tiene rasgos de líder porque
desarrolla comportamientos de autocontrol y autorregulación (rasgo tesón), es altruista y
generoso (rasgo de afabilidad)”2. El modelo dimensional de la personalidad proporciona

1
La polémica sobre la validez de la taxonomía DSM sigue de actualidad como lo demuestra el rechazo por
parte del National Institute Mental Heath (NIMH), entre otras organizaciones nacionales e internacionales
a la 5ª versión del (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders, D.S.M.) (Sainslow, Pine,
Quinn, Kozak, Sung-EnWang y Cuthbert, 2010).
2
Para ejemplificar un modelo dimensional de personalidad, se emplea el Modelo de “Los Cinco Grandes”
(Costa y McCrae, 1985; Digman, 1990; Norman, 1963). Este modelo define la personalidad en base a
cinco rasgos: extraversión (energía), cordialidad (afabilidad), responsabilidad (tesón), neuroticismo
(estabilidad emocional) y apertura a la experiencia (apertura mental).

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Mª Mercedes Inda Caro, Mª Carmen Rodríguez Menéndez y José V. Peña Calvo

información más flexible, específica y comprensiva, mientras que los sistema


categoriales tienden a perder información y crear dilemas en las clasificaciones cuando
las personas se encuentran en los límites de las categorías (Inda-Caro, Lemos-Giráldez,
Paíno-Piñeiro, Besteiro-González, Alonso-Rionda y Bobes-García, 2006; Inda, 2002).
Dentro de la teoría de la educación en relación a cómo se define y construye la
personalidad del docente, hay que destacar la distinción que realizó Esteve (1997) entre
los paradigmas presagio/producto y proceso/producto. En estos dos enfoques teóricos
sobre la personalidad del docente, se debate precisamente, el concepto de rasgo como
una categoría diagnóstica estanca y estática (paradigma presagio/producto) o el rasgo
como dimensiones que evolucionan y cambian (paradigma proceso/producto).

El “rasgo” como dimensión queda reflejado en el análisis del liderazgo


transformacional (Cogliser, Gardner, Gavin y Broberg, 2012; Molero, Recio y
Cuadrado, 2010), el cual viene definido por cinco factores: influencia idealizada-
atribución, influencia idealizada-conducta, motivación inspiracional, estimulación
intelectual y consideración individualizada, entendiendo el término factor como una
variable cuyos valores tienen una distribución continua.

La estabilidad del rasgo hay que ponerla en cuestión, cuando se ha comprobado la


posibilidad de mejorar los comportamientos que recogen las dimensiones de
personalidad . Así, la plasticidad esperada, en algunos de los rasgos de personalidad, se
puede ver reflejada en el enfoque transformacional del liderazgo frente al enfoque
transaccional. En este sentido la ponencia lo indica muy escrupulosamente cuando dice
“…el estilo de liderazgo empleado será efectivo en función de los roles desempeñados
en cada situación” (Bernal, Jover, Ruiz y Vera, 2013, p. 4), y también en Molero, Recio
y Cuadrado (2010, p.495): “El liderazgo transaccional,…,está basado en el intercambio
de recompensas entre el líder y los miembros de su equipo. Los empleados realizan su
labor y a cambio el líder o directivo les proporciona recompensas económicas u otro
tipo de refuerzos”. En este modelo de liderazgo, se trabaja desde la perspectiva
conductista, respuesta-reforzador, de tal manera que se podría inferir una definición
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categorial del concepto “ser líder”, frente al enfoque dimensional del modelo
transformacional.

Una de las características que implica el enfoque transformacional es la capacidad


del líder de dotar de libertad al grupo para que pueda seguir construyendo ideas, es
decir, “respetar el valor de la cultura organizacional” (Bernal, Jover, Ruiz y Vera,
2013, p. 7). Dentro del contexto universitario, esta reflexión, lleva a lo siguiente, ¿Cuál
es la identidad profesional del docente universitario, es un líder educativo? ¿Es un líder
investigador? o ¿Ambos? La respuesta estas preguntas va a definir cuál es la cultura de
la Universidad, y el grado en el que el docente podrá dotar de mas herramientas a sus
estudiantes para modificar y construir el conocimiento.

