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CONSPIRACIÓN CONTRA

BERTILDA

Nelson Castillo Pérez


Conspiración contra Bertilda

© Nelson Castillo Pérez

© Editorial Zenú
Calle 64A No. 3-43 Montería, Colombia
www.editorialzenu.com

Primera edición: 2013.

Dirección editorial
Henry Andrés Ballesteros Leal

Diseño de carátula
Oscar Luis Posada Durango

Impresión y encuadernación
Cadena S.A.
www.cadena.com.co

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El desamor es una metáfora
de la muerte

Mario Benedetti
Hubo un tiempo en que Bertilda Romero lucía
con frecuencia unos desgarbados overoles
anchos y unas camisas frescas a cuadros con los
dos primeros ojales de arriba desabotonados por
donde se le metían la frescura de las calles y el
deseo de los hombres que se paraban en las
esquinas a mirarle el suave inicio de los senos.
Hace alrededor de dos años el gusto femenino
aceptó esta forma de vestir como el último grito de
la moda, y las mujeres parecían potrancas sueltas
llevándose el viento por delante, impetuosas en
las calles, sin ataduras y remilgos entre los apuros
de la brisa. Por aquellos tiempos aún vivos en la
memoria de muchos, Bertilda se sentaba en el
lugar más deseado con una comodidad
desparramada de piernas alzadas, lejos de la
mortificación de estar procurando no arrugar los
pliegues bien planchados de la falda en el
momento de sentarse, exenta de ese temor
recóndito que llevan nuestra mujeres de asomar
la calidez de sus piernas al subir a un bus o
cuando por alguna casualidad tropiezan y caen, y
por encima del dolor, con ademanes vergonzosos,
tratan de ocultar sus encantos ante las miradas
escrutadoras de los hombres.
Con esta vestimenta descomplicada y antiso-
lemne, Bertilda acudía a la escuela donde

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trabajaba por vocación desde hacía más de diez
años, y le daba las clases a una treintena de
niños insoportables, ruidosos, que esperaban con
ansiedad la hora de los recreos. Pero en realidad
no era nada extraño, nada desfavorable para su
belleza la apariencia que le ofrecía este vestido
sin retoques: era descuidadamente hermosa. Y
los hombres reunidos en las esquinas dejaban de
hablar por un instante para silbarle el movimiento
de las caderas.

―Tengo que agacharme todos los días a revisar


mi carro ―decía cuando sus amigas le hacían ver
su abandono en el vestir.

En efecto, por esos mismos tiempos había


adquirido a plazo un carro usado que ella misma
manejaba de lunes a viernes de Lorica a
Montería, y regresaba por las tardes cansada a
causa del trajín del viaje, con sus manos
cuarteadas por la aridez de la tiza y con la voz
irritada como resultado del paciente oficio de
enseñar a gritos en una escuela cuya estrechez
daba la impresión de reducir la expansión de los
conocimientos. Todo eso coincidía con un frío y
alejado trato que se había operado en las
relaciones con sus amigas, y fueron precisamente
ellas quienes tuvieron por primera vez la
evidencia de que sí existía una misteriosa
conexión entre los detalles del vestir y la rigidez
de su comportamiento de esos días. De
complaciente y risueña con ellas se volvió hosca y
evasiva, encerrada en un mundo agrio, sin
extender sus secretos, como convencida de que

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para vivir su vida no necesitaba del concurso de
nadie. Incluso después del último baile que se
realizó en la casa de Melania, ella mostró un
definitivo desinterés por asistir a ningún otro
donde nosotras la invitábamos con mañas de
cariño, y sacaba pretextos intrincados para no ir a
los acontecimientos de celebración donde era de
suponer que una mujer como ella, hermosa y
soltera, concurriera sin el mínimo problema.
Después se sabría, como se llegan a saber todas
las cosas, que era el mismo Gonzalo Amador
quien le trazaba esas coordenadas en el plano de
su vida.
Gonzalo Amador parecía ser un hombre
entusiasta, locuaz, oriundo de la alegre
Barranquilla. Había llegado a Montería
promocionando una colección de libros
enciclopédicos, pero era, en rigor, un farsante
cuya principal función consistía en distribuir
cautelosamente importantes cantidades de
cocaína. Por estrategia delictiva, visitaba algunos
centros educativos de la ciudad y se presentaba
en las mañanas ante los directores, amparado por
una falsa licencia del Secretario de Educación
Departamental que le dada el derecho de
interrumpir los momentos solemnes de una clase
y hacer el despliegue de sus libros de trampolín
en medio del rumor de los estudiantes, que casi
siempre se mostraban divertidos frente a estas
interrupciones. Bertilda, que en la actualidad sigue
siendo directora de una escuela marginada
ubicada en los extramuros de Lorica, mientras
explicaba la clase, vio entrar una mañana a un

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hombre recién bañado, bello y esbelto, con un
maletín de ejecutivo en la mano, preguntándoles
por la directora a los niños que merodeaban a lo
largo del pasillo. ”Yo soy, a sus órdenes”, le gritó
Bertilda desde la puerta del aula.
Instalados en la oficina de la dirección, Bertilda
le brindó un refresco a Gonzalo, como aún suele
hacerlo cuando aparecen los inspectores
académicos o algunas personas de prestancia.
Hablaron durante una hora: primero sobre el
contenido de los libros; luego las palabras de
Gonzalo pasaron de la tonalidad distinguida del
vendedor de libros a la fluidez marrullera con que
conquistaba a las mujeres en las bervenas del
barrio las Nieves de Barranquillas, y Bertilda
bajaba sus ojos dulcemente turbados cuando
Gonzalo la envolvía con la sagacidad de sus ojos
de gato y le decía que ella era la maestra más
bonita de este mundo, ese lunar risueño de la
boca, qué bello, el enjuague de tu risa derramada
como si fuera la puerta abierta de mi dicha. “Te
invito esta noche”, le propuso. “A cenar, te invito”.
Aquella mañana Bertilda influyó con mucha
gracia en sus compañeras para que se
suscribieran al pedido de los libros y habló por
teléfono con una amiga para anunciarle que se
quedaría esa noche a dormir en su casa, porque
se había comprometido a cumplir una cita con “un
vendedor de libros interesantes”. Después,
cuando el amor se le pegó al alma, era otra.
En el principio de su furor se le notaba la
dulzura de la ensoñación en sus ojos, el inmenso
entusiasmo por vivir y el estrepito de las ilusiones
en sus conversaciones. Se levantaba cada

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mañana estremecida por un hálito de aguas
nuevas que la arrojaba a disfrutar la parvedad del
presente y a esperar alborozada las anuncia-
ciones del porvenir. Entonces el mundo para ella
valía la pena. Pero con el transcurrir de los días,
como una concreción irrevocable de esa
exigencia de simetría que ejerce la realidad de las
cosas, habría de surgir la porción de desdicha que
le hacía falta a su felicidad: una noche, después
que la vieron salir abrazada con Gonzalo de la
sala de un cine, alguien dejó de hacer lo que
estaba haciendo para contarle, sin el escrúpulo de
imaginar el efecto doloroso de la confesión, que
Gonzalo Amador era el mismo hombre que en
Planeta Rica tenía dos hijos por fuera del
matrimonio y en Barranquilla, exactamente en el
barrio Las Nieves, a la inocente de su esposa.
Más tarde Gonzalo desmentiría con rotunda
demostración lo de Planeta Rica y aceptaría sin
discutir su matrimonio en Barranquilla, asombrado
por la evidencia de cómo los loriqueros lo habían
averiguado todo.

―Es cierto ―le confirmó aquella vez a Bertilda,


que se desilusionaba en lágrimas frente al
malabar de sus palabras―. Pero aquí, en el
maletín, cargo los papeles de mi separación legal
―añadió.

Sin perder el vigor de su serenidad, como tal


vez se comportaría el día en que la policía lo
capturara en su negocio delictivo, Gonzalo
alcanzó a demostrarle a Bertilda toda la verdad

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sobre los trámites de su divorcio; y ella, anegada
por el dolor exprimido de su corazón, lo creyó
todo de veras porque la quimera de su desventura
había sido esa: taponar sus heridas con las
palabras consoladoras de Gonzalo.
Fue en esa oportunidad cuando le prohibió en
forma determinante proseguir sus andanzas con
sus antiguas amigas. “Son unas envidiosas de
primera clase”, la persuadió. Sin embrago, para
Bertilda las cosas ya no serían iguales: el aleteo
de algún presagio le debió de abrir luces en su
imaginación. Y desde entonces empezó a
hundirse cada vez más en la terrible indecisión, a
flotar sobre un paralelismo atroz; el amor se le
agrietó, se le volvió impuro, atacado por la
desconfianza. Siguió amando entre signos de
prevención. El esplendor de su corazón se
oscureció, interferido por la frialdad de la razón.
Bertilda no sabía qué hacer. Les rehuía a sus
amigas, porque se metían en lo que no les
importaba, el gusto es mío, el cuerpo es mío,
ando en mi destino sin fregar a nadie y nadie tiene
por qué preocuparse por mi vida. Era cierto. Pero
nosotras no lo hacíamos por el solo hecho de
mortificarla ni obedeciendo al impulso de la
envidia por no tener, como ella misma nos decía,
un hombre tan bien plantado como él. Al contrario:
cuando ella nos describió la fisionomía del
hombre de sus sueños, nosotras le dijimos entre
espumas de risa, como jugando en medio de su
dicha: “Se parece a Gastón Santos”. Pero
después, cuando supimos todo, se lo recalcá-
bamos a cada momento: es malo entregarse de
esa manera tan ciega a un hombre desconocido,

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mira, ya no eres una niña, cuídate de las malas
lenguas, que esto y lo otro. Un día nos dijimos, en
el último sostén de la paciencia, así como
entrelazadas por la misma frase: “Déjenla, ella
verá a ver lo que hace”. Y no supimos más de sus
puercos amores hasta la mañana en que el barrio
Arenal hirvió en una algarabía con la carta de su
desamor.
Lo de la carta fue un alboroto en secreto, a
espalda de su conocimiento, que pesó y sigue
pesando todavía en el curso de su destino. De
todo aquel amor indigno que le dio Gonzalo quedó
plasmado en todas las memorias el rumor vivo de
que Bertilda Romero, la única esperanza de la
señora Manuela López, había tratado de quitarse
la vida en la noche de su cumpleaños a causa de
un fracaso de amor: una mañana ―bajo el
impulso de una curiosidad, de una fuerza
misteriosa que lo llevó de la mano a recoger de la
basura algo que estaba destinado a no ser
descubierto por nadie― un hombre descendió las
escalinatas del Puente Viejo con el único fin de
orinar recostado contra un muro olvidado y vio el
envoltorio entre los desperdicios nauseabundos.
Atropellado por las esperanzas de encontrar una
cosa de valor, el hombre abrió el paquete y
contempló con triste decepción el frasquito de
“Exterminio” y la carta sin sobre. En un extremado
acto de ociosidad, tuvo el trabajo de alisar con
cuidadoso esmero los pliegues de la hoja y buscó
un lugar sombreado para leerla de principio a fin,
a veces adivinando las palabras ininteligibles que

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habían sido escritas con el aliento ansioso del
desahogo.
Horas más tardes la carta pasaba alegremente
de mano en mano, y llegó borrosa por el manoseo
al último lector, quien hizo con ella una pelota y la
lanzó a la indiferencia, al olvido. Ninguno de los
que leímos la carta tuvo fuerzas para soltar
siquiera una sonrisa de ironía: sin que los
supieran los demás, nosotros también nos
sentíamos tocados de alguna manera por este
desastre de amor. “De modo que así era el
asunto”, fue lo único que dijimos en aquella
oportunidad.
El incisivo Orlando Yance, quien leyó la carta
de una vez, recuerda que su contexto general
estaba sostenido por una especie de hálito
marchito de amor en fracaso. “Hacía pensar a uno
en las flores muertas de los cementerios”,
comenta a menudo.
En realidad, la carta estaba destinada a buscar
efectos de resignación en el sufrimiento de su
madre; la persuadía de que el suicidio era una
secreta decisión del corazón entendida a
cabalidad por Dios y por sus ministros en la tierra,
aunque seguía siendo un acto que los humanos
no habían aprendido a respetar. La carta estaba
escrita ―se notaba― sin un solo suspiro de
nostalgia que pudiera vislumbrar un posible paso
de arrepentimiento, y con las luces de un
raciocinio sereno y convincente como para que su
madre quedara con la profunda convicción de que
su escogencia irreversible no había sido ejecutar
la tremenda realidad de la muerte en el sentido
terrorífico con que está adscrita en la mentalidad

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de la gente, sino la tregua de un viaje lejano que
le era necesario en esos momentos de aflicción
espiritual.
Si todo hubiera ocurrido en otro lugar de la
tierra, es posible que las cosas habrían pasado
como agua, sin un rastro perdurable que pudiera
intrincarle el destino a nadie. Ahora sería un mero
recuerdo brumoso en la larga distancia del olvido,
un punto de referencia para los memoriosos que
tienen la costumbre de medir el tiempo a través
del estallido de los hechos que dejan un hueco
incurable en las costuras de ese mismo tiempo.
Hoy dirían, por ejemplo, en el calor de una
conversación ocasional: “Eso fue antes (o
después) de lo que le sucedió a Bertilda”. Y hasta
allí.
Pero ellos, los ardorosos habitantes del barrio
Arenal, suelen propiciar el escándalo de cualquier
cosa tonta que suceda. Y lo hacen sin ánimo de
perversidad, con los propósitos espontáneos de
hacer surgir de la nada un aliciente que los salve
del instante estéril que viven, un estremecimiento
que les arrase la desolación del alma. Lo buscan,
lo provocan a cualquier hora: en el silencio de las
noches dormidas, en los amaneceres, en los
crepúsculos, bajo el sol, bajo la lluvia. En un
aplastante medio día, por ejemplo, cuando los
rayos de nuestro fuego humedecen los cuerpos,
un carro tropieza por accidente con la rueda de
una carretilla empujada por un hombre sudoroso
que transporta cargas ajenas. En el fondo, y
también en la apariencia, no es nada estupenda la
discusión que de allí pueda provenir. Pero un

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viento árido, estático, cuajado de hastío en medio
del calor, da vueltas en el interior de las casas: el
mundo está muerto, detenido en un sopor infinito,
y no hay más remedio que padecerlo bajo la
inclemencia de los techos achicharrados por el
sol, sobre las brasas de las camas, entre la
agitada brisa de un abanico que aparta la
espesura del calor como si espantara las
telarañas del infierno. De pronto el descubri-
miento, lo maravilloso: alguien, en un movimiento
rancio de fastidio, mira a través de la ventana: la
realidad se agita, rompe el encanto triste de lo
eterno: el carretillero eleva los gritos de su
protesta y el chofer desciende del carro a
conceder las merecidas disculpas, a tratar de
curar la normalidad. La persona abandona el
alivio del abanico, se apresura a ganar la calle y
grita con una explosión de entusiasmo: “¡Pelea!”.
Sus familiares hacen lo mismo, salen corriendo y
pasan la voz, hasta cuando el vecindario se
aglomera alrededor del suceso. A lo largo de la
calle y a la vuelta de la cuadra, los demás también
reciben las cargas de la explosión, se asoman a
las puertas, no saben qué pasa y emprenden la
loca carrera hacia la bulla del acontecimiento.
Total, cuando por fin llegan, todo se ha logrado
arreglar: el chofer paga el daño, el dinero aplaca
los ánimos del carretillero. Pero todos se quedan
allí, saboreando los comentarios finales.
Para el barrio Arenal, que no perdona el
fracaso de nadie, el intento de suicidio llevado a
cabo por Bertilda pudo haber sido la ilusión de
una gran mentira o la luz de una verdad, pero sin
tantos bramidos de asombro. Lo hubiera podido

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echar al olvido con el apagón de un silencio
indiferente, como lo ha hecho con otras cosas de
mayor envergadura que en la mayoría de los
casos han tenido que ver con el estancamiento de
su progreso, y punto. Lo de Bertilda iba a ser una
actitud privada, un pacto secreto con su
conciencia que no repercutía en el perjuicio de
nadie, excepto en el corazón de su madre. Pero
sólo hubo algo que importó y que sigue aún
importando en estos días de pobre realidad: el
sentimiento que se extrae de todo hecho que se
erige como escándalo, el comentario implacable
que alimenta la simpleza de una realidad que no
les ofrece a los habitantes del barrio Arenal otra
alternativa que cruzarse de brazos y pararse en
las esquinas a hablar de cualquier vaina que los
cosa con la vida, aunque sea una desgracia
ajena. Es por eso que cada vez que ven pasar a
Bertilda, los hombres de las esquinas y las
mujeres a través de las ventanas instalan un
rumor apagado que se queda como una larga cola
de blasfemia arrastrada por el andar sensual de
Bertilda.

―Está rota ―comentan entre ellos, y se vuelven


a repetir todos los detalles de aquella mañana.

Son regueros de recuerdos que hierven, que


cobran vida sobre la blandura de sus huellas; un
estigma que avanza como de puntillas sobre los
propios pasos de su camino y la asedia sin que
ella lo sepa, sin que nadie se lo diga. Son voces
oscuras que han entretejido una orilla paralela al

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avance de su destino, y sólo bastaría que la
misma Bertilda se asomara por la abertura de una
delación dolorosa y fraternal para que descubriera
el lodazal de impudores en la que flota una
mañana de su vida. Y el día que lo haga, cuando
vientos confidenciales la arrojen a conocer el otro
lado de las cosas, ella llorará de pesadumbre, el
dolor de su corazón se despedazará en gritos
inconsolables y el rigor de su vergüenza la
impulsará irse a un lugar lejano de este mundo,
donde no lleguen los ecos infames del pasado. Y
es posible que todo eso suceda en el reposo de
una noche, cuando ella nos pregunte las causas
de su desdicha, por qué tantos desprecios a una
mujer como yo que jamás le ha hecho males a
nadie, con mi corazón dulce para dárselo al
hombre que me quiera, y entonces una amiga (yo,
tal vez) hará rodar el aliento de sus palabras
como un puente para cruzar a la otra orilla y
señalarle el desastre de su triste realidad, la
burbujeante verdad de su desventura.

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El barrio Arenal es un populoso sector lamido
por unas desviadas y mansas aguas del
legendario río Sinú, localizado en el mismo centro
de la ciudad y unidos con los pavimentados
barrios del norte a través de dos puentes vetustos
construido por una generación de hombres que
experimentaban dicha al contemplar, desde la
altura de un caballo y vestidos de blanco
impecable, la culminación de sus obras empren-
didas. Gracias a la honradez irreversible de
aquellos días, Arenal puede hoy comunicarse sin
ningún problema con el bullicio del comercio y sus
habitantes llegan rápidamente a los consultorios
de los médicos y a las oficinas públicas cuando
tienen la necesidad de sacar cualquier papel
imprescindible. Sus calles son polvorientas y
refrescada por el viento de los árboles y las amas
de casa las riegan a los atardeceres del verano
para que los carros pasen sin levantar polvo; sus
casas tienen patios amplios y fueron planificadas
pensando en los acontecimientos de celebración,
es decir, con salas espaciosas para bailar el
festejo de los bautismos, matrimonios y
cumpleaños. Siguiendo la trayectoria de uno de
los puentes, al fondo de la calle larga, “como
quien va para la calle del Bolsillo”, en una casa

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blanca de ventanas azules, siempre a la orden,
vivo yo. No hay peligros de pasos perdidos:
preguntas donde vive Guillermo Ortega, el
profesor, y en frente ahí es. Adyacente a mi casa,
a mano izquierda, un poste de la luz eléctrica
muestra un letrero rojo de fiesta, de carnaval, que
ha soportado los pliegues del tiempo: “¡Viva
Bertilda!”. Es un recuerdo casi imborrable de la
época que el vigor expansivo de su juventud la
embrolló en la ventolera de ser la reina del barrio
en unos carnavales felices que jamás volverán.

―Eran buenos tiempos aquellos ―recuerda la


señora Manuela entre suspiros de nostalgia―.
Los enamorados se disfrazaban y bailaban toda
la noche sin que sintiéramos el temor de que les
pasara algo malo a nuestras hijas, porque todavía
el mundo era manso y las peloteras no pasaban
de ser más que puras trompadas de borrachos.

Bertilda acababa de terminar sus estudios de


normalista en Cartagena y había llegado cinco
días antes de los carnavales, acompañada de una
amiga cartagenera, con el cabello protegido del
polvo de nuestras destapadas carreteras con una
pañoleta satinada que le daba la apariencia de
una santa. Esa misma noche, después de haber
saludado a todo el mundo con ese regocijo
explorador propio del retorno, salió con su amiga
al parque. Apenas la vimos, alguien dijo:

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―Está buena para ser la reina.

