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Índice

Índice………………………………………………………..........…………………… 1

Dedicatoria……………………………………………………………………...…… 2

Advertencia……………………………………………………………………...…… 3

Prologo……....………………………………………………………………………… 4

Introducción...………………………………………………………………………… 5

Presentación……………….……………………………………………………...….. 6

El Descendiente……………………………………………………………………… 10

El Funeral………………………………………………………………………………. 15

Una Noche Terrible……………………………………………………………….….. 18

La Mano Fantasma………………………………………………………………….. 24

El Alma y La Sombra………………………………………………………………… 27

El Hombre Sin Cabeza………………………………………………………………. 30

El Alquimista…………………………………………………………………………… 36

El Fantasma Provechoso……………………………………………………………. 45

El Corazón Delatador……………………………………………………………….. 49

La Noche De Los Difuntos………………………………………………………….. 56

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Dedicatoria

Este trabajo es dedicado a mi esfuerzo y a mi Maestra Beatriz Bernal por

brindarme las herramientas necesarias para realizar esta antología, a mi madre

porque sin ella no pudiera lograrlo ni llevarlo a cabo.

Gracias por su atención y espero que lo disfruten.

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Advertencia

A continuación presentamos algunos escalofriantes cuentos de terror, si

usted es sensible a emociones fuertes le recomendamos no leerlos, NO APTO

PARA CARDIACOS Y MENORES DE EDAD.

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Prologo

Los cuentos de terror, también conocidos como cuentos “de horror” o“ de


miedo”, son composiciones literarias breves, que utilizan la fantasía para lograr
su principal objetivo, que puede ser desde provocar el escalofrío, la inquietud o
el desasosiego hasta, como su nombre indica, el “terror” en el lector.

Existen diferentes tipos de seres fantásticos, los “buenos” y los “malos”, y es en


los “malos” donde surgen los cuentos de terror. Hubo un tiempo en que la
mayor parte de la población creía en ellos y el terror que les generaban acabó
teniendo dimensiones alarmante espero en la actualidad, debido al uso que se
hace de la ciencia, la gente tiende a creer menos en estos seres fantasmales y
esto nos lleva a contemplar los cuentos de terror sólo como un pasatiempo que
llega a crear emociones inquietantes en el lector.

En esta antología se presenta una selección variada de cuentos de terror que


incluye renombrados escritores.

Esperando con ello transportar a aquel lector a quien llegue este archivo, a
otros mundos, a una dimensión desconocida tal vez, que le recibirá como
siempre ha hecho… con las manos abiertas… mientras él cierra los ojos…

Ahora tome asiento, querido lector, deje una vela encendida, apague todas las

luces, y disfrute de los cuentos que ahora se le ofrecen...

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Introducción

Los cuentos de terror pertenecen al género literario narrativo. Se les conoce


también como cuentos de horror o suspenso. Consisten en una composición literaria breve,
generalmente de corte fantástico, cuyo principal objetivo es provocar en el lector, escalofrío,
inquietud y desasosiego, pretensión que no excluye en el autor otras pretensiones artísticas y
literarias.
En este tipo de cuento, se alude al mal, buscando atemorizar con él a las “buenas”
personas. Se alimenta primordialmente de diversos miedos naturales del hombre: la muerte, las
enfermedades y las epidemias, crímenes y desgracias de todo tipo, desastres sobrenaturales, etc.
Como todo cuento, posee una estructura: Planteamiento, Nudo, Clímax y
Desenlace. Y para su redacción se hace necesaria una planeación mediante un Organizador de
Escritura que contenga el título, el tema, los protagonistas, antagonistas y otros personajes con su
caracterización, la época, el lugar, el motivo del conflicto y los posibles desenlaces. Esto facilita el
proceso de desarrollo de la creación, la secuencia lógica y la coherencia del texto.
A continuación presentamos algunos escalofriantes cuentos de terror.

Que los horroridisfrutes!!!!

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Presentación

El descendiente (The Descendant) es un relato de terror del escritor


norteamericano H.P. Lovecraft,escrito en 1927 y publicado póstumamente en la
colección de cuentos de terror de1944: Marginalia. El descendiente es un
cuento inconcluso, olvidado, prácticamente inédito, que quedó aplastado por
la inmensa popularidad delos Mitos de Cthulhu, relegado -al igual que en1944-
a gastados volúmenes marginales sobre historias inconclusas que poco tienen
que ver con el Lovecraft que el gran público conoce, o cree conocer.

El funeral de John Mortonson: El cuerpo de Joh Mortonson se encuentra en un


ataúd de caoba. El rostro del difundo puede verse tras un cristal, mostrando
una ligera sonrisa. Los miembros de la familia y amigos comienzan a acercarse
al ataúd, con aspecto serio para derramar las lágrimas pertinentes. El funeral se
desarrolla con normalidad. La viuda lamentándose por la muerte. La hija
elogiando al muerto. El reverendo finalizando con una oración mientras los
hombres se preparan para llevar el féretro a hombros.

Al extinguirse las últimas notas del himmo, la viuda corre al féretro para arrojarse
sobre él. Al ser apartada de éste, la mujer busca el rostro del muerto tras el
cristal. Entonces estira los brazos y cae hacia atrás perdiendo el conocimiento.
cuando los presentes observan el rostro de John Mortonson, se giran enfermos y
pálidos. Uno de ellos intenta escapar aterrorizado de la visión provocando que
el féretro se derribe y se rompa el cristal. De la abertura sale arrastrándose el
gato de John Mortonson, atusándose su hocico color carmesí con una zarpa y
abandonando dignamente la habitación.

Una noche terrible (Anton Pavlovich Chejov) Iván Petrovich Panijidin, rodeado
de atentos escuchas, relata lo que le ocurrió la noche de Navidad de mil
ochocientos ochenta y tres, después de asistir a una reunión espiritista
celebrada en casa de un amigo. Avanzada la madrugada, regresa a su casa
en medio del frío, la lluvia, el fuerte viento y la espesa neblina. Mientras camina
por los callejones oscuros, agobiado por el miedo, se repite en su cabeza la
frase dicha por el espíritu evocado: “El final de tu vida se acerca! ¡Arrepiéntete!
¡Esta noche!

La mano fantasma de Joseph Sheridan Le Fanu Esta es una antología de relatos


de lo sobrenatural escritos por el novelista y periodista irlandés Le Fanu,
reconocidos como uno de los grandes maestros del terror en la literatura

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universal. La selección del presente volumen se realizó con sumo cuidado
buscando ofrecer una muestra representativa de la producción del autor,
procurando reflejar la evolución creativa de él, es decir, desde la inspiración
folklórica de sus primeros relatos hasta sus últimos años de creatividad. En este
volumen vemos cómo el mundo mental y anímico del autor, plegado de
obsesiones y percepciones horrendas, se proyecta en una obra tan
densamente siniestra que, muchas veces, el fantasma convencional resultaría
en ella una presencia tranquilizadora.

El alma y la sombra de Bacarat trata sobre un hombre camina sin rumbo bajo
una llovizna pertinaz y totalmente ajeno al universo que lo rodea. La oscuridad
es total, solo de vez en cuando algún relámpago ilumina los charcos y marca el
contorno de los árboles que se mecen al ritmo quejoso del viento.

El hombre sin cabeza de Ricardo Mariño “Los cuentos de terror suelen tener dos
protagonistas: uno que es víctima y testigo, y otro que encarna el mal. El “mal”
puede ser un muerto que regresa a la vida, un fantasma capaz de apoderarse
de la mente de un pobre mortal, un ser del inframundo que trata de ocupar un
cuerpo ajeno, un hechicero con poderes diabólicos, una fatal profecía que se
cumple contra toda lógica...”

El alquimista es una de las narraciones espirituales más importantes y conocidas


de Paulo Coelho. El Alquimista relata la historia de Santiago, un joven pastor
andaluz que viaja desde su tierra natal hacia el desierto egipcio en busca de
un tesoro oculto en las pirámides. Nadie sabe lo que contiene el tesoro, ni si
Santiago será capaz de superar los obstáculos del camino. Pero lo que
comienza como un viaje en busca de riquezas se convierte en un
descubrimiento del tesoro interior".

El fantasma provechoso de Daniel Defoe Un señor quiere demoler su vivienda,


que se encuentra en un antiguo convento o monasterio, pero hacerlo le resulta
muy costoso. Para ahorrar gastos, urde un plan: difundir el rumor de que la casa
está encantada y que esconde un tesoro, de modo que los campesinos hagan
todo el trabajo por él.

El corazón delatador de Edgar Allan Poe la historia nos presenta a un narrador


anónimo obsesionado con el ojo enfermo (al que llama "ojo de buitre") de un
anciano con el cual convive, hasta que cierto día decide asesinarlo. El crimen
es estudiado cuidadosamente y tras ser perpetrado, el cadáver es
despedazado y escondido bajo las tablas del suelo de la casa. La policía

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acude a la misma y el asesino acaba delatándose a sí mismo, imaginando
alucinadamente que el corazón del viejo se ha puesto a latir bajo la tarima.

La Noche de Difuntos Escalofriante. Es una historia real como la vida misma es


un suceso paranormal. Esta experiencia me hizo ver que realmente existe algo
sobrenatural en nuestro mundo. Mientras que en EEUU se celebra Halloween,
aquí en España se celebra la noche de los Santos. Esa noche tan especial es
tradición para muchos acercársela cementerio para poner flores a los seres
difuntos que cada vez que paso por al lado del cementerio me acuerdo y
procuro no mirar hacia el interior. Desde entonces mis amigos y yo no hemos
vuelto a hablar del tema ya que era evidente que lo que yo había visto era tan
real como cierto.

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El descendiente

Al consignar sobre lo que el doctor me dice en mi lecho de muerte, mimas


espantoso temor es que el hombre esté equivocado. Supongo que me
enterrarán la semana que viene; pero…En Londres hay un hombre que grita
cuando tañen las campanas de la iglesia. Vive solo ton su gato listado en
Gray’s Inn, y la gente le considera un loco inofensivo. Su habitación está llena
de libros insulsos y pueriles, y hora tras hora trata de abstraerse en sus débiles
páginas. Todo lo que quiere en esta vida es no pensar. Por alguna razón, el
pensar le resulta espantoso, y huye como de la peste de cuanto pueda excitar
la imaginación. Es muy flaco, y gris, y está lleno de arrugas; pero hay quien
afirma que no es tan viejo corno aparenta.