2. Definición de la identidad profesional del docente universitario

El profesor universitario es un científico, educador, creador. Es un científico


porque dedica tiempo a la búsqueda de datos que verifiquen sus hipótesis, para luego
publicar sus resultados, pero también es un creador de ideas nuevas, que quiere
transmitir a la sociedad a través de sus estudiantes. ¿Y educador? La respuesta a esta
pregunta han sido muy distintas, pero si se afirma que los aprendizajes que se
transmiten tienen criterio de uso, contenido, forma y equilibrio (Esteve, 1983; Esteve,
2010), la respuesta es afirmativa. En este sentido, para Martínez, Gros y Romañá (1998)

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Identidad profesional del docente universitario

“la función docente es educar en tanto es una función cultural”. La ponencia afirma:
“entre el amor a los alumnos y el amor al saber, ambos son ingredientes de los
procesos de enseñanza. No se trata de enfrentar una profesión centrada en el
alumno…con una profesión centrada en el saber..”(Bernal, Jover, Ruiz y Vera, 2013,
12). Dentro del terreno universitario se podría afirmar “entre el amor a la docencia y el
amor a la investigación no se trata de enfrentar una profesión centrada en la
docencia…con una profesión centrada en la investigación”. La formación que deben
tener estos profesionales, va en una doble vertiente: deben dominar el campo de
conocimiento en el que van a trabajar, y además deben tener la formación
psicopedagógica, acorde con las funciones y la eficiencia que se espera de este colectivo
de profesionales (Fernández, 2008). Debe ser un colectivo en el que predomine la
capacidad reflexiva y crítica (Palomero, 2003). Comprometido con su doble vertiente
docente e investigadora, capaz de generar nuevo conocimiento. La profesión docente
necesita que se creen vínculos entre las dos identidades que constituyen esta profesión:
la docencia y la investigación. Lo que sucede es que la “identidad docente se genera a
posteriori y sobre la primera identidad, mucho más vinculada al área de
especialización” (Fernández, 2008, 284).

Recordando la distinción entre las categorías de profesionales del sistema


educativo y profesionales de la educación (Sarramona, Noguera y Vera, 1998;
Touriñán, 1990), los primeros son todas las personas que trabajan dentro del sistema
educativo, mientras que los segundos son, únicamente, los que tienen la “tarea de
intervenir, realizando las funciones pedagógicas para las que se han habilitado”
(Sarramona, Noguera y Vera, 1998, 105). Esta distinción es muy interesante por lo que
implica, es decir, no todo profesional del sistema educativo es profesional de la
educación. Estos autores definen a los profesionales de la educación como aquellos que
son competentes y han sido habilitados para ejercer funciones pedagógicas. Se
distinguen tres funciones pedagógicas: la función docente, la función de apoyo al
sistema educativo y la función de investigación, por lo tanto, el perfil del docente
investigador, en cuanto profesional de la educación, no puede ser entendido sin la doble
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vertiente docente e investigadora.

Sarramona, Noguera y Vera (1998) consideran que son todas ellas funciones
pedagógicas porque requieren que la persona tenga conocimientos sobre el hecho y la
acción educativa. Cada una de ellas se especializará, según el ámbito y nivel en el que
trabaje. Lo que parece claro es que se trata de un perfil heterogéneo y a la vez
unificador, no se puede comprender un docente universitario que no desarrolle las dos
vertientes de su identidad profesional, teniendo como meta final la educación del
colectivo de estudiantes a los que dirige su labor.

3. Proyección de futuro

Hoy en día el docente universitario, acentuado por la situación socioeconómica


actual, se tiene que enfrentar a situaciones para las cuales no ha sido formado, son
realidades, en muchas ocasiones definidas como no conocidas, de desorden e
incertidumbre ante las cuales tiene que resolver problemas concretos que surgen en su
quehacer cotidiano. De tal manera que el profesional de la educación debe realizar un
proceso de reflexión sobre la acción y una reflexión en la acción. El primero, se refiere
al análisis que debe realizar el docente sobre la acción una vez finalizada y observadas
las consecuencias, mientras que la segunda es la que se produce durante la acción.
Como resultado de estas dos, Santos (1992) establece una tercera que es la reflexión

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Mª Mercedes Inda Caro, Mª Carmen Rodríguez Menéndez y José V. Peña Calvo

para la acción, que se define como el análisis que haría el docente para mejorar sus
futuras acciones e intervenciones educativas.

El debate sobre la competencia reflexiva del profesional docente se ha realizado


desde diferentes perspectivas dentro de los círculos académicos. Para algunos es una
reflexión sobre el proceso educativo, para otros es una reflexión sobre el contenido,
otros se centran en el producto de la reflexión. La competencia reflexiva del docente le
permitirá transformar el contenido disciplinar de la asignatura en materia de
aprendizaje. En este sentido, también es necesario tener en cuenta la vida profesional
que haya podido tener el docente en otros ámbitos, así como el bagaje vivencial con el
que llegan los estudiantes a la Universidad: sus formas de pensar, su lenguaje y
actitudes antes los estudios elegidos. Por otro lado, sería bueno reflexionar sobre el
error, a veces extendido, acerca que las formas de pensar del educando se encuentran en
un plano inferior a las del docente, como también reflexionar sobre algunas de las
teorías clásicas de la educación, las cuales hacían necesario eliminar la distancia entre el
estudiante y el docente. Como indica Barcena (2012) esta confusión comenzó con la
teoría de Rousseau, y la autoría de esta addenda se aventura a señalar, que continuó, con
una interpretación errónea de algunos de los autores de la tradición renovadora que se
desarrollaron a lo largo del siglo XX. Barcena (2012, 48) señala muy acertadamente:
“cuanto más se quiere suprimir esa distancia más necesidad existe de explicarla,
introduciendo nuevo saberes, que paradójicamente la incrementan”. El profesional de
la educación, en la medida que tenga presente estas variables, conseguirá desarrollar un
liderazgo transformacional y no transaccional y le permitirá construir un conocimiento
que tenga significado para los estudiantes.

