Está en la página 1de 9

Una profesión en peligro

Conseguir un maestro integrador


para los chicos con discapacidad
se volvió una odisea
El Estado impulsa por ley la educación inclusiva, sin embargo es
difícil conseguir especialistas por las precarias condiciones de
trabajo que tienen.

Agradecidas por la posibilidad de sacar a la luz su complicada realidad


laboral, que mayormente se desconoce, las maestras integradoras cargan
con la cruz de la invisibilidad y la indiferencia. “Nadie sabe que
existimos, menos qué hacemos”, es el pensamiento de las
profesionales que consultó Clarín. “¿En qué trabajo laburás de lunes a
viernes y no cobrás durante seis meses? Y encima, no sólo no te pagan, sino
que tenés que reclamar todos los días a las obras sociales, que encima te
maltratan”, exclaman en carne viva. Así empieza esta historia de gente
luchadora, preparada y urgida por ser escuchada.

El maestro (o maestra) integrador, también llamado acompañante personal


no docente (APND) tiene como objetivo principal acompañar a chicos
con alguna discapacidad (TGD, autismo, síndrome de Down), en la
asimilación de las actividades diarias dentro del aula y en la interacción con
el resto de sus compañeros. No tienen cargos docentes, tampoco
paritarias y son externos a la escuela aunque estén dentro del aula. Cobran
$10.900 por mes y la mayoría padece la falta de pago.

No existe una regulación que las ampare, no pertenecen ni a Salud ni a


Educación, tampoco tienen paritarias; sólo recibieron un 5 % de
aumento en 2017 y ni un centavo en lo que va del año. "La Agencia de
Discapacidad, que es la que nos determina los aumentos, no entiende que
ganamos miseria y encima no nos atiende; la Superintendencia de Salud,
que es la que manda los pagos a las obras sociales nos ningunea, y cuando
los mandan, las obras sociales nos bicicletean”. Este es el pedido de auxilio
de Yesica Cozzetto, Laura Luquet, Mariana Arce, Micaela Iturrioz, Romina
Crocetta, Karina Herrera y Patricia Guarino, quienes, inquebrantables,
mantienen una desgastante lucha por cobrar una tarea que
despliegan con pasión y compromiso.

Como contrapartida, el Estado impulsa la educación inclusiva a partir de la


Ley 26.206 que, desde 2006, establece que los padres pueden inscribir a
sus hijos con capacidades diferentes en escuelas regulares. Según un
relevamiento de la Secretaría de Gestión Educativa de la Nación hay 35.000
docentes integradores y de escuelas especiales, que acompañan a unos
77.000 alumnos (de nivel inicial, primario y secundario). Sin embargo,
escasean los maestros integradores, que interrumpen los tratamientos
por semejante destrato y, luego, cuesta mucho conseguir
reemplazantes.

La lucha de las integradoras es adentro y afuera del aula. Adentro porque


no son totalmente bienvenidas; es más, muchos docentes que tienen el
poder del aula los miran con recelo y los catalogan de estorbos y
obstáculos. “Hay ignorancia y cerrazón, temen que los chicos que necesitan
integración les revolucionen la clase. Es una cadena insoportable que
empieza en los padres que presionan a los directores y estos a los maestros
de grado, quienes nos hacen el vacío”, describe Karina Herrera, madre de
dos chicos con autismo. “Intentamos guiar a los maestros con métodos para
facilitar el aprendizaje de los integrados, lo que a veces provoca un choque
de autoridades”, revela Iturrioz. Asiente Arce, que acota: “Nos ven como
intrusos, y quieren sacarnos de encima”. Para Guarino “muchos maestros
no tienen recursos para tratar con los chicos integrados como sí nosotros,
que podemos ayudarlos para que tengan más dignidad e independencia”.

Y afuera del aula “estamos cobrando, cada muerte de obispo, $10.900, con
90 o 120 días de atraso, y nadie nos atiende en la Agencia
Nacional de Discapacidad”, aseguran calientes. "En la Agencia nos
dicen: 'Hay otros profesionales disponibles, si no les gusta, ya saben...'. Y no
les importa nada del vínculo afectivo y educativo que construimos con los
alumnos. Esa relación integrador-asistido es clave para el avance del chico",
despacha con enfado Arce.

La desazón es tan grande que se pone en jaque el futuro de esta


profesión. “Vemos un futuro negro, estamos más cerca de abandonar y
dedicarnos a otra cosa”, es el denominador común de las quejas.
"Esperamos, esperamos, pero siempre salimos perdiendo. Parece que no
entienden que se trata de una profesión en extinción", se lamentan Crocetta
y Herrera.