El miedo ha clavado en él sus garras espantosas, y el menor ruido le hace


sobresaltarse con los ojos muy abiertos y la frente perlada de sudor. Los amigos
y compañeros le rehúyen porque no quiere contestar a sus preguntas. Los que
le conocieron en otro tiempo como erudito y esteta dicen que da lástima verle
ahora. Ha dejado de frecuentarles hace años, y nadie sabe con seguridad si
ha abandonado el país, o meramente ha desaparecido en algún callejón
oscuro. Hace ya una década que se instaló en Gray’s Inn, y no ha querido
decir de dónde había venido, hasta la noche en que el joven Williams compró
el Necronomicon. Williams era un soñador, y sólo tenía veintitrés años; y cuando
se mudó a la casa antigua, percibió en el hombre arrugado y gris de la
habitación vecina algo extraño, un soplo de viento cósmico.

Le obligó a admitir su amistad cuando los viejos amigos no se atrevieron a


imponerle la suya, y se maravilló ante el espanto que dominaba a aquel
hombre lúgubre y demacrado que observaba y escuchaba. Porque nadie
podía dudar que anduviera siempre vigilando y escuchando. Vigilaba y
escuchaba con la mente más que con la vista y el oído, y pugnaba a cada
instante por ahogar alguna cosa en su incesante lectura de alegres e insípidas
novelas. Y cuando las campanas de la iglesia empezaban a tañer, se tapaba
los oídos y gritaba, y el gato gris que vivía con él maullaba al unísono, hasta
que se apagaba reverberando el último tañido. Pero por mucho que Williams lo
intentaba, no conseguía que su vecino le hablase de nada profundo u oculto.

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El anciano no vivía de acuerdo con su aspecto y su conducta, sino que fingía
una sonrisa y un tono ligero, y parloteaba febril y frenético sobre alegres
trivialidades; su voz se elevaba y se embrollaba a cada instante, hasta que
acababa en un falsete aflautado e incoherente. Sus intrascendentes
observaciones delataban con claridad que sus conocimientos eran profundos y
serios; y a Williams no le sorprendió oírle contar que había estado en Harrow y
en Oxford. Más tarde descubrió que era nada menos que lord Northam, de
cuyo antiguo castillo hereditario en la costa de Yorkshire tantas historias
extrañas se contaban; pero cuando Williams quiso hacerle hablar de su castillo
y de su supuesto origen romano, él negó que hubiese nada fuera de lo normal
en él.

Incluso dejó escapar una destemplada risita cuando salió a relucir el tema de
un supuesto segundo nivel de criptas excavadas en la roca viva del precipicio
que mira ceñudo al Mar del Norte. Así andaban las cosas, hasta la noche en
que Williams regresó a casa con el Necronomicon, del árabe loco Abdul
Alhazred. Conocía la existencia de este libro desde los dieciséis años, en que su
incipiente pasión por lo insólito le impulsó a hacerle extrañas preguntas a un
viejo y encorvado librero de Chandos Street; y siempre se había preguntado
por qué los hombres palidecían cada vez que hablaban de dicho libro.

El viejo librero le había contado que sólo se sabía que hubieran sobrevivido
cinco ejemplares a los consternados decretos de los sacerdotes y legisladores, y
que todos ellos los guardaban bajo llave, con temeroso cuidado, los
conservadores que se habían atrevido a iniciar la lectura de sus odiosos y
negros caracteres. Pero ahora, al fin, no sólo había descubierto un ejemplar
accesible, sino que lo había hecho suyo por un precio risible. Lo había
encontrado en la tienda de un judío en el barrio mísero de Clare Market, donde
solía comprar cosas extrañas; y casi le pareció que el viejo y nudoso levita
sonreía por debajo de la maraña de su barba en el momento de su gran
descubrimiento. La voluminosa cubierta de piel con cierre de latón era
llamativamente visible, y su precio absurdamente bajo.

Una simple mirada a su título bastó para sumirle en el delirio, y algunos de los
diagramas insertos en el texto redactado en un latín vago despertaron los
recuerdos más tensos e inquietantes en su cerebro. Comprendió que era
absolutamente necesario llevarse a casa el pesado volumen y empezar a
descifrarlo; y salió de la librería con tanta precipitación, que el viejo judío dejó
escapar una turbadora risita al verle salir. Pero una vez en su habitación,

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descubrió que la letra ennegrecida y el estilo degradado eran excesivos para
sus conocimientos lingüísticos, y fue a ver, no muy convencido, al extrañamente
asustado amigo para pedirle ayuda en aquel latín deformado y medieval.
Encontró a Northam diciéndole tonterías a su gato listado, y al entrar el joven se
sobresaltó.

Se estremeció violentamente al ver el libro, y se desmayé cuando Williams le


leyó el título. Al recobrar el conocimiento, le contó su historia; ‘le habló de su
fantástica locura con murmullos frenéticos, no fuese que su amigo tardara en
quemar el libro y esparcir sus cenizas. Sin duda hubo algún error al principio,
susurró lord Northam; pero nada habría ocurrido si no hubiese ido él demasiado
lejos en sus exploraciones. Era el décimo-noveno barón de una estirpe cuyos
principios se remontaban de forma inquietante al pasado…

A un pasado increíblemente lejano, si había que hacer caso a la vaga


tradición, ya que ciertas historias familiares situaban sus orígenes en los tiempos
presa jones, en que cierto Luneus Gabinius Capito, tribuno militar de la Tercera
Legión Augusta, entonces acantonada en Lindus, la Britania romana, había
sido depuesto sumariamente de su mando por participar en determinados ritos
que no guardaban relación con ninguna de las religiones conocidas; Gabinius,
decían los rumores, había acudido a la caverna del acantilado donde se
reunían gentes extrañas y hacían el Signo Antiguo por las noches; gentes
extrañas a quienes los britanos no conocían — ni miraban sino con temor—,
supervivientes de un gran país de Occidente que se había hundido, dejando
sólo las islas con sus megalitos y sus círculos y santuarios, de los que el más
grande eraStonehenge.

No se sabía cuánto había de cierto, naturalmente, en la leyenda que atribuía a


Gabinius la construcción de una fortaleza inexpugnable sobreuna cueva
prohibida y la fundación de una estirpe que ni pictos, ni sajones, ni daneses, ni
normandos fueron capaces de exterminar; o en latácita suposición de que de
dicha estirpe nació el intrépido compañero y lugarteniente del Príncipe Negro,
a quien Eduardo III dio el título de barón de Northam. No se tenía certeza sobre
estas cosas; sin embargo, se hablaba de ellas a menudo; y en verdad, la torre
del homenaje de Northam se parecía de manera alarmante al muro de
Adriano.

De pequeño, lord Northam había tenido extraños sueños, cada vez que dormía
en las partes más antiguas del castillo, y había adquirido el hábito de
contemplar retrospectivamente, a través de su memoria, escenarios brumosos y
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pautas e impresiones ajenas por completo a sus experiencias vigiles se convirtió
en un soñador a quien la vida resultaba insulsa y poco satisfactoria; en un
explorador de extrañas regiones y relaciones en otro tiempo familiares, pero
que no se encontraban en ninguna de las regiones visibles de la Tierra.

Dominado por la impresión de que nuestro mundo tangible es sólo uná tomo
de un tejido inmenso y siniestro, y que desconocidas potencias presionan y
penetran la esfera de lo conocido en cada punto, Northam, durante su
juventud y en la primera etapa de su madurez, apuré, una tras otra, las fuentes
de la religión formal y el misterio de lo oculto. En ninguna parte, sin embargo,
pudo encontrar satisfacción y contento; y al comenzar a envejecer, los
achaques y las limitaciones de la vida se fueron volviendo cada vez más
enloquecedoras para él. Durante los años noventa se interesó por el satanismo,
y siempre devoró con avidez cualquier doctrina o teoría que pareciera
prometerle la huida de las cerradas perspectivas de la ciencia y de las leyes
tediosamente invariables de la Naturaleza.

Absorbía con entusiasmo libros como el relato quimérico de Ignatius Donnelly


sobre la Atlántida, y una docena de oscuros precursores de Charles Fort le
cautivaron con sus extravagancias. Recorrió leguas para seguir la pista de un
relato sobre un pueblo furtivo de anormales prodigiosos, y una de las veces fue
al desierto de Arabia en busca de la Ciudad Sin Nombre, de la que había oído
hablar vagamente, y que ningún hombre había contemplado. Allí sintió nacer
en su interior la fe tentadora de que existía un acceso fácil a dicha ciudad, y
de que si uno lo encontraba, se le abrirían libremente las profundidades
exteriores cuyo secos vibraban tan oscuramente en el fondo de su memoria.

Puede que estuviera en el mundo visible; o quizá estaba sólo en su mente y en


su alma. Tal vez guardaba él, dentro de su cerebro, aquel vínculo misterioso
que le despertaría a las vidas anteriores y futuras de olvidadas dimensiones; que
le uniría a los astros, y a las infinitudes y eternidad es que se encuentran más allá
de todos ellos…

Fin

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El funeral

John Mortonson se murió: su obituario había sido leído y él había dejado la


escena. El cuerpo descansaba en un fino ataúd de mahogany con una placa
de cristal empotrada. Todos los ajustes para el funeral habían sido tan bien
digitados que sin duda, si el difunto los hubiera sabido, de seguro que los
hubiera aprobado. El rostro, como se podía ver a través del cristal, no tenía
semblante de desagrado: perfilaba una tenue sonrisa, como si la muerte no le
hubiera resultado dolorosa, no estando distorsionado más allá del poder
reparador del funebrero. A las dos de la tarde los amigos fueron citados para
rendir su último tributo de respeto a aquel quien no había tenido mayor
necesidad de amigos y de respeto. Los miembros de su familia fueron pasando
cada varios minutos a la capilla y lloraron sobre los restos plácidos bajo el cristal.

Esto no fue bueno; no fue bueno para John Mortonson; pero en presencia de la
muerte la razón y la filosofía permanecen mudas. A medida que las horas iban
pasando, los amigos iban llegando y ofrecían consuelo a los parientes dolidos,
quienes, como las circunstancias de la ocasión requerían, estaban
solemnemente sentados alrededor de la habitación con un importante
conocimiento de su importancia en la pompa fúnebre. Luego vino el ministro, y
en tal oscura presencia las más mínimas luces se eclipsaron. Su entrada fue
seguida por la de la viuda, cuyas lamentaciones llenaron la estancia.

Ella se acercó a la capilla y luego de inclinar su rostro contra el frío cristal por un
momento, fue gentilmente conducida hacia un asiento cercano al de su hija.
Lúgubremente y en tono bajo, el hombre de Dios comenzó su elogió de la
muerte, y su dolorosa voz, mezclada con los sollozos cuya intención era para
estimular al auditorio, pareció como el sonido del mar sombrío. El deprimente
día se oscureció a medida que él hablaba; una cortina de nubes acechó el
cielo y un par de gotas de lluvia se hicieron audibles. Pareció como si la
naturaleza entera estuviera llorando por John Mortonson. Cuando el ministro
hubo terminado su elogio con una oración, se cantó un himno y los portadores
del féretro tomaron su lugar detrás del mismo.