Es necesario que el docente esté en una continua reestructuración de su quehacer


diario dentro del aula y fuera de ella. Fernández, Rodríguez y Rodríguez (2010) señalan
tres aspectos que pueden ser considerados para integrar su perfil investigador dentro de
la actividad docente: 1) presentar al estudiante situaciones reales, que le permitan
interpretar y poner en práctica las teorías, 2) fomentar en el estudiante la capacidad de
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observación desde diferentes puntos de vista, y 3) desarrollar metodologías activas, en


las que el estudiante pueda construir el conocimiento a partir de la información. Además
todo educador debe ser investigador de su propia práctica docente, lo que le va a ayudar
a mejorar su propia tarea. Es la mejor vía de innovación, que junto con el estudio de
otras experiencias y de otras investigaciones, le llevarán a un continuo progreso de su
actividad profesional. No hay duda de que mantener esta actitud investigadora
potenciará la calidad de la educación, ya que se habrá conseguido una disposición
constante para examinar con sentido crítico y sistemático la propia práctica.

Gimeno (2010) define la carrera profesional docente desde tres planos: el plano
discursivo, el metodológico y el práctico. El plano discursivo, sería el primer nivel para
definir la profesión docente en el siglo XXI. Se trata de definir la filosofía que sustenta
esta profesión. Es necesario establecer las funciones docentes, distinguiendo entre
aquellas que son irrenunciables y las que tienen un componente de voluntarismo,
valorando la relevancia de cada una de ellas (Gimeno, 2010). En la búsqueda de cuál
puede ser esta filosofía, la addenda sugiere buscar las respuestas en el enfoque
transformacional del liderazgo, presentado en la ponencia, de tal manera que los y las
docentes sean vistos como expertos, personas que estimulan la curiosidad de sus
estudiantes, sepan responder a sus necesidades académicas y sean modelos a seguir
(Bogler, Caspi y Roccas, 2013), teniendo en cuenta la construcción de un yo positivo
defendido por el enfoque eudemónico de la educación, “…consistente en la promoción

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Identidad profesional del docente universitario

de valores de autodirección, apertura a la experiencia y creatividad, autocuidado y


autogobierno emocional, con vistas al logro de la autorrealización y la felicidad”
(Romero y Pereira, 2011, p. 74).

En el plano metodológico se trata de definir cuál es la estructura de la carrera


docente, que vendrá definida por el primer nivel (discursivo). Construir cómo va a ser la
progresión de la carrera. La diferenciación de funciones puede dar lugar al
establecimiento de escalas dentro del cuerpo docente, que sean reflejo del mérito
personal o de equipos docentes. Habrá que concretar la información que ha de utilizarse
para construir la estructura, así como quiénes van a ser los que establecen el sistema de
valoración del profesorado.

El plano práctico supone definir cómo se va a llevar a cabo esta carrera, el marco
legislativo que lo sustenta, teniendo en cuenta tanto los derechos como los deberes del
docente. Es necesario definir unos estándares de buenas prácticas docentes, lo que se
espera que haga el profesorado. Como muy bien escriben los autores de la ponencia:
“No se trata de invertir más dinero, sino de crear las condiciones y clima
necesarios…para que cada profesor pueda mejorar sus prácticas educativas y el
aprendizaje de los alumnos” (Bernal, Jover, Ruiz y Vera, 2013, p. 7).

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IDENTIDAD DIGITAL. MEMORIA Y LIDERAZGO

Francisco Javier Jiménez Ríos


Universidad de Granada

Nuestra palabra es para mostrar un aspecto que se ha ido activando en nuestra razón,
sentimiento y voluntad, en el transcurso de la lectura de la ponencia: El liderazgo
educativo, tal como se ha ido describiendo, recobra una fuerza especial cuando
introducimos la variable digital, que marca hoy nuestro tiempo-espacio educativo, hasta
forjar una nueva identidad profesional comunicativa, en el dinamismo de una huella
digital que acuña nuestra historia personal y colectiva.

