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Tu Silencio

Contenido
Sinopsis
Introducción
...1…
…2…
…3…
…4…
…5…
…6…
…7…
…8…
…9…
…10…
…11…
…12…
…13…
…14…
…15…
…16…
…17…
…18…
…19…
…20…
…21…
…22…
…23…
…24…
…25…
…26…
…27…
…28…
…29…
…30…
…31…
…32…
…33…
…34…
…35…
…36…
…37…
…38…
Sinopsis
Juan José Soler nunca imaginó
quedar atrapado en la trampa que él
mismo diseñó: el amor.
Desde siempre, y sabiendo que es
atractivo a las mujeres, ha jugado
con ellas a placer, pero el destino
le enseñará que hay cosas que no se
pueden evitar, que contra el amor
no se puede luchar, pero sobre
todo, no se debe callar.
Introducción
Trinidad no era más que un
pueblucho. De esos con palacio de
Gobernación justo en frente de la
plaza, la cual llevaba directo a una
inmensa iglesia católica.
Sus no más de dos mil habitantes
miraban a los forasteros con
desconfianza, las mujeres
acostumbraban usar faldas que las
cubrían muy bien, y los sitios donde
vendían licor eran frecuentados por
hombres mayores cuyas mujeres
tenían que ir a buscarlos a media
noche, con rulos en la cabeza y un
molinillo en la mano.
No era un pueblo para nada genial.
No había centros comerciales, ni
dónde ir a comer con los amigos sin
que te encontraras al papá de
fulano, y a la mamá de zutano; no
había dónde ir a bailar con la chica
que no fuera tu novia sin que ella se
enterara.
No había nada.
Su única ventaja: estaba a tres
horas de la ciudad de Bogotá, y si
bien no podía ir y venir todos los
días, los fines de semana podía
retornar a su casa, a su vida.
Juan José Soler suspiró
entrecerrando sus ojos ante la
brillante luz del sol de mediodía.
Ese sería el pueblo donde habitara
el siguiente año de su vida.
Cualquiera diría que alguien como
él no necesitaba someterse a ningún
castigo para ganar dinero, pues con
su ropa de buena marca y ademanes
refinados, daba a entender que era
un chico de buena familia. Además,
su estatura de un metro ochenta y
cuatro le hacían sobresalir de
manera digna siempre. Que además
tuviera el cabello castaño claro, y
los ojos verde avellana no eran sino
un bonus que le ayudaba en sus
cruzadas por la conquista de las
mujeres.
Era guapo y lo sabía. Las mujeres
querían tirársele encima y tocar la
que muy bien llamaban la “tableta
de chocolate”, y lo sabía. Lo que
ellas no sabían, es que venía de una
familia venida a menos, que su
madre ostentaba el dinero que ya no
tenía, que con su hermano mayor se
trataban como si se odiaran y todo a
su alrededor era una enorme
mentira. No había ni dinero ni nada,
sólo el apellido de un antiguo
Gobernador que murió en un
accidente hacía mucho tiempo.
Había ido hasta allí por petición
del mismísimo alcalde, un anciano
que había sido amigo de su abuelo y
que seguramente era igual de
corrupto, pero que se sentía en
deuda moral con él, su hermano y su
madre por haberlos dejado
abandonados cuando el viejo murió,
y por lo tanto le dio su primer
contrato importante como ingeniero
civil: la transformación del pueblo.
Claro que todo debía ser una
fachada para justificar los miles de
millones que se iban a malversar
pero, si de eso él iba a sacar una
buena tajada, qué importaba? No se
iba a poner con remilgos a estas
alturas de la vida.
—Qué tal la vista? –Preguntó
Mateo, su mejor amigo.
No iba solo; él y tres más, entre
ellos Mateo, que era ingeniero
industrial; Miguel, que ostentaba el
título de abogado (del diablo,
bromeaban ellos); y Fabián, que era
arquitecto, eran quienes
conformaban aquel cuarteto.
Amigos desde el colegio, se habían
matriculado en la misma
universidad y en diferentes
carreras. Habían mantenido el
contacto todos esos años y se
conocían cada uno al otro como si
fuesen hermanos. Tenían la misma
edad, todos eran guapos y dos de
ellos sí que tenían dinero. Conocían
su verdadera situación y no lo
criticaban, al contrario, lo
admiraban porque se había
propuesto empezar de nuevo, así
tuviera que arrasar con medio
mundo para ello.
Juan José miró a cada uno
sonriendo, y recordando que todos
y cada uno de los que montaban el
Jeep Wrangler amarillo en el que
iban habían sido salvados de
novios y maridos celosos, policías
y hasta bomberos cuando, más
jóvenes, se habían metido en
problemas. Habían llevado una
vida bastante loca, y Trinidad iba a
ser un castigo para esos corazones
tan jóvenes.
—De muerte lenta –contestó Juan
José a la pregunta de Mateo,
alargando la “e” de “lenta” hasta
hacerlo fastidioso al oído de los
demás.
—Pues aquí serás donde te
enclaustres, hijo mío –siguió
Fabián.
—Sí, soy yo quien lleva la peor
parte, no es justo.
—Quien te manda ser el amigo del
alcalde.
—Pero no me importa –dijo Juan
José tomando aire y sacando pecho
—. Este contrato me reportará una
gran ganancia, unos cuantos
milloncitos. Con ese dinero…
montaré mi propia empresa. Ya
verán.
—Siempre que no te la gastes en
trago –murmuró Miguel y los demás
rieron. Juan les echó una mirada
torva. Tontos, no sabían que cuando
se lo proponía, él podía ser
bastante terco. O tal vez sí, pero lo
olvidaban.
—Vamos –dijo Mateo, que era
quien conducía haciendo sonar el
claxon para que Juan volviera a
subir, pues se había quedado a la
orilla del camino mirando desde un
barranco el pequeño pueblo de
Trinidad—. Vamos y le damos una
vuelta a tu nuevo hogar. Lo que
hemos visto hasta ahora es bastante
descorazonador. Te traeremos
revistas de las buenas por si te
aburres.
—Y a Valentina, si el asunto es
grave –ofreció Fabián riendo,
refiriéndose a la que, desde casi la
adolescencia, era la novia de Juan.
—A Valentina no la traigas a este
mugrerío —intervino Juan—,
seguro que me la corta si la someto
a este suplicio.
Los demás rieron.
Juan José le echó una última mirada
a los techos del pueblito de
Trinidad respirando profundo. No
le gustaba nada esa sensación que
tenía en el pecho que le anunciaba
que la vida tal y como la conocía le
iba a cambiar. Pero necesitaba el
dinero que le iban a ofrecer; era
mucho, y bien ganado.
Un año se pasa volando, se dijo, un
año no es la gran cosa.
Ignoraba en aquel entonces, que una
sola noche puede cambiarle la vida
a un hombre para siempre.
...1…
—Y entonces él le dice: bésame, y
ella lo besa, así tan despacito… —
Ángela no pudo menos que tapar su
risa al oír a su amiga Eloísa
resumirle la telenovela que se veía.
Ella hacía las voces, y hasta los
gestos, y ahora que describía el
momento del beso, había estirado
los labios de un modo bastante
irrisorio.
—No te rías!
—No puedo! Lo haces demasiado
bien.
—Besar no es ninguna ciencia.
Deberías probar.
—Y tú deberías dejar de ver tantas
telenovelas.
—Tonta, las veo para poder
contártelas a ti. Con eso de que tus
padres no te dejan ver nada de nada
en la tele…
La sonrisa de Ángela se borró. Era
verdad, sus padres eran el colmo de
la sobreprotección.
Había nacido cuando ya ambos eran
bastante mayores, y no tenía
hermanos, así que no sólo era la
hija habida en la vejez, sino la
única. A eso había que sumarle que
Orlando Riveros era un hombre más
temido que respetado en el pueblo
de Trinidad, y que había anhelado
un varón… y había nacido ella.
—Me conformo con los libros. Les
cambio la portada y creen que estoy
leyendo Shakespeare, o algo así.
—Aunque si ellos leyeran
Shakespeare –dijo Eloísa, alzando
una ceja y sonriendo—, de todos
modos te lo prohibirían. Romeo y
Julieta morir por amor? Qué
demonio se les metió en el cuerpo a
ese par de niñitos?
Ángela volvió a reír. Eloísa, o Eli,
como prefería llamarla, era su
único contacto con el mundo real, la
única amiga que le habían
consentido, pues era la hija menor
del alcalde, y al parecer, de buenos
hábitos y modales, no alocada como
las jóvenes de su edad.
Pero sus padres desconocían que
ella sola hacía por todas aquellas
amigas que le habían prohibido
desde la niñez. Le contaba las
telenovelas más candentes que
salían por la televisión. Le pasaba
por debajo de la mesa novelas
románticas con escenas eróticas que
su madre, de saberlo, habría
arrojado al fuego sin
contemplaciones. Cuando tenía
quince años, incluso le había
concertado una cita con Rodrigo, un
chico que estaba enamorado de
ella.
La cita salió mal. Orlando había
llegado sin previo aviso y, con la
ayuda de García, el más siniestro
de sus hombres, la había arrastrado
hasta la casa recibiendo luego un
castigo eterno, y Rodrigo y su
familia habían tenido que salir del
pueblo casi al día siguiente. Ni
siquiera había intentado tener
contacto con otro chico desde
entonces.
Ir a la casa de Eloísa de vez en
cuando era toda la diversión que se
le permitía. No había ido a la
universidad, pues en Trinidad no
existía una, y ni por todo el oro del
mundo Orlando habría dejado que
fuera sola a Bogotá o a otra ciudad
a estudiar. En cambio, trabajaba
como cualquier otro empleado de
su padre. Le ayudaba en
contabilidad, llamadas, papeleo,
archivos, etc. Era su secretaria sin
sueldo.
No le faltaba nada, y estaría
mintiendo si dijera otra cosa, pero
todo, absolutamente todo,
incluyendo las toallas higiénicas
(no le compraban tampones, eso era
un invento del diablo y le quitaba la
virginidad a las jovencitas, pensaba
su madre), se lo elegían sus padres.
Si alguna vez había salido del
pueblo había sido acompañada por
uno de los dos, y tenía la sensación
de que, a cualquier lugar al que iba,
García, el guardaespaldas y mano
derecha de su padre, la seguía.
Así que su amiga era un símbolo;
era un milagro que la dejaran ir
sola siempre hasta su casa, así que
vivía la vida a través de ella.
Eloísa sí salía, Eloísa conocía
Bogotá, había ido al mar y usado un
bikini, Eloísa no era virgen! Y que
de eso no se enteraran sus padres o
le prohibirían también la amistad.
Pero Eloísa estaba haciendo
trámites para irse a la universidad,
en Bogotá, en los siguientes meses.
La perdería.
—Yo creo –le dijo ella poniendo el
índice sobre la respingada nariz de
Ángela, quizá intuyendo su ánimo—
que algún día conocerás a alguien
que te saque de este pueblo.
Alguien valiente que no tema la ira
de tu padre. Alguien por quien
querrás enfrentarte al mundo.
Ángela suspiró, y Eloísa no pudo
entender su falta de fe. Era una
Blancanieves, así la llamaba de vez
en cuando. Tenía un hermoso
cabello negro y largo, de esos que
perfectamente podían salir en los
comerciales de Pantene, una piel
blanca, labios rosados y ojos grises
heredados de su padre, pero que en
ella se veían bien, en Orlando
parecían ojos robados a alguien
guapo sobre la cara de alguien que
no lo era tanto.
Físicamente, tenía todo lo que una
mujer podía desear; senos
generosos, curvas donde debían
estar, y una modesta estatura de uno
sesenta. Era una lástima que sus
padres opacaran tanto su felicidad,
pues cuando Ángela sonreía, su
rostro se transformaba y la hacía
parecer más bella aún.
—Esas cosas sólo pasan en tus
telenovelas –dijo Ángela torciendo
la boca en un gesto de incredulidad.
Eloísa sonrió meneando la cabeza.
Si ella, que no era ni de cerca una
belleza como lo era Ángela había
conseguido tener uno que otro amor,
cuánto más su amiga?
—No pierdas la fe.
Pero sí la estaba perdiendo, pensó
Ángela. Aunque ni siquiera tenía
veinte. Aunque al parecer lo tenía
todo, aunque, según la insistencia
de su amiga, era guapa.
Una hora después se despidió de
Eloísa con un nuevo libro en su
mochila, bien escondido en el
fondo, pues su madre tenía la mala
costumbre de revisarle las cosas, y
salió de la casa de los padres de su
amiga.

—Y eso es lo que quiero hacer con


este pueblo –terminó diciendo Julio
Vega, el alcalde de Trinidad.
Juan José miró los papeles que
tenía en la mano apoyando el dedo
índice en sus labios. El proyecto
era ambicioso, nada menos que un
complejo vial que conectara al
pueblo con una de las autopistas
más importantes del país que
pasaba muy cerca.
Al parecer no importaba si el
proyecto se tomaba más del tiempo
señalado, el objetivo era hacer de
Trinidad un lugar mucho más
comercial, para que creciera,
atrajera más habitantes, más
negocios, y por lo tanto, más
impuestos.
Julio Vega le había soltado una
larga charla acerca de la importante
manufactura que se producía en el
pueblo, y que se estaba perdiendo
porque estaba muy mal ubicado
geográficamente. Al parecer, esa
conexión a la autopista arreglaría
todos sus males.
—Necesitaré un equipo de
profesionales.
—Tú pide lo que quieras. Dinero es
lo que hay.
—De veras? Desde cuándo los
pueblitos son tan ricos?
—No hagas preguntas cuya
respuesta no te conviene saber.
Eres mi contratado, el que llevará
la batuta en todo esto, así que…
cuándo empiezas?
—Mañana mismo. Tengo sólo unas
pocas condiciones.
—Tú dirás.
—Quiero un buen lugar para dormir
y comer. Una oficina donde trabajar
a gusto, y el equipo de
profesionales que yo mismo
sugeriré.
—A cambio –dijo el alcalde— me
darás cada que te lo pida un
informe del progreso del proyecto.
Estoy sacándole una buena tajada al
tesoro del pueblo, y todos me van a
caer encima.
—Eso no será ningún problema.
Con que me avises con tiempo
estará bien.
—Entonces le diré a Carmencita
que te ayude con lo de tu hospedaje.
Arrendé una pequeña casa para ti.
—Eso me parece perfecto.
—No esperes lujos. En este pueblo
difícilmente los conseguirás.
—Pero si tu idea sale bien, pronto
Trinidad será algo más que un
pueblucho.
—Pues a ver qué pasa de aquí a un
año.
Se dieron la mano y Juan José salió
de la oficina del alcalde con los
papeles aún en la mano.
Ya en la calle, miró hacia una
cafetería donde estaba estacionado
el Jeep de Mateo. Entró y encontró
al trío sentado a una mesa, con
varias botellas de cerveza en la
mano ya empezadas. Lo habían
estado esperando afuera. No sólo lo
habían llevado hasta allí, pues él no
tenía un carro propio, sino que
también lo acompañarían hasta que
se instalara. Incluso un par de ellos
lo ayudarían con lo del proyecto, y
también estarían yendo y viniendo
al pueblo.
Ya tenía en sus manos la llave y la
dirección de su nuevo hogar, así
que jugueteó con ellas y se dirigió a
la mesa que ocupaban sus amigos.
—Y bien? –le preguntaron ellos
cuando lo vieron llegar—. Qué te
dijo?
—Pues aquí donde me ven –
contestó—, soy el futuro creador
del complejo vial más importante y
quizá más inútil de la historia de
Trinidad –Fabián soltó la
carcajada.
—No irás a hacer una chapuza, no?
–preguntó Miguel.
Juan José lo miró ceñudo. Miguel
siempre soltaba comentarios de ese
tipo, y aunque ya estaban todos
acostumbrados, a veces le
molestaba de verdad.
—Claro que no, idiota –le dijo,
mientras se sentaba a la mesa—.
Me refería a que aunque sea toda
una obra de arte, poco o nada le
servirá a este pueblo. Quieren
construir un puente para que a
través de él entre el progreso a este
lugar, pero mira alrededor: esta
gente no progresará simplemente
porque no querrá hacerlo.
—Huy, huy, huy. Estamos todos
filosóficos hoy –intervino Mateo
intentando relajar el ambiente.
Levantó una mano chasqueando los
dedos. Cuando no vino ningún
camarero a atenderlo, miró hacia la
barra, y alzando una ceja comentó
—: Me siento en la dimensión
desconocida. Qué lenguaje se habla
aquí?
—Uno que no tendrás que aprender
–se quejó Juan—. Señorita! Sería
tan amable de venir, por favor? –
llamó, y efectivamente, una mujer
se acercó para tomar su pedido.
Mateo y Fabián rieron por lo bajo,
a Juan José no le iba a costar mucho
adaptarse.
—No he visto a ninguna mujer
bonita –se quejó Mateo cuando ya
salían de la cafetería.
—Seguro que no hay. Ya sabes,
vino una epidemia de fealdad y las
contagió a todas.
—O una bruja malvada repartió
manzanas envenenadas, suele pasar.
—O simplemente se fueron del
pueblo. Seguro que tampoco había
hombres guapos y decidieron
largarse.
Juan José sonrió dándole la vuelta
al Jeep para subir al asiento del
copiloto. No miró bien al girar, y a
punto estuvo de tirar al suelo a
alguien.
Afortunadamente fue ágil y la
aguantó en sus brazos… para
quedar inmediatamente hechizado.
He aquí la primera mujer guapa de
verdad que veía en Trinidad.
Labios rosados que resaltaban
sobre una piel muy blanca, cabellos
negro azabache, largo y… unos
grandes ojos grises bajo una cejas
negras y aterciopeladas.
Las pálidas mejillas pasaron de una
vez al sonrojo.
—Lo… lo siento, no vi… —
empezó a disculparse ella cuando
ya estaba a salvo con sus dos pies
en tierra. Él no dijo nada, sólo la
miraba con un inmediato interés
masculino.
—Es un idiota, no prestes atención
–dijo Mateo con voz sonriente. La
chica no se giró a mirar al otro, y
sonrió ante la broma mirándolo aún
a los ojos… Dioses! Dientes
blancos, parejos, bonitos… sonreía
bonito.
—Ah… bueno… permiso –intentó
esquivarlo, pero entonces él le
bloqueó el paso.
—Tu nombre?
—Para… para qué?
—Para saber cómo se llama la
mujer más hermosa que he visto
alguna vez –ella volvió a
sonrojarse.
—Bueno… No necesita saber cómo
me llamo. Permiso –intentó pasar,
pero él volvió a impedírselo.
—Tu nombre?
—Es una especie de contraseña?
—Contraseña?
—Sí, para dejarme pasar.
—Exacto. Tu nombre?
—Me temo que no lo tendrá.
—Eres mala, bonita, pero mala.
—Juan José, tenemos que irnos –
dijo la voz de Miguel, que
rezumaba molestia.
Juan José no lo miró, tenía los ojos
clavados en ese ángel de cabellos
negros.
—Tu nombre? –insistió.
—Pepita Pérez. Ahora sí, permiso.
Se escuchó la estruendosa
carcajada de Mateo. Juan José se
había quedado quieto como una
estatua y ella logró escabullirse.
—Se han burlado de ti –le dijo su
amigo—, ella no tiene cara de
llamarse Pepita—. Juan se giró y
miró a la hermosa mujer alejarse a
paso rápido.
—Tu primera víctima? –inquirió
Miguel.
—No la viste? Es… guapísima, si
la dejo salir ilesa me arrepentiré el
resto de mi vida.
—Hombre, tienes a Valentina.
—Valentina no se va a enterar.
—Por qué estás tan seguro?
—Porque tú vas a mantener tu
bocota cerrada y no le vas a decir
nada. Estamos?
—Hombre, hombre, no se peleen
por una desconocida. Juan José, ni
siquiera sabes cómo se llama.
—Ya lo averiguaré. En un pueblo
tan pequeño ella no debe pasar
desapercibida, es demasiado
hermosa para eso. Alguien debe
conocerla y averiguaré cómo se
llama.
—Y luego qué?
—Luego les contaré qué tal.
—No lo creo –dijo Miguel—, a mí
me pareció que no es de las que se
prestan al juego. Parece una chica
decente. No va a caer ante ti.
—En menos de un mes será mía –
apostó Juan José.
—Necesitas tanto tiempo?
—Tres semanas.
—No caerá. Tengo fe en la chica.
—Dos semanas. Y estarás allí para
verlo –Miguel le dirigió una mirada
severa a Juan José.
—No me gustan este tipo de
apuestas –se escuchó una
exclamación generalizada. Mateo y
Fabián no soportaban que a veces
Miguel se comportara de manera
tan mojigata.
—Como quieras! –Juan José enseñó
las palmas de sus manos en un gesto
de rendición y se subió al Jeep.
Mientras Mateo ponía el motor en
marcha, gritó—: Al fin encontré
novia en Trinidad!
Los demás se echaron a reír
celebrando la ocurrencia, excepto
Miguel, que lo miraba con un gesto
de desaprobación.

Ángela llegó a casa prácticamente


corriendo. Aún no se creía lo que le
acababa de pasar.
Acababa de conocer al hombre más
guapo del mundo.
Del mundo entero!
Repasó los rasgos del hombre que
acababa de conocer en su mente.
Cabello castaño claro y abundante.
Cejas largas del mismo tono de su
cabello, pobladas y hermosas, ojos
verde avellana, tan expresivos,
tan… sorprendidos al verla. Y los
labios, madre del amor hermoso,
esos labios! Además era alto, de
hombros anchos y cintura estrecha.
Había sentido la fuerza de sus
músculos cuando la sostuvo.
Respiró profundo.
Había salido de casa de Eloísa con
un poco de prisa, pues se había
tardado más de lo permitido
charlando con ella. Siempre se le
iba el tiempo cuando iba a visitarla
y esta vez no fue diferente.
Quizá había sido el destino; si ella
hubiese pasado un minuto antes, o
un minuto después nunca lo habría
conocido.
Seguramente su padre se enteraría
de que había tardado más de lo
permitido sin motivo aparente, pero
ya lo enfrentaría.
Habría valido la pena. Había
conocido a un hombre guapo que la
llamó la mujer más hermosa que
había visto. Nada menos!
—Pues yo también pienso que eres
el hombre más guapo que he visto
en mi vida –murmuró para sí.
Se había quedado un poco
embobada con el vehículo; de esos
sólo los había visto en la televisión,
y sabía que no eran cualquier cosa,
debían valer bastante. Recordó que
en él iban otros tres, pero no
recordaba sus rostros, sólo el de
Juan José. Así lo había llamado uno
de sus amigos.
No le había dado su nombre. Si
alguien se enteraba de que había
estado hablando con un
desconocido se metería en
problemas. Mejor que no, y por eso
se había alejado prácticamente
corriendo.
Llegó a casa. Ésta quedaba en la
mejor zona residencial de Trinidad,
la más grande, la mejor fachada, la
que por lo general tenía estacionado
al frente algún campero de último
modelo. Nadie sabía del infierno
que se vivía puertas adentro.
Aminoró el paso cuando vio a
García salir y mirarla como una
vieja ave de rapiña, y, detrás de él,
a su padre. Estaba en problemas.
—Dónde andabas? –Preguntó
Orlando, encaminándose al asiento
de atrás del campero. Ángela se
sobresaltó al escucharlo, como si la
hubiese pillado haciendo algo malo,
cuando lo único que había hecho
era pensar en el desconocido.
—E—estaba en casa de Eloísa.
—Sola?
—Papá. Tengo diecinueve años.
—Y eso a mí me tiene que decir
algo?
—Estamos aquí, en Trinidad, todos
me conocen y todos te conocen…
—su voz se fue apagando hasta que
quedó en silencio.
Orlando la miró con ojos
entrecerrados, juntando sus gruesas
cejas ya canosas. No le gustaba
para nada que su hija caminara sola
por allí. La miró de arriba abajo.
Llevaba una blusa blanca de
mangas cortas y una falda floreada
que le llegaba apenas a la rodillas,
y según él, iba muy descubierta.
—Tendré que hablar con Eugenia;
está dejando que compres ropa muy
descarada. Usted, señorita, es una
mujer decente, respetable. No
puede andar por allí sola ni tan…
mal vestida, no me gusta.
—Sí, señor –respondió ella,
sumisa. Desde hacía mucho tiempo
sabía que no valía la pena discutir
con su padre, aunque a veces su
vena terca sobresaliera.
—Además –siguió Orlando,
haciendo que su bigote se moviera
de manera curiosa con cada palabra
que decía—, tiene mucho que hacer
dentro de casa. Su mamá la necesita
y seguro que me dejó el despacho
abandonado. Una señorita no anda
por la calle cuando en casa hay
tanto oficio. Éntrese!
Ángela hizo caso, y se ubicó en el
lado interior de la reja que rodeaba
su casa, su cárcel. Vio a su padre,
un poco panzón y calvo, dar
órdenes a sus hombres y subir al
campero. Luego salieron todos
dejando apenas una nube de polvo.
Ángela entró cabizbaja a su casa.
Toda la diversión que había tenido
en casa de su amiga, y luego la
emoción de haber conocido a ese
hombre guapo se había esfumado de
un momento a otro. Así era su vida.
Era muy probable que no lo
volviera a ver, pues nunca lo había
visto en Trinidad. La gente que
venía al pueblo nunca solía
quedarse por mucho tiempo, así que
era muy posible que él estuviera de
paso. Y en el remoto caso de que se
lo volviera a encontrar, jamás
podría acercársele y tener una
conversación normal con él.
Suspiró desalentada y se metió en
el interior de la casa. Era una
lástima. Esa era una cara que le
hubiese gustado ver más a
menudo… todos los días si era
posible.
Sonrió de nuevo pensando en lo
loco de su deseo y se dirigió al
despacho de su padre, donde solía
estar el tiempo que no estaba
encerrada en su habitación.
Su casa era amplia y llena de
jardines internos a causa de las
altas temperaturas. Si bien estaban
cerca de la capital del país,
Trinidad era un pueblo más bien de
los llanos orientales. Calor de día,
calor de noche, sol brillante todos
los días del año. Así que era común
que las casas tuvieran cámaras de
aire que dejaran pasar la
ventilación.
Se sentó en el pequeño escritorio
adjunto al enorme de su padre
pensando aún en los ojos verdes del
desconocido.
Se estaba comportando con
rebeldía, y lo sabía, pero se
justificaba al pensar que mujeres de
menor edad que ella hacían cosas
peores y habían vivido más. Ella
sólo le estaba robando unos
instantes de felicidad a la vida. Qué
podía tener eso de malo?
Pensando en que era muy afortunada
porque sus pensamientos no podían
ser leídos ni escuchados por su
padre, se puso a organizar una
montaña de papeles y documentos
que había sobre el escritorio de su
padre. Eloísa decía que ella era una
Blancanieves, pero ella pensaba
que más bien era una cenicienta.
…2…
Tenía que volver a verla, pensó
Juan José. De un modo o de otro.
No había podido sacarse de la
cabeza ese hermoso rostro, de ojos
tan brillantes y tersa piel. Los
dedos de la mano le picaban por
tocarla.
Pero ella se había negado a darle su
nombre, quizá haciéndose la
interesante y envolverlo en algún
juego. Pues bien, si quería jugar,
jugarían, sólo que las reglas las
pondría él.
Miró en sus manos el dibujo de una
mujer de cabellos negros, ojos
claros y labios sensuales. La había
grabado tan bien en su mente que
había sido capaz de dibujarla.
Dibujar se le había dado muy bien
desde niño, un don que le había
servido mucho en sus años
universitarios y había estado sin un
centavo en el bolsillo. Realizaba
retratos de las personas que
pasaban y le pagaban bastante bien.
A su madre le habría dado un
soponcio si se hubiese enterado
alguna vez de que ganaba dinero
trabajando como si fuera un hippie,
pero a él no le había avergonzado.
—Mire… —habló, dirigiéndose a
la mujer que le había abierto la
casa indicándole que sería ella
quien viniera dos veces por semana
para limpiarla.
—Matilde, me dicen Maty –se
presentó ella.
—Bien, Maty. Conoces a una chica
como de… uno sesenta, guapa, ojos
grises, cabello negro… —La mujer
hizo un gesto con la boca.
Resignado, le enseñó el dibujo. Aun
así, la mujer meneó la cabeza
negando.
—Seguro que es de Trinidad? No
conozco a nadie así.
—Claro que sí, es de aquí, tiene
que serlo, no?
—Pues no. Si hubiese alguien así,
yo la conocería.
—Sí, seguro.
—Necesita algo más? –Juan José
miró en derredor. La casa era
pequeña, sólo una habitación, una
pequeña cocina un poco anticuada,
un baño, y el pequeño patio con
jardín. Allí viviría el siguiente año.
Los muebles parecían venir por
defecto. No tenían nada especial, ni
moderno. Sólo necesitaría unos
cuantos electrónicos, pues sin ellos
no podía vivir.
—No, Maty. Todo está bien,
gracias.
—Si quiere que alguien cocine para
usted, dígame. Conozco a una chica
que…
—Te avisaré. Por ahora creo que
buscaré un restaurante.
Matilde salió haciéndole otras
sugerencias y recomendaciones.
Cuando se halló solo, Juan José
sólo pudo mirar de nuevo el retrato
que había hecho, volver a
preguntarse quién era aquella chica
y por qué hasta ahora nadie la
reconocía. No podía haber sido una
alucinación, pues todos sus amigos
la habían visto.
—Ya te encontraré –se prometió
dando unos toquecitos a la imagen,
y se dedicó luego a estudiar los
proyectos en los que debía
ocuparse.

—A dónde me llevas? –le preguntó


Ángela a Eloísa.
—Tú cállate y sígueme.
—Eli, si mi padre se entera me va a
matar!
—Pues no se va a enterar!
Tranquila!
Ángela se mordió los labios en un
gesto de inseguridad. Era muy poco
probable que ella hiciera algo de lo
cual Orlando nunca se enterara. Él
siempre se enteraba.
Había ido a casa de Eloísa como
acostumbraba, y luego, sin
consultárselo, la madre de Eloísa
llamó a la de Ángela para que le
permitiera a ésta pasar la noche en
su casa. Pero no pasarían la noche
en casa. Eloísa tenía la loca idea de
llevarla a la fiesta de uno de sus
amigos, la cual había sido
organizada con bastante
clandestinidad, y donde, según, se
podrían tomar tragos finos sin que
nadie les estuviera pidiendo la
cédula para constatar que sí fueran
mayores de edad. Irían muchos
jóvenes con los que podría entablar
una amistad, y por qué no? Alguien
de quien enamorarse luego.
Ángela estaba muerta de miedo.
Eloísa la había vestido con su ropa,
y llevaba tacones que no era capaz
de manejar muy expertamente. Y
estaba maquillada! Las cejas
depiladas y todo!
Subieron a un coche y salieron.
Ángela no podía creer que la misma
madre de Eloísa le acolitara esa
sinvergüencería. El mundo estaba al
revés.
Cuando llegaron, Ángela no podía
evitar estirarse la pequeña falda
que llevaba puesta. Estaba
mostrando demasiada piel y no
estaba acostumbrada.
—Quédate quieta o todos creerán
que eres una campesina sin
remedio!
—Pero es que probablemente soy
una campesina sin remedio. Eloísa,
prométeme que no te vas a
emborrachar, ni nada.
—Ay, claro que no. Vamos a
divertirnos sanamente, ya verás. Y
a lo mejor conocemos a alguien
interesante, quién sabe?
Ángela sonrió sin mucho
entusiasmo.
Habían pasado varios días desde
que había conocido a aquél hombre
que la había llamado hermosa. No
lo había vuelto a ver.
Claro, que no había salido de casa
desde entonces, y no era cosa que él
por casualidad se presentara ante
sus padres para ir a saludarla.
Cuánto le gustaría volver a verlo,
de veras!
Siguió Eloísa mientras ella buscaba
a la anfitriona de la fiesta, una chica
que estaba pasando las vacaciones
en casa de sus padres, pero que en
realidad vivía y estudiaba en
Bogotá. No presentó a Ángela, pues
ninguna de las dos quería que se
corriera la voz hasta llegar a oídos
de sus padres.
—Toma –dijo Eloísa, poniéndole
un vaso en la mano.
—Qué es?
—Refajo. Nada fuerte.
—Qué es un refajo?
—Tonta, cerveza ligada con kola.
Con eso no nos vamos a
emborrachar nunca.
Ángela dio un sorbo y arrugó la
cara, poco acostumbrada al sabor
de la cerveza.
La noche empezó a avanzar. Un
chico se había acercado a Eloísa y
la había invitado a bailar. Ángela,
aunque también se lo habían
propuesto, había preferido quedarse
sentada en un rincón.
Habían organizado la fiesta en el
jardín de la casa, y algunos se
habían tirado a la piscina y estaban
reunidos en pequeños grupos, todos
jóvenes y despreocupados. Algunos
bailaban, como Eloísa y su pareja,
otros simplemente charlaban.
Alguien se acercó de nuevo a ella a
pedirle un baile, pero se negó, por
varias razones, y ninguna tenía que
ver con el chico. Primero: no sabía
bailar. Segundo: llevaba unos
tacones asesinos, y si intentaba dar
pasos con ellos se caería y haría un
show, o lo peor, pisaría tanto a su
pareja hasta que esta la devolviera
a su sitio odiándola.
Miró su reloj, las nueve de la
noche. Por lo general, a esa hora, en
su casa ya estaban durmiendo. Para
ella ya era tardísimo.
Intenta divertirte, se dijo, disfruta
esta noche, agradece el intento de tu
amiga por pasarlo bien. Cuándo
volverás a salir así?
Nunca, se dijo, y se bebió todo su
refajo.
—Vaya, vaya, vaya –dijo una voz
cerca de ella—. Mira tú por dónde.
Pepita Pérez.
Ángela se tensó al escuchar la voz,
reconociéndola, y se giró en su
butaca poco a poco hasta dar con el
hombre que había estado colándose
en sus sueños en los últimos días.
Se mordió los labios.
—Eh… hola?
—Hola, Pepita. Es un placer volver
a verte, Pepita…
—No me llamo Pepita –sonrió ella.
—No! Vaya! Es decir que me
mentiste? –Ángela lo miró
fijamente, sin borrar su sonrisa. Él
era más guapo de lo que recordaba.
—Lo siento, pero es que no te
podía decir mi nombre.
—Y por qué no?
—Cosas… tampoco te las puedo
decir.
—Eres una mujer con muchos
secretos.
“Mujer”, había dicho él. No niña, ni
chica. Mujer.
—Pero tú te llamas… Juan José,
no?
—Juan José Soler. Para servirte –
se presentó él, haciendo una
correcta reverencia.
—Gracias. Ángela.
—Ángela. Claro, no podía ser de
otro modo.
—Por qué?
—Porque eres hermosa como un
ángel –ella se echó a reír.
—Eres siempre así, coqueto y
encantador?
—Claro que no. Eres tú que me
tiene hechizado. No he podido
sacarte de mi cabeza desde que te
vi en esa acera.
Ella lo miró a los ojos pensando en
que eso exactamente le había
pasado a ella.
—Quieres bailar? –propuso él. Oh,
no.
—Por qué no, más bien, charlamos?
—Está bien. Quieres ir a otro lugar
más tranquilo? Charlaremos mejor;
acá hay mucho ruido.
Pensando en que él tenía razón,
pues el bullicio, y la música harían
imposible a cualquiera sostener una
conversación, aceptó. Él le dio una
mano y caminaron al otro lado de la
casa, un jardín más solitario y
oscuro.
Apenas había dado unos pasos
hacia el lugar cuando él la abordó.
La tomó de la cintura, inclinó su
cabeza hacia ella y la besó en la
boca.
Oh, Dios, su primer beso!
Él empezó a lamer sus labios con
suavidad, como si pidiera permiso
a cada paso, y ella se ablandó. Qué
hermoso era, qué dulce, qué suave.
Abrió los labios sólo un poquito y
él aprovechó para meter su lengua.
Eso la asustó.
—Qué, qué pasa, nena? –preguntó
él, sin dejar de besar su mejilla, su
oreja.
—Que apenas te conozco, y ya
estás…
—Necesitamos conocernos más
para saber que nos gustamos? –ella
se separó unos centímetros para
mirarlo a la cara.
—Yo te gusto? –él lanzó un gemido
y la tomó de las caderas para
pegarla a él y mostrarle la
evidencia de su deseo. Pero Ángela
lo miró confundida.
—Quieres… no sé, ir a otro lado?
—Eh… no… vine con una amiga, y
no me puedo ir sin ella.
—Ángela, por favor…
—Lo… lo siento. Pero… podemos
vernos después, no?
—Cuál es tu apellido? Dónde
vives? Mujer! Sabes lo loco que me
volví preguntando por ti? Pero
nadie parecía conocerte! –Ángela
sonrió. Conque él había estado
preguntando por ella.
—Mi nombre es Ángela. Pero no te
puedo decir más.
—Otra vez con misterios?
—No es eso, es que… bueno, no
me gustaría que mi padre supiera
que tú y yo…
—No se enterará si no quieres.
Dame un número de teléfono donde
llamarte.
—No tengo, sólo el de mi casa.
—No tienes un teléfono móvil?
—No.
—Ya solucionaremos eso. Nos
vemos mañana?
—Mañana? Para qué?
—Cómo que para qué? Para
charlar, para verte, para… darte
más besos –y la volvió a besar.
Ángela empezó a sentirse mareada,
aunque no sabía si por la bebida o
por sus besos.
—Bue… bueno… yo…
—Anda, di que sí –Ella sonrió.
Cediendo, le dio la dirección de la
casa de Eloísa y una hora a la que
verse. Él apuntó todo en su teléfono
móvil.
No podía darle la dirección de su
casa, por ningún motivo, y cuando
él tuvo la dirección, sintiéndose
segura, femenina y bonita, lo tomó
del rostro y lo besó ella. Sólo un
beso sobre sus labios, pero que a su
inocente manera, significaba mucho.
Le dio la espalda y se alejó
yéndose hacia la fiesta.

Juan José repasó en el móvil la


dirección de la casa de su amiga
con una sonrisa en sus labios. Si se
pensaba hacer la difícil, ya le había
demostrado que no sería por mucho
tiempo.
Ah, ya estaba imaginándose a ese
hermoso ángel, desnudo en su cama,
completamente dispuesto para él.
Afortunadamente, la chica no era de
esas mojigatas que se asustaban con
una propuesta sincera de un
hombre. Esta Ángela, a pesar de ser
de un pueblo, sabía divertirse.
Había que ver la manera como
había ido vestida allí.
—Serás mía, bombón –dijo para sí
— ya no veo la hora de que sea
mañana.

—Dónde estabas? –preguntó


Eloísa, alterada. Hacía unos
minutos había regresado al lugar
donde la había dejado para
descubrir que su amiga no estaba.
—Eli…
—Qué, qué te pasó, te hicieron
algo? Intentaron propasarse
contigo?
Los ojos de Ángela estaban
abiertos, brillantes, felices.
—Acabo de besar a un hombre.
—Qué?
—El hombre… más guapo del
mundo, te lo juro.
—Ángela, no tomaste de más,
verdad? Hey, tú! –exclamó
dirigiéndose a un chico que llevaba
una bandeja con toda suerte de
bebidas— No le habrás servido
nada raro a mi amiga, verdad?
—No, señorita, claro que no.
—Deja de armar escándalos –la
regañó Ángela— si te digo que
besé a alguien es que lo besé. Ah,
Dios, se llama Juan José Soler, es
guapísimo y… creo que me
enamoré.
—No, no, no… tú no puedes
enamorarte de un hombre que
acabas de conocer, y que
seguramente es un chulito de esos
que anda conquistando chicas a
diestro y siniestro.
—Claro que no, no es un chulito.
Es… es un chico bien.
—Qué tan bien? –Ella no supo
contestar. No podía decirle a su
amiga que simplemente tenía la
corazonada de que este hombre iba
a ser importante para ella. Que ya
lo era— No, tú me tienes asustada –
siguió Eloísa—. Nos devolvemos
ya para la casa, y que ojalá nadie te
haya visto besarte con ese
desconocido. Ir a una fiesta es
normal, besarse es normal, pero
para tus papás tan retrógrados, será
la causa de tu excomunión.
Ángela se dejó sacar de la fiesta sin
oponer mucha resistencia. Iba
embobada con la sensación de los
labios de Juan José sobre los suyos.

—Explícame, ahora sí, cómo es eso


de que un desconocido te besó –le
preguntó Eloísa a Ángela cuando
hubieron llegado a casa. Sentó a su
amiga frente a ella en la cama doble
que compartirían y la miró
fijamente. Ella parecía estar
flotando todavía, con una sonrisa
estúpida en el rostro.
—No es un desconocido.
—Entonces? No me digas que son
viejos amigos, tus amigos se pueden
contar con los dedos de una mano y
a todos los conozco yo –la sonrisa
de Ángela se borró.
—Ya sé que soy una marginada, no
tienes que decirlo de ese modo –
Eloísa se mordió los labios.
—Lo siento, no quise que sonara
así… pero es verdad, Ángela. Así
que dime dónde y cuándo lo
conociste.
—Hace como una semana. Yo iba
de regreso a mi casa luego de salir
de aquí, y me tropecé con él. Es…
tan guapo… Su nombre es Juan José
Soler, y obviamente no es de aquí,
tiene que ser que viene de la
capital.
—Y qué hace aquí?
—No lo sé.
—Tiene familiares en Trinidad?
—No lo sé! Ni siquiera quise
decirle mi nombre, pero él estuvo
averiguando por mí!
—Eso te dijo?
—Pues sí, no le crees? –Eloísa hizo
una mueca, incrédula.
Se levantó de la cama y empezó a
desnudarse para ponerse su pijama.
Ángela empezó a hacer lo mismo.
—Lo que me sorprende es que te
dejaras besar… Ni Rodrigo
consiguió un beso tuyo.
—Bueno… Juan José no es un
niño… es… todo un hombre.
—Eso me asusta. Tendrás sexo con
él?
—Eloísa!! Apenas lo conozco!
—Exacto. Apenas lo conoces y ya
de tus ojos brotan corazones rosas.
Vas a tener sexo con él? –Ángela
empezó a balbucear una respuesta
incoherente, y Eloísa, con un gesto
de resignación, abrió un cajón de su
mesa de noche y sacó un pequeño
sobre y se lo pasó.
—Qué es esto?
—Un preservativo—.
Impresionada, Ángela lo dejó caer
sobre la colcha de la cama— No es
una serpiente! Más bien… —agregó
con voz llena de picardía— con eso
forras a la serpiente…
—Eloísa, yo no…
—Es mejor estar segura. No sabes
quién es, ni con cuántas se habrá
acostado ya. Así que mejor usarlo.
—Crees de verdad que caeré y me
acostaré con él?
—Lo conociste y te enamoraste. La
segunda vez que lo viste, lo besaste.
La tercera… Es seguro. Parece que
ni siquiera puedes pensar
claramente cuando estás cerca de
él.
—Tengo miedo, Eli.
—No seas tonta. El sexo es
hermoso, placentero… y hay que
disfrutarlo sin riesgos.
—Si mi padre se enterara…
—Pues no se va a enterar. Y a la
mierda si se entera. Eres una adulta,
no hay derecho que aún quiera
gobernar hasta en lo más íntimo de
ti.
Ángela tomó de nuevo el sobrecito
de la cama, mirándolo con los ojos
abiertos como platos.
—Una vez que le tomas el gusto –
agregó Eloísa, con la misma sonrisa
de hacía un momento— no puedes
parar. Es lo mejor del mundo
mundial.

El hombre cayó al suelo con las


manos atadas aún. No había pedido
misericordia, y eso enfadaba
enormemente a Orlando Riveros.
Miró a su hombre de confianza,
Benedicto García, autorizándole
para que le propinara otra ronda de
golpes, y éste lo hizo con enfermizo
placer.
De la boca del hombre salió un hilo
de sangre espesa, pero aun así no
pidió que cesaran de golpearlo.
—Dime una cosa –dijo Orlando con
voz tranquila, pues no era él el que
se agitaba dando los golpes, ni
recibiéndolos—. Por qué creíste
que podrías llevarme ante las
autoridades sin que yo me diera
cuenta.
—Usted… —dijo el hombre— es
una bestia… que desangra al
pueblo, y lo corrompe…
Se escuchó la risita complacida de
Orlando.
—Y por qué alguien como tú
tendría que limpiar al pueblo… de
mí?
—Alguien… tiene que hacerlo.
—Es una lástima. No me conoces…
o no lo hacías. Sabes que cuando se
meten conmigo sólo hay dos
salidas? Morir antes… o morir
después. Podría simplemente
torcerte el cuello aquí y ahora, y
entonces dónde quedarían tus
denuncias? El viento se las llevaría.
—Algún día… alguien te parará los
pies.
—Ese alguien no ha nacido aún,
estúpido –ante la mirada de
Orlando, García le dio otro golpe al
hombre, que yacía en el suelo sin
fuerza.
Aburrido, Orlando se puso en pie,
poniendo una mano en su enorme
estómago y caminando hacia la
salida de la bodega en la que tenían
encerrado al muchacho que había
logrado reunir varias pruebas en
contra suya, donde se demostraba
que el reconocidísimo Orlando
Riveros era en verdad un sucio
traficante de drogas. Que se
limpiaba las manos y su dinero en
la política, que ostentaba poseer
grandes terrenos, pero que
aparentaba inocencia y un
exagerado sentido de la justicia.
—Qué hacemos con él? –preguntó
García, sin dejar de mirar al pobre
diablo que luchaba por respirar en
el suelo.
—Todo tuyo. No me interesa lo que
hagas con él.
García sonrió con deleite. Le
encantaba esa parte de su trabajo.
Orlando caminó hacia su campero,
conducido por otro de sus hombres
y salió del lugar sin molestarse a
mirar atrás. Un lío menos. Su
camino hacia el poder debía estar
incólume, nadie se interpondría.
…3…
Juan José comparó los números de
su papel con el de la nomenclatura
de la casa que tenía frente a sí.
Coincidían. Alzó su mano para
tocar, pero entonces alguien lo
llamó.
Se giró a mirar y vio al ángel de
cabello negro y ojos grises
sonreírle. Llevaba una falda blanca
con pequeños girasoles
estampados, y una blusa azul
turquesa con un bordado en el
centro. No tenía nada de maquillaje,
y aun así estaba hermosa, aunque
muy diferente a como la había visto
la noche anterior.
—No debes llamar allí –le dijo ella
acercándose y con una sonrisa en el
rostro.
—No? Dijiste que era la casa de tu
amiga.
—Sí, pero no… no vamos a entrar
allí.
—Ah, y qué tienes planeado? –
Preguntó él sonriendo, enseñándole
sus blancos dientes.
—Bueno… Hay un sitio al que
siempre he querido ir.
—Eso suena genial. Vamos? –le
ofreció su brazo y ella lo tomó
sintiéndose supremamente feliz.
Habían empezado a caminar por la
acera, pero Ángela no hacía sino
mirar a todos lados, como si se
escondiera de algo, o de alguien.
—Pasa algo?
—No. Nada.
—Oye, no eres casada, ni tienes un
novio celoso, verdad? –ella se echó
a reír.
—Yo? Qué va. Nada de nada.
Pero… sí nos conviene darnos un
poco de prisa –la vio mover su
cabello hasta que casi cubrió su
rostro y empezó a andar a paso
rápido.
Pronto estuvieron fuera del pueblo,
habían caminado hacia una colina
donde, en lo alto, había un enorme y
anciano árbol.
—Vaya. Qué es?
—Un Caracolí. Se cuentan muchas
historias acerca de este árbol,
sabes?. Dicen que hay un espíritu
que lo custodia, y por eso nadie ha
podido derribarlo, y que tiene más
de cien años.
—Tantos? –preguntó Juan José. Era
una lástima, porque justo allí habría
que construir un complejo vial que
conectara a Trinidad con la
autopista y tal vez tuviera que
quitarlo de en medio—. Pues es
hermoso.
Se acercaron a la sombra del árbol,
y Juan José la vio admirarlo,
alzando su cabeza e inspirando
fuertemente.
—Dicen que el espíritu es el de una
mujer que perdió al hombre que
amaba en un incendio. Vino hasta
aquí y murió. Por las noches se
escucha su canto de dolor, y muchos
campesinos que viajan por la noche
la han visto.
—Qué tenebroso. Te gustan ese tipo
de historias?
—De miedo?
—No, de amor.
—El amor es bonito, no tenebroso –
sonrió ella reprendiéndolo, miró las
ramas del árbol mecerse por el
viento y suspiró—; y un motor que
mueve el mundo.
—También lo es el dinero.
—Pero el dinero no es bonito.
Envenena a la gente –agregó ella,
cambiando el tono de su voz.
Juan José la miró fijamente tratando
de dilucidar quién era esta mujer, a
qué mundo pertenecía realmente.
—Cuando dijiste que había un sitio
que querías conocer –dijo—, me
imaginé otra cosa –Ángela sonrió.
—Ah, sí? Como qué?
—No lo sé… aquí parece muy
público. Cualquiera podría venir,
no? –sí, cualquiera, pensó ella,
cualquiera que no tuviera un papá
obsesivo como el de ella.
Hacía mucho tiempo, cuando aún
era niña, había escuchado de una de
las ancianas que trabajaba en
aquella época en la casa la vieja
leyenda de la mujer en el árbol.
Todos decían haberla escuchado o
visto alguna vez con su canto
lastimero y su traje blanco
deambulando por la colina. La
gente solía venir y tomarse
fotografías, hasta Eloísa había
hecho picnics allí con amigos, pero
ella nunca había venido. Sus padres
no eran de hacer picnics, y no la
dejaban venir sola.
Esta vez, había aprovechado que su
padre estaba haciendo diligencias
en la ciudad y que su madre tenía
reunión con sus amigas para jugar
cartas o lo que sea que hicieran
para poder escapar. Luego, había
salido furtivamente de casa,
eludiendo a la gente del servicio,
tanto de su madre como de su
padre.
El universo era bueno, de otro
modo, no habría podido cumplirle
la cita.
—Te gusta Trinidad? –Preguntó
ella de repente, apoyando una mano
sobre la corteza del enorme y añoso
árbol. Él hizo una mueca.
—Pues no me pareció interesante
sino hasta que te conocí –ella le
sonrió. Siempre decía esas cosas
hermosas.
—Pensé que no te volvería a ver;
nadie que viene a Trinidad de
afuera se queda.
—Yo estaré aquí un tiempo.
—Cuánto?
—No sé… un tiempo largo. Tú eres
de aquí?
—Sí, aquí nací y aquí crecí.
Probablemente muera aquí también.
—Eso quieres? Morir aquí? –ella
frunció el ceño mirándolo
fijamente. Nunca nadie le había
preguntado lo que ella quería.
—Bueno… no creo que tenga otra
opción –él se acercó a ella y tomó
su rostro en sus manos.
—Si lo quisieras, tendrías el mundo
a tus pies. No serías tú la que
pidiera los deseos, no, los deseos
vendrían a ti –inevitablemente,
Ángela miró sus labios, tan
carnosos, tan bellos.
—Yo… —empezó a decir, pero él,
como adivinando sus pensamientos,
la besó.
Había pasado toda la noche
pensando en el beso que le diera la
noche anterior. Debía tener ojeras
por el insomnio, pero él decía de
nuevo que la encontraba hermosa. Y
se sentía hermosa. Lo abrazó y
respondió a su beso, ya no tan
alarmada cuando sintió su lengua
introducirse y juguetear. Qué
manera de besar! Sintió que la
mano de él subía por su cintura y
tomaba uno de sus senos por encima
de la blusa y lo masajeaba, soltó un
gemido.
Nunca nadie la había tocado así,
pero sentía que a él no podría
negarle que hiciera con ella lo que
quisiera. Su alma y su cuerpo lo
reconocían, y él debía sentir igual,
pues, si no, por qué la besaba así?
—Cuéntame, cómo era la mujer que
murió aquí?
Ella intentó coordinar sus ideas,
trató de recordar la leyenda, pero
las manos de él la estaban tocando
en todos los sitios al mismo tiempo.
—Bueno… dicen que amaba mucho
a su amante.
—Vaya, no era su esposa –dijo él
mientras recorría su cuello con sus
besos.
—No… dicen que ella estaba
casada con un hombre horrible que
además era malo con ella, y que a
menudo venían aquí para amarse.
—Qué romántico.
—Hubo un incendio en el pueblo…
—siguió ella— el incendio fue real,
aparecen registros en la
biblioteca… y él murió intentando
rescatar un niño. No era bombero,
ni nada, sólo intentó ayudar.
—Y la dejó sola.
—Sí, a merced de ese hombre
cruel, y ella no pudo soportar seguir
su vida así –él volvió a besarla en
la boca, fuerte, profundamente.
—Tan hermosa, mi dulce Ángela –
murmuró él contra sus labios, y ya
no la dejó hablar más.
Poco a poco fueron cayendo sobre
la suave hierba. Ángela tenía sus
sentidos fuera de control. Lo sentía
en sus brazos, tan fuerte, tan cálido.
Lo sentía en sus labios tan dulce,
tan apasionado. Olía bien, sabía
bien, se escuchaba bien, también.
Era como un canto hacía mucho
tiempo olvidado, y que ahora,
inexplicablemente, lo recordaba.
Él metió la mano bajo su blusa y
acarició su piel. Ángela soltó un
gemido que los sorprendió a los
dos; él levantó su cabeza para
mirarla y sonrió. Ángela no pudo
sino sonrojarse, pero entonces él se
sacó su camisa sin desabrocharla, y
lo que sea que ella había querido
decirle se quedó a mitad de camino.
Él era hermoso.
Sus pectorales estaban totalmente
libres de vello, y su vientre plano
mostraba una cuadrícula de
músculos. Además, en sus hombros
había pequitas rubias que enseguida
adoró.
—Eres bellísimo.
—Gracias…
—No, en serio. Lo eres –él la miró
a los ojos, un poco sorprendido.
—En serio. Gracias. –Ella se echó
a reír, y de inmediato, él se inclinó
a ella para besar esa risa. Con más
prisa que antes, le sacó la blusa y la
miró extasiado. Ella tenía senos
generosos, redondos. Desabrochó
su sostén, sacándolo y los miró muy
atentamente. Sus pezones eran
rosados y eso lo sorprendió un
poco, pues esperó que fueran
oscuros.
Pasó el pulgar por la suave punta y
éste de inmediato reaccionó
irguiéndose. La respiración de ella
se aceleró.
—Eres bellísima.
—Gracias –contestó sonriendo. Él
la miró de nuevo a los ojos. En los
de ella no había vergüenza, ni
timidez, y eso le encantó. Ah… su
estancia en Trinidad lo pasaría
mucho mejor de lo que pensó.
La sentó sobre sus piernas
poniéndola a horcajadas para poner
sus senos al alcance de su boca, y
los besó y lamió con deleite, pues
eran increíblemente hermosos,
redondos, y encajaban
perfectamente en sus manos, como
si estuvieran hechos el uno para el
otro. Ella se arqueaba en sus
brazos, disfrutando sus atenciones,
como si lo hubiese estado
esperando largamente y con ansias.
Volvió a su boca y la besó con
hambre. No era un adolescente,
pero se estaba comportando como
tal, pues quería estar dentro de ella
inmediatamente. Metió la mano
debajo de su falda y sus bragas y
gimió de placer al sentirla húmeda.
Esa chica estaba hecha para el
amor.
—Espera… —Lo interrumpió ella,
cuando vio que él se desabrochaba
los pantalones.
—Preciosa, no creo que pueda…
—se detuvo cuando vio lo que ella
le ofrecía. Un preservativo. —Vas
preparada –sonrió.
—Bueno… es mejor prevenir… lo
que sea que haya que prevenir.
—No estoy contagiado con nada,
pero tienes razón. Usémoslo.
Ángela se apartó un poco de él y lo
miró. Juan terminó de desabrochar
su pantalón y bajó su ropa interior
liberando el miembro masculino, y
Ángela mordió sus labios ahogando
una exclamación. Era la primera
vez que veía un hombre desnudo, y
no tenía cómo comparar el cuerpo
de éste con cualquier otro, pero no
creía que fuera necesario. Había
decidido que él era el hombre más
hermoso sobre la tierra desde el
mismo momento en que lo conoció.
Empuñó su mano por el deseo de
tocarlo, repasar con sus dedos la
piel que parecía ser muy tersa, y las
venitas brotadas de su miembro.
Pero sólo lo miró y lo miró,
mordiéndose los labios ante la
expectativa de tenerlo dentro.
Aunque, de cualquier modo, él era
grande… y ella… sí podría
contenerlo?
Él pareció no notar su
incertidumbre, porque en cuanto se
puso el preservativo, volvió a
acercarla poniéndola en la misma
posición que antes, para besarla y
mimarla, y Ángela olvidó toda
duda. Sintió su erección tocarle la
entrada a la parte más íntima de su
cuerpo, y esperó.
Esto está bien, se dijo para
tranquilizarse, esto es lo correcto.
Nadie me lo ha dicho, pero lo
siento así dentro de mí.
Juan la tomó suavemente de las
caderas y la guió todo el camino.
Hubo un momento en que parecía
que ya no podría continuar, y
Ángela se preguntó si eso era todo
lo dentro que él podría estar.
No, se dijo, lo quiero todo, y con
fuerza, se empaló en el miembro
masculino.
El dolor vino de un momento a otro.
Sabía que le dolería, pero no
imaginó que tanto. Había leído en
sus novelas que dolía, pero nunca
nadie dijo que sería algo que te
rompería a la mitad… por unos
segundos… y que luego todo
volvería a su lugar.
—Joder, mujer. Eras virgen? –él se
había quedado quieto. No podía
ser! Ella estaba cayendo poco a
poco en una marea de sensaciones,
una más sublime que la otra. Movió
sus caderas pidiéndole algo, no
sabía qué.
—Juan José…
—Eras virgen, Ángela?
—Sí, pero qué importa?
—Joder, claro que importa! –Ella
abrió sus ojos y lo miró. Le
rodeaba el cuello con sus brazos,
pero él la miraba inquisitivo, con el
ceño fruncido… ah, ese hermoso
ceño, esperando una respuesta.
—¿Por qué? –le preguntó— No
habrías querido nada conmigo? –
Muy probablemente, pensó él, pero
no le iba a decir eso.
Nunca había querido tener nada que
ver con las vírgenes. Eran una
plaga, una enfermedad, peor que
una ETS. De las vírgenes
cosechabas más que problemas. Por
eso él prefería las experimentadas,
las que no lloriqueaban, las que no
se enamoraban.
—No –mintió, aunque lo que dijo
luego podía tener algo de verdad—:
sólo lo habría hecho más placentero
para ti.
Ángela sonrió, aunque su rostro por
momentos se contraía por el placer
que bailaba en su vientre. Bajó sus
manos y las paseó por su pecho.
Encerró entre sus dedos una tetilla
masculina y tiró suavemente de ella.
Sintió como la respiración de él
cambió.
—Ya es todo lo placentero que
podría ser.
—Estás equivocada, preciosa –dijo
él con voz contenida, moviéndose
en su interior, lo que hizo que ella
soltara un gemido –Esto apenas
empieza.
Se cambió de posición hasta quedar
encima de ella y empezó a mecerse
sobre su cuerpo. Ángela sintió que
moría, de alguna manera, moría. Se
aferró a él con sus manos, levantó
las piernas y lo rodeó. Así lo sentía
más plenamente en su interior, y
empezó a balancear sus caderas al
ritmo que él iba imponiendo.
El dolor había desaparecido al
completo, y ahora todo lo que había
era placer, un infinito placer, que
crecía y crecía dentro de ella.
Sintió su respiración fuerte, y cómo
un suave barniz de sudor cubría su
cuerpo. Ah… había valido la pena
esperar, si todo iba a ser así de
perfecto.
De un momento a otro, Ángela
perdió el control, no sólo de sus
movimientos, sino de su voz.
Lloraba o gemía, no sabía. O tal vez
reclamaba. Lo besaba entre
mordiscos suaves y lametones
urgentes. Quería llegar a donde sea
que él la estaba conduciendo con
sus embates, que iban acelerándose
más y más.
Pronto no pudo más, desde su
vientre nació un calor exquisito que
se regó por todo su cuerpo, y se
envaró recibiendo lo que, entendió
luego, era su primer orgasmo.
Lo apretó en su interior y lo
succionó, hambrienta de cualquier
cosa que él quisiera darle. Sintió
que él llegaba luego al mismo lugar,
lo escuchó gemir y hasta gruñir un
poco, hasta que la embistió con
fuerza por última vez.
No supo cuánto tiempo pasó. Sintió
que era infinito, que todo el
universo estaba dentro de ella y la
hacía al fin una mujer, una mujer
plena, completa.
Nunca imaginó que algo tan
hermoso le pudiera ocurrir a ella.
Cuando abrió los ojos, lo encontró
con su cara enterrada entre sus
senos, respirando como si hubiese
corrido una maratón.
—Mujer, eres… eres increíble –
ella sonrió.
—Tú… tú también eres increíble, y
hermoso.
Pasaron unos minutos hasta que él
pudo moverse. Salió de su interior
poco a poco, y luego lo vio quitarse
el preservativo, amarrarlo en un
nudo y tirarlo lejos.
—Se contarán aún más historias
alrededor de este árbol.
—Seguramente –contestó ella
sonriendo, sin preocuparse por
cubrir su desnudez. Él la miró otra
vez con hambre, pero alrededor
había empezado a oscurecer.
—Te llevo a tu casa –dijo,
tendiéndole una mano.
—Sí, gracias.
Él la ayudó a vestirse. Le abrochó
el sostén y le puso de nuevo la
blusa. Ella sonreía mientras, a su
vez, lo ayudaba abrochando sus
pantalones.
—Nos volveremos a ver? –le
preguntó él, besando sus cabellos.
—Claro que sí.
—Te compraré un teléfono móvil,
para poder comunicarme contigo
cuando quiera.
—Está bien –él volvió a besarla,
como si no se creyera lo que
acababan de vivir.
—Espero no haberte lastimado.
—Bueno, dolió un poco al
principio, pero luego…
—Luego fue sublime –Volvió a
besarla y puso las manos con
posesividad sobre sus nalgas y las
apretó con deleite, pero se detuvo a
tiempo. Si seguían por ese camino,
terminarían en la hierba otra vez.
La tomó de la mano y la acompañó
hasta el pueblo. Cuando ya
estuvieron muy cerca de su casa,
ella le tomó el rostro, tal como lo
hiciera la noche anterior, y lo besó,
y al igual que anoche, se alejó casi
corriendo.
Él sonrió mirándola alejarse. La
próxima vez se ocuparía de
recorrer cada centímetro de su
cuerpo con su boca, había
comprobado que esa mujer era
terriblemente exquisita.

—Dónde diantres estabas? –gritó su


padre cuando la vio.
Había corrido a su casa todo lo que
había podido, pero se le había
venido el alma a los pies cuando
vio el campero de su padre
estacionado en la entrada. Entró con
el corazón en un puño y no se
extrañó para nada cuando vio a
todos en la sala principal. Al
parecer Orlando estaba organizando
un bloque de búsqueda para
hallarla.
—Estaba en casa de…
—No mientas! Acabo de venir de
allá y no estabas! Ángela María
Riveros Cárdenas, dónde diablos
andabas!
A ella se le llenaron los ojos de
lágrimas, de miedo.
—Fui… —él la miró como si
esperara con urgencia cada palabra
que saliera de su boca –fui a
caminar…
—A caminar! Y a dónde, si se
puede saber?
—Siempre quise ir hasta el
caracolí, pero nunca me dejaste, ni
tú ni mamá… así que fui hoy –él
entrecerró sus ojillos.
—Así nomás. Saliste a caminar.
Sola.
—Padre, te lo he dicho antes, tengo
dieci… —No terminó la frase,
Orlando le había dado una bofetada
tal que le hizo girar la cara y se
tambaleó dando unos pasos atrás.
Se apoyó la mano en la mejilla.
Esta vez había dolido más que de
costumbre, lo que le indicaba que
estaba seriamente enojado.
Orlando era un hombre grande y
muy pesado. Su solo brazo debía
pesar lo que ella entera. Una
bofetada de él podía romperle los
huesos de la cara, pero ella igual
los recibía… demasiado
constantemente.
—Te la merecías –dijo él, con voz
agitada—. Sabes que no me gusta
que me desobedezcas. Si tanto
querías ir a ver ese estúpido árbol,
me hubieses dicho y yo mismo te
llevo. Discúlpate, Ángela.
Ella aún tenía la mano apoyada en
su mejilla. Lo que quería era gritar,
salir de allí corriendo. Llorar.
Acababa de venir de sentirse una
princesa hermosa, hasta querida,
para volver, de golpe, a ser la
cenicienta de siempre.
—Que te disculpes! –gritó Orlando
— O no tardarás en sentir de nuevo
mi mano!
—Lo siento! –gritó, antes de que él
levantara de nuevo su poderoso
brazo –Lo siento…
—Bien, porque hiciste mal. Vete a
tu habitación. No irás a la casa de
tu amiga por una semana.
—Pero papá…
—Y si me insistes serán dos! –ella
guardó silencio, para no agravar su
castigo.
Al llegar a su habitación no pudo
contenerse más y soltó un sollozo.
Se sentó frente al pequeño tocador
y se miró en el espejo la mejilla
que se había puesto roja. Era un
milagro que no le hubiese
desencajado la mandíbula.
¡Ya no tenía diez años! ¿Por qué
seguía siendo tratada así? ¿Por qué
su padre quería tenerla encerrada
aún en casa? ¿Por qué no quería ver
que ella ya era una mujer?
¿Y ahora?
Había quedado de verse al día
siguiente con Juan otra vez. No
sabía si para hacer de nuevo el
amor, pero estar con él, verlo,
hablar con él eran momentos
demasiado hermosos como para
perdérselos.
Recostó de nuevo su cabeza en el
tocador y volvió a llorar.
—Te lo ganaste. Sabes que te lo
merecías –Ángela miró a su madre
a través del espejo. Odiaba que
siempre se pusiera de parte de su
padre, y que, aun siendo mujer,
nunca comprendiera lo que ella
sentía.
De todos modos guardó silencio. Si
abría la boca, no saldría nada
bonito.
—Desde niña has conocido su
temperamento, pero no haces sino
provocarlo…
—¿Él te mandó aquí para que me
hicieras sentir aún más miserable?
–explotó ella, sin poder aguantarse.
—¡Insolente! ¿Te crees de veras
que yo no puedo castigarte al igual
que lo hace tu padre?
—¿Qué podrías hacerme, madre? –
Preguntó ella poniéndose en pie y
mirando a su progenitora—.
¡Mírame! ¡Estoy aquí, encerrada!
¡Sólo tengo una amiga y no hacen
sino usarla para chantajearme! ¡Y
hasta castigarme!
—No te preocupes. No será por
mucho tiempo.
—¿Qué? –preguntó ella, extrañada.
—Estás en edad casadera. Escuché
decir a tu padre que ya es hora de
conseguirte un marido.
—Mamá… no estás hablando en
serio, verdad?
—Si tan encerrada te sientes,
piensa en que pronto te casarás.
—¡No! ¡Me niego! Tengo derecho a
elegir a mi propio marido!
—No seas tonta. De cualquier
manera, no podrías casarte si no es
con la aprobación de tu padre –Y
con esas palabras, la dejó.
Ángela siguió de pie, mirando la
puerta, como si de repente su madre
fuera a entrar, riendo, diciendo que
todo había sido una broma.
Tenía que ser una broma. Ella no
iba a casarse con alguien que
eligiera su padre, sería como saltar
de la sartén para caer en el fuego.
Dio unos pasos como sonámbula.
—No, no, no… esto es una
pesadilla, pronto voy a despertar.
Pero no despertó.
Desesperanzada, Ángela se tiró a su
cama, a seguir llorando, pues no
podía hacer otra cosa.
…4…
Orlando Riveros se sentó a la
enorme mesa, donde había otros
importantes terratenientes y gente
con poder político, y pidió una
cerveza. Vio a Julio Vega, el
alcalde, llegar con alguien
desconocido. Era joven, y
demasiado buen mocito para su
gusto. Debía ser marica.
—Buenos días, señores –saludó el
alcalde—. Como ya saben, esta
reunión es para hablar y afinar
detalles acerca del proyecto de
construcción que tenemos entre
manos –Miró al joven y tendió la
mano hacia él—. Les presento a
Juan José Soler. El ingeniero civil
que se encargará de llevar a cabo el
proyecto “Trinidad conectada”. Él
construirá la vía y los puentes que
sean necesarios para que nos
conecte a la autopista, y así
Trinidad pueda prosperar.
Orlando hizo una mueca. Todos los
allí presentes sabían que ese
dichoso proyecto no era más que
una tapadera para la enorme
substracción de dinero que se
produciría al tesoro del pueblo.
Julio Vega sólo estaba usando
eufemismos.
Miró al joven a su lado. Vestía
como un niño rico, se movía como
un niño rico. Debía ser marica.
—Buenos días, caballeros –dijo el
joven. La voz no parecía de marica,
y lo miró más atentamente—. Me
han invitado a esta reunión para que
les presente lo que tengo en mente.
Lo vio dirigirse a un aparato
cuadrado y blanco apoyado en el
borde de la mesa y lo encendió. En
la pared se proyectaron unas
imágenes. Imágenes de puentes
enormes y vías anchas. Parecía
sacado todo de la televisión.
—De dónde son esas fotos? –
preguntó con voz áspera.
—No son fotos –contestó el joven
con paciencia—. Son imágenes
diseñadas en un programa especial.
Así, o parecido, quedarán las
construcciones que se harán en
Trinidad.
—Así tal cual?
—Esa es nuestra aspiración.
—Qué nos garantiza que quedarán
así?
—Orlando… —empezó a decir
Julio, molesto por las preguntas,
pero el chico levantó una mano,
pidiendo dejarlo contestar.
—Soy ingeniero civil, señor… —
se detuvo, esperando que alguien le
dijera su nombre.
—Riveros –le ayudó él—. Orlando
Riveros.
—Señor Riveros. Sé de lo que
hablo; me preparé durante cinco
años en la facultad de ingeniería
para hacer este tipo de trabajo. Y
además, he trabajado ya en otros
proyectos.
—No tan grandes como éste,
imagino.
—No, no tan grandes, pero para eso
cuento con el mejor equipo de
trabajo. Y su apoyo.
Orlando lo estudió detenidamente.
No supo si le gustó o no que no se
amilanara delante de él. Respetaba
a la gente que se le enfrentaba, pero
nunca les duraba mucho. A ver
cuánto le duraba a este niño bonito.
Juan José siguió su presentación,
contestando preguntas y aclarando
dudas, desconociendo, quizá, que la
mayoría de aquellos hombres no
estaban sino midiéndolo,
calibrándolo, y hasta
considerándolo como futuro yerno.

Al salir de la reunión, el teléfono


móvil de Juan José timbró. Miró en
la pantalla y sonrió. Valentina.
—Hermosa mía, qué placer
escuchar tu voz.
—Te extraño mucho –fue lo que
ella dijo—. Te extraño en mi cama,
te extraño en mi mesa, te extraño, te
extraño, te extraño –Juan José rió.
—Yo también te extraño.
—No habrás conocido allá a alguna
despampanante mujer, no?
—Ninguna como tú.
—Ah, pero sí la has conocido.
—Ninguna como tú.
—Eres un vivo. Cuándo vienes a
verme?
—Creo que este fin de semana
podré, así que prepárate, corazón,
porque no te dejaré dormir.
—Mmm… eso espero –Juan José
sonrió de nuevo al imaginarse a su
novia morderse los sensuales labios
mientras le decía aquello. La
echaba de menos.
Algo que le encantaba de Valentina
era su desinhibición en la cama.
Con ella había probado toda clase
de locuras y todo estaba bien.
También había comprobado que
eran compatibles en muchos otros
aspectos. El carácter honesto y
apacible de Valentina se
compaginaba perfectamente con el
suyo, más temperamental. Era la
mujer perfecta, la que, si todo salía
bien, sería también la madre de sus
hijos.
Se habían conocido en el colegio,
en el último año, y fue verse y
saberlo.
Cuando entraron a la universidad
llegaron a terminar y a volver un
par de veces, pero ni ella logró
olvidarlo y hacer su relación con
otros duradera, ni él pudo llevarse
bien con ninguna otra.
Habían decidido que en cuanto se
graduara Juan José, se casarían.
Pero él se había graduado, y nada,
así que el siguiente plazo fue
cuando pudiera montar su propio
negocio.
Valentina conocía su enorme casa,
su rancio abolengo, el esplendor
del apellido Soler en sus círculos,
pero también sabía que todo era un
teatro; se lo había contado hacía un
tiempo, cuando no pudo ir a un
viaje al exterior con ella por falta
de dinero.
En aquella ocasión había recibido
una larga regañina por haberle
ocultado la verdad hasta entonces, y
al hacer cuentas, ella se sintió
terriblemente mal por todas las
veces en que, sin saber, lo había
arrastrado a planes de diversión
muy caros.
Valentina era también de una
familia adinerada, así que habían
tenido que ajustar sus salidas a un
presupuesto. Ella incluso, en una
ocasión, le había pagado la
matrícula de la universidad. Luego
habían tenido una discusión
monumental, en la que él había
prometido pagarle, y ella no volver
a hacerlo… ninguno de los dos
pudo cumplir su promesa.
Era la mujer perfecta para él… y si
bien era verdad que tenía sus
aventuras casuales, Valentina era la
mujer de su vida. Tal vez algunas
personas no entendieran eso, pero
para él estaba claro. Hasta el
momento, ella reunía todo lo que él
quería en una mujer.
—Entonces, nos vemos este fin de
semana? –insistió ella.
—Cuenta con ello.
—Tu madre no ha hecho más que
preguntarme por ti, asume que
hablas más conmigo que con ella.
—Y es cierto.
—Eso quiere decir que casi no la
has llamado. A mí me tienes
olvidada.
—No es verdad. Te amo y lo
sabes… he estado ocupado aquí,
pero créeme, ocupas todos mis
pensamientos –Juan José la sintió
sonreír a través del teléfono.
—Mi hermoso mentiroso. Espero
que esa autopista no salga luego con
la forma de mi cara y luego me
eches la culpa.
—Mmm, acabas de darme una idea
–ella volvió a reír.
—Ven pronto, amor. Me pondré el
conjuntito rosa sólo para ti.
—Mmmm… ese conjunto que me
vuelve loco?
—Sólo para ti, amor.
—Qué ansias de verte ya.
Ella se echó a reír de una manera
muy seductora y Juan José miró su
reloj. Tenía mucho trabajo que
hacer, mil planos que dibujar, mil
llamadas que hacer… el trabajo se
le acumulaba, y además, tenía una
cita en la tarde con Ángela, pero
aun así, era absolutamente
necesario dedicarle unos minutos a
su novia.
—No puede ser! –Exclamó Eloísa,
apoyando un paño de agua fría
sobre la mejilla de Ángela –Esto es
de bárbaros.
—Quedé de verme con él hoy, Eli.
Le voy a faltar a la cita –dijo ella
con tono lastimero.
Había ido a verla al día siguiente
de la bofetada. Una de las
muchachas que trabajaba en la
limpieza le había hecho llegar el
mensaje de que su amiga estaba
encerrada. Era el canal de
comunicación que siempre usaban
cuando Ángela se metía en
problemas, o era castigada, lo que
ocurría a menudo.
Como Orlando nunca le había
prohibido la entrada a la casa
Riveros, ella podía ir y visitar a su
amiga.
Ahora estaban en la habitación de
Ángela, y cuando le vio la mejilla
hinchada y roja, intentó calmar su
malestar con los paños de agua fría
que Ana, una de las muchachas de
la limpieza, le había traído, y que
difícilmente harían que se borrara
el golpe.
—Pero mira que pegarte sólo
porque saliste un rato de casa. Qué
tal si se entera de la verdad?
—Me mata. Me quema viva en la
plaza del pueblo.
Eloísa rió horrorizada.
—No puedo creer que hayas
perdido tu virginidad. Qué tal fue?
–Ángela se sonrojó.
—Yo… no sé cómo describirlo.
Fue… hermoso? Increíble…?
Tenías razón, ya quiero volver a
hacerlo con él… eso me hace una
enferma o algo?
—Claro que no! Eres una mujer
como cualquier otra. Hoy en día las
niñas pierden el himen a los
catorce, o antes! así que no te
sientas tan mal –Eloísa se puso de
pie y caminó unos pasos alrededor
de la cama.
—Ese Juan José… cuál es su
apellido?
—Soler.
—Soler… Ya quiero conocerlo.
Tienes que presentármelo para
darle mi aprobación.
—Pues ojalá… —En el momento se
abrió la puerta y la peor pesadilla
de Ángela se hizo realidad: su
madre había estado escuchando la
conversación desde el otro lado de
la puerta y la miraba entre
sorprendida, asqueada y furiosa, lo
que le indicó que la había
escuchado al completo.
—Ángela María Riveros
Cárdenas… –tartamudeó Eugenia—
qué es eso que acabo de oír? Que tú
qué?
Ángela miró a Eloísa, paralizada.
Simplemente no podía moverse, ni
articular palabra.
—Ah… Señora Eugenia… —
intentó cubrirla Eloísa—
hablábamos de mí… yo…
—No mientan! Tú… tú, estúpida
niña… qué hiciste?
—Por favor, mamá –pidió Ángela
dando unos pasos hacia su madre
—, no se lo cuentes a papá…
—Te crees que me voy a quedar
callada?
—Por una vez ponte de mi parte!
Soy tu hija, tu única hija! –Eugenia
la abofeteó en la misma mejilla que
lo hiciera Orlando el día anterior.
Ésta vez Ángela cayó al piso
soltando un quejido de dolor que le
puso los pelos de punta a Eloísa.
—Señora Eugenia…
—Tú cállate! Y lárgate de mi casa
ya mismo! –gritó Eugenia mirándola
con ojos que echaban chispas—.
Jamás vuelvas a poner un pie aquí
dentro de mi casa, ni a dirigirle la
palabra a mi hija.
—Pero mire…
—Y en cuanto a ti… —añadió,
dirigiéndose a Ángela, tirada en el
piso— ah… si crees que yo fui
severa, espera a que llegue tu
padre.
Ángela no dijo nada, con los
cabellos cubriéndole el rostro, era
imposible para su madre ver la
expresión de pánico que tenía.
Eloísa intentó ayudarla, pero
entonces Eugenia volvió a gritarla y
la joven no tuvo más salida que
abandonar a su amiga.
Salió de la habitación a paso lento
y con el corazón encogido,
deseando poder subir a su amiga a
su hombro y huir de allí. Qué
imprudentes habían sido al hablar
de aquello en su casa! Creían que
no habría riesgo, pues Eugenia
había estado ocupada en otro lado,
pero ahora Ángela pagaría el precio
de su imprudencia. Se puso el puño
en la boca. Tenía que buscar a Juan
José Soler y advertirle, pues
Orlando era capaz de cualquier
cosa… pero… dónde rayos vivía?

Ángela se quedó encerrada en su


cuarto, con la respiración agitada, y
aun así, con poco aire en su
sistema; su madre había salido
hacía un par de horas y había
echado llave al salir.
Tenía miedo, nunca en la vida había
sentido tanto miedo. Ni cuando, de
niña, rompió la ventana del
despacho de su padre intentando
entrar desde fuera; ni cuando, de
adolescente, fue traída de vuelta a
casa luego de aquella interrumpida
cita con Rodrigo.
Esta vez, estaba segura, la matarían.
Un par de lágrimas se le salieron,
anticipando el dolor que la
esperaba.
Había leído en algún lugar que eso
existía, y se llamaba violencia
intrafamiliar. Había escuchado
propaganda que incentivaba a
denunciar a los maltratadores, pero
había algo que esas personas no
sabían: el miedo era un monstruo
aún más horrible que los golpes
mismos. El miedo a fracasar en el
intento de escape era la principal
cárcel, el candado que te encerraba
en aquella cámara de tortura.
Ni siquiera buscó una forma de
escape, no, no se le pasó por la
cabeza huir, aunque por experiencia
propia sabía ya que no podría, el
servicio estaba bien entrenado para
traerla de vuelta. Así que, estoica,
esperó a su padre en su habitación,
como la reina que ha perdido frente
a un ejército dentro de su propio
castillo. Como la niña que espera
en un rincón los golpes.
La puerta se abrió y Orlando entró
como un tornado. Ángela tragó
saliva y esperó.
—Estúpida puta! –empezó él, y ese
fue el insulto más leve de todos.
Sintió la mano abierta y empuñada
de su padre en diferentes lugares
del cuerpo, no importando si cerca
había algún órgano vital, como su
abdomen, corazón o riñones, o si
simplemente era un sitio demasiado
sensible, como su vientre, sus
senos… Al principio gritó y lloró,
pero luego un golpe la dejó sin aire
y ya no pudo hacerse oír.
Le llovieron las amenazas, y los
lloriqueos hipócritas de su madre…
Todo eso se lo había esperado, y en
algún momento pensó que, ya que
estaba acostumbrada, no dolería
tanto.
Pero ah, dolía.
Debía haberse acostumbrado ya,
esa era su vida desde que tenía uso
de razón, Eloísa no tenía ni idea de
la cantidad de veces que había sido
golpeada en su vida. Le preguntaba
a veces por qué cojeaba y ella ya se
había vuelto experta mintiendo y
contando historias acerca de golpes
y tropezones con la puerta.
Ante los ojos de sus compañeros de
escuela había sido la niña más
torpe del mundo.
Una profesora había sospechado
una vez algo, y le preguntó si era
cierto que se tropezaba tanto y
tantas veces con los muebles de la
casa. Aterrada, había mentido.
Semanas después, la profesora
había sido transferida a otro lugar,
y así la única persona que había
podido vislumbrar el tamaño de su
tragedia había desaparecido.
Sus propios padres, los que la
trajeron al mundo, los que, según
los libros, la iglesia, y otras
autoridades más despistadas,
debían cuidarla, mimarla, decirle lo
importante que era, lo inteligente, lo
hermosa… eran quienes la habían
maltratado tanto, y tan
profundamente, que tenía cicatrices
gruesas y costrosas en el alma.
Por qué habían querido tener una
hija?
Ah, recordó, es que su padre quería
era un chico, no una chica. Para él,
Ángela era tan inútil como una
campana de goma, pues ella no
podía ayudarlo en su carrera hacia
el poder, ella no podía
acompañarlo en la conquista del
dinero y la buena posición, pues no
era más que una inútil mujer… y lo
más triste es que su madre, al
sentirse responsable de haber dado
a luz a una niña y no a un niño,
también la despreciaba.
—Me has deshonrado! –gritaba
Orlando, en medio de los golpes
que, a pesar de haber dejado ya de
reaccionar ante ellos, seguían
llegando—. Has echado a perder
toda la respetabilidad del apellido
Riveros, y todo por qué? Porque
tuve una hija que además que no
sirve para nada, va y se lo regala al
primero que conoce! Qué hice para
merecer esto! Debí haberte
regalado por ahí en cuanto naciste!
Mejor hubiera sido no tener ningún
hijo!
Había aprendido, de niña, a invertir
los insultos de su papá. Había
investigado en los diccionarios de
las bibliotecas qué significaba puta,
ramera, casquivana, y había
concluido que ella no podía ser eso,
así que de allí en adelante,
mirándose al espejo, había
aprendido hacerse a sí misma una
terapia de inversión.
Yo no soy puta, soy pura.
Yo no soy fea, soy guapa.
Yo no soy estúpida, soy inteligente.
Yo sirvo para algo.
Nadie más se lo decía, así que tenía
que hacerlo ella misma. La única
persona que le había dicho alguna
vez que era guapa era su amiga
Eloísa… y luego Juan José.
Ah, el sólo pensar que no lo
volvería a ver dolía, y ese sería su
peor castigo por haberse atrevido a
soñar demasiado alto. Su padre la
enclaustraría por siempre y siempre
en su habitación, y no podría ser
partícipe una vez más de la vida.
Le dolía más el alma que su cuerpo.
Los golpes se los había esperado,
sabría que no habría sitio que no
hubiese sido golpeado. Pero no
esperó el dolor en su alma, la
tristeza tan profunda, el sentimiento
de pérdida y de soledad. Por un
hermoso instante se había sentido
atraída por alguien y había sido
correspondida, y al minuto
siguiente, ya lo había perdido.
—Todo, todo lo que he hecho por
ti, para qué? Para que al final
terminaras siendo la puta que me
temí? –seguía Orlando a voz en
cuello, sin notar que Ángela ya no
se movía en el suelo, ni lo
escuchaba ya.
Las voces se escuchaban en toda la
casa, las muchachas que trabajaban
internas en la casa se miraban con
aprehensión. García se sonreía; la
chica ya no era virgen.
—No vales para nada! No eres más
que otra sucia puta que se revuelca
a diestro y siniestro con cuanto
macho; cómo te aborrezco!! –ya no
se oía nada de Ángela. Debía estar
inconsciente por los golpes, si ya ni
siquiera lloraba. Eugenia estaba
arrodillada frente a una estatua de
alguna virgen y rogaba. A saber
qué.
—Pero esto no se quedará así –
concluyó Orlando, al fin—. El
nombre Riveros no lo vas a
ensuciar tú de esa manera. Bastante
me costó ponerlo en buena posición
para que vengas tú a echarlo a
perder así nomás.
Salió de la habitación y le dio
indicaciones a García para que lo
siguiera. Subieron ambos al coche y
desaparecieron.
Ángela se quedó sola en su
habitación al fin.
Estaba en el suelo, con el cabello
desparramado sobre el tapete. No
tenía fuerzas ni para alzar una
mano.
Una lágrima rodó por su nariz hasta
caer al suelo. ¿Cómo podía haber
aguantado viva hasta allí? ¿Cómo
había podido sobrevivir?
¿Por qué le había tocado un padre
así?
Quizá sí se merecía una
reprimenda, por haberse entregado
a un hombre al que apenas conocía,
o tal vez Eloísa tenía razón, y no
era para tanto.
Pero por más que hubiese obrado
mal, no merecía ese trato.
Cerró sus ojos dejándose llevar por
el dolor, infinito, agudo, un dolor
profundo y lacerante que sentía en
su cuerpo y en su alma. Algún día
dejaría de doler, o quizá moriría y
entonces al fin sería libre.
Tal vez fue eso lo que sintió la
mujer del caracolí, que la muerte la
liberaría al fin de su suplicio. Al fin
comprendía por qué ella había ido
hasta allí para morir. La muerte no
era ya una enemiga. Era una
liberadora.

Juan José entró en su casa bastante


molesto. Ángela había faltado a la
cita. Se había duchado y perfumado
para ir a su encuentro y la mocosa
lo había dejado plantado. Como si
le sobrara el tiempo para perderlo
de esa manera.
Abrió su pequeña nevera y sacó una
lata de cerveza. Trinidad era un
pueblo demasiado caliente, y no se
acostumbraba. Tenía que estarse
duchando cada nada y odiaba
sentirse sudoroso, lo que era la
mayor parte del día.
Unos golpes fuertes en la puerta
interrumpieron el movimiento de
llevarse la lata de cerveza a los
labios.
Preguntándose quién tendría la
desfachatez de llamar de esa
manera, abrió.
No tuvo tiempo de nada, en cuanto
abrió la puerta, un golpe lo tiró al
suelo. Escupió sangre.
—Qué diablos… —no pudo decir
nada. Alguien empezó a golpearlo
aun estando en el suelo. Si no hacía
algo le iban a partir las costillas.
Arrastró una silla de madera y lo
arrojó, los golpes se detuvieron, y
él pudo levantarse y mirarle la cara
a su agresor. No lo identificó. Era
un hombre corpulento, alto y
canoso, con una mirada sádica que
más que miedo, le inspiró asco.
—Quién eres y qué quieres?
—No importa quién es él –contestó
Orlando Riveros en lugar de
García, entrando a la casa como si
ésta fuera un estercolero—. Importa
quién soy yo, y qué quiero yo.
—Señor Riveros? –Recordó Juan
José. Lo había visto en la reunión
del proyecto “Trinidad Conectada”.
—Qué bien que me recuerdas,
porque es un nombre que vas a
escuchar bastante a menudo de
ahora en adelante. Vengo para que
me pagues un agravio.
—Un… qué?
—Tú… maldito hijo de puta,
deshonraste a mi hija.
Confundido, Juan José miró al
hombre frunciendo el ceño al
tiempo que se limpiaba la sangre de
los labios.
—De qué me está hablando?
Hubo un cruce de miradas entre
Orlando y su hombre, y un segundo
después, éste empuñaba un arma
justo a la cabeza de Juan José,
mientras Orlando se le acercó y le
tomó del cuello. No podía hacer
nada, si luchaba, seguro que el otro
dispararía, y que lo jodieran, pero
no moriría sin saber qué había
hecho.
—Te suena el nombre de Ángela?
—No sé…de qué habla –mintió.
—Ángela… diecinueve años, ojos
claros, cabello negro… ¿No? ¿Va a
negar que ayer se revolcó con ella y
le quitó su virginidad?
Esta vez lo miró a los ojos,
comprendiendo, y Orlando se echó
a reír, sin quitar su manaza del
cuello del joven.
—Nadie me daña y se queda tan
pancho. Nadie se mete con un
Riveros y vive para contarlo.
Bien, se dijo Juan José. Moriría
aquí y ahora. Esperaba que le
devolvieran los restos a su madre.
Después de todo, ella merecía
enterrar cristianamente a su hijo.
Pero Orlando lo soltó de un
momento a otro, y Juan José pudo
volver a tomar aire. Tosió un par de
veces.
—Se casará con ella –sentenció
Orlando, y Juan José no pudo ver el
respingo que dio García al escuchar
las palabras—, la hará una mujer
decente, o me encargaré de que su
vida sea un infierno. Me escuchó?
¿Qué diablos? ¿Casarse? ¿Había
oído la palabra casarse?
—No… me casaré… con nadie…
—Ah, quiere probar que lo que
digo es verdad?
—Esa putita es una embaucadora –
soltó—. Se me echó a los brazos
prácticamente. No quité su honra…
—había sido un temerario, y ahora
lo iba a pagar. El puñetazo de
Orlando lo volvió a tirar al suelo.
Joder, pesaba más de ochenta
kilogramos e iba regularmente al
gimnasio. Pero se sentía como un
niñito de diez frente a un luchador
de sumo.
—Esa “putita” es la hija de una
buena familia. Con o sin su
consentimiento, usted se casará con
ella. Si intenta huir del pueblo, lo
alcanzaré, si intenta salir del país,
lo atraparé. No hay nada que pueda
hacer para escapar de mí. Es mejor
que lo vaya entendiendo desde ya.
Juan José se miró las manos
manchadas de sangre, su propia
sangre. Volvió a levantarse y le
sostuvo la mirada a Orlando,
aunque no dijo nada. Lo creía
perfectamente capaz de cumplir su
amenaza, pero otra cosa era que él
estuviera dispuesto a quedarse allí
para que hicieran con él lo que
quisieran.
Se echó a reír sin muchas ganas,
realmente. No podía creer que
hubiese caído en semejante trampa.
¡Él! El gallito de pelea más
experimentado! El más avezado en
ese tipo de jugarretas… había sido
vencido por una virgencita.
—Hablaré mañana mismo con el
párroco para se salte las
amonestaciones. No quiero que mi
hija se case con una panza y deje en
vergüenza el apellido de la familia,
así que se casará tan pronto el
párroco dé su autorización.
No, no podía casarse. Él tenía a
Valentina.
Pero no iba a decir nada. Entre
menos dijera, más oportunidades de
escapar tendría.
Miró con furia al hombre que
planeaba arruinar su vida, y a su
secuaz. Debían estar muy
acostumbrados a hacer con la vida
del otro lo que se les viniera en
gana, pues simplemente dieron
media vuelta y salieron de su casa
dejándole la vida vuelta una
mierda.
No se iba a casar con una zorra
como esa, una mujer que fácilmente
se entregaba a un hombre que
apenas conocía y luego urdía una
treta para atraparlo en un
matrimonio. Además, su vida
estaría arruinada! sus planes, su
futuro!
Julio Vega tendría que conseguirse
otro ingeniero que le ayudara en sus
negocios, porque lo que era él, se
largaba de allí.
…5…
—Mateo, te necesito, hermano –
dijo Juan José a través de su
teléfono.
—Te oyes asqueroso –contestó su
amigo con voz risueña—. Qué te
pasó?
—Lo peor –Juan José soltó una
risita nerviosa—. Lo peor que le
puede pasar a cualquiera. Mira,
necesito salir de Trinidad lo antes
posible. Pero no debes venir tú. No
sé, manda a alguien en un carro
anónimo.
—Tan grave es?
—Peor aún.
—Para cuándo?
—Mañana mismo, si te es posible.
En la madrugada.
—No me asustes, Juanjo. Qué
hiciste?
—El peor error de mi vida, Mateo,
el peor.
—Está bien, ya me contarás.
Mandaré por ti. Te tendré
informado.
Juan José colgó la llamada y apoyó
su cabeza en su mano y con la otra
puso hielo sobre su ojo golpeado.
Solo, en el comedor de su pequeña
casa vuelta patas arriba, había
tenido tiempo para armar el
rompecabezas de lo que debía ser
la verdad.
Ángela, la muy santa, la muy pura,
debió contarle a su padre lo que
había ocurrido entre los dos, y
ahora quería atraparlo en un
matrimonio.
Era demasiado pronto para poder
decir que estaba embarazada, lo
cual no podía ser, pues ella misma
había llevado el preservativo para
su encuentro, y no lo conocía lo
suficiente como para creer que le
sacaría dinero, aprovechándose de
su apellido; además, al parecer, los
Riveros no necesitaban dinero,
aunque sí prestigio. Entonces sólo
podía concluir que esa loca se
había metido en la cabeza que lo
quería para marido. Para qué? No
tenía ni idea, pero él no iba a
colaborar en sus planes.
Se quedaría en casa todo el día, y
cuando lo llamaran del trabajo,
inventaría una enfermedad
contagiosa para que lo dejaran en
paz.
Recogió sus pocas pertenencias y
esperó. En cuanto llegara el coche
que su amigo Mateo le había
mandado se iría, y se alejaría para
siempre de mujeres como Ángela,
que sólo aparecían para arruinarte
la vida.
Ángela despertó cuando el dolor se
hizo muy agudo. Alguien la estaba
moviendo. Por qué? Deberían
dejarla morir en paz, por favor!
Abrió los ojos y vio a Ana y a otro
par de muchachas que ayudaba con
la limpieza, ayudarla y subirla a la
cama. Era de mañana, lo que
indicaba que había pasado la noche
en el suelo.
—Es horrible lo que pasó –susurró
Ana, como si tuviera miedo de que
alguien más la escuchara y con voz
quebrada al ver su estado—. No
creemos que lo que hizo esté tan
mal. Cuenta con nuestro apoyo,
niña.
No, no podía recibir compasión, no
ahora. Intentó mantenerse fuerte,
pero las lágrimas le salieron. Era
incomprensible que personas
totalmente ajenas a ella y que no
eran familia se solidarizaran más
que su propia madre.
—Gracias.
—Tómese esto –dijo otra de las
mujeres metiéndole algo a la boca,
una pastilla, y luego apoyándole un
vaso de agua en los labios. Ella
tragó—. Eso le calmará el dolor.
No está embarazada, verdad?
—No.
—Mejor. No quiero imaginarme
donde eso fuera así.
—Habría perdido la criatura con
tantos golpes –dijo Ana, y aplicó un
paño húmedo en su rostro para
limpiar la sangre y las heridas.
—Bueno, algo que agradecer al
cielo.
—Han sabido algo…?
—No. Nada. Intentamos contactar
al joven Juan José, pero no contesta
a su puerta.
—Lo conocen? –las mujeres se
miraron entre sí.
—Claro que lo conocemos. Es
inconfundible.
—Tal vez si se entera de lo que le
hicieron, venga a rescatarla.
Ángela cerró sus ojos. Aquello
sería demasiado hermoso para ser
cierto. Un caballero de brillante
armadura que venía a salvarla.
—En cuanto tengamos noticia le
contaremos. No se preocupe.
—Gracias.
—Cuando se sienta mejor
vendremos a ayudarla a darse una
ducha. Por ahora estaremos
turnándonos.
—Si se dan cuenta de lo que hacen,
se meterán en problemas.
—Eso no importa. No podemos
dejarla sola. La señorita Eloísa
estará muy preocupada. Le
avisaremos que…
—No, no le digan nada. No quiero
que se preocupe.
—Pero…
—Por favor… —pidió ella. Ya era
bastante vergonzoso verse a sí
misma en aquella situación, como
para que Eloísa lo supiera también.
Las mujeres se miraron entre sí,
como si no estuvieran de acuerdo,
pero aceptaron.
Luego de unos minutos y de ponerla
cómoda sobre su cama, la dejaron
sola. No pudo evitar volver a
llorar.
Mientras la pastilla hacía efecto,
recordó el terrible momento en que
su padre había entrado por su
puerta gritándola y golpeándola sin
compasión. Su piel se erizó de
nuevo ante el terror que le producía
sólo recordar, no quería pasar por
eso de nuevo, antes había sido
golpeada, pero nunca así, nunca de
este modo.
Pero, si tuviera la oportunidad de
volver el tiempo atrás, dejaría de ir
a la cita? Se preguntó luego, dejaría
pasar la oportunidad de estar con
Juan José?
No, se dijo. Lo volvería a hacer,
porque si bien ahora estaba en el
mismísimo infierno, en sus brazos
ella había tocado el cielo, y tocar el
cielo, aunque fuera con la punta de
los dedos, bien que merecía lo que
fuera que le sucediera después.
Poco a poco, las pastillas lograron
hacer efecto sobre las dolencias de
su cuerpo y se volvió a quedar
dormida. En un rato vendrían Ana y
las demás a ayudarla a darse un
baño, y tal vez escuchara más gritos
e insultos por parte de sus padres.
Mientras tanto, aprovecharía ese
raro momento de paz.

El automóvil llegó a las dos de la


madrugada.
Juan José miró a ambos lados y se
atusó la cazadora gris que llevaba
puesta. Metió el pequeño maletín en
el asiento de atrás y se sentó en el
puesto del copiloto.
—Mi nombre es Andrés –le dijo el
muchacho que conducía—. Mateo
me envió, dijo que estabas en
problemas.
—Y lo estaremos los dos si no
arrancas ya.
El joven hizo caso, y salieron de
Trinidad.
Fue cuando Juan José entendió de
veras por qué necesitaban esa
dichosa carretera que conectara al
pueblo con la autopista. El camino
era demasiado irregular y
ralentizaba demasiado el paso del
carro, un simple Chevrolet Sprint.
Si en vez de ese camino tan agreste,
hubiesen tenido una carretera
decente, habrían logrado escapar,
tal vez.
Un disparo resonó en la noche, y
luego el ruido de la llanta al
explotar. Andrés perdió el control
del carro y derraparon hasta chocar
contra un árbol.
—Mierda! –gritó Juan José. Miró a
su izquierda y vio a Andrés
inconsciente sobre el volante. Unos
hombres se aproximaban a ellos,
así que, sin perder tiempo salió del
carro.
Pero no pudo correr más allá de un
par de metros. Rápidamente lo
rodearon varios hombres, entre
ellos, el corpulento que lo atacó en
su casa, y ahora lo miraba con un
odio infinito, como si la hija con la
que se habían acostado fuera suya, y
no la de su jefe.
Juan José alzó ambas manos
mostrando sus palmas. Aunque
hubiese tenido un arma, no habría
podido hacer nada, todos los que lo
rodearon estaban armados.
—Te conviene que te quedes quieto
–escupió—, me dieron orden de
mantenerte vivo, pero si te pones
muy chulito, siempre puedo decir
que fue un accidente.
Ese hombre ya había matado antes,
pensó Juan José al mirarlo
fijamente a los ojos; esa era la
mirada de un asesino con
experiencia, uno que se deleitaba en
el oficio... Aquello no era un juego
de niños. Cerró sus ojos intentando
imaginar qué seguía: casarse con
esa chica, enterrarse en ese pueblo
para siempre, perder a Valentina…
No, prefería morir.
Abrió sus ojos de nuevo y sonrió.
Pues si iba a morir, lo haría como
un campeón.
Esperó a que alguien se le acercara
lo suficiente y le lanzó una patada
que lo tiró al suelo. Inmediatamente
los otros le cayeron encima y
empezó la trifulca.
Juan José lanzó puñetazos y patadas
todo lo que le fue posible, de algo
habían servido sus horas de
gimnasio. Hasta que se vio
superado por el número y la fuerza
de los hombres que lo atacaban.
Cuando ya debió tener varias
costillas rotas y la cara destrozada,
lo encañonaron contra el suelo y le
amarraron las manos detrás de la
espalda.
—Qué ganas de reventarte todos los
dientes –dijo uno con regocijo.
Alguien lanzó cerca de su rostro
unos papeles… no, eran unas
fotografías… de su madre y su
hermano.
—Tu familia, verdad? –Juan José
abrió los ojos con verdadero
pánico—. Sí, son tu familia en la
ciudad de Bogotá. Qué triste que les
pase algo por tu terquedad.
—Malditos! No se atrevan!
—Ya, me lo imaginé: caballero,
como las sirvientas dicen; se
sacrificaría a sí mismo, pero no
soportará que le toquen un pelo a
los suyos. Predecible.
—Como les pase algo…
—En este momento no estás en
posición de exigir nada, Juan José
Soler –siguió el hombre con voz
demasiado calmada, fría—. Sólo
tendrás que acatar la siguiente
orden y nada le pasara a tu santa
madrecita: cásate con Ángela
Riveros, y quédate en Trinidad. Eso
es todo.
Juan José quiso maldecir hasta que
se le pudriera la garganta, pero sólo
apretó con fuerza los dientes. No
podía ser. Aquello no podía ser.
Los hombres lo tomaron del pelo y
lo levantaron para arrastrarlo a otro
coche. En la distancia, Juan José
vio el carro en el que había
intentado escapar antes. Dentro
debía seguir Andrés. Esperaba que
alguien lo auxiliara, él ya estaba
perdido…

“Ángela, estoy muy preocupada


por ti, nadie me da noticias tuyas,
no sé qué pudo haberte pasado, y
si algo te pasó, me sentiré
terriblemente mal, porque es mi
culpa, por mi imprudencia pasó
todo esto.
Amiga, espero que tu padre no se
haya pasado de la raya esta vez,
pues si fue capaz de dejarte un
moretón en la cara sólo porque
saliste a caminar un rato, lo que
haría cuando se enteró de la
verdad me dan verdaderos
escalofríos. Intenté contactar con
Juan Soler, pero al parecer, nadie
lo ha visto desde ayer, y eso me da
muy mala espina. Devuélveme con
Anita este mismo papel con una
respuesta, por favor. Dime que
estás bien, que estás sana y
salva”.
Ángela miró el papel y sonrió con
un poco de tristeza. Típico de
Eloísa arriesgarse así, y arriesgar a
las chicas del servicio. Miró a
Anita doblar una ropa en un
extremo de su habitación. Tenía que
hacerle saber que estaba bien, que
se recuperaría, aunque volver a
enviar una carta era arriesgado.
Sonrió de nuevo al sentirse como
una dama medieval atrapada en la
torre más alta. Incomunicada,
castigada…
“Estoy bien, no te preocupes. Sólo
me gritó un poco y ahora estoy
encerrada en mi habitación, ya
sabes cómo es papá. Cuando me
levanten el castigo, buscaré la
manera de encontrarte y te contaré
con detalle, aunque bueno, no es la
gran cosa.
Besos, Ángela”.
Buscó un papel en su mesa de noche
y redactó otra carta, una para Juan
José. Quería disculparse por
haberle faltado a la cita, y aunque
no podía contarle la verdad, tenía
que hacerle saber que no había sido
intencional.
Dobló ambos papeles por separado
y se los entregó a Anita, dándole las
instrucciones.
—Papá llegó? –le preguntó cuando
le hubo pasado las cartas.
—No, nada. Y García tampoco
está.
—Estarán en Bogotá, o algo.
—Quién sabe. Quiere darse un
baño ya?
—La verdad es que me urge más
que lleguen esas dos cartas.
Gracias, Anita.
Ana asintió y la dejó sola en su
habitación para ir a ocuparse de su
encargo.
Cuando iba bajando las escaleras
del servicio escuchó la voz de
Orlando que llegaba a casa. Se
desvió de su camino y se dirigió a
las cocinas. Con el señor en casa
tendría muchas más dificultades
para salir de ella.
—Hablaste con él, entonces? –le
preguntó Eugenia tomándose una
mano con la otra a la altura del
pecho y mirándolo con ojos
aprehensivos.
—Sí. El muérgano pretendía huir,
tal como me lo imaginé, pero ya le
dejamos bien claro que no era una
buena idea. Ya ves el buen gusto
que tiene tu hija para escoger
hombres: un sinvergüenza cobarde.
Se casarán en cuanto hable con el
párroco.
—Gracias a Dios –susurró Eugenia,
cerrando sus ojos.
—Puedes organizarlo todo para
este domingo?
—Este domingo? Es… muy pronto.
—Contrata al que tengas que
contratar… ¡es urgente!
—No se trata de eso, es sólo que…
—cuando se quedó callada,
Orlando se impacientó.
—A ver, habla, mujer, no tengo
todo el día!
—Ella está muy… golpeada… será
verá muy mal que vaya a su propia
boda cojeando, o…
—Para eso no tienen ustedes las
mujeres polvos y pinturas?
—Hay cosas que no se pueden
disimular con maquillaje.
—Mierda! Cuánto tiempo crees
que…
—Dos semanas… en dos semanas
ella podrá estar en pie.
—Ni un día más –dijo él saliendo
del despacho—. Ve haciendo, de
todos modos, los preparativos. Ah,
y quiero un velo, la estúpida se
casará con velo, porque no me va a
avergonzar más la muy puta.
—Sí.
Y con esas palabras la dejó.
Eugenia de inmediato buscó papel y
lápiz para hacer la lista para las
cosas que necesitaba para la boda
de su hija.

Orlando entró a la habitación de


Ángela. Esta, al verlo, se encogió
de nuevo en su cama. Sin embargo
su padre apenas si atravesó el
umbral.
—Te casarás con Juan Soler en dos
semanas.
—Qué?
—Lo que oíste. Tu madre ya
empezó los preparativos, así que ve
deshaciéndote de esa cara de mártir
y prepárate –volvió a cerrar la
puerta dejándola con la noticia.
Ángela se quedó quieta en su lugar
por largo rato.
¿Había escuchado bien? ¿Casarse?
¿Con Juan José? Acaso él…
Sólo pudo imaginarse que él, al
verse al descubierto, hubiese
resuelto casarse con ella en una
especie de compensación.
Nunca imaginó siquiera casarse,
con nadie, mucho menos con Juan
José, aunque ahora que lo
pensaba…
—Casarme con Juan José… —
susurró, como si al pronunciarlo en
voz alta pudiese asimilarlo mejor,
pudiese sonar más cierto.
Las personas casadas estaban juntas
siempre, al menos eso era lo que
ella había visto. Algunos hasta se
daban besos en público, y nadie
decía nada. Sus padres nunca
tuvieron esa conducta, y Ángela
nunca los había visto discutir, a
pesar del temperamento de
Orlando. Y ella sabía, por el
ejemplo que le daba su madre, que
una mujer debía estar de acuerdo
con su marido en todo, apoyarlo,
cuidar de él y defenderlo siempre.
A veces había pensado que la
actitud de su madre era exagerada,
y que había ocasiones en que se
ponía del lado de su padre aun
cuando él estaba equivocado, y
había deseado que por una vez
Eugenia le llevara la contraria, pero
nunca había sido así.
Entonces… ella sería para Juan
José lo que Eugenia era para
Orlando?
Sería ella la primera persona a la
que él preguntase cuando llegara a
casa del trabajo, a la que le contara
sus proyectos y planes, dormirían
en la misma habitación…
Ángela abrazó la otra almohada
contra su pecho con la respiración
un tanto agitada.
Estaría con él… cada día, cada
noche, cada mañana… Podría estar
con él no a escondidas, no como si
fuera algún pecado mortal, no como
si tuviera que avergonzarse delante
de los demás… Podría hasta salir a
la calle a su lado, tomarle la mano.
Su pecho se llenó de una emoción
hasta el momento desconocida, y le
dolió, pero no era un dolor
desagradable.
—Qué locura es esta? –se preguntó
—. ¿Estoy despierta? ¡Tiene que
ser un sueño! –sonrió sin podérselo
creer aún.
Se sentó en su cama apoyando una
mano en sus costillas, que aún le
dolían.
Tal vez no todo era tan malo en su
vida. Tal vez el creador no se había
olvidado de ella al nacer, como
había pensado siempre. Siempre
había mirado su vida con
indiferencia, como si no fuera
suya… y todo a su alrededor
siempre había demostrado que ésta
nunca lo había sido, pero ahora, al
lado del hombre que le había
preguntado por primera vez qué era
lo que ella quería para su vida, ella
podría cambiar.
No hay mal que por bien no venga,
se dijo sonriendo, aunque la mueca
le causó un dolor en el rostro, y a
pesar de que nunca hubiese ideado
algo así: acostarse con un hombre
para encerrarlo en un matrimonio,
se dio cuenta de que ese matrimonio
era, de hecho, una consecuencia de
lo que había pasado entre los dos.
A todas las niñas, por lo menos las
que ella había conocido en el
colegio, se les enseñaba que algún
día serían novias hermosas al lado
de un novio semejante a un
príncipe, que daría la vida por
ellas, que las amarían. Que tendrían
una casa donde ellas serían la reina,
la dueña.
A ella no le habían enseñado esas
cosas. Ella era un estorbo en casa,
algo que ocupaba espacio, algo que
costaba lo que comía, el agua que
consumía, la ropa que gastaba, el
aire que respiraba. Su padre había
intentado darle un provecho a su
existencia y la puso a trabajar como
secretaria aun cuando no había
terminado el colegio. No la dejaba
salir a las fiestas de sus ex
compañeras de estudio, no le
permitía ir a la calle si no era bajo
su permiso y al sitio que él le
autorizara. Cuando los chicos
habían intentado acercarse él los
había espantado, y a pesar de que
ya era una mujer, nunca le advirtió,
ni él ni su madre, que llegaría el
momento en que se enamoraría y
querría formar un hogar.
Pero vaya, si ni siquiera le
advirtieron que algún día le llegaría
la regla, y ella sola, con la ayuda de
Eloísa, había tenido que hacerse
cargo de la situación.
Pero ahora todo eso quedaría atrás.
Se iba a casar con un hombre
increíble, un hombre que la había
elevado tan alto que todavía
flotaba, de vez en cuando.
Cerró sus ojos por miedo a que
todo fuera una mentira.
Le compensaría. Si él iba a ser su
caballero andante que la rescatara
de la torre más alta en la que estaba
y del villano que la maltrataba, le
compensaría… le daría amor todos
los días, aprendería a cocinar por
él, y hasta le lavaría la ropa y le
daría todas las atenciones y
mimos… le daría todo!
—Por favor, que no sea mentira –
rogó al cielo—. Por favor, por
favor, por favor…
Se volvió a recostar en su cama,
aun repitiendo su ruego.

