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Cuerpo de agua y mujer.

El pensamiento vitalista en Henry Miller, por Esteban Ierardo

La literatura poderosa oculta una filosofía narrativa. Un pensar que apela a la imagen, la narración,
indagaciones psicológicas de personajes o de metáforas, para expresar una filosofía peculiar.
Habitualmente, Henry Miller es destacado como creador de poemas-novelas que giran obsesivamente
sobre el placer vital, lo sexual y la crítica de la sociedad occidental norteamericana. Esto es cierto, pero
tal vez insuficiente para acompañar el ritmo más profundo de la escritura de Miller. Su centro,
estimamos, es un pensar vitalista, de fuertes incrustaciones nietzscheanas y spenglearianas, y con una
degustación del erotismo como clave de experiencia y de conocimiento. En el ensayo que sigue a
continuación se intenta seguir parte del fluido de pensamiento y literatura del autor de Trópico de
Cáncer y Trópico de Capricornio que, como señala Anaïs Nin, "va a lo esencial y penetra hondo
buscando fuentes subterráneas".

CUERPO DE AGUA Y MUJER


El pensamiento vitalista de Henry Miller
Por Esteban Ierardo

I
El sol arde. El desierto grita. El que camina ya ha sudado demasiado. Sus músculos están laxos. Tanto le
estruja el calor el cuello, que ahora divaga, entre las dunas, cerca de la inconciencia. Sospecha que
pronto caerá. Finalmente. Y que se disolverá en una tumba que será cubierta por la arena.

El mediodía quizá está por descargar nuevamente su hacha caliente. Y el que camina no recuerda su
sed. Sólo recuerda el agua de las fuentes…

Sólo medita, sin ya poder preguntarse por qué lo sigue un animal blanco, y de cuernos. Uno de los
trópicos del planeta adopta el nombre de este animal. Y el hombre perdido no piensa ya en nada grato
del pasado o del futuro. El presente no es tampoco un ojo o una escucha. Es un leño reseco que se
parte.

La cabra, delante, remueve un retazo de arena. El caminante sediento cae sobre el lugar removido. Y
entonces sólo hurga y ve los restos cercanos, pero divididos, de un dibujo que conoce: el dibujo de
Leonardo, el dibujo del hombre de la anatomía idealizada, del cuerpo de los brazos y las piernas
extendidas dentro de un círculo y un cuadrado. Por debajo de los fragmentos de la ilustración, un texto
se asoma. El juego del hombre perdido cerca del animal blanco, y bajo un sol despiadado, puede
trastocarse en otro juego...el juego del agua que brota de la arena como una escritura líquida, que
emerge entre letras de agua. Y en ese texto insólito, el explorador de desiertos, Henry Miller,
neoyorkino, puede leerse:

"...Pero cuando se conduce a un hombre casi hasta la locura y cuando, para su propia sorpresa quizá,
descubre que todavía le queda alguna resistencia, algunas fuerzas propias, entonces es probable
descubrir que esa clase de hombre actúa en gran medida como un hombre primitivo. Esta clase de
hombre no sólo es capaz de volverse terco y obstinado, sino también supersticioso, un creyente en la
magia y un practicante de la magia. Esa clase de hombre se sitúa más allá de la religión...de lo que sufre
es de su religiosidad. Esa clase de hombre se convierte en un monomaníaco, empeñado en hacer
solamente una cosa, a saber, destruir el maleficio que le han echado. Esa clase de hombre ha superado
eso de tirar bombas, ha superado la rebelión; quiere dejar de reaccionar, ya sea inerte o ferozmente.
Ese hombre, de entre todos los hombres de la tierra, quiere que el acto sea una manifestación de vida.
Si al comprender su terrible necesidad, empieza a actuar represivamente, a volverse asocial, a balbucir y
tartamudear, a mostrarse tan totalmente inadaptado como para ser incapaz de ganarse la vida, sabe
que ese hombre ha encontrado el camino del regreso al útero y a la fuente de la vida y que mañana, en
lugar del despreciable objeto de ridículo en que lo habéis convertido, dará un paso adelante como un
hombre por derecho propio y nada podrán contra él todos los poderes del mundo" (1).

1
La incapacidad creativa arroja bombas, arremete y destruye su propio odio o impotencia. El error
mayor es creer que la libertad es la reacción ante un mundo mecanizado. Esto sería buscar ser libre,
espontáneo y creador, sin generar verdaderos actos creadores. El rebelde no es el que reacciona; es el
que vive en la guerra contra la incapacidad. No se actúa desde la reacción del hombre herido o
resentido, sino desde una manifestación de vida. Ese acto sólo es vital si nace del reli-garse con el útero,
la fuente, con el salto que se supera en otro salto.

No es religión la que mueve al sujeto creador. Porque religión es el dogma y la repetición, la institución
eclesiástica y el poder. Lo importante no es la religión, sino la religiosidad como un sumergirse en
nuevas potencialidades. Bucear en la fuente es una pasión creyente más real tal vez que el santiguarse
piadoso ante una iglesia o la cruz.

La mística es una fusión súbita y fugaz con el dragón completo de la realidad Pero no es sólo eso. No es
únicamente un instante de insight efímero, sino la experiencia de lo real como fuerza en circulación y
trasformación. Es la tendencia a compenetrarse con el latido de las multitudes humanas, los elementos
naturales y el tiempo.

Y suele ocurrir: la tendencia a la con-fusión con lo múltiple es parte de un acecho del enigma por el
artista real. La mística en Miller, y en todo artista de lo esencial, es mística estética. No es la afirmación o
negación de una divinidad gestada en teologías o religiones. Mística estética es la conmoción ante la
presencia múltiple y excesiva del mundo. Es la exploración del espacio encendido, que el animal sano
(por especialmente vital), el felino-artista, venera saltando de un río a otro.

II

Junto a la cabra, el que lee empieza a mitigar su sed. Las palabras que lee manan de ríos, muy lejanos
del desierto.

Y el que lee en el desierto ahora escribe. Y es el que se sabe memoria del pleistoceno, sujeto de
recuerdos de lo prehistórico, amante de corrientes subterráneas que no cesan. Es manipulador primitivo
de letras. Es primitivo como lo es todo hombre que encuentra "el camino de regreso al útero"; es
primitivo aunque vive la modernidad tecnológica, apoyado sobre la mesa firme, pulcra, frente a su
máquina de escribir. Para decir algo más, el viajero en el desierto, que se burla de la sed, se encuentra
con otro superador de límites. Este nuevo explorador es el que vivió diez años en la soledad de una
montaña, acompañado sólo por un águila y una serpiente (2).

En una ráfaga de viento, el recién llegado escucha lamentos, y ve imágenes de flagelaciones que
nacieron al amparo de la religión de la cruz. Los sacerdotes seguidores de este credo le tienen miedo al
cuerpo y sus instintos. Para ellos, los dedos calientes del sexo componen gestos aberrantes. Por eso,
enseñan el odio a este mundo y a la belleza y fortaleza del cuerpo. La vida más alta, dicen, es una
eternidad inmóvil, en un más allá, tras un juicio final y la resurrección de los cuerpos. El anunciador del
superhombre percibe, con algo de furia, pero también de perplejidad, la particular fe que enferma la
vida, que se aferra al No, para celebrar un trasmundo desencarnado.