“Predomina una desvalorización general, tanto hacia el profesional como al


paciente”, desliza Cozzetto, que asiste a una niña con síndrome de Noonan,
un trastorno que afecta el desarrollo corporal y madurativo. “Se hace muy
complicado mantener el puesto por más amor y convicción que
tengas. ¿Cómo le explico yo a la familia de esta niña?”. Luquet, que asiste a
una chica sorda, alza la voz: “No nos podemos enfermar porque somos
monotributistas, no tenemos vacaciones ni aguinaldo. Estamos cansadas de
pelear y reclamar”. Iturrioz remarca “la nula intención de hacer algo para
mejorar. Este año decidí correrme porque económicamente se me hace
insostenible”. Especializada en lenguaje de audición, Arce apunta a lo
delicado y demandante que es el trabajo. “No podemos dejar a
nuestros chicos solos ni en el recreo. Y si voy al baño, antes tengo que
avisar”.
Crocetta tiene cuatro trabajos pero no cobra en tres. Atraviesa un
momento bisagra, está embarazada y mira el horizonte laboral con
escepticismo. “Soy inquilina, mi marido es docente y trabaja de albañil para
ayudarme. ¡Cómo hago para seguir adelante! Con dolor pienso en
abandonar los tratamientos, lo que me provoca una enorme tristeza
porque he construido un fuerte vínculo con los chicos y sus familias”.

Iturrioz hace malabares para exteriorizar una mueca de felicidad con los
progresos de Valentina (18), que padece una parálisis cerebral. “No puede
escribir ni tiene desarrollado el lenguaje oral, pero son conmovedores sus
avances”.

Las integradoras están atravesadas por sensaciones encontradas: el amor


que sienten por su labor y esa espada de Damocles que escarba
en la herida. “Es difícil trabajar tranquila y dar lo mejor. Vivimos en un
país que no te da tregua en lo económico”, coinciden Iturrioz, Crocetta y
Guarino. “Nos vinculamos afectivamente con el paciente y su familia, y nos
sentimos fantásticos cuando advertimos un avance, y nos mortificamos
cuando se pone en riesgo la continuidad del tratamiento. Y hasta los
propios familiares se decepcionan si damos un paso al costado,
pero, ¿quién piensa en nosotras? Necesitamos que nos traten dignamente
porque nos esforzamos para que los chicos puedan tener una calidad de
vida mejor. Nos duele que el sistema educativo, y el de salud
también, dejen afuera a los chicos y, por ende, a los que nos
dedicamos a integrarlos”.

La charla se diluye... Queda una reflexión final que vaticina un futuro


agorero. “Cada vez será más difícil conseguir integradoras, ya que con
10.900 mangos, nadie quiere trabajar de lunes a viernes, 20 horas
semanales y encima cobrando cada muerte de obispo”. Y se despiden
cabizbajas: “No esperamos grandes respuestas, sí que se conozcan las
condiciones en las que trabajamos”.
Julián padece TEA, un tipo de trastorno autista que afecta la interacción y
el aprendizaje. Su mamá, Karina Herrera (que integra AFAPPREI, comisión
integrada por familias y prestadores por la inclusión), lo lleva a un jardín,
en Barracas, donde su directora no lo quiere y deja en evidencia ese
destrato. “Lo discriminan porque esa señora (la directora) se adueña de las
instalaciones y no entiende que Julián tiene derechos para formar parte,
existe una ley de educación inclusiva que lo permite y un Estado que, se
supone, estimula la inclusión”. Karina, sola contra el mundo -con un
exmarido borrado y con un segundo hijo que padece otra variante de
autismo- tiene una fuerza envidiable que nada la frena cuando se trata de
sus crias. “Hay una desprotección y una falta de humanidad escalofriantes”,
se quiebra Karina, quien sin trabajo subsiste con los restitos de una vieja
indemnización.

Psicopedagoga, Romina Crocetta (38) tiene cuatro alumnos con


capacidades diferentes. Cansada del bicicleteo y la falta de pago, está por
abandonar un tratamiento con un nene de 12 años, con autismo no verbal
severo, a quien acompaña en Ramos Mejía. Por este trabajo no cobró un
peso en todo el año. “Estoy saturada de llevar todos los meses la factura a
Osecac, donde me dicen que la Superintendencia de Salud no la habilita
porque no figuro en el registro nacional de prestadores. Yo presenté todos
los papeles correspondientes en la obra social y siempre me dijeron que
tenía todo al día”. En otro de sus trabajos, en la escuela Don Bosco, de
Congreso, tampoco cobró en 2018. “Me deben más de 70 mil pesos pero en
OSPSA, la obra social, me ponen excusas y trabas, ya no saben qué
inventar. Me duele pensar en dejar a los chicos, pero tengo que pesar en mí
y este trabajo ya no da para más”.

SERGIO TARICCO, SUPERINTENDENTE DE SALUD: “NO VEO


MOTIVOS POR LOS QUE LAS OBRAS SOCIALES NO LES
PAGUEN A LOS INTEGRADORES"
"Nosotros desde la Superintendencia de Servicios de Salud (SSS) enviamos,
cada mes, una cifra cercana a los 1.400 millones de pesos que van para las
Obras Sociales, que son las que deben redistribuir el monto de acuerdo a las
facturas que reciben de los prestadores de salud. A los 30 días de
entregadas esas facturas deberían estar cobrando. ¿Se entiende?”, hace
saber Sandro Taricco, el Superintendente de Salud.