Juan José abrió la puerta ante la


insistencia. La mujer que había
estado golpeando se espantó al
verlo, y aturdida, se anunció como
una sirvienta de la casa de Ángela
Riveros, y le pasó un papel.
—Es… es… una carta de la niña. P
—por favor…
Juan José se la arrebató y le cerró
la puerta en las narices sin mediar
palabras.
Afuera, la mujer se santiguó. Ese
hombre tenía el rostro desastrado y
la mirada de alguien que odia al
mundo y está dispuesto a destruirlo
a través de un pacto con el diablo,
no era para nada atractivo como se
lo habían descrito, si es que era él.
Había tenido que venir ella ya que
Ana no había podido, y daba
gracias al cielo por haber podido
terminar con éxito su empresa.
Ahora, hacia la casa de la niña
Eloísa.
En su casa, Juan José tomó el sobre
cerrado en el que venía la dichosa
carta de su futura esposa y se
dirigió a la estufa. Buscó algo con
qué encenderla, para quemarla, y
recordó que no tenía fuego, y como
había dejado el cigarrillo, a
petición de Valentina, no tenía
encendedores. Se echó a reír.
—Te salvaste, querida –le dijo a la
carta.
Sin muchos miramientos, la arrojó
por su espalda al suelo, hacia la
basura que se iba acumulando, y
volvió a tirarse en su cama, a
esperar a que sus heridas más
graves sanaran para poder ir de
nuevo al trabajo. Si no empezaba
pronto, Julio Vega se impacientaría
y buscaría otro ingeniero, y no
podía darse ese lujo justo en este
momento.
Ahora que estaba amarrado a
Trinidad, necesitaba más que nunca
excusas para ir de vez en cuando a
Bogotá. Era eso o enloquecer.
…6…
El pueblo se enteró de dos cosas:
de que Ángela Riveros se iba a
casar con el ingeniero Juan José
Soler, y de que era una boda…
apresurada.
Debía estar embarazada,
cuchicheaban todos.
Pero claro, debía estarlo. Si
Orlando Riveros, que a duras penas
dejaba salir a esa chica a casa de su
amiga un par de veces al mes, la
casaba con un hombre que apenas
había llegado al pueblo, es que la
muy casquivana debía haberlo
enredado.
Todos sabían que Juan José era un
hombre de ciudad, que incluso
había salido del país en viajes de
vacaciones y que tenía mucho
mundo. Por ningún motivo un
hombre como él iba a casarse con
una pueblerina como lo era Ángela
Riveros, así que allí había gato
encerrado.
Quien la veía, tan santica y modosa.
Empezaron los preparativos, y la
recuperación de Ángela.
Eugenia había contratado floristas,
músicos, decoradores. Había
seleccionado un grupo de niños que
llevarían las flores, los anillos, el
vestido de la novia, y había
comprado un vestido de novia para
Ángela que luego hubo que ampliar
en el busto, pues le quedaba
ajustado, y ajustar en la cintura,
pues le quedaba muy suelto.
Ángela participaba de lejos, como
si en realidad no fuera a ser su
boda. Cuando opinó que lo de las
palomas a la salida era un poco
exagerado, la miraron recordándole
que nadie había pedido su opinión.
Y no había vuelto a opinar, así que
la mayoría del tiempo la pasaba
encerrada aún en su habitación,
leyendo la misma novela que había
traído de casa de Eloísa aquella vez
que estuvo en su casa y cuando, a su
vuelta, había conocido a Juan José.
Ana le había contado que no había
podido llevar personalmente la
nota, pero que se la había enviado
con otra de las chicas que era muy
confiable, y lo mismo la nota de
Eloísa, pero que él no había
enviado una respuesta.
Es más, en todos los días
siguientes, él no había ido a verla.
Claro, que podía ser que Orlando le
impidiera verla ya que aún se le
notaban mucho los golpes de la
cara, pero ni una llamada, o una
nota, nada.
Era el novio más raro del mundo.
No quería ni imaginarse si era todo
obra de su padre. Acaso esperaba
que lo viera sólo hasta el día mismo
de la boda? Estaba él, al igual que
ella, ajeno a todo lo relativo a su
próximo matrimonio?
Una semana después de haberse
anunciado la boda, se le permitió a
Ángela bajar a la sala. Pero ella
seguía sin tener noticia de su futuro
esposo.
Tal vez, después de todo, él no
estaba tan feliz de casarse.
Esa idea le agrió la única y
diminuta esperanza que tenía. Tal
vez él se había ofrecido a darle su
apellido, pero no estaba muy feliz
que dijéramos, y lo había hecho
más por cumplir que por amor.
Aquel era un pensamiento muy triste
para una novia, se dijo, y decidió
no dedicarle un minuto más a eso.
Miraba desde una de las ventanas
de las habitaciones del segundo
piso de su casa hacia la calle, por
si él pasaba, por si alguien, con
señas, con lo que sea, le daba una
noticia de él. Miraba el teléfono
pensando en la remota idea de que
él la llamara, a pesar de que ella
nunca le había dado su número.
Quería verlo, preguntarle qué
pensaba de todo lo que estaba
sucediendo, qué planeaba hacer en
el futuro, y con ella…
Pero sobre todo, quería volver a
abrazarlo, volver a sentirlo.
Ahora que el dolor de su cuerpo
había remitido un poco, se daba
cuenta de algo muy sutil y primario
que había sucedido en él. Estaba
marcada. De algún modo, él la
había marcado.
Su madre siempre le había
enseñado que había ciertas partes
del cuerpo que era privadas, muy
privadas, hasta para ella misma,
pero algo había cambiado. Desde
que él la tocara, esas partes estaban
vivas.
Soñaba con él. Se veía a sí misma
en posiciones que nunca imaginó,
allá, en el caracolí. En esos sueños
ella no era para nada tímida, y todo
era risas, y luz de luna, y besos.
Se iba a volver loca.
Así que los días fueron pasando, y
el día de la boda llegó al fin.
El sonido de las campanas de la
iglesia resonó en todo el pueblo.
Las familias adineradas, que igual
no eran muchas, fueron muy
distinguidamente, y la plebe se
asomaba a las puertas de la iglesia
para mirar hacia dentro.
Ángela bajó del campero de su
padre, y al ser notificados de que el
novio aún no había llegado, fue
escondida en una habitación
adyacente al templo. Era
inadmisible que la novia llegara
primero.
Pero pasaron los minutos y Juan
José no llegaba.

Mateo arrancó la botella que Juan


José tenía en la mano, dejándosela
vacía, y tuvo que soportar la mirada
torva que su amigo le dirigió.
—Vas a asistir ebrio a tu propia
boda?
—Eres idiota? No es “mi” boda. Es
“su” boda. Te dije que era grave,
que era el peor error que había
cometido en mi vida.
—Si simplemente hubieses
escuchado cuando te dije que no te
metieras con esa chica, esto no
estaría sucediendo –dijo Miguel, y
a éste no le importó para nada la
mirada asesina que le dirigió Juan
José.
Se hallaban en su casa, en la que
prácticamente se había encerrado
los últimos quince días.
Habían ido todos, Fabián, Miguel y
Mateo, sus tres viejos amigos, a
Trinidad, para acompañarlo en el
peor día de su vida.
Estaban resignados, no podría
escapar, no podían denunciar, no
podían hacer nada, sólo ver cómo
su amigo se ahogaba en alcohol y se
casaba en contra de su voluntad.
—Esto es de telenovela, sabes? –
rió Fabián—. Nunca había oído que
pasara en la vida real.
—Pues fíjate, pasa.
—Es algo muy común en los
pueblos –comentó Miguel con su
voz calmada, quitándose los lentes
sin montura y limpiándolos con un
pañuelo—. Los matrimonios se
concretan entre familias, y si ocurre
que el novio se propasó con la
novia, pues entonces esta se acelera
y ponen fin al escándalo que podría
producirse si ella quedara
embarazada.
Juan José se dirigió al abogado con
paso tambaleante.
—No… seas… tan… hijo de puta.
Cállate. Cállate porque tengo tanta
rabia que me cargaría al primero
que se me atraviese!
—Hey, cálmense! –intervino
Fabián, siempre conciliador—. Tú,
Miguel, ya sabemos que lo
advertiste y lo dijiste y tal, pero
cierra tu bocota, quieres? No metas
el dedo en la llaga.
—No te preguntas qué debe estar
sintiendo ella?
—Ella? –gritó Juan José—. Ella
debe estar feliz! Encantada en su
cuento de hadas! No ves que planeó
todo esto? Yo en cambio, estoy en
el mismísimo infierno! Valentina! –
exclamó de repente, poniéndose en
pie como si la estuviera viendo en
ese momento—. Estoy traicionando
a Valentina a un nivel que nunca me
propuse. Con qué cara voy a verla
luego?
—Debiste empezar por serle fiel y
no…
—¡Ya cállate, Miguel! –lo
interrumpió Mateo con voz severa
—. No ayudas en nada!
—Ya es la hora –anunció Fabián, y
tomó a Juan José del hombro para
conducirlo al Jeep que los llevaría
a la iglesia—. Vas tarde a tu propia
boda, hijo.
Juan José se echó a reír, y con la
manga del saco que vestía, se secó
la humedad de los ojos.
—Necesito… —Se encaminó de
prisa al baño, y desde la sala, los
tres lo escucharon vomitar.
Ninguno de los tres dijo nada, ni se
enviaron miradas, nada.
Cuando Juan José volvió a salir,
Mateo le pasó su pañuelo, y en
silencio, como si en vez de a una
boda se dirigieran al funeral de
algún familiar, se acomodaron
todos en el carro.
Ángela no quiso sentarse, se
paseaba de un lado a otro e
intentaba no tocarse las puntas del
cabello, como hacía cuando estaba
nerviosa, pues se dañaría el
peinado. Su vestido, que la cubría
prácticamente toda con metros y
metros de tela, producía un frufrú
extraño a cada paso que daba.
Estaba sola, su madre había salido
hacía unos minutos para averiguar
qué había sucedido y si había
llegado ya el novio. Y ella la
esperaba, necesitaba saber qué
estaba pasando.
¿La iba a dejar plantada?
No, no, se dijo, intentando calmarse
y respiró profundo, aunque por lo
apretado del corsé no podía hacerlo
muy bien, y para completar, aún le
dolían partes del cuerpo con sólo
respirar.
Él no la dejaría plantada, él no
haría algo tan bajo, él era un
caballero, dulce y atento, debía
tener una muy buena razón para su
tardanza.
—Ya llegó! –anunció Eugenia
abriendo de súbito la puerta, y
Ángela sintió que le volvía el alma
al cuerpo. Su madre se le acercó e
inspeccionó su peinado, su vestido
blanco y el maquillaje—. Vamos,
vamos, el párroco amenazó con
cancelar la boda si esto tardaba
más.
La tomó de la mano y la arrastró
fuera.
Desde la entrada de la iglesia,
Ángela lo vio. Su cabello castaño
estaba un poco más largo y le
llegaba al cuello. Estaba de
espaldas vestido en un traje gris
plateado, y miraba hacia las
imágenes incrustadas en la pared,
con las manos en la espalda, y muy
derecho.
Se iba a casar, el momento ya había
llegado y se iba a casar con Juan
José.
Aquello debía ser un sueño, una de
sus tantas y locas fantasías. Su
padre, creyendo que la estaba
castigando, más bien le estaba
realizando el sueño más hermoso
que jamás se había atrevido a tener.
Sería la esposa de Juan José.
Sintió el agarre de su padre en su
brazo, quien la guiaría hasta el
altar, un poco más fuerte del que
era necesario. ¡Como si ella fuera a
huir!
—He hecho averiguaciones –le dijo
Orlando en un susurro, mientras
avanzaban hacia el altar—. Ese que
ves ahí es el nieto de un importante
político ya fallecido, pero su
nombre aún resuena en las altas
esferas de la capital. Es rico y tiene
poder, así que sé una buena esposa,
compórtate, y sobre todo, háblale
bien de mí. Tenlo contento y los
Riveros podremos ser al fin una
familia importante en este país.
Ella lo miró confundida. Juan José
rico e importante?
Cierto era que él tenía un aire de
niño bien criado, pero no había
tenido mucho tiempo de hablar con
él acerca de su vida, o de su
familia, ni de su procedencia. En
realidad, ellos sólo se habían visto
tres veces.
¿Y de verdad tenía su padre el
descaro de pedirle que hablara bien
de él ante Juan José?
—Además –siguió diciendo—. Sus
amigos tampoco son cualquier
moco de pavo. Uno de ellos es el
heredero de una importante
empresa, y el otro, ya ayuda a su
padre a manejar no sé qué negocio.
Te vas a conducir entre ellos con
mucha gracia, y me vas a ayudar a
entrar en esa esfera. Me
escuchaste?
Ángela no dijo nada, simplemente
asintió, nerviosa, cuando el agarre
de su padre se acentuó.
Cuando llegó al altar y pudo ver al
fin el rostro del novio, se confundió
aún más. Él tenía los ojos
inyectados en sangre y una sonrisa
muy diferente a todas las que le
había visto hasta el momento en el
rostro. Y olía a… licor?
—Qué hermosa está la novia! –le
dijo al verla—. Estarás contenta,
no?
—Contenta?
En el momento el párroco llamó la
atención de ambos y se inició la
ceremonia. Entre el público, Ángela
buscó con la mirada a su amiga,
Eloísa, y la halló al lado de su
madre. Le hizo una seña y Ángela
sólo le sonrió, aunque la sonrisa no
iluminó su rostro.
Nunca había estado en una
ceremonia de bodas, así que todo lo
ocurrido fue nuevo para ella.
Cuánto iba a tardar? El vestido le
estaba apretando mucho, le dolían
las costillas y le costaba respirar.
Miró de reojo a Juan José. Él
mantenía su vista clavada en el
sacerdote.
¿Qué estaría pensando? ¿Por qué no
había ido a verla ni una vez?
Esperaba luego poder hablar con él.
Sabía que su madre había
preparado una recepción para los
invitados, así que tal vez allí podría
tener un minuto para preguntarle por
lo menos una de las tantas cosas
que quería saber.
Llegó al fin el momento en que
dirían sus votos. Ella no tenía
ninguno preparado, nadie le había
dicho que tenía que hacerlo, así que
repitió unas palabras que el cura
dijo. Al parecer, él tampoco los
había preparado, y repitió las
mismas palabras de manera
mecánica y en un tono plano.
Él no la había mirado otra vez, en
cambio, ella no le quitaba la mirada
de encima. No se parecía mucho al
Juan José que ella había conocido.
Pero bueno, sólo lo había visto en
tres ocasiones, qué tanto podía
conocerlo ella?
—Los declaro “Marido y Mujer” –
rezó el cura—, hasta que la muerte
los separe. Lo que Dios unió, no lo
separe el hombre. –Y mirando al
novio—: Puede besar a la novia.
Juan José volvió a sonreír de esa
manera y le levantó el velo. Se
acercó a ella y estampó un beso en
su boca, sin muchos miramientos.
—Felicitaciones! –dijo, casi
gritando, y toda la iglesia lo pudo
escuchar—. Ya te casaste conmigo!
Acto seguido, dio media vuelta, se
encaminó a la salida de la iglesia
bajo la atónita mirada de todos los
presentes, y se subió en el Jeep
Wrangler amarillo que estaba
estacionado en la entrada, y que
enseguida fue ocupado por sus
amigos.
Antes de que el Jeep desapareciera,
se escuchó un grito de Juan José,
como si estuviera muy contento de
abandonar el sitio,
Perpleja, Ángela miró la nube de
polvo que se veía desde la puerta
de la iglesia, y las miradas que todo
el mundo le dirigió mientras se
ponían en pie, con lástima, asombro
y, en algunos, diversión.
El aire, que hacía rato no quería
entrar del todo a sus pulmones, le
faltó, y empezó a ver puntitos de luz
a su alrededor.
No supo más. Sólo vio a Eloísa
precipitarse a ella con cara
preocupada.

Ángela despertó poco a poco.


Estaba en algún sofá, en la misma
habitación en la que había estado
antes de la ceremonia, en el regazo
de Eloísa. Le habían desabrochado
el vestido para que pudiese respirar
bien, lo cual fue muy inteligente.
—Qué bien. Ya despertaste –fue la
voz de su amiga.
Con dificultad, Ángela se sentó.
Tenía náuseas, le faltaba el aire
aún, pero su visión se iba
aclarando.
—Qué… qué pasó?
—No lo recuerdas?
Sí, lo recordaba. Juan José había
salido prácticamente corriendo al
cabo de la boda, con sus amigos, y
la había dejado allí, sola, frente a
las miradas de todo el mundo, lo
cual había dejado muy claro ante
los ojos de Ángela, y del pueblo en
general, que no había participado
de buen grado en aquella locura;
que había sido, en vez del novio, un
invitado más, un invitado que no
esperó a que la ceremonia acabara
del todo para poder irse.
Se tocó los labios. Él la había
besado y aún sentía allí el tacto de
su boca, pero a diferencia de los
otros besos que había recibido de
él, este era agresivo, más para
castigar que otra cosa.
—Estás bien? Quieres que te traiga
un poco de agua? –preguntó Eloísa,
preocupada.
Miró en derredor. Estaba sola con
su amiga, y ésta llevaba un hermoso
vestido azul cielo, perfecto para
aquella mañana que se suponía iba
a ser la más feliz de su vida.
—Dónde están todos?
—Tu padre salió a buscarlo, con
García –explicó ella—, y tu madre
está afuera tratando de explicar a
todos los invitados que el novio
simplemente tenía algo urgente que
hacer, pero que ya volverá.
—Es todo una mentira, verdad?
—¿Qué cosa?
—Mi boda. De algún modo… papá
lo obligó a casarse.
—Claro que no. Nadie se casa
obligado, Angie.
—Entonces qué explicación le das
a esto? Por qué no vino a verme en
estas dos semanas? Y por qué…
por qué huyó?
Eloísa no tenía una respuesta para
eso, y la miró mordiendo sus labios
sin saber qué decir. Se puso en pie
y buscó algo en su cartera. Era un
papel. Ángela lo recibió con el
ceño fruncido en una pregunta.
—Fue la nota que me mandaste. De
algún modo, la chica que enviaste
me entregó la que no era. Esta nota
está dirigida a Juan José.
Ángela cubrió su boca con su mano.
—Entonces a Juan José le dieron la
que iba dirigida a ti?
—Seguramente.
—No puede ser. Él se enteró de
todo!
—De todo qué?
—Cómo que qué? Pues que mi
padre me pegó, de eso!
—Mejor que se entere! –exclamó
Eloísa, agitando sus brazos en un
ademán desesperado—. No me
imagino qué está pasando por su
mente ahora, Angie, pero te
conviene que se entere de todo.
—No quiero, me moriría de
vergüenza!
—Acaso es culpa tuya? –se acercó
a su amiga y le apoyó las manos en
sus hombros—. Y además… acaso
le importó? Mira, se portó como un
cerdo, a pesar de que sabe que
también tú fuiste arrastrada a este
matrimonio, salió huyendo como el
desgraciado que es.
Ángela cayó sentada otra vez en el
sofá en el que había estado con aire
taciturno.
—Me odia.
—Pues no veo por qué. Tú a él no
le hiciste nada. Eres tan víctima
como él y eso debe comprenderlo.
—No, no entiendes. Durante la
ceremonia… —se llevó las manos
al cabello, y empezó a tocarse las
puntas con ademán nervioso—, me
miraba de una manera extraña. En
el momento no lo pude comprender,
yo pensé que él había estado de
acuerdo en todo, incluso creí que la
propuesta de casarnos había salido
de él… pero ahora sé que no fue
así. Él no quería casarse, de algún
modo papá lo obligó. Esa era una
mirada de odio –miró a su amiga
con ojos llenos de lágrimas—. Juan
José me odia, Eli.
Eloísa se sentó a su lado y le tomó
las manos en las suyas.
—Ay, amiga. No te apresures a
pensar eso –se interrumpió cuando
escuchó la risa de Ángela.
Pensando en que al fin se había
vuelto loca, le apretó los dedos
esperando una reacción—. Ángela?
—Me odia. Me odia, y yo lo amo.
—Ay, nena. Por qué? –preguntó
ella, más como un lamento—. No,
no debiste enamorarte.
—Pero es que fue instantáneo… —
siguió Ángela—, lo vi y lo amé.
Así, tan fácil… No tuve opciones,
Eli.
—Y ahora qué vas a hacer? Ni
siquiera sabemos si va a regresar!
Ángela miró a Eloísa con una
determinación en el rostro que hasta
el momento desconocía en sí misma
y dijo:
—Yo lo esperaré.
Juan José le pidió a Mateo que se
detuviera en plena carretera, y su
amigo hizo caso. Se bajó del Jeep y
caminó adentrándose a la arboleda
que bordeaba el camino. Iba a paso
rápido, sin mirar demasiado
atentamente, adentrándose en un
pequeño bosque en la llanura.
Entre los árboles, el aire era más
frío y denso, la luz escasa y el
sonido de los bichos se hacía
fuerte. Estuvo caminando sin rumbo
un buen rato, y cuando ya se cansó,
se detuvo apoyándose en uno de los
árboles. Respiraba como un animal
que lleva horas siendo cazado, y
mareado, miró alrededor.
Acababa de casarse, acababa de
jurar amar, cuidar y proteger a una
mujer que desconocía totalmente.
Acababa de prometer estar con una
desconocida para bien y para mal,
en la salud y en la enfermedad, y ya
estaba huyendo. Juan José quería
gritar.
Nunca había creído demasiado en
los votos matrimoniales. La tasa de
divorcios era bastante alta en el
mundo actualmente, y aunque la de
Colombia era la más baja en
Latinoamérica, estos se daban, de
igual modo.
Había planeado casarse y estar con
la misma mujer toda su vida, y
desde siempre, había pensado que
esa mujer sería Valentina.
Valentina. Había perdido a
Valentina. Ella era su mujer, la
mujer que él quería, la mujer que se
había ganado su respeto. Para él la
más hermosa y no porque así lo
dijeran los actuales cánones de
belleza, pues era rubia, alta y
delgada, sino porque en su mirada,
él se veía a sí mismo más
aceptable, más humano.
Había perdido a la mujer de su
vida, pero además, había perdido la
vida misma, su carrera, su futuro.
Sus planes de salir adelante, salir
de debajo de la sombra de su
hermano, de las constantes miradas
lastimeras de su madre quedarían
truncados para siempre si se
encerraba en ese pueblo, cuando él
lo que había querido era crecer,
salir por fin adelante, aunque fuera
solo.
Ahora, en cambio, estaba atrapado
en ese pueblo, casado con una zorra
embaucadora, y bajo el dominio de
un asesino y sus secuaces.
Sintió unos pasos y se giró. Era
Mateo, su fiel amigo Mateo, que lo
había seguido, quizá presintiendo lo
peor, y presto para evitar que
cometiera alguna locura.
Lo miró fijamente a los ojos
oscuros con una sonrisa de medio
lado, separándose del árbol en el
que había estado apoyado.
—No… no me voy a suicidar –le
dijo, aún con la respiración agitada.
—No lo sé. Podría ocurrírsete.
—Y por qué ibas tú a evitarlo?
—Porque no quiero cargar con eso
en mi conciencia –Juan José se
echó a reír. Se acercó a su amigo
del alma y le puso una mano en su
hombro, mirándolo fijamente.
—No me voy a suicidar.
—Y mañana? Mañana tampoco lo
harás?
—Odio mi vida, Mateo, pero no al
extremo de querer matarme.
—Y entonces qué harás?
—Ah… se me ha ocurrido que me
divorciaré. Tarde o temprano, me
divorciaré.
—Bien. Te ayudaré a sacar a tu
madre del país, seguramente
Valentina te entenderá si le dices
que prefieres vivir en el exterior
luego de que te cases con ella y…
—No, no, no… Si me voy, no será
huyendo, Matt. Si me voy, será
porque ella misma pidió el
divorcio, esa misma mujer con la
que me casé hoy, le va a rogar a su
papito que deshaga el matrimonio,
así me evitaré todo eso.
—Qué? –preguntó Mateo,
confundido. Juan José lo miraba
con la misma sonrisa torcida.

En la pequeña habitación, Ángela


se puso en pie y miró por la ventana
hacia las calles, donde los
invitados de su reciente boda se
arremolinaban cuchicheando acerca
de su desgracia.
—Lo esperaré, —siguió—. Haré
que me ame. No importa si me odia
porque fue arrastrado a esta boda,
con el tiempo conseguiré que me
ame.

—Fui arrastrado a esta boda –le


dijo Juan José a su amigo, muy
cerca de su cara, tomándolo de la
nuca—. Y te juro que haré que me
odie tanto, que será ella la que le
suplique a su padre por el divorcio.

—No se va a aburrir de mí, porque


no haré nada que lo aburra, no se
cansará de mí, porque no haré nada
que lo canse. Seré su amiga, su
amante, su esposa, y haré que se
enamore de mí.

—Seré su verdugo y su carcelero,


seré su martirio desde la noche
hasta la mañana. Estaré allí, pero
ella se sentirá sola. Dormiré a su
lado, pero no con ella.
—Y cada mañana, al amanecer, lo
primero que verá será mi sonrisa y
mi amor, el amor tan grande que
siento por él. El amor que nació en
mi pecho desde el día que lo
conocí, me meteré poco a poco y
tan profundamente dentro de él
hasta llegar a sus huesos. Porque
soy suya desde que lo conocí,
porque me marcó ese día que me
hizo su mujer. Mi amor alcanzará a
cubrirnos a los dos.
—Y haré que maldiga cada día de
su vida el día que me conoció. Haré
que le ruegue a Dios por la muerte,
como castigo por haberme
arrastrado a mi desgracia. Desde
hoy en adelante, ya no seré más ese
amante que ella conoció aquella
vez. Desde hoy, seré la peor
pesadilla de Ángela Riveros.

—Seré su refugio en tiempo de


tormenta, seré su abrigo en tiempo
de frío. Seré su paz en tiempo de
guerra. Seré el amor de la vida de
Juan José soler.

—Eso te lo juro.

Eloísa miró a Ángela con ojos


grandes, admirada. En un minuto,
había visto madurar a su amiga,
pasar de ser la niña asustadiza y
tímida, a la mujer aguerrida y
valiente que ahora era.

Mateo, en cambio, sentía dolor en


su corazón. Nunca había visto a
Juan José así. Ni cuando venía de
otra discusión con su padre, y luego
de la muerte de éste, con su
hermano. Ni cuando, delante de él,
su madre soltaba comentarios
hirientes acerca de su hijo. Ese Juan
José no le gustaba nada.
Sin embargo, ni Eloísa ni Mateo
pudieron hacer nada para evitar el
cambio que se produjo en sus
amigos delante de sus mismos ojos.
La guerra había empezado.
…7…
El campero de Orlando Riveros se
detuvo frente a una pequeña casa
pintada de amarillo en un barrio
residencial. García abrió la
portezuela para que Ángela saliera,
aún vestida de novia, y ella bajó
mirando aprehensivamente
alrededor. Seguidamente, pusieron
a su lado y en el suelo un par de
maletas que contenían todas sus
posesiones. Ángela se preguntó
quién se las habría empacado.
Esperaba que fuera Anita, y que se
hubiese acordado de sus libros.
La fiesta no había durado siquiera
hasta el mediodía. Los invitados se
habían ido todos dándole, en vez de
una felicitación, palabras de
consuelo, pues el novio no había
aparecido.
Fiel al pensamiento de Orlando que
dictaba que nada se regalaba, la
comida se había perdido.
Afortunadamente, las botellas de
vino no se habían descorchado, ni
el ron, y se habían podido devolver
algunas y guardar otras.
Ángela se había quedado sola, con
sus padres y Eloísa, en la finca que
habían utilizado para hacer la
recepción, mirando los decorados
de su fiesta de bodas arruinarse con
el paso de las horas y las rosas
ponerse mustias poco a poco.
Igual que ella.
A cada hora que pasaba sin que
Juan José apareciera, las
esperanzas de tener una vida de
casada normal habían muerto más y
más.
Cuando empezó a caer la noche, y
se hizo evidente que el novio no
aparecería, Orlando y Eugenia
decidieron que Ángela debía ser
llevada a su nuevo hogar: la casa de
su esposo.
Se detuvieron brevemente en la
casona, y Ángela temió que le
hicieran bajar y pasar la noche allí,
pero sólo había sido para recoger
el par de maletas que contenían
toda su ropa, sus zapatos y,
esperaba, sus novelas.
Miró a la puerta de madera de su
nuevo hogar. Estaba cerrada.
Alrededor, los vecinos la miraron
con curiosidad, pues no era nada
normal ver a una novia por allí, con
dos maletas y a la entrada de una
casa.
Ángela llamó a la puerta con un par
de golpes, pero nadie le contestó.
Miró a su padre, que permanecía en
el interior del campero, pidiendo
auxilio, misericordia, lo que fuera,
pero éste no le dirigió la mirada, ni
su madre, que estaba en los asientos
de atrás. Ambos permanecieron con
la vista al frente, ignorándola, como
si simplemente fuera una indigente
importunándolos por una moneda.
García la miró de arriba abajo, de
esa manera que detestaba ser
mirada, y se subió de nuevo al
campero, lo puso en marcha
alejándose y Ángela se quedó allí,
sola, con sus dos maletas, a la
entrada de la casa de su esposo.
Miró alrededor. La noche había
llegado, y ella tenía hambre y
estaba cansada. No tenía una llave
para entrar, ni un teléfono a dónde
llamar.
Volvió a golpear la puerta. Nada.
—Juan José –susurró para sí—, por
favor, por favor, por favor…
Resignada, se sentó en el escalón
de la entrada y acercó más las
maletas. Esperaba que nadie la
fuera a robar. Trinidad no era
peligrosa, hasta donde ella sabía,
pero allí ella estaba demasiado
expuesta.
Se recostó en la puerta de madera.
Además de hambre tenía sueño, y
quería quitarse ese vestido que la
obligaba a estar demasiado derecha
por el corsé tan apretado.
En derredor, la gente pasaba y la
miraba. A veces disimulaban una
sonrisa, a veces parecían sentir
compasión. Seguro que era todo un
espectáculo, allí sentada con su
faldón blanco y su velo de novia
echado hacia atrás.
No miró a nadie directamente. No
era muy romántico que una novia
estuviera al pie de la puerta de su
esposo, pero era lo que le había
tocado. Ya se había imaginado que
su camino hacia el corazón de Juan
José Soler iba a ser largo y difícil,
pero nunca se imaginó que ella
tendría que sufrir ese tipo de
humillaciones. Al parecer, éstas
sólo habían empezado.
No vayas a llorar, se dijo, nada de
lágrimas. Pero pasaron las horas y
ella permanecía allí, sola, con
hambre, cansada, con frío… y a la
intemperie.

Juan José llegó justo a la media


noche, a pie y bastante ebrio. No
había parado de beber desde la
buena mañana, antes de su boda, ni
después. Había puesto todo de su
parte para perder la consciencia, y
lo había conseguido.
Luego de huir de la iglesia, cuando
el cura los había declarado marido
y mujer, había pretendido irse a
Bogotá, pero fue entonces que
recordó la amenaza de Orlando. No
estaba seguro que lo dejara estar si
se casaba y se largaba. El maldito
seguro esperaba que además
permaneciera en el pueblo al lado
de su hijita.
Mateo lo había devuelto a Trinidad
y él había pedido que lo dejaran
solo, preocupados y resignados, sus
amigos le hicieron caso. Mateo le
había lanzado mil advertencias y lo
había dejado en la plaza del pueblo,
y en cuanto el Jeep arrancó, se
metió en una cantina, aún vestido de
novio, y había pedido una botella
de Aguardiente para beberla solo y
en silencio.
El espectáculo que se encontró a la
entrada de su casa lo dejó sin
palabras, y sólo pudo reír.
Su flamante esposa estaba sentada
en un pequeño escalón, vestida de
novia y dormitando sobre su puerta.
—Esto es de antología –susurró.
Levantó un pie, apoyándose con una
mano en la pared para no perder el
equilibrio, y con él la tocó—. Hey,
tú… —la llamó— qué haces aquí?
Ángela abrió sus ojos, aturdida. Al
ver a Juan José se asustó y se puso
en pie, pero se enredó con los
faldones y cayó al suelo. Su blanco
vestido dejó de serlo en un instante.
Juan José soltó la carcajada.
—Qué mujer más cómica. Qué
haces aquí, ah?
Ángela se puso en pie con
dificultad, e intentó sacudirse la
tierra que se había adherido a la
tela blanca. Intentó mirarlo a los
ojos, pero él no levantaba la cara.
—Soy tu esposa ahora –contestó,
con voz severa—. Los esposos
viven juntos—. La sonrisa de Juan
José se borró.
—Ah, cierto. Nos casamos esta
mañana.
—Lo habías olvidado?
—Probablemente tengas que
recordármelo cada día de mi vida.
Nunca me sentiré casado contigo.
No se detuvo a mirar la reacción de
ella y metió una mano en el
bolsillo, tambaleándose, para sacar
una llave y abrir la puerta, pero
simplemente no atinaba a meterla en
el agujero.
—A ver! –exclamó Ángela,
impacientándose, y le quitó la llave
para abrir ella misma. Juan José
volvió a reír.
Ignorándola, entró a su casa y se
encaminó directo a su habitación,
quitándose en el camino la ropa y
los zapatos dejándolos en cualquier
lugar. Ángela se quedó de pie en el
umbral. Adiós fantasía de entrar en
brazos del novio a la habitación. La
había tenido antes, pero esta había
ido muriendo un poco cada vez más
después de la boda y con el paso de
las horas.
Respiró profundo intentando no
derrumbarse por nimiedades como
esa, y volvió a salir a la calle y
entró ambas maletas una después de
la otra, pues eran pesadas. Luego
las arrastró hasta la habitación,
donde había una cama doble y en la
que yacía Juan José semidesnudo,
de espaldas y atravesado, ocupando
toda la cama.
Ángela tragó saliva y se permitió
mirarlo por un momento. Él era tan
hermoso, tan bien formado, tan
completo… sus piernas eran largas
y de muy poco vello, y en su
espalda tenía un reguero de pecas
rubias que ella había querido besar
una vez… pero ahora no podría, a
pesar de tenerlo a sólo unos
centímetros.
Estaba a sólo un toque de sus
manos, pero a millones de años luz
de su corazón.
Abrió la maleta en el suelo, y aún a
oscuras, sacó ropa al azar para
cambiarse, y luego se metió en el
baño. Con mucha dificultad,
desabrochó cada pequeño botoncito
de su espalda hasta quedar libre, y
luego se puso la camiseta y la falda
que había conseguido sacar, y que
no combinaban mucho. Al día
siguiente, con la luz del día,
organizaría mejor su ropa, ahora,
tendría que arreglárselas como
pudiera.
Salió del baño y evitó mirar el
cuerpo de su esposo tendido en la
cama, y se encaminó a la cocina
para ver qué tenía Juan José para
comer. Encontró una caja con leche
a punto de vencer y cereales en una
alacena, así que se sirvió un tazón y
comió, sin sentarse a la mesa,
recostada al mesón.
Mientras masticaba, unas lágrimas
gruesas y pesadas cayeron por sus
mejillas hasta su mentón.
Tenía que ser fuerte, se dijo
regañándose a sí misma por llorar,
tenía que ser valiente, encarar la
vida que le había tocado con
actitud, con el mentón en alto…
pero las lágrimas no dejaban de
salir, y los sollozos prácticamente
le impedían tragar.
Se terminó el tazón de cereales y
lavó los utensilios, luego se lavó la
cara con la misma agua de la llave
de la cocina, y lloró.
No, no podía ser fuerte ni valiente
cuando se sentía tan sola y
abandonada, más sola y más
abandonada de lo que se había
sentido jamás en la vida; no podía
ser fuerte cuando la única persona
que podía salvarla del infierno que
estaba viviendo lo que hacía era
hundirla más.

Juan José despertó con un terrible


dolor de cabeza. Miró hacia la
ventana y vio que el sol estaba ya
alto sobre el cielo, y en su reloj vio
que era cerca del mediodía.
Desorientado, se sentó y miró en
derredor. Había algo extraño allí.
Algo flotaba en el ambiente, algo a
lo que no estaba acostumbrado…
era un aroma? Un sonido? No
alcanzaba a dilucidarlo.
Se puso en pie lentamente y caminó
a la pequeña sala de su casa. Todo
parecía normal. Pero entonces
escuchó.
Había intrusos en su casa.
Mierda, y él con ese dolor de
cabeza no iba a poder hacer gran
cosa, si se habían metido ladrones
en su casa, él sería una víctima más,
pues el dolor de cabeza apenas si lo
dejaba pensar coherentemente.
Pero lo que escuchó entonces lo
dejó pasmado. Era una mujer
cantando.
Era una vieja canción que hablaba
acerca de eclipses y de amor, una
locura acerca de historias felices y
cuentos de horror…
La voz era suave y afinada. Él no
sabía la gran cosa acerca de
registros y tonos de voz, pero tenía
oído, y esta voz, bien cultivada,
sería digna de escuchar… Se había
colado un ángel en su casa?
Se asomó, y vio al ángel. Una
mujer de cabellos negros y faldas
largas trasteaba en su jardín trasero.
Ángela. Su demonio particular.
Qué hacía allí? Entonces recordó:
se había casado con ella el día
anterior.
El dolor de cabeza se agudizó.
—Ah, lo siento, te desperté –dijo
ella al verlo, en voz baja, como si
supiera de la tortura que era el
ruido para él. —Te prepararé
café…
—No quiero nada.
—Pero necesitas comer algo.
—Lo que necesito es que te
desaparezcas de mi vista, así de
pronto puedo volver a ser feliz.
Ella lo miró en silencio, y ni
siquiera hizo un puchero
amenazando con echarse a llorar, ni
armar un berrinche, ni nada.
—Qué, te vas a quedar ahí?
—Vivo aquí. Soy tu esposa –
contestó ella sin variar el tono de su
voz, ni alterarse—. Los esposos
viven juntos.
—No siempre, princesa. Y en lo
que a mí concierne, tú no eres más
que una piedra en mi zapato. El
título de esposa no te lo has ganado.
—Ayer un cura nos declaró marido
y mujer. Eso para mí es suficiente.
—De veras? Como también lo es
abrirte de piernas ante el primer
desconocido para atrapar a un
esposo? –Por fin la había herido,
pues la expresión de ella cambió.
La vio tragar saliva y bajar la
mirada.
—Aquello…
—Aquello… —la interrumpió él—
fue mi peor error, el que pagaré con
creces durante el resto de mi vida –
se puso una mano sobre la sien,
pues el dolor de cabeza iba en
aumento. Entró de nuevo a la casa,
y cuando vio que ella lo seguía se
detuvo y la miró amenazante.
—Mira, bonita –le dijo—, dejemos
las cosas claras desde ya. Tú no
eres nadie para mí, lo que pasó en
el caracolí fue un error que no se
volverá a repetir. Si vas a vivir
aquí será bajo mis reglas; no eres
mi esposa, no quiero una esposa, no
te trataré ni te presentaré como tal;
no esperes siquiera que te sea fiel,
de hecho, tengo una novia a la que
amo mucho en Bogotá y que me
espera, e iré a verla todos los fines
de semana así llueve, truene o
relampaguee, me oíste? –ella lo
miraba con ojos llenos de sorpresa,
intentó decir algo, pero otra vez se
lo impidió—. No quiero que me
cocines, ni me laves, ni que cantes
por la mañana, no necesito un ama
de casa; no me preguntes a dónde
voy si salgo, ni de dónde vengo si
llego. Resumiendo: no me jodas
más la vida. Estamos?
Ella tenía la respiración agitada,
parpadeó un poco y con voz suave
le preguntó.
—Entonces… por qué te casaste
conmigo?
—Ah, te lo diré con mucho gusto:
porque tu divino padre me
encañonó, me puso un arma en la
sien, así, literalmente, y no
bastándole eso, luego amenazó con
matar a mi familia si me negaba.
Ángela estaba sorprendida, se lo
podía ver en su expresión.
—Ah, no te crees que tu hermoso
papacito es capaz de eso? Pues tu
progenitor es un monstruo, querida.
Estaba dispuesto a hacerme matar
con tal de no casarme contigo, pero
como verás, no puedo permitir que
mi madre y mi hermano sufran una
muerte violenta por mis errores.
Ángela se mordió los labios
mientras jugueteaba con las puntas
de su cabello.
—Yo…
—No, no digas que lo sientes, por
favor, no empeores la imagen que
tengo de ti. Y tampoco me digas que
tu padre es incapaz y yo no sé qué
más cuentos. Es capaz y lo hizo.
Ángela cerró con fuerza sus ojos, su
padre había resultado ser peor de lo
que había imaginado. Le creía
cuando le decía que lo había
encañonado, pues si había estado a
punto de matar a golpes a su propia
hija, qué no podía hacerle a un
extraño?
Daba escalofríos sólo pensarlo.
No fue capaz de mirarlo a los ojos,
de pura vergüenza. Además, su peor
temor había terminado siendo
cierto: él no quería para nada ser su
esposo, él nunca se había ofrecido a
darle su apellido ni su protección,
al contrario, estaba deseando
desembarazarse de ella lo más
pronto posible.
Pero aquello no era una opción.
Ella no podía, y sobre todo, no
quería volver a su casa. Si tenía que
elegir entre el infierno de vivir con
un hombre que la odiaba y el
infierno de vivir bajo el mismo
techo que sus padres, elegía al
primero. Aquí, por lo menos, sería
un uno a uno.
Alzó la mirada y vio que él la
miraba fijamente, con los ojos
enrojecidos por la resaca, el
cabello alborotado y sólo en unos
boxers que no dejaban mucho a la
imaginación. Dios, qué guapo era,
qué guapo y qué cruel. Tomando
aire, preguntó:
—Si tienes una novia a la que amas
tanto, entonces… por qué… por qué
tú…
—Por qué me acosté contigo? –Juan
José se echó a reír y se acercó a
ella y con voz cínica le dijo—:
Porque eso hacemos los hombres,
cariño. Vemos a una mujer bonita y
enseguida queremos meternos entre
sus piernas. –Al ver su expresión,
alzó sus cejas— Ah, no lo sabías?
Entonces tu virginidad no fue
fingida?
—Claro que no!
—Entonces te creíste que estaba
contigo porque te amaba y eras
especial y toda esa mierda?
—No tienes que hablarme así! –le
reprochó ella.
—Ah, esa es otra regla que me
faltaba: en mi casa yo hablo como
se me dé la gana.
—Pero…
—Y… —gritó interrumpiéndola y
levantando una mano, aunque luego
le costó una fuerte punzada en su ya
adolorida cabeza, y no pudo ver el
gesto defensivo de ella, pues había
creído que la golpearía— nada de
lloriqueos –siguió él sin mirarla—.
Detesto a las mujeres lloronas.
Se giró dando media vuelta y la
dejó sola en la cocina. Ángela lo
miró alejarse con un nudo en la
garganta y respirando profundo para
así deshacerlo.
Lo que se había propuesto el día
anterior, amarlo tanto hasta hacer
que él la amara a ella, lo veía
imposible ahora. Su padre se había
encargado de arruinarle toda
posibilidad de ser feliz.
Él había preferido morir a casarse
con ella, cuán humillante podía ser
eso?
No sólo no la amaba, sino que era
menos que nada para él, una más en
su lista de conquistas, una
pueblerina fácil de embaucar con la
que había planeado simplemente
pasar un buen rato, y ella, estúpida,
hasta había imaginado el resto de su
vida al lado suyo.
Ella había creído que era especial
para él, que lo del caracolí había
sido cierto, real para los dos. Al
parecer, había sido una tonta ilusa.
Tenía novia. Una novia a la que
supuestamente amaba mucho.
Lo dudaba, pues si hubiese sido así,
no le habría sido infiel.
Debía ser que era un hombre como
todos, incapaz de amar, y de ser
fiel…
Y ella estaba casada con él.
Qué iba a hacer ahora?
Si seguía sus reglas, sería menos
que nada en su casa, y en su vida…
pero ya no estaba muy segura de
querer ser algo para él.
Caminó hacia la puerta de entrada y
la abrió de golpe, deseando huir,
pero cuando miró a la calle se
detuvo. A dónde? A dónde iría? En
casa de Eloísa no podría, sería un
estorbo, una arrimada; a casa de sus
padres, ni muerta! No tenía un solo
peso consigo, no tenía ninguna
posesión que pudiese vender y con
ese dinero sostenerse siquiera por
un par de días. Estaba totalmente
sola en el mundo y a merced de su
esposo.
De pronto sintió que el aire le
faltaba, exactamente como en el día
de su boda. No quería desmayarse,
así que se concentró en respirar
profundo y pausadamente, hasta que
el malestar pasó. Ahora, para
completar, se había enfermado?
Cuando al fin su respiración y los
latidos de su corazón se
normalizaron, trató de ponerlo todo
en perspectiva. No podía ir a
ningún lugar, eso ya lo tenía claro,
pero Juan José no la había echado
de su casa, así que por el momento,
tenía un techo donde vivir. Ahora
tenía que resolver lo de la
alimentación. Qué iba a comer? En
la nevera sólo había un poco de
queso y mantequilla, un par de
huevos y agua; y no creía que ahora
su esposo fuera a surtirla para los
dos. Y si la surtía, qué haría, de
todos modos? No sabía cocinar!
El aire le volvió a faltar.
Cálmate, se dijo a sí misma. Se dio
cuenta de que esos ataques le daban
cuando entraba en pánico.
Ataques de pánico. Ahora sí estaba
lista para la foto.
Cerró la puerta y se recostó a ella
desde el lado dentro. Tenía que
hacer algo. Tenía que resolver su
situación pronto.

Juan José salió de su habitación


cuando sintió la puerta de entrada
cerrarse pensando en que luego de
su lectura de reglas improvisadas
ella había resuelto volver a la casa
de su papaíto. Cuando la vio
recostada a la puerta, con la cabeza
apoyada en la madera y sus
hombros subir y bajar, frunció el
ceño. Qué le estaba pasando? Se
quedó allí todo un minuto
esperando que reaccionara o algo,
pero ella sólo permaneció allí, en
silencio, respirando hondo y sin
decir nada.
Estaba sorprendido. Realmente
había esperado un show lleno de
lágrimas y reclamos, pero ella
estaba aguantándolo todo
demasiado bien.
Eso no le gustaba. Cuándo lo iba a
dejar en paz? Cuánto tiempo tenía
que pasar hasta que ella se cansara,
se diera por vencida y regresara a
su castillo de cuento de hadas?
Se internó de nuevo en su
habitación y caminó al baño.
Planeaba almorzar donde siempre y
luego irse a la oficina. Le harían
bromas por ir a trabajar cuando
debía estar en plena luna de miel,
pero no le importaba. Que creyeran
lo que quisieran. No soportaba
estar ni un minuto más bajo el
mismo techo que ella.
…8…
—Y así se prepara el arroz –
terminó diciendo Matilde, mirando
a su aprendiz con una sonrisa.
Ángela aplaudió feliz con su
creación: un arroz blanco,
sorprendentemente comestible y con
buen aspecto.
—Muchas gracias, Mati.
—De nada, niña. Ahora ya podrá
cocinarle a su esposo aunque sea
arroz blanco.
Ángela no lo negó, pues decir otra
cosa sería avergonzarse a sí misma.
No podía decirle que para poder
comprar aquella libra de arroz,
había tenido que escarbar en los
bolsillos de su esposo hasta reunir
unas pocas monedas.
Era obvio que allí sucedía algo
extraño, pues en la nevera no había
nada, ni en las alacenas, pero
Matilde había sido muy discreta, y
cuando Ángela le pidió que le
enseñara a cocinar, no se había
negado.
Matilde había llegado para, como
siempre, poner en orden la casa, y
se había encontrado con que ahora
había una nueva inquilina. Cuando
la pudo ver mejor, Matilde
reconoció en ella a la mujer del
dibujo de Juan José.
Como toda recién casada, esta era
una inexperta, pero al menos estaba
dispuesta a aprender, así que con
mucho gusto había accedido a
enseñarle los rudimentos de la
cocina.
—Sabía que terminarían juntos –le
dijo mientras limpiaba los trastos
que habían usado para preparar el
arroz. Ángela la miró confundida—.
Usted y el señor Juan José. Sabía
que acabarían juntos.
—Por qué?
—Porque él estaba preguntando por
usted. Incluso hizo un dibujo suyo.
Idéntica. Pero yo nunca la había
visto de cerca. Sabía que Orlando
Riveros tenía una hija, pero no
sabía cómo era, ni nada…
—Juan José hizo un dibujo de mí? –
preguntó ella, aturdida.
—Sí. No se lo ha enseñado? Dígale
que se lo muestre. Realmente su
esposo dibuja muy bien. Eso me
hace pensar que lo que andan
diciendo no es cierto.
—Qué andan diciendo? –se atrevió
a preguntar, aunque se imaginaba
muy bien qué era. En un pueblo tan
pequeño como Trinidad, un chisme
así no podía pasar por alto sin
dársele su merecido bombo.
—Que los casaron a la fuerza –
contestó Matilde, y Ángela bajó la
mirada hasta el arroz que había
preparado con su ayuda—. Pero yo
no lo creo. Él parecía desesperado
por encontrarla.
“Sabes lo loco que me volví
preguntando por ti? Pero nadie
parecía conocerte!”
Él había dicho esas palabras la vez
que se encontraron en aquella
fiesta, y ahora Matilde se lo
confirmaba. De verdad él había
estado preguntando por ella…
Pero, por qué?
No creía que Juan José de verdad
hubiese quedado “hechizado con su
belleza”, no era para tanto!
Entonces, por qué la preguntaba?

Matilde se fue y Ángela se quedó


con su plato de arroz solo en las
manos. Masticaba lentamente
dándole vueltas a la nueva
información. Tan bien dibujaba
Juan José que Matilde había
conseguido reconocerla al verla?
Por qué él la había dibujado? Para
qué?
Cuando terminó de comer, empezó
a buscar por toda la casa. Juan José
tenía muy pocos libros, pero miró
entre ellos, buscando. Luego vio en
un rincón de la única habitación
unos tubos que debían contener
papeles. Con cautela, los destapó y
miró. Eran planos, líneas y números
sin sentido para ella. Debían ser
cosas de su trabajo. Sonrió.
Aquello parecía muy interesante,
cosas que sólo una mente inteligente
podía crear. Volvió a guardarlo
todo en su lugar y miró entonces
entre su ropa.
Había apenas unas cinco camisas y
un par de pantalones. Nada de
trajes, ni corbatas, y sólo dos pares
de zapatos en el fondo. No creía
que aquella fuera la única ropa que
él tenía, debía estar toda en su casa
en Bogotá… o en la casa de su
novia, pensó con rencor.
Al fin encontró unas carpetas con
documentos, y entre ellos, el dibujo.
Era un retrato suyo hecho en
carboncillo en una hoja tamaño
carta, y Matilde tenía razón, era
idéntico a ella.
Pero no era ella. No podía ser ella.
La del dibujo era un ángel, alguien
feliz, con una mirada radiante, el
cabello ondeando en el viento, y
una sonrisa de felicidad tan
contagiosa que hasta ella sonrió.
Así la había visto Juan José la
primera vez? Acaso él la había
visto tan hermosa que quiso
dibujarla?
Si preguntaba por ella mostrando un
dibujo, era que no tenía su nombre,
entonces aquello fue cuando ella se
presentó como Pepita Pérez,
engañándolo.
Abrazó el dibujo, emocionada. En
el fondo, muy en el fondo, Juan José
había sentido algo por ella. Aunque
fuera sólo un chispazo, éste le había
durado lo suficiente como para
dibujarla luego.
Había una esperanza entonces? Una
muy pequeña aunque fuera?
Miró de nuevo el dibujo. Los ojos
de la mujer retratada eran
preciosos, traviesos, la sonrisa era
juguetona, llena de secretos.
Tendría que hacer lo posible para
recordarle a la mujer del dibujo,
tendría que intentar volver a
encender esa chispa y asegurarse
esta vez de encender una hoguera,
una que durara para toda la vida.
Pero, cómo?
—No importa, Ángela —se dijo—,
si lo conquistaste una vez, podrás
volver a hacerlo.
Y además, ahora tenía una ventaja:
ella era su esposa.

Juan José metió la llave en la


cerradura con lentitud. No quería
entrar, no quería, no quería, no
quería.
No quería ver a esa mujer, no
quería tener que cruzar palabras
con ella, ni tropezársela… Pero no
podía escapar. Debía llegar a casa
y dormir, pues al día siguiente
tendría que ir a trabajar. ¡Cuánto
daría por poder irse a Bogotá!
Abrió la puerta y entró. La sala
estaba desierta.
Se quedó allí de pie, en el umbral.
¿Se había ido? ¿Había recogido sus
cosas y se había largado?
Avanzó silenciosamente. Nada. Las
maletas que habían estado en medio
de la sala antes de irse, ya no
estaban.
¡Aleluya! Ella se había ido!
Pero entonces la puerta que daba al
patio trasero se abrió y apareció
ella, envuelta en una toalla que a
duras penas le cubría las piernas, y
dejaba muy al descubierto la curva
superior de sus senos.
Entraba a la casa desde el jardín
anudándose una toalla en la cabeza,
y cuando la alzó y lo vio, se mostró
sorprendida.
—Ah… Perdona, no te sentí llegar.
Él la miró de arriba abajo,
recordando, muy a su pesar, lo que
había debajo de la toalla.
Empuñó sus manos, pues estas
habían empezado a cosquillearle.
—Tienes por costumbre pasearte
por la casa en paños menores?
—Creí que estaba sola. Utilicé tu
champú. Te molesta?
Él dio media vuelta dirigiéndose a
la habitación.
—Hay un baño –farfulló—, uno
dentro de la casa, qué estabas
haciendo en el jardín trasero?
—Bueno… me estaba aplicando
una…
—Para qué pregunto? –le
interrumpió— Acaso me interesa?
Sólo te ruego que no andes por allí
en toalla y... Oh, mierda! –exclamó
dándole la espalda. La toalla, que
muy precariamente se sostenía en el
busto, se había caído.
Ángela lanzó una pequeña
exclamación y volvió a ajustársela,
ocultando una sonrisa cuando vio
que él no se daba la vuelta ni aun
cuando ya estaba otra vez decente.
No había planeado atacarlo de
aquella manera. La verdad sea
dicha, ni siquiera había podido
pensar en cómo abordarlo, pero sus
reacciones le estaban dando muchas
ideas.
—Ya… ya estoy cubierta.
Él se giró lentamente. Ángela se
había desatado la toalla que tenía
en la cabeza y se peinaba los
cabellos con los dedos, como si
nada. Abrió grande los ojos cuando
la vio dirigirse a la habitación,
abrir su guardarropa y buscar
dentro.
—Metiste tu ropa entre mis cosas?
—Dónde más la iba a guardar?
—Ese es MI guardarropa.
—Pues es el único que hay en la
casa. No voy a dejar mi ropa en las
maletas, vivo aquí, no soy sólo tu
inquilina.
Él la miró apretando los dientes.
—Hiciste alguna otra cosa en mi
ausencia?
—Aprendí a cocinar –contestó ella
con una sonrisa radiante, y Juan
José no pudo evitar sentir un tirón
en la ingle.
—Vaya, felicitaciones.
—Nah, no lo hice para ti. Dijiste
que no querías que te cocinara –con
suma tranquilidad, Ángela sacó de
un cajón unas pequeñas bragas con
estampado de fresitas, y un sostén a
juego. Juan José cerró fuerte sus
ojos y salió de la habitación. Esa
mujer lo iba a enloquecer.
Vestida apenas con su ropa interior,
Ángela se sentó en la cama. Con la
respiración agitada y el corazón
acelerado.
Tendría que ir despacio. Él tenía
reacciones inesperadas cuando veía
su cuerpo, pero dudaba que ir por
la casa desnuda fuera a ayudarla en
algo. Pero, qué podía hacer? Lo
único que ella sabía de los hombres
era que les gustaba tener sexo con
las mujeres indiscriminadamente…
y eso lo había aprendido de él.
Buscó una blusa y una falda y se la
puso, tardó mucho más secándose el
cabello, y cuando estuvo lista,
salió.

Él miraba sus planos sobre la


pequeña mesa del comedor. La
miró por el rabillo del ojo, y
cuando vio que estaba bien
cubierta, se relajó.
—Regla número… no sé cuál: No
andes por la casa desnuda.
—No te preocupes. Tampoco es
que quiera que me veas de nuevo la
piel.
Él volvió a mirarla. Ángela caminó
tranquilamente hasta la cocina y se
sirvió un plato con algo. Cuando
pasó cerca, miró. Era arroz solo.
Frunció el ceño.
—Comerás sólo eso? –preguntó, y
luego quiso morderse la lengua.
—Es todo lo que hay –contestó ella.
Miró hacia la cocina. Era verdad,
él, como no comía en casa, no tenía
víveres de ningún tipo.
No, no debía preocuparse por ella,
ni por lo que comiera. La idea era
aburrirla, hacerle la vida
imposible, hasta que se fuera. Es
más, era muy probable que todo se
tratara de una treta para ablandarlo,
no creía que sus papitos permitieran
que la princesa se alimentara mal.
La miró de nuevo. Ella comía
tranquilamente su arroz solo.
A ver cuánto le iba a durar la
paciencia, a ver cuál de los dos se
cansaría primero.
Recogió los planos y volvió a
meterlos en los tubos, dando por
terminado su día laboral. Se
encaminó a la habitación, se
desnudó y se metió a la ducha para
refrescarse. Luego, tal como salió,
se tiró a la cama.
En Trinidad, a causa de las altas
temperaturas, era una tortura usar
pijama, así que se limitaba a
secarse con una toalla y tenderse
sobre las mantas.
Estaba cansado. Había sido un día
largo, a pesar de que se había
levantado casi al medio día, y
todavía le dolía un poco la cabeza.
Había trabajado duro y hasta tarde,
con tal de no pensar, pero su
situación volvía a él como una
campana resonante. La traición a
Valentina, la amenaza sobre su
familia, el haber tenido que ceder
ante el matrimonio.
Ella.
Se puso el antebrazo sobre los ojos
intentando sacarla de su mente, pero
fue inútil.
Las ideas e imágenes acerca de ella
se peleaban en su mente, tan
contradictorias. Primero estaba la
zorra embaucadora que había
conseguido atraparlo en un
matrimonio a la fuerza, y luego
estaba el ángel de cuerpo apetitoso
el cual quería volver a poseer.
Volver a poseer? Es que estaba
loco? Estaba pensando con el pene
acaso?
Sí, uno que en ese momento estaba
apuntando al techo.
Mierda.
Deja la mente en blanco, se dijo.
Ha funcionado antes.
Pero no funcionó en esta ocasión.
Su cuerpo y sus instintos lo
traicionaban, no entendían que esa
mujer era su peor enemiga, sólo
quería hundirse de nuevo en ese
cuerpo.
Lanzó un gemido. Demasiadas
imágenes en su cabeza, y ahora
estaba la de la toalla. Ahora tenía
una toalla, ahora no. Ahora sí,
ahora no.
—Te sientes bien? –escuchó decir
muy cerca, y casi se cae de la cama
del salto que dio.
—Qué haces aquí? –preguntó casi
en un grito, de pie frente a ella, que
permanecía al otro lado de la cama.
Ángela se sentó en el otro extremo
con mucha parsimonia, metió una
mano debajo de su blusa y
desabrochó su sostén.
—Acomodarme para dormir.
—Aquí?
—Dónde si no?
—No sé… —exclamó en un tono de
voz bastante agudo— en otro
lugar… dónde dormiste anoche?
—En el sofá. Y no pienso ir allá.
Tendrás que alzarme y llevarme a
la fuerza si quieres sacarme de aquí
—.
Y tener que tocarla? No!
—Está bien. Yo dormiré en el sofá.
—Te advierto que es pequeño e
incómodo. No vas a trabajar
mañana?
—Maldita sea! No quiero compartir
una cama contigo!
—No te preocupes. No te voy a
saltar encima a media noche, ni te
voy a violar. Aunque mi
experiencia me dice que cualquier
cosa que te haga sería de todo,
menos una violación –agregó ella,
dirigiendo su mirada al miembro
erecto, que muy alegremente
apuntaba hacia ella.
Juan José se puso ambas manos
para cubrirse.
—No quiero dormir contigo…
Pasmado, vio cómo ella
simplemente lo ignoraba y se
acostaba de medio lado, dándole la
espalda.
En todos sus años... jamás… jamás
mujer alguna había ignorado una
erección suya. Y esta culicagada…
Se detuvo en sus pensamientos. Al
fin qué? Lo alegraba o lo molestaba
que lo ignorara?
Desnudo como estaba, se dirigió a
la sala y se tiró en el sofá. Joder,
era incómodo.
Volvió a la habitación y tomó una
almohada, y volvió a tirarse
intentando encontrar una posición.
Nada.
No iba a volver a la cama. No.
Pero ella tenía razón. Debía
descansar para al día siguiente
poder rendir en su trabajo, y hoy
más que nunca debía meterse prisa,
pues quería irse de ese pueblo en
cuanto le fuera posible.
Resignado, tomó su almohada y
volvió a la habitación. Se acostó
con cuidado, no queriendo llamar
su atención, e intentó dormir.
Al fin, luego de varios minutos
quieto, y resolviendo las
ecuaciones matemáticas más
complicadas que se le pudieron
ocurrir, su mente y su cuerpo se
fueron adormeciendo.
Si así iban a ser todas sus noches,
iba a terminar muy, pero que muy
mal.

Ángela permaneció quieta en su


lado de la cama.
Estaba pasando una noche de
perros, pero al menos estaba en una
cama, bajo una manta y con la
cabeza sobre una almohada, no
como la noche anterior, que tuvo
que dormir en el pequeño sofá.
Se movió lentamente, intentando no
despertar a Juan José, que yacía
desnudo a su lado. Ni siquiera por
consideración a ella, había buscado
ropa interior que ponerse. Cuán
diferente era este Juan José del que
ella conoció al principio. Ahora se
portaba como si quisiera herirla
adrede.
No podía dejarse amilanar, aunque
le dolían todos sus rechazos, tenía
que ser fuerte.
El Juan José enamorado que ella
había conocido valía la pena el
sufrimiento de ahora, y ella estaba
segura de que volvería.
Quería otra vez sus sonrisas y sus
palabras agradables, quería el
amante tierno que le hizo el amor a
la sombra del caracolí.
Se levantó un poco y lo miró. Las
luces de la calle se colaban por las
cortinas, y en la penumbra pudo
mirar el cuerpo desnudo de su
esposo. Él permanecía con un
antebrazo sobre sus ojos y ella se
preguntó cómo era capaz de dormir
así.
Bajó la mirada por su pecho,
musculoso y amplio; luego su
abdomen tan plano… y más
abajo…
—Qué es esto? –preguntó sonriendo
y en voz baja, hablándole al
miembro que yacía relajado frente a
sus ojos –No eres como te
recordaba. Así eres cuando él está
dormido?
Los dedos le picaban por tocarlo,
pero temía que él se fuera a
despertar.
—Eres muy curioso. Pero bastante
hermoso, aun así –suspiró y se
acomodó mejor para hablarle a su
nuevo amigo—. Tu dueño es un
patán, sabes? Ya no me quiere.
Pero tú pareces pensar diferente.
Qué nombre te pondré? –se puso un
dedo en los labios pensando—.
Estoy segura que él te pondría un
nombre así como “El martillo de
Thor”, o “Excalibur”, o algo así,
pero yo te pondré Pepito –sonrió
ante su propia ocurrencia—. Muy
acorde con tu dueño y conmigo.
“Pepito” dio un respingo ante sus
ojos, y en los labios de Ángela se
formó un Oh.
—Eso quiere decir que apruebas el
nombre. No se diga más. Pepito te
quedas.
Se inclinó a él, y furtivamente miró
a Juan José, que seguía dormido,
ignorante de todo. Acercó sus
labios al miembro masculino y
depositó sobre su base un beso. No
tenía ni idea de por qué hacía todo
eso, si era normal o si era
simplemente el producto de las
semanas tan espantosas que había
vivido, pero le pareció que fue lo
más normal del mundo inclinarse a
él y besarlo, y luego, aunque su
cuerpo vibraba, se recostó de nuevo
a la almohada para intentar dormir.
Iba a conquistar a Juan José. No
importaba lo difícil que él se lo
pusiera.
…9…
Juan José apoyó la cabeza sobre su
mano. Bostezó de nuevo y miró los
papeles que tenía frente a sí, sin
ver, realmente.
Había despertado casi en la
madrugada, con una erección
mañanera que no había tenido desde
su adolescencia, y para completar,
con el cuerpo cálido de ese
pequeño demonio con nombre
engañoso a su lado, de manera
demasiado provocativa.
Dolía, y la ducha fría no había
hecho nada por aplacarle, así que
había salido a trotar, pero había
recorrido tres veces el pueblito y
nada. Regresó cansado a casa para
encontrarse a Ángela preparando
café con una pijama tan pequeña
que el dolor en sus pantalones se
acrecentó.
Qué le estaba pasando? Nunca,
nunca, nunca su cuerpo se había
comportado así. Estaba embrujado,
acaso?
Pero ella ni siquiera le había
dirigido la mirada, así que dudaba
que fuera eso. Se había vuelto a
duchar, e ignorándola lo más que
pudo, salió de casa para ir a
trabajar.
Ahora estaba en su oficina, mirando
papeles, con su portátil encendido e
ignorado, quedándose dormido. Iba
a morir si seguía así.
—Vaya, cómo te rinde el trabajo,
hombre! –Exclamó Mateo, entrando
en la oficina y tomándolo por
sorpresa. Detrás de él entraron
Fabián y Miguel.
Juan José se enderezó en su silla y
miró al trío que entraba, vestidos
informalmente como siempre,
rezumando dinero y juventud.
Él en cambio, se sentía pobre,
miserable y anciano…
—Hola, chicos… no los esperaba
por aquí.
—Cuánto entusiasmo en ese saludo
–se quejó Fabián, apoyando ambas
manos en su estrecha cintura. Mateo
dio la vuelta al escritorio y apoyó
una mano en el hombro de Juan
José.
—Bueno, verás, estábamos
preocupados por ti. No nos has
llamado y…
—Ya. Sigo vivo, ya ven.
—Qué tal van las cosas con la
chica –preguntó Fabián tomando
asiento en una de las sillas que
estaban frente a su escritorio. No
había sofás cómodos en los que
sentar a los visitantes, sólo un par
de sillas y la suya propia.
—Cómo quieres que me vayan.
Mal. Horrible. Peor de lo que
esperé.
—Vaya mierda. Discuten mucho?
—No, hasta ahora no.
—Es llorona?
—No.
—Te pide dinero, cosas
imposibles, o se niega a tener sexo
contigo? –Juan José frunció el ceño.
—No.
—Es la mujer perfecta! –gritó
Fabián, y Mateo se echó a reír.
—Sí, claro. Como no estás en mi
situación…
—Venga, qué es lo que va mal
entonces?
—Que no la quiero! Que estoy
casado con ella por una treta suya.
Te parece poco?
—Has hablado con ella del tema? –
preguntó Miguel, rompiendo su
silencio. Juan José torció la mirada
—. Puede que tenga una explicación
a todo lo que sucedió, no?
—Tú siempre poniéndote de parte
de cualquier persona que no sea yo,
no es así, Miguel?
—Te niegas a hablar
razonablemente del tema con
nosotros –insistió Miguel—. Sólo
digo que ella podría contarte su
versión.
—No necesito que me cuente su
versión; la conozco: quería un
marido y lo atrapó. Alguien joven y
de ciudad, alguien que la sacara de
aquí. Y yo fui el estúpido más a
mano!
—Si ese era su plan, le salió el tiro
por la culata, pues estás atrapado
aquí junto con ella.
—Sí, gracias por recordármelo.
—De veras no has hablado con ella
de todo esto? –preguntó Mateo, con
tono preocupado—. Quizá ella te
pueda aclarar un poco las cosas, y
la vida entre ambos se haga más
llevadera.
—No quiero una vida llevadera.
Me prometí hacerle la vida
imposible y eso es lo que voy a
hacer.
—Pues no sé con qué fuerzas, chico
–observó Fabián—. Te ves como la
mierda. Dormiste anoche?
Juan José esquivó la mirada.
—Apenas.
—La tuviste ocupada toda la
noche? Así no se va a hartar de ti –
Mateo y Fabián rieron por lo bajo.
—No seas idiota, no fue eso. Ni
siquiera la he tocado.
—No? Te la cortaste acaso?
—Claro que no, idiota.
—Ah, entonces es por eso que estás
así –concluyó Fabián alzando sus
brazos y apoyándolos tras su nuca,
en un gesto relajado—. Necesitas
tener sexo con ella, chico. Hazlo
pronto.
—No quiero. No voy a traicionar a
Valentina.
—Más? ¿Te recuerdo que estás
casado con una mujer que no es
ella?
—No, gracias, ya me acuerdo yo
solito.
—Qué ironía –apuntó Mateo
sonriendo de medio lado—. Antes
lo hiciste sin ningún escrúpulo, y
quedaste encantado, según tú. Qué
fue lo que dijiste? Ya tengo novia
en Trinidad! Y ahora que estás
casado con ella y es perfectamente
legal y moral, no quieres tener sexo.
—Mateo…
—Ahora es diferente –insistió su
amigo, y Juan José quiso tirarle del
pelo negro y estamparle la cara
contra el escritorio—. Si te
acuestas con ella –insistió Mateo,
ignorando los pensamientos de su
amigo—, no estás traicionando a
nadie, porque ella es tu esposa,
pero si estás con otra, entonces eso
sí contaría como traición.
—Valentina es “la otra” ahora –
completó Fabián.
Juan José miró a ambos con el ceño
más fruncido aún.
—Quiénes son ustedes, mis amigos
o mis demonios particulares.
—Siempre hemos sido un poco de
ambos.
—Y a todas estas, qué se hizo
Miguel?
Miraron en derredor, pero no había
rastro de él.
—A lo mejor no soportó que
habláramos de la pobre chica en
estos términos y se fue.
—A veces no creo que sea un
hombre, de veras.
Juan José los ignoró e intentó
concentrarse de nuevo en su
trabajo, pero no era capaz. Aquello
de que era perfectamente legal y
moral acostarse con Ángela daba
vueltas en su cabeza.

Ángela había limpiado toda la casa,


los utensilios de la cocina, el piso
de la sala; había tendido la cama y
lavado las prendas sucias de Juan
José, a pesar de que él había dicho
muy claramente que no quería que
le lavara ni le planchara. Pero no
tenía nada qué hacer y se estaba
muriendo del aburrimiento.
Matilde sólo llegaba dos veces por
semana, y no había nadie más con
quién hablar.
Se sentó en el sofá mirando la
pared enfrente. La casa era tan
pequeña que sólo le tomaba un par
de minutos recorrerla, o menos,
pero ni eso le hacía añorar la casa
de sus padres, más grande y llena
de comodidades.
Un golpe en la puerta la distrajo de
sus pensamientos.
Quién podría ser? Juan José tenía
sus llaves, y Matilde no venía sino
en dos días. Pensando en que a lo
mejor Eloísa había averiguado su
dirección y había venido a verla,
abrió la puerta.
Pero no era Eloísa.
Un hombre de mediana estatura,
cabellos y ojos oscuros la miraba
desde el escalón de la puerta.
Nunca lo había visto, pero bueno,
ella no conocía demasiada gente, ni
siquiera a los mismos habitantes de
Trinidad.
—Ángela? –ella lo estudió. No era
guapo que rompiera corazones,
pero bueno, ella desde que había
conocido a Juan José tenía un
estándar de belleza masculina muy
alto. Este tenía el cabello castaño
oscuro cortado casi al ras, y los
ojos negros la miraban casi
inquisitivamente. Tenía una nariz
recta bastante bonita y labios finos.
—Lo conozco?
—No lo creo. Mi nombre es
Miguel, Miguel Ortiz. Soy un amigo
de Juan José.
Ella lo miró fijamente a los ojos
alzando una ceja, estudiándolo. Por
qué pensaba este hombre que
presentándose como un amigo de su
esposo ella sería amable?
—Lo siento, pero en este momento
estoy sola. Juan José está en su
oficina. Si quiere verlo…
—No, no vine por él. Vine a verte a
ti.
—A mí? Y por qué?
—Me dejas entrar, por favor? –
Ángela no le quitó la mirada de
encima, y entrecerrando sus ojos
contestó:
—No, qué pena. Estoy sola, ya le
dije.
—Ah, perdona, no quería sonar
impertinente, pero es que bueno, él
me dijo que las cosas entre ustedes
no marchaban muy bien y quise
venir para hablarte de él. Quería
que me escucharas.
Ángela miró hacia el interior de la
casa considerando dejarlo entrar,
pues le daba curiosidad saber qué
era aquello que tenía ese hombre
para decirle acerca de su esposo,
pero algo en su interior se revolvía,
y no sabía explicarse ni a sí misma
por qué. Dejándose llevar por su
instinto, contestó:
—Lo siento. Será otro día.
—Estás segura?
—Sí. Si Juan José te envió para
hablarme de él, dile que prefiero
que hablemos los dos, que para eso
vivimos juntos y no necesitamos
mensajeros. Adiós.
—Espera! –exclamó Miguel, pero
Ángela le cerró la puerta en las
narices.

Miguel bajó el escalón con el ceño


fruncido. No había esperado que
esta mujer le diera plantón, y que
prácticamente le tirara la puerta en
la cara. Había creído que sería más
del tipo confiado e ingenuo, pues su
comportamiento con Juan José en el
pasado así lo mostraba, pero al
parecer la chica no era tan tonta.
Sonrió complacido, pues recordó
perfectamente la vez que la
conoció, cuando Juan José estuvo a
punto de hacerla caer en aquella
acera y ella le había engañado
diciéndole que se llamaba Pepita.
Por qué no había sido él quien
tomara ese lado y tropezara con
ella? La habría conocido, y él sí
que la habría valorado, no como el
idiota de su amigo, que tenía a su
lado a la mujer más hermosa y lo
que planeaba era espantarla.
Respiró profundo y miró de nuevo
la puerta cerrada. Ya entendería
ella que él era de confiar, mucho
más que su esposo, y que con él
encontraría todo lo que en Juan José
no. Tendría que ser paciente y
esperar la oportunidad, pues si Juan
José seguía firme en su intención de
separarse, ella quedaría sola y
expuesta en el mundo.
No, sola no, se dijo. Él sería su
apoyo entonces.

Volvieron a tocar la puerta.


Pensando que era el insolente
amigo de Juan José, Ángela la abrió
sin muchas ceremonias, para quedar
luego sorprendida.
—Ana! –gritó, y abrazó a la mujer.
—Vine a verla, niña. Para saber
cómo está.
—Te envió mamá? –preguntó
esperanzada, pero el silencio de
Ana le dijo que había soñado
demasiado—. Pasa, pasa.
Ana entró en la pequeña casa. Traía
un paquete en las manos, y lo dejó
sobre la mesa del comedor.
—No sé cómo le está yendo, ni
cómo la está tratando el joven Juan
José, pero quise asegurarme, y le
traje esto.
Abrió el paquete, y en el interior
Ángela vio carne de res y de pollo,
preparado y listo para cocinar.
También traía frutas y leche. Pan,
mantequilla y café. Los ojos se le
llenaron de lágrimas.
—No me digas que todo esto te lo
robaste de la casa.
—No. Si llegara a faltar un solo
grano en la casa, su mamá me
correría.
—Entonces con qué dinero…
—Eso no importa ahora.
—Ana…
—Recíbamelo. Usted lo necesita
más.
Ángela miró de nuevo a la
muchacha.
Ella había sido, después de Eloísa,
lo más cercano a una amiga. La
había cubierto todas las veces que
había escapado para verse con
Eloísa, e incluso la había apoyado
en la cita fallida con Rodrigo.
Tenían casi la misma edad, pero
ella era mucho más valiente,
madura y arriesgada.
—Ana, te estás metiendo en
problemas por mí, lo sabes,
verdad?
—No sería la primera vez –Ángela
sonrió, y sin poder aguantarse más,
la abrazó.
—Si tuviera cómo pagarte el
sueldo, te pediría que vinieras a
trabajar para mí.
—Y si yo no necesitara mi sueldo,
me vendría a trabajar gratis.
Ángela rió entre lágrimas, que Ana
muy diligentemente secó.
—Vamos, niña, no se ponga así.
Usted es valiente y ha superado
peores situaciones.
—Lo sabes tú mejor que nadie.
—Sí, y es por eso que vine a verla,
porque me imaginé que no lo estaba
pasando muy bien. La trata bien el
joven Juan José?
—Tratarme? Ojalá me tratara –
contestó ella mirando al vacío—.
Me ignora totalmente, soy como
otro mueble de la casa.
—Pobre.
Ángela la miró de reojo.
—Cuando dices “pobre” a quién te
refieres? A él o a mí—. Ana se
echó a reír, mostrando sus blancos
dientes. Ángela cayó en cuenta de
que nunca la había mirado bien,
realmente; Ana era guapa, de tez
canela y cejas negras y arqueadas.
—Creo que lo digo por los dos.
Escuché que a él… Bueno, el señor
Orlando casi lo mata cuando se
enteró de lo que le había hecho a
usted.
—Que papá qué?
—Marta, la muchacha que le
entregó la nota al joven Juan José,
dice que lo vio muy golpeado ese
día, con la cara destrozada; y ese
mismo día a usted le anunciaron que
se casaba con él. No hay que ser
muy brillante…
—Oh, Dios, papá hizo eso?
—No estoy segura, son sólo
conjeturas.
Ángela la vio sacar la carne de res
y algunas otras cosas para
guardarlas en el refrigerador, y
luego ponerse a cocinar.
—Qué haces, Ana?
—Le preparo comida.
—No tienes que hacerlo, estaría
abusando…
—Está bien, déjeme hacerlo, y así
de paso usted aprende –viéndolo de
ese modo, sería una tonta si se
negaba. Tomó un cuchillo y se puso
a pelar patatas con mucho cuidado
de no cortarse.
—Estás en tu día libre, verdad?
—Sí, señora. Dejé los niños al
cuidado de Silvia y me vine –
contestó, refiriéndose a sus
hermanos pequeños.
—Silvia sólo tiene catorce años,
cómo se va a hacer cargo de los
niños? –Ana se echó a reír.
—Niña Ángela, cuando uno es
pobre, aprende a hacerse
responsable desde muy antes—.
Ángela la miró de reojo,
avergonzada.
—Tal vez yo debí madurar antes
también. No estaría pasando por
estas.
—A usted se le hizo imposible. No
sólo no la dejaron madurar, sino
que ni siquiera la dejaron vivir. Se
perdió tantas cosas…
Ángela vio tristemente cómo a Ana
le iba mejor cortando y picando
cosas que a ella.
—Parece que es demasiado tarde
para empezar.
—No, no lo es –dijo Ana—. Usted
es joven, sólo tiene diecinueve!
Tiene toda la vida por delante.
Ahora, si quiere estudiar puede
hacerlo, no lo ha pensado? Si
quiere salir, si quiere ir a la ciudad
de compras, así como hace su
amiga Eloísa. Puede ver la
televisión todo lo que quiera,
escuchar música a todo volumen,
usar esa cosa del internet… Todo
lo que quiera!
Ángela la miró con ojos grandes de
sorpresa. Nunca lo había visto de
ese modo, de algún modo, pensaba
que había salido de la cárcel de sus
padres para simplemente caer en la
cárcel de Juan José. Lo cual era
falso, pues él no le había dicho
nunca de no salir, ni de ver la tele,
o usar el equipo de audio.
En cierta manera, era libre.
—Tal vez me vuelva loca con tanta
libertad –dijo con una sonrisa
melancólica.
—Yo no lo creo. Usted es una niña
buena. Más que yo –y al decir esto
se echó a reír, y Ángela se preguntó
qué tipo de vida llevaba alguien
como Ana, que no sólo dependía de
sí misma, sino que además mantenía
a su familia con su trabajo.
—Te haré caso. Intentaré…
adaptarme a esta nueva vida. Qué
digo de intentar, lo haré. Y además,
haré que Juan José me vea hacerlo.
—Eso está perfecto.
Siguieron hablando hasta que la
comida estuvo hecha, y luego,
pasmada, Ángela la vio despedirse
con prisas y salir de nuevo de la
casa.
—Por qué no comes conmigo?
—Porque como le dije, dejé a los
niños con Silvia.
—Bueno, salúdalos de mi parte –le
pidió, intentando ocultar la tristeza
por quedarse a comer sola de
nuevo.
—Otro día vendré a verla. No se
afane, niña. Ya verá que todo le va
a salir bien.
—Por qué estás tan segura?
—Porque sé y entiendo que hay dos
tipos de personas en este mundo:
las personas malas que se valen de
su momento de poder y gloria, que
tarde o temprano acabará; y las
personas buenas a las que de pronto
les suceden muchas cosas malas,
pero que al final pasarán la prueba
de fuego.
—Personas buenas y malas. Estás
leyendo demasiado, Ana.
—Nah, no tengo tanto tiempo libre.
Es sólo lo que he visto en la vida.
—Sólo me llevas un año, cómo es
posible que hayas visto tanto?
Ana suspiró.
—Y sin embargo, lo he visto.
Se acercó para darle de nuevo un
abrazo y salió con prisas. Ángela la
vio alejarse por la calle con una
mano apoyada en el dintel de la
puerta.
Personas buenas y malas, se repitió.
En qué categoría debía incluir a
Juan José?
Tal vez él no era ni blanco ni negro,
sino alguien con muchas
tonalidades de gris. Ni ella misma
podía incluirse en una categoría.
Pensando en que quizá Ana tenía
una visión muy radical de la vida,
se sentó frente al plato de comida
que le habían preparado. Sabía muy
bien.
En su casa tenían una cocinera, una
señora mayor que no dejaba que
nadie se metiera a su cocina sin su
autorización, pero era de esperarse
que alguien como Ana supiera
cocinar casi tan bien como ella.
Miró en derredor los muebles, sus
nuevos amigos, sus compañeros de
mesa.
—Buen provecho –se dijo, y se
dispuso a comer.
—Dónde andabas? –le preguntó
Fabián a Miguel, cuando este llegó
al restaurante donde habían
quedado para comer.
—Por allí, conociendo Trinidad.
—Y eso te tomó tanto tiempo?
Miguel lo miró inexpresivo, y luego
dirigió la mirada a Juan José, que
comía sin demasiado entusiasmo.
No lo entendía, de veras que no
entendía a Juan José. Había sido un
privilegiado, pues no sólo era un
tipo atractivo y con buen porte,
tenía que admitirlo, sino que
además provenía de una buena
familia. Había gente que al
escuchar su apellido se deshacía en
halagos y atenciones, y sólo querían
complacerlo. Las mujeres se le
arrojaban encima por el simple
placer de divulgarlo después.
Sabía que no tenía tanto dinero
como aparentaba, pero aun así, era
alguien privilegiado. No como él,
que todo había tenido que
conseguirlo con duro trabajo.
Miró a Fabián y a Mateo. Los hijos
consentidos de dos grandes
empresarios y rivales entre sí, y que
sin embargo, se llevaban bien.
Tampoco tenían demasiadas
preocupaciones en la vida, y a
veces pensaban que eran muy
benevolentes por permitirles ser su
amigo a pesar de venir de otro
estrato social.
—Me tomé mi tiempo para pasear –
contestó.
Fabián sacudió su cabello castaño
rojizo sin prestarle demasiada
atención y dirigió su mirada a Juan
José, comiendo a desgana.
—Es cosa mía o tú has adelgazado.
—Muy probablemente –contestó
Mateo—. Si todos los días comes
con el mismo entusiasmo de ahora,
vas a quedar en los huesos.
Juan José permaneció en silencio.
—Juanjo –empezó Miguel,
utilizando el diminutivo que le
habían impuesto desde adolescente
—. Sigues empeñado en divorciarte
de la chica?
—Vas a empezar de nuevo con eso?
–protestó Fabián, pero Miguel
miraba fijamente a Juan José
esperando una respuesta.
—Sí. Por qué?
—Porque como abogado puedo
aconsejarte el camino a seguir.
—Aconséjame, pues.
—Ya consumaste el matrimonio? –
Juan José lo miró de reojo.
—No.
—Entonces permanece así. Si no se
consuma, podrás pedir la anulación
en vez del divorcio y todo será más
fácil.
—Yo veo una pega –comentó
Fabián—. Un par de jóvenes, sanos,
fuertes y sexualmente activos… que
no tengan sexo ni porque viven
juntos… te tildarán de homosexual,
amigo –dijo, palmeándole la
espalda a Juan José.
—No creo que Juanjo resista –
siguió Mateo—. La chica es bonita,
y una vez él ya estuvo con ella… lo
veo difícil.
Juan José miró a Miguel con ojos
entrecerrados.
—Entonces me quieres ayudar con
lo del divorcio? –le preguntó,
estirándose en su silla y cruzándose
de brazos.
—Y lo haré gratis.
—Vaya. No esperé eso de ti, pensé
que insistirías con eso de que le
hiciera la vida más fácil.
—No insistiré, te lo prometo. Por el
contrario, desde mi profesión,
podré ayudarte a hacer todo esto
más fácil.
—Pues muchas gracias, amigo.
Miguel llamó a la mesera del lugar
y pidió su plato, lo mismo que
habían pedido sus amigos, y
participó tranquilamente de la
conversación. No dejaba de mirar a
Juan José, quien ahora lucía más
animado y charlaba con un mejor
semblante. No lo entendía, de
veras; hacía sólo unos días se había
casado con una mujer hermosa y sin
embargo se comportaba como si lo
estuvieran torturando.
Había personas que simplemente no
valoraban lo que la vida les daba, y
estaban los que eran como él, los
que conseguían aquellas cosas con
esfuerzo y trabajo.
Quizá con Ángela iba a ser así.
Sonrió para sí. Por una mujer como
ella, estaba dispuesto a jugársela al
todo por el todo.
…10…
Ángela abrió la puerta principal de
la pequeña casa que ocupaba con
Juan José y miró la calle.
Por primera vez en su vida, iba a
salir sin que nadie la esperara en
casa y sin que nadie le hubiese
preguntar a dónde planeaba ir, con
quién iba a estar, y a qué horas
pensaba regresar. Por primera vez,
podía tardarse todo lo que quisiera.
Las manos le sudaban.
Tenía en un pequeño bolso tejido a
mano la copia de las llaves que le
había dado Matilde y el libro que le
había prestado Eloísa; ya se lo
había terminado.
Atravesó el umbral, y cuando
estuvo del otro lado, respiró
profundo. Ana tenía razón: ahora
era libre.
Dio unos pasos avanzando por la
calle y se sorprendió cuando una
vecina la saludó. Ella contestó el
saludo un poco nerviosa, agitando
su mano con una media sonrisa,
pero igual avanzó por la calle.
Tantos años en ese pueblo, y apenas
ahora lo estaba recorriendo
libremente.
Se encaminó hacia la casa de su
amiga sin dejar de pensar que igual
no tenía muchos sitios a donde ir,
pero eso no le iba a impedir salir a
explorar.
—Ángela!! –exclamó su amiga
cuando la vio en el vestíbulo de su
casa—. Dios santo! Estuve tan
preocupada por ti! He preguntado,
pero nadie me dio razón, y no sabía
si ir a verte, si te lo tenían
permitido y yo…
—Ya, ya –dijo Ángela deteniendo
el torrente de palabras de su amiga.
Se sorprendió cuando Eloísa la
abrazó fuertemente y la sintió llorar
—. Estoy bien—. Le dijo, pero no
pudo evitar llorar ella también.
—Tu padre es un maldito! –gritó—.
Perdóname, porque es tu padre y
todo, pero lo odio! Lo odio por
todo lo que te ha hecho!
Ángela le sonrió con tristeza. No
podía acusarla de nada, ella misma
en muchas ocasiones sentía que
odiaba a su padre, pero no podía
expresarlo en voz alta, pues temía
refundirse en el infierno.
—Vine a verte porque… ahora
puedo hacerlo, cuando quiera y
cuantas veces quiera.
—De veras? –preguntó Eloísa con
sus ojos café grandes de emoción
—. Juan José no te pone
problemas?
—No por salir. Los problemas
vienen por otro lado.
Eloísa miró a ambos lados. Había
criadas por todos lados, así que la
condujo hasta su habitación.
—Cuéntame cómo te está yendo con
él –le pidió en cuanto estuvieron a
solas y hubo cerrado la puerta—.
Es tan horrible como el día de la
boda? Te dio alguna explicación?
—Explicaciones él? Por favor. Una
de las reglas de la casa es que no
tengo que pedirle explicaciones de
nada.
—Reglas? –Ángela suspiró y se tiró
boca arriba en la cama de su amiga.
—Me odia, ya sabes, y no he
podido hacer nada para cambiar
eso –Eloísa la estudió
detenidamente.
—O sea que tú y él no han…
—Nada! Ni me toca, ni me mira…
Nada!
—Y tú estás muy triste por eso.
—Eli, sabes que lo quiero! Aun
siendo un idiota y mentiroso y todo
lo que quieras… yo me enamoré de
verdad.
—Estás segura, Ángela? No quiero
acusarte de nada, nena, pero… es
que igual fue el primer hombre con
el que intimaste.
—Él hizo un dibujo de mí, mira –
Ángela sacó de su bolso tejido el
libro, y de él, la hoja doblada con
su retrato.
—Ángela, es precioso.
—Y lo hizo él.
—Estás segura?
—Claro que sí! Él me dibujó, Eli,
eso no te dice nada? Y lo hizo de
memoria, porque no posé para él.
Eloísa se mordió el lado interior
del labio mirando fijamente el
dibujo.
—Entonces, con este dibujo tú
concluyes que él te quiso, un
poquito aunque fuera.
—Pues… sí…
—Él pudo haber hecho este dibujo
por muchas otras razones, lo sabes.
—No, no las sé. Qué otras razones,
Eli? –se puso en pie y se paseó por
la habitación de su amiga que
conocía tan bien. Paredes verde
menta y una cama enorme con
sábanas de flores estampadas.
Se cruzó de brazos y miró a Eloísa,
que observaba detenidamente el
dibujo, esperando que le dijera
algo. Eloísa simplemente dejó
escapar el aire.
—Me imagino que viniste aquí
buscando consejo.
—Bueno, pues… sí.
—Pero no soy tan experimentada,
Angie. Sólo he estado con un
hombre… y bueno, fue bien, pero…
yo no pude retenerlo, ya sabes.
—Pero sabes más de esto que yo.
Cualquier cosa que me digas estará
bien. Vamos, tú eres de las que
guarda preservativos por si las
moscas, algo podrás enseñarme! —
Eloísa se echó a reír meneando la
cabeza.
—No lo sé… —Ángela dejó caer
sus hombros desanimada. Pero
entonces Eloísa tuvo una idea—.
Mi mamá!
—Qué? Doña Beatriz?
—Es la mejor! Déjame traértela.
—No, Eloísa, espera! –pero ya
Eloísa había salido rauda. Se había
vuelto loca? Se preguntó Ángela,
cómo se le ocurría ir por su mamá
cuando el tema que iban a tratar era
sexo? Estaba a punto de ir a
buscarla para hacerle cambiar de
idea cuando la vio llegar con
Beatriz, la madre de Eloísa, una
mujer de algunos cincuenta, pero
que aparentaba mucho menos, bien
vestida, con el cabello corto a la
nuca y rubio, limpia y arreglada.
—Me dijeron que tienes problemas
con tu marido, niña. Que me
necesitas como consejera.
—Señora… yo… la verdad…
—Balbuceante como una recién
casada. Siéntate.
—No sé si esto sea una buena idea
–comentó ella, mientras le
obedecía.
—El sexo siempre es una buena
idea –Ángela la miró confundida—.
Vivo en un pueblo olvidado de la
mano de Dios, con un marido que se
la pasa trabajando todo el día,
cómo crees que me he mantenido
cuerda?
—Con… sexo?
—Y del bueno.
—Mamá es la mejor.
—Porque te conviene, bribona.
—Ah… es… increíble –tartamudeó
Ángela—. Delante de mamá no se
puede mencionar la palabra “sexo”.
—Delante de Eugenia no se puede
mencionar la palabra “tetas”, ni
“pene”, ni “vagina”, pero bien que
las usó todas para tenerte a ti. Tu
madre es una hipócrita, cariño. No
estoy en su círculo más querido de
amigas, pero me soporta porque mi
marido es el alcalde y le conviene.
Ángela la miró sorprendida. Nunca
nadie se había expresado así de su
madre… al menos en su presencia.
—Creí que eran amigas.
—No, jamás lo seremos, pero
manejamos la cortesía y la
diplomacia. Después de todo,
somos mujeres de la alta sociedad
en este pueblito.
—Bueno, empecemos –apuró
Eloísa frotándose las manos.
Beatriz la miró de reojo.
—Tú qué haces aquí?
—No pienso perderme lo que le
vas a enseñar a Angie. Algún día yo
estaré casada y necesito aprender.
—Cuando te vayas a casar, te
enseñaré lo que quieras saber.
Ahora, lárgate.
—Mamá…
—Te conviene hacerme caso,
jovencita. O quién crees que te dará
tu curso prematrimonial?
—Tú, claro.
—Pero si me desobedeces ahora, te
lo perderás.
Protestando, Eloísa salió de la
habitación y cerró la puerta. Ángela
miró a Beatriz un poco aprehensiva,
pero entonces ella se puso en pie,
caminó a la puerta y la abrió,
encontrando a Eloísa con la oreja
pegada a la lámina de madera.
—Fuera –le dijo, con voz suave,
pero severa. Eloísa protestó un
poco otra vez, pero igual se fue—.
Es demasiado curiosa para su edad.
—Pero ella no debería…?
—Sí, claro que sí, pero esta charla
es mejor tenerla a solas. Seguro que
con la presencia de mi hija, tú te
ibas a saltar los detalles más
embarazosos. Lo hice más por ti.
—Vaya, gracias.
—Ahora sí, cuéntame, cuál es el
problema?

Juan José llegó a casa. Mateo,


Miguel y Fabián habían estado con
él todo el día, ayudándolo en los
temas referentes al proyecto, y
haciendo su día más ameno.
Entró en la pequeña casa pensando
en que a pesar de todo, era muy
afortunado de tenerlos como
amigos, aún a Miguel, quien había
llegado de último al clan y a veces
se comportaba de manera extraña.
Miró en derredor, la estancia estaba
sola.
Con cautela, se asomó en la
habitación y el baño. Vacíos.
Entonces se encaminó al jardín,
pues la noche anterior ella había
estado allí. Nada.
Se habría ido? Había vuelto a casa
de su padre al fin?
No te entusiasmes tanto, se dijo. A
lo mejor fue a hacerle una visita a
su querida madre. Fue hasta el
guardarropa, por si las moscas, y
encontró allí toda la ropa de ella, lo
cual indicaba que si había salido,
sólo era de visita. Pero ya eran las
ocho de la noche, y ella no llegaba.
Seguro su querida esposa tenía por
costumbre llegar tarde a dormir, y
si recordaba aquella fiesta en la que
había estado y donde se besaron
por primera vez, y la manera como
había estado vestida, podía decir
que además le gustaba la vida
nocturna.
Mierda, le estaban poniendo el
cuerno?
Mejor, se dijo, una excusa para
entablar pronto la demanda de
divorcio sin que su familia saliera
perjudicada, ni él.
Abrió la nevera y se sorprendió
cuando encontró frutas, carne y
otras cosas.
—Seguro mamita le mandó
provisiones –se dijo, y volvió a
cerrarla, olvidando para qué era
que la había abierto.
Una hora después, seguía solo en
casa.
Dedicó unos minutos a sus planos,
como hacía todas las noches, y
logró concentrarse.
El trabajo siempre lo relajaba.
Pronto pasarían a la acción. Ya en
unos días llegarían camiones con
los materiales de construcción
pedidos para iniciar la obra.
Tendría, a continuación, que
diseñar un plan de supervisión.
Había contratado a varios maestros
de obra para terminar lo más rápido
posible, y aunque aquello
desfiguraría un poco al pueblo al
principio, y causaría mucho ruido y
suciedad, en poco tiempo
conseguirían lo que habían pedido:
un mejor acceso hasta la autopista
central que llevaba a las ciudades
más importantes y cercanas a
Bogotá.
El hermoso caracolí de su querida
esposa sería derribado.
Vaya lástima, pensó con una sonrisa
torcida.
Sintió una llave girar en el
picaporte de la puerta principal y se
quedó mirando fijamente. Acto
seguido, entró una Ángela con las
mejillas rojas.
No tenía la respiración agitada, así
que no venía corriendo, no hacía
frío afuera, al contrario, así que no
era por eso. Lo miró fugazmente, y
Juan José entrecerró los ojos. Ella
tenía todo el aspecto de una mujer
que viene de follar con su amante.
Qué mierda…
—Dónde estabas? –preguntó u poco
abruptamente. Ella no dijo nada,
sino que se internó en la habitación.
Juan José fue detrás—. Dónde
estabas? –repitió cuando la vio
buscar algo entre sus cosas.
—No te importa –le contestó.
Juan José se quedó como si le
hubiesen dado un palmo de narices.
—Qué?
—Tengo que recordarte tus propias
reglas? “No preguntes de dónde
vengo, si vengo, ni a dónde voy, si
salgo”, o algo así.
—Pero yo quiero saber dónde
estabas. Ángela, no quiero que…
—Ah, vaya, no has olvidado mi
nombre! –él la miró con el ceño
fruncido.
—Quién eres tú?
—Ángela María Riveros Cárdenas.
La virgencita que desfloraste allá
en el caracolí y que luego tuvo que
casarse contigo. Esa misma soy.
Y diciendo eso, se metió en el
baño, ignorándolo otra vez.
Alzó sus cejas y, sin poder evitarlo,
se le escapó una sonrisa. Qué le
pasaba?
Volvió a la mesa donde tenía los
planos pensando en que esa mujer
que le había repetido sus propias
reglas se parecía un poco más a la
chica del caracolí.
Minutos después ella salió, recién
duchada, con una pijama pequeña y
descalza. Buscó algo en la cocina y
se sirvió un plato.
—Ocupas la mesa, y yo voy a
comer –le dijo en tono severo.
—Pues vas a tener que comer en el
s... –no terminó lo que iba a decir,
pues ella se sentó en la mesa y
apoyó su plato como si nada—. Si
ensucias uno solo de mis planos…
—Qué? –él no pudo completar su
amenaza, pues justo en ese momento
se dio cuenta de que bajo esa
pijama ella no llevaba nada.
Adiós concentración en el trabajo.
—No me vas a decir dónde
estabas?
—Tanto te interesa?
—En realidad sí. Ansío que me
contestes que estabas con tu amante,
así podré divorciarme más pronto –
ella se echó a reír.
—Yo con mi amante. Si mi padre te
oyera…
—Me mataría, ya lo sé.
—A ti? Qué ingenuo –él la miró
confundido—. Pero siento
decepcionarte –siguió ella—. No
estaba con mi amante, sino en casa
de Eloísa, mi amiga. Satisfecho?
Juan José recogió sus planos con
una mueca en el rostro y se fue de la
sala. Ángela terminó su cena sin
inmutarse.
Aún recordaba los consejos de
Beatriz y se sonrojaba. Miró hacia
la puerta de la habitación, donde se
había metido él, y el sólo pensar
que pasaría la noche de nuevo con
Juan José al lado, le ponía la piel
de gallina.
Quería poner en práctica cada cosa
que había aprendido esa tarde, pero
le asustaba, temía fallar.
Sin embargo, era algo que tenía que
hacer, y poco a poco, como le había
dicho la madre de su amiga. No se
podían quemar todos los cartuchos
la primera vez.
Se levantó de la mesa y luego de
lavar el plato, se fue a la cama.
Sacó un libro nuevo que le había
prestado su amiga y se dispuso a
leer. Cuando Juan José salió de la
ducha, sintió un poco de decepción
al ver que llevaba ropa interior.
No importa, se dijo. Tú como si
nada.

Juan José se sentó en la cama


evitando mirarla.
No puedes tocarla, se repitió en su
mente, anulación es mejor que
divorcio.
Apoyó su cabeza en la almohada y
apagó su lámpara, pero ella tenía la
suya encendida.
—Te demoras mucho allí? –le
preguntó.
—Tal vez.
—Mañana madrugo, mujer.
Podrías…
—Hagamos un trato –le interrumpió
ella, moviéndose en la cama y
acercándose un poco a él—. Yo
apago la luz temprano, y tú me
dejas dinero antes de irte a trabajar.
—Qué? Me estás cobrando por…
—Soy tu esposa, Juan José, y hasta
ahora he estado comiendo de la
caridad de mis amigos. Déjame
dinero mañana antes de irte.
Él se levantó dispuesto a apagar la
lámpara por sí mismo, pero calculó
muy mal.
Cuando Ángela vio sus intenciones,
intentó bloquearlo, pero entonces él
se quedó totalmente quieto.
Estaba encima de ella,
semidesnudo, y mirándola como un
hombre sediento mira el agua. Su
respiración cambió, incluso el
brillo de sus ojos avellana era otro.
Vamos, bésame, rogó ella, y él bajó
su cabeza hacia ella.
Ángela levantó una mano, y muy
lentamente, la apoyó en su costado.
Al sentir la piel cálida bajo sus
dedos, cerró sus ojos. Movió la
mano, acariciándolo, buscando,
pero entonces él, en un rápido
movimiento, apagó su lámpara, se
devolvió a su lugar y dio media
vuelta dándole la espalda.
Ángela no tuvo tiempo para sentirse
decepcionada. Sonrió en la
oscuridad llena de júbilo. Vaya,
Beatriz era toda una experta!
Lo primero que había hecho la
mujer mayor era preguntarle qué tan
mal estaban las cosas entre los dos,
y cómo había sido la primera vez
con él. Con nervios y vergüenzas,
Ángela le había dado todos los
detalles que le había pedido, y
luego, como un doctor, ella había
dado sus prescripciones.
—Sé tú misma –le había dicho—.
Los hombres no son idiotas, se dan
cuenta cuando una finge o usa
máscaras. Haz intercambios con él.
Eres su esposa, pero aun cuando es
por amor, en el matrimonio hay que
hacer trueques. Negocia, y usa el
sexo y tu atractivo todo lo que
puedas.
—Eso no sería jugar sucio? –había
preguntado ella.
—Claro que no, así cada cual
obtiene lo que quiere, y
afortunadamente, los hombres son
muy simples: siempre quieren sexo.
Ahora había reafirmado que Juan
José quería sexo con ella y aún la
encontraba atractiva. Faltaba que se
abriera poco a poco a las
negociaciones.
Pero no se iba a rendir.
Si él aflojaba, ella estaría feliz de
poner en práctica todos los
consejitos que le había dado
Beatriz para hacerlo feliz en la
cama.
—Alguien alguna vez se atrevió a
decir que las mujeres somos otra
especie de prostitutas –le había
dicho Beatriz—. Obtenemos casa,
alimento y ropa a cambio de sexo.
No puedo mostrarme en total
desacuerdo, a pesar de que en
muchas ocasiones, terminamos
siendo sus amas de casa; pero lo
que sí te digo, es que cuando a todo
le sumas cariño, son los hombres
los que salen ganando. Dale tu
cariño, Ángela, no hay hombre que
se pueda resistir al sexo con amor.
Juan José cerró sus ojos con fuerza.
Estaba acostado de medio lado,
muy quieto y tenso.
Qué había sido eso?
Había olvidado momentáneamente
todos sus propósitos. El no tocarla,
el “anulación mejor que divorcio”,
el “no traicionar a Valentina”.
Todo.
Claro, desde siempre había sabido
que era un idiota con las mujeres
guapas, y nunca había intentado
resistirse, a pesar de creerse
enamorado de Valentina.
Pero esto era diferente. Cuando ella
lo había tocado y lo había mirado
fijamente a los ojos, no sintió sólo
deseo.
Oh, sí, su amiguito de más abajo
había saltado de alegría y aún ahora
le estaba exigiendo acción. Pero lo
que había sentido iba mucho más
allá del deseo de un rápido
revolcón.
Él sintió paz.
Lo cual era lo más estúpido en el
mundo entero.
No quiso pensar el origen de esa
sensación, e intentó con fuerza
quedarse dormido.
Podrías volverla hacia ti y hacerle
el amor, ella no se negaría, le dijo
su demonio interior.
No, no quiero que piense que estoy
desarrollando sentimientos por ella,
contestó su yo más testarudo.
Es tu esposa, y tu deber conyugal es
tener sexo con ella. No son
necesarios los sentimientos. Vamos,
ya lo has hecho antes, con muchas,
no sólo con ella. Tú y yo sabemos
que hace tiempo dejaste de amar de
verdad a Valentina.
Ese pensamiento lo deprimió. Se
había aferrado al amor de Valentina
porque era el último hilo que lo
hacía sentirse conectado con otro
ser humano. No quería perderlo.

Llegó el fin de semana.