Y luego, lo mismo que el escritor que viaja entre el desierto y la escritura, abre sus oídos. Escucha algo
más irradiante que el lamento cristiano; escucha estallidos, desbordes, desmesuras, un choque de
espadas, lavas de volcanes; escucha una música sin pentagramas, sin composiciones dulces y relajantes
para el oído; escucha sonidos unidos en sucesiones rítmicas. Un ritmo que libera un círculo caliente que
crece dentro de otro círculo caliente. Y este calor no quema, no destruye, no disuelve... Aumenta la
vida... Fortalece la atracción por abismos y amplitudes. Dona un sentido de cercanía al universo, sin
frontera ni cabeza. La vida que crece es percibida al escuchar el ritmo. No es el ritmo de ninguna música
humana particular. Es lo rítmico del espacio que se pliega y repliega en todo movimiento pendular,
entre lo que sale del útero y entra en la tumba; entre la marea del flujo y reflujo.

Aún en el desierto, el que anuncia al superhombre, y el escritor que nació en Nueva York, escuchan el
gran ritmo. Entonces, después de escuchar, es necesario escribir. Escribir una palabra afirmativa. Un
verbo que goza con las corrientes...

2
"La primera palabra que cualquier hombre escribe cuando se ha encontrado a sí mismo, cuando ha
encontrado su ritmo, que es ritmo de la vida, es ¡Sí! Todo lo que escribe a continuación es Sí, Sí, Sí…Sí en
mil millones de formas!" (3).

El Sí no es una frase serena, expresión de un vago entusiasmo poético. El Sí es la percepción de la fuerza


que se expande a todas las formas que una conciencia sensible y alerta puede soportar y gozar. El Sí ya
no es vivir en el encierro, en la queja continua, en el pozo que mata toda esperanza, o que impide
nuevos vuelos sobre el mundo múltiple. El Sí es el del cuerpo estremecido por el tiempo que fluye.

El Sí no santifica el sufrimiento.

Lo que el dolor puede entregar como sabiduría, el placer lo dona con más lucidez y rapidez, y menor
desgaste del sistema nervioso. Un sufrir que enseña es otro dogma cristiano. Pero el camino del dolor
acaso no sea un acto espiritual, sino el último recurso del que teme los éxtasis de placer. Por eso, el
escritor, todavía algo alucinado por el encuentro de la escritura que sobrevive en el desierto, rechaza los
aguijones del dolor:

"El sufrimiento no me ha enseñado nunca la más mínima cosa; para otros puede que sea necesario,
pero para mí no es sino una demostración algebraica de una inadaptabilidad espiritual" (4).

El escritor del pleistoceno, el de los dedos prehistóricos sobre teclas modernas, el negador de la
flagelación y celebrador del gran Sí, se disfraza con un nombre:
Henry Miller.

Proteo de muchas formas. Pero que cultiva la apariencia de una identidad, para atravesar el gran
desierto de su tiempo.

Lo mismo que su admirado D. H. Lawrence, Miller conoce la censura o la indiferencia por el contenido
muchas veces altamente sexual de su obra; se lo acusa de perversión, de obscenidad; lo que supone
también la prohibición de la venta de sus obras. Ejemplo famoso de prohibición es el de Sexus (1949),
primer libro de la trilogía La crucifixión rosada. El notorio escándalo motiva que numerosos intelectuales
franceses (Maurice Nadeau, André Guide, Sartre, Breton, Eluard y Camus) se reúnan en un comité de
defensa de la publicación de la obra de Miller y de la libertad creadora. Sin embargo, bien es sabido que
el que es rechazado con fuerza, antes o después, es aceptado e integrado al establishment. Así, en 1958,
Miller se convierte en miembro de la Academia Americana de Artes y Letras.

Tras el plexo de personajes o de situaciones de sus obras se teje una ácida crítica de la sociedad del
gran sueño americano, siempre con un trasfondo autobiográfico. La exaltación del erotismo convive con
el repudio del mundo moderno. Pero en sus documentos, como llama a sus obras, domina la actitud
vitalista, un enrojecer el aire con colores de vida intensa.

Henry Miller nace en Nueva York, en 1891, y muere en California, en 1980. Estudia en el City College, y
luego en la universidad de Cornell. Aprende, como Whitman, muchos oficios, y como también el poeta
neoyorquino, no persiste en ninguno de ellos. La Gran Depresión desata sus monstruos de hambre,
desocupación y desesperación. Miller se refugia entonces en Europa, en Paris, ciudad tan inseparable de
sus recuerdos y experiencias vitales como New York. Vive en la ciudad bañada por el Sena durante diez
años. Conoce el hambre y el desamparo. El dadaísmo, experiencia fundamental de la vanguardia
europea, y sus conexiones surrealistas, lo deslumbran y le enseñan la burla de la lógica cuando ésta
pretende capturar el sentido de la vida. Durante su estancia parisina, escribe Trópico de Cáncer (1934),
que será prohibida por obscena en Estados Unidos. Escribe también un ensayo sobre Proust y Joyce, El
universo de la muerte (1938). Y después Trópico de Capricornio (1939), acaso su mejor logro literario,
que desencadena su universo vitalista a través de recuerdos de su pasado neoyorkino de 1920-1924.
Pero su vínculo con Norteamérica siempre será conflictivo. Siempre encontrará que el norteamericano
medio es un "nihilista inconciente" (5).

3
En 1940 regresa a Estados Unidos, donde se afinca en California. En las tierras del Norte su pluma
enciende la trilogía de La crucifixión rosada: Sexus (1949), Plexus (1952) y Nexus (1959). Luego de su
muerte, aparece Querida Brenda (1986), en la que se recopilan las cartas de amor a Brenda Venus, una
joven actriz y su última amante. Su ansía de expresión artística también incluye la ejecución aficionada
del piano y la realización del litografías y pinturas.

En los años 40' Henry Miller comparte con Anaïs Nin los esfuerzos por la supervivencia. Juntos escriben
cuentos eróticos para un hombre, que ocultaba su identidad bajo el apodo de El Coleccionista. Sus
exigencias de un sexo explícito y banal, sin sugestión, lírica, suavidad o misterio, provoca finalmente la
reacción de la escritora (6). Anaïs Nin, amante de Miller, cultiva una prosa refinada, y de alta pasión
erótica que sólo es rescatada a partir de 1960. Sus famosos Diarios se editan en diez volúmenes entre
1966 y 1983. Nin es amante del psicoanálisis (pasión no compartida por Miller) y de Otto Rank, el
discípulo de Freud, célebre autor de una interpretación psicoanalítica del mito del héroe. Las relaciones
entre Nin y el autor de Trópico de Cáncer, su común apertura al erotismo como una ética vital, son
fuente también de literatura (7).