Andábamos locos buscando la mujer más bella


del barrio para que nos representara en el reinado
popular de ese año. Antes habíamos hablado con
Edelma Arteaga, pero al final salió con el cuento
de que su novio celoso la dejaría si osaba aceptar
la candidatura; Rosalba Mangones, después de
haber dicho sí, nos dejó fríos con la excusa triste
de que habían matado a su tío en Venezuela. De
manera que no lo pensamos dos veces: los más
entusiastas llegamos aquella misma noche en
turbamulta a la casa de Bertilda y demoramos
alrededor de tres horas para convencer a la
señora Manuela. Al final, su ceremonial permiso
fue como una bendición.
Y ese año ganamos: no hubo en el certamen
una competidora de otro barrio que fuera capaz
de impresionar al público con los mismos bríos
con que lo hizo Bertilda en los desfiles virreinales
de las carrozas, ni ninguna fue tan deslumbrante
como ella para llevar el son de las canciones en
los bailes de las casetas.

―Jesús Martínez, el millonario de estas tierras del


Sinú, estaba loco por ella ―recuerda su madre.

No solamente el montuno de Jesús Martínez.


Muchos hombre de índole aristocrática llegaban
perfumados y Bertilda los dejaba plantados en la
puerta de la calle, y se tapaba los oídos con la
almohada para no sentir en el corazón las
serenatas espléndidas que le entonaban al pie de

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su ventana. Quería ser libre, asistir sin ataduras a
los bailes y bailar con todo el mundo, pero me
encantaba pasar frente a una reunión de hombres
y oírles las barbaridades tiernas que me decían,
me fascinaban las cosas que me decían.
En el septiembre que pasó cumplió treinta años
de edad. Sin embargos, los rasgos de su rostro
bien cuidados, la tersura de su piel y la forma
espontánea con que despliega sus delirios, siguen
teniendo el aire arrasador de la juventud. En la
mirada limpia de sus ojos y en el gusto para elegir
las modas de los vestidos, ella sigue manteniendo
vivo el ardor de sus fuerzas y la secreta ternura
del corazón. Pero vive sobresaltada por un soplo
de desesperación en sus gestos, como aferrada
a la comprobación de que el tren del tiempo anda
muy rápido y no le ofrece la oportunidad de
sentarse un instante a contemplar las sosegadas
y hermosas llanuras que se extienden por encima
de la cerca del patio de su casa, en donde otros
tiempos ella corría a estrellarse contra la libertad
del viento.
Es la única hija de un matrimonio que se
derrumbó una mañana en que su padre se fue
con sus bártulos en la búsqueda de la
prosperidad. A través de la ventanilla del bus agitó
el adiós de la despedida, y Bertilda lo recuerda
con sus bigotes negros y la fiebre ardiente en los
ojos del buscador de aventuras. La señora
Manuela, sumida en el abandono, no se dejó
amilanar y se las compuso como pudo para seguir
adelante con el dulce peso de su hija a cuestas, y
al paso del tiempo, sostenida por una costra de
paciencia y sacrificio, salvada ya del dolor por los

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recursos de la resignación, logró reunir lo sufi-
ciente con su negocio de fritos en la esquina y
satisfizo los anhelos de su hija: enviarla a estudiar
a Cartagena de Indias, que era la ciudad preferida
por los muchachos en aquellos tiempos.
Se la llevaron un domingo, en el primer bus de
la mañana. Era una mañana aireada, sombreada
por presagios de lluvia, y triste para todos porque
ahí empezaban a acabarse las vacaciones.
Sentimos que nos hacía falta algo, el aire que se
metía como una cuchilla delgada por las ventanas
no era el mismo aire alegre de los domingos, todo
sabía a tristeza, a separación. “Se fue Bertilda”,
nos dijeron entonces apenas salimos a la calle, y
fue como si nos hubieran concretado una verdad
presentida por nosotros cuando tomábamos el
café humeante en la cocina, la realidad contun-
dente transmitida a través de hilos invisibles. Por
aquí pasó, llevada de la mano por el tío. “Iba
vestida de encajes y con sus dos largas colas de
caballo sobre el vaivén de las espaldas”, nos
siguieron diciendo a lo largo de aquel domingo
triste. Es por eso que tanto sabemos de los
rigores mansos de la nostalgia, de la separación,
del adiós.
Bertilda regresaba en los días felices de las
navidades embellecida aún más por las modas
exóticas; traía el cabello suave, protegido por los
últimos cosméticos, y dejaba a la gente con la
boca abierta cuando imponía el ritmo de su baile.
Los muchachos que soñaban con ella, lo dejaban
todo y se iban a estudiar al Liceo de Bolívar.
Retornaban en las vacaciones hablando del

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parque Centenario, de las murallas de la
eternidad y de los potentes jonrones de Oscar
Luis Gómez.

―Vivía en el barrio Torices ―recuerda Abel.

Durante toda su permanencia allá, eran


frecuentes los rumores de que se casaría en el
diciembre próximo, que había metido la pata con
un vástago de la estirpe africana del barrio
Chambacú, que había abandonado sus estudios a
causa de un delicado estado de aborto. Las
versiones volaban sobre los techos de las casas
como si fueran las palomas mensajeras de la
perversidad, y se instalaban en el centro de las
conversaciones para instalar una sorda explosión
de comentarios pérfidos, lejos del conocimiento
de la señora Manuela, a quien la gente veía pasar
plácida de inocencia. Era como el mito de su
belleza. Una vez alguien inventó el cuento de que
Bertilda era la novia de un cadete de alta alcurnia
de Cartagena, pronto a casarse en Europa.
Aquella vez, parado en una esquina, fue como si
Julio viera caer la pesadilla del derrumbe de sus
propios sueños: ella le había ofrecido sus
primeros besos en las salas vespertinas de los
cines, en las esquinas apagadas, le encendió las
esperanzas, se remontó a los sueños sin saber
que todo había sido un juego casi de niños, un
asomo a las aguas limpias de las ilusiones, un
deslumbramiento que había de apagarse con la
ausencia.
Cuando Bertilda volvía en las libertades de las
vacaciones, sus amigas le pedían foto en donde

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ella aparecía caminando para el recuerdo con
sus uniformes de colegiala, y detrás de ella
siempre alguien desapercibido en el instante
fugaz de la cámara. “Cuéntanos”, le decían, y una
vez dio una respuesta espontánea, casi al
desgaire, cuando una de las amigas le preguntó
cómo es Cartagena: “Cartagena es maravillosa y
alegre. Imagínate a una mujer caminando por la
calle, aturdida y risueña porque la brisa le levanta
las faldas. Así es Cartagena”. Pero alguna vez las
entristeció: una tarde venía yo de la escuela,
venía esplendorosa, ufana, los profesores me
habían elogiado como una de las mejores
alumnas de mi curso, caminaba con placer, con
ganas de quedarme para siempre así, detenida en
ese estado de dicha, recorrida, penetrada por esa
placidez del atardecer, cuando de pronto se me
da por pagar catorce pesos y entrar a conocer la
parte interior del castillo San Felipe, que había
aparecido ahí, de súbito, frente a mis ojos como
una mole invencible, victorioso a través del
tiempo. Estando una vez dentro, comprendí cual
había sido en realidad el verdadero impulso de mi
decisión: mi obsesión por el pasado. Siempre,
frente a un muro del pasado, me quedo absorta,
callada, imaginando, observando los bordes sobre
los cuales algunas manos estuvieron posadas
hace tantos años, muchos siglos antes de mi
nacimiento. Busco, rastreo algún viejo olor del
pasado. De todos modos, estando allí dentro me
arrepentí: un instante de dicha como aquel que yo
experimentaba no era justo enrarecerlo, interfe-
rirlo con la presencia de una pasión. Total: quise

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salir corriendo de nuevo hacia la calle, a
restablecerme de dicha, de sosiego, ante el
panorama de delicia que ofrecía Cartagena en
esa hora del atardecer, a llenarme de cielo azul,
del viento libre que venía desde el mar. Iba a
hacerlo, cuando miro hacia atrás y veo a un
hombre parado, tratando de ocultarse algo entre
sus piernas, transfigurado por una inquietud
interior. Estaba como en un trance de ansiedad,
poseído de algún deseo que le daba vergüenza
aflorar. En esos momentos consideré que no
había ya posibilidad de recuperar mi estado de
placidez: la curiosidad y el asombro me habían
sembrado frente a ese hombre cuya cara ahora
había adquirido una fase de rigidez. Iba a
preguntarle qué le pasaba, aunque había
descubierto desde el primer momento que la luz
de sus ojos era el brillo del deseo, pero él dio
varios pasos hacia adelante, sobre mí, turbado
por la timidez y el deseo, por una vergüenza
indigna “Sólo quiero esto, señorita”, me dijo, como
pidiéndome perdón por todo. Y me mostró su
pene enrojecido, hinchado por el deseo.

―¿Y qué te hizo? ―la irrumpió aquella vez una


de las amigas.

―Nada ―respondió Bertilda―. Sólo derramó


toda su vida frente a mí, excitado por mi vista, y
manchó mi falda del uniforme. Y después huyó,
casi avergonzado, por uno de los túneles largos
del castillo

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Dos días antes de su cumpleaños, bajo un
rumor de palmeras, Bertilda conducía plácida su
entrañable automóvil a lo largo de la Avenida
Primera de la ciudad de Montería. Era cierto que
estaba enamorada, pero ahora iba como olvidada,
inmersa en una placidez exenta de recuerdos,
salvada de la ansiedad de concretar el futuro. La
poca circulación de los vehículos en esa hora del
atardecer y el comercio extenuado, le permitían
contemplar con serenidad los fugases colores del
cielo que incendiaban las aguas reposadas del
Sinú, un espectáculo que le inspiraba una paz
(como una llanura de inocencia) en todo su ser.
Manejaba con placer. Ninguna necesidad, ningún
deseo, le imponían una meta prefijada: sabía a
cabalidad que Gonzalo se encontraba en Barran-
quilla. De manera que esta desligadura, este fluir
del libre albedrío, le permitía vivir con plenitud los
instantes del presente, sin la inquietud de
imaginarse lo que ella más tarde sería.
De pronto ocurrió: iba a prender un cigarrillo
cuando de súbito detuvo en el aire la luz impávida
del fosforo y volteó hacia atrás. Después le
contaría al propio Gonzalo que todo había sido
como si la fuerza inexorable fuerza de un hilo
invisible la hubiera obligado a mirar y encontrarse

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con los ojos de él, quien la observaba ansioso
desde la terraza de una heladería. También le
contaría, ponderando el impulso misterioso del
amor, que había sentido en sus adentros un
estremecimiento que le hizo trizas la suave
superficie de su paz crepuscular, algo que la
había arraigado al ajedrez de su vida.
Estacionó el automóvil infringiendo las reglas
del tránsito y oyó voces de observaciones, pero
fue intrépida ante eso porque la espontaneidad de
su emoción estaba por encima de cualquier
convencionalismo; sólo sintió (y trató de
apartarlas cuando se bajó del auto), las olas de
brisa que no la dejaban prender el cigarrillo, y
atravesó corriendo la anchura de la avenida. Era
un encuentro casual. “Son los mejores”, pensó. La
luz de los hechos le había demostrado a lo largo
de sus relaciones amorosas que los encuentros
previamente planeados sufrían casi siempre un
percance a última hora, y ella veía, como viendo
caer una lluvia, el derrumbe abrumador de esas
ilusiones que los seres construyen cuando
proyectan un instante feliz; regularmente era
Gonzalo quien llamaba por teléfono en el último
momento para borrar todos los caminos de la
posibilidad de verse, arguyendo la llegada
inesperada de Sofía o la necesidad de asistir a
una reunión de negocios. Bertilda había aprendido
que en la casualidad, en el intempestivo
acontecer, los hechos surgían como ráfagas de
conmoción, más puros, sin haber padecido un
agotamiento en la prefiguración.
Sentada junto a Gonzalo, Bertilda pudo
encender el cigarrillo. Y se sintió recorrida por el

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mismo olor de otras veces, esa fragancia de
macho dominante que exhalaba la presencia de
Gonzalo y que ella seguía respirando desde el
fondo de su memoria después de cada encuentro,
como un rastro furtivo de amor.
Ciertos pálpitos la asaltaron, y se incorporó
sobre la silla para invitar a Gonzalo a la parte
interior de la heladería, a las mesitas ocultas,
detrás de las cortinas rojas que se movían con el
viento. Gonzalo volvió a pedir una cerveza y
profirió un no seco de rebeldía, de resolución
definitiva, ante el temor de Bertilda.
Entonces ella ganó una tregua de
afianzamiento: solo él sabía a ciencia cierta por
donde avanzar en los laberintos que trataban de
extraviar la gloria de sus amores, el único que
podía decirle déjate de tanto miedo, olvídate de
Sofía. Habló conciso, sin exasperación,
mostrando una seguridad en la voz como si ya
hubiera jugado su última carta.

―Vamos ―ordenó finalmente, después de haber


pagado dos cervezas y un refresco.

Tenían siempre dos caminos que escoger.


Eran largos y conducían a lugares idénticos, pero
uno de ellos poseía para Bertilda el amparo de ser
menos transitado. No hubo nunca antes una
ocasión en que Gonzalo y Bertilda, en los
momentos de la partida, no entrelazaran una
ligera y dulce disputa en la decisión de elegir el
lugar; él, que se creía libre de toda prevención,
optaba por el camino occidental, el más

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transitado, que según sus apreciaciones era una
ruta lejos de la sospecha: por ahí ningún
conductor pendejo pierde su tiempo averiguando
la vida ajena, le tienes más miedo a las malas
lenguas que a la muerte, el día en que te mueras
te convencerás de que nadie muere por ti, no
aceleres tanto, además, fíjate, este sitio es más
decente, adornado por la música suave que brota
de las paredes.

―No sé, pero tengo miedo ―anotó Bertilda, con


una voz compungida.

Aquella vez, sin embargo, Bertilda no habría


necesitado de esas persuasiones si no hubiera
sido porque dos días antes alguien le dijo que en
esa dirección habían matado a una mujer infiel. Al
fin y al cabo ella no requería ya de las estrategias
del temor, porque su destino no pertenecía a su
voluntad sino a los designios impulsivos de un
hombre, cuyo poder de convicción la había
acostumbrado a la dulce idea de que ella jamás
tenía la razón.
Ya en los desbordamientos postreros del
crepúsculo, ellos se sintieron a salvo de toda
expectativa. No los oprimió, quizás por primera
vez, el apretado aire del riesgo, ni odiaron las
miradas furtivas de los transeúntes; no presin-
tieron la maldad, experimentaban y vislumbraban
la dicha. Bertilda elogió el gran poder del amor
detallando el singular suceso de la avenida.
Gonzalo, por su parte, la besaba entre risas,
como en una escena feliz de película.

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Al llegar, ambos se dejaron encender por el
deseo: llamaron con insistencia portero, que no
quería oír la estridencia del claxon. Para Gonzalo
el deseo, como el grito de la ira, era un estado
ardoroso que apremiaba el desagüe, una
vehemencia sin tregua que planteaba de
inmediato la necesidad de sacar el fuego.
El hombre que les abrió la puerta grande de la
entrada del motel era taciturno, trabajado por el
apaciguado oficio de esperar, abrir y cerrar. Les
señaló con el dedo la habitación que debían
ocupar. Cada habitación, enumerada con tintes
rojos, estaba conformada con un garaje, seguido
de otra puerta que daba a una salita acondicio-
nada con tres butacas y un florero artificial sobre
una mesita de centro; luego otra puerta que
llevaba por fin al cuarto, donde había una cama
acolchonada, un espejo grande empotrado en la
pared cuya única función consistía en repetir el
placer; también había una mesita de noche y un
teléfono para perforar el tiempo y el espacio y
recibir en seguida el otro trago, los cigarrillos, el
papel higiénico: una arquitectura hecha especial-
mente para proteger los amores sin legalizar.
Ellos miraron sin estupor, sin comprobar nada,
los contornos del cuarto. Desde la primera vez,
Bertilda se había guardado la convicción de que el
cuarto estaba ordenado con una austeridad
descarnada, con un mecanismo ensayado, y que
el arreglo de la cama, con una toallita pulcra sobre
una de las almohadas, estaba hecho sin la tierna
dedicación que ella empleaba todas las mañanas
para arreglar la cama de su cuarto. Se notaba, en

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realidad, que era una labor realizada por el
rutinario deber del mismo hombre que momentos
antes había abierto la puerta. A menudo Bertilda
se entristecía imaginándose dichosa en su propio
hogar. Se veía a sí misma barriendo en las
mañanas, abriendo la puerta para recibir los
besos de la llegada de Gonzalo, cocinando con
amor para él. No sabía por qué, pero le gustaba
estar segura de que después del acto del amor,
lo más hermoso era abrir la ventana para mirar un
remanso de paz en las hojas de los árboles, en la
plenitud del cielo, y recibir las frescas caricias de
la brisa. Pero eran cosas difíciles de efectuar en
esos cuartos donde lo único que se
experimentaba con más intensidad era la
inquietud bochornosa del pecado.
Gonzalo era un hombre demasiado astuto
como para permitir que Bertilda se dejara arrastrar
por la corriente de sus propias decisiones.
Adiestrado, pulido en la labor difícil de doblar por
la otra esquina opuesta a los rigores de la ley,
respaldado por unos gestos risueños, picaros,
inventados para limar escaramuzas, eficaces en
ganar la conciliación y olvidarlo todo, tenía los
recursos suficientes que le facilitaban el poder de
mantener a raya a una mujer inexperta, sin
malicia, en la prevenciones del amor. Aquella vez,
por ejemplo, Gonzalo expuso el concepto de que
los amores encerrados en estas circunstancias
escabrosas, gozaban de la ventaja de estar
apuntalados por un elemento que los hacía más
imbatibles: el riesgo. Y se dio el lujo de manifestar
que él estaba harto acostumbrado a estas
peripecias del amor, pues la actual experiencia le

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recordaba los momentos sueltos de su
adolescencia cuando debía burlar los celos de los
padres de su primera novia. Serian estas hazañas
de su adultez, quizás, la contraparte que
constituía la simetría de su vida.
La verdad es que Gonzalo Amador habló
mucho aquella vez después del acto de amor.
Una mujer de más mundo, Luzmila González, tal
vez, habría podido escarbar por debajo de las
palabras y encontrar una médula de falsedad.
Pero Bertilda fue como lo había sido siempre:
angélicamente soñadora. Se la pasó rumiando los
planes de irse a vivir a otro lugar de la tierra, a un
lugar lleno de palomas donde pudiera amar sin
ningún estorbo a Gonzalo, donde todo fuera puro
amor.
Gonzalo, tomando tragos de aguardiente y
fumando cigarrillos como lo sabe hacer él
después del amor, evocó a Sofía, la mujer con
quien se había casado. Confesó que era una
mujer buena que no merecía el escuálido trato de
su desamor. Juró haber conocido el verdadero
amor entre los brazos de Bertilda, y que desde
entonces su corazón se debatía entre el
paralelismo del amor y la lástima. El amor, según
él, se le parecía un aroma de esperanza que
renacía cada mañana con el recuerdo de Bertilda,
un entusiasmo en el alma que lo llevaba a idear
muchos proyectos. “Sin amor, el futuro no vale
cinco”, dijo. Siguió exponiendo y declaró que la
lástima era el desastre cotidiano de secarse las
lágrimas ante la presencia de alguien que se
encontraba muerto en el fondo de sus entrañas.

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Denominó celestial, armoniosa, la mañana en que
conoció a Bertilda, porque allí se entrelazaron dos
cabos sueltos del destino. “Apenas te vi, tuve la
certeza de que tú eras para mí y yo para ti”.
Al final, cuando se arreglaban frente al espejo
de cuerpo entero, ambos vaciados de amor y con
la siniestra impresión de que algo de sus almas
quedaba desperdigado en la sabana de una cama
de nadie, Bertilda se atrevió a preguntar cómo
andaba el asunto. Gonzalo explicó que todo
estaba a punto de solucionarse: esta vez la
misma Sofía había decidido ir a la oficina del
abogado y la separación ya era un hecho
inminente, no te preocupes, el tiempo, como
siempre, define, pone las cosas en su debido
lugar.

―Pero debemos ser prudentes ―la persuadió, y


le dio un beso convencional en la mejilla.