Ángela vio, aparentando
indiferencia, cómo Juan José hizo
su maleta y se fue. Se había llevado
todo, excepto los planos y algunas
otras cosas de trabajo.
Se vería con su novia, estaba
segura, y por primera vez en su vida
Ángela supo lo que eran los celos.
Unos reales y mortíferos celos.
Empezó a hacerse las preguntas de
rigor: qué tan guapa es? Sí lo
querría de verdad? La querría él a
ella? Cuánto llevaban juntos? Cómo
se conocieron?
Y…
Hacían el amor?
Eso último era estúpido. Obvio que
lo hacían, ella debía haber besado a
Pepito muchísimas veces, cada
pequita, cada…
Pero, por qué no se habían casado?
Por qué estaba él acá y ella allá?
Bueno, se dijo, tratando de ponerlo
todo en perspectiva; tienes una
ventaja sobre ella: tú tienes con él
cinco días a la semana y ella en
cambio sólo dos.
Se sintió como la concubina más
rechazada del harén. Y ella era su
esposa, su única esposa.
Bueno, ahora tenía por delante un
fin de semana sola, su primer fin de
semana donde podía ir y venir a su
antojo, acostarse y levantarse a la
hora que quisiera. Tenía que
aprovechar su libertad. Quizá fuera
a visitar a Anita en su casa, aunque
no sabía dónde era. O tal vez fuera
a pasar la noche del sábado en casa
de Eli, sí, por qué no…
Mientras, gritaría alto dentro de su
cabeza cada vez que su cerebro
quisiera imaginarse lo que estaba
haciendo con la tal Valentina.
…11…
Era viernes por la noche cuando
Juan José entró por la puerta grande
de su casa, una mansión ubicada en
la mejor zona residencial del norte
de Bogotá; allí había vivido su
familia desde que su abuelo,
Ricardo Soler, había sido
gobernador.
Tiempo después el anciano había
muerto cuando intentaba llevar
adelante su campaña como senador
de la república, y había dejado toda
su riqueza a su único hijo, Carlos
Soler, quien, con malos manejos,
pequeños y costosos vicios, había
dilapidado todo hasta dejar muy
poco que heredar a sus dos hijos,
quienes habían tenido que trabajar
duro para conservar los escasos
bienes que les dejaran… O al
menos había sido Carlos Eduardo,
su hermano mayor, quien tuviera
que trabajar. A él era a quien le
habían legado todo… lo que se
reducía a deudas.
La mansión la habían conservado
por un milagro en el pago de la
hipoteca, la venta de las joyas de la
abuela, y la consideración que
tuvieron los bancos por unos viejos
clientes. Estaban acabados, sí, pero
aún conservaban ese aire digno que
tienen los que han sido criados en
la abundancia y los mejores
estándares de educación. Y además,
su hermano exhumaba la misma
confianza y serenidad que el
abuelo, con su carácter apacible y
aplomado, así que los acreedores
llegaron a creer de nuevo que todo
su dinero volvería a sus manos, y
así había sido con el correr de los
años.
Avanzó poco a poco por el jardín,
mirando alrededor, admirado de
ver que tenían muy buen aspecto. Al
parecer, habían contratado
jardinero en su ausencia. Estaba
Carlos Eduardo tirando la casa por
la ventana? O se lo podían permitir
al fin? Conociendo a su hermano,
era más probable lo segundo.
Entró al vestíbulo y una bonita
muchacha le recibió el maletín en
que llevaba su ropa, no conocía a la
nueva chica.
—Está mi madre? –le preguntó, sin
mirarla, realmente.
—Sí, señor, está en su sala. El
señor Carlos pidió que en cuanto
llegara, le avisáramos que es
solicitado en su despacho.
—Claro, lo que su majestad diga,
pero primero iré a saludar a mamá.
Dejó a la muchacha y se dirigió a
una sala decorada en colores
crema, con mesas y sillas de patas
frágiles y curvas perfectos para
encontrarse con tu dedo meñique,
con un papel tapiz también color
crema en las paredes que hacía
parecer todo como un enorme pastel
de bodas. Sobre el fino mantel
labrado, un juego de té con diseños,
bordes dorados y flores. Todo muy
femenino.
Sentada en uno de los sillones, una
mujer alta, delgada y rubia hojeaba
un libro.
—Llegas tarde hoy –fue su saludo.
Juan José apretó los labios y se
dirigió a ella para besar su cabeza.
La mujer no hizo muestra de haber
recibido el saludo de su hijo. Lo
miró con sus ojos verdes iguales a
los suyos haciendo una mueca—. Es
que te ha empezado a gustar ese
pueblo?
—Hola, mamá. Estás hermosa.
—Contéstame.
—No, no me ha empezado a gustar
ese pueblo, sólo tuve algunas
dificultades… mucho trabajo.
—Y aun así vienes en fin de
semana.
—Si me quedo en Trinidad también
el fin de semana, enloqueceré.
Judith descruzó sus piernas y se
puso en pie dando unos pasos en su
pequeña sala, que era algo así como
su sala de audiencia, alejándose de
su hijo. Juan José a veces pensaba
que si no encontraban a su madre
allí, había que irla a buscar en el
salón de belleza, pues eran sus dos
sitios favoritos.
La miró furtivamente, pues ella
odiaba ser observada, y pensó que
había conseguido aquello por lo
que tanto había luchado desde
joven: aparentar menos edad.
Era alta, delgada, y su espalda recta
le daba el aspecto de una severa
institutriz, además, muy pocas veces
sonreía… al menos, delante de él.
En cambio, adoraba a Carlitos,
como llamaba a su hijo mayor.
Carlitos era un excelente estudiante,
Carlitos era idéntico a su abuelo
con sus ojos verde azulados,
Carlitos había obtenido las mejores
notas en la universidad, en Boston,
claro. Carlitos esto, Carlitos lo
otro. Su hermano había conseguido
tantos y tan buenos logros que lo
había dejado a él sin con qué
impresionarlos, el hermano menor,
el que había nacido por un descuido
de mamá, y además, él, el indigno
Juan José, había heredado el
carácter disoluto de Carlos Soler,
su padre, que los había llevado a la
ruina, y sólo por eso sus actos eran
siempre observados con
desconfianza.
—Bien, entonces me alegra que te
esté yendo bien en ese trabajo
tuyo…
Lo despidió ella, y Juan José la
miró preguntándose cómo había
llegado ella a la conclusión de que
su trabajo le estaba yendo bien, si
ni siquiera habían hablado del tema.
Pero había sido despachado, y
debía salir de la sala. Se acercó de
nuevo a ella para besarla; en los
pocos minutos que había estado
allí, no había sido invitado a
sentarse, lo cual era muy normal.
Era como si su presencia le
molestara.
Por eso, quien lo había criado, eran
las chicas del servicio, o la niñera
de turno. Fueron ellas quienes lo
ayudaron en sus tareas del colegio,
y problemas adolescentes. Sin
embargo, acercarse a ella y
saludarla con un beso era parte del
protocolo para entrar y salir de una
habitación, y eso era lo que hacía.
A veces sólo eso.
—Me alegra ver que estás bien,
mamá. Vendré a verte mañana.
—No te preocupes. Salúdame a
Valentina.
Él sonrió saliendo de la sala y miró
la puerta cuando la hubo cerrado. A
veces creía que su madre quería
más a Valentina que a él mismo.
Como el perfecto Carlos aún no se
había casado, Judith tenía que
conformarse con su novia, además,
Valentina había tenido el encanto
suficiente como para caerle bien,
mientras que las erráticas
compañeras de su hermano eran
todas demasiado estiradas como
para rebajarse a congraciarse con
una mujer difícil como lo era ella.
Salió de la sala de su madre y se
encaminó al despacho de su
hermano mayor. Tomó aire, golpeó
la puerta un par de veces y entró.
Se sentía como un visitante en su
propia casa, pidiendo permiso para
entrar en las salas, para hablar con
los habitantes, para caminar por los
pasillos.
Debía estar acostumbrado, se dijo,
así había sido toda su vida.
Pero no lo estaba. Y por eso echaba
de menos terriblemente a su padre,
quien era el único que le prestaba
atención.
—Estás aquí –fue lo que dijo
Carlos al verlo, bajando el diario
que había estado leyendo hasta el
momento.
—Hola, hermano.
—Sigue, siéntate.
Juan José caminó hasta el escritorio
y se sentó en una de las finas sillas
de enfrente.
—Tenemos jardinero nuevo?
Muchachas del servicio nuevas?
Nos ganamos la lotería y no sabía?
—No seas tonto, claro que no nos
hemos ganado la lotería. Ni
siquiera la compro.
—Era una broma.
—De cualquier manera, no, no me
he ganado la lotería. Pero hubo un
incremento en los beneficios, que se
ha mostrado permanente, y pude
cumplirle el capricho a mamá de
contratar dos personas nuevas.
—Beneficios? Vaya.
—Si estuvieras más pendiente de la
bolsa y los movimientos de los
negocios…
—Eso te lo dejo a ti. Por qué
querías que viniera? –Carlos
respiró profundo, dejó el diario a
un lado y miró a su hermano
fijamente a través de los lentes sin
montura que llevaba. Las usaba
desde hacía sólo cinco años y sólo
para leer, y su madre había tenido
que decirle lo guapo e interesante
que se veía hasta convencerlo de
llevarlas. Al parecer, usar gafas
para su hermano era una muestra de
su falibilidad como humano.
—El otro día me encontré en el
club con los Arboleda –dijo él,
refiriéndose a los padres de
Valentina.
—Ah.
—Me preguntaron cuándo será al
fin tu boda con Valentina.
Juan José sintió un apretón en su
estómago. No podía decirle a su
perfecto hermano que no podía
casarse con Valentina porque ya se
había casado con otra mujer.
—Ese tema ya lo hablé con ella.
Nos casaremos cuando yo pueda
mantenerla como ella se merece.
—Y qué estás haciendo para
conseguirlo?
—Estoy trabajando duro, es que no
lo parece?
—En ese pueblo? La vas a llevar
allí?
—Claro que no!
—Entonces harás que te espere
todo lo que ese proyecto tarde?
—Sólo será un año.
—No te engañes, cualquier cosa
podría pasar, y ella podría
cansarse.
—Tienes mucho afán en que yo me
case, pero, qué estás haciendo tú?
—Yo cumplo con muchas otras
obligaciones, no tengo tiempo ahora
para buscar esposa.
—De veras? Se te acaban las horas
del día? Vaya!
—No quiero discutir contigo, Juan
José.
—Pues tú iniciaste cuando
empezaste a hacerme preguntas
personales.
—Y aquí va otra –le dijo,
entrecerrando sus ojos— tú sí amas
a esa muchacha, Juan José?
El menor de los hermanos se echó a
reír sin humor, y se puso en pie.
—Qué mierda es esta?
—Si de verdad estuvieras
enamorado, te habrías casado hace
tiempo.
—Lo dices tú! El experto en
relaciones románticas!
—No, no soy experto en relaciones
románticas, ni mucho menos, pero
no tengo a ninguna mujer esperando
por una boda eternamente.
—Valentina sabe muy bien que…
—Valentina sólo es una mujer más,
una como cualquier otra, con
deseos de formar su propio hogar y
uno novio que le da largas.
—Cómo sabes tanto?
—Ha venido a visitarnos en varias
ocasiones, y con mamá habla mucho
del tema. Me da la impresión de
que la enamorada es ella y tú sólo
te estás zafando.
—No me estoy zafando! Me casaré
con Valentina, sólo que… en este
momento… Dios! Ahora no puedo!
—Bien, como digas. Pero si la
pierdes, hermano, no digas que no
te lo advertí.
—Qué?
—Eres ciego? Tu novia es joven,
guapa, inteligente y, para completar,
una buena chica. Si no fueras mi
hermano, yo mismo le habría
pedido para salir hace tiempo. Pero
hay otros que no tendrán tantos
escrúpulos y la conquistarán. Yo
que tú tendría cuidado.
Juan José lo miró furioso y salió
del despacho tirando la puerta. En
el interior, Carlos respiró profundo
acomodándose las gafas, tomó de
nuevo el diario y siguió leyendo.

Su hermano tenía razón, pensaba


Juan José. Él estaba lejos, la mayor
parte del tiempo en otro lugar, sólo
se llamaban, y últimamente había
restringido sus llamadas. En el
trabajo no le era posible, en la casa
menos, así que tenía que aprovechar
los momentos en que estaba en la
calle para hablarle, y no siempre
podía ser mucho rato.
Llevaba tres semanas sin verla,
pues no había vuelto desde que le
dieran la paliza aquella, y luego,
cuando estuvo mejor, fue su boda.
Ahora la iba a ver luego de casi un
mes, y venía su hermano y le
montaba películas de terror.
Lo peor es que no era del todo
descabellado.
Sintió miedo. Valentina era lo más
estable que había tenido en su vida,
lo único, si era sincero consigo
mismo, y la iba a perder.
Tomó su teléfono y la llamó,
avisándole que en ese mismo
momento estaba tomando un taxi
para ir a verla.

—Debe estar con ella ahora mismo


–dijo Eloísa, metiéndose a la boca
un puñado de palomitas de maíz—.
Las noches de los viernes son muy
locas cuando tienes novio.
—Ya, no me tortures más –le pidió
Ángela.
Estaban sentadas en la cama de su
mejor amiga, en pijama, mirando
una película y comiendo chuches.
Ángela no había soportado estar
sola en su casa y había ido a la de
Eloísa pidiendo alojamiento por
esa noche.
Estar casada no era tan malo, pues
ya no tenía la sempiterna vigilancia
de su padre y podía salir a donde
quisiera y a la hora que quisiera.
Era una lástima que no hubiera
mucho a donde ir.
—Si me contaras lo que te enseñó
mamá, no te estaría torturando con
imágenes de tu esposo besando a su
amante. O quizá no besándola, sino
mordiéndola, lamiéndola…
—Mira que eres mala, Eli—.
Eloísa se echó a reír.
—Está bien, no te molestaré más.
Pero tienes que ser consciente,
probablemente eso es lo que esté
sucediendo ahora.
—Lo sé! –gritó Ángela, no
pudiendo más—. Crees que no
pienso en eso a toda hora? Que no
me pregunto cómo la pasa cuando
está con ella? Si en verdad tiene a
su lado la felicidad que yo no
puedo darle? –terminó, casi en un
susurro.
—Que aún no puedes darle, cariño.
“Aún”. Porque si eres
perseverante, lo tendrás a tus pies
en poco tiempo.
—No lo quiero a mis pies. Lo
quiero a mi lado, alrededor,
encima, dentro, pero no a mis pies.
—Vaya que eres descarada! No
tienes compasión de esta amiga que
no tiene novio!
—Compasión? No conoces esa
palabra.
—Te has vuelto mala. Te
desconozco—. Ángela se echó a
reír, al fin.
—Menos mal te tengo a ti, para
volverme más loca, quizá.
—No sólo yo –agregó ella, celosa
—. No dijiste que Anita es yo no sé
qué cosas? Que te fue a visitar, y te
cocinó y tal?
—Es verdad, te tengo a ti y a Anita,
pero no te pongas celosa.
—Sí, claro.
—Son dos tipos de amistad
diferente…
—Amistad? Ni siquiera sabes
dónde vive! –Ángelo pensó en lo
cierto que era aquello.
—Tú sí?
—No, no sé.
—Le preguntaré cuando vuelva a
visitarme.
—Piensas ir a verla?
—Me encantaría. Ahora puedo.
Puedo levantarme tarde, si quiero,
salir a caminar porque sí, venir a
visitarte… sabes qué he estado
pensando?
—No, qué.
—Quiero trabajar.
—Estás loca?
—Qué tiene de malo?
—Que nunca has trabajado. Y no
creo que te dejen.
—Quién? Mi carcelero es
sumamente negligente, podré
hacerlo si quiero.
—Y en qué?
—No sé, pero puedo averiguar. Sé
llevar cuentas y arreglar papeleos,
de algo servirá. Y así tendré para
mis propias cosas, sin tener que
pedir ni depender de nadie, como
ha sido toda mi vida.
Eloísa se enderezó en la cama para
mirarla mejor.
—Estás haciendo que te envidie.
—A mí, por qué?
—Porque eres tan libre!
—No inventes! Tú puedes ir a
cualquier lugar…
—Exageras. Olvidas que tengo
papá y mamá? A ellos tengo que
darles cuenta.
—Ojalá yo hubiese tenido a tus
padres.
—Sí, son los mejores. Pero tú
tienes mucha más libertad.
—La libertad no es la gran cosa, si
no la puedes compartir con la
persona que más quieres –dijo
Ángela en tono melancólico,
llenándose la boca con más
palomitas de maíz.
Eloísa la miró sin decir nada.
Después de todo, no la envidiaba
tanto.

Valentina fue sólo un borrón rubio


que se disparó hacia sus brazos en
cuanto lo vio, y él, luego de
abrazarla, buscó su boca para
besarla con hambre, para marcarla,
o, más bien, para marcarse a sí
mismo.
Ella no lo rechazó, eran tres
semanas sin verse, así que se dejó
llevar por él hasta que estuvo
apretada entre la pared y su novio.
En pocos minutos, la sala de su
apartamento de soltero se llenó de
gemidos de placer.
Juan José no se limitó, y luego de
darle el tercer orgasmo, al fin se
detuvo.
No podía sacarse de la cabeza las
palabras de su hermano. Idiota
Carlos Eduardo, siempre con sus
sentencias y sus consejos.
Pero esta vez tenía razón y estaba
muerto de miedo.
—Mmmm… cuánto te extrañé –
suspiró Valentina sobre su pecho,
saciada. Estaban los dos tirados
sobre el sofá de la sala, y él no
dejaba de acariciar su brazo
pensando una y otra vez en su actual
situación. No podía cambiarla, pero
buscaba la manera—. Tú me has
extrañado a mí?
—No te imaginas cuánto.
—Mucho, mucho?
—Demasiado.
—Te amo, Juan José –él tragó
saliva y cerró sus ojos. No dejaba
de pensar en las palabras de Mateo:
Valentina es ahora “la otra”, y en
las de su hermano: Tú sí amas a
Valentina? –No me dices nada? –
insistió ella.
—Yo también te amo, Valentina –
contestó él mirándola a sus ojos
marrón claro, y ella sonrió
complacida apoyando su cabeza
sobre su pecho.
Estaba traicionando, sí, pero ya no
sabía a quién, si a Valentina, a la
que ahora era su esposa… o a sí
mismo. ¿Qué estaba haciendo con
su vida?
—Qué tal fueron las cosas a tu
llegada?
—Ah, lo de siempre, mamá fría
como un témpano de hielo, y Carlos
haciéndome mil reconvenciones.
—Y ahora qué hiciste?
—Primero, tuve la osadía de irme a
trabajar a “ese pueblo”, como le
dicen los dos, y luego… no me he
casado contigo.
—Pero ni yo estoy tan desesperada!
Además, ambos saben que quiero
terminar mi carrera antes de
casarme y tener hijos –Juan José
cerró sus ojos agradeciendo que
ella no lo estuviera mirando a la
cara, pues así no podía ver su gesto
de angustia.
—Ellos no entienden nuestros
planes.
—No les prestes atención. Lo
importante es que estás aquí –dijo
ella alzándose de nuevo sobre él—,
que eres mío, sólo mío –alternaba
sus palabras con besos, que él no
rechazaba—, y que me amas como
yo te amo a ti. Y que algún día
tendremos los hijos más guapos que
hayan sido vistos sobre la tierra—.
Él se echó a reír al fin.
—Qué? —Preguntó él cuando ella
se lo quedó mirando.
—Qué reíste. Estabas muy serio,
con esa arruguita aquí –ella señaló
su entrecejo con el índice.
—Es que estaba muy hambriento de
ti, y pues ya sacié esa hambre –ella
sonrió mirándolo detalladamente.
Se había producido un cambio en su
novio, pero no era capaz de
establecer qué era.
Suspiró de nuevo apoyando la
cabeza sobre su pecho. Tal vez tres
semanas sin verse era demasiado
tiempo. Tal vez era verdad y la
había echado mucho de menos.

El fin de semana se fue demasiado


rápido. Juan José aprovechó los
días para salir a comer con
Valentina, pasear, caminar, hablar
como siempre lo hacía, y las noches
para hacer el amor con ella.
El domingo a medio día había
almorzado con Mateo, Fabián y
Miguel en el club, y habían evitado
hablar del tema Trinidad/Ángela.
Pero el tiempo se había acabado y
tenía que volver al infierno de
siempre. Antes era horrible tener
que volver a Trinidad los lunes,
pero ahora era una tortura.
Sobre todo por la compañera de
casa que tenía ahora, una mujer que
le hacía odiarse a sí mismo por
momentos, y aún no se explicaba
por qué.
Esperaba haberse impregnado del
amor de Valentina lo suficiente
como para no tener ideas locas
acerca de ella, y su cuerpo se
comportara como debía ser.
Pero no fue así.
Había llegado de Bogotá directo a
su oficina, así el tiempo que tenía
que compartir con su “esposa” sería
menos, y en la noche, cuando fue
inevitable que volviera, y tuvo que
verla, las horas pasadas con
Valentina se hicieron lejanas,
extrañas, de otra vida.
Aquí estaba él, con una esposa a la
que no quería, pero que, tenía que
dejarse de idioteces y asumirlo,
deseaba.
Ángela estaba acostada en el sofá,
con una pijama pequeña que dejaba
sus piernas al descubierto, sus
hombros, el canalillo de sus
senos… y su entrepierna ya había
reaccionado.
¿Qué mierda, en todo el maldito
mundo, le estaba pasando? Por qué
no podía poner su mente y su
cuerpo de acuerdo? Por qué no
podía simplemente dejar su
bragueta cerrada cuando ella estaba
cerca? Así era como esto había
empezado, así era como se había
enredado en esta relación dañina y
destructora.
Así fue como traicionó a Valentina,
y ahora sentía que estaba perdido,
al garete en esa miríada de
sensaciones. Era como una bestia
que intentaba ir, a como dé lugar, en
una dirección, pero el destino, y
otras fuerzas menos amables, lo
arrastraban a otro sitio, a un sitio
lejos de su vida normal, lejos de
sus deseos.
Podría seguir luchando? Debía
seguir luchando? Qué debía hacer!
Se sentó en el suelo frente a ella
mirándola dormir y suspiró.
Había pensado que la encontraría
fuera de casa, aunque ya no era tan
temprano.
—Qué hiciste el fin de semana, ah?
–susurró— Saliste de compras? O
estuviste en casa de tus padres
siendo atendida con paños y
manteles?
Luego se preguntó cómo era su vida
realmente.
La recordó cuando la conoció, ella
iba con afán por la calle, y no había
querido darle su nombre, luego, en
esa fiesta, había ido vestida muy
sensual, maquillada… totalmente
diferente a como había acudido a su
cita en el caracolí.
Pensar en el caracolí sólo le
provocó que su erección aumentara.
Tenía dos imágenes de Ángela muy
contradictorias entre sí, una: la
chica descarada, desinhibida y
sensual que había respondido a su
beso en la fiesta, la que disfrutaba
de su sexualidad con alegría, y lo
reconocía como su pareja; y otra, la
niña de pueblo que se tapaba la
cara con el cabello cuando andaba
por la calle, que usaba blusas y
faldas que la cubrían demasiado, la
que no quería que sus padres se
enteraran de que había salido con
alguien…
Frunció el ceño pensando en eso.
Ella no había querido que su padre
se enterara de que tenía una cita con
él, y por la calle había ido
cubriéndose, como para que no la
reconocieran. Por qué entonces
había ido a contarle lo que había
sucedido?
Había ella querido ese matrimonio?
Si lo había querido antes, no lo
sabía, pero ahora, al parecer, ella
quería permanecer casada, vaya
Dios a saber por qué.
La miró de pies a cabeza,
recordando el tacto de su piel, el
peso de sus senos en sus manos, y
tuvo que tragar saliva. Había
pasado unas noches geniales con
Valentina, una mujer sofisticada y
sensual, y sin embargo, deseaba a
esta niña del frente. Estaba
enfermo? Tan, tan inescrupuloso
era?
Y eso era lo que le hacía odiarse a
sí mismo. Nunca había deseado
tanto a una mujer.
Se puso en pie y metió los brazos
debajo de su espalda y sus piernas
para alzarla, pero cuando la tuvo
arriba, ella despertó.
Sus ojos grises lo enfocaron y le
sonrieron, recostó su cabeza en su
pecho y con voz somnolienta le
dijo:
—Al fin.
—Al fin qué? –preguntó él, a la
defensiva.
—Al fin me llevas en brazos a
nuestra habitación. Gracias.
Él negó con la cabeza y la caminó a
la habitación recordando que en la
noche de bodas había estado tan
borracho que a duras penas había
logrado llegar a la casa. Jamás
habría podido cumplirle la fantasía
tonta de llevarla en brazos hasta la
cama.
—No te acostumbres, es sólo que
sé lo incómodo que es el s… —se
quedó callado, interrumpiéndose.
Ella había depositado un suave y
cálido beso en su cuello, que lo
había puesto tan nervioso que había
tenido que apretar su agarre, pues
temía dejarla caer— déjate de
juegos.
Cuando la dejó en la cama, ella aún
lo miraba sonriente, como si
supiera los estragos que había
causado con su no tan inocente
beso.
—Gracias.
—Por qué.
—No lo sé. Quiero darte las
gracias –ella alzó su mano y
acarició su pecho por encima de la
camisa. Su respiración se aceleró.
Sabía que ella no pondría ninguna
objeción si la besaba allí mismo, si
buscaba alivio en su cuerpo. Sabía
que ella no lo rechazaría, que se
abriría a él como una flor, así como
allá en el caracolí. Pero no podía.
Tenía que poner en orden su vida y
sus ideas. Y no sabía qué iba a
suceder cuando aclarara sus dudas,
cuando pusiera todo en perspectiva.
Y ni siquiera estaba seguro de
querer ponerse orden; allí donde
estaba, tenía miedo.
Las mujeres lo buscaban, oh, sí.
Nunca le había faltado compañía
femenina, era verdad. Pero todo se
reducía a una triste verdad… él
estaba vacío, tan muerto y vacío
como un jarrón de cristal. Muy
bonito y muy valioso, pero frío,
vacío, y con un roto dentro que no
dejaba que nada lo llenara.
Era patético, pero era su realidad.
Se alejó de ella, quitándose la
camisa. Esta vez se había asegurado
de traer un par de pijamas con las
que dormir. Se cubrió con ellas, y
se acostó. Era consciente de que
ella lo miraba, que esperaba a algo.
Pero se limitó a poner sus brazos
debajo de su cuello, y mirar al
techo.
“A lo mejor ella tiene una
explicación para todo esto”, había
dicho Miguel.
—Imagino que visitaste a tus padres
–murmuró él, a modo de pregunta.
No podía creerlo, pero, ya que
ambos estaban despiertos, tendrían
una charla de almohada.
Ella estaba tardando en contestar, a
pesar de que estaba despierta.
—No.
—Vaya. Pensé que estarías allá.
—No.
Ella no quería hablar. Bien.
Cerró sus ojos intentando dormir,
pero entonces ella habló.
—Te… te molestaría si trabajo? –
él abrió sus ojos, extrañado.
—Por qué me iba a molestar?
—No te molesta?
—Claro que no. En qué trabajarás?
—Me ofrecieron vender, en uno de
los graneros de la plaza.
—Y por qué quieres trabajar?
—Para tener mi dinero. Para
comprar mis cosas y poder
alimentarme.
—Estás pasando hambre, acaso? –
ella guardó silencio. —Ángela?
—No, no he pasado hambre.
Entonces, si no te molesta,
empezaré esta semana. Gracias.
Ella se dio la vuelta en la cama,
dándole la espalda.
Por qué quería ella trabajar? Por
qué alguien con un padre como el
de ella, con dinero y poder, iba a
buscar trabajo en la plaza?
Ahora que sabía en qué sitio era, no
le gustaba mucho la idea, ella era
muy bonita, y los hombres podrían
querer propasarse.
Se detuvo en sus pensamientos
cuando se dio cuenta del camino
que estaban tomando.
Luego sonrió al ver que alguien le
había pedido permiso para hacer
algo. Eso nunca había sucedido.
Siempre había sido él quien pidiera
autorización para todo.
Pensando en eso, se quedó
dormido.
…12…
Había mucho trabajo que hacer.
Ángela no daba abasto con todos
los clientes que llegaban al enorme
granero haciendo compras
voluminosas, y apenas era viernes.
En Trinidad, cuya población se
dividía entre los que habitaban el
casco urbano y la zona rural, había
un día en que los campesinos de las
fincas aledañas iban al pueblo para
surtirse de víveres que el campo
por sí mismo no podía producir, y
acudían a los graneros como en el
que ella trabajaba ahora.
No se necesitaba ser demasiado
encantadora para atraer clientes, se
necesitaba paciencia y cabeza fría
para ser capaz de llevar varios
pedidos al tiempo. Gracias a su
antiguo oficio de contadora y
secretaria para su padre, era
relativamente fácil.
—Tómate un descanso –dijo Raúl,
un compañero que venía de tomarse
sus quince minutos para poder
sentarse.
Ella le tomó la palabra, y cuando se
iba alejando, vio a García.
La miró de arriba abajo, como
siempre hacía, y le sonrió
mostrándole sus dientes desiguales
y manchados, como si se regocijara
de haberla pillado en una falta
grave. Pero ella no estaba haciendo
nada malo, así que no tenía nada
que temer.
De todos modos, no pudo evitar
sentirse nerviosa.
Seguro le iba a contar a su padre, y
no estaba segura de querer que
Orlando se enterara.
Pero, qué pasaba? Ella estaba
viviendo con su esposo. Ahora él
no le decía cosas horribles como la
primera semana que habían estado
juntos, más bien la ignoraba o era
fríamente cortés, pero él le había
dado permiso para trabajar allí, así
que ya no dependía de la opinión de
su padre.
O sí?
Juan José empezó a ser testigo de
cómo día a día su esposa llegaba
muerta de cansancio a casa. Salía
antes que él y llegaba mucho
después que él. Estaba ganando
millones, acaso?
Pero ella quería hacerlo; de hecho,
le había pedido permiso, así que no
podía decir o hacer nada al
respecto.
Sin embargo no le parecía justo que
alguien tuviera que trabajar tanto.
Por su parte, las obras en la
autopista habían iniciado. Habían
empezado rompiendo calles y
derribando árboles para ampliar la
carretera. Dentro de poco, llegarían
hasta el caracolí maldito, donde él
había caído en una trampa que
había arruinado su vida.
Lo derribaría con placer.
Desconcertado, vio cómo en las
calles empezó a circular
información al respecto. Se había
iniciado una campaña clandestina
para impedir que derribaran el
anciano árbol.
Era una tontería, se dijo, los
dirigentes del pueblo sabían que
tendría que hacerse, así que no
había nada que los ciudadanos
pudieran hacer al respecto.
Constantemente, caminaba las
calles principales del pueblo,
estudiando la cantidad de cambios
que había que hacer, a veces con el
metro en la mano, o el tubo de sus
planos al hombro.
En aquella ocasión no fue diferente,
iba caminando un poco distraído,
haciendo su trabajo, cuando
escuchó una discusión. Alguien
gritaba a otro en un estrecho
callejón, la voz del que hablaba le
hizo erizarse ante el rechazo. Era la
voz de Orlando.
Iba a alejarse como el gato se aleja
del agua, cuando captó otra voz, la
de Ángela.
—Tengo derecho a trabajar, y Juan
José me dio permiso…
—No vas a seguir trabajando aquí y
punto! Te lo prohíbo! –gritó el
hombre a voz en cuello—. Un
Riveros no se rebaja a trabajar en
sitios como éste! Qué estabas
pensando, Ángela, cuando viniste a
hacer de vendedora aquí? Por qué
mierda nunca piensas en mí? Qué
va a decir la gente cuando se entere
de que mi hija está trabajando de
vendedora en un expendio?
—Pensarán que al fin soy una mujer
libre e independiente, y que tengo
dos brazos buenos para trabajar.
—Cállate! Te vas inmediatamente
de aquí!
—Pero… —lanzó un chillido
cuando Orlando levantó su
poderoso brazo para golpearla,
pero el dolor no vino. Por increíble
que pareciera, esta vez él sólo
había amagado.
Sólo que no fue un amago. Juan
José, su esposo, había aparecido de
la nada y detuvo el golpe con su
antebrazo, y ahora miraba a su
padre con furia asesina.
—¿Pensaba ponerle la mano encima
a mi esposa? –preguntó con voz
sibilante.
—Te recuerdo que es mi hija.
—Que usted me entregó como
esposa ante un altar, ya lo olvidó? –
siguió Juan José, casi entre dientes
—. Y si este golpe hubiese llegado,
yo habría tenido que demandarlo
ante la ley.
Orlando se echó a reír.
—La ley está en mis manos –dijo,
liberando su brazo, y sin embargo,
retrocediendo.
—La de este pueblo, sí –siguió Juan
José irguiéndose en toda su
estatura, mirándolo con las manos
empuñadas en una pose de pelea—.
Pero… y las del resto del país? –
Ángela no podía creerlo, pero esta
vez su padre se había quedado sin
palabras—. Ella es ahora mi esposa
–siguió Juan José—, y si ella quiere
trabajar aquí, trabajará. O si quiere
quedarse en casa durmiendo, se
quedará. Sólo yo puedo decir algo
al respecto, si quiero. ¿He sido
claro?
Orlando apretó los dientes mirando
a Juan José. No era un hombre de
encajar bien situaciones de ese tipo.
Por lo general, era él quien dictaba
las órdenes. Miró amenazador a su
hija y se alejó.
Ángela estaba temblando, y ahora
tenía que aguantarse la mirada
atenta de Juan José.
—¿En serio te iba a pegar? –
preguntó, aún incrédulo.
Ella no dijo nada, no necesitaba
hacerlo. Él había sentido la fuerza
que había imprimido en el brazo
cuando lo detuvo. No sólo iba a
golpearla, lo que planeaba,
seguramente, era destrozarle la
cara.
—Se… se acabó mi descanso.
—Este era tu tiempo de descanso?
–ella asintió sin mirarlo, y dio
media vuelta para alejarse.
Juan José la detuvo tomándola del
brazo, queriendo hacerle más
preguntas, pero la soltó sorprendido
cuando ella volvió a chillar como
cuando Orlando alzó su brazo hacia
ella. Le mostró las palmas
mirándola ceñudo.
—No te voy a hacer nada, ahora
cálmate, quieres? –ella estaba al
borde de las lágrimas.
—Lo siento, lo siento, de veras. Lo
siento.
—Ya, no tienes que disculparte –y
entonces ella empezó a llorar. Las
lágrimas caían de sus ojos
asustados e intentó cubrirse el
rostro con sus temblorosas manos.
Pronto vio que su pecho subía y
bajaba en busca de aire. Qué le
estaba pasando? Qué estaba
sucediendo allí?
Primero Orlando grita a su hija
obligándola a que deje el trabajo, y
él mismo impide que la golpee, y
ahora ella, la que él creía era la
niña de papá, estaba llorando
aterrada.
No eran lágrimas de mentira, creía
conocer lo suficiente a las mujeres
como para diferenciar cuándo un
berrinche era para llamar la
atención, y cuándo era real. Y este
no tenía el aspecto de un berrinche.
Sus sollozos estaban tomando el
cariz de un ataque de pánico serio.
Tenía que hacer algo para calmarla,
y no se le ocurrió otra cosa más que
tomarla de la cintura, acercarla a su
cuerpo y besarla.
Su boca sabía a llanto y a lágrimas,
y al principio ella ni siquiera se dio
cuenta de que estaba siendo besada,
pero al fin su cuerpo se fue
relajando y su respiración se fue
acompasando. Luego, ella lo buscó
con sus labios.
Él se alejó entonces.
—Te sientes mejor? –Ángela
asintió, con la cabeza en las nubes
— Aquí está sucediendo algo muy
raro, y me lo vas a tener que contar,
Ángela. Cuando lleguemos a casa,
hablaremos
—Pero hoy… —dijo ella, sin notar
que él había utilizado el término “a
casa”— es viernes… se supone que
te vas a Bogotá.
—Me iré mañana temprano. Esto
tenemos que hablarlo—. Ángela
volvió a asentir sin decir nada y
solamente lo miró. Quería volver a
ser besada—. Bien, termina tu día
aquí –continuó él—. Nos vemos en
casa.
La soltó y dio media vuelta
alejándose. Cuando estuvo sola,
Ángela por fin fue consciente de lo
que había pasado. Su esposo la
había besado. Juan José, por
voluntad propia, la había tomado en
sus brazos y la había besado.
Puso una mano en su pecho. El
corazón le latía acelerado. Qué
había sucedido? Por qué ese
cambio? Por qué la había besado?
Y ahora, qué le iba a decir? Él no
podía hacerse el tonto y fingir que
no sabía que de vez en cuando
recibía golpes de su padre, pues
había leído la nota que ella le
mandara a Eloísa. Por qué se
mostraba interesado ahora? Debía
ella contarle la cruda verdad?
No quería, no podía exponerse así.
No soportaría la vergüenza, o, peor,
a Juan José diciendo que si le
pegaban, a lo mejor era por algo.
Aunque ahora la había defendido.
Cubrió su rostro con sus manos
barriendo las lágrimas. No sabía
qué hacer, sólo esperar el momento
y ver qué iba a pasar.
Pensando en esto, dio media vuelta
para internarse en el almacén de
abarrotes a seguir con su trabajo.
Orlando llegó a su casa y se internó
en su despacho queriendo destruirlo
todo a su alrededor, pero todo le
había costado mucho dinero, su
dinero, así que no podía destrozar
nada.
Cuando posó los ojos sobre el
pequeño escritorio que había
utilizado Ángela hasta que se
casara, sonrió.
Descargó sobre el pequeño mueble
su ira, insatisfecho, porque la
madera se rompió en un santiamén.
—Qué pasa? –preguntó Eugenia, la
única que se atrevía a acercársele y
hablarle cuando estaba de mal
humor.
—Ese maldito! Me ha dejado en
ridículo delante de mi propia hija!
Eugenia se llevó una mano al cuello
de su blusa, acomodándolo
nerviosa.
—Juan José? Pero, cómo es posible
eso?
Orlando no contestó, sólo salió del
despacho ignorando todo el
estropicio que había causado.

Ángela llegó a casa nerviosa. Cerró


la puerta con cuidado y se recostó
en ella.
No quería contarle a Juan José
nada, no quería tener que desnudar
su alma y sacar afuera toda la
porquería que había vivido desde
niña y el miedo que había dentro.
Pero entonces Juan José salió de la
habitación y la vio allí, recostada
en la puerta, y la miró a los ojos.
Se quedaron varios segundos así,
mirándose el uno al otro, la una con
miedo, el otro interrogante.
Juan José se acercó paso a paso a
ella, como si fuera una criatura
asustadiza a la que no quería
espantar. Ella estaba vestida con
una camisa casi sin forma, ancha y
oscura, que tapaba sus hermosas
curvas, y llevaba el cabello largo
trenzado sobre el pecho. Tenía
aspecto cansado.
—Estás bien? –ella simplemente
asintió. Lo miró a los labios,
preguntándose si acaso la besaría
de nuevo.
Él se dio cuenta de la mirada que le
dirigía y tuvo que aclararse la
garganta. Le dio la espalda y se
encaminó a la cocina.
—No sé cocinar gran cosa, pero
hice esto –dijo, señalando unos
huevos revueltos con buen aspecto.
Eso hizo sonreír a Ángela, que se
acercó más animada.
—Cocinaste?
—Eso parece.
—Y me estás brindando de tu
comida? –él hizo una mueca,
incómodo.
—Es sólo que pensé que siempre
llegas medio muerta de cansancio y
a veces ni comes… y lo hice para
mí… sólo que hice mucho… —Se
detuvo cuando Ángela se empinó en
sus pies y alcanzó su mejilla para
besarla— No hagas esas cosas.
—Qué, besar a mi esposo?
—No soy tu esposo.
—Qué raro. Hay un acta que afirma
que sí.
—De todos modos, no lo hagas.
—Entonces deja de hacer esas
cosas lindas para mí.
—No lo hice para ti.
—Como digas –dijo ella sonriente.
Se sirvió huevos generosamente en
un plato y se sentó a la mesa. Juan
José la observó sentarse en una de
las sillas del comedor, cruzando sus
piernas y con el plato en la mano
para comer; al parecer, ese gesto la
había puesto de mejor humor, pues
cuando llegó parecía al borde de
las lágrimas de nuevo.
Para no mirarla, repasó las
baldosas de la cocina, de un verde
anticuado, pensando en que tal vez
debía plantearse compartir con ella
los gastos de alimentación. No
imponerle que ella aportara, pues lo
que debía ganar no podría alcanzar
para gran cosa, pero sí para que
ella se alimentara mejor.
Sacudió su cabeza. No iba a
facilitarle la vida, ese había sido su
mantra desde que se casaron,
aunque ahora…
Aunque ahora la miraba y no podía
dejar de compararla con una niña
abandonada.
Tendría que escarbar fuertemente
en su pasado para saber qué era
ella realmente, si una ladina
inescrupulosa y maquinadora, u otra
víctima de Orlando Riveros.
Cuando ella hubo terminado, y
además se tomó una limonada un
poco dulce, se miraron en silencio.
Juan José esperaba y la miraba,
cruzado de brazos recostado al
mesón de la cocina.
—Parece que tienes un bulto de
preguntas que tirarme encima –dijo
ella, interrumpiendo el silencio—.
Dispara.
—Sólo tengo mucha curiosidad por
ti.
—Ah, vaya. Me siento como un
animalito en un zoológico.
—No te pongas chulita. Dime la
verdad, Ángela. Tantas ganas tenías
de atrapar un esposo que no
resististe el contarle a tu padre lo
que pasó entre los dos en el
caracolí? –ella lo miró
boquiabierta.
—Eso piensas? Que se lo conté a
papá?
—Cómo se enteró entonces? Otra
cosa: por qué no entendiste desde el
principio que aquello sólo fue un…
affair? –Ella lo miró un poco
desubicada— Un affair! Un
coqueteo, una relación de una
noche.
—Sé lo que es un affair, gracias. Y
por qué crees que alguien como yo
se prestaría para affairs? Tengo ese
aspecto?
—La noche de la fiesta lo tenías.
Coqueteaste descaradamente
conmigo! Te invité fuera y no te
opusiste.
Ángela se echó a reír y se puso en
pie, se había quitado los zapatos y
ahora estaba descalza. Caminó
hacia él y le puso un índice en el
pecho.
—Cómo se nota que nunca
conociste a una mujer inexperta –le
dijo con una sonrisa irónica—.
Cuando dijiste que me habías
estado buscando, creí que me
andabas buscando. Cuando me
dijiste que te habías vuelto loco por
mí, creí que te habías vuelto loco
por mí. Cuando me dijiste –siguió
ella alzando más la voz— que
querías que fuéramos un momento
afuera porque allí se podía charlar
mejor, creí que buscabas
exactamente eso! Charlar mejor!
Pero no! No bien estuve fuera, me
besaste! Tuve mi primer beso y ni
siquiera lo vi venir!
Él la miraba boquiabierto.
—Ese fue tu primer beso?
—¡Carajo! Fuiste mi primer beso,
el primer hombre que vi desnudo, el
primero en todo!
—Pero cómo es posible? Estabas
vestida como si…
—Como si qué!
—Como si buscaras acción de una
noche!
Ángela se cruzó de brazos dándole
la espalda, y con una mano empezó
a tirar de las puntas de su trenza.
—Esa noche no estaba buscando…
eso… Me vestí así por idea de
Eloísa. Ella siempre dijo que vivía
demasiado encerrada, que tenía que
escaparme de vez en cuando.
—Quién es Eloísa.
—Mi mejor amiga.
—Pues no te hizo ningún bien esa
noche.
—No… yo no lo creo así… —se
giró mirándolo a los ojos— ella fue
quien me dio el… preservativo.
—Entonces reconoces que esa vez
sí fuiste con la intención de…
—¡Sí, lo reconozco! ¡Quería
hacerlo! ¡Quería tener sexo contigo!
Tiene eso algo de malo?
—Lo malo fueron las
consecuencias. Me atrapaste en un
matrimonio que no quería!
—Yo nunca me imaginé que papá te
obligaría a casarte conmigo
utilizando esos métodos tan…!
—Y entonces por qué se lo
contaste?
—Mírame a los ojos, Juan José –le
gritó ella de nuevo; él le hizo caso
—, lo viste hoy, viste cómo me
hablaba, y cómo se pone cuando le
llevo la contraria en algo. ¿De
veras crees que sería tan estúpida
de contarle algo así a propósito?
—Entonces…
—Fue un accidente! –gritó al fin—.
Se enteró por accidente! Eloísa y yo
estábamos hablando y mi mamá
escuchó y se lo contó a papá y fue
el acabose!! –Él la miró con el
ceño fruncido— Y no me digas que
no sabías, que no te lo imaginabas!
El día después te envié una nota,
disculpándome por haberte dejado
plantado. Sólo que te entregaron la
nota que había enviado a Eloísa, y
ahí decía todo!
Él la seguía mirando ceñudo.
—No leí esa nota –Angela se echó
a reír.
—Claro, debí imaginarlo.
—Acababa de ser amenazado –
insistió él—. Me acababan de
poner un arma en la sien para
obligarme a casarme contigo.
¿Crees que tenía ganas de leer
alguna nota tuya? –ella lo miró con
ojos grandes, y él leyó en ellos la
angustia.
—No quería que papá hiciera eso.
Tal vez… tal vez nos buscamos
solos todo esto.
—Exacto. Es por eso que me voy a
divorciar de ti en cuanto pueda.
—No, por favor…
—Y por qué no?
—No puedo divorciarme de ti!
—Claro que puedes. Ni tú ni yo
queremos esta unión. Yo tengo mi
vida en Bogotá. Tú tienes tu vida
aquí.
—No es cierto! No tengo vida aquí!
Si me echaras de tu lado yo…
tendría que volver al lado de papá,
y si casi me mata cuando se enteró
de que me acosté contigo, te
imaginas…? —se quedó en
silencio, pero el daño ya estaba
hecho. Se llevó los dedos a la boca
deseando poder recoger las
palabras sueltas, pero él la estaba
mirando entre horrorizado e
interrogante.
—Que él qué, Ángela?
—Yo… es tarde, mañana tienes que
madrugar para…
Cuando vio que ella se escurría, la
tomó fuertemente de la mano, y
confirmó sus sospechas cuando la
vio encogerse ante el contacto poco
amable, como si esperara un golpe,
o algo peor.
Al parecer, aquello ya era un acto
reflejo: encogerse cuando alguien la
tomaba del brazo.
Descubierta, ella se giró a mirarlo
lentamente.
—No es la primera vez que
reaccionas así –susurró él—. Si yo
hiciera esto –alzó su mano como
para pegarle, y estupefacto, vio
como Ángela no sólo gritaba, sino
que se tiraba al suelo cubriéndose
la cabeza.
Como si en vez de amagarla con un
golpe la hubiese asesinado, Juan
José la soltó, empuñó sus manos y
dio varios pasos atrás.
—No quería asustarte, sólo…
Ángela, lo siento.
Ella lo miró a la cara, con la
respiración agitada, tratando de
comprender qué había pasado.
Cuando se dio cuenta de que él sólo
la había engañado para confirmar
sus sospechas apretó sus dientes.
—Qué… qué querías comprobar
con eso?
—Quién te pegaba, Ángela?
—Eso qué te importa?
—Era él, verdad? Tu padre te
golpeaba?
—Para qué quieres saberlo? Para
usar esa arma contra mí? Qué harás
ahora cada vez que te lleve la
contraria?
—Jamás te golpearía! –gritó él
ofendido—. Jamás te pondría una
mano encima! Por Dios! Con lo
pequeña que eres, podría
destrozarte con un solo golpe… Oh,
Dios! –se interrumpió él como si
cayera en cuenta de algo—. Qué te
hizo ese hombre cuando se enteró,
Ángela?
Ella se levantó del suelo y caminó
de prisa a la habitación, secándose
furtivamente unas lágrimas. En un
par de pasos él la alcanzó y la
atrapó tomándola por la cintura y
alzándola. Ángela empezó a gritar
pidiendo que la soltara.
—No! Vas a contármelo todo! –se
impuso él, poniéndola contra la
pared. Ella forcejeaba.
—Y a ti qué te importa! Acaso te
interesa cualquier cosa que me haya
sucedido antes o durante o después?
Quieres divorciarte de mí!
—Qué te pasará si nos
divorciamos? –inquirió él, y el
terror acerbo que pasó por los
grises ojos lo dijo todo, y tuvo que
soltarla lanzando una maldición tras
otra.
Ella no dijo nada. Odió sentirse tan
indefensa, tan desnuda, tan
expuesta.
Cuando Juan José se cansó de
lanzar tacos, volvió a mirarla.
—Es decir, no podemos
divorciarnos ni aunque quisieras.
—Lo… lo siento.
—Y no puedes irte… a otro lugar?
—Nunca he vivido fuera de
Trinidad! No conozco a nadie más!
—Maldita sea! Por qué tienes un
padre así? –ella se echó a reír con
amargura.
—Me he hecho esa misma pregunta
desde niña.
Él se acercó a ella y puso una mano
sobre la pared, cerca de su cara. Lo
tenía tan cerca!
De sus ojos salieron un par de
lágrimas por desear tanto su
consuelo, su contacto.
—No, no llores –le pidió él
barriendo sus lágrimas con el
pulgar—. Todo esto fue culpa mía.
—Tal vez… —susurró ella— tal
vez tengas razón; no debí vestirme
así, ni ir a esa fiesta.
—Pero entonces no… —se detuvo
ante lo que iba a decir. Era como si
no pudiera controlar su lengua. Iba
a decirle que entonces no la habría
conocido, que entonces no habría
tocado el cielo cuando hizo el amor
con ella. Que incluso en ese
momento quería volver a poseerla.
Su mano, más traidora que su
lengua, se posó sobre su hombro y
lo masajeó por encima de la tela de
su blusa.
Ángela levantó también su mano y
la puso sobre su pecho.
—Tenemos que hacer algo, Ángela
–ella sonrió.
—Se me ocurren muchas cosas—.
Él la miró confundido por un
momento, y se alejó sonriendo
también.
—No, no… ni lo sueñes. Eso no
puede volver a pasar.
—Por qué no? Tú lo deseas –él la
miró de nuevo apretando sus labios.
Era algo que no podía ocultar.
—Yo amo a Valentina, Ángela –
ella lo miró meneando su cabeza.
—Un hombre que ama no es infiel.
—Es diferente! Lo que hay entre
ella y yo…
—Qué es? –insistió ella—. Tanto
ha cambiado el mundo desde que
leí mi última novela? Según yo sé,
un hombre enamorado no puede
pensar siquiera en otras mujeres.
Juan José sacudió su cabeza.
—No toquemos ese tema. Y como
te dije antes –siguió él, sentándose
en el espaldar del sofá y cruzándose
de brazos—. Tenemos que hacer
algo.
Ella dio unos pasos a él, cautelosa.
No sabía aún hasta dónde llegaba el
efecto que causaba en él, y ahora no
estaba lo más sexy que se pudiera
decir, más bien estaba un poco
sucia y descuidada por la jornada
de trabajo tan larga.
Sólo por probar, se dijo a sí misma.
Cuando estuvo casi entre sus
piernas, y manteniendo las manos
quietas, lanzó una silenciosa
oración al cielo. Lo que iba a hacer
era su mayor apuesta, el riesgo más
grande que iba a tomar en la vida,
pero valía la pena. Lo creía
firmemente.
—Y si hacemos una tregua? –
propuso. Él la miró interrogante,
con sus ojos verde avellana tan
expresivos—. Ya sé que no quieres
estar conmigo, y que tu vida desde
que nos casamos ha sido un
infierno. Has estado enojado
conmigo desde el día de la boda,
pero ahora sabes que no fue mi
culpa, y que yo no lo he pasado
mejor. Pero… y si hacemos una
tregua?
—A qué te refieres con una tregua,
exactamente.
—A que no nos tratemos más como
si fuésemos enemigos –contestó
ella, y no pudiendo evitarlo, levantó
la mano al cuello de su camisa,
acomodándolo, como si hubiese
estado mal puesto—. A que…
intentemos llevarnos bien.
—Con una condición.
—La que quieras.
—Cuando sea posible divorciarnos,
lo haremos, y tú no pondrás ninguna
objeción.
Ella dejó caer su mano, sintiéndose
herida. Sé fuerte, se dijo, si salvas
este obstáculo, él no querrá
divorciarse de ti.
Asintió, firmando el acuerdo, y la
apuesta empezó.
…13…
Ángela despertó temprano, pero no
quiso moverse. Sabía que estaba
sola en la cama.
Juan José se había ido a Bogotá, a
encontrarse con Valentina.
Lo había sentido levantarse cuando
aún era oscuro, tomar su maleta y
salir. Ni siquiera la había
despertado para despedirse. Pero
claro, quién era ella, acaso? Sólo
su esposa.
Cerró sus ojos. Cómo iba a poder
luchar por él cuando cada fin de
semana iba a encontrarse con su
amante y ella no podía hacer ni
decir nada para evitarlo? Y si lo
delataba y hacía que la tal Valentina
lo dejara, entonces él la odiaría
tanto que se divorciaría sin
contemplaciones.
No, no era así como debía jugar sus
cartas, debía ser más astuta.
Pero los celos la estaban matando.
La noche anterior habían hablado
bastante, y por primera vez se había
sentido cercana a él. Habían hecho
planes juntos.
Le preguntó si consideraba seguro
seguir trabajando allí, ya que
Orlando se había enterado. Él
estaría fuera los fines de semana y
no quería que ella corriera ningún
riesgo, así que habían acordado que
renunciaría ese mismo día.
De los gastos de la casa y su
alimentación ella no debía
preocuparse. Él ganaba un buen
sueldo y podía mantenerla;
convinieron entonces que él le daría
una cantidad suficiente para sus
gastos. Ahora él volvería a casa a
almorzar al medio día.
Así, ella entonces tendría para sus
cosas de uso personal, y no tendría
que preocuparse otra vez por el
dinero.
Con timidez, ella le había
preguntado si a él le molestaba que
ella saliera a visitar a sus amigas, a
lo que él contestó, casi molesto, que
no era ningún cavernícola, que ella
podía ir a donde quisiera, a la hora
que quisiera, mientras no fuera tonta
y se expusiera a un robo o algo
peor.
Sonriendo, ella le había besado de
nuevo la mejilla. Él se había
quedado tieso, intentando no
mostrar que lo afectaban sus
muestras de cariño, pero ella sabía
que sí, ya lo iba conociendo.
Ahora tenía que ir a trabajar, y
renunciar.
Pero no quería levantarse, porque
Juan José no iba a estar, porque
seguro estaba ya con la hermosa
Valentina, y a ella la estaban
carcomiendo los celos.
Resignada, se levantó y se metió a
la ducha. Había bajado de peso,
bastante, y ahora se le dibujaban las
costillas a través de la piel. No
podía verse fea, ahora más que
nunca, debía usar sus encantos. No
conocía ni había visto en fotos a la
tal Valentina, así que no sabía
contra qué competía. Aunque
conociendo a Juan José, debía ser
alguna sofisticada belleza.

—Estás bastante ausente hoy –se


quejó Valentina, echando hacia
atrás su rubio cabello y mirando a
Juan José con sus cejas alzadas.
—Lo siento. Es sólo que tengo
muchas cosas en la cabeza.
Habían estado almorzando en un
fino restaurante de la ciudad. Ella
hablaba y hablaba hasta que se dio
cuenta de que él no estaba
participando en la conversación.
—Qué cosas?
—Cosas, cosas de trabajo.
—Puedes contarme, sabes?
Él la miró al fin.
Había esperado un reproche por no
haber llegado la noche anterior, por
haber aplazado el viaje hasta esa
mañana, pero ella no había dicho
nada.
Sabía que ella había esperado,
como siempre sucedía, que él la
desnudara y la tumbara sobre
cualquier superficie a mano en
cuanto la viera, pero tampoco había
sido así, y ella tampoco dijo nada.
Se estaba poniendo nervioso.
—Están montando una campaña en
contra de la autopista –le contó,
buscando en su mente cualquier
cosa que lo justificara de su
comportamiento.
—Ah, vaya. Era eso.
—Es grave –se quejó él, cuando
ella le quitó importancia—. Podrían
retrasar la culminación del
proyecto, y quiero terminar lo más
pronto posible.
—Y por qué se oponen?
—Porque habrá que derribar un
viejo y añoso caracolí, que es algo
así como un símbolo para el
pueblo.
—Vaya, qué raro eso.
—Sí, es sólo que hay muchas
historias alrededor suyo. Dicen que
allí se aparece una mujer que murió
hace mucho tiempo.
—No me digas que te crees esas
leyendas –se rió ella levantando de
la mesa su copa de vino. Juan José
la miró recordando a Ángela
contarle aquella historia, como si la
creyera de verdad.
—No, yo no. Pero los habitantes de
Trinidad sí, y eso es lo delicado.
—Bueno, pero los dirigentes de ese
pueblo no harán caso de esas
tonterías, saben lo que les conviene,
y derribarán ese árbol para poner
encima una autopista. Y ya. Asunto
solucionado.
Él dejó su copa de vino sobre el
fino mantel mirando los destellos
de luz sobre los cristales dispuestos
en la mesa. Había algo alrededor de
todo ese asunto que no lo dejaba en
paz, tal vez era porque sabía que
Ángela se pondría triste si
derribaban el árbol. Pero no era
posible trasplantarlo, como habían
hecho con otros, así que no se podía
hacer nada.

En la noche, y sobre la cama de


Valentina, miraba el techo,
pensativo.
Su novia dormía a su lado, y la
habitación estaba en silencio.
Ahora sabía por qué ella no había
dicho nada por no haberla
desnudado en cuanto llegó. Ella
estaba en los días del mes, y él no
tenía ánimo para otros juegos
sensuales, así que simplemente
dormían.
Una mujer vestida en un vaporoso
vestido color marfil se le acercó.
Era hermosa, con su cabellera
oscura y ondulada que le llegaba a
la espalda baja. El viento movía
tanto sus cabellos como los
pliegues de su largo vestido.
Extendió una mano hacia él, y no
pudo evitar levantarse de la cama y
extender la suya para tocarla.
—Piensas en mí, porque eres mío –
dijo ella. Él no pudo decir nada,
estaba anonadado con su belleza y
sensualidad—. Me perteneces
desde hace mucho tiempo. Y yo
también te pertenezco a ti.
La voz de la mujer era rica en
matices, parecía la voz cultivada de
alguna cantante de blues. Él la
miraba con la boca seca,
impresionado por la feminidad de
sus rasgos, por la exquisita belleza
de su cuerpo a través del vestido,
por la suavidad del toque de sus
manos, unas manos hermosas.
—Quién eres?
—Por qué quieres destruirme?
—No quiero destruirte –se defendió
él—, jamás destruiría algo tan
hermoso.
—Y sin embargo, lo haces. No te
resistas más –le dijo ella, como en
una súplica, y apretando su mano
contra su pecho—. Nos
pertenecemos; no me hagas más
daño. Vuelve a mí.
Juan José se sentó súbitamente en
su cama, respirando agitado.
Miró alrededor. La habitación de
Valentina estaba en penumbra, y
ella dormía tranquila.
Había sido todo un sueño? Pero él
la había visto, allí mismo! La mujer
más hermosa!
Se levantó de la cama y dio varios
pasos alrededor recordando la voz,
las palabras, el tacto de sus
manos… pero ahora no era capaz
de ver el rostro de la mujer, de
recordarlo.
—Me estoy volviendo loco –
susurró, sentándose de nuevo en la
cama.
No era un hombre de soñar mucho.
La mayoría de veces, olvidaba lo
que soñaba, cuando soñaba, pero
esta vez había sido tan vívido que
estaba seguro de no olvidarlo
jamás.

—Van a derribar el caracolí? –


preguntó Ángela, pesarosa.
Era domingo por la tarde, y estaba
en su casa. Había recibido dos
visitas inesperadas: Ana y Eloísa.
Se habían encontrado en la calle,
mientras Eloísa buscaba la casa
subida en su carro, cuando vio a
Ana se detuvo y la invitó a subirse.
Ahora estaban en casa y charlaban
de todo un poco. Por primera vez
las tres estaban en un sitio en
igualdad de condiciones, donde no
había la hija del señor, la sirvienta,
ni la hija del alcalde.
Pero Ana no se estaba quieta,
limpiaba aquí, sacudía allá,
organizaba acá. Por más que Ángela
le había pedido que dejara todo así,
ella seguía en sus labores. Eloísa,
en cambio, estaba sentada en el sofá
cruzada de brazos y piernas,
mirándola con la boca torcida en un
gesto. Ella era quien le contaba que
Juan José iba a pasar su hermosa
autopista por encima del caracolí.
Su madre misma le había contado.
—Pero Juan José sabe que ese
árbol es muy importante! –exclamó
Ángela—. Él sabe que…
—Acaso es de aquí? –contestó
Eloísa. —Acaso sabe?
Ángela se mordió el interior del
labio cayendo en cuenta de por qué
él quería derribar el caracolí.
Claro, allí había sido el principio
de su fin.
—Tal vez usted pueda convencerlo
de que no lo haga –sugirió Ana,
desde la cocina.
—Ja! Sobre todo yo.
—Siguen tan mal las cosas? –
preguntó Eloísa.
—Bueno, no. Ahora somos una
especie de… compañeros de piso,
o yo que sé. Pero no cambiará sus
planes de trabajo sólo porque ahora
establecimos una tregua.
—A cuento de qué.
—A cuento de que ya sabe que si
nos divorciamos papá me matará.
—Lo sabe? –exclamó Ana.
—Sí. Se enteró y no pude
negárselo.
—Mejor. Así estás a salvo del ogro
de tu padre.
—Qué reacción tuvo? –volvió a
preguntar Ana.
—Se molestó muchísimo. Se sabe
un montón de malas palabras –rió
Ángela.
—Entonces él no le pegaría.
—Eso me prometió.
—Cómo están tan seguras? –
preguntó Eloísa, mirando a Ángela
y a Ana con ojos entrecerrados—.
Los hombres pueden ser muy
engañosos. Él puede ahora estar
haciéndose la santa palomita para
luego sacar las garras.
—Sólo lo sé –dijo Ángela—. Él no
me pegará.
—De todos modos, sé cuidadosa.
Quisiera tener tanta fe como tú,
pero no puedo.
Ángela miró a su amiga fijamente.
Comprendía su desconfianza; a ella
la habían herido en el pasado.
Eloísa, al sentirse observada, se
pasó adelante todo su cabello largo
y castaño, peinándoselo con los
dedos y con una mirada que
advertía que no quería hablar del
tema.
—Creo que… si hago las cosas
bien… podré conservar a mi
esposo –dijo, y Ana se detuvo al fin
en sus actividades y tomó una silla
del comedor para sentarse frente a
ambas en los muebles de la sala.
—Eso está muy bien. Yo no sé
nada de hombres, pero en cualquier
cosa que necesite, yo puedo
ayudarla. Puedo enseñarle muchas
cosas de cocina, y para mantener la
casa limpia…
—No, no te vayas a transformar en
un ama de casa sumisa –contradijo
Eloísa—. Atácalo con sexo.
—Chicas, no creo que ninguna de
las dos formas vaya a ayudarme
mucho.
—Estás cuidándote? No te vayas a
quedar embarazada.
—Eso complicaría las cosas! –
exclamó de nuevo Ana—. O las
solucionaría, quién sabe.
—No, no voy a quedarme
embarazada. Tu madre me enseñó
varios métodos para evitarlo y los
estoy usando.
—Muy bien. Si lo dice mi madre es
que es cierto –Dijo Eloísa
descruzándose de piernas.
En el momento se abrió la puerta y
tras ella aparecieron tres hombres:
Juan José, Mateo y Fabián.
Ángela miró a su esposo intentando
que no se le notara la felicidad
porque él había vuelto antes de lo
previsto, y él apenas la miró y se
vio en su rostro la sombra de una
sonrisa.
—Se me pegaron y no pude
deshacerme de ellos –se excusó
Juan José, mirando feo a sus
amigos. Fabián se echó a reír.
—Queríamos conocerte…
conocerte bien, quiero decir. Nadie
ha tenido la delicadeza de
presentarnos. Yo soy Fabián.
Extendió su mano a ella y la saludó.
Ángela se la recibió en silencio
mirándolo bien. Tenía el cabello
castaño rojizo y largo que le tapaba
las orejas. Sus cejas eran del
mismo tono del cabello, y los ojos,
verdes como limas. Era
exageradamente guapo.
—Un placer –contestó cuando pudo
dejar de mirarlo.
—Y este es Mateo –siguió Fabián,
orgulloso por haber impresionado
positivamente a la esposa de su
amigo.
Ángela miró entonces al más alto de
todos. Tenía el cabello negro y los
ojos marrones. Su aura era mucho
más tranquila, y exudaba confianza
en sí mismo. Le tendió la mano y le
sonrió. Dioses! De dónde sacaba
Juan José a sus amigos?
Este era de tez blanca y labios
rosados, carnosos y besables… Si
ella no quisiera estar ya besando a
Juan José, pediría turno con este.
—Ya me presento yo solo –se
quejó Mateo—. Eres más guapa de
lo que te recordaba.
—Me conocías?
—Te vi un par de veces antes:
cuando te presentaste como Pepita,
y cuando juraste amar hasta la
muerte a este idiota.
—Ah…
—No te preocupes, sabemos que
será imposible –siguió Fabián—. Si
lo dejas, lo entenderemos—.
Ángela no lo pudo evitar y se echó
a reír por la manera como se
tomaban su tragedia.
—Son unos idiotas –farfulló Juan
José—. Me toca lidiar con ellos
todo el tiempo, ya te imaginarás qué
suplicio.
Ángela sonrió mirando alrededor.
Ana había desaparecido en la
cocina, y Eloísa miraba a cualquier
sitio menos a los tres hombres.
—Ah… estas son mis amigas –dijo,
intentando presentarlas—. Ana y
Eloísa.
—Un placer –dijo Eloísa
secamente, tendiendo desde su
asiento la mano a ambos, pero
mirando como ave de rapiña a Juan
José. Ana ni siquiera se dio la
vuelta desde la cocina.
—Es un poco tímida –susurró
Ángela, excusándola.
—No te preocupes.
—Y bien, ya vinieron, ya la
vieron… podrían irse? –sugirió
Juan José señalándoles la puerta.
—Qué mal anfitrión eres. Dónde te
enseñaron esos modales? –rezongó
Fabián, sentándose al lado de
Eloísa y dirigiéndole su sonrisa
más cándida. Ésta sólo pudo alzar
sus cejas mirando a otro lado—.
Podríamos hacer una fiesta. Mira!
Hacemos parejas!
—No seas idiota –lo regañó Juan
José, y Mateo sólo pudo reír.
Eloísa lo miró entonces
atentamente.
—Lo está haciendo a propósito –se
explicó Mateo ante la mirada de
ella, mientras se sentaba en la silla
que antes había movido Ana—.
Quiere ponerlas nerviosas. Así
entonces él será el gallito y
dominará la reunión.
—Siempre son así? –preguntó
Ángela, a nadie en particular.
—Peor –contestó Juan José,
dirigiéndose a la cocina.
Ana, al sentir a Juan José cerca, se
quedó quieta como una estatua.
—Tú debes ser Ana –susurró Juan
José. Ella asintió—. Gracias por
cuidar de Ángela. De veras.
Ana lo miró abriendo grandes sus
ojos oscuros. Nunca se esperó que
él le agradeciera por algo así.
—Conozco a la señorita Ángela
desde que ambas éramos niñas –
dijo—. Siempre trabajé en su casa
y crecimos juntas. Claro, ella era la
hija del señor y yo la sirvienta,
pero eso no impidió que nos
tomáramos cariño. Ella nunca ha
tenido amor, joven Juan José, y el
que le dábamos nosotros no era
suficiente. No le haga daño por
favor.
Juan José sintió una punzada en sus
entrañas ante las últimas palabras,
pues se parecían demasiado a las
que dijera la mujer de su sueño.
—Lo intentaré –le prometió Juan
José.
La vio recoger su bolso, y luego
dirigirse a la sala para despedirse
de Ángela. Salió de la casa sin
siquiera dirigirle una mirada a
nadie más.

Mateo y Fabián se estuvieron una


hora más, hasta que hubo
oscurecido, fue entonces cuando
Eloísa dijo que se le había hecho
tarde y que tenía que irse. En
seguida Mateo y Fabián se habían
ofrecido a llevarla.
Juan José había abierto una botella
de vino y había repartido el líquido
en los pocos vasos que tenía, así
que le recibió el vaso a Eloísa
mientras esta se ponía en pie para
irse.
—Ten cuidado con esos –le
advirtió—. Intentarán conquistarte.
Les será inevitable, así que
perdónalos.
—Soy inmune a los encantos de los
chicos de ciudad –le contestó ella
con una sonrisa que no le llegó a
los ojos. Miró a Fabián, eligiéndolo
como si simplemente estuviera de
compras en una tienda de zapatos
—. Me acompañas?
Y Fabián se puso en pie contento,
como si fuera un niño al que un
mago de circo eligiera para alguna
demostración, y se fue con Eloísa.
Cuando quedaron a solas con
Mateo, Juan José se echó a reír.
—Tu amiga es tenaz.
—Es la mejor.
—No esperé encontrarte en casa.
—Dónde creías que estaría, en casa
de mis padres pasando la tarde del
domingo?
—Bueno…
—Si se van a besar, avísenme –se
hizo escuchar Mateo, que los
miraba con ojos entrecerrados.
Se miraron a sí mismos y
descubrieron que estaban
demasiado próximos, ella sentada
en el único sillón de la sala, y él en
el apoyabrazos del mismo.
—Entonces… Mateo –dijo Ángela,
sonriendo nerviosa—. Qué haces
tú?
—Para ganarme la vida, dices?
—Él no necesita hacer nada para
ganarse la vida –apuntó Juan José,
sentándose en el sofá que antes
dejaran libre Eloísa y Fabián—. Es
rico como Creso.
—Eso es una tontería. Soy
ingeniero industrial. Trabajo en una
empresa.
—En una de las empresas del papá.
La dirige.
—Vas a contestar por mí a cada
pregunta?
—Es sólo que no respondes
completo—. Al sentir la risa de
Ángela ambos se detuvieron.
—De niños debieron ser terribles.
Y Miguel?
Los dos hombres la miraron serios.
—Cuál Miguel?
—Tu otro amigo. Son cuatro, no? El
otro se llama Miguel.
—De qué lo conoces?
—Ay, por favor. Una vez lo
enviaste para hablar conmigo.
—Ángela, yo nunca he enviado a
ninguno de mis amigos a hablar
contigo.
Ángela lo miró en silencio, un poco
sorprendida por la seriedad de su
respuesta.
—Cómo era? –Preguntó Mateo,
atento a sus palabras.
—Mediana estatura –contestó
Ángela, preguntándose si acaso
había metido la pata—. Cabello
castaño oscuro, ojos negros…
—Es Miguel –confirmó Mateo.
—Qué quería hablar contigo?
—No sé, no lo dejé hablar. Tal vez
quería presentarse, así como Mateo
y Fabián.
—Sí, tal vez –murmuró Juan José,
entre dientes. No le gustaba para
nada que uno de sus mejores amigos
estuviera rondando a su esposa,
aunque no podía decir exactamente
por qué. Tal vez si lo hubiese hecho
abiertamente, como hacían Fabián y
Mateo, no sonaría tan sospechoso,
pero lo cierto es que nunca les
había dicho que había venido a ver
a Ángela.
—Les debo mi regalo de bodas –
dijo Mateo, cambiando el tema de
conversación—. He estado
pensando qué darles. Qué quieres
tener, Ángela?
—Tan rico eres que haces esas
preguntas? Yo podría pedirte algo
muy caro.
—Si eres tan sensata como me
pareces, no lo harás. Vamos, pide y
se te dará—. Ángela sonrió.
—Debes tener mil novias.
—En realidad no –contestó Juan
José—. Anda solo. Es desconfiado.
Cree que todas se le acercan por el
dinero.
—Ya me pasó muchas veces. Pero
tú no eres así, así que pide.
—Echo de menos mi bañera. En
casa de papá tenía, aquí no.
—Es verdad, yo también echo de
menos la bañera –agregó Juan José.
—Remodelación completa de baño!
Hecho!
—Pero es una tontería, la casa no
es propia. La bañera le quedará al
dueño.
—Pero la usará tu esposa, no seas
tacaño, hombre.
Juan José se echó a reír, un poco
extrañado.
Lo que había dicho de su amigo era
verdad. No se establecía con
ninguna mujer en serio porque
desconfiaba de ellas y sus
intenciones. El hecho de que le
ofreciera a Ángela un regalo de
manera tan abierta era extraño…
Tal vez ella le inspiraba una
confianza que no sentía ni ante
Valentina, pues a ella nunca le
había dado carta blanca para que le
pidiera lo que quisiera, ni en sus
cumpleaños.
Lo miró conversar con Ángela,
sintiendo otra vez esa punzada en
sus entrañas. Ángela había entrado
demasiado fácil en su círculo de
amigos. Ellos eran chicos buenos,
bastante coquetos y relajados con
las mujeres, pero nunca se
mostraban tan asertivos con
ninguna, ni siquiera con Valentina;
habían mostrado aceptación
inmediata hacia ella, y Mateo lo
había confirmado ofreciendo su
regalo.
Ellos habían sentido en ella lo
mismo que sintió él cuando la
conoció, sólo que a él lo afectó a un
nivel mucho más profundo.
En el momento, Ángela se sintió
observada por Juan José, y
nerviosa, empezó a toquetear las
puntas de su cabello.
Ese gesto atrajo la mirada de Juan
José. Tenía manos bonitas.
“No me hagas más daño. Vuelve a
mí”
Juan José levantó la mirada hacia
los ojos de Ángela. Ya sabía quién
era la mujer de su sueño.
…14…
—Por qué… regresaste antes? –
preguntó ella cuando estuvieron a
solas.
Fabián había regresado de
acompañar a Eloísa y se habían
estado otro rato más en la sala
charlando y conversando. Ángela
había preparado unos aperitivos
que ellos gustosos aceptaron, y al
parecer le habían quedado bien,
pues no dejaron ni las migas.
Ángela se había sentido feliz y
nerviosa, esa había sido la primera
vez que desempeñara el papel de
anfitriona y tuviera tantos invitados
en su casa… y para verla a ella, no
por su padre, su madre, ni nadie
más.
Luego se habían ido prometiendo
regresar, hacer un picnic, contarle
historias vergonzosas acerca de su
esposo.
Ellos se fueron y otra vez se habían
quedado solos, la casa silenciosa, y
muchas preguntas flotando en el
ambiente.
—No lo sé –contestó él a su
pregunta—, simplemente se dio así.
—No se molestó Valentina? –él la
miró un poco ceñudo, extrañado de
que ella trajera su novia a colación.
—No. No se molestó. Por qué
habría de molestarse?
—Bueno, sólo te tiene los fines de
semana. Yo estaría molesta.
—Ya lo creo.
Ella se giró a mirarlo,
preguntándose si eso había sido
sarcasmo, pero él sonreía de medio
lado, mirándola. Dejó los vasos
limpios en su lugar y se secó las
manos en su delantal.
Se quedaron allí, mirándose y en
silencio varios segundos, sin notar
que el tiempo pasaba. Hasta que el
teléfono de él sonó y se fue al
jardín a contestar la llamada. Era
Valentina.
Ángela se metió en la habitación
con deseos de llorar. De nada le
servía tenerlo aquí si su corazón
estaba allá, al lado de ella. Pero
contuvo las lágrimas y recompuso
su semblante. No era el momento ni
era la razón para derrumbarse, ella
era una guerrera, y peleaba a ganar.

Cuando Juan José regresó, la


encontró en la habitación
desvistiéndose. Ella le daba la
espalda, y no tenía forma de ver que
él se quedaba admirando su piel.
Valentina se había quedado
enfadada por haberse venido antes
de lo previsto, al parecer, había
hecho planes con él para esa noche,
pero él se había ido por allí con los
muchachos, y cuando le propusieron
llevarlo a Trinidad, no se le ocurrió
que ella quisiera que se quedara, y
simplemente se vino.
Ella suponía que había venido a
quedarse solo en su casa, y por eso
le reprochaba, pues al parecer,
prefería venirse a un pueblito, solo,
que estar con ella.
—Ah, estás allí –dijo ella,
sacándolo de sus pensamientos.
Él dejó su teléfono sobre la mesa
de noche y volvió a salir.
Se fue hasta la cocina y se recostó
en la encimera, observando desde
allí el resto de la casa. La pequeña
mesa del comedor, los muebles de
la sala donde habían estado
sentados sus amigos, la puerta de la
habitación por la que salió Ángela
con una pequeña bata de algodón y
encaje.
No se dio cuenta de que la tenía a
sólo un paso sino hasta que ella
extendió la mano a él y le tocó la
barbilla.
Había estado tan ensimismado, tan
perdido en sus preocupaciones, que
no había notado que se acercaba,
descalza, hasta el sitio donde él
estaba.
—Estás preocupado.
Él levantó la mirada, sorprendido
de que hubiese dado en el blanco.
Pero entonces ella se acercó más.
—Ángela, te dije que…
—Ya sé lo que me dijiste –le
interrumpió ella—, pero hubo algo
que yo no te dije a ti.
—Qué.
—Que pienso luchar por ti –él le
sonrió triste.
—No vale la pena luchar por mí –le
dijo, con su voz y sus ojos verde
avellana apagados.
—Yo creo que sí –lo contradijo
ella, aproximándose aún más, hasta
que sus bocas estuvieron tan cerca
que sólo necesitaría moverse un
poco para tocarla con la suya.
Levantó sus manos para alejarla,
pero al tenerlas sobre su cuerpo, se
quedaron allí, como si fueran
demasiado pesadas para
levantarlas, en cambio, fueron muy
ligeras para recorrerla.
—Ángela…
—Quiero hacerlo. Soy tu esposa.
Ya sé que tenemos ese pacto de
divorciarnos y tal, pero quiero,
mientras tanto, ser tu mujer. Tu
mujer de verdad.
Él lanzó un gemido, y sus manos no
se estuvieron quietas. Una de ellas
tomaba firmemente una de sus
nalgas y la apretaba contra sí,
haciéndola sentir su erección, y la
otra se paseaba por la piel desnuda
de su espalda y sus brazos.
Dentro, había una batalla mortal.
Podía poseerla, claro que sí, era su
esposa, y tal como había dicho
Mateo aquélla vez, era
perfectamente legal y moral que le
hiciera el amor, pero por otro lado,
no quería. Tenía miedo de iniciar
algo que a lo mejor nunca iba a
poder parar, algo que lo sumergiera
tanto y tan profundamente que luego
prefiriera quedarse allí.
Sería un lugar desconocido por
primera vez en su vida. Sensaciones
desconocidas, proyectos nuevos
que tendría que hacer; su vida se
pondría patas arriba, y ya ahora era
bastante caótica… casi desde que
nació su vida era un caos.
Estaba aterrado.
Sabía, desde niño, que había sido el
producto de un embarazo no
deseado, algo que sonaría muy
normal si su madre hubiese estado
soltera, pero no, era el segundo hijo
no deseado de una familia
adinerada. Ya Judith se había hecho
las diferentes operaciones para
dejar su cuerpo y su piel intactos,
perfectos, sin rastro de embarazos
ni lactancia, y había quedado
embarazada de nuevo, y dándose
cuenta tarde como para poder
remediarlo. Así que su propia
madre no lo había querido.
Luego el abuelo había celebrado
diciendo que si era una niña la
compensaría con joyas, todas las
que quisiera… y nació otro varón.
Había escuchado la discusión entre
sus padres una noche, y desde
entonces ató cabos. Si ni su propia
madre lo quería, quién lo iba a
hacer?
Luego se dio cuenta de que,
conforme crecía, las niñas lo
miraban de una manera especial.
Oh, ellas siempre se fijaban
primero en su hermano Carlos, con
su cabello castaño oscuro y ojos
verde azulados, pero como él era
tan hermético y distante, terminaban
prefiriéndolo a él, al divertido Juan
José, el que les sacaba una sonrisa
con comentarios simples.
Entonces llegó Valentina, quien, por
cosas de la vida, lo atrajo más
fuertemente que ninguna otra, y
luego ella se había ganado la
aprobación de Judith, esa que él
nunca había conseguido.
Pero Valentina le recordaba
demasiado a Carlos, con su forma
tan metódica de ver la vida, y no
supo cuándo, había empezado a
alejarse de ella. La primera vez que
estuvo con otra mujer que no fuera
ella se sintió terrible, ocultó su
pecado y se estuvo fiel un tiempo.
Pero la tentación había vuelto a
llegar y poco a poco fue perdiendo
los escrúpulos hasta volverse
alguien sin alma.
Y ahora venía Ángela y le decía
que valía la pena luchar por él. Él,
un alma descarriada, alguien
incapaz de amar, ni ser amado. Él,
que no le hacía falta a nadie en
casa, ni en ninguna otra parte.
Ángela se acercó más, y eligió un
punto en su garganta para lamerlo.
Juan José lanzó un gemido que
estaba seguro nunca había salido de
su boca. Abrió sus ojos. Qué le
estaba pasando? Ni siquiera con
Valentina, antes, durante, o después
de sus noches con ella se había
sentido tan…
Tan en paz. Otra vez esa sensación
de plenitud y descanso.
—Por qué… —logró articular—
por qué quieres…
—Se necesita una razón?
—Sí, diablos, yo la necesito –
exclamó él mirándola fijamente a
sus ojos grises, y fue un error,
porque ella, sin palabras, con sólo
esa mirada, le dio todas sus
razones.
Te quiero aquí –le decía esa
mirada—. Me haces falta. Te
deseo. Te necesito.
Aquello era un plato mucho más
exquisito que el sexo mismo, así
que la besó.
Ella apoyó sus manos en sus
hombros y lo atrajo hacia sí, y él no
se hizo más el difícil. La alzó y la
apoyó en la encimera de la cocina.
Se ubicó entre sus muslos y metió la
mano por debajo de su bata blanca
y gimió cuando se dio cuenta que
ella no llevaba nada debajo.
—Dios, mujer, por qué…
—Haces muchas preguntas –él
sonrió.
—Y tú eres muy ansiosa.
—Es sólo que llevo deseando esto
demasiado tiempo.
Él cerró sus ojos bajando la cabeza,
y ella se preguntó si acaso no había
metido la pata con ese comentario.
Pero entonces, y luego de casi un
minuto de silencio, él habló.
—También yo –dijo al fin, y volvió
a besarla, ésta vez con ansias, con
hambre, devorando sus labios y su
boca, metiendo su lengua y
saboreándola y haciéndola gemir.
Sin deseos de quedarse quieta, ella
fue desabrochando su camisa, hasta
tener su torso desnudo, y no tardó
en recorrerlo con sus manos,
acariciando cada peca de sus
hombros. Había deseado mucho
tenerlo así, besarlo, lamerlo…
Juan José tomó el borde de su
pequeña bata y se la sacó por la
cabeza; ahora ella estaba
completamente desnuda, con sus
senos expuestos.
Levantó una mano y la puso en su
frente, ejerciendo un poco de
presión hasta que ella tuvo que
arquearse hacia atrás, y luego la fue
bajando por su perfil, su garganta,
el estrecho valle entre sus senos…
Bajó la cabeza y capturó uno de sus
rosados pezones en su boca, y el
gemido de ella no se hizo esperar,
quien empezó a balancearse
suavemente, reclamándolo,
imitando la danza de dos cuerpos
unidos, que por ahora estaban
separados por la tela de su
pantalón.
Él no se distrajo, se llenó las manos
con sus senos y chupó, besó y lamió
a placer. Ella tuvo que agarrarse de
su cuello y sus hombros para no
caerse, mientras él la exprimía
como un niño hambriento. Gemía y
por momentos parecía quedarse sin
aire. Los sonidos que se escapaban
de su boca no hacían sino
provocarlo aún más. Ella estaba ida
en sus sensaciones, como si se
hubiese propuesto disfrutar cada
toque, cada caricia.
Alguna vez le había sucedido algo
así con alguna otra mujer?
No tuvo cabeza para recordarlo,
pues entonces ella se enderezó, lo
miró a los ojos, y metió la mano
entre los dos.
Juan José soltó un gemido que lo
sorprendió aun a sí mismo. Había
visto estrellas con sólo un toque
suyo. La miró severo, qué le estaba
haciendo? Pero ella sonrió traviesa,
y empezó a desabrochar su
pantalón. Lo bajó y lo tiró al suelo,
y luego hizo lo mismo con su ropa
interior.
El empezó a respirar fuertemente, a
la expectativa. Qué le iba a hacer
esta mujer, que la última vez que la
tocó había sido virgen? Qué podía
hacer alguien como ella que
mujeres más experimentadas no
hubiesen hecho ya?
Dejarlo como de piedra, eso hizo.
Todo él. Apoyó ambas manos en el
borde de la encimera y la cabeza en
el hombro de ella y gimió y casi
lloró mientras lo masajeaba suave y
duro al tiempo. Apretaba en sus
manos sus testículos y volvía a
subir hasta la punta en un toque que
parecía como de mariposa, tímido
al principio, seguro después. Alzó
la mirada y la vio entonces; ella
estaba obteniendo tanto placer
como él. Tenía las mejillas
sonrosadas, los labios entreabiertos
y respiraba agitada. Su cabello
negro y largo se le había venido
adelante y cubría sus senos, pero
ella no dejaba de tocarlo, de
adorarlo. A él, que no era más que
escoria.
Le atrapó la mano para que se
detuviera, no quería venirse aún, y
se acercó a sus labios y la besó.
Pero fue un beso tan suave, tan
delicado…
Ella me ama, pensó él, dándose
cuenta de que nunca había sido tan
conscientemente querido, tan
adorado y, de un momento a otro, se
quedó quieto, como si el
conocimiento de sentirse el objeto
amado de alguien lo hubiese dejado
sin aire.
Era demasiado.
Demasiado fuerte, demasiado
esperado, demasiado hermoso para
ser cierto.
Dándose cuenta de que él se había
quedado quieto, con la respiración
agitada y temblando, ella pasó sus
dedos por su cara, así como él
había hecho al principio, primero
su frente, luego su perfil, su
garganta y su pecho.
—No tengas miedo –le susurró.
Fue todo lo que él necesitó
escuchar.
La alzó en sus brazos, y ella le
abrazó la cintura con las piernas,
caminó con ella hasta la habitación,
dando tumbos por las paredes, sin
dejar de besarla; abrió la puerta de
una patada, y cuando la tendió en la
cama, desnudos los dos, atrapó su
rostro con sus manos, para que lo
mirara mientras la penetraba. Y
cuando lo hizo, el grito resonó en la
habitación.
Él también había gritado, se dio
cuenta un poco avergonzado. Si así
había sido con sólo penetrarla, qué
iba a suceder luego?
No tuvo tiempo de pensarlo, pues
ella empezó a balancear sus
caderas al tiempo que recorría su
pecho con sus dedos. Juan José
cerró sus ojos y empezó a marcar
un ritmo con sus movimientos.
Suave al principio, delicado,
deleitoso, y luego urgente, fuerte,
casi violento.
Apretaba en una mano la rodilla de
ella, y con la otra se apoyaba sobre
el colchón, mientras ella lo tomaba
del cuello sin deshacerse de su
mirada, participando de aquél
agarre con voluntad.
Se movía dentro de ella hasta llegar
al fondo de su cavidad, hasta casi
tocar su útero, y luego salía hasta el
borde, para luego volver a empujar
en lo más dentro de ella, sintiendo
cada pliegue interno, el punto donde
ella se estremecía, lo estrechaba, y
lo volvía a soltar, para entonces
volver a empezar.
Una capa de sudor los cubrió a los
dos, y el cabello de ella se pegaba
a sus sienes y su cuello, sus senos
se balanceaban con la fuerza de sus
embates, y de su boca escapaban
pequeños sollozos que no hacían
sino excitarlo más, embravecerlo,
urgirlo.
Aquella era la locura más
vertiginosa en la que había
participado, y de un momento a
otro, ya no pudo más. Perdió el
control de su cuerpo, de su fuerza,
de su deseo. La sintió gemir de
manera especial, y aliviado, pues
ella ya había llegado a su orgasmo,
se dejó ir.
No supo cuánto tiempo pasó, si
minutos, u horas, o días, lo cierto es
que estaba pasando sobre él, dentro
de él, alrededor de él.
Una calma infinita lo invadió,
contrario a todas aquellas veces en
que había sentido que el sexo era
simplemente un maremágnum de
sensaciones. La miró a los ojos, y
su luz lo bañó. Se corrió tanto y tan
fuerte que sintió como si fuera la
primera vez que realmente hacía el
amor. Se corrió tanto y tan fuerte,
que creyó que aquello nunca iba a
acabar. Cuando ella alzó su mano
hacia él para tocarle la cara, y se
dio cuenta que era para secarle una
lágrima, volvió a correrse.
Ya no tenía nada dentro, y sin
embargo, se corría.
Desnudo, y entre sus brazos, se dejó
acunar, besar, lamer. Arrullar como
si fuese simplemente un niño en
brazos de su madre, mimar como si
fuese el amante de la diosa de la
fertilidad.
Ya no tenía fuerzas, así que se
derrumbó sobre ella, en silencio,
mientras ella lo abrazaba, apartaba
el cabello húmedo de su cara, y le
prodigaba besos.
Como el viajero en el desierto que
al fin encontró un manantial real, no
una alucinación, él se estaba
bebiendo todas esas caricias, y
luego, simplemente, se quedó
dormido.

—Gracias, Dios –oró Ángela, feliz,


mientras metía entre los cabellos de
Juan José sus dedos. Él respiraba
acompasadamente, con la cabeza
apoyada en su hombro, y un brazo
posesivo sobre su cuerpo. Sacó su
cabello de debajo de su cuerpo y lo
miró dormir.
Lánzate, le había dicho Beatriz, la
madre de Eloísa. Qué podrías
perder si te rechaza? En cambio, si
ganas, ah… no sabes lo que
ganarás.
Ahora lo sabía.
Por extraño que sonara, le parecía
que ésta había sido la verdadera
primera vez de Juan José. No sabía
con cuántas había estado él, pero
estaba segura de que ninguna de
esas amantes del pasado lo había
tenido como ella esta noche. Tan
suyo y por fin.
—Eres mío –le dijo—. Me
perteneces desde hace mucho
tiempo.

“Me perteneces desde hace mucho


tiempo”, escuchó él entre sueños, y
vio a la mujer otra vez vestida de
color marfil, no blanco, con su
cabello largo hasta la espalda baja.
—Quién eres? –preguntó, pero ella
se escondió detrás del tronco de un
árbol. Fue hasta allí, pero no estaba
—. Por qué dices que te
pertenezco?
—Porque así es.
Miró arriba, ella estaba sentada en
una de las ramas. Estaban en el
caracolí.
—Eres la mujer que se aparece en
este árbol –no era una pregunta.
—Algún día despertarás –dijo ella,
enigmáticamente.
Y Juan José despertó.
Abrió los ojos, y se vio a sí mismo
desnudo, y durmiendo casi encima
de Ángela. Se movió un poco para
dejarla respirar, seguro de que la
estaba ahogando.
Miró en su teléfono la hora. Eran
las tres de la mañana.
Se quedó allí, sentando y en
silencio, largo rato.
No podía arrepentirse ahora de lo
que había sucedido. Había hecho el
amor con Ángela, lo que descartaba
la anulación del matrimonio, y
quizá hasta la había dejado
embarazada.
Una familia. Podía formar una
familia.
Aquí? En Trinidad?
Intentó imaginarse a sí mismo
llevando a Ángela ante su madre y
su hermano, y no logró concretar la
imagen. Intentó imaginarse a sí
mismo hablando con Valentina,
diciéndole que no podían seguir.
Tampoco pudo.
—Qué voy a hacer?
Y a pesar de todo, a pesar de no
saber qué le esperaba en el futuro,
de que no era capaz de imaginarse a
Ángela en sus planes, ni familia, ni
nada, sonrió.
La sensación de plenitud que lo
había embargado cuando la besó,
decidiendo así su destino,
perduraba, y era algo que, al
parecer, se acrecentaba cuando la
tenía a ella cerca, cuando la tocaba.
Volvió a acostarse y la atrajo a su
cuerpo suavemente. Ella no se
despertó, y lo abrazó aceptándolo
de inmediato.
No tenía ni idea de qué iba a hacer
a continuación, así que esperaría el
día a día a ver qué le deparaba el
destino. Ya se había dado cuenta de
que, por más que luchaba, éste
siempre ganaba.
…15…
—Buenos días –escuchó decir
Ángela en cuanto abrió sus ojos y
se movió en la cama.
Juan José salía de la ducha, con
gotitas de agua bajando por su
pecho, y con las caderas envueltas
en una toalla. Sonrió.
—Buenos días.
—Qué harás hoy? –preguntó él.
Tímida, ella se cubrió con la
sábana. Él frunció el ceño
ocultando una sonrisa. Después de
lo que había sucedido la noche
anterior, ella estaba tímida?
—Ah… —titubeó ella ante su
pregunta—. No tengo idea. Ya no
trabajo, no estudio, y la casa no es
tan grande que me ocupe todo el
día.
—Mmmm… Podrías ayudarme con
algo.
—Claro, lo que quieras.
—Acabo de hablar por teléfono con
Ignacio Montes, uno de los
maestros de obra de la carretera –
dijo él, mientras se vestía—; me
llamó porque hay un pequeño
levantamiento.
—Un qué?
—Personas que se oponen a la
construcción de la autopista. Creen
que derribaré el caracolí—. Ella se
sentó en la cama envolviéndose en
la sábana y mirándolo fijamente.
—Pero lo harás, no? –él la miró
enigmático.
—No. No lo haré.
—Escuché decir que sí.
—Hasta anoche pensaba hacerlo.
—Ah, sí? Y qué te hizo cambiar de
idea? –él se encogió de hombros.
—Podrías ayudarme? No conozco a
esas personas, pero seguro que tú
sí. Necesito que alguien de
confianza les diga que haré todo lo
posible por rodear la colina. Eso
llevará más tiempo, pero en cierta
forma será más económico y más
fácil que meter dinamita para
romper y pasar por en medio.
—Juan… yo no conozco a esas
personas.
—Pero ellos a ti sí. Saben que eres
de aquí, de Trinidad. Vamos, te
habrán visto por aquí de vez en
cuando, no? –ella lo miró dudosa,
pero quería serle útil, no
defraudarlo. Por primera vez él le
estaba pidiendo algo, y algo
importante.
—Está bien, lo intentaré.
Él se terminó de vestir, y ella le
hizo el desayuno. Él no lo rechazó,
sino que se sentó en la mesa y
desayunó con ella. Mientras, le
seguía explicando lo que le había
dicho el maestro de obra; que
habían empezado el día normal,
hasta que se dieron cuenta de que
no podrían seguir con las obras,
pues era peligroso con las personas
allí rodeándolos y sin las medidas
de seguridad requeridas.
Ángela le prometió estar allí en
cuanto estuviera lista.
Cuando él se iba, ella lo tomó del
brazo, lo acercó y le besó la boca.
Él, un poco sorprendido, pues no se
lo esperaba, se quedó allí quieto,
sin contestarle al beso, pero luego
le rodeó la cintura y la besó a su
vez. Hoy más que nunca, se sintió
de verdad casado, y con una mujer
que le daba buen sexo, que le
preparaba el desayuno y lo
despedía antes de irse para el
trabajo con un beso. No imaginó
que cosas tan domésticas lo
hicieran feliz, y sin embargo así
era.
—Te espero allá –murmuró contra
sus labios, y ella asintió, alelada.

Ángela llegó al sitio una hora


después, acompañada de Eloísa,
que, como hija del alcalde, podía
ayudar bastante. Le había ido
explicando la situación hasta que
llegaron a la colina, y lo que vieron
las sorprendió.
Las personas estaban sentadas
alrededor del caracolí, haciendo
una cadena humana que lo protegía,
y los trabajadores estaban parados
en sus actividades, con la
maquinaria apagada y silenciosa.
Las dos se acercaron al árbol y se
detuvieron frente al círculo de
hombres y mujeres que planeaban
defender con su vida el anciano
árbol.
—Nadie va a derribar este árbol –
dijo un hombre—. Es más viejo que
cualquiera de los que estamos aquí,
nos vio nacer y crecer, es un
símbolo en Trinidad.
—Para derribarlo –dijo una mujer
mayor—, van a tener que matarnos
a nosotros también.
—Ya sabemos que vienen a
convencernos –dijo otro—, pero no
lo conseguirán.
—No venimos a eso –contestó
Eloísa, con voz firme. Siempre se
le había dado bien hablar en
público, tanto en el colegio como
fuera de él. Tal vez lo había
heredado de su padre—. Venimos a
decirles que al contrario, nadie
derribará ese árbol. Que pueden
regresar a sus hogares tranquilos,
pues ninguno de esos hombres lo
tocará.
—Mentira! –gritó alguien—.
Quieren que nos vayamos y lo
dejemos desprotegido, para
después ver cómo le meten bombas!
Las personas empezaron a gritar, y
la voz de Eloísa quedó ahogada en
medio de tanto ruido.
—SILENCIO!! –gritó Ángela, y
misteriosamente, las personas se
quedaron calladas y la miraron
atentamente.
Algunos la habían visto por allí, era
la tímida hija de Orlando Riveros,
la que, luego de graduarse del
colegio, no había sido vista más en
el pueblo, sólo de vez en cuando en
la iglesia, al lado de su madre, y de
camino a casa de Eloísa, la única
amiga que se le conocía.
Ahora estaba allí, no era una niña
tímida, se la veía molesta,
autoritaria, y con determinación.

Juan José se acercó a la colina con


un casco protector blanco sobre su
cabeza y un megáfono colgado al
hombro. Planeaba hablar con las
personas a través de él, por si su
plan de traer a Ángela para
convencerlos no había funcionado,
y, en última instancia, llamar a la
fuerza pública, pero lo que vio lo
dejó quieto en su sitio.
Ella estaba allí, con el cabello
suelto y su falda larga ondeando al
viento, las manos empuñadas y
mirando a las personas que tenía
frente a sí.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo
al verla allí, tan parecida a…
No, estaba alucinando.
—Tal vez no me conozcan, pero
soy tan de aquí de Trinidad como
cualquiera de ustedes –dijo ella con
voz fuerte—. Conozco el
significado de este árbol, sé lo que
sucedió aquí hace más de cien años,
y cómo fue este caracolí quien
sustentó y dio sombra al pueblo
luego de aquel grave incendio –
Juan José se acercó más para
escucharla mejor, y se dio cuenta de
que todos la miraban atento, incluso
los obreros—. Sin embargo –siguió
ella—, también creo que si el
ingeniero dijo que no lo derribarán,
es que así será. Es verdad, es mi
esposo, y puede que crean que estoy
hablando aquí frente a ustedes sólo
por ponerme de su parte, pero les
prometo que no es así –ella se giró
y buscó a Juan José con la mirada, y
lo halló muy cerca de ella—. Yo le
creo cuando dice que respetará la
vida de este árbol, que cambiará
los planos, aunque le costaron
mucho esfuerzo y trabajo, con tal de
rodearlo y dejarlo intacto. Y
ustedes –siguió, mirando de nuevo a
la concurrencia—. Deberían dejar
de ser necios y dejarlos trabajar.
Entre más los entorpezcan, más
ruido y suciedad habrá en el
pueblo, más nos tardaremos en
tener una carretera decente que nos
lleve a la autopista.
—Qué garantía tenemos? –inquirió
alguien—. Quién nos dice que luego
de que nos vayamos de aquí no
harán exactamente lo que tememos?
—Yo lo garantizo –contestó Juan
José dando un paso al frente y
poniéndose al lado de Ángela;
algunos se hicieron comentarios por
lo bajo—. Tengo un contrato, y no
podré irme de aquí hasta que haya
terminado mi trabajo. Si derribo el
árbol, tienen carta blanca para
tirarme lo que se les dé la gana
cuando me vean en la calle. Si no es
así, entonces es que tengo palabra,
y soy digno de confianza.
Los hombres y mujeres, que hasta
entonces habían estado en pie de
lucha, se fueron disgregando.
Algunos lanzaban miradas curiosas
a Ángela, otros menos discretos la
señalaban abiertamente. Cuando el
árbol hubo quedado solo, Ángela
respiró profundo, como si le
hubiesen quitado un enorme peso de
encima.
—Estuviste fantástica –la elogió
Juan José, con una sonrisa en los
labios.
—No lo creo. Ahora estamos en un
lío.
—No te preocupes. Ese árbol se
caerá solo, algún día, no por mi
mano ni la de ninguno de los
obreros—. Ángela sonrió
complacida.
Eloísa los miró ceñuda por un
momento, sobre todo cuando él
levantó una mano y le tocó
ligeramente la punta de la nariz, y
ella simplemente sonrió.
Qué había pasado?
—Bueno, es hora de que se vayan –
dijo Juan José, mirando a ambas—.
Estos hombres de aquí se las están
comiendo con la mirada.
—Qué mentiroso.
—Ah, no lo crees? Míralos –la
tomó de los hombros y la giró
suavemente para que mirara hacia
los hombres con casco, guantes, y
otros equipos de seguridad, que las
miraban boquiabiertos algunos, y
sonrientes otros. Hasta que el
maestro de obra dio un grito
mandándolos de nuevo a trabajar.
A Ángela le dio la risa tonta. Nunca
se había sentido tan observada.
Juan José sonreía observándola. Si
bien le había dicho que era hora de
que se fuera, seguía con sus manos
apoyadas en sus hombros, sin
soltarla para dejarla ir.
Cruzada de brazos, Eloísa miró la
escena. Si bien todo aquello le
producía desconfianza, verlos allí,
juntos y sonrientes, con el añoso
árbol haciéndoles de fondo, eran un
cuadro digno de ver.

—Anoche pasó algo, cierto? –


preguntó Eloísa cuando estuvieron a
solas, camino de vuelta a casa.
No se había perdido el ligero beso
que se habían dado sobre los labios
al despedirse, la manera como él le
había agradecido el haber
intervenido.
Ángela se mordió los labios.
¿Algo? ¿Algo?
—Sí, pasó algo –aunque lo de
anoche no merecía ser rebajado a
“algo”, pensó sonriente.
—Ay, Dios. No sé si felicitarte,
o…
—Pues felicítame. No hagas otra
cosa, por favor.
—Está bien. Me alegro por ti,
porque veo que eso te hace feliz.
Estás decidida a luchar por él.
—Sí. Más que decidida.
—Admiro tu valor –Ángela la miró
fijamente, y le sonrió.
—Algún día conocerás a alguien
que te haga tener valor. O quizá
ahora que te vayas a la capital a
estudiar—. Eloísa se echó a reír.
—Vaya, mira cómo se cambiaron
las tornas. Hace muy poco era yo
quien te daba ánimos a ti.
—Y ahora que sé lo que es el amor,
te doy ánimos yo a ti. Algún día lo
conocerás, Eli, si no es que le
conoces ya.
—Mmm, lo dudo. De cualquier
manera, sólo tengo diecinueve. No
es que haya afán.
—Pues no. Y aún te falta estudiar.
Más animada, siguieron su camino.

Juan José se quedó solo en la colina


un rato más. Se acercó al árbol y
tocó su corteza, tal como había
hecho Ángela aquella vez que
vinieron aquí.
Miró arriba y encontró la rama
donde se había sentado la mujer en
su sueño. Quizá se estaba volviendo
un sensiblero, pero algo muy
extraño estaba pasando. Y ya que
había dejado de luchar contra el
destino, esperaba obtener pronto las
respuestas a tantos
cuestionamientos.
—Te estoy confiando mi vida,
sabes? –dijo, a nadie en particular.
Respiró hondamente y se alejó del
árbol para encaminarse de nuevo a
la zona de obra. Tendría que irse a
su oficina y volver a dedicarse a
los planos para dibujar el nuevo
tramo que rodearía la colina. Así
que luego de hablar con los
maestros de obras se fue.
—Qué sucedió? –le preguntó
García a una de las personas que
regresaba de la colina.
—Que ya no van a derribar el
caracolí. Eso prometió el ingeniero.
—Y le creyeron?
—Bueno… la hija de su patrón,
Orlando Riveros, está de por
medio. Y la hija del alcalde.
—Es decir, que un par de chiquillas
les hacen una promesa y ustedes
creen? –el hombre se quedó en
silencio, dudoso, hasta que una
mujer se metió en la conversación.
—No es sólo porque son las hijas
de quienes son. Es que el ingeniero
es un hombre de palabra. Dijo que
rodeará la colina y le creemos.
—Y si era una mentira… pues
vaya, ¡cómo educó Orlando Riveros
a su hija! –otro se echó a reír y
García no pudo más que rechinar
los dientes.
Vio pasar a los hombres y mujeres
que habían estado determinados a
defender el árbol volver a sus
labores. De algún modo, el
ingeniero tendría que irse del
pueblo. Ángela se estaba
comportando de manera muy
extraña desde que se habían casado,
y estaba seguro de que era gracias a
él.
Y no le gustaba. Y estaba seguro de
que a Orlando tampoco le gustaría.

—Hola, Ángela. De nuevo yo—.


Ángela miró al hombre en su puerta,
que le sonreía de manera muy
cordial.
—Eres Miguel, el amigo de Juan
José.
—Qué bien, te acuerdas de mí.
—Qué quieres?
—Oh, bueno… pensé que ahora
podríamos hablar.
—Siempre vienes cuando sabes que
Juan José está en su oficina y yo
estoy sola. Me quieres meter en un
problema?
—Claro que no! No pienses así de
mí!
—Entonces ven junto a Juan José un
día de estos, y yo encantada te
recibiré—. Y con esas palabras le
cerró la puerta.
Miguel se quedó allí, quieto como
una estatua, por espacio de un
minuto.
Ella tenía razón, su comportamiento
no era normal, y creyendo que al
venir a visitarla sola tenía más
oportunidades, lo que hacía era
quedar como el amigo traidor.
Se giró para encaminarse a la
oficina de Juan José, pero entonces
lo vio venir.
Venía distraído con su tubo de
planos, así que tuvo tiempo de
esconderse tras un árbol. No estaba
seguro de la reacción que tendría si
lo veía allí solo. Conociéndolo,
iniciaría una reyerta que no se vería
nada bien frente a la puerta de unos
recién casados.
O tal vez sólo lo saludaría y lo
invitaría a pasar.
De todos modos, no quiso
arriesgarse, así que lo dejó estar.
Desde su escondite, lo vio meter la
llave en su puerta y entrar. No se
veía como el hombre obligado a
casarse de hacía una semana, tenía
otro semblante, y entraba a la casa
con buena actitud.
Qué mierda estaba pasando?

—Regresaste temprano!! –exclamó


Ángela al verlo, y se tiró a sus
brazos. Él la alzó y besó al tiempo.
Cuando la bajó, todos sus sentidos
ya estaban excitados.
—No tengo mucho que hacer en la
obra, ya que me toca volver a
dibujar unos planos.
—Me siento un poco culpable por
eso.
—No te preocupes, yo decidí
rodearlo, así que es cosa mía.
—Por qué lo haces?
—Qué, salvar el árbol? –él volvió
a encogerse de hombros como esa
mañana—. Sólo no quiero que el
espíritu de esa loca me acose en
sueños—. Ella se echó a reír,
creyendo que bromeaba, pero él
hablaba en serio. Sin embargo, la
miró reír con una sonrisa.
—Entonces trabajarás en tus
planos?
—Propones otra cosa? –ella se
sonrojó, al parecer no había
pensado en eso.
—Bueno… —él la atrapó de nuevo
en sus brazos y la alzó. Ángela le
rodeó el cuello con ambos brazos y
bajó su cabeza para besarlo.
Él caminó con ella sólo un par de
pasos y se sentó en el sofá,
acomodó sus muslos alrededor de
su cintura para tenerla a horcajadas
encima de él y la miró fijamente.
—Qué… qué… —Preguntó ella, un
poco perdida.
—No conoces esta posición?
—No conozco ninguna!
—Bueno, a esto yo le llamo: La
amazona—. Ella abrió grande la
boca.
—La qué?
—Tienes que cabalgarme.
—Cabalgarte?
—Conmigo dentro—. Ella se echó
a reír, sonrojada aún.
Él había metido su mano debajo de
su falda y acariciaba la piel de su
muslo. Luego fue más allá, y la
metió por dentro de sus bragas
hasta tocar la hendidura del
nacimiento de sus nalgas.
—Pero magullaré un poco a Pepito
—. Él se quedó totalmente quieto.
—A quién? –De qué estaba
hablando ella? Cuál Pepito? Estaba
ella acaso…
—A Pepito –siguió ella
desabrochando sus pantalones, y a
causa de las sensaciones que le
provocaron sus caricias, perdió
momentáneamente el rumbo de la
conversación.
—Quién diablos… es… Pepito?
—No lo ves? –preguntó ella
mirándolo, erguido, grueso y
venoso entre sus manos, con la
punta humedecida y duro como una
roca, pero suave como la seda.
—Le pusiste Pepito a mi…?!
—Le queda perfecto!
—Excepto por el diminutivo! –dijo
él casi en un grito—. Yo le pondría
Pepote! O mínimo Pepe! Pero
Pepito? Ohhhh!!! Eres malvada!
Ángela reía con ganas, pero no
dejaba de tocarlo. Pero pronto ella
también perdió la concentración, y
su respiración empezó a acelerarse.
—Dios, mujer, eres tan sexy –él no
dejaba de acariciarla debajo de la
falda—. Tan hermosa…
Le sacó las bragas, aunque para eso
tuvo que moverla bastante, pero no
tardó en volver a acomodarla sobre
su regazo. Esta vez tomó su
miembro en una de sus manos, y
aunque no veía lo que estaba
sucediendo a causa de la falda, sí
sentía. Fue entrando poco a poco en
ella, tan cálida y resbaladiza, hasta
que estuvo otra vez al completo en
su interior.
Ella lo rodeó como un guante,
sedoso y fuerte.
Ángela temblaba, su pecho subía y
bajaba. Juan José levantó la mirada
hacia ella y la vio con los ojos
cerrados y los labios entreabiertos,
sumamente concentrada. Pasó su
pulgar por sus cejas largas y negras.
Qué diosa más sexy, qué hermosa
era su esposa!
La dejó a su ritmo, mientras ella
descubría qué hacer. Quería verla
cuando descubriera por qué le
llamaba “Amazona” a esa posición.
Le sacó la blusa por la cabeza y
admiró sus senos sujetos dentro del
sostén. Qué copa era? B? C? lo
cierto era que esos dos eran
preciosos…
—Ya que tú le has puesto Pepito a
mi enorme y voluminoso pene –dijo
él—. Yo le pondré a estas dos Dina
y Tina. He dicho.
—Qué?
—Dina y Tina. No es perfecto?
—Cuál es Dina y cuál es Tina?
—No tengo la menor idea. Pero se
llaman así—. Ella se echó a reír, lo
que provocó en el cuerpo masculino
una reacción. Juan José gimió
quedamente. Ella probó a moverse
suavemente y él volvió a gemir.
Cabalgarlo, había dicho él.
Había montado a caballo en un par
de ocasiones, y tuvo que reconocer
que estando a horcajadas, el cuerpo
del jinete tenía que balancearse
sobre el animal a cada paso que
este daba.
Se apuntilló en el sofá, lo tomó a él
del cuello, y movió sus caderas
apretando con sus músculos
interiores a Pepito, y todo el cuerpo
de su esposo se estremeció.
Sonrió.
Empezó a mecerse con él dentro, y
descubrió que había un movimiento
en especial que a su esposo lo
enloquecía, tal vez era cuando ella
balanceaba sus caderas y él
quedaba dentro, atrapado en el
hueso de su pubis, y lo hacía sufrir
esa tortura toda la extensión de su
miembro, y luego aflojaba y se
volvía a empalar en él.
—Dios! –murmuró él—. Acabo de
enseñarte… y ya podrías dar
clases, mujer! –ella sonrió
momentáneamente, pero tuvo que
morderse el labio inferior, tenía que
conservar la calma.
Repitió sus movimientos y, como si
su cuerpo se mandara solo, los fue
acelerando cada vez más, lo besaba
de vez en cuando, le mordía los
labios y sus gemidos empezaron a
escaparse de su boca.
El placer era infinito, caldeaba su
cuerpo y el de su esposo, y ese
placer aumentaba con simplemente
mirarlo a los ojos, al sentir sus
manos en sus nalgas apretarla con
una delicada fuerza y cómo la
traspasaba en su interior.
La llenaba toda, y la fricción de los
movimientos en su húmedo interior
la estaba enloqueciendo, echó la
cabeza hacia atrás y sintió su
cuerpo tensarse como la cuerda de
una guitarra, y lo sintió llegar: un
orgasmo tan aplastante que la
recorrió desde la coronilla hasta el
dedo más pequeño del pie. Intentó
encerrar sus gemidos y gritos en el
cerco de sus dientes, pero no le fue
posible, y sintió que ella, no él, se
derramaba. Algo la estaba bañando
por dentro.
Era normal eso en las mujeres? Se
preguntó.
Miró a Juan José, que tenía sus ojos
cerrados, las pestañas curvas y
castañas sobre sus mejillas. Él
seguía duro en su interior,
temblando imperceptiblemente con
pequeños escalofríos. Oh, Dios, él
aún no se había corrido. Lo había
hecho mal?
Se había preocupado sólo por su
placer y lo había dejado casi
olvidado. Intentó moverse de nuevo
para remediarlo, pero entonces él
se lo impidió; la tomó con ambas
manos firmemente por las caderas y
la miró a los ojos.
—Pero tú…
—Shht… —La calló él suavemente
—. Esto… —susurró— es parte del
placer.
—Qué cosa?
—La agonía—. Ella sonrió confusa.
—Por qué querrías tú… agonizar?
Él no dijo nada, e increíblemente,
ella lo sintió crecer aún más en su
interior, llenarla toda, tocarla con
su punta roma y cálida hasta lo más
secreto y profundo. Ángela no pudo
evitar esta vez el ruidoso gemido.
—Juan… Juan José, por favor.
Ella empezó a tensarse, sintiendo
llegar un nuevo orgasmo, y él la
sacudió antes de que se fuera a ese
nebuloso mundo alargando sólo un
poco más la agonía.
Le tomó el rostro en sus manos y la
bajó al suyo para besarla, un beso
tan caliente y húmedo que la dejó
de nuevo al borde de la perdición.
Tomó sus caderas en sus manos, la
levantó levemente, y empezó a
bombear dentro de ella.
Los gemidos empezaron a
escaparse de la boca de ambos sin
control. Él enterró su rostro entre
sus senos y allí ahogaba su voz, ella
tiraba de los cabellos casi rubios
de su esposo, y lo besaba y
acariciaba con sus labios.
Poco a poco fueron subiendo a
algún lugar en el que todo se volvió
niebla y sensaciones, brumoso,
brillante como una nebulosa,
perfecto; y aun estando allí, las
sensaciones continuaron
bombardeándolos, haciéndolos
estallar al mismo tiempo.

Afuera, tenían un espectador. Los


gemidos se escuchaban demasiado
sutilmente, había que pegar la oreja
en la puerta para poder sentirlos, y
eso era lo que estaba haciendo
Miguel.
Se tuvo que llevar una mano a su
entrepierna, pues sin querer se
había excitado escuchando a esos
dos.
Juan José había desoído su consejo,
y estaba teniendo sexo con ella.
Tanto que se había quejado
diciendo que la odiaba y le iba a
hacer la vida imposible.
Estúpido hipócrita.