Y en el jardín creativo de Miller (que crece aun en el desierto) no puede olvidarse La sabiduría del
corazón, compilación de ensayos cuyo tema continúo es una filosofía vital. El mismo tema que palpita
en su obra novelesca. Los personajes y sus historias son mojones que nunca devoran la integridad del
relato. No hay trama narrativa en un sentido lato. La forma-novela en Miller es la objetivación de
estados de apertura a lo vital que busca siempre ser más vital.

Siempre el camino de la sabiduría del corazón es retorno a la fuente de la que invariablemente, y


misteriosamente, todo surge y se dona:

"Todos los caminos, crease o no, llevan finalmente a una fuente dadora de vida que es el centro y el
significado de la creación. Como dijo Lawrence al expirar: ‘Para el hombre, la enorme maravilla es estar
vivo. Para el hombre, como para la flor, el animal y el ave, el triunfo supremo es estar más vívido, más
perfectamente vivo’…Hagámonos completamente vivos, eso es lo que he tratado de decir" (8).

Lo vivo no es sentido que se da de una sola vez. Es lo que está siendo, lo que se hace. La vida sufre la
amenaza continúa del deterioro y la enfermedad. El conflicto familiar y social, la tortura psíquica, los
estigmas de la masificación y la cosificación, la sonrisa y los ojos anémicos, son dagas que intimidan y
esclavizan.

La vida siempre está escurriéndose por alcantarillas. Las manos del ser que se agarran a algún apoyo
para no ser succionado, no puede limitar su empeño a sobrevivir, aun como esclavo. Si así lo hace su
vida se reduce a espectro o simulacro, una pauperización fantasmal típica en la historia. Y que el mundo
moderno disfraza con la ilusión de la autodeterminación libre de los individuos.

En el engaño de una vida no realizada, ésta se debilita, se desdibuja en las ciénagas. Por eso, no basta
con la apariencia de vida. Frente a la amenaza, la lucha es ser "más perfectamente vivo"; la vida que se
hace desde un nuevo resplandor por el que la flor se abre. Y eso es lo "que he tratado de decir...". El
grito que Miller repite en miles de páginas.

III

Todas las novelas millerianas, Trópico de Capricornio, Trópico de Cáncer, o la trilogía de La crucifixión
rosada… son las escamas de un solo ensayo en devenir.

El nervio ensayístico fundamental de Miller es, como ya comentamos, La sabiduría del corazón (The
Wisdom of the hart, 1941). Aquí, una sola galería de cristales y topacios se abre hacia distintas
recámaras-ensayos, que siempre emiten un resplandor parecido. La iridiscencia de la vida que estalla
otra vez, sin ninguna conclusión posible.

Uno de sus ensayos nace de la lectura de la obra del psicoanalista Graham Howe; y reflexiona desde las
meditaciones del Conde de Keyserling, y otros (9).

4
Howe reflexiona sobre la quimera de una cura psicoanalítica o de una salvación religiosa. Nadie se salva
por una intervención desde fuera. Ni por la intervención del sabio-psicoanalista-chaman, ni por Dios. Lo
importante son los faros, no los salvadores. Se puede ser rescatado, alguna vez, de una gran crisis. Pero
luego, en algún momento, es apropiado entender que el océano debajo del bote salvavidas no tiene
fondo. Crecer es navegar por cuenta propia. Algunos faros guían esa navegación. Y nada debe sustituir el
calor de los propios músculos al remar. ¿Y remar hacia dónde? El faro no es un lugar de llegada, no es un
sitio preciso en un mapa. No hay un lugar privilegiado o templo hacia donde navegar. O al menos ese
lugar es sólo salto continuo hacia un sentido infatigable, evasivo, invisible. In-visible no porque no sea
aprehensible por ninguna figura visible en especial. Al evocar la obra de Howe War dance, Miller
comparte la creencia de que lo religioso es aceptar la supremacía de lo invisible. La in-visibilidad como
espuma de lo enigmático, de las grandes potencialidades, de lo incognoscible. No como genuflexión
ante una divinidad invisible por su inmaterialidad.

Lo que comprueba el encuentro con lo invisible como fuerza es el aumento de la salud total del
hombre. Salud, no disminución del dolor. Situación distinta a la de los médicos, que no les interesa la
salud, sino sólo aliviar la dolencia.

No confundir lo sano con lo menos doloroso es lo primero. Lo segundo: la renuncia a la búsqueda


exagerada de seguridad exterior. Las personas comunes huyen de la soledad. Porque es fuente de culpa,
desorientación, inseguridad, angustia. Es la soledad vivida como celda. Pero la conciencia que se siente
como en su casa en la percepción solitaria de todo lo que transcurre, rompe siempre lo enclaustrado. Es
la soledad de la atención a lo que vive fuera de las celdas. Es una soledad atenta que reenciende la
alegría de vivir. San Francisco promueve el cristianismo austero y el asombro poético en la edad media.
Y San Francisco supera la soledad del ego aislado. Por eso, el nativo de Asís celebra lo que circula y brilla,
más allá del castillo, el monasterio, la aldea, la ciudad, las formas del refugio. San Francisco le canta al
sol, la luna, el agua... Convive con lo que supera el límite de una arquitectura psicológica o material de la
protección o la contención. Por el contrario, San francisco, como recuerda Miller, se derrama fuera de la
vida segura..y arde...Y...

"Ser es arder, en el sentido más verdadero" (10).

El Hombre Pequeño escapa del ardor. El Hombre Grande, aun inconcientemente, arde y se derrama
para "hacer de la vida algo más vital". Y el Hombre Pequeño...

"...tiene temor de deslizarse de la luz a la oscuridad, de lo visible a lo invisible, pero el Hombre Más
grande comprende que se trata del sueño o la muerte, y cualquiera de los dos es el camino mismo de su
recreación; el bienestar del Hombre Pequeño depende de "bienes", o del golf, y busca médicos u otros
salvadores, pero el Hombre Más Grande, gracias al proceso más profundo de su convicción interior,
sabe que la verdad es una paradoja, y que está más seguro cuanto menos defendido..." (11).

Aceptar la verdad-paradojal es descabezar las estatuas del Apolo del saber eterno y estático. Es gozar
con una seguridad también paradojal: la del que se siente más fuerte en la in-seguridad, en el estar
"menos defendido". Como en todo filosofar vitalista se despedazan las madrigueras de la adecuación de
la verdad-proposición y el ser. La alternativa es la "sabiduría del corazón" que abraza el principio de la
intensidad que sólo acepta como verdadero lo que aumenta su propia intensidad.

Miller comprende que esta actitud vitalista es religiosa por ser apertura a lo invisible como fuerza de la
alucinatoria regeneración vital. Es la actitud del Oriente y su mística, de sus candelabros esotéricos que
queman la superficialidad; es el hinduismo del Vedanta, o la sabiduría china del taoísmo. Y, en Plexus,
ese saber es la sabiduría del Tibet que regresa al útero-fuente. Por eso, el existir antiguo es ejemplo de
la humanidad que vibra dentro de las vibraciones del universo, como fuerza, no como idea. Y la
sabiduría antigua y pérdida es también vía para la comprensión del sujeto moderno esclavizado (12).