Nuestra addenda, por tanto, se estructura en dos momentos: en el primero


pretendemos resaltar algunos aspectos de la ponencia que entendemos que son de
capital importancia para abordar el tema que nos ocupa y que hoy se hace extremamente
necesario; en el segundo momento introducimos la variable digital que marca nuestro
mundo como un “mundo digital globalizado” para insinuar como en este mundo de
comunicaciones se hace aún más fuerte la necesidad de Maestros que vayan abriendo
continuamente la brecha educativa en el sentido moral que despliega la ponencia, de tal
manera que su huella digital se convierta en una marca que abra el horizonte personal en
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el lugar en el que muchas fuerzas concurren dificultando la realización de la persona en


la marcha histórica desde las argucias de la alienación capitalista.

1. Liderazgo colaborativo

Comenzamos enfatizando una afirmación en la que encontramos la clave de todo


liderazgo, a la vez que abre nuestra entraña a los grandes Maestros que atesora la
humanidad y celebra nuestra persona: “En cierta manera, ser líder educativo es buscar
con esperanza el aporte único que hay en cada persona, mientras no deja de construirse
uno mismo en aquello con lo que está comprometido” (Bernal, Jover, Ruiz y Vera,
2013, 15).

Educar-se consiste en un continuo estar dando de sí la realidad personal humana


(educere), apropiándose creativamente los tesoros de la historia (educare).

Una afirmación que nos lleva inmediatamente a la conclusión de la ponencia,


que pretendemos poner de relieve: “A nuestro parecer, el liderazgo se nos muestra no
como una acción agresiva, sino como un modo de pensar y de sentir sobre nosotros
mismos, sobre lo que hacemos y sobre la naturaleza de aquello que hacemos. Su
última referencia moral es la que le convierte precisamente en un fenómeno
educacional, frente a otras posibilidades de liderazgo. El profesor como líder se sitúa
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Francisco Javier Jiménez Ríos

así en un proceso reflexivo sobre los factores necesarios para lograr los propósitos
personales e institucionales, en un marco de redistribución del poder. Este liderazgo,
transformacional, está preocupado por alentar la participación y la cooperación de
todos los miembros de la organización. Aunque el conjunto de recursos que
conforman la planificación, la organización y la realización de tareas del grupo
constituye, obviamente, objeto de su preocupación, se distingue sobre todo porque las
personas, su interacción y las prácticas que de ellas se derivan, están antes que la
estructura. Hay aquí una inequívoca dimensión moral del liderazgo, puesto que se
trasciende la mera necesidad inicial de la organización. Puede generarse así una
cultura desde la que todos los miembros de la organización pueden contribuir al logro
de las metas y al crecimiento y el cambio individual e institucional” (Bernal, Jover,
Ruiz y Vera, 2013, 21).

Entendemos que en el fondo de la ponencia está jugando la distinción kantiana


entre moralidad y legalidad, recayendo en la moralidad la descripción del liderazgo en
general y del liderazgo educativo de una manera especial. El juego entre poder y
autoridad se resuelve en favor de la segunda como “cuidado personal”. La referencia a
Bertrand Russell es significativa en este sentido: “nos dejó dicho hace tres cuartos de
siglo sin que sus palabras hayan perdido una nonada de vigencia: ‘El amor al poder es el
peligro principal del educador, como el del político; el hombre a quien se puede confiar
la educación debe cuidar de sus discípulos por sí mismos, y no únicamente como
soldados potenciales de un ejército o como propagandistas de una causa’ (Russell 5,
2010 [1938], 284)” (Bernal, Jover, Ruiz y Vera, 2013, 4). La realidad personal humana,
en cuanto fin en sí misma, marca la diferencia abismal con todo cuanto hay en nuestra
realidad temporal: cada persona vale más que el universo entero. Nos topamos con la
clave de todo proceso educativo y de la educación misma.

Este cuidado de las personas en el mundo, que se nos muestra como liderazgo
educativo, se percibe en la clave de articulación de muchas dicotomías que en la
ponencia se constituyen en sistema, mostrando la principialidad real y epistemológica
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de alguno de los polos. Todas ellas nos parece poder comprenderlas concurriendo en
una muy simple de nuestro quehacer cotidiano: “Entre el amor a los alumnos y el amor
al saber, no es necesario elegir, ambos son ingredientes de los procesos de enseñanza.
No se trata de enfrentar una profesión centrada en el alumno, que se dedica a ayudarlo a
comprender, con una profesión centrada en el saber, que se contenta con transmitir los
conocimientos a los alumnos y les anima a trabajarlos de manera autónoma. Ambas
cosas son necesarias y se complementan. Al trabajar con los contenidos, los alumnos
aprenden y al aprender crecen como personas” (Bernal, Jover, Ruiz y Vera 2013, 13).