—Yo… —empezó a decir él, pero


se quedó en silencio. Había estado
a punto de meter la pata.
—Tú qué? –preguntó ella. Lo sentía
aún en su interior, aunque ahora
volvía a ser el Pepito de antes.
Él la miró a los ojos un momento.
Estaba disfrutando enormemente la
tregua que se habían dado, y la
petición de ella de ser su mujer de
verdad, pero lo cierto es que no
podía hacerle ninguna promesa, ni
jurarle nada, y eso era lo que había
estado a punto de hacer.
Había querido decirle que nunca se
había sentido así, y que era
probable que no encontraría en otra
mujer lo que en ella.
No, no podía decirle eso, era casi
como una promesa de fidelidad.
Pero lo peor, es que era cierto.
Estaba seguro, completa y
absurdamente seguro, de que nunca
tendría con otra mujer la calma, la
plenitud y el solaz que encontraba
en ella.
Cerró sus ojos y apoyó su frente en
el cuello de ella, sintiendo su aroma
natural, algo que parecía ser flores,
y mujer que acaba de tener buen
sexo.
Levantó sus caderas y salió
lentamente de ella. Cuando ella lo
miró inquisitiva, él sonrió.
—Se acabó el recreo –le explicó en
tono casi lastimero—. Tengo que
volver al trabajo.
—Ah, claro –contestó ella,
sonriendo.
Ángela se puso en pie y empezó a
buscar sus bragas, segura de que
debían estar por allí.
—Ah, por cierto –le dijo ella,
mientras él se dirigía a la
habitación a cambiarse los
pantalones, pues estos se habían
echado a perder—. Vino de nuevo
tu amigo Miguel.
—Juan José la miró a medio
camino de bajarse los pantalones.
Se quedó quieto en su lugar.
—Está aquí, en Trinidad?
—Sí, fue segundos antes de que
llegaras tú. Pensé que te lo habrías
encontrado en la entrada.
—No, no –contestó él, sacándose
del todo la ropa.
En cuanto estuvo vestido, tomó su
teléfono y marcó.
—Miguel? –Ángela se llevó las
manos a la boca y le hizo señas
para que no hiciera ninguna locura
—. Sí, me dijo Ángela que estás
aquí. Quieres verme, o algo? Estoy
en mi casa aún.
—Juan José! –susurró Ángela.
—Ah, es que pensé que era urgente,
como no fuiste a la oficina, sino que
viniste directamente a mi casa… —
Ángela se rindió. Él no parecía
enfadado, pero Ángela supo que sí
lo estaba, y bastante. Sonreía
enseñando los dientes y tiraba la
ropa que se iba quitando con
animosidad.
—Bien, entonces te espero en mi
oficina en unos minutos, allá te veo.
Colgó la llamada y tiró el teléfono
en la cama. Ángela lo miró en
silencio y algo sorprendida. Lo
había visto enojado antes, pues
cuando recién se casaron él se la
había pasado enfadado con ella,
pero nunca imaginó que algo como
aquello lo pusiera así.
—Por qué… te molesta tanto?
—Si otro hombre viniera a visitarte
mientras yo no estoy me enfadaría,
pues es como si estuvieran
rondando a mi esposa a mis
espaldas. Y no es la primera vez,
según tú misma me dijiste.
—Bueno, sí, pero…
—Lo grave, es que quien lo hace es
uno de mis mejores amigos! –dijo
en casi un grito—. Lo peor de todo,
es que es el mismo que me dio
consejitos para que en vez del
divorcio yo pidiera la anulación, el
que desde el principio estuvo en
desacuerdo con la boda y todo lo
demás! No te parece sospechoso?
Ella pasó saliva al darse cuenta de
que su situación era un asunto que
él conversaba con sus amigos, pero
supuso que era algo que pasaba
cuando tenías amigos como Mateo y
Fabián, quienes le conocían desde
la infancia. Y Miguel, supuso.
—No vayas a creer que soy yo
quien está dándole ánimos o algo.
Él la miró a los ojos, serenándose
ante sus palabras.
—No, no. No creo eso. Pero no me
gusta nada la actitud de Miguel, y
voy a arreglar eso ya mismo.
Ángela lo vio vestirse de nuevo y
salir como una tromba de la casa.
Esperaba que no se fuera a agarrar
a golpes con uno de sus amigos por
ella, sólo eso le faltaba.
…16…
Juan José llegó al edificio donde se
hallaba su oficina. Una construcción
de apenas ocho pisos, la más alta
del pueblo, y encontró a Miguel en
el lobby, esperándolo.
—Ven, entremos a mi oficina –dijo
él, casi sin mirarlo, y Miguel lo
siguió.
Cuando hubieron llegado, Juan José
entró, esperó a que su amigo hiciera
lo mismo y cerró la puerta.
—Bien, ahora me vas a explicar
por qué es que has ido a ver a mi
esposa dos veces mientras yo no
estoy.
—Eso te dijo ella? –preguntó él,
con rostro inocente.
—Miguel, te conozco, y desde el
principio te mostraste en
desacuerdo con todo lo que sucedió
entre los dos. Ahora dime: qué
estás buscando, exactamente?
—No fui a verla a ella, fui a verte a
ti.
—Mentira! –gritó él— Si hubieses
ido por mí, habrías venido aquí, a
mi oficina. Y de cualquier modo,
qué tienes que hablar conmigo? Qué
asuntos quieres tratar? –lo miró con
el ceño fruncido—. Vamos! Habla!
—Está bien, lo admito –dijo Miguel
al fin—. Fui a verla a ella.
—Y por qué… —preguntó Juan
José con voz sibilante— rayos…
estás rondando a mi esposa?
—Ah, ahora es tu esposa? ¿Ahora
la reconoces? ¿Te recuerdo que
cuando te ibas a casar casi
escapas? No! De hecho escapaste!
Hubo que traerte de vuelta a
balazos, nos dijiste tú mismo!
—Y a ti qué te importa!
—Ella me importa! –gritó Miguel,
rompiendo su apariencia de calma.
—Te gusta Ángela? –preguntó Juan
José destilando veneno en su voz.
—Sí, me gusta –Juan José resopló
como un caballo agitado y molesto
—. Me gusta desde que la conocí, y
odio que hayas tenido que casarte
con ella.
—Pues muy de malas tú –le sonrió
él, enseñando los dientes—. Porque
es mía, es MI mujer!
—Por cuánto tiempo, Juan José? –
Preguntó Miguel con voz serena—.
Mientras estés aquí y terminas tu
obra? O hasta que Valentina se
entere y te exija que termines esa
relación?
—Me estás amenazando con
contarle a Valentina?
—No, aunque podría hacerlo,
perfectamente. Así te divorciarías
de Ángela, no te parece?
—Quién eres? –exclamó Juan José
llevándose las manos a la cabeza
—. Y desde cuándo tengo un amigo
traidor?
—Traidor? Estás demasiado
acostumbrado a que todo gire en
torno tuyo! El pobrecito Juan José
con una familia disfuncional! El
pobrecito Juan José que ni su madre
quiere! El pobrecito Juan José con
un hermano que lo supera en todo y
una novia perfecta, pero de la que
no está enamorado! El pobrecito
Juan José al que el destino le pone
en el regazo la mujer más hermosa,
pero noooo! Él la odia! –terminó
gritando.
—Me odias tú a mí? Es eso? –le
preguntó, herido.
—Casi –admitió Miguel—. Porque
lo has tenido todo en la vida,
porque el cielo ha sido benevolente
contigo y te ha dado todo y tú no
haces más que renegar!
—No has estado nunca en mi
pellejo. No sabes cómo se ve desde
aquí.
—En tu pellejo, dices! Recuerdas
que ni siquiera tuve madre? Que
estuve en el Bienestar Familiar
hasta que me hice adolescente? Que
tuve que pagar con trabajo mi
carrera y fue allí donde los conocí a
ustedes? Ricos consentidos que me
aceptaron en su círculo sólo por la
curiosidad que les producía el
saber cómo es la vida de los
pobres?
—Eso es mentira! –le gritó Juan
José—. Si te aceptamos en “nuestro
círculo”, como le llamas, fue
porque creímos que en el fondo
eras como nosotros, otra oveja
descarriada que buscaba un fuerte
en el que apoyarse, una amistad, un
espacio donde ser tú mismo, pero
no! Nunca fue así, y ahora veo que
siempre nos despreciaste! Y en
venganza quieres enamorar a mi
mujer y herirme!
—Herirte? Te heriría si te arrebato
a Ángela?
—Ni se te ocurra!
—Te enamoraste de ella, acaso?
—Eso no es de tu incumbencia, de
todos modos, porque a partir de
ahora, estás fuera! Ya no eres más
nuestro amigo, ya no eres más del
“círculo” al que tan ansiosamente
quisiste entrar!
—Me importa un puto rábano tu
círculo –profirió Miguel—; sólo te
advierto una cosa… estaré
vigilando tus pasos, esperando el
momento en que al fin saques las
uñas con ella y la dejes, y adivina
qué, para entonces yo seré su mejor
amigo, su sombra y su luz, porque
la herirás, tarde o temprano la
herirás. Personas como tú que no
saben amar, no pueden tener algo
tan hermoso y valioso en las manos
sin llegar a destruirlo.
Juan José no pudo contenerse, y por
primera vez, le dio un puñetazo.
Ah, se había ido a las manos con
Mateo y Fabián en el pasado, y
habían estado enfadados, y sin
hablarse, pero con Miguel aquello
nunca había sucedido.
Pero ahora le reventó el labio
superior con su puño, lo que le
rompió también el nudillo con el
que había hecho impacto.
Miguel se levantó del suelo
escupiendo sangre, y sonrió.
Aquella sonrisa lo llenó de
escalofríos.
—Me golpeas porque sabes que es
verdad. Un pobre idiota como tú,
que no conoce de sentimientos, no
será capaz, no querrás retenerla.
—Lárgate de mi oficina. De
Trinidad, del mundo!
—Lo siento. Me vas a ver por aquí
más de lo que quisieras.
—De qué mierda hablas!
—Estás hablando con uno de los
nuevos asesores del alcalde de
Trinidad. Voy a iniciar una larga y
fructífera carrera como político, y
empecé con pie derecho.
—Maldito seas! –dijo entre dientes.
—Tienes miedo? Ahora me temes?
—No seas ridículo.
—Pues deberías temerme. Me
conociste como amigo, pero no
tienes ni idea de cómo soy de
enemigo.
Y con esas palabras salió de la
oficina, dejándolo solo y
anonadado.
En qué bestia se había
transformado? Qué tipo de hombre
era?
Se sentó en su sillón sin poder
creérselo aún.
Recordó la primera vez que lo vio,
en la universidad. Estaba en la zona
de las oficinas de dirección
financiera, buscando un descuento
en sus matrículas por sus buenas
notas. Él había ido allí con la
misma intención. A Miguel le
dieron el descuento, a él no. La
diferencia estaba en que Miguel era
un recién egresado del Instituto
Colombiano de Bienestar Familiar,
la entidad que acogía a los
huérfanos y niños maltratados en
todo el país y les daba alimento y
educación, y si nadie los adoptaba,
cuando se hacían mayores les daban
una pequeña cantidad de dinero con
la que sostenerse mientras
encontraban un trabajo.
Miguel, en vez de trabajo, había
buscado una universidad.
A Juan José le habían negado el
descuento, obviamente. No vivía él
en un alto estrato? No era él nieto
de un gran político? No tenía su
familia autos de importación?
Así que había tenido que recurrir a
otros medios para poder pagar la
factura.
Pero se habían hecho amigos allí,
en esa oficina, mientras esperaban a
ser atendidos, y luego lo había
presentado ante Mateo y Fabián,
que habían sido sus amigos desde la
niñez, y ellos lo habían aceptado
fácilmente.
Él había iniciado esa amistad, él la
había terminado.
Y no sólo había perdido a un
amigo, había ganado un enemigo.
—Mateo, no te lo vas a creer—. Le
contó a su amigo por teléfono.

—Qué me estás diciendo? –


Preguntó Mateo, sumamente
sorprendido. Si no fuera porque
conocía a Juan José, y sabía que sus
bromas no llegaban a ese calibre, y
que además podía ser de todo,
menos un mentiroso, no le habría
creído.
Estaba en su oficina, vestido como
un ejecutivo, y dictándole a su
secretaria indicaciones, así que la
envió fuera para poder hablar con
tranquilidad.
Miró desde el cristal de su ventana
la ciudad de Bogotá, con sus
millones de habitantes agitados en
una tarde laboral cualquiera.
Ejercía como director en una de las
pequeñas empresas de su padre, una
de esas que si se echaba a perder,
no era la gran cosa, y estaba allí
desde hacía sólo unos meses, desde
cuando se graduó de su
especialización en el exterior y
volvió listo a asumir sus
responsabilidades como hijo único
de un multimillonario.
Lo que le contaba Juan José por
teléfono lo dejó frío como una
lápida.
Trató de mirar en el pasado las
señales que habrían augurado la
nueva posición de su amigo, y las
encontró todas. Él desde el
principio odió la actitud de Juan
José frente a la chica. Él se había
puesto siempre de parte de ella,
preguntando sus motivos, criticando
a Juan José.
Lo que no se imaginó es que
adoptara abiertamente una posición
de batalla contra su amigo por una
mujer que era nada más ni nada
menos que la esposa de éste.
—Se enamoró de ella! –exclamó
Juan José—. Y no teme decir que
me la quitará. En qué mundo
estamos viviendo, Mateo?
—En uno muy podrido, hermano.
—Y qué voy a hacer yo ahora?
—Advertir a Ángela?
—Con qué cara? Le dije que me
divorciaría de ella en cuanto
pudiera!
—Entonces déjalo estar. Si ella no
te importa, qué más da si se va con
Miguel? –Juan José se había
quedado en silencio al otro lado de
la línea—. Porque ella no te
importa, verdad, Juan José?
Juan José estuvo en silencio otro
rato más.
—Yo… —dijo en un susurro—
trato de imaginármelo, y no puedo.
No puedo imaginarme a Ángela con
ese idiota.
—Ay, virgen en bragas! –exclamó
Mateo, poniéndose una mano en la
cabeza, como en un lamento—. Hijo
mío. No cometiste la estupidez de
enamorarte de la chica, verdad?
—Cuándo he sido yo sensato? –
Mateo se echó a reír.
—Sí, buena pregunta. Pero y…
Valentina?
—Voy a morir, en 3, 2, 1… no le
hagas esas preguntas a un
moribundo.
—Y Valentina?
—Te odio.
—La dejarás?
—No sé!!! No puedo! No puedo ir y
decirle… qué le voy a decir?
—La verdad?
—Mateo…
—Está bien, no te compliques
desde ya. Sólo piénsalo. Cuando
llegue el momento y te aclares, ya
nos dirás qué planeas hacer, por si
podemos ayudarte en algo.
—Gracias, amigo.
Mateo cortó la llamada quedándose
preocupado.
No quería estar en el lugar de Juan
José, por nada del mundo.
Enamorarse debía ser una cosa
espantosa, si lo dejaba a uno en ese
estado.

Ángela esperaba a Juan José en


casa, inquieta y evitando morderse
las uñas.
Cuando él entró y lo vio de una
pieza, sin golpes ni nada, respiró
profundo. No se había peleado
después de todo. Caminó a él
lentamente y esperó a que le dijera
algo.
Él la miró de una manera extraña, y
sin decirle nada, caminó hasta la
habitación para recoger el tubo de
planos que Ángela había
acomodado en su ausencia, y se
encaminó a la mesa del comedor
para estudiarlos.
—Y bien? No me vas a decir nada?
—Sólo una cosa –contestó él—.
Tengo un amigo menos.
—Ay, Dios –se lamentó ella,
tirándose en una de las sillas frente
a él—. Por qué?
—Porque… —él extendía los
pliegos de papel sobre la superficie
de la mesa con suma tranquilidad
—. Es un traidor.
—No… no entiendo. Qué hizo? –él
la miró fijamente a los ojos, sin
saber qué decir, ni qué pensar.
Y si era la solución que había
estado esperando desde que se casó
con ella?
Ella no podía divorciarse de él
porque no tenía a dónde ir, lo que la
obligaría a volver a casa de sus
padres, y eso equivalía a un
suicidio.
Ahora, si se divorciaba y allí tenía
a Miguel, ella podría seguir
adelante, dejándolo a él seguir con
su propia vida.
Era la solución perfecta.
Sólo que cuando se lo imaginaba se
le revolvían las tripas.
Era algo momentáneo aquello que
sentía por ella? Qué era lo que
sentía, de todos modos?
Trascendería en el tiempo y la
distancia? Sería más duradero y
estable que lo que tenía con
Valentina? Era ella la mujer que le
convenía?
Cuántas preguntas, y qué tan pocas
posibilidades de respuesta.
Tiró el lápiz sobre el papel,
ignorando que Ángela lo estudiaba
atentamente. No se dio cuenta de
que la tenía al lado sino hasta que
ella lo rodeó con sus brazos.
No era un abrazo sensual, buscando
sexo, ni para excitarlo. Era el
abrazo que cualquier amigo le daría
en una situación así.
Se dio cuenta que lo reconfortaba
casi tanto como un beso, o el sexo
mismo, y no la rechazó, más bien la
abrazó a su vez.
Ella lo tomó de la mano y lo
condujo a la habitación, le quitó
lentamente la ropa y se metió con él
a la cama. No lo besó, ni lo
acarició para excitarlo, pero él no
lo había necesitado, simplemente la
atrapó bajo su abrazo y empezó a
besarla con hambre y ansias,
deseando, por primera vez, marcar
a una mujer para siempre.
Ángela se dejó hacer el amor,
notando que él no decía nada, que
no le decía lo hermosa y sexy que
era, ni jugueteando como solían
hacer, él estaba silencioso y hasta
algo melancólico, y ella lo aceptó
tal como vino. Se abrió a él, y lo
recibió en su interior. Aun así,
aquello era hermoso por tratarse de
él, era perfecto.

Juan José se quedó en silencio, y


cuando ella quiso levantarse y salir
de la cama, él se lo impidió.
—No has comido –le recordó ella.
—Te acabo de comer a ti –Ángela
se echó a reír.
—Pero eso no te llena la panza.
—Por ahora sí.
Ella se quedó en silencio,
pensando. Algo muy grave debía
haber sucedido para que Juan José
considerara a uno de sus amigos un
traidor. Pero al parecer, no le
quería contar.
—Hace cuánto… —empezó,
tanteando el terreno, esperando
introducirlo en el tema— conoces a
tus amigos?
—A Mateo y Fabián, desde niños.
Estudiamos en el mismo colegio
desde el jardín.
—Vaya. Y Miguel? –él guardó
silencio por un minuto entero.
Ángela casi se desespera, pero
entonces él contestó.
—A Miguel lo conocimos en la
universidad –y procedió a contarle
la historia, de cómo había entrado
fácilmente a formar parte del
cuarteto, de cómo a veces no
entendía el estilo de vida de los
niños ricos, pero estaba ansioso por
participar, por ser uno de ellos.
—Yo no soy rico, Ángela –le dijo
—. No tengo dinero. Vivo de lo que
trabajo. Ni siquiera puedo decir
que mi familia es rica. Hasta hace
poco, nos ahogábamos en deudas, y
nadie nos ayudó.
—Escuché decir que eras el hijo de
un importante político.
—Mi abuelo, Ricardo Soler. Fue
gobernador del departamento de
Cundinamarca. Se lanzó a Senador,
pero murió de un paro cardiaco.
Murió dejándole todos sus bienes a
mi padre, y éste acabó con todo. Ya
sabes, ser rico no significa ser listo.
Madre dice que me parezco a mi
padre.
Ángela se giró a mirarlo en la
cama.
—Eso suena casi como un insulto.
—Ella pretende que lo sea.
—Por qué? Tan malo fue?
—Fue un mal marido. Le puso
constantemente los cuernos con
mujeres más jóvenes que ella. Tal
como yo.
Ángela se quedó en silencio. Tal
vez en eso él tenía razón, y ni ella
podía defenderlo.
—Y tú quieres que siga siendo así?
—Lo llevo en los genes, tal vez.
—Eso es una estupidez.
—Seré un mal marido para
cualquier mujer… y un mal padre,
tal vez.
—Detente. Me harás enojar de
veras –él se echó a reír.
—No me defiendas. Estarás en el
bando equivocado.
—Pero será tu bando. Donde quiero
estar.
—Te creí más inteligente.
—Nunca me interesó ser la más
inteligente. Sólo la más afortunada
—. Él volvió a reír, y escondió su
rostro en el negro cabello de ella.
Metió un muslo entre los de ella, y
la acercó más a su cuerpo.
Tenerla así lo reconfortaba, al fin
alguien de su lado. Por qué diablos
no la había conocido antes, mucho
antes? Por qué la vida había
esperado a que su alma se pudriera
para ponérsela delante?
Por qué todo en su vida tenía que
ser así? Robado, ilegítimo, tarde.
Él había nacido tarde, él había sido
echado a perder desde la infancia,
desde que fue expulsado del útero
de su madre, la que se había negado
a darle el pecho por terror a que sus
implantes se echaran a perder.
Había tenido que estar al borde de
la inanición y rechazar todas las
leches artificiales, y haber recibido
las joyas que el abuelo le había
prometido para poder amamantarle.
Y ella se lo había gritado cuando
tenía quince años y había perdido
una materia en el colegio.
Atrapó uno de los senos de Ángela
en su mano, Dina, o Tina, tal vez.
Ella sí amamantaría con amor a sus
hijos, no importando si eso les
hacía perder su actual belleza. Él
las amaría igualmente, a Dina y a
Tina…
Rió ante su propio pensamiento. No
tendría hijos con Ángela. O sí? No
estaban usando protección, y ella
era demasiado inocente para
sugerirlo. Aunque esa vez en el
caracolí lo hizo.
Tal vez sí sabía y lo estaba
haciendo justamente para
embarazarse. Sería una estrategia
para amarrarlo aún más?
No supo qué pensar. Igual, él no era
ningún idiota, y sabía a lo que se
exponía con cada vez que le hacía
el amor. Se había abandonado al
destino con todas las de la ley.

Los días empezaron a pasar. El


siguiente fin de semana, Juan José
no pudo ir a Bogotá por
complicaciones en la obra. Llamó a
Valentina para excusarse,
esperando su enojo, pero este no
vino. Igual, ella se iba para París
con unas amigas de compras, y
había pensado que él se enojaría
cuando se lo dijera, pero
afortunadamente él había cancelado
primero.
Ok, dijo él. Esto está raro.
Pero raro o no, era cierto lo de las
complicaciones en la obra. El
destino parecía empeñado en
hacerle quedarse más tiempo en
Trinidad que en Bogotá.
Un día regresó a medio día del
trabajo para almorzar y encontró a
su esposa acostada. Tenía una bolsa
de agua caliente en el vientre y
dormía con rostro adolorido. A ella
le daban cólicos menstruales.
Se acercó a ella en la cama y se
sentó a su lado con cuidado para no
despertarla. Sonrió acariciando su
ceño mientras ella dormía. Pobre.
Pero entonces se dio cuenta de lo
que eso significaba. Ella no estaba
embarazada.
No supo qué sentir. Estaba ella
tomando medicamentos? No lo
había notado.
Los días a su lado se habían vuelto
agua entre las manos, se iban sin
darse cuenta. Pronto, ya se
acostumbró a su comida, a su
manera de organizar las cosas, al
aroma a limón que le quedaba a su
ropa cuando ella la lavaba.
Eran cosas muy domésticas, muy
sencillas, pero que le hacían sentir
que él en verdad habitaba aquella
casa con ella.
Regresar del trabajo y encontrarla
leyendo un libro, o preparando la
cena, o cualquier otra cosa, se
había vuelto parte de su vida diaria.
Alguien lo esperaba en casa.
Inevitablemente, empezó a hacer
comparaciones.
A Ángela podía decirle las cosas en
las que estaba en desacuerdo sin
temor a que ella rompiera en llanto
o empezara una acalorada
discusión.
Al contrario que cualquier otra
novia que hubiese tenido en el
pasado, incluyendo a Valentina.
Ella manejaba muy bien el dinero.
Hacía cuentas con mucha precisión.
Llevaba los gastos de la casa como
si de una empresa se tratase. Fue él
quien tuvo que decirle que saliera
de compras y adquiriera ropa, que
eso podía denominarse como gastos
de representación. No es que le
molestase su estilo, pero quería
verla lucir cosas bonitas y caras.
Cosas que al parecer nunca había
usado, a pesar de tener un padre
rico.
—Qué hacías en tu casa? –le
preguntó él una vez.
—Llevaba las cuentas de papá.
—Todas?
—Bueno… No lo creo. Sólo una
parte. Antes tenía un contador, y un
día simplemente dijo que yo
aprendería de él. Y luego de eso lo
despidió, así que quedé yo a cargo.
—Te pagaba por eso?
—Me daba techo y comida.
—Eso no es pago suficiente!
—Lo era para él –había contestado
ella, y Juan José sólo alzó sus
cejas.
De cualquier manera, lo aprendido
le servía ahora. Ella era de ese tipo
de personas que agradecía lo bueno
y lo malo que había aprendido en la
vida.
Ángela abrió los ojos cuando sintió
que alguien le tocaba el rostro. Se
encontró con que su esposo la
miraba dormir con una extraña luz
en sus ojos.
—Hola, Pepe. Viniste temprano –
susurró.
—Te dan cólicos? –apenada, ella
mordió sus labios—. Quieres que te
lleve al médico?
—Por unos cólicos? Se reirán de ti.
—Qué puedo hacer?
—Valerte por ti mismo por hoy? –
él sonrió, y ella pudo admirar sus
dientes blancos y parejos.
—Tuviste ortodoncia? –No supo
por qué esa pregunta, simplemente
se le salió. Juan José soltó la
carcajada.
—Qué divertida eres cuando estás
enferma. Sí. Tuve. Y Carlos
también.
—Carlos?
—Mi hermano. Los Soler somos
perfectos. Notas perfectas, dientes
perfectos… penes perfectos.
—Presumido.
—Vas a decir que no? –preguntó él,
estirándose a su lado en la cama,
rodeándola con un brazo.
—Sabes que en estas condiciones
no puedo verificarlo.
—Pero puedes hacer feliz a Pepito
por un rato con esas bonitas manos.
—Eres un pervertido.
—Y desalmado. Estás adolorida y
yo quiero violarte.
Ella apartó la bolsa de agua
caliente de su vientre y bajó una de
esas bonitas comprobando que,
bajo el pantalón, Pepito estaba listo
para la acción.
Él gimió, y hasta le facilitó el
acceso moviendo levemente su
cuerpo.
—Cómo es que la mayor parte del
tiempo estás así? Cómo lo
soportas?
—Es bastante difícil.
—Cómo lo hacías en tu
adolescencia? He oído que
entonces es más que difícil.
—Me maté a pajas –Ángela no
pudo contener la risa, y él la besó.
Ella no pudo contener un suspiro
mientras él se pegaba a su cuerpo y
lo sentía cuan largo era.
—Cuántos días son? –preguntó él,
en tono lastimero.
—Cuatro.
—Ay, ay, ay… —ella volvió a reír
—. Es cuando me gustaría ser un
vampiro.
—Qué cerdo.
Él saltó de la cama como impulsado
por un resorte, y estuvo a más de un
metro de ella. Se puso las manos en
la cintura y aparentando calma dijo:
—Seré un ejemplo de marido estos
cuatro días. Me aguantaré, y ni
siquiera notarás que me estoy
muriendo. Qué hay que hacer?
—Ve a comer –dijo ella,
disimulando muy mal una sonrisa
—. Tu almuerzo está servido.
—Y después?
—Y después irás a trabajar.
—Y después?
—Y después volverás a casa a
dormir.
—A dormir?
—Los días que yo tenga la regla, no
son los días de recreo de Pepito.
Pepito estará aquí, juicioso y
tranquilo mientras yo tenga la regla.
—Qué mala eres.
Alicaído, se dio la vuelta y se
dirigió a la cocina. Ángela volvió a
reír en voz queda cuando se
encontró a solas. Claro que podía
complacerlo de otras formas, pero
quería sentar un buen precedente. Si
él quería sexo por otros medios,
sería como y cuando ella lo dijera.
Esa era una espectacular regla que
le había enseñado Beatriz.
Creía que no tendría el suficiente
poder para usarlo en Juan José
entonces, pero ahora se daba cuenta
de que podía, y quería. Por primera
vez, ella dominaba.
En momentos como aquellos,
olvidaba que su matrimonio tenía
una sentencia de muerte.
…17…
Juan José empezó a temer cada fin
de semana, al contrario que antes,
cuando la etapa de lunes a viernes
era un castigo.
Afortunada o desafortunadamente,
Valentina tenía su propia vida,
viajes que hacer, familiares que
visitar, y por su carrera no tenía
demasiado espacio en su agenda,
así que para ella los fines de
semana también eran valiosos. No
había vuelto a estar con ella desde
aquella vez.
Los fines de semana que iba a
Bogotá, la pasaba más que todo en
compañía de sus amigos, los que le
quedaban, y mientras ellos
aprovechaban su soltería para estar
con mujeres, amigas y otras más, él
sólo se tomaba sus cervezas, y se
encargaba de llevar a Mateo y
Fabián a sus casas, o a donde fuera
que quisieran ir.
Se había vuelto algo así como un
monje.
Era extraño, pero por primera vez
no le apetecía estar con mujeres.
Ellas llegaban como moscas a la
miel a sus mesas vip, Mateo y
Fabián siempre les hacían un hueco
para que se sentaran con ellos, y en
muchas ocasiones empezaban sus
jugueteos allí mismo, pero él sólo
miraba su vaso, o hacia las luces, o
a cualquier otro lugar.
—Estás aquí o no estás aquí? –
preguntó la mujer que le habían
asignado. Juan José se giró a
mirarla y encontró que sus pechos
estaban casi a la altura de sus ojos.
Era una morena bastante sensual,
con labios carnosos y muy rojos. Un
poco demasiado maquillada y
demasiado perfumada.
No era extraño encontrar mujeres
así en esos lugares, abundaban
como las hormigas en la tierra, y
casi todas iban por lo mismo:
conocer a alguien de dinero. Pero
lo que conseguían casi siempre era
sólo una noche de placer, y de vez
en cuando, un viaje de fin de
semana con todo pago.
Casi nunca se las volvía a ver, y si
era así, era para problemas.
Él estaba bastante versado ya en
ese tipo de relaciones. Al igual que
Mateo y Fabián. Estas chicas no
cobraban por tener sexo con ellos,
pero te sacaban el dinero de otras
maneras igual de poco sutiles. Por
eso la regla general era usarlas… y
tirarlas…
Bastante cínico, pero los había
protegido a todos desde siempre.
—Ah… estoy aquí, claro –dijo él,
contestando a su pregunta. Movió su
cerveza en su mano, que ya no
estaba tan fría, con desgano.
Deseaba irse a casa.
—Parece que no sabes divertirte –
siguió la mujer.
—Claro que sí. Por qué dices eso?
—Porque ni siquiera me has
tocado. Y no es justo, soy
demasiado hermosa para ser
desperdiciada de esa manera.
Juan José apretó sus labios en un
gesto incómodo.
—Es que… soy casado –por
primera vez lo decía ante otra
mujer, y eso lo sorprendió. Y ahora
que pensaba en Ángela… qué diría
ella de un sitio como este?
Seguramente le pediría que le
avisara con tiempo para ponerse
sus tacones de once centímetros y
medio y depilarse las cejas y
maquillarse… pero lo disfrutaría si
era con él, estaba seguro.
—Mentiroso –un poco desubicado,
pues había perdido el rumbo de la
conversación, la miró.
—Por qué?
—No llevas argolla—. Se miró la
mano desnuda al pensar que no
había presentado las argollas el día
de la boda, lo que le mereció una
mirada austera del cura que lo
había casado. Era curioso, ni
siquiera recordaba la cara del
anciano.
—Pero sí estoy casado.
—Y eso qué? He conocido muchos
hombres casados. Eso no es
impedimento para estar con una
hermosa mujer.
—Pues para mí sí lo es.
—Entonces eres de los fieles? Qué
aburrido –dijo la mujer poniéndose
en pie y largándose.
Aburrido él? Aburrido él?
Resopló ofendido.
Pero había algo de cierto en todo
aquello. Llevaba cuatro meses
casado con Ángela y no se había
acostado con ninguna otra mujer
desde que ella lo había seducido en
la cocina. Y lo recordaba y otra vez
se le ponían los pelos de punta.
Lo curioso era que Pepito no
funcionaba con otras mujeres. Ese
traidor había jurado lealtad sin su
consentimiento. No había intentado
llevar a otras mujeres a la cama no
por falta de voluntad. Hacía un par
de meses una espectacular rubia se
le había sentado en las piernas y lo
había toqueteado hasta donde el
apellido Soler perdía el respeto,
pero nada. No había sucedido nada.
Una vaga respuesta de su cuerpo, y
una severa incomodidad por esas
manos que parecían no saber lo que
hacían, un fastidio por el perfume
demasiado fuerte y un poco de asco
por el aliento a alcohol de la mujer.
La rubia lo había dejado en paz
luego de preguntarle si es que era
gay. Para quitársela de encima, él
había dicho que sí.
Al parecer, ser fiel equivalía a ser
gay frente a las otras mujeres que
no eran la tuya.
Él fiel. Vaya cosa.
Y no era que le molestase. La vida
le estaba saliendo muy económica
últimamente. Pero era curioso, y
revelador, y extraño.
Estaba siendo fiel aun
inconscientemente.
Juan José miró hacia sus amigos
deseando poder irse, pero estos
estaban muy ocupados. La rubia que
tenía a Fabián enroscado con sus
piernas, le estaba metiendo la
lengua hasta la garganta, y la otra
tenía una mano metida en la
entrepierna de Mateo por dentro de
sus pantalones mientras éste sonreía
idiota.
No podía dejarlos solos.
Siempre uno de ellos se limitaba de
tragos para no embriagarse y
vigilaba que no los dejasen sin
reloj, ni dinero, ni teléfono, pero
últimamente siempre era él quien
adoptaba ese papel y no era
divertido.
Un par de horas después regresó al
fin a casa.
Cuando entró al vestíbulo encontró
a Carlos, su hermano, en bata y
deambulando por uno de los
pasillos.
—Hey, qué haces? –le preguntó al
verlo. Carlos negó en silencio y lo
ignoró—. Estás ebrio?
—Claro que no.
—Y por qué estás despierto a esta
hora?—. Lo siguió hasta que se
metió en su despacho. Llevaba en la
mano una copa de vino tinto y tenía
una montaña de papeles sobre el
escritorio—. Pasa algo malo?
—No, lo de siempre. Trabajo y más
trabajo—. Juan José suspiró. No
tenían la clase de conexión que le
permitiera regañarlo por trabajar
tanto y a esa hora y mandarlo a la
cama. Lo miró, con su expresión
cansada y el oscuro y abundante
cabello un tanto revuelto. Era todo
lo descompuesto que lo había visto
alguna vez.
—No parece ser lo de siempre –le
contradijo—. Puedo ayudarte en
algo?
—Estoy iniciando un nuevo
proyecto –le explicó—. Rozamos al
fin los números negros, así que
somos libres de deudas.
—Vaya buena noticia!
—Pero la producción es muy baja,
la maquinaria anticuada, y el
personal un tanto desactualizado.
Necesito además un socio inversor
que…
—Un socio? Quieres que mamá te
mate, verdad?
—Ella ya lo sabe –contestó él con
voz suave—. Es consciente de que
si no nos asociamos, no
sobreviviremos demasiado tiempo
en el mercado. Pudimos pagar las
deudas, pero si queremos ser
competitivos y volver a ser los de
antes, necesitaremos una mano.
Juan José lo miró a los ojos.
Aquello era ir en contra de todas
las reglas autoimpuestas por la
familia Soler, los todopoderosos,
los autosuficientes.
—No debió gustarle mucho la
noticia –comentó él bajando la voz
y sentándose en uno de los muebles
de la oficina. Carlos miraba el vino
balancearse en su copa, y cómo la
luz lo traspasaba, haciendo un juego
de sombras color sangre.
—No, no le gustó –contestó—.
Tuvimos una discusión por eso.
—Vaya…
Carlos alzó la mirada hacia su
hermano, esperando algún
comentario sarcástico sobre lo
sucedido. Era la primera vez que su
madre discutía con él por algo y
Juan José lo sabía. Pero él
simplemente lo miró. No había
ninguna sonrisa cínica o divertida
en su rostro.
—De dónde vienes?
—Estás en modo hermano mayor
ya?
—Hueles un poco a licor, pero no
bebiste.
—Salí por ahí con Mateo y Fabián.
—Y Miguel?
—Qué pasa con Miguel? –preguntó
en tono un tanto duro.
—No lo has mencionado, como
solías hacer. Deduzco, por tu tono
de ahora, que están disgustados.
—Tonterías –contestó Juan José
poniéndose en pie y dirigiéndose a
la puerta, y Carlos enseguida
lamentó el haber tocado el tema—.
Me voy –dijo—; mañana madrugo.
—Mañana domingo? Para qué? –
Juan José se encogió de hombros a
modo de respuesta.
—Tengo mucho trabajo en
Trinidad.
—Has estado trabajando muy duro
en eso. Imagino que ya estás que
terminas—. Juan José respiró
profundo deteniéndose en la puerta.
Su hermano tenía razón, el trabajo
iba más que adelantado, y el
personal tan bien entrenado que se
adelantaba a cada sugerencia suya.
En unos pocos meses más ya estaría
terminada la obra, y su tiempo en
Trinidad habría terminado.
De pronto se quedó en blanco. Qué
iba a hacer luego? Y Ángela? Qué
iba a hacer con ella?
Se pasó una mano por el pelo sin
saber qué hacer.
—Está todo bien? –le preguntó
Carlos. Juan José lo miró deseando
poder contarle todo y recibir un
consejo, escuchar algo que le
indicara qué camino tomar. Aquella
era la mayor encrucijada en la que
hubiese estado jamás.
—No, todo está bien –mintió—.
Buenas noches, y no te mates
trabajando, o tendré que lidiar
luego yo con todo ese papeleo… —
dijo, intentando parecer
despreocupado, pero no lo
consiguió. Salió del despacho y
cerró la puerta con cuidado.
Carlos se quedó mirando la puerta
con el ceño fruncido. Su hermano
menor nunca le había contado sus
problemas; el abismo que había
entre los dos era demasiado grande
y profundo como para ahora intentar
salvarlo, pero sabía que en su vida
no todo estaba bien.
Juan José no exteriorizaba sus
emociones, podía estar preocupado
y aun así, ir por la vida sonriendo.
Ahora recordaba cuando, a los
quince años, llegó con malas notas
del colegio y su madre lo que hizo
fue, luego de compararlo con él,
que siempre sacaba buenas notas,
maldecirlo por haber echado a
perder con él sus implantes en las
mamas por nada; ni siquiera había
valido la pena como estudiante.
Carlos recordó haberse quedado
mudo ante semejante insulto,
mirando a su madre con ojos
grandes de sorpresa. Nunca imagino
que Judith pudiera ser tan cruel.
Si eso se lo hubiesen dicho a él,
seguro habría entrado en una
acalorada discusión con su madre,
se habría ido de la casa, y quién
sabe qué más. Juan José, en cambio,
había sonreído diciendo que ya
sacaría mejores notas la próxima
vez, que se esforzaría.
Una tarde, una de las muchachas
había hecho la limpieza en su
cuarto, y mientras tiraban la basura,
vio un dibujo de una madre
amamantando a su bebé. Había
amor en el rostro de la madre, y
satisfacción en el rostro del bebé.
Juan José tenía heridas tan
profundas que serían difíciles de
curar por el resto de su vida, y él, a
pesar de ser su hermano mayor, no
estaba ni cerca de conocerlas
siquiera.

—Otra vez él? –le preguntó Ana a


Ángela, acelerando su paso, y
refiriéndose a Miguel. Habían sido
abordadas en un pequeño
autoservicio en el que ambas
estaban haciendo la compra.
Hacía sólo un par de días, Ana
había sido despedida de casa de su
padre, y seguía sin explicar por
qué, y Ángela la había recibido en
la suya, con la autorización de Juan
José.
—Otra vez –contestó ella.
Miguel había aparecido de la nada,
comprando algunos víveres, y
saludándola como si nada. Cuando
les habían faltado unas pocas
monedas, él se las había dado.
Ángela, incómoda, se las había
recibido, prometiéndole pagárselas,
pero él prometió negarse a recibir
dinero de ella en el futuro.
—En cambio, podría invitarlas a
las dos a un café –le había dicho,
sin mirar siquiera a Ana.
No se podía ser más descarado,
había pensado Ángela.
—No me fío de él –dijo Ana
mirando hacia atrás, y
encontrándose con que él las seguía
mirando desde la distancia.
—Ni yo. Juan José nunca me dijo
por qué discutieron, y no me
explico por qué siempre me lo
estoy encontrando en todos lados.
—Estará enamorado de usted? –
Ángela se detuvo abruptamente para
mirarla a los ojos.
—Estás loca?
—No lo sé. Pero es una
corazonada.
—No me gustan tus corazonadas. Él
es amigo de Juan José.
—Era. Y ya no, y su esposo lo
considera un traidor, según usted
misma me contó. Blanco es, gallina
lo pone, y frito se come!
—No, no lo creo. Ahora resulta que
tengo un pretendiente? Ahora que
estoy casada? Qué chiste!
—Pues yo que usted me andaría con
cuidado. Éste se ve que es de los
que tira la piedra y esconde la
mano.
Ángela guardó silencio apretando
sus labios. Un rato después, dijo:
—Que Juan José no se entere. Se
pondría de mal humor, y no tiene
caso.
—Bien pensado. No se preocupe,
no lo sabrá.
Llegaron a casa y encontraron a
Juan José en la cocina bebiéndose
un vaso de limonada. Al verlo,
Ángela dejó en el sofá las bolsas de
la compras y corrió a él, quien tuvo
que dejar precipitadamente el vaso
sobre la encimera para recibir el
abrazo y el beso de su mujer sin
accidentes.
—Te comportas como una niña de
cinco años –dijo, pretendiendo
sonar severo, pero lo cierto es que
estaba participando muy
entusiasmado en el juego de besos y
abrazos en que lo envolvió Ángela.
—Ah, sí? –articuló ella casi en su
boca, y bajando una mano
atrevidamente—. Te parece que
estas son cosas de niños de cinco
años?
Él ahogó una exclamación en su
cabello y ella sonrió satisfecha
consigo misma. Tuvieron que
escuchar el carraspeo de Ana para
separarse.
—Disculpa, Ana –le pidió él,
mirándola, y capturando la mano
inquieta de su esposa.
—No se preocupe –contestó ella
recogiendo la bolsa abandonada en
el sofá—. Ya casi me acostumbro.
—No te esperaba tan temprano –
dijo Ángela a Juan José, y era
verdad, aunque tenía que admitir
que cada vez su esposo demoraba
menos tiempo en Bogotá los fines
de semana.
—Tengo mucho trabajo aquí, y
estaba aburrido por allá.
—Aburrido en la gran ciudad? –
preguntó Ana encaminándose a la
nevera para acomodar las cosas que
habían comprado. Juan José no dijo
nada y se la quedó mirando.
Ana le caía bien, aunque a veces,
como ahora, era demasiado aguda.
Estaba contento con la compañía
que le daba a Ángela, pues era de
sus pocas amigas, contando a
Eloísa, y con ellas, Ángela había
florecido en estos últimos meses.
Incluso habían ido a hacer un picnic
en el caracolí como tanto había
deseado en el pasado.
Ángela parecía otra mujer.
Ah, era la misma chica arriesgada y
desinhibida en la cama, que se
prestaba a todo tipo de juego sexual
y lo elevaba al mismo cielo, pero
frente a la sociedad, ella era otra.
Ahora alternaba con más gente, y
salía más a menudo.
Un día se le había acercado
pidiéndole que le enseñara a
dibujar, lo básico para dar forma a
una figura humana, y él con gusto le
había enseñado. No era muy
talentosa en eso, se había dado
cuenta por sí misma, pero admiraba
la manera como él con unos simples
trazos dibujaba una mujer, un
pájaro, un árbol, un bebé.
Como ella insistía en desarrollar su
talento, un día simplemente le trajo
un juego de tintas, y se dio cuenta
de que eso era, definitivamente, lo
suyo.
Hacía formas y patrones abstractos
con mucha facilidad, tanto, que Juan
José incluso llegó a sugerirle que lo
probara en telas.
No en lienzo, sino en telas.
Un día, simplemente la encontró
vistiendo una falda corta, que lucía
un estampado hecho por ella misma.
—Es muy poco práctico –se quejó
ella—. Toma demasiado tiempo y
no es tan cómodo al tacto.
Pero Juan José había amado la
falda, y ella la lucía siempre que
podía. Eloísa incluso le había
pedido una para ella.

Rato después, y luego de que Ana


se fuera a su casa, Juan José no
desperdició el tiempo y tomó a su
esposa en brazos y se encaminó con
ella hacia la habitación. Ángela iba
riendo y lanzando pequeños gritos
que eran más bien de gozo, pues
luego de que él dijera que tenía
mucho trabajo aquí, había pensado
que se dedicaría toda la tarde a
estudiar sus planos.
Juan José la tiró a la cama, y acto
seguido, la puso boca abajo contra
el colchón.
—Juan José? –lo llamó ella, un
poco nerviosa, pues a pesar de los
meses que llevaban juntos, nunca
había probado esa postura.
—Shhht –la calló él—. Voy a hacer
un pequeño experimento.
—Un qué? –como respuesta, él bajó
la tela de la falda arrastrando al
mismo tiempo las bragas, dejándola
desnuda de cintura para abajo.
Ángela ahogó una exclamación
contra la almohada.
—Lo sabía.
—Qué?
—Tienes el trasero más hermoso
del mundo –ella se echó a reír.
—Sólo por eso lo hiciste? Ni que
no lo hubieras visto antes.
Él no dijo nada, y Ángela se mordió
los labios cuando él empezó a besar
la curva inferior de sus nalgas.
—Dios santo, Juan José.
—Te gusta?
—Es… —No dijo nada, pues él la
había abierto como se abre un libro
y la estaba lamiendo. Ángela, que
se había humedecido un poco con
sus juegos previos, sintió aquél
lugar más caliente y más
resbaladizo de lo que recordaba
haber sentido. Tal vez era la
posición, o el verlo esconder su
rostro en sus rincones más íntimos.
Ya no ahogó más sus quejidos, y
cuando él la penetró con la lengua,
le dio rienda suelta a sus
emociones.
—Tengo la… impresión –logró
articular ella—, de que tenías esto
pensado desde antes de llegar.
—Oh, sí –admitió él contra los
labios de su vagina—. Tenía ganas
de hacer esto.
Él volvió a besar, lamer y
succionar, llevándola cada vez más
rápido hacia el orgasmo, y cuando
estuvo allí, Juan José sintió en su
misma boca todos los pequeños
espasmos del cuerpo de su mujer.
Ella quiso girarse para besarlo,
pero se lo impidió. Se quitó la
camisa y los pantalones con prisa,
se puso a horcajadas encima de ella
y la aprisionó aún más.
—Y cómo… se llama esta
posición? –preguntó ella entre
jadeos.
—Tendremos que… buscarle
nombre.
Ángela lo sintió entrar desde atrás.
Poco a poco, grande, caliente, duro.
Quería tocarlo, quería verlo, pero
no le era posible en aquella
posición, sólo sentirlo.
Juan José empezó a moverse en su
interior, despacio al principio,
pero, como siempre, empezó a
perder el control, y sabiendo que
nada podía hacer para evitarlo,
dejó que su cuerpo lo guiara.
En aquella posición, ella se hacía
más estrecha aún, y eso lo
enloqueció. Sabía que sería
sublime, inigualable, como siempre
que hacía el amor con ella.
Aquello debería tenerlo
preocupado, pues nunca se había
sentido tan adicto al sexo.
Pero es que no era al sexo en sí; era
a ella, a hacer el amor con ella, a
escucharla gemir y jadear y ahogar
sus gritos, a sentir su aroma, su
calor, su humedad y su profundidad.
Era ella.
No te puedes enamorar, Juan José,
le dijo una vocecita bastante
alarmada.
Pero otra vez, se abandonó al
destino.
Aceleró el ritmo de sus embestidas,
y sintió como ella se preparaba
para lo que venía: la explosión, el
paraíso.
Siempre era así, con la diferencia
que cada día que pasaba, era aún
mejor.
Cuando se hubo vaciado en su
interior, se acostó de lado en la
cama y la atrajo a su cuerpo, aún
unido al suyo, y mientras con una
mano le acariciaba el pubis y
masajeaba su clítoris, con su boca
besaba su cuello y su oreja.
Ella puso su mano sobre la suya,
como pidiéndole que se detuviera,
como si ya no pudiera más, y él se
detuvo al fin.
La tenía atrapada en su abrazo, y no
se resignaba a soltarla, así que la
besaba con pequeños mordiscos, le
susurraba cosas al oído, acariciaba
la piel de su vientre en lánguidos
círculos.
Ángela levantó su mano y le tomó el
rostro, giró el suyo hacia él y lo
besó largamente, tanto, que sintió
que él otra vez se endurecía en su
interior.
—Mi querido esposo insaciable –le
susurró contra los labios, y lo sintió
sonreír.
—Me haces adicto.
—Eres un tesoro para la
humanidad. La raza no estará en
peligro, si de ti depende –dijo ella
riendo, pero él se quedó serio, pues
eso insinuaba que él era así con
todas las mujeres, que para él, el
sexo normalmente era así.
Y acaso podía culparla? Ella lo
conocía infiel. Qué podía esperar
de él?
Quiso decirle que sólo con ella era
insaciable, que sólo a su lado él era
algo menos que un semental, pero
se contuvo.
Eso equivaldría a admitir que se
estaba enamorando, si es que no lo
estaba ya.
Guardó silencio.
Salió poco a poco de su interior, y
se levantó de la cama buscando su
ropa.
Ángela sintió su cambio, pero no
dijo nada. Quizá no le había
gustado su broma, aunque de ser
así, él habría protestado, pues no
era de los que se callaban esas
cosas.
—Qué quieres comer? –él se giró a
mirarla, y paseó sus ojos por su
cuerpo, como si lo que le
apeteciera estuviera allí, frente a
sus ojos.
—Qué compraste? –le preguntó en
cambio.
Ángela salió de la cama sonriente, y
luego de haberse vestido, caminó
con él a la cocina contándole que
ahora sabía preparar un nuevo plato
que le había enseñado Ana.
Juntos y riendo, hicieron de comer
macarrones con queso, y luego,
juntos, y otra vez entre risas, se
sentaron a la mesa a devorarlos.
El sexo siempre los dejaba
famélicos.
…18…
Juan José miró el producto de su
trabajo: una amplia carretera de
doble carril que los conectaba
exitosamente con la autopista más
cercana. Los productos y mercancía
llegarían más pronto y en mejor
estado a Trinidad, los viajeros ya
no tendrían excusas para no entrar y
conocer al pueblo.
En pocas semanas estaría en pleno
uso, sólo faltaba un pequeño tramo,
en el que ahora trabajaban, y los
últimos detalles de señalización.
Miró a los operarios encender la
maquinaria, preparándose para un
nuevo día de trabajo. Se disponía a
hablar con uno de los maestros de
obra cuando escuchó unos gritos
hacia su izquierda y se acercó para
ver qué sucedía.
La retroexcavadora sobre orugas
parecía fuera de control, no se
dejaba manipular para sacarla del
lugar que se le había asignado
durante la noche. El operador
parecía nervioso, aunque no era un
novato.
Una falla en ese tipo de maquinaria
era muy extraña, y además, ésta
había funcionado perfectamente el
día anterior. Corrió hacia la parte
trasera y logró encaramarse
gritándole al operador que se
bajara, pues podía ocasionar un
accidente. Alrededor empezó a
formarse un tumulto de hombres que
no encontraban la manera de
acercarse para apagarla.
El hombre le hizo caso a Juan José,
y éste empezó a manipular los
mandos de control intentando
apagarla, pero intuyó que si ni el
mismo operador, que era un hombre
experimentado, había conseguido
hacerlo, él menos, así que se lanzó
tras el operador a tierra, dando un
par de botes, pero fue muy tarde.
El brazo con la pala excavadora
cayó con estrépito a tierra y la pala
se clavó justo en su pierna
izquierda. Juan José lanzó un
apretado grito de dolor ante lo que
fue un hueso evidentemente roto, si
no es que había perdido para
siempre la pierna.
El dolor era apabullante. Mandó la
mano a la pala excavadora
intentando con su propia fuerza
levantarla, pero no era posible.
Miró la pernera del pantalón
esperando que su pantorrilla no se
hubiese separado del todo del resto
de su pierna. La sangre empezó a
empapar el suelo arcilloso y él
comenzó a sentirse mareado, sin
embargo vio que uno de sus
hombres subía a la máquina con lo
que parecía ser un tronco de madera
y aporreaba los mandos de control.
Tal vez esperaba detenerla así.
Luego, otros se acercaron a él, y
entre muchos, levantaron la pala
separándola de su pierna. Otro de
ellos amarró inmediatamente su
pierna debajo de la rodilla
improvisando así un torniquete,
quizá para evitar una mayor pérdida
de sangre.
Mientras caía en la inconsciencia, y
todo alrededor se volvía negro, la
vio. La hermosa mujer de cabellos
largos y oscuros se inclinaba a él,
le acariciaba la mejilla con un
semblante muy sereno, y dijo algo
que se le hizo ininteligible.

Carlos se paseaba de un lado a otro


en una de las salas de espera del
hospital. Su hermano estaba siendo
intervenido en ese momento, y el
cuadro que le había presentado el
doctor no era alentador.
No sólo estaba rota tanto la tibia
como el peroné, sino que los
ligamentos estaban seriamente
comprometidos y la pérdida de
sangre había sido demasiada,
aunque de no ser por la ayuda de
los hombres, habría muerto
desangrado hacía mucho.
Y además, su hermano tendría que
comparecer ante las autoridades
por lo que parecía ser un accidente
laboral causado por su negligencia.
El trabajo del ingeniero era velar
porque todo se hiciera bajo los más
estrictos regímenes de seguridad y
control. Una máquina con
problemas era responsabilidad suya
y de nadie más, aunque la víctima
hubiese sido él mismo.
Lo primero que hizo Carlos cuando
lo llamaron para avisarle del
accidente, además de llamar al
médico de la familia para que se
hiciese cargo de su hermano
inmediatamente, fue llamar a
Miguel, para que lo representara
ante el juicio que se le venía.
Quedó pasmado cuando éste
simplemente le dijo que ya él no
litigaba, y que además estaba
seguro de que Juan José no querría
que él lo representara.
Tuvo que llamar a otro abogado.
Afortunadamente, conocía el gremio
y tenía amigos confiables entre
ellos.
Miró su reloj. Le había avisado a su
madre y a Valentina en cuanto le
avisaron a él, hacía ya más de tres
horas, y de paso a Mateo y Fabián.
Estos dos últimos ya estaban fuera
buscando la manera de ayudar a
Juan José investigando qué podía
haber sucedido para que la
retroexcavadora se saliera de
control. Uno de ellos incluso había
donado sangre antes de que Juan
José llegara en la ambulancia desde
Trinidad para hacer su
contribución.
Pero ni Judith ni Valentina habían
llegado.
—Dónde está? Dónde lo tienen? –
vio Carlos que preguntaba una
mujer. Se la veía muy angustiada, y
que había llorado mucho antes de
llegar allí. La acompañaban otras
dos mujeres igual de jóvenes.
—Me da el nombre del paciente,
por favor? –pidió la enfermera.
—Juan José Soler! Por favor
dígame!
Carlos frunció el ceño y se acercó a
ella.
—Le conoce?
La mujer se giró a mirarlo. Tenía
unos ojos grises impresionantes y la
piel blanca. El cabello negro y
largo lo llevaba atado de cualquier
manera como muestra de que no se
había preocupado por cómo se veía
ni nada más.
Parecía no tener siquiera los veinte
años.
—Usted quién es? –le preguntó
ella, desconfiada.
—Carlos Soler. El hermano de Juan
José—. La vio morderse los labios
y mirar interrogante a las dos
mujeres que estaban con ella.
Él las miró. Una era una hermosa
morena que le secaba las lágrimas
con sus dedos, y la otra era alta y
castaña y lo estudiaba de arriba
abajo.
—Yo… —empezó a decir la chica
— soy una amiga… una amiga de
Trinidad. ¿Ya habló con los
médicos? ¿Qué le dijeron? ¿Está
muy mal? Se va a recuperar,
verdad?
—La… la situación es crítica –
contestó él sintiéndose un poco
extraño por tener que darle
información de ese tipo a una
desconocida, pero no pudo evitarlo;
su angustia y preocupación parecían
auténticos—. Ahora está siendo
intervenido.
—Escuché que perdió mucha sangre
–comentó ella reprimiendo un
sollozo.
—Sí, pero ya un amigo le donó.
—Usted no?
—No… no tenemos el mismo tipo.
—Ah… lo siento. Yo… no sé ni lo
que digo…
—Tiene que calmarse –dijo la
morena a su lado, y su
tranquilizadora voz logró un efecto
en ella, que cerró sus ojos
asintiendo. La otra, más autoritaria,
la tomó del brazo y alejó a ambas
de allí, no sin antes echarle una
mirada ceñuda a él.
Se sintió como si el extraño allí
fuera él, como si no tuviera derecho
a estar allí.
Sonrió sacudiendo esas ideas.

—Ángela, tienes que calmarte –la


regañó Eloísa—. Ese hombre es el
hermano de Juan José, si no te
controlas un poco, te vas a delatar.
—Aunque les vendría muy bien
saber que eres nadie menos que la
esposa –murmuró Ana.
—No –contestó Ángela—. No
pueden saberlo.
Habían venido voladas de Trinidad
en el auto de Eloísa en cuanto
escuchó del accidente.
Afortunadamente, en el momento en
que los trabajadores de la autopista
llegaron avisarle, Ana estaba en
casa y supo no sólo sacar la
información de en qué hospital
estaba su esposo, sino que además
tuvo la cabeza fría de preparar un
plan de acción, de no ser así, lo
más seguro es que Ángela sólo se
hubiese deshecho en llanto y no
habría sabido qué hacer. Los
hombres que habían ido a avisarle
habían sido muy gráficos a la hora
de describirles el accidente,
causándole una gran impresión.
—Entonces contrólate –insistió
Eloísa en un susurro ante sus
últimas palabras.
Las había llevado a un pasillo
solitario, no le interesaba que ese
tal Carlos, como se había
presentado el hermano de Juan
José, las escuchara. Se veía que no
era de los que tragaba entero.
—No puedo! –le contestó Ángela
—. Él está mal, debe sentir mucho
dolor, podría perder la pierna
según lo que dijeron los hombres de
la construcción. Dijeron que la
herida era muy fea, que el accidente
fue espantoso y…
—Y yo en este momento quisiera
cogerlos a todos y golpearlos!
Cómo se les ocurrió darte esa clase
de detalles?
Ángela se echó a llorar de nuevo, y
Ana tuvo que regañar a Eloísa por
tratarla así. Ésta respiró profundo
admitiendo que había sido un poco
dura.
—Bueno, vamos afuera a ver qué
dicen los médicos.
Cuando volvieron a la sala de
espera encontraron que Carlos, el
hombre de espectaculares ojos
verde azulados, ya no estaba solo.
Había con él dos mujeres rubias y
hermosas, aunque de diferente edad,
acompañándolo.
Se acercaron lentamente y Ángela
no perdió de vista a la más joven.
—Pero, cómo fue el accidente? –
oyó que le preguntaba a Carlos.
—Al parecer una retroexcavadora
se salió de control. Los detalles los
desconozco, pero el resultado fue la
fractura de la pierna de Juan José.
—Es lo que tiene por irse a trabajar
a ese sitio! –exclamó la rubia
mayor, y Ángela se preguntó si
acaso era la madre de la otra.
—Mamá, los accidentes
simplemente ocurren –le reconvino
Carlos.
Ángela alzó sus cejas incrédula.
Era ella también la madre de Juan
José? O eran hijos de diferente
madre? Porque esa no parecía ser
la actitud de una madre cuyo hijo
estaba a punto de perder uno de sus
miembros. Pero bueno, qué sabía
ella de madres dolientes? La suya
no era una, ciertamente.
Sin embargo supo que esa actitud
fría no era la de una madre que se
interesaba por su hijo. Y ahora que
la observaba bien, Juan José se
parecía más a ella que Carlos, así
que sí eran madre e hijo.
—Valentina, acompáñame a tomar
un café –le pidió la mujer mayor a
la más joven, y Ángela las vio venir
hacia donde ella y sus amigas se
hallaban para ir a la cafetería.
Por qué se iban? Acababan de
llegar! El médico iba a salir en
cualquier momento, se iban a
perder la información!
Cuando estuvo enfrente, Ángela
estudió a fondo a la que debía ser
Valentina.
Pero por supuesto, era espectacular.
Rubia y de cabello largo, aunque
dudaba que ese rubio fuera del todo
natural. Sus ojos eran castaño
oscuro y tenía la estatura y el
cuerpo de una reina de belleza, de
los miles que había en el país.
A lo mejor había sido la reina del
café, o la guayaba, o la cebolla.
Quién sabe?
Y usaba una ropa espectacular,
botas espectaculares, y el bolso era
de alguna fina piel diseñado por
algún famoso.
La odió al instante.
Ella pasó por su lado sin
determinarla siquiera, aunque sí
notó que la otra, la que a lo mejor
era la madre de su esposo, le
dirigía una mirada de
desaprobación. Tal vez le
disgustaba que alguien vestido
como ella estuviera de pie en el
pasillo por donde ella iba a pasar.
Cuando dejó de mirarlas, sus ojos
se cruzaron con los de Carlos, su
cuñado.
Bajó la mirada. Esperaba no
haberse delatado demasiado. Lo
cierto es que si seguía actuando así,
metería en problemas a Juan José.
Un médico salió con bata de
cirujano y una tabla de notas en la
mano. Llamó a los familiares de
Juan José y ella no dudó en
acercarse.
La pierna estaba a salvo, aunque
había sido necesaria una obra de
arte para reconstruir los huesos y
volverlos a poner en su lugar.
Estaría incapacitado una buena
temporada, y si no se presentaban
infecciones, todo iría bien.
Ángela casi llora de alivio.
—Se lo dije, todo iba a salir bien –
le dijo Ana, y Ángela asintió con su
mano en el pecho.
—También son de Trinidad?
Amigas de Juan José? –preguntó
Carlos, dirigiendo la mirada a Ana.
—Sí, somos amigas –contestó
Eloísa en su lugar.
—Mi nombre es Carlos Eduardo
Soler –se presentó, dando su mano
a las tres—. Si necesitan ayuda, o
cualquier otra cosa…
—Ahora mismo el que necesita
ayuda es mi… es Juan José –dijo
Ángela—. Imagino que habrá que
preparar un lugar donde él pueda
pasar su convalecencia, y…
—La pasará en casa, claro—.
Ángela se lo quedó mirando
confundida—. En cuanto salga del
hospital –se explicó Carlos— yo
mismo me encargaré de que sea
llevado con la mayor comodidad
posible a nuestra casa. Vivimos con
madre.
“Madre” parecía ser el término que
utilizaban para referirse a esa
señora rubia y fría como un
casquete polar.
No había pensado en que luego de
la operación, Juan José tendría que
elegir un lugar en el que pasar la
temporada en que estaría
incapacitado. Era obvio que tendría
que pasarlo en casa de su familia. Y
ella allí no podría visitarlo.
Estaría una larga temporada sin
verlo.
Y para cuando se recuperara, la
obra en Trinidad habría terminado.
Es decir, que ya no tendría excusas
para volver a Trinidad.
Lo que seguía era el divorcio.
Debió ponerse muy pálida, porque
él pareció preocupado de repente.
—Se siente bien? –le preguntó.
Ángela simplemente negó,
alejándose.
Salió de la sala de espera
acompañada de sus dos amigas,
deseando no pensar, deseando no
saber qué seguía luego.
Carlos miró a su hermano
largamente, quien permanecía
inconsciente en su camilla, ya sin la
careta de oxígeno. La operación
había sido un éxito, y los médicos
habían prometido que despertaría
en pocos minutos, pero él se estaba
tomando su tiempo.
Fabián había llamado para decir
que habían encontrado pruebas que
indicaban que la retroexcavadora
que hirió a Juan José había sido
saboteada, lo que lo eximía a él de
acusaciones tales como negligencia
en sus obligaciones. Pero ahora lo
preocupaba otra cosa.
El que la había saboteado, fuera
autor intelectual o material,
claramente quería perjudicar a Juan
José. Quizá no de la manera como
todo había salido, pero cualquier
falla en el personal o la maquinaria
sería utilizada para fastidiarlo. Eso
indicaba que su hermano tenía un
enemigo en ese pueblo.
Por qué? Y, quién?
Para agregar más misterio, habían
aparecido tres mujeres, una de ellas
claramente afectada por el estado
de salud de Juan José. Incluso
habían mostrado más interés por él
que su misma madre y novia, pues
Valentina, luego de saber que no
perdería la pierna y que se
recuperaría, adujo tener muchos
compromisos de la universidad,
pues iba a iniciar un nuevo
semestre, y se fue, y Judith le había
encargado avisarle cualquier evento
y también se retiró.
Ahora estaba solo frente a su
hermano en la habitación privada
que se le había asignado. Juan José
tenía la pierna enyesada y en un
soporte que se la mantenía en alto.
No podía ser que sólo él estuviera
allí vigilando su sueño.
De Mateo y Fabián lo entendía,
ambos estaban ocupados ayudando
a esclarecer los hechos en Trinidad.
Con razón Juan José no los
abandonaba, ellos eran su
verdadera familia.
—Nada que despierta? –preguntó
Mateo entrando en la habitación.
—Cómo es que te dejaron entrar? –
preguntó Carlos por todo saludo—.
Dijeron que de a un visitante por
vez.
—Bueno… se saltan ciertas reglas
cuando tu padre ha donado millones
al hospital.
Carlos sonrió y le estrechó la mano
cuando éste se la tendió.
—Hace unas horas estuvo aquí una
mujer –le comentó—. Cabello
negro, ojos grises… Me presenté,
pero ella no dijo su nombre. Sólo
dijo que es de Trinidad.
Vio a Mateo meterse las manos al
bolsillo y apretar los labios, y esa
actitud sólo le hizo preguntarse qué
estaba pasando.
—Debe ser… una amiga, o
conocida…
—Tú has estado allá varias veces.
No la conoces?
—Pues… no… no.
—Qué extraño. Se la veía
preocupada, y no se fue de la sala
hasta que los médicos dijeron que
estaba bien.
—Ya sabes que tu hermano es muy
sociable…
Carlos lo miró fijamente un instante
más, pero como Mateo no agregó
nada, torció el gesto, resignado.
Le estaban ocultando algo, y no le
gustaba.
Esperaba que la tal amiga fuera
sólo eso, y no un enredo amoroso
de su hermano. No le convenía, si
de verdad aspiraba casarse algún
día con Valentina.
En ese momento Juan José abrió sus
verdes ojos, tratando de enfocar la
mirada, y los vio.
—Hey, ya estás de vuelta –dijo
Mateo, acercándose a él.
—Mi pierna…? —preguntó él.
—Pegada a ti, como debe ser.
—No te preocupes –dijo Carlos—,
yo no habría permitido que te la
amputasen sin antes comprobar que
era lo único que se podía hacer.
Juan José pasó la mirada de Mateo
a su hermano, y luego a los deditos
del pie, que no habían sido
cubiertos por el yeso. Sonrió
cerrando de nuevo sus ojos.
—Qué fortuna tenerte como
hermano, entonces.
Carlos sonrió algo triste. Era lo
menos que podía hacer. Cuando los
médicos mencionaron la
posibilidad de que su hermano
perdiera la pierna, pues los
músculos también habían sido
gravemente dañados, Carlos había
mirado a Édgar Ibáñez, el hombre
que había sido su médico desde
niños, y le pidió como favor
personal que hiciera todo lo posible
por que eso no fuera necesario.
Bueno, tal vez había sonado un
poco más imperativo, pero lo cierto
es que la pierna de su hermano
estaba a salvo.
—Y… dónde está…
—Madre? –preguntó Carlos—.
Estuvo aquí hace un momento.
También Valentina.
No se perdió la mirada interrogante
que Juan José le dirigió a Mateo, ni
el asentimiento casi imperceptible
de éste.
Definitivamente, tenía que
averiguar quién era esa muchacha.

—Estuvo aquí— le dijo Mateo a


Juan José cuando al fin pudieron
hablar a solas—. Me la encontré
abajo, en recepción. Sólo dejan
entrar a tus familiares y amigos, y
pues ella…
Mateo se quedó callado en cuanto
vio la expresión de Juan José.
Habían tenido que esperar a que
Carlos al fin se fuera para hablar
con tranquilidad. Los medicamentos
que estaba tomando para el dolor y
otras drogas más eran fuertes, así
que había pasado la mayor parte de
la tarde dormido. Ahora tenía la
pierna enyesada y con unos tubos
metálicos que sobresalían como si
fuese una antena.
Valentina no había ido a verlo, ni su
madre.
Sólo su esposa, y ésta no había
podido entrar porque aquí se
hallaba también su hermano.
—Puedes hacer algo para que…
—Claro que sí –se anticipó Mateo
—. Tu hermano no se la puede
pasar aquí todo el día, pues se la
mantiene muy ocupado, así que en
algún momento ella podrá entrar a
verte. Tuve que pedirle el número
de su amiga para poder avisarle y
que venga a verte.
—Gracias, hermano.
—Nah, ni lo menciones. Tú harías
lo mismo por mí—. Juan José se
echó a reír.
—Espero no cometas la locura de
casarte a escondidas tú también.
—Pero por favor! Si algún día me
caso, mi boda será tan fastuosa que
saldrá en todas las páginas de
sociales de los diarios. Habrá
videos en YouTube, y un reportaje
completo en las revistas femeninas.
Mi padre no querrá menos.
Juan José se echó a reír, pues sabía
cuánto odiaba su amigo la atención
que le prestaban los medios.
—Estás condenado, amigo.
—Lo sé.
Al día siguiente, a primera hora de
la mañana, Ángela entró a la
habitación que le habían asignado a
su esposo y al fin pudo verlo.
Corrió a él, a pesar de que estaba
dormido, y se tiró sobre su pecho y
lo abrazó.
Estaba bien, a salvo, según le había
dicho Mateo la noche anterior,
cuando la llamó para decirle que
podía ir a visitarlo siempre y
cuando fuera temprano por la
mañana, pues él se había encargado
de que las enfermeras lo tuvieran
despierto y a cualquier otro
visitante que no fuera ella alejado
para que pudieran tener un tiempo a
solas.
Ángela se lo había agradecido
efusivamente.
Había pasado la noche con Ana y
Eloísa en un apartamento que los
padres de esta última tenían en la
ciudad, y donde planeaba venirse a
vivir cuando entrara a la
universidad, que sería en sólo un
par de semanas. Ana se había
devuelto temprano a Trinidad, pues
había dejado solos a sus hermanos,
y ahora ella había venido sola para
ver a su esposo.
Había dormido muy poco, y el día
anterior había sido un suplicio
preocupada por él. Sabía que
estaba más que bien atendido, sabía
que no estaba solo, pues allí había
dejado a su madre, novia y
hermanos que cuidaran de él. Pero
ella quería hacer esa labor
personalmente.
Por su parte, ella se había casado
para estar con él en la salud y en la
enfermedad.
Se quedó allí, quieta e intentando
controlar sus emociones otro rato.
Juan José abrió poco a poco los
ojos.
—Hey, estás aquí—. Ángela
levantó el rostro y le sonrió. Él vio
que ella tenía lágrimas en los ojos
— No llores, mujer. Estoy bien.
—No te preocupes. Sólo estoy muy
aliviada… tampoco es que me la
haya pasado llorando.
—No, claro que no –ella se lo
quedó mirando—. Cariño, eres muy
mala mentirosa.
Ángela se echó a reír.
Dirigió la mirada hacia su pierna
levantada por una polea y los tubos
metálicos que sobresalían.
—Dios, qué horrible.
—Calla. Todo en mí es hermoso.
Incluso esa cosa que me
incrustaron.
—Debió dolerte tanto!
—Sólo fueron dos huesos rotos. No
es para tanto.
—Eres idiota –Quiso decir algo
más, pero entonces Juan José le
tomó el rostro y lo acercó al suyo
para besarlo. Ella le contestó el
beso con la misma necesidad.
—Pensé que no vendrías a verme.
—Claro que sí.
—Imagino que ha sido horrible, con
mi hermano y mi madre por aquí
rondando, pero…
—No… no te preocupes. No les
dije quién soy.
—Eso no es lo que quería decir…
—No tienes que temer porque
sepan quién soy. Tu hermano me
preguntó, pero…
—Ángela, eso no me importa.
—Claro que sí. Todo este tiempo
hemos acordado que…
—Que se joda el acuerdo! –
exclamó, logrando al fin que ella se
detuviera.
—Qué… qué quieres decir?
—Ángela… no… no te puedo
prometer gran cosa, sólo que…
Dios, no quiero estar sin ti. Sé que
el mundo se me vendrá encima, que
tendré unos cuantos problemas,
pero… dejaré a Valentina.
Ángela lo miró con ojos
desorbitados por la sorpresa.
—Me estás… me estás diciendo la
verdad?
—Hace tiempo dejé de amarla.
—Pero… pero…
—Nada de peros.
—Oh, Dios –exclamó ella
volviendo a besarlo, y él la apretó
contra su cuerpo un poco más.
Cuando terminó el beso, él la
miraba sonriente. Tomó entre sus
dedos las hebras de su cabello y los
llevó a sus labios para besarlos.
—Vas a estar aquí un buen rato, me
dijeron.
—Sí, y Carlos querrá tenerme
vigilado en casa.
—Él es guapo.
—Ah, sí? –preguntó él pareciendo
celoso— muy guapo?
—Y bastante… autoritario.
—Lo es. Es un mandón.
—Pero cuidó de ti. Estuvo todo el
tiempo en la sala de espera por el
informe del médico. Tienes un
hermano que te quiere.
Juan José miró a otro lado.
—Pues… no sé qué decir.
—Los hermanos se quieren. Es lo
normal, no?
—No mi hermano y yo –ella frunció
el ceño.
—Por qué dices eso?
—Ah… es una historia que aún no
te he contado.
—Y que no me contarás en un buen
tiempo; no podré ir a verte mientras
estés en tu casa.
—Prometo esforzarme con las
terapias que me impongan para
recuperarme pronto.
—Te perderás la inauguración de la
carretera.
—Eso es lo de menos. Lo
importante es que toda esta
pesadilla de operaciones y
recuperación pase pronto para
volver a ti.
Ángela sonrió feliz. Él le estaba
haciendo promesas. Primero, dejar
a Valentina; segundo, volver a ella.
Y el día apenas empezaba.
Ah, quería decirle cuánto lo amaba,
pero si él se estaba tomando las
cosas con calma, ella no lo echaría
a perder precipitándose.
Se mordió la lengua y guardó
silencio.
Se recostó a su pecho suspirando, y
sintió su mano acariciarle el
cabello cuan largo era.
—Llama a casa de Eloísa para
contarme cómo estás –le pidió ella
—. Estaré allí una temporada.
—Mujer. Por favor compra un
teléfono celular. Así podré llamarte
cuando quiera y el tiempo que
quiera.
—De veras?
—En qué siglo vives?
—No lo sé. Vengo aquí y me parece
que Trinidad está metida en una
cápsula del tiempo o algo –él
sonrió.
—Dale a Mateo tu número, así
podré comunicarme contigo.
—Está bien.
—Ahora, regresa a Trinidad. Yo te
estaré contando cómo van las cosas
aquí.
Ángela volvió a asentir. Iba a darle
otro beso, pero entonces la puerta
se abrió.
Valentina y la madre de Juan José
estaban en el umbral, la primera
con globos decorados y flores, y la
miraban entre interrogantes y
sorprendidas. Ángela tuvo que
separarse de la camilla de Juan
José a una distancia prudente.
—Ah… yo…
Valentina le dirigió una mirada
llena de suficiencia.
—S… soy una amiga de Trinidad.
Pero ya me iba.
Caminó rauda hacia la puerta y la
cerró al salir, dejando a Juan José
con la tarea de explicarles quién
era ella y qué hacía allí.
…19…
—Bien, hemos venido a visitar al
enfermo –canturreó Valentina, de
repente ignorando que había
encontrado a una guapa mujer muy
cerca del rostro de su novio. Puso
las flores en una mesilla y ató los
globos en la cabecera de la camilla
de Juan José.
Luego de darle un beso, suspiró.
—Casi me quedo con un novio
cojo.
—Jamás –intervino Judith—.
Carlos no lo habría permitido.
—Carlos no es Dios –contradijo
Juan José, y Judith lo miró como si
de repente le hubiese salido otra
cabeza.
—Estás bien? –preguntó Valentina
con voz suave— Estás cómodo?
Necesitas algo? Otra almohada,
aumentar la calefacción, algo?
Juan José vio en la entrada a una
enfermera que lo miraba con rostro
culpable. La entendía. Judith y
Valentina eran muy dominantes
cuando querían, y juntas… eran
demasiado para una simple
enfermera.
—No, estoy bien, gracias.
—Ahora tú nos vas a explicar cómo
es que casi pierdes una pierna en tu
trabajo –exigió Judith.
—Fue un accidente…
—Que seguro será demasiado
horrible para nuestros sensibles
oídos. No quiero saber los detalles,
Juan José, gracias.
—No pensaba decirlos…
—Mi pregunta –lo interrumpió
Judith— era más bien… cómo
pudiste permitir que algo así te
sucediera?
—Madre, como te dije, fue un
accidente!
—Pero tengo entendido que esos
accidentes le ocurren a esas
personas, los… obreros –dijo,
mencionando la palabra “obreros”
con tono despectivo.
—Intenté ayudar al operador de la
máquina, pero…
—Intentaste salvarlo? Mi héroe! –
exclamó Valentina y lo besó de
nuevo.
Judith siguió regañándolo por ser
tan descuidado y Juan José sólo
pudo respirar profundo y resignarse
a escuchar la diatriba de su madre.
Miró a Valentina, pero ella no lo
miraba a los ojos. Se entretenía con
cualquier cosa, las flores, los
globos, su cabello. Quería hablar
con ella, pero delante de Judith eso
sería imposible.
Cuando se despedían, Valentina
volvió a besarlo como si nada
ocurriera y le recomendó portarse
bien para que se recuperara pronto.

—Deberías quedarte –le aconsejó


Judith a Valentina en cuanto
hubieron salido. Valentina, como
siempre, iba mirando algo en su
teléfono algo distraída.
—No puedo. Tengo cita con un
profesor en un par de horas en la
universidad.
—Esa muchacha que estuvo aquí…
la conoces?
—Claro que no. Tengo cara de
mezclarme con personas así?
—Sólo decía. Y es que no te
preocupa?
—Esa? No viste la pinta que tenía?
No es del gusto de Juan José, así
que no me preocupa en lo más
mínimo.
—No te confíes. Los hombres son
impredecibles.
—No Juan José. Lo conozco
demasiado bien.
Judith la miró alzando ambas cejas
y lo dejó estar, aunque lo que
quería era darle una larga charla
acerca de la infidelidad de los
hombres.
Dios sabía que de eso ella podía
dar cátedra.

Ángela llegó al apartamento de


Eloísa con aire desanimado.
—No lo viste –dedujo su amiga al
verla. Salía de una de las
habitaciones poniéndose un
pendiente, pues pensaba salir a
hacer diligencias de la universidad.
Había estado viniendo
constantemente desde antes del
accidente de Juan José, y ahora se
había quedado casi
permanentemente, aprovechando
que Ángela estaba aquí para hacerle
compañía. Ahora ya no estaba Ana,
así que tendría que dejarla sola de
vez en cuando, y eso la preocupaba.

Ángela se sentó en uno de los finos


muebles de tapiz blanco y miró
alrededor.
Era un apartamento bastante
femenino. Tenía una pared
decorada en estuco púrpura, y una
decoración en el extremo de otra
pared blanca que simulaba un árbol
de cerezo. El piso era del mismo
púrpura de la pared y los muebles
blancos. Había cuadros muy
minimalistas colgados en las
paredes, y el ventanal ofrecía un
paisaje muy urbano.
Aquí era donde estaría Eloísa a
partir de ahora.
—Sí, sí pude verlo –contestó ella.
—Y entonces por qué traes esa
cara? Discutieron?
Ángela alzó la mirada hacia su
amiga, que se estaba poniendo el
otro pendiente.
—Estaba yo allí, feliz de verlo
bien, a salvo, cuando de pronto
entró su madre y su novia. Muy
oportunas las dos.
—Ah, qué mal. Me imagino la
escena.
—No, no hubo escena. Esa chica es
rara.
—Por qué lo dices?
—Porque no hizo preguntas. Nada
de nada. Yo encuentro a otra mujer
en la habitación de mi novio y es ya
que le estoy sacando toda la
información.
—Tal vez no le importa.
—Cómo que no?
—Ya sabes, como esas novias que
están es por conveniencia, o
costumbre. Quién sabe.
Ángela se quedó mirando lejos
mordiéndose el lado interior del
labio, pensando en lo que le decía
su amiga.
Sería posible? Estaría ella con él
por costumbre o conveniencia y no
por amor?
Juan José había dicho en más de
una ocasión que amaba a Valentina,
pero no le era fiel. Era esa la forma
de amar de los ricos?

Los días pasaron y Eloísa entró al


fin a la universidad. Tenía
diecinueve años, y debía haber
entrado mucho antes, pero su padre
no le había permitido estar sola en
la capital hasta que cumpliera la
mayoría de edad, y luego prefirió
asegurarse de que tuviera un lugar
seguro y cómodo donde vivir.
Ahora era dueña de un apartamento
con tres habitaciones y dos baños
en una buena zona de la ciudad,
relativamente cerca de la
universidad en la que estudiaría, y
por estos días lo compartía sólo
con Ángela, que estaba allí mientras
su esposo estaba internado en la
clínica.
Juan José había sido intervenido
por segunda vez, y al parecer, no
iba a ser la última.
Cada una d las operaciones sería
necesaria para restablecer el
normal movimiento y función de su
pierna, y además de eso, tenía
visitas diarias al fisioterapeuta,
donde tenía dolorosas sesiones.
Valentina estaba más tiempo con él
ahora, ya que el semestre apenas
iniciaba y no tenía tantas tareas y
trabajos, aunque la mayoría del
tiempo estaba pegada a su teléfono
escribiéndose con sus amigos, o a
veces éste sonaba y ella
simplemente anunciaba que tenía
que irse.
Ángela tenía que verlo siempre a
hurtadillas en la clínica, y Mateo
había hecho de celestina todo ese
tiempo para concertar sus
encuentros.
Juan José le había prometido que
hablaría con Valentina y la dejaría,
pero estaba segura de que por esos
días eso no había sido posible, así
que esperaba.
Dos semanas después, ya se le hizo
imposible verlo; Juan José había
sido trasladado a su casa; le habían
asignado una enfermera personal
que se encargaba de llevarlo a
todas partes, ya que no podía
movilizarse por sí mismo, su
hermano permanecía ocupado y su
madre no se hallaba para esos
menesteres, así que de vez en
cuando él conseguía que la
enfermera se detuviera en su
camino de vuelta de las sesiones de
terapia en algún parque donde
poder hablar con Ángela. A veces
no podía avisarle con tiempo, y ella
llegaba presurosa, y tarde, y lo que
podían hablar eran unos pocos
minutos. Pero no podía decir ni
mostrar que estaba cansada de eso.
Pero por otro lado, a qué regresaba
a Trinidad? Allá no tenía a nadie.
Sus padres no le habían hablado ni
una sola vez desde que la dejaran
en la puerta de la casa de Juan José
aquella noche, y si ni se
preocupaban por ella, por qué iban
a hacerlo por él?
Así que los siguientes días sólo se
quedó esperando la llamada de
Mateo para decirle que había
arreglado las cosas para que fuera a
verlo.

Juan José no estaba mejor. Se sentía


encerrado en su propia casa. Una
enfermera lo vigilaba todo el día,
obligándolo a tomarse las drogas
sin falta y puntual.
Hablaba con Mateo pidiéndole
ayuda, deseando que su amigo
obrara su magia para poder ver a
Ángela, pero se temía que en esta
ocasión la magia que necesitaba no
era la de Mateo, sino la de su
hermano Carlos, pero para eso
tendría que contarle todo lo
sucedido.
Le había prometido a Ángela hablar
con Valentina, pero ella no se lo
estaba poniendo fácil. Nunca se
quedaba a solas con ella, y ya se
estaba desesperando. Era mucho
tiempo sin verla, y nunca, luego de
que se casaron, habían estado
separados tanto tiempo.
Miró hacia la salida al jardín y vio
a Fabián, alto y fornido, acercarse a
él. Siempre traía una sonrisa en el
rostro, y esta vez no fue diferente.
Se le acercó y le palmeó la espalda
a modo de saludo. Algo que
agradecerle a la vida era que sus
amigos no habían dejado de venir a
verlo desde que se había
accidentado.
—Hay riesgo de que te salves aún?
–Preguntó Fabián sentándose frente
a él, y Juan José sonrió contagiado
por su buen humor.
Estaba sentado en un diván de
mimbre en el jardín, tomando un
poco el sol. Acababa de tener una
dolorosa sesión de terapia.
—Sí, eso parece.
Fabián lo miró atentamente, luego
se echó a reír.
—Qué pasa? –le preguntó Juan
José.
—Que no sé si es que te duele la
pierna o estás muy aburrido de la
vida.
—Las dos cosas.
—Y por qué? Ah –se interrumpió a
sí mismo con su característica
sonrisa— estás aquí, convaleciente,
todo el día sin hacer nada.
—También –admitió Juan José con
una mueca. Fabián lo miró aún
alzando su ceja.
—Y… —siguió— estás sin Ángela.
Como juan José no dijo nada, y ni
siquiera lo miró, Fabián se puso en
pie y rió a carcajadas dando un par
de palmadas muy ruidosas.
—Me gustaría saber qué es tan
chistoso.
—Que el cazador ha sido cazado!
Un cliché, pero muy oportuno en
este momento.
—De qué hablas?
—Tú, el experto en los juegos de
seducción. Fuiste tú quien me
enseñó a llegarle a una chica,
recuerdas? Cuando yo no era más
que un crío gordo y sin autoestima.
Lo que me dijiste fue: Nunca te
enamores, el que se enamora
pierde. Y años después, estás aquí,
perdido. Te enamoraste!
Juan José no pudo evitarlo, y en su
rostro asomó una sonrisa. Miró a
Fabián a sus verdes ojos, y dijo:
—Pero a pesar de todo, no siento
como si hubiese perdido, sabes?
—Ah, no. Y cómo te sientes?
—Más bien como… como un
ganador.
Fabián volvió a sentarse y lo miró
aún sonriendo.

—Vas a creer que mi oficio es


seguirte –dijo Miguel sentándose al
frente de Ángela, en una cafetería
cualquiera de la ciudad.
Había salido para conocer y
despejarse un poco. En las largas
semanas que llevaba en Bogotá,
había recorrido varios centros
comerciales muy lujosos con Eloísa
y ésta le había enseñado las tiendas
de ropa más caras, Eloísa incluso
había entrado y se había comprado
un par de abrigos, y uno para ella,
ya que el frío de Bogotá podía
enfermarlas si no se cubrían como
debían. Ángela se había
escandalizado con los precios tan
altos, pero en el fondo había
deseado poder comprar toda esa
ropa, así fuera para fingir que era
una mujer con clase y
emprendedora. Era el aspecto que
daba Valentina, con su ropa tan
costosa.
Ahora estaba sola, pero no había
tenido nada de ganas de quedarse
sola en el apartamento y había
salido por sí misma, y he aquí el
amigo traidor de Juan José. Él tenía
razón, estaba empezando a creer
que la seguía.
Lo miró fijamente sin decir nada,
sólo lo observó y se dio cuenta de
que él le sostenía la mirada
sonriendo.
—La ciudad es grande –dijo ella
mirando alrededor. La única que
parecía fuera de lugar allí era ella,
con su falda larga y de colores, y su
cabello largo en un corte tan
sencillo—. No esperé encontrarte
aquí.
—Es grande, sí, pero este es el sitio
al que acostumbro a venir… o
acostumbraba… con mis amigos.
Ángela lo miró inquisitiva.
—Algo muy grave debió ocurrir
para que aún estén separados.
—Si preguntas eso es que no te lo
han querido contar.
—Lo harás tú?
—No. Ya te darás cuenta por ti
misma. Algún día.
—Cuánto misterio.
Miguel la miró sonriendo. Ángela
empezó a sentirse incómoda.
—Y cómo sigue Juan José?
Escuché que el accidente fue
bastante feo.
—Sí, lo fue. Ahora ya está en
recuperación. Los médicos dicen
que ha evolucionado muy bien.
—Y cómo lo llevas tú? Porque
imagino que si estás aquí sola y no
con él, es porque su familia aún no
sabe de ti.
Ángela miró a otro lado.
—Y tú –esquivó ella— no has ido a
verlo?
—Juan José me odia, Ángela, lo
olvidas? –ella volvió a mirarlo. No
estaba acostumbrada a hablar con
hombres, el máximo contacto que
había tenido era Juan José y sus
amigos, pero le parecía que este la
estaba tratando con bastante
familiaridad.
—No creo que te odie.
—Ah, lo hace. Siempre le saqué en
cara lo que te hizo, y aún ahora lo
hago. Siempre le dije que debía
respetarte, pero él no sólo te llevó a
ese caracolí, sino que huyó cuando
le dijeron que debía casarse
contigo. Nunca pude hacerle
entender que hay cosas que no se le
hacen a una mujer.
Ángela lo miró un poco sorprendida
por que él supiera lo del caracolí.
¿Por qué sabía exactamente el sitio?
—Bueno, pero ahora es diferente,
él…
—Claro que es diferente. Ahora
estás en una especie de luna de
miel. O estabas, porque ya terminó
el contrato en Trinidad, y él ha
vuelto a Bogotá. Qué vas a hacer
ahora, Ángela?
—Juan José me prometió que…
dejaría a su novia y…
No pudo continuar. Dicho así
sonaba tan egoísta y horrible que no
fue capaz de terminar.
—Te prometió que dejaría a
Valentina? Vaya! –Ángela lo miró
con una pregunta en los ojos—. Oh,
no quiero sembrarte la duda,
Ángela, pero asegúrate de que
cuando vuelva a ti él haya roto todo
lazo con todas las mujeres de su
pasado. Él está con valentina desde
hace más de seis años. Han
terminado y vuelto incontables
veces. Valentina es la novia que su
familia aprueba, y para Juan José es
muy importante que su familia lo
apruebe.
—Crees que no la dejará?
—Ah, ojalá lo haga, por ti –él se
movió con ademán de irse, pero
entonces Ángela lo llamó.
—Cómo sabes… lo del caracolí? –
Miguel sonrió sin humor.
—Porque tanto Fabián, como Mateo
y yo, estuvimos al corriente de los
avances de su romance contigo.
Yo… tengo que admitirlo, lo reté;
le dije que no sería capaz de
conquistarte, que tú eras diferente.
Él me aseguró que en menos de una
semana te tendría en sus manos…
es obvio que yo perdí la apuesta.
Se puso en pie y la dejó sola en la
cafetería.

Ángela anduvo largo rato por la


calle, sola, pensando.
Juan José había apostado por ella,
una semana y la conquistaría. Ella
tardó sólo tres días en caer en sus
brazos.
Había sido una apuesta, todo
aquello, y ella lo había amado
desde el primer instante en que
había posado sus ojos en él. Y
luego, claro, él se había negado a
casarse.
Nunca había negado que ese
matrimonio había sido a la fuerza y
que él amaba a otra; incluso hasta
hace poco, le había asegurado que
se divorciaría en cuanto pudiera.
Pero él había cambiado, estaba
segura; cuando él se enteró de lo
que le había hecho su padre por lo
sucedido en el caracolí cambió
totalmente. Había cesado en su
intento de divorciarse sólo porque
sabía que a ella no le iría muy bien
luego.
Las personas cambian, se dijo una y
otra vez, y Juan José había
cambiado mucho. Al principio no
soportaba ni verla, la acusaba de
haberlo embaucado, pero luego…
luego habían parecido un
matrimonio de verdad.
Se atusó la chaqueta con la que se
abrigaba y se cruzó de brazos para
conservar el calor. No estaba
acostumbrada al clima tan frío de
Bogotá. Miró en derredor los
transeúntes, que parecían tener
mucha prisa por llegar a algún lado,
y admiró momentáneamente la prisa
que todos parecían tener aquí, tan
diferente a Trinidad.
Suspiró.
Eloísa siempre le había dicho que
era demasiado empática, que en
demasiadas ocasiones se ponía en
el lugar del otro, tratando de
comprenderlo, y por ende, de
justificarlo.
En el bachillerato disculpó a una
chica que le robó sus libros cuando
ésta le dijo que lo hizo porque
había echado a perder los suyos y
sus padres eran muy severos con
ella. Ángela se había quedado sin
libros el resto del año y Orlando sí
que no había tenido compasión
cuando vio sus bajas notas.
Estaba justificando a demasiado a
Juan José? Debió ella ser un poco
más reservada con él? Esperar a
una prueba de que realmente él
tenía un sentimiento por ella y no
solamente unas ganas de llevarla a
la cama? La había cegado tanto el
amor como para no ver la realidad?
Si era verdad, y Juan José sólo
estaba disfrutando su estancia en
Trinidad con ella, y no tenía planes
de terminarle a Valentina ni de
organizar su vida al lado de ella,
entonces ella había sido la estúpida
más grande del mundo, pues no sólo
había encontrado en ella una mujer
que le daba todo el sexo que quería,
sino que además, era una muy
eficiente ama de casa.
Y ahora, qué haría? Qué se suponía
que debía preguntarle cuando lo
viera? Si es que lo veía, y él no
estaba planeando simplemente
deshacerse de ella.
Su teléfono timbró sacándola
abruptamente de sus sombríos
pensamientos. Era Juan José.
—Ho… hola…
—Ángela, voy de camino a casa y
en unos minutos pararé en el
parque. Podrías tomar un taxi ahora
mismo?
Siempre era así. Ella tenía que salir
corriendo de donde estuviera sólo
por verlo unos minutos. Y, tonta
ella, nunca quería negarse, así que
tomó el taxi y fue al encuentro con
su esposo.
Encontró el auto estacionado al
frente del parque, y Juan José
aguardaba en los asientos de atrás.
Cuando la vio, le abrió la puerta
para que ella entrara. La enfermera
se hallaba a varios metros de
distancia.
Cuando la tuvo al lado, Juan José la
besó y la abrazó fuertemente.
Ángela cerró sus ojos y lo abrazó a
su vez, deseando estarse así
eternamente.
—Has adelgazado, Pepita.
—De veras? Me siento igual.
—No, no. Te estás alimentando
bien?
—Claro que sí –él le tomó el rostro
y volvió a besarla.
—Te echo tanto de menos!
—De veras? –Juan José la miró a
los ojos.
—No me crees?
—Es sólo que… No. No me prestes
atención –pero Juan José no pasó
por alto su mirada de tristeza.
—Escúpelo –Ángela apretó sus
labios antes de preguntar:
—Has hablado con Valentina?
Esta vez fue turno de Juan José de
morderse los labios y mirar a otro
lado.
—No he tenido oportunidad. Esta
semana sólo la he visto un par de
veces y nunca es a solas. No puedo
decirle lo que está sucediendo
delante de los demás. Y ella
parece… —Juan José negó con la
cabeza suavemente— parece
hacerlo a propósito.
—Qué, evita quedarse a solas
contigo?
—Es la impresión que me da –él,
como de costumbre, empezó a meter
sus dedos en los cabellos de ella,
aunque en esta ocasión parecía más
bien distraído—. Me siento
desesperado ya.
—Cómo va tu pierna?
—Mucho mejor –contestó él—. La
fisioterapeuta me dijo que ya podía
ir y dar unos paseos, cortos, pero ya
puedo andar. Dice que es necesario
que la mueva, pero no demasiado.
—Me alegro por ti. Debes estar tan
aburrido encerrado.
—No es el estar encerrado lo que
me aburre –dijo él con una sonrisa
traviesa—, es el estar sin ti—. Se
acercó a ella y la besó suavemente.
Ángela se dejó besar, levantó una
mano y la apoyó en la áspera
mejilla de Juan José—. Te echo
tanto de menos! –murmuró él contra
sus labios.
—Por el sexo? –él detuvo sus
besos.
—No. No sólo por el sexo.
—Entonces por qué me echas de
menos? –él la miró ceñudo.
—¿Cómo que por qué? Ángela,
estás bien? ¿Tienes algo que
decirme o que preguntarme?
—No, no… —capituló ella,
incómoda por su mirada— es sólo
que yo también estoy desesperada!
Aquí no conozco a nadie aparte de
Eloísa y estoy de arrimada en su
casa, y ella tiene clases casi todo el
día y a ti sólo puedo verte muy de
vez en cuando y…
Se quedó callada de repente. Se
giró en el asiento mirando a través
de la ventanilla y con los brazos
cruzados.
—Lo siento. Yo…
—Te entiendo. Créeme que te
entiendo –Ángela volvió a mirarlo.
—Sólo me gustaría que todo
volviera a ser como antes, volver a
nuestra vida tranquila y…
—No podremos volver a esa vida,
me temo –ella lo miró confundida.
—A qué te refieres?
—Tú quieres vivir en Trinidad?
Siempre? –ella se quedó en
silencio, pensando que se iría a
vivir a donde él quisiera, mientras
estuviera a su lado— porque yo no
–continuó él—. Me gustaría que
viviéramos aquí, o a donde sea que
se me presente una buena
oportunidad de empleo. Ya pronto
me darán el dinero que se me
prometió en Trinidad por mi trabajo
allí, así que podremos iniciar un
negocio juntos, o comprar nuestra
casa…
Ángela lo miró emocionada. Estaba
haciendo planes con ella!
—Estás… seguro?
—Claro, ese fue siempre mi
objetivo. Fui a Trinidad por eso…
sólo que regresé con una esposa –
dijo con una sonrisa que, ella vio,
no parecía de resignación. Esa su
sonrisa pícara.
—Pero –dijo ella un poco aturdida
—, ahora a duras penas puedes
caminar, mucho menos trabajar.
—Solucionaremos esto, te lo
prometo. En cuanto hable con
Valentina, reuniré a Carlos y a mi
madre y te presentaré ante ellos
como a mi esposa. Se
escandalizarán por todo lo que
pasó, aunque no tenemos que
contarles todo, pero tendrán que
aceptarte, porque eres mi mujer.
Ángela se arrojó a sus brazos, feliz.
Deseaba mucho formar parte de su
vida de una manera real, tener un
espacio a su lado delante de los
suyos, verlo a toda hora, salir y
dejarse ver libremente con él…
todo lo que había soñado cuando su
padre entró a su habitación y le dijo
que se casaría con Juan José, y que
no se había cumplido por tantos
problemas.
—Me crees? –le preguntó él,
besándola.
—Sí, te creo.
—Llamaré a Valentina esta misma
noche, y ojalá pueda hablarle
pronto. Le diré todo, no le ocultaré
nada; se merece saber la verdad,
aunque sé que le hará daño… pero
ya no soporto más estar sin ti.
Ángela lo abrazó fuertemente,
aunque con cuidado de no
lastimarlo.
Él volvió a besarla, y esta vez, ella
le respondió al beso con ansias, con
el hambre de los meses que había
estado sin él.
—Toma esto –le dijo él poniendo
en sus manos una tarjeta plástica.
—Qué es?
—Mi tarjeta débito. En ese papel
llevas la clave. Es para que dejes
de sentirte arrimada en casa de
Eloísa, y si quieres, te vas a un
hotel, o algo. Además –añadió
cuando vio que ella abría la boca
para decir algo— quiero que te
compres ropa bonita, y te hagas
todos los tratamientos de belleza
que quieras. Quiero que estés
preciosa cuando mi madre te vea.
—Me estás poniendo nerviosa.
—Ah, no te preocupes, ella te va a
odiar de todos modos.
—Gracias…
Él se echó a reír.
—No tiene nada que ver contigo,
pero le gustes o no, tendrá que
aguantarse, pues ya eres mi… —
Ángela lo interrumpió arrojándose
a sus brazos y besándolo. Él la miró
sorprendido.
—Es sólo que me emociona saber
que no planeas… deshacerte de mí
ahora que has vuelto a tu casa.
—Conque era eso lo que te tenía
así.
—Perdóname.
—No te preocupes. Yo habría
pensado lo mismo, pero si me
deshago de ti, estaré por allí como
un muerto en vida, así que
quedarme contigo es amor propio –
Ángela rió por lo bajo, antes de que
él empezara a besarla de nuevo.
Ángela salió del auto con la tarjeta
en la mano y pensando en qué
vestido comprarse. Ya había visto
unos cuantos exhibidos en las
tiendas y le habían gustado. Tendría
que llevar a Eloísa para que le
diera una opinión. Sonriendo, miró
el auto en el que iba Juan José
perderse en las calles de la ciudad.
En cuanto Juan José se quedó solo,
respiró profundo ante lo que tenía
que hacer. Lo que le esperaba no
era fácil, pero ya estaba decidido.
—Valentina? Tenemos que hablar –
dijo por teléfono.
…20…
—Ya sabes cómo son esos bares en
Londres, la gente entra, sale, te
encuentras con cada personaje, y tú
casi que ni puedes evitar ciertas
cosas. Por eso es que en esas fotos
me veo así, como tan…
—Valentina, no me importa la foto
–la detuvo Juan José con voz
monótona.
Estaban en su habitación, y ella
caminaba de un lado a otro
explicándole, mientras él, sentado
en uno de sus muebles y con la
muleta al lado, la miraba
exasperado. Había tenido que echar
a gritos a los amigos que había
traído consigo y tras los cuales ella
seguramente había pensado
atrincherarse para no tener esta
conversación con él.
—No es eso lo que te molesta?
Como no le diste “me gusta” en
face…
—No le di “me gusta” simplemente
porque hace milenios no entro a
Facebook. Y no es de eso que te
quería hablar, así que por favor
siéntate, sí?
—Entonces no veo qué te tiene de
mal humor! Trataste horrible a
Mimi y a Sammy, no es justo,
sabes? Son mis amigos de toda la
vida. Cómo te sentirías tú si de un
momento a otro yo trato mal a
Mateo, o a…
—Valentina, lo nuestro no puede
seguir –la cortó él abruptamente.
Funcionó. Ella se quedó de piedra.
Lo miraba con sus ojos café
abiertos de la sorpresa.
—De qué hablas?
—No te parece todo esto
demasiado… raro? Desde que me
fui a Trinidad…
—Es tu trabajo! Estás allá, y me
dejas sola, pero yo sé, yo
comprendo! Lo haces porque
quieres un mejor futuro para los
dos. Eres ambicioso y no quieres
trabajar para mi padre o tu
hermano, y yo admiro eso!
—Valentina, estoy enamorado de
otra mujer –ella volvió a quedarse
callada, pero ahora en su rostro
había auténtico terror.
—De qué… hablas?
—Conocí a alguien en Trinidad,
y… me enamoré, Valentina.
—No, no… no. Esto es una broma.
Estás ebrio, cierto? Juan José, estás
tomando medicamentos, cómo se te
ocurre… —se detuvo cuando él
intentó ponerse en pie, pero
entonces ella tiró la muleta al suelo,
fuera de su alcance. —No, no
vamos a terminar! Tú y yo vamos a
casarnos, Juan José!
—Eso ya no es posible.
—Sí, sí, sí!! Vamos a casarnos, o
habrá un escándalo tan enorme que
tu hermanito Carlos va a tener
muchos problemas en su empresa –
él la miró, mudo por un instante.
Valentina había cambiado por
completo su semblante, y esta nueva
Valentina que tenía delante no se
parecía en nada a la mujer dulce y
compuesta que siempre había
conocido.
—Me estás amenazando? –le
preguntó, mirándola con el ceño
fruncido, sentado al borde del sofá
y sin posibilidad de ponerse en pie.
—Te estoy advirtiendo! Tú y yo nos
amamos! Hemos sido novios desde
la eternidad y hasta la eternidad! Lo
recuerdas?
—Sólo éramos unos adolescentes,
Vale…
—No! No vamos a terminar –gritó
ella—. En lo que a mí concierne,
aún soy tu novia, y tu futura esposa!
—Pero es que no escuchas?
—No me importa si estás
enamorado de otra! Te desenamoras
y ya!
—Si fuera tan fácil.
—Pues lo siento! Lo siento!! –gritó,
y Juan José vio que en sus ojos
había contenidas algunas lágrimas.
—Valentina! –la llamó cuando vio
que cogió carrera hacia la puerta,
pero sin su muleta le era imposible
levantarse e ir tras ella.
Recostó su cabeza al espaldar del
sofá y masajeó el puente de su nariz
con sus dedos. Y ahora qué iba a
hacer? Qué le iba a decir a Ángela?
De todo se esperó menos esto.
Pensaba que, ya que la relación se
había enfriado en todo ese tiempo
que él estuvo en Trinidad, ella lo
aceptaría más fácil, que incluso le
diría que se sentía aliviada, pues
una mujer como Valentina, hermosa
y rica, seguro tendría mil
pretendientes en todas partes del
mundo. Pero al parecer ella se
había obsesionado con la idea de
casarse con él. El amenazarlo con
perjudicar a su hermano Carlos en
su trabajo era muestra de eso.
Nunca hubiese imaginado que
alguien tan centrado como lo era
ella llegara al punto de amenazarlo
con algo tan grave con tal de no
acabar la relación; la creyó menos
caprichosa y egoísta, porque todo
esto no era producto del amor.
Llevaban casi un año sin tener
intimidad, sin verse apenas; ella
viajando, o estudiando, y él en
Trinidad trabajando. Por qué quería
aferrarse ahora a esa relación que
era obvio ya no funcionaba? Por
qué, ni cuando le decía que se había
enamorado de otra mujer, lo dejaba
ir? Había supuesto que su orgullo
sería mayor y lo dejaría con un par
de bofetones, quizá, pero ni eso.
Hizo una mueca cuando pensó en
que alguien como el padre de
Valentina fácilmente podría destruir
lo que su hermano había tardado
casi una década en levantar sólo
con una llamada, tal era su poder, y
Carlos, que si bien tenía buenos
contactos, amigos en altas esferas y
una larga trayectoria a pesar de su
corta edad, no podría, de ningún
modo, presentar y resistir una
batalla de ese tipo. Sería Valentina
de veras capaz? La mirada histérica
que le había lanzado cuando lo
amenazó le daba fe de que sí.
De su boca salió una risita nerviosa
cuando se dio cuenta de que le
había prometido a Ángela terminar
con Valentina, y ahora no podría ir
ante ella con la buena noticia. En
cambio, acababa de darse cuenta de
que tenía una novia loca.
—Pasó algo? –preguntó Carlos
asomándose a su habitación, sin
entrar del todo, como si esperase
que lo invitaran. Cuando vio la
muleta en el suelo, lejos de su
alcance, entró y se la acercó.
—Discutí con Valentina –contestó
él recibiéndosela.
—Vaya. Debió ser algo serio.
Juan José miró a su hermano. Iba
sin corbata y en mangas de camisa,
las cuales llevaba arremangadas;
tenía aspecto cansado, y sabía que
era de trabajar. Su hermano le
estaba metiendo el hombro a la
empresa día y noche, hacía años no
se tomaba unas vacaciones, no tenía
relaciones serias precisamente por
su falta de tiempo. Y sólo tenía
veintiocho años. Cuatro más que
él. No tenía amigos, más que los
que trabajaban a su lado, ni siquiera
se tomaba los fines de semana para
ir a algún lado y despejarse. Sólo
trabajaba y trabajaba.
No podía hacerle esto. Si bien de
niño en algún momento deseó que
su perfecto hermano se equivocara
algún día en algo, le fuera mal en
aunque fuera una sola cosa en la
vida, ahora, de adulto, reconocía
que la vida de su hermano tampoco
había sido color de rosa; llevar
sobre sus hombros toda la presión,
compromiso, y las deudas que el
padre que una vez tanto lo alabó le
había dejado a su muerte, no era
algo para envidiar.
Tenía que encontrar la manera de
convencer a Valentina de que lo
suyo con ella había terminado. Y
por las buenas, pues no quería
daños colaterales.
—Te queda divino! –exclamó
Eloísa emocionada al ver a Ángela
medirse un vestido azul oscuro muy
casual, que le llegaba apenas a la
rodilla y no llevaba mangas.
Habían ido juntas de compras, y
hasta ahora, Ángela estaba siendo
muy tacaña consigo misma. Le daba
terror los precios que colgaban de
las prendas, y se había resistido en
más de una ocasión sólo porque era
muy caro. Pero habían salido al fin
porque se hacía urgente. Juan José
la había llamado esa mañana, como
hacía todos los días, y le había
dicho que tenía una reservación en
un restaurante para cenar con ella.
Ahora debía comprar un vestido no
sólo para esa noche, sino para
cuando la fuera a llevar con su
familia.
—Juan José no es rico! –le había
dicho una y mil veces, pero Eloísa
pretendía dejarle su propio
consejo: A una mujer no se le da
carta blanca cuando hay una
abultada tarjeta débito a total
disposición.
Sin embargo, Ángela tenía buen ojo.
Siempre que señalaba una prenda,
resultaba ser la más cara del lugar.
Le ponían delante cuatro pares de
zapatos, y los que ella elegía,
infaliblemente eran siempre los de
mejor diseño y material.
Ya había elegido, para esa noche
con Juan José, un hermoso vestido
de encaje negro que le llegaba hasta
debajo de la rodilla, pero con un
escote que le dejaría sin aliento.
—Estás segura? No me veo muy…
destapada? –preguntó ella
mirándose en el espejo. Se llevó la
mano a su escote, donde se veía el
canalillo de sus senos.
—Nena, es perfecto. Casual, de
buen gusto. Enseña un poco porque
tienes, pero no vas enseñando como
una callejera, ni tapada como una
monja. Es perfecto para la ocasión!
—Aunque Juan José dijo que
hiciera lo que hiciera le disgustaría
a su madre –susurró Ángela, pero
era consciente de que, a pesar de lo
que dijera Juan José, debía
esforzarse por causarle una buena
impresión a su suegra. Era mejor
llevar la fiesta en paz.
—Creo que tiene razón. Esa señora
caminaba con una cara que parecía
como si tuviera un pedazo de
mierda debajo de la nariz –ante eso,
ni siquiera la vendedora que había
atendido a Ángela desde el
principio pudo aguantar la risa.
—Eres terrible, Eloísa.
—Así me parió mi madre. Pero qué
dices? –preguntó de repente,
cambiando de tema—Ese? O el
azul? O los dos?
—Los dos no!
—Deja tanto remilgo. Si Juan José
te dio la tarjeta y no te dijo el límite
que te podías gastar, es que puedes
gastártelo todo.
—Y si al contrario, sólo está
mirando cómo soy yo con el dinero
y luego no vuelve a dejarme su
tarjeta porque no confía en mí?
—Pues quien lo manda. Que abra
una cuenta aparte para ti y te
deposite allí el dinero. Es básico,
nena. Tú tomas hasta donde ellos te
permiten.
—Es como en el sexo –susurró ella
sacudiendo su cabeza.
—Exacto! –aplaudió Eloísa—.
Sólo que aquí el que controla es él.
—Estás loca de remate. Ojalá te
cases con un ricachón. Con tu
filosofía, seguro que necesitará una
bóveda bien grande en el banco.
—Pero si me caso con un pobre –
dijo Eloísa—, haré que se vuelva
rico.
Riendo, Ángela le dijo a la
vendedora que llevaría el vestido.
Sólo ese.
Salieron de la tienda riendo aún,
Eloísa imitando a la madre de Juan
José con los labios fruncidos, su
nariz respingada, su mirada y andar
esnob.
Ángela llevaba varias bolsas de
papel con las marcas de las tiendas,
llevaba un ajuar completo,
incluyendo lencería, que estaba
segura, usaría aquella noche;
aunque no tenía la apariencia de
alguien que se pudiera permitir
tales gastos. Miró el brillante sol en
el cielo, que ni siquiera al medio
día podía calentar como lo hacía en
Trinidad. Sonriendo, caminaron
hacia donde Eloísa había
parqueado su pequeño carro para
volver a casa.
Juan José no le había dicho qué día
exactamente la iba a llevar a casa
de sus padres, sólo que la invitaba
a cenar aquella noche, de todos
modos, había utilizado ese tiempo
para pensar y elegir lo que se
pondría para cuando la ocasión
llegara, y ahora al fin tenía la ropa
adecuada.
—Ven, es por aquí –dijo Eloísa
tomándola del brazo para guiarla,
pero entonces Ángela vio algo que
le hizo quedarse clavada en su sitio.
A pocos metros de distancia estaba
Valentina besándose con un
hombre. No podía verle bien la
cara, pues ella le tenía el rostro
entre las manos. Le estaba poniendo
los cuernos a Juan José? Porque ese
beso no era de amiguitos. Era un
beso con todas las de la ley.
Fue al minuto siguiente que se dio
cuenta de que era imposible que le
estuviera poniendo los cuernos,
pues ese era el mismo Juan José.
Llevaba puesta ropa abrigada y un
pequeño sombrero a juego, lo que
hizo que no lo reconociera al
instante, pero ese que se besaba con
la rubia como si fuera la última vez,
era su marido.
Juan José. Besándose con
Valentina.
Sintió que le faltó el aire, y su piel
se puso fría.
—Qué sucede, Angie, ven… —
Eloísa miró hacia donde Ángela
tenía los ojos clavados y también lo
vio. Reaccionando rápido, la tomó
del brazo y la haló metiéndola de
nuevo en la tienda para poder
espiarlos desde las vidrieras.
Desde allí, Juan José no podría
verlas.
Ángela estaba muda, y no dejaba de
mirarlos. Se estaba besando con
Valentina en plena calle, a plena luz
del día, y sólo hacía unos días le
había prometido que la dejaría y
que se iría a vivir con ella. Era
mentira aquello también?
Su mano empezó a temblar, y tuvo
que apoyarse en el cristal. Una
vendedora se había acercado para
preguntarles si todo estaba bien, y
Eloísa tuvo que asegurarle que su
amiga sólo se había sentido un poco
mareada por la altitud.
—Nena… —le dijo en un susurro, y
acariciando su cabello, intentando
calmarla— a lo mejor tiene una
explicación.
—Sí, la tiene. Ella es su novia. Uno
se besa con la novia.
—Pero…
—Yo sólo soy… —la interrumpió
ella, con voz quebrada— su esposa!
La esposa que nadie conoce, la que
seguramente no será aprobada por
su familia.
Miró en su mano la bolsa con los
vestidos que acababa de comprar.
Las manos le temblaban.
—Yo… —siguió Eloísa— no es
que lo esté defendiendo, Angie,
pero…
—Pues no lo defiendas, no lo
hagas! Me está engañando!
—Pero eso tú ya lo sabías. Quiero
decir…
—Él nunca pensó dejarla! –le dijo
entre lágrimas y con voz
entrecortada— Nunca planeó
dejarla de veras! –Miró de nuevo la
pareja, ahora era Juan José quien
tomaba el rostro de la rubia y se lo
acariciaba, le hablaba en susurros
muy cerca de su boca –Lo nuestro
fue sólo el producto de una apuesta
–siguió diciéndole Ángela a Eloísa
con voz amarga—. Apostó con
Miguel que me conquistaría en
menos de una semana. Lo del
matrimonio fue sólo un
contratiempo, y luego… luego le
vino muy bien tener a alguien con
quien tener sexo y que le lavara y le
cocinara. He sido tan estúpida,
Eli…
—Quién te dijo lo de la apuesta?
—El mismo Miguel.
—Podría estar mintiendo, no crees?
—Sí, podría –contestó ella entre
dientes—, pero entonces, cómo se
enteró de lo que sucedió en el
caracolí? Porque estaban avisados!
A lo mejor y fueron testigos de
todo!
Esta vez Eloísa no pudo decir nada.
Sólo se mordió los labios y miró a
la pareja que ahora sólo se
abrazaban.
Ángela se estuvo allí varios
minutos más, dejando correr sus
lágrimas y respirando agitada
mientras Juan José le tomaba la
mano a Valentina y se alejaban. Él
se apoyaba en un bastón metálico y
caminaba cojeando, muy
lentamente, como si aún le costara.
No le había contado que ya había
dejado la muleta y que podía salir a
la calle por su propio pie.
Cuando se perdieron de vista,
Ángela cerró sus ojos, pero al
parecer, la imagen de Juan José con
otra mujer se había quedado
grabada al interior de sus párpados.
Sabía que si tenía novia obviamente
la besaba, era consciente de eso
cuando recién se casaron, pero al
parecer su mente había evadido
todo aquello por no hacerse daño.
Ahora lo tenía aquí, mostrándose
cariñoso con otra mujer y el dolor
en su pecho era terrible, profundo,
agudo más que cualquier otro golpe
que le hubiese dado Orlando, su
padre, en el pasado.
Se agachó en el suelo, dejando
olvidadas las bolsas, y lloró
amargamente.