Y toda respiración mística experimenta que "la vida no está en la forma, sino en la llama". Y la
percepción de la fuerza-llama se inicia en la apertura a la totalidad de lo conocido y lo desconocido; y la
certeza sensible de que la vida "surge de nuevo, gracias a que restablece una circulación ilimitada" (13).

5
Y esto lleva también a un Miller que, en Trópico de Cáncer, exalta la típica aspiración mística por lo
extático: "Hacer cualquier cosa, pero que produzca alegría. Hacer cualquier cosa, pero que produzca
éxtasis" (14). El éxtasis es el salir de sí. Y lo que se encuentra fuera de sí nunca es el mismo filón inmóvil;
lo que se encuentra con intensidad extática es lo más profundo del movimiento que traspasa todo
movimiento. Por eso, Miller recuerda al Milton que expresa: "Amo todo lo que fluye". Por eso el
escritor-artista, que deambula en desiertos donde resiste y escribe, ama el agua. El agua que recuerda y
es lo que fluye. Y lo real es lo que fluye. Y, entonces, con "un grito sangrante de alegría" declara el amor
por el movimiento universal, por todo lo que se mueve: ríos, flujos menstruales, escrituras, el tiempo...

"...amo los grandes ríos como el Amazonas y el Orinoco, donde hombres locos...van flotando a través
del sueño y de la leyenda en una canoa y se ahogan en las bocas ciegas del río. Amo todo lo que fluye
hasta el flujo menstrual que se lleva la semilla infecunda. Amo las escrituras que fluyen, ya sean
hieráticas, esotéricas, perversas, polimorfas o unilaterales. Amo todo lo que fluye, todo lo que lleva que
en sí el tiempo y el devenir, que nos devuelve al comienzo, donde no hay fin" (15).

Vuelta al comienzo: al útero como potencia cosmológica, no como lugar de una regresión psicológica.
El útero, la fuente líquida, la madre de todas las aguas que se metamorfosean en las formas materiales y
el pensamiento. El lugar-origen donde no hay final, conclusión, porque es la vida como la des-medida
"circulación ilimitada"...

IV

Circulación ilimitada es agua que fluye donde ni siquiera los obstáculos se detienen. Los escollos
también son parte de la corriente. El que así vive ya está en una realidad que no ignora la masificación
urbana, la tecnología en sus aspectos negativos, o el conflicto social creado por el hombre. Estos son los
obstáculos que vejan, manipulan o explotan a millones de hombres. Pero que no alcanzan a detener la
corriente de la vida que circula, sin nunca ahogarse.

Y la escritura, a veces, como en Miller, nada en la circulación ilimitada, recupera lo que se derrama, lo
que se excede. El escritor no se aleja así de lo que circula entre el útero y la tumba, fuera del dogma de
religiones, psicoanálisis o ciencias que, cuando no son concientes de sus límites, se proponen como
salvación o gran realización.

Y lo que circula lo hace siempre en un vientre. El mundo como vientre de la Naturaleza, o vientre
materno. Y finalmente el "vientre dentro del cual vivimos y somos, que llamamos mundo" (16).

Desconocer la vida como vientre es olvidar el poder del nacimiento. Un modo de este desconocimiento
es idealizar el estado de gestación o el más allá de la muerte como estados de bienaventuranza. Si nos
situamos en esta actitud, la tumba es refugio y liberación; y los nueve meses de vida fetal son la
felicidad después perdida. Pero algo de felicidad, real y discontinua, viene de elegir el mundo como
vientre. No como tumba. En la historia el miedo primero es lo innominado; después es la zozobra ante la
muerte y, finalmente, es el miedo a la vida. Para la mayoría, entonces, la vida se torna una larga
postergación impuesta por las formas del miedo. Pero en la senda del héroe no se posterga. El sujeto
heroico se lanza en picado en las grietas que conducen a espacios desconocidos dentro del vientre-
mundo.
Espacios que no son sólo humanos...

"El mundo, que no sólo es el mundo humano, es el vientre de todo, del nacimiento, de la vida y la
muerte. El hombre lucha constantemente por constituirse en parte de ese tercer vientre, omnímodo: EL
MUNDO. Es el caos original, el asiento de la creación misma. Ningún hombre lo logra del todo" (17).

Apartarse del vientre-mundo es morir en vida. Un efecto regresivo de las ideas de fijación, que
despedazan el movimiento; y que prefieren la rigidez de la estaca, antes que la carrera de las gacelas. Y
esta regresión produce una "idea viviente de la muerte".

Y dios es otro ácido de la detención. Cuando el ser absoluto ya está realizado, Dios es la cesación del
devenir. Dios imaginado como un sol ya en su máxima potencia es un refugio, un lugar de consuelo.

6
Pero que se separa de lo que circula, de lo que se mueve. La conciencia expandida acepta, por el
contrario, la vida como aquello que se está haciendo. Como un despertar y un abrirse. Estar abierto es
creer en todo, en lo individual y lo colectivo, en tener dinero o no tenerlo. Es frotar con dedos
chispeantes las contradicciones. Y todo es acto (no es pensamiento, pero sí puede ser un acto de
pensamiento). Se actúa cuando no se desvían los poros sensibles del nacimiento, la muerte y el
renacimiento. Este modo de respirar es superación del antropocentrismo, es intuir que a la dinámica del
mundo no le interesa la opinión del hombre:

"El mundo es el mundo, y al mundo le interesa más su propio nacimiento y muerte que la opinión de
Mr. John Doe pueda tener de él" (18).

Y Miller insiste en que el cielo siempre se lo difiere para el mañana. No se vive el presente. Y fuera de
esta ilusión, el artista es fagocitado por un "hambre uterina". El artista (Miller) busca devorar y absorber
todo en el presente, en el ahora. Lo mueve el ansía de devoración desde lo alimentario hasta lo sexual y
el saber. El artista transita "vibraciones uterinas apenas perceptibles". Lucha por revelar "a través de sus
colores la forma oculta de las cosas". El mundo muere y resucita. Y en esa pulsión pendular, el misterio
ríe sin mostrarse. Al acceder a la creación todo adquiere "ritmo divino". No se trata de volver al útero ni
de prever una improbable existencia post-mortem. El animal humano goza si se acerca a un
"movimiento perpetuo de creación en creación". Se penetra entonces en la materia más densa donde
serpientes secretas no dejarán de mudar la piel. Frente a la evidencia de la muerte, la salud responde
con el desborde hacia otro acto creador. Se puede morir, una y otra vez, pero el esqueleto, asegura
Miller, "siempre se levanta y anda…".

El pensar en Miller está fuertemente influenciado por un cuarteto de pensadores tal como reconoce en
el capítulo diez de Plexus II. Este capítulo es también un homenaje a Spengler y La decadencia de
Occidente, un "poema mundial". El escritor confiesa siempre haber encontrado alimento filosófico en
Nietzsche, Dostoievsky, Elie Faure y Spengler (19). Filósofos reales e históricos que acompañan el
deambular del artista. Que también imagina su modelo de filósofo en Roy Hamilton, en Trópico de
Capricornio (20).