Cuando las últimas notas del himno tocaron a su fin la viuda corrió hasta el
ataúd, cayendo sobre el mismo y llorando histéricamente. Gradualmente fue

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cediendo a la disuasión y a comportarse; y el ministro trataba de alejar su vista
de la muerte bajo el cristal. Ella extendió sus brazos y con un grito cayó
insensible. Los dolientes se acercaron al ataúd, los amigos los siguieron, y
cuando el reloj sobre el mantel solemnemente daba las tres, todos miraron
fijamente sobre el rostro del difunto John Mortonson. Ellos retrocedieron,
débilmente. Un hombre, tratando en su terror deescapar de la desagradable
visión, tropezó contra el ataúd tan pesadamente como para golpeando uno
de sus delicados soportes

El ataúd cayó al piso, el cristal estalló en miles de pedazos por el golpe. Desde
la abertura del cristal salió el gato de John Mortonson, que perezosamente
brincó al piso, sentándose, limpiando tranquilamente su criminal hocico con la
pata delantera, para retirarse con dignidad de la estancia.

Fin

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Una noche terrible

Palideciendo, Iván Ivanovitch Panihidin empezó la historia con emoción:-Densa


niebla cubría el pueblo, cuando, en la Noche Vieja de 1883regresaba a casa.
Pasando la velada con un amigo, nos entretuvimos en una sesión espiritualista.
Las callejuelas que tenía que atravesar estaban negras y había que andar casi
a tientas. Entonces vivía en Moscú, en un barrio muy apartado. El camino era
largo; los pensamientos confusos; tenía el corazón oprimido..."¡Declina tu
existencia!... ¡Arrepiéntete!", había dicho el espíritu de Spinoza, que habíamos
consultado.37Una noche terrible. Anton Chejov (1860-1904)

38. Al pedirle que me dijera algo más, no sólo repitió la misma sentencia, sino
que agregó: "Esta noche". No creo en el espiritismo, pero las ideas y hasta las
alusiones a la muerte me impresionan profundamente. No se puede prescindir
ni retrasar la muerte; pero, a pesar de todo, es una idea que nuestra naturaleza
repele. Entonces, al encontrarme en medio de las tinieblas, mientras la lluvia
caía sin cesar y el viento aullaba lastimeramente, cuando en el contorno no se
veía un ser vivo, no se oía una voz humana, mi alma estaba dominada por un
terror incomprensible. Yo, hombre sin supersticiones, corría a toda prisa
temiendo mirar hacia atrás. Tenía miedo de que al volver la cara, la muerte se
me apareciera bajo la forma de un fantasma.38Una noche terrible.

Panihidin suspiró y, bebiendo un trago de agua, continuó:-Aquel miedo


infundado, pero irreprimible, no me abandonaba. Subí los cuatro pisos de mi
casa y abrí la puerta de mi cuarto. Mi modesta habitación estaba oscura. El
viento gemía en la chimenea; como si se quejara por quedarse fuera. Si he de
creer en las palabras de Spinoza, la muerte vendrá esta noche acompañada
de este gemido...¡brr!... ¡Qué horror!... Encendí un fósforo. El viento aumentó,
convirtiéndose el gemido en aullido furioso; los postigos retemblaban como si
alguien los golpease.39Una noche terrible.

"Desgraciados los que carecen de un hogar en una noche como ésta" ,pensé.
No pude proseguir mis pensamientos. A la llama amarilla del fósforo que
alumbraba el cuarto, un espectáculo inverosímil y horroroso se presentó ante
mí... Fue lástima que una ráfaga de viento no alcanzara a mi fósforo; así me
hubiera evitado ver lo que me erizó los cabellos... Grité, di un paso hacia la

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puerta y, loco de terror, de espanto y de desesperación, cerré los ojos. En
medio del cuarto había un ataúd.

Aunque el fósforo ardió poco tiempo, el aspecto del ataúd quedó grabado en
mí. Era de brocado rosa, con cruz de galón dorado sobre la tapa. El brocado,
las asas y los pies de bronce indicaban que el difunto había sido rico; a juzgar
pero el tamaño y el color del ataúd, el muerto debía ser una joven de alta
estatura. Sin razonar ni detenerme, salí como loco y me eché escaleras abajo.
En el pasillo y en la escalera todo era oscuridad; los pies se me enredaban en el
abrigo. No comprendo cómo no me caí y me rompí los huesos. En la calle, me
apoyé en un farol e intenté tranquilizarme. Mi corazón latía; la garganta está
seca. No me hubiera asombrado encontrar en mi cuarto un ladrón, un perro
rabioso, un incendio... No me hubiera asombrado que el techo se hubiese
hundido, que el piso se hubiese desplomado... Todo esto es natural y
concebible. Pero, ¿cómo fue a parar a mi cuarto un ataúd? Un ataúd caro,
destinado evidentemente a una joven rica. ¿Cómo había ido a parar a la
pobre morada de un empleado insignificante? ¿Estará vacío, o habrá dentro
un cadáver? ¿Y quién será la desgraciada que me hizo tan terrible visita?
¡Misterio! O es un milagro, o un crimen. Perdía la cabeza en conjeturas. En mi
ausencia, la puerta estaba siempre cerrada, y el lugar donde escondía la lave
sólo lo sabían mis mejores amigos; pero ellos no iban a meter un ataúd en mi
cuarto. Se podía presumir que el fabricante lo llevase allí por equivocación;
pero, en tal caso, no se hubiera ido sin cobrar el importe, o por lo menos un
anticipo.42Una noche terrible.

Los espíritus me han profetizado la muerte. ¿Me habrán proporcionado acaso


el ataúd? No creía, y sigo no creyendo, en el espiritismo; pero semejante
coincidencia era capaz de desconcertar a cualquiera. Es imposible. Soy un
miedoso, un chiquillo. Habrá sido una alucinación. Al volver a casa, estaba tan
sugestionado que creí ver lo que no existía. ¡Claro! ¿Qué otra cosa puede ser?
La lluvia me empapaba; el viento me sacudía el gorro y me arremolinaba el
abrigo. Estaba chorreando... Sentía frío... No podía quedarme allí. Pero
¿adónde ir? ¿Volver a casa y encontrarme otra vez frente al ataúd?43Una
noche terrible.

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No podía ni pensarlo; me hubiera vuelto loco al ver otra vez aquel ataúd, que
probablemente contenía un cadáver. Decidí ir a pasar la noche a casa de un
amigo. Panihidin, secándose la frente bañada de sudor frío, suspiró y siguió el
relato:-Mi amigo no estaba en casa. Después de llamar varias veces, me
convencí de que estaba ausente. Busqué la llave detrás de la viga, abrí la
puerta y entré. Me apresuré a quitarme el abrigo mojado, lo arrojé al suelo y me
dejé caer desplomado en el sofá. Las tinieblas eran completas; el viento rugía
más fuertemente; en la torre del Kremlin sonó el toque de las dos. Saqué los
fósforos y encendí uno. Pero la luz no me tranquilizó.

Al contrario: lo que vi me llenó de horror. Vacilé un momento y huí como loco


de aquel lugar... En la habitación de mi amigo vi un ataúd... ¡De doble tamaño
que el otro! El color marrón le proporcionaba un aspecto más lúgubre... ¿Por
qué se encontraba allí? No cabía duda: era una alucinación... Era imposible
que en todas las habitaciones hubiese ataúdes. Evidentemente, adonde quiera
que fuese, por todas partes llevaría conmigo la terrible visión de la última
morada. Por lo visto, sufría una enfermedad nerviosa, a causa de la sesión
espiritista y de las palabras de Spinoza.45Una noche terrible.

"Me vuelvo loco", pensaba, aturdido, sujetándome la cabeza. "¡Dios


mío!""¿Cómo remediarlo? “Sentía vértigos... Las piernas se me doblaban; llovía
a cántaros; estaba calado hasta los huesos, sin gorra y sin abrigo. Imposible
volver a buscarlos; estaba seguro de que todo aquello era una alucinación. Y,
sin embargo, el terror me aprisionaba, tenía la cara inundada de sudor frío, los
pelos de punta...Me volvían loco y me arriesgaba a pillar una pulmonía. Por
suerte, recordé que, en la misma calle, vivía un médico conocido mío, que
precisamente había asistido también a la sesión espiritista. Me dirigí a su casa;
entonces aún era soltero y habitaba en el quinto piso de una casa grande.

Mis nervios hubieron de soportar todavía otra sacudida... Al subir la escalera oí


un ruido atroz; alguien bajaba corriendo, cerrando violentamente las puertas y
gritando con todas sus fuerzas: "¡Socorro, socorro! ¡Portero! “Momentos después
veía aparecer una figura oscura que bajaba casi rodando las escaleras.-
¡Pagostof!-exclamé, al reconocer a mi amigo el médico-¿Es usted? ¿Qué le
ocurre?

Pagastof, parándose, me agarró la mano convulsivamente; estaba lívido,


respiraba con dificultad, le temblaba el cuerpo, los ojos se le extraviaban,
desmesuradamente abiertos...-¿Es usted, Panihidin? – Me preguntó con voz
ronca-. ¿Es verdaderamente usted? Está usted pálido como un muerto... ¡Dios
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mío! ¿No es una alucinación?¡Me da usted miedo!...-Pero, ¿qué le pasa? ¿Qué
ocurre? -pregunté lívido.- ¡Amigo mío! ¡Gracias a Dios que es usted realmente!
¡Qué contento estoy de verle!

La maldita sesión espiritista me ha trastornado los nervios. Imagínese usted que


se me ha aparecido en mi cuarto al volver. ¡Un ataúd! No lo puedo creer, y le
pedí que lo repitiera.-¡Un ataúd, un ataúd de veras! –dijo el médico creyendo
extenuado en la escalera-. No soy cobarde; pero el diablo mismo se asustaría
encontrándose un ataúd en su cuarto, después de una sesión
espiritista...Entonces, balbuceando y tartamudeando, conté al médico los
ataúdes que había visto yo también. Por unos momentos nos quedamos
mudos, mirándonos fijamente. Después para convencernos de que todo
aquello no era un sueño, empezamos a pellizcarnos.49Una noche terrible.

-Nos duelen los pellizcos a los dos- dijo finalmente el médico-; lo cualquier decir
que no soñamos y que los ataúdes, el mío y los de usted, no son fenómenos
ópticos, sino que existen realmente. ¿Qué vamos a hacer? Pasamos una hora
entre conjeturas y suposiciones; estábamos helados, y, por fin, resolvimos
dominar el terror y entrar en el cuarto del médico. Prevenimos al portero, que
subió con nosotros. Al entrar, encendimos una vela y vimos un ataúd de
brocado blanco con flores y borlas doradas. El portero se persignó
devotamente.-Vamos ahora a averiguar- dijo el médico temblando – si el
ataúd está vacío u ocupado.