Juan José miró el fino auto de


Valentina alejarse por la calle y
respiró profundo. Al fin.
Todo había sido peor que un drama
de telenovela; había salido en taxi
hacia la zona comercial, solo al fin,
aunque apoyado en un bastón al que
aún tenía que acostumbrarse, para
hacer otras cosas, que le eran
necesarias para su encuentro con
Ángela aquella noche, pero se
encontró con Valentina en su
camino como si se hubiesen puesto
de acuerdo para ello. Ella lo miró
frunciendo los labios, molesta aún
por la conversación que habían
tenido la última vez que se vieran,
hacía un par de días. Se acercó a
ella lentamente, y respirando
profundo.
—No hablaré contigo hasta que
hayas cambiado de opinión –le dijo
ella cruzándose de brazos y
mirando hacia un lado.
—Entonces no volveremos a
hablar, porque no cambiaré de
opinión –Valentina arrugó su frente
con rostro compungido.
—No quiero eso tampoco!
—Podemos hacerlo de dos
maneras, Vale –le dijo él,
acercándose lentamente—.
Podemos dejarlo así, y portarnos de
manera civilizada, o quedar tan
enojados que cada vez que nos
veamos sea una pelea. Yo prefiero
lo primero, pero si tú…
—Quién es ella –preguntó
Valentina, poniéndose ambas manos
en la cadera en gesto desafiante—.
No puede ser esa pobretona que vi
en tu habitación esa vez. Dime que
no!
—Entonces sí la recuerdas. Creí
que sólo yo la había visto.
—Es esa?
—Su nombre es Ángela. Y sí, es
ella.
—Cómo… pudiste! –le dijo entre
dientes. Juan José intuyó que si no
le gritaba era porque estaban en
plena calle, en una zona comercial
donde podrían encontrarse a
conocidos—. Yo era tu novia, lo
olvidaste? Cómo, entre todas las
mujeres del mundo, fuiste a fijarte
en semejante…
—Si hubiese sido otra mujer… más
parecida a ti… me lo perdonarías?
—Es que es inaudito! Juan José, es
que no lo creo! Tú y yo siempre
fuimos la pareja perfecta, los
mejores amigos, nos
comprendemos, nos toleramos… —
se acercó a él y le rodeó el cuello
con los brazos—. Y en la cama
hacemos la mejor combinación!
Él la miraba fijamente y en silencio,
no le rehuía, pero tampoco le
respondía al abrazo.
—Es que ella te besa mejor que yo?
–Y acto seguido lo besó,
lentamente.
Juan José no respondió tampoco al
beso, pero la miró ceñudo.
Había puesto a prueba a pepito con
otras mujeres, pero nunca con
Valentina. Quizá era la última
prueba, la de fuego. No por nada,
Valentina había sido la mujer que
más lo había atraído en el pasado.
—No me vas a dar la oportunidad
de luchar? –le preguntó ella
dándole otro beso,
—No va a resultar.
—Tienes miedo de que yo tenga
razón? Que en el fondo, sigas
siendo mío?
Él suspiró, alzó las manos hacia su
rostro y la besó, sin embargo, en
cuanto tocó sus labios con los
suyos, sintió que no era lo mismo,
que algo faltaba. Claro, faltaba la
sensación de plenitud y paz que lo
embargaba cuando tan sólo miraba
a Ángela, su esposa. Con Valentina,
en cambio, los besos eran vacíos.
Profundizó un poco el beso, pero
nada, allí no había nada.
Valentina debió saberlo, porque su
actitud caprichosa y desafiante se
esfumó al instante. De los ojos le
brotaron lágrimas, y él apoyó su
frente en la de ella con suavidad. Le
secó las lágrimas, un poco triste de
verla así. Después de todo, era
culpa suya, le había sido infiel,
aunque ahora que lo veía en
retrospectiva, él estaba condenado
desde que posara los ojos por
primera vez en Ángela, pues no
había dejado de pensar en ella
desde entonces.
—Me dejaste, cómo fue que tú
dejaste de quererme?
—Lo siento, Valentina.
—Creí que… creí que podría
hacerte entrar en razón, que podría
hacer que volvieras a mí –separó su
frente de la de él y lo miró a los
ojos con los suyos anegados en
lágrimas—. En qué fallé?
—No, no te culpes. Tal vez fue
sólo… cosa del destino. También
yo luché, Valentina, también yo
quise aferrarme a ti. Pero no pude.
Esto –dijo, apoyando su mano en el
pecho a la altura del corazón— es
más fuerte que yo. Me venció.
—Qué afortunada mujer –rió ella
entre lágrimas.
—Ah, no lo sé. Tal vez no sea yo el
mejor marido del mundo.
—Marido? Vas a casarte con ella?
–Juan José miró alrededor juzgando
si contarle esa parte o no. La miró
entonces, con el rastro de lágrimas
en las mejillas, y decidió que no,
que esa parte se la callaría. De
cualquier modo, con Ángela
pensaba iniciar de nuevo, hacer las
cosas bien y desde el principio.
Dejar todo el pasado atrás.
—Sí. Me casaré con ella.
—Qué decidido te ves, tiene que
ser una gran mujer, entonces, a
pesar de su atuendo de pueblerina.
—Es una pueblerina, no es sólo su
atuendo.
—Y entonces? –él sonrió y le tomó
la mano, quizá por fuerza de la
costumbre, y mientras avanzaban, le
fue describiendo a Ángela. Le
maravillaba que, aun con lo que
acababa de decirle, ella estuviera
dispuesta a escucharlo.
Cuando hubieron caminado casi una
cuadra y llegaron al sitio donde él
planeaba entrar para hacer su
diligencia, se detuvo. La miró con
una sonrisa que no iluminó sus ojos,
y le soltó la mano.
—Supongo entonces que ya no le
harás daño a Carlos—. Ella miró a
otro lado, acomodándose el
cabello.
—Cuando te dije eso, tenía muchas
ganas de hacerlo, pero pensé que
eso sólo provocaría que me
odiaras.
—Seguramente lo habrías
conseguido.
—No te preocupes. Yo… voy a
olvidarte.
—Me alegro. Hasta aquí llega todo,
entonces. Gracias Valentina –ella
negó sin sostenerle la mirada.
—Yo… estaré esperando. Cuando
no puedas serle fiel a ella tampoco,
cuando lo que sientas se acabe… te
estaré esperando –y luego de decir
esas palabras, dio media vuelta y
simplemente se fue. Juan José se
quedó allí un minuto más, dividido
entre el alivio y la sorpresa.
Le parecía que Valentina iba a
quedarse esperando entonces, pues
si lo que sentía por Ángela fuera
mortal, ya hacía tiempo lo habría
acabado él con sus propias fuerzas,
pero al contrario, había ido
aumentando.
Respiró profundo mirando
alrededor; podría verse con Ángela
esa noche sin mentiras, libre al fin.
Suyo por completo.
Tomó su teléfono y llamó a Mateo.
—Qué noticia me tienes? –le
preguntó éste antes siquiera del
saludo.
—Acabo de verme con Valentina.
Se acabó.
—Lágrimas?
—Todas las que quieras.
—Pero eres libre.
—Sí.
—Qué bien, amigo. Te felicito.
—Ahora quiero que me ayudes con
eso que te dije.
—La casa?
—Sí.
—Bueno, encontré una que a tu
esposa le va a encantar, estoy
seguro. No es muy grande, sólo
tiene tres habitaciones, pero se
ajusta a tu presupuesto y tiene
jardín, además está ubicado en una
muy buena zona residencial, donde
tus futuros hijos podrán correr y
jugar –dijo con voz sonriente, para
luego añadir: —Y bañera, tiene
bañera –Juan José sonrió, pues
había pasado el tiempo y no habían
puesto la bañera en la casa de
Trinidad porque ambos se habían
opuesto, así que el regalo de bodas
de Mateo había quedado pendiente.
—Cuándo puedo ir a verla?
Quisiera mostrársela a Ángela lo
antes posible.
—Bueno, ahora mismo no creo, ni
mañana. Están instalando el baño
nuevo, así que hay que esperar.
—Está bien. Voy a tener que
portarme muy bien estos días para
que me tenga un poco más de
paciencia. Quiero que nuestro
traslado a nuestra nueva casa
coincida con nuestro primer
aniversario.
—Ya hace un año? Vaya! Cómo se
pasa el tiempo!
—Sí, lo mismo digo. Hace un año.
Lo sé porque miré en la partida de
matrimonio. Te juro que ni
recordaba qué día había sido.
—Eres lo peor.
—Sí, lo sé.
—Qué harás ahora? –Juan José
entró a una joyería, a paso lento,
pues su pierna no le permitía ir más
a prisa. Era otra sorpresa que le
tenía a Ángela. Ya podía andar
libremente sin la muleta. Las
terapias iban muy bien y el hueso
había soldado perfectamente.
—Comprar un buen par de argollas.
No tiene la marca de casada; es un
peligro que ande por allí sin nada
que anuncie que tiene dueño –
escuchó a su amigo reír al otro lado
de la línea.
—Bien pensado. Te llamaré
cuando la casa esté lista y puedas
llevarla.
—Gracias, amigo –cortó la llamada
y miró a una de las dependientas de
la joyería, que con una sonrisa le
preguntó qué buscaba.
—Argollas matrimoniales, por
favor. Y un anillo de compromiso.
—No es mejor comprar el anillo y
luego venir por las argollas? –
preguntó la mujer, un poco
confundida.
—Ah, ella dijo que sí aún sin los
anillos –contestó él, presumiendo
—. Talla seis, por favor.

Ángela estaba en la habitación que


ocupaba en el apartamento de
Eloísa, acostada y con los ojos y la
nariz roja de llorar. Eloísa la había
dejado sola a petición suya.
No sabía qué hacer. No sabía qué
responder ni qué preguntar cuando
se vieran esa noche. Lo único que
sabía era que, luego del dolor,
había venido la ira. Ahora se sentía
furiosa, burlada, con un extremo
deseo de venganza.
Se puso en pie y caminó al pequeño
balcón de su habitación. El aire frío
de la tarde le dio en el rostro,
adormeciendo sus sentidos.
Nunca se había sentido así, pero era
gratificante, le decía que seguía
viva. El odio y el rencor eran
buenos sustitutos del amor.
Además, ahora tenía acumulado el
infierno que había vivido las
primeras semanas de casada, el
saber que todo había sido una
apuesta, el que sus amigos supieran
cuando más mínimo detalle de su
relación, que se suponía era íntima.
Respiró profundo y cerró sus ojos.
Debía ser fuerte, debía ser valiente.
Debía vengarse.
Miró la hora en su sencillo reloj de
pulso. Si quería llegar a tiempo a su
cita de esa noche, más le valía irse
preparando.
Una sonrisa hasta ahora
desconocida en ella se dibujó en su
rostro.
Ya sabía cómo hacerle pagar todas
sus mentiras.
…21…
Juan José miró su reloj.
Era habitual que las mujeres
llegaran tarde a la cita, pero ya
había pasado media hora y Ángela
nada que llegaba. Tal vez debió
mandar por ella, pero no podía
mandar al chofer de su madre, pues
luego le harían preguntas y no
quería que se formaran rumores
antes de presentar debidamente a
Ángela.
Había reservado en uno de los
restaurantes más caros de la ciudad,
y sabía que quizá ella se sentiría un
poco abrumada, pero era hora de
que se fuera acostumbrando a las
cosas caras y bonitas. La vida
estaba a punto de cambiarle.
Sonrió cuando imaginó la cara que
haría cuando viera la casa.
Desde Trinidad, le habían
desembolsado el dinero por su
trabajo. El pueblo tenía ya en uso la
carretera, y por lo que había oído,
el alcalde había hecho una gran
fiesta de inauguración. Más dinero
desfalcado.
Pero ahora eso ya no era su
problema, había cumplido con su
objetivo y ahora podría montar su
propio negocio. Era joven e
inteligente y tenía mucha
motivación. Lo que se venía ahora
era trabajo y más trabajo, pero al
lado de Ángela, aquello no sería
una tortura.
Quería que ella estudiara, que lo
acompañara en su camino al
éxito… y luego de la broma de
Mateo, diciendo que tendría una
casa donde sus hijos podrían correr
y jugar, estaba soñando con bebés
de ojos grises, llorones y mocosos.
La vida apenas empezaba.
Alzó la mirada y vio en la entrada a
una despampanante mujer. Tenía un
escote profundo, aunque no vulgar,
y su vestido dejaba desnudos sus
níveos brazos, y la cabellera negra
le caía ensortijada hasta la cintura.
No podía ser. Esa era su esposa.
Se puso en pie con un poco de
dificultad, para verla mejor, pero
no había duda, esa era Ángela.
Antes, con su cabello en corte
recto, sin flequillo, ni cejas
demasiado arregladas y sin pizca de
maquillaje era hermosa. Ahora era
simplemente… deslumbrante.
Ella caminaba diferente. Se
contoneaba de una manera muy
natural, exudando una sensualidad
que ya él sabía que estaba allí, pero
que ahora era increíble de ver.
Cuando ella estuvo en frente,
levantó el dedo índice y le cerró la
boca tocándole la barbilla.
—Se entrarán los moscos –susurró
ella, y su voz le produjo
escalofríos.
—Estás… estás… —ella sonrió
alzando sus cejas, tan negras y
largas. Sus labios parecían un fruto
maduro, que él quería comerse ya,
en ese mismo instante.
—Creo que invertí bien tu dinero,
entonces –él rió.
Un mesero llegó y le corrió la silla
para que ella se sentara. Él hubiese
querido hacerlo, pero al contrario,
necesitó que a él también le
corrieran la silla. Necesitaba su
bastón para mantener el equilibrio.
—Qué sorpresa, estás andando
sobre tus pies –comentó ella
mirando sus piernas de reojo.
—Sí, ya ahora sólo es el bastón, y
espero que dentro de poco también
me deshaga de él.
No dejaba de mirarla. Su cabello
brillaba con la luz de las lámparas
del lugar, y el flequillo, que era
parte de su nuevo look, lo llevaba
hacia un lado con mucha gracia.
—Te gusta?
—Estás que quitas el hipo, mujer –
le encantó cuando ella se echó a
reír— Me dejas besarte? Aquí?
Ahora?
—No lo sé. Este lugar te pertenece
a ti, no a mí. Si te ven besándome…
qué sucederá?
—Que me vean. Por qué iba eso a
detenerme?
—Por Valentina –la sonrisa de él se
borró al instante.
—Acerca de eso… ya no tenemos
que preocuparnos más. Hemos
terminado definitivamente, así que
desde ahora, soy sólo tuyo.
Mentiroso, pensó Ángela sonriendo,
utilizando la máscara que había
decidido llevar toda la noche.
Mentiroso y mil veces mentiroso.
Como si no lo hubiese visto besarla
esa misma mañana. Como si no
supiera ya que si le atraía era de
manera sexual, y ella no estaba
dispuesta más a eso.
Ah, su corazón todavía deseaba que
toda aquella parafernalia que él
había montado para seducirla fuera
verdad, no sólo por lo guapo que
estaba esa noche, con su traje negro
que combinaba perfecto con el
suyo, era como si se hubiesen
puesto de acuerdo; sino porque ella
sí se había enamorado de verdad.
Era quizá que quería a ese bribón
de nuevo con ella, quería sus
bromas, sus risas. Pero estaba visto
que él era algo así como una
mariposa: muy vistoso y llamativo,
pero difícil de atrapar. Ni siquiera
Valentina podría haber dicho alguna
vez sin faltar a la verdad que él era
sólo suyo.
El mesero dejó en la mesa las
cartas con el menú y ella se quedó
muda de asombro al ver lo caro que
eran los platos allí. Con lo que
gastaran esa noche, podían comer
en Trinidad por un mes! Se echó
atrás el flequillo un poco incómoda,
pero intentando disimular. No podía
perder el glamour quejándose por
lo absurdamente caros que eran los
precios allí, y cuando vio que todo
estaba en otro idioma, se mordió
los labios. No era inglés, lo habría
reconocido por sus escasas e
inútiles clases en el bachillerato.
Miró a Juan José sorprendida
cuando lo escuchó pedir su plato
con un acento perfecto, luego la
miró a ella interrogante.
—Qué quieres tú, cariño?
—Ni siquiera sé qué idioma es…
qué es esto? –Juan José sonrió.
—Es italiano. Sólo dime qué
quieres. Esto –dijo él señalando su
carta— es pasta con carne de res;
esto, con pollo; esto, con
pescado… o si simplemente quieres
una ensalada…
—Pues… quiero lo que pediste tú.
Si te gusta es que es bueno –él le
volvió a sonreír y dijo algo en ese
mismo idioma al mesero, que tomó
nota y se alejó llevándose ambas
cartas.
—Tengo mucho que aprender.
—Lo harás, no te preocupes –dijo
él, tomándole la mano por encima
de la mesa—. Te gusta el sitio?
—Pues has conseguido
descrestarme.
—Es para hacer esta noche
memorable.
—Vaya, qué tienes pensado? –él
apretó sus labios como disimulando
una sonrisa.
—Cuando hayamos comido lo
sabrás –alzó su mano hasta sus
labios y se la besó, con una mirada
que prometía placeres oscuros para
después. Sintió un corrientazo que
inició justo en el sitio donde él la
había besado y terminó en los sitios
más recónditos de su cuerpo. Lo
extrañaba. Su cuerpo lo extrañaba.
Era ya demasiado tiempo sin él.
Tomó la copa de agua que había
sobre la mesa y se la bebió, pues de
pronto sintió su boca demasiado
seca. Él sonrió como si intuyera lo
que le pasaba.
Llegaron los platos y Ángela
encontró que le gustaba la comida
italiana. No estaba muy
acostumbrada a tener que
combinarlo con vino, pero era
delicioso, y la charla de Juan José
era, como siempre, entretenida.
Cuando les ofrecieron el postre,
ella tuvo que declinar, en cambio,
pidió otra copa de vino.
—Bueno, llegados a este momento
–dijo Juan José rebuscando algo en
el bolsillo interior de su saco. Puso
sobre la mesa una pequeña caja de
terciopelo negro y la miró como
esperando una reacción. Ella había
visto eso antes, o lo había leído, no
estaba segura. Era… era lo que ella
creía que era?
Tomó entre sus manos la caja como
si fuese una bomba de tiempo, la
destapó y encontró el anillo más
hermoso que hubiese visto jamás:
un solitario en oro blanco con una
enorme piedra que debía ser una
esmeralda.
—Quiero comenzar de nuevo
contigo, Ángela –susurró él—,
desde el principio.
Ella lo miró fijamente con la
sorpresa pintada en el rostro. No se
lo esperaba. Esto no se lo esperaba,
no estaba en el libreto. Asumía que
él se portaría caballeroso,
intentaría impresionarla y luego la
llevaría a la cama, todo para lo cual
estaba preparada. Qué iba a hacer
ahora?
—Se entran los moscos –dijo él,
cerrando su boca con un dedo,
imitándola.
Miró el anillo con añoranza, lo
quería, no sólo por la joya en sí,
sino por lo que representaba.
Quería ser su prometida de verdad,
su esposa de verdad.
Los ojos se le humedecieron y ella
volvió a ser la misma Ángela de
siempre, la pueblerina que se
enamoró de un citadino rico y
guapo y que ahora se estaba
comportando como un príncipe.
Pero no podía creerle. Ya no.
Necesitaría mucho más que un
anillo para creer que él de veras
quería iniciar de nuevo con ella.
Necesitaba más pruebas, y él no se
las estaba dando.
—Ven –dijo él, tomando su mano y
el anillo para ponérselo, y ella vio
que encajaba perfecto.
—Es precioso, Juan José.
—Me alegra que te guste, porque lo
llevarás puesto de aquí hasta que te
mueras. Me escuchaste? –ella se
echó a reír, y él no pudo resistirlo
más y se inclinó a ella para besarla.
Ángela se bebió sus besos. Su boca
era un paraíso de placer, la calidez
de su lengua buscando la suya,
todas esas sensaciones otra vez
aquí.
Ojalá fuera todo verdad. Ojalá este
príncipe que tenía ante sí fuera real.
Ojalá ella no tuviera la duda
sembrada ya en el fondo de su alma,
pues entonces habría podido
disfrutar plenamente este momento.
Ah, pero lo disfrutaría, pensó con
rencor. Tomaría todo lo que él
quisiera darle, todas sus mentiras, y
las añadiría a la colección que ya
tenía y que tanto le habían dolido.
Sólo esta noche. Después… que
saliera a la luz toda la verdad.
—Quieres bailar?
—No puedes bailar!
—Sí que puedo.
—Juan José, podrías lastimarte!
—Me arriesgaré—. Él se puso en
pie, tomó su bastón con una mano, y
la otra la tendió hacia ella. Ángela
volvió a reír nerviosa, se la tomó
poniéndose en pie y él la condujo
hacia un espacio más amplio donde
las luces eran más tenues y había
otras parejas bailando. Se
escuchaba una suave música de
piano, y ella se pegó a él un poco
nerviosa. La esmeralda destellaba
brillos de luz verde sobre el negro
saco de él.
Él casi no se movía, realmente lo
que hacía era balancearse un poco
sobre un mismo punto, pero ella no
necesitaba más. Recostó su cabeza
en el amplio hombro masculino, y
no pudo evitar llorar en silencio.
—Sabes –le susurró—, cuando
papá me dijo que me casaría
contigo, soñé con todo esto. Soñé
con anillos, y un baile, donde yo
estaba entre tus brazos, y tú le
anunciabas a todos que yo iba a ser
tu mujer –él la escuchaba en
silencio, sosteniéndola sólo con una
mano, pues con la otra se apoyaba
en el bastón—. En cambio, lo que
tuve fue dos semanas de
recuperación muy largas, sesiones
de toma de medidas con una mujer
que no preguntó por qué estaba tan
herida, y un largo silencio de tu
parte.
—Lo siento. De verdad, lo siento.
—Creí que habías sido tú quien lo
habría propuesto.
—Ahora sí lo es.
—Sí. Ahora sí lo es.
Él le tomó el rostro para mirarla, y
ella sonrió como disculpándose por
sus lágrimas.
—Antes no, y no te voy a mentir
con eso. Me atrajiste desde el
primer día, pero yo creí que ya
tenía mi vida trazada, todo
organizado: trabajaría, cobraría el
dinero, y me independizaría por fin
de Carlos y mi madre; me iría a
vivir con mi esposa a una bonita
casa y colorín colorado. Pero
supongo que no era ese mi destino,
porque en cambio, te conocí y entre
los dos logramos ponernos la vida
patas arriba –ella se echó a reír.
—Qué poco romántico eres a
veces.
—Yo espero que esa esmeralda sea
lo suficientemente romántica –ella
la miró brillar sobre su dedo.
—Por ahora, lo es –ahora fue turno
de él para reír.
Volvieron a la mesa, bebieron otro
par de copas, charlaron, y luego de
pagar la cuenta, salieron del
restaurante. Un automóvil negro les
salió al camino afuera, y el
conductor salió diligente para
abrirles la puerta. Cuando ella lo
miró interrogante, él simplemente
se alzó de hombros.
—Mateo –explicó—. No sabe
hacer las cosas de una manera
sencilla, y me ofreció su chofer
para llevarte.
—Él sabe…
—Sólo sabe que quería cenar
contigo esta noche –le sonrió él.
El conductor puso en marcha el
automóvil sin hacer preguntas.
Cuando se detuvieron, ella miró por
la ventanilla y vio que no estaban
frente al edificio donde vivía con
Eloísa, sino frente a un hotel.
Pero claro, qué esperaba? Que esa
ropa, esa cena y ese anillo le iban a
salir gratis?
Se mordió los labios. Tenía un plan
para evitar aquello, pero no
recordaba cuál. Cuando se dio
cuenta, ya estaba siendo conducida
a los ascensores, y él le besó la
frente con mucha suavidad y le
susurró algo muy sensual,
empezando su seducción desde ya.
No tenía que hacerlo, ella estaba
más que seducida, estaba más allá
de la redención.
Se sentía en un dulce abismo,
camino de nuevo hacia la perdición,
había olvidado toda precaución. El
corazón ya lo tenía demasiado
lastimado como para volver a caer
en su juego, pero no pudo,
simplemente no pudo pensar con
claridad. En ese momento mandaba
más la humedad que tenía al interior
de sus bragas, la exquisita
sensación de sus manos recorrerle
el cuerpo por encima del vestido, la
erección que se apretaba contra su
vientre.
El aire no estaba llegando a su
cerebro, ni la sangre, ni nada.
—Qué lástima no poder llevarte en
mis brazos –susurró él sobre su
boca, ya dentro de la habitación.
Era una amplia suite presidencial
decorada en tonos cálidos, los
ventanales abiertos permitían ver
las luces de la ciudad. Pero ella no
prestó demasiada atención al
decorado, ni al mobiliario; tenía
todos sus sentidos atentos al
hombre que tenía delante.
Ella ni siquiera lo escuchó,
simplemente empezó a quitarle la
ropa, a sacarle el pañuelo que
llevaba en el cuello, la camisa, y
cuando tuvo de nuevo su piel
desnuda ante sus ojos, suspiró.
Cuánto lo había extrañado.
Él le hizo dar la vuelta y bajó el
cierre del vestido, sorprendido
cuando vio la lencería negra que
llevaba.
—Esto es… esto es… —
tartamudeó, y ella sonrió con
malicia.
Lo empujó con delicadeza hasta la
enorme cama que estaba en el
centro del lugar, y desabrochó su
pantalón. Dentro de sus
calzoncillos, Pepito ya estaba
pidiendo acción. Bajó los
pantalones y se detuvo cuando vio
la fea cicatriz que tenía en su
pantorrilla izquierda. Ya estaba
sana, pero aún se la veía rojiza, y
un poco abultada.
—No veas eso. Es horrible.
—Calla. Todo en ti es hermoso –él
rió al recordar sus propias palabras
—. Tuve tanto miedo –susurró ella
pasando un delicado dedo por la
cicatriz que llevaría hasta la
muerte.
—Yo no. Sabía que todo iría bien.
Perdiera la pierna o no, creía
firmemente que tú estarías conmigo
allí para afrontarlo –ella lo miró a
los ojos y lo encontró pensativo—.
De hecho –siguió él— sentí como si
hubieses estado allí, te vi. No sé.
—Me viste? Cómo?
—En el momento del accidente.
Una mujer muy parecida a ti…
—El dolor te hizo alucinar.
—Tal vez.
Ella subió su mano por su pierna y
la apoyó fuertemente sobre su
miembro. Juan José se dejó caer
sobre el colchón soltando un jadeo.
Como una gata, ella se deslizó hasta
ponerse sobre él a horcajadas.
—Me parece que esta noche mando
yo.
—Dios me salve –imploró él, lo
que le hizo soltar una risita—. Te
extrañé tanto –susurró él tragando
saliva, acariciando con sus manos
la piel de su estrecha cintura,
haciendo un poco de presión para
que ella se inclinara a él—. Estos
días fueron horribles sin ti. Estaba
en mi casa, pero ese ya no era mi
hogar; me sentía extraño,
extranjero… no quiero estar en
ningún lugar donde no estés tú.
Ángela cerró sus ojos, con la
respiración agitada, sintiendo cómo
se derribaba su última defensa. Qué
más daba si todo era una mentira?
Ella no quería vivir sin él, ella no
podía vivir sin él. Así que se
entregó nuevamente, total y
completamente.
Se inclinó sobre él y lo beso
profundamente, como si quisiera
entrar a través de su boca hasta su
corazón y quedarse allí para
siempre, y cuando el beso ya se
hizo insoportablemente cálido,
deslizó su boca por su cuello, lamió
las tetillas rubias, su abdomen que a
pesar de sus meses inactivo aún era
plano, y llegó hasta la cinturilla de
sus calzoncillos. Los bajó con
cuidado y miró el miembro de su
esposo largamente, como
estudiándolo, como grabándolo en
su mente.
—Si no haces algo ya –le susurró él
con voz entrecortada— vamos a
tener problemas, sabes?
Ángela no sonrió, estaba sumamente
concentrada.
Encontrarás tus propios métodos y
posiciones, le había dicho Beatriz
aquella vez, sólo no tengas miedo.
Mientras tú también lo desees, lo
harás perfecto.
Y ella lo deseaba.
Juan José gimió como si de nuevo
se hubiese roto un hueso cuando se
sintió dentro de la boca de su
mujer. Gruñó, bizqueó, y casi se
corre en su boca. Había deseado
aquello, pero también había
comprendido que eso ocurriría
cuando y como ella quisiera, así
que había estado esperando.
Pero si no se detenía ya, se iba a
correr y todo acabaría muy rápido.
Tuvo que utilizar un poco la fuerza
para separarla de su cuerpo, la
atrapó en sus brazos y la puso de
espaldas en la cama. La respiración
de ella estaba agitada, al borde del
abismo. Metió la mano debajo de
ella y desabrochó su sostén,
liberando a Dina y a Tina.
Realmente no pudo esperar más, así
que también le quitó las bragas, se
movió con cuidado para no lastimar
su pierna hasta ponerse encima de
ella y acto seguido, y sin
miramientos, la penetró. Ambos
gimieron ruidosamente.
Y allí estaba de nuevo. Su hogar, su
lugar en el mundo. Toda la
felicidad se concentraba allí en ese
lugar y en ese instante; en el
corazón, en el cuerpo de su mujer.
Ya no intentó hacer durar en el
momento; había aprendido que era
inútil, así que le hizo el amor
rápido y sin piedad. La escuchó
gemir y gimió él a su vez. La sintió
correrse y él no tardó en seguirla.
Era perfecto.
Hicieron el amor toda la noche,
pidieron servicio a la habitación, y
luego volvieron a hacer el amor. Se
debían muchas noches como
aquella, y llegó un punto en que
Ángela tuvo que pedirle que se
detuviera. Se quedaron dormidos,
abrazados, desnudos. Juan José,
seguro de que sería así por el resto
de su vida; Ángela, preguntándose
si algún día dejaría de ser tan débil
frente a él.

—Qué cara traes –dijo Eloísa en


son de broma al ver llegar a Ángela
por la mañana—. Dormiste aunque
fueran cinco minutos?
—No dormí nada –contestó ella
dejándose caer en uno de los
muebles de la sala, con los tacones
en la mano y descalza, pero no traía
esa sonrisa satisfecha de una mujer
que se la ha pasado desnuda y en la
cama de su amante.
—Y eso no es bueno?
—Supongo.
Eloísa se sentó frente a ella en
silencio, esperando que su amiga se
abriera y le contara lo que la
atormentaba, pero Ángela sólo
respiró profundo, se puso en pie y
se fue directo a su habitación.
—Sigues atormentada por lo que
vimos ayer –dijo Eloísa desde la
sala.
—Sí, sigo.
—Y no le preguntaste nada? O su
respuesta no fue satisfactoria?
—No le pregunté nada.
—Caray, y por qué no?
—No quiero saber.
Eloísa entró a su habitación y la
encontró tumbada boca abajo en su
cama, aún vestida con su traje de
noche y los rizos de su cabello
deshechos. Se sentó a su lado y
quiso consolarla, como si fuera una
niña simplemente, pero estaba
segura de que no lo admitiría.
—Me voy a la universidad. Te
quedas sola. No vayas a cometer
ninguna locura, eh?
—Tranquila.
—Te llamaré a media mañana para
saber cómo estás. Te parece bien?
—Vete tranquila –volvió a decir, y
Eloísa se inclinó, besó el cabello
de su amiga como si fuera su madre,
y salió.
Cuando estuvo sola. Ángela se
levantó de la cama, buscó en el
armario su maleta, y empezó a
llenarla de ropa.
En la madrugada, cuando Juan José
se había quedado dormido al fin,
ella había permanecido despierta.
Las cosas no habían salido como
las había planeado. Lo que había
planeado, en realidad, había sido
decirle alguna mentira sobre que
tenía la regla y dejarlo con un
palmo de narices, hacerle gastar
todo ese dinero por nada. Pero lo
que había sucedido era que había
caído de nuevo en su red.
Se devolvía a Trinidad. Necesitaba
poner tierra entre Juan José y ella
para pensar claramente. Con él
cerca, o la esperanza de verlo, se le
obnubilaba la mente y dejaba de
pensar con claridad. La noche de
anoche fue una muestra clara de
ello, pues en vez de reclamarle,
preguntarle, exigirle, se había
entregado de nuevo a él, como la
primera vez en el caracolí.
Sí, debía alejarse.
Llenó la maleta y tomó el teléfono
para pedir un taxi. En el armario,
dejó toda la ropa que se había
comprado con el dinero de Juan
José.
…22…
Juan José llegó a su casa con una
sonrisa pintada en el rostro, sonrisa
que no se borró cuando vio a su
madre en el jardín de desayuno con
un vaso de zumo de naranja en las
manos.
—Y esa cara?
—Me voy a casar.
—Vaya, al fin –dijo, dejando el
vaso sobre la pequeña mesa de
cristal y tomando su teléfono móvil,
quizá para llamar a Valentina—.
Empezaré entonces con los
preparativos. Valentina había dicho
que quería el azul celeste como
color principal y…
—No me voy a casar con Valentina.
—…también tengo que llamar al
florista. Valentina quería orquídeas,
no rosas…
—No me voy a casar con Valentina!
–ante el tono de voz, Judith no tuvo
más remedio que callarse y mirarlo.
—Qué estupidez estás diciendo?
—Ninguna estupidez. La mujer con
la que me voy a casar, no es
Valentina –soltó una risita y, sin
decir nada más, se internó en la
enorme casa. Judith se llevó una
mano al pecho, agitada. Llamó de
todos modos a Valentina.

—Carlos? –llamó Juan José. Abrió


la puerta de su despacho, pero no lo
encontró. Volvió a llamarlo, pero
nadie le contestó. —Dónde está mi
hermano? –le preguntó a una de las
muchachas del servicio.
—El… el señor salió de viaje,
joven Juan José.
—De viaje? Qué mala suerte! Se
tardará?
—Llevó ropa para tres días.
—Ah, entonces no es para largo –
tomó el teléfono y llamó a Ángela,
pero ella no le contestó. Debía estar
durmiendo, así que la dejó en paz.
Le marcó entonces a Mateo. Este se
ejercitaba en el gimnasio privado
de la enorme mansión en la que
vivía, pedaleaba en la bicicleta
estática con nada más que unos
pantalones cortos y zapatos
deportivos. Puso el teléfono en
altavoz cuando vio que era su
amigo.
—Cuéntamelo todo, no me ocultes
nada.
—Voyeur –le contestó su amigo, y
Mateo se echó a reír.
—Y bien? Nos casaremos?
—Me casaré yo, idiota. De todos
modos, ya estoy casado, y le iba a
contar a Carlos, pero está de viaje.
—Vaya, qué asco de suerte.
—Sí, tendré que esperar a que
regrese para poder traer a Ángela.
Quiero que sea ante los dos y al
mismo tiempo; así contesto las
mismas preguntas a la vez.
—Te has metido en la boca del
lobo –bromeó Mateo, y alzó la
botella con la bebida hidratante, las
gotitas de sudor bajaban por su
amplio y velludo pecho hasta su
vientre.
—Pero lo estoy haciendo con
ganas. Deberías enamorarte, amigo.
Es genial.
—Dios me ampare y me favorezca
–rezó Mateo—. Que tú hayas caído
en desgracia no indica que tenga
que hacerlo yo también –escuchó la
risa de Juan José al otro lado de la
línea. Siguieron hablando otros
minutos, planeando la entrega de la
casa y la ceremonia que su amigo
quería llevar a cabo. Pensaba
renovar los votos con Ángela, ya
que los que hiciera la primera vez
ni los recordaba.

Ángela llegó a Trinidad y al


primero que se encontró al bajar
del autobús fue a Miguel. Respiró
profundo cuando lo vio, y se estuvo
quieta en su lugar dejando la maleta
en el suelo. Sabía que él vendría a
ella.
—Vaya, dichosos los ojos que te
ven –la saludó él con esa sonrisa
que ya le conocía.
—Hola, Miguel.
—Has regresado, y sola –ella lo
miró fijamente, haciéndose sombra
con una mano. Estaba sintiendo ya
el cambio de clima, se sentía
sudorosa y acalorada.
—Sí. Podría hablar contigo unos
minutos?
—Todos los que quieras.
—Lo decía porque supongo que
trabajas.
—No hay problema si me robo unos
minutos.
—Está bien. Invítame a tomar algo.
Cuando él amagó con tomarle la
pequeña maleta, ella lo rechazó, y
caminó a su lado hasta una cafetería
con mesas en el exterior.
—Y entonces, qué quieres decirme?
–le preguntó él cuando ya
estuvieron sentados.
—Lo que quiero es que me des una
prueba palpable y fehaciente de que
lo que me dijiste aquella vez es
verdad. Me voy a divorciar de Juan
José. Está decidido, pero necesito
pruebas.
Miguel la miró un tanto
sorprendido. Las manos le
temblaron ligeramente.
—No te tengo pruebas –le contestó
en un susurro—, excepto que sé que
eras virgen antes de estar con él, y
que soy testigo de que luego de que
estaba aquí contigo, iba a
encontrarse con Valentina a pasar la
noche en su apartamento, o en
hoteles, como acostumbraban.
Ángela apretó sus dientes. De eso
no necesitaba pruebas, ella misma
lo había visto: por la mañana
besaba a una, por la noche se
acostaba con otra.
—Otra cosa –siguió ella, echando
su flequillo hacia atrás de su oreja
— Me vas a decir por qué él y tú se
pelearon, por qué él te llama
traidor.
—Por qué quieres saberlo?
—Porque necesito saber si puedo
confiar en ti –él respiró profundo, y
se pasó los dedos por la boca con
un poco de brusquedad, como si se
los limpiara.
—Peleamos porque desde el
principio me mostré en desacuerdo
con lo que te estaba haciendo,
porque no quise participar en el
juego. Tengo que pedirte disculpas,
Ángela –siguió él mirándola a los
ojos— porque no pude detenerlo.
Cuando lo reté diciéndole que no
sería capaz de conquistarte, no era
para que él se empeñara con más
fuerza a hacerlo, era porque de
veras creía en ti –Ángela bajó la
mirada.
—No debiste. Yo era sólo una niña
que estaba siendo seducida por un
hombre con mucha experiencia por
primera vez.
—Ahora lo entiendo, y además, no
tenías escapatoria, Juan José es un
experto seduciendo jovencitas, tú
sólo fuiste una presa demasiado
fácil. Así que vine a hablar contigo
para decirte la verdad, pero ya él te
había envenenado contra mí, o no te
gustó que yo tocara tu puerta. Era
por eso que venía cuando él no
estaba, no con una segunda
intención.
—Lo siento.
—No, no te preocupes por mí. Más
bien soy yo quien se preocupa por
ti, quien siempre se ha preocupado
por ti. Si me hubieses escuchado,
ahora no estarías tan lastimada.
Ángela parpadeó tratando de evitar
que salieran las lágrimas, respiró
profundo desatando el nudo que
tenía en su garganta.
—Necesito que me hagas un favor.
—Tú dime.
—Cuando le ofrezca el divorcio a
Juan José… necesito… necesito
hacerle creer que tú y yo tenemos
algo.
—Qué?
—Quiero pagarle con la misma
moneda, y necesito de la ayuda de
otro hombre, y lamentablemente, no
conozco a nadie más. Además, me
vienes perfecto. Él te odia—
Miguel sonrió ampliamente.
—No estás de broma, verdad?
—Para eso –siguió ella como si
nada—, necesito que cuando te
pregunte, si llega a hacerlo, le digas
que tú y yo nos veíamos en Bogotá,
que… te enamoraste de mí, y como
él desde el principio planeaba
divorciarse de mí, no pensaste que
eso contara como traición.
—Parece que lo has pensado muy
bien.
—Llevo desde ayer en la mañana
dándole vueltas, y me di cuenta que
me vienes perfecto –ella se inclinó
un poco a él— siento pedirte algo
como esto, sé que eres una persona
íntegra que no participaría en este
tipo de juego sórdido, pero…
—No te preocupes, yo te ayudaré.
Trataré de hacer mi papel muy
convincentemente.
—Bien. Gracias.
Salieron del sitio y en esta ocasión
sí permitió que le ayudara con la
maleta. Fueron hablando por el
camino, concertando los detalles
del plan, y poniéndose de acuerdo
en las cosas que tenían que decir.
Llegaron hasta la pequeña casa
amarilla que había compartido con
Juan José.
—Estarás aquí sola? –Ángela miró
la puerta de entrada a la casa con
una mueca.
—No. Será el primer lugar donde
Juan José busque cuando se dé
cuenta de que no estoy en Bogotá.
Además… no quiero estar aquí
sola.
—Entonces llámame cuando estés
instalada. Ya tienes mi número.
—Sí. Gracias.
—Una cosa –dijo él antes de irse.
—Si quieres hacerle creer que de
verdad entre tú y yo hay algo… vas
a tener que dejarme besarte de vez
en cuando.
Ella lo miró abriendo grandes los
ojos, no había pensado en eso, y no
creía que pudiera hacerlo; a
diferencia de Juan José, ella no era
capaz de por la noche acostarse con
uno y en la mañana besar a otro.
—Yo…
—Sólo un beso, Ángela. Para echar
a andar los rumores. Vas a ver que
no será siquiera necesario decirle
nada. Trinidad es un pueblo
pequeño, y tu adúltero marido se
enterará de la mejor forma.
Ángela se estuvo quieta sin decir
nada por casi un minuto, pero
entonces, sin que ella alcanzara a
negarse, Miguel se acercó y posó
suavemente sus labios sobre los de
ella. Ángela ni siquiera cerró sus
ojos, y el beso no duró más de un
segundo.
Cuando acabó, él la miró y
simplemente sonrió.
—Gracias –le dijo, dio media
vuelta y se fue.
Ángela se llevó los dedos a la boca
y barrió el beso de Miguel. Qué
estaba haciendo? Qué locura estaba
cometiendo?
Pero entonces recordó que el beso
que le dio Juan José a su novia no
fue un simple pico de niños, como
el que le había dado Miguel. Entró
en la casa y cerró la puerta con
fuerza.

Juan José invirtió el día haciendo


diligencias. Había vuelto a llamar a
Ángela, pero ella no le había
contestado, le contestaba más bien
la voz que anunciaba que se hallaba
fuera de cobertura, lo que le
pareció muy extraño. En cambio,
cuando iba siendo la tarde recibió
una llamada de Fabián, que lo
citaba en el bar en el que
acostumbraban verse.
Cuando llegó, lo halló sentado a la
barra y con un vaso de whiskey con
hielo en las manos.
—No es como muy temprano para
empezar a beber?
—A la mierda con la hora –Juan
José lo miró extrañado.
—Estás bien?
—Más o menos. Adivina qué.
Cumplo veinticinco en un mes.
—Sí, ya lo sabemos. No estás
deprimido por eso, verdad?
—Algo –Juan José lo miró más
extrañado aún.
—Qué te pasa, viejo?
—Sabías que mi madre me dejó una
herencia?
—Claro que no. Nunca nos lo
contaste.
—Porque no lo sabía. Dejó un
fideicomiso bastante gordo antes de
morir, que se liberaría cuando yo
cumpliera los veinticinco, y he
aquí, ya viene mi cumpleaños.
—Pero eso es bueno, no?
—Es jodidamente perfecto.
—Entonces qué te molesta?
—Que el abuelo intentó todo este
tiempo quitármelo.
—Qué? –en ese momento el barman
le preguntó a Juan José qué se iba a
tomar, y él pidió simplemente una
cerveza—. Pero por qué? Él no
necesita el dinero, está podrido en
plata.
—Claro que está podrido en plata,
pero ya sabes cómo es. Dice que
criarme le ha salido muy caro.
—Viejo mentiroso. Apenas si te
pagó la carrera.
—Quiero darle buen uso a ese
dinero, y quiero asociarme contigo
–le dijo Fabián, mirándolo a los
ojos—. Nuestras carreras se
complementan, podemos fundar
entre los dos una constructora. Qué
te parece?
—Que suena genial.
—No podemos contar con Mateo,
porque está atado de pies y manos
con todo ese conglomerado que va
a heredar, pero siempre podemos
tener su asesoría financiera.
—Parece que maduraste, amigo.
—No jodas, después de Miguel,
siempre fui el más centrado –eso le
borró la sonrisa a Juan José.
—Sí, es verdad. Miguel era el más
maduro –miró a Fabián fijamente.
Al ser Mateo y Juan José tan
unidos, por fuerza, Fabián se había
acercado más a Miguel—. Lo echas
de menos, verdad?
—Un poco, a veces. Pero lo que
hizo estuvo mal. Uno no se enamora
de la chica de su amigo.
—Sólo que en ese entonces Ángela
no era mi chica del todo.
—No, sólo tu esposa –Juan José no
pudo evitar reírse.
A continuación, empezaron a
diseñar un proyecto para trabajar
juntos, que, con el dinero que ahora
tenía su amigo, podían llevar a cabo
por lo alto. La madre de Fabián
había cometido la locura de
embarazarse estando soltera, así
que él había sido criado por sus
abuelos, unos abuelos que se
avergonzaban de su procedencia, y
del hecho de que nadie supiera cuál
era el nombre de su padre.
Sin embargo, aquello nunca había
borrado la sonrisa ni la habitual
alegría que había en el rostro de su
amigo. No era el único que tenía
tragedias en su historial, si contaba
con que Juan José era despreciado
por su propia madre, que Miguel ni
siquiera la había conocido, y que la
de Mateo había sido asesinada en
un atentado en el que intentaron
secuestrarlo a él. El cuarteto, ahora
trío, había estado plagado de
tragedias como aquéllas, y eso era,
tal vez, lo que los había acercado
desde la escuela.

Ángela caminó por las oscuras


calles de un barrio muy pobre en
Trinidad, con una maleta en cada
mano, buscando una casa
específica: la casa de Ana.
Nunca la había ido a ver, así que no
sabía la dirección, pero
afortunadamente, todos allí
conocían a todos, y preguntando,
había llegado hasta ese lugar.
Entonces vio a un niño de unos
nueve años, moreno y de tez canela,
con los ojos marrón claro y la nariz
respingona, justo como la de Ana.
—Tú eres Sebastián, cierto? –le,
preguntó con tiento. Si bien nunca
había visto personalmente a los
hermanos de Ana, ella le hablaba
mucho de ellos y se los describía.
El niño la miró con sus enormes
ojos claros. A pesar de la suciedad
de la calle en la que estaban, él
estaba muy limpio, calzado y
peinado. Obra de Ana, seguramente.
—Y usted es la señorita Ángela, la
hija de don Orlando –ella le sonrió.
—Me llevas a tu casa, por favor?
Me gustaría hablar con tu hermana.
—El niño miró las maletas.
—Necesita que la ayude?
—Vaya, gracias. Qué caballero.
El niño echó a andar alzando con
dificultad la más liviana de las
maletas, y ella lo siguió hasta una
pequeña casa que aún estaba en
obra negra, con los ladrillos
desnudos y un piso rústico. A la
puerta, había una pequeña vitrina
que exhibía empanadas. El corazón
se le redujo cuando vio la pobreza
en la que habitaba su amiga, y ahora
se hacía consciente de que, mientras
ella estuvo en Bogotá, Ana no
recibió un salario. Había tenido que
sobrevivir por otros medios, y la
venta de empanadas a la salida era
muestra de eso. Ella estaba tan
concentrada en sus propios
problemas que había olvidado los
de las demás personas.
—Señorita Ángela! –exclamó Ana
al verla, y acto seguido corrió y la
abrazó, a ella, que era la peor
amiga del mundo –Ha vuelto!
Imagino que el señor Juan José ya
se recuperó.
—Sí, ya está perfecto –entonces
ella vio las maletas, y frunció el
ceño en una pregunta.
—Qué… qué sorpresa!
—Me parece que… —titubeó
Ángela— voy a tener que
incomodarte por unos días. No
tengo a donde ir, y…
Ana sacudió su cabeza con una
sonrisa.
—Mi casa es su casa. Todo el
tiempo que necesite.
—Aunque ahora que lo pienso
bien… voy a estrecharlos mucho
más, y…
—No se preocupe por esas cosas.
Hay espacio, por increíble que
parezca; mi casa no es un palacio,
pero se está bien –ante eso, Ángela
sólo pudo sonreír, pero la risa
pareció más bien llanto.
—Lo siento, es que… —se secó
una lágrima.
—Mire, le presento a Sebastián –
dijo, tomando por los hombros al
niño que le había ayudado con la
maleta, e intentando distraerla. Los
hermanos de Ana habían salido de
todos los lugares de la casa y la
miraban con un poco de curiosidad.
—Es un gusto, Sebastián –saludó
Ángela. El niño sólo movió
afirmativamente la cabeza.
—Esta es Paula –Una niña de unos
doce años la miraba sonriente y se
secaba las manos en un limpión. Al
parecer, había estado limpiando
trastos en la cocina—. Y esta es
Silvia.
—Hola –la saludó Silvia, una
adolescente bastante delgada y alta,
más que Ana.
Ángela les sonrió a todos. Se
parecían mucho entre sí, con el
cabello negro, la tez canela y su
nariz respingona; sólo Sebastián
tenía los ojos café más claro. Silvia
levantó sus maletas con ademán de
llevarla a una de las habitaciones.
—No, espera. Yo hago eso.
—Déjela, usted las trajo todo el
camino hasta aquí—. Ángela
sonrió.
—Ana, vas a tener que empezar a
tutearme.
—Es… la fuerza de la costumbre,
supongo.
—Quiero decirte que no quiero que
te preocupes por mí, no voy a ser
una boca más. Traigo el dinero de
Juan José, que me corresponde por
derecho mientras nos divorciamos,
así que…
—Se va a divorciar? –Ángela
apretó sus labios asintiendo.
—Es una historia larga—. Ana miró
a sus hermanos, que habían vuelto a
sus quehaceres. Respiró profundo y,
como siempre, empezó a organizar
las sillas.
—Ya… imagino –susurró, como si
no quisiera que la escucharan—. Es
un poco extraño, porque usted le
quería, y él a usted, pero…
—No, Ana. Él no me quería—. Ana
miró a Ángela con expresión
dubitativa, pero luego sacudió su
cabeza.
—Tal vez lo que necesite es un
tiempo, para pensar bien las cosas.
—No hay nada qué pensar. Está
decidido.
—Está segura? Porque podría estar
cometiendo el peor error de su
vida.
El teléfono de Ángela sonó en el
momento, y antes de contestar,
Ángela miró la pantalla.
—Es Eloísa –dijo, y se puso en pie
y salió de la pequeña casa para
hablar.
Ana siguió mirándola con
extrañeza, como si no se creyese
del todo lo que su antigua señora le
estaba diciendo. Respiró profundo,
como si no encontrase solución a un
enigma, y se internó en la cocina.
—Estoy en Trinidad, estoy bien –
decía Ángela a Eloísa por teléfono.
Lo primero que había hecho su
amiga era reclamarle por haberse
ido sin avisarle.
—Y por qué no me has cogido el
teléfono en todo el día?
—Primero, porque no tenía
cobertura, y luego… sólo quise
desconectarme.
—Pues avisa antes de
desconectarte, me asustaste! creí
que te habías perdido, o algo. Qué
le digo a Juan José cuando se dé
cuenta de que no estás en Bogotá?
—Dile que acabo de dejarlo.
—Y? algo más? Me va a hacer mil
preguntas, sabes? Incluso se me va
a meter aquí al apartamento para
buscarte.
—No le digas nada más. No tienes
por qué, eres mi mejor amiga.
—Ok, eso haré.
—Yo estaré aquí, esperándolo.
—Le sacarás en cara todo?
—Ya veremos cómo salen las
cosas.
Cuando cortó la llamada, volvió a
la sala donde antes había estado
charlando con Ana. Miró en
derredor, a cada uno ocupado en
alguna cosa, al parecer, el no
estarse con las manos quietas era
algo de familia.
—Venga y le muestro dónde va a
dormir –le dijo Ana desde una de
las habitaciones. No tenían puerta,
así que utilizaban cortinas que les
dieran un poco de intimidad.
Ángela entró y encontró un
camarote y una pequeña cama.
—Aquí duermo yo con las niñas, en
la otra habitación duerme Sebastián
solo. Usted… —se inclinó para
sacar de debajo del camarote una
pequeña cama auxiliar –dormirá
aquí, si no le molesta. O pasamos
aquí a Paula, no creo que le
moleste.
—No muevas a la niña, no quiero
incomodarlas aún más –miró en
derredor la pequeña habitación.
Había cuadros al parecer pintados
por los mismos niños en las
paredes.
—No es para nada a lo que usted
está acostumbrada –dijo Ana, como
si se avergonzara de la casa tan
pobre—, pero…
—Perdóname por haberte
abandonado todo este tiempo –le
interrumpió Ángela—. Olvidé por
completo que tú no tenías empleo
aquí.
—No se preocupe –le contestó Ana
—. Hemos estado bien, a pesar de
todo.
—Pero la venta de empanadas no te
da para alimentar cuatro bocas,
verdad?
—Bueno, no es lo único que hago –
adujo Ana con una sonrisa—. He
estado lavando ropa de otros, y
además la gente sabe que tengo
necesidad y me dan precios baratos
en todos lados.
—Por qué no me cuentas por qué
saliste de casa de mis padres?
—No… no se preocupe por eso. No
importa.
—Yo creo que sí importa. Te
quedaste sin empleo aun cuando lo
necesitas mucho. Algo muy grave
debió pasar.
—No, nada –insistió Ana, terca—.
Más bien… quería decirle que si no
tiene a dónde ir, esta es su casa.
Aquí puede estarse cuanto sea
necesario. No es muy grande, ni
muy lujoso, pero… —se detuvo
cuando Ángela la abrazó.
—Eres demasiado generosa. No
seré una carga, te lo prometo.
Volveré a trabajar en el granero y
ayudaré con los gastos. Juntas
saldremos adelante. Por ahora,
tengo dinero suficiente, sólo que no
quiero irme a un hotel, no quiero
estar sola.
—No se preocupe. Estamos para
ayudarnos… y hacernos compañía
cuando se haga necesario.
Ángela la miró sonriendo y
apretando su mano.
Cenaron en la pequeña mesa de la
cocina, y Ángela se dio cuenta de
que incluso Silvia cocinaba mejor
que ella. Los niños perdieron la
timidez y poco a poco fueron
haciendo parte de la conversación.
Cuando se acostaron, se contaron
muchas cosas hasta caer dormidas.
La casa de Ana, aunque pequeña y
muy pobre, tenía en el ambiente una
tranquilidad que no la daban los
lujos, ni el dinero.

Juan José llegó a casa luego de


haber estado con Fabián trazando
sus nuevos proyectos, y por instinto,
lo primero que hizo fue llamar a
Ángela. Como no le contestó, llamó
al teléfono fijo del apartamento y en
seguida escuchó la voz de Eloísa.
—Está Ángela allí? –le preguntó
luego de disculparse por la hora en
que llamaba.
—No. Se fue a Trinidad.
—A Trinidad? –preguntó
extrañado. —Le sucedió algo a sus
padres?
—No, ellos están perfectamente—.
Hubo un corto silencio en el que
Juan José se dio cuenta de que
Eloísa estaba siendo un poco hostil.
—Qué está pasando?
—Ángela te dejó, Juan José –Juan
José sintió que la sangre se le fue
toda a los pies. Tomó aire
suavemente hasta llenar sus
pulmones y luego habló:
—Qué tontería es esa? Por qué…
por qué me iba a dejar? Estamos
perfectamente!
—No soy yo quien debería decirte
esto, así que habla con ella. Según
lo que me dijo, está en Trinidad.
—Segura? Ella no quería regresar a
ese pueblo!
—Pues entonces no lo sé. Como te
digo, habla con ella –y acto seguido
le colgó. Juan José volvió a marcar,
esta vez desesperadamente, al
teléfono de Ángela, pero este
timbraba y timbraba y nadie se
ponía al habla.
Miró la hora, ya era muy tarde
como para ir a buscarla, no había
transporte que lo llevara, no tenía
un carro propio que poder conducir,
aunque de tenerlo, no habría podido
por riesgo de herir de nuevo su
pierna.
Estaba atrapado en Bogotá.
…23…
Juan José tomó un taxi a la terminal
de transportes en Bogotá, y compró
el tiquete que lo llevaría en el
primer bus a Trinidad. Aún estaba
oscuro, pero no había podido
dormir pensando en lo que Eloísa le
había dicho. Si era verdad y Ángela
quería dejarlo, él no se lo pondría
fácil, y Trinidad había sido el peor
sitio donde ir a esconderse, pues
era el primer lugar donde él la
buscaría.
Si estaba enojada por algo, lo
aclararían. Si tenía dudas de algo,
las disiparía. Pero primero tenía
que hablar con ella.
Caminó lentamente apoyándose en
su bastón hacia la puerta de acceso
a los buses, pero de repente un
hombre tropezó con él y lo tiró al
suelo.
Juan José gritó de dolor, levantó la
mirada para ver quién lo había
lastimado. Un hombre con sombrero
se detuvo frente a él, y pensando en
que se disculparía, le tendió la
mano para que le ayudara a
levantarse, pero en vez, el hombre
le dio una patada justo en la
pantorrilla herida, y salió
corriendo.
El dolor fue agudo y Juan José
perdió el conocimiento por un
instante.
Cuando abrió los ojos, muchas
personas lo rodeaban, alguien
miraba hablaba a través de su
teléfono y avisaba que lo habían
encontrado herido en el suelo.
—Necesito ir a Trinidad –murmuró.
—Lo que usted necesita ahora es ir
a un hospital –le contestó alguien.
Lo subieron a una camilla, lo cual
provocó otra oleada de dolor en la
pierna, pero esta vez luchó por no
perder el conocimiento.

Ángela abrió los ojos en su cama.


Había tenido una pesadilla. Juan
José malherido. Había sido muy
real, y casi que había sentido su
dolor en su pierna.
Quería llamarlo, saber cómo
estaba, pero eso le recordaba que
seguía siendo una niña enamorada,
así que lo evitó. Pero quería saber
de él.
Miró hacia la cama de Ana, pero
esta ya estaba levantada. Fue hasta
la cocina y la encontró allí
trasteando.
—Apenas son las seis –le dijo al
verla—. Madrugas demasiado.
—Los niños tienen que ir a la
escuela, y yo tengo que hacerles el
desayuno. Usted no durmió nada.
—Tuve una pesadilla.
Ana la miró de reojo mientras le
ponía azúcar a una taza de café y se
la pasaba.
—Sigue con la idea de divorciarse?
–Ángela no contestó, sorbió su café
con rostro pensativo—. Usted lo
quiere demasiado, ha aguantado
mucho por él. Lo va a perder
ahora?
—Lo vi besarse con Valentina,
Ana, su novia. Y luego en la noche
me da un anillo de compromiso. Es
un mentiroso redomado.
—Pero… y si todo tiene una
explicación? A lo mejor…
—Si tiene una explicación, pues
que venga! Que venga y me
explique! Siempre he sido yo la que
lucha, la que lo da todo por él, es
hora entonces de que sea él quien
sacrifique algo por mí, no crees? Si
me quiere –siguió Ángela
intentando no subir demasiado el
tono de su voz— Que venga y me
convenza; si me quiere, que le diga
a su familia que existo, que deje por
fin a su novia, que no me esconda
más de sus conocidos, de su mundo,
que me lo diga!
—Nunca le ha dicho que la quiere?
—No, ni una vez! Ni siquiera
cuando… —se detuvo un momento
mirando su café con mucha tristeza
— ni siquiera cuando me besaba, o
me hacía el amor.
Ana apretó sus labios frunciendo el
ceño.
—Pero a mí me pareció que él la
quería.
—Oh, yo también llegué a pensarlo,
pero… ya no puedo seguir con
intuiciones, Ana. Necesito pruebas.
—La entiendo. Así que vino hasta
aquí sólo para obligarlo a
reaccionar.
—Siempre me ha tenido.
Incondicionalmente. Por una vez,
que sea él quien me busque a mí—.
Sorbió de su café, y en el momento
salió Silvia de la habitación con
una toalla al hombro.
—Buenos días –la saludó con una
sonrisa. Ángela recompuso su
rostro y le devolvió la sonrisa.
Segundos después se despertaron
Paula y Sebastián. Este último,
como tenía que esperar su turno
para ducharse, sacó de un rincón un
aparato grande y negro y se puso a
hacer algo sobre él.
—Qué es? –le preguntó Ángela a
Ana.
—Un televisor. Está empeñado en
arreglarlo –Ángela miró al niño
sacar un oxidado destornillador y
usarlo en la máquina.
—No corre peligro?
—Quién, él o el televisor? –ante la
mirada de Ángela, Ana se echó a
reír—. No, no hay peligro. Gracias
a él tenemos radio. Es bueno para
los aparatos eléctricos.
Ángela suspiró, deseando poder
tener dinero para ayudar a Ana.
En el momento, su teléfono empezó
a sonar, pero lo ignoró
olímpicamente. Ante la mirada
interrogante de Ana, Ángela sólo se
alzó de hombros.
—Eloísa no es, ella no se despierta
tan temprano a menos que tenga
clase, y se aseguró de que todas sus
materias fueran por la tarde y la
noche. No espero llamada de más
nadie.
—Y si es el señor Juan José?
—No quiero hablar con él. A
menos que sea personalmente. Ya
Eloísa debió decirle que estoy aquí.

—No contesta –le dijo Mateo a


Fabián.
—La bronca debió ser monumental
–comentó este último— No sólo no
contesta a nuestras llamadas, ni a
las de Juan José, sino que se fue a
Trinidad. Porque si hallaron a
Juanjo en esa zona es que iba para
allá. Algo debió pasar entre los
dos.
—Es extraño –siguió Mateo
guardando su aparato, mientras se
paseaba por la sala de espera del
mismo hospital donde antes habían
intervenido quirúrgicamente a Juan
José—. Juanjo me dijo que la cena
de la otra noche había ido muy bien.
Andaba tan feliz como un idiota.
—A lo mejor ahora que él está
interesado en conservarla, ella se
está haciendo la interesante –Mateo
le dirigió una significativa mirada
—. Ok, Ángela no es de esas. Pero
entonces, por qué no coge el
teléfono? Tiene que enterarse que
su esposo tuvo una recaída.
—Esto es aún más extraño. Juanjo
estaba bien… los médicos le
dijeron que tuviera cuidado, pero
me parece que un simple tropezón
no pudo provocar semejante daño.
Fabián guardó silencio pensativo.
—Y si fue un ataque? –dijo al cabo.
Mateo se detuvo en su paseo y lo
miró fijamente— Piénsalo –siguió
Fabián—. La máquina esa es
saboteada, Juan José cae víctima, y
cuando se recupera, curiosamente
cae en la terminal de transporte
camino a Trinidad y se lesiona de
nuevo.
—Mierda –soltó Mateo sacando de
nuevo su teléfono llamando a varias
personas. Entre esas llamadas,
Fabián lo escuchó hablar con
alguien de la policía acerca de
cintas de vídeo de seguridad— Me
tengo que ir.
—Pues ve. Yo me quedo con Juan
José.
—Me avisas cualquier cosa.
—No hay problema.
Habían avisado a Carlos en cuanto
los llamaron del hospital, y éste
había prometido llegar a Bogotá en
el primer vuelo que encontrara.
Ahora sólo faltaba, y Mateo se
había encargado de dejarle a Eloísa
mil mensajes para Ángela, pero esta
ni aparecía ni nada.
Judith, ni para qué llamarla, si se
molestaba en ir, sería a una hora
más decente, y Valentina ya no era
parte de la vida de Juan José, así
que no la llamaron. Lo que más
temían ahora era que, por ser una
recaída tan peligrosa, esta vez Juan
José si perdiera la pierna. Uno de
los huesos se había roto de nuevo,
les había dicho el médico que
atendió a Juan José.
Ahora sólo podían esperar un
milagro, y que, si él tenía razón y
todo había sido un ataque
provocado, encontraran al maldito
que le estaba haciendo esto a su
amigo y lo encerraran en la cárcel.

Ángela miró en su teléfono las


llamadas perdidas: Mateo, Fabián y
el mismo Juan José. Ya era medio
día. Si tanto afán tenía de verla, por
qué no venía?
Si su explicación la convencía, se
iría con él. Si no, echaría a andar el
plan que tenía con Miguel. Pero
llegó la tarde y otra vez la noche y
nada.
Qué desolación.
Ana la veía deambular de un lado a
otro, mirando el reloj. Su teléfono
había dejado de sonar, sólo una
vez, y había sido Eloísa para
preguntarle cómo y dónde estaba, y
para regañarla por no haberse ido a
casa de sus padres.
Ana comprendía que no se fuera a
la casa del alcalde, y estaba
contenta de tenerla allí, aunque eso
supusiera mucha incomodidad para
ella. Pero Ángela tenía la cabeza en
otro lado como para detenerse a
mirar el barrio o la casa en la que
ahora estaba.
—Voy… voy a dar una vuelta por
allí –le dijo, con voz nerviosa. Ana
asintió en silencio.
Antes de que cayera la noche, sacó
su vitrina de empanadas. Si bien
Ángela le había dado una fuerte
cantidad de dinero para sostenerse
por lo menos por un mes, no sabía
por cuánto tiempo ella estaría aquí,
y no podía perder su clientela,
ahora se trataba de conservar el
negocio para el futuro, el cual,
desde que sus padres murieran, era
siempre incierto.
—Qué trabajadora –escuchó decir a
su espalda, y la voz hizo que se le
pusiera toda la piel como de
gallina. Detestaba terriblemente esa
voz. Se giró lentamente y lo
encontró allí, alto y fornido como
un luchador, con dientes desiguales
y manchados, una sonrisa diabólica
y una mirada sucia. García, el
secuaz de Orlando Riveros.
—Qué buscas aquí.
—Ah, no quiero empanadas. Tú
sabes lo que quiero.
—Pues lo que quieres no lo vas a
tener –contestó ella, empuñando una
de sus manos, como si estuviera
dispuesta a pelearse con sus
propias fuerzasm.
—Mi paciencia se agota, Anita.
¿Sabes que… podría echar abajo tu
casucha en cualquier momento? –
Ana lo miró con verdadero terror
—. No me provoques –siguió
García—, así que ven conmigo.
—No iré. Podré estarme pudriendo,
y muriéndome de hambre.
—Mmmm… pero ya no falta mucho
para eso, verdad? Mírate.
Vendiendo empanadas, lavando
ajeno…
—Cómo sabes…?
—Yo lo sé todo, Anita.
—Pues no iré. Dígale a su jefe que
no iré.
—A quién? –Preguntó Ángela
apareciendo detrás de García con
un palo largo y pesado en las
manos, como si hubiese estado a
punto de pegarle a García en el
cogote con él. Ana perdió el color.
García se giró a mirarla, y al verla
armada, en seguida puso varios
metros de distancia entre los dos —
Mi padre te ha estado acosando,
Ana?
Ana no dijo nada, sólo miraba a uno
y a otro. García se tocó el sombrero
mirando a Ángela, paseando su
sucia mirada por su cuerpo y
sonriendo de manera lasciva.
Ángela quiso ir a ducharse al
instante, pero no se arredró, lo miró
a los ojos.
—Qué milagro verla por aquí,
señorita. El señor Orlando se
alegrará de saber que volvió al
pueblo. Pero creo que no le va a
gustar cuando se entere de que no
fue a su casa, sino que se vino a
esconder a este basurero.
—Ana, contéstame –exigió Ángela
—. Qué quiere mi padre de ti! Fue
por eso que saliste de la casa?
—Señorita…
—Que hables! –gritó Ángela.
—Yo me voy –dijo García,
escabulléndose. Ana dio unos pasos
atrás, respiraba agitada y miró al
interior de la casa. Los chicos
debían estar en el jardín trasero,
afortunadamente.
—Mi padre te acosa? –Por las
mejillas de Ana corrieron un par de
lágrimas. Finalmente, asintió.
—Pero le juro que no hice nada
para provocarlo. No lo busqué, al
contrario. Es un hombre mayor!
Cómo podría yo… —Ángela soltó
el palo que tenía en las manos como
perdiendo toda su fuerza.
—No te ha hecho nada, verdad?
—No! Por eso huí, por eso…
—Dios, Ana, por qué nunca dijiste
nada!
—Es su padre, pensé…
—Pensaste que me pondría de parte
de él acusándote a ti? Qué clase de
persona crees que soy, Ana?
—Pero es su padre!
—El padre que estuvo a punto de
matarme en varias ocasiones en el
pasado, lo olvidas? Dios no puedo
creer esto! –Gritó, dando media
vuelta y tomando el mismo camino
que García.
—Espere, no! Silvia! –llamó a su
hermana, la cual salió de una de las
habitaciones, al parecer, había
estado escuchando todo, pues
estaba pálida –cuida a los chicos,
voy detrás de Ángela—. La niña
asintió, y Ana corrió detrás de su
antigua señora.

Ángela llegó a la casa de sus


padres con una ira que la
ensordecía. Ana había estado
intentando detenerla todo el camino,
pero apenas la escuchaba como si
fuera un molesto zancudo. Esto era
el colmo. Esto era la tapa.
Atravesó la verja del jardín y
aporreó la puerta de entrada.
—Piénselo bien, señorita Ángela –
le rogaba Ana—. Es su papá, es un
hombre poderoso, podría hacerle
mucho daño.
—A mí? –se dignó a contestarle
Ángela al fin, mientras aporreaba
de nuevo la puerta—. A mí ya no
puede hacerme nada, Ana. Estoy
aquí es por ti.
—Y lo sé, pero… —En el momento
el mismo García le abrió la puerta,
y le hizo una venia que en él se vio
demasiado ridícula. Sin prestarle
demasiada atención, Ángela caminó
hacia el despacho de su padre, con
Ana pisándole los talones.
Lo encontró repantigado en uno de
los muebles, con un vaso de licor
en una mano y un puro en la otra.
—La hija pródiga! –exclamó al
verla, poniéndose en pie—. Has
vuelto al fin a casa, hijita querida.
Tu madre se pondrá feliz de verte.
—Eres lo peor –le escupió ella
entre dientes—. Cuando te mueras,
espero que de verdad te pudras en
el infierno—. Sorprendido, Orlando
se puso en pie lentamente y abrió
grandes sus grises ojos. Ángela vio
que el bigote le temblaba. Le echó
una mirada a Ana, y los volvió a
posar sobre ella.
—No has venido para quedarte,
veo. Tu esposito sigue enfermo?
—Contéstame una pregunta –dijo
Ángela con voz sibilante, agitada de
la misma ira. Se acercó un paso
hasta él y lo vio tal cual era. Un
monstruo, alguien con el alma
demasiado sucia y podrida. Lo
había perdonado por haberle hecho
daño en el pasado, pensando que
quizá era esa su manera de
impartirle disciplina a una hija que
después de todo era un poco
rebelde, pero meterse con Ana de
esa manera, una inocente criatura,
muy pobre y responsable de tres
hermanos menores, no era otra cosa
más que pura maldad—. Cómo
pudiste amenazar a Ana de esa
manera?
—De qué tonterías hablas?
—Ah, ahora te vas a hacer el
inocente? –lo vio llevarse la mano
con el puro al pecho, lo que debió
ser una señal, porque García entró
en la habitación y cerró la puerta.
Ángela miró en derredor en
seguida, buscando salidas,
opciones. No se iba a dejar pegar
de nuevo, la madre que no. En dos
pasos estuvo frente al escritorio y
cogió la botella que contenía el
mismo licor que Orlando tenía en su
vaso y la partió quedándose con el
pico. Inmediatamente tomó el
abrecartas y se lo entregó a Ana por
el mango— entiérraselo en la
misma verga si te toca, Ana –le
dijo, señalando con el mentón a
García, el cual alzó sus manos, pues
Ana estaba muy cerca.
—Vas a matar a tu propio padre?
—Te detuvo eso a ti alguna vez? –
le contestó ella enseguida—. No
cometas el error de creer que soy la
misma estúpida que se dejó golpear
por ti en el pasado. Esta vez voy a
luchar con uñas y dientes.
—No puedes. Yo podría destruirte
no sólo a ti; también a tu marido,
sabes? –Ángela abrió su boca,
como si cayera en cuenta de algo.
—Así que fuiste tú.
—Qué.
—Mandaste sabotear la
retroexcavadora que hirió a Juan
José.
—Claro que no.
—Te demandaré a la policía. Sabes
que mi esposo es amigo de uno de
los hombres más poderosos del
país? No sólo maneja al presidente
con el meñique, tiene en la palma
de su mano a la policía y los
medios de comunicación de este
país. Si él se enterara…
—Pero no se enterará.
—Quieres apostar? O te pone
demasiado nervioso enfrentarte a
mí?
—Por favor! Sólo eres una
culicagada con demasiado vuelo!
Estar casada con ese estúpido te da
esa falsa impresión de poder y
libertad.
—Te recuerdo que fuiste tú quien
me casó con ese estúpido. Te
recuerdo que fuiste tú quien arruinó
mi vida, quien lo arruinó todo! Te
odio! –de los ojos de Ángela
empezaron a correr lágrimas, pero
no bajaba el pico de la botella—.
Te odio a ti y a mamá por no ser ni
por asomo los padres que debieron
ser, por hacer de mi vida un
infierno desde el día en que nací.
Yo no pedí ser mujer, yo no pedí
siquiera nacer!
—Cállate, estúpida. Esta criada no
tiene que enterarse…
—Esta criada es de mis mejores
amigas! –gritó Ángela—. La
persona que, aun sin tener qué
comer ella misma, me dio techo
cuando lo necesité, limpió mis
heridas cuando estuviste a punto de
matarme, me ayudó, me apoyó. Por
eso no puedo soportar que hayas
tenido la bajeza de acosarla,
amenazarla a ella y a su familia,
Ana es mucho mejor persona que tú,
que no eres más que escoria!
—Cállate! –bramó Orlando, pero
no se atrevió a acercarse, pues
Ángela seguía apuntándole con la
botella.
—No me callo! No me da la puta
gana de callarme!
—Mírate, te has convertido en…
—En una mujer con ovarios, en eso
me convertí!
—Qué está pasando aquí? –se oyó
al otro lado de la puerta. Era la voz
de Eugenia, y golpeaba la puerta—.
Orlando, estás bien? Con quién
discutes?
—Lárgate –gritó Orlando—. No te
incumbe—. Ante sus palabras
Ángela se echó a reír.
—No tienes conocimiento de lo que
es el afecto, verdad, padre?
—Tú me las pagarás bien caro. No
creas que pasaré… por alto…
—Qué –Orlando se apretaba el
pecho con su mano y en su rostro
apareció una expresión de dolor.
Cuando vio que Ana bajaba el
abrecartas con que apuntaba a
García, Ángela la tomó con un
brazo y la puso tras ella—. No te
dejes engañar! Todo es un teatro
para provocar nuestra lástima y que
bajemos la guardia.
—No es un teatro –susurró García
con voz totalmente calma, como si
en frente suyo sólo estuviera
ocurriendo una cena tranquila, y no
un pandemónium con dos mujeres
armadas y un hombre mayor
sufriendo un ataque cardiaco.
—Tú cierra la boca. No te he dado
permiso de hablar –le dijo Ángela
entre dientes—. Y tú –se dirigió a
su padre—. Dejarás en paz a Ana o
te llevaré ante las autoridades y me
aseguraré de que pases tus últimos
días en la cárcel –pero Orlando no
la escuchaba, soltó el vaso de
whiskey y el puro que tenía en las
manos y cayó al suelo de rodillas
aún con una mano en el pecho, con
la otra, intentaba buscar algo sobre
el escritorio, o tal vez asirse de
algo. Ángela miró entonces a
García, que dio un paso hasta
Orlando y le tomó la calva y le
echó la cabeza atrás.
—Ayú… dame –susurró Orlando
con voz entrecortada. Pero García
no se movió.
—Se está muriendo –le dijo a las
mujeres tras de sí.
—Qué?
—El médico le dijo que nada de
sustos ni rabias. Ha sido difícil
para él, por su temperamento. —
Miró a Ángela con una sonrisa—.
Se está muriendo. Al fin.
Ángela bajó el pico de la botella y
miró a Orlando que hacía muecas y
caía poco a poco al piso.
—No puede ser. Papá! –soltó su
arma improvisada y corrió a
Orlando. García lo soltó y caminó a
la puerta, más bien bloqueándola.
Al otro lado, Eugenia seguía
llamando.
—Hay que llamar a un médico! –
gritó Ana.
—Pues llámalo –contestó García
alzándose de hombros.
Ana empezó a buscar entre los
papeles de Orlando el número de
algún médico; mientras tanto,
Orlando ya había perdido el
conocimiento, y Ángela gritaba
llamándolo.
En algún momento, García se cansó
de bloquear la puerta y le dio paso
a Eugenia, quien entró rauda a
auxiliar a su marido. Traía consigo
unas pastillas que metió en la boca
a Orlando, pero este no las tragó.
—Está muerto –volvió a decir
García.
—Tú cállate! –Gritó Ángela, y
Eugenia debió comprenderlo,
porque dejó de luchar por que
Orlando se tragara la pastilla y
miró a Ángela con la respiración
agitada y el rostro desencajado.
—Lo mataste.
—De qué hablas? Qué me iba a
imaginar yo que sufría del corazón?
—Tú lo mataste!
—No me vas a culpar de esto
también! –gritó Ángela de nuevo.
Miró a García y lo apuntó con un
dedo— Tú provocaste todo esto.
Sabías que esto pasaría si yo venía.
—No sabía que estabas en el
pueblo. Todo fue casualidad.
—Casualidad. No creo que des
lugar a la casualidad. Fuiste tú
quien saboteó la retroexcavadora,
verdad? Y provocaste su muerte! –
gritó señalando a Orlando.
—Chiquita –le dijo García con la
misma sonrisa— tú provocaste su
muerte. Tú le gritaste que era
escoria, que lo hundirías en la
cárcel. Fue demasiado para su
enfermo corazón.
—Cállense ya los dos! –gritó Ana,
y volvió a apuntar a García con el
abrecartas—. Llama a quien tengas
que llamar para que se lleven el
cuerpo de Orlando, y tú, Ángela, sal
de aquí. Tú no tienes la culpa de
esto. Él ya sufría del corazón desde
hacía tiempo.
—No lo sabía –susurró Ángela.
—Yo sí. Esa fue su excusa para…
lo que hizo. Quería darse un gusto
antes de morir.
—De qué hablan? –preguntó
Eugenia, y de repente todos
recordaron que ella se hallaba allí.
Había estado silenciosa mirando a
uno y a otro, arrodillada al pie del
cuerpo de Orlando, que tirado en el
suelo parecía una mole.
García salió del despacho y Ángela
se echó el flequillo atrás sin mirar a
su madre; Eugenia lloraba sobre el
cuerpo de Orlando, y esa imagen a
Ángela le produjo náuseas. Ana la
vio y la tomó de un brazo sacándola
del despacho.
—Deme su teléfono –Ángela se lo
pasó sin prestarle demasiada
atención. Ana marcó el número de
Eloísa y le contó lo que acababa de
suceder.
Quince minutos después, la casa se
llenó de gente, Beatriz llegó y se
hizo cargo de Ángela, quien no
lloraba, ni nada. Sólo miraba
alrededor como si todo hiciera
parte de una pesadilla.
Se llevaron el cuerpo de Orlando y
Eugenia lloraba desconsolada, y
gritaba a Ángela por haber
provocado todo aquello. García
permanecía calmado y la miraba de
vez en cuando con una sonrisa.
—Yo… no quería esto –susurró
Ángela, a nadie en particular.
—Claro que no –contestó Beatriz,
tomándola de los hombros y
abrazándola—. Nadie quiere la
muerte de su padre.
Esas palabras la hicieron
reaccionar. La verdad era que ella
sí había deseado la muerte de
Orlando en más de una ocasión. Sin
poder contenerse más, se echó a
llorar, lo que provocó el alivio de
los que la habían estado mirando
preguntándose por qué permanecía
tan tranquila cuando acababan de
sacar el cuerpo de su madre inerte.
Ángela lloró y lloró, y entre Beatriz
y Ana la subieron a su antigua
habitación. No quería estar allí.
Hubiese preferido estar en casa de
Ana, o en la casa que había
compartido con Juan José. O en
cualquier otro sitio. Hubiese
preferido estar sola, también.

El entierro de Orlando fue dos días


después. Muchas personas se
hicieron presentes, todos vestidos
de negro, dándoles el pésame a
Eugenia y a Ángela. Ésta sólo
miraba a todos sin decir nada.
Pensando en que si alguno de ellos
supiera la clase de infierno que
había sido su vida por culpa de
Orlando nunca le darían sus
condolencias por su muerte.
Luego de dejar el cuerpo de
Orlando en el cementerio local,
Ángela no volvió a casa. Cerca
estaba el caracolí, así que fue hasta
allí. Tocó la corteza del árbol y
respiró profundamente. Allí había
empezado todo.
Dónde estaba Juan José? Por qué no
venía por ella? Ya habían pasado
muchos días! De verdad le
importaba tan poco? Gruesas gotas
de lágrima bañaron su rostro. No
había llorado desde aquella última
vez en brazos de Beatriz, y ahora se
temía que no era por la misma
razón. Qué iba a hacer?
La mujer que algunos aseguraban
haber visto aquí, se había suicidado
cuando supo de la muerte de su
amante en aquél incendio. Se sentó
en el suelo, recostada al tronco del
árbol preguntándose qué método
habría usado. Se habría colgado de
alguna de sus ramas? O se había
arrojado de cabeza desde la copa?
Era muy fácil morir.
—No lo vayas a hacer –dijo alguien
a su lado. Ángela volteó y encontró
a una niña de unos cinco años, con
el cabello largo, rubio y ensortijado
y unos ojos verdes preciosos.
—Quien eres tú? Qué haces aquí
solita?
—Por qué tienes miedo? –le
preguntó la niña a su vez.
—Ah, ya entiendo –sonrió Ángela,
creyendo que se trataba del espíritu
que se aparecía allí—. Pero no,
espera –dijo, recordando que los
rumores decían que era una mujer,
no una niña la que se aparecía. Y
ésta parecía muy real, la miraba con
curiosidad, y sus ropas no eran de
una pueblerina, ni antiguas. Parecía
que viniera de la ciudad, que era
amada por sus padres, que lo tenía
todo en la vida –Quién eres?
—Eres muy valiente –le dijo la
niña, en vez de contestar—. Eres
una mujer muy valiente.
—No, no lo soy. En este
momento… quiero morirme. Mi
esposo me ha demostrado que le
importo un pepino. Acabo de
provocar la muerte de mi padre. Y
ahora no tengo a donde ir. Soy una
pena de mujer.
Miró a la niña, pero esta ya no
estaba. Y entonces abrió los ojos.
Se había quedado dormida
recostada al tronco, y todo había
sido un sueño. La niña, aunque
parecía muy real y se le parecía a
alguien, había sido producto de su
imaginación.
—Ahora sí que me estoy volviendo
loca –dijo, mientras se ponía en
pie, y caminó a paso lento hasta
casa de Ana.
…24…
Juan José salió del hospital dos
semanas más tarde. Iba silencioso,
un tanto dolido; Ángela no había
ido a verlo, tal vez ni siquiera sabía
que había estado a punto de perder
la pierna de verdad esta vez, o tal
vez sí, pero entonces no le había
importado. Los médicos le dijeron
que era altamente probable que
cojeara por el resto de su vida. Aun
con terapias.
Le había contado a la policía que
alguien lo había atacado, habían
encontrado en los videos de
vigilancia del terminal la prueba
del ataque, pero no habían podido
identificar al hombre, y hasta allí
había llegado la investigación.
Ahora Mateo le estaba diciendo que
se contuviera, que esperara a
recuperarse para ir a buscar a
Ángela.
A diferencia de la vez anterior, esta
vez Valentina no lo había dejado
solo un instante, se había vuelto la
mejor enfermera, y la más paciente,
pues se había aguantado su mal
humor y no se había ido de su lado
aun cuando él se lo había exigido.
Era verdad que ahora tendría que
tener más cuidado para recuperarse,
pero estaba dispuesto a someterse a
cuando medicamento para poder
recuperarse pronto e ir a buscarla.
Le había pedido a Mateo y Fabián,
que se habían ofrecido ir a traerla
desde Trinidad, para que no
intervinieran en el asunto, pues eso
podría empeorar las cosas, pero
Mateo había hecho caso omiso de
su petición y había ido a buscarla,
sin embargo había vuelto sin ella, y
hasta el momento, no había dicho
nada de lo que había hablado con
ella. Lo estaba enloqueciendo ese
largo silencio de Ángela. De
verdad ya no le importaba para
nada?
—Tal vez sólo debas olvidarla –le
dijo su amigo en una ocasión.
—Estás loco? Es mi esposa. Me va
a escuchar!
—Y si… simplemente ya no quiere
estar contigo?
—Pues va a querer. Sólo
necesitamos hablar.
Mateo miró a Fabián apretando sus
labios, y Fabián negó con su cabeza
imperceptiblemente.

Pasó un mes desde que Orlando


muriera, y Ángela estaba
preocupada. Sus fondos se habían
agotado, y a pesar de la insistencia
de Beatriz para que se fuera a su
casa, no había aceptado. No era
ella quien le preocupaba, era Ana.
Una vez que se fuera de allí, qué
sería de ellos?
En el granero no la habían aceptado
de nuevo, y en ningún otro lugar,
era como si de repente en el pueblo
nadie necesitara quien atendiera un
negocio, y lo mismo le sucedía a
Ana.
Por otro lado, Miguel estaba más
pendiente de ella que de costumbre.
La había invitado a salir en varias
ocasiones, incluso le había ofrecido
dinero para sus cosas, pero ella no
había aceptado. Aún le producía
escalofríos el pensar que se había
dejado besar en una ocasión por él,
aunque no descartaba del todo su
amistad. Habían pasado muchas
semanas desde que se viniera de
Bogotá y ni señales de vida de Juan
José. Ni siquiera de Mateo ni de
Fabián. Nadie.
Venía de la calle, con una pequeña
bolsa con cosas para la cena en
casa de Ana cuando se lo encontró.
Traía un periódico bajo el brazo y
las manos en los bolsillos.
—Siempre te estoy encontrando en
todos lados. Seguro que trabajas? –
Miguel le sonrió y sacó el
periódico de debajo de su brazo.
—Es una suerte que tengo. Mira.
Necesitas leer esto.
—Por qué?
—Tú mira.
Ángela abrió el periódico, que tenía
aspecto de ser nuevo, y miró la
fecha.
—Esto es viejo.
—Sí, de una semana, pero tienes
que verlo.
—Ni siquiera es de aquí –susurró,
pues era claro que se trataba de uno
de los populares periódicos de la
capital.
—Léelo –insistió Mateo, y ella lo
abrió. Miró cada sección, leyendo
los titulares con indiferencia, pero
al llegar a la página de sociales se
detuvo. Había una fotografía de
Mateo con una hermosa mujer a su
lado, pero eso no era todo. Al lado
estaba Juan José, sonriente y feliz, y
Valentina se colgaba de su brazo y
lo miraba como si fuera su héroe.
“El conocidísimo Mateo Aguilar
acompañado de la famosa modelo
Linda Benet, y junto a su amigo
Juan José Soler y la novia de éste,
Valentina Arciniegas”, rezaba en
el pie de foto. Ángela miró el rostro
sonriente de Juan José, ya mucho
más repuesto, pues había perdido
peso luego del accidente. Estaba
claro que en ese mes sin ella se
había recuperado lo suficiente
como para ir de fiesta con su novia
y sus amigos.
Con razón no había ido a verla.
Estaba muy ocupado haciendo vida
social.
Cerró el periódico doblándolo
muchas veces y respirando agitada.
—Lo siento, Ángela –ella negó
intentando quitarle importancia.
Pero de un momento a otro tomó
aire, lo miró a los ojos y le dijo:
—Tú eres abogado.
—Sí, lo soy.
—Ayúdame con los trámites de
divorcio. Por favor –Miguel intentó
disimular una sonrisa.
—Claro que sí. Para cuándo…
—Lo más pronto posible, gracias
—. Y sin decirle más, dio media
vuelta y se fue.
—Me devolverías… —empezó a
decir Miguel pidiéndole de vuelta
el periódico, pero ella se había
alejado llevándoselo. Sonriendo
aún, dio media vuelta para ponerse
a la labor. Ángela y Juan José se
iban a divorciar ahora sí. Ella había
estado dándole largas al asunto,
pero al fin se había convencido.

Aún estaba en shock cuando llegó a


la casa de Ana, encontrándose con
que tenía visitas. Dos hombres con
traje y corbata estaban sentados en
las sillas de la sala, y miraban en
derredor como si quisieran estar en
cualquier lugar menos allí.
Al verla, se pusieron en pie.
—Llevan casi una hora esperándote
–le susurró Ana quitándole la bolsa
que traía en las manos. Ángela se
acercó a los hombres dejando el
periódico en una mesa cercana.
—Me necesitan?
—Somos los abogados Gómez y
Palomino –se presentaron los
hombres—. Queremos hablar con
usted acerca de su padre –el
corazón de Ángela empezó a latir
aceleradamente. La iban a acusar de
su muerte? Su madre había tenido la
osadía de demandarla? Le indicó a
los hombres que se sentaran, y ella
lo hizo también, mirando hacia la
puerta por si en algún momento
tenía que huir.
—Y qué es lo que tienen para
decir?
—Su padre murió sin dejar un
testamento, así que la hemos
buscado a usted ya que es, junto a
su madre, la señora Eugenia, la
heredera de todos sus bienes –los
ojos de Ángela se abrieron como
platos.
—Y no es una cantidad pequeña –
dijo el otro abogado—, así que
necesitamos de su ayuda en todo
este proceso.
—Su madre ya está advertida, pero
dice que no le interesa el dinero.
Sólo quiere la casa.
—Hemos venido a preguntarle si
tiene problema con eso.
—No, no. Que se quede con la
casa.
—Muy bien, entonces usted será
quien herede todo.
—De cuanto… dinero estamos
hablando? –preguntó Ángela
titubeando, no creía que fuera
mucho, de todos modos.
—Señorita, el señor Riveros era un
reconocido ganadero, aunque su
casa quedaba aquí en el casco
urbano, tenía muchos negocios y
bienes a lo largo del país.
—Casi es dueño de todo Trinidad –
dijo el otro abogado.
—Su fortuna no entra en la
categoría de los más ricos del país.
—Ni se acerca, realmente –
completó el otro.
—Pero estamos hablando de casi
mil millones de dólares.
Los abogados siguieron hablando,
completándose el uno al otro las
frases, lo que indicaba que llevaban
mucho tiempo trabajando juntos, y
Ángela apenas si escuchaba ya.
No podía creerlo. Hacía unas horas
estaba preocupada por lo que iba a
comer, y ahora era una mujer rica.
Sabía que las cuentas que le llevaba
a su padre no eran reales, ni
completas, sabía que tenía dinero
que no le mostraba a nadie, pero
nunca, ni en sus más remotas
fantasías, intuyó que fuera tan rico.
Y su madre sólo quería la casa?
Sabía ella acaso la fortuna que
estaba despreciando?
Los hombres estuvieron allí un rato
más, explicándoles lo que tendría
que hacer para entrar en posesión
de su fortuna, y ella los escuchó
atenta. Recibiría el dinero, claro
que sí. Le pertenecía por derecho
propio. Su padre nunca le había
dado amor, ahora al menos,
recibiría su dinero.

Juan José miró su teléfono con


añoranza. Por qué Ángela no lo
llamaba? Por qué no recibía sus
llamadas? Por qué no había venido
a verlo? Cuándo se recuperaría
para al fin ir a verla él?
Creía haber visto amor en sus
miradas en el pasado, haberlo
sentido en sus besos. Qué había
pasado entonces? Ahora que más la
necesitaba, ella no estaba. Quería
verla, quería abrazarla, que fuera
otra vez la combinación de amiga,
madre y amante, que le dijera que
todo iba a estar bien. Es que no
sabía que tal vez había quedado
lisiado de por vida?
Su pierna no sería la misma, y era
probable que tuviera que llevar
bastón para toda la vida, eso no le
importaba?
Cerró sus ojos sintiendo un nudo en
la garganta. La quería aquí, ahora.
Pero quien apareció fue Mateo, que
se acercó a él a paso lento.
—Ya no soporto verte así, viejo.
—Lo siento. La cirugía estética no
está a mi alcance ahora mismo –
Mateo se echó a reír, pero la risa
no iluminó sus ojos—. Tú fuiste a
verla, verdad? –Mateo hizo una
mueca, pero al final, asintió.
—Sí, fui a verla.
—A pesar de que te dije que no lo
hicieras.
—Nunca he sido muy asertivo con
las órdenes directas.
—Sí, ya veo –guardó silencio por
un momento, tragando saliva—.
Hablaste con ella? –preguntó.
Mateo respiró profundo y miró a la
distancia el jardín que circundaba
la mansión de los Soler.
—No, no le hablé, pero sí la vi.
—Y por qué no? Te le habrías
acercado, le hubieses dicho…
—No pude hacerlo.
—Por qué?
—Porque tu mujer… estaba
acompañada de Miguel. Iban por la
calle hablando y riendo, él le
llevaba los paquetes y se veían
muy… amistosos. –Miró a su amigo
de reojo, y vio que Juan José
parecía como si hubiese perdido
toda la sangre de un momento a
otro. Estiró su mano y le tocó el
hombro—. Lo siento, viejo. Tal vez
es sólo cosa mía, tal vez ella tiene
una explicación.
—Sí, tiene que tenerla.
—Ya sabes que él siempre estuvo
detrás de ella.
—Sí, lo estuvo.
—En cuanto puedas moverte te
llevaré a verla.
—Sí, me llevarás.
—Estás bien?
—Sí, claro que sí. Si no te importa,
quiero estar solo ahora.
—Juanjo…
—Mateo –le pidió, mirándolo a los
ojos, y Mateo tuvo que hacer caso.
Se mordió la lengua, pensando en
que hubiese sido mejor que se
callara la boca.
—Está bien. Ya sabes, avísame,
que te llevaré de inmediato—. Juan
José sólo asintió, y Mateo lo dejó
solo.
Juan José se llevó una mano al
pecho, pues sintió que su corazón se
acababa de saltar un latido.
Había una explicación para todo
aquello, claro que sí. Ángela no lo
engañaría, menos con Miguel,
estaba seguro. Ella lo quería.
Lo quería, verdad?

Los días pasaron, y por alguna


extraña razón, Ángela no quiso
participarle a Miguel su nueva
condición de mujer rica, aunque se
lo siguió encontrando en la calle, y
en una ocasión, incluso dejó que la
invitara a comer. Faltaba poco para
que le traspasaran el dinero de la
herencia a su nombre.
La había llevado a un pequeño
restaurante a las afueras del pueblo,
donde se comía carne al carbón, y
ella había aceptado pensando en
que quizá era bueno contar con él,
ya que era abogado y podía
aconsejarla acerca de qué hacer
ahora que tenía tanto dinero. Le
había contado a Eloísa y ésta
prácticamente había gritado por
teléfono, y seguramente también
había hecho el baile de la
macarena, como solía hacer cuando
algo la emocionaba de verdad.
Pero siempre que estaba frente a
Miguel le sucedía lo mismo. Ya no
le nacía decirle nada.
—Estás muy callada –dijo él
llevándose un trozo de carne a la
boca. Ella lo miró masticar.
Recordó que Juan José siempre se
llevaba trozos pequeños para no
embutirse, y manejaba el cuchillo y
el tenedor muy diestramente. Pensó
que por fuerza todos los hombres
eran así, pero al parecer, la
educación entre estos dos era muy
diferente.
—Cosas tuyas.
—Es verdad –dijo él—. Siempre
estás callada conmigo. Lo del
divorcio ya está listo, sabes?
—De veras? –preguntó ella
sintiendo un dolorcillo en alguna
parte de su alma.
—Hoy en la tarde debió llegarle la
notificación a Juan José. Él sólo
tiene que firmar y listo. Están
separados.
—Gracias.
—No te cobraré nada. Si eso te
preocupa –ella sonrió, pensando
que ahora tenía hasta para pagarle
la risa, si se le antojaba.
Un automóvil pasó muy cerca, luego
lo vieron detenerse, retroceder, y
parar justo al frente del restaurante.
De él salieron tres hombres: Mateo,
Fabián, y Juan José con un par de
muletas.
Ángela se puso en pie lentamente al
verlo. Juan José impidió que sus
amigos lo ayudaran a subir el
escalón, así que se acercó a ella
poco a poco, esquivando sillas y
mesas.
Cuando lo vio, Ángela se
sorprendió un poco. Él no parecía
el joven feliz de la fotografía de la
sección de sociales que había visto
hacía sólo unos pocos días. Al
parecer, en un par de semanas, él
había desmejorado bastante.
—Entonces es verdad –dijo,
mirando acusadoramente a Miguel.
—Qué? –preguntó Ángela, sin
creerse aún que él en verdad
hubiese venido. Él se movió, y con
dificultad, sacó de un bolsillo de su
chaqueta un papel. Los papeles del
divorcio.
—Quieres que lo haga, Ángela? –le
preguntó, y robó del bolsillo de la
camisa de Miguel un bolígrafo—.
Quieres que lo firme?
Ángela lo miró fijamente incapaz de
decir nada.
—No tienes derecho a hablarle así
–intervino Miguel—, no después de
todo lo que le has hecho.
—Tú cállate, estúpido imbécil; me
tienes hasta la coronilla. Ángela, te
estoy hablando. Quieres o no que lo
firme.
—Tú qué crees! –gritó ella, con
lágrimas en los ojos—. Eres el peor
marido que alguna mujer pueda
tener!
—Yo te lo advertí –dijo él,
inclinándose sobre la mesa y
firmando el papel—. Te dije que
sería el peor marido para cualquier
mujer. En ese tiempo no te importó.
Ahora veo que fue todo pura mierda
–dio un paso hacia ella, y casi
sobre su cara susurró—:
Felicitaciones, ya estás divorciada
de mí.
Acto seguido, le dio la espalda, y
se alejó, apoyándose en su muleta.
Ángela cayó sentada en su silla, y
vio cómo Miguel tomaba el papel y
lo revisaba.
—Es su firma, la auténtica. Estás
divorciada, Ángela.

—Qué diablos hiciste? –Le


preguntó Mateo cuando él estuvo
dentro del automóvil otra vez. No
había venido en el Jeep, pues sería
incómodo para su amigo, que aún
estaba delicado. Lo había traído a
pesar de eso, pues había recibido la
solicitud de divorcio de Ángela y
casi había enloquecido.
—No la viste? –le gritó él—.
Estaba con él!
—Ni siquiera le preguntaste, no la
dejaste hablar! Y si sólo estaban…
—Vámonos de este maldito pueblo
–lo interrumpió Juan José—, no
quiero saber de Trinidad en lo que
me resta de vida.
—Qué vas a hacer ahora? –insistió
Mateo—. Acabas de dejársela en
bandeja de plata a ese idiota! –Juan
José se llevó ambas manos al
rostro, presionándoselo con fuerza.
—Sácame de aquí, Mateo, por
favor!
—Fabián! –llamó Mateo, que
seguía afuera—. Nos vamos.
—Ella acaba de desmayarse –dijo
Fabián al entrar.
—Qué?
—Ángela. Se acaba de desmayar.
Juan José se giró con cuidado para
mirar y vio un barullo de gente
rodear el sitio donde ella estaba.
Tuvo el impulso de correr hacia
ella, pero entonces recordó que no
podía, que no debía. Él ya no era su
esposo.