El cuidado de las personas en el mundo es la expresión de una tensión sistémica


en la que consiste la educación y el proceso de la marcha histórica: “la educación no se
sitúa ni en el plano objetivo ni el subjetivo, sino en el escurridizo terreno que queda
“entre” estos dos extremos (Jaspers, 1958-59, I, 140). La educación exige un objetivo
que trasciende al educador y al educando. Lo que convierte el liderazgo en relación
educativa es la tensión entre estos dos polos: la intencionalidad funcional de cara a un
objetivo que supone desde algún punto de vista una mejora, y la atención personal a la
persona que se educa como fin en sí para la que se procura esa mejora” (Bernal, Jover,
Ruiz y Vera, 2013, 19).

La tensión del “entre” abre continuamente el horizonte del liderazgo educativo en


un ejercicio de libertad de las personas que se muestra como autoridad liberadora: “Para

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Identidad digital. Memoria y liderazgo

aspirar a tener oportunidades de éxito en la enseñanza, para aspirar a que los alumnos
reconozcan a sus profesores el derecho a ejercer alguna influencia sobre ellos, es
necesario que tengan un sentido claro de identidad. Al reconocimiento de ese derecho a
ejercer influencia sobre los alumnos, se le ha denominado autoridad, una autoridad
liberadora que se basa en el reconocimiento en otra persona de un mejor ser, de unos
valores, un saber o un prestigio que se acepta voluntariamente en tanto ayuda al otro a
mejorar y a aspirar con esperanza a nuevas y mejores metas (Esteve, 1977, 2010)”
(Bernal, Jover, Ruiz y Vera, 2013, 13).

La autoridad liberadora implica la concurrencia de iguales (personas educando-se)


y distintos (distancia salvadora, experiencia creadora) en un caminar junto a, un
compartir un camino en el que la sabiduría fluye en todos los sentidos, construyendo la
biografía personal y la marcha de la historia, apropiándose posibilidades y creando
capacidades que enriquecen el tesoro que abre el futuro personal y colectivo: “el
liderazgo es algo que se ejerce siempre en el seno de una relación, de un grupo…Lo
propio del liderazgo docente, tal como lo entiende Dewey, es que es una dirección que
se ejerce desde el interior del grupo. El profesor líder hace suyo el objetivo del grupo, el
aprendizaje, y, al hacerlo, se pone al mismo nivel que sus aprendices. Los especialistas
actuales sitúan en este actuar desde dentro en vistas a una meta compartida la base del
liderazgo organizativo, lo que, como señala Dimmock, ha llevado a abandonar la vieja
visión “heroica” y “carismática” del líder que dirige desde arriba en favor de modelos
de liderazgo distribuido (Dimmock, 2012, 98-114). En este sentido, ya hemos señalado
que el liderazgo en las instituciones educativas tiende a verse hoy como un liderazgo
compartido. Cuando esta filosofía de actuación desde dentro se traslada del centro a la
vida del aula, implica no sólo una forma de organización, sino, sobre todo, una
determinada concepción del aprendizaje y el conocimiento, que Dewey plasmó en su
noción de la democracia como empeño fundamentalmente epistemológico (Johnston,
2006)” (Bernal, Jover, Ruiz y Vera, 2013, 18-19). Por estos derroteros nos encontramos
con la pedagogía del oprimido de Paulo Freire.
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Este liderazgo colaborativo es fundamental para el liderazgo educativo en el


mundo digital: construyéndome como persona, en el mundo digital, con una huella
digital adecuada a mi realidad personal, me constituyo en posibilidad de construcción de
otras personas, en el ámbito de un aprendizaje ubicuo, en un continuo dar y recibir
como un estar dando de sí en la apropiación creativa de valores. Lo nuevo está en los
dinamismos del tiempo-espacio, la sincronía asincrónica, los juegos del nombre-
anonimato, y la fuerza de una huella que inmediatamente escapa a mi control.

2. Identidad digital: una nueva forma de liderazgo educativo

Escucho la espontaneidad de un niño nacido en 2002: “un mundo sin ordenadores


sería como un mundo sin aire”. Y recuerdo la obra de Leroi Gourhan (1965): el hombre
crea un cuerpo exteriorizado que finalmente lo aliena. Para Gourhan se ha dado una
extraordinaria naturalización de la historia que no ha ido pareja con una evolución
adecuada del principio sim-bólico, de tal forma que parece hacerse imposible el futuro
de la humanidad.

Pero, volviendo a la “tozudez de la realidad”, que nos recuerda la ponencia,


parece que ese cuerpo exteriorizado es ya nuestro cuerpo, el cuerpo real que posibilita
nuestra realidad consciente en su despliegue como memoria.

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Francisco Javier Jiménez Ríos

Si esta situación conforma nuestra realidad no podemos refugiarnos en la queja de


la negación sino que se hace necesario lanzarnos en hacia un futuro esperanzador en el
que se desarrolle el principio simbólico que Gourhan añora.