Después de mucho vacilar, el médico se acercó y, rechinando los dientes de


miedo, levantó la tapa. Echamos una mirada y vimos que... el ataúd estaba
vacío. No había cadáver; pero sí una carta que decía: "Querido amigo: sabrás
que el negocio de mi suegro va de capa caída; tiene muchas deudas. Uno de
estos días vendrán a embargarle, y esto nos arruinará y deshonrará. Hemos
decidido esconder lo de más valor, y como la fortuna de mi suegro consiste en
ataúdes (es el de más fama en nuestro pueblo), procuramos poner a salvo los
mejores. Confío en que tú, como buen amigo, me ayudarás a defender la
honra y fortuna, y por ello te envío un ataúd, rogándote que lo guardes hasta
que pase el peligro. Necesitamos la ayuda de amigos y conocidos. No me
niegues este favor.

El ataúd sólo quedará en tu casa una semana. A todos los que se consideran
amigos míos les he mandado muebles como éste, contando con su nobleza y
generosidad. Tu amigo Tchelustin. “Después de aquella noche, tuve que
ponerme a tratamiento de mis nervios durante tres semanas. Nuestro amigo, el
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yerno del fabricante de ataúdes, salvó fortuna y honra. Ahora tiene una
funeraria y vende panteones; pero su negocio no prospera, y por las noches, al
volver a casa, temo encontrarme junto a mi cama un catafalco o un panteón.

Fin

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La mano fantasma

“Se salvó de milagro” comentaban los doctores que lo atendieron. Camilo


sufrió un grave accidente automovilístico. Volvió a tener conciencia varios días
después. Lentamente las sensaciones y los sentidos regresaron a él. Lo primero
que escuchó fue la conversación de dos mujeres que hablaban cerca de él;
dos enfermeras. - ¡Pobre hombre! ¡Bueno! Dentro de todo tuvo suerte; pero
cuando se entere que…- ¡No siguas! - la interrumpió la otra Enfermera - Creo
que está despierto.- - ¿Dónde estoy? - murmuró Camilo - ¿Por qué no veo?-
Está en un Hospital - le contestó una de las enfermeras - Usted sufrió un
accidente.-No puede ver porqué le aplicaron injertos de piel en la cara; en
unos días le sacan el vendaje y entonces podrá ver, sus ojos están bien. A
primera hora de la mañana viene el Doctor, él le va a informar más sobre su
estado. Ahora trate de descansar.

Son las ocho de la noche. Ahora trate de descansar. Escuchó los pasos de las
enfermeras alejándose, después que se abría la puerta, y seguidamente la
cerraban con cuidado. No podía ver ni moverse, y al estar bajo los efectos de
calmantes, dormía y se despertaba a intervalos. En uno de los momentos en
que había despertado, sintió que una mano le aferraba el brazo derecho. Le
pareció que era una mano bastante pequeña; la de una enfermera, supuso. -
¿Quién está ahí? - preguntó Camilo. Enseguida, sintió como la mano le soltaba.
No le respondieron. Después de unos segundos sintió nuevamente el contacto
de aquellos dedos fríos y pequeños, rozando su brazo derecho; acariciándolo
desde el codo hasta su mano.

Luego sintió que le rascaban el brazo, como haciéndole cosquillas. Intentó


apartar el brazo pero no podía moverlo, estaba paralizado. Comenzó a sentir
cada vez más terror: no sabía quién estaba a su lado, o qué estaba a su lado;
jugando con su brazo derecho. Finalmente se desvaneció. Volvió en si al
escuchar la voz de un hombre que intentaba despertarlo.- ¡Camilo! Bien, veo
que ya despertó. Soy el Doctor González. Bien, eh…le quería informar que,
debido a sus lesiones…- ¿Quién estaba aquí? - le preguntó Camilo - Había
alguien, me agarraba el brazo derecho.- Usted estuvo solo, aquí no había
nadie, las enfermeras no se quedan en las habitaciones.

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Usted debió sonarlo, nadie le tomó el brazo…- ¡Le digo que aquí había alguien!
Estaba jugando con mi brazo derecho. - Camilo; eso es imposible: Le
amputamos todo el brazo derecho el mismo día del accidente.

Fin

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EL ALMA Y LA SOMBRA

El hombre caminaba sin rumbo bajo una llovizna pertinaz y totalmente ajeno al
universo que lo rodeaba. La oscuridad era total, sólo de vez en cuando algún
relámpago iluminaba los charcos y marcaba el contorno de los árboles que se
mecían al ritmo quejoso del viento. Entonces la noche pareció llenarse de
espectros y quién sabe de qué ocultos fantasmas. A lo lejos titilaba una estrellita
de luz, luego otra, después otra más y poco a poco se fueron uniendo entre sí
como un rosario luminoso en la oscuridad infinita de la noche. Era una ciudad
que se asomaba lentamente, expectante, con curiosidad. La lluvia caía de
forma displicente, vacía, sin ganas. La línea de luces se estiraba cada vez más,
anunciando la cercanía del pueblo que parecía envuelto en un abrigo de
nubes cada vez más negras.

Caminaba como un autómata, se sentía desconcertado, no percibía nada de


su cuerpo, ni frío ni calor, ni siquiera sentía el viento ni el suelo embarrado bajo
sus pies, era como si levitara hacia ninguna parte. Cuando por fin llegó al
primer foco de luz pudo ver su propio cuerpo. Al hacerlo se estremeció, estaba
descalzo, llevaba puesta una túnica blanca y larga hecha jirones y totalmente
embarrada. Erainútil, cuanto más se observaba menos se reconocía.¡¡Por Dios!!
- murmuró, -¿quién soy?, ¿dónde estoy? tal vez perdí la memoria o sufrí un
accidente... Cuando llegó a un centro poblado de luces vio acercarse a dos
mujeres con paraguas que conversaban animosamente. Se acercó a ellas y les
preguntó qué lugar era éste pero no le contestaron, ni siquiera lo miraron
prosiguiendo su camino.

Pensó que tal vez se habían asustado por su presencia sucia y harapienta.
Intentó hacer lo mismo con un señor que venía de frente pero también lo
ignoró. Desorientado se acercó a un escaparate de exhibición de ropas e
intentó mirarse en un que había entre dos maniquíes desnudos, pero... ¡no se
reflejaba!, aunque sí lo hacía todo el entorno de la calle... ¡pero él no! .Se
detuvo un instante tratando de comprender su situación pero le pesaba la
cabeza y no podía clarificar sus pensamientos. Aterrado comenzó a...
¿correr?,¿volar?, ¿levitar? ...nunca supo cuán lejos ni cuánto tiempo lo hizo,
aunque no sentía cansancio. Finalmente se detuvo en una plaza, se sentó en

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un banco solitario debajo de un farol, debía tranquilizarse, tenía que pensar,
razonar sobre lo que le estaba sucediendo o se volvería loco, ¡si es que ya no lo
estaba! Entonces se llenó de preguntas sin respuestas: quien soy, de donde
vengo, soy un espíritu o tal vez como dicen algunos espiritistas, un alma que
dejó su cuerpo terrenal pero que aún no se enteró y vaga resistiéndose a morir
definitivamente.

Mientras piensa, baja la vista y mira sus harapos y alrededor de su cuerpo.


Recién entonces se da cuenta de que no da sombra, el banco y los otros
objetos de alrededor sí, ¡pero él no! Se acercó más a la luz y comenzó a girar y
mover los brazos como aspas, pero nada, ni una sola sombra, parece que la luz
del farol lo traspasa ignorando su cuerpo empapado. Estuvo un tiempo
perplejo con la mente en blanco, tal vez para escapar de su situación. Lo
vuelve a la realidad la lluvia que arrecia nuevamente. Por el brillo espejado de
la calle desierta ve aproximarse a gran velocidad una mancha negra, aunque
no alcanza todavía a definir su forma. De pronto se detiene y recién parece
reparar en él. Lo estudia un momento como tratando de reconocerlo, luego
comienza a acercarse, por un momento el terror lo paraliza al comprender que
es su propia sombra que lo está buscando, entonces solo atina a escapar pero
es demasiado tarde, la mancha se le tira encima, lo envuelve como un manto
negro y ruedan en un abrazo interminable entre cuerpo y alma, materia y
espíritu, luces y sombras...

Al otro día, el único diario del pueblo, destaca en primera página la noticia
que....“anoche, tirado en la plaza encontraron el cuerpo de un PAI embanca
que murió y fue enterrado hace ya más de dos meses en el cementerio local.
La policía encontró su tumba abierta y lo que más llamó la atención de lo
investigadores es que el cadáver a pesar del tiempo que estuvo enterrado aún
no estaba en estado de descomposición...”.

Fin

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EL HOMBRE SIN CABEZA

Una vez era un hombre se dedicaba a escribir cuentos de terror. Él vivía en un


viejo caserón heredado de su tío, hermano de su padre. El 13 caserón era suyo
porque a su tío lo habían matado, pero todos sabían que el cadáver había sido
encontrado en el sótano de la casa sin cabeza. Una noche el escritor estaba
escribiendo un cuento sobre un muerto que al cumplir los 100 años como
difunto iba a matar al que lo había matado. Para darle más detalles a la
historia cogió un cuaderno y un boli y con la luz apagada y un candelabro fue
cogiendo detalles de la casa. Cuando terminó de apuntar todo se decidió a
bajar al sótano al que nunca había ido. Cuando estaba en el centro del sótano
decidió darse la vuelta y se cayó, también se la apagó el candelabro. Le costó
encontrar las escaleras, pero al final las encontró. Se fue a su habitación a todo
correr y empezó a llorar. Tenía un vaso de café en su cuarto y eso lo tranquilizó.
Cuando terminó de escribir el cuento, presintió que había alguien detrás de él,
miró por un cristal vio a un hombre sin cabeza con un cuchillo largo en la mano.

El hombre, el escritor, solía trabajar hasta muy avanzada la noche. Inmerso en


el clima inquietante de sus propias fantasías, escribía cuentos de terror. La vieja
casona de aspecto fantasmal en la que vivía le inspiraba historias en las que
inocentes personas distraídas en sus quehaceres de pronto conocían el horror
de enfrentar lo sobrenatural.

Los cuentos de terror suelen tener dos protagonistas:

uno que es víctima y testigo, y otro que encarna el mal. El “mal” puede ser un
muerto que regresa a la vida, un fantasma capaz de apoderarse de la mente
de un pobre mortal, un ser del inframundo que trata de ocupar un cuerpo
ajeno, un hechicero con poderes diabólicos, una fatal profecía que se cumple
contra toda lógica...