Ana llegó al hospital una hora


después, nerviosa, preguntando por
su amiga. Cuando la vio salir por su
propio pie suspiró aliviada.
Caminó a ella y la abrazó.
—Me asusté mucho, pensé que le
había sucedido algo muy grave.
—No, nada grave—. Contestó ella.
Ana la miró. Ángela se veía
extraña. Había una extraña luz de
felicidad en sus ojos, pero un dejo
de tristeza amargo en sus labios—.
En mi condición –siguió Ángela—
es normal desmayarse.
—En su condición?
—Sí. Estoy embarazada.
Ana abrió la boca con sorpresa.
Escuchó un ruido al lado y vio que
era Miguel, que había dejado caer
una botella de agua que había
estado sosteniendo en sus manos.
—Qué has dicho? –preguntó él.
—Que voy a hacer padre a mi ex
marido.
—Qué? –preguntó Ana a su vez.
—Acaba de firmarme el divorcio –
sonrió ella entre lágrimas.
—Pero está embarazada!
—En ese momento ninguno de los
dos lo sabía.
—Tiene que decírselo! –Ángela
negó meneando la cabeza.
—No. Tal vez algún día lo haga.
Ahora quiero que este bebé sea
sólo mío.
—Yo podría –intervino Miguel,
pero no completó la frase.
Carraspeó y volvió a hablar—.
Necesitarás a alguien que te ayude a
criarlo. Yo podría…
—No, Miguel. Ya has hecho
demasiado por mí. Eres un buen
amigo, pero no te pondría encima
semejante cruz. Yo criaré a mi hijo
sola.
—No lo puedo creer, esto es todo
una sorpresa! –Exclamó Ana
llevando a Ángela del brazo,
mientras salían del pequeño centro
de salud de Trinidad, donde le
habían hecho la prueba, sacando
positivo—. Cuántas semanas tiene?
—Siete, dijo el médico. No me
había dado cuenta, Ana.
—Con tantas cosas que han
sucedido! Cómo se iba a dar
cuenta? Qué quiere que sea, una
niña o un niño?
—Lo que venga –dijo Ángela con
voz soñadora—. Lo que sea que
venga lo amaré.
Miguel las miró caminar tomadas
del brazo, y su sentida conversación
se fue perdiendo. Acababa de ser
rebajado a la categoría de amigo
útil sólo para ciertas cosas. Todo
había salido tal como había
querido, y Ángela se había
divorciado de Juan José, pero ahora
ésta estaba embarazada, y ni así lo
había querido a él, que no tardó en
ofrecerle su apellido al crío.
Apretó los dientes con fuerza, hasta
que tuvo que detenerse, pues
empezaron a dolerle.
De todos modos, pensó, no estaba
seguro de querer a una mujer
embarazada de otro. La idea casi le
producía asco.
…25…
Luego de firmar los papeles que le
permitían recibir al fin su herencia,
Ángela fue a la casa de su madre
para, entre otras cosas, decirle que
ella se encargaría de su
manutención, y quería convenir con
ella acerca de la cantidad de dinero
que se le consignaría mensualmente
para sus gastos y la casa, esperaba
poder avisarle también que iba a
ser mamá, eso tal vez la ablandara
un poco, pues luego del entierro de
Orlando, apenas si le había dirigido
una mirada.
Como siempre, hacía mucho sol y
calor, pero vio que las ventanas
estaban cerradas, así que atravesó
la verja del jardín y llamó a la
puerta. Una de las muchachas le
abrió.
—Señorita…! digo… señora
Ángela—. La saludó la mujer con
una sonrisa al verla.
—Hola, Lou; está mamá?
—Ah, sí, pero ella… no recibe
visitas.
—Dile que soy yo. Tal vez…
—A usted sobre todo… —Ángela
la miró un poco confundida y la
mujer se mordió los labios con
vergüenza—. Nos dio orden de no
dejarla entrar si acaso se aparecía.
—Ah, vaya –susurró Ángela
pretendiendo que aquello no tenía
importancia. Pero la tenía, y mucha
—. Entonces… sólo quería venir a
decirle… —tomó aire para
aclararse—. Dile que no se
preocupe, porque le voy a
consignar mensual dinero en su
cuenta para que no le falte nada, ya
que me dejaron encargada de eso, y
dile… —se llevó una mano al
vientre sonriendo, aunque su
expresión era más bien de tristeza
— dile que va a ser abuela; que me
voy a ir a vivir a Bogotá. Cuando
quiera ir a verme… Doña Beatriz
sabrá cómo localizarme allá…–se
giró para irse, parpadeando
rápidamente para que no le salieran
las lágrimas, pero entonces volvió a
mirar a Lourdes, que había
trabajado con ellos desde hacía
muchos años. Se acercó a ella y la
mujer la abrazó con cariño.
—Es verdad lo del bebé?
—Sí, estoy de siete semanas, más o
menos.
—La felicito mucho, cualquier cosa
que necesite, yo estoy siempre a la
orden, aunque escuché que está con
Anita.
—Sí, Ana ha sido una gran amiga –
miró a la mujer, sus canas, sus
arrugas, y su mirada suave—. Te
voy a extrañar, Lou.
—Y nosotras a usted, señorita
Ángela. Felicitaciones otra vez por
el bebé, que la virgencita me la
bendiga y me la prospere donde
quiera que esté –rogó la mujer,
mientras le hacía a Ángela en el
pecho la señal de la cruz, y Ángela
no lo pudo soportar, así que la
volvió a abrazar y esta vez dejó que
las lágrimas corrieran.
—Gracias, Lou… cómo me hubiese
gustado que esa bendición me la
hubiese dado…
No pudo continuar, un nudo en la
garganta le impidió seguir
hablando. Ella no había matado a su
padre! Cuándo lo iba a entender su
Eugenia? Y cómo era posible que
ese hombre violento y malo le
importara más que ella?
Dio media vuelta y salió de los
predios de la casa de sus padres. Se
giró a mirarla, y encontró
fácilmente la ventana que
pertenecía a su antigua habitación, y
desde la cual había soñado con
salir y conocer el mundo. Bien,
pues ahora ella estaba afuera de esa
prisión, y nada la detendría. Libre,
completamente libre al fin.
Dio la espalda a la casa y se
encaminó hacia la de Beatriz
pensando en que aún llevaba unos
cuantos grilletes, pero esos le
pesaban más en el corazón.
Luego de visitar a Beatriz, y las
lágrimas de despedidas y los
consejos para la etapa de embarazo
que le esperaba, volvió a casa de
Ana, quien había recogido junto con
los niños sus pocas pertenencias; ya
tenían todo listo para su viaje a
Bogotá.
Habían repartido entre los vecinos
los objetos que aún funcionaban o
tenían algún valor, también
entregaron las llaves de la casa a
una madre de cinco niños que no
tenía un hogar, y se habían ido del
pueblo divididos en dos taxis
expresamente traídos desde Bogotá
para la labor. Al llegar a la ciudad,
Eloísa los guió hasta la casa que
recientemente Ángela había
comprado. Ángela bajó del taxi y la
miró, blanca, de dos niveles y un
jardín deslumbrante. Seguidamente
les presentaron a don Alirio, el
jardinero, y a doña Blanquita, la
cocinera. La casa tenía siete
habitaciones, cuatro baños, desván,
sala de desayuno, sala de lectura,
un despacho privado, un mini bar, y
una enorme cocina. Los niños
miraron alrededor un tanto
cohibidos, pero Ángela les dio un
empujoncito para que fueran y
exploraran.
—Tienes buen gusto –le dijo
Ángela a Eloísa.
—Claro que sí. Con quién te crees
que tratas?—. Ángela sólo sonrió
mirando el alto techo y los amplios
ventanales que daban al jardín.
Aquí empezaba su nueva vida.
El tiempo comenzó a transcurrir.
Ana tardó un poco en adaptarse,
pero por el bien de los niños, que
inmediatamente fueron matriculados
en un colegio privado, lo hizo. En
algunos momentos sentía estar
viviendo un sueño, o una vida
ajena, y le costó un poco aceptar
que ella podía sentarse en los
muebles, que podía abrir la nevera
y tomar algo y consumirlo.
Fue una terapia en conjunto.
Poco a poco fueron amoblando la
casa. Luego ya se hizo normal que
los chicos se sintieran con libertad
de jugar en el jardín, hacer las
tareas en la biblioteca que se fue
formando, invitar a compañeros de
estudios un domingo por la tarde.
—Ángela… —susurró una vez Ana,
a sus espaldas, mientras ella estaba
concentrada en algo en un pequeño
portátil. Se había interesado mucho
últimamente en aprender todo lo
relacionado con las telas y sus
estampados. Había desarrollado el
hobbie, y ahora quería saber cómo
era aquella tarea en el sector
industrial.
No tenía necesidad de iniciar un
nuevo negocio, pues todo su dinero
estaba funcionando y produciendo
ya en los diferentes negocios que su
padre había manejado en el pasado.
Tuvo que deshacerse de muchos de
ellos, cosas problemáticas tales
como bares, y otros sitios de
dudoso manejo, pues no se sentía ni
con el tiempo ni con el ánimo para
encargarse, pero eso había llevado
a que ahora tenía mucho efectivo en
los bancos. Tenía que hacer algo.
Se giró a mirar a su amiga, que se
retorcía las manos de pie tras ella.
Frunció el ceño. Esa actitud
denotaba nervios.
—Pasa algo?
—Pues no. Es que… —se rascó
detrás de la oreja, y Ángela se
movió en su silla con cuidado; ya
tenía seis meses de embarazo—. Es
que me da vergüenza decírtelo; has
hecho tanto por mí y mis
hermanos…
—Te dije que si me volvías a
agradecer me enojaría.
—No, no pensaba agradecerte…
antes por el contrario. Quería
pedirte más—. Eso picó su
curiosidad. Ana pidiendo? Pronto
volarían los cerdos.
—Y qué sería?
—Quiero estudiar –Ángela la miró
fijamente a los ojos. Había pensado
en proponérselo, pero que fuera su
propia iniciativa era mucho mejor.
Ella misma quería hacerlo, pero era
consciente de que tendría que
esperar un poco—. Quiero terminar
el bachillerato. Ya sabes que tuve
que ponerme a trabajar y…
—Sí, lo sé, y me parece una
excelente idea.
—Pero no quiero ser una carga más
para ti.
—Ana…
—Porque luego quiero seguir con la
universidad –la interrumpió Ana, y
Ángela se mostró realmente
sorprendida esta vez.
Y así fue como Ana inició sus
estudios. En varias ocasiones Silvia
y Paula tuvieron que ayudarla con
algunas tareas, pero Ana no se
avergonzaba y fue paciente. Ángela
pensaba en lo irónico que era que
con el dinero de Orlando Riveros
Ana y su familia estuviera saliendo
adelante, cuando este lo que se
propuso en vida fue destruirlos. Y
les pagaría la universidad a todos si
Ana lo permitía, sólo para hacer
que su padre se revolcara un poco
más en su tumba.
Tenía mucho dinero ahora. Recibía
una fuerte cantidad mensual como
regalías de los diferentes negocios
de su padre, que a veces no daba
para gastar, y ya le habían llegado
sugerencias de los distintos bancos
para invertir en diferentes tipos de
negocios. En la primera navidad
que pasaron en aquella casa, los
regalos de estos fueron descarados
y descomunales: televisores de
pantalla ultra plana de cuarenta y
siete pulgadas, IPads, y todo tipo de
juguete electrónico caro. No podía
más que reírse.
Miguel había dejado de acosarla.
Tal vez porque él se había quedado
en Trinidad, o tal vez porque el
saber que tendría un hijo de su
antiguo amigo lo ahuyentaba, pero
no había vuelto a llamarla ni a
invitarla a salir. A ella eso le venía
perfecto. Quizá se había enterado
de que había recibido dinero como
herencia de su padre, pero ni por
eso la buscaba.
Mejor, había pensado Ángela.
Luego de que Juan José le firmara
el papel del divorcio delante de
Miguel y de todo un restaurante, lo
último que quería era un vestigio de
su vida pasada con él, y Miguel se
lo recordaría demasiado.
Había temido que quizá Eloísa
recibiera la visita de alguno de sus
amigos para preguntarle por su
paradero, pues ellos sabían su
teléfono y su dirección, pero no
había sido así. Se habían
desentendido completamente de
ellas. Pero claro, qué esperaba?
Pronto llegó la época en que apenas
si se podía mover. Carolina, como
había decidido llamar a su bebé,
estaba próxima a nacer, y entre los
hermanos de Ana, y ella misma, se
habían empeñado en que reposara
el mayor tiempo posible. Pero ella
no quería reposar, quería tener la
mente activa. Era eso o anegarse en
recuerdos de Juan José.
Y odiaba las noches. De día se
distraía en las mil cosas que tenía
que hacer: encargarse de los
negocios, o en su defecto, estar al
tanto de los manejos que de éstos
hacían los que su padre había
dejado a cargo y que a ella le
parecían de confianza; Sustituir a
los que no; preparar la futura
habitación de Carolina, su ropa y
sus cosas; ayudar en los
quehaceres, las tareas de los
chicos, el manejo de la casa…
Por la noche era otra cosa. Se había
prohibido llorar desde que leyera
en un artículo que para los bebés en
gestación no era sano, pero de eso
tenía ganas cada noche.
Por qué había firmado así? Tan
pronto? Por qué no la había
llamado aparte, para preguntarle
por qué lo hacía? Ella entonces le
habría explicado que lo vio besarse
con Valentina, y luego en un
periódico con su novia; así, si él
tenía una explicación plausible ella
lo escucharía, le creería, si no,
entonces se separarían sin dudas,
sin más preguntas. Pero no, él había
firmado y ya, y luego hasta la había
felicitado, tal como había hecho el
día de la boda en aquella iglesia.
Al parecer, él también había estado
deseando el divorcio, y todas esas
mentiras que le dijera la noche que
le dio el anillo y la embarazó, no
fue más que eso: mentiras.
Sonreía con tristeza al recordar que
había estado tan preocupada por la
salud de Juan José, y la
inestabilidad en la que ambos
estaban que había sido impuntual
tomándose las píldoras
anticonceptivas, lo que había
provocado el embarazo. Tal vez
debía decírselo, Carolina merecía
tener un padre, pero aún no. Aún no
se sentía lo suficientemente fuerte
como para ir a buscarlo.
Aunque, de todos modos, a dónde
lo buscaría? Ni siquiera sabía
dónde vivía. Sólo sabía que su
hermano se llamaba Carlos, y que
tenía una madre esnob.
Eso, el no saber nada de él, ni de su
vida, ni de su familia, la llenaba de
rencor, y volvía a felicitarse a sí
misma por haberse divorciado.
Pero las noches se hacían
demasiado largas, aún soñaba con
él, aún su cuerpo lo anhelaba, así,
embarazada y todo.
Dónde estaría? Qué estaría
haciendo? Estaría ya casado con
Valentina?
Y por eso odiaba las noches. Por
las mil preguntas, por el anhelo, por
la soledad.

Un año después de que firmara la


carta de divorcio de Ángela, Juan
José volvió al país. Había pasado
en el exterior todo ese tiempo
haciendo dos cosas: una
especialización que necesitaba para
empezar su proyecto junto a Fabián,
y más terapias a su pierna. Ya
podía andar sin bastón, y según la
hermosa fisioterapeuta que lo había
atendido todo ese tiempo, pronto
perdería la cojera. Una operación
más y listo.
Mateo y Carlos habían removido
cielo y tierra, pero no habían
encontrado al culpable de su
accidente, ni al que lo había herido
después. Luego, tuvo que pedirles
que desistieran, él había dejado
todo eso atrás; sólo quería olvidar.
En algún momento había pensado en
volver a Trinidad y preguntarle a
Ángela por qué se había ido con
Miguel, por qué lo había preferido
a él, y por qué no le había dicho
nada la última vez que se vieron,
dejando que él le entregara el
anillo, dejándole prometerle el
cielo y la tierra, cuando estaba
visto que ella ya tenía planeado
cambiarlo por otro. Si se
divorciaba, aun sabiendo que su
padre probablemente la golpearía
por ello, era que ya tenía el apoyo
de otra persona, el apoyo de
Miguel.
Todo encajaba, y él no había tenido
otra salida más que intentar olvidar.
Pero no había podido. Pepito seguía
siendo fiel, y ya llevaba un año sin
tocar a una mujer. Lo había
achacado al cansancio que le traía
su pierna enferma, a que había
estado tan ocupado que ni se había
acordado del asunto, pero en algún
momento tuvo que admitirlo: él
seguía enamorado de Ángela.
La primera vez que se enamoraba, y
mira lo que había pasado. Había
alguien con peor suerte? Quizá le
estaba bien empleado. Él había roto
el corazón de más de una mujer en
muchas ocasiones.
Era el karma.
Caminó hacia la zona de parking
del aeropuerto arrastrando su
maleta y esquivando a la multitud
de viajeros que a esa hora atestaban
el aeropuerto. Fabián le había
prometido ir a recogerlo, pero el
vuelo se había adelantado media
hora, así que era probable que no
estuviera allí.
—Juan José Soler! –Exclamó
alguien a su lado, y le puso una
mano en el hombro. Él se giró a
mirar quién era, y se sorprendió al
verlo. Era Julio Vega, el alcalde de
Trinidad.
—Alcalde! Vaya sorpresa!
—Ex alcalde, ahora soy
congresista. Y sorpresa la mía; tú y
Ángela se desaparecieron de un
momento a otro. Nos olvidaron por
completo.
—Nos desaparecimos?
—Sí, no hemos visto más a Ángela
desde esa vez que fue a la casa a
despedirse. –Juan José sonrió
confundido, pero no dijo nada—.
Negocios o placer? –preguntó el
congresista mirando su maleta.
—Ni uno ni otro. Estaba estudiando
en el exterior.
—Ah, vaya –Julio parecía un poco
desubicado, pues eso indicaba que
había dejado sola a Ángela, donde
quiera que ella estuviese. Ignoraba
todo lo que había sucedido entre los
dos, aunque, ahora que llegara a
casa, le iba a hacer unas cuantas
preguntas a su mujer, ella debía
saberlo todo.
En el momento llegó Fabián, que se
acercó a él sonriente. Juan José le
dio la mano entonces a Julio Vega
despidiéndose.
—Bueno, yo me voy ya. Salude muy
queridamente de mi parte a Orlando
Riveros.
Julio borró la sonrisa que tenía en
el rostro, le apretó la mano y no se
la soltó, lo que obligó a Juan José a
girarse a mirarlo con una pregunta
en los ojos.
—Orlando Riveros lleva muerto un
año –le dijo, soltó su mano, como si
le reprochara algo, y se subió a un
automóvil negro, cuya puerta había
sido mantenida abierta por un
hombre con saco, corbata y lentes
de sol negros.
Juan José se quedó allí, pasmado,
hasta que llegó Fabián a su lado,
que lo abrazó palmeándole la
espalda y dándole la bienvenida.
—Quién era ese que te hablaba?
—Julio Vega, el ex alcalde de
Trinidad.
—Vaya suerte—. Juan José miró a
su amigo un momento, parpadeó un
poco y dijo:
—Sabías que Orlando Riveros, el
padre de Ángela, murió hace un
año?
—No, no tenía ni idea.
—Ni yo.
—Eso fue al tiempo que tu
divorcio, entonces.
Juan José asintió. Tomó la maleta y
la arrastró hasta el baúl del carro
de Fabián, iba pensativo. Qué había
sido de Ángela entonces? Si lo que
Julio decía era cierto, entonces ella
también se había ido de Trinidad. A
dónde?
A dónde más? Le respondió una
vocecita en su cabeza, a cualquier
lugar, junto a Miguel. Ella ya no
está desamparada.
Tal vez no, pero eso no evitó que se
preguntara dónde y cómo estaba.
Carlos Eduardo Soler salió del
restaurante intentando disimular su
desánimo. Acababa de tener otra
entrevista fallida; otro posible
socio inversor que se le iba, otro
que se reusaba a invertir su dinero
en su empresa. Llevaba un año
buscando, entrevistándose con
personas, parejas, viejos amigos de
su padre, pero ninguno se animaba.
Metió una de sus manos en el
bolsillo, mientras con la otra
sujetaba su maletín, donde tenía un
sinfín de papeles que demostraban
que en los últimos cinco años su
empresa no sólo había salido de la
enorme deuda en la que había
estado, sino que además había ido
creciendo. Lentamente, pero lo
había hecho. Tal vez esas personas
pensaban que su empresa estaba
destinada a quebrar, a pesar de que
les mostraba los índices de
recuperación de los últimos años, a
pesar de que había demostrado que
él era trabajador, y confiable, y
todo lo demás.
Una mujer pasó casi al frente suyo y
algo en ella atrajo su atención, tal
vez era la cabellera castaño oscuro
y larga hasta la cintura, tal vez era
su manera de andar, o algo, pero le
hizo girar la cabeza.
La mujer alzó su mano y detuvo un
autobús, sin darse cuenta de que él
la observaba. La había visto en
algún lugar, esa nariz, ese tono de
piel…
Era como un recuerdo que iba y
venía, pero no se quedaba lo
suficiente en su mente como para
capturarlo. Se estaba volviendo
loco. Él no conocía mujeres que
andaban en bus, a menos que esa
fuera una antigua secretaria de su
empresa, o una muchacha del
servicio en su casa y que ahora
volvía a ver.
Caminó hacia el parqueadero donde
había dejado su auto, y de repente
se detuvo. Había visto esa mujer,
morena y de cabello largo, con
nariz respingona, en el hospital,
cuando Juan José tuvo el accidente
en Trinidad. Había venido con otras
dos, una de ojos grises, y otra alta y
castaña.
Al parecer ahora estaba viviendo
aquí, en Bogotá.
Cuando llegó a casa, encontró a
Juan José sacando maletas y cajas
con sus objetos personales de su
habitación. Dos mujeres del
servicio lo ayudaban. Se acercó a
él y lo saludó; hacía un año no se
veían.
—Te ves mucho mejor –le dijo,
señalando su pierna y sonriendo.
—Sí, mucho mejor. Nunca podré
jugar fútbol, pero ya no necesitaré
el bastón.
—Eso está bien. Te vas?
—Me voy.
—Pero si acabas de llegar—. Juan
José se detuvo en su tarea de
recoger papeles y lo miró.
—No esperarás a que me quede a
vivir aquí por siempre.
—A mí no me molesta. Esta
también es tu casa.
—No nos digamos mentiras,
Carlos. Esta es tu casa y la de
mamá, que por cierto, aún no me
perdona que le haya terminado a
Valentina. Ni eso, ni muchas cosas
más, como que haya nacido, por
ejemplo—. Carlos miró a su
hermano con un poco de tristeza.
—Hablaste con ella?
—Ah, sí, me dejó saludarla.
—Y… ya tienes a dónde ir?
—Desde antes de irme a estudiar
tenía a dónde.
—Alquilaste un apartamento?
—Compré una casa.
—Ah, vaya, no sabía –Juan José le
dirigió una mirada que le hizo
pensar que no sabía muchas,
demasiadas cosas de su hermano.
Carraspeó—. Ahora que me
acuerdo… Vi a una de las
muchachas de Trinidad que te fue a
ver al hospital en la calle, hoy.
Juan José dejó caer unos papeles
que intentaba acomodar en una
carpeta, y Carlos se agachó junto
con él para ayudarlo a recogerlos.
—Ah, sí? –preguntó Juan José con
voz neutra— Qué casualidad.
—Sí, verdad? Tal vez la conozcas,
cabello oscuro, largo…
—Hay muchas mujeres así.
—Ésta es muy bonita…
Juan José terminó de recoger los
papeles, recibió los que su hermano
le tendía, y se puso a hacer
cualquier cosa con tal de no
sostenerle la mirada, ni la
conversación. Carlos sacudió su
cabeza.
—Algún día me contarás quiénes
eran esas mujeres? Una de ellas
estaba realmente preocupada por ti
—. Juan José soltó una risita sin
humor.
—Te lo iba a contar hace un año,
pero ya no tiene caso—. Y luego de
decir aquello, salió de la
habitación. Carlos quedó allí, solo,
pensando en que debía ser algo muy
grave, o muy delicado. Siguió a
Juan José hasta el vestíbulo de la
mansión, y lo vio subir a uno de los
coches de la familia sus escasas
pertenencias.
—Si necesitas ayuda en algo, sólo
dime—. Juan José se giró a mirarlo
sintiendo hoy más que nunca el
abismo que los separaba. Era
consciente de que aquella cháchara
no era más que un esfuerzo de su
parte por acercarse a él, su hermano
menor, pero ese hermano menor se
sentía vacío, demasiado herido y
cansado.
—Gracias, lo tendré en cuenta.
—Juan José –lo llamó Carlos
cuando él hizo el amago de subirse
al coche para irse—. Es en serio…
lo que te acabo de decir. Si
necesitas ayuda, búscame. Soy tu
hermano.
Juan José respiró profundo, se
acercó a él y lo abrazó. Fue un
abrazo corto, pero el primero en
mucho, muchísimo tiempo. Tal vez
la última vez que se habían
abrazado fue cuando niños. Carlos
quiso hacer durar el abrazo, pero
entonces Juan José se desprendió, y
sin mirarlo a la cara, se metió en el
coche.
El conductor puso en marcha el auto
y Juan José se fue. Carlos se metió
ambas manos en los bolsillos
balanceándose en sus pies y
mirando el suelo. Tal vez le habían
hecho demasiado daño él y su
madre, tal vez no se merecía el
cariño de su hermano, había heridas
difíciles de sanar. Pero él lo quería,
y esperaba algún día resarcirle de
todo lo malo.
…26…
—Cómo te fue? –le preguntó
Ángela a Ana, que venía de la calle.
Esta entró a la habitación de
Carolina, desde donde la había
llamado Ángela, y se asomó a la
cunita donde la bebé dormía.
—Muy bien. Ya tengo los horarios
de clase –Contestó Ana sonriendo,
mientras tendía una mano para
acariciar a la bebé sobre su ropita,
pues no se atrevía a hacerlo sobre
la piel, ya que venía de la calle y se
sentía con las manos sucias—. Se
acaba de dormir? –Ángela sonrió
asintiendo.
Carolina tenía casi cinco meses de
nacida, era comelona y con un
temperamento suave; lloraba poco,
aunque cuando se tardaban en darle
de comer se enojaba bastante.
Ángela la había alimentado
exclusivamente de leche materna
hasta hacía un mes, pues luego ya
no fue suficiente para la niña y
tuvieron que complementarle la
alimentación con otras cosas.
Afortunadamente, Ángela producía
leche casi como una vaca, y había
tenido buena provisión para ella.
Ahora le daba ya en menor
cantidad, porque seguía lactando, y
porque era una tarea que le
encantaba hacer.
Carolina, a pesar de sus deseos,
había salido idéntica a su padre.
Rubia y de ojos verdes. Cuando
nació, había salido sin un solo
cabello sobre su cabeza, y tardó
bastante en abrir los ojitos, pero
luego se dio cuenta que ese tono
claro de los ojos no se quedaría
gris, sino que evolucionaría a
verde. Verde avellana, como los de
Juan José, y, recordaba, como los
de la madre de éste.
—De todos modos eres guapa –le
dijo a la niña, pero luego se
arrepintió. Si se parecía a
cualquiera de la familia del padre,
era guapa, y Carolina sería guapa
para ella así hubiese nacido con la
piel verde, como la de Shrek.
Carolina le llenaba completamente
los días, pero no se quejaba; estar
concentrada en esa personita que
dormía en su cuna le hacía feliz, la
llenaba, le daba consuelo. Se había
prometido criar a su hija de un
modo muy diferente a como la
habían criado a ella. Le diría a
Carolina lo guapa e inteligente que
era a diario, le haría saber que era
su princesa, su tesoro, le daría todo
su amor. Y cuando llegara la edad
adolescente y se pusiera difícil,
entonces la regañaría, le daría lata,
y quizá hasta la castigaría, pero
nunca, nunca, como habían hecho
sus padres con ella.
Ana sonrió a su lado mirando a la
niña dormir.
—Me parece a mí que estamos
siendo demasiado contemplativos
con esta bribona –se quejó Ángela
—. Entre tú, los niños y Eloísa me
la están malcriando.
—No seas tonta, es una bebé,
merece todos los mimos.
—Se los merece, pero si seguimos
así no le haremos ningún bien—.
Ana se inclinó y le besó uno de los
piecitos forrados en su mediecita
rosada, y junto a Ángela, salió de la
habitación.
—Entonces, conoces ya los
nombres de tus profesores? –le
preguntó Ángela mientras se
dirigían a la zona de ropas de la
casa donde la esperaba un montón
de ropa de Carolina por ser
recogida y doblada.
—Sí, y sus oficinas. También
averigüé para Silvia. Le traje
varios catálogos de las diferentes
carreras para ver cuál le entusiasma
más.
—Eso es perfecto, ya tiene
dieciséis años, y es bueno que tome
la carrera en cuanto termine el
bachillerato, que será en nada.
Ana sonrió incapaz de mostrar el
agradecimiento que sentía en ese
momento. Ángela prácticamente los
había salvado del hambre y la
miseria a ella y a sus hermanos.
Hasta que ella había llegado a su
casa pidiendo alojamiento con su
par de maletas aquella vez, se
habían estado alimentando de las
empanadas que sobraban, de lo
poco que podían conseguir con las
monedas que ganaban, y vistiendo
harapos ya tan viejos que no
merecían la pena ser remendados, y
que sin embargo, remendaban.
Cuando le llegó su herencia, no
había querido ni oír hablar acerca
de dejarlos solos en Trinidad. Se
había puesto terca con el tema,
hasta fingió que le dolía el vientre
con tal de que Ana capitulara, y lo
había conseguido. Luego le había
admitido olímpicamente que no le
dolía nada, y que la había
manipulado.
Pero había sido lo mejor.
Ángela se hacía cargo del estudio
de todos y cada uno, y no era en un
colegio cualquiera, sino en uno
pago, de esos campestres donde van
los hijos de los ricos, donde
almorzaban y no regresaban sino
hasta entrada la tarde. Sus hermanos
habían requerido tutores privados
para ponerse al mismo nivel que
sus compañeros en inglés y
matemáticas, pero afortunadamente
habían dado la talla y ahora
sacaban muy buenas calificaciones.
Ana, por su parte, había logrado
terminar el bachillerato, y ahora, tal
y como se lo había propuesto,
estaba aspirando a una universidad.
Miró a Ángela que no admitía
agradecimientos, que si le dijera en
ese momento lo mucho que le debía,
le contestaría con una severa
mirada y diciéndole que ella la
había salvado en el pasado en
demasiadas ocasiones aun a riesgo
de sufrir el mismo destino.
Tal vez fuera cierto, pero ella de
verdad estaba agradecida. En ese
momento el corazón le bulló de
felicidad, de un sentimiento que ella
conocía bien: era lo que sentía por
sus hermanos. No había lazo de
sangre que la hiciera sentir más
unida a la mujer que estaba de pie a
su lado recogiendo y doblando la
ropa de su hija.
Siguieron hablando de las carreras
y los requisitos que se necesitaban.
De Carolina, que tenía más ropa
que ellas dos juntas, de mil cosas
que llenaban sus vidas a diario.
Ángela anunció que Eloísa vendría
a cenar esa noche, y empezaron a
planificar qué harían de cena. Todo
muy normal.

Juan José llegó a su casa. A la casa


que había planeado compartir con
Ángela hacía un año. Estaba vacía,
sin muebles ni cortinas, ni un solo
vaso en el que servirse agua.
Se paseó por los espacios vacíos
recordando que Mateo se la había
conseguido de cinco habitaciones y
había instalado una enorme bañera
en el baño de la habitación
principal para que la disfrutara con
su entonces esposa.
Tantos recuerdos no elaborados,
tantos planes no realizados.
Miró por la ventana hacia el jardín.
No tenía piscina, porque el
presupuesto no alcanzaba, pero sí
tenía un enorme jardín, con
senderos que podían ser transitados
en bicicleta por un niño. Incluso
tenía una caseta para perro, por si
se les antojaba tener uno.
Cuántos momentos no vividos.
Se preguntaba si algún día volvería
a la normalidad, si algún día podría
volver a hacer planes, si algún día
podría volver a enamorarse. Cerró
sus ojos y pensó en Ángela, en ella
compartiendo su risa, sentada a la
mesa desayunando junto a él,
observándolo dibujar algo, o trazar
una línea en sus planos. En Ángela
frente a las personas de Trinidad
pidiéndoles que dejaran a los
obreros trabajar, que confiaran en
él. En ella besándolo, gimiendo por
él.
Qué había sucedido? Qué había
hecho Miguel?
En aquel entonces, le había pedido
a Mateo que le avisara a Eloísa de
su segundo accidente, pero al
parecer, no le había importado,
pues no fue a verlo ni una vez.
Cómo había cambiado tanto en tan
poco tiempo? Y, cómo podía ser
que él aún la amara?
Se giró, mirando hacia el interior
de la casa y se dio golpecitos en la
cabeza con la pared. Siempre que
pensaba en ella terminaba con un
dolor sordo en todo su cuerpo que
en muchas ocasiones se tradujo en
lágrimas. Odiaba admitirlo, pero a
veces estaba estudiando, planeando
su paso a seguir para olvidar, y se
descubría a sí mismo añorando a su
mujer, pensando en ella.
Estaba enfermo, acaso? Cómo era
posible que alguien como él fuera
capaz de amar de esa manera? Ella
lo había seducido, lo había
obligado a amarla, y luego lo había
dejado, así, sin ninguna
explicación. Se había abandonado
al destino, y éste le había
respondido con una patada en el
pecho.
Y en las pelotas, porque también
allí dolía.
Respiró profundo y salió de nuevo
de la casa. Debía comprar una
cama, colchón y sábanas para
dormir. No tenía muebles, pero ya
los compraría más adelante. Le
daba una pereza terrible tener que
pensar en la decoración, sobre todo
porque era algo que tendría que
hacer solo, pero ya lo haría más
adelante; por ahora, lo importante
era un sitio donde dormir.

—En cuanto nuestro negocio


empiece a rendir frutos, me
compraré un carro –prometió Juan
José—. Estoy cansado de andar en
taxi o depender de otros.
Fabián y Mateo lo miraron con una
sonrisa en el rostro. Se hallaban en
el bar de siempre, celebrando que
ya habían iniciado con la
constructora Soler & Magliani, y
que a pesar del poco tiempo, ya
tenían su primer contrato. El cliente
era el mismo Mateo, pero eso no
importaba.
Ahora, Mateo había sido ascendido
por su propio padre y le había dado
una responsabilidad y participación
mayor en sus empresas. Fabián y
Juan José solían decirle que lo
envidiaban por su padre, y Mateo
sólo se alzaba de hombros diciendo
que no se notaba mucho cuando
todo el tiempo era así. Diego
Aguilar, el padre de Mateo, era,
como mucho, el mejor padre que
cualquiera de ellos había conocido.
Se había quedado solo luego de la
muerte de Paloma, la madre de
Mateo, y se había hecho cargo
personalmente de la educación de
sus hijos, él y Sarah, la hermana
menor de Mateo que llevaba ya
cuatro años en el exterior.
Idolatraba a su hijo, aunque no le
ponía fácil las cosas, Diego quería
que su Mateo aprendiera las artes
de las finanzas con experiencia, y
su camino había sido largo, y un
pelín difícil, pero su padre tenía
razón, era el mejor método de
enseñanza.
Siguieron hablando de planes y
cosas. Juan José contaba que en
días pasados había comprado una
cama y un juego de platos y vasos
para usar en su nueva casa. Mateo
hizo una mueca al pensar en la
soledad que estaba viviendo su
amigo y que intentaba disimular.
Era testigo de lo solo que se había
mantenido desde que Ángela lo
había dejado y sospechaba que
cuando estuvo en el exterior no fue
diferente.
Un movimiento a su derecha atrajo
su atención. Unas piernas, unas
increíbles piernas que creía haber
visto antes. La dueña de esas
piernas se metió en el baño de
hombres, y casi impulsado por un
resorte, se puso en pie.
—Voy al baño –dijo, y
desapareció.
Juan José y Fabián se miraron el
uno al otro con las cejas alzadas y
se echaron a reír.
Mateo entró al baño de hombres y
encontró a la mujer metiéndose
furtivamente a uno de los retretes.
Era común que algunas más osadas
prefirieran el baño de hombres, ya
que el de mujeres siempre estaba
atestado. Esperó a la mujer
recostado a la mesa de lavabos,
dándole la espalda al espejo.
Cuando la chica salió y lo vio, se
mostró claramente sorprendida.
—Cuánto tiempo sin verte…
Eloísa?
Eloísa se quedó de piedra,
mirándolo allí, alto y acuerpado,
vestido con una camisa negra con
los puños doblados hasta los
antebrazos y desabrochada dejando
entrever una fina cadena de oro
sobre un pecho velludo. Parecía
que no se enteraba que la moda era
afeitarse.
—Qué… placer –dijo, pero su tono
indicaba que no era tan placentero
encontrárselo. Si bien era un tipo
guapo, moreno y alto, y además
sólo lo había visto un par de veces
en el pasado sin que le diera
motivos específicos para odiarlo,
era amigo de Juan José, el hombre
que le había destrozado la vida a su
amiga, y Eloísa consideraba que
ella y sus amigas eran algo así
como una mafia: te odiaba una, te
odiaban todas.
—No tienes nada que decir?
—El baño de mujeres está muy
lleno.
—No me refiero a eso.
—Entonces no sé qué quieres decir
–esquivó ella, intentando salir, pero
entonces él se movió muy ágilmente
y le bloqueó el paso. Quedaron
nariz con nariz, aunque Eloísa, a
pesar de su metro setenta y cinco
tenía que elevar bastante el rostro
para mirarlo fijamente a los ojos, y
estando así no pudo evitar sentir su
aroma. Algo maderable, esencias,
se metió por su nariz y la llenó al
completo. Qué bien olía el
condenado.
—Le dijiste a Ángela lo que te pedí
aquella vez?
—Qué cosa?
—Dejé una nota en tu edificio, mil
mensajes de voz en tu móvil; el
mensaje decía que Juan José
necesitaba a Ángela, que había sido
internado en la clínica nuevamente
—. Eloísa se echó a reír enseñando
sus blancos y perfectos dientes.
—Tú y tus amigos han debido
divertirse mucho elaborando
mentiras de ese tipo, como si no
supiera yo que mientras un Juan
José sufría convaleciente en una
clínica, el otro se pavoneaba
contigo en fiestas y soirées. Juan
José tiene un hermano gemelo?
—De qué hablas?
—Que me dejes pasar, o empezaré
a gritar que me estás acosando.
—Quieres que te acose de verdad?
–amenazó él en un susurro,
haciéndola retroceder mientras se
le acercaba más.
—No te atrevas.
—Tienes miedo? Tú? La amiga
avispada de Ángela?
—No seas ridículo.
—Dónde está ella?
—Qué te importa?
—Está aquí, en Bogotá? Contigo?
—Como si te fuera a contestar –se
detuvo cuando sintió su cadera
chocar con los lavabos, él la había
hecho retroceder hasta allí y aun así
lo tenía a pocos centímetros.
—Por qué son todas iguales? Por
qué se van siempre con el más a
mano, con el mejor postor? Por qué
creyó tu amiga que con Miguel le
iría mejor?
—Cómo sabes…?
—Ah, entonces es cierto?
—No como tú te lo imaginas.
—Y cómo me lo imagino yo,
Eloísa?
—Déjame ir… Mateo? Fabián?
Cuál eres? –eso lo molestó, que no
supiera si era uno u otro le hizo
apretar los dientes. Él sí que la
había recordado, la había visto por
primera vez en casa de su amigo en
Trinidad, y aunque ella apenas si lo
miró, él sí que había retenido en su
memoria su largo cabello castaño, y
sus también largas piernas.
—Al menos recuerdas nuestros
nombres.
—Ah, di con ellos? Inteligente que
soy yo.
—Sí, veo que no eres nada tonta.
—Ahora, me dejas ir? Tengo a mi
novio esperando af… —no terminó
la frase. Mateo se había inclinado a
ella y prácticamente enterró su nariz
en su cuello, la aspiraba como si
ella expeliera algún exquisito
néctar.
Cerró sus ojos. Dios! Qué
sensación más… espectacular! Él
no la estaba tocando en ninguna
parte del cuerpo, y sin embargo se
estaba sintiendo totalmente poseída.
Su cuerpo reaccionó
inmediatamente, y sintió una extraña
corriente de calor que iniciaba en
alguna parte de su vientre, se
concentraba en sus zonas sensibles,
y la recorría por cada punta de su
cuerpo. La respiración se le agitó, y
el corazón le bombeaba en el pecho
en una loca carrera. Luego de unos
instantes, él levantó el rostro y la
miró, y Ángela por primera vez
tuvo miedo de un hombre. No
miedo a que le fuera a hacer daño,
sino miedo a caer ante él, a rendirse
por primera vez. Los oscuros ojos
de Mateo prometían y escondían
secretos igualmente oscuros y
densos. Como si de repente cayera
en cuenta de lo que había estado
haciendo, Mateo parpadeó y se
alejó de ella.
—Salúdame a tu amiga –dijo, con
voz muy sosegada, como si no le
hubiese alterado para nada el
tenerla tan cerca—, dile que muy
chévere eso que le hizo a Juanjo.
Que la recordaremos siempre.
—Ah, ella lo recordará también, no
te preocupes –pero su actitud no se
correspondía con sus palabras
desafiantes, pues inmediatamente
las dijo, huyó del baño.
Mateo se apoyó en los lavabos con
ambas manos y dejó caer su cabeza
casi sobre su pecho. Qué era
aquello? Qué había sido? El cuerpo
le vibraba!
Abrió la llave del agua de uno de
los lavabos y se echó agua fría en la
cara. Necesitaba ponerse de nuevo
bajo control antes de volver a la
mesa de sus amigos.

Eloísa volvió a su mesa, pero no


fue capaz de participar de nuevo en
la despreocupada conversación que
sostenían sus compañeros de
carrera. Inconscientemente, lo
buscaba, pero alguien como él
debía estar en la zona vip de ese
bar, o algo por el estilo.
El baño, él debió verla cuando iba
al baño, así que empezó a buscar
por las zonas desde las cuales se
viera el acceso a estos.
Los encontró en una pequeña mesa
circular de la zona vip, con
diferentes tipos de licores servidos
y hablando muy amenamente. Allí
estaba Juan José, sosteniendo un
vaso con una bebida negra
sonriendo y charlando como si todo
en la vida le fuera perfecto y
compadeciera a los demás por no
ser él. Miró a su alrededor, pero no
vio ni muleta ni bastón. Claro, ya
estaba muy recuperado.
No podía contarle a Ángela que lo
había visto, su amiga se
transformaba cada vez que alguien
mencionaba a Juan José, o su
pasado con él. Estaba segura de que
si no se había hundido en la
depresión era porque tenía a
Carolina; la niña era quien le daba
fuerza para seguir adelante, y al
parecer, el padre de la misma,
llevaba su vida muy normalmente,
como antes de conocerla.
Miró al hombre con la camisa
negra, que parecía muy relajado en
su mueble. La zona vip tenía
mejores sillas, y atención más
especializada, y se dio cuenta que
alrededor de los tres rondaban
como moscas muchas mujeres
hermosas; llegaban, los saludaban,
les ponían conversación, pero al
parecer ninguna era invitada a
quedarse.
Claro, hombres como él se daban el
lujo de menospreciar a la gente.
—Qué tanto miras? –le preguntó
Felipe, uno de los que le
acompañaban esa noche— estás
con la mirada perdida en la zona de
los ricos, tanto quieres ir allí?
—Ninguno de los aquí presentes se
puede decir que es pobre –contestó
Eloísa mirando uno a uno los que
estaban sentados con ella en la
mesa—. Qué tiene esa zona de
especial?
—Es que esa zona, cariño –le
respondió Pilar, una mujer delgada
y con el cabello largo y abundante
—, es la zona de los ricos de
verdad—verdad. Nosotros nos
podemos permitir los tragos que se
sirven aquí, pero no somos clientes
habituales, ni somos dueños de la
mitad del país, ni somos socios de
aquí, ni nada de eso.
—Quiere decir que ellos sí?
—Para estar en esa zona necesitas
una de tres: ser la hija del dueño,
ser el dueño, o la invitada especial
del dueño. Si no, nanay cucas.
—Qué elitista.
—Pero así se mueve el mundo.
Eloísa miró con rencor a los tres
allí sentados, en especial, al de
negro, que, como si sintiera su
mirada, se giró a ella, haciéndola
sentir incómoda.

—Qué tienes, eh? –Preguntó Fabián


mirando a Mateo mientras
caminaban hacia la zona de Parking
del bar. Esa noche habían salido
más temprano que de costumbre del
sitio—. Estás callado desde que
fuiste “al baño”.
—No fui al baño.
—Ya lo sabíamos.
—Vi… —titubeó un poco,
arrojándole una mirada a Juan José
y preguntándose si sería prudente
decirlo, pero al final, se decidió—.
Vi a Eloísa, la amiga de Ángela.
—Vaya –contestó Fabián echándole
un vistazo también a Juan José, que
estaba muy callado—. Estos días
han sido los días de encontrarse a
gente de Trinidad.
—A quién se encontraron ustedes?
–preguntó Mateo. Fabián guardó un
silencio significativo, para que
contestara Juan José.
—A Julio Vega. El ex alcalde de
Trinidad.
—El papá de Eloísa Vega –
completó Mateo.
—Y es probable que Carlos la haya
visto en la calle –siguió Juan José,
recordando lo que le había dicho su
hermano la mañana que salió de la
mansión.
—A Eloísa?
—No… a Ángela.
—Vaya montón de coincidencias.
—A mí me huele a estiércol –
arguyó Fabián, e incluso arrugó su
nariz.
Juan José no dijo nada, y siguió
avanzando. Fabián se despidió de
ambos y se subió a su coche, Mateo
le señaló el suyo a Juan José para
que subiera con él.
Anduvieron un largo trecho hasta su
casa en silencio, sumidos en sus
pensamientos. De repente, Juan
José lo rompió diciendo:
—Sabes, últimamente tengo
siempre el mismo sueño.
—Ah, sí? Cuál.
—Recuerdas el día del
matrimonio? Íbamos en tu Jeep, y
yo me bajé y corrí por entre los
árboles.
—Ajá –asintió Mateo.
—Sueño que estoy allí de nuevo.
Huyendo entre los árboles.
—No estás durmiendo bien –Juan
José soltó un bufido.
—Dormir bien. Ya olvidé lo que es
eso.
—Quieres ir a Trinidad? –Juan
José lo miró confundido.
—Para qué.
—No sé… para cerrar círculos –
Juan José miró la carretera al frente
sin decir nada.
—Tal vez lo haga. Tal vez vaya y le
prenda fuego al caracolí –Mateo
sonrió mirando a su amigo y
aceleró. Sabía que ahora que la
idea de volver a Trinidad se había
filtrado en su mente, no descansaría
hasta hacerlo.
Esperaba que la terapia de choque
no lo dejara demasiado vuelto
mierda.
…27…
Ángela miró a Eloísa contemplar el
jardín, apoyando la cabeza en una
mano, y con la otra jugueteando con
su teléfono móvil. Estaba muy
callada y pensativa desde hacía
unos días, pero siempre que le
preguntaba salía con evasivas.
—Todo bien? –le preguntó, y
Eloísa se sobresaltó—. Mujer, te
olvidabas de que estoy aquí?
—Perdona, me distraje.
—Ya veo –a Eloísa no se le pasó
por alto la mirada perspicaz de su
amiga.
—Estoy bien.
—No del todo. No me mientas, Eli
–Eloísa respiró profundo—. Van
bien las cosas en la universidad? –
insistió Ángela—. Está bien
Beatriz?
—Todo está perfecto.
—Entonces qué es? –Eloísa la miró
de reojo.
—Se trata de sexo.
—Ah… —Eloísa soltó un bufido
nada femenino.
—La otra noche tuve un encuentro
con Felipe. Ya sabes, está muy
bueno, aunque no tiene mucho en el
cerebro, y… bleh, no sentí nada.
—Llegaron hasta el final?
—No –contestó ella casi con
repulsión—. Al principio yo quería,
sabes, pero cuando llegó el
momento de la verdad… Quedé
como una calienta braguetas—.
Ángela se echó a reír.
—Yo no le veo problema a eso.
—A ser una calienta braguetas?
—No, a no sentir… nada. Es
normal.
—Ah, sí? Yo no creo que sea
normal. Felipe está buenísimo,
sabes? Es limpio y tiene aliento
fresco. Tiene unas piernas y unos
abdominales… lo he visto, es
espectacular, parece un modelo.
—Pero no te gusta.
—Vamos, a quién no le va a gustar?
Casi todas mis compañeras babean
por él.
—Entonces es que no quieres tener
sexo casual con él.
—Claro que quiero! No me
escuchaste? No tiene nada en el
cerebro, para lo que sirve es para
el sexo!
—Pero tú, Eloísa, en tu fuero
interno, no quieres sexo casual…
estás enamorada, Eli?
—Ay, claro que no! –exclamó
Eloísa poniéndose en pie y
caminando por el jardín. Ángela la
siguió mirando en silencio. A
diferencia de ella, Ángela sólo
había estado con un hombre en la
vida, pero sentía que sabía lo
suficiente como para aconsejar a su
amiga, así que le dio espacio, y
esperó. Ella tenía que aclararse—.
Bueno… —siguió Eloísa mirándola
de hito en hito, como si no quisiera
que la leyera claramente— el otro
día me pasó algo rarísimo.
—Ah, sí? Cuéntame.
—Estaba en un bar… con mis
amigos, ya sabes. Fui al baño y…
—Eloísa se pasó adelante todo el
cabello y empezó a peinarlo con los
dedos—. Y me encontré con un
hombre.
—En el baño?
—Bueno, es que me metí al baño de
hombres.
—Eloísa!
—Ay, eso no es lo importante, lo
importante es que… Dios, este
hombre ni me tocó… Angie, y casi
me meo en las bragas!—. Ángela
alzó sus cejas y la miró fijamente.
—Supongo que no fue de susto, ni
miedo –Eloísa simplemente negó—.
Vaya. Y… lo conoces? Es alguien
de la universidad? –Eloísa volvió a
negar.
—Es alguien que me cae mal.
—Por qué?
—Porque va con sus aires de niño
bonito, cabrón y arrogante.
—Niño bonito, cabrón, arrogante…
Tiene muchas facetas—. Eloísa
simplemente se alzó de hombros—.
Pero tiene un punto, él.
—Ah, sí? Por qué?
—Porque te despertó—. Eloísa la
miró fijamente, con temor de que
aquello fuera verdad. No podía ser.
No podía ser que el hombre que al
fin despertara su cuerpo luego de lo
que había pasado con su primer
novio, fuera precisamente el mejor
amigo del idiota que le destrozó la
vida a su mejor amiga. Eso era alta
traición.
—No, lo único que necesito es
relajarme la próxima vez que esté
con Felipe.
—Eli…
—Relajarme! Fuera mente, fuera
nervios…
—Sólo espero que en ese entonces
no se te meta la imagen del niño
bonito en la cabeza.
—No me ayudas nada, Angie! –
Ángela se echó a reír.

Juan José salió del automóvil en el


que iba ajustándose los lentes de
sol. El auto era de Fabián, que se lo
había prestado ese día para hacer lo
que tenía que hacer.
Trinidad había cambiado.
Julio Vega había tenido razón, la
carretera nueva cambiaría al
pueblo, y así había sido, se veía
más actividad, más comercio.
Cerró la puerta del auto y anduvo
unos cuantos pasos, algunas caras le
eran conocidas, y otros lo miraban
como si lo reconocieran a él. Pero
su idea de venir aquí no era
reencontrarse con amigos, era muy
diferente, así que volvió a entrar al
auto y se encaminó a la casa que
una vez compartiera con Ángela,
pero cuando llegó, la encontró
habitada por otras personas. Qué
habría sucedido con las cosas que
dejó allí antes del accidente? No
era mucho, ni muy importante, sólo
algunos libros, planos, y ropa. Lo
habría guardado Ángela?
Siguió de largo en el carro y llegó
hasta el cementerio, aunque para
llegar allí tuvo que preguntar, pues
nunca había estado en ese lugar.
Volvió a bajar y preguntó al
sepulturero por la tumba de
Orlando Riveros. El hombre le
dirigió una sonrisa a la que le
faltaban varios incisivos.
—Pues en la zona de los ricos,
claro –le dijo, apuntándole con un
dedo una parte donde las tumbas
eran más grandes. Caminó hasta allí
y miró los nombres y las fechas de
las personas que ya reposaban, y
encontró la que buscaba. Tenía unas
flores marchitas, y que sin embargo,
parecían recientes. Claro, su
aniversario había sido hace poco,
alguien debió venir a dejarle flores.
Tal vez era Eugenia, su esposa.
—Sabe cómo murió? –le preguntó
al sepulturero, que pasó por allí con
una escoba en la mano. Cuando el
hombre vio de quién le hablaba, se
acercó más.
—El corazón. Estaba enfermo del
corazón, es lo que oí decir.
—Ah, vaya. Fue una muerte natural,
entonces.
—Pues… sí. Murió rodeado de su
familia –Juan José frunció el ceño.
Estuvo Ángela allí sosteniendo su
mano? La sola imagen era chocante.
Se dio la vuelta y caminó hacia la
salida preguntándose cómo había
cambiado eso la vida de su ex
esposa. Ahora no tenía encima la
opresión de Orlando, y si había
muerto antes de su divorcio, Ángela
había quedado totalmente libre, así
que no había necesitado la
protección de Miguel. Entonces por
qué…
Sacudió su cabeza como siempre
que su mente quería buscar razones
y explicaciones.
Saliendo del cementerio, vio a lo
lejos el caracolí, aquél sitio bendito
y maldito a la vez. Ángela le había
dicho una vez que en la biblioteca
estaban los registros del incendio
sucedido hacía ya casi cien años.
La mujer había dejado de
aparecerse en sus sueños, pero no
la olvidaba. Había comprendido
que ella quería algo con él, lo
buscaba, lo llamaba. Cuando se
había divorciado de Ángela, ella
había desaparecido también. Tenía
eso alguna relación? Era cierta la
leyenda? O era, simplemente, que a
él siempre le había faltado un
tornillo?
Se detuvo en la biblioteca del
pueblo, donde tuvo que pagar por
un carné de acceso, preguntó al
bibliotecario, un anciano delgado y
calvo, pero que se movía con un
exceso de energía y que lo
reconoció al instante como el
ingeniero, acerca de los archivos
del incendio. El hombre lo llevó
hasta una habitación llena de arriba
abajo con estantes que contenían
periódicos viejos.
—Siempre vienen preguntando por
eso, así que lo tenemos separado –
le dijo el anciano, y le pasó una
carpeta donde había recortes de
periódico laminados,
protegiéndolos de la manipulación,
la humedad y el tiempo.
Juan José quedó solo en la sala,
desplegó los distintos recortes y
leyó el titular. Al parecer, el
incendio había sido tan grave, que
había aparecido no sólo en el diario
local, sino en el departamental. El
título rezaba:
INCENDIO EN TRINIDAD COBRA
LA VIDA DE CUATRO ADULTOS
Y UN NIÑO.
En el municipio de Trinidad, la
noche pasada, ocurrió un grave
incendio del que aún no se han
podido establecer las causas. Los
bomberos no lograron llegar a
tiempo desde Yopal, ni de los
municipios cercanos por el mal
estado de las vías, cobrando así la
vida de cinco personas, entre ellos
un niño.
Juan José miró más abajo, y lo que
encontró lo dejó sin aire. Estaba él.
Él! Había fotografías de los cuatro
adultos y del niño víctimas del
incendio, y uno de esos se parecía
demasiado a él. Llevaba bigote, y
era más delgado, pero el parecido
era indiscutible.
“Piensas en mí porque eres mío”
escuchó decir en su mente, y luego:
“Algún día despertarás”.
Cuando terminó de leer la noticia,
se sentía sudoroso y frío.
Era cierto? O definitivamente
estaba loco? Era él ese hombre? O
una versión de él? El parecido era
aterrador, se parecía a él más que
el mismo Carlos, parecía hijo de
Judith! Y la mujer que él veía en
sus sueños, en más de una ocasión
se le había parecido a Ángela.
—Tienes un sentido del humor
bastante extraño –dijo, a nadie en
particular—. Así que te estás
vengando? Yo te dejé en el pasado,
y ahora tú me dejas a mí? Qué
cruel.
Se detuvo cuando vio lo que estaba
haciendo. Creía, creía no sólo en
una leyenda, sino en lo que eso
representaba. La vida los había
vuelto a poner en el mismo pueblo
para cerrar un círculo, tal como
había dicho Mateo.
Sí, bueno, muy místico todo
aquello, pero qué ganaba él con
saberlo? Si era verdad y había
muerto en aquel incendio, él no
tenía la culpa, no? Sólo quiso
salvar a un niño, y al parecer, no
pudo.
Miró la fotografía del niño, y sintió
pesar. La vida se le había acabado
de una manera abrupta por un
incendio.
Salió de la sala de los periódicos y
volvió a la recepción, donde estaba
el bibliotecario.
—Tiene usted más información de
ese incendio? Qué lo provocó…
—Sé lo que sabe todo el mundo,
pero son leyendas. Pasó hace unos
setenta años, sabe? Plena guerra
mundial.
—Escuché que eran cien.
—Cien se oye más bonito que
setenta, así son las leyendas.
—Me la contaría, por favor?
—No me diga que usted cree en
esas cosas.
—Bueno, nunca se sabe. Pero si
está muy ocupado…
—Ocupado? No sabe que ya llegó
el internet a Trinidad? Vaya a la
sala de computadores, allí están
todos lo que podrían venir a
consultar un libro –Juan José sonrió
ante la indignación del
bibliotecario—. En esa época
Trinidad era mucho más pequeño
que ahora –empezó a contar el
anciano—, ni siquiera mil
habitantes, así que las casas que
tenían electricidad eran muy pocas,
las de los ricos, la escuela y el
hospital. Todo muy pobre.
—Dónde fue el incendio?
—En una casa, al parecer fue una
vela, nunca se supo con claridad.
La familia estaba durmiendo, y el
fuego se propagó rápido. En esa
época ni idea de bomberos, estaban
muy lejos, así que el pueblo mismo
se hizo cargo. Murieron cuatro
hombres y un niño.
—Sí, la noticia lo dice.
—Y al parecer, según todos
cuentan, uno de esos hombres, ni
idea cuál, era el amante de una
mujer casada.
—Se tienen registros de ella?
—Nada. Lo que estoy contando a
partir de aquí son chismes.
—Ah, ok.
—Dicen que ella tenía un marido
horrible, y que al perder a su
amante, no pudo soportar el dolor y
se suicidó, tampoco se sabe cómo,
en el caracolí que usted iba a
derribar.
—Pero que no derribé.
—En fin. Mi abuelo decía que
había visto un par de veces a la
mujer. Él trabajaba en el campo, y
traía sus productos por la
madrugada, así que la vio. No era
uno de esos espíritus malos que
atraía a los hombres para hacerlos
perder, como en tantas leyendas;
según mi abuelo, ella simplemente
estaba allí, recostada al tronco del
árbol, como si aún esperara a su
amante.
—Una historia muy triste.
—Sí. Luego empezaron a decir que
su marido era un ogro, que le
pegaba… claro, todo para justificar
su adulterio.
—Usted la ha visto?
—Al espíritu? No, nunca, y
tampoco quiero verlo.
—Su abuelo se la describió alguna
vez?
—Claro, no paraba de hablar de
ella. Hermosa, blanca, de cabello
negro y larguísimo, pero así son
todos los espíritus de todas las
leyendas.
—Sí, eso parece.
—Le sirvió de algo lo que le conté?
Por qué tenía tanta curiosidad? –y
luego abrió grandes sus ojos—.
Usted la vio? –no le dio tiempo a
responder, porque se llevó la mano
a su barbilla en ademán pensativo
—. Qué raro, ella sólo se aparece a
gente del pueblo, es lo que dicen.
—Sí, raro, verdad?
Llenó el registro que el
bibliotecario le exigía y salió de la
Biblioteca respirando profundo.
Bien, he aquí una reencarnación, o
como lo quisieran llamar, de las
dos personas que se perdieron el
uno al otro en el pasado. Si era así,
él no tenía culpa de nada, el hombre
había hecho lo que cualquiera en su
lugar, así que ella no tenía por qué
atormentarlo ahora.
Se echó a reír solo. Aquello era una
locura, totalmente.
—Usted –Escuchó decir a pocos
metros. Se giró y vio a Beatriz, la
esposa del alcalde y madre de
Eloísa, bajarse de un automóvil y
dirigirse a él como si quisiera
arrancarle la piel a tiras con sus
propias uñas—. Qué hace aquí?
Cómo se atreve a volver.
—Señora Vega, qué placer…
—Qué placer ni qué nada! Usted es
una porquería que no merece ni
tocar este pueblo con sus sucios
pies. Qué hace aquí? No me diga
que lo volvieron a llamar para…
—No, vine de mi cuenta.
—Pues lárguese! Luego de lo que le
hizo a Ángela, se atreve a venir a
Trinidad?
—De lo que le hice? Yo a ella?
Señora, no sabe de lo que está
hablando.
—Ah, ahora me va a decir que la
víctima fue usted? No sea tan
descarado! –Juan José miró en
derredor; estaban llamando la
atención.
—Si tiene algo que decirme, será
mejor que entremos a algún lugar.
—Yo con usted ni a la esquina,
señor. Qué, ni se merece el
“señor”. Una lacra es lo que es
usted. Enamora a la niña, se casa
con ella, y luego simplemente
desaparece! Y cuando ni siquiera se
han divorciado, se pavonea con su
amante! Sabe cómo se sintió Ángela
cuando lo vio besarse con esa
fulana? Y luego cuando lo vio en
ese diario? La pobre estuvo
llorando horas enteras!
—Que yo me… de qué me está
hablando?
—Usted! No me venga ahora con
que no sabe nada! Los diarios
sacaron una foto de usted en una
fiesta con su amante, y ella aquí, en
Trinidad, esperándolo!
—Eso es una vulgar mentira,
porque cuando ella estaba aquí en
Trinidad, yo estaba en un hospital a
punto de perder mi pierna! No me
besé con nadie, y mucho menos salí
con nadie! Ni siquiera podía salir
de mi cama! –le gritó, y eso hizo
que al fin Beatriz se callara. Lo
miró fijamente, y luego miró su
pierna.
—No mienta…
—Por qué iba a mentir? Usted me
dice que ella estuvo llorando, pues
no le creo! Le avisé por medio de
mis amigos del accidente que tuve
cuando intenté venir por ella, y no
dio señales de vida, no le importó!
Así que no creo que haya llorado, y
si lloró, no tenía allí el hombro de
Miguel para apoyarse?
—Qué Miguel, el abogado?
—El abogado que la ayudó con los
trámites de divorcio, el mismo!
—Ella y él no tienen nada, cómo se
le ocurre pensar que la niña iba a
hacer eso? Con lo enamorada que
estaba de usted?
—Pues ni tan enamorada, porque la
encontré yo mismo con él en un
restaurante, y…
—Cállese! –gritó Beatriz cuando
vio que la gente se aglomeraba, y
hasta el mismo bibliotecario salía
para ver qué pasaba. Tomó a Juan
José de un brazo y le instó a entrar
al auto.
Juan José hizo caso, se sentía
furioso e iba apretando los dientes.
Beatriz entró a su lado y le pidió al
chofer que conducía que los llevara
a su casa.
Llegaron en pocos minutos, y
Beatriz lo invitó a entrar. Juan José
se encontró frente a la puerta
aquella donde se había encontrado
con Ángela el día que hicieron el
amor por primera vez. Sonrió triste.
Sabía que al venir aquí los
recuerdos lo iban a torturar, lo que
no se imaginó fue que una madre
furiosa lo fuera a atacar. Ahora
tendría que escuchar más de sus
insultos.
Bien, los escucharía y luego se iría.
Sin embargo, la actitud de Beatriz
fue muy diferente ahora. Lo condujo
a uno de los jardines y le ofreció
asiento bajo la sombra de una
terraza.
—Qué es eso de Miguel, hombros y
divorcios. Explíquese.
—Entonces usted ataca a una
persona sin saber todas las
versiones?
—Estoy dispuesta a escuchar la
suya, no es eso bastante? –Juan José
dejó escapar el aire y se sentó.
—Le dije a Ángela que pensaba
quedarme con ella –comenzó él,
preguntándose por qué se tomaba la
molestia de explicarle a alguien que
apenas conocía, pero que al
parecer, era cercano a Ángela—.
Le di un anillo de compromiso para
que me creyera. Incluso estaba
haciendo los trámites para comprar
la casa donde los dos viviríamos.
—Y qué pasó? Por qué se divorció
de ella?
—Fue ella la que se divorció de
mí! –exclamó mirándola—. Le pedí
que me esperara, porque quería
hablar primero con mi familia, pero
ella no esperó, se vino, furiosa no
sé por qué, y luego cuando intenté
venir tras ella, tuve de nuevo un
accidente en el mismo terminal, me
internaron en el hospital, y mientras
me recuperaba, ella simplemente
mandó por correo los papeles del
divorcio para que los firmara! –se
puso en pie sin aguantar más el
estar quieto—. No lo podía creer,
así que vine personalmente para
hablar con ella, no podía ni
moverme, pero mis amigos me
trajeron, y cuando llego, la
encuentro muy feliz en un
restaurante con él, con Miguel, y me
grita que simplemente soy el peor
marido del mundo!
—Pues claro que eras el peor
marido del mundo, tenía mucha
razón en gritártelo.
—Pero yo la amaba! –volvió a
gritar—. Estaba dando la vida por
ella, arriesgándolo todo por ella! Y
no! Simplemente se fue con Miguel!
Beatriz miró al suelo como
analizando toda la situación. Se
puso en pie y fue tras Juan José, que
miraba al jardín con una mano en la
cabeza y como si luchara por
regular su respiración.
—Ángela nunca te dejó por Miguel.
—Ay, por favor.
—La viste cariñosa con él, besarlo
y eso?
—No… la vio uno de mis amigos.
—Estás seguro de lo que él vio?
Porque ella sí te vio a ti besarte con
tu novia, sabes? Allá en Bogotá—.
Juan José se giró lentamente a
mirarla.
—Qué?
—Me lo contó Eloísa. Ella estaba
allí. Estaban comprando unos
vestidos porque tú la habías
invitado a cenar, y a la salida
estabas tú besándote con una rubia.
Vas a decir que es mentira?
Juan José volvió a sentarse como si
no se lo creyera, pero aquello debía
ser verdad, era verdad. La mujer
que él había besado era Valentina,
la vez que se despidieron para
siempre. Ángela lo había visto?
—Y por qué… por qué no me dijo
nada? Por qué no me reclamó esa
noche?
—No lo sé. Deberías preguntarle.
—Dios, debió decirme algo, es lo
normal, no?
—Sí, igual que tú le preguntaste a
ella si lo de Miguel era cierto. Lo
hiciste? –Juan José negó. No lo
había hecho porque el encontrarla
cenando con él le había servido de
evidencia.
—Y se divorció de mí por eso? Sin
preguntar, ni nada? Fue suficiente
para ella como para echarme?
—No conozco todos los detalles,
pero eso hizo que se viniera a
Trinidad. Te estuvo esperando por
casi un mes, luego de la muerte de
Orlando. Pero te vio en ese diario
con la misma rubia y…
—Eso no es posible! Ya le dije que
en esos días no había posibilidad
de que yo saliera a fiesta alguna.
—Yo misma vi el diario, y eras tú
muy feliz y contento en una fiesta
con tus amigos y tu novia, y
mientras tanto, ella aquí, tonta,
consumiéndose de tristeza,
preguntándose por qué no venías
por ella.
—Usted vio el diario? Vio la fecha
acaso?
—Claro que vi la fecha, crees que
soy tonta?
—Salí muchas veces en el diario, al
lado de Mateo y Fabián, pero como
le digo… esos días yo estaba
incapacitado en una cama, con la
pierna rota, pues cuando intenté
venir a Trinidad… —se llevó las
manos a la frente, cayendo en
cuenta de algo—. Oh, Dios, todo
fue manipulado.
—Qué?
—El ataque en el terminal, la foto
de ese diario, todo!
—Insistes en alegar que la foto del
diario es falsa?
—No, no creo que fuera falsa…
pero no era reciente, se lo juro.
—Cómo se puede manipular un
diario?
—Si tienes a los amigos adecuados,
cualquier cosa es posible.
Se miraron a los ojos un momento,
desaparecida ya la hostilidad.
Beatriz respiró profundo y sonrió.
Le creía, creía al bribón de ojos
verdes que le decía que todo era
mentira. Y se basaba sólo en el
alivio que encontró en sus ojos,
pues él mismo estaba creyendo en
la inocencia de Ángela.
—Qué vas a hacer ahora?
—Buscarla, claro. Y usted me va a
dar su dirección.
—Ah, sí? Por qué estás tan seguro
de eso?
—Porque si no le importara, habría
pasado de mí cuando me vio en la
calle, en cambio, me abordó para
insultarme.
—Y si Ángela no te quiere ver?
—Pues va a tener que querer.
Tenemos una conversación
pendiente desde hace mucho
tiempo, así que no va a poder
eludirla mucho más.
Le tendió la mano como si esperara
que ella le diera inmediatamente la
llave de la casa donde vivía
Ángela, y Beatriz sonrió.
—Dios, la sorpresa que te vas a
llevar cuando la veas.
—Por qué. Se volvió a casar,
acaso?
—No seas tonto. Esa mujer vive y
muere por ti, pero la has herido
demasiado—. Juan José cerró sus
ojos, pero siguió con la mano
extendida. Beatriz volvió a sonreír,
buscó en su teléfono y llamó a
Eloísa. Le pidió a esta la dirección
de la casa de Ángela, y mientras se
la dictaba, Juan José la apuntó en el
suyo.
—Esto es en Bogotá –dijo él
cuando Beatriz hubo colgado.
—Sí. Se fue para allá cuando… —
se quedó callada y miró a Juan José
pensando que ese hombre que tenía
delante era ahora padre de una bebé
de unos cinco meses, y que se
parecía demasiado a él—. Cuando
la veas… intenta calmarte, bueno?
Y escúchala.
—Calmarme? No me asustes,
Beatriz.
—Yo sé por qué te lo digo. Aclara
tus cosas con ella, aunque te
aseguro que no lo vas a tener fácil.
Ve, convéncela, y vuélvete a casar
con ella. Los dos están hechos una
pena por estar tanto tiempo
separados.
Juan José la miró un poco
confundido, pero pensando en que
estaba allí perdiendo el tiempo,
salió de inmediato hacia la
biblioteca, donde había dejado el
auto de Fabián. Pero en el camino,
pasó por delante de la casa
Riveros, y una mujer que no
reconoció, pero que debía trabajar
allí, entraba en el momento.
—Disculpe –la llamó por pura
inercia. Nunca había tratado con
nadie de la casa Riveros, y no
conocía al personal. Al parecer, la
mujer sí lo reconoció a él, pues se
mostró sorprendida.
—Usted?
—Quería… presentarle mis
condolencias a la señora por la
muerte de su esposo…
—Ella no recibe visitas.
—Ah, claro… —se giró, pensando
en que igual no quería retrasarse
más; quería llegar ya a Bogotá.
—Pero si me espera, ya que vino,
Matilde trajo hace tiempo unas
cosas que deben ser suyas. Las
cosas que dejaron en la casa en la
que vivía con la niña Ángela—. La
mujer ni lo invitó a entrar, sólo
desapareció tras la puerta.
No sabía qué lo había impulsado a
llamarla, y ahora se arrepentía.
Estaba perdiendo el tiempo por
unos objetos que no tenían ningún
valor para él. Debió decirle que lo
tirara todo a la basura, si quería.
Pero esperó a que volviera.
—No sabíamos qué hacer con esto
–dijo la mujer cuando regresó, con
una maleta mediana en la mano. Su
maleta.
—Ah… gracias—. La mujer le
cerró la puerta en la cara sin añadir
nada más, y Juan José no perdió el
tiempo. Caminó a prisa hasta la
biblioteca, e inmediatamente salió
del pueblo. Cuando vio el caracolí,
se detuvo de nuevo y bajó.
Mientras se acercaba, iba
pensando, y analizando toda la
nueva información que tenía
consigo.
Ángela no lo había engañado con
Miguel, Ángela había creído tener
razones para dejarlo.
Fue avanzando hasta el árbol
mientras las ideas se aclaraban en
su mente.
Ella había asistido a esa cena a
pesar de haberlo visto por la
mañana besarse con Valentina, pero
al día siguiente, había puesto
distancia entre los dos. Tenía
miedo, dedujo. Era demasiado
débil frente a él.
Pero él también, la amaba tanto que
a veces se sentía un idiota, sólo
podía estar con ella, sólo podía
pensar en ella!
La fue a buscar, pero él no llegó
nunca, pues lo hirieron cuando
intentó ir tras ella, y ahora se
preguntaba si no habría sido el
mismo Miguel quien instigara todo
aquello. La agresión en el terminal,
la foto en el diario que debía ser
todo un montaje de alguien muy
hábil con los programas de diseño.
Todo eso había ayudado a que
Ángela pensara que se había
olvidado de ella. Ella no había
confiado en él; había resistido a su
silencio y a su ausencia, pero
cuando vio la foto en el diario, ella
no pudo más.
Cuando llegó a esa conclusión, ya
estaba frente al árbol. Miró arriba y
abajo, como esperando encontrarse
a la mujer de sus sueños por allí,
pero sólo estaba el viento, y el
silencio.
El silencio de Ángela, que nunca le
dijo nada, que sólo aguantó y
soportó desde el principio,
esperándolo, esperando por su
amor.
—Ahora no te quedarás en silencio
–le dijo al árbol—. Ahora me lo
dirás todo.
Y con esas palabras, se alejó.
Volvió a subir al auto y lo puso en
marcha, rumbo directamente a la
dirección que le acababa de dar
Beatriz.
…28…
Ángela miró en derredor la gran
maquinaria que hacía ruido, y al
personal atento a ella. Mujeres y
hombres con tapabocas y uniforme
revisaban y vigilaban el buen
funcionamiento de cada máquina.
Era una fábrica de telas, y ella se
sentía en Disneylandia. Era un sitio
enorme, con maquinaria enorme, y
rollos de tela enorme.
—Texticol fue una empresa muy
sólida en el pasado –le iba
diciendo Ignacio Fuentes, el hombre
que antes fue el contador de su
padre y que fue despedido, pero
que le había enseñado a ella lo
básico. Ahora, ella lo había
buscado por cielo y tierra y vuelto a
contratar para que le ayudara en sus
empresas, pues siempre le había
inspirado confianza.
Como no tenía estudios
especializados en ese campo, y
tardaría en tenerlos, pues tendría
que esperar a destetar a Carolina
para poder empezar a estudiar, y no
quería arriesgarse a hacer un mal
manejo del dinero que había
heredado, se había rodeado de
personas como él, entendidas en las
finanzas y que le inspiraban
confianza.
Estaba allí con el ánimo de invertir,
así que lo había convidado a hacer
ese recorrido, pues si se decidía,
necesitaría a alguien que le
asesorara en cada paso, y luego,
también necesitaría a alguien dentro
de la empresa para que cuidara sus
intereses.
—Fue? –le preguntó ella a Ignacio
—. Ya no lo es?
—Tuvo serios problemas, por eso
es que la mesa está abierta a nuevos
socios, porque necesitan dinero
contante y sonante. Sin embargo, los
directivos son gente seria, yo
mismo lo comprobé. De no ser así,
no se lo habría recomendado.
Ángela lo miró sonriendo, sabiendo
que era verdad, Ignacio Fuentes era
demasiado estricto aun con su
manera de vestir, con su escaso
pelo bien acomodado cada uno en
su lugar, sus gafas de montura
cuadrada, la corbata y la chaquetas
pasadas de moda, pero limpias,
daba la imagen de contador adicto a
los números y el orden.
—Tenemos varias secciones,
aunque algunas de ellas no están en
pleno funcionamiento –dijo el
hombre que se había presentado
como Roberto Sánchez, quien era el
que les estaba dando el tour a lo
largo de la fábrica—. Fabricamos
no sólo tela para vestuario, sino
también para cortinas y muebles,
jeans y ropa de cama. También
nuestros propios hilos, tanto de uso
comercial como interno.
Ángela había visto mil videos en
YouTube, incluso algunos dirigidos
a niños, acerca de cómo se
fabricaba la tela, pero escuchó
atentamente la explicación de
Roberto, quien llevaba mucho
tiempo en Texticol y se sabía paso
a paso el tejemaneje de todo aquel
tinglado.
Un par de horas después, Ángela
estaba cansada ya en sus tacones
por falta de uso y la caminata, y
habían pasado por casi todos los
departamentos de la fábrica, había
saludado al personal operario y
escuchado todo lo que Roberto
tenía que decir. En algún momento
alguien lo llamó y él se excusó
alejándose. Ángela e Ignacio se
recostaron a la barandilla de uno de
los balcones que daba vista al
primer piso, donde se hallaba gran
parte de la maquinaria.
—Y qué te parece? –le preguntó
Ignacio.
—Pues las máquinas saludan y
tratan muy bien –bromeó ella—.
Sabes que me interesa mucho este
tipo de negocio, lo que falta es ver
qué tal serán mis posibles socios.
Te aseguro que si son gente
estirada, me aguantaré las ganas de
invertir.
—Pues me parece que sí son gente
estirada –aseguró Ignacio—. Los
Soler son ricos desde hace como
cinco generaciones y…
—Los qué, perdón? –interrumpió
ella esperando haber oído mal.
—Los Soler, los socios
mayoritarios de Texticol.
—Ay, no; ay, no; ay, no! –Ignacio la
miró extrañado, pensando en que
aquel comportamiento era muy
extraño en su antigua pupila—. Me
voy, lo siento, no estoy interesada
en invertir.
—Por qué no? Los conoces?
—Demasiado bien, si son los
mismos Soler que yo creo.
—El Presidente ahora mismo lo
ostenta Carlos Eduardo Soler, eso
desde hace ya seis años, y sólo
tiene veintinueve.
—Carlos Eduardo Soler. Perfecto!
El hermano de mi ex marido!
—Qué?
—Buenas tardes—. Saludó alguien
a su espalda interrumpiéndoles, y
Ángela se giró lentamente. Allí
estaba, el moreno alto de ojos
verde azulados impresionantes, que
al verla abrió sus labios como si la
reconociera. Ángela respiró
profundo.
—Te conozco. Te he visto antes –
dijo él, y miró en derredor como si
buscara a alguien más. Ella lo miró
de arriba abajo.
—Vine porque me interesaba
invertir, pero creo que ya no.
—Ah, algo del proceso de
fabricación no le pareció
satisfactorio?
—No tiene nada que ver con el
proceso de fabricación.
—Entonces aún no me puede decir
que ya no le interesa invertir.
—No me interesa porque no quiero
tener nada que ver con los Soler.
Carlos la miró en silencio por
espacio de uno minuto, e Ignacio y
Roberto carraspearon y se pusieron
a hablar entre sí comprendiendo
que la conversación no tenía nada
que ver con ellos. Carlos respiró
profundo y le señaló el camino a
uno de los ascensores con la mano.
—Si va a rechazar mi empresa y es
algo personal, a mí me gustaría
saber por qué.
—La verdad, no quiero hablar de
esto. Y además… –dijo ella
mirando en derredor con un poco de
pesar. De verdad había querido
invertir allí.
—Además –la apuró Carlos,
estudiándola, pero ella no lo miró
—. Tiene que ver con mi hermano,
verdad? –Ángela lo miró, captada
su atención al fin—. La recuerdo de
haberla visto en ese hospital, la vez
que Juan José se accidentó en
Trinidad. Usted se vio bastante
angustiada, más que mi madre, debo
admitir—. Ángela sólo negó con la
cabeza, sin mirarlo otra vez.
—Lo último que quiero es tener
contacto de nuevo con él, o con su
familia.
Carlos Eduardo tuvo que hacer un
esfuerzo y en un segundo reunir en
su mente todo lo que sabía de Juan
José y su estancia en Trinidad y los
acontecimientos que habían
ocurrido alrededor de ese hecho:
ella había aparecido con dos
mujeres más la vez del accidente,
mostrándose bastante afectada por
el estado de salud de su hermano;
Juan José había preguntado por ella
sin palabras a Mateo; luego, él le
terminó a Valentina, y por lo que
había dicho su madre muy
disgustada, pensaba casarse, pero
no con ella; compró una casa, según
le había dicho esa mañana en que se
fue de la mansión; se había ido del
país, y luego regresó; no volvió con
Valentina, no quería hablar de lo
sucedido en Trinidad, y estaba más
herido que nunca. La responsable
de todo aquello seguramente la
tenía frente a sí.
Pero ella parecía tan herida como
él. Ciertamente era una mujer
hermosa, con el cabello negro como
ala de cuervo y largo, los ojos
grises y grandes le daban un aire de
inocencia que no lo engañaba; ella
debía ser capaz de volverse muy
villana si así lo quería, pues no le
había temblado la voz para decirle
que no quería tener nada que ver
con su familia. Aquella vez la había
visto mucho más sencilla, vestida
de otra manera, con ropa barata y
zapatos planos. Pero ahora parecía
una mujer rica y en su mejor
momento de gloria.
Carlos le volvió a tender la mano
hacia los ascensores mirándola fijo
a los ojos, y Ángela sintió que la
estaba atravesando con visión de
rayos x.
—No le voy a mentir, me interesa
mucho su participación en mi
negocio, y es un asunto muy
importante y delicado. No voy a
dejar pasar esta oportunidad sin
luchar primero. Si luego de
escucharme usted aún desea retirar
su propuesta, lo entenderé, pero
deme una oportunidad.
Ángela miró la mano que se le
tendía, y comprendió las similitudes
que había entre este hombre y su
hermano. Tenían las mismas manos
de dedos elegantes y delgados, los
de Carlos manicurados, y casi la
misma estatura y complexión.
Carlos iba vestido con traje
ejecutivo, pero intuía que bajo él
tenía el mismo cuerpo de espaldas
anchas y cintura estrecha.
Oh, Dios, no pienses en el cuerpo
de Juan José, se dijo, pero era
inútil. Se parecía muy poco en el
rostro; mientras el uno era blanco y
de cabello castaño claro y ojos
verdes, el otro era moreno, de
cabello oscuro y ojos que parecían
aguamarinas. Las facciones de
Carlos eran atractivas, con su nariz
recta y cejas pobladas oscuras, una
boca grande y ancha y un hoyuelo
en el mentón. Eran hermanos, eso
era evidente, aunque había que
buscar bien los parecidos.
Miró de nuevo la mano que le
tendía, y aceptó escucharlo. Había
más fábricas textiles en el país,
pero esta era la única que ella
conocía que aceptaba socios.
Escucharía la charla de Carlos, y si
no le parecía, lo dejaría con un
palmo de narices y se iría.

Juan José frenó el auto de Fabián


justo frente a la casa de Ángela, o
esa era la dirección que le había
dado Beatriz… aquello era casi una
mansión.
Miró la estructura de dos niveles al
estilo moderno y de líneas simples,
rodeada de un hermoso jardín que
demandaba mucho cuidado. Él lo
sabía, no sólo trabajaba en el
campo de la construcción y el
diseño, sabía por experiencia que
una casa de esas costaba lo suyo y
luego requería inversión para su
mantenimiento. Qué hacía Ángela
aquí?
Dio unos pasos por el camino de
gravilla, y llegó hasta la puerta.
Tocó el timbre, y mientras
esperaba, miró en derredor. Era
pasado el mediodía y tenía hambre,
pero no había querido detenerse a
almorzar sin antes hablar con
Ángela. Quería solucionar ya las
cosas entre ellos, quitarse ese peso
de encima, aclarar todo. Pero
entonces Ana le abrió la puerta.
—Usted? –preguntó ella al verlo, y
un poco confundido, Juan José la
miró ceñudo.
—Estoy buscando… Me dijeron
que aquí vive Ángela –dijo,
intentando aclararse—. Podrías
decirle…
—Cómo consiguió nuestra
dirección?
—Eso no importa ahora, sólo
quiero…
—Sí importa, porque Ángela se va
a disgustar muchísimo. Qué hace
aquí?
—Ana, no me impidas la entrada,
quiero hablar con ella.
—No, ella no quiere hablar con
usted, de cualquier modo, no está.
Hasta luego.
—No, espera! –Golpeó la puerta
llamándola, pero nadie le abrió—.
Dile que vendré aquí hasta que me
atienda. Ángela!! –llamó gritando.
Ana abrió entonces.
—Deje el escándalo!
—Voy a hablar con Ángela, así me
toque armar un camping aquí en el
jardín, me escuchaste, Ana?
—Entonces tendré que llamar a la
policía por invasión a la propiedad
privada –él la miró sorprendido,
esa no parecía ser la misma Ana
dulce y tímida que él conocía.
—Es importante! Tú sabes que ella
y yo tenemos que hablar. ¡Ángela!
—Que no está –gritó Ana entre
dientes.
—Dónde está?
—No sé, en cualquier lugar.
—A qué horas regresa?
—Y yo que sé?
—La esperaré.
—Me temo que no. No entiende
cuando le digo que no quiere hablar
con usted?
—Igual. La esperaré. No me
moveré de aquí hasta que llegue. Si
quieres llamar a la policía, pues
hazlo. Pero tengo que hablar con
ella –Ana hizo girar sus ojos en sus
cuencas y le cerró de nuevo la
puerta. Juan José se cruzó de
brazos mirando de nuevo el jardín
en derredor. Y ahora qué iba a
hacer? Caminó hacia una fuente
decorativa y se sentó allí a esperar.

—Su hermano es un canalla, eso es


todo lo que puedo decir –dijo
Ángela con una sonrisa cínica
mirando despectivamente la oficina
de Carlos Soler. No se sentó a
pesar de que él le tendía de nuevo
la mano, esta vez hacia unos finos
muebles tapizados en negro.
Como ella no se sentó, él tampoco
lo hizo.
—Creo que esa es una acusación un
tanto ambigua –dijo él. Ángela dio
unos pasos mirando las estanterías
con libros, y la mesa de bar con
licores dispuestos.
—Supongo que ya se me acabó el
tiempo de huir –susurró Ángela
como para sí, y era verdad. Ahora
Carlos le contaría a su hermano que
la había visto hoy en su fábrica y
había hablado con ella, y entonces
él sabría que estaba en la ciudad.
Pero tal vez se estaba dando
demasiada importancia. Si él no
había ido a buscarla en todo ese
año que había pasado, por qué lo
iba a hacer ahora?
—Huir? –preguntó Carlos un poco
confundido.
—No le voy a contar todo lo que
pasó en Trinidad. Eso debió
haberlo hecho él hace mucho
tiempo, pero que usted aún siga
ignorante de eso me confirma que
yo tenía razón y aún la tengo. Juan
José es un canalla.
—Tal vez usted tiene una visión
equivocada de nosotros. No
somos… ese tipo de hermanos que
se cuentan todo. Más bien hemos
estado distanciados por mucho
tiempo, así que si Juan José iba a
contarle a alguien sus cosas, no
sería a mí –Ángela hizo una mueca
con su boca cuando recordó que
Juan José le había insinuado una
vez que él y su hermano Carlos no
eran tan unidos. De todos modos,
eso no lo justificaba. Ella había
sido su esposa y su cuñado nunca la
conoció siquiera—. Sé que
sucedieron algunas cosas en ese
pueblo –Continuó Carlos—. Sé que
usted fue importante para él, aunque
nunca me la mencionó. Sé que
planeaba cambiar de vida luego del
accidente, pero no sé las razones, ni
nada más.
—Cambiar de vida? –Preguntó ella,
picada su curiosidad—. Por qué
dice eso?
—Madre dijo una vez que le había
terminado a Valentina, y hace poco
me enteré que compró una casa
hace ya un año. No sé qué tienen
que ver con usted esos dos eventos,
pero… yo creo que mucho.
Ángela soltó una risita echándose el
cabello atrás, pero no fue capaz de
decir nada. Había terminado con su
novia entonces? Pero… cuándo
exactamente? Y por qué?
Esa era una de las cosas que ella no
podía perdonarle, que hubiese
seguido con Valentina aun después
de haberle prometido estar con ella;
y si él le había terminado
después… ya para qué?
—Entonces usted me asegura que
Juan José no está casado con
Valentina ni vive con ella ni tiene
ya tres hijos? –Carlos sonrió y
Ángela vio la misma sonrisa
perfecta de Juan José.
—Claro que no, nada más lejos de
la verdad. Estuvo un año en el
exterior, estudiando y
recuperándose.
—Recuperándose?
—Su pierna. Casi la pierde.
—Ah, pero él se recuperó muy
bien, al poco tiempo ya andaba
perfectamente…
—Señorita Riveros… —la
interrumpió él— Juan José tuvo una
grave recaída. Estuvo a punto de
perder la pierna en ese segundo
accidente—. Ángela lo miró
fijamente a los ojos, como
asimilando esa nueva información
—. Y bueno, no sé exactamente qué
espera que le cuente de él, soy la
persona menos indicada para ello…
—Usted no miente –Carlos la miró
tratando de deducir si aquello era
una pregunta o una afirmación.
—Odio las mentiras. No lo haría
por nadie, ni siquiera por mi
hermano.
—Yo…
—Como veo que depende de lo que
yo le diga usted meditará si invertir
o no, entonces le daré la dirección
de…
—No me interesa. Necesito… es
decir…
—Lo que yo veo es que usted
quiere y no quiere saber. Por qué no
sale de esa duda?
Por miedo, pensó ella. Estaba
aterrada por tener que remover el
pasado. Era una herida oscura y
putrefacta que dolía como mil
demonios.
—Aun con todo –siguió Carlos—.
Mi empresa y yo la esperamos. Si
luego de aclararse decide que
quiere invertir en Texticol, aquí la
estaré esperando. De momento…
—Me empecé a apasionar por el
diseño de telas gracias a Juan José,
sabe? –dijo ella con una extraña luz
en su mirada. Carlos la miró atento,
reconociendo que quizá ella antes
no se ajustaba a los gustos de Juan
José, pero que ahora era digna de
cualquier hombre, ahora, en
cambio, habría que mirar si Juan
José era digno de ella—. Él me
llevó tintas y telas para que
probara, y lo hice, y me gustó.
—Bueno –sonrió Carlos—, Juan
José conoce bien este negocio, los
dos nos criamos escuchando acerca
de telas y todo tipo de textiles. Si
hubiese elegido otra carrera más
afín, estaría aquí, trabajando
conmigo, pero él se decantó por la
ingeniería civil.
—Es verdad, esto no tiene nada que
ver con su carrera –Ángela dio
media vuelta y tomó su bolso que
había dejado en uno de los muebles
—. Sería demasiado si le pido que
por favor no le cuente a su hermano
que estuve aquí?
—Pero…
—Y si llego a participar en su
empresa, será también bajo esa
condición, pero tengo que pensarlo
bien.
—Bueno, es un tanto extraño, pero
no será difícil que mi hermano
ignore esto. Él desconoce
totalmente mis negocios.
—Bien, aun así tengo que pensarlo.
Con permiso –y dicho esto, salió.
Carlos se quedó mirando la puerta
tras la cual ella había desaparecido
con mil preguntas en su mente. Qué,
en todo el mundo, había pasado en
Trinidad? Qué era todo aquello?
Ella lo odiaba!
No, se corrigió. Esa sonrisa que se
dibujó en su mirada mientras le
contaba lo de las telas, no era de
odio. Era… añoranza? Dolor?
Apenas la conocía, pero podía jurar
que no era odio lo que ella sentía
por su hermano.
Y ahora se encontraba en una gran
disyuntiva. Ocultarle a su hermano
algo que debía ser importante para
él, o rechazar el dinero que Ángela
traía para participar en su empresa,
y que necesitaba casi con
desesperación.
Era verdad que Juan José
desconocía muchos de sus
negocios, y no pasaba nada si
aceptaba un socio nuevo y él ni
siquiera se enteraba, pero esto ya
era algo personal, y dudaba que en
el futuro esos dos no se fueran a
encontrar por casualidad en alguna
reunión, fiesta, o cualquier otra
cosa.
Y si Juan José tampoco quería
verla?
Por qué diablos nunca se contaban
nada?

—Ángela, al fin contestas!


—Ana tengo mil cosas que contarte
–la atajó Ángela por teléfono
subiéndose en su automóvil. Lo
había comprado y hecho el curso de
conducción poco después de
haberse venido a vivir a Bogotá, lo
cual era una locura, aún se sentía
novata—. A que no adivinas quién
es el dueño de la fábrica de telas
que vine a visitar.
—Conforme están las cosas, me
espero cualquier persona.
—Carlos Eduardo Soler, el
hermano de Juan José.
—Qué? –exclamó Ana—. Las
casualidades no existen. Las
casualidades no existen!
—Por qué? Qué pasó? –Preguntó
Ángela sin atreverse a dar la
reversa mientras aún hablaba con
Ana.
—Porque aquí, frente a nuestra
puerta, está el mismísimo Juan
José! –Ángela inspiró fuertemente
al oír el nombre de su ex marido.
—Que qué?
—Está aquí! Llegó pasado el
mediodía y no se ha ido! Quieres
que llame a la policía y lo eche?
—No, no. No podemos hacer eso.
Dios qué hace él allí? –preguntó
Ángela sacudiendo su cabeza. Se
encontraba con el hermano de Juan
José y ahora este lo esperaba en su
casa. Todo en un mismo día.
—Entonces vas a hablar con él? –
Ángela cerró sus ojos y respiró
profundo. Recordó las palabras de
Carlos; quería saber y no saber.
Pero había algo mucho más allá que
la ponía a pensar y la obligaba.
Carolina.
—Creo que ya es hora.
—Le contarás… todo?
—Tengo que. No sé si ahora
mismo, o si poco a poco, pero
debemos hablar.
—Bien. Lo siento, pero igual no lo
haré pasar. Que te espere afuera—.
Ángela miró el cielo, que estaba
bastante nublado.
—Ana, va a llover.
—Pues él no está hecho de azúcar,
así que nada le va a pasar –Ángela
sonrió.
—Cuando te lo propones, eres
realmente mala.
—Ya te lo dije una vez. No soy tan
buena como parece.
Ángela se echó a reír, pero su risa
desapareció casi instantáneamente.
Iba a verse con Juan José.
Hablarían!
Encendió el motor del auto y salió
despacio. Tendría que ir pensando
en cómo empezar, en cómo
decírselo. Y luego… por qué luego
de un año al fin la buscaba? Era un
poco tarde ya, no? Se habría
enterado de que ahora era una mujer
rica y quería una parte para sí? No,
no creía a Juan José tan avaricioso,
aunque según lo que le había dicho
Ignacio Fuentes, los Soler
necesitaban dinero contante y
sonante. Se habría enterado de la
existencia de Carolina? Bueno,
contra eso no podía hacer nada, él
era el padre.
Qué le deparaba el futuro? Qué
quería ahora Juan José?
Machacándose la mente a
preguntas, anduvo todo el camino a
la velocidad que su inexperiencia le
permitía. Vería a Juan José luego de
un año. Eso la ponía nerviosa.
…29…
Juan José se metió en el carro
cuando empezó a caer una fina
llovizna. Iba atardeciendo, estaba
cansado, tenía hambre y ahora frío,
y Ángela no llegaba. Para
completar el panorama, a causa de
la lluvia había oscurecido más
pronto, así que estaba allí, solo, con
un agujero en el estómago, cual
indigente.
Ángela se estaba vengando, muy
seguramente, y Ana era su secuaz.
A las cinco de la tarde, llegó un
Toyota Corolla azul oscuro y se
parqueó en un espacio que parecía
diseñado para él. De él, y abriendo
un paraguas, salió alguien.
Bajó del auto de Fabián, dispuesto
a preguntar y mirar si dentro venía
Ángela, pero entonces lo que vio lo
dejó de piedra. Era Ángela la que
había conducido ese fino auto hasta
aquí, y estaba vestida… divina.
Llevaba un conjunto de pantalón y
chaqueta negro ceñido a su cuerpo,
y debajo, una blusa rojo cereza.
Parecía más alta, y era que llevaba
tacones. Su cabello tenía un corte
desigual y un flequillo como el que
le había visto aquella vez de la
cena. Todo lo que había planeado
decirle en cuanto la viera se borró
de su mente, y sólo se la quedó
mirando como los adolescentes
miran a las modelos en sus revistas.
—Ángela? –preguntó, como si aún
no se creyera que era ella. La lluvia
lo mojó un poco más mientras la
miraba a los ojos, y a la débil luz
de los faroles exteriores de la casa,
vio que ella le sonreía de medio
lado.
—A qué debo el honor, señor
Soler? –Juan José frunció el ceño.
—Eres tú, realmente? —Ella
extendió la mano que tenía libre
como si se mostrara a sí misma.
—No tengo hermanas gemelas.
—Necesito hablar… contigo –
titubeó. Esa no se parecía a su
Ángela. Esta mujer intimidaba, su
Ángela era un ángel.
—Te escucho.
—No me invitarás a entrar? –
preguntó. Estaba entumecido, con
los brazos cruzados sobre su pecho
intentando conservar un poco el
calor corporal.
Ángela miró hacia la casa. Llevaba
medio día sin darle de comer a
Carolina. Tenía las mamas a
reventar, y la niña debía estar
haciendo un berrinche de los suyos,
pues si bien bebía del biberón, no
se tranquilizaba si no le daba de
comer ella.
Además, estaba lloviendo, y por
mucho que quisiera vengarse de
Juan José, no era muy humano
dejarlo afuera, bajo la lluvia, por
más tiempo.
Anduvo el camino hasta la puerta
sujetando fuerte el paraguas, sacó la
llave y abrió. Cuando estuvo al otro
lado de la puerta, se hizo a un lado
y lo dejó entrar.
Juan José miró en derredor la casa.
Era hermosa, tal como había
imaginado. Líneas simples y rectas,
cuadros y decoración minimalista.
Le pegaba a la mujer hermosa y
moderna que tenía a su lado, que a
pesar de sus tacones, apenas le
llegaba al mentón, pero no iba para
nada con la pueblerina que lo había
seducido en una cocina. La miró
entonces. Ella lo estaba estudiando
también, pero cuando se dio cuenta
que él la miraba, empezó a quitarse
los zapatos a toda velocidad,
ignorándolo, y ya subía las
escaleras cuando le dijo:
—Espérame aquí, tengo algo que
hacer.
Todo parecía parte de un sueño. No
esperó verla tan cambiada, ni
habitando una casa como aquella,
porque su comportamiento indicaba
que ella era la señora allí. La
verdad es que no esperaba nada, y
ahora estaba un poco en shock por
verla rodeada de tanto lujo,
conducir un coche caro y vestir
como iba. Tampoco esperó que ella
estuviera así tan tranquila cuando lo
viera. Esperaba gritos, lágrimas e
insultos, pues ella lo creía un
mentiroso que la había engañado
con Valentina, y luego,
supuestamente lo había visto en una
fiesta con ella. Pero Ángela no sólo
lo dejaba entrar a su casa, sino que
no le decía nada. Lo dejaba solo en
la sala para ir a hacer otra cosa…
Estornudó.
Sólo eso le faltaba, que se hubiera
resfriado por un ratico bajo la
lluvia y a la intemperie.

—Al fin llegas! –Exclamó Silvia,


que arrullaba inútilmente a
Carolina, quien, tal como Ángela
sospechaba, berreaba con toda la
fuerza de sus pulmones.
Ángela cerró inmediatamente la
puerta de la habitación esperando
que el sonido del llanto no hubiese
llegado hasta el vestíbulo, aunque
estaba bastante lejos, y se acercó a
la niña tomándola en sus brazos.
Acto seguido, se sentó en una silla
mecedora y la pegó a su pecho.
Inmediatamente, el llanto de
Carolina se apagó.
Ana entró a la habitación y la
encontró arrullando a la niña
mientras le daba el pecho, y se la
quedó mirando en silencio,
Carolina, como era costumbre
cuando se alimentaba de su madre,
se agarraba uno de los piecitos con
una mano intentando sacarse el
calcetín, y balbuceaba algo muy
enojada mientras chupaba. Silvia
salió al momento dejándolas solas.
—No… no me digas nada, Ana.
—Qué podría decirte?
—Juan José está abajo, y yo… —
levantó una mano para acariciar el
rostro de Carolina, y Ana pudo ver
que le temblaba—. No sé qué
decirle. No sé qué preguntarle. No
sé siquiera qué cara ponerle cuando
lo vea.
—Y ahora que lo viste afuera…
—Fue fácil, estaba oscuro y no
podía verme bien, y… Dios, hoy
Carlos me dijo que nunca volvió
con Valentina, que rompieron luego
de que me fui a Trinidad—. Ana
Frunció el ceño mostrándose
confundida.
—Podría ser una mentira, no? –
Ángela negó sacudiendo su cabeza.
—No, no lo creo. Llámame tonta,
pero no creo que haya mentido.
—En cualquier caso, eso es fácil de
comprobar.
—Y ahora, qué hace él aquí? Cómo
encontró nuestra dirección?
—Se lo pregunté, pero no quiso
decirlo.
—Es un poco tarde para dar
explicaciones; —apretó sus labios
cerrando sus ojos con fuerza—
tengo miedo de hablar con él, Ana.
—Pues debes ser fuerte otra vez.
Además… recuerda que es el padre
de Carolina. Él tiene que saber—.
Ángela asintió reconociendo que
aquello era verdad. Ana se dirigió a
la puerta, y antes de salir, se giró a
mirarla.
—Le ofreceré algo de tomar, debe
estar famélico, el pobre.
—De verdad lleva toda la tarde
aquí?
—Toda. Tal vez sí que es
importante lo que te tiene que decir.
Después de un año en silencio, no
creo que se aparezca ante tu puerta
por nada.
Ángela guardó silencio, y siguió
arrullando a Carolina, que seguía
protestando con la boca muy
ocupada.