Es aquí donde cobra todo su valor el liderazgo educativo en la era digital. Un


liderazgo que se afinca en la igualdad radical de nuestra dignidad y que persigue la
justicia en el ejercicio de la libertad. Un liderazgo, que desde este presupuesto, se
constituye en la comunicación y se resuelve como liderazgo colaborativo, en la
igualdad-diversidad.

Esto es coherente con una comprensión de la realidad personal humana en la que


el momento ex-tático es principal a su momento ens-tático en el sistema que constituye
esta realidad personal, que entendemos como un desarrollo del “rationalis naturae” en el
culmen del personalismo.

El hombre de todos los tiempos se ha empeñado en la superación del espacio y del


tiempo. El hombre de hoy se encuentra con una extraordinaria transformación del
tiempo-espacio que redimensiona su propia naturaleza finita.

Si hasta hoy era difícil dejar la huella personal en la historia, hoy resulta casi
imposible borrar nuestra huella digital. Si la historia es un esfuerzo por la memoria, hoy
nos encontramos la realidad de una memoria sin esfuerzo, una memoria casi indeleble.
Por tanto, nuestro esfuerzo ha de centrarse en la bondad de nuestra memoria, una
bondad sobre la que recae la capacidad de nuestro liderazgo educativo. Un liderazgo
que, hoy más que nunca, adquiere los rasgos de un liderazgo colaborativo, acorde con
nuestra propia naturaleza relacional y comunicativa, que interactúa a todos los niveles y
en todos los sentidos.

Nuestro liderazgo consiste, en buena parte, en el cuidado de nuestra huella digital


personal y comunitaria. La memoria retoma el timón de la historia: la memoria personal
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como despliegue poético de nuestra conciencia en el tiempo, y la memoria histórica


como despliegue creador de las conciencias interactuando.

El liderazgo educativo se muestra, con toda su fuerza, como cuidado de las


personas en el mundo. La huella del Maestro sigue siendo indeleble. Con otras
circunstancias y otras herramientas, con un matiz mucho más colaborativo, con una
expansión asombrosa. ¡No podemos caminar sin la huella de los Maestros! ¡Juntos,
podemos reconquistar el símbolos de nuestra historia! ¡Necesitamos empeñarnos en la
construcción colaborativa de huellas digitales buenas para vencer al diábolos capitalista
que fluye por las redes!

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LIDERAZGO, ÉTICA Y EDUCACIÓN

Ramón Mínguez Vallejos


Universidad de Murcia

Sólo una vida vivida para otros merece la pena ser vivida
Einstein

1. Apertura

Cualquier acción educativa comienza con la posibilidad de una transformación. Aquí


partimos de la idea de construir un “círculo visual propio”, como reclamaba Herbart,
antes de lanzarse a la tarea propia de educar. A nuestro juicio, uno de los aspectos más
importantes de la educación es acotar el sentido y significado de lo que se pretende
hacer en cualquier espacio e institución educativa. Si la acción de liderar está
relacionada con la conducción de personas, nunca se insistirá lo suficiente en que el
liderazgo, particularmente educativo, está necesitado de centrarse en dos tareas básicas:
a quiénes se conduce y para qué. A nuestro juicio, lo que importa en el liderazgo
educativo es el aspecto humano (Rojas y Gaspar, 2006). Y ello corresponde a una nueva
perspectiva que la investigación pedagógica ha mostrado como imprescindible para una
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educación de calidad.

Hasta no hace mucho tiempo, la cuestión del liderazgo estaba orientada en


relación con la organización y la gestión educativa (Lorenzo, 2005). A menudo, los
planteamientos sobre este asunto provenían de otros contextos, en especial de la política
y de la administración de empresas, ignorando la especificidad propia de la educación.
Con ello se hacía un trasvase de las formas más eficaces de gestión basadas en una ra-
cionalidad técnica que, por sí misma, no han sido suficientes para garantizar una
educación de calidad. Es necesario ampliar la noción de liderazgo educativo que incluya
el carácter ético del mismo. El reto es apostar por un liderazgo personal capaz de aunar
el bien común del grupo o institución educativa; un liderazgo personal que apueste por
unos valores comunes educativos en sí mismos como guía para la acción que se
desarrolla en un proceso dialógico y deliberativo, en el que todos los miembros tengan
igual grado de competencia comunicativa para lograr un consenso común de valores e
intereses.

2. Ética y liderazgo personal: implicaciones educativas

Partimos del supuesto de que el liderazgo personal es constitutivamente ético. Y


aquí no hay una interpretación ética del fenómeno educativo, ni tampoco la aplicación
en términos educativos de una teoría ética, sino que la educación es en su raíz un

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Ramón Mínguez Vallejos

acontecimiento ético (Ortega, 2013). Por ello mismo entendemos que el liderazgo
educativo está impregnado de una determinada condición ética. ¿De qué modo?