Un escritor sentado en su sillón, frente a una computadora, a medianoche, en


un enorme caserón que solo él habita, se parece bastante a las indefensas

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personas que de pronto se ven envueltas en situaciones de horror. Absorto en
su trabajo, de espalda a la gran sala de techos altos, con muebles sombríos,
cuadros con espectrales caras de parientes muertos y una lúgubre iluminación,
bien podría resultar él también una de esas víctimas que no advierten a su
atacante sino hasta un segundo antes de la fatalidad.

El cuento que intentaba crear Luis Lotman, que así se llamaba el escritor,
trataba sobre un muerto que después de muchos años regresaba a la antigua

casa en la que había vivido y donde lo habían asesinado. El muerto regresaba


con un cometido: vengarse de quien lo había matado. Pero quien lo había
matado también estaba muerto ¿Cómo podía vengarse entonces? El muerto
del cuento se iba a vengar de un descendiente de su asesino.

La casa del escritor era un antiquísimo caserón heredado de un tío –hermano


de su padre– muerto de un modo macabro hacía mucho. Los parientes no se
ponían de acuerdo acerca de cómo había ocurrido el crimen pero coincidían
en un detalle: el cuerpo había sido encontrado en el sótano, sin la cabeza.

El hombre sin cabeza De chico, Lotman había escuchado esa historia decenas
de veces. No pocas noches de su infancia las había pasado despierto,
asustado, atento a los insignificantes ruidos de la casa. Una cortina agitada por
el viento, el rechinar de una madera contraída por el frío o un gato maullando
en la azotea provocaban en él estremecimientos y alarma, y, contra su
voluntad, lo hacían imaginar historias de muertos y aparecidos. En esas historias
era común que apareciera aquel tío sin cabeza, o bien la cabeza del tío, sí, tal
como la conocía por fotos, pero sola, separada del cuerpo. Sin duda esa
remota impresión influyó en el oficio que terminó adoptando de adulto.

Ahora, tan lejos de la niñez, Lotman evocaba padecimientos infantiles para


convertirlos en cuentos. A tal punto había superado aquellos miedos que podía
enfrascarse largo rato en la historia sin que lo perturbara el clima aterrador que
élmismo iba creando para sus lectores.

En cierto momento hizo una pausa y al alzar la vista se vio reflejado en el vidrio.
La oscuridad exterior lo convertía en espejo, así que se vio a sí mismo con la
cara iluminada. Se dio vuelta y vio en la pared opuesta a la ventana su propia
silueta, sin cabeza… Sintió un largo escalofrío, ¿cómo podía ocurrir eso?
Demoró un interminable instante en entender que, al alargarse la sombra, el

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cuerpo quedaba proyectado en la pared mientras la cabeza se reflejaba en
el techo.

El incidente le pareció aprovechable para el texto que estaba escribiendo: el


protagonista camina alumbrándose con una vela y, como algo premonitorio,
observa que en su sombra falta la cabeza. El personaje no se asusta, es solo un
hecho curioso.

No se asusta porque desconoce que en minutos su destino tendrá relación con


un hombre sin cabeza, y tampoco se asusta –especuló Lotman– porque de ese
modo se asustará más al lector.

Terminó de escribir esa idea y apagó la computadora.

Para dotar al cuento de detalles realistas, se le ocurrió describir su propia casa.


Tomó un cuaderno, apagó el velador que estaba sobre la mesa y se dispuso a
recorrer el caserón llevando una vela encendida. Quería experimentar las
impresiones del personaje-víctima, ver con sus ojos, percibir e inquietarse como
él. Los detalles precisos aportan a los cuentos efectos de verosimilitud: una
historia.

El hombre sin cabeza increíble y hasta demasiado exagerada puede parecer


verdad debido a la lógica de los eslabones con que se va armando, a los
detalles precisos del escenario en que ocurre.

Se dirigió al sótano.

Los apolillados encastres de la escalera emitían aullidos ante cada pie


apoyado.

En el año que llevaba viviendo allí, desde que había regresado de Europa, solo
una vez se había asomado al sótano y no había permanecido allí más de dos
minutos debido a la humedad, las telas de araña, la cantidad de objetos
uniformados por una capa de polvo y la desagradable sensación de encierro.
Esta vez se detuvo en el medio del sótano y alzó la vela para distinguir mejor.

Enseguida percibió el olor a humedad, la atmósfera medio asfixiante, y decidió


regresar.

Pero, al girar, pateó involuntariamente el pie de un maniquí y, en su afán de


tomarlo antes de que cayera, derribó una pila de cajones que le cerraron el
paso.

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Ahogado, con una mueca de desesperación, intentó caminar por encima de
las cosas, pero terminó trastabillando. Cayó sobre un sillón desfondado y con él
se volteó la vela y se apagó.

Mientras trataba de orientarse, Lotman experimentó, como a menudo les


ocurría a los protagonistas de sus cuentos, la más pura desesperación.

Estaba a oscuras, nerviosísimo, y no encontraba la salida. Sacudió las manos


con violencia tratando de apartar telas de araña pero estas quedaban
adheridasa sus dedos y a su cara. Terminó gritando pero el eco de su propio
grito hizo el efecto deasustarlo más.

El camino hacia la escalera y a la puerta de salida parecía haber


desaparecido. Se quedó inmóvil tratando de recordar dónde había una llave
de luz, pero su cabeza no estaba tranquila como para hacer esa tarea: solo
podía permanecer alerta a algún ruido o movimiento, como en aquellas
noches de la infancia. Enseguida la situación se le hizo insoportable, así que
comenzó a caminar hacia un lado y otro, derribando cosas con la mayor
violencia y gritando como un loco asustado. Cuando al fin dio con la escalera
y pudo salir del sótano, chorreaba una gélida transpiración de su frente. Se le
ocurrió que debía cerrar con llave la puerta que conducía al sótano pero era
imposible: el temblor de sus manos no le permitió acertar la llave en la
cerradura.

Corrió entonces hasta cada interruptor y encendió a manotazos todas las luces.
Basta de “clima inquietante” para inspirarse en los cuentos, se
dijo,avergonzado. Estaba visto que en la vida real él toleraba esas cosas
muchísimo menos que sus personajes, capaces de explorar catacumbas y
cementerios.

Cuando al fin llegó al estudio donde escribía, se echó a llorar como un chico.

Una gran taza de café hizo el milagro de reconfortarlo.

Después encendió la computadora y, siguiendo las anotaciones del cuaderno,


terminó de escribir el relato de un tirón.

El muerto sin cabeza salía del cementerio en una espantosa noche de


tormenta. Había “despertado” de su muerte gracias a una profecía que le
permitía llevar a cabo la deseada venganza pensada durante los instantes
últimos de su agonía: asesinar, cortándole la cabeza, al hijo de quien había sido

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su asesino: su propio hermano. Cuando Lotman le puso el punto final al texto,
sintió el alivio típico de esos casos.

Se dejó resbalar unos centímetros en el sillón, apoyó la cabeza en el respaldo y


cerró los ojos. Había escrito el cuento que venía postergando desde hacía
semanas. Tarea cumplida. Dedicaría el día siguiente, descontando que la
tormenta que ya se avecinaba no fuera gran cosa, a pasear y a encontrarse
con algún viejo amigo del pueblo a tomar café y charlar.

Sin embargo, tuvo de pronto un extraño presentimiento...

Era una estupidez, una fantasía casi infantil, la tontería más absurda que
pudiera pensarse: estaba seguro de que había alguien detrás de él.

Cobardía o desesperación, no se animaba a abrir los ojos y volverse para mirar.


Por otro lado, no necesitaba darse vuelta: delante tenía la ventana y ese vidrio
que funcionaba como espejo. Pensó, con terror, que, si había alguien detrás de
él, lo vería de inmediato. Cuando al fin miró, en cierta forma vio lo que
esperaba, aunque hubo un instante durante el cual se dijo que no podía ser
cierto. Sin embargo era indiscutible: “eso” que estaba reflejado en el vidrio de
la ventana, lo que estaba detrás de él, era un hombre sin cabeza, y lo que
tenía en la mano era un largo y filoso cuchillo.

Fin

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El Alquimista

Allá en lo alto, coronando la herbosa cima un montículo escarpado, de falda


cubierta por los árboles nudosos de la selva primordial, se levanta la vieja
mansión de mis antepasados. Durante siglos sus almenas han contemplado
ceñudas el salvaje y accidentado terreno circundante, sirviendo de hogar y
fortaleza para la casa altanera cuyo honrado linaje es más viejo aún que los
muros cubiertos de musgo del castillo. Sus antiguos torreones, castigados
durante generaciones por las tormentas, demolidos por el lento pero
implacable paso del tiempo, formaban en la época feudal una de las más
temidas y formidables fortalezas de toda Francia. Desde las aspilleras de sus
parapetos y desde sus escarpadas almenas, muchos barones, condes y aun
reyes han sido desafiados, sin que nunca resonara en sus espaciosos salones el
paso del invasor.
Pero todo ha cambiado desde aquellos gloriosos años. Una pobreza rayana en
la indigencia, unida a la altanería que impide aliviarla mediante el ejercicio del
comercio, ha negado a los vástagos del linaje la oportunidad de mantener sus
posesiones en su primitivo esplendor; y las derruidas piedras de los muros, la
maleza que invade los patios, el foso seco y polvoriento, así como las baldosas
sueltas, las tablazones comidas de gusanos y los deslucidos tapices del interior,
todo narra un melancólico cuento de perdidas grandezas. Con el paso de las
edades, primero una, luego otra, las cuatro torres fueron derrumbándose, hasta
que tan sólo una sirvió de cobijo a los tristemente menguados descendientes
de los otrora poderosos señores del lugar.
Fue en una de las vastas y lóbregas estancias de esa torre que aún seguía en
pie donde yo, Antoine, el último de los desdichados y maldecidos condes de
C., vine al mundo, hace diecinueve años. Entre esos muros, y entre las oscuras y
sombrías frondas, los salvajes barrancos y las grutas de la ladera, pasaron los
primeros años de mi atormentada vida. Nunca conocí a mis progenitores. Mi
padre murió a la edad de treinta y dos, un mes después de mi nacimiento,
alcanzado por una piedra de uno de los abandonados parapetos del castillo;
y, habiendo fallecido mi madre al darme a luz, mi cuidado y educación
corrieron a cargo del único servidor que nos quedaba, un hombre anciano y
fiel de notable inteligencia, que recuerdo que se llamaba Pierre. Yo no era más
que un chiquillo, y la carencia de compañía que eso acarreaba se veía
aumentada por el extraño cuidado que mi añoso guardián se tomaba para
privarme del trato de los muchachos campesinos, aquellos cuyas moradas se
desperdigaban por los llanos circundantes en la base de la colina. Por

