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EL PROFESOR – ESTUDIANTE

El profesor – estudiante, da cuenta de ese profesor que pareciera nunca termina de


estudiar. A esa realidad le lleva su compromiso con el ejercicio de la docencia, las
demandas institucionales, la fuerte y nunca declarada competencia con otros profesores y
desde luego las tendencias del mundo educativo que impone sus propias reglas de juego.
El orden de prioridad es tan disímil como profesores hay en cualquier sistema educativo a
nivel superior. Los hay que priorizan su libre decisión de estudiar y por lo regular lo hacen
por cuenta propia, toda una aventura en los tiempos actuales. Otros se acogen a las
decisiones institucionales y estudian aquello que se les indica. Hay quienes permanecen
en una desgastante observación de qué estudian los otros para desde ahí tomar posición y
entonces decidir que estudiar. Y no podemos soslayar la existencia de aquellos otros que
con un talante más elevado solo se movilizan de acuerdo a lo que las dinámicas de su
disciplina a nivel global les muestra.
En lo que si debemos estar de acuerdo es que cualquiera que sea la alternativa a seguir
estudiar siempre debe estar en la agenda del profesor que reconoce su condición de
inferioridad frente al volátil y acelerado mundo de nuevos conocimientos que arroja la
compleja trama de la vida. Por tanto estemos más o menos de acuerdo con tal o cual opción
estudiar será no solo clave sino bien visto por todos los agentes que merodean la labor del
profesor.
Si bien estudiar es casi connatural a la praxis docente, la decisión de hacerlo o no está
cargada de muchos estados afectivos. Uno de ellos la angustia que trae consigo la carga
de responsabilidad y su co-relato los señalamientos y demandas de otros. Si la decisión es
estudiar estas vendrán del círculo próximo al profesor. La familia, por ejemplo, en torno a lo
emocional y a lo económico. Si la decisión es no hacerlo la carga vendrá de la
institucionalidad que se arroga el derecho a reclamar por tal decisión, a presionar sobre la
misma y en últimas a decidir en consecuencia.
Lo que se logra advertir es que más temprano que tarde el profesor se ve abocado a sacar
tiempo, recursos y esfuerzo físico para acometer la tarea de sentarse como cualquiera de
sus cotidianos estudiantes al frente de un colega que en ese escenario hará de su profesor.
Rol que él mismo cumple en tiempo presente por lo regular en otra institución, cuando no
en la misma, lo que desde luego tiene otras lecturas y observaciones.
A este panorama reflexivo y crítico le calza perfecto una pregunta: ¿Desde qué momento
el profesor debe agregar a toda su carga de trabajo la de estudiar bajo el signo de la
institucionalidad? ¿No es suficiente con una declarada disciplina de lectura y escritura bien
orientada y pertinente?
Los dos interrogantes abren dos caminos para el mismo tema: el profesor – estudiante.
Todo indica que solo se es estudiante si se está formalmente registrado en el sistema
académico de una institución educativa. Esto aplica para nuestros estudiantes regulares a
los que solo cabe admitir en el aula si aparecen en el referido registro. Los tiempos aquellos
de estudiantes asistentes son solo un mero dato histórico. Pero, también aplica al profesor
en su legítima aspiración de estudiar. Solo se le reconocerá tal acción en el caso de
demostrar la pertenencia a algún registro académico de alguna institución. Estudiar por
cuenta propia, en el caso del profesor, no vale de mucho en el actual modelo de sociedad.
Cuyo sistema educativo se sustenta sobre la figura de las matrículas de quienes deciden
“aceptar” una promesa de formación y de conocimientos que más de las veces no termina
por redondearse. El profesor debe pedir a sus estudiantes el “ticket” que genera la oficina
de registro académico. Más tarde, en su calidad de profesor – estudiante, un colega
profesor le pedirá lo mismo; entonces el profesor – estudiante mostrará el “ticket” que le
entregó otra oficina de registro académico. Es lo mismo, pero diferente. Es simplemente el
circuito económico del conocimiento.
Quedaron muy atrás los tiempos en los que estudiar para el profesor era una acción
cotidiana, sin tantos papeleos, sin tantas angustias. Era solo adquirir un sólido hábito de
lectura y de escritura y sostenerle en el tiempo a pesar de los vaivenes de la economía, de
las nuevas regulaciones de gobiernos de turno, de tendencias duraderas o pasajeras; lo
único que importaba era estar en contacto con la vida en todas sus formas a través del libro.
Responsables, todos. El profesor en primera instancia porque en una gran mayoría no logró
hacerse a una cultura de lectura y escritura y ponerla al servicio de su quehacer docente y
de su propio intelecto. Por ello le resultan, en medio de todo, oportunas las variadas ofertas
de estudiar bajo un sello institucional. La institución porque por lo regular quienes dirigen
los destinos de su actividad académica, a pesar de que alguna vez fueron profesores, ahora
en el rol de directivos, no reconocen esas formas otras de estudiar como son leer y escribir.
Tal vez porque ellos mismos jamás lo hicieron. El Estado a través de su sistema educativo
que gobierno tras gobierno solo genera mecanismos de control para una práctica que
debiera estar soportada por la estructura maciza de la confianza.
Tenemos hoy profesores – estudiantes en todas las instituciones. Coleccionistas de títulos,
visitantes asiduos de universidades e institutos de todos los perfiles, papers van papers
vienen. También tenemos profesores estresados, alcanzados en su tarea primordial como
es la de atender a sus estudiantes en una relación de diálogo y de cercanía. Pero, sobre
todo tenemos hoy, como pocas veces en la historia de la universidad, estudiantes
descontentos por el desempeño docente. Empresas cada vez más desconfiadas del
profesional que la universidad le entrega. Seguramente esta y otras razones han contribuido
para que la universidad colombiana en los últimos veinte años haya mirado la creación de
empresas como el “salvavidas” que requería urgente para reducir los efectos de un
problema que tiene otras causas.
No deja de sonar a ironía que cuando el profesor apostó, por la razón que sea, a ser
estudiante a la par con su labor de enseñanza, es cuando más se ha alejado de la figura
de profesor que acompaña al estudiante en su complejo proceso formativo. Tenemos ahora
un profesor con más estudios terminados y en proceso que nunca, pero distante de aquellas
cátedras memorables que llenaban salones y dejaban huella en los asistentes, algunos de
los cuales ni siquiera eran estudiantes regulares del curso, ni del programa; solo eran
visitantes ocasionales de una genial clase.

José Alonso González S


Agosto 2019

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