En un intento de obligada síntesis, la situación actual en la que vivimos está


marcada por una demanda inaplazable: la necesidad de un liderazgo ético o moral
(Howard, 2012). El desarrollo científico, tecnológico y productivo no ha logrado por sí
solo sacar a la humanidad de los graves problemas que le aquejan (pobreza, hambre,
terrorismo e injusticias de todo tipo). En el terreno educativo, el panorama no es menos
alentador (fracaso escolar, abandono y exclusión educativa, desempleo, etc.). Si nos
acercamos a esta problemática, en conjunto, con la actual imagen científica del mundo
(bien sea con la teoría de la evolución o de la neurociencia, por ejemplo), se llegaría a
una visión naturalista de la realidad en la que se vuelve irrelevante preguntar ¿Por qué
esta realidad tan frustrante? ¿Por qué sufren tantas personas? ¿Por qué unas
consecuencias tan dolorosas que impiden vivir con dignidad? La resignación ante lo que
hay, junto a las diversas aflicciones físicas o morales, desorientación y ausencia de
sentido, conlleva no solo a la precipitación o a la superficialidad, sino también se
desliza una sensación de banalidad y desconcierto que dejar de plantearse la pregunta
por el qué y para qué hacer aquí y ahora equivale en último término a la abdicación del
ser humano en cuanto tal. Lejos de verse empujado hacia la desesperación, se mantiene
viva la pregunta por la necesidad de un sentido, de una orientación, de un liderazgo.
Pero ¿Qué liderazgo?

De acuerdo con Ramírez (2007), el liderazgo de tipo moral conllevaría tres


ingredientes básicos: educar (diagnosticar) para enfrentar la realidad actual. Desde ahí,
liderar es “movilizar a la gente para enfrentar los conflictos entre sus valores y creencias
y la realidad que están viviendo” (p. 47). Se trata, pues, de una tarea de tomar
conciencia de lo que pensamos y la realidad tal y como la vivimos. En segundo lugar,
crear un pensamiento y un sentimiento compartido por una comunidad humana con la
visión de un futuro mejor. Y en tercer lugar, movilizar hacia el logro de ese futuro, de
influir de modo no coercitivo o simbólico para coordinar actividades de los miembros
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de una colectividad hacia la consecución de un orden social justo. Los tres ingredientes
implican, pues, una capacidad de discernir las inconsistencias entre las condiciones
actuales de vida humana y los valores y principios morales que orientan nuestra
personal y comunitaria; la capacidad de denunciar esas inconsistencias, crear un orden
social justo y comprometerse activamente en la creación de ese nuevo orden.

Llevado esto al terreno educativo, implica pensar de otro modo la educación y el


liderazgo educativo. A nuestro juicio, la educación comienza con una relación ética, “en
el momento en uno quiere dar una respuesta solícita a ese otro que nos requiere”
(Boixader, 2011, 15). O como lo escribe el Prof. Ortega (2013, 15): “La educación es un
encuentro entre dos, del que busca y del que ofrece o propone, desde la propia
experiencia, modelos éticos de conducta”1. De lo afirmado, se sustenta la idea de que
una situación es educativa en tanto que alguien, el educando, es acogido y reconocido
como tal; por lo que no importa tanto el currículo vigente, ni las estrategias de
enseñanza-aprendizaje, ni los medios con los que se educa. Se trata de cómo se acoge al
otro y qué respuesta ética se le da. Quien rehúsa acoger al otro queda como
deshumanizado, mutilado, porque los seres humamos somos y nos hacemos en relación.
Quien reconozca al otro “posee una cualidad preciosa, designada por la palabra
civilizado” (Todorov, 2009, 30).

1
La cursiva es mía.

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Liderazgo, ética y educación

Ello implica la necesidad de hacer presente unos valores morales y otras tareas
educativas que sirvan para la construcción personal de cada educando. Ello no significa
que no sean conocidos; sin embargo, son considerados poco importantes por la escasa
relevancia social que hoy tienen tales contenidos porque no están encaminados hacia la
capacitación técnica o porque no se ajustan por completo a las demandas del mercado
laboral. Si la sociedad actual está determinada por una mentalidad tecnológica que
escasamente deja margen para otros contenidos educativos que no contribuyan sino a
reforzar un modelo de hombre racionalista, entonces, siendo este modelo parcialmente
necesario en la sociedad actual, también aquí se considera importante la formación de
personas para que generen calidad de vida, entendida ésta como la progresiva
humanización del mundo y que estén abocadas a enfrentarse con problemas de otro
orden, que sobrepasan la sola capacitación técnica y profesional. Estamos apuntando
pues a otras cuestiones de orden moral que afectan directamente a la relación de cada
uno consigo mismo, con los demás y con la naturaleza.