Y, de forma más esquiva, el pensamiento de Henry Miller expone uno de sus pináculos en una
exaltación musical del ser que supera las trampas maniqueas del lenguaje. Cuando así lo desea el sujeto,
lo lingüístico es usina de argumentos, rotundos e inmodificables. A veces se afirma el bien, como altar
de una verdad final. A esta afirmación le corresponde, como contrapunto, una noción del mal
igualmente concluyente. Muchas veces, las palabras participan de un choque insuperable de opuestos.
Estamos así en el territorio del dualismo. Esto es: el bien-verdad frente al mal-falsedad.

Y el fundamentalismo dualista del lenguaje congela lo que se mueve; y lo verbal es, por tanto, ciego a
los cambios y lo inesperado. Para nadar en la realidad libre del bien final se debe dejar que el
movimiento sea. Un moverse que conserva las identidades. Pero que también multiplica lo diferente. El
lince es uno. Sin embargo, en su carrera es muchos felinos, que se revelan en las imágenes instantáneas
que pueden ser descompuestas por la imaginación, o por una sucesión de fotogramas, donde el mismo
animal (identidad) se multiplica en muchos (crecimiento sin fin de las diferencias).

Y lo que deviene multiplicándose en nuevas combinaciones o diferencias es existencia musical. No es


existir a la manera de una "roca feliz", como afirma Miller en el final de El trópico de Capricornio. Se
puede vivir con la felicidad de la piedra segura de sí. Pero la roca siempre transpira rodeada por un
océano. La apariencia de lo fijo se desmorona ante la fluidez oceánica. La "roca" inmóvil del yo se
descompondrá, finalmente, en el momento de la muerte física. Pero la fluidez puede percibirse en vida.
Un percibir que es posible cuando nos liberamos de los dualismos maniqueos, o de los dogmas
teológicos que no quieren perder su monotonía. Aquí surge el sentimiento de flotar en un océano de
creatividad inagotable, distinto de todo discurso de la verdad. Porque "… la verdad puede ser también
una mentira. La verdad no es suficiente. La verdad es sólo el núcleo de una totalidad que es inagotable"
(21). La "totalidad que es inagotable" en nada depende del lenguaje que demuestra o explica. La verdad
lógica es legitima dentro de sus límites. Pero quien, fuera de ese límite, se zambulle en la fluidez marina

7
resuena con "la vida musical". Y la música aquí "es una profanación del silencio en provecho del silencio,
y por tanto, está por encima del bien y el
mal" (22).

El efecto de la vida musical es favorecer a A (silencio) y a B (silencio). Así se celebra la contradicción,


que no es aminorada por ninguna demanda de una verdad lógica y universal, y sin contradicciones. Los
opuestos son a la vez, más allá del bien y del mal. Y el ser se reenciende en una vida musical porque "la
música no incita ni defiende". Podemos entonces respirar liberados de las grandes demostraciones, y de
las verdades mayúsculas que odian todo lo diferente de sí. Este modo de percibir amanece cuando se
"ha dejado de pensar en Dios", en el dios que ambiciona sostener (Él solo y sus seguidores) la única
verdad que baila con el viento…

VI

El desierto no es sólo el del Sahara o Gobi. Hay desiertos interiores, y el otro…que avanza sobre la
ciudad… Labios de arena pronuncian su sequedad entre las calles. Las fachadas parecen impecables,
pero todas las superficies están empolvadas. Volutas de polvo se desprenden de los techos, los trajes,
los transeúntes, los automóviles...

El dragón de la sequedad domina el tiempo. El agua aquí no se rejuvenece. Rayos de estrellas y luna, y
luces de carteles, se concentran en ventanas y pisadas. Entonces, Ella, sobre una cama de cobras y
magnolias, espera…espera que alguien acaricie y penetre su desnudez. Nunca estuvo vestida. Quizá por
eso la indiferencia a su misterio la viste de ausencia...

Y Ella quiere guiar al artista que escribe, al que encontró en el desierto una escritura todavía líquida,
escrita con letras de agua. Quiere guiarlo para que explore sus secretos vaginales y anales; quiere que su
saliva y escupitajos humedezcan sus senos, su clítoris, sus nalgas y su ano. Ella quiere que la
prolongación de El, con suavidad y dureza, derrame lava dentro de su secreto. Ella guía hacia el
despertar de los volcanes, hacia la vida reencendida, en las playas del cuerpo de agua y mujer…

En Miller la sexualidad no siempre es despegue poético, o elixir de placeres místicos. En Sexus los
encuentros sexuales son descriptos con lacerante rudeza a fin de reflejar, en parte, la profanación del
goce sexual en el mundo moderno (23).

Y el eros y el orgasmo, como en las tradiciones de las ars eroticas de un erotismo sagrado, como lo
recuerda la célebre obra de Bataille, se unen en una breve muerte, en una experiencia de gran fusión o
comunión con una totalidad sensible, muy distinta a la palabra todo: "Me da tanta rabia conmigo
mismo, que podría matarme...y en cierto sentido, es lo que me sucede todas las veces que tengo un
orgasmo. Por un segundo me destruyo. Entonces ni siquiera hay un yo...no hay nada, ni siquiera una
mujer. Es como recibir la comunión. Te lo lo juro. Luego durante unos momentos, siento como una
especie de ardor espiritual...." (24). Es el ardor donde la vida se acrecienta en su intensidad fogosa, en su
superar los opuestos que dividen o generan el conflicto. Por el orgasmo-éxtasis relampaguea el breve
instante del olvido del yo, una muerte efímera de la identidad y, por tanto, de comunión con una
realidad ya no dividida.

Pero un Miller que surca con toda la grandeza poética el abismo del eros se muestra en la "Coda" (25)
de Trópico de Capricornio…
El artista camina en la noche, por las calles de Brodway, en la New York donde nació. Lo inunda un
sentimiento de soledad y olvido de Ella. Pero la hiedra del recuerdo no ha sido completamente
extirpada. Por eso decide escribir un libro sobre Ella para inmortalizarla y, en ese acto, olvidarla.
Mientras deambula, recuerda también experiencias amorosas frustradas de juventud. A los 30 años
decide un gran cambio de vida. Y cuando el deseo es muy grande, se convierte en realidad. Al llegar a
este desfiladero, es más importante lo que se es que la acción. El escritor que medita se siente entonces
un ángel. Porque puede volar, y bajar a lo más bajo, y después subir, subir… Así respira desposeído del
pasado.
Y llega a la sala de baile...

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Allí, la redescubre a Ella, con su sonrisa "inteligente, misteriosa, fugitiva". Una sonrisa que amanece, de
repente, "como un soplo de viento". Y la mujer avanza como un "ave humana envuelta en una gran piel
suave". Ella es América, alada, asexuada. Con Ella es inevitable la contemplación hechizada, y la
aproximación vacilante, el balbuceo que talla un puente de palabras. Pero el artista no puede capturar
lo que silba entre esas palabras.

El diálogo se cuaja en dos rellanos: Ella le habla de un hombre misterioso que, de repente, sin razón, le
levantó la falda y que, después, supuestamente, se suicidó. Y Ella habla desde un promontorio de
sueños, donde lo real y lo onírico no pueden ser separados. Desde su recinto de cristal, Ella parece
hablar "sin principio ni fin". El tiempo se desvanece en lo atemporal. Y entonces Ella se aleja con sus ojos
de lago profundo, con sus cabellos y labios de girasol...