Hubo un instante en que Gonzalo contempló


absorto, a través del espejo, las caderas
delineadas y sensuales de su amante. Y saboreó
en secreto la convicción de que era el magnífico
dueño de una mujer como pocas en este mundo.
Bertilda, por su parte, no necesitó hundirse en la
corriente del agua verde de los ojos de Gonzalo ni
cerciorarse de la divinidad de su rostro para estar
segura de que su corazón no saldría jamás de
aquella pesadilla de amor en la que se había
metido.
A las ocho de la noche, en el centro de la
ciudad, se despidieron con promesas de
enamorados. La sola decisión de dirigirse a Lorica

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obligó a Bertilda a verse reflejada en el espejo de
la costumbre. Llegaría a las nueve, vería los
programas consabidos de la televisión, se
apretaría la cabeza de rulos y se dormiría bajo el
arrullo de sus propias ilusiones, soñando con
Gonzalo al compás de las canciones de amor.
Diez kilómetros después, en plena carretera,
sintió los enormes deseos de llevar a alguien a su
lado y contar, prolongar su dicha a través de la
vivencia de las palabras. No pensó, como otras
veces, en un desperfecto imprevisto del carro, en
la angustiosa pinchada de una llanta ni en la
soledad en la mitad de la carretera oscura e
intransitada. Disfrutaba del recuerdo reciente de
su entrega y manejaba sin desesperación,
convencida de que había cumplido con el sagrado
deber del amor. La distancia se le redujo en su
interior, no se demoró una hora sino las catorce
canciones de amor de su pasacintas, y cuando
llegó a su casa le dijo llena de felicidad a una
amiga que la esperaba que Lorica y Montería
estaban en realidad cerca. La amiga gracejó con
ella, le dio un besito en la mejilla y le preguntó
cómo estaba, bien, te voy a decir un secreto con
el permiso de la señora Manuela. Fueron al cuarto
y se lo dijo en susurro, al pie del oído. Esa noche
Bertilda no pudo dormir.
Se la pasó dando vueltas de intranquilidad en
la cama, tratando de ahogar un llantito solitario
bajo el calor de la sábana. Su madre, desde el
otro cuarto, la sintió al amanecer buscando a
tientas las chancletas por los rincones de
penumbra del cuarto. En un momento olvidado de

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la noche, permaneció contemplando a través de la
ventana la calle desierta, pensando en Rosaura,
en Candelaria, amigas que en otros tiempos
tuvieron un destino similar al suyo y hoy en día
eran otras: mujeres de segundo plano,
simplificadas por la falta de aspiraciones, objetos
libidinosos de los hombres.
De manera que esa misma mañana, desde muy
temprano y sin probar una migaja de desayuno,
Bertilda decidió averiguar si era cierto todo lo que
se decía de Gonzalo. Se vistió a la ligera y salió en
la búsqueda ansiosa de una confirmación que la
destruyera o la salvara, pero de una vez. Parecía
caminar enceguecida por el filo de las intenciones.
Iba dispuesta a llenarse de esperanzas o a
ensombrecerse de angustia, a recibir la
contundencia de la verdad para avanzar por
caminos limpios y saber lo que debía hacer. Iba, en
últimas, a comprobar el tamaño de su desgracia.
No tuvo que viajar a Montería para saberlo. Ahí
mismo en el barrio Arenal, a tres cuadras de su
casa, vivía Yolanda, la alcahueta de sus amores.
Fue la primera vez que la vieron en la calle con su
larga cabellera erizada, como una bruja. Llevaba
las cejas sin delinear por el lápiz. Los primeros
trabajadores le vieron el ajustador mal abrochado,
pues llevaba abierto, sin darse cuenta, el cierre
corredizo del vestido. Era menos alta que otras
veces: caminaba aprisa, despojada de la elegancia
de sus zapatos altos. Al verla pasar en este
estado, tan extraño en ella, las vendedoras de
empanadas tuvieron la impresión de que se trataba
de alguna desgracia en su casa, se acordaron del
sufrido corazón de la señora Manuela.

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Frente a la luna del espejo ubicado en alguno
de los cuartos de la casa donde ella fue a buscar
la verdad, Bertilda debió de fijar sus ojos de
espanto sobre el aspecto desgarbado de su
propia imagen, y debió exclamar: “¡Ay, parezco
una loca!”. Eso debió de ocurrir varios minutos
después del suspiro de descanso concedido por
la aclaración salvadora, mientras su amiga le
hacia la caridad de buscarle el estuche de
maquillaje. Y así tuvo que ser, porque unas horas
más tarde regresaba pegada de costumbres a la
baba de la normalidad, apaciguada como por un
analgésico de esperanza, igual de bella como
otras veces y alejada del deseo de los hombres
por un majestuoso aire difícil de alcanzar.
La señora Manuela la estaba esperando en el
cuarto cuando entró revestida de un vigor
exaltante en los ánimos, casi alegre, como una
niña que acabara de recuperar su juguete
perdido.

―¿Qué hacías en la calle tan temprano? ―le


preguntó.

Bertilda soltó una respuesta inmediata, sin


malicia, tan cargada de sinceridad, que su madre
no logró ver un resquicio de inseguridad a través
del cual cazar la mentira.

―El reloj de oro, mamá. Lo tenía perdido desde


hacía dos días y no podía dormir con la
preocupación.

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Fue cuando Bertilda empezó a moverse con el
entusiasmo de un propósito. Trapeó la sala
grande de su casa mientras canturreaba las
canciones de amor de siempre. Sus movimientos,
mientras limpiaba la casa, parecían impulsados
por un soplo renovador, alentada por las hilachas
de sus esperanzas. Sus facciones estaban
recorridas por el esparcimiento de una ingenuidad
jubilosa. Sacudió los cuadros de las paredes y
desempolvó las vigas de los techos. Le dio a toda
la morada el aspecto rejuvenecido de una
conmemoración, porque el día siguiente seria la
fiesta de su cumpleaños. Con los despliegues
efusivos de sus gestos manifestaba, sin proponér-
selo, la plenitud de su alma.
Era el cumplimiento de una vieja costumbre.
Desde cuando era todavía una niña, su madre
sacrificaba cualquier cosa en pos de festejarle
cada año la fecha de su nacimiento. Casi siempre
era una fiestecita bailable en la tarde de los
domingos en la que los niños invitados del barrio
recibían sus respectivos helados y un delicioso
arroz apastelado acompañado de galletitas de
soda, y después, al final, se rompía una piñata de
sorpresas en el patio grande de la casa. Incluso
en los años de estudio en Cartagena, siendo ya
una señorita, ella aparecía con algunas compañe-

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ras de colegio y juntas organizaban una fiesta que
les quedaba muy buena en la noche de los
sábados. Allá mismo en Cartagena planeaba el
baile, en las horas de recreo y bajo el influjo
entusiasta de sus amigas, y se lo mandaba a
decir a su madre en cartas convencionales que le
enviaba un mes antes para informarle, además,
que saldría victoriosa en las pruebas finales de su
año lectivo y que se encontraba gracias a Dios
bien de salud.
Esta vez había empezado a halar los asideros
de su propio fervor dos semanas antes, sin que
Gonzalo lo supiera, invitando a viva voz a sus
amigas con una actitud de vergonzosa
reconciliación. Consiguió que dos muchachos
allegados a la casa se montaran en una escalera
y sacudieran las telarañas del techo y luego
pintaron las paredes que no pintaban desde el
último diciembre. Habló con Luís Castillo para
confirmar el contrato de la música, sacó un
permiso oficial para que la fiesta, si no surgían
peloteras, pudiera extenderse hasta el otro día.
Regó los vetustos árboles del patio, imprimió un
ambiente aséptico en el servicio sanitario de los
baños y logró convencer a los vecinos contiguos
de modo que el fragor del jolgorio se expandiera
sin el estorbo de las cercas.
Su abnegada dedicación y el impulso de sus
anhelos, conmovió de entusiasmo a mucha gente:
su madre compró dos pavos gordos y un cerdo
descomunal para repartir el consabido arroz
apastelado con galletitas y ensaladas de
zanahoria y remolacha. Sus amigas, a pesar de

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todo, confeccionaron las alegras cadenetas de
colorines que colgarían como adorno por encima
de los bailadores en la sala espaciosa. Clotilde
Ramírez, su madrina, puso con mucho gusto al
servicio la silletería metálica de su negocio.
Ambrosio Benítez, su tío hacendado, no tuvo
tacañería para conceder quince cajas de botellas
de aguardiente y cinco de vino moscatel para las
mujeres, y algunos amigos que estudiaban en
Barranquilla prometieron complacidos que
llevarían los últimos discos de moda.
Las amigas se encargaron de pasar la voz, de
invitar personalmente a los muchachos bailadores
del barrio, y en la noche del sábado ya todos
sabían que Bertilda Romero organizaría un baile
de gran magnitud en honor de su cumpleaños.
Una semana antes Bertilda había estado en mi
casa solicitando que le cosieran un vestido de
gala y demoró alrededor de dos horas escogiendo
la moda más elegante en el figurín de novedades
tropicales. Le encargó de manera encarecida a mi
hermana Sara, la modista, que el escote no fuera
tan redondo y que los pliegues de la falda no
fueran abombados, como el vestido que trajo
Miriam Jiménez de Barranquilla. “¿Y tú no vas?”,
me preguntó con dulzura aquella vez por decir
algo cuando pasó frente a mi cuarto y me vio
leyendo.
En las primeras horas del domingo, cuando ya
todo se encontraba listo para el gran baile —la
sala reluciente y refrescada por las exhalaciones
de las cortinas satinadas, los bafles del equipo de
sonido instalados en las columnas y la silletería
bien repartida en el patio—, alguien dijo buenos

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días, atravesó la puerta, pasó de puntillas a lo
largo de la sala para no ensuciarla y se metió con
esmerada confianza en el cuarto donde
empezaba a desenrollarme los rulos. Era Yolanda
entregándome, con un visible sentimiento de
culpa, una carta que había sacado de las
cavidades de sus senos. Vi a través del espejo
cuando me extendía su mano, y me pareció que
se trataba de una escena salida de mí, imaginada
por mí. Cuando me di la media vuelta me
encontré de frente con el pavor de una realidad,
porque cada carta de Gonzalo era como adoptar
una actitud alerta para asomarse a algo, la
incertidumbre de doblar una esquina y ver la
revelación de mi destino.

―Gracias, después hablamos ―le dije con el fin


de despedirla, porque ocurrió entonces que mi
madre había pasado la noche anterior con una
cantaleta incesante, diciendo que en su casa
podría entrar el más vagabundo, el más perro de
esta vida, carajo, pero que no quería ver ni en
pintura a la Yolanda de miércoles, y en esos
momentos tuve la impresión de que me había
abierto las puertas de mis secretos con ese
extraño sentido de más que tienen las madres
para descubrir lo que hacen sus hijos en el fin del
mundo.

La carta la abrí encerrada en el baño. La leí


apretándome el corazón en cada línea,
ahogándome con el aire de mi propio miedo,
hasta cuando llegué a la última palabra de adiós

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que marcó el peso de mi desdicha. Gonzalo había
partido hacia el Perú, reclamado por la urgencia
de un negocio inaplazable, que lo comprendiera,
algún día volvería con mucho dinero a casarse
conmigo. Fue como si me hubieran señalado el
día de mi muerte.
Ingenua a fuerza de su pureza, sin la astucia
que se requiere en este mundo para trazar
caminos de precaución, jamás tuvo las suficientes
luces para imaginar el final. Se acordó, y se
maldijo a sí misma, de los consejos de sus
amigas, de la insistencia con que se lo recalcaban
en un principio, y lloró largamente, sin consuelo,
encerrada en el desastre de su desventura, con
los caminos del futuro taponados por el dolor y la
desesperación. “Malditos hombres”, dijo. En el
atardecer del domingo tuvo que ponerse la
máscara de la alegría para cumplir con el deber
de atender a sus invitados. Pero los pasos que
daba al compás de las canciones, cuando la
sacaban a bailar, eran los pasos de la danza de
su desgracia.

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Bertilda abrió los ojos y vio las primeras luces
del amanecer que se metían por las rendijas de la
ventana. Desde el fondo de los patios,
enarbolando el entusiasmo de vivir, los gallos
entonaban el festín del despertar; los destellos del
nuevo día eran soplos de sorpresa, de revelación,
que se derramaban por los entornos resurgidos.
El aroma del café, exhalado de las cocinas
tempraneras, salpicaba de ternura la superficie
blanda del amanecer, y en las calles, recién
bañados, como estrenando la virginidad del
mundo, los primeros trabajadores caminaban
raudos silbando el optimismo de sus canciones.
Era el inicio de otro día como cualquiera, pero
viéndolo bien, recorriendo cada una de las briznas
de luz que se desgajaban del cielo para dibujar de
luminosidad las líneas de las cosas, parecía el
mecanismo perfecto de un empeño divino para
hacer los días sin equivocarse.
Bertilda se levantó de la cama, buscó el vestido
colgado en un clavo de la pared; cuando lo
buscaba, sus manos extendidas arañando el
vacío de la oscuridad, tropezó con los zapatos de
tacones altos que rodaban por el piso. Sus dedos
ciegos rozaron el vestido que aún permanecía
húmedo a causa del calor de la noche anterior y

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percibió de súbito una fragancia hibrida, mezclada
de sudor y perfume, que le hizo recordar el
apretujamiento que se movía en la sala
esplendorosa de su cumpleaños. Se puso el
vestido, guiada por las luces de su memoria, y
contempló a través de la ventana los colores
nuevos del amanecer, ese pedazo de día que la
mayoría de los mortales arropa con las sábanas
del sueño más placentero, ese renacer que se
desliza en secreto, a espaladas de la vigilia. Era el
amanecer del lunes. Si no hubiera sido por los
siniestros planes que se fraguaban en los latidos
lacerados de su corazón, Bertilda habría gozado
con las piruetas de payaso del borracho
extraviado que a esas horas no terminaba de
encontrar el milagroso camino de su casa.
Apoyada en los barrotes de madera de la
ventana, su frente recostada sobre uno de ellos,
como contemplando largo y triste el aire suelto de
la libertad, ella seguía con la mirada el dificultoso
andar del borracho. A lo lejos el viento estremecía
el ritmo de una canción, y Bertilda imaginó a tres
hombres frente a una botella de ron hablando paja
por encima de la oscura pesadez del sueño. El
hombre se tambaleaba sobre el eje de su
embriaguez, rodaba por el suelo, se paraba como
un boxeador grogui, intentaba dar pasos de
avance pero sus piernas se le embrollaban y
volvía a caer, como si todo el licor ingerido le
hubiera propinado una fuerte paliza en sus
fuerzas; sin embargo, rompía los aires con la
estridencia de sus gritos vagabundos. “Los
hombres son felices”, pensó Bertilda al cerrar la
ventana con un cierto aire de desprecio.

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Tratando de ahogar el dolor con su cabeza
enterrada en la almohada, Bertilda seguía
oyendo, como en un sueño, los ecos de la
canción lejana. La distinguió: “El paraíso”, la
canción de moda que soldaba y hacía más
soñador el mundo de los enamorados, la
tarareada por jóvenes y viejos. Para Bertilda,
como una excepción dolorosa, esa canción era un
viento que le traía los recuerdos opresivos que le
estrangulaban sus entrañas; la obligaba a verse a
ella misma ensombrecida por la pesadumbre,
angustiada por los deseos de ver el asomo del
hombre de su corazón, triste en medio del
derroche de tanto júbilo. Recordó, tirada en la
cama, que en la noche anterior la había bailado
por deber con algunos amigos y fue como si
bailara la danza de su desgracia.
Pero había sido magnánima en su fiesta
atendiendo a los invitados. Dejaba de bailar para
satisfacer el pedido de las personas que
deseaban comer de nuevo y caminaba entre las
mesas del patio, risueña, avergonzada, dando
excusas porque se había acabado el hielo. Estaba
más bonita que nunca, con una dulzura
entristecida en su rostro; la aceché durante toda
la noche en pos de sacarla a bailar, aunque yo
fuera un niño, como decía ella misma, tendría que
terminarlo de criar con el bombón de mi lengua, le
dijo alguna vez a mi hermana.
Hubo un instante en que Bertilda se dejó
cabalgar con placidez, todavía extenuada de dolor
sobre la cama, por los encantos de la melodía, y
sus pensamientos se instalaron en una órbita

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esplendorosa, donde se veía feliz palpando con
sus propias manos los bordes de una realidad
soñada. Los acordes de la canción la envolvían
de pies a cabeza, la elevaban por los aires de las
ilusiones y la mantenían allá arriba por segundos
maravillosos, hasta que la fuente limpia de los
sueños se le evaporaba, se le agotaba de tanta
embriaguez, y descendía de nuevo a la viciada y
oscura realidad de su cuarto. Sin nostalgia, sin
una cálida añoranza que la preparara para un
reencuentro, Bertilda volvía a dejarse arrastrar por
la angustia de su dolor, anegada de llanto, sin
presentir cuales podrían ser los caminos de su
salvación.
La canción se acabó en la lejanía, en el
horizonte, como si el viento hubiera apagado la
luz de un rumor. Bertilda alzó la cabeza y se sintió
sola entre las cuatro paredes saladas de su vida.
Inerte sobre la cama, atragantada por las aguas
revueltas de sus desilusiones, comprendía que su
desdicha había empezado a cuajarse desde que
Gonzalo, mediante excusas de última hora,
quebrantaba los encuentros formales, eludía las
invitaciones de asistir a su casa como todo novio
decente, enmarañaba toda tentativa de ir al lado
de ella a cualquier evento donde pudiera
mantener relaciones con sus amigas.

―Solo puntual y recto cuando se trataba de


encerrarnos en esos lugares de los amores
indecentes ―le diría alguna vez a una amiga.

Se quedó dormida bajo los sollozos de su


desventura, apaciguada tal vez por esos últimos

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recursos que surgen del fondo del alma para
amparar a los seres cuando se han apagado
todas las luces de la salida: los efugios de la
resignación.
Al cabo de un rato despertó sobresaltada; miró
a su alrededor y se dio cuenta de que la
apariencia reposada del cuarto no tenía nada que
ver con el estado espinoso de sus adentros.
Atarantada todavía por el sueño, pudo percibir el
trajín del mundo en la calle, vio charquitos de sol
sobre el piso, rayitos de luz empolvecidos que
perforaban la penumbra estancada. Se levantó
enérgica, impulsada por el ardor de sus espinas, a
encender el bombillo.
Ya en medio de la luz pálida del foco, que le
pareció un cierto deslumbramiento de solución,
sintió que su dolor había dejado de ser parte de
la oscuridad y ahora era el peso de su alma
ocupando un lugar determinado en el espacio,
independiente, sola con su sufrimiento, alumbra-
da, descubierta. Eran las diez de la mañana.
A esa hora decidió escribir una carta. La
escribió de un solo tirón sobre la misma cama,
teniendo en cuenta los buenos modales de la
ortografía. Cuando la terminó de escribir, se sintió
un poco más liviana, despojada: había
desbordado el peso de su dolor a través de las
palabras.
Mientras todo eso ocurría, su madre reposaba
el cansancio de los oficios matinales. Había
terminado de vender todos sus fritos en la esquina
y puesto orden en la casa. Había barrido los
desperdicios de la alegría y reparado los estragos

49
causados por los borrachos de la noche anterior.
Cuando Bertilda por fin abrió la puerta de su
cuarto, la vio a través de las cortinas
transparentes. Estaba sentada en un rincón de la
sala, contando el dinero del negocio sobre su
regazo; apartaba las monedas en una taza grande
de metal y alisaba los billetes arrugados,
concentrada como en una labor mítica de
acariciar en cada billete la posibilidad de ciertos
sueños, la coronación de sus esfuerzos. Bertilda
la estuvo contemplando durante un largo tiempo
sin que ella se diera cuenta, y le pareció más
digna de aprecio de lo que en realidad se le
profesaba. Era, como lo decía gente del barrio, el
símbolo de la victoria contra la aridez del
abandono.
Ante la visión de su madre, Bertilda empezó a
columpiarse por el estremecimiento de una
reconvención que le hizo secarse los ojos y sentir
desprecio por cada una de las circunstancias que
habían encadenado el sendero indeseable de su
desdicha. El coraje de su madre, la resignación de
poder con que había afrontado los malabares de
su suerte, le parecían verdaderas armas
decorosas para luchar contra el sufrimiento; se
comparó con ella a través de la mirilla del dolor y
concluyó que su desventura era exigua al lado
del lastre que debió soportar su madre en el
desamparo. Y sería injusto, condenable, si alguien
fuera capaz de desbaratar semejante grandeza
después de haber vencido las adversidades de
una vida precaria, apuntalada por las lágrimas del
amor. Entendió que ese resuello, ese resquicio de
salvación tentativa por donde ahora la dejaba

50
respirar su desdicha, tenía que ser el mismo
impulso de partida ofrecida por la resignación que
se instaló en el pecho de su madre después de
haber presenciado el adiós para siempre de su
marido. De manera que ella, su única hija, no era
ni mucho menos la indicada para volver a
encharcar su corazón, así que fuera de cartas y
de venenos, todo al diablo.
Ya no era la misma Bertilda del amanecer
después de esta reflexión. Fue el espejo y se
embadurnó el rostro de una crema embelle-
cedora; vio las lágrimas, el agua triste del alma,
que parecían la destilación de sus infortunios. Se
limpió el carmesí de los labios. Y cuando se
estaba bañando, resonaban en sus adentros una
frase de combate que la ayudaría a vivir: “Hay
muchos hombres en la vida”.