3. Liderazgo personal y educativo como liderazgo ético

Puesto que el liderazgo educativo está centrado en las personas y, por su carácter
ético, el líder personal debe ante todo acoger al otro. Esto es, no solo conocer al otro en
todas sus variables para el logro de unos resultados previamente establecidos, sino que
lo considera como alguien que debe ser reconocido y acogido en lo que es. Lo cual
implica, a nuestro juicio, la propuesta de una tríada de valores morales y funciones
educativas asociadas a esos valores:

Liderazgo personal como alguien que practica la escucha activa.

Uno de los errores que el liderazgo educativo comete en la práctica es el escaso


tiempo que le dedica a escuchar. Inmersos en una reglamentación y en el cumplimiento
de las tareas educativas que deja poco margen para la comunicación interpersonal y el
diálogo, el liderazgo educativo olvida la importancia de la escucha activa como función
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posibilitadora de la relación educativa. Cabría afirmar que, en términos generales, la


escucha manifiesta el interés y la aceptación de la otra persona, e intenta comprender
cómo es el otro tanto en sus comportamientos, como en su lenguaje verbal y no verbal.
La escucha activa busca el entendimiento de lo que el otro dice y hace, al igual que la
disposición personal a dejarse interpelar por lo que el otro nos comunica, desde la idea
de que ese diálogo pueda producir cambios en mi persona y en la del otro (Bermejo y
Martínez, 2012).

Liderazgo personal como alguien que empatiza con el otro.

Es claro que el liderazgo educativo aquí defendido comporta unas relaciones


orientadas hacia la promoción de las personas, en procesos de acompañamiento, en el
compromiso de unos valores que se traducen en comportamientos de proximidad. La
empatía o compasión, entendida como la comprensión de lo que le ocurre al otro por
medio de la identificación afectiva, se ha convertido en un nuevo itinerario del liderazgo
personal en educación. Ponerse en el lugar del otro, en su mundo de pensamientos,
sentimientos y experiencias, entender su modo de pensar y actuar, es una condición
indispensable de las relaciones personales exitosas del liderazgo personal. Además,
exige una valoración y consideración positiva de la persona como ser original que se le
acoge como tal. La visión positiva del otro tiene que ver con el hecho de aceptar la

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Ramón Mínguez Vallejos

introducción de cambios personales y colectivos que posibiliten la consecución de


resultados deseables.

Liderazgo personal como alguien que se solidariza con el otro.

No es posible un liderazgo educativo de calidad sin el encuentro solidario con el


otro. En cualquier proceso de relación personal es imprescindible el cultivo del
encuentro como expresión de solidaridad con el otro. Y ello significa la experiencia de
encontrarse con el otro desde su vulnerabilidad y debilidad, en su dolor e injusticia y no
quedarse indiferente. De ahí que la responsabilidad para con el otro (Mínguez, 2012)
sea horizonte normativo del liderazgo personal. Y esto constituye una expresión de
solidaridad que tiene como empeño el enriquecimiento ético de las personas y de la
sociedad.

Referencias bibliográficas

BERMEJO, J. C. y MARTÍNEZ, A. (2012) Humanizar el liderazgo. Bilbao, DDB.


BOIXADER, A. (2010) Presentación, en MÈLICH, J. C. y BOIXADER, A. (Coord.) Los márgenes de la
moral. Una mirada ética a la educación. Barcelona, Graó.
HOWARD, A. (2012) It’s time for moral leadership. Sidney, The Confidere Group, Consultado el 2 de
Junio de 2013:
http://confideregroup.com/wordpress/wp-content/uploads/2012/11/Its-time-for-moral-leadership.pdf
LORENZO, M. (2005) El liderazgo en las organizaciones educativas. Revisión y perspectivas actuales.
Revista Española de Pedagogía. 63 (232), 367-388.
MÍNGUEZ, R. (2012) La convivencia como responsabilidad con el otro: una propuesta ético-educativa
para la relación identidad-diversidad (pp. 279-302). En TOURIÑÁN, J. M. (coord.). Desarrollo
cívico, sentido intercultural de la educación y convivencia cualificada y especificada. Oleiros (A
Coruña), Netbiblo.
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ORTEGA, P. (2013) Educar es responder a la pregunta del otro. Boletín Virtual de la Red
Iberoamericana de Pedagogía. 824, 15-28.
RAMÍREZ, J. S. (2007) El liderazgo moral: el reto de este siglo. INCAE Business Review. 1 (3), 44-55.
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TODOROV, T. (2009) La memoria, ¿un remedio contra el mal? Barcelona, Arcadia.

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