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entonces, Pierre me había dicho que tal restricción era debida a que mi
nacimiento noble me colocaba por encima del trato con aquellos plebeyos
compañeros. Ahora sé que su verdadera intención era ahorrarme los vagos
rumores que corrían acerca de la espantosa maldición que afligía a mi linaje,
cosas que se contaban en la noche y eran magnificadas por los sencillos
aldeanos según hablaban en voz baja al resplandor del hogar en sus chozas.
Aislado de esa manera, librado a mis propios recursos, ocupaba mis horas de
infancia en hojear los viejos tomos que llenaban la biblioteca del castillo,
colmada de sombras, y en vagar sin ton ni son por el perpetuo crepúsculo del
espectral bosque que cubría la falda de la colina. Fue quizás merced a tales
contornos el que mi mente adquiriera pronto tintes de melancolía. Esos estudios
y temas que tocaban lo oscuro y lo oculto de la naturaleza eran lo que más
llamaban mi atención.
Poco fue lo que me permitieron saber de mi propia ascendencia, y lo poco que
supe me sumía en hondas depresiones. Quizás, al principio, fue sólo la clara
renuencia mostrada por mi viejo preceptor a la hora de hablarme de mi línea
paterna lo que provocó la aparición de ese terror que yo sentía cada vez que
se mentaba a mi gran linaje, aunque al abandonar la infancia conseguí
fragmentos inconexos de conversación, dejados escapar involuntariamente
por una lengua que ya iba traicionándolo con la llegada de la senilidad, y que
tenían alguna relación con un particular acontecimiento que yo siempre había
considerado extraño, y que ahora empezaba a volverse turbiamente terrible. A
lo que me refiero es a la temprana edad en la que los condes de mi linaje
encontraban la muerte. Aunque hasta ese momento había considerado un
atributo de familia el que los hombres fueran de corta vida, más tarde
reflexioné en profundidad sobre aquellas muertes prematuras, y comencé a
relacionarlas con los desvaríos del anciano, que a menudo mencionaba una
maldición que durante siglos había impedido que las vidas de los portadores
del título sobrepasasen la barrera de los treinta y dos años. En mi vigésimo
segundo cumpleaños, el añoso Pierre me entregó un documento familiar que,
según decía, había pasado de padre a hijo durante muchas generaciones y
había sido continuado por cada poseedor. Su contenido era de lo más
inquietante, y una lectura pormenorizada confirmó la gravedad de mis
temores. En ese tiempo, mi creencia en lo sobrenatural era firme y arraigada,
de lo contrario hubiera hecho a un lado con desprecio el increíble relato que
tenía ante los ojos.
El papel me hizo retroceder a los tiempos del siglo XIII, cuando el viejo castillo
en el que me hallaba era una fortaleza temida e inexpugnable. En él se
hablaba de cierto anciano que una vez vivió en nuestras posesiones, alguien
de no pocos talentos, aunque su rango apenas rebasaba el de campesino; era
de nombre Michel, de usual sobrenombre Mauvais, el malhadado, debido a su
siniestra reputación. A pesar de su clase, había estudiado, buscando cosas

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tales como la piedra filosofal y el elixir de la eterna juventud, y tenía fama de
ducho en los terribles arcanos de la magia negra y la alquimia. Michel Mauvais
tenía un hijo llamado Charles, un mozo tan avezado como él mismo en las artes
ocultas, habiendo sido por ello apodado Le Sorcier, el brujo. Ambos, evitados
por las gentes de bien, eran sospechosos de las prácticas más odiosas. El viejo
Michel era acusado de haber quemado viva a su esposa, a modo de sacrificio
al diablo, y, en lo tocante a las incontables desapariciones de hijos pequeños
de campesinos, se tendía a señalar su puerta. Pero, a través de las oscuras
naturalezas de padre e hijo brillaba un rayo de humanidad y redención; el
malvado viejo quería a su retoño con fiera intensidad, mientras que el mozo
sentía por su padre una devoción más que filial.
Una noche el castillo de la colina se encontró sumido en la más tremenda de
las confusiones por la desaparición del joven Godfrey, hijo del conde Henri. Un
grupo de búsqueda, encabezado por el frenético padre, invadió la choza de
los brujos, hallando al viejo Michel Mauvais mientras trasteaba en un inmenso
caldero que bullía violentamente. Sin más demora, llevado de furia y
desesperación desbocadas, el conde puso sus manos sobre el anciano mago
y, al aflojar su abrazo mortal, la víctima ya había expirado. Entretanto, los
alegres criados proclamaban el descubrimiento del joven Godfrey en una
estancia lejana y abandonada del edificio, anunciándolo muy tarde, ya que el
pobre Michel había sido muerto en vano. Al dejar el conde y sus amigos la
mísera cabaña del alquimista, la figura de Charles Le Sorcier hizo acto de
presencia bajo los árboles. La charla excitada de los domésticos más próximos
le reveló lo sucedido, aunque pareció indiferente en un principio al destino de
su padre. Luego, yendo lentamente al encuentro del conde, pronunció con voz
apagada pero terrible la maldición que, en adelante, afligiría a la casa de C.
«Nunca sea que un noble de tu estirpe homicida
Viva para alcanzar mayor edad de la que ahora posees»
proclamó cuando, repentinamente, saltando hacia atrás al negro bosque,
sacó de su túnica una redoma de líquido incoloro que arrojó al rostro del
asesino de su padre, desapareciendo al amparo de la negra cortina de la
noche. El conde murió sin decir palabra y fue sepultado al día siguiente, con
apenas treinta y dos años. Nunca descubrieron rastro del asesino, aunque
implacables bandas de campesinos batieron las frondas cercanas y las
praderas que rodeaban la colina.
El tiempo y la falta de recordatorios aminoraron la idea de la maldición de la
mente de la familia del conde muerto; así que cuando Godfrey, causante
inocente de toda la tragedia y ahora portador de un título, murió traspasado
por una flecha en el transcurso de una cacería, a la edad de treinta y dos
años, no hubo otro pensamiento que el de pesar por su deceso. Pero cuando,
años después, el nuevo joven conde, de nombre Robert, fue encontrado

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muerto en un campo cercano y sin mediar causa aparente, los campesinos
dieron en murmurar acerca de que su amo apenas sobrepasaba los treinta y
dos cumpleaños cuando fue sorprendido por su temprana muerte. Louis, hijo de
Robert, fue descubierto ahogado en el foso a la misma fatídica edad, y, desde
ahí, la crónica ominosa recorría los siglos: Henris, Roberts, Antoines y Armands
privados de vidas felices y virtuosas cuando apenas rebasaban la edad que
tuviera su infortunado antepasado al morir.
Según lo leído, parecía cierto que no me quedaban sino once años. Mi vida,
tenida hasta entonces en tan poco, se me hizo ahora más preciosa a cada día
que pasaba, y me fui progresivamente sumergiendo en los misterios del oculto
mundo de la magia negra. Solitario como era, la ciencia moderna no me había
perturbado y trabajaba como en la Edad Media, tan empeñado como
estuvieran el viejo Michel y el joven Charles en la adquisición de saber
demonológico y alquímico. Aunque leía cuanto caía en mis manos, no
encontraba explicación para la extraña maldición que afligía a mi familia. En
los pocos momentos de pensamiento racional, podía llegar tan lejos como
para buscar alguna explicación natural, atribuyendo las tempranas muertes de
mis antepasados al siniestro Charles Le Sorcier y sus herederos; pero
descubriendo tras minuciosas investigaciones que no había descendientes
conocidos del alquimista, me volví nuevamente a los estudios ocultos y de
nuevo me esforcé en encontrar un hechizo capaz de liberar a mi estirpe de esa
terrible carga. En algo estaba plenamente resuelto. No me casaría jamás, y, ya
que las ramas restantes de la familia se habían extinguido, pondría fin conmigo
a la maldición.
Cuando yo frisaba los treinta, el viejo Pierre fue reclamado por el otro mundo.
Lo enterré sin ayuda bajo las piedras del patio por el que tanto gustara de
deambular en vida. Así quedé para meditar en soledad, siendo el único ser
humano de la gran fortaleza, y en el total aislamiento mi mente fue dejando de
rebelarse contra la maldición que se avecinaba para casi llegar a acariciar ese
destino con el que se habían encontrado tantos de mis antepasados. Pasaba
mucho tiempo explorando las torres y los salones ruinosos y abandonados del
viejo castillo, que el temor juvenil me había llevado a rehuir y que, al decir del
viejo Pierre, no habían sido hollados por ser humano durante casi cuatro siglos.
Muchos de los objetos hallados resultaban extraños y espantosos. Mis ojos
descubrieron muebles cubiertos por polvo de siglos, desmoronándose en la
putridez de largas exposiciones a la humedad. Telarañas en una profusión
nunca antes vista brotaban por doquier, e inmensos murciélagos agitaban sus
alas huesudas e inmensas por todos lados en las, por otra parte, vacías
tinieblas.
Guardaba el cálculo más cuidadoso de mi edad exacta, aun de los días y
horas, ya que cada oscilación del péndulo del gran reloj de la biblioteca
desgranaba una pizca más de mi condenada existencia. Al final estuve cerca

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del momento tanto tiempo contemplado con aprensión. Dado que la mayoría
de mis antepasados fueron abatidos poco después de llegar a la edad exacta
que tenía el conde Henri al morir, yo aguardaba en cualquier instante la
llegada de una muerte desconocida. En qué extraña forma me alcanzaría la
maldición, eso no sabía decirlo; pero estaba decidido a que, al menos, no me
encontrara atemorizado o pasivo. Con renovado vigor, me apliqué al examen
del viejo castillo y cuanto contenía.
El suceso culminante de mi vida tuvo lugar durante una de mis exploraciones
más largas en la parte abandonada del castillo, a menos de una semana de la
fatídica hora que yo sabía había de marcar el límite final a mi estancia en la
tierra, más allá de la cual yo no tenía siquiera atisbos de esperanza de
conservar el hálito. Había empleado la mejor parte de la mañana yendo arriba
y abajo por las escaleras medio en ruinas, en uno de los más castigados de los
antiguos torreones. En el transcurso de la tarde me dediqué a los niveles
inferiores, bajando a lo que parecía ser un calabozo medieval o quizás un
polvorín subterráneo, más bajo. Mientras deambulaba lentamente por los
pasadizos llenos de incrustaciones al pie de la última escalera, el suelo se tornó
sumamente húmedo y pronto, a la luz de mi trémula antorcha, descubrí que un
muro sólido, manchado por el agua, impedía mi avance. Girándome para
volver sobre mis pasos, fui a poner los ojos sobre una pequeña trampilla con
anillo, directamente bajo mis pies. Deteniéndome, logré alzarla con dificultad,
descubriendo una negra abertura de la que brotaban tóxicas humaredas que
hicieron chisporrotear mi antorcha, a cuyo titubeante resplandor vislumbré una
escalera de piedra. Tan pronto como la antorcha, que yo había abatido hacia
las repelentes profundidades, ardió libre y firmemente, emprendí el descenso.
Los peldaños eran muchos y llevaban a un angosto pasadizo de piedra que
supuse muy por debajo del nivel del suelo. Este túnel resultó de gran longitud y
finalizaba en una masiva puerta de roble, rezumante con la humedad del
lugar, que resistió firmemente cualquier intento mío de abrirla. Cesando tras un
tiempo en mis esfuerzos, me había vuelto un trecho hacia la escalera, cuando
sufrí de repente una de las impresiones más profundas y enloquecedoras que
pueda concebir la mente humana. Sin previo aviso, escuché crujir la pesada
puerta a mis espaldas, girando lentamente sobre sus oxidados goznes. Mis
inmediatas sensaciones no son susceptibles de análisis. Encontrarme en un lugar
tan completamente abandonado como yo creía que era el viejo castillo, ante
la prueba de la existencia de un hombre o un espíritu, provocó a mi mente un
horror de lo más agudo que pueda imaginarse. Cuando al fin me volví y encaré
la fuente del sonido, mis ojos debieron desorbitarse ante lo que veían. En un
antiguo marco gótico se encontraba una figura humana. Era un hombre
vestido con un casquete1 y una larga túnica medieval de color oscuro. Sus
largos cabellos y frondosa barba eran de un negro intenso y terrible, de
increíble profusión. Su frente, más alta de lo normal; sus mejillas, consumidas,
llenas de arrugas; y sus manos largas, semejantes a garras y nudosas, eran de