Juan José estaba recostado, aún con


los brazos cruzados, a una de las
paredes. Nadie había venido a
verlo en toda la media hora que
llevaba allí para ofrecerle un lugar
donde sentarse, y él estaba bastante
cansado. Desde la mañana había
estado en Trinidad, había
conducido tres horas de ida y tres
de vuelta, y ahora la pierna acusaba
un dolor sordo por tanta actividad.
Ana apareció por las escaleras por
donde se había ido Ángela y lo
miró muy seria.
—Sígame –le dijo, y él obedeció.
Entraron a una sala de estar que
seguía el mismo tema de decoración
que el resto de la casa, y Ana le
ofreció asiento—. Espere aquí, por
favor.
—Ana, dile a Ángela que…
—Ella está ocupada ahora. Si lo
que tiene que decirle es tan
importante, puede esperar un poco
más, no? –Juan José la miró
sonriendo.
—Antes eras chévere.
—Ya lo dijo usted. Antes—. Y con
esas palabras lo dejó. Juan José
volvió a quedar solo en la sala y se
sentó aún con los brazos cruzados.
Se sentía como si hubiese ido a
palacio a pedir una audiencia con la
reina… o peor, con un funcionario
público. Al rato volvió a aparecer
Ana con una bandeja que contenía
una taza con alguna bebida caliente
y la dejó sobre una mesita de
centro.
—Parece que tienes frío. Toma
esto.
—Gracias—. Juan José tendió su
mano y recibió la taza—. La
llamaste, cierto? Le avisaste que
estaba aquí.
—Claro que sí. No la iba a tomar
desprevenida—. Lo tomó con ojos
entrecerrados—. Por qué, le eché a
perder el factor sorpresa?
—La verdad es que sí. Pero mejor.
Digamos que me has hecho un
favor.
—No me diga. Quiero que sepa que
estaré pendiente de ella. No quiero
que le haga más daño –y salió de la
sala volviendo a dejarlo solo.
Recordó entonces cuando, allá en la
cocina de su casa en Trinidad, Ana
le había pedido que por favor no le
hiciera daño a Ángela. Se lo habían
hecho, pero no había sido él, no
había sido su culpa, o no toda, y por
eso estaba aquí, para aclarar las
cosas. Esperaba que cuando todo
esto pasara, también Ana le
perdonara.
Cuando ya hubo acabado su taza de
chocolate caliente, escuchó a
Ángela bajar los escalones. Ella
llevaba ropa más cómoda, y el
cabello recogido, pero aún seguía
sin parecerse a la Ángela que había
visto por última vez.
—Estás… muy cambiada –le dijo
en voz baja, y ella no mostró
ninguna reacción.
—Te parece? Tú en cambio estás
igual. Qué haces aquí, Juan José?
Quién te dio mi dirección?
—Fui… —dejó la taza sobre la
mesa de centro y se puso en pie
mirándola fijamente. De un
momento a otro, no sabía ya qué
decir, ni por dónde empezar. Todo
el discurso que había venido
ensayando desde que saliera de
Trinidad y en sus largas horas de
espera, se había esfumado de su
mente. La tenía otra vez en frente y
su cuerpo reaccionaba como si
luego de haber estado a punto de
asfixiarse respirara al fin aire puro.
Volvió a estornudar.
—Perdón—. Se excusó él, Ángela
se cruzó de brazos mirándolo con
suspicacia.
—Tal pareciera que de verdad te
importa hablar conmigo.
—Me importa.
—Perdóname si no te creo, es sólo
que vuelves un año después de
haber firmado frente a todo un
restaurante el acta de divorcio, un
año en el que ni te preguntaste
dónde estaba yo, ni… nadie más, te
desentendiste totalmente desde que
me fui a Trinidad… Realmente no
te entiendo.
—Tengo muchas preguntas que
hacerte. Sabes? Y tienen mucho que
ver con lo que estás diciendo ahora.
—Ah, sí? No más preguntas que yo,
creo.
—Ah, bueno, si quieres hacer de
esto una competencia de “a ver
quién tiene más preguntas”,
empecemos. Primero: por qué te
fuiste a Trinidad luego de la cena
sin decirme nada? –Se la quedó
mirando, y Ángela alzó sus cejas
guardando silencio por un segundo,
cuando él no dijo nada, habló:
—Ah, esperas que te conteste de
inmediato? Muy bien, aquí tienes:
Porque no te creí ni una sola
palabra de toda la mierda que
dijiste esa noche. Satisfecho?
—No me creíste? –preguntó él
incrédulo— Incluso te di un anillo!
—Y qué es una joya para quien te
ha estado esperando por meses a
que sea presentada a tu familia
vanamente? Creíste que me
convencerías con una baratija de
esas?
—Una baratija? –exclamó ofendido
—. No era una baratija!
—Ahora te tengo yo una pregunta a
ti. ¿Cómo es posible que un hombre
sea tan infiel como un perro? En la
mañana beso a una, en la noche me
acuesto con otra. Qué clase de
hombre eres? –Juan José miró a
otro lado pasándose la mano por
los cabellos húmedos.
—Ahí tienes un punto.
—Ah, qué bien! –exclamó ella con
voz cínica.
—Todo tiene una explicación.
—Perfecto!
—Y te la daré… si aún te interesa
escucharme –la miró a los ojos, y
Ángela tuvo que girarse, dar unos
pasos y apretar los labios. Esa
pregunta encerraba demasiadas
cosas; si decía que sí le interesaba
escuchar, él podría tomarlo como
que aún le quería, que tenía
esperanzas de volver a empezar con
él. No quería rebajarse así.
—Qué explicación podrías tener?
No te vi yo sola, Eloísa estaba
conmigo. Y aquel no era un besito
de amigos, era un beso de amantes!
–La mirada de Juan José expresaba
muchas cosas, de lo desnuda que
estaba. Expresaba anhelo, un poco
de súplica, pero no arrepentimiento,
ni culpa. No se arrepentía de haber
besado a Valentina esa vez?
—Y tú. ¿Me ves besar a una mujer
y aun así eres capaz de pasar esa
noche conmigo, y qué noche!, sin
decirme nada, sin reclamarme? Y al
día siguiente te vas? Ángela, cómo
crees que quedé?
—No tan mal, si ni siquiera te
tomaste la molestia de ir por mí
para preguntarme qué había pasado.
—Fui! –gritó—. Claro que fui!
—No mientas, estuve un mes entero
esperando por ti, esperando por una
explicación.
—Fui, maldita sea, o lo intenté!
Porque cuando iba a abordar el bus,
con todo y bastón, alguien me atacó
y tuve que ser internado de nuevo
en una clínica.
Ángela soltó una risa estridente, e
incluso hizo palmas.
—Has perdido tu habilidad para
mentir, Juan José.
—No es una mentira! Fui por ti,
pero alguien me atacó en el terminal
y no pude llegar a ti. Estuve
semanas intentando comunicarme
contigo, dejándote mensajes en tu
móvil, con tu amiga Eloísa, pero
nada, nadie me decía nada de ti. Era
como si te hubiese tragado la tierra!
—Nadie me dio mensajes.
—Pero no podrás negar que mis
amigos y yo estuvimos llamándote
insistentemente a tu teléfono.
—No quería una llamada, quería
hablar contigo personalmente!
—Entonces admites que ignoraste
mis llamadas a propósito! –Ángela
se quedó en silencio. Lo miró de
arriba abajo. Él llevaba puesta una
cazadora gris y jeans algo viejos.
Su cabello se veía más oscuro, pues
estaba húmedo, y los ojos verdes
fulguraban.
—Es verdad que te atacaron? –
preguntó al cabo de casi un minuto,
y Juan José sintió una punzada en su
pecho al sentir su voz tan llena de
duda.
—Alguien me hizo caer –le
respondió con voz más suave—. Y
cuando me tuvo en el suelo, me dio
una patada tan fuerte que me rompió
de nuevo el hueso—. Ángela lo
miró un poco aprehensiva.
—Por qué?
—Por la misma razón por la que tú
me viste con Mateo y Valentina en
un periódico.
—Cómo sabes…?
—Sé muchas cosas. Sé que luego
de ver esa foto pediste el divorcio,
y fue Miguel quien te asesoró.
—Te vi. Eras tú –se defendió ella;
ahora los ojos brillantes por las
lágrimas—. No me puedes negar
que eras tú. Yo, allá, como una
idiota esperando una explicación de
por qué te habías besado con la
mujer que me habías prometido
dejar, y tú, allá, departiendo muy
feliz en fiestas con ella!
—Ángela, me tomé mil fotos como
esa en el pasado, pero explícame
tú, ¿cómo fui yo capaz de ir a una
fiesta cuando ni siquiera podía
moverme? En esos días estaba en
recuperación. El periódico era
falso.
—No es posible, vi la fecha, vi las
noticias, vi la nota de sociedad…
—Era falso, era falso! –gritó— Y
la persona que te lo mostró muy
seguramente fue el que lo amañó
todo. Quién fue, Ángela?
Ángela bajó la cabeza tocando las
puntas de su cabello recordando la
escena en que Miguel le traía el
periódico y le insistía para que lo
revisara. ¿Sería posible que
hubiese sido capaz de tomarse todo
el trabajo que implicaba alterar un
periódico entero para hacerle creer
una mentira? Se sentó al fin en uno
de los muebles y sintió cómo él se
sentaba a su lado esperando una
respuesta.
—Eras tú –insistió ella.
—Sí, era yo –contestó él con voz
queda—. Y también eran Mateo y
Valentina. Pero no fue en ese
momento, ni en esa semana ni en
ese año –agregó, a la vez que
negaba con la cabeza—. Te lo juro,
Ángela. Alguien amañó ese
periódico.
Ella alzó el rostro y lo miró
fijamente a los ojos.
—Y por qué hasta ahora? Por qué
vienes hasta ahora? Has esperado
todo este tiempo para decirme que
tienes una explicación para todo.
Por qué?
—Porque… —se atragantó con las
palabras y respiró profundo para
aclarar su voz—. Mateo fue a
Trinidad a verte en una ocasión. Lo
hizo en contra de mi voluntad,
porque estaba esperando a
recuperarme para ir por mí
mismo… pero te vio… muy
amigable con Miguel –siguió sin
mirarla, y no vio cuando ella
fruncía el ceño—. Yo estaba allá,
solo, convaleciente, preguntándome
por qué habías huido, por qué me
habías dejado, por qué, a pesar de
los mil mensajes, no ibas a verme; y
vienen y me dicen que estás muy
feliz de la vida con Miguel –Ángela
no le sostuvo la mirada, y miró a
cualquier otro lado menos a él. De
eso era culpable. Incluso había
planeado hacerlo pasar por su
amante. Había dado resultado,
después de todo—. Luego me llega
la carta de divorcio –siguió él, con
voz rota—, en un sobre cuyo
remitente es Miguel. Voy a
buscarte, a pesar del daño que eso
me haría en la pierna y no! Te
encuentro cenando muy feliz con él!
Qué querías que pensara, Ángela?
—Que eres un idiota –le dijo ella
entre dientes—. Un idiota por creer
de buenas a primeras que me
juntaría con uno de tus amigos.
—Ponte en mi lugar! Miguel
siempre estuvo enamorado de ti y
me juró que te conquistaría…!
—Qué tontería es esa que estás
diciendo?
—Por qué crees que dejamos de
hablarle? Por qué crees que lo
llamé traidor? El muy maldito se
enamoró de mi esposa!
—Eso no es cierto! Se pelearon por
la apuesta que hiciste con él!
—Qué apuesta?
—Tú apostaste a que en menos de
una semana yo caería en tus brazos,
y como él nunca estuvo de acuerdo,
y siempre te lo recriminó, pues tú y
tus amigos lo alejaron!
—Ah, esa fue la hermosa mentira
que te contó para que te hicieras su
amiga?
—Vas a decir que es mentira? –
Juan José se echó a reír de una
manera muy poco agradable, se
puso en pie de nuevo y extendió sus
brazos a ambos lados de su cuerpo.
—Aposté! Sí! Era engreído y
pagado de mí mismo. Dije que te
conquistaría y lo hice. No puedes
acusarme de nada en ese tiempo, ya
sabes lo que creí, ya sabes lo que
planeé, nuestro matrimonio fue un
error que luego bendije –Juan José
fue alzando la voz hasta que terminó
gritando—. Pero ahora dime tú por
qué permitiste que te convenciera
para pedirme el divorcio sin antes
hablar conmigo, dime!
Ángela quedó en silencio intentando
analizar toda la información que le
llegaba de golpe. Sacudió su
cabeza, sin contestar a su pregunta.
—Y qué… qué quieres ahora?
—No es obvio?
—Qué quieres, Juan José? —le
preguntó mirándolo fijamente a los
ojos.
—Quiero volver –caminó hasta ella
y se sentó a su lado otra vez, tan
cerca que Ángela tuvo que girar la
cabeza—. Quiero que me creas, que
me perdones, que vuelvas conmigo.
—No, eso no es posible.
—Ángela, te quiero! –Ella se giró y
lo encaró, con los ojos húmedos.
Había deseado tanto escuchar esas
palabras! Por qué hasta ahora? Por
qué había tenido que esperar tanto?
—. No me crees? –preguntó él con
voz dolida—. Me enamoré de ti,
sabes? Me enamoré tanto que cada
uno de los días pasados sin ti me
duelen! Aún me duelen! Me duelen
por todas partes! –Ella seguía
mirándolo, y las lágrimas bajaron al
fin por sus mejillas—. Déjame
demostrarte que es verdad que te
quiero –susurró él acercándose
como para besarla, pero ella alejó
el rostro.
—Cómo harás eso? En el pasado
nunca pareció que te interesara de
mí otra cosa que no fuera sexo.
—Ah, de veras? No me interesó
nada más de ti?
—No intentes enredarme ahora,
Juan José.
—Lo conseguiría? –preguntó él
acercándose más a su rostro. Estaba
a punto de besarla y ella se moría
por volver a sentirlo, por volver a
tocarlo –si intento seducirte –siguió
él— aquí y ahora… caerías?
—Tal vez –escupió ella con rencor
—, porque al parecer sigues siendo
un hombre muy hábil en la cama,
pero muy torpe para cualquier otra
cosa fuera de ella—. Esas palabras
lo dejaron como de piedra, y ella
aprovechó para alejarse de él. Se
levantó del sofá en el que había
estado y lo miró allí sentado,
encajando el golpe que acababa de
recibir.
—Supongo que… me lo merezco –
dijo, sonriendo. Se puso en pie
lentamente, sintiendo un poco de
dolor en la pierna, como siempre
sucedía cuando hacía mucho frío
afuera, y además, él estaba mojado
por la lluvia.
Juan José respiró profundo
repetidamente, y la miró allí, de pie
y estoica, como si no le importara,
ni le afectara nada de lo que él le
había dicho hasta ahora. Cerró sus
ojos. Se había equivocado, al fin y
al cabo? Había visto más de lo que
en verdad había en ella? Pero
entonces la vio secarse las lágrimas
muy disimuladamente.
No, ella lo amaba, sólo estaba muy
herida, y tenía razón para sentirse
así. Pero cómo le iba a demostrar
que todo lo que él le estaba
diciendo era cierto?
Entonces la respuesta le vino como
del cielo: ella quería pruebas, del
mismo modo que en el pasado no le
habían bastado las palabras, ni las
joyas, ni las promesas, ella seguía
esperando pruebas.
Volvió a estornudar, y esta vez le
dolió en la garganta. Maravilloso,
se había resfriado.
Respiró profundo y volvió a hablar.
—Recuerdas lo que me dijiste
cuando, luego de casarnos, hicimos
por primera vez el amor? –Ella lo
miró sintiéndose un poco
escandalizada. A cuento de qué
traía él eso a colación? –Me dijiste
que lucharías por mí; yo te dije que
no valía la pena, pero aun así lo
hiciste. Y lo conseguiste; mírame,
me tienes en tus manos, suplicante y
humillado. Es mi Turno ahora –
tragó seco y la miró a los ojos—.
Lucharé por ti, Ángela, y te
reconquistaré. Te lo juro. Te
seguiré y te insistiré tanto que no
tendrás escapatoria. Esta vez iré
por ti con todas mis fuerzas, y no
podrás huir—. Intentó dar un paso,
pero entonces la pierna le dolió. El
momento más delicado e importante
de su vida y él estaba adolorido y
no podía hacer su salida
espectacular. Algún día estaría sano
del todo.
Cojeando, llegó hasta la puerta, sin
mirarla de nuevo, y salió.
Ángela estuvo allí otro par de
minutos más, y cuando escuchó el
motor del carro alejarse, corrió a la
ventana y abrió las cortinas para
ver las luces traseras del coche. Las
lágrimas volvieron a bañar su
rostro. Ah, quería creerle, quería
rendirse en sus brazos otra vez,
pero no podía, simplemente no
podía exponerse otra vez así. Había
comprobado que él era su más
terrible debilidad, el sitio donde
más podían hacerle daño, la
persona que más poder tenía sobre
ella.
Y ahora estaba como al principio.
Quería creerle, pero necesitaba una
evidencia de su amor, si es que de
verdad existía.
…30…
—Te ves como la mierda –le sonrió
Fabián a Juan José entrando a su
vacía casa.
—Gracias, yo también te quiero.
—Qué te pasó? –lo miró de arriba
abajo. Juan José estaba en pijama y
una bata encima. Había pasado
muchas noches en la misma
habitación con él y Mateo, así que
sabía que esa no era su forma
habitual de dormir.
—Me resfrié –contestó Juan José
caminando hacia la cocina y
sirviéndose un vaso de agua.
—Ya veo –Fabián lo vio tragar una
pastilla y caminar de nuevo hasta su
habitación. Miró en derredor. Ni
una miserable silla donde sentarse.
Las paredes rebotaban el sonido
haciendo eco al menor ruido.
—No dijiste que ibas a decorar
esto? –lo siguió a la habitación y lo
encontró tirado en la cama boca
abajo. Había pañuelos Kleenex por
todas partes. Tendió la mano hacia
él y lo encontró hirviendo en fiebre.
—Hey, estás muy mal.
—Ya tomé una pastilla, en nada
estaré mejor.
—Bien, espero que sí –Se sentó en
un extremo de la cama—. Y bien?
No me contaste cómo te fue ayer en
Trinidad.
Juan José recordó lo que había
averiguado en la biblioteca, y
luego, su conversación con ella en
su casa; sintió una punzada en el
estómago.
—Mejor de lo que pensé.
—Quieres hablar de ello? –Juan
José soltó una risita y se giró para
mirar a su amigo.
—Ángela es inocente –Fabián lo
miró sin comprender.
—Inocente… de qué?
—Ella no me engañaba con Miguel.
—Ah.
—Y el maldito fue quien la
convenció para que se divorciara
de mí.
—Por qué estás tan seguro?
—Tengo pruebas… bueno, no las
tengo, no tangibles –se sentó en la
cama y sorbió mocos—. Voy a
volver con Ángela.
—Y qué haces aquí?
—Estoy enfermo! Vamos a
volver… sólo que ella aún no lo
sabe.
—Ah, ya veo –murmuró Fabián,
incrédulo—. Y la vas a
reconquistar así, con mocos y todo?
—Con mocos y todo. Ella me
quiere aún.
—Pues felicitaciones.
—Esto no es un delirio, sabes?
—Mmmm, ni se me ocurriría –Juan
José volvió a tirarse a la cama,
dándose por vencido.
—Reconquistaré a Ángela. Es la
mujer de mi vida.
—Buena suerte con eso, hermano.
La vas a necesitar.
Volvió a sonar el timbre y esta vez
fue Fabián quien abrió la puerta. Al
ver a Carlos en la entrada, alzó sus
cejas.
—Juan José? –le preguntó Carlos.
—Griposo –Fabián le dejó entrar, y
Carlos hizo el mismo estudio a la
vacía sala que él cuando entró—.
Es primera vez que vienes aquí?
—Sí.
—Pues ven, y te guío a su
habitación—. Carlos hizo caso y lo
siguió a través de pasillos y
habitaciones vacías. No sabía que
su hermano estaba viviendo en un
sitio así. A qué se debía? Tan mal
estaba de dinero?
Cuando lo vio, sentado a la cama y
sorbiendo mocos, frunció el ceño y
entró.
—Por qué estás así?
—Porque soy la persona con peor
suerte en el mundo, por eso.
Parezco un anciano con mil
dolencias.
—Yo los dejo –se despidió Fabián
—. Quieres que te traiga algo para
esa gripa?
—Más pañuelos –pidió Juan José.
Carlos miró en derredor, no había
donde sentarse, así que permaneció
de pie. Juan José no le ofreció su
cama para sentarse, sabía que no lo
haría, así que miró a su hermano de
reojo.
—Por qué viniste? Y no me digas
que escuchaste decir que estoy
enfermo.
—No, vine porque me encontré
ayer con Ángela Riveros –Juan José
dio un respingo al oír el nombre.
—Qué?
—Podría enviar a Trinidad a un par
de detectives a que averigüen todo
lo que pasó allá, sabes? Pero pensé
que primero debía preguntarte, ya
que el asunto es personal.
—Sí, es personal…
—Pero tus asuntos personales están
afectando mis negocios, y… creo
que merezco saberlo. Lo harás, Juan
José? –Juan José miró a su hermano
entrecerrando sus ojos, sabiendo
que si no había enviado a nadie a
averiguar, y había venido aquí, era
porque se estaba conteniendo
seriamente.
—Por qué dices que está afectando
tus negocios?
—Ayer ella fue a la fábrica, es una
posible socia.
—Socia? No se necesita mucho
dinero para eso?
—Pues ella lo tiene. Te aseguro que
lo tiene.
—Por qué? –se preguntó él,
pensando en la enorme casa en la
que ahora vivía, su carro, su ropa…
se había ganado la lotería, acaso?
—Eso no lo sé. Así que… quién es
ella? Por qué te odia?
—Te habló de mí?
—Te contaré todo, palabra por
palabra, pero no hasta que me
cuentes qué pasó con ella en
Trinidad—. Juan José hizo una
mueca y se recostó a la cabecera de
la cama mirando en derredor su
vacía habitación.
—Ella… fue mi esposa.
—Qué?! –Exclamó Carlos, mirando
con ojos grandes de sorpresa a Juan
José. De todo se esperó menos
aquello.
—Tal como lo oyes. Estuvimos
casados durante un año.
—Qué… qué… —tartamudeó
Carlos, como si aún no lo creyera,
o no lo asimilara.
—La historia es muy simple –Juan
José se enderezó en su cama y
volvió a esquivar la mirada de su
hermano, como si lo que fuera a
decir a continuación lo avergonzara
—. Yo la vi y me propuse
seducirla… y lo conseguí… y
resultó que su padre era un maldito
y nos obligó a casarnos.
—Y tú por qué diablos nunca
dijiste nada?
—Ah, sí. Espera, iba a llegar a casa
y decir: Carlos, estoy casado con
una pueblerina a la que seduje
porque soy un maldito. Madre, no
cuentes con la boda entre Valentina
y yo. Valentina… No, Carlos, no
pude. Además, mi idea fue siempre
divorciarme.
—Pues fuiste un desgraciado y con
razón te odia. Con toda la razón del
mundo! –Juan José hizo una mueca.
—No, eso no es lo único por lo que
me odia. Hay mil razones más.
—No, no, no…. Carlos empezó a
dar vueltas por la habitación, aun
sosteniendo su maletín en la mano
—. A ver, sorpréndeme.
—Al principio –siguió Juan José,
en el fondo aliviado por poder
contarle a su hermano al fin toda la
verdad—. Al principio fue horrible
la vida entre los dos. Yo creía que
ella había instigado todo para
forzar el matrimonio, así que le hice
un poquito la vida imposible.
—Un poquito? –inquirió Carlos.
Juan José siguió como si nada.
—Luego me enteré de que ella era
otra víctima, y bueno… —respiró
profundo con un poco de dificultad
a causa de su resfriado—. Ya la
conoces… no sólo es hermosa; es
fuerte, tiene carácter. Es…
—Te enamoraste? –Juan José
asintió lentamente—. Y aun así te
divorciaste? Porque te divorciaste,
no?
—Yo… al principio no sabía qué
hacer con ella. Tenía terror de
traerla aquí y que tú y mamá la
rechazaran. Las cosas con Valentina
se enfriaron, pero de algún modo yo
pensé que tenía que seguir con
ella… y fue cuando sucedió lo del
accidente.
—Que fue provocado, y hasta ahora
no se sabe quién fue –apuntó
Carlos.
—Sí… así que allí fue cuando me
trajeron, Ángela vino a verme, tú la
conociste… y me decidí. La
presentaría ante ustedes así la
odiaran, no me importaba.
—Pero nunca lo hiciste.
—No, porque entonces ella me vio
besarme con Valentina y se fue –
Carlos se echó a reír. Juan José lo
miró extrañado, no recordaba haber
visto a su hermano así antes, pues
su risa no era de diversión, más
bien parecía de enojo.
—Eres el colmo –dijo su hermano
entre risas.
—Lo sé.
—Entonces le fuiste infiel a
Valentina con Ángela, y a Ángela
con Valentina. Qué enredo es este?
—No le fui infiel a Ángela… no
entonces… ese beso… Dios, sólo
pretendía despedirme de Valentina,
pero ella me besó y yo… es
complicado.
—Ajá –murmuró Carlos, ya sin
humor—. Sigue –Juan José sonrió.
Ya sabía que su hermano le haría
escupir todo.
—Ángela se molestó muchísimo.
—Y con razón.
—Y se fue a Trinidad –siguió Juan
José sin hacer caso de la
interrupción de su hermano—. Y
cuando quise ir tras ella para
preguntar qué pasaba… fue cuando
me atacaron.
—Tampoco se pudo aclarar ese
hecho. A pesar de que hemos
investigado.
—Tú también investigaste?
—Qué te crees, que si atacan a mi
hermano y yo me quedaré de brazos
cruzados? –Juan José lo miró con
sin saber qué decir, y esa mirada
puso incómodo a Carlos, que se
rascó la cabeza—. Y entonces,
estaba tan enojada que no le
importó lo que te sucedía?
—Ni siquiera se enteró. Ayer hablé
con ella otra vez luego de un año.
Nunca se enteró de que tuve ese
nuevo accidente, y como estaba tan
enojada conmigo, ignoró mis
llamadas y mensajes. Luego… esto
parece sacado de una telenovela,
pero es lo que me contaron… —
sonrió—. Ella me vio en un
periódico con Valentina, como si
hubiese estado de fiesta con ella.
—Imposible!
—Imposible, sí, pero ella lo creyó.
—Qué diablos…?
—Asumo que alguien manipuló
todo. El segundo accidente y la foto
en el diario.
—Pero quién? Quién tendría tanto
interés en romper tu relación con
ella? –Juan José respiró profundo.
—Miguel Ortiz –soltó Juan José, y
Carlos abrió grandes los ojos al
recordar que en una ocasión le
había preguntado a Juan José por él
y le había salido con evasivas.
Cuántas cosas había vivido su
hermano y él ni enterado? Cuántas
cosas se calló por falta de
confianza? Tan mal estaba la
relación entre los dos que ni aun
cuando estaba al borde de la locura,
le confió nada? Se sentó lentamente
en la esquina de la cama pensando
en que él tenía parte de culpa en
todo. Él era el mayor, él debió
haber dado el primer paso para
estrechar los lazos hace mucho
tiempo, pero no, todo lo que había
hecho era meterse en sus propios
problemas, ignorando que a su
alrededor estaban sucediendo cosas
graves.
—No tengo pruebas de nada –
siguió Juan José ignorando toda la
turbulencia en la mente y el corazón
de su hermano—, pero estoy seguro
de que fue él. Una vez me confesó
que estaba enamorado de Ángela. Y
yo… creí que lo había conseguido,
y furioso y estúpido… firmé el
divorcio, así que la perdí por un
año.
Carlos sonrió y Juan José lo miró al
fin. Su hermano sonreía de una
manera extraña. Todo él se estaba
comportando muy extraño ese día.
—No creo que la hayas perdido—.
Carlos se puso en pie de nuevo y
caminó hacia el ventanal que daba
vista hacia el jardín—. La actitud
de ella cuando se enteró de que soy
tu hermano fue el de una mujer
herida. Estoy seguro de que quería
invertir, pero al enterarse de que
somos hermanos, se echó atrás.
Incluso me pidió que no te dijera
que nos vimos, y si nos hacemos
socios quiere como condición que
tú no te enteres.
—Y entonces por qué me lo dices?
Su aporte será valioso, no?
—No más valioso que mi único
hermano –le dijo, girándose a
mirarlo. Juan José le sostuvo la
mirada, hasta que Carlos volvió a
mirar por el jardín—. No la
conozco –siguió Carlos—, pero a
mí me parece que no te odia. Tal
vez aún esté esperando una
explicación.
—Ella no quiere explicaciones,
quiere pruebas.
—Pues entonces pruébale que la
amas.
—Por qué haces esto? –le preguntó
Juan José—. Es porque ella de
repente se convirtió en una mujer
rica y te interesa su dinero? –Carlos
le dirigió una mirada tan oscura que
Juan José casi se arrepiente de lo
que dijo.
—Tengo el aspecto de alguien que
elige a sus amigos según su dinero y
su estrato?
—Perdóname, pero no me negarás
que cuando era una pueblerina
habrías arrugado tu aristocrática
nariz ante ella.
—En este momento, si no estuvieras
enfermo, te partiría la cara.
—Entonces…
—Ella me gustó desde el primer día
que la vi. Había tanta angustia en
sus lágrimas que pensé: Vaya, esta
chica sí que ama a mi hermano,
venirse desde Trinidad en las
fachas en las que estaba, a toda
carrera, sin saber si podría verte,
sólo por saber cómo estabas...
Madre ni siquiera se angustió;
Valentina no hacía sino mirar su
teléfono y la hora. No me importó si
venía del hueco más profundo,
había alguien que se preocupaba
por ti y eso fue lo que me importó!
Sólo me molestó saber que podía
ser un enredo pasajero para ti,
alguien a quien terminarías hiriendo
tarde o temprano. Y resultó que no
me equivoqué!
—Tienes razón en todo –sonrió
Juan José—, excepto en lo de
pasajero. No fue un enredo
pasajero. Aún estoy enamorado. Y
si se descuida, la haré mi mujer de
nuevo. Y esta vez para siempre.
Carlos volvió a mirar a su hermano,
esta vez sintiéndose orgulloso.
—Pues no lo vas a tener fácil.
Espero que lo consigas, y no por la
sociedad, aunque te estaría
mintiendo si te digo que no me
importa… pero lo que de verdad
me interesa es que seas feliz, Juan
José. No… no te miento en eso.
Juan José no dijo nada, sólo lo miró
fijamente, hasta que un acceso de
estornudos interrumpió el mágico
momento.
—Y creo que será mejor que te
lleve a un médico.
—Sólo es un resfriado –contestó
Juan José con voz muy nasal.
—Más te vale que me hagas caso.
—Carlos, me estoy cuidando bien.
No hagas alboroto por un simple…
—Estás solo en esta casa vacía, sin
nadie que cuide de ti. Un simple
resfriado se puede complicar y
cobrarse tu vida, y no me interesa
ser hijo único—. Juan José sonrió.
—No me negarás que en el pasado
sí quisiste serlo.
—Eras un grano en el culo, pero no,
siempre pensé que era bueno que tú
estuvieras allí.
—Claro, yo me llevaba todos los
regaños de papá y mamá.
—No, porque aprendí mucho de ti –
Juan José no supo qué contestar a
eso, y Carlos volvió a rascarse la
cabeza, incómodo—. Aguantabas
todo sin quejarte; recibías los
insultos de mamá, y sólo sonreías,
cuando yo sé que te dolían y te
importaban. Sabía que mamá era
injusta, cruel a veces. Luego de la
muerte de papá… nadie te consoló,
y yo fui un cobarde que no vio más
allá de sus narices. Y cuando me di
cuenta de lo que te estaban
haciendo… tú ya no querías nada
de nosotros, nada de mí. Y yo no
pude culparte—. Lo miró con una
sonrisa triste, y Juan José tragó
saliva, sin saber qué pensar, sin
saber qué sentir. Sólo se quedó
callado allí un momento más,
mirándolo, y en el fondo,
agradeciéndole por haberle dicho
lo que pensaba.
—No fue tan malo –dijo, al cabo de
un rato—. Yo tuve amigos, que
fueron y son como hermanos. Tengo
a Mateo y a Fabián. Tú, en cambio,
estuviste solo –Carlos se echó a
reír.
—Eso me hace ver un poco
patético.
—Tal vez lo eres—. Carlos volvió
a reír.
—No más que tú ahora correteando
detrás de Ángela para que te
perdone.
—Ah, pero valdrá mucho la pena.
Tengo que bajar mucho la cabeza
frente a ella, pero lo haré sin miedo
ni vergüenza. La reconquistaré—.
Carlos lo miró aún sonriente.
—Si lo intentas con esa
determinación, lo conseguirás.
—Gracias –contestó Juan José con
una sonrisa blanca, y Carlos volvió
a sonreír, esta vez negando. Estaba
feliz por haber sacado al fin lo que
tenía dentro. Tal vez la relación
nunca llegara a ser como la que
tenía con sus amigos, pero le
satisfacía enormemente haberle
hablado a su hermano con el
corazón.
—Bien, vístete.
—Por qué?
—Porque te llevaré al médico.
—Qué molesto eres.
—Ah, no lo sabes tú bien. Tendré
que hacerlo yo?
—Debí ser hijo único.
—Eso es una estupidez; yo soy el
mayor –Juan José siguió
refunfuñando, pero igual salió de la
cama y se puso ropa presentable
para salir con su hermano.
Ángela miraba hacia el jardín de
entrada de la casa sentada en el
alféizar de la ventana, vestida con
una simple blusa de algodón, jeans,
y descalza, con el cabello recogido
en una trenza y sin maquillar.
Qué esperaba? A Juan José
aparecerse con un ramo de flores
para ella?
Tal vez sí, aunque sólo fuera para
rechazarlas.
Ah, él había prometido, casi
amenazado, con insistirle hasta que
lo perdonara, y ella se había
sentido ansiosa por saber cómo lo
haría. En el pasado él no tuvo que
mover un dedo para conseguirla,
ella siempre estuvo allí, dispuesta
para él. En parte quería ser
cortejada.
Dejó salir el aire y aquello se
pareció demasiado a un suspiro.
Por favor! Ya no tenía diecinueve
años ni era una niña impresionable!
Ahora era fuerte, independiente, y
había vivido ya demasiado! Tenía
una hija de la que era absolutamente
responsable, dirigía varios
negocios, pronto se haría socia de
una gran multinacional, así que
ningún idiota con pantalones y aires
de grandeza podría convencerla tan
fácilmente!
Pero esa mujer independiente y
autosuficiente estaba enamorada.
Seguía tan enamorada como al
principio, o quizá más, porque
ahora tenía la experiencia de haber
dormido entre sus brazos, de
haberlo conocido casi hasta el
fondo.
O eso creyó.
Cuál era el verdadero Juan José? El
que la sedujo en el caracolí, el que
compartió con ella una casa, o el
que la engañó con Valentina y nunca
la presentó con su familia?
—No te atormentes –le dijo Ana
sentándose cerca de ella. Ángela la
miró por un segundo, pero volvió a
distraerse mirando por la ventana.
Le había contado su conversación
con Juan José en cuanto éste se fue,
y Eloísa había prometido venir esta
noche para que le contara con lujo
de detalles. Sentía que por sí misma
no sería capaz de tomar una
decisión, era como si necesitara
consejo del mundo entero para
poder hacer algo, pues, tenía que
admitirlo, tenía miedo, miedo de
ser débil otra vez.
—No me atormento –le contestó a
Ana con voz queda.
—Sí, estás allí, pensando y
pensando. Deja que las cosas
simplemente pasen.
—En el pasado dejé que las cosas
simplemente pasaran, y mira cómo
terminé.
—Y si él tiene razón y todo tiene
una explicación? Habrás perdido la
oportunidad de ser feliz junto al
hombre que amas, no crees? –
Ángela levantó la cabeza y miró a
su amiga a los ojos.
—Alguna vez has estado
enamorada, Ana? –Ella negó
bajando la mirada. Dicho así, ella
no tenía autoridad sobre el tema,
pero insistió.
—Pero creo en mis corazonadas,
siempre han salido certeras.
—Y qué corazonada tienes ahora?
—Que tú te arrepentirás si le niegas
la oportunidad de explicarse—.
Ángela hizo una mueca y volvió a
mirar hacia el jardín.
—Me siento como cuando me lancé
una vez al río sin saber nadar.
Estaba confiada, pensando en que
eso de ahogarse no me pasaría a mí.
Pero resulta que la corriente me
arrastró, y no sólo estuve a punto de
ahogarme, sino que luego recibí una
paliza de papá por descuidada.
—Debiste lanzarte con una cuerda
salvavidas.
—Eso debo hacer ahora? Lanzarme
con una cuerda salvavidas?
—No. Ahora, comprueba primero
la profundidad del río. Igual, son
aguas que ya has nadado antes, no?
—. Ángela se echó a reír.
—Eres muy buena con las
metáforas.
—Pero es la verdad, no? –Esta vez
Ángela se permitió suspirar.
—Sí. Conozco esas aguas. Pero no
dejo de tener miedo.
—Los miedosos nunca viven, dice
Eloísa, y no hay peor
arrepentimiento que aquel que te da
el no haber hecho algo.
Ana se levantó y salió de la sala
dejándola sola de nuevo con sus
pensamientos. Antes Ana odió a
Juan José casi al igual que ella, y
ahora parecía que era partidaria de
que le diera una oportunidad para
explicarse. Pero el miedo a ser
abandonada de nuevo le impedía
siquiera tocar las aguas de ese río,
y además estaba el temor a, una vez
estando zambullida en las aguas, no
querer salir a flote jamás.
…31…
—Correo para ti –dijo Ana
sosteniendo un sobre en la mano.
Ángela sostenía a Carolina dentro
de la bañera, y básicamente lo que
hacía era vigilarla para que no se
golpeara; la niña estaba encantada
con sus juguetes plásticos y sonreía
a su madre enseñándole el par de
dientecitos que apenas le asomaban.
—Qué es? –le preguntó sin quitar la
mirada de su hija. Ana abrió el
sobre y encontró una sencilla tarjeta
de invitación.
—Es para un cóctel. Texticol. Una
exposición.
—Ah, vaya. Me esperaba algo así.
Ese Carlos es persistente.
—Vas a ir? Es en cinco días.
Avisan muy encima de la fecha, no?
–Ana husmeó dentro del sobre y
encontró un papel doblado con una
nota escrita en una letra muy legible
y de trazos fuertes que a la legua se
notaba había sido hecha con una
pluma fina. Leyó en voz alta:—
“Estimada Ángela Riveros, ya sé
que es un poco precipitado, pero
es una velada que se programó
antes de su visita a nuestras
instalaciones y de verdad nos
gustaría contar con su presencia
en la exposición. Allí podrá
observar la otra cara de nuestro
mundo y trabajo. Atentamente,
Carlos Soler” –miró por un
momento la firma y frunció el ceño
—. Él no es muy dicharachero.
—No, parece que le cobraran las
palabras a un alto interés.
—Vas a ir? –Ángela respiró
profundo. Una exposición de telas.
No tenía ni idea de qué se hacía o
se decía en una reunión de esas.
—Ya no vale la pena que me
esconda. Ya Juan José me encontró.
—No te has estado escondiendo, no
realmente. Siempre estuviste aquí, y
si Juan José hubiese querido, te
habría contactado muchísimo antes.
—Sí, tienes razón.
—Entonces… un cóctel, eh? Qué se
pone uno en un cóctel?
—Preguntémosle a San Google –
Ana sonrió, y Ángela tomó a
Carolina en brazos sacándola de la
bañera, quien protestó un poco—.
No señorita –la regañó Ángela—.
Vas a terminar como una uva pasa
si te quedas otro rato allí.
La llevó en brazos hasta su cama y
la depositó allí, desnuda y bajo la
vigilancia de Ana, mientras le
buscaba la ropa que le pondría. Ana
seguía hablando acerca del cóctel, y
de que necesitaría ir de compras
para el vestido que usaría. Tal vez
se encontrara a Juan José, pensó
Ángela, o tal vez no; como dijo
Carlos, él no estaba enterado de
todos sus negocios.

Allí estaba Juan José.


Carlos había sido todo un excelente
anfitrión, y había mandado por ella
en un hermoso auto con chofer. Lo
que no le gustó de eso fue que luego
dependería de él para volver a
casa.
Se había puesto un vestido azul
metálico que le ajustaba perfecto, y
las mangas estaban hechas en un
fino encaje; le llegaba unos
centímetros arriba de la rodilla y
las zapatillas plateadas la hacían
ver más alta de lo que en verdad
era. Carlos la recibió con una
sonrisa profesional y la fue guiando
a lo largo del salón de
exposiciones, donde, de unos
ganchos estratégicamente ubicados
en la pared y el techo, colgaban
telas de todo tipo de género.
—Esta exposición es exclusiva
para tela de vestuario. Todos los
aquí presentes son o clientes, o
prensa, y muy pocos, colaboradores
y socios.
—Tienes más socios? –preguntó
ella, admirando una suave blonda
blanca entre sus dedos.
—Claro. Son socios minoritarios,
pero socios, al fin y al cabo.
—Juan José es socio? –preguntó
ella, y Carlos la miró por un
instante en silencio.
—Sí. Cada miembro de mi familia
tiene una pequeña parte, pero yo lo
dirijo todo. Digamos que a ellos
sólo les llega un cheque con su
participación mensual.
—Ah.
Carlos desvió el tema de nuevo
hacia las telas y todo el proceso de
ventas hasta que llegaban al usuario
final. Ángela escuchaba y absorbía
todo como una esponja.
Parecía que Carlos se había
propuesto hacerle compañía toda la
noche, pues aunque otras personas
intentaban captar su atención, él,
muy hábilmente, los dejaba a cargo
de otras personas de la empresa
para poder dedicarse en exclusiva a
ella. Ángela nunca había sido tan
bien atendida, en ninguna parte.
Pero claro, ella ahora era rica, y a
él le interesaba que ella invirtiera
en su negocio; no se la podía tratar
mal.
Sin embargo, en un momento el
móvil de Carlos sonó y él se excusó
dejándola sola.
Miró en derredor las personas
conversando acerca de las telas, y a
otros que parecían ser de la prensa
tomar fotografías del lugar. Le dio
un sorbo a su copa de vino
pensando en que tendría que
empezar a desenvolverse bien en
ese medio, si es que quería hacer
parte de él.
—Por qué una dama tan hermosa
está tan sola? –preguntó alguien
detrás de ella, y Ángela se giró
lentamente. Era un hombre joven de
cabellos rizados y rubios, con ojos
azules y nariz un poco aguileña.
Tenía acento extranjero, y Ángela
se preguntó si era europeo—. Mi
nombre es Arthur Adams –se
presentó él tendiéndole su mano con
la palma hacia arriba.
—Ángela Riveros –correspondió
ella dándole su mano, intentando no
ser tímida, y él se inclinó a ella
para besarle el dorso de los dedos.
—Ángela. Precioso nombre.
—Gracias.
—Prensa o cliente?
—Ninguno de los dos, me temo.
Posible socia.
—Oh, mucho más importante que
los anteriores. Supongo que nuestro
querido Carlos te ha tratado como a
una diosa. Pero no –se contestó en
seguida—, si te dejó sola es que no
lo está haciendo tan bien.
—Él tuvo que contestar una
llamada.
—No es excusa. Es imperdonable.
Afortunadamente estoy aquí. Ya
pasaste al buffet? Tenemos unos
exquisitos pasabocas.
—No fastidies, Arthur –dijo otra
voz, y Ángela vio entonces a Juan
José, que miraba a Arthur con una
sonrisa sin humor. Con la misma
estatura, los dos hombres se
miraron el uno al otro como dos
perros de pelea midiendo la fuerza
en sus mandíbulas.
—Sólo hacía mi trabajo como
anfitrión, ya que tu hermano es tan
lamentable en el oficio.
—Con atosigarla, no estás haciendo
mejor papel. Perdona, sabes qué es
“atosigar”?
—Obviamente nada bonito. Mi
hermosa dama –se giró de nuevo a
Ángela con una sonrisa
encantadora. Ángela estaba que se
reía, pero disimuló muy bien—. La
dejo en compañía de este
indeseable. Le deseo la mejor de
las suertes—. Y con esas palabras,
la dejó. Ángela vio la ancha
espalda del rubio alejarse con una
sonrisa contenida.
—Anda, puedes reírte si quieres—.
Ella lo ignoró olímpicamente. Juan
José no se amilanó— Es un
ejecutivo y socio de la empresa. Se
encarga del área de ventas. Lleva
bastante tiempo en la compañía.
—Parece que sabes bastante del
tema, para ser alguien ajeno a la
fábrica.
—No soy tan ajeno. Como socio,
tengo que asistir de vez en cuando a
juntas y otras cosas, aunque mi
participación, frente a la de Carlos,
es irrisoria.
—No tienen la misma? –preguntó
ella, interesada a su pesar.
—No, papá se lo dejó casi todo a
Carlos. Aunque claro, en esa época
todo eran deudas, así que para mí
fue más bien un alivio.
Ángela bebió otro sorbo de su copa
pensando en lo injusto que era
aquello, aunque luego hubiese sido
más trabajo para el uno que para el
otro.
—Entonces –dijo Juan José—. Vas
a invertir?
—Si me tengo que seguir
encontrando contigo en estas
reuniones, a lo mejor no.
—No mientas. Te acabo de salvar
de ese lambiscón. Me debes una.
—Ah, no sabía que tenía que ser
salvada.
—Ese, a toda falda que ve, quiere
llevársela a la cama. Es un riesgo
en pantalones.
—Se parece a alguien que conozco.
—No, yo al menos uso condón –le
susurró, y ella quiso enojarse, pero
no pudo. Al contrario, tuvo que
mirar a otro lado para que no la
viera sonreír.
Juan José entonces se tomó la
libertad de posar su mano en su
espalda baja, y ella sintió un
extraño escalofrío ante el calor de
sus dedos. Él la fue conduciendo
hasta que llegaron a la mesa del
bufet, donde había todo tipo de
aperitivos.
Juan José tomó dos platos y los
llenó, le pasó uno a ella y le sonrió.
—Qué haces aquí, realmente? –le
preguntó Ángela sin mirar apenas el
plato que le pasaba.
—Si te digo que sabía que estarías
aquí, te enfadarías?
—No lo sé, depende de quién te lo
haya dicho.
—Le dije a Carlos que estoy
enamorado de ti, y que pienso
arriesgarlo todo con tal de
reconquistarte. Así que él me chivó
que estarías acá –él alzó la mirada
y se encontró con la de ella, que
parecía sorprendida.
—Le dijiste…
—Que te amo. Que eres la mujer de
mi vida… y que en el pasado
estuvimos casados.
—Se lo contaste?
—No me crees? Vamos a él y le
preguntas.
—No! Cómo crees que le voy a
preguntar: Eh, Carlos, tu hermano te
contó que se divorció de mí hace un
año?
—Mmmm, dicho así, suena hasta
feo. No. Yo lo que le dije es: Ella
no fue un enredo pasajero; sigo
enamorado de ella. Y si se
descuida, la haré mi mujer de
nuevo. Y esta vez para siempre. –
ignorando su mirada atónita, Juan
José se llevó el índice a los labios
con aire pensativo—. Incluso creo
que fui mucho más penoso y
romántico. Acababa de ser
rechazado por ti.
—Porque te lo mereces.
—Me lo merezco –admitió él,
poniéndose la mano en el vientre,
como si hubiese sido herido allí—.
Me merezco todo el sufrimiento que
me ha traído este tiempo sin ti.
Hace cuánto no te beso, Ángela? –
estaba cayendo en la red, pensó
ella, ignominiosamente atrapada en
sus palabras y su mirada. De
verdad, hacía cuánto tiempo nadie
la besaba? Intentando borrar esos
pensamientos tan poco dignos, se
bebió otro trago de vino.
—Hoola, Juan José –saludó una
hermosa morena colgándose de él
con aire coqueto y posesivo,
rompiendo la atmósfera de dulce
encanto en la que se hallaban los
dos. Él la miró como si fuera un
bicho asqueroso sobre su fino saco
—. Ya no te acuerdas de mí? Esos
tiempos en la universidad… —
Como Juan José siguió mirándola
como a un bicho, la mujer se separó
de él con gesto enfadado—. Soy
Adriana! Adriana Buendía, ex
compañera de Valentina.
—Ah… —contestó él, pero seguía
sin dar pista de que la reconocía.
Ángela quiso sentirse molesta por
la intromisión, porque la mujer
insinuaba que se había acostado con
Juan José aun en la época en la que
él y Valentina eran novios, pero no
pudo, todo lo que pudo sentir fue
diversión al ver el azoramiento de
Juan José y los intentos de la
muchacha por acapararlo.
—Ahora estoy trabajando en
prensa, te vi y me dije: No puede
ser, Juanjo aquí! Te habías perdido
por una buena temporada –se quejó,
acariciando el cabello de Juan José
en su nuca—, no sabes lo mucho
que te hemos extrañado.
—Todas las mujeres de Bogotá lo
extrañaron, al parecer –apuntó
Ángela, participando de la
conversación, miró a Juan José con
una ceja alzada, y él quiso salir de
allí corriendo; esa mirada de
Ángela no auguraba nada bueno—.
Tú, Valentina, y las otras mujeres
con las que se acostaba debieron
echarlo mucho de menos…
—Ángela…
—Cómo hacían? Se turnaban? El
lunes, tú; el martes, ella; pero los
fines de semana son exclusivamente
de Valentina. Qué organizado,
verdad?
—Ángela…
—Sin embargo! Lo increíble aquí
es que todas las amigas de
Valentina compartían el mismo
novio, pero eran solidarias, no se
peleaban entre ellas; debe ser que
en el fondo sabían que no era de
ninguna, al fin y al cabo…
—Ángela María Riveros Cárdenas!
–la regañó Juan José, y Adriana la
miró de arriba abajo preguntándose
quién diablos era ella, y por qué él
le daba tanta importancia.
—No tengo por qué escucharte –
dijo, y se alejó. Ángela no pudo
más y soltó la risa. Rió y rió hasta
que Juan José tuvo que quitarle la
copa y el plato de la mano antes de
que causara un accidente.
—La venganza es un plato que sabe
mejor si está frío –murmuró él, y se
bebió lo que quedaba de la copa de
Ángela.
—Sabes? –dijo ella entre risas—,
sólo mi papá me llamaba por mi
nombre completo.
—Ah, ok, ahora estoy al mismo
nivel que ese hombre.
—Estás enfadado?
—Debería?
—Bah, al cabo que ni me importa.
¡Te tomaste mi copa! –él miró la
copa vacía en su mano. Sólo había
bebido un pequeño trago, y ella
debió haber consumido el resto.
Estaba achispada.
—Sí, me la bebí. Te lo mereces por
meterte conmigo—. Ella hizo un
muy bonito puchero y le apoyó una
mano en su hombro, acercándose.
—De qué hablábamos antes de que
esa llegara?
—De que hace tiempo que no te
beso.
—Ah, eso –sonrió ella, y miró sus
labios. Quería besarlo, ah, lo
deseaba con todas sus fibras. Él
suspiró y la condujo hacia un área
donde había mayor iluminación y
ventilación.
—No sé mucho de telas, lo que sé
es que mi hermano ha invertido
muchísimo en esta colección—.
Ángela pestañeaba como si se
preguntara cómo había llegado
hasta allí. Juan José le puso un
aperitivo en la boca y ella lo
recibió casi aturdida—. Te bebiste
el vino sin nada en el estómago,
estás un poco achispada.
—Vaya –contestó ella mientras
masticaba y tragaba, preguntándose
si ahora podría alimentar a
Carolina. Como no tenía a nadie a
quien preguntarle, otra vez san
Google la sacaría del aprieto. Miró
a Juan José tenderle el plato de
aperitivos—, tendré que subirte a
un pedestal por no aprovecharte de
la situación.
—Cuando te vuelva a tener en mis
brazos, Ángela, estarás en tus cinco
sentidos, y no podrás echarle luego
la culpa al alcohol—. Ella sonrió,
un poco enternecida. Él atacaba sin
pausa y sin tregua. Parecía que de
verdad estaba empeñado en volver
a conseguirla. Mientras le enseñaba
las telas, sin usar el lenguaje
técnico de Carlos, muchas otras
mujeres se acercaron a él para
saludarlo, y hasta estamparle un
peso en la mejilla. Ella sólo podía
reírse de los descarados intentos de
esas mujeres, y del azoramiento de
él.
—Soltero, eres peligroso.
—Lo triste es que no me siento
soltero –le dijo, lanzándole una
lánguida mirada que ella
comprendió muy bien. Al momento
llegó Carlos.
—Me excuso por mi larga ausencia
–le dijo, y Ángela le sonrió cordial.
—Tu hermano ha intentado hacerlo
bien, fue divertido –Juan José
meneó la cabeza sonriendo.
—Ella miente. Ha estado encantada
con mi compañía.
—Creo que el encantado has sido
tú. No te veía esa sonrisa tonta
desde que papá nos dijo una vez
que nos llevaría a Orlando—. La
sonrisa de Juan José se esfumó,
molesto con su hermano por decir
ese tipo de cosas delante de
Ángela; pero ella se estaba riendo
otra vez, y supuso que merecía ser
el objeto de burlas por un rato. Pero
diablos, sólo por un rato. —Y
entonces –siguió Carlos—. Es mi
hermano tan horrible que prefieres
perderte el participar en mi
empresa?
—Eso es una tontería –contestó ella
—. Por dondequiera que voy, sólo
escucho alabanzas por tu buena
gestión.
—Sí, levantó la empresa del mismo
polvo –murmuró Juan José, un poco
celoso de Carlos.
—Tuve un equipo de trabajo –dijo
él, como si el mérito no fuera suyo
—. Equipo que te asesorará
también a ti en el caso de que
quieras unírtenos.
Ángela miró al par de hermanos, tan
diferentes y parecidos. Cuando se
proponían algo, no descansaban
hasta conseguirlo; habían heredado
la misma terquedad, y ahora que se
fijaba, la misma sonrisa torcida de
quien no le da mucha importancia a
las cosas, pero que en el fondo,
morirían sin ellas. Cerró sus ojos
por un instante, decidiéndose. Juan
José ya era parte de su vida otra
vez, Carlos era un excelente
presidente. No tenía razón para
decir que no.
—Cuándo tengo que firmar?
—Mañana mismo, si te parece bien
–contestó Carlos, intentando
disimular su júbilo.
—Traeré a Ignacio Fuentes.
—Trae a todo el que quieras,
mañana te enterarás de otros
detalles acerca de tus derechos
como nueva socia, y tus deberes.
—Eso me parece bien.
—Bien! Entonces te dejo para que
sigas disfrutando de la velada, y de
la compañía de mi hermano, quien,
entre otras cosas, no es persona sin
ti.
—Gracias, Carlos –murmuró de
nuevo Juan José con una mirada
asesina. Y Ángela torció la boca
disimulando su nuevo acceso de
risa—. Todos se han empeñado en
hacerme quedar en ridículo –se
quejó él cuando su hermano se hubo
ido.
—Él sólo lo hace para que yo me
crea que de verdad has sido una
pena de hombre sin mí, pero no soy
fácil de engañar.
—Mejor –dijo él levantando el
mentón—. Eso de ser una pena de
hombre no tiene estilo.
Y ésta vez, Ángela no quiso
disimular su risa.
Muchas otras mujeres intentaron
acaparar de nuevo la atención de
Juan José, pero este ya no tuvo que
hacer malabares para espantarlas,
Ángela se encargaba muy bien con
sus comentarios sarcásticos, y el
hecho de que él no se opusiera, o se
quejara, definitivamente las dejaba
fuera de base. A todo el que
saludaban, él la presentaba como si
fuera alguien muy importante, y
como no le quitaba el ojo de
encima, ni las manos, realmente,
ellos se lo creían.
—Entonces es definitivo lo de
Valentina –escucharon decir a un
grupo al que acababan de dejar, y
Ángela sintió mariposas en el
estómago.
Poco a poco las horas fueron
pasando, y entonces Juan José se
ofreció a llevarla de vuelta a casa.
Ya se lo esperaba, así que no se
opuso.
—Es tuyo? –le preguntó Ángela al
ver el automóvil.
—No. Aún no me puedo permitir
uno. Estoy ahorrando para comprar
el que quiero. Este es de Fabián.
Me lo presta desinteresadamente.
—Qué buenos amigos tienes –
comentó ella mientras él le abría la
portezuela para que ella entrara.
—Los mejores, realmente—. Ella
entró al auto y se puso el cinturón
de seguridad, preguntándose qué
nuevo avance haría él esta noche.
Intentaría besarla en la entrada?
Seducirla para que lo invitara a
subir a su habitación? Dios, ella no
se sentía con fuerza para
rechazarlo.
Silencioso, Juan José entró al auto y
lo puso en marcha, y así
permaneció durante el camino.
Ángela se preguntaba si aquel
silencio era parte de su estrategia
de reconquista, porque le estaba
funcionando; estaba deseando
hablar de cualquier cosa con él,
como hacían en el pasado. Pero
Juan José no estaba urdiendo
ninguna red alrededor de ella con
su silencio, sólo estaba disfrutando
el tenerla a su lado otra vez, el
percibir su perfume.
Cuando llegaron a su casa, Ángela
esperó a que él le abriera la puerta,
y cuando vio que él no se
encaminaba con ella hacia la
entrada, alzo una ceja.
—Pensé que me acompañarías
hasta la misma puerta de entrada.
—Si te llevo allí –adujo él—,
tendré que llevarte luego a la de tu
habitación; y luego allí, me las
arreglaría para meterme en tu cama.
—Ah, qué sincero.
—Nunca te he mentido.
—Ah, no?
—No –volvió a decir él, más como
si se sorprendiera a sí mismo con
esa verdad—. Nunca te mentí.
Oculté algunas cosas, pero nunca te
dije una mentira deliberadamente.
—Qué me ocultabas? –él la miró
fijamente, y los dedos le
cosquillearon por tocarla.
—Cosas que debí decirte para que
luego no desconfiaras tanto de mí.
Como que, luego de estar contigo en
esa cocina, no volví a tocar a
Valentina, ni a ninguna otra mujer.
Pero como ves, son detalles que
parecen forzados para que me creas
y me perdones—. Vio a Ángela
tragar saliva y mirarlo fijamente.
—Es eso verdad?
—Nunca te he mentido, Ángela, y
nunca lo haré.
—Mmmm, interesante. A ver, te
pongo a prueba; con cuántas
mujeres te acostaste este año que
estuvimos sin vernos? –él rió un
poco avergonzado. Se miró los pies
y se rascó la nuca.
—Con nadie. Pepito es un maldito
desgraciado que te sigue siendo
fiel.
—Pepito… —susurró ella como si
acariciara el nombre de un ser muy
querido en el pasado.
—Pero eso también es poco
creíble.
—Es decir que has sido célibe todo
este tiempo –Juan José asintió con
una mueca—. Y… sabe tu madre de
mí? –él negó meneando la cabeza.
—Ni la he visto. Tal vez es que en
el fondo no me interesa lo que
opine, realmente.
—Me odiará, verdad? –preguntó
ella, de un momento a otro fiándose
de su palabra.
—Con todo su ser.
—Gracias por la sinceridad.
—Cuando quieras.
—Ah, entonces… —ella se acercó
más— me deseas en este momento?
–él la miró con el deseo aflorando
en su mirada.
—Pasaría toda la noche haciéndote
el amor –susurró, y sintió su
respiración un tanto agitada; pasó la
yema de sus dedos por las
aterciopeladas mejillas—. Porque
te deseo tanto que me duele—. Ella
sonrió.
—Dónde?
—Ah, tú sabes dónde –ella volvió a
reír. Dio unos pasos alejándose,
camino hacia la puerta, y antes de
entrar, se giró a él y le sonrió.
—Esta vez no te será fácil, Juan
José.
—Apuesto a que no, pero acabas de
admitir que tarde o temprano te
tendré de nuevo—. Ella hizo una
mueca, cayendo en cuenta de su
error. Bien, a lo hecho, pecho, se
dijo.
—Tal vez, pero como te digo, esta
vez no te será fácil.
—Esperaré. Esperaré todo lo que
haya esperar. No hay otra mujer en
el mundo con la que quiera estar—.
Y sin decir más, abrió la puerta del
auto y se introdujo en él. Ángela lo
vio desaparecer y respiró profundo.
Tampoco había otro hombre en el
mundo con el que ella quisiera
estar.
…32…
—Y bien, eso es todo –dijo Carlos,
tendiéndole a Ángela un último
documento. Se les había ido la
mañana en juntas, firmando papeles,
analizando, leyendo y discutiendo
los diferentes términos de los
contratos.
—Muchas gracias, pensé que todo
esto sería mucho más engorroso –
comentó Ángela deseando llegar a
su casa y quitarse los tacones.
Tendría que acostumbrarse pronto a
los muy malditos.
—Bueno, hemos intentado que te
sea más sencillo de llevar. Como
tienes al señor Fuentes, te será más
fácil.
—En el futuro… —empezó a decir
Ángela, poniéndose la yema del
dedo pulgar en los labios, y
mirando la mesa como si allí se
hallaran las palabras correctas para
decir lo que quería—. Es decir, si
quisiera que alguien allegado a mí
ocupara un puesto importante aquí,
podría hacerlo?
—Tienes casi tanto poder como yo
en esta empresa –admitió Carlos—.
Es decir, puedes incidir en la
contratación del personal casi tanto
como yo. Lo único que te pediría
es, para el bien de los que ya están
y llevan una trayectoria aquí, que
me lo preguntes; no tanto como una
consulta, sino como una asesoría.
—No te preocupes, no estoy
pensando en cambiar la planta. Si tú
los tienes, es porque lo hacen bien.
Es sólo que tengo una amiga que a
lo mejor quiera empezar a trabajar
aquí. Pero igual, estoy hablando por
ella, ni siquiera se lo he consultado.
—Creo que sí podríamos ayudar a
tu amiga. Con tu dinero,
empezaremos a hacer unos cuantos
cambios, así que necesitaremos
nuevos departamentos, y con ellos,
nuevo personal. Qué estudió tu
amiga? –Ángela sonrió.
—No, aún está estudiando. Pero en
un futuro próximo… puede ser…
—Ah—. Carlos intentó disimular lo
poco que le gustaba la idea de
contratar personal no calificado en
sus dependencias, pero ni modo,
Ángela era una importante socia y
no podría llevarle la contraria si se
empeñaba en traer amistades.
Ángela volvió a sonreír.
—Relájate, hombre, no vendré con
extravagancias. Sólo quiero tantear
el terreno.
—Confío en tu buen juicio, después
de todo, es tu dinero también.
—Claro que sí, y el futuro de mis
hijos—. Carlos la miró y Ángela
quiso amarrarse la boca. La mirada
de Carlos expresaba muchos
interrogantes. Ahora no podría
salirse con evasivas y decir que los
tales hijos no existían—. Bueno, si
esto es todo, me voy.
—De ningún modo –la detuvo
Carlos, y al momento, entró un
camarero empujando un carrito con
champaña y copas—. Esto tenemos
que celebrarlo.
—Eh… no bebo alcohol… anoche
ya excedí mi cuota.
—Vamos, sólo para brindar, no
tienes que tomarla toda.
—Está bien—. Ángela recibió la
copa y Carlos descorchó la botella
con bastante pericia. Los presentes
aplaudieron y rieron deseando
éxitos en la nueva sociedad. Arthur
Adams entró y le besó ambas
mejillas a Ángela dándole la
bienvenida a Texticol, y
ofreciéndose como guía en todo lo
que se le ofreciera. Carlos tuvo que
tomarlo de un brazo y alejarlo de
ella arguyendo que la estaba
acaparando. Ángela sonrió al saber
que Carlos sólo estaba cuidando de
los intereses de su hermano.
Eloísa entró al edificio donde
actualmente se encontraba su padre
trabajando. Tenían, con Beatriz, el
proyecto de trasladarse a la capital,
pues su padre sería congresista y
desde aquí podría realizar mejor su
gestión. Mientras esperaba en el
ascensor que la llevaba al piso
donde Julio tenía su oficina se
encontró con un personaje que no
esperó ver por allí.
—Miguel Ortiz –el aludido se giró
a mirarla, y sonrió sorprendido.
—Eloísa! Cuánto tiempo sin verte!
—Eso mismo digo. Dónde
andabas?
—En Trinidad, claro. Pero me
trasladé con tu padre aquí.
—Ya –lo miró sin decir nada,
preguntándose si sería cierto que
manipuló un diario sólo por ver a
Ángela y a Juan José separados.
Había que estar muy enfermo para
llegar a ese extremo, pensó, y
Miguel parecía muy normal.
—Qué me cuentas de Ángela? –
preguntó él— Ha pasado mucho
tiempo sin saber de ella. Cómo
está… su bebé?
—Carolina está perfecta, al igual
que Angie. Qué extraño que luego
de que no la dejabas ni a sol ni a
sombra, te desaparecieras.
—Ah, bueno. Angie dejó muy claro
que no quería nada de mí.
—Nada? Ni siquiera como amigo?
—Por qué me haces esas preguntas?
Está en problemas? Me necesita?
—Afortunadamente, no. Sólo me
preguntaba—. Miguel sólo se
encogió de hombros, como si nunca
le hubiese dedicado mucho tiempo
a pensar en eso.
El ascensor se abrió y ambos
entraron. Eloísa iba haciéndose mil
preguntas, preguntas que no podría
hacer directamente. Se moría por
llamar a Ángela y comentarle.
Tenía que ponerlo a prueba, hacerlo
reaccionar con algo. Pero qué? Él
parecía como si le diera igual el
destino de Ángela, cuando antes
estuvo muy empeñado en hacer
parte de su vida.
—El otro día se encontró con Juan
José –soltó de pronto. Mirándolo
fijamente, estudiando sus
reacciones, y Miguel giró a mirarla
tan rápido que un poco más y se
habría noqueado a sí mismo.
—Ah… sí?
—Están hablando. Quizá vuelvan.
Parece que están destinados a estar
juntos—. Miguel soltó una risa que
le provocó escalofríos.
—Eso es una estupidez. El destino
es sólo un invento de las abuelas
para ponerle un poco de
romanticismo al tedio de sus
propias vidas.
—Eso te parece? Pues el tiempo lo
dirá, no? Si están destinados, se
perdonarán, y quién sabe? Tal vez
se vuelvan a casar—. Lo vio
morderse los labios en silencio.
Cuando el ascensor se detuvo, no la
esperó, a pesar de que iban al
mismo sitio, y salió disparado.
Eloísa sonrió con malicia; no sabía
qué había echado a andar con las
palabras que le había dicho, pero
pronto Miguel mostraría su
verdadera cara. Ya era hora de
saber en qué partido jugaba, de que
se quitara la máscara.

Juan José llegó a la mansión Soler y


en seguida las muchachas del
servicio que pululaban por la casa
lo atendieron, brindándole bebidas
y preguntando por su salud.
—Madre? –preguntó él, y una de
las muchachas le indicó que estaba
en su salón favorito.
Se encaminó allí y la encontró
bebiendo el té sola, mirando por la
ventana y sosteniendo un libro en
sus manos. Erguida, bien
presentada, como si esperara
recibir a alguien importante;
ciertamente no parecía alguien muy
fácil de tratar.
Juan José carraspeó y Judith se giró
a mirarlo.
—Vaya, qué sorpresa más
inesperada.
—Hola, madre –Juan José se
acercó y le besó la mejilla—.
Cómo has estado?
—Perfectamente. A qué debo tu
visita?
—Un hijo necesita excusas para
visitar a su madre?
—No trates de envolverme.
Necesitas dinero, acaso?
—Nunca te he buscado para pedirte
dinero, por qué llegas a esa
conclusión?
—Entonces qué necesitas? –Juan
José dejó salir el aire sintiéndose
frustrado. Era imposible sostener
una conversación cordial con su
madre.
—Venía a decirte algo importante.
—Vuelves con Valentina?
—Madre, hace más de un año que
lo dejamos, por qué insistes…?
—No lo dejaron, tú la dejaste a
ella. Sabes que no querré a nadie
más por esposa para ti.
—De veras te importa tanto? –
Judith lo miró de arriba abajo
escudriñándolo.
—Y qué es eso importante que
vienes a decirme?
—Me he enamorado –dijo Juan
José, sabiendo que sería inútil
contarle su historia pasada con
Ángela—. Es una mujer muy
importante para mí; quiero
presentártela y necesito tu promesa
de que la tratarás bien—. Judith
bajó poco a poco la mano que
sostenía la taza de té y la apoyó
sobre su plato mirándolo fijamente.
—Qué?
—Lo que oyes. Con esta, si me da
el sí, me casaré.
—Y Valentina?
—Por Dios, cuántas veces tengo
que decírtelo?
—Ella sería la hija perfecta, no
quiero a ninguna otra!
—Entonces por qué no la adoptas?
—Juan José, no seas insolente!
—Está bien! Lo siento! Pero es que
es imposible hablar contigo. Te
estoy diciendo que me enamoré, que
es la mujer de mi vida, que la traeré
aquí porque es importante para ella,
y tú…
—Para ella? No para ti?
—Sinceramente –dijo, con rencor
—, me da igual lo que tú pienses,
pero te advierto, madre, que no
toleraré que la trates mal. Soy
claro?
—Con quién te crees que estás
hablando? –exclamó Judith a la
espalda de Juan José, que ya se
alejaba—. Soy tu madre! –pero él
no se detuvo a agregar nada más.
Judith miró en derredor sumamente
exasperada. Sólo esto le faltaba.
Qué le pasaba a ese hijo suyo? Era
tan diferente de Carlos, siempre
llevándole la contraria en todo,
siempre disgustándola!
Tendría que ver quién era esa
fulana, y podía ser la hija del
mismísimo rey de Inglaterra, pero
le haría la vida imposible por
pretender meterse en su familia.

Juan José llegó a casa de Ángela y


tomó del asiento del copiloto la
maceta con la orquídea que le había
traído. Era un precioso ejemplar de
cambria, y no estaba cortada y
muerta, no, estaba viva en su
maceta. Sabía que a Ángela le
gustaban las flores, en Trinidad
había hecho maravillas con su
pequeño jardín trasero, y él quería
recordarle que no todo en el pasado
había sido malo, que también hubo
cosas muy buenas.
O tal vez sólo estaba exagerando y
dándole más trabajo al jardinero.
En el momento, un bus escolar se
detuvo y de él bajaron tres chicos
en edad adolescente. No los
reconoció, aunque el varón le llamó
mucho la atención.
—A quién buscas? –preguntó la
mayor de todos.
—A Ángela.
—Eres un pretendiente, o algo? –
dijo la otra chica, de facciones muy
hermosas y nariz respingona.
—Bueno…
—Esas cosas no se preguntan,
Paula –dijo el chico, y Juan José no
dejó de mirarlo.
—A esta hora debe estar en el
jardín –dijo la mayor—. Sigue por
allí ese sendero. Te llevará hasta
ella.
—Gracias –dijo Juan José haciendo
una pequeña reverencia y salió por
la ruta que se le había indicado.
—Y si es un ladrón o un acosador?
–le preguntó Sebastián a sus
hermanas, desconfiado.
—Ese fue el hombre que estuvo
aquí el otro día y pasó toda una
tarde esperando a Ángela –murmuró
Paula—. A lo mejor sí es un
pretendiente.
Juan José admiró el jardín, y
orgulloso, pensó que ninguna flor se
le comparaba a la que traía en su
maceta, y de repente, la dejó caer
en el suelo, rompiéndola.
En una glorieta blanca, forrada con
flores de vivos colores, estaba
Ángela sentada… amamantando a
un bebé.
El ruido la hizo alzar la cabeza, y lo
vio. Juan José estaba allí, de pie,
mirándola con cara de asombro, de
susto, de sorpresa y miedo… todo a
la vez.
La respiración de Juan José se tomó
unas vacaciones en ese preciso
momento, y no fue consciente de
que el aire le faltaba sino cuando
luces brillantes empezaron a
aparecer ante sus ojos.
Esa era Ángela, no había duda. Le
daba el pecho a un bulto rosado que
se agarraba el pie mientras chupaba
de su seno.
—Yo… —empezó a decir ella, y lo
vio cerrar los ojos, levantar una
mano para detenerla, y dar la media
vuelta—. Juan José! –lo llamó, y él
dio un par de pasos alejándose,
pero de pronto, se detuvo de nuevo.
Piensa, piensa, se dijo él. Esto
podría ser una alucinación. Te la
imaginaste muchas veces así en el
pasado, lo deseaste con muchas
fuerzas, y todo esto, la glorieta, las
flores, ella como una madona
alimentando a un niño, es
demasiado hermoso, demasiado
perfecto!
Se giró de nuevo, y no, allí seguía
ella, esta vez con cara de
circunstancias. Dio unos pasos
ágiles hacia ella, se metió al
interior de la glorieta y la miró, y la
miró y la miró.
—Eres tú—. Ángela sonrió al ver
que eso era lo único que se le
ocurría decir.
—Sí.
—Tienes un hijo!
—Una niña, Juan José.
—Desde cuándo…
—Mañana cumple seis meses.
—Seis meses! –susurró él, y tan
aturdido estaba, que ni siquiera fue
capaz de pensar en que con esa
información podía hacer cuentas. Se
llevó ambas manos a la cabeza y
dio vueltas por la glorieta.
Ángela cerró sus ojos sintiendo
como éstos se le humedecían.
Habría preferido decírselo ella
misma, y no que se enterara así. Lo
vio encogerse y cruzarse de brazos
recostado a una de las vigas de la
glorieta, mirando a cualquier lado
menos a ella. Estaba en shock.
—Juanjo…
—Es… es...?
—Tuya? Sí, obvio. No he estado
nunca con ningún otro hombre—. Él
cerró fuerte sus ojos, enterrando el
mentón en su pecho y abrazándose
fuerte a sí mismo.
—Por qué… por qué nunca me lo
dijiste? –ella guardó silencio, y él
se giró lentamente a verlas. Era
como si fueran demasiado
brillantes, demasiado
resplandecientes, una imagen
excesivamente rutilante para sus
mortales ojos, y volvió a darles la
espalda.
—Lo siento –susurró ella, y él
frunció el ceño. Se giró esta vez
con mayor determinación, lo siento?
Tenían una hija y eso era todo lo
que ella tenía que decir? Se lo
había ocultado todo ese tiempo y
nada, con un simple “lo siento”
planeaba solucionarlo todo?
Pero entonces esa cosa rosada y
blanca empezó a gruñir por alguna
razón desconocida para los seres
humanos y a halarse el calcetín con
mayor fuerza, y los ojos de Juan
José se quedaron atrapados allí.
Era una nena, totalmente
desprovista de cabello, con
mejillas redondas y sonrosadas;
blanca como la leche. Unos puntitos
de oro decoraban los lóbulos de sus
diminutas orejas, y era tan
pequeñita…
Sin pensarlo mucho, caminó a ella y
se arrodilló frente a Ángela
quedando a la altura de la bebé,
analizándola, estudiándola,
comiéndosela con los ojos.
—Soy papá… —y aquello lo dijo
como si en vez, hubiese dado con la
cura del cáncer, el sida y la gripa
con una misma solución. Ángela no
lo pudo evitar, y su mano
traicionera acarició el cabello
castaño claro de Juan José. Él la
ignoró por completo, estaba
embelesado con la que, juró, era su
nuevo amor. Levantó una mano y
acarició la tersa mejilla con sumo
cuidado. Tan preciosa. Tan
perfecta. Carolina abrió sus ojos y
lo miró. Soltó el pezón y le sonrió,
mostrándole los diminutos incisivos
que torturaban a Ángela, pero para
Juan José, fue como si de repente el
sol le hubiese hablado.
—Tiene mis ojos! –exclamó.
—Sí, tonto, y muchas cosas más.
—Como qué.
—Aguanta muy mal el hambre, es
posesiva, y celosa.
—Así se hace, campeona.
—Juan José, yo…
—Ah, hablaremos más tarde de eso
–la atajó él, metiendo sus manos
debajo de la niña y apoderándose
de ella—. Por ahora… Dios,
déjame conocerla.
—Tienes que… —Ángela se
detuvo cuando lo vio acomodarla
perfectamente sobre su pecho, era
como si estuviese acostumbrado a
cargar bebés. Esta vez una lágrima
rodó por su mejilla; Juan José le
decía cosas a la nena en un tono de
voz muy suave, y la imagen de él
allí, sosteniendo a su hija,
sencillamente la conmovió—. Su
nombre es Carolina –le dijo ella—.
Pesó tres mil gramos al nacer y
midió cincuenta y un centímetros.
No es llorona, a menos que la hagas
pasar hambre, pues entonces berrea
como no tienes idea—. Juan José
sonreía arrullando a su hija, y de
pronto ella soltó un eructo que lo
hizo detenerse y mirarla como si se
hubiese descosido por algún lado.
Ángela se echó a reír.
Juan José la rodeó cubriéndola
totalmente con sus brazos, poniendo
su enorme mano sobre la pequeña
cabeza calva y pegándose a ella
como si quisiera hacerla parte de su
cuerpo.
—Huele tan bien –murmuró, y la
tarde envejeció otro poco allí,
rodeándolos, envolviéndolos con su
luz y calma.

—Que hicieron qué? –exclamó


Ana, corriendo de inmediato hacia
el jardín, donde se encontraba
Ángela.
—Sólo le dijimos que estaba allí.
Estuvo mal? –preguntó Silvia—.
No me digas que es un acosador, o
algo.
—Ojalá fuera sólo un acosador! –
Ana llegó a la glorieta, con sus
hermanos pisándole los talones, y
se detuvo de golpe cuando vio a
Juan José sostener en sus brazos a
Carolina y mirarla con demasiado
orgullo y felicidad en su rostro.
Miró a Ángela, pero esta ni siquiera
se dio cuenta de que su amiga
estaba allí, estaba embelesada
mirando a su ex marido arrullar y
coquetearle a su hija. Los latidos
del corazón de Ana se normalizaron
entonces; había esperado gritos,
lágrimas, reproches, pero al
parecer, todo estaba bien, por el
momento.
—Dejémoslos solos –le dijo a sus
hermanos, que seguían sin
comprender.
—Él es el papá de Caro? –preguntó
Sebastián.
—El mismo –los niños le echaron
una última mirada a la pequeña
familia que se miraba uno al otro en
el jardín, y los volvieron a dejar
solos.
—Se está enfriando la tarde –dijo
Ángela, y Juan José caminó fuera de
la glorieta aún con Carolina en
brazos camino al interior de la
casa. Ángela tomó las mantas que
había llevado para Carolina y la
cubrió con una de ellas. Juan José
iba silencioso.
Luego del shock de enterarse de que
tenía una hija, iba cobrando
conciencia de todas las cosas que
Ángela le había venido ocultando
adrede, pero no quería discutir eso
delante de la niña, y tampoco quería
desprenderse de ella.
Ángela lo condujo a través de salas
y habitaciones hasta llegar a la de
Carolina, y él miró en derredor
sonriendo. Una de las paredes
estaba forrada de un papel tapiz
fucsia con líneas blancas, los
muebles también blancos con
pequeñas decoraciones rosadas le
daban a todo un aire muy femenino
y acogedor.
—Se durmió –murmuró Juan José
acostando a Carolina en su cuna.
—Suele hacerlo a esta hora—. Él
siguió mirando a la bebé, era como
si aún no se lo pudiese creer.
Respiró profundo y se dirigió
entonces a Ángela, ésta se mordió
los labios preparándose para lo que
venía. Le reprocharía, estaba
segura, y cerró sus ojos esperando
lo que tuviera que escupirle. Pero
sólo hubo silencio, y entonces tuvo
que abrir los ojos, preguntándose
qué ocurría. Juan José la miraba
con una nueva luz en su mirada,
sólo la estudiaba. Sus ojos estaban
llenos de tanta calidez que ella
quiso correr a sus brazos y
esconderse allí por lo que le
quedara de vida.
—Ya lo sé. Hice mal en ocultártelo.
Pero… pero es que…
—Estabas enojada conmigo.
Desconfiabas de si me interesaría
la noticia. La querías sólo para ti
—. Ella lo miró con ojos grandes
de asombro. Cómo había hecho
para deducir todo aquello? Juan
José dejó salir el aire y se acercó a
ella. Le acarició el cabello como
solía hacer en el pasado, pasándolo
por entre sus dedos hasta la punta,
se acercó a ella y le besó la frente
—. Sin embargo, en este momento,
yo simplemente… no puedo estar
enfadado contigo.
—Juan José…
—Me acabas de dar un regalo tan
hermoso, y tan… que yo… —la
abrazó con tanta ternura que Ángela
no pudo resistirse. No era un abrazo
sensual, y sin embargo, ella estaba
feliz allí, sintiéndolo de nuevo en
todo su cuerpo—. Tal vez me enoje
mañana, o en un par de meses, no lo
sé, ahora simplemente… —ella se
echó a reír, y se separó de él para
mirarlo a los ojos.
—Realmente te quedaste en shock
cuando nos viste.
—En shock? Mujer, casi me da un
paro cardíaco!
—Qué traías en las manos?
—Oh, la flor!
—La flor? –Juan José la tomó de la
mano y la llevó de vuelta al jardín.
Encontraron en el suelo la maceta
rota sosteniendo aún a la orquídea.
—Es preciosa!
—A que sí? Recordé lo mucho que
te gustaba cuidar plantas y eso, y te
traje esta rareza. Espero que te
guste.
—Intentas conquistarme con
regalos, Juan José Soler?
—Intento conquistarte con todo lo
que tenga a mano. Te amo, Ángela
—. Ángela sonrió negando y se
internó de nuevo en la casa
dejándolo allí solo, agachado en el
suelo y mirando la orquídea.
—Ella parió un hijo mío y aun así
no me acepta –le dijo a la flor, y
ésta sólo se balanceó un poco frente
a él. Miró en derredor pensando en
qué hacer ahora, y vio a Ángela
reaparecer con una maceta de barro
casi igual a la que se había roto en
sus manos. Recogió la tierra negra
que se había esparcido y metió las
raíces de la flor dentro con manos
cuidadosas. Luego, caminó
lentamente al interior de la casa, se
detuvo a mirarlo, a modo de
invitación para que la siguiera, y él
hizo caso con una sonrisa.
Dejaron la maceta en el alféizar de
la ventana que daba al jardín, y
Juan José decidió que era el mejor
lugar para la flor. Desde allí,
dominaba todo el lugar.
—Me dejarás volver contigo? –le
preguntó pasando el dorso de sus
dedos por la suave piel de sus
brazos.
—No lo sé.
—Eres malvada. Me ves sufrir por
ti y aun así… —los labios de ella
lo silenciaron. Ah… los besos de
Ángela. La tomó por la cintura y se
apoderó de su boca con hambre.
Cuánto tiempo había pasado!
Demasiado. Pero ella lo alejó
suavemente, intentando recobrar la
compostura. Juan José buscó de
nuevo sus labios, pero ella lo
esquivaba diestramente. Por qué lo
detenía si era evidente que ella
ansiaba tanto ese beso como él?
—Gracias por la flor—. Aturdido,
él sacudió su cabeza y la miró
fijamente. Ella sonreía con sus ojos.
Ok, lo estaba probando, así que se
dio la vuelta encaminándose a la
salida, donde había aparcado el
coche.
Ángela lo vio alejarse con una
sonrisa traviesa en el rostro. La
cara de Juan José iba manchada de
tierra y él ni cuenta se había dado.
…33…
—A que no adivinas –preguntó Juan
José por teléfono.
Sorprendentemente, al primero que
había llamado no era Mateo, sino su
hermano.
—Mmmm… volviste con Ángela, y
se casan en un par de meses.
—No, pero la noticia es casi tan
buena.
—Ah, vaya. Qué es?
—Eres tío—. Carlos frunció el
ceño confundido.
—Qué? No me digas que…
—Sí te digo. Ángela tuvo una hija
mía hace seis meses; la muy
bribona me lo ocultó todo este
tiempo…
—Vaya! …No sé qué decir! –Juan
José se echó a reír.
—Imagínate cómo quedé yo cuando
me enteré! No sabía qué hacer! Al
principio creí que estaba soñando!
Carlos, es preciosa! Tienes que
conocerla, es tan… Me enamoré a
primera vista!
—Qué bien! Me alegro mucho por
ti, hermano. Ahora, imagino, ella no
tendrá excusas para seguir
rechazándote.
—Ojalá fuera tan simple! Pero…
ah, no sé, hoy estoy pletórico. Me
conformo con esto por ahora. Se
llama Carolina, Carlos, tiene mis
ojos, y no tiene pelo! Tiene
dientecitos ya y unos cachetes que
te dan ganas de… —Carlos escuchó
a su hermano un largo rato hablar
de su hija con una sonrisa.
Cuando ya se cansó de describirle a
Carolina, Carlos le informó que esa
mañana Ángela había firmado los
papeles que la hacían socia de
Texticol y él recibido el dinero.
Juan José guardó silencio feliz por
la noticia, pues eso indicaba que
Ángela aceptaba formar parte de su
vida y los negocios de su familia.
Cada cosa la iba acercando más a
él.

Ángela revisaba unos documentos


en su despacho pensando en que
definitivamente debía estudiar algo
afín a la administración, pues a
pesar de que los leía, no
comprendía gran cosa. Estaba
confiando demasiado en la buena
voluntad de sus empleados por no
saber mucho del tema, y eso no le
gustaba. El teléfono sonó de pronto
y ella contestó. Era Juan José.
Inmediatamente una sonrisa afloró a
sus labios.
—Cómo conseguiste mi número?
No recuerdo habértelo dado.
—Tengo un espía.
—Carlos te lo dio –Juan José se
echó a reír, y Ángela adoró esa
risa. Era consciente de que el
ponerle las cosas difíciles a Juan
José la estaba torturando también a
ella, pero sentía que debía sentar un
precedente. Además, todo esto, las
llamadas, las visitas, los regalos,
eran algo que le encantaba y que
nunca había vivido; que vinieran
del hombre que amaba era un bono
extra.
—Sólo quiero invitarte a salir.
—Oh, vaya. Y eso, a dónde.
—Quiero llevarte a un sitio que sé
que te va a gustar; buena música,
buena comida… qué me dices?
—Bailar… comer… suena bien.
—Eso es un sí? Estás muy fácil
últimamente, señorita Riveros.
—Oh, no quisiera darle una
impresión equivocada de mí, señor
Soler. Si de pronto cree que soy
muy difícil, tal vez se desanime
usted –sintió a Juan José sonreír.
—Nada de ti me desanimaría.
—Y si me engordo?
—Amaría cada gordito de tu
cuerpo.
—Y si me corto el pelo?
—Por qué te lo ibas a cortar? –dijo
él, alarmado, lo que la hizo reír.
—Está bien, iré contigo. Cuándo,
mañana?
—Este sábado, si no te parece mal.
Quiero reservar la mesa para que
todo sea perfecto.
—Qué detallista. Puedo llevar a
Carolina? –él bufó.
—Carolina no pisará un sitio de
esos sino hasta los treinta, me temo.
—Ni tú ni yo tenemos treinta, has
pensado en eso?
—Con mi hija será diferente.
—Ay, Dios, lo que le espera a la
pobre…
Siguieron hablando, y Ángela se
sorprendía de lo fácil que le era
comunicarse con él otra vez. En el
pasado había sido así, y ella había
extrañado mucho esas
conversaciones. Cuando colgó,
salió del despacho y se encaminó al
sitio donde seguro encontraría a
Ana: la biblioteca.
—Voy a salir el sábado con Juan
José –le dijo en cuanto la vio, y
Ana alzó la mirada del libro que
estaba leyendo para sonreírle.
—Eso suena genial.
—Al parecer me va a llevar a una
disco, o algo así. Qué me pongo?
Tengo que salir de compras otra
vez?
—Tal vez Eloísa pueda ayudarla
con eso.
—Perfecto! –exclamó Ángela
dando una palmada, y se giró con
mucha energía para salir. Luego se
dio media vuelta encarando de
nuevo a su amiga –Tú deberías salir
también de vez en cuando, sabes?
Tus hermanos están grandes y
aguantan una noche solos.
—Con quién?
—No me digas que entre tus
compañeros de estudio no hay nadie
que te guste –Ana torció el gesto.
—La verdad… no –Ángela volvió a
darle la espalda sacudiendo su
cabeza.
—Ojalá pronto conozcas al que
sacuda tu mundo! –y con esas
palabras, salió de la habitación. En
el rostro de Ana se dibujó una
sonrisa un tanto melancólica, y
siguió leyendo su libro.

Juan José entró junto a Ángela al


bar al que acostumbraba ir con sus
amigos. Ángela se asombró de que
ellos pudieran entrar tan fácilmente
a pesar de la cola de gente que
esperaba afuera. Cuando le
preguntó a Juan José, él
simplemente se alzó de hombros y
le dijo que era cliente habitual.
Dentro, todo era una locura, y
Ángela se alegró de ir
apropiadamente vestida; junto a
Eloísa, había elegido un blusón a
rayas blancas y negras anchas
horizontales, leggins negros y
botines de cuero igualmente negro.
Se había aplicado maquillaje un
poco más fuerte de lo normal, y
llevaba el cabello recogido hacia
un lado de la nuca. Miró en
derredor las luces, las personas
bailando, bebiendo algo, o
simplemente charlando. Las parejas
y los grupos se amontonaban en las
esquinas llenando el sitio, las luces
de colores iluminaban las
lentejuelas o las hebillas para el
cabello de algunas mujeres. Ángela
sonreía abiertamente al ver todo en
derredor.
—Sabía que te gustaría –le dijo
Juan José, y ella se giró a mirarlo.
—Por qué lo dices?
—No sé, te imaginé muchas veces
aquí, y sabía que te gustaría, no que
arrugarías la cara y querrías irte.
—Pero el sitio es genial, por qué no
me iba a gustar? –ante esas
palabras, Juan José le acercó la
cara y le estampó un beso en la
boca. Ella lo miró un poco aturdida,
pero él no le dio tiempo a decir
nada, simplemente le tomó la mano
y la condujo a la mesa a la que
siempre se sentaba con Mateo y
Fabián; la zona vip.
—Quieres comer de una vez?
—Me muero de hambre.
—Las alitas de pollo aquí son
geniales –Ángela no dejó de
sonreír.
Se dio cuenta de que eran clientes
importantes, al parecer las
camareras lo conocían, y le
ofrecían los mejores tragos del
sitio, y la mejor atención.
Pasado el momento, Juan José la
llevó a la pista y empezaron a
bailar. Él la conducía muy bien, y a
pesar de que no tenía mucha
experiencia en pistas de bailes,
pronto se sintió en su salsa; sus
movimientos se volvieron más
fluidos y libres. Juan José sólo
podía mirarla feliz y orgulloso.
Sabía que ella lo disfrutaría.
Miró su reloj, y ella pensó que ya
era hora de volver, pero en vez, lo
que él hizo fue pegarla a su cuerpo.
—Le hice una petición especial al
DJ. Espero que te guste.
—Le pediste una canción?
—Sí.
—Cuál?
—Una que me hace pensar en ti –
ella se mordió los labios
esperando, y justo un minuto
después, empezó a sonar una
canción que ella estaba segura de
haber escuchado alguna vez en
alguna parte, pero que no reconocía
del todo.
De repente, Juan José empezó a
cantarle al oído, y aunque era en
inglés, ella pudo sentir la urgencia y
la veracidad de sus palabras.
When the night has come
And the land is dark
And the moon is the only light we
see
No I won't be afraid
No I won't be afraid
Just as long as you stand, stand by
me
Ángela se pegó más a su cuerpo, y
respiró profundo sonriendo. No
sabía que Juan José tuviera una voz
tan afinada, y aunque no era tan
cultivada, alcanzaba los tonos altos
con facilidad.
And darling, darling stand by me
Oh, now, now, stand by me
Stand by me, stand by me
Cerró sus ojos, ignorando que en
derredor algunas parejas habían
empezado a besarse, que el
ambiente se había vuelto claramente
romántico. Estaba en los brazos de
Juan José y él le estaba cantando al
oído. No había nada más en el
mundo que le pudiera interesar.
Hubo un solo de guitarra y ella se
separó un poco de él para mirarlo a
la cara, y él sólo sonrió.
—Quédate conmigo. Por favor –los
ojos de ella se humedecieron, y
pestañeó un poco sin saber qué
decir, muriéndose por rendirse,
pero sin hallar las palabras.
Juan José se acercó tanto a ella que
pensó que iba a besarla, pero el
beso quedó suspendido por un largo
minuto. Ah, por qué iba ella a
alargar la tortura? Por qué hacerlo
esperar más? Ella lo amaba, y
estaba segura de que jamás podría
amar a ningún hombre sobre la
tierra siquiera una mínima parte de
lo que lo amaba a él.
Por un momento pensó en las dudas
del pasado, en un Juan José infiel
que la había seducido aun teniendo
novia, que se había casado por la
fuerza, que no había tenido
intención en hacerla parte de su
vida. Pero abrió los ojos y vio a un
Juan José totalmente distinto, uno
enamorado, dispuesto a todo por
ella, que la había extrañado por un
año, tanto que no había tocado a
ninguna otra mujer.
Le creía. Creía que envejecerían
juntos, que cuidaría de ella, de su
hija, de los niños que vinieran en el
futuro. Creía en que la amaría, que
la amaba en este momento.
Así que acortó la distancia que
había entre los dos y lo besó. Era
un beso de rendición, de fe. Una
demostración de que creía sus
palabras, creía en su amor. Ya no
necesitaba más demostraciones,
más flores, ni más nada. Aunque
todas estas serían bien recibidas.
Juan José se apoderó del beso con
ansias, succionó sus labios con un
poco de fuerza, la mordisqueó, y
Ángela pudo sentir los latidos de su
corazón por encima de la camisa
que llevaba puesta. Él se detuvo
pensando tal vez que le estaba
haciendo daño, pero Ángela
continuó con el beso, adorando su
boca, dándole bienvenida a su
lengua con la suya.
Fueron hasta la mesa, y Juan José
dejó unos billetes bajo uno de los
posavasos y tomó a Ángela de la
mano sacándola del lugar. La
condujo hasta la zona de parking y
una vez allí volvió a besarla.
—Esto es un poco… —murmuró él
entre besos— un poco precipitado,
tal vez, pero necesito…
—Ya sé lo que necesitas, y no es
precipitado; yo también lo deseo.
—Oh, Ángela –volvió a decir él
abrazándola, llenando sus pulmones
con el aroma de su perfume—. Te
amo tanto, te deseo tanto.
—Y yo a ti –le contestó ella.
—Me amas?
—Sí, te amo.
—Es que… nunca me lo habías
dicho.
—Pues te amo, te amo, te amo—. Él
se echó a reír y ella volvió a
besarlo, pero tuvieron que parar
para poder entrar al coche y Juan
José condujo hasta su casa. No
quería llevarla a un hotel, ni
llevarla de vuelta a la casa de ella,
pues para su gusto en ese momento
estaba demasiado llena de gente, y
él quería estar absolutamente a
solas con ella. Cuando se detuvo, él
salió primero y le dio la vuelta al
carro para abrirle la puerta a su
dama.
—Esta fue la casa que compré hace
un año –le dijo mientras ella salía
—. Justo antes de que te fueras a
Trinidad y nos separáramos.
—Ah, vaya –ella miró la fachada
sintiéndose un poco culpable, se
giró a Juan José y lo vio rascarse la
cabeza.
—Está un poco… vacía, pero
bueno, quería enseñártela—. Le
tomó la mano y la llevó hasta la
entrada. Ya dentro, Ángela se dio
cuenta de que él no bromeaba
cuando dijo que estaba vacía. No
había nada en la amplia sala, ni
cortinas en los ventanales, ni un
tapete, ni un cuadro.
—Por qué? –preguntó ella, él miró
a todos lados menos a ella cuando
contestó:
—Bueno, la idea era que tú la
decoraras a tu gusto…
—Ah. Me enseñas las habitaciones,
por favor? –él la guió habitación
por habitación, y pronto Ángela
empezó a soltar comentarios como:
aquí podría ir la biblioteca; aquí, un
salón de juegos—. Esta será la
habitación de Carolina –dijo ella
cuando estuvieron en la segunda
planta y él le enseñó una habitación
grande con un ventanal que daba al
jardín trasero. Juan José la miró
fijamente.
—No podemos traer a Carolina
aquí—. Eso la alarmó. Se estaba
equivocando al pensar que él quería
volver a vivir con ella? Pero
entonces, él sonrió—. No aún.
Cariño. No te dejaré decorar esta
casa si no prometes ser mi esposa.
Soy tajante en eso.
Ángela se echó a reír entre aliviada
y divertida.
—Esa es tu manera de pedirme
matrimonio?
—Bueno, ya una vez te di un anillo
con una enorme esmeralda, pero
eso no fue nada para ti—. En los
labios de ella se formó un “oh” de
incredulidad.
—Sí fue importante –le contestó,
cruzándose de brazos—. La cena, el
restaurante… Aún tengo el anillo
—Ah, sí? Pues úsalo, haz el favor
—. Ella lo miró de reojo,
recordando que antes no usaron
anillos de bodas, ni nada. Él ahora
estaba haciendo las cosas muy
diferente.
El corazón volvió a latirle
fuertemente, por anticipación. Dio
unos pasos dentro de la habitación y
miró por el ventanal el oscuro
jardín.
—Tienes dudas? Ya sé que en el
pasado fui lo peor, pero ahora es
distinto, Ángela. Ahora deseo con
todo mi ser que seas mi esposa, que
despiertes a mi lado cada mañana
—. Él se acercó por detrás y la
rodeó con sus brazos por la cintura,
besando su cuello—, y poder tener
el derecho a llamarte mía—. Ella
sonrió.
—Desde que nos vimos por
primera vez, cuando chocamos allá
en Trinidad… desde entonces soy
tuya, Juan José—. Lo sintió respirar
profundo y besar su cuello, la giró
entre sus brazos y la miró a los
grises ojos con los suyos tan
cristalinos.
—Perdóname por todo lo pasado.
—Ya hace tiempo que te perdoné.
—Quédate conmigo.
—Sí, sí—. Recibió sus besos y se
dejó conducir poco a poco hasta su
habitación. Ah, los besos expertos
de Juan José. Si para llegar a ese
nivel él había tenido que besar
muchas bocas, benditas mujeres sin
rostro que le permitieron aprender.
Él la llevó hasta una habitación que
escasamente contenía una cama y
una lámpara de pie. Mientras él
metía las manos debajo de su
blusón, ella sonrió al ver las
paredes blancas y desnudas. Él
había estado viviendo aquí,
esperando que fuera ella quien le
diera vida y color a la casa. Ésta
era más pequeña que en la que
ahora vivía con Ana y sus
hermanos, pero definitivamente le
gustaba más, por el simple hecho de
que él la había escogido para ellos.
Pronto ya no fue capaz de pensar.
Pepito se apretaba contra sus
nalgas, firme y duro, y de sus labios
salió un quejido. Sintió las
inquietas manos de Juan José
meterse debajo del sostén y tomar
sus senos contra sus manos.
—Ah… —murmuró él en su oreja
—. Dina y Tina, cuánto tiempo—.
Ella rió—. Ahora están… más
grandes?
—Ahora estoy lactando, Juan José.
—Increíble. He de embarazarte más
seguido—. Ángela volvió a reír,
pero él ahogó sus risas con sus
besos. La arrastró hasta la cama, y
una vez allí la tumbó boca arriba y
no tardó en ponerse encima de ella.
Con manos presurosas, ella le quitó
la camisa hasta tener su piel
desnuda, y exploró y acarició.
Volvió a besar las pequitas rubias
de sus hombros y recibió con ansias
los besos que él le daba. Juan José
se separó de ella, arrodillado sobre
el colchón, y le quitó
cuidadosamente un botín, y luego el
otro, para luego besar sus pies
desnudos—. Siempre he pensado
que tienes manos y pies bonitos—.
Ella sólo sonrió mirándolo y dejó
que él siguiera desnudándola. Le
sacó el leggins y cuando la tuvo en
ropa interior, se detuvo para
mirarla, mirar su vientre, que a
pesar del embarazo, seguía plano, y
liso.
—Beatriz –dijo ella, y él se
preguntó por qué mencionaba a la
mujer ahora—. Ella me dio mil
consejos durante el embarazo, no
sólo para no subir demasiado de
peso, sino para cuidar mi piel.
Claro, ella dijo que todo era por el
bien del bebé; luego admitió que
era para mi propio bien, y que yo
aceptaría mejor todo, si me lo decía
así—. Juan José se inclinó a su
vientre y besó la piel.
—Bendigamos a Beatriz entonces,
le debemos mucho—. Ella se echó
a reír y Juan José volvió a besarla,
sabiendo que aún tenían mucho que
contarse, pero deseando cuanto
antes hacerle el amor. Mientras la
besaba, fue desabrochando su
pantalón y Ángela lo ayudó a
deshacerse de él, desnudos los dos,
en un enredo de besos, brazos,
cabellos y uñas, Juan José se guió
en todo el camino en su interior, y
la sintió húmeda y estrecha, mucho
más estrecha que antes.
—Oh, Dios, mujer… —Ángela
soltó una risa que pareció un
quejido.
—Es que… hace tanto tiempo que
no… Oh, Dios, creo que eres tú que
creciste –se miraron a los ojos y
rieron, y de un solo empujón, él se
enterró en su cuerpo, haciéndola
soltar un gemido de sorpresa y
placer.
—Estás bien?
—Creo que me has quitado de
nuevo la virginidad.
—Mi privilegio –contestó él, y sus
caderas empezaron a moverse. Él
no dejó de mirarla, simplemente
estudiaba las expresiones de placer
en su rostro, los sonidos que
escapaban de su boca. Ah, tan
hermosa y tan suya. Al fin.
Como en el pasado, él intentó ser
más calculador, prolongar el placer
hasta hacerlo insoportable, pero, de
igual modo que en el pasado, su
cuerpo tomó el control de sus
acciones, de sus movimientos, y se
buscó su propio placer. Los estaba
llevando a ambos a la cima, y
ninguno era capaz de contenerlo, de
aguantarlo por más tiempo. Ella
reventó pronto en un primer
orgasmo, y la sintió gritar y tensarse
recibiendo toda la furia de sus
embates. Juan José siguió
moviéndose en su interior, sin
tregua, y la llevó a un segundo
orgasmo en el que se dejó ir, apretó
fuerte sus nalgas con sus manos y se
vació en su interior, feliz, saciado,
agradecido con la vida por haberlo
devuelto a su hogar.
Rodó en la cama y la llevó consigo
en un abrazo. Estaban sudorosos y
con la respiración aún agitada, pero
él no dejó de acariciar su espalda,
de besar sus pestañas, sus cejas.
—Te amo, Ángela.
—Te amo, Juan José.
—Nunca te vuelvas a ir de mi lado.
—No, no –y se dijeron más cosas,
hasta que los latidos del corazón se
normalizaron, hasta que sólo quedó
el silencio de la noche.
Ninguno de los dos se durmió, al
contrario, parecían estar llenos de
energía. Juan José se apoyó en sus
codos y la miró sonriente.
—Quieres darte un baño?
—Algo me dice que no sólo nos
bañaremos –él rió y salió de la
cama, invitándola para que lo
siguiera. Ya dentro, ella miró todo
sorprendida.
El baño era espectacular;
iluminado, con baldosas azul y
blanco decorando las paredes; una
bañera estilo jacuzzi de dos plazas
dominaba el lugar y en un rincón,
una ducha de seis chorros a presión
encerrada en un cubículo de cristal.
Había dos tazas, dos lavabos en una
preciosa encimera de mármol, y un
espejo a lo largo de toda la pared.
—Esto definitivamente es un baño.
—El regalo de Mateo –contestó
Juan José sonriendo—. Lo hizo
construir antes de entregarme la
casa.
—Ese Mateo…
—Quieren volver a verte. Cuando
se enteraron de que soy padre…
casi no se lo creen. También
quieren conocer a la nena.
—Bueno, que vayan a verla, seguro
que Carolina necesitará tíos
grandes y fuertes que la cuiden—.
Juan José no dejó de sonreír, y le
señaló la bañera con una pregunta
en los ojos. Ángela sonrió
asintiendo, y él se dedicó a
preparar el baño, a aplicarle sales
aromáticas. Mientras la bañera se
llenaba, Juan José reguló la luz
hasta dejarlas tenues, se acercó a
Ángela, tan desnuda y tranquila
como estaba, y empezó a repartir
besos cortos y suaves sobre la piel
de sus hombros.
—Eres preciosa.
—También tú. Estás buenísimo –
murmuró ella mordiéndose un labio
y pasando la mano por el duro y
plano vientre.
—Ah, sí? Pero este cuerpo estuvo
en desuso un buen tiempo, sabes?
Todo por tu culpa. Debo tener
telarañas en los lugares más
recónditos –ella se echó a reír y lo
abrazó fuerte—. También –siguió él
—. Si llegara a dejarte embarazada,
quién sabe lo que parirías; hacía
tanto tiempo que no estaba con
nadie que lo que tengo son
espermatosaurios.
Ángela no dejó de reír, divertida
por las cosas que él le decía, y él la
admiraba feliz, orgulloso, y
bastante complacido consigo
mismo.
Disfrutaron de un baño largo, lento
y muy erótico. Juan José se encargó
de enjabonar, frotar y masajear
cada parte de su cuerpo. Ella
disfrutaba simplemente mirándolo,
recibiendo sus atenciones,
besándolo.
Salieron sólo cuando el agua se
enfrió, y ya fuera, se secaron el uno
al otro, caminaron de vuelta a la
cama, y volvieron a hacer el amor.
Esta vez más lentamente, alargando
cada lánguido beso, cada caricia.
El tiempo era precioso ahora que
volvían a estar juntos. Aún tenían
mucho que preguntarse y qué
decirse, pero en ese momento, las
palabras sobraban, o tal vez era que
no eran suficientes, así que dejaron
a su cuerpo decirlo todo.
…34…
—Quería preguntarte –dijo Ángela
cuando, ya agotados, se iban
quedando dormidos. Había sido una
noche intensa, y ella ya había
perdido la cuenta de las veces que
lo habían hecho; unas veces entre
risas, otras, simplemente en
silencio—, cómo nos encontraste? –
siguió ella—. No es que me
estuviera escondiendo, pero tú no
tenías forma de encontrar mi
dirección—. Lo sintió respirar
profundo y luego cómo la atraía de
nuevo a su cuerpo y le besaba la
piel de los brazos.
—El día que estuve aquí –empezó a
decir él—, y que esperé durante
toda la tarde, y que por cierto, me
resfrié… venía de Trinidad…
—Fuiste a Trinidad? A qué? –le
interrumpió ella, con el ceño
fruncido.
—Fui a… comprobar la muerte de
Orlando. Me enteré por Julio Vega
que había muerto, y quise verlo con
mis propios ojos—. Ángela miró a
otro lado—. Visité su tumba, y
luego fui a la biblioteca—. Ella
volvió a fruncir el ceño.
Ciertamente aquello no tenía mucho
sentido—. Verifiqué la leyenda que
me contaste aquella vez en el
caracolí –se explicó él— y
encontré los recortes de periódico
que anunciaban la noticia.
—Qué curioso eres.
—Bueno… es que esa mujer
llevaba mucho tiempo colándose en
mis sueños.
—La mujer del caracolí?
—Sí.
—De verdad? Dicen que ella sólo
se le aparece a gente del pueblo.
—Bueno, pues a mí empezó a
acosarme en sueños.
—Qué te decía?
—Me pedía que volviera con ella,
que no le hiciera más daño. Decía
que yo le pertenezco, o algo así.
—Eso es una locura, tú me
perteneces a mí –dijo ella
girándose en sus brazos y
rodeándolo con sus brazos y
piernas. Juan José rió aceptando
muy contento su abrazo posesivo.
—Ella se parece mucho a ti.
—Oh. Vaya. Tal vez seamos una
versión más moderna del par de
amantes que se perdieron el uno al
otro en ese incendio—. Él la miró
en silencio.
—Tú lo has aceptado mucho más
fácil que yo.
—Qué, tú también lo crees?
—No lo creo. Estoy seguro. Vi los
diarios, Ángela. Uno de los
hombres que murió en el incendio,
se parece extremadamente a mí—.
Ella acarició su nariz y su boca con
el dedo índice escuchándolo en
silencio.
—Será? –preguntó al cabo, y él
suspiró.
—No lo sé. Puede ser, no?
—De cualquier manera, ahora
estamos juntos. Nos conocimos
bajo circunstancias muy extremas,
pero ahora… ah, ahora estoy aquí, y
te tengo, y… no te quiero soltar
jamás.
—Eso me parece el mejor plan del
mundo.
—Pero eso no explica cómo nos
encontraste –insistió ella antes de
que la distrajera con su nueva ronda
de besos.
—Beatriz. Ella me dio tu dirección.
—Cómo la convenciste?
—Ah, bueno. Me arrastré y le rogué
de rodillas—. Ella lo miró un tanto
escéptica—. Está bien, no –admitió
él sonriendo—. Pero hablamos, y
ella se dio cuenta de que yo creía
que tú estabas con Miguel, y por
eso había firmado el divorcio, así
que me sacó de mi error. Luego me
dio tu dirección.
—Eso indica que Beatriz bendice
nuestra unión.
—Eso te complace?
—Mucho. Ha sido más madre para
mí que mi propia madre—. Juan
José se quedó en silencio y Ángela
comprendió la pregunta que se
quedó flotando en el aire. Tomó
aire y empezó a hablar.
—Cuando me vine de Trinidad, no
me quedé en la casa que tú y yo
teníamos, sino que me fui a la de
Ana, con sus hermanos. Estábamos
un poco estrechos, pero fue lo
mejor, ella estaba pasando una
horrible situación –como él no dijo
ni hizo nada que la interrumpiera,
continuó— Mi padre la estaba
acosando, sabes? Pretendía que se
acostara con él.
—Ana? Con él?
—Ella me dice que nunca le hizo
nada, aunque no sé, yo tengo mis
dudas, pero ella no habla del tema.
Me enteré porque García fue a
insistirle a su casa; la estaba
amenazando con demolerla encima
de ella y sus hermanos y hacerla
morir de hambre. Me molesté como
no tienes idea y fui directo a casa
de papá a reclamarle… pero no
contaba con que papá sufría del
corazón, así que gracias a la lluvia
de reclamos e insultos que hice caer
sobre él le dio un infarto. Murió
ante mis ojos— Juan José la
estrechó aún más entre sus brazos.
—No fue tu culpa –la tranquilizó él,
como intuyendo el temor subyacente
en esas palabras.
—Oh, mamá cree que sí. No me
volvió a dirigir la palabra desde
entonces. Yo estaba muy asustada,
no tenía dinero porque el que tú
habías puesto en mi cuenta se había
acabado, y no encontrábamos
empleo, ni Ana ni yo, era como si
todos en el pueblo se hubiesen
puesto de acuerdo para hacernos
pasar hambre, y fue entonces
cuando llegaron ese par de
abogados diciendo que había
heredado todo el dinero de papá,
que no era poco.
—Mujer obstinada. No habrías
tenido que pasar por nada de esto,
sabes. Aunque bueno, ahora no
serías rica –ella no sonrió.
—Habría preferido quedarme mil
veces contigo que hacerme rica.
—No te hubieses ido.
—Tenía que hacerlo, Juan José –le
contestó ella con ojos que pedían
disculpa y suplicaban a la vez—.
Necesitaba pruebas de que lo que tú
sentías por mí no era un capricho.
Hasta el momento tú estabas
conmigo sólo porque habías sido
arrastrado a esa boda, y luego,
porque yo te seduje. Nunca diste
una muestra de que querías estar
conmigo por iniciativa propia.
Luego te vi besarte con Valentina
y… compréndeme, qué base tenía
yo para creer que todo iba a
cambiar, que me amabas, que me
ibas a ser fiel? lloré demasiado…
—él besó sus cabellos.
—Ese día todo fue casualidad –se
explicó él—. Estaba en la calle
porque fui a comprar los anillos, y
me la encontré allí en la calle,
donde nos viste. Ya antes habíamos
hablado, pero ella no quería que
termináramos. Me dijo cosas como
que éramos una pareja que se
llevaba muy bien, que éramos
estables, que no importaba mi
“infidelidad” contigo, que me
perdonaba. Cuando eso no fue
suficiente, amenazó con decirle a su
padre, quien es tipo bastante
poderoso en el sector industrial,
con destruir la empresa de la
familia y en la que Carlos tanto
había trabajado. Luego nos
encontramos en la calle, y al fin ella
comprendió que se había acabado;
me besó para comprobarme que aún
podíamos ser la pareja que éramos
antes, pero no fue lo mismo para
ninguno de los dos, y fue cuando al
fin se resignó.
—Te besó y tú no la rechazaste?
—Bueno, quise comprobar que ni
Valentina podía despertar a Pepito,
sabes?
—Arriesgaste demasiado, ves? No
vuelvas a hacerlo.
—Te lo prometo.
—Nunca jamás, con la única
persona con la que estoy dispuesta
a compartirte es Carolina.
—Lo sé, lo sé—. Él volvió a
besarla—. Pero ya todo pasó –le
dijo—, estás aquí conmigo, y no
pienso soltarte jamás. Necesito que
confíes en mí, Ángela, que estés
segura de lo que siento. Mi pasado
no es bonito, y en algún momento
surgirán de nuevo cosas que te
desagraden, que te hagan dudar de
mí…
—Cómo esas lagartas que te
merodeaban en el lanzamiento?
—Eh… más o menos.
—Está bien, lo entiendo—. Y de
pronto, él le dio un cachete bastante
fuerte en las nalgas— Auch! –se
quejó ella—. Y eso por qué fue?
—Crees que fui el único que
cometió errores? Eso fue por
ocultarme que tenemos una hija.
—Hasta ahora? Ah!!! Y esa otra? –
volvió a preguntar cuando él dejó
caer de nuevo su mano en la misma
nalga.
—Por andar de coqueta con Miguel
–ella guardó silencio. Ciertamente
lo había provocado.
—Yo… sólo quería molestarte.
Hice un trato con él, pero te juro
que ni siquiera era capaz de…
—Más te vale que ni siquiera le
hayas dado la mano—. Cuando ella
esquivó su mirada, Juan José le
tomó el rostro por la barbilla y la
hizo mirarlo—. Qué pasó, Ángela?
—Ya te dije que eres el único
hombre con el que he estado.
—Sí, y…
—Bueno… como el trato era
hacerte creer que teníamos algo
para torturarte un poco… él me
besó una vez.
—Dónde –preguntó él con urgencia.
—Dónde más?
—En la mejilla? Di que fue en la
mejilla, Ángela!
—Fue un pico, un pico como de
niños, más simplón aún. No fue
nad… —no pudo terminar. Juan
José estaba barriendo sus labios
con su boca, le pasó la lengua como
si los estuviese desinfectando.
Ángela se echó a reír.
—Eres un exagerado.
—Te mereces una nalgada más
fuerte por eso, sabes?
—Agh!! Vas a solucionar todas
nuestras peleas así? Oh…!! –
Exclamó, pues Juan José había
metido sus dedos al interior de su
cuerpo.
—Puede que sí –susurró él en su
oído—. Como puede que no.
A Ángela le ardía aún la piel por
las nalgadas, los labios por el beso
abrasivo de Juan José, pero el
dolor, mezclándose con el placer,
la estaba enloqueciendo.
—Empiezo a tener miedo de lo que
viene –murmuró, y Juan José sonrió
introduciendo otro dedo y
deleitándose al escuchar los
gemidos de su mujer.
—Lo que viene –dijo él— es un
“felices por siempre”—. Pero ya
pronto él tampoco pudo coordinar
las ideas, y se dejó llevar por las
sensaciones que provocaban en su
cuerpo el placer de Ángela.
Era la mañana cuando Ángela entró
a su casa, con una sonrisa de oreja
a oreja, los botines en la mano, y el
cabello recogido de cualquier
manera. Había resuelto con Juan
José, mientras éste la traía de vuelta
a casa, mudarse junto a él lo más
pronto posible.
Llegó a la habitación de Carolina y
la sacó de su cuna para darle el
pecho, la niña, aún dormida, la
recibió.
—Eres una golosa –le dijo
sonriendo, y le llenó la pequeña
mano de la niña de besos.
Se volverían a casar, él era muy
incisivo con eso, y ella quería
hacerlo, y que esta vez, todo fuera
distinto a la primera vez. Estaba
segura de que así sería.
Cuando Carolina estuvo satisfecha,
la volvió a dejar sobre su cuna y se
dirigió a su habitación para ver si
conseguía dormir un poco, pues
Juan José la había tenido despierta
toda la noche y la madrugada. Le
dolían los sitios adecuados y ella
estaba plenamente satisfecha como
mujer, como amante, como madre, y
casi que como esposa. Nada podría
arruinar el momento en que los dos
se hallaban.
Él había prometido dejarla dormir
en la mañana, y luego ir por ella
para almorzar y buscar los muebles
y demás cosas con que llenarían en
la casa que pronto habitarían.
Tendría que decirle a Ana que se
quedaría sola con sus hermanos en
esta casa. Esperaba que no se
opusiera a que se la dejara y se
empecinara en irse a otro lugar que
pudiera pagar con su propio dinero.
Ya buscaría el modo de
convencerla.
Se tiró en su cama y quedó
profundamente dormida. Como era
domingo, los niños se despertarían
más tarde esa mañana, y sabía que
Ana no la despertaría a menos que
fuera absolutamente necesario

Los gritos la despertaron.


Había soñado algo muy confuso,
estaba en Trinidad, vestida como
solía hacerlo, y su padre le pegaba
y ella gritaba. Tardó un poco en
comprender que los gritos eran
reales, no producto de su sueño.
Se sentó en la cama tratando de
comprender la procedencia de los
gritos y corrió a la ventana a mirar.
Alguien estaba tendido en el suelo y
Paula intentaba despertarle. Iba a
salir a mirar qué sucedía cuando
Silvia irrumpió en su habitación.
—Qué pasó? Quién está en el
suelo? –La adolescente no fue
capaz de articular palabras, sólo se
echó a llorar—. Silvia?
—La niña…
—La niña? Qué… mi hija?
Carolina? –Exclamo en cuanto
comprendió y salió corriendo de la
habitación hacia la de la niña.
Silvia le fue detrás.
La habitación estaba vacía.
—Qué pasa con mi hija?
—Ana estaba con ella, la estaba
cuidando en el jardín, dijo que
hacía un bonito día y…
No quería comprender del todo lo
que estaba pasando, y sin embargo
lo hacía. Corrió hacia el jardín, y
Silvia siguió explicando.
—Alguien se llevó a la niña –
sollozó—. Y mató a mi hermana!
Ya Ángela no escuchaba. Llegó en
unos pocos pasos hasta el jardín y
encontró a Ana tendida en el suelo,
con una horrible herida en la cabeza
y sangrando copiosamente.
Alrededor estaban las pruebas de la
escena violenta: algunos juguetes de
Carolina tirados en el suelo,
arbustos del jardín destrozados,
sillas volcadas y una frazada de la
niña abandonada.
Se arrodilló al pie de su amiga con
la mente en blanco, un horrible
ruido resonaba en su cabeza
ensordeciendo sus oídos. Ni
siquiera era capaz de asimilarlo del
todo. Hacía apenas un par de horas
había dado de comer a su niña!
Hacía sólo unos momentos todo
estaba bien en su vida! Las cosas no
podían cambiar así como así,
verdad? Esto debía ser una horrible
pesadilla!
Puso su mano sobre el rostro de
Ana, tan pálido, y las pestañas
largas y negras no se movían para
nada. Sin saber qué hacer ni por
dónde empezar a desesperarse,
puso una mano sobre la herida en la
cabeza de Ana, impidiendo que
saliese más sangre, y miró de nuevo
el jardín e intentó tomar aire, pues
sintió que le faltaba. Todo estaba
claro: se habían llevado a Carolina,
y Ana había presentado batalla. Qué
iba a hacer?
Cálmate, se dijo. Cuenta hasta tres,
eres la única adulta con sus cinco
sentidos aquí.
Gruesas lágrimas cayeron sobre el
rostro de Ana, que seguía sin
inmutarse.
—Silvia, pon tu mano sobre la
herida de Ana. Si está viva,
podremos impedir que siga
perdiendo sangre—. Silvia hizo
caso al instante, sollozando. Paula
la miró esperando una orden, ya que
alguien por fin se había puesto en
acción—. Tráeme mi teléfono –le
dijo, y a Sebastián—: Sabes marcar
a la ambulancia? –el niño asintió—
Hazlo desde el teléfono de la casa.
Rápido.
Se puso en pie lentamente dándole
lugar a Silvia, y miró en derredor.
Se habían llevado a su hija. A
dónde? Por qué? Quién? Estaba su
niña bien?
No pienses en eso! Se reprendió,
pero la desesperación otra vez le
estaba ganando la batalla.
En cuanto recibió el teléfono,
marcó a Juan José, quien se
escuchaba somnoliento al otro lado
de la línea. No pudo resistir más el
llanto al oír su voz, y entre lágrimas
y sollozos, a duras penas le explicó
lo que estaba pasando. Sabía que a
medida que le iba contando el
estado de las cosas en su casa, Juan
José venía ya en camino.
—No te preocupes, amor; alertaré
de inmediato a la policía, y
encontraremos a Carolina.
—Juan José, Ana está muy mal! –
exclamó ella.
—Ya llamaste a la ambulancia?
—Sebastián… le pedí que lo
hiciera.
—Intenta conservar la calma.
Recuperaremos a nuestra hija y Ana
se pondrá bien.
De alguna manera, las palabras de
Juan José, aunque bien podían ser
promesas vagas, lograron
tranquilizarla un poco. Él se haría
cargo de la situación, confiaba en
que lo hiciera con más cabeza fría
que ella.
—Estaré… en el hospital con Ana.
—De acuerdo. Estaré contigo en
unos minutos.
La ambulancia llegó poco después,
y angustiados, Paula, Sebastián,
Silvia con sus manos manchadas de
sangre por sellarle la herida, y
Ángela, esperaron con el corazón
en un puño que el paramédico no
dijera que ya no había nada que
hacer por Ana. Cuando dio la orden
de subirla a la camilla y ponerle
una máscara con oxígeno, pudieron
respirar un poco más tranquilos.
Ángela llegó al hospital y se quedó
en la sala de espera mientras a su
amiga la llevaban a un quirófano
que ya estaba listo para atenderla.
Había dejado a Silvia al cuidado de
los más pequeños, y tomó su
teléfono y volvió a llamar, esta vez
a Eloísa, quien se mostró bastante
histérica y sorprendida por la
noticia.
—Encontraremos al maldito cabrón
que nos hizo esto, te lo juro –
vociferó Eloísa, y Ángela medio
sonrió cuando Eloísa dijo “nos”,
incluyéndose en el lote. Se dio
cuenta que nunca había estado sola,
siempre había tenido a su amiga. Le
dio la dirección del hospital en que
se hallaba y le pidió que se
apresurara, no quería estar allí sola
más tiempo.

