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Vamos a analizar la posible relación entre dos tipos de acciones: por un lado las concernientes a la

recepción de las producciones artísticas y, por otro, las que podrían tener consecuencias éticas
tanto en lo individual como en lo colectivo. Provisoriamente daremos por supuesto que las
primeras son propias de la esfera del gusto y no trascenderían el ámbito meramente subjetivo
mientras que las segundas podrían influir o resultar determinantes para el curso de la vida de
quien las lleva a cabo o sobre la vida de otros. Así podemos distinguir la acción de detenernos a
sentir el perfume de una flor, de saborear nuestra comida preferida, escuchar una canción y
emocionarnos, o disfrutar de la lectura de una poesía de elecciones tales como conceder o negar
una ayuda a alguien quien nos la pide, afirmar una verdad o una mentira acerca de algo o acerca
de alguien o votar una opción política u otra. Podríamos preguntarnos qué clase de acciones son
más importantes.

También queremos aclarar que usamos el término recepción para abarcar una serie de
posibilidades muy diversas como ver, mirar, contemplar, oír, escuchar y muchas otras ¿Podremos
determinar, a partir de este tipo de acciones otras que adquieran relevancia moral? Tomamos esta
pregunta como el eje de este capítulo en pos de vislumbrar los posibles puentes entre el campo de
la estética y el de la ética. Desde la antigüedad los filósofos se han preguntado y cuestionado el
valor y la fuerza de estas conexiones, persistiendo este debate hasta la actualidad. Ya Platón, en
República cuestiona el rol de los artistas y poetas acusándolos de ilusionistas, invalidando su
capacidad para educar a la juventud. Mientras tanto Aristóteles, su discípulo, en Poética,
considera las virtudes de la poesía trágica como inductora de sentimientos éticos tales como la
piedad y el temor, a partir de la experiencia de la catarsis. En la modernidad, sin embargo la
esfera del gusto tiende a separarse del ámbito de las acciones morales alcanzando esta separación
su punto culminante en la formulación kantiana de la Crítica de la Razón práctica y de la Crítica de
la Facultad de Juzgar. A partir de esta última obra la estética habría encontrado su propio
fundamento universal.

Para este desarrollo tomaremos, como punto de partida antinómico, dos lenguajes artísticos
representativos de diferentes épocas, con historias propias y, también, como veremos, con
algunos puntos en común. Estamos hablando de la pintura y el cine. Del primero podemos citar
orígenes remotos y del segundo una data relativamente reciente, de principios del siglo XX. En
cuanto a la pintura no podemos eludir sus referencias legendarias que remiten a las fuentes de la
imitación y, en especial, a la actividad retratística. Así lo relata Plinio respecto al alfarero Butades,
quien copió la silueta del amante de su hija que se marchaba lejos, rellenando el contorno con
arcilla fresca y logrando una imagen fiel capaz de revivir la presencia del viajero con carácter
realista. También el comentario a la imagen pintada por el artista griego Zeuxis, representando tan
fielmente unas uvas que los pájaros engañados ante la verosimilitud se consagraron a picotear el
cuadro, apunta en esta dirección que realza la cualidad mimética de la pintura. Ambas leyendas se
pueden engarzar con los comienzos prehistóricos de la pintura rupestre y su significado. Estas
expresiones, que se remontan al paleolítico superior, habrían marcado, según el filósofo argentino
Luis Juan Guerrero, la superación del homo faber y la apertura de un mundo ligado a la capacidad
de representación. No entraremos ahora en esta cuestión pero quisiéramos marcar que, tanto en
las referencias legendarias como en las testimoniadas por el legado parietal el límite entre la
recepción contemplativa y la acción resulta bastante sutil, ya que así como la pintura paleolítica
estaría causando una cacería beneficiosa, las imágenes de los reyes habrían servido para la
difusión y la ostentación de los poderosos naturalizando determinado orden social y propiciando,
en los sujetos contempladores actitudes de respecto y sometimiento.

Pero podemos sostener respecto a la pintura que, a pesar de haber transitado durante la
antigüedad y hasta el renacimiento por sendas donde la mirada causaba o inducía a la acción, se
fue instalando, a partir de la modernidad y, sobre todo, desde la constitución paulatina de la
llamada autonomía del arte, patentizada por el surgimiento de los museos, en un esfera
meramente contemplativa. La misma afirmaba la pretensión de independencia de las acciones que
tuvieran que ver con el gusto respecto de las acciones de índole moral.

Contrariamente a estos orígenes y comienzos tan difusos que hemos referido respecto a la
pintura, la primera proyección cinematográfica cuenta con una fecha precisa el 28 de diciembre de
1895, cuando los hermanos Lumière hicieron público sus primeras realizaciones. Este acto de
exhibición del material filmado considerado como fundacional de la historia del cine ya nos habla
de la característica esencial del lenguaje. Para desarrollar este tópico resulta ineludible citar las
ideas del pensador alemán, Walter Benjamin, quien en su ensayo, La obra de arte en la época de la
reproductibilidad técnica (1936) considera esencial, para el lenguaje cinematográfico, en
contraposición con otros como la pintura, este carácter exhibitivo. Mientras que de un cuadro
habría, sin lugar a dudas, un original, apreciado como tal, de la producción fílmica existirían
innumerables copias destinadas a ser vistas por los espectadores y sería absurdo pensar en un
original. Esta distinción establece, para Benjamin, quien toma como eje la esencia material de los
diferentes lenguajes artísticos, una divisoria de aguas para la historia del arte, Mientras que en las
expresiones artísticas tradicionales primaba la valoración indudable de un original, cuya
apreciación por parte del espectador, sostenía una distancia casi religiosa, en los lenguajes
gestados a partir del ascenso de los medios de reproducción técnica acarreados por la segunda
revolución industrial, esta distancia, entre la obra y el espectador, consignado por Benjamin como
el aura del objeto artístico, caía irremediablemente. Este cambio sería causal necesaria de
importantes modificaciones en la percepción de la realidad. A partir de la consolidación, en primer
lugar de la fotografía y, luego, del cine la percepción de lo real se habría transformado.
Profundizando este aspecto nos habla Benjamin, de una consecuencia derivada que nos interesa
tener en cuenta. Nos referimos al llamado efecto de shock. El cine, por medio de esta supresión
de la distancia característica de los lenguajes pretéritos tendría la cualidad de golpear al
espectador valiéndose de sus imágenes. Cuando vemos una película éstas impactan en nosotros
sin mediación. No nos dan tiempo a preguntarnos si nos agradan o no. A causa de la eliminación
de la distancia operada por el mecanismo cinematográfico nos vemos condicionados a recibir ese
impacto indefectiblemente.