Y el artista disfruta del primer domingo de su nueva vida. Miller está tumbado sobre una hoja verde.
Recuerda nuevamente a Ella. Pero no es un recuerdo de nostalgia resignada, un sentimiento de una
lejanía sin placer, la despedida del fuego. Es la evocación de Ella que acerca al ser que crea las aguas y
todo lo que se mueve; es la recuperación de algo más vivo: "miro el sol estallando en tu matriz...".
Entonces, el artista experimenta un "trance de matriz"; trance a través de la mujer, como símbolo y
sensación, que nos hace sentir algo más importante que uno mismo. Retorno y continuidad de la mujer-
símbolo, de lo femenino como escalera entre nubes de sensualidad y gnosis (26).

Por la mujer extendida hasta el pasado geológico de la tierra, o la distancia de las estrellas, el escritor
sabe que lo intenso no conoce el fondo; sabe que debe romper los platillos del equilibrio construido a
costa de no fundirse con las corrientes del ser, de la piel, de la materia secreta.

Y se dice: "…el sol está en tu matriz"... en la matriz de Ella. En el agua, que no deja de atravesar los
desiertos… (*)

(*) Fuente: Esteban Ierardo, "Cuerpo de agua y mujer. El pensamiento vitalista de Henry Miller", editado
aquí de forma original.

Citas:
(1) Henry Miller, Trópico de Capricornio, Barcelona, ed. Seix Barral, 1984, p. 222 (trad. Carlos Manzano).
(2) Alusión al Zaratustra de Nietzsche. Miller y el autor de Así hablaba Zaratustra comparten una misma celebración
de la vida que siempre aspira a ser más vida. El movimiento continuo, la creación como acto que nunca concluye,
una recuperada sacralización del cuerpo y los sentidos, son otras de las coincidencias entre ambos creadores. La
obra de Miller, con su propia dirección, navega en el mar del vitalismo moderno, donde además de Nietzsche,
brillan los veleros de Bergson o Simmel.
(3) H. Miller, Trópico de Capricornio, op. cit., p. 223.
(4) Ibid., p. 250.
(5) "El norteamericano, que se mueve en rebaño, instintivamente es un traidor: al grupo, al país, la raza, la
tradición. No sabe con claridad por qué se esfuerza, pero sí sabe que quiere una oportunidad, y se propone
aprovecharla, cuando pueda, aunque implique la destrucción del mundo. Es un nihilista inconciente. Cualquier
relación con el europeo es vaga y rara, imaginada más que sentida. Espiritualmente, está más cerca de los alemanes
y los japoneses que de los franceses. No es democrático, ni libertario: es una bomba de tiempo humana
cuidadosamente recubierta, como una momia por vendajes idealistas", en H. Miller, La sabiduría del corazón,
Buenos Aires, ed. Sur 1966, p. 51-52 (trad. María Raquel Bengolea).
(6) Anaïs Nin encuentra en El Coleccionista la confirmación del estereotipo de la banalización del sexo en el mundo
occidental, que lo reduce a sus formas más inmediatas: rápida desnudez completa, acto sexual restringido a la
genitalidad y penetración. En la reducción a un placer veloz y sin preámbulos o demoras, el sexo se divorcia del
eros. Lo erótico se pierde como acto ritual, como construcción poética donde además de la proximidad o el
contacto físico se agregan el fuego de la imaginación, la emoción y la experiencia, aunque fuere intuitiva, de que el
despliegue del eros no sólo es acto de gratificación biológica sino, a la vez, de comunicación con fuerzas más
primitivas e intensas. Fuerzas que, por la sensualidad, devuelven a los amantes la percepción de la fuente vital que
trasciende las demandas del ego, y los límites de la vida prosaica.
(7) Anaïs Nin publicó Henry Miller, su mujer y yo, obra luego editada con su título simplificado: Henry and June.
Contiene el recuerdo de vínculos con el escritor, y su esposa, en el periodo entre 1932 y 1934. La trama incluye
detalles de las relaciones íntimas en que se vieron envueltos Anaïs, Henry y su mujer, June. Este nexo triangular
alimenta la prosa erótica que Nin despliega en el Delta de Venus y Pájaros de fuego.
(8) Henry Miller, Plexus II, Barcelona, Seix Barral, 1982, p. 80 (trad. Luis G. de Echevarri).