51
En el invierno y en el verano, desde que
empezó el mundo y hasta siempre, nuestro fuego
destella con una arrogancia invencible detrás de
la línea del horizonte; va creciendo como un lunar
fulgurante en la plenitud del cielo hasta que se
instala esplendoroso en un ámbito de poder
meridiano para ser el rey, el portentoso dueño del
Universo. Ese fuego de todos los días es una
lámina que achicharra los techos de las casas y
aplasta nuestras cabezas, se enreda entre las
hojas de los árboles, enciende las piedras del
patio y seca la ropa puesta en el alambre, derriba
la lucidez de los ojos, atraviesa, sin mancharlo y
sin romperlo, el cristal de las ventanas, se mete
por las rendijas de las paredes y sus rayos forman
charquitos de cristal en las salas y en los cuartos,
se desliza por la frente de los hombres y empapa
los pañuelos olorosos, calienta los escaños de los
parques y se despide en suspiros de colores,
rodando como una enorme naranja madura por
las faldas de las colinas, después de haber
mortificado durante todo el día a las vendedoras
de pescado, a los jugadores de béisbol en las
plazas abiertas, a los vendedores ambulantes que
vaciaron todo el sudor de sus entrañas ofreciendo
el peso de sus chucherías a cuestas, a las
lavanderas del barrio Arenal que se acuestan por

52
las noches sin poder aplacar con los abanicos el
fogoso aliento que las quema por dentro, a los
trabajadores que al mediodía salen de las
fábricas sin encontrar un pedazo de cartón o una
rama de frescura que los salve de esa lumbre
fragorosa que cae a chorros del cielo, y a los
campesinos del Sinú que encorvaron sus
espaldas y recibieron sin remedio las llamas
implacables mientras limpiaban las espigas del
arroz.
Es un fuego incesante que durante el día rige
nuestros destinos, pues es él quien permite las
salidas cuando se compadece y cierra sus
puertas, nos indica por donde debemos caminar o
nos apaga las intenciones cuando todas sus
fuerzas hierven en el centro de las calles. A las
doce del día, hora de salida, los empleados antes
de partir miramos a través de las ventanas y
aguantamos los deseos de estar en el descanso
del hogar, porque en esos momentos todos los
caminos flotan en candela viva, abrasado por ese
resplandor amarillo y estéril de los desiertos, sin
un andén de sombra por donde avanzar, y nos
cruzamos de brazos a esperar que escampe la
lluvia de fuego.
Hasta que alguna nube caritativa nos hace el
favor de ampararnos y salimos presurosos por las
orillas de piedad de las casas, saltando charcos
de sol, entreabriendo los ojos deslumbrados por la
amarillez ardiente, asediados por la necesidad de
tapar con las manos ese tormento infernal que
nos apabullaba sin clemencia y nos hace sudar
como unos desgraciados en plena calle.

53
Somos todos los días unos sobrevivientes de
las llamas de este fuego. Llegamos derretidos a
nuestras casas, atravesados por esa fatigosa
apariencia de buey sediento, buscando con luces
desesperadas un lugar de frescura, preguntando
por un abanico o un pedazo de cartón que nos dé
el aire necesario para no morirnos, despoján-
donos de la humedad salitrosa de las
vestimentas, y al final almorzamos soportando
con resignación de condenado los rigores del
calor, sufriendo en silencio el bochorno de la gota
de fuego que nos desciende por el cauce de las
espaldas.
Es la verdadera historia de la zozobra de
nuestros días. Desde las ocho de la mañana,
recién bañados y listos para someternos a la
faena diaria, los hombres tenemos que
desabotonarnos la elegancia de la camisa para
que la frescura de las calles no nos deje estar
vivos. Las mujeres, que son las que más tienen
serenidad en el Caribe para sobrellevar con
dignidad las pesadumbres del calor, deben
sacudirse las polleras con el fin de espantarse la
impúdica mortificación que les quema las
cavidades de las entrañas y se soplan un delgado
aire de alivio para poder cumplir con sus deberes.
Los niños, cuando el fuego de nuestro cielo es
más hostigante, dejan olvidados los juguetes en el
patio y se encaraman haciendo estragos sobres
las mesas para no tener que jugar con el fuego de
las piedras.
Andamos siempre en la búsqueda del amparo,
del reposo de una sombra que nos haga dignos
de este mundo, de un halito que venga desde lo

54
lejos a refrescarnos, a rescatarnos de esta olla de
sudores donde bullimos todos los días.
Si no hubiera sido por la llanura ardiente de sol
que se instaló en las calles, Bertilda habría salido
aquella mañana a contarle a cada una de sus
amigas todo lo sucedido. Incluso se habría ido a
pasear, a tratar de olvidar su pena, a buscar el
inicio de otro interés, de otro motivo para poder
seguir viviendo. Cuando se asomó a la puerta,
perfumada y bien vestida, había visto la calle
inundada de sol, llevando y trayendo gente
sudorosa que caminaba presurosa, entre los
cuchillos del sol.

55
De pie, recostada con levedad al marco de la
puerta, con la escoba empuñada, sus ojos sueltos
recorriendo los contornos del patio, la señora
manuela esperó sin desaliento que su hija saliera
por fin para poder barrer el cuarto. Detrás del sol,
a hurtadillas, había un poco de aire moviéndose
entre las ramas de los árboles, como una caricia
suave. Un ilocalizable, delgado y fino canto de
pájaro salía como a través de un orificio taladrado
en el espacio. Una monotonía familiar, explorada,
picoteada por las gallinas, que a menudo llevaba
a la señora Manuela a la reflexión, a proyectar la
película de sus recuerdos, presente desplazado
por el gusto de la memoria, qué buenos tiempos
aquellos de necesidades fáciles, de puertas
abiertas, qué tal comadre, y cuando uno quería
darse cuenta ya estaba el forastero en la cocina
espantando el ladrido de los perros, destapando
las ollas y comiéndose las tajadas fritas de
plátano, como si estuviera en su propia casa, una
vida complaciente, amplia, sin ataduras de
egoísmo, sembrada de manos amigas por todas
partes, alumbrada por las soluciones, palabras y
dedos extendidos que señalaban los buenos
caminos, un mundo risueño con domingos
hermosos donde el canto de los pájaros pasaba
raudo por encima de la cabeza de la gente, casi

56
como participando en la alegría de los humanos,
las amistades sinceras, la inocencia del corazón,
las risotadas festivas, las mujeres contándose los
secretos a viva voz por encima de los palos de la
cerca, tiempos que no vuelven, madre mía, había
que ver la dignidad y el decoro de una mujer
luchando sola, abandonada, con tres hijos a
cuestas para no dejarlos morir de hambre, había
que verte Cristina Benítez, madre mía, pegada a
tu oficio solitario de tejer hamacas, incansable,
trabajadora hasta más no poder, tolerante,
perseguida por el rumor de nuestros llantos,
empeñada en la grandeza de seguir adelante con
la carga de tus tres hijos, serenándote bajo la
noche de los sábados, metiéndote a empujones
en la sala de los bailes para sacarme a mí, tu hija
mayor, como si me sacaras por el pelo de la
corriente de un rio, a salvarme de la lujuria de los
hombres.

―Las sillas y las mesas, mamá ―la espantó


Bertilda a sus espaldas.

―A buena hora ―respondió ella, sobresaltada,


reponiéndose de la huella de los recuerdos―.
Hace cuatro horas que doña Clotilde tiene los
chécheres en su casa,

Viendo la elegancia y la altivez con que Bertilda


se movía en el interior de la casa, fijándose en la
ligera preocupación con que se asomaba a la
puerta de la calle y en el esmero que había
puesta para delinear el borde de las cejas,

57
cualquiera habría podido pensar que estaba
esperando la llegada de las amigas y largarse a
una fiesta. Erguida sobre sus tacones altos que
hacían juego con el vestido sedoso de rayas
cruzadas, la cintura estrecha ajustada por un fajón
de hebilla forrada que destacaba la sensualidad
de sus senos, todo su cuerpo parecía levantarse
con el esplendor de la juventud, sin ninguna
macula de amor que delatara una vieja
experiencia, salvado del dolor y del placer. Sus
largas pestañas, cuando se alzaban para
responder el adiós de alguien, dejaban ver el brillo
ingenuo de unas lágrimas retenidas que le
ablandaban sus ojos. Daban ganas de quererla y
hacerla feliz para siempre.
La señora Manuela, con la escoba en sus
manos, no se ocupó de ella ni le preguntó para
dónde iba ni debido a qué había faltado a la
escuela. Hubiese querido sentarse un instante
frente a su hija y comentarle lo que había querido
comentar la noche anterior, sobre la extravagante
moda de Melania cuya falda, con una ancha
abertura en la parte lateral, mostraba todo el
muslo de la pierna. Quiso saber quién era el
hombre que había tratado de dañar la fiesta con
sus ganas de pelear en el centro de la sala, pero
la asaltó la inquietud del tiempo y se metió al
cuarto, diciéndole a su hija que en las horas de la
mañana se habría presentado un mecánico
preguntando por los repuestos del carburador del
carro.

―Apenas baje el sol, se los llevo ―repuso


Bertilda, sin saber de veras si los llevaría.

58
El cuarto de Bertilda es grande, ventilado, y ella
ha permanecido ahí durante todo un día sin
experimentar la incomodidad de la estrechez, y
sus noches de insomnio le son menos
angustiosas porque se levanta de la cama, fuma
cigarrillos y da pasos sin sentidos por el recinto
espacioso para desmadejar la luz de la vigilia y
atar los cabos sueltos de sus sueños. Hay reinas
de belleza, cromos cursis de revistas, calendarios
y mapas de estudiantes hechos en cartulinas, con
calificaciones de cinco, colgados en las paredes.
Hay un peinador, la luna de un espejo, un
escaparate y libros enciclopédicos colocados en
estantes. Todo dentro del obsesivo orden de una
mujer soltera. La cama es pulcra, con almohadas
bordadas y sábanas inmaculadas que exhalan un
limpio olor de naftalina. Al lado de la cabecera de
la cama, al alcance de la mano, hay una mesita
de noche donde Bertilda coloca todas las noches
una jarra de agua hervida, un vaso de cristal y un
radio portátil. Todas las cosas, allí en el cuarto,
ocupan un lugar propio, rutinario, que ni siquiera
la locura de una pena de amor es capaz de
trastornar. A menudo es la misma Bertilda la
encargada de arreglar su cuarto; lo barre en la
mañana al levantarse y abre las ventanas de par
en par para que la luz entre como un pájaro. En
diferentes ocasiones Bertilda ha empleado una
severidad en la voz para hacerle ver a su madre
que, por favor, le deje sus cosas quietas como
ella las deja. “Usted está ya muy vieja para estos
quehaceres”, le dice.

59
Aquella vez, como siguiendo los designios de
su fatalidad, Bertilda fue extrañamente indiferente
a los impulsos de su madre. La vio entrar al cuarto
con la escoba en las manos y un trapo de pana
tirado sobre el hombro, y la oyó desempolvar los
objetos, supo cuando cambió la funda de las
almohadas y removió los frasquitos de cosmé-
ticos. Y ella fue impasible mientras contemplaba
el sol derramado en la calle, porque estaba
sensibilizada en el sufrimiento, con todas las
fuerzas del corazón concentradas para saciar la
furia de la desventura.
La señora Manuela, mientras barría el cuarto,
tropezó la escoba con un envoltorio de apariencia
desechable que rodaba por el suelo y lo eché al
canasto de la basura con ademanes de
indiferencia, como si se tratara de las colillas de
cigarrillo. Era una bolsita de uso doméstico que
contenía la carta escrita por Bertilda y una dosis
de “Exterminio”, el enemigo número uno de las
ratas, y me dio rabia porque iba embobado por la
baba de una esperanza de encontrar algo de
valor, billetes amarrados o algo así, y después
que leí la carta tuve la necesidad de pasársela a
otros para no quedarme solo con el escozor de un
gran secreto, deseos de romper las burbujas
afuera, de saciar las cosquillas del descubri-
miento, tú sabes.
Varios meses después, como debía suceder
para que no se muriera podrida de dolor, Bertilda
gozaba de nuevo un estado de plenitud, salvada
ya de aquel oscuro torbellino que no la dejaba
ponerse de frente a una visión limpia de libertad,
una salida para plegarse como los demás a la

60
corriente de la vida. En un principio se hundía en
la ciega seguridad de que sería incapaz de salir a
flote de ese fondo de angustia donde se movían
como gelatinas sus desilusiones, que no lograría
desatarse del recuerdo vivo de Gonzalo; pero a
medida que pasaba el tiempo, movida por otras
esperanzas, horizontes de proyecciones la
entrelazaban con el avance de la vida. Era como
si el aliciente de otros intereses la mantuvieran
pendiente a la revelación del día de mañana,
esclavizada a la bondad del futuro, atraída
constantemente por el hilo invisible del porvenir.
La sucesión de los días, ya sin dolor, le iba
momificando los recuerdos y Gonzalo ero solo
una figura sin movimientos en el lugar más
apartado de su memoria. Sus amigas fueron
inquebrantables en la tarea de darle alivio, me
decían las cosas como si en cada palabra me
dieran una cucharada de resignación, los
hombres sobran, le decíamos, no eres ni la última
ni la primera. “Después que pasen dos semanas,
te darás cuenta de que todo es como si nada”, la
consolaban.
Sin embargo, Bertilda mantuvo durante un
largo tiempo una actitud recelosa frente a las
propuestas amorosas de los hombres, pues tenía
razones suficientes para guardar un recuerdo
amargo del amor. Y caminaba entonces con sumo
cuidado por la otra orilla, de aquel lado del amor.
“Todos los hombres son iguales”, les hacía notar
a los admiradores que la asediaban, “El amor no
existe”, remataba con esa convicción pueril de

61
todas las mujeres que acaban de recibir el
derrumbamiento de un desengaño.
Por los días tristes en que el amor le parecía
una enfermedad del alma, Bertilda no encontraba
la forma de cómo cortar el asedio que le había
tendido un distinguido gerente de banco de la
localidad. Caminaba en la calle y de pronto se
veía con el paso interrumpido, atajada por las
personas encargadas de transmitir los recados.
En las noches, cuando regresaba de su trabajo, la
mortificaba el deber de aplazar su reposo para
atender y darle las gracias correspondientes,
ceremoniales, al emisario que llevaba el ramo de
flores. Andaba silbada, perseguida por la
presencia de aquel hombre con quien ella jamás
había cruzado una sola palabra. Bien vestido, con
la altivez indolente del aristócrata en decadencia,
envuelto de una fragancia exquisita, como si fuera
el mejor ser exponente de la dicha, al hombre se
le veía pasar flotando en su moderno automóvil,
recorriendo una y otra vez más las calles del
barrio Arenal. “Apuesto que anda buscando lo que
me imagino”, tuvo que expresar alguien en cierta
ocasión que lo vio ir y venir a lo largo de la misma
calle sacando una mano llena de anillos a través
de la ventanilla para saludar a los hombres
parados en las esquinas, como si se tratara de un
mal político buscando sonrisas en las cercanías
de su campaña electoral.
En efecto, todos recuerdan ahora la noche del
sábado en el que el majestuoso hombre de
vestidura intachable decidió frenar su auto frente
a una casa de ventanas azules donde había,
meciéndose en la terraza sin jardín, bajo la luz del

62
bombillo que resplandecía toda su belleza, una
mujer que no esperaba a nadie. El hombre se
bajó del carro con ademanes pulcros, enmarcado
en el optimismo. Primero estuvo parado en el
borde de la calle, dándole vueltas al llavero entre
sus dedos mientras la mujer, ya sin mecerse, le
escuchaba por cortesía las primeras palabras.
Luego la mujer se paró con delicadeza para no
arrugar los pliegues de la falda y lo invitó a
sentarse, también por pura cortesía; ella fue
adentro y sacó otra mecedora. Alguien apareció y
trajo un vaso de jugo para el hombre. No era una
noche buena. Los árboles se estremecían por la
amenaza de lluvia. La gente recuerda que la
conversación no demoró más de una hora y que
el hombre se despidió, cuando empezaban a caer
las primeras gotas, con gestos amables,
prometiendo otra visita, pero no volvió jamás.

―Lo paré en seco. ―le comentó en alguna


oportunidad Bertilda a una amiga―. Me insinuó
que me fuera con él para las playas de Coveñas

63
Puedo hablar del barrio Arenal como si hablara
de mi propia vida. Y no resultaría extraño. A la
larga, viendo bien las cosas, uno se pasa la vida
de recuerdo en recuerdo. Es lo que queda
después de todo, lo que en definitiva cuenta. Los
hombres saborean, ven, oyen, para luego tirarse
boca arriba a soñar, a pensar, a vivir a través de
los espejos de sus entrañas. La mayor parte de mi
vida esta desperdigada en las calles y en los
recintos de este populoso barrio. Cuando me voy
lejos de él, no puedo dejar de pensar en sus
esquinas de espera, en la luminosidad de sus
bailes sabatinos, en sus calles que se mueven
con el viento de los árboles. No puedo dejar de
ver rostros de amigos y de mujeres que se
metieron en mí para siempre y que siguen aún
saltando en mi memoria como peses vivos. No
tengo la culpa: soy un arraigado.
Las circunstancias me formaron un lodo de
tristeza en el alma. En realidad, no tuve fuerzas
para sobreponerme a ellas. Los amigos
entrañables se iban enviados por sus padres para
que se hicieran civilizados en otras tierras; las
mujeres de mis encantos se las llevaban para que
no fueran simplemente novias del hijo de Adela.
Yo quedaba solo, extraviado, esperando. Me volví
triste en la espera.

64
Llegó el momento en que nadie pudo enviarme.
Me fui. Pero ya no era igual. Cuando a mis
amigos les empacaban las maletas para que se
fueran a estudiar a Cartagena, ellos no
encontraban dónde ponerse de la alegría y
regresaban atropellados por la fascinación de
redescubrirlo todo, y uno también se acercaba a
ellos para comprobar lo tanto que habían
cambiado en la lejanía. En cambio, yo me fui
entre sombras ocultas de incertidumbre cuando
irse no significaba bailar en un solo pie de la
felicidad, sino el riesgo de salir a buscar nuevos
horizontes que ayudaran a sacar en limpio
nuestros destinos. Volver en las vacaciones, ya
sin el júbilo de la adolescencia, era como retornar
al eco de un esplendor, a la decadencia: mis
amigos empezaban a casarse, perderse por
caminos distintos, y las mujeres con las cuales
soñaba en los ratos de la nostalgia se entregaban
a otros hombres, siguiendo al pie de la letra la
estupidez de que la distancia es causa de olvido.

―¿Qué más de nuevo? ―preguntaba yo enton-


ces a los amigos ocasionales congregados en las
esquinas.

―Nada: lo mismo ―respondían.

En unas navidades llegué ansioso de machacar


con mi presencia los gusanos de la nostalgia, y
pregunté por una mujer.

―Mierda: la fregaron ―me dijeron.

65
―¿Quién?

―Un monteriano.

―¿Y qué?

―Nada: ahí está preñada.

―¿Y el tipo?

―Nada, se fue.

―¡Maldita sea!

Así fueron todas: ingenuas, sin la suficiente


imaginación para vislumbrar la calamidad de sus
errores. Estúpidas, irreflexivas frente a la bestia
del deseo. En los callejones olvidados, bajo la
luna y las estrellas, sumidos en el bello silencio
del amor, yo tuve la oportunidad de romperlas a
todas. Pero me abstenía en el último instante, y
era como perdonarlas, dejarles en buen estado el
porvenir. Para nada. Porque ahora andan
apagadas, llorando el arrepentimiento, simplifi-
cadas en el abandono. Sofía, con quien pude
haberme unido algún día, se dejó llevar por la
tonta idea de que la novia del estudiante no es
nunca la esposa del doctor, y decidió ofrecer sus
encantos a otro. “Ahí la tienen ahora”, me dijo en
cierta ocasión un loriquero en pleno Paseo de
Bolívar, en Barranquilla. “Parece una perra flaca”.

66
Una mañana Bertilda hizo que el mundo
amaneciera más bonito que todos los días. Se
levantó plena, limpia de sueño, con las primeras
luces reveladoras del amanecer, removida por un
hálito de aguas nuevas, y los pájaros libres
llegaron emplumados de alegría a cantar en el
patio, reclamados por el esplendor de su dicha.
Respirando un aire renovador, moviéndose con
mucha gracia, como si siguiera el compás de una
canción secreta, Bertilda regó las flores del jardín,
podó los árboles de adorno del frente de la casa,
y buscó mejores lugares para colocar las macetas
de la terraza. Así como el cielo abierto radiante,
era su alma, explayada hacia la bondad del
porvenir. Se sintió pura, librada de toda maldad y
se bañó con esa expresión diáfana de la alegría
de vivir: cantando entre el agua del entusiasmo. Y
lavó sus prendas con ese aire perfumado y
placentero con que toda mujer digna de este
mundo debe lavar sus prendas: tarareando las
canciones del amor.
A partir de aquel día, sus compañeras de
trabajo empezaron a conocer una Bertilda más
risueña y complaciente, guiada por una capacidad
de comprensión que lo toleraba todo, hasta los
desafueros de sus alumnos. De implacable y
colérica en las clases, se tornó dulce y maternal,

67
sin perder los estribos cuando el discípulo de la
última fila le ponía las quejas de que le habían
robado el cuaderno de dibujo, y repetía sin
desaliento, hasta que todos entendieran, que
Simón Bolívar, el padre de la patria, liberó cinco
naciones, Cristóbal Colon descubrió América, y lo
explicaba todo bien siguiendo las normas eficaces
de la didáctica, hasta que sonaba la campana y
ella salía a recibir un poco de aire, a sonreírse con
sus compañeras que también salían a tomar un
poco de aire. Bertilda andaba como floreciendo,
con su belleza bien cuidada, susurrando
musiquita de suspiros. Parecía flotar en la
fragancia de la ensoñación.

―Volviste a tus papeles ―le dijeron entonces.

Las personas allegadas a ella no lo pusieron en


duda en ningún momento: era el amor. Una tarde,
cuando salían de la escuela, sus compañeras le
preguntaron con ese aire inofensivo de la
curiosidad:

―Dinos quién es.

Bertilda mostró una sonrisita de complacencia


detrás de sus labios relucientes de carmesí,
mezquina con su secreto feliz, y dijo:

—El amor es como cuando uno sueña: si se dice


antes de suceder, no sucede.

En el atardecer de aquel día luminoso, Bertilda


regresó con la misma efusividad con que había

68
partido. Guardó el carro, reparó su belleza frente
al espejo y se fue caminando sin sombras,
venturosa, a buscar su nuevo vestido.
Para llegar a la casa de la modista, se recorre
el mismo camino de siempre. Bertilda, en
diferentes ocasiones, ha tratado de encontrar otro,
pero no lo hay en realidad. Sin alternativas,
aceptando el embudo de la única solución, ella
debe atravesar un largo puente en cuyos pretiles
de concreto se sientan todas las tardes los
mismos hombres gordos de todas las veces a
recibir en sus pechos abiertos el viento que viene
libre desde el horizonte de las colinas. Erguida en
su andar, concentrada en el eco de sus propios
pasos para seguir inmaculada, ilesa de las
palabras, Bertilda oye barbaridades tiernas de
amor y silbidos sensuales que se les enredan
entre sus piernas y la hacen caminar con cuidado,
sobre bordes delgados, para no turbarse. Y mira
la simpleza del pavimento, temerosa de alzar la
dulzura de sus ojos y tropezarse con aquellas
miradas ardientes donde ella ha visto muchas
veces la luz brillante del deseo.

—Quieren desnudar a uno con la vista —le


comenta a la modista cada vez que llega.

Ella lo sabe: el soplo de las palabras es fuerte,


toca, estremece. Estamos hechos de palabras y
alguien nos domina a través de ellas, nos
desencadena sentimientos. Las palabras son el
corazón.

69
Ella sabe que la belleza de una mujer, en el
fondo de los hombres, se goza o se padece, pero
yo no puedo hacer nada, lo siento, no puedo
repartirme entre todos.
Y sabe que los hombres enamorados de
verdad son los que menos hablan, ven pasar a
uno en silencio como apretujando el secreto del
corazón, aguardando la oportunidad de
encontrarnos solas en la sala de un baile para
decirlo todo. Los hombres que aman en silencio
se avergüenzan, y lo ocultan como si ocultaran un
defecto. Los piropos son fáciles, alegrías de ver a
una mujer hermosa.

—Múdate para otra parte —le aconsejó en alguna


ocasión Bertilda a la modista.

70
—No hay que pensar en los sábados por la
noche: se nos volvieron tristes con tantos
apagones.

—Parecen cosas hechas a propósito: todos los


sábados se va la luz a la misma hora y tenemos
que quedarnos en nuestras casas con los brazos
cruzados frente a las ventanas; nos ponemos
tristes acariciando las esperanzas de que venga
la luz, como si estuviéramos contemplando en la
oscuridad el desastre de nuestros planes.

—Desde que son las siete de la noche la luz se va


y viene cuando nosotros ya hemos enganchado
en los clavos la ropa limpia que habíamos
escogido para lucir en el baile.

— A las diez de la noche, cuando por fin llega la


luz, se oyen en las casas gritos de júbilo, pero yo
me asomo a la puerta y veo las calles solas bajo
la luz, olvidadas. Hay que cambiar los bailes para
la noche de los viernes.

Ellos frecuentan las esquinas en sus horas


libres; gesticulan cuando hablan, se ríen a
carcajadas, comentan, critican, planean ciertas
posibilidades que mejoren el curso de sus

71
suertes. Se preocupan por vivir mejor, pero no
hacen lo suficiente para lograrlo. Algunos de ellos
decidieron alguna vez romper la rutina de su
pueblo y se fueron a otra ciudad ruidosa y
prospera; al cabo de varios meses retornaron sin
pena ni gloria después de haber incomodado en
la estrechez de una casa ajena, sin encontrar la
mano de la bondad por ninguna parte. Y
demoraron muchos días hablando sobre la
nostalgia del barrio Arenal.
Son jóvenes, Roberto, el mayor, al despuntar
su juventud tuvo que abandonar sus estudios y
atravesó como un prófugo las fronteras de
Venezuela, perseguido por la furia de un padre
que exigía saldar el honor de su hija ofendida. “Se
la comió, la perjudicó”, fue el rumor del barrio, y
Roberto se salió con la suya: no se casó. Regresó
cuando la tempestad se había aplacado.
Son amigos desde la infancia, y en aquellos
tiempos se bañaban en los ríos de la libertad sin
el temor de morirse bajo del agua, les gustaba el
frio tierno del agua que era como el filo de un
riesgo, y se secaban al sol para que sus madres
no les pegaran con los cinturones de cuero que
habían dejado los padres. Por eso se buscan, se
encuentran: están entrelazados por un horizonte
común, inamovible: el recuerdo. A veces se
zambullen en el pasado, bucean lo mejor y sacan
a flote sus aventuras con las burras, las
travesuras de los palos de mango en los patios
ajenos, los cumpleaños de los domingos cuando
sus madres los vestían frente al espejo para que
fueran los más bonitos en la sala de los bailes.
Discuten sobre cuál era el mejor bailador y el

72
menos vergonzante. Aman la paz de su tierra, los
bailes de los sábados, el buen humor, las
peloteras callejeras, y están seguros de que
morirán en los mismos cuartos calurosos donde
han dormido toda la vida matando mosquitos a
palmetada. Ya no desean, como antes, volar por
encima de la placidez de los pájaros.

73
—Bertilda, tírame un beso de tu boca y seré esta
noche el rey en el mundo de mis sueños —dijo
Luís, haciendo como si saboreara un deseo en la
boca.

Bertilda, por su parte, apagó el brillo de los ojos


bajo la sombra de sus pestañas y apuró el paso,
indiferente. Venia de regreso, con un envoltorio en
las manos, cuando ya empezaban a entretejerse
las primeras sombras.

—Te voy a prestar mi lengua, mamacita mía, para


que me digas: te quiero —se desahogó Mario, con
una voz melodiosa.

Las palabras quedaron flotando en el vacío, sin


un rebote, como la atmosfera de una pregunta sin
respuesta. No tocaron a nadie, quedaron
huérfanas en el aire. Palabras devueltas por el
silencio de un desprecio, sin desatar ningún
afecto en el corazón de nadie, como el lenguaje
de un loco, cosas que duelen, aunque son gajes
del oficio, cosas que pasan cuando se tiene la
lengua para enamorar, tú sabes.
Carlos y Abel se tragaron las palabras. Vieron
pasar a Bertilda como se ven pasar a las mujeres
en las películas, inasibles, perturbadoras, lejanas

74
pero presentes. Ella había sido y seguía siendo la
mujer que pasaba por allí, altiva y seductora, y los
dejaba con la baba del deseo, con la imaginación
encendida, sufriendo su belleza. Por ella habían
sido capaces de hacerlo todo: se vestían con las
pintas más atractivas, vociferaban y perdían el
tiempo pasando constantemente por el frente de
su casa para que ella viera que ellos estaban
locos por su amor. Y después se iban, en horas
de sueño, a visualizarla en la vigilia, a soñar con
ella, a quererla en secreto, a masturbarse en
honor a ella, a sentirse triste después de todo.

75
Frente al espejo grande de su cuarto, Bertilda
se paró a ver cómo le quedaba su nuevo vestido.
Alisó con suave cuidado los pliegues de la falda,
aspiró levemente y se ajustó el ancho cinturón
satinado que adquirió la imagen de una mariposa
sobre la vuelta de su vientre. Con las manos
colocadas en la cintura, como posando para ella
misma, ladeo el cuerpo y se vio la parte trasera.
“Se me ven las nalgas paradas”, pensó. Fijó los
ojos, a través del espejo, en el escote, y se dio
cuenta, para su desconcierto, de que no había
ningún festón de encaje sobre los bordes. Se iba
a quitar el vestido, convencida de que se veía
bien de todos modos, cuando descubrió a su
madre asomada a la puerta, detrás de las
cortinas.

―¿Cómo se ven los plisados? ―le preguntó.

La señora Manuela se acercó, observó con


meticulosa atención y consideró que los plisados
estaban bien cortados, se ceñían con perfección
al molde de las caderas, es una moda sencilla, de
mi época, me gusta la forma ovalada y el aleteo
de campana de la falda.

76
Cuando empezaba a desajustarse el cinturón,
Bertilda volvió a mirarse a través del espejo el
escote y sentenció con un ligero enfado en la voz:

―Lo primero que le dije, fue lo primero que se le


olvidó: que le aplicara una orilla de encajes aquí
por encima del busto.

En realidad, se lo había dicho en el último


momento cuando se despedía, pero lo que yo le
oí decir fue que el dobladillo de la falda le quedara
cuatro dedos por debajo de las rodillas, y eso fue
lo que hice, se la pasó un buen rato de la tarde
contándome que cada vez que asistía a un baile,
sus amigas le hacían señas disimuladas en plena
sala para indicarle que el borde de las enaguas
se le salía cuando el hombre la abrazaba por la
cintura. También recalcó algo sobre las mangas.

―Que no lleven esos lazos ―me dijo


señalándome la moda del figurín―. Me gustan
enterizas y abombadas.

Al final de cuentas, su madre la convenció de


que con encajes o sin ellos, el vestido lucia
precioso, además, en la sala de un baile nadie
está tan triste como para fijarse de esas
pequeñeces, sobre todo los hombres, que nunca
se les ha oído opinar en cuanto a un pliegue mal
cosido o un adorno mal ubicado en el vestido.

―Otra cosa ―anotó―, toda sala de baile es una


locura, y a las doce de la noche, cuando ya todos

77
se han parado a bailar, uno piensa que hubiera
dado lo mismo haber ido bien o mal vestida.

Esa misma noche, Bertilda dejó de comer su


ración habitual y preparó ella misma un jugo de
naranja y lo acompañó con galletitas embadur-
nadas de mantequilla. Era más o menos lo que
siempre ingería cuando se disponía asistir a un
baile, y con más frecuencia en estos últimos
tiempos, aunque no vaya a ninguno, porque sus
amigas le han hecho ver que se está engordando.
Antes de acostarse, se metió al espejo a
enrularse el cabello; frotó en su rostro el masaje
de una sustancia viscosa elaborada con la clara
del huevo de gallina cuya fórmula ella aprendió
durante sus años de estudio en Cartagena. Luego
clasificó en especies la cantidad de maticas que
sus alumnos habían llevado en la clase de
biología como tarea para calificar el mes de
noviembre. Se durmió placentera, sin una queja
del alma, como si hubiera cumplido con todos los
deberes, envuelta por el arrullo de las canciones
de amor que se parecían al hombre que bailaba
en el centro de su corazón.

78
“El que llegue primero a la esquina, se
consigue a Bertilda”, proponía uno de nosotros, y
todos salíamos corriendo como locos, impulsados
por la esperanza absurda de que sucediera esa
sentencia; lograr voltear al revés la realidad
mediante la magia de otros caminos opuestos a la
secuencia lógica de los hechos, frente a la cual
nos sentíamos negados a toda posibilidad, fue
nuestro último reducto. Cuando Abel llegaba de
primero, después de un sudoroso esfuerzo, lo
invadía una sensación extraña, la seguridad
angelical, inocente, de ascender a un peldaño que
me acercaba sin razón a una probabilidad de
conseguirme el amor de Bertilda. Ese fue nuestro
piadoso recurso al final, rendirnos con devoción
frente a los sortilegios del azar.
La buscábamos en las salas de los cines
vespertinos, en los parques atardecidos de los
domingos, y donde más la encontrábamos, más
bella y pura, era en ese mundo sin viento de los
sueños. Orientados por horizontes de música,
localizando los cumpleaños en los que proba-
blemente la habían invitado, llegamos muchas
veces a los predios de barrios lejanos para
nuestra edad, arrastrados por los deseos de
sacarla a bailar, de percibir el secreto de su

79
aliento, de rozar sus trenzas largas que la hacían
más seráfica, más distante de nosotros.
Así vivimos los años de aquellos tiempos,
exasperados por la zozobra de hacer real la
dulzura de un amor, sofocados por el ardor de
una pasión que no era compatible con la
inocencia que teníamos ante el mundo: vivíamos
la edad de oro en que todos los muchachos
tienen el irrecuperable privilegio de no desper-
diciar el presente, de vivir la vida en toda su
amplitud, sin atarse a los cabos del futuro para ver
la solución, el instante sublime. Y nos volvimos
tristes, soñadores, a causa de un amor que se
nos iba de nuestras manos como la ilusión de una
burbuja en el aire.
Bertilda Romero fue el descalabro de muchos
en el barrio. José Cotes encontró la desdicha en
una temprana edad: se casó por despecho para
olvidar los desprecios que Bertilda le hacía en la
sala de los bailes: lo dejaba siempre con la mano
extendida cuando la sacaba a bailar en los
cumpleaños. Francisco Turizo, el hombre de los
piropos florecidos, se fue a Cartagena siguién-
dole los pasos y a los pocos meses volvió
derrotado por las circunstancias, con el destino
torcido para toda su vida. Erasmo Conde es lo
que es hoy, porque en aquellos tiempos adquirió
la mala costumbre de tomar para olvidar: Bertilda
lo dejaba plantado como un bobo en la puerta de
la calle cuando pretendía visitarla (era el más
osado de la pandilla de soñadores que éramos).
Julio fue el único que pudo tocarla con sus
propias manos en los días inocentes de la
infancia, pero se volvió el más triste de todos,

80
agarrado de unos recuerdos como de sueño, con
un vacío incurable, perforado por una carencia
que no colmará jamás, tratando todavía de
rellenar con otras mujeres ese hueco de amor.
Por eso estábamos en lo que estábamos,
enceguecidos por el delirio del dolor, saciándonos
en el otro extremo, entre las espinas del odio,
distribuyendo fuerzas de maldad en una conspi-
ración que no cesaría hasta el día en que
hubiéramos tenido el placer (un placer maldito, tal
vez) de verla rendida a nuestros pies, llorando el
perdón, el arrepentimiento de su indolencia,
humillada, rompiendo el cristal de su orgullo. Ese
día no le habríamos pagado con la misma
moneda: con el desprecio. Se hubiera repartido
entre todos, a uno por uno, y quizás la
hubiéramos amado con la misma intensidad con
que la soñábamos en los cuartos oscuros donde
nos quedábamos imaginando los pajaritos de
colores de su amor. Lo habríamos hecho teniendo
la plena conciencia de que ninguno de nosotros
se iba a saciar: el vacío de todos modos
permanecería flotando como un fuego, una
punzaba imborrable que encontraría el grito
profundo de su expresión en la venganza.
Sabemos que un hombre indigno hizo lo que
uno de nosotros merecía alcanzar: desflorarla. La
mañana en que lo descubrimos a través de la
carta, no sentimos alegría, al contrario, nos
apabulló la derrota, el trágico desmoronamiento
de las esperanzas (porque aún vivíamos con
ellas). Destruirla, fue el plan que surgió desde el
fondo de nuestros ojos cuando nos miramos

81
aturdidos, sin saber dónde ponernos por el dolor.
Un cerco rumoroso, dijimos, volando ante los
oídos de la opinión pública como palomas
mensajeras de insidia a los cuatro vientos, voces
sueltas, desplegadas, como volantes de mala
reputación regadas en las calles, una campaña
infranqueable en su fortaleza porque estaba
inspirada en esa pasión indestructible: el odio.
Sí, pero ¿cómo empezar?, tuvimos que
preguntar después con frialdad, afilados por las
intenciones. En realidad, no sabíamos cuáles
podrían ser las estrategias a seguir para montar
nuestra conspiración contra una mujer que
habíamos amado tanto en silencio, pues la
experiencia de cada uno de nosotros en casos de
vulnerar a alguien no pasaba de una que otra
reunión clandestina con líderes estudiantiles en
pos de sacar al rector de un colegio. La dificultad
nos venía porque en el principio no queríamos ser
tan malvados, pero al final, en un momento que
vimos a Bertilda asomada a la puerta de su casa,
nos quemó el dolor y fuimos ciegos a toda
prudencia. Entonces alguien expresó: la cosa es
más fácil de lo que uno se imagina. Yo me
encargo de cubrir los territorios del barrio
Remolino; le paso la voz a los hermanos Garavito
para que ellos se encarguen de sembrar la
versión entre la gente de que a Bertilda Romero,
la profesora que anda en el carro verde oliva sin
hablarle a nadie, la orgullosa, la inconquistable, se
la comieron como una papaya madura en el
“Hawái” de Montería. Eso será como un reguero
de pólvora. Tú, Rodolfo, tomarás el frente del otro
extremo: el barrio San Pedro; tu labor será

82
promover con argumentos convincentes los datos
siguientes: a Bertilda le quitaron su grado en el
escalafón docente, porque cometió el gran
pecado de acostarse con un hombre en
concubinato; la iglesia se vio en la obligación de
excomulgarla debido a las concebidas intenciones
que tuvo para suicidarse con una dosis de
“exterminio”; su madre, la pobre y trabajadora
Manuela López, no vio otra alternativa que
corretearla con el palo de la escoba y echarla de
la casa como a una puta. Hay que ser canallas
con ella: ella lo fue con nosotros. Ustedes dos,
Pedro y Antonio, aprovechan la frescura de las
tardes y le sueltan el cuento a los hombres
parados en las esquinas: el marido de Bertilda la
dejó por la sencilla razón de que la encontró rota
el primer día. Tú, Manuel, que tienes la
oportunidad de jugar a las cartas con las mujeres
de los ricos, aprovechas la coyuntura y lo dices
todo, con pausa, de jugada en jugada. No hay
que dejarle un orificio por donde respire. Erasmo y
yo vamos esta misma noche a hablar con Sol
Gutiérrez, lengua de látigo, para que le ponga
sabor a la cosa con sus indirectas. Adelante,
compañeros: vamos a empezar la guerra del odio,
del amor.

83
Era domingo, una mañana sin el sol caluroso
de otros días. El hombre había llegado en el
último bus de la noche anterior. En la ciudad
donde residía hacía varios años, él recibió la carta
de un viejo amigo que le planteaba la idea de
ponerlo de compadre, interés que había aplazado
en diferentes ocasiones por inconvenientes de
última hora, pero ahora, cuando su mujer había
parido un hermoso varón que no se llamaría
Cesar, como lo quería la madre, sino Dildo, en
honor al médico de la familia, no había
escapatoria para que no se cumpliera tal deseo,
pues tenían, ya en el patio de la casa, dos
carneros y un cerdo listos para festejar el evento,
el seis de enero, te agradezco que vengas. El
hombre aceptó complacido, y se alegró no tanto
por el gusto de ser compadre sacramento de un
siempre recordado amigo, sino por la oportunidad
que se le presentaba para visitar su añorada tierra
natal.
Por eso estaba ahora vestido de gala, sentado
en uno de los escaños del parque, de frente a la
iglesia, haciendo lustrar sus zapatos mientras
esperaba la hora del bautismo. Se sentía
magnánimo, entusiasmado gracias a la delicia de
estar de regreso en esa tierra que lo vio nacer y
que tanto había cambiado, embellecida por el

84
progreso, aquella calle del Colegio Público no
estaba pavimentada cuando me fui, qué bien,
ojalá los políticos sigan cumpliendo con sus
funciones.

—Los políticos son barro —dijo el embolador, con


una voz trabajosa—. No hacen nada por Lorica:
mire lo que han hecho.

El hombre ladeó la cabeza y vio unas


construcciones abandonadas, millones de pesos
tirados en la calle, desperdiciados en cemento y
varillas.

—Es la caja Agraria —volvió a decir el


embolador—. No la han podido terminar porque
se robaron el dinero.

El hombre lamentó que así fuera la cosa, pero


no ensombreció los gestos sonrientes de su
complacencia. Miró el reloj: faltaban quince
minutos para las diez. No aparecía la gente. En la
calle había un hombre vendiendo helados sobre
una carretilla, hombres mirando los cartelones
que anunciaban las películas de la noche. Frente
a la puerta de la iglesia, esperando la misa de las
diez, había un grupo de mujeres vestidas de
negro.

―Otra cosa: Lorica se está llenando de mujeres


muy buenas ―comentó el hombre ante el
embolador―. Mira la que viene allá.

85
El embolador, con la cabeza tocada por un
gorro de tres colores, dejó de silbar la canción e
interrumpió su labor para seguir al pie de la letra
el mandato del hombre. La mujer venía
taconeando el pavimento de la calle, moviéndose
con sensualidad; lucía un vestido ceremonial y
una cartera lujosa colgada de su hombro. El
embolador esperó que la mujer se acercara a la
puerta de la iglesia para dar su dictamen.

—Es un tronco de mujer —dijo—. Se llama


Bertilda.

—Debo conocerla —repuso el hombre—. ¿Cómo


es el apellido?

El embolador volvió a mirar hacia atrás, como


buscando un indicio que le recordara las primeras
letras del apellido, pero la mujer ya no estaba al
alcance de su vista. Se había metido en la iglesia.

—No recuerdo —se rindió el embolador—. En


realidad, no recuerdo. Lo único que sé de ella,
son dos cosas: es profesora y es de las que
comen calladas.

El hombre soltó una risa socarrona mientras


reparaba los rasgos faciales del embolador, como
festejando la seriedad increíble con que había
confesado aquella contundente verdad.

—Seguro que así es —confirmó el embolador—.


Yo creo que ya anda repartiendo.

86
El hombre no dejaba de reírse, sin saber qué
decir, casi avergonzado frente a la franqueza
inescrupulosa del embolador.

—¿Qué reparte? —fingió ignorar.

―¡Culo! ―repuso el embolador.

El hombre dejó de reírse y se paró cuando el


embolador tocó la cajita con el cepillo. Remiró sus
zapatos. Estaban bien embolados, brillantes,
chéveres. A lo lejos, una pareja engalanada,
vestida de ocasión, se acercaba. La mujer
cargaba un niño entre brazos.

—Allá vienen— musitó el hombre. Y pagó.

―¿Dónde es la rumba? —indagó el embolador.

El hombre empezó a caminar, pero se dio


media vuelta sobre la marcha.

—En ninguna parte —dijo—. Voy a bautizar.

87
Se llama Candelaria Hernández. Llegó del
campo al despuntar la adolescencia, enviada por
sus padres para que se graduara de pedagoga en
el prestigioso colegio de las hermanas Santa
Teresita. Después se supo, con ese extraño
sentido que la gente tiene para develar el misterio,
que más allá de aquellas intenciones había el
interés inmediato de sacarla por el cabello de la
corriente de una pasión nebulosa que tenía
avergonzados a todos los miembros de la familia.
“Un pobre machetero”, denigraban al novio.
La instalaron en la casa de una tía malgeniosa
y rígida que apenas le permitía salir a la escuela y
a la tienda de la esquina cuando había necesidad.
En el cuarto que le asignaron, evocaba entonces
la plaza polvorienta del atardecer, la paz de los
luceros sobre los techos oscuros, el aire suelto
moviendo los árboles y el hombre de manos
ásperas que alguna vez le había acariciado los
senos incipientes. Era una adolescente de figura
lánguida, de ojos claros e inocentes que se
endurecían frente al asombro, sostenida casi por
el aliento de una esperanza que le salpicaba la
nostalgia, es decir, por los anhelos de repetir el
pasado. Luego la distancia, las cartas persuasivas
de sus padres y el entusiasmo del estudio, la
hicieron olvidarse de todo y se entregó a vivir del

88
diario acontecer, con las ilusiones puestas en el
porvenir, pero caminando con suma precaución
entre los caminos de los hombres. “Los hombres
son malos”, la prevenía su madre en las cartas.
“Hacen el daño y después se van”.
Los tres primeros años de estudio fueron
provechosos, brillantes. Candelaria recibía en
actos ceremoniales medallas de condecoración
en honor a su rendimiento académico, y los
padres de familia la señalaban como ejemplo
cuando regañaban a sus hijas desaplicadas. Se
sabía que gozaba de extraordinarias capacidades
para las matemáticas. Sus compañeras la
solicitaban los fines de semana para que le
explicara las clases que no habían entendido.
Bertilda, seducida al principio por la vanidad de
posar como amiga de una excelente alumna, la
visitaba en las vacaciones bajo la complacencia
de la tía, quien era la encargada de seleccionar
las amigas de su sobrina. Al paso del tiempo,
Bertilda y Candelaria se hicieron muy buenas
amigas. La una le preguntaba a la otra sobre los
temas que habían desarrollado, y demoraban
hablando largas horas sin mencionar asuntos de
hombres. “A mí me encanta mucho la biología”,
observaba Bertilda. Por su parte, Candelaria se la
pasaba diciendo que cuando terminara sus
estudios de pedagogía no iba a ser maestra de
escuela, como lo querían sus familiares, sino que
entraría a la Universidad a seguir la carrera de
Ingeniería ya que prefería los números antes que
todo. En los días de la Semana Santa, Candelaria
invitaba a Bertilda a la finca de sus padres, y la

89
señora Manuela decía que sí, con mucho gusto,
pero que se cuidaran al montar los caballos.
La tarde en que el hombre de la esquina silbó
por primera vez a Candelaria, ella no llevaba
uniforme de colegiala: vestía, por lo tanto,
atractiva, a la moda, y venía de la escuela. Eran
los días iniciales de su cuarto año. Sus faldas
anchas y sedosas trataban de levantarse,
alborotadas por la brisa, y ella se aturdía, sin
saber dónde poner los libros, afanada en el
pudibundo esfuerzo de cubrir sus muslos
robustos, inexplorados. Otra mujer, mortificada
por el silbido y la brisa, habría perdido los
estribos. “Te vas a desinflar, pedazo de idiota”, le
habría dicho al hombre. Pero Candelaria,
moderada por la educación, tuvo la amabilidad de
girar su atención, siguiendo el hilo delgado del
silbido, y el hombre, recostado a un poste de la
luz eléctrica, la esperó con la mirada, le guiñó el
ojo, le tiró el clásico beso a flor de labios y le dijo
una palabra explosiva: “Mamacita”. Con su gesto
complaciente, risueño, Candelaria le dejó la
sensación al hombre de que sí quería, la sonrisa
era ya una puerta abierta por donde él se metería
a conquistarla.
Candelaria descuidó los estudios y poco a poco
fue soltando los cabos de su libertad, hablaba de
modas, del amor, y se iba a escondidas a los
festivales bailables de los domingos, atraída por el
hombre de sus sueños. La tía lo supo. “Fíjate que
es un holgazán de primera clase”, la regañaba a
viva voz.
Ocho días antes de las vacaciones intermedias,
Candelaria no volvió más al colegio. Una esposa

90
celosa, ofendida, y beligerante, había ido a la
dirección del plantel. “Vengo a poner una queja”,
le dijo a la directora, “Necesito que se me respete:
una alumna de este colegio sale con mi esposo”.
Las religiosas, soportando con devoción el calor
de la tarde dentro de sus hábitos blancos,
inquietas, sin saber qué hacer con sus manos
púdicas, asépticas, parecían palomas blancas
revoleteando frente a la vergüenza del pecado.
“¡Dios mío!”, exclamaron. Y lo único que se les
ocurrió hacer, sin la suficiente experiencia para
manejar los asuntos bárbaros de este mundo, fue
someter al día siguiente a todas las alumnas
mayores de quince años a un examen médico
para detectar la virginidad de cada una. Más de
seiscientas alumnas formaron por mandato divino
una larga fila de paciencia que empezaba en la
entrada de la institución y terminaba en los
predios de las murallas del río Sinú. Una por una,
con las caras afectadas por la vergüenza, las
alumnas iban entrando al cuartico de consultorio
que utilizó el médico legal. El examen meticuloso,
con espéculos y todo, arrojó el resultado de una
treintena de discípulas con el himen roto. Todas,
entre ellas Candelaria, fueron expulsadas en
forma determinante, sin el derecho de la
apelación.
Bertilda lo supo de una vez en Cartagena.
“Candelaria metió la pata”, le escribieron. La
gente que la conoció desde el primer día, cuando
la llevaron de la mano, incapaz de matar una
mosca, se asombraba de cómo, era posible que
una muchacha tan juiciosa como Candelaria

91
hubiera cometido semejante locura. Bertilda, en
Cartagena, hacia esfuerzos en su memoria y no
daba con la cara del hombre. “Pero sí nunca le
conocí novio”, se decía ella, en medio de la
incredulidad.
Candelaria fue repudiada por sus padres,
declarada persona no grata en el seno de la
familia. La tía malgeniosa y rígida puso el grito en
el cielo, se rasgó la vestidura, blasfemó encendida
por la rabia y expulsó de la casa a su sobrina.
Candelaria quedó sola, extraviada en la desdicha,
metiendo la cabeza para encontrar la caridad. Se
refugió en la casa de una amiga, donde vivió
durante algunos meses. Hoy en día sigue siendo
empleada de un almacén de tela, oficio que la
ayuda a pagar el alquiler de la vivienda, a medio
vestir y a no dejarla morir de hambre junto con un
hijo que le quedó.
La casa donde vive es pequeña, pero con un
patio lo suficientemente grande como para que el
niño juegue todo lo que quiera, ubicada en una
zona tugurial, en los extramuros de la ciudad. Allí,
aturdida por la inquietud del hijo, aplastada por la
resignación, estaba Candelaria atenta a sus
quehaceres domésticos el domingo imprevisto en
que Bertilda apareció como una buena noticia en
el vano de la puerta.

—¡Qué milagro! —se asombró Candelaria,


espantada por la alegría, cuando se dio media
vuelta para ver a Bertilda.

Las dos salieron corriendo al encuentro.


Bertilda dejó caer su cartera en una mecedora y

92
estrechó con fuerzas a su amiga, quien también
había tirado a un lado la ropa que alistaba para
tender en el alambre. Cuando terminaron de
abrazarse, las dos se quedaron mirando, una
frente a la otra.

―¡Dios mío, hacia tanto tiempo! ―exclamó


Bertilda.

—¡Muchacha! —también exclamó Candelaria—.


Desde la última vez que llegaste a buscar la
moda de un vestido.

—Hace como cuatro años —se aventuró a


calcular Bertilda.

—Más —corrigió Candelaria.

Fue el encuentro efusivo de dos antiguas


amigas separadas por los matices de las
circunstancias. La una se excusaba diciendo que
el tiempo no le alcanzaba para realizar visitas,
imagínate, todos los días viajando, llego cansada.
La otra mostraba al niño y se quejaba que no la
dejaba salir a ninguna parte. Ambas, mientras
hablaban de las mejores cosas del pasado, se
reparaban.

—Te queda bonito el vestido —anotó


Candelaria— ¿Quién te lo hizo?

—Sara ―repuso Bertilda—. Me lo hizo así, sin


escote. Para ir a la misa de hoy.

93
Candelaria estaba desarreglada, en pantalones
cortos y con un suéter ligero y transparente, sin
ajustador, lo que permitía vislumbrar los contornos
de sus senos caídos por el uso. Pero una semana
antes, había hecho arreglar su cabello en un
salón de belleza.

—Te luce el cabello así —observó Bertilda—. Te


ves como si no tuvieras hijos, como si nunca lo
hubieras hecho.

En la sala estrecha, sin ventilación, hacía calor.


Bertilda secaba con la puntita del pañuelo las
gotitas de sudor de su rostro.

—Vamos al patio —invitó Candelaria—. Allí hace


fresco.

—No me voy a demorar mucho —advirtió


Bertilda—. Tengo que lavar.

Sentadas en el fondo del patio, bajo la sombra


de unos árboles, Candelaria y Bertilda se
contaron muchas cosas. La una hablaba del
fracaso, del peso de su resignación. Se quejaba
de la irresponsabilidad del hombre que le partió su
vida en dos, de la indiferencia con que había
aceptado la presencia del niño sobre la tierra. “Si
no fuera por el bienestar familiar, no me diera ni
cinco”, dijo. La otra, por su parte, lamentaba su
mala suerte en el amor, pero hablaba con
palabras vivas, preñadas de buen porvenir,
convencida de que ahora sí la querían con toda el

94
alma. Describía, iluminada por la ensoñación, la
sensación maravillosa de estar estremecida por el
toque del amor, los instantes vívidos de posar
nuestros labios sobre la piel cálida del ser amado,
oh, el amor, un chorro de agua alegre jugando
con el fuego de nuestras entrañas. “Delicioso
estar enamorada”, suspiró.
Candelaria se dejó florecer por el hálito de su
amiga.

—Yo también quisiera —soñó.

—¡Hazlo! —apoyó Bertilda—. Enamórate para


que la vida no se te parezca a la muerte.

—¿Y la lengua de la gente? —se preocupó


Candelaria.

Bertilda hizo una pausa, como para cambiar de


aire.

—No importa ―dijo—. Los que hablan mal de los


demás son tremendamente infelices.

Candelaria se paró y caminó entusiasmada


hasta la cocina. Cuando regresó, trajo un vaso de
jugo.

—No quiero —rehusó Bertilda cuando su amiga le


extendió el brazo—. Me estoy engordando.

95
Pero al final, rendida ante la dulce insistencia,
lo aceptó y se lo tomó despacio, sin apetito,
dándole sorbitos al niño.
Al filo del mediodía, el sol se ensombreció.
Bertilda se levantó y se alisó el vestido.

—Me voy —dijo—. El sábado pasó por ti para ir


a un baile.

—No tengo ropa nueva —repuso Candelaria.

—No importa.

Las dos caminaron a lo largo del patio y


llegaron al interior de la casa. Cuando Bertilda se
disponía a salir, el sol se abrió en la calle, más
ardoroso.

—Espérate y te presto la sombrilla —se preocupó


Candelaria.

—Tranquila —dijo Bertilda—. Me voy de sombra


en sombra.

96
La primera vez se escandalizó. Las personas
que ocupaban el recinto de la heladería, notaron
el frenesí de su desconcierto. Que le propusieran
tal cosa, era lo menos que ella había podido
imaginarse en esta vida, cómo, Bertilda Romero,
una mujer peleada por el amor de los hombres
pero digna de respeto, educada con buenos
modales a fuerza de sacrificios, decidida
definitivamente a entrar a la iglesia el día de su
matrimonio con la frente en alto, orgullosa en su
olor de virginidad, luciendo los pomposos vestidos
de encajes, símbolo de pureza, no perdonaba
jamás que un hombre fuera capaz de hacerle
semejante propuesta. Y aquella vez estuvo a
punto de romper sus relaciones con Gonzalo
Amador. “Esta es la consideración que me tienes”,
le gritó. Gonzalo trató de detenerla por el brazo,
pero ella estaba tan indignada que fue sorda a
toda súplica de amor, y agarró su cartera y se
fue.
Vivieron dos semanas sin comunicarse. Pero
Gonzalo evadía cualquier compromiso para verla.
La esperaba todos los días a la salida de la
escuela, y la veía pasar dentro del automóvil,
altiva, olvidada en una indiferencia que no era, sin
embargo, la fría indiferencia del desprecio, sino el
hierro caliente de la humillación. Gonzalo no se

97
impacientaba en sus propósitos, porque sabía que
la actitud de Bertilda no era otra cosa que el
consabido desaire que las mujeres hacen para
comprobar si los hombres son verdaderamente
capaces de morirse por ellas.
Reconciliaron en un atardecer, cuando Bertilda
no pudo soportar más los sacrificios de la farsa y
se dejó quemar por los deseos de volver a estar al
contacto del calor de Gonzalo cuya voz (algo
importante en el amor) ella no podía dejar de
escuchar en las noches cuando cerraba los ojos,
como si fuera la melodía de un bolero esparcido
por todo su ser.
La segunda vez, amansado por la experiencia,
Gonzalo no tuvo la liberalidad de ser tan directo
en su propuesta. Es más: no la hizo bajo ningunos
términos. Invitó a Bertilda a una discoteca, y
apenas entraron ellos se sintieron invadidos por
la presencia patética de la música en el fondo de
la penumbra. El ambiente despedía un viciado
olor de aguardiente, de humo encerrado, y el
mesero apareció de una vez con la luz de una
linterna para conducirlos al lugar que debían
ocupar. Sentados, ellos no pudieron verse a los
ojos, pero estuvieron todo el tiempo entrelazados,
unidos por el amor, sin susurrase palabras tiernas
porque la música les tapaba los oídos. A veces,
en el momento menos pensado, el mesero les
interrumpía el hilo de las caricias, llegaba con su
cuchilla de luz perforando la penumbra agolpada
en el recinto y secaba la mesa o echaba más
hielo en los vasos. Gonzalo fue ardiente,
explorador y sólo necesitó decir una sola palabra
para conseguir el efecto inmediato, como si se

98
hubiera tratado del simple hecho de empujar una
puerta con la yema de los dedos: “Vamos”. Y se
fueron al lugar donde Bertilda sabía que algún día
Gonzalo la llevaría, pero que nunca se imaginó
bajo el impulso de qué hechizo la llevaría: a la
cama solitaria de un cuarto de nadie, a un
espacio estrecho, enrarecido, donde daba vueltas
como un soplo espeso el olor abigarrado de
amores fugaces que estaba lejos de parecerse a
la clase de amor que a ella le habían enseñado,
qué doloroso, fue como desmembrar algo que
hacia parte de la estructura de su propia alma,
cercenar las raíces profundas de una tradición
venerada a lo largo del tiempo, encaramarme a
comer la fruta deliciosa del bien y el mal, sin que
sus fuerzas, ahogadas por el tufo del deseo, le
hubieran servido para desistir, sólo trató de cerrar
las piernas, el pudor debatiéndose en últimas
contra la serpiente, quiso ser razonable, vislumbró
el destierro, todo fue inútil, el instinto fue más
arrollador que la pulcritud de la razón, y entonces
sintió el estremecimiento inicial, su sangre saltó
caliente, viva, la virginidad encharcándose en la
sábana, y se hundió en el placer, el dolor,
vencida. Cuando realizaba el resignado deber de
limpiarse, de vestirse, ella experimentó el
destierro, Eva avergonzada, expulsada del reino
de la castidad, pero no perdió la dignidad y lavó
la sábana ensangrentada.
Aquello pertenecía al pasado. Recordar es
inútil, sensación de impotencia, comprobación
tardía de que todo fue, pero la memoria no es
culpable de nada: es la misma realidad la que

99
desangra los recuerdos; los recobra desde el
fondo del tiempo para convertirlos en un rebote
del presente. No hay evocación gratuita. En medio
de la dicha, los recuerdos no se agitan, son
apacibles, es en la tormenta de la desgracia
donde titilan para alumbrar el naufragio. Cuando
el amor era una luz esparcida en toda su vida,
abriendo caminos en el porvenir, Bertilda no
miraba hacia atrás. Le interesaba la delicia de
todos los días, la ensoñación del día de mañana.
Disfrutaba la vida desde que se bañaba en las
mañanas hasta que se quedaba dormida en las
noches, siempre perfumada por el amor. Bastó
que el segundo hombre de su corazón le dijera
adiós con la ausencia, con el silencio, que la
dejara esperando como una idiota el sábado en
que ella y Candelaria habían acordado ir al baile,
para que unos malos recuerdos se encharcaran
en su memoria. El grito de su dolor era la herida
de la ruptura unida con la visión de unos
recuerdos que la golpeaban en las cuatro paredes
de su memoria. Y se ensombreció a falta de
ilusiones, hundida en la simpleza de un desgano
si apetito. Otra vez destruida por la maldad de los
hombres, padeciendo la nostalgia del último beso,
perseguida por un episodio sangriento, derramado
en dolor y placer, donde había empezado el
desamparo de su verdadero destierro. Su tortura
insistente estaba en la reflexión; consistía en
arrepentirse de haberse enamorado, en que ahora
estaría intacta, virgen, indiferente al desprecio de
los hombres, si desde un principio les hubiese
hecho caso a sus amigas.

100
Eso fue por los primeros días de febrero de ese
año, al iniciarse las clases. Bertilda detestaba
esos días: era como vivir de nuevo la sensación
infantil de haberlo disfrutado todo en los días
fascinantes, sin ataduras, de las vacaciones y
luego tener que ponerse el uniforme diario para
asistir entre olores de lápices y de cuadernos
nuevos a sentarse en el mismo pupitre, dentro
del mismo salón caluroso y espeso, frente al
temor de la maestra que la obligaba a guardar un
aire impasible , refrenado, aguardando la cosquilla
de la risa para soltarla toda, inocente e indomable,
en los juegos de los recreos. De todos modos, a
pesar de todo, ahí estaba rondando el miedo
imborrable, como una brisa helada lamiendo los
bordes de su ser, el mismo miedo que en los días
de la infancia la fabricaba el llanto y que no la
dejaba asistir alegre a la escuela, el mismo miedo
que se le apagaba en la tarde de los viernes y le
renacía, firme, concreto, en la mañana de los
lunes después de bañarse. El mismo miedo
infantil de siempre, helando las entrañas de
Bertilda. Sólo que en aquellos primeros días de
febrero, al iniciarse las clases, el miedo infantil se
ahogaba en las fosas de un dolor adulto, terrible:
el dolor del amor.
Cuando Lucho Martínez retornó para instalarse
definitivamente en Lorica, conoció al hombre.
Eran los primeros días de ese mismo febrero. Le
dijeron: míralo, ese es. Y Lucho lo vio: era un
hombre alto, fornido, sin más nada de llamativo
que un color pálido en su rostro; caminaba con
pasos livianos y ligeros, como huyéndole a las

101
luces plenas del sol veraniego. No tenía nada de
extraño, nada de particular. Era un hombre común
y corriente, aunque en la forma de vestir y en los
ademanes al caminar revelara los rasgos del
hombre que ha vivido mucho tiempo en una
ciudad grande. “Fue su último marido”, afirmaron
ellos. Y agregaron: “Busca de marido a cual-
quiera”. Así era la conspiración. Así la destruían,
la descartaban de toda pulcritud moral, cuando un
hombre mostraba interés por ella. Y Lucho lo
había mostrado desde la primera vez que la vio
entrar a la iglesia.
Ahora ya no, dicen ellos. La mala suerte de su
destino, alegan, se ocupó en desvanecer lo que
nosotros habríamos podido tal vez impedir con las
lanzas de nuestra conspiración, sin la necesidad
de acudir a otros medios. El obstáculo que se
opone al grito de su felicidad, el cual ella no
puede tocar con las manos porque son soplos de
fantasmas royendo como polillas la fase social de
su vida, no es ahora sostenido por ninguno de
nosotros. El rumor, provocado por ella misma sin
que su imaginación le alcance para detectarlo, se
ha eternizado a los cuatro vientos, y se vuelve
involuntariamente incisivo cada vez que ella lo
remueve con su andar por las calles.
No estamos arrepentidos de nada, dicen ellos.
El odio que nos sofocó durante todo aquel tiempo
era un sufrimiento puro, como el amor. Y
cualquier ser que haya amado con la misma
intensidad con que nosotros lo hicimos, le es
permitido odiar como nosotros la odiamos a ella.
Nos apagaron en el desprecio, nos desque-
brajamos en una edad que no está designada a

102
conocer el sufrimiento. Sentimos ahora lo de
Lucho, con quien estábamos unidos, además del
vínculo de la amistad, por esa admiración
siniestra que le guardamos a los hombres que
han saboreado a una mujer deseada por
nosotros, por ese prestigio que un hombre gana
cuando es dueño de la mujer apetecida.
La conspiración de ahora (si se le puede llamar
conspiración) no está regida por ningún senti-
miento de perversidad. Es el despliegue de la
idiosincrasia de todo un pueblo que encuentra
tanta tregua en el tiempo para mirar a todos los
lados, y llena el vacío con el calor de la palabra
como una necesidad de prolongar la simpleza de
su existencia. Es cierto: estamos cruzados de
brazos, pero no contemplamos el cabalgar de un
deleite. Nuestra posición es propia de las
personas que han desistido de un propósito, como
saciadas de furor, presenciando con indiferencia
los nuevos resultados de una empresa
emprendida. “El hombre que se case con ella, allá
él”, dijimos desde la muerte de Lucho. Y aquí
estamos: siempre ignorados por ella.

103
Todos esperamos cada semana la noche de
los sábados. En el período de la espera, durante
los días de trabajo, la vemos remontada en la
cúspide del tiempo, y allá llegamos, escalando de
día en día, para desbordar ciertos anhelos que
hemos cuajado en cada uno de los peldaños que
nos separan de ella. Es la coronación, el premio
de nuestros esfuerzos, el punto de llegada para
vaciarnos del tumor de la vida; la salvación de
todas las semanas, una pausa en el implacable
ritmo del universo. Desparramarse para seguir
viviendo, oh, noche caliente de los sábados.
Es el lazo fuerte de una tradición que viene
descolgada desde la cumbre más remota del
tiempo. Me parieron en un día cualquiera y
esperaron la noche del sábado para festejar mi
nacimiento. Yo asocio el regocijo con las luces
prendidas de los sábados. Recuerdo a Mercedes,
la coqueta, a la calladita Nancy, quienes cumplían
con la labor de sus oficios y no mataban una
mosca de lunes a viernes, y desde el atardecer de
los sábados se engalanaban de dicha frente al
espejo, listas a salir a disfrutar la gran noche. Los
hombres, en la noche de los sábados, lucimos
una limpieza entusiasta que nos empieza desde
los peinados relucientes de brillantina hasta el

104
brillo de nuestros zapatos. Los enamorados saben
que los inicios de sus pasiones surgieron en el
esplendor de los sábados, cuando estaban en la
sala de un baile, en el cine o sumergidos en las
penumbras de una discoteca.
Los primeros brotes de alegría empiezan al
atardecer, después que se ha apagado el bullicio
del comercio. Entonces el sol es un fuego dorado,
apacible en sus últimos destellos, y a través de
las ventanas de las casas entran brisas delgadas
como presagios dulces. Los niños, sin las
ataduras de las escuelas, juegan el júbilo en las
calles hasta que la pelota rueda con pesadez
entre las primeras sombras, y los muchachos
comentan en la esquina las garantías que ofrece
asistir mejor al baile del barrio Remolino (por
ejemplo) que al del barrio Navidades, pues al de
allí irá la que sabemos, la de ojos verdes y
cabellos largos que nos tiene locos de remate. Y
las mujeres salen presurosas con sus cabezas
enruladas a buscar el vestido nuevo que llevarán
esa noche al baile. Que el vestido no esté listo, es
uno de los golpes más desilusionantes que puede
recibir una mujer, imagínate, semejante achaque
después que uno ha dado palabra de que sí va,
con los zapatos listos y todo, es como para
arrastrar por el cabello a la modista.

105
Los tres hombres venían festejando el chiste y
la risa era espumosa, una sola burbuja que se
pasaban de boca en boca. Parecían venir jugando
con el rebote de una alegría cosquilleante que
ninguna de los tres dejaba caer, porque en cada
paso de acercamiento la risa era más blanca, más
limpia y amplia, una abertura por donde se
derramaba toda la alegría del corazón.
Atravesaron la placita polvorienta de la entrada y
acabaron de llegar cansados de tanto reírse,
como resoplando las ultimas huellas de sus
carcajadas. Ocuparon la mesa central, la que
ellos consideraron de mejor ubicación para
contemplar de frente y sin dificultad el vivo
movimiento de la calle. Reflejaban en sus rostros
un aire bonachón, una inmensa e invencible
complacencia, un signo de que en esos instantes
les gustaba la vida.

—Tres cervezas bien frías —ordenaron. Y desde


el fondo de la cantina apareció, graciosa,
dicharachera, la mujer de rostro trasnochado que
servía.

Era fácil descubrir, a través de la vivacidad de


sus gestos, la seguridad con que ordenaban

106
limpiar la mesa, la verdad de que habían
terminado de recibir el sueldo, y que tenían,
además, las intenciones de tomar hasta la
embriaguez, sobre todo porque era sábado y
porque uno de ellos tuvo la precaución de haber
hecho guardar un paquete detrás del mostrador y
había rodado la silla para recostar su espaldar
contra la viga central y conseguir una postura
relajante y una visión más amplia frente a la
sensación de vida que exhalaba el tránsito de la
calle. Pero viéndolos bien, por encima del
evidente estado de contento de sus almas, los
tres hombres parecían mostrar una ligera
expectativa, como en la espera de un viejo amigo
que había prometido llegar. En la espera vieron
pasar a los niños trabajadores cargando ollas de
mondongo sobre sus cabezas, a las resignadas
empleadas de los almacenes, a los aturdidos
campesinos vendiendo sus productos, a los
cargadores de cargas ajenas que agilizaban sus
pasos de cansancio, a las elegantes y altivas
damas de la alta sociedad paseando sus perritos
en el atardecer.
Cuando hubieron terminado de tomarse la
segunda tanda de cervezas, el más joven de ellos
(el mismo que había recostado el taburete contra
la viga) señaló con el dedo y dijo:

—Tres mujeres como aquella necesitamos para ir


mañana a las playas de Coveñas ―y se frotó las
manos como avivando una delicia.

107
Los otros dos no tuvieron que voltearse para
mirar. Aún permanecían de frente a la vista de la
calle, pero ensayaron gestos electrizantes. Como
queriendo despepitar los ojos para reparar a la
mujer de pies a cabeza. Uno de ellos instaló un
silbido largo que perforó el monótono zumbido de
las conversaciones de los demás contertulios, se
alzó por encima de la musiquita de fondo y cayó
como un delgado chorro de semen sobre las
caderas de rumba de la mujer.

—Está más buena que Nora Bonfantes —observó


después de la eyaculación del silbido.

La diligente mujer que servía de mesera,


entusiasta y sin sufrir los rigores de su oficio, trajo
tres cervezas empuñadas y las colocó en la mesa;
apartó los envases vacíos, exprimió el trapo rojo
de pana y secó todo lo que había que secar
sobre la superficie de la mesa. Cuando se
alejaba, reclamada por otras voces, dijo sin
dirigirse a nadie, pero con una sólida convicción
en la voz:

—A esa dama pueden echarle el cuento: es de las


que comen callada.

Algún día, se esperanzaron ellos, podían


encontrarla de nuevo, invitarla y pasar un
delicioso domingo al lado de ella en las
residencias de las playas de Coveñas.
Hay un momento en que se ha bebido cierto
número de cervezas y uno siente la necesidad de
cambiar de lugar, de hablar de otra cosa, de

108
buscarle otro color a la realidad, un baile o algo
así. Y entonces se pide la cuenta y nos largamos.

—¿Dónde hay un baile?

—En la casa de Águeda Sierra.

—¿Qué tal?

—Siempre quedan muy buenos: invitan a mujeres


de todos los barrios de Lorica.

—¿No sabes si Elisa irá?

—No sé.

—De todos modos vamos.

—¿Y la luz?

—Esta noche no se va.

—¿Seguro?

—¡Seguro!

—¡Ojalá!

Eran las siete de la noche cuando se


levantaron de la mesa. La gente empezaba a salir
a la calle; la música de los picós se bamboleaba
con el viento, a lo lejos, en el horizonte; la luz de
colores de los bares, el perfume de la gente sin

109
tristezas buscando el lugar de la alegría, todo eso
inspiraba las ganas de estar vivo, de dejarse
arrastrar a la deriva por el rio de la vida. Los tres
amigos, olvidados ya del que prometió llegar, se
metieron las manos en los bolsillos y se
convencieron de que eran los dueños del mundo:
tenían el dinero suficiente para parrandear una
semana entera.

—Vamos a echar la casa por la ventana —dijo


uno.

Y se fueron.

Bertilda Romero también estaba lista. Quince


días antes sus amigas habían ido con la dueña del
baile a invitarla y aquella vez no necesitó que la
persiguieran con el murmullo de la persuasión, sólo
le dijimos que el sábado nueve la vendríamos a
buscar para ir a una fiestecita de cumpleaños, y los
ojos se le iluminaron de júbilo, de aceptación
fascinante, porque entonces el baile no le parecía
una indecencia disimulada, como en los tiempos
de Gonzalo, sino una de las formas decentes del
amor.
Bertilda tenía motivos suficientes para estar
anhelante. Se asomaba a la puerta, caminaba por
la terraza y se volvía a sentar con cuidado para
conservar las líneas impecables de la falda nueva.
Su madre la vio canturrear en medio de la
impaciencia; la vio podar su belleza frente al
espejo y luego abanicarse con el pañuelo de
florecitas perfumadas mientras llevaba el son de
las canciones que transmitía la radio bullanguera

110
de los sábados. Viéndola dar pasitos musicales,
navegando en una fragancia exquisita que era
como para pensar que se trataba del olor de la
ternura, el amor, la señora Manuela tuvo la feliz
sensación de que flores nuevas adornaban el
corazón de su hija. Se acordó de los bríos de otros
años, cuando todo el aire de su casa se inundaba
de esa fragancia de hermosa doncella, y era como
respirar el presagio de la fiesta, contagiarse con el
estrépito de unas muchachas entusiastas, libres en
las vacaciones, que le hacían pensar a uno que el
mundo era feliz, y uno tropezaba por los pasillos no
con ningún estorbo, sino con la alegría de ellas,
que formaban revuelo por todo, hasta por los
piropos que los hombres tiraban como pajaritos de
colores a través de las ventanas, la tristeza era
sombra que no existía en esta casa.
Bertilda llevaba aquella noche una blusa blanca
adornada de volantes bordados en el cuello y unas
faldas anchas y largas de flores satinadas que
hacían juego con los zapatos blancos de charol.
Un collar de color rosado daba tres vueltas en su
cuello esbelto. La madre la vio plena, dibujada bajo
la luz diáfana de la lámpara colgada en la sala, con
los labios resaltados por el carmesí.

—Coloca una rosa roja en tu cabello —le dijo—,


para que te parezcas a las mujeres que bailan
cumbia.

Bertilda hizo una sonrisa, sin prestar mucha


atención a la apreciación de la madre, y volvió a
asomarse a la puerta, deseosa de que sus amigas

111
aparecieran de una vez. Estaba recorrida no por
esa inquietud angustiosa del que no quiere llegar
tarde, sino por la ansiedad de agilizar la concreción
del deleite soñado. En medio de la impaciencia,
hubo un instante en que algo interno la obligo a
alertar el corazón: la asalto el temor de que la luz
se fuera. No terminó de imaginárselo cuando de
pronto vio que la noche descendió fugaz y lo apagó
todo. Fue como el cerrar de los ojos. Se quedó
quieta, inmóvil, bañada por las tinieblas, sembrada
por la falta de caminos. En esos instantes la
oscuridad le había echado tierra a la proyección de
sus planes, a la realidad con la cual ella había
soñado durante quince días.
Mientras Bertilda permanecía sosteniendo en su
callada respiración el aire tenso de una esperanza,
haciendo enormes esfuerzos de concentración
para que llegara la luz, transcurrió una hora
angustiosa de oscuridad. No parecía haber otro
remedio que quitarse la ropa y guardarla intacta,
como planchada, en el escaparate. Cuando la luz
se va, la gente soporta una sorda impotencia: la
sensación aplastante de la derrota, y lo único que
se hace es lanzar improperios contra los
trabajadores de la electrificadora.
En un instante de abandono en que las fuerzas
de la ansiedad se aflojaron, Bertilda estaba
tomando agua cuando el soplo fugaz de la luz se
abrió como una solución, y en seguida, como una
reacción inherente, los gritos de júbilo de la
resurrección, así habría sido los gritos alegres de
la gente ante un muerto resucitado, dijo la madre.

112
Lucho Martínez tocaba a la puerta en una hora
difícil, cuando los perros solitarios le ladraban al
silencio de la noche y los vecinos maldecían
porque se les interrumpía el hilo del sueño. Estas
llegadas en las horas más olvidadas de la noche,
se convertían en una constante preocupación
para la madre de Lucho. Ella lo esperaba en la
vigilia, caminando entre las apretadas sombras de
su cuarto, abrumada por la convicción de que por
esos tiempos la luz eléctrica se iba en el momento
menos esperado de la noche y las calles
quedaban sumidas en una oscuridad intransitable,
amenazadas por la presencia sigilosa de los
ladrones. Por otra parte, ni ella ni nadie
encontraban una explicación a esa actitud de
trasnocharse sin ningún provecho puesto que no
era época de fiestas ni tampoco existía la remota
posibilidad de que la hubiera, porque cuando el
fluido eléctrico padece de interrupción a ninguna
persona en sus cinco sentidos se le ocurre
organizar un baile.
Lucho llegaba a casa en esa hora cuando ya
no se ve el rastro del último que salió de las salas
de cine. A veces tropezaba con los hombres que
se levantan de sus lechos para ir a matar vacas a
un lugar distante, y Lucho les decía adiós con una

113
voz temblorosa porque lo invadía la sensación
que nos invade a todos cuando estamos en el
mismo centro de la noche, inseguros frente a
alguien que bien puede ser un fantasma o un
ladrón. Y caminaba entonces por plena calle,
alejado de las aceras, por donde le habían dicho
que se debe caminar en esas horas para evitar
cualquier atentado imprevisto, y llevaba las manos
llenas de piedras para espantar los perros que no
lo dejaban en paz hasta que su madre le
franqueaba la puerta y él se metía sin encender la
luz, buscando la cama con el tacto. Acostado,
sudoroso, contento por la sensación placida que
le destilaban los recuerdos recientes, Lucho
seguía oyendo los ladridos de los perros que
hacían trizas el gran olvido de la noche.
Era por eso que mañana tras mañana la madre
de Lucho debía vencer la tirantez de su propia
voluntad para levantarse con las mejillas fláccidas
y con los ojos ardorosos y enrojecidos. Y hacia los
oficios en un estado de sonso trastorno,
arrastrando una pesadez zurumbática que la
llevaba a dejar caer los objetos frágiles. Una
mañana, sin que nadie se lo dijera, ella
comprendió que el hijo de sus propias entrañas
poco a poco la estaba matando.

—Lucho, ¿por favor? —le gritó—. ¿Acaso no te


das cuenta de que pueden hacerte daño en
cualquier esquina?

Claro, Lucho caía en la cuenta, hace dos


noches un señor que venía del cine fue apuñalado
por dos sujetos desconocidos, usted tiene razón,

114
madre mía, y durante el día resolvía todo con una
reflexión fácil, no iría a exponerse más al peligro,
pero en la noche, cuando le llegaba la sensación
de algo ausente, no había preocupación alguna
que borrara el recuerdo de la experiencia
deliciosa de otras noches, los senos de pezones
rosados, la piel cálida untada de luna, el sabor de
los besos en la penumbra y las palabritas de
susurros en la complicidad, constituían la realidad
más viva, de más impulso, en la memoria. De
modo que era como la sorpresa de un despertar
cuando se veía otra vez alumbrado en la sala del
cine, esperando que apagaran las luces para
hundirse a soportar dos películas de vaqueros, y
solo con el fin de matar el tiempo y esperar la
hora en que decidía irse solo, como un buscador
de aventuras en el inmenso océano de la noche.
Y llegaba sudoroso, asustado, asediado por los
perros. Primero lanzaba una piedrecita en la
ventana azul, y sentía pasar un instante tenso sin
respuesta; luego el roce, el indicio casi imaginable
de alguien levantándose de la cama, parándose
en forma perfecta a buscar las chancletas, sin
romper el silencio ni la oscuridad. Y después él,
aturdido por los perros, metiéndose como un
verdadero ladrón de amor a través de los huecos
de la paredilla, y de pronto ahí, emergida desde el
fondo de las sombras, respirando el apretado
silencio del riesgo, ella, dibujada por la luna,
tanteando el dulce camino de su dicha, y él otra
vez, oyendo el bombo de su corazón, como si
estuviera en el patio ajeno robándose una gallina.
Pero el primer beso imponía serenidad, confianza,

115
y se acurrucaban detrás del lavadero, al lado de la
casita de las palomas, juntos los dos bebiéndose
el mismo aliento, escondidos, protegidos de amor.
En un taller de mecánica pueden suceder
muchas cosas. El cliente que dos semanas antes
mandó a reparar su carro, puede aparecer de un
momento a otro encarnizado con el mecánico de
bigotes gruesos y escandalizar el ambiente por la
tardanza del trabajo. Cualquier neófito puede
comprobar, asombrado, que los carros se ahogan
cuando hay mucho pase de gasolina en el
sistema de carburación, y que los mismos carros
corcovean, como los burros, siempre que pierden
la fuerza eléctrica de una bujía. Uno puede pasar
todo el día, mientras le ajustan los frenos al carro,
hablando con los mecánicos de cosas simples, de
la mujer que se fue con otro, o explotar con ellos,
con sus risotadas extravagantes, los secretos
pudorosos de alguien que pasa por la calle. Uno
puede tomarse una cerveza y saber que allí, en el
taller, va a organizarse la parranda. Pero resulta
difícil pensar que en un lugar grasiento,
impregnado de combustibles que hacen recordar
la carretera, el viaje lejano, lleno de golpes
fuertes, monótonos, del martillo contra el muelle
que no quiere aflojar, aburridor, lineal, a fuerza de
la mecanización de los oficios, un hombre y una
mujer puedan empezar a enamorarse entre el
tintineo de las llaves desenroscando los tornillos,
con las palabras desvanecidas por el ruido de los
motores a prueba. Resulta difícil pensarlo dentro
de una comunidad acostumbrada a asociar la
ropa nueva, llamativa, olorosa, con el amor. Y un

116
mecánico de nuestro medio, pues, no hay
necesidad de describirlo.
Lucho Martínez, sin embargo, era un mecánico
pulcro. Llevaba en sus horas de trabajo unos
monos azules que le daban una apariencia
gallarda, “como los mecánicos que salen en las
películas”. Considerado como un mecánico serio,
responsable, había regresado a Lorica (su tierra
natal) con las aspiraciones de trabajar como
técnico en maquinarias en una de las tantas
compañías que firmaron contratos para
pavimentar la carretera principal. Un amigo, a
quien tuvo el gusto de bautizarle el menor de los
hijos, lo entusiasmó con la idea y lo hizo renunciar
de la empresa en la cual trabajó durante muchos
años. Al final, cuando llegó con todos sus bártulos
de muda, deseoso de vivir otra vez al lado de su
familia, el plan falló, la ausencia de una palanca
política impidió que lo emplearan. Total, en
últimas, montó un taller de mecánica en el patio
grande de su casa.
Lucho era más joven de lo que en realidad
parecía. Una cierta seguridad en la voz, en las
ideas, y la actitud reposada de sus gestos le
asignaban un aire de madurez, de respeto entre
las relaciones con sus colegas. Tenía una figura
fornida, y despedía la impresión de estar
ocupando en el espacio un ámbito de fortaleza, de
mole inamovible, que se reforzaba con la dureza
de boxeador de su perfil. Su cuello ancho, los
brazos musculosos que terminaban en unas
manos ásperas y la altivez de su pecho ejercitado,
lo hacía erguirse como el macho entre las

117
mujeres, a las que miraba con unos ojos
decididos, penetrantes, como si estuviera
perforándole el lado más vulnerable de sus
debilidades. Había algo de sensual, de dominante
en su apariencia sólida. Ocurrió una vez: él
caminaba por las orillas del rio Sinú, en un tibio
atardecer, cuando descubrió una pareja de
enamorados sentada sobre un escaño solitario de
las murallas. La mujer, con las piernas cruzadas
dentro de unas faldas anchas, se dejaba acariciar
por el hombre en la serenidad de aquel paisaje, y
miraba a través del amor la luminosidad de las
aguas escamosas del río. Por el efecto de la
curiosidad incurable rayana en la indiscreción.
Lucho miró el espectáculo de los enamorados.
Entonces los ojos de la mujer, como hechizados
por un oculto y misterioso poder, se anclaron en
las pupilas de Lucho y todo su cuerpo se fue
entregando a un sosegado relajamiento, y las
piernas cedieron a un impulso lento, maravilloso,
hasta que la profundidad de las piernas dejó de
ser un misterio y toda ella se mostró dominada,
perturbada. Solo bastó que Lucho dejara de
mirarla, de seducirla con el brillo de los ojos, para
que la posesión de la mujer se desclavara de algo
y ella volviera a cerrar las piernas. “El amor es
una fuerza invisible”, explicó Lucho aquella vez
entre sus colegas, cuando llegó al taller.
La primera vez, cuando llevó el carro al taller
que le quedaba más cerca, Bertilda se percató de
la arrogancia de macho del mecánico, pero le
cayó gordo. Porque apenas ella llegó, él dejó a un
lado las bujías que limpiaba para galantearla con
piropos de hombre mundano, con una risita

118
picara, como guiñando el ojo, y se sembró la
impresión de que era un hombre acostumbrado a
lidiar con las putas.
Sin embargo, dos semanas más tarde, los
hombres del barrio Arenal se resistían a creerlo.
Consideraban que el rumor callejero no era otra
cosa que una especie de desafío a la
conspiración que no cesaba en sus propósitos,
qué va, un pobre mecánico sucio de grasa no
podría ser nunca el machucante de la profe, una
mujer que aún permanecía en la altura de su
orgullo. Necesitaron asomarse a la puerta del
baile de Águeda Sierra para que la evidencia les
tapara la boca.
Sol Gutiérrez pareció ser la única que lo supo a
ciencia cierta desde un principio. Yo supe que ella
sabía, porque en las mañanas, cuando empezaba
a lavar y yo me bañaba para ir al colegio, su voz
fuerte se alzaba nítida, limpia, por encima del
sonsonete del manduco sobre la batea, dizque
mujeres decentes, profesoras de mierda que por
las noches salen a revolcarse en los patios con
los novios, creen que eso no se sabe, conmigo se
friegan, porque yo jugué limpio y ningún hombre
me comió parada como una burra en los
callejones oscuros, carajo, sufran como sufrí yo
para que aprendan a ser mujeres, pregúntenle a
mi primer marido cómo me encontró el primer día,
vean, lo que yo jamás me imaginaba, con un triste
mecánico.

119
—Saca a bailar la trigueña del escote bordado.

—¡Sácala tú! A mí no me gusta.

—Te está mirando desde hace una hora.

—No me importa. La que me gusta es la que está


bailando en el rincón. Esperaré que se siente y le
brindaré un refresco y la invitaré a bailar sin
miedo, con voz segura, como si yo fuera su
dueño, porque lo que te pasa a ti es que te entra
un presentimiento de que te va a despreciar y te
desprecia.

—Pero yo he bailado diez piezas esta noche, y


ninguna me ha dicho que no. En cambio, tú desde
que viniste estás sentado como una momia.

—Porque bailar por bailar no me gusta. Estoy


esperando que la mujer del rincón venga a
sentarse.

—Entonces vas a quedar esperando toda la


noche: esa mujer no se viene a sentar sino
cuando se acabe el baile.

120
—Apuesto que apenas me vea se viene a sentar.
Uno sabe cuando la mujer está cuadrada con el
tipo. Míralos cómo bailan: abiertos.

—Te he visto toda la noche sentado ahí, triste,


como un santo. Saca a bailar a la del vestido de
agua marina: está más buena que todas.

—No hables tanto y tómate el trago.

— A esa mujer de blusa azul con falda salmón, la


veo en todos los bailes.

—¿Y eso qué tiene de malo?

—Nada, pero la veo en todos los bailes.

—Si yo estuviera joven también lo haría. Al fin y al


cabo es lo que uno se lleva cuando se muere.

—Fíjate en los que están bailando en el rincón:


están tan apretados que entre ellos no pasa ni
agua.

—Sabroso.

—Sí, pero no tan apretados.

—Bueno, ¿viniste a ver o a criticar?

—A ambas cosas: ver sin criticar no tiene gracia.

121
—Acuérdate que el baile es una de las mejores
formas del amor. No se acuerda uno de nada:
solo música y amor.

—A la mujer la conozco, pero no sé quién es el


hombre.

—Un mecánico del barrio Cascajal.

—Tan orgullosa: donde vino a parar.

—Oye, no hay tanta gente como otras veces.

—Son los malos tiempos.

—No son los malos tiempos; tú sabes que la


gente con buenos o malos tiempos no deja de
bailar.

—Entonces debe ser la luz.

—Tampoco. Lo que pasa es que andan unos


soldados sueltos por las calles.

—¿Viene el señor Presidente, o qué?

—No: los estudiantes.

Las dos mujeres tuvieron que apartarse de la


puerta, las empujaron, porque iban a meter varias
sillas y una mesa para el patio.

122
Supe lo del baile porque todas las tardes,
mientras leía en mi cuarto, oía llegar (casi el
runrunear de las faldas) de las mujeres que
irrumpían en el taller de modistería de mi hermana
preguntando con voz festiva si estaban listos los
vestidos que lucirían en la sala de Águeda Sierra.
Demoraban más de una hora hablando de modas,
tomaban café y se medían los zapatos nuevos
para preguntarle a mi hermana si ellos hacían
juego con el color del vestido. Durante todo ese
tiempo yo cerraba el libro y flotaba en una
sensación de festividades, de vestido nuevo. Las
mujeres impregnaban el ambiente de olores de
belleza y se iban con sus vestidos nuevos
envueltos en periódicos, sin ninguna sombra de
tristeza. A esperar la noche del sábado. Fue el
primer escozor que me desarraigó de la
adolescencia: los deseos de ser grande como
ellas para seducirlas en las salas esplendorosas
al compás de las canciones. Lo que sentiría varios
años después en los bailes, en las mismas salas
donde ellas iban a bailar y al lado de mujeres tan
bellas como ellas, llevando el son de la música y
el amor, no sería igual al frenesí que yo
experimentaba cuando escuchaba la alegría de

123
sus planes mientras se probaban el vestido frente
el espejo. Eso es un vacío, un fantasma.
Diez años después de todo aquello, como
viendo una película en el rollo de mis recuerdos,
me pongo a imaginar el famoso baile. No debió de
quedar tan bueno como lo pintaban en el ruido de
la anticipación: los estudiantes teníamos cinco
días de estar reuniéndonos clandestinamente,
guiados por líderes estudiantiles, y en la mañana
de aquel sábado las autoridades del gobierno
olfatearon que el movimiento estudiantil del
departamento de Córdoba estaba preparando una
huelga de grandes proporciones. Ya en el
atardecer, las calles de Lorica empezaron a
ponerse lóbregas con la presencia de tantos
soldados parados en las esquinas. Ante
circunstancias como esas, me imagino que ningún
baile se realiza con el fragor que la emotividad
exige: la sombra de un temor ronda y los
muchachos bailadores evitan salir a la calle.
Tres días después todo ocurrió como uno sabe
que ocurren las escenas en las películas, en un
ámbito inimaginable, soñado, pero posible,
demostrable. Los estudiantes pedíamos reivindi-
caciones tan elementales, que hoy, todo pulido
por el tiempo, parece una estupidez haber
desperdiciando varias vidas por el logro de ellas.
Lo que al principio parecía un juego, se convirtió
en una tragedia imborrable de la memoria.
Lo recuerdo como si fuera hoy: una mañana
gris de marzo, la lluvia era una oscura gelatina
que volaba por encima de los disparos. Las
mujeres se vestían rápido sin descuidar la
elegancia y dejaban a sus hijos llorando para ir a

124
ver lo que jamás habían visto: una pelea entre
estudiantes y policías. Los hombres encomen-
daban sus casas a los perros para saber cómo
eran esas cosas que se veían en las películas y
en los periódicos. “Vamos para la huelga”, convi-
daban con el mismo aliento con que lo hacen para
invitar a un baile. Yo, que estaba parado en el
vano de la puerta de mi casa, impedido por
mamá, me pareció que todo, en efecto, era la
gran fiesta de la muerte, la atrayente fascinación
de la muerte reclamando a todo un pueblo que no
supo medir aquella vez la peligrosa dimensión de
la curiosidad. Vi pasar a Marta con sus hijos que
se agarraban a sus polleras para que se quedara
con ellos ahí, en la vida. Vi pasar a Andrés, que
después regresaría bañado en muerte sobre los
hombros de Páez, sin haber cumplido los sueños
a causa de la curiosidad, rumbo a los predios de
la muerte. Pasó Bertilda con su altivez de senos
erguidos y le dijo adiós a Sara, sin saber que esa
noche lloraría largamente en su cuarto, tratando
de ahogar el llanto bajo la almohada de su cama,
después de haber visto el cadáver de Lucho en el
cuarto del olvido del hospital.

―Fue una bala perdida ―explicaban esa noche


en el velorio.

Aunque poco creo en balas perdidas, así debió


de ser, porque se trataban de los soldados más
brutos de Colombia los que enviaron a dispersar
la euforia de los estudiantes sublevados. Fueron
tan estúpidos —ellos y el cabrón que ordeno

125
disparar—, que no tuvieron la visión de que el
montón de gente que hormigueaba en la carretera
gozaba con un espectáculo que al principio
consistía en el lanzamiento de dos o tres piedras
leves que rozaban, como en juego, los cascos de
los soldados, y que nadie, excepto los estudian-
tes, estaba dispuesto a tirar una mísera piedra al
aire. El pueblo entero se desbordó en la búsqueda
del manantial de donde brotaba el bullicio del
espectáculo, menos yo, que me quedé atrancado,
amenazado con un palo de escoba para que no
saliera. Atemorizados ante tanta gente, los
soldados, en vez de hacer otra cosa, se pusieron
a disparar como locos. Lucho revisaba el radiador
de una carro cuando sonaron los primeros
disparos. Corrió sorprendido, ansioso, qué es esa
vaina, y ganó la carretera, el escenario de una
lucha desigual. Cuando lo cargaron para llevarlo
al hospital, tenía un destornillador empuñado en
las manos.

126
El tiempo, su progresiva distancia, se encarga
de clarificar cada día más los hechos de la
memoria. Todo día que se apaga es un peldaño
que nos remonta a lugares privilegiados desde
donde luchamos con el olvido y se rescatan,
purificados y más nuestros, los recuerdos. La
memoria, el registro de nuestras vidas, el enlace
con el mundo, a veces sabia el guardar lo mejor
para hacernos menos tristes, nos ayuda a
soportar —sin ningún provecho, es cierto— la
aridez de una soledad. Ya se ha dicho: recordar
es vivir. Este presente que fluye fuera de mí con
su eterno ritmo impecable, el cual contemplo en
las cenizas de mi cigarrillo, un pedazo de vida
que se me va como un chorro de agua entre los
dedos, sin sentirlo porque no me ofrece nada
vivo, se ve de pronto sustituido por otro tiempo
que lo desborda, lo niega: los recuerdos. Se
trata de un cuarto descarnado, donde las luces
de mi memoria se encienden todas las noches y
no me dejan dormir. Entonces juego con los
recuerdos, los gozo (y cuando los gozo, me
preparan para un reencuentro), los sufro (y
cuando los sufro, quisiera encontrar otras
historias en el día de mañana) los palpo, los veo
fuera de mí recorriendo, llenando los aires

127
viciados del cuarto. Recuerdo todo detalle a
detalle, porque en aquellos tiempos era apenas
un observador desde las gradas de mi
adolescencia, en una actitud didáctica de ver
para aprender a vivir a través de los hechos de
los demás, decantando todo lo bueno y dejando
pasar, sin que me tocaran, los hechos malos: un
buen método para llegar a crecer.
Recuerdo a Bertilda delante del espejo,
elegante, con su cabellera englobada y
profunda, mientras decía, mira Sara, este
colgantico está más largo que el otro, me
hubiera gustado mejor el encaje de la parte de
atrás del vestido, pero me queda divino, me veo
menos gorda, y yo no podía entender a qué
llamaban las mujeres gordura; gorda para mí
era mi madre, Dora, mi madrina Leila, pero no
Bertilda, a quien veía hermosamente delineada
aunque no pinchara el abdomen, como se
empecinaba en hacerlo frente al espejo.
Es como si la estuviera viendo. Me gustaba
sentirla llegar diciendo buenas tardes, verle el
temor instalado en la piel tibia de sus mejillas
cuando los perros ladraban en el patio. Yo debí
conocerla por los días en que se había
recuperado de la desilusión de Gonzalo, porque
siempre la vi sentarse con cuidado,
reacomodándose a cada momento para cuidar
la profundidad de sus piernas dentro de las
faldas. Se dirigía a mí (y la veía en ráfagas de
segundos la negrura relampagueante de sus
ojos) cuando me pedía el favor de ponerle en la
cocina el pocillo donde había terminado de
beber el café. “Sara, tu hermano, el morenito”,

128
decía. Y la verdad era que yo ante ella no
pasaba de ser el muchacho imberbe que iba
corriendo a comprar los encajes y a forrar las
hebillas de los cinturones. Yo, por mi parte, me
desvelaba con la idea de ser grande, de poder
alcanzármela algún día en la carrera del tiempo
y llevarla de lazo por las calles. Sé que tiene un
lunar negro en alguna parte de su cuerpo,
porque cierta tarde yo entré desprevenido al
taller de modistería y ella empezaba a
desvestirse para medirse la blusa. Fue un
instante fugaz, vertiginoso, donde ocurrieron
muchas cosas en milésimas de segundos:
Bertilda gritó espantada, sorprendida por la
vergüenza, y formó un relampagueo de
aturdimiento, sin saber dónde colocar sus
brazos para taparse los pechos. Yo salí con la
cabeza baja, avergonzado de haber hecho
pasar vergüenza a Bertilda, reprendido por mi
hermana, pero rescatado por la sana conciencia
de que todo había sido sin culpa.
Recuerdo, como si fuera hoy, las voces
rumorosas que quedaban volando en el ámbito
ausente de Bertilda. No terminaba de desvane-
cerse el olor de su reciente presencia cuando ya
estaba encendido el murmullo enriquecido de
detalles, la reconstrucción sucinta de su pasado,
hasta que alguien caritativo se levantaba y
decía: “Pobre muchacha, la tienen fregada con
el cuento del Hawái de Montería”. Para mí todo
aquello era una simpleza de pan con agua,
sencillamente porque aún permanecía afuera,

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en el otro extremo de una edad limpia, pura,
libre de cualquier reflexión condenatoria.
La última vez que la vi, seguía siendo tan
bella como antes, con un fuego dorado en su
piel y la luz de sus ojos era más reposada, de
más vida. Hizo un leve esfuerzo para
reconocerme por encima de mis bigotes. “Hola”,
me dijo. Y desde que la vi, comprendí cuál era
su verdadera agonía: querer taponar los vacíos
de su alma con la presencia del amor. Y yo sé lo
que es eso.
Ahora estoy de nuevo lejos de aquel espacio
añorado, viendo las cosas desde las gradas
cómodas de la distancia. Y entonces la veo: luce
un vestido luctuoso hoy, día de todos los
muertos. Esta parada ahora, a las cinco de la
tarde, frente a la tumba de Lucho. Debe de estar
flotando entre la fragancia de altar de las flores,
murmurando un rosario que cuelga de sus
dedos, mientras soporta el cansancio de sus
pies dentro de los zapatos ceremoniales.
Erguida con la misma actitud de duelo que
adoptó para contemplar el cadáver olvidado de
Lucho en el hospital, debe de estar ahora
indiferente al desorden de los incansables
vendedores de velas, serena entre el coro
piadoso de la rezandera, magnetizada en el eje
de sus melancolía, invadida tal vez por el
recuerdo mordiente de pólvora que guarda en el
sufrimiento de su memoria. Ahora el calor de las
flores habrá empezado a marchitarse en el
fuego apacible del atardecer y las velas
encendidas que flamean entre la blancura de los
sepulcros estarán imprimiéndole al cementerio

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la imagen fosforescente de la muerte. El fervor
de los labios de Bertilda es ya un rictus de
tristeza, próximo al adiós, a la separación. Es
posible que después de todo esto, ella saque la
mecedora y se siente en la terraza de su casa,
como es presumible que lo haga todas las
tardes al regresar de su trabajo, a esperar la
llegada del último hombre que se atreva a tirarle
piedras a la ventana de vidrio de su soledad,
como lo hizo Lucho y como lo haría yo si me
alcanzara la edad para recibir su amor.

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