¿Qué nos sucede en cambio cuando apreciamos una obra pictórica? El crítico argentino Córdoba
Iturburu, abre su libro Cómo ver un cuadro con un “Primer consejo al contemplador” Según el
autor “Toda obra de arte es, (…) sustancialmente original y nueva sobre la tierra, y nuevo, en
ciertos aspectos, el complejo de sus elementos expresivos” (…) Es indispensable por eso, sin
retaceos ni limitaciones, sumergirse en su ámbito y dejar que actúe sobre nosotros sin la presencia
de los preconceptos, las teorías y las prevenciones que crean una muralla de incomprensión entre
la obra y quien la considera.”

Teniendo en cuenta lo expuesto nos preguntamos, en primer lugar, cuáles serían las diferencias
sustanciales entre la apreciación de una obra pictórica y la de una película y, en segundo lugar,
tanto respecto a una como a la otra, cómo podrían influir una y otra en nuestros posteriores
cursos de acción tanto en lo personal como en lo social. En cuanto a la primera cuestión
podríamos responder, tomando las ideas de Córdoba, que de la pintura habría algo a lo cual el
espectador debería entregarse mientras que, en cuanto a la película, sería suficiente dejarse
atrapar por sus múltiples efectos visuales provocados por la situación exhibitiva. En cuanto a la
segunda cuestión podríamos inferir, de las dos situaciones descritas que, mientras la primera,
podría abrirnos cierto campo reflexivo en relación a nuestras futuras acciones, cuando pensamos,
en cambio las consecuencias directas de las imágenes cinematográficas parecería, por lo expuesto,
que no darían lugar a la menor posibilidad de elección. Estaríamos entregados, a partir de lo
operado por el mecanismo a valorar positivamente, aquellas acciones que las imágenes nos
sugieren. Este efecto sería atribuible a lo que el teórico del cine del cine Cristian Metz, en Acerca
de la impresión de realidad en el cine, viene a llamar impresión fuerte de realidad propia del
lenguaje cinematográfico. Metz tiene en cuenta la diégesis. Este término alude a la realidad propia
de la ficción, considerada en contraposición con la mímesis, la cual siempre estaría ligada a una
realidad externa representada por la ficción. Al ver una película, el movimiento del film y la
identidad de los personajes que trasciende y oculta la identificación delos actores, nos inducen a
tomar como real lo que vemos. ¿Cómo se diferencia el cine de otros lenguajes tales como la
fotografía o el teatro? En cuanto a la fotografía a posibilidad del cine consiste en la referencia a
hechos que están sucediendo en un tiempo presente, a diferencia de la fotografía que estaría,
como argumenta Metz, citando a Roland Barthes, refiriendo “a lo que ya fue”. En cuanto al teatro,
la impresión de realidad resultaría débil puesto que estaría proponiendo “el simulacro demasiado
real de un imaginario sin realidad (33)”. Y concluye Metz “El “secreto” del cine también reside en
esto: inyectar en la irrealidad de la imagen la realidad del movimiento y realizar así lo imaginario
hasta un punto hasta ahora nunca alcanzado.”(34)

Ilustrando estos conceptos haremos referencia a dos películas contemporáneas al ensayo de


Benjamin. En primer lugar Tiempos Modernos (1936), actuada y dirigida por Charles Chaplin en la
cual el protagonista es devorado por la línea de producción y resurge bajo los efectos de una crisis
de locura a raíz de la alienación provocada por el trabajo automatizado. En segundo lugar a El
triunfo de la voluntad, (1934) película propagandística del régimen nazi dirigida por Leni
Riefenstahl. En ninguno de los dos ejemplos habría lugar, en primera instancia, para la reflexión
del espectador sino que estarían imponiendo la aceptación de lo exhibido. A posteriori se podría
juzgar acerca de lo que la imagen propone pero al ser golpeado por el shock visual a quien
presencia la película no le queda otra opción que aceptar como real lo exhibido y experimentar
placer o displacer.
Por lo contrario, si contemplamos una obra pictórica clásica, por ejemplo, La Gioconda,
contaremos, prima facie, con un espacio para la reflexión acerca de lo representado. Al respecto
comenta Ernst Gombrich en La historia del arte “El pintor debía abandonar al espectador algo por
adivinar” (Pág.302) Mediante la técnica propia del lenguaje pictórico Da Vinci induce a quien
observa el cuadro a preguntarse acerca de la esencia del personaje representado.” Unas veces
parece reírse de nosotros; otras, cuando volvemos a mirarla nos parece advertir cierta amargura
en su sonrisa. Todo esto resulta un tanto misterioso, y así es, realmente, el efecto propio de toda
gran obra de arte.” (300)

Para problematizar esta cuestión nos interesa analizar una película francesa de producción
reciente. Se trata de Frantz (2016), dirigida por Francois Ozon

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