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(9) El ojo vitalista de Miller descubre un pensar sensitivo en Balzac, en su particular novela Seraphita, y su relato
Louis Lambert, el doble del escritor, que no era solamente "el copain,...el alter ego, sino el yo verdadero de Balzac,
el yo angélico que fue muerto en la lucha con el mundo". Se entusiasma con la obra de Brassai, el fotógrafo
surrealista antes que los surrealistas; en él "lo que a la vista le resulta más familiar, lo que ha llegado a ser trivial y
gastado, adquiere con el toque de su lente mágica propiedades de cosa singular". La mención a D.H. Lawrence no
puede estar ausente. En el ensayo "Hacia el futuro", fragmento de The World of Lawrence, Miller piensa al autor de
El amante de Lady Chatterley y La serpiente emplumada, como espíritu trágico, precursor de una transformación
para quienes no quieren morir en la apariencia de un orden pasado: "los llamados modernos son los viejos y
cansados que ven en un nuevo orden colectivo la dulce liberación de la muerte. Para ellos cualquier cambio es
bueno. Lo que esperan es el fin. Pero hay otra clase de moderno que entra a ciegas en la lucha. Para constituir
aquello para lo cual no hay nombre todavía. A esa clase de hombres se dirigía Lawrence. Ha terminado la
presentación apolínea. Ha empezado el baile. Los hombres que vendrán son los músicos del nuevo orden, los
portadores de la semilla, los espíritus trágicos". Miller también hace un homenaje a Blaise Cendras. Y el actor Raimu
se le aparece como ejemplo de lo humano y de la plasticidad en la expresión de los sentimientos; frente a él, se
siente algo de la impersonalidad de quien comunica más allá del propio yo (como en todo genuino artista). Por eso
"en todos sus papeles, tengo la sensación de esta presencia, una lucha que es la suya propia; siento que desde su
nacimiento, ha perdido el privilegio de perseguir la vida y la felicidad que teóricamente, si no en la práctica, se
supone corresponde a todos los hombres".
(10) H. Miller, La sabiduría del corazón, op. cit., p. 34.
(11) Ibid., p.36.
(12) "Los hombres de la antigüedad conocían a los dioses: se veían frente a frente. El hombre no estaba alejado, en
su conciencia de sí mismo, de los órdenes superiores ni de los inferiores de la creación. En la actualidad el hombre
está aislado. En la actualidad el hombre vive como un esclavo. Peor todavía. Somos esclavos los unos de los otros.
Hemos creado una situación hasta ahora desconocida, una situación enteramente singular; nos hemos convertido
en esclavos de esclavos", en H. Miller, Plexus II, op. cit., p.7.
(13) "Los tipos más encumbrados de hombres siempre han sido partidarios de la circulación ilimitada. Han sido
realmente intrépidos y no han buscado ni la riqueza ni la seguridad, salvo dentro de sí mismos. Al abandonar todo lo
que más apreciaban, hallaron el camino a una vida más grande. Su ejemplo todavía nos estimula, aunque los
seguimos más con los ojos que con el corazón. Si es que lo seguimos. Nunca trataron de mandar, sino sólo de guiar.
El verdadero conductor no tiene necesidad de mandar, le basta con señalar el camino. A menos que nos
convirtamos en nuestro propios conductores, contentos con ser lo que estamos en proceso de llegar a ser, seremos
siempre servidores e idólatras.", H. Miller, La sabiduría del corazón, op. cit., p.40.
(14) H. Miller, Trópico de Cáncer, Buenos Aires, Santiago Rueda, p.228.
(15) Ibid., p 232-33.
(16) H. Miller, La sabiduría del corazón, op. cit., p. 76.
(17) Ibid, p.77.
(18) Ibid., p.85.
(19) "En todos los períodos decisivos de mi vida he tropezado, al parecer, con el autor que necesitaba para
sostenerme. Nietzsche, Dostoievsky, Elie Faure, Spengler: ¡qué cuarteto! Había otros, naturalmente, que también
eran importantes en ciertos momentos, pero no poseían la amplitud, toda la grandeza de estos cuatro. ¡Fueron los
cuatro jinetes de mi Apocalipsis privado! Cada uno de ellos representaba plenamente su cualidad singular.
Nietzsche el iconoclasta, Dostoievsky el gran inquisidor, Faure el mago y Spengler el constructor de esquemas", H.
Miller, Plexus II, op. cit., p. 255.
(20) Ver H. Miller, Trópico de Capricornio, op.cit, pp. 114-118.
(21) Ibid, p.256.
(22) Ibid., p. 255.
(23) Ver H. Miller, Sexus, ed. Edhasa.
(24) H. Miller, Trópico de Cáncer, op. cit., p. 123.
(25) Ver H. Miller, Trópico de Capricornio, op. cit., pp.255-267.
(26) En la edad media, el amor cortés, y el grupo de los fieles del amor, entre los que se encontraba Dante, alimenta
una idealización de la mujer como símbolo de la sophia, la sabiduría que conduce a la comunión con una realidad
absoluta, en cuanto absuelta de la finitud, los dualismos y los opuestos. El romanticismo retoma la admiración de lo
femenino como mujer fatal; y, en Baudelaire, se alaba la belleza femenina, en parte construida por el maquillaje y el
vestuario, que revela una realidad que trasciende lo natural.

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LA EVOLUCIÓN CREADORA. Henry Miller

No hay absolutamente ninguna transición desde este sueño, el más agradable que conozco,
hasta el meollo de un libro llamado La evolución creadora. En este libro de Henri Bergson, al
que llegué con la misma naturalidad que al sueño de la tierra de más allá del límite, vuelvo a
estar completamente solo, vuelvo a ser un extranjero, un hombre de edad indeterminada
parado ante una puerta de hierro observando una metamorfosis singular por dentro y por
fuera. Si este libro no hubiera caído en mis manos en el momento en que lo hizo, quizá me
habría vuelto loco. Llegó en un momento en que otro mundo enorme se estaba
desmoronando en mis manos. Aunque no hubiese entendido una sola cosa de las escritas en
este libro, aunque sólo hubiera preservado el recuerdo de una palabra, creadoras, habría sido
suficiente. Esta palabra era mi talismán. Con ella podía desafiar al mundo entero, y sobre todo
a mis amigos.

Hay ocasiones en que tiene uno que romper con sus amigos para entender el significado de
la amistad. Puede parecer extraña, pero el descubrimiento de este libro equivalió al
descubrimiento de una nueva arma, un instrumento, con el que podía cercenar a todos los
amigos que me rodeaban y que ya no significaban nada para mí. Este libro se convirtió en mi
amigo porque me enseñó que no tenía necesidad de amigos. Me infundió valor para
permanecer solo, me permitió apreciar la soledad. Nunca he entendido el libro; a veces
pensaba que estaba a punto de entender, pero nunca llegué a hacerlo verdaderamente. Para
mí era más importante no entender. Con este libro en las manos, leyendo en voz alta a los
amigos, llegué a entender claramente que no tenía amigos, que estaba solo en el mundo.
Porque, al no entender el significado de las palabras, ni yo ni mis amigos, una cosa quedó muy

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clara y fue que había formas diferentes de no entender y que la diferencia entre la
incomprensión de un individuo y la de otro creaba un mundo de tierra firme más sólido que las
diferencias de comprensión. Todo lo que antes creía haber entendido se desmoronó e hice
borrón y cuenta nueva. En cambio, mis amigos se atrincheraron muy sólidamente en el
pequeño pozo de comprensión que se habían acabado para sí mismos. Murieron
cómodamente en su camita de comprensión, para convertirse en ciudadanos útiles del mundo.
Los compadecí, y muy pronto los abandoné uno a uno sin el menor pesar.

Entonces, ¿qué es lo que había en ese libro que podía significar tanto para mí y, aun así,
parecer oscuro? Vuelvo a la palabra creadora. Estoy seguro de que todo el misterio radica en la
comprensión del significado de esta palabra. Cuando pienso ahora en el libro, y en la forma
como lo abordé, pienso en un hombre que pasa por ritos de iniciación. La desorientación y
reorientación que acompaña a la iniciación en cualquier misterio es la experiencia más
maravillosa que se pueda vivir. Todo lo que el cerebro ha trabajado durante toda una vida para
asimilar, clasificar y sintetizar tiene que descomponerse y volver a ordenarse. ¡Día conmovedor
para el alma! Y, naturalmente, eso se desarrolla, no durante un día, sino durante semanas y
meses. Te encuentras por casualidad a un amigo en la calle, a un amigo que no has visto
durante varias semanas, y se ha vuelto un absoluto extraño para ti. Le haces señas desde tu
nueva posición elevada y, si no las comprende, pasas de largo... para siempre. Es exactamente
como limpiar de enemigos el campo de batalla: a todos los que están fuera de combate los
rematas con un rápido mazazo. Sigues adelante, hacia nuevos campos de batalla, hacia nuevos
triunfos o derrotas. Pero, ¡sigues! Y, a medida que avanzas, el mundo avanza contigo, con
espantosa exactitud. Buscas nuevos campos de operaciones, nuevos especímenes de la raza
humana a quienes instruyes pacientemente y dotas de nuevos símbolos. A veces escoges a
aquellos a quienes antes no habías mirado. Pruebas a todos y todo lo que queda a tu alcance,
con tal de que ignoren la revelación.