La sala de espera se llenó de gente


muy pronto. Eloísa llegó a los
minutos sin maquillarse, ni
demasiado bien arreglada como
solía estar, seguida por Juan José, y
detrás de éste, Jorge Márquez,
oficial de la policía, y quien ya
había analizado la escena del
crimen y querían hacerle preguntas.
Pero ella no tenía enemigos, ni Juan
José, así que eso dejó al oficial con
muy pocas pistas.
—Tal vez es sólo un caso de
secuestro por dinero –les dijo, y
Ángela no supo si sentirse aliviada
o más angustiada aún; había
demasiado desastre en derredor,
demasiadas pruebas que indicaban
que el secuestrador era sumamente
violento, e iba dispuesto a matar o
morir…
Según lo que les relataba el oficial,
los niños no habían visto nada, sólo
Sebastián había escuchado los
gritos desde la cocina mientras
tomaba una bebida que la misma
Ana le había preparado, y cuando
corrió para ver qué sucedía, ya
Carolina no estaba y Ana yacía en
el suelo. Alcanzó a ver la sombra
de un hombre que huía con la niña,
pero ya iba muy lejos, y llevaba una
capucha, así que no pudo verle el
color del cabello siquiera. La única
persona que lo había visto, se
debatía ahora entre la vida y la
muerte.
Habían revisado todo el jardín, y
las evidencias mostraban que
habían estado vigilando la casa
esperando el momento perfecto
para llevarse a la niña, y éste se
había presentado cuando Ana salió
con ella en su silla a tomar el sol de
la mañana, luego el hombre había
golpeado a Ana con un arma
contundente que no había aparecido
en la escena y subido con la bebé
en su silla a algún vehículo
emprendiendo la huida. Estaban
analizando las huellas halladas en
el asfalto para dilucidar qué tipo de
coche era para hacerse una idea.
El policía se fue prometiendo hacer
todo lo que estuviera en su mano
para hallar a la niña y al hombre
que se la había llevado consigo
hiriendo a Ana. Ángela pensó en si
era normal que él no se
comprometiera a dar con el
culpable así como habían hecho
todos los demás.
Poco después llegó Carlos, y si
Ángela hubiese estado de mejor
ánimo, lo habría visto
completamente diferente a lo que
solía ser. No sólo iba vestido
casual, con una americana azul
oscuro y debajo una camisa de
cuadros roja por fuera del jean, que
lo hacían ver más joven y
descomplicado, sino que en su
rostro había verdadera
preocupación. Se consternó cuando
vio la sangre en la ropa de Ángela,
y luego de abrazarla y prometerle
también que hallarían al culpable,
tomó su teléfono para llamar al
médico de la familia para que se
ocupase personalmente de Ana.
Inmediatamente después llamó a sus
amigos en los altos mandos de la
policía y les habló de la situación.
Mateo también llegó al cabo e
incluso Fabián, inmediatamente
después de abrazar a Ángela y
prometerle que todo estaría bien,
empezaron a conferenciar entre sí
acerca de a quién acudir, y por
dónde empezar la búsqueda.
—Tiene que ser el hijo de puta de
García –susurraba Eloísa entre
dientes, lamentando que no se
pudiera gritar en un hospital—,
porque, quién más? Quién más
querría hacerte daño?
—Por qué García? –preguntó
Fabián, viéndola pasearse de un
lado a otro con los cabellos
desordenados y en pantuflas.
—Quién es García? –Preguntó a su
vez Carlos, que apenas colgaba el
teléfono.
—Un maldito que siempre quiso
hacerle daño a Ana, y a Ángela!
—Por qué? –volvió a preguntar él.
Eloísa miró a Ángela como
pidiéndole autorización para
soltarle esa información, pero ella
estaba con los ojos anegados en
lágrimas y la nariz roja
imaginándose mil cosas horribles
que le podían estar sucediendo a su
hija en ese momento, y escondía el
rostro en el pecho de Juan José,
sentados los dos en la sala de
espera.
—El papá de Ángela se encaprichó
con ella –explicó Eloísa en voz
baja—, y García era el encargado
de conseguir lo que el maldito
quisiera—. El rostro de Carlos se
endureció.
—Pero por qué llevarse a
Carolina? Qué tiene que ver la niña
con eso? –preguntó Fabián.
—Y cómo quieres que comprenda
la mente de un retorcido como ese?
Mateo se puso en pie como si de
repente no soportara escuchar más
conjeturas, y salió de la sala con el
teléfono en la mano.
—Cuál es el nombre completo de
ese hombre? –Preguntó Carlos
poniéndose en pie.
—Benedicto García –contestó
Ángela—. Qué piensas hacer?
—Ponerlo bajo custodia. Si él fue,
pronto lo sabremos –y volvió a
salir de la sala de espera para hacer
más llamadas.
—Tranquila, amor. Va a estar bien,
ambas van a estar bien –le dijo Juan
José a Ángela; ella asintió
intentando calmarse, pero no le era
posible. Una mujer uniformada
llegó y les trajo varias tazas con té.
Juan José tomó uno y obligó a
Ángela a recibírselo.
Miró su reloj, las horas pasaban
inexorablemente, y no salía nadie a
dar una notificación acerca del
estado de Ana, ni la policía les
anunciaba nada nuevo. La llamada
que podrían haber hecho los
secuestradores para cobrar algún
dinero, no llegaba, y eso sólo los
angustiaba más. Necesitaban saber
que Carolina estaba bien.
—Esta mañana estaba tan bonita –
sollozó Ángela, no pudiendo
aguantar más—. Le di de comer, y
estaba tan hermosa, tan coqueta
como siempre. Si algo le pasa a mi
bebé, Juan José…
—No le va a pasar nada.
—Quiero a mi nena, Juanjo. Por
qué se la llevaron? Si es tan
pequeñita, no se puede defender…
—Ángela, deja de pensar en eso,
por favor. La vamos a encontrar.
Mateo se asomó a la sala y le hizo
una mirada que Juan José
comprendió. Le pidió a Eloísa que
se quedara un momento con Ángela
y fue tras su amigo.
—Tal vez sólo hemos estado
sospechando de la persona
equivocada –le dijo Mateo en
cuanto estuvieron a solas.
—Y de quién más podemos
sospechar? Ni Ángela ni yo
tenemos enemigos. El único era
Orlando, pero ese ya está muerto.
Sólo quedaría García, y ya Carlos
se ocupó.
—Seguro que no tienes a nadie más
que te odie? A ti o a Ángela en
especial?
Juan José lo miró fijamente a los
ojos y la comprensión se fue
notando poco a poco en su mirada.
Empezó a sacudir la cabeza, como
negándose a aceptar algo así.
—No –rechazó él—, Miguel no. Él
sería incapaz de hacerle semejante
daño a Ángela. Él me dijo que la
amaba, y si bien no me gusta la
idea, estoy seguro de que alguien
que ama no hace daño a propósito.
—Esos somos tú, yo, Fabián,
Carlos… pero me puedes asegurar
que Miguel no es capaz? –Juan José
sacó de inmediato su teléfono para
llamarlo, y Mateo lo contuvo—.
Déjame hacer la llamada a mí.
—Mateo…
—Déjamelo a mí. Yo estoy más
calmado que tú, sabré manejar la
situación, además, si fue Miguel y
lo hizo por su odio a ti, el llamarlo
y mostrarte angustiado por tu hija
podría ser contraproducente.
Juan José capituló, y le dejó hacer
la llamada. Mateo encendió el
dispositivo de grabación, y puso el
altavoz.
—Mateo! –saludó Miguel al otro
lado de la línea con voz
sorprendida—. Qué milagro que me
llamas! No me digas que te metiste
en líos y necesitas a un abogado –y
se echó a reír. Juan José quiso
meter la mano por el teléfono y
estamparle un puño.
—Hola, Miguel. No, no te llamo
por mí… verás… es algo mucho
más delicado.
—Caray, qué podría ser?
—Han secuestrado a la hija de
Ángela. Pensé que podías
ayudarnos en eso.
—A quién? –preguntó Miguel luego
de una pausa.
—A Carolina, la hija de Ángela. Es
una bebé de sólo seis meses. Estaba
en el jardín de su casa junto con
Ana, la recuerdas?
—Mmm… la verdad no. Y tampoco
recordaba que Ángela salió de
Trinidad embarazada. Así que ya
tuvo a su bebé. Has dicho que la
secuestraron?
—Sí, Miguel; la raptaron de la
casa.
—Qué asunto tan horrible, pero,
por qué me preguntas a mí? –Juan
José frunció el ceño ante la
tranquilidad con que Miguel hacía
esa pregunta.
—Estamos llamando a todos
nuestros amigos para que nos
ayuden a hallarla.
—Amigos, eh? Qué extraña suena
esa palabra luego de tanto tiempo.
—Por el bien de la niña –dijo
Mateo, alejando el teléfono de Juan
José que quería arrebatárselo—,
dejemos eso atrás. Puedes
ayudarnos?
—Claro, claro, en lo que pueda.
—Podemos ir a tu oficina ahora
mismo?
—Uf, no, eso no será posible; en
este momento estoy ocupadísimo,
pero te prometo que en cuanto tenga
tiempo llamaré a mis propios
contactos por si se puede hacer
algo.
—Muchas gracias, Miguel.
—Me debes una.
—Sí, supongo. Ah, antes de que
cuelgues, dónde queda tu oficina?
—Pero ya te dije que no puedes
venir ahora, es en serio que estoy
ocupado.
—Oh, lo siento. Muchas gracias de
nuevo.
Mateo cortó la llamada y miró a
Juan José.
—Ese imbécil no está en su oficina
–farfulló Juan José.
—Eso es claro, nos mintió muy
olímpicamente; se oía el ruido de
un motor, como si hablara mientras
conduce.
—Ese imbécil tiene a mi hija! –
quiso gritar Juan José, pero se
contuvo— Y si no es así, por qué
mentiría con algo tan simple como
que está en su oficina cuando en
verdad está de camino a alguna
parte?
—Si eso es así, tenemos que ser
más inteligentes que él. Sólo son
conjeturas, Juan José.
—No me importa. Me voy a
buscarlo yo mismo.
—Pero a dónde? No sabemos
dónde puede estar, ni hacia dónde
se dirige—. Juan José se puso
ambas manos en la cabeza y caminó
de un lado a otro.
En el momento se escuchó un
barullo en la sala en la que se
hallaban los demás. Un doctor
había salido con información
acerca del estado de Ana.
—La paciente presenta un trauma
craneoencefálico moderado –dijo
—. Lamentablemente, es delicado,
y ha entrado en coma.
—Qué? –susurró Ángela, sintiendo
que le faltaba el aire.
—Pero va a despertar, cierto? –
inquirió Eloísa.
—Hemos hecho un TAC, y
afortunadamente no hemos
encontrado demasiadas
anormalidades en la neuroimagen,
pero las consecuencias que esto
pueda presentar luego no lo
sabemos, ya que suelen ser
totalmente imprevisibles.
Tendremos que esperar la
evolución de la paciente, y
mientras, tenerla bajo observación.
—Es decir, que podría no ser la
misma? –preguntó Ángela, casi con
miedo. El médico tomó aire
mirándola fijamente.
—Las posibilidades varían entre un
simple, aunque severo dolor de
cabeza, hasta amnesia, o pérdida de
algunas facultades neuronales…
—No… No, Ana se pondrá bien –
sollozó Ángela, y Eloísa miró
horrible al doctor por plantearle un
panorama tan sombrío.
—Lo siento –dijo este, aunque no
se supo si a Ángela o a Eloísa, y
con esas palabras, los volvió a
dejar solos. En derredor, cayó una
pesadumbre que enmudeció a todos,
sólo se escuchaba el lastimero
sollozo de Ángela.
—Tengo que llamar a Silvia, y
avisarle –dijo Ángela de repente,
buscando su teléfono.
—Sugiero que vayas a casa y te
cambies de ropa –le dijo Eloísa—.
Y de paso los acompañas. Son
niños, Ángela. Ana es su única
familia. Deben tener mucho miedo.
—Sí, tienes razón, pero luego
volveré aquí…
—Yo me quedaré, si no te molesta
–se ofreció Carlos.
—También yo –dijo Fabián—.
Prometo llamarte en cuanto sepa
algo.
—Gracias.
—Amor, yo tengo que dejarte por
unos momentos –le dijo Juan José,
mirando a Eloísa, y rogándole que
se hiciera cargo de ella de nuevo.
—A dónde vas? –preguntó Ángela.
—No puedo quedarme aquí de
brazos cruzados, saldré con Mateo
y buscaré por mis propios medios
al maldito que nos hizo esto—.
Ángela asintió.
—Ten cuidado.
—Lo tendré. Tú ve a casa y cuida
de los niños; es verdad que te
necesitan—. Se inclinó a ella y
besó fugazmente sus labios,
saliendo como un bólido al lado de
su amigo Mateo.
Ángela pensó en lo lejana que
parecía haber quedado la noche de
pasión que habían pasado juntos.
No habían pasado ni cinco horas
desde que se habían despedido en
su casa con un apasionado beso,
planeando su vida al lado de su hija
y en su nueva casa.
Sé fuerte, sé valiente, se dijo a sí
misma, pero aun así las lágrimas
salieron.
—Dios, por favor –oró—. Nunca
en mi vida te he pedido nada, ni
siquiera cuando papá casi me mata,
pero por favor no permitas que
nada le suceda a mi nena. Por favor,
por favor, por favor…
Eloísa la abrazó, encaminándola
hacia los ascensores para llevarla
al parqueadero y llevarla a casa.
Se necesitarían dos milagros, uno
para que Carolina apareciera sana y
salva, y otro para que Ana
despertara y fuera exactamente la
misma de antes.
…35…
Ángela llegó a casa, y apenas pisó
el vestíbulo fue rodeada por Silvia,
Paula y Sebastián, que la miraban
con mil preguntas en sus ojos.
Ángela extendió sus brazos a ellos
y los chicos no dudaron en
abrazarla. Paula empezó a sollozar.
—Cómo está mi hermana?
—Ella… —Ángela tragó saliva y
los encaró uno a uno. No les podía
mentir, esos niños merecían saber
la verdad—. El médico dijo que su
accidente fue grave, y por eso no ha
despertado.
—Leí en Google –intervino Paula
—. Sé lo que le puede pasar a mi
hermana. Pero cómo está? –Ángela
miró a Eloísa, quien, sin palabras,
le pidió que no se callara nada.
—Ana entró en coma.
—Ay, no –sollozó Silvia, y con un
puño sobre los labios preguntó—:
Va a despertar?
—Los médicos no dijeron nada al
respecto. Pero esperemos que sí.
—Y si despierta –preguntó
Sebastián, con la voz un poco
quebrada— estará bien?
—Eso no lo sabemos aún.
Esperemos que no tenga nada más
grave que un buen dolor de cabeza
por un rato—. Vio a Paula secarse
una lágrima y su voluntad estuvo a
punto de resquebrajarse—. Vamos,
niños –intentó animarlos—,
conocen a Ana. Parece ser una
dulce paloma, pero en el fondo es
una guerrera, brava, y luchadora.
No fue ella la que los sacó adelante
toda la vida? No fue ella la que
dejó de estudiar para darles a
ustedes todo lo que necesitaban?
Creen acaso que alguien tan fuerte
va a dejarse doblegar por esto?
Esté donde esté su conciencia, ella
sabe que ustedes aquí la necesitan.
No los va a abandonar!
—Sí, es fuerte, valiente, y todo lo
que tú dices –intervino Sebastián,
con voz demasiado adulta para un
niño de su edad—, pero al fin y al
cabo, no es más que una mujer que
fue golpeada fuertemente en la
cabeza.
Sin poder contenerse, las lágrimas
empezaron a salir de nuevo por sus
ojos.
—Lo sé –le dijo al niño—. Pero
ella ahora los necesita fuertes y
valientes. Nos necesita a todos.
—Volverás al hospital?
—Sí. Me los llevaría conmigo,
pero no podemos verla aún.
—No importa, queremos estar
cerca de ella.
—Está bien. Déjenme darme una
ducha.
—Han… han sabido algo de
Carolina? –preguntó Silvia,
intentando sonar más segura, sin
conseguirlo. Ángela negó meneando
la cabeza.
—Hasta ahora nada. Juan José
sigue buscando. Y también la
policía, pero no nos han dicho nada.
—Ve a ducharte –le ordenó Eloísa,
y Ángela hizo caso. Mejor estar en
movimiento que detenerse a pensar
en cosas demasiado negativas.
Eloísa miró a los niños uno a uno.
Estaban nerviosos, y sabían que si
algo le llegara a pasar a su hermana
mayor, ellos quedarían
desamparados. Aunque contaban
con Ángela, y con ella misma, las
autoridades eran muy quisquillosas
cuando del cuidado de los menores
se trataba.
Recordaba una historia contada por
Ana donde casi le quitan a sus
hermanos a la muerte de su padre.
Había tenido que mentir y decir que
una tía les enviaba dinero mensual
para sus gastos y que no había
riesgo de pasar demasiadas
necesidades para que nadie hiciera
demasiadas preguntas. Fue entonces
cuando dejó el colegio para poder
trabajar en casa de los Riveros.
Antes había trabajado allí por
horas, pero ahora era a jornada
completa.
No podía siquiera imaginar por
cuántas dificultades había pasado
Ana para sacar adelante a sus
hermanos, pero todo ello
demostraba que Ángela tenía razón,
y ella era una mujer aguerrida y
fuerte.
—Tienen hambre, chicos? –ellos
sacudieron su cabeza negando—.
No mientan. Cuando Ana despierte,
los verá más delgados, y a quién
creen ustedes que le echará la
regañina por no haberlos cuidado?
A Ángela no, pues ella estaba
preocupada por su bebé—. En el
rostro de Sebastián se dibujó una
sonrisa que lo hizo parecer
demasiado guapo.
—Está bien. Tenemos hambre. Pero
llévanos a un buen restaurante.
—Y yo que pensaba servirles
cereales –se quejó Eloísa.
—Cereales al mediodía?
—Es todo lo que sé preparar.
—Inútil –farfulló Sebastián, con la
misma sonrisa, y Eloísa no se sintió
para nada ofendida. Una sonrisa de
esas valía la pena.

Lamentablemente, y a pesar de lo
que decían los medios acerca de la
confiabilidad del Gps, no se podía
acceder a la localización exacta de
un teléfono móvil si no era con la
ayuda y permiso de las autoridades.
El teléfono de Miguel se hallaba
fuera del rango de cobertura que un
simple programa descargado de
internet pudiese manejar.
Sin embargo, para que las
autoridades colaboraran, debían
presentar a Miguel como un posible
sospechoso con testimonios y
pruebas que pudieran implicarlo de
alguna forma para poder proceder.
Todo esto les tomó más tiempo del
que hubiesen deseado. Para cuando
todo estuvo listo y pudieron
acceder a la información del
teléfono de Miguel, ya habían
pasado varias horas, y al final,
encontraron que el teléfono había
sido abandonado en una carretera.
Lo increíble, fue que la carretera
era la que conducía a Trinidad.
No habría sido nada sorprendente,
ya que Miguel trabajaba para Julio
Vega, y quizá tenía que ir a hacer
recados al pueblo, pero entonces
estaba la mentira; por qué había
dicho que estaba en su oficina
cuando de verdad se hallaba de
camino a Trinidad?
Volvieron a llamar al teléfono de
Miguel, pero este timbraba sin que
nadie contestase.
La policía de Trinidad fue alertada
inmediatamente y ésta registró los
lugares en los que antiguamente
Miguel Ortiz había trabajado y
vivido, sin hallar nada anormal.
Nadie en el pueblo parecía haberlo
visto, y no había evidencia de que
hubiese utilizado la carretera nueva,
ni la antigua.
La policía de Bogotá consiguió la
autorización requerida y registró de
inmediato el apartamento en que
Miguel vivía. Julio Vega colaboró
con testimonio, diciendo que, por
ser domingo, su subordinado tenía
el día libre, y por lo tanto, él no
tenía modo de saber qué estaba
haciendo en Trinidad; además, él no
le había encomendado nada para
hacer allí.
Los agentes miraron en un
computador portátil hallado en uno
de los armarios y revisaron,
encontrando pruebas inquietantes:
fotografías de Ángela en la calle;
Ángela conversando con sus amigas
en el jardín de su casa; Ángela
alimentando a Carolina en la
glorieta; Ángela consintiendo o
paseando a la niña... La había
estado vigilando cercanamente
desde hacía varios días.
Era el comportamiento de un
psicópata, y varios agentes fueron
enviados de inmediato a su casa
para protegerla, impidiéndole salir
para volver al hospital.
Como no querían dejarla sola, pero
a la vez querían que los niños
pudieran ver cómo estaba Ana, fue
Carlos quien se ocupó de ir por
ellos y llevarlos al hospital,
mientras Eloísa se quedaba en casa
con Ángela, que ante el encierro, se
paseaba de un lado a otro, llamaba
cada dos minutos a Juan José, o a
Mateo, o a Fabián.
Le habían ocultado el hecho de que
Miguel estaba siendo el principal
sospechoso y no García para no
preocuparla demasiado, sin
embargo, García era igualmente
peligroso y por eso accedió a
quedarse en casa.
Carlos se había enterado de que en
Trinidad habían detenido a
Benedicto García y lo habían
interrogado, pero tenía una
demasiado buena coartada: esa
mañana, él había amanecido en una
casa de citas del pueblo en brazos
de una prostituta que era su amante,
y no sólo ella dio el testimonio de
que había estado dormido hasta las
diez de la mañana, sino todas las
mujeres del lugar, incluso el
barrendero que tuvo que limpiar su
vómito en la acera cuando este
salió, muy avanzada la mañana.
Como el secuestro de Carolina
había ocurrido a eso de las ocho de
la mañana, no había modo de que
García pudiese hacerlo, y lo
dejaron en paz, volcando así toda
su atención en la consecución de
más pruebas en contra de Miguel.
Pero la tarde empezó a caer, y no se
sabía nada. Era como si la tierra se
lo hubiese tragado.
Eloísa entró a la sala en la que
había dejado a Ángela mientras le
preparaba un té, y se asustó
tremendamente cuando no la
encontró.
—Angie? –empezó a preguntar, a
medida que subía las escaleras que
la llevaban al segundo piso—.
Angie, nena, dónde estás? –la
encontró en su baño, mirándose al
espejo. Desnuda de la cintura para
arriba y cubriendo sus pechos con
sus manos, mientras lloraba.
—Me duelen –dijo—. La nena no
ha comido nada, y me duelen.
Dónde estará, Eli? Me le están
dando de comer?
—Claro que sí, porque es una bebé
preciosa que la ves y te enamoras.
Vamos, no te pongas así, nena –
tomó una toalla blanca y la cubrió
sacándola del baño—. Qué es lo
que hacen las mamás cuando tienen
mucha leche y sus bebés no
alcanzan a bebérsela toda?
—Se ordeñan a sí mismas. Pero no
quiero hacerlo; es la comida de
Caro.
—Pero te están doliendo, nena.
—Y cuando regrese? Qué voy a
hacer si regresa y no tengo nada
para darle?
—Ah, estoy segura de que te las
arreglarás para alimentarla. Ven,
hazme caso.
En el momento se escuchó un
automóvil detenerse ante la entrada
de la casa. Juan José se había
llevado una copia de las llaves, así
que no se extrañaron cuando lo
escucharon preguntar por Ángela en
el vestíbulo.
Eloísa dio voces dando su
ubicación y enseguida estuvo en la
habitación de Ángela. Al verla en
ese estado y llorando, miró
interrogante a Eloísa, pero esta sólo
los dejó solos.
En la sala estaba Mateo, que miraba
hacia la salida con aire ausente.
Eloísa se acercó a paso lento y lo
estudió en silencio. Había estado
fuera con Juan José gran parte de la
tarde y ahora los dos volvían con
aspecto cansado y la ropa ajada.
Qué estaban haciendo? No creía
que trajeran noticias positivas, pero
entonces, qué clase de noticias
traían?
Al sentir a Eloísa, él se dio la
vuelta.
—Ah, eres tú.
—Idiota. Sabías que era yo aun
antes de girarte –él sonrió sin
desmentirla—. Qué han
averiguado? –Mateo se cruzó de
brazos mirando a otro lado.
—Es Miguel –soltó él de pronto, y
Eloísa no supo qué la sorprendió
más, si el hecho de que él le soltara
la información de una vez y sin
pedirle promesas de guardar
silencio, o que fuera Miguel Ortiz
de quien él hablaba.
—Miguel… Miguel?
—Miguel, Miguel –confirmó Mateo
—. Tenemos pruebas de que estuvo
vigilando la casa mucho tiempo.
Desarrolló alguna especie de
obsesión por Ángela, y eso
desembocó en lo que está
ocurriendo ahora…
Se dio cuenta un poco tarde de que
Eloísa se había encogido hasta
quedar agachada en el suelo. Él se
acercó preocupado.
—Hey, estás bien?
—Qué hice?
—Qué? —Preguntó él extrañado.
—Todo esto es mi responsabilidad!
–Mateo siguió mirándola ceñudo, y
Eloísa continuó— Me lo encontré
en el edificio donde papá tiene sus
oficinas hace unos pocos días. Le
hablé de Ángela y la niña, y de Juan
José. Yo sólo… sólo quería ver qué
reacción tenía cuando le hablara de
ella. Él había sido tan extraño en
Trinidad…
—De ningún modo es
responsabilidad tuya. Él es un
enfermo. Y no lo digo porque se
haya enamorado de la mujer de su
amigo, que a cualquiera le podría
suceder, sino por las extrañas
fotografías que de ella hizo.
—Fotografías? –preguntó Eloísa,
alzando su rostro para mirarlo. Él
se había agachado hasta estar casi
sentado en el suelo. Mateo suspiró.
—Cientos de ellas. En todas estaba
Ángela. Sobre todo Ángela con
Carolina –al ver la mirada
confundida de Eloísa continuó—.
Le hice una copia a un amigo que es
psiquiatra, y me hizo el análisis,
aunque bastante por encima, ya que
fue de un momento a otro. Tuve que
contarle lo que sé de su historia, y
al parecer, Miguel no soportó que
el objeto de su amor se convirtiera
en madre.
—Sí, él dejó de buscarla en cuanto
se enteró de que estaba
embarazada, pero nosotras
asumimos que era porque la bebé
era de Juan José. Vamos, creímos
que era respeto, o quién sabe.
—No, no era respeto a Juan José –
Mateo volvió a respirar profundo, y
esta vez se sentó de veras en el
suelo—. Mateo fue abandonado por
su madre cuando era bebé. Fue
encontrado en la calle, al borde de
la inanición, y llevado al Bienestar
Familiar. Allí estuvo hasta los
dieciocho, pues nadie lo adoptó. Lo
conocimos en esa época, cuando
pedía una beca en nuestra
universidad. Se la otorgaron, pues
era brillante, y pasó con amplitud
las pruebas –la miró a los ojos.
Eloísa vio que eran unos ojos
cansados, o quizá tristes por lo que
había descubierto de su antiguo
amigo—. Ahora sé que no sólo
odiaba a Juan José. Nos odiaba a
todos. Me odiaba a mí, pues aunque
mi madre murió cuando yo tenía
doce, tuve luego a mi padre y a mi
hermana; y a Fabián, pues aunque la
madre de él murió dándolo a luz,
tuvo a sus abuelos y tíos que lo
criaron. Éramos tres jóvenes que
habían tenido grandes pérdidas,
pero que aún vivíamos en un núcleo
familiar, para él lo teníamos todo.
—Y no era así?
—Aunque lo fuera, por qué nos
odiaría? Aprendimos mucho de él,
moderamos nuestras extravagancias
de niños ricos, dejamos en gran
parte la pedantería propia de los
jóvenes de nuestro estrato por él,
por respeto a él, que era un ejemplo
para nosotros, porque aun sin nada,
él había salido adelante. Nos fue
ejemplo de fuerza y tenacidad.
—Pero estaban equivocados.
Mateo se quedó en silencio por un
rato, como perdido en recuerdos, y
Eloísa lo miró tranquilamente. No
sabía que pensar por que él le
estuviera revelando todo esto, pero
se sentía cómoda con él hablando
de temas tan trascendentales. Su
mirada bajó a sus labios, tan
carnosos, tan… parpadeó
reprendiéndose a sí misma. Y sin
embargo, la pregunta no dejó de
llegar a su mente.
Cómo besaría?
—El psiquiatra me dijo que a lo
mejor él tiene un muy mal concepto
de las madres en general –siguió
Mateo, ignorando los pensamientos
de su interlocutora—. Y que Ángela
entrara en esa categoría, fue muy
duro para él.
—Por eso le quita a Carolina? Para
quitarle ese “estigma” de madre?
—Es lo que dijo el psiquiatra.
—Oh, Dios santo! Eso
perfectamente podría indicar que no
planea devolverla! Te das cuenta?
—Sí. Sólo ruego al cielo que no
tenga el corazón para hacerle daño
a una criatura tan pequeñita e
inocente como lo es Carolina. Que
sea cual sea el plan que tuviera
para ella, no implique…
—Dios! –lloró Eloísa enterrando su
rostro entre sus rodillas. Mateo se
acercó a ella y posó una mano
sobre su espalda. Lo que le acababa
de contar era demasiado crudo y
desesperanzador, pero sabía, de
algún modo, que podía confiar en
ella. Eloísa tenía que saberlo. No
conocía aún a Carolina, pues el
mismo Juan José se había enterado
de su existencia hacía sólo tres
días, pero esa bebé era su sobrina,
y no quería que nada le sucediera.
Sin embargo, se sentía demasiado
impotente, y no le gustaba esa
sensación.
De algún modo, contarle todo a
Eloísa le hacía bien.

Ángela, cubierta con la toalla


blanca y sentada en el borde de su
cama, vio a Juan José hurgar entre
los cajones de su ropa interior,
sacar un sostén y extendérselo.
—Es una tortura usarlo.
—Entonces haz eso que me dijiste
que podías hacer… ordeñarte—.
Las lágrimas volvieron a fluir por
los ojos de Ángela. Juan José se
sentó al lado y le rodeó los
temblorosos hombros. Besó su
mejilla y le habló con voz suave—.
Según lo que me contaste anoche, a
veces ella queda saciada, y tú aún
con bastante leche para dar. De
veras crees que ella podría con
todo eso que tienen Dina y Tina ahí
ahora? –increíblemente, y contra
todo pronóstico, Ángela sonrió.
—No, creo que no.
—Entonces haz algo para
aliviarte… lo haría yo de mil
amores, sabes? Madre me
amamantó a regañadientes, pero no
quiero saquear la despensa de mi
propia hija –Ángela volvió a
sonreír, lo miró a los ojos y su
rostro se volvió a ensombrecer.
—Encontraremos a nuestra hija,
verdad?
—La encontraremos, no importa
qué. Además, creo firmemente que
ella tiene un ángel que la cuida.
—El espíritu del caracolí?
—Lo que sea –Ángela suspiró
recostándose a su pecho. Él no dejó
de masajear la piel de sus brazos y
besar sus cabellos. El silencio los
envolvió por un largo momento en
el que mutuamente se consolaron e
infundieron fuerza. Pasado el
momento, Ángela se puso en pie y
volvió a entrar al baño.
—Quieres que te ayude?
—No, gracias. Espérame allí.
Ángela se miró en el espejo y
volvió a desnudarse los senos, que
estaban templados, y dolía, dolía
horrores. Tomó uno de ellos y los
apretó, y el chorro de leche que
salió por el pezón empañó el
vidrio. Las lágrimas empezaron a
fluir de nuevo. Esto no debería ser
así. Toda esa leche materna no
debería terminar en un sitio tan
equivocado.
Habría comido ya Carolina? Le
habrían dado ya su baño
vespertino? Qué ropita tendría
puesta?
Sollozó, pero, tal como había
prometido a Juan José, volvió a
apretar.
Hubo una conmoción afuera, y ella
sintió a Juan José salir de la
habitación y preguntar qué pasaba.
—Qué ocurre? –le preguntó cuando
él se asomó al baño.
—Es… Eugenia, tu madre. Está
aquí.
Ángela se quedó como de piedra.
Se puso rápidamente el sostén que
minutos antes le había pasado Juan
José, luego una blusa cualquiera y
bajó.
Eugenia allí? Se preguntó, pero si a
ella ni le había importado si había
quedado embarazada o no. Se
habría enterado de que Carolina
había desaparecido y venía a darle
su apoyo?
De pronto, no fue capaz de
imaginarse a su propia madre
abrazándola y consolándola, así que
se quedó quieta en medio de las
escaleras. Juan José la alcanzó y le
tomó la mano.
—Sea lo que sea, estaré a tu lado.
No dejaré que te diga nada
desagradable –le prometió—.
Vamos?— Ángela asintió tomando
su mano, y bajó al vestíbulo, donde
aún se hallaba Eugenia de pie,
frente a Eloísa, que le impedía
entrar del todo a la casa, y a Mateo
que observaba la situación sin decir
nada.
Eugenia no decía nada, y al ver a
Ángela, sonrió.
Sonrió!
Ángela no supo qué decir, ni qué
hacer, así que esperó, aún tomada
de la mano de Juan José.
—Ah, vaya, Juan José. Estás aquí,
me alegra.
—Claro que sí.
—Bueno, lo digo porque… la
noticia que tuve fue que se
separaron hace más de un año ya.
—Pero estamos juntos de nuevo.
—Qué bien, qué bien… hija… —
Eugenia se humedeció los labios, y
Ángela siguió en silencio. No
recordaba ni una sola vez que su
madre le hubiese dicho hija con ese
tono de voz. Todo lo que recordaba
era a ella poniéndose siempre de
parte de Orlando, criticándola por
ser tan rebelde. Inconscientemente,
apretó la mano de Juan José.
—Sé… sé por lo que estás pasando
–siguió Eugenia—. Quería…
reivindicarme contigo, que sepas
que… a pesar de todo lo malo que
pasó entre las dos… eres mi hija,
mi única hija, y no quiero estar más
separada de ti.
—Fuiste tú la que se separó de mí –
le espetó Ángela—. Fuiste tú la que
me dejó tirada frente a la puerta de
un desconocido sólo porque era mi
esposo; fuiste tú la que nunca
preguntó siquiera si yo me estaba
alimentando bien. Crees que te
necesito ahora? Te necesité en ese
momento! –antes, Ángela no había
sabido qué decir, pero ahora, las
palabras no se detenían—. Ahora
no, ahora no te necesito, tengo a mis
amigos y a Juan José. Tengo al
mundo entero si se me antoja. Así
que puedes largarte con tu lástima!
—Ángela! –la reprendió Juan José.
—No, no sabes lo que sufrí por
culpa de esta señora! Ella permitía
que papá me pegara hasta casi
matarme! Fue capaz de diseñar un
vestido de novia encima del cuerpo
de su hija moreteado por los golpes
de ese monstruo! La entregó a un
matrimonio horrible sin importarle
si las cosas salían bien o mal!
—Está bien, no es la mejor madre
del mundo! –le dijo Juan José—.
Pero sabes cuántas veces he
deseado yo que mi madre diga esas
palabras que esta señora acaba de
pronunciar?
—Pues te equivocas –le cortó
Ángela con voz amarga—, porque
todos esos años de sufrimiento no
se borran con unas simples
palabras! Al contrario! Sólo hace
que todo se remueva y duela más!
Porque ella fue consciente de todo,
lo vio, lo sabía, y aun así…
—Qué puedo hacer para que me
perdones? –preguntó Eugenia,
contrita.
—No creo que haya nada en el
mundo que puedas hacer. Tengo una
hija, sabes? Y el sólo pensar que
otro puede hacerle daño hace que
me duela el alma! –le reprochó
Ángela con lágrimas corriendo
libremente por sus mejillas—.
Cómo pudiste tú permitir que todo
eso me pasara a mí? Soy tu hija
realmente?
—Sí, tienes una hija. Preciosa, por
cierto.
—Qué? –exclamaron varias voces
al tiempo. Cómo podía decir que
Carolina era preciosa si nunca la
había visto? O eran sólo palabras
vacías?
Pero entonces Eugenia abrió la
puerta principal y le hizo una señal
a alguien afuera. Momentos
después, y ante un atónito Juan José,
una boquiabierta Eloísa, y un
sorprendido Mateo, entró un
hombre grande, maduro, fornido,
con una silla de bebé en las manos,
y en ella, dormida, Carolina.
—Oh, Dios! Oh, Dios; Oh, Dios! –
Exclamó Ángela precipitándose
hacia su hija y arrebatándole a
García la silla en la que estaba su
hija. Puso el mueble sobre la mesa
con flores del vestíbulo, y, sin
importar si la despertaba o no, la
alzó en brazos. Realmente era su
niña, su nena. Con una ropita
diferente, con una colonia de bebé
diferente, pero ella, sana y salva,
sin un rasguño.
La apretó contra su pecho como si
quisiera fundirse en una con ella, y
Carolina no tardó en despertarse y
protestar. Juan José la alcanzó al
instante, y abrazó a ambas con
fuerza, sin poder pronunciar
palabra alguna por el enorme alivio
que sentía, dio gracias al cielo,
besó a Ángela, a Carolina, y los
tres se quedaron allí fundidos en un
emotivo abrazo, que le provocó una
lágrima a Eloísa, quien, cuando ya
pasaron unos minutos, se les acercó
para mirar a la niña.
—Es mi bebé –lloraba Ángela—.
Es mi nena.
Sin embargo, con toda la
conmoción, la felicidad de Ángela y
Juan José, más el llanto de
Carolina; ni a Eloísa, ni a Mateo, y
mucho menos a Juan José, se les
pasó por alto que Eugenia se estaba
presentando en una casa cuya
dirección aparentemente
desconocía, con una niña que había
sido raptada ocho horas antes.
Todas la miraron de la misma
manera, y García les devolvió la
mirada hostil a todos, como
retándolos a meterse con ella.
—No pasa nada, García –lo aplacó
Eugenia—. Ellos tienen razón para
desconfiar, aunque realmente no
tienen por qué.
—No nos culpe –pidió Juan José—.
Pero las autoridades removieron
casi todo el pueblo buscando al
sospechoso, y de paso a Carolina.
—Ah, de eso no me enteré. Yo sólo
recibí a la niña. Alguien planeaba
hacerte daño, y creyó que dándome
tu hija a mí, lo conseguía.
—Quién –preguntaron todos al
tiempo.
—Miguel Ortiz –Ángela abrió sus
ojos como platos, y miró a Juan
José.
—Miguel? –preguntó extrañada.
—Era nuestro sospechoso –explicó
Juan José mirando fijamente a
Carolina.
—Y por qué no me dijiste nada?
—Planeaba hacerlo.
—Cuándo?
—Cuando terminaras de hacer lo
que hacías en el baño –las mejillas
de Ángela se colorearon, pues esas
palabras podían interpretarse de
mil formas vergonzosas delante de
sus amigos. Le dio la espalda a
Juan José y se encaminó con su hija
en brazos hacia una de las salas.
Juan José sonrió sabiendo que
luego pagaría su indiscreción, pero
ahora había asuntos más urgentes
que hacer—. Bueno, no es mi casa
–le dijo a Eugenia—, pero ya que
tiene tanto que contarnos, la invito a
seguir.
Eloísa precedió la comitiva,
seguida por Eugenia, y entraron en
la misma sala en la que estaba
Ángela amamantando a Carolina.
Ésta ni se inmutó en cubrirse, ni
miró a nadie, ni nada. Simplemente
se concentró en su hija y le hablaba,
contándole lo horrible que lo había
pasado sin ella, besando sus
manitos, sus pies, mimándola.
Todos se sentaron en los muebles
alrededor de ella, y a nadie se le
escapó la mirada tierna en el rostro
de Eugenia contemplando a Ángela
y su nieta, y que quiso borrar, pero
fue demasiado tarde. Juan José
tenía ahora un arma contra ella;
Eugenia quería a su hija y a
Carolina, no podría hacerles daño,
pero, por qué Miguel la había
elegido?
Miró a Mateo y a Eloísa
pidiéndoles quedarse como testigos
de lo que fuera que se dijera en esa
sala esa noche.
Por ahora, estaba feliz de tener de
vuelta a su hija, y en parte, a
Ángela.
…36…
Ángela ignoró a todos y se
concentró en su hija, quien chupaba
vigorosamente. De vez en cuando
hacía una mueca por la fuerza que
la niña empleaba, y que hacía que
le doliera más de lo normal a causa
del tiempo que llevaba esperando
para hacer su tarea favorita: darle
de comer.
Alrededor, todos se sentaron y la
miraron fugazmente, como
pretendiendo ignorar su presencia;
Mateo miró a Carolina y sonrió al
ver que era rubia y blanca, Juan
José había dicho que se parecía a
él, y deseaba acercarse y mirar,
pero ahora no era oportuno.
Eugenia, estaba sentada en un sillón
casi frente a Ángela, y ella sabía
que al otro lado de la puerta estaba
García. Qué bien que no lo dejaron
entrar en la sala, pues no quería que
la viera con una teta al aire.
—Permítanme hacer una llamada –
pidió Juan José, sacando su
teléfono—. Quiero avisarles a
Fabián y a mi hermano que la niña
ya está con nosotros—. Salió
dejando un silencio bastante
pesado, en el que apenas se
escuchaban los gorjeos de Carolina
al tragar.
Carlos se mostró bastante aliviado.
Como tenía a Fabián al lado, puso
el teléfono en altavoz para que
también él escuchara la noticia.
Ambos mostraron su alivio, aunque
Fabián estuvo muy sorprendido al
saber que fue Eugenia quien
devolviera la niña.
—Es la abuela, no? No es obvio
que la iba a devolver? –preguntó
Carlos, ignorante.
—Si fuera así, por qué Miguel se la
iba a entregar a ella? –arguyó
Fabián—. No sé, esto está muy
raro.
—Un amigo que te roba tu hija y se
la entrega a la abuela de ésta… hay
algo más extraño? –intervino
Carlos—. Quieres que investigue a
la mujer?
—No lo sé…
—Hazlo –pidió Fabián—. Esa
mujer nunca me gustó, la vi una vez,
y tiene cara de ser de las que hablan
y escupen veneno…
—Está bien, lo haré.
—Ella está aquí ahora, vamos a
escuchar el relato de lo que pasó.
—O su versión –volvió a hablar
Fabián.
—Graba la conversación –le
aconsejó Carlos—. Que ella no lo
sepa. Graba todo.
—Está bien –aceptó Juan José—.
Pero tengo que reconocer que me
parece increíble que ella haga parte
de todo esto, traía una actitud muy
humilde.
—Puede ser –dudó Fabián—. Pero
mejor estar seguros.
—Ha habido alguna novedad? –
preguntó Juan José refiriéndose al
estado de salud de Ana.
—Nada –contestó Fabián—.
Tampoco se les ha permitido a los
chicos verla. Está en la UCI.
—Eso ellos ya lo sabían, y aun así
quisieron venir –comentó Carlos—.
Tal vez hable con Landazábal,
nuestro médico, para que les dé
permiso y puedan verla aunque sea
unos minutos.
—Sólo tu podrías conseguirlo –
sonrió Juan José.
—Te estaremos informando –se
despidió Carlos.
Juan José cortó la llamada, preparó
la aplicación para la grabación, se
metió el teléfono al bolsillo y
volvió a la sala donde encontró a
Ángela aún en la misma posición, a
Eloísa brindándole un trago a
Mateo, y a Eugenia sentada en su
sillón mirando a su hija y a su nieta.
—La policía le pedirá que le cuente
cómo fueron las cosas –comentó
Juan José, sentándose al lado de
Ángela en el sofá y tocando con
aire ausente la coronilla de la
cabeza de Carolina—, así que bien
puede practicar con nosotros –miró
a Eloísa, y con la mirada le pidió
un trago para él.
—Eran más o menos las once de la
mañana –relató Eugenia, asintiendo
ante las palabras de Juan José y
tomando aire—. Llamaron a la
puerta y Lourdes abrió –hizo una
pausa durante la cual, Juan José
recibía su vaso con licor; se dio
cuenta entonces de que nadie le
había brindado nada para tomar.
Claro, ella allí no era bienvenida
—. Y allí estaba Miguel, quien
pidió entrevistarse conmigo. No lo
reconocí sino hasta que Lourdes me
dijo que era uno de tus amigos –
explicó mirando a Juan José—. Yo
realmente nunca los había visto, y
cuando se fue tuve que pedirle a
García que averiguara tu nombre.
Como él sí los conocía, me lo dijo.
Traía a la niña consigo, y ella no
dejaba de berrear; tenía hambre, y
él no llevaba nada como para
alimentarla, así que Lourdes de
inmediato le preparó algo, mientras
yo me entrevistaba con él.
—No vio muy extraño que un
hombre solo llegara con una bebé
en esas condiciones? –preguntó
Mateo.
—Claro que sí, pero lo más urgente
era ella, así que no me detuve a
pensar demasiado en eso, y lo llevé
al despacho de Orlando y allí
hablamos. Él me contó que… me
dijo que lo sabía todo de mí. Me
echó en cara que soy una madre
bastante penosa –Eloísa le echó una
furtiva mirada a Mateo, recordando
la teoría del Psiquiatra—, y que por
eso me traía a esta bebé, para que
la educara yo.
—En otras palabras –interrumpió
Eloísa, ponzoñosa—, para que le
hiciera la vida tan imposible como
se la hizo a Ángela? –Eugenia bajó
la mirada, y Mateo miró a Eloísa
negando, pidiéndole que no hiciera
más ese tipo de comentarios.
—Tal vez sí –admitió Eugenia—.
Pero entonces se equivocó. Cuando
Lourdes me dijo aquella vez que
Ángela estaba embarazada, yo…
pasé muchos días pensando. Iba a
ser abuela, y probablemente nunca
conociera a mi nieta. Estaba sola
desde la muerte de mi esposo y me
di cuenta de que era muy probable
que terminara mis días así. Me
arrepentí mucho de todo; pero
pensé que ya no tenía nada qué
hacer, que había perdido a mi hija
por ser una mala madre.
Hubo un incómodo silencio, y
Ángela estuvo tentada a alzar la
vista y mirar a su madre, pero no lo
hizo.
—Y se la dejó así, sin más? Sin
explicaciones de dónde la había
sacado?
—No, al principio no dijo nada. Él
sólo me dijo que me la dejaba, que
hiciera lo que yo sabía hacer. En un
principio pensé que se refería a
cuidar bien de un bebé, pero luego
entendí que se trataba de todo lo
contrario. Me molesté y le dije que
no lo conocía, que no podía recibir
a un bebé que seguramente había
sido robado, pero él se echó a reír
y me dijo que yo tenía muchos
derechos sobre esta niña, porque
era mi nieta. Y luego simplemente
se fue.
—Fue un error táctico –señaló
Mateo, alzando una morena ceja,
inquisitivo—. Si Miguel pretendía
separar a Ángela de su hija, por qué
la lleva a donde su abuela? No es
muy obvio que ésta la devolvería
tal como pasó?
—A menos que se hayan puesto de
acuerdo usted y Miguel para que
todo esto ocurriera, y,
traicionándolo, usted quedara ante
Ángela como una santa redentora –
especuló Eloísa, con el mismo
ponzoñoso tono de voz.
—Claro que no! –protestó Eugenia
—. Juro que no tuve nada que ver,
lo que les cuento es la verdad. Ese
hombre trajo a la niña hasta mi
casa. Obvio que me pareció
extraño; la ropa de ese hombre
estaba sucia, como si hubiese
estado en el suelo, tierra negra, y la
niña estaba hambrienta. Quise
llamar a la policía, pero luego
pensé… pensé que la policía no
tendría el mismo cuidado que yo al
devolverla, y quería hacerlo yo
misma.
—Para reivindicarse con Ángela –
apuntó Juan José, que la había
estado escuchando en silencio todo
ese tiempo, y Ángela al fin alzó la
mirada.
—Y si así fuera, qué tendría de
malo? –preguntó Eugenia a nadie en
particular—. Quise traerla yo
misma y mostrar buena voluntad. Se
me puede acusar de eso? –miró
fijamente a Ángela—. Ya sé que
todo entre nosotras estuvo mal
desde el principio, y por eso te
pido perdón. Por favor, hija,
perdóname –Ángela vio los
humedecidos ojos de su madre; tuvo
que respirar profundo. Todos la
miraron expectantes, pero ella lo
que hizo fue cambiar a la niña de
posición para que se alimentara del
otro seno mientras la niña
protestaba; no fuera a dejarla
asimétrica.
Sintió el roce de la mano de Juan
José, como esperando también una
respuesta. Sabía que si fuera Juan
José, la perdonaría, correría a ella
y la abrazaría; en ese momento
seguro estaba imaginando a Judith,
su madre, pronunciar las mismas
palabras, pero para ella no era tan
fácil. Una y otra vez venían a su
mente los odios del pasado; había
sido ella quien le contara a Orlando
que había perdido su virginidad en
el caracolí, causando así que casi la
mataran a golpes; luego no se había
compadecido de ella, había sido
Ana quien cuidara sus heridas;
después, había tenido la desfachatez
de preparar la boda muy
animadamente, como si de un gran
evento se tratase.
La lista se alargaba, pues luego la
dejó en esa puerta, en la noche de
bodas, abandonada a su suerte.
Nunca la llamó para preguntarle si
estaba bien, ni mucho menos la
visitó. Habría pasado hambre de no
haber sido por la generosidad de
Ana y Eloísa, y si luego Juan José
no se hubiese dado cuenta de la
verdad, quién sabe lo que sería su
vida en estos momentos.
A Juan José le había perdonado
todo, después de todo, era
prácticamente un desconocido en
aquella época, y al saber la verdad,
había compartido con ella su
dinero, su casa, su comida, incluso
le había impedido trabajar para que
no siguiera sobreesforzándose y
poniéndose en peligro ante su
mismo padre, que a punto estuvo de
pegarle ante él… Pero su madre no,
nunca estuvo allí, y era ella quien
tenía que cuidarla, aconsejarla,
mimarla… Siempre había sido
todo lo contrario; había demasiada
mezquindad por parte suya en el
pasado como para borrarlo todo de
un plumazo.
—Espero por tu bien que todo lo
que dices sea cierto –le espetó
Ángela, mirándola
amenazadoramente—, y que no
tengas nada que ver con el
secuestro de mi hija, porque te juro
que no habrá hueco donde puedas
esconderte donde yo no pueda ir a
cobrártelo.
—Ángela… —le susurró Juan José.
—Pero si llega a ser verdad, y eres
inocente… —siguió ella— no te
impediré que veas a la niña; es tu
nieta, después de todo. No puedes
pedirme nada más—. Eugenia
asintió con ojos humedecidos.
—Está bien, acepto eso—. Se puso
en pie y miró a todos. Mateo y Juan
José se pusieron en pie también—.
Entonces, quién me llevará con la
policía?
—Yo mismo –dijo Juan José—.
Ellos están buscando a Miguel,
pues ya lo teníamos entre nuestros
sospechosos—. Se giró para mirar
a Ángela y a su hija. A la niña le
dio un beso en la mejilla, y se
quedó allí inclinado ante Ángela,
mirándola en silencio, mientras los
demás iban saliendo de la sala—.
Estás molesta conmigo? –como
respuesta, Ángela alcanzó sus
labios con los suyos, y Juan José no
rechazó el beso.
—Te amo –respondió ella—, pero
no digas en voz alta cosas tan
vergonzosas—. Él se echó a reír.
—Está bien. Iré a llevar a tu madre
ante el oficial Márquez. Esperemos
que ella tenga razón y no haya
tenido nada que ver con todo esto.
—Nunca me hubiese imaginado que
Miguel fuera capaz –susurró
Ángela. Juan José meneó la cabeza
negando.
—Ni yo, pero ya está confirmado
que fue él. Cuando regrese, te
contaré lo que hallamos en su
apartamento.
—Ten cuidado –le pidió Ángela,
poniendo una mano en la áspera
mejilla de Juan José, quien no se
había afeitado desde el día anterior.
Él le tomó la mano y se la besó.
—Lo tendré –prometió, volviéndola
a besar para luego salir de la sala.
Ángela quedó sola por un instante, y
miró a Carolina, quien, saciada, la
miraba fijamente.
La puso en pie sobre su regazo y la
analizó mejor.
—No sabes lo que sufrí sin ti –le
dijo—. No vuelvas a darme un
susto de estos, quieres? –en
respuesta, Carolina soltó una
perorata, que parecía más una
queja, Y Ángela volvió a besarla y
abrazarla, a mimarla todo lo que no
pudo durante ese día tan horrible,
deseando que todo aquello no
volviera a ocurrir jamás.
A la salida, Juan José se encontró
con el par de agentes policiales que
custodiaban la casa, y ellos
prometieron quedarse allí el tiempo
que fuera suficiente. Mateo le puso
una mano en el hombro
susurrándole que ellos tenían
muchas deudas de tipo político con
su padre, así que no la dejarían
sola. Pensando en lo conveniente
que le era eso, Juan José sonrió y
volvió a entrar en el auto de su
amigo, rumbo a la oficina del
oficial Márquez, quien llevaba el
caso de secuestro de su hija.
—La viste, cierto? No es preciosa?
—Sólo pude verla de lejos, pero sí,
es divina.
—No te dan ganas de tener una? –le
preguntó Juan José de reojo.
—Por Dios, no! Tendría primero
que encontrar a la mujer adecuada
para ello, y Dios sabe dónde
estará…
—Juan José no dijo nada,
simplemente le echó otra mirada de
reojo. Algo dentro le decía que
cuando su amigo al fin se
enamorara, sería algo devastador
para él, quizá peor de lo que le
había ocurrido a él mismo.
Sonrió meneando la cabeza.

Eloísa entró en la sala y las miró


sonriendo, madre e hija conversar,
aunque en idiomas diferentes. Se
acercó a ellas sentándose en el
mismo sofá y participó en la
conversación, mimando a Carolina
como sólo una tía podía hacerlo.

Ana abrió los ojos y todo en


derredor estaba borroso. La cabeza
le palpitaba en un dolor terrible, y
la luz le fastidiaba. Se dio cuenta de
que tenía una careta con oxígeno y
se preguntó cuánto tiempo llevaba
allí.
De pronto reaccionó. Carolina!
Movió una mano para quitarse la
careta y levantarse, pues tenía que
avisarles a Ángela y a Juan José
que la niña le había sido arrebatada
de las manos. Tenían que
encontrarla!
—Hey –dijo una voz de hombre—.
No hagas eso.
—Carolina…
—Carolina está bien.
—No, ella… se la llevaron, tienen
que avisarles. Fue Miguel!
—Ya lo saben, y ya Carolina
regresó –Ana se recostó de nuevo;
una lágrima cayó por sus sienes
ante el dolor que todo ese
movimiento le había provocado, y
volvió a perder la conciencia. La
voz del hombre flotaba en sus
oídos, al parecer, llamaba a un
doctor. Era una voz agradable.
—Ana despertó –le comunicó Juan
José a Ángela, quien se sintió
sumamente aliviada. Carolina
estaba consigo y Ana había
reaccionado al fin; ahora sólo
faltaba atrapar a Miguel.
—Qué dicen los médicos? –le
preguntó, ansiosa.
—Parece que ha reaccionado bien a
los estímulos. Pero volvió a perder
la conciencia y ahora mismo está
sedada. No olvides que fue un
golpe terrible el que le dieron.
—El maldito de Miguel. Tiene que
recibir su castigo, Juan.
—No te preocupes, nos estamos
encargando de eso. Por ahora, por
favor, no salgas de casa si no es
con la compañía de uno de los
agentes. Carlos y Mateo movieron
sus hilos para que dos de ellos se
queden en la casa vigilantes.
—Suerte que tengo un par de
cuñados influyentes.
—Sí. Me harás caso?
—Sí, amor. Además, no pienso
separarme de Carolina.
—Me parece bien. Eugenia ya dio
su declaración, le mostramos una
fotografía de Miguel y lo identificó
plenamente, ya está la demanda
contra él, además, en los pocos
segundos que Ana estuvo
consciente, lo denunció. Lo estamos
buscando por cielo y tierra—.
Ángela guardó silencio por un
momento; aún le era increíble que
Miguel le hubiese hecho aquello, y
se preguntaba por qué, qué le había
hecho ella tan grave que le hiciera
pensar que se merecía aquella
situación. Y cuando pensaba en
Ana, en su amiga que siempre había
cuidado de ella, tan malherida, le
hervía la rabia. Ana menos que
nadie merecía aquel trato. Tenían
que encontrarlo, no se sentiría a
salvo hasta no verlo encerrado.
—Él es abogado, sabe lo que le
espera, y aun así…
—Amor, no intentes comprenderlo.
Está visto que no le importó nada
cuando hizo lo que hizo. Ahora
nuestra tarea es encontrarlo y hacer
que pague. Por favor –le pidió,
cambiando un poco el tono de voz
—, ten mucho cuidado, si vuelve a
suceder algo a la nena, o a ti,
enloqueceré.
—Sí, no te preocupes—. Y luego
de decirle que la amaba, y otros
cariños, cortó la llamada. Ángela
miró el teléfono pensando en que le
era imposible dejar de intentar
comprenderlo. Ella había conocido
a Miguel, o eso le había parecido.
Si bien era cierto que a Ana él
nunca le había gustado, ella había
creído que él era una persona
buena, íntegra. Después de todo, era
quien se había opuesto a los
jueguecitos que Juan José tenía para
ella. Y había resultado que en el
fondo era malvado. Pero, quién se
lo iba a imaginar?
Nadie conoce el corazón del
hombre, se dijo.
Aun así, quería comprender el
porqué de todo.

Carlos miró a Fabián un poco


torvo.
Había estado en el hospital casi
todo el día, había llamado a
Landazábal, su médico de
confianza, para que cuidara de Ana.
Había traído a los niños para que
pudieran verla, prácticamente había
sobornado al hospital para que los
niños pudiesen entrar en su
habitación, y ella había abierto los
ojos delante del amigo de su
hermano.
Sonrió sintiéndose como un niño
celoso.
Entró a la habitación de Ana y la
miró dormida, con la cabeza
vendada y otra vez con una máscara
de oxígeno. No sabía qué le pasaba,
ni por qué se había comportado así
todo el día, pero era mejor dejarlo
antes de que se volviera algo grave
o importante. Además, qué tenía él
que ver con ella o su familia?
Ni siquiera habían cruzado palabras
alguna vez.
Se giró saliendo de la habitación y
con toda la intención de salir del
hospital. Quería ir a casa de Ángela
para saludar a su sobrina, aunque ya
era de noche y sospechaba que la
niña estaría dormida.
No importa, iría. Esa era su familia.

—Alto ahí! –gritó un policía


empuñando un arma a sólo unos
cuatro metros de la cara de Miguel
Ortiz, quien intentaba entrar al
edificio de oficinas de Julio Vega.
Miguel alzó ambas manos, y las
puso detrás de su cabeza cuando así
se lo indicó el agente de policía.
Miró en derredor, estaba totalmente
rodeado; los policías habían
aparecido de la nada, pues antes, la
calle había estado muy silenciosa.
Miró hacia el carro que había
conducido un poco nervioso. Si lo
registraban, encontrarían algunas
cosas que no les gustarían. Tenía
tres segundos para decidir, había
visto esa misma situación en
películas, imaginaba que sería lo
mismo ahora. Si amagaba con sacar
un arma, le dispararían. Mejor
morir que pasar una larga cantidad
de años en la cárcel.
Pero sus tres segundos pasaron, y
cuando quiso hacer el amago, ya era
tarde, dos agentes lo tomaron cada
uno de un brazo y lo apoyaron
contra la pared. Le separaron las
piernas bruscamente y le metieron
la mano en los rincones más íntimos
buscando armas, o cualquier otra
cosa.
Él era abogado, se conocía muy
bien las leyes, y además, había sido
un estudiante excelente, no por nada
estuvo becado toda su carrera.
Ganaría su propio caso, y saldría
tranquilamente de nuevo a las
calles.
…37…
—Cómo te sientes? –le preguntó
Ángela a Ana, retirando con
cuidado el cabello de sus hombros.
Sabía que habían rasurado el área
donde Miguel la había golpeado,
que había sido, según los médicos,
en el lado izquierdo del hueso
parietal. Ana tendría que cambiar
de peinado mientras el cabello le
volvía a crecer en esa zona.
—Me duele la cabeza, pero no es
tan grave –susurró Ana, sonriéndole
a su amiga—. Cómo está la niña?
—No me dejaron traértela, pero
está muy bien. Dios, no sabes lo
mal que lo pasé! –exclamó Ángela
dejando salir el aire— Mi hija
desaparecida, tú aquí y tan mal.
Pensé que no lo aguantaría, pero,
afortunadamente, no duró mucho.
Los médicos no auguraban nada
bueno para cuando despertaras,
pero han dicho que todo está bien…
Lamento que hayas tenido que pasar
por esto, Ana.
Ya Ana le había contado a la
policía su testimonio, lo que había
terminado de hundir a Miguel, pues
la violencia que había empleado
contra la mujer indicaba que era en
extremo peligroso.
Ana había contado que eran más o
menos las ocho de la mañana
cuando se asomó y vio un radiante
sol, muy extraño para esa hora en
Bogotá, así que decidió salir al
jardín un momento con la niña, para
que tomara el sol matinal, mientras
su madre aún dormía.
Cuando estuvo afuera, fue atacada,
un hombre le puso la mano
tapándole la boca y de paso la
nariz, impidiéndole respirar, con
toda la intención de asfixiarla, pero
había luchado y con el talón le
había herido el empeine del pie,
luego la espinilla, y con el codo, las
costillas. Se había liberado y había
corrido hacia la niña gritando
ayuda, pero fue cuando sintió el
golpe y todo fue oscuridad.
Había sido golpeada con la culata
de un arma, que afortunadamente
había sido usada de ese modo y no
de otro. Los policías dedujeron que
no había disparado para no alertar
demasiado, pero todo fue en vano,
Sebastián había escuchado el grito
de Ana, y había sido él quien
alertara al resto de la casa.
Ahora Ángela tomaba en sus manos
la de Ana, sin saber cómo
agradecerle a su amiga todo lo que
había hecho por conservar a su
niña, aunque eso casi le había
costado la vida. Le debía tanto!
Ángela le había contado a su vez
que Eugenia había devuelto a la
niña, y que estaba siendo
interrogada a fondo, para dilucidar
si ella había participado en el
secuestro, pero aún no se había
decidido nada.
—Carlos y Fabián estuvieron aquí
todo el tiempo. Cuidaron de ti.
Carlos se portó como todo un
caballero; estuvo pendiente de tus
hermanos, trajo a Landazábal para
que te atendiera personalmente,
incluso movió sus hilos para que
los niños pudiesen entrar y verte.
Creo que le debes un
agradecimiento.
—Sí, eso parece. Y Juan José? –las
mejillas de Ángela se colorearon, y
Ana la vio sonreír
involuntariamente—. Parece que
muy bien –dedujo Ana.
—Ha estado conmigo todo el
tiempo. Bueno, casi, la otra parte
estuvo ayudando a capturar a
Miguel.
—Y tú y él?
—Nos casaremos de nuevo –le
contestó—. En cuanto te recuperes,
será la boda.
—Quieres de nuevo una boda?
—Oh, sí, pero esta vez, con todas
las de la ley; una boda de verdad.
La primera fue simplemente nefasta
–Ana sonrió dejando caer
pesadamente sus párpados.
—Y en esta sí estaré. En la primera
no me dejaron, estaba en casa
preparando tus maletas—. Ángela
sonrió.
—En esta estarás tú, y Carlos, y
Juan José! –Ana volvió a sonreír,
aunque con los ojos cerrados.
—Tiene que estarse en la boda de
principio a fin.
—Ah, si no lo hace, las
consecuencias las va a llevar a
cuestas el resto de su vida –dijo,
pero ya Ana no la escuchaba, se
había quedado dormida.
Ángela se inclinó a ella y le besó la
frente vendada. Estaría toda la vida
en deuda con su amiga, y estas
deudas no hacían sino crecer y
crecer. Esperaba algún día
compensarle.

Juan José entró al pasillo de celdas


en los que se hallaban hombres de
todo tipo esperando ser trasladados
a la cárcel, o ser liberados. Olía
mal, estaba en penumbra y se sentía
un frío palpable; él mismo se
estremeció cuando vio parpadear
una lámpara de neón que colgaba
del techo. Los hombres que
ocupaban las otras celdas lo
llamaban y le tendían la mano,
como queriendo tocarlo, y Juan
José mantuvo la serenidad, no
queriendo demostrar que le encogía
un poco el corazón aquel sitio tan
lúgubre.
El agente que lo guiaba se detuvo
frente a la última celda del pasillo y
él miró hacia dentro. Allí estaba
Miguel, acostado boca arriba en el
camarote.
Le parecía increíble que alguien tan
brillante como él hubiese echado a
perder su vida y su juventud por una
rara obsesión. De entre los cuatro,
Miguel siempre había sido el más
maduro, el más sensato, el que, con
su manera de ser, había ayudado a
los demás a madurar un poco
también, a replantearse su estilo de
vida y los proyectos que para el
futuro tenían.
Recordó que había decidido
independizarse de su familia al ver
que Miguel vivía solo, se valía por
sí mismo, y nada malo le había
pasado.
Y ahora ese amigo no sólo lo había
traicionado intentando separarlo de
la mujer que amaba, su esposa en
aquella época, sino que ahora había
intentado hacerles daño a las
mujeres más importantes de su vida.
Lo habían interrogado no muy
amigablemente, pues habían
encontrado el arma con el que
atacara a Ana aún con rastros de su
sangre y ADN, y, según su propio
testimonio, todo apuntaba a que
Eugenia era inocente; había entrado
sin querer en todo ese juego
retorcido que se había inventado
sólo por ser una madre que no
cumplía con las expectativas de
nadie, así que por eso le había dado
a la niña.
Miguel había intentado
representarse a sí mismo, pero los
psiquiatras que Mateo había
llevado para que lo analizasen lo
habían declarado impedido para
ejercer la ley, pero no lo suficiente
como para, en vez de la cárcel, ser
enviado a un centro de reposo. Juan
José suponía que una mente tan
inestable, en la cárcel no haría sino
empeorar, pero ya él no podía hacer
nada al respecto.
Ahora, sólo estaban esperando la
sesión en la que el juez dictaría
sentencia, y mientras tanto, se
podría en este horrible lugar, frío,
incómodo y maloliente.
Miguel se giró a mirarlo cuando
sintió los pasos y se enderezó
sonriendo.
—Vaya, viniste a visitarme!
—Sí, por los viejos tiempos –
contestó Juan José, cuando lo que
quería era entrar y reventarle la
sonrisa a golpes.
—Por los viejos tiempos –
parafraseó Miguel, sonriendo aún
—. Cómo están Ángela y la cría?
—Lejos de tu alcance.
—Ah, eso no lo sabes.
—Sí, lo sé, porque me aseguré de
que te den el peor patio en la
cárcel, la peor compañía, y la peor
condena. Olvidaste con quién te
estabas metiendo cuando te
atreviste a tocar a mi hija.
—Mmm –murmuró Miguel, sin
darle mucha importancia—. Y tú
olvidas que soy abogado, el mejor,
el más brillante. Saldré pronto—.
Juan José se echó a reír, y su
sonrisa resonó en el lugar, que, de
pronto, estaba muy silencioso.
—No me has entendido. Estás
condenado por el secuestro de un
menor y el intento de asesinato de
una mujer. Es cierto que no estarás
muchos años, pero estarás en el
patio de los homicidas. Qué tal si
dejo caer, accidentalmente, claro,
que eres un pervertido violador? Te
imaginas lo que esa horda de
asesinos te haría? –por primera vez,
Miguel borró su cínica sonrisa, que
intentó recuperar rápidamente, pero
ya no le salió igual.
—Lo aguantaré.
—Eso espero, por lo pronto… dime
Miguel, por qué? Por qué mi hija?
Entiendo que quisieras separarme
de Ángela con acciones tan arteras
como mostrarle una foto de mí en un
periódico manipulado, pero dañar a
mi hija? Ella no tiene culpa de
nada, sólo es un bebé.
—Oh, la tiene toda –admitió Miguel
—. Esa cosa abominable salió del
cuerpo de Ángela, corrompiéndola.
Verla amamantarla era…
asqueroso. Yo quería a Ángela,
sabes? La quería de verdad, la
quería para mí. Pude soportar que
tú la manosearas, que le hicieras el
amor. Pude aguantar que te casaras
con ella, y todo lo demás, al menos
por un tiempo. Pero imaginarla con
la tripa llena de huesos –Juan José
lo vio estremecerse.
—No vi a Ángela embarazada, pero
me aseguraré de hacerlo en el
futuro. La he visto amamantarla, es
lo más hermoso y conmovedor que
hay. Por qué ves fealdad en algo
que es sublime? –Miguel se echó a
reír.
—Estás enfermo, simplemente.
Puedes volver a estar con una mujer
cuya vagina se dilató hasta diez
veces su tamaño para dejar salir
una cabeza por ahí? Puedes tocar
unos pechos llenos de leche? Cómo
puedes…?
—Porque la amo. Amo cada
centímetro de su cuerpo, y eso,
dilatarse, llenarse de leche, es lo
que hacen las mujeres, casi todas,
para el mantenimiento de la especie
humana. Es algo tan normal como ir
al baño y defecar. Ahora me vas a
decir que no podrías besar a una
mujer simplemente porque ella
también va al baño y mea? Miguel,
qué te pasa en contra de las
madres?
—Ya, no me analices –lo detuvo él
dándose la vuelta dentro de su
celda—. Aquí estuvo el estúpido
psiquiatra ese de Mateo
haciéndome preguntas bobas. No te
necesito a ti hurgando en mi mente.
—Es porque no tuviste madre? –
insistió Juan José— Porque la tuya
te dejó abandonado con unas pocas
horas de nacido? Por eso crees que
todo lo que implica tener un hijo es
abominable?
—Y acaso no lo es? –gritó Miguel
—. Toda esa poesía de “madre
querida”, todo eso es una
porquería! Tú tienes una, y de qué
te sirvió? Acaso no crees que
Mateo odia cada día de su vida
sólo porque la bala que venía hacia
él dio en el pecho de su madre que
quiso salvarlo? Acaso Fabián es
feliz por saber que estuvo en el
cuerpo de una muerta y que fue
sacado por puro milagro? Las
madres son una obligación para un
día del año, una deuda que nadie
quiere contraer, una carga cuando
lo que quieres es ser libre!
Juan José sonrió con tristeza.
—Pero tú siempre fuiste libre. No
tuviste esa carga, no tuviste que
buscar un regalo el día de la madre,
no sabes si naciste por lado
correcto, ignoraste todo eso.
—Pero ella me dejó! No le importé
nada! Libre? Crees que fui libre?
Por eso… por eso no soporté que
Ángela fuera madre. Cuando me
enteré… quise morirme. La odié, la
odié por prestarse a ese falso juego,
a esa… suciedad. La amaba y la
odiaba, y no sabía qué hacer, y el
tiempo se pasó, y luego la vi y era
cierto, ella estaba jugando a la
mamá con esa niña. Yo… la odio,
la odio y la amo, no sé qué sentir.
Siento asco, siento…
—Prefiero que no sientas nada por
ella –lo interrumpió Juan José—.
Métete en la cabeza que no es tuya,
que no tienes ningún derecho sobre
ella, ni sobre lo que pueda
procrear. No te vuelvas a acercar a
mi familia, Miguel, porque soy
capaz de matarte con mis propias
manos—. Se acercó a los barrotes
de hierro de la celda y lo miró
fijamente—. No dudes que te
encontraré y te mataré. No lo dudes
en ningún instante.
Juan José se giró y dio unos pasos
de vuelta por el pasillo, dejando a
Miguel de nuevo solo en su celda.
—No te preocupes –le dijo un
hombre que estaba recostado en los
barrotes de su propia celda cuando
pasó por allí y que al parecer había
escuchado toda la conversación—.
Si no lo matas tú, lo haré yo –el
hombre lo miró con una sonrisa
ominosa—. Sabes por qué estoy
aquí? –Juan José lo miró negando,
ceñudo, preguntándose por qué otro
preso se metía en su conversación
—. Porque maté a un hombre que
quiso violar a mi hija. Lo maté,
ahora él está muerto, y yo aquí,
pero mi hija a salvo. Si me toca con
ese maldito de aquí al lado, yo lo
mataré por ti.
—No lo hagas, se te aumentarán los
años, y tu hija espera por ti.
—Entonces lo haré yo –dijo otro en
una celda más adelante—. No sería
la primera vez, y amo a mi
madrecita querida que me dio la
vida. Yo lo mataré por ti, y si me
das algo, lo haré lento y doloroso.
—Yo puedo hacer que parezca un
accidente –dijo otro más, con voz
pesada, como si estuviera bajo el
efecto de algo. Su voz tenía un
acento de los barrios más pobres de
Bogotá.
—Parece una nena, seguro que llora
si uno le toca el culito –dijo otro
más.
Juan José sacudió su cabeza y salió
de allí. En derredor, no dejaron de
sonar amenazas en contra de
Miguel, quien se había quedado
quieto y en silencio en el fondo de
su celda, escuchando a los demás
amenazarlo con diferentes métodos
de tortura.
Judith cortaba una rama seca de su
rosal en su jardín con los guantes de
cuero puestos y sosteniendo la
enorme tijera con cuidado. Era una
tarea que le encantaba, y si no
estaba en su sala leyendo un libro, o
tomando el té, seguro estaba
cuidando de sus rosas.
Bogotá tenía el clima ideal para
producir las mejores rosas, de
pétalos fuertes, de espinas gruesas,
de tallos largos, y ella se
enorgullecía de tener el mejor rosal
entre sus amigas. Era una secreta
competición.
Algunas se jactaban de poder ir de
tiendas a parís cada vez que se les
antojara, o ir a ver obras de teatro
en Broadway los fines de semana.
Si bien la economía de la casa
había mejorado un montón desde
hacía poco tiempo, ella aún no
había consultado con Carlos si
podría hacer de nuevo las cosas que
prefería. Mientras tanto, de lo que
ella se jactaba, era de tener el
mejor jardín.
Algo llamó su atención en la salida
que daba a su enorme jardín, y
miró.
Era un cuadro un tanto curioso, y
extraño.
Allí estaba Juan José, sí, era él…
sosteniendo una bebé en sus brazos,
y al lado de una mujer bastante
guapa, de cabello negro y mirada
nerviosa.
Frunció el ceño y dejó las tijeras,
luego, con mucha parsimonia, se
sacó los guantes.
—Qué es esto?
—Ah, mi familia –le dijo Juan José
sonriendo—. Mira, ella es Ángela,
la madre de mi hija, y mi futura
esposa—. Judith la miró, sin saber
qué decir, ni qué pensar. La joven
la miró a los ojos y movió la
cabeza afirmativamente, sin
pronunciar palabras. Era muy
guapa, tenía unos ojos enormes y
grises. Su cabello azabache caía
liso por sus hombros y hasta su
espalda, ensortijado en las puntas, y
su piel era muy blanca.
Su futura esposa? Se preguntó.
Desde cuándo? Y esa bebé…
—Y esta de aquí es Carolina –
siguió Juan José, como ignorando
que todo en derredor estaba en
silencio—. Es mi hija. Tiene sólo
seis meses. Las traje porque quiero
que las conozcas. Son lo más
importante para mí, madre.
Juan José se adelantó un paso, y
tendió la niña hacia Judith, quien la
recibió cuando no tuvo otra
alternativa. Vio de reojo a la mujer
que venía con su hijo adelantarse un
paso, como si ella no supiera cargar
bebés, como si temiera que la
dejara caer.
Judith se molestó, y alzó el mentón
mirándola de manera un tanto
ominosa, y luego bajó los ojos… y
todo su mundo cambió.
Era como tener a Juan José en sus
brazos, pero en versión niña.
Lo que el abuelo Soler tanto había
deseado, por lo que le había dado
todas sus joyas: una nena!
Sus ojos verdes la miraban curiosa,
atentamente. En el lóbulo de sus
orejitas, unas diminutas esmeraldas
engarzadas en oro, brillaban. Era
calvita, y aun así, se las habían
arreglado para ponerle un pequeño
lazo rosado. La niña le sonrió y los
dientecitos blanco la enternecieron
sobremanera.
—Cómo dices que se llama? –
preguntó Judith, acomodando a la
niña en sus brazos, y tocando con un
dedo su diminuta barbilla.
—Carolina.
—Carolina! Qué preciosidad!
—Es tu nieta, madre.
—Claro que es mi nieta, es que
crees que soy tonta? –le espetó ella
— Acaso no crees que reconozco
los rasgos de mi propia familia
cuando los veo? Esos son mis ojos.
Y va a ser rubia como yo. Oh,
querida mía, por fin una mujer en la
familia! No sabes lo sola que me he
sentido durante todos estos años
entre tantos varones. Cómo te voy a
mimar! Y como abuela, tengo todo
el derecho y el deber de malcriarte
—. Carolina soltó una perorata,
como si estuviera muy de acuerdo
con todo lo que su abuela proponía
—. Claro, claro que sí –le
contestaba Judith—. Ya veo que
también vas a ser tan inteligente
como yo. Qué princesa más
hermosa, qué regalo más divino!
Juan José miró a Ángela como si no
se lo pudiera creer, y advirtió que
también Ángela estaba un poco
estupefacta.
—Bueno, parece que no tendremos
problemas con que acepte a
Carolina –le dijo cuando vio que su
madre caminaba por entre los
rosales con su nieta, y le señalaba
las flores, enseñándole sus nombres
y colores.
—A mí me ignoró de manera
magistral –indicó Ángela.
—Bueno, una persona a la vez,
supongo. Ya te aceptará a ti cuando
vea que eres una excelente madre
para su nieta.
—Y una excelente mujer para su
hijo –le sonrió Ángela rozando sus
labios con los suyos.
—A quien le interesa eso es a mí –
le susurró él contra los labios, y
posando sus manos sobre sus
caderas, atrayéndola a él—. Y yo
estoy más que satisfecho.
—Mira eso –le dijo Judith a la
niña, cuando vio a la pareja besarse
tan descaradamente—. Padres
desvergonzados. Oh, Dios, todo lo
que tienes que sufrir con ese hijo
mío. En vacaciones –le prometió—.
Vendrás a verme. En navidad, te
quiero aquí sí o sí. Cuando crezcas
y aprendas a hablar, me dirás mamá
Judith. Nada de abuela, eso me hará
sentir vieja. Y por favor, cuando
tengas novio, pídeme consejo! Los
hombres hoy en día son un caso! Te
lo digo por experiencia! Ah… te
llevaré de compras a la tienda de
Coco Chanel en París! Los
perfumes de Cartier!
Juan José miró a su madre
sonriente. Nunca la había visto así.
Tampoco imaginaba que hubiera
sido así con él de bebé, pero el que
le transmitiera ese amor a su hija,
era como si lo hiciera con él
mismo. De pronto, sintió que ya
nada del pasado importaba, ya todo
estaba borrado.
Judith ni había mirado bien a
Ángela, pero estaba seguro de que
en el futuro, forzosamente, tendría
que tratar con ella si quería acceder
a su nieta. Había aún mucho tiempo
para limar las asperezas, y estas
tenían que ser tratadas con
paciencia. Pudo visualizar al fin un
futuro tranquilo, sin demasiados
pesares, en familia. Ángela se
recostó a su hombro suspirando, y
él la llevó a conocer el resto de la
casa, mientras en el jardín, Judith
prometía a su nieta bajarle el cielo
y las estrellas.

Ana volvió a casa en silla de


ruedas por insistencia de Ángela.
Ella opinaba que podía andar
perfectamente, pero alrededor,
todos estaban empecinados en
tratarla como a una minusválida.
De todos modos, y como siempre
era ella la que atendía a los demás,
se dejó llevar y traer en su silla.
Sebastián la empujaba con mucho
cuidado y era el que le contaba las
nuevas. Carolina había vuelto a
casa el mismo día que la habían
secuestrado; Carlos los había
llevado en su lujoso carro para ir a
verla, y había hecho de todo con tal
de que los dejaran entrar a todos en
su habitación. Los niños se habían
encariñado con el hermano y los
amigos de Juan José, y con él
mismo, y Ana pensó que era
normal, ya que desde hacía mucho
tiempo les faltaba una figura
masculina a la que admirar, sobre
todo a Sebastián, y ahora, de
repente, tenían a cuatro de ellos.
Una tarde, Carlos fue a visitar a su
sobrina, a conocerla bien y al fin.
La recibió en sus brazos con un
poco de torpeza, aunque pasados
unos minutos, empezó a sentirse
más cómodo. Miró a la niña que
jugueteaba con un sonajero, sin
prestarle mucha atención,
acostumbrada a ser alzada en
brazos por desconocidos, y sonrió.
—Qué guapa eres –le dijo a la niña.
—Sí, es preciosa –confirmó
Ángela, y al ver a Ana que entraba
en la estancia sonrió llamándola, y
ésta se acercó a Carlos a paso
lento. No supo qué sentir cuando él
se giró con la niña en brazos y la
miró, pero él paseó su mirada de
arriba abajo, la detuvo un momento
en la venda que aún llevaba en la
cabeza, y luego simplemente se
volvió de nuevo a la niña. Ni la
saludó.
Qué le pasaba? Acaso ella le había
hecho algo?
—Parece que te debemos mucho –
le dijo Carlos, mirando aún a la
niña—. Ese golpe te lo ganaste por
intentar protegerla.
—No fue suficiente –contestó Ana
—. Aun así, se la llevaron.
—Bueno, no era mucho lo que
podías hacer, de todos modos. Él
venía decidido.
Ángela miraba a ambos con una
furiosa fascinación. El corazón le
latía rápido.
Había visto a Carlos tratando con
mujeres en varias ocasiones, y él
solía ser atento, caballeroso,
encantador, y con Ana estaba
siendo todo lo contrario, parco,
adusto, un tanto indiferente. Miró
entonces a Ana, ella parecía
confundida.
—Yo… —empezó a decir Ángela,
poniéndose en pie y saliendo de la
sala— tengo que ir por un biberón
para la niña. La sostienes mientras
voy?
—Claro –contestó Carlos, y se
quedó a solas con Ana en la amplia
sala.
Hubo un silencio un poco
incómodo, y Ana caminó lentamente
hasta el sofá y se sentó allí. Él dio
varios pasos alejándose. Es que
tenía la peste, acaso?
—Supe que cuidaste de mis
hermanos mientras estuve
hospitalizada. Gracias.
—No fue nada. Era lo que había
que hacer—. Ana estaba empezando
a enojarse. Una ira bullía en su
pecho, o en alguna parte de su
cuerpo, y no sabía por qué.
—Pero qué…? —lo que iba a decir
quedó interrumpido cuando en la
sala entraron Mateo, Fabián y Juan
José, haciendo ruido. Al verla,
Fabián se sentó a su lado, y sin
ceremonias, le plantó un beso en los
labios.
—Eso por haber cuidado a mi
sobrina –Ana lo miró un tanto
aturdida, pero entonces, Mateo se
inclinó a ella y también le besó la
boca.
—Eso, por haber estado dispuesta a
dar la vida por mi sobrina—.
Riendo, Juan José se acercó y
también le dio un beso sobre los
labios.
—Nunca podré pagarte lo que
hiciste por mi hija. Gracias.
—Yo…
—Eso no se vale! –reclamó Fabián
—. Ahora mi beso quedó atrás,
tapado por los de ustedes dos, par
de idiotas.
—Carlos, debes besar a Ana,
después de todo, cuidó con uñas y
dientes a tu sobrina—. Carlos sólo
sonrió.
—Ya le agradecí.
—No la vas a besar? –inquirió
Fabián.
—Eh… no.
—Mejor! –volvió a exclamar, y
esta vez tomó el rostro de Ana y la
besó de verdad—. Ahora mi beso
será el que ella más recuerde.
—Qué le hacen a la pobre Ana? –
preguntó Ángela entrando a la
habitación, a tiempo para ver el
beso de Fabián.
—Le agradecíamos muy
comedidamente a Ana por cuidar de
Carolina. Que por cierto, es mi
turno para cargarla.
—Sigo yo –anunció Mateo, y la
sala se llenó de las voces de todos
esos hombres mimando a Carolina y
a Ana a partes iguales.
Juan José miró a Ángela sonriendo,
como disculpándose por todo el
ruido que hacían sus amigos, y
Ángela lo miró con ojos
entrecerrados, y luego a Ana,
preguntándose qué estaba pasando
por su mente.
Ana se tocaba los labios. Había
recibido su primer beso hasta
ahora, pues en el pasado, no tuvo
tiempo para ser mujer, sólo
hermana y madre. Miró a Fabián
agradecida, sonriendo, feliz de que
hubiera sido, ciertamente, su beso
el que más se quedara grabado en
sus labios.
Carlos no se perdió la sonrisa, y
miró en silencio a los dos hombres
enormes y ruidosos mimar a esa
cosita tan pequeña y blanca que era
su sobrina. Cuando Ángela los
invitó a quedarse a cenar, no tuvo
excusa para decir que no e irse,
después de todo, había dicho que
venía para conocer y estarse con la
bebé un buen rato, y para eso había
apartado en su agenda el resto de la
tarde. Tendría que quedarse allí.
Respiró profundo.
Qué importaba? Él venía por ver a
su familia, y estos de aquí,
inevitablemente, estaban siendo
parte de ella, y habían participado,
más que él, en los momentos más
importantes de la vida de su
hermano. Caminó hasta Juan José y
le puso una mano en el hombro. Él
lo miró un poco expectante, poco
acostumbrado a las demostraciones
de afecto por parte suya.
—No te aflijas –le dijo,
señalándole al par de grandulones
que admiraban a Carolina—.
Cuando sea adolescente, los
necesitarás para que la custodien.
—Ah, ya lo estoy viendo. No
dejarán que nadie se le acerque.
Pobre.
—Hipócritas –soltó Ángela de
repente, y Carlos la miró
sorprendido—. Como si ustedes
dos sí fueran a permitir que mi hija
se divierta con su novio a esa edad.
Ya los estoy viendo, padre chocho,
tío peor.
Carlos no lo pudo evitar y se echó a
reír. Le encantaba que Ángela
tuviera carácter y dijera
exactamente lo que pensaba.
—Qué es esto? La convención de
los chicos malos? –Preguntó Eloísa
entrando, completando así la locura
que reinaba en la casa. Se unió a
Mateo y a Fabián que consentían a
Carolina, y luego, se sentó al lado
de Ana en el sofá, criticando a los
hombres porque no la dejaron
sostener en brazos a la niña.
Ángela miró a todos sonriendo, y
recordó cuando, hacía sólo poco
más de un par de años, vivía la vida
a través de las historias que le
contaba Eloísa, o los libros que le
prestaba. Cuando las únicas
conversaciones que podía tener con
Ana era cuando ella limpiaba la
estancia en la que ella se
encontraba. Cuando no conocía a
Juan José, y los hombres que ella
conocía eran todos violentos e
intimidantes.
Sonrió feliz. La vida le podía
cambiar a una en un instante, en un
parpadear, en un cruce de miradas.
Miró a Juan José con ojos llenos de
amor, y descubrió que él la miraba
a ella del mismo modo. Le sonrió
pegándose a su cuerpo deseando
inmediatamente estar a solas con él
en su habitación para demostrarle
cuánto lo amaba, cuánto lo deseaba,
y cuán feliz estaba de la segunda
oportunidad que les había dado la
vida.
—Qué tal si aprovechamos que
todos están embelesados con
Carolina y yo te llevo a un sitio
privado? –se susurró él.
—Juan José! Tenemos la casa llena
de gente!
—Aguafiestas –se quejó él, pero en
la mirada había promesas
indecibles, y ella no tardó en
sonrojarse.
Esperaría la noche con expectación.
…38…
Ángela se miró al espejo de cuerpo
completo instalado en su habitación
admirando su vestido blanco. Era
totalmente distinto al primero que
usara, allá en Trinidad. Era
ajustado a su curvilínea figura,
ancho a la altura de las rodillas,
confiriéndole un poco la forma de
sirena. La tela de fino encaje no era
exactamente blanca, sino más bien
crema. No llevaba mangas, y en el
cuello, ostentaba una fina
gargantilla de oro blanco y
diamantes, haciendo juego con los
pequeños pendientes en sus orejas y
la pequeña diadema en su cabeza;
las joyas eran prestadas por Judith,
excepto por el anillo de
compromiso que había sacado hacía
días de su estuche, y había vuelto a
usar.
El cabello lo llevaba recogido en lo
alto de la cabeza, aunque unos
cuantos rizos se le escapaban de
manera muy premeditada y le daban
un aspecto bastante inocente.
Pero ya no lo era.
Antes, no tenía ni idea de lo que le
esperaba, aparte de lo que se hacía
en la noche de bodas. Había
imaginado, como una niña frente a
las pantallas de Disney, una historia
de cuento de hadas, con un príncipe
que la amara y bailara con ella, y
había sido todo lo contrario. Ahora
estaba bastante aterrizada; sabía
que las discusiones y los temas en
los que se hallaran en desacuerdo
vendrían, pero también sabía que
las reconciliaciones serían la mejor
parte.
Sonrió frente a su reflejo, pensando
en que casarse por segunda vez con
el mismo hombre era un verdadero
acto de amor.
La maquilladora había conseguido
un trabajo espectacular, pues, sin
parecer demasiado empolvada,
había sabido darle a su rostro el
toque de madurez y naturalidad
perfecto para la ocasión. Sus cejas
estaban perfectamente delineadas, y
en sus labios, un tono entre rosado y
dorado resaltaban sus labios de
manera sensual e inocente a la vez.
Ana le puso en las manos el
bouquet de lirios blancos y rosas
rojas, cortadas del jardín de Judith
(su suegra había estado demasiado
colaborativa, y no se imaginaba por
qué, si era la hora y ni le dirigía la
palabra), y lo puso entre sus manos
mirándose en el espejo, admirando
cada ángulo de su vestido.
—Estás de ataque! –Exclamó
Eloísa, entrando como una tromba,
con su vestido rojo vino de encaje,
precioso, y luciendo joyas en sus
muñecas y orejas. El maquillaje de
Eloísa era un poco más atrevido, tal
como su personalidad. Llevaba el
cabello castaño recogido en una
cola alta y aun así, las puntas
ensortijadas rozaban su espalda.
Sus ojos castaños parecían más
grandes, y las pestañas daban la
impresión de poder abanicar al que
estuviera delante si parpadeaba
mucho, lo increíble era que esas
pestañas tan sensuales eran
naturales. Ella, junto a Mateo, eran
los padrinos de la boda—. Mujer –
dijo, poniéndose ambas manos en la
cintura y admirando a la novia—, el
vestido es precioso, las joyas, las
flores… pero es que tú… tú
definitivamente… quiero casarme!
–Ana se echó a reír. Ella también
estaba preciosa, con su vestido de
color bronce. Le daban a su tono de
piel canela y sus ojos café, un toque
de elegancia perfecto. Además, la
maquilladora había conseguido
realzar sus ojos almendrados, sus
sensuales labios y nariz respingona.
Ana estaba que quitaba el hipo.
—Ustedes también están divinas.
Todas dos. Las amo, chicas…
—Ah… sensibilidad de la novia,
sabía que eso pasaba!! –Volvió a
Exclamar Eloísa, y luego, mirando
a Ana—: Sabes lo que hizo el día
de su primera boda?
—No, qué.
—Se desmayó!!
—Pero eso fue porque el corsé me
apretaba demasiado.
—Te desmayaste cuando el
descarado de Juan José salió
corriendo de la iglesia en cuanto
hubo pronunciado los votos!
—Ya no recordemos eso!
—Ella quiere torturarme hasta el
final –se quejó Ángela.
—No se te ocurra desmayarte
ahora! A menos que estés
embarazada, no se te excusará.
—No, no estoy embarazada… aún.
—Bribona –Ángela sonrió
admirándose de nuevo en el espejo.
—Ya es hora de que vayamos
saliendo –dijo Ana, terminando de
acomodar el velo sobre la cabeza
de Ángela, que si bien no lo
llevaría sobre el rostro, sí pensaba
usarlo.
Bajó con cuidado del banquillo
donde se hallaba subida, y caminó
despacio hasta la salida, donde la
esperaba una limosina que había
alquilado Mateo para la ocasión, y
que iba decorada con flores.
En la pequeña capilla, donde
habían decidido celebrar la
ceremonia, esperaba Juan José
rodeado de sus dos amigos y su
hermano. En una de las bancas
delanteras estaba Judith, mirando
muy de cerca a Silvia, que era
quien sostenía a Carolina. Juan José
sonrió pensando en que su madre se
estaba portando muy
condescendiente con la adolescente
al dejar sostenerla, pues se le
notaba en la mirada que era ella
quien quería hacer esa tarea.
Entre los invitados se hallaban los
padres de Eloísa, el padre de
Mateo; Eugenia, madre de Ángela,
había venido desde Trinidad a
presenciar la boda de su hija, esta
vez como simple invitada. Y otras
pocas personas más allegadas.
—Nervioso? –le preguntó Fabián,
con su consabida sonrisa pícara,
que parecía no borrársele del
rostro.
—No –confesó Juan José.
—No? En serio?
—No, no estoy nervioso.
—Él ya sabe lo que le espera –
apuntó Mateo—. Por qué iba a estar
nervioso? –En el rostro de Juan
José se dibujó una sonrisa de pura
satisfacción. Nervioso? Al
contrario, estaba ansioso por
empezar su nueva vida.
Y al fin empezó a sonar la marcha
nupcial. Paula llenó el camino con
pétalos de rosa, con una sonrisa
radiante, como si la protagonista de
todo aquel montaje fuera ella.
Detrás, Sebastián portaba los
anillos, vestido con un pequeño
smoking y una seriedad muy
característica.
Ana apareció con una rosa solitaria
en las manos y una sonrisa serena, y
Juan José se admiró de lo bella que
estaba. Siempre iba desprovista de
maquillaje, sin demasiados
adornos, pero ahora su belleza
latina había sido realzada, y el
vestido demostraba que además de
un bonito rostro tenía un cuerpo
admirable.
Luego entró la madrina de bodas, y
Juan José no pudo evitar sonreír
por la mirada traviesa que ésta
traía. Eloísa era tan diferente a Ana
como lo era la noche del día, con su
piel blanca, el cabello castaño
abundante y largo y sus ojos
marrones como los de una cierva,
pero pícaros y prometiendo mil
travesuras a todo el que la mirara.
Cuando al fin apareció la novia,
Juan José alzó sus cejas. Desde la
distancia, pudo ver que ella sonreía
sosteniendo su bouquet de rosas y
lirios. Esa era su mujer.
La distancia fue acortada y Juan
José recordó un poco a
regañadientes que la primera vez,
allá en Trinidad, ella no tenía ni
pizca de la felicidad y brillo de
ahora. Había llegado hasta él, que
estaba en el altar, del brazo de
Orlando, y había visto que él le
susurraba cosas. Ahora, ella venía
caminando solitaria por el pasillo
de la iglesia, pisando los pétalos
que Paula había dejado, y
avanzando poco a poco hasta él.
Cuando la tuvo en frente, la miró y
la miró y la miró. Estaba preciosa.
—Me vas a desgastar –susurró ella.
—Lo que se va a desgastar esta
noche será Pepito.
—Juan José!
—En este día –los interrumpió el
sacerdote— Juan José Soler Ardila
y Ángela María Riveros Cárdenas,
han venido ante Dios para ser
unidos por Él en santo
matrimonio… —El sacerdote
siguió hablando, y durante toda su
intervención, Juan José estuvo
aguantando la risa y Ángela con las
mejillas coloreadas.
Luego intercambiaron los anillos.
Juan José tomó la mano de Ángela
que estaba un poco fría, y mientras
deslizaba el aro de oro, pronunció
sus votos:
—Desde este momento, yo, Juan
José Soler Ardila, te elijo a ti,
Ángela María Riveros Cárdenas,
como mi amiga, mi amada, mi
esposa; para amarte, honrarte y
serte fiel hasta la muerte. Estaré
contigo para bien o para mal, en la
salud y en la enfermedad. Prometo
trabajar cada día nuestro amor, y
hacer de ti, y de nuestros hijos, el
centro de mi vida. Pongo a Dios por
testigo de que ni los ríos, ni las
sombras, ni nada bajo el sol podrá
apagar este amor.
Ángela lo miró impresionada. Lo
había dicho todo mirándola a los
ojos. Nunca había esperado unos
votos tan hermosos! Una lágrima
bailó en sus ojos, inundándose en la
belleza de sus promesas. Recibió
de Sebastián el anillo de Juan José,
y mientras se lo ponía en el dedo,
pronunció sus propios votos.
—Yo… —empezó, nerviosa—
Ángela María Riveros Cárdenas, te
elijo a ti, Juan José Soler Ardila,
como mi esposo. Delante de
nuestros amigos y familia, prometo
no ser sólo tu mujer, sino también tu
amiga, tu compañera, tu confidente.
Déjame ser el hombro en el que te
apoyas, la sombra bajo la cual
descansas. Prometo amarte,
cuidarte y serte fiel hasta el día de
mi muerte, porque hasta el día de
mi muerte yo te amaré.
Juan José la tomó de la cintura y la
besó, sin esperar a que el sacerdote
los declarara marido y mujer y
diera permiso para el beso. Lo hizo,
y ellos apenas se dieron cuenta,
estaban tan envueltos en una nube
de felicidad y regocijo que ni los
vítores, ni los aplausos de sus
amigos y familiares lograron
penetrar.
—Te amo –susurró Juan José entre
beso y beso—. Te amo con todo mi
ser—. Ángela lo rodeó con sus
brazos, aún con las flores en la
mano, y correspondió a su beso.

Ángela recordaría el día de su boda


con una sonrisa para el resto de su
vida. Se había casado dos veces y
con el mismo hombre, y no lo sentía
de veras así. Parecía que ésta era la
primera boda, la verdadera. La
recepción se llevó a cabo en un
enorme salón de hotel con vista a
toda la ciudad, y allí bailaron el
vals, se tomaron fotografías, se
besaron a hurtadillas… Fabián,
Carlos y Mateo, se turnaron para
bailar cada uno con la novia. Los
invitados no fueron demasiado
numerosos, todo lo contrario, y por
eso parecía ser más una reunión
íntima que una gran boda. La
comida se sirvió a tiempo, y
brindaron con Champaña. Mateo,
como Padrino, pronunció unas
cortas palabras antes del brindis y
cuando Ángela lanzó su ramo a las
solteras, este le cayó a Paula, que
salió corriendo por el salón
mostrándolo como si fuera la llama
olímpica.
Al final del día, todos recordarían a
Fabián, bailando solo en medio de
la pista, con Carolina dormida en
brazos; los que habían intentado ir a
quitársela, habían salido con cajas
destempladas, pues él los había
regañado por interrumpir su
momento romántico con la más
hermosa mujer de la fiesta. Pero
tuvo que soltarla, pues Ángela tenía
que despedirse de ella antes de
salir a su viaje de luna de miel.
—Nos vamos? –preguntó Juan José,
ansioso. Ángela miró a Ana casi
implorante.
—Te recomiendo a mi niña.
—Está en brazos expertos –le
aseguró ella, recibiéndosela.
—Es que la voy a extrañar
horrores.
—Algún día tenía que ser, y
recuerda que hiciste esperar a Juan
José para celebrar la boda
precisamente por no destetarla
antes de tiempo. Ve y disfruta de tu
luna de miel.
—No te preocupes, yo malcriaré a
tu hija –prometió Eloísa,
acercándose un poco achispada por
tanta champaña.
—Eso es, precisamente, lo que más
temo.
—Y para qué están las tías?
—Yo la cuidaré –prometió Ana.
Ángela se precipitó a sus brazos y
la abrazó, luego a Eloísa.
—Gracias, mil gracias por todo lo
que han hecho por mí todo este
tiempo. Algún día podré
agradecerles como se debe.
—Deja tanta cosa y vete con tu
flamante esposo, que nos está
mirando feo ya! –exclamó Eloísa,
mirando furtivamente a Juan José.
—Somos tus amigas –intervino Ana
—. Siempre podrás contar con
nosotras.
—Mis amigas? Las quiero como si
fueran mis hermanas! –y volvió a
abrazarlas.
Le dio un último beso a su hija,
caminó hasta donde Juan José la
esperaba y tomó su mano. Él la
llevó hasta el ascensor. Tenían
reservada por esa noche una
habitación en el mismo hotel, y
luego saldrían a Brasil en el primer
vuelo de la mañana.
Cuando llegaron a la puerta de su
habitación, Juan José tomó la
tarjeta—llave y la dejó
entreabierta. Luego miró a Ángela
con sonrisa traviesa y la alzó en
brazos. Ángela soltó un leve
chillido de sorpresa.
Juan José atravesó la puerta con
ella en brazos y entraron a la lujosa
suite presidencial, caminó con ella
y la depositó con cuidado sobre la
enorme cama. Y como si todo fuera
una película ensayada, le susurró:
—Al fin, solos –Ángela no pudo
evitar reír—. Ah, tenía muchas
ganas de decir esa frase –dijo él y
ella no paró de reír. Él la miró
entonces, acariciando con sus dedos
su rostro, admirándola. Ella era
otra vez, y delante de todos, su
esposa. Su esposa para siempre—.
Cómo estuve? –le preguntó. Mira,
me puse un traje súper caro.
—Oh, vaya, con razón tan guapo, mi
esposo.
—Y dije unos votos que compuse
yo mismo.
—Qué poético.
—Te alcé en brazos hasta la misma
cama.
—La fantasía de toda mujer.
—No me merezco algo por todo
esto?
—Claro que sí –rió ella, y tomó su
rostro en sus manos y lo acercó al
de ella para besarlo. Juan José se
instaló cómodamente entre sus
brazos sobre ella, y con manos
traviesas la acercó más íntimamente
a él.
—Sabes lo que viene ahora?
—La venganza de Pepito, parte
dos?
—Algo así –rió él. Y no paró de
besarla.
—Es así como debería ser –susurró
ella cuando él empezó a dejar un
reguero de besos sobre su cuello y
bajaba por su escote.
—Qué cosa?
—El amor. Debe ser así: hermoso,
casi fantástico –se miraron a los
ojos, y ambos sabían que el otro
estaba recordando la primera boda
con su primera noche. Juan José se
paró de la cama y le tendió la mano.
Ella la tomó y se puso de pie frente
a él.
—No lo podremos evitar –le dijo,
girándola entre sus brazos para
desabrochar su vestido—. No se
puede cambiar el pasado, y tenemos
una historia algo extraña, per es
nuestra historia; no podremos
ocultársela a nuestros hijos, ni a
nuestros nietos –Ángela sonrió.
—Por mi parte, estoy ansiosa por
contárselas –cerró sus ojos, pues él
iba besando cada centímetro de piel
que iba descubriendo.
—Sí –susurró él—. Será algo
como: La vi, y quise llevármela al
instante a la cama! Y luego, me
enamoré perdidamente!
—No te veo contándoselo así a
Carolina.
—Ah, eso lo haré delante de los
varones, los oídos de mi hija no se
traumatizarán de ese modo.
Él le sacó el vestido y las enaguas,
y Ángela salió de ese revoltijo de
telas y encajes con apenas un corsé,
tangas, y medias sujetas con
ligueros blancos de encaje.
—Oh, madre de Dios! –exclamó
Juan José al verla. Ángela alzó una
de sus cejas y se recostó en la cama
enseñándole las zapatillas para que
él empezara a quitárselas. Juan José
no tardó en hacerle caso, y desató
las pequeñas correas de alrededor
de los tobillos. Luego se instaló
muy cómodamente entre sus muslos;
Pepito palpitaba en sus pantalones
—. Te deseo tanto –le dijo, aunque
no era necesario, ella podía sentirlo
plenamente.
Volvió a besarlo, y poco a poco fue
quitándole cada prenda de ropa.
Juan José colaboraba quedándose
quieto, alzando la cadera, y dándole
sus brazos para que le sacara el
saco o la camisa, y pronto él
también quedó solo en ropa
interior. Vio a Ángela ponerse
encima de él y pasar su mano por su
pecho y su vientre, de su boca no
dejó de salir uno que otro gemido.
Las semanas anteriores había
querido pasarlas todas junto a ella,
pero mientras amoblaban la casa, y
él dejaba todo en su empresa
dispuesto para el tiempo en que iba
a estar ausente, no habían podido,
así que sus encuentros habían sido
más bien furtivos y escasos. Ella
siempre estaba pensando en
Carolina, que siempre quedaba al
cuidado de Ana, y él en otras cosas,
pero ahora tenían toda la noche,
toda la mañana, toda la vida, para
ellos dos.
Ángela se inclinó a él y lo besó
profundamente. Ese beso no hizo
más que enardecer el ansia que lo
dominaba, y con sus manos acarició
cada centímetro de piel que
alcanzaba. Cuando sintió su mano
sobre su miembro, que penaba por
liberación, Juan José lanzó un
gemido casi lastimero. Abrió los
ojos y vio en los de ella ese brillo
travieso que ya le conocía.
—Ah, no –le dijo—. No creo que
pueda… Oh… —No tuvo tiempo
para decir nada. Pepito estaba en la
boca de Ángela y ella lo lamía y lo
succionaba de manera
enloquecedora. La detuvo cuando
supo que si no lo hacía se correría,
y su noche de bodas terminaría
demasiado pronto, así que se sentó,
la tomó con un poco de fuerza y la
tendió en la cama. Metió
suavemente sus dedos en el cuerpo
de ella y comprobó que estaba
bastante húmeda, además, su
gemido le gritaba: haz algo ya!
Y lo hizo. Entró de un solo empujón
en ella y ambos gritaron.
Él se estuvo quieto por un instante,
regalándose con la vista. Ángela,
debajo de él, aún con su lencería
blanca, con la piel brillante por el
mismo deseo, y los ojos cerrados
en una dulce agonía, era una imagen
que quería llevarse consigo hasta la
tumba. Siempre la recordaría así,
sensual, dispuesta, con el rostro
contorsionado por el orgasmo que
estaba a punto de llegar.
—Juan José –rogó ella—. Por
favor… —pero él no tuvo
compasión. Liberó sus senos del
sostén y se inclinó hacia un botón
rosado para seguir con su tortura.
Lamió la punta hasta que ésta se
puso dura como la semilla de una
cereza. Ángela lo aferró
fuertemente del cuello y la sintió
temblar desde su interior. Un placer
líquido se regó por cada vena, cada
poro, hasta cubrirla completamente.
Cuando la oleada pasó, ella abrió
sus ojos y Juan José sonrió,
satisfecho de sí mismo. Pero la
tregua había pasado, era momento
de pasar a la acción, así que se
afincó sobre el colchón, le tomó las
caderas con una mano, mientras con
la otra atrapaba una de sus manos, y
empezó a empujar dentro de ella,
primero despacio, sacando su
miembro hasta que sólo la punta
estuvo dentro, y luego tan profundo,
que casi tocaba su útero.
—Querías acción? –la provocó él,
pero Ángela ya no era capaz de
articular palabra, estaba disfrutando
cada empuje, cada embestida,
sintiéndolo desde la coronilla de la
cabeza hasta el dedo más pequeño
del pie. Juan José siguió con su
ritmo comprendiendo que le
quedaba poco para perder la
cordura, y en el último momento,
pensó en que esto era lo mejor de
su vida: hacerle el amor a su mujer.
No comprendía cómo había
soportado vivir tanto tiempo sin
ella, cómo había sobrevivido; pero
ahora la tenía de vuelta, y pensaba
no soltarla jamás.
Enloqueció, y el ritmo de sus
embates se aceleró. Una película
brillante cubrió ambos cuerpos y
sintió que Ángela se aferraba a él
con las uñas clavadas en su
espalda, rodeándolo con sus
blancos muslos y recibiendo en
todo el centro, en lo profundo de su
cuerpo.
La imagen no hizo sino
enloquecerlo, y subieron juntos a la
cresta del placer, estallando en mil
pedazos. Alguno de los dos gritó, o
los dos, y fue hermoso, y delicado,
y poético y furioso al mismo
tiempo.
Juan José la besó agradecido, tal
vez con ella, o con el mismo Dios
por su existencia, regocijándose en
el conocimiento de que aquél era el
cuerpo de su esposa, los labios de
su esposa, el cabello de su esposa.
Se quedó allí otro rato, quieto,
tranquilo, absorbiendo los
temblores que aún la recorrían, y
cuando ella abrió los ojos, él le
sonrió.
Ángela alzó las manos hasta su
rostro y acarició sus cejas y su
nariz como grabando con su tacto
las formas de su rostro para luego
tallarlos. Se estuvieron allí, en
silencio, tocándose, oliéndose,
sintiéndose el uno al otro muchos
minutos más. No había tormenta, ni
turbulencia, ni angustia ni pena
exterior que lograra penetrar el
círculo de amor en el que ambos
estaban encerrados.
—Creo que es verdad lo que dije –
susurró ella mirándolo a los ojos.
—Qué cosa?
—Te amaré hasta el día de mi
muerte –él sonrió y dejó un reguero
de suaves besos por todo su rostro.
—Procura que eso sea por allá en
ochenta años.
—Sólo si tú estás conmigo todo ese
tiempo.
—Me esforzaré—. Ella le hizo
cosquillas y Juan José tuvo que
prometerle con certeza que lo haría.
De repente él tomó la sábana que
cubría la cama y se metió con ella
debajo, formando una pequeña
tienda de campaña que los aislaba
de todo lo demás. Desde dentro
sólo se escuchaban sus risas y sus
voces. La luna de miel apenas
empezaba.
Ángela miró a Mateo alzar a
Alexander, que lo llamaba tío
extendiéndole sus bracitos y
llamando su atención. Sonrió
cuando, arriba, era atacado a
cosquillas y se retorcía feliz, sin
querer cambiarse por nadie más.
Era domingo, y la fiesta del tercer
cumpleaños de Alex. Habían
venido los hijos de sus amigos, las
abuelas con muchos regalos, los
compañeritos del jardín infantil en
el que “estudiaba” Alex. El patio
estaba hecho una locura, los
invitados se movían por todas
partes comiendo su trozo de torta, o
su bebida. Se tomaban fotografías
en las que la mayoría apareció con
la cara untada de la crema de torta.
Buscó con la mirada a su otra hija
Eliana, que había nacido después
de Alexander. Estos dos eran los
más parecidos: ambos tenían el
cabello azabache de ella, pero
mientras Alex tenía sus ojos grises,
los de Eliana eran exactamente
iguales a los del tío Carlos. Hacía
poco había aprendido a caminar,
así que ahora correteaba detrás de
Bicho, el pug que les había
regalado Fabián hacía unos pocos
meses, e iba muerta de la risa
porque, intentando escapar de ella,
el perrito resbalaba por la baldosa
de la cocina.
De pronto, no vio a Carolina y eso
la extrañó. La niña adoraba a
Lorena, una de sus primitas, y se
ponía celosa de cualquier otra
persona que quisiera acapararla, y
esta ahora estaba en brazos de
Paula. Buscó a la niña por el jardín,
y la encontró dormida en una de sus
banquetas.
Aquello era raro. Carolina no era
como sus hermanos, que dormía la
siesta por la tarde lloviera, tronara
o relampagueara, pero allí estaba,
dormida boca arriba sobre la
banqueta.
La llamó suavemente, pues si se
quedaba allí, se enfriaría, y además
se estaba perdiendo la fiesta. La
niña abrió sus ojos verdes
incorporándose, se frotó un poco
sus ojitos y la miró un poco
desubicada.
—Soñé contigo, mamá –le dijo.
—Ah, sí? Sonrió Ángela—, a ver,
cuéntame ese sueño—. La alzó a su
regazo y le masajeó la espalda y
acomodaba su cabello, mientras
Carolina bostezaba y hablaba al
tiempo.
—Estabas rara, con el cabello
diferente, y estabas llorando.
—Oh, vaya, cómo así?
—Sí –asintió Carolina—. Estabas
recostada en el tronco de un árbol
grande, grande! Tenías miedo de
algo, era como si te fueras a morir,
y yo te pedí que no lo hicieras, y te
dije que eres muy valiente—.
Ángela miró fijamente a su hija.
—En el tronco de un árbol, dijiste?
–Carolina asintió moviendo la
cabeza.
—Era un árbol muy bonito,
grandísimo.
—Oh! –la abrazó de nuevo, pero
Carolina se bajó de su regazo.
—Dónde está el tío Mateo?
—En la cocina, con Alex.
—Vino Lorena?
—Sí, vino—. Antes de que
terminara de hablar, ya Carolina
estaba corriendo hacia el jardín,
donde se desarrollaba la fiesta de
cumpleaños de su hermano.
Se quedó allí unos minutos más, a
solas, reconociendo el sueño de su
hija. No pudo contener la risa al
darse cuenta de que, esa niña que
ella vio en un sueño, cuando
acababa de enterrar a su padre y
estaba en lo más oscuro de su
depresión por su reciente
separación con Juan José era su
misma hija, llevando la misma ropa
y el mismo peinado que hoy tenía.
—Ríes o lloras –preguntó Juan
José, sentándose a su lado. Ángela
no perdió el tiempo y lo abrazó y
besó. Él, gratamente sorprendido,
respondió a su beso—. Y si
rociamos a todos con agua para que
se vayan y nos dejen solos? –
Ángela no pudo contener la risa.
—Serías un terrible anfitrión, y una
muy mala enseñanza para tus hijos.
—Mmm –se quejó él haciendo
pucheros.
—Te amo, Juan José –él sonrió
alzando una ceja.
—Puedo aprovecharme de eso? En
estos momentos tengo muchas ganas
de meterte mano, sabes?
Ángela rió y lo besó otra vez.
Luego le contaría el descubrimiento
que acababa de hacer, pues no se
ocultaban nada. Ahora, era sólo
momento de besar, mientras los
niños estuvieran distraídos y lejos,
mientras el sol saliera para luego
ocultarse, mientras estuvieran
vivos, definitivamente era tiempo
de besar.

…Fin…

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