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una mortal y marmórea blancura como nunca antes viera en un hombre. Su
figura, enjuta hasta asemejarla a un esqueleto, estaba extrañamente cargada
de hombros y casi perdida dentro de los voluminosos pliegues de su peculiar
vestimenta. Pero lo más extraño de todo eran sus ojos, cavernas gemelas de
negrura abisal, profundas en saber, pero inhumanas en su maldad. Ahora se
clavaban en mí, lacerando mi alma con su odio, manteniéndome sujeto al sitio.
Por fin, la figura habló con una voz retumbante que me hizo estremecer debido
a su honda impiedad e implícita malevolencia. El lenguaje empleado en su
discurso era el decadente latín usado por los menos eruditos durante la Edad
Media, y pude entenderlo gracias a mis prolongadas investigaciones en los
tratados de los viejos alquimistas y demonólogos. Esa aparición hablaba de la
maldición suspendida sobre mi casa, anunciando mi próximo fin, e hizo
hincapié en el crimen cometido por mi antepasado contra el viejo Michel
Mauvais, recreándose en la venganza de Charles le Sorcier. Relató cómo el
joven Charles había escapado al amparo de la noche, volviendo al cabo de
los años para matar al heredero Godfrey con una flecha, en la época en que
éste alcanzó la edad que tuviera su padre al ser asesinado; cómo había vuelto
en secreto al lugar, estableciéndose ignorado en la abandonada estancia
subterránea, la misma en cuyo umbral se recortaba ahora el odioso narrador.
Cómo había apresado a Robert, hijo de Godfrey, en un campo, forzándolo a
ingerir veneno y dejándolo morir a la edad de treinta y dos, manteniendo así la
loca profecía de su vengativa maldición. Entonces me dejó imaginar cuál era
la solución de la mayor de las incógnitas: cómo la maldición había continuado
desde el momento en que, según las leyes de la naturaleza, Charles le Sorcier
hubiera debido morir, ya que el hombre se perdió en digresiones, hablándome
sobre los profundos estudios de alquimia de los dos magos, padre e hijo, y
explayándose sobre la búsqueda de Charles le Sorcier del elixir que podría
garantizarle el goce de vida y juventud eternas.
Por un instante su entusiasmo pareció desplazar de aquellos ojos terribles el odio
mostrado en un principio, pero bruscamente volvió el diabólico resplandor y,
con un estremecedor sonido que recordaba el siseo de una serpiente, alzó una
redoma de cristal con evidente intención de acabar con mi vida, tal como
hiciera Charles le Sorcier seiscientos años antes con mi antepasado. Llevado
por algún protector instinto de autodefensa, luché contra el encanto que me
había tenido inmóvil hasta ese momento, y arrojé mi antorcha, ahora
moribunda, contra el ser que amenazaba mi vida. Escuché cómo la ampolla se
rompía de forma inocua contra las piedras del pasadizo mientras la túnica del
extraño personaje se incendiaba, alumbrando la horrible escena con un
resplandor fantasmal. El grito de espanto y de maldad impotente que lanzó el
frustrado asesino resultó demasiado para mis nervios, ya estremecidos, y caí
desmayado al suelo fangoso.

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Cuando por fin recobré el conocimiento, todo estaba espantosamente a
oscuras y, recordando lo ocurrido, temblé ante la idea de tener que soportar
aún más; pero fue la curiosidad lo que acabó imponiéndose. ¿Quién, me
preguntaba, era este malvado personaje, y cómo había llegado al interior del
castillo? ¿Por qué podía querer vengar la muerte del pobre Michel Mauvais y
cómo se había transmitido la maldición durante el gran número de siglos
pasados desde la época de Charles le Sorcier? El peso del espanto, sufrido
durante años, desapareció de mis hombros, ya que sabía que aquel a quien
había abatido era lo que hacía peligrosa la maldición, y, viéndome ahora libre,
ardía en deseos de saber más del ser siniestro que había perseguido durante
siglos a mi linaje, y que había convertido mi propia juventud en una
interminable pesadilla. Dispuesto a seguir explorando, me tanteé los bolsillos en
busca de eslabón y pedernal, y encendí la antorcha de repuesto. Enseguida, la
luz renacida reveló el cuerpo retorcido y achicharrado del misterioso extraño.
Esos ojos espantosos estaban ahora cerrados. Desasosegado por la visión, me
giré y accedí a la estancia que había al otro lado de la puerta gótica. Allí
encontré lo que parecía ser el laboratorio de un alquimista. En una esquina se
encontraba una inmensa pila de reluciente metal amarillo que centelleaba de
forma portentosa a la luz de la antorcha. Debía de tratarse de oro, pero no me
detuve a cerciorarme, ya que estaba afectado de forma extraña por la
experiencia sufrida. Al fondo de la estancia había una abertura que conducía
a uno de los muchos barrancos abiertos en la oscura ladera boscosa. Lleno de
asombro, aunque sabedor ahora de cómo había logrado ese hombre llegar al
castillo, me volví. Intenté pasar con el rostro vuelto junto a los restos de aquel
extraño, pero, al acercarme, creí oírle exhalar débiles sonidos, como si la vida
no hubiera escapado por completo de él. Horrorizado, me incliné para
examinar la figura acurrucada y abrasada del suelo. Entonces esos horribles
ojos, mas oscuros que la cara quemada donde se albergaban, se abrieron
para mostrar una expresión imposible de identificar. Los labios agrietados
intentaron articular palabras que yo no acababa de entender. Una vez capté
el nombre de Charles le Sorcier y en otra ocasión pensé que las palabras «años»
y «maldición» brotaban de esa boca retorcida. A pesar de todo, no fui capaz
de encontrar un significado a su habla entrecortada. Ante mi evidente
ignorancia, los ojos como pozos relampaguearon una vez más malévolamente
en mi contra, hasta el punto de que, inerme como veía a mi enemigo, me sentí
estremecer al observarlo.
Súbitamente, aquel miserable, animado por un último rescoldo de energía, alzó
su espantosa cabeza del suelo húmedo y hundido. Entonces, recuerdo que,
estando yo paralizado por el miedo, recuperó la voz y con aliento agonizante
vociferó las palabras que en adelante habrían de perseguirme durante todos
los días y las noches de mi vida.

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-¡Necio! -gritaba-. ¿No puedes adivinar mi secreto? ¿No tienes bastante
cerebro como para reconocer la voluntad que durante seis largos siglos ha
perpetuado la espantosa maldición sobre los tuyos? ¿No te he hablado del
gran elixir de la eterna juventud? ¿No sabes quién desveló el secreto de la
alquimia? ¡Pues fui yo! ¡Yo! ¡Yo! ¡Yo que he vivido durante seiscientos años para
perpetuar mi venganza, PORQUE YO SOY CHARLES LE SORCIER!

Fin

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EL FANTASMA PROVECHOSO

Un caballero rural tenía una vieja casa que era todo lo que quedaba de un
antiguo monasterio o convento derruido, y he aquí que resolvió demolerla
aunque pensaba que era extremo el disgusto que tal tarea implicaría. Pensó en
una estratagema que consistía en difundir el rumor de que el lugar estaba
encantado, e hizo esto con tal habilidad que empezó a ser creído por la gente.
Para tal efecto se confeccionó un largo traje blanco y con él puesto se propuso
pasar velozmente por el patio interior de la casa justo en el momento en que
hubiera citado a sus testigos de excepción, para que estuvieran en la ventana
y pudiesen verlo. Ellos difundirían después la noticia de que en la casa había un
fantasma.

Con este propósito, el amo y la esposa y toda la familia fueron llamados a la


ventana donde, aun estando tan oscuro que no podía decirse con certeza qué
era, se podría distinguir claramente, llegado el momento, la blanca vestidura
que cruzaría el patio y entraba por una puerta del viejo edificio. Tan pronto
como estuvieron adentro, percibieron en la casa una llamarada que el
caballero había planeado hacer con azufre y otros materiales, con el propósito
de que dejara un tufo de sulfuro y no sólo el olor de la pólvora. Tal y como
esperaba, la argucia dio resultado. Alguna gente fantasiosa, teniendo noticia
de lo que pasaba y deseando ver la aparición, tuvo la ocasión de hacerlo y la
vio en la forma en que usualmente se mostraba. Sus frecuentes caminatas se
hicieron algo habitual en una parte de la morada donde el espíritu tenía
oportunidad: se deslizaba por la puerta hacia otro patio y después hacia la
parte habitada.

Fue así que inmediatamente se corrió el rumor de que en la casa había dinero
escondido y el caballero extendió la noticia de que comenzaría a excavar,
seguro de que la gente se pondría muy ansiosa, anhelándolo. En cambio, no
hizo nada al respecto. Y así, se seguía viendo la aparición ir y venir, caminar de
un lado para otro, casi todas las noches, y siempre desvaneciéndose con una
llamarada, como ya dije, todo lo cual era realmente extraordinario. Al fin,
alguna gente de la villa vecina, viendo que el caballero daba largas o
descuidaba el asunto, comenzó a preguntarse si el buen hombre les permitiría

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excavar, porque sin duda había dinero escondido allí. Si él consentía en que
ellos lo cogieran si finalmente lo encontraban, excavarían y darían con él
aunque tuvieran que levantar toda la casa y tirarla abajo.