Así fue como me encontré sentado en el cuarto de remiendos del establecimiento de mi


padre, leyendo en voz alta a los judíos que allí trabajaban. Leyéndoles esa nueva Biblia al modo
como Pablo debió de hablar a los discípulos. Con la desventaja adicional, desde luego, de que
aquellos pobres diablos judíos no sabían leer en inglés. Principalmente me dirigía a Bunchek el
cortador, que tenía inteligencia de rabino. Abría el libro, escogía un pasaje al azar y se lo leía
traduciéndolo a un inglés casi tan primitivo como el pidgin. Después intentaba explicárselo,
escogiendo como ejemplo y analogía las cosas con las que estaban familiarizados. Me
asombraba lo bien que entendían, cuánto mejor entendían, pongamos por caso, que un
profesor universitario o un literato o un hombre instruido. Naturalmente, lo que entendían no
tenía nada que ver, a fin de cuentas, con el libro de Bergson, en cuanto libro, pero, ¿acaso no
era ésa la intención de semejante libro? A mi entender, el significado de un libro radica en que
el propio libro desaparezca de la vista, en que se lo mastique vivo, se lo digiera e incorpore al
organismo como carne y sangre que, a su vez crean nuevo espíritu y dan nueva forma al
mundo. La lectura de ese libro era una gran fiesta de comunión que compartíamos, y el rasgo
más destacado era el capítulo sobre el Desorden que, por haberme penetrado hasta los
tuétanos, me ha dotado con un sentido del orden tan maravilloso, que, si de repente un
cometa se estrellara contra la tierra y sacase todo de su sitio, dejara todo patas arriba, volviese
todo del revés, podría orientarme en el nuevo orden en un abrir y cerrar de ojos. Tengo tan
poco miedo al desorden como a la muerte y no me hago ilusiones con respecto a ninguno de

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los dos. El laberinto es mi terreno de caza idóneo y cuanto más profundamente excavo en la
confusión, mejor me oriento.

Con La evolución creadora bajo el brazo, tomo el metro elevado en el Puente de Brooklin
después del trabajo e inicio el viaje de regreso al cementerio. A veces entro en la estación de
Delancey Street, en pleno corazón del ghetto, después de una larga caminata por las calles
atestadas de gente. Entro al metro elevado por la vía subterránea, como un gusano que se ve
empujado por los intestinos. Cada vez que ocupo mi lugar entre la multitud que se arremolina
por el andén, sé que soy el individuo más excepcional ahí abajo. Contemplo todo lo que está
ocurriendo a mi alrededor como un espectador de otro planeta. Mi lenguaje, mi mundo, los
llevo bajo el brazo. Soy el guardián de un gran secreto; si abriera la boca y hablase, paralizaría
el tráfico. Lo que puedo decir, y lo que me callo cada noche de mi vida en ese viaje de ida y
vuelta a la oficina es dinamita pura. Todavía no estoy preparado para lanzar mi cartucho de
dinamita. Lo mordisqueo meditativa, reflexiva, persuasivamente. Cinco años más, diez años
más quizás, y aniquilaré a esta gente totalmente. Si el tren, al tomar una curva, da un violento
bandazo, me digo para mis adentros:«¡Muy bien!¡Descarrrila! ¡Aniquílalos!» Nunca pienso que
yo corra peligro, si el tren descarrila. Vamos apretujados como sardinas y toda la carne caliente
apretada contra mí distrae mis pensamientos. Me doy cuenta de que tengo las piernas
envueltas en las de otra persona. Miro a la chica que está sentada frente a mí, le miro a los
ojos directamente, y aprieto las rodillas con más fuerza en sus entrepiernas. Se pone
incómoda, se agita en su asiento, y, por fin, se dirige a la chica que va a su lado y se queja de
que la estoy molestando. La gente de alrededor me mira con hostilidad. Miro por la ventana
como si tal cosa y hago como si no hubiera oído nada. Aunque quisiera retirar las piernas, no
puedo. Sin embargo, la chica, poco a poco, empujando y retorciéndose violentamente,
consigue desenredar sus piernas de las mías. Me encuentro casi en la misma situación con la
chica que está a su lado, aquella a la que dirigía sus quejas. Casi al instante siento un contacto
comprensivo y después, para mi sorpresa, le oigo decir a la otra chica que son cosas que no se
pueden evitar, que la culpa no es de ese hombre, sino de la compañía por llevarnos apiñados
como corderos. Y vuelvo a sentir el estremecimiento de sus piernas contra las mías, una
presión cálida, humana, como cuando le estrechan a uno la mano. Con la mano libre me las
arreglo para abrir el libro. Mi propósito es doble: primero, quiero que vea qué clase de libro
leo; segundo, quiero poder continuar con nuestra comunicación de las piernas sin llamar la
atención. Da excelente resultado. Cuando el vagón se vacía un poco, consigo sentarme a su
lado y conversar con ella... sobre el libro, naturalmente. Es una judía voluptuosa con enormes
ojos claros y la franqueza que da la sensualidad. Cuando llega el momento de salir, caminamos
del brazo por las calles, hacia su casa. Estoy casi en los límites del antiguo barrio. Todo me es
familiar y, sin embargo, repulsivamente extraño. Hace años que no he paseado por estas calles
y ahora voy caminando con una muchacha judía del ghetto, una muchacha bonita con
marcado acento judío. Parezco fuera de lugar caminando a su lado. Noto que la gente se
vuelve a mirarnos. Soy el intruso, el goi que ha venido al barrio a ligarse a una gachí que está
muy rica y que traga. En cambio, ella parece orgullosa de su conquista; va fardando conmigo
ante sus amigas. ¡Mirad el ligue que me he echado en el metro! ¡Un goi instruido, refinado!
Casi oigo sus pensamientos. Mientras caminamos despacio, voy estudiando el cariz de la
situación, todos los detalles prácticos que decidirán si quedaré con ella para después de cenar
o no. Ni pensar en invitarla a cenar. La cuestión es a qué hora y dónde encontrarnos y cómo

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haremos, porque, según me informa antes de llegar al portal, está casada con un viajante de
comercio y tiene que andarse con ojo. Quedo en volver y encontrarme con ella en la esquina
frente a la pastelería a cierta hora. Si quiero traer a un amigo, ella traerá a una amiga. No,
decido verla sola. Quedamos en eso. Me estrecha la mano y sale corriendo por un corredor
sucio. Salgo pitando hacia la estación y me apresuro a volver a casa para engullir la comida.

Es una noche de verano y todo está abierto de par en par. Al volver en el metro a buscarla,
todo el pasado desfila caleidoscópicamente. Esta vez he dejado el libro en casa. Ahora vuelvo a
buscar a una gachí y no pienso en el libro. Vuelvo a estar a este lado del límite, y a cada
estación que pasa volando mi mundo se va volviendo cada vez más diminuto. Para cuando
llego a mi destino, soy casi un niño. Soy un niño horrorizado por la metamorfosis que se ha
producido. ¿Qué me ha pasado, a mí, un hombre del distrito 14, para bajar en esta estación en
busca de una gachí judía? Supongamos que le eche un polvo efectivamente; bueno, ¿y qué?
¿Qué tengo que decir a una chica así? ¿Qué es un polvo, cuando lo que busco es amor?

— Henry Miller, Trópico de Capricornio, trad. Carlos Manzano (México: Punto de lectura, 2011)
275-281 pp.

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