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EDUCACIÓN

ESTÉTICA

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EDUCACIÓN ESTÉTICA

Poeta y filósofo:
FRIEDRICH SCHILLER (1759-1805)
Bicentenario de su muerte

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Revista EDUCACIÓN ESTÉTICA, núm 1: Poeta y filósofo: Friedrich Schiller (1759-1805), bicentenario de su muerte
Universidad Nacional de Colombia, sede Bogotá
Departamento de Literatura

Revista
EDUCACIÓN ESTÉTICA
Año 2005

Rector
Ramón Fayad

Vicerrector sede Bogotá


Fernando Viviescas Monsalve

Decano Facultad de Ciencias Humanas


Germán Meléndez Acuña

Vicedecana de Bienestar Facultad de Ciencias Humanas


Zulma Santos

Director Departamento de Literatura


Jorge Rojas Otálora

Director
Pablo Castellanos

Comité editorial
Alexander Caro
Fernando Urueta
Camila Bordamalo
William Ballén
Julián Nossa

Agradecimientos
María del Rosario Acosta, Departamento de Filosofía U. N.
Antje Ruger, Departamento de Lenguas Extranjeras (Área de Alemán) U. N.

Diagramación y diseño portada


César David Martínez R. y María Victoria Jaramillo A.
sabdab