“El 40 por ciento del presupuesto de la Superintendencia -desmenuza


Taricco- es destinado al área de discapacidad. O sea que plata hay, no
deberían haber reclamos de profesionales por falta de pago. Y de eso estoy
convencido porque yo soy el que envía la plata a una cuenta al Banco
Nación”.

-Pero hay profesionales que aseguran no estar cobrando... Y


muchos desde hace varios meses...

-Me llama la atención esa demora. No veo motivos.

-¿Por qué no están pagando, entonces?

-Sí que estamos pagando. Hay obras sociales a las que la Superintendencia
de Salud les transfiere unos 250 millones por mes.

-¿Puede hacer algo la SSS?

-Nosotros venimos haciendo auditorías en distintas obras sociales las


cuales, ante nuestra intervención, terminan pagando. Pensá que la SSS
trabaja con 300 obras sociales, que son las destinatarias de los 1.400
millones de pesos. ¡300 son! Siempre algunas pueden hacer las distraídas.

-¿Y que acciones toman ante la interrupción de un tratamiento


por falta de pago?

-Es que no puede suceder eso, porque ya dije que la SSS paga. ¿Qué puedo
hacer? Yo tengo unos diez, quince inspectores que deben auditar las 300
obras sociales. Por ejemplo: si hoy paso por Osecac, después vuelvo a pasar
en cuatro meses. Entonces si se hacen los pillos, yo no puedo hacer mucho.

-¿Puede haber sanciones para quienes se hagan los vivillos?

Una denuncia penal y sanciones económicas de poco dinero que no


terminan haciendo mella.

-¿Recibiría a prestadores que padecen atrasos o falta de pago?

-Recibo todo el tiempo gente para mejorar lo que sea posible y hasta
hicimos una auditoría pública. No sé cuántos funcionarios pusieron la cara
como la puse yo. Pero yo estoy tranquilo con el trabajo que hacemos desde
la SSS y cada mes transferimos una fortuna para todo lo que tenga que ver
con discapacidad.

-¿Cuesta encontrar reemplazos de maestros integradores?

Claro que cuesta y mucho. Cuando alguno se va no es sencillo encontrar


quién lo reemplace. Hay trabajo, eh, pero porque las condiciones no son las
más ventajosas.

Un problema que atraviesa a


todos los colegios del país
Seis de cada 10 alumnos vieron
bullying o discriminación en su
aula desde la primaria
El dato surge de las pruebas Aprender. A los estudiantes y a los
directores de escuela les preguntaron por el “clima escolar”, una
variable que impacta en el rendimiento.
De los resultados de la prueba Aprender, que el gobierno difundió la
semana pasada, se dijo de todo. Lo más relevante: que los estudiantes
secundarios ahora leen un poco mejor y siguen muy mal en Matemática.
Pero esa misma evaluación contiene otros datos que pasaron casi
inadvertidos, entre tanta estadística sobre rendimiento escolar. Son los
que se desprenden del cuestionario complementario sobre “clima escolar”
que les hicieron a todos los alumnos del último año de la secundaria y de
sexto grado de la primaria. De allí surge, entre otros datos preocupantes,
que seis de cada diez chicos dice haber visto situaciones de
discriminación entre los alumnos por alguna característica personal o
familiar del estudiante, ya sea por religión, orientación sexual,
nacionalidad, etnia o característica física.

nacionalidad, etnia o característica física.

La misma pregunta fue formulada a los alumnos de la primaria, de la


secundaria y a los directores de escuelas medias. Números más o
menos, en todos los casos ronda el 60% el porcentaje de chicos, o
adultos, que percibe las situaciones de discriminación. El 12% de los
secundarios dijo que lo observa siempre, el 18% que la mayoría de las veces
y el 33% que algunas veces. Solo en el 37% afirmó que no percibe
discriminación. En la primaria, las cifras son similares. En el caso de los
directores, solo el 38% dijo que nunca hay discriminación.

“La discriminación en el aula, tanto en gestos como en acciones, va en


aumento. Incluso pueden ser más los casos que lo que muestra la prueba
Aprender”, le dijo a Clarín María Zysman, psicopedagoga y directora de la
Asociación Libres de Bullying.

Para la experta “tiene que haber más campañas oficiales que


apunten a concientizar sobre el tema. Si 6 de cada 10 chicos están
viendo que hay discriminación, es un tema que tiene que tomar la escuela y
trabajarlo desde nivel inicial. No se puede naturalizar la discriminación”,
dijo.

Frente a este tipo de reclamos -habitual entre los especialistas-, Cristina


Lovari, coordinadora de educación inclusiva del Ministerio de Educación
nacional, le dijo a Clarín que están trabajando “con distintas estrategias,
como los consejos escolares o los acuerdos de convivencia en las escuelas”.
Y que desde el año pasado terminaron de implementar la línea 0800-
Convivencia en todo el país, a la que cualquier persona puede llamar para
recibir asesoramiento

También podría gustarte