El caballero replicó que no era justo que excavaran y destrozasen la morada y


que por eso condescendería en que se quedasen todo lo que encontraran. Y
tan difícil era aquello de asumir! Lo autorizó con la condición de que ellos
acarrearan con todos los escombros y los materiales que excavaran y también
con los ladrillos y las maderas a un terreno vecino a la casa, y que a él le
correspondería la mitad de lo que encontraran. Ellos consintieron y se pusieron
manos a la obra. El espíritu o aparición que rondaba al principio pareció
abandonar el lugar y lo primero quede molieron fueron los caños de las
chimeneas, con un gran esfuerzo sin duda. El caballero, por su parte, deseoso
de alentarlos, escondió secretamente veintisiete piezas de oro antiguo en un
agujero de la chimenea que no tenía entrada más que por un lado, y que
después tapió.

Cuando llegaron hasta el dinero, los ilusos se engañaron por completo y se


maravillaron sin querer entrar en razón. Por casualidad el caballero estaba
cerca, pero no exactamente en el lugar, cuando se produjo el hallazgo,
cuando lo llamaron. Muy generosamente les dio todo, pero a condición de
que no esperaran lo mismo de lo que después habían de encontrar. En una
palabra, este mordisco en su ambición hizo trabajar a los campesinos como
burros y meterse más aún en el engaño. Pero lo que más los alentó fue que en
realidad encontraron varias cosas de valor al excavar en la casa. Tal vez
habían estado escondidas desde el tiempo en que se había construido el
edificio, por ser una casa religiosa.

Con algún que otro dinero dieron también, de modo que la continua
expectación y esperanza de encontrar más de tal manera animó a los
campesinos, que muy pronto tiraron la casa abajo. Sí, puede decirse que la
demolieron hasta sus mismas raíces, porque excavaron los cimientos, que era lo
que deseaba el caballero, lo cual le habría llevado mucho dinero hacer. No
dejaron en la casa ni la cueva para un ratón. Pero, de acuerdo con el trato,
llevaron los materiales y apilaron la madera y los ladrillos en un terreno
adyacente como el caballero lo había ordenado, y todo de manera muy
pulcra.

Estaban tan convencidos —a raíz de la aparición que vagaba por la casa—de


que había dinero escondido ahí, que nada podía detener la ansiedad de los
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campesinos por trabajar, como si las almas de las monjas y frailes, o quien
quiera que fuera que hubiera escondido algún tesoro en el lugar, suponiendo
que estuviera escondido, no pudiera descansar, según se dice de otros casos, o
pudiera haber algún modo de encontrarlo después de tantos años, casi
doscientos.

FIN

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El corazón delator

¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso.

¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había
agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más
agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas
cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen... y
observen con cuánta cordura, con cuanta tranquilidad les cuento mi historia.

Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera


vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún
propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había
hecho nada malo.

Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí,


eso fue!

Tenía un ojo semejante al de un buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela.
Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco,
muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo
para siempre.

Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben
nada. En cambio... ¡si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con que
habilidad procedí! ¡Con qué cuidado... con qué previsión... con qué disimulo
me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana antes de
matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su
puerta y la abría... ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo
bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada,
completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras ella
pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente
pasaba la cabeza! La movía lentamente... muy, muy lentamente, a fin de no
perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir
completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en
su cama.

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¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando
tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna
cautelosamente... ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la
linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo
rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas
noches... cada noche a las doce... pero siempre encontré el ojo cerrado, y por
eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba,
sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo
en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándole por su nombre con
voz cordial, y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes
que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las
noches, justamente a las doce, iba yo a mirarle mientras dormía.

Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al


abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se
movía mi mano.

Jamás, antes de aquella noche, había sentido el alcance de mis facultades, de


mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que
estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con
mis secretas intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y
quizá me oyó, porque le sentí moverse repentinamente en la cama, como si se
sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché hacia atrás... pero no. Su cuarto
estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente las
persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la
abertura de la puerta, y seguía empujando suavemente, suavemente.

Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar

resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando:

—¿Quién está ahí?

Permanecí inmóvil, sin decir una palabra. Durante una hora entera no moví un

solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama.


Seguía sentado, escuchando... tal como yo lo había hecho, noche tras noche,
mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte.

Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No
expresaba dolor o pena... ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo

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del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas
noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi
pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían.
Repito que lo conocía bien.

Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en


el fondo de mi corazón. Comprendí que había estado despierto desde el
primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que
aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: “No es más que el
viento de la chimenea... o un grillo que chirrió una sola vez”. Sí, había tratado
de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en
vano, por que la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y
envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible
era la que le movía a sentir —aunque no podía verla ni oírla—, a sentir la
presencia de mi cabeza en la habitación.

Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que
volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la
linterna.

Así lo hice —no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso
cuidado—, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó
de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.

Estaba abierto, abierto de par en par... y yo empecé a enfurecerme mientras le


miraba. Le vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela
que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara o del
cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz de
luz exactamente hacia el punto maldito.

¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una
excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un
resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en
algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo.
Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el
coraje de un soldado.

Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas y respiraba.


Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener, con
toda la firmeza posible, el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latido

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del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más
fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada
vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que
soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, el terrible silencio de aquella
antigua casa, un resonar tan extraño como aquel que me llenó de un horror
incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía unos minutos y permanecí
inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que
aquel corazón iba a estallar. y una nueva ansiedad se apoderó de mí...

¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado!
Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El
viejo clamó una vez... nada más que una vez. Me bastó un segundo para
arrojarle al suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al
ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el
corazón siguió latiendo con un sonido ahogado.

Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las


paredes.

Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el
cadáver.

Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón, y


la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien
muerto. Su ojo no volvería a molestarme.

Si ustedes continúan tomándome por loco, dejarán de hacerlo cuando les


descubra las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La
noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio.
Ante todo descuarticé el cadáver, le corté la cabeza, brazos y piernas.

Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el

hueco. Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo
humano —ni siquiera el suyo— hubiera podido advertir la menor diferencia. No
había nada que lavar... ninguna mancha... ningún rastro de sangre. Yo era
demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo... ¡ja, ja!

Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero era
tan oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían las

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campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con
toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?

Hallé a tres caballeros que se presentaron muy civilmente como oficiales de la

policía. Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se


sospechaba la posibilidad de un atentado. Al recibir este informe en el puesto
de policía, habían comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar.

Sonreí, pues... ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les
expliqué que yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice
saber que el viejo se había ausentado a la campaña. Lleve a los visitantes a
recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien. Finalmente,
acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus caudales
intactos y como cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis
confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que
descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi
perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el
cadáver de mi víctima.

Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi
parte, me hallaba complemente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas
comunes, mientras yo les contestaba con animación. Más, al cabo de un rato
empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la
cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban
sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era
cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para liberarme de esa sensación,
pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara... hasta que,
al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos.

Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguía hablando con creciente
soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba... ¿y qué
podía yo?

Era un resonado apagado y presuroso..., un sonido como el que podría hacer


un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba tratando de recobrar el aliento, y, sin
embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con
vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me puse en pie y discutí
sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el
sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro,

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a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me
enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh Dios!

¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia... maldije, juré...


Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las tablas
del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más
alto... más alto... más alto! Y entretanto los hombres seguían charlando
plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no!
¡Claro que oían y sospechaban! ¡Sabían, y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí,
si lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella
agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía
soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y
entonces... otra vez... escuchen... más fuerte... más fuerte... más fuerte... más
fuerte!

—¡Basta ya de fingir malvados!— aullé —¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos

Tablones! ¡Ahí... ahí! ¡Dónde está latiendo su horrible corazón!

Fin

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La Noche de Difuntos

Me cuesta mucho hablar sobre esta historia porque se me ponen los pelos de
punta. Es una historia real como la vida misma y desde entonces yo no rechazo
ningún suceso paranormal. Esta experiencia me hizo ver que realmente existe
algo sobrenatural en nuestro mundo. Mientras que en EEUU se celebra
Halloween, aquí en España se celebra la noche de los Santos. En esta noche
tan especial es tradición para muchos acercársela cementerio para poner
flores a los seres difuntos. Yo me encontraba con mi hermana y nuestros amigos
y decidimos acercarnos hasta el cementerio para ver el panorama. Resultó que
en el cementerio no había nadie ya que las personas solían ir a las ocho y ya
eran pasadas las diez. Nos adentramos y entre tanto gato merodeando y el
simple hecho de que estaba en un cementerio, me empezó a entrar el pánico
y le pedí a mi hermana que saliéramos fuera, y eso fue lo que hicimos.

Una vez fuera mis amigos se sentaron en el muro salvo una amiga y yo que nos
quedamos de frente mirando hacia dentro del cementerio. Mientras mis amigos
hablaban, yo con el pánico todavía en el cuerpo, no dejaba de mirar para
adentro aterrorizada (cuando esto ocurrió tenía yo 13 años).De repente, en un
segundo nada más, vi algo espeluznante y a la vez ilógico: la silueta de una
mujer anciana de cintura para arriba flotando, detrás le seguía unas piernas
también flotando, luego un brazo con un carro de la compra y por último, el
segundo brazo llevando a un perro con una correa. Todo esto como una
especie de masa de humo blanco. Me puse a gritar no sé si del susto o del
terror y mi amiga chilló también. Yo pensé que ella había visto lo mismo que yo,
pero no, ella solo chilló del susto.

Les conté a mis amigos lo que había visto y me calmaron diciéndome que
habría sido una alucinación simplemente porque tenía miedo. Fuera lo que
fuera pedí que nos fuéramos de allí. Según nos marchábamos, nos
encontramos allí mismo sentados en una ermita a dos chicos que iban con mi
hermana a clase. Me vieron que estaba inquieta y nerviosa y me preguntaron
que a ver que me pasaba. Nada más decirles: es que he visto... me
interrumpieron para decirme: ¿has visto esto y esto? y me dijeron exactamente
lo mismo que yo había visto. Todos nosotros nos quedamos boquiabiertos sin

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saber que decir. Nos contaron que en otra ocasión ellos también lo vieron y
que no habíamos sido los únicos. Esto ya no sé si será cierto o no, pero nos
dijeron que había una leyenda que decía que una mujer en su casa se fue a
hacer una tortilla y cuando tenía la sartén en el fuego se dio cuenta de que no
tenía huevos, así que cogió el carro para aprovechar a comprar más cosas y
salió de casa con su perro sin acordarse de quitar la sartén del fuego.

Cuando volvía para su casa vio por la ventana que todo estaba ardiendo y
corrió con la mala suerte de que la cogió un camión y la separara por la mitad
en dos partes. Nos fuimos de allí pitando. Escalofriante. Cada vez que paso por
al lado del cementerio me acuerdo y procuro no mirar hacia el interior. Desde
entonces mis amigos y yo no hemos vuelto a hablar del tema ya que era
evidente que lo que yo había visto era tan real como cierto.

Fin

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