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Después de Cuba (fragmento) Antonio Álvarez Gil

Para bien o para mal, aquella tarde de junio ella lo había dejado hablar. Por suerte (o
por desgracia, ¿quién podía saberlo entonces?) su hijo estaba con su madre en Santa
Marta y nadie la esperaba en casa. A no ser por sus prevenciones hacia Rolando, no tenía
ningún reparo en sentarse en algún banco del parque aledaño al edificio donde ella vivía
y, mientras caía la tarde, pasar un rato charlando con su antiguo novio. Durante una
buena parte de la charla, fue él quien llevó el hilo de la conversación. Allí, a la sombra de
los viejos laureles que crecían en los canteros, Rolando se condolió con Tania por el
fracaso de su matrimonio. Y trató de consolarla con el argumento de que ella era una
mujer joven y bonita, una mujer con un buen trabajo y una cierta posición social.
Seguramente encontraría un compañero, alguna persona noble y cariñosa —
siempre hay gente buena por ahí— que la ayudaría a rehacer su vida. No debía en
ningún caso creer que todos los hombres eran malos, como algunas mujeres se dan
a pensar después de un fracaso amoroso. La felicidad no era algo imposible de
alcanzar. Entonces ella le preguntó si él era feliz. Rolando sonrió con aire enigmático.
Todo el mundo tenía momentos malos, el que más y el que menos pasaba alguna vez
por baches de los que tarde o temprano se salía. Él había sufrido también lo suyo.
No había que olvidar la circunstancia de que Greta era alemana y tenía una
mentalidad totalmente diferente a la de los cubanos y cubanas. Esto la hacía sentirse
con frecuencia fuera de ambiente. Y aunque ella se esforzaba, le había costado
mucho trabajo adaptarse al cubaneo, la guasa y la informalidad de la gente del país.
De hecho, aún no se había acostumbrado. Sin su ayuda, su mujer no habría sido
capaz de salir adelante en aquella intrincada selva que era la sociedad cubana
actual, no habría podido, por ejemplo, ocuparse ella sola de sus hijos, que eran, por
cierto, dos amores. Éstos habían salido rubios como su madre y malditos como él
cuando era niño. Eran dos cachorros por los que habría dado gustoso la vida, si
hubiera sido necesario. De todas formas, Tania no debía pensar que en su casa todo
era sólo amor y felicidad. Le sobraban los problemas, pero no quería abrumarla
con ellos. Ya ella tenía suficiente con tratar de arreglar su propia vida. En otra
ocasión, tal vez... Al final de su largo alegato, Rolando cambió el tono por otro más
íntimo y cercano y le confesó que, al encontrársela aquel día en la conferencia, le pareció
que la suerte les había hecho cruzar de nuevo los caminos. Aquí Tania levantó la vista,
como poniéndose en guardia, y él se apresuró en aclarar que hablaba de caminos de
amistad. En definitiva, lo único que pretendía con aquel encuentro era rememorar
un rato los viejos tiempos felices, enterarse de cómo la vida la había tratado y
reiterarle que, pasara lo que pasara, podía contar con su apoyo para lo que fuera.
Allí tenía un amigo, tanto en las verdes como en las maduras. Ella lo oía hablar sin
poder sustraerse al arrobo que su discurso le provocaba. Rolando tenía, después de todo,
la facultad de enternecerla. Por otra parte, estaba claro que no fingía, que expresaba lo
que en verdad sentía. Pese a no haber resistido la prueba de la separación, Tania sabía
que él la había querido mucho, y era posible que todavía sintiera algo por ella. Pero sabía
también que su antiguo novio tenía una familia, que era feliz con su mujer y con sus
hijos. Y ella no tenía derecho a romper aquel estado de equilibrio. En ese instante, como
si se hubiera propuesto derribar con una sola frase todo el castillo de argumentos que
había expuesto hasta entonces, Rolando declaró:
—No sé cómo explicarlo, Tania; pero siento que te sigo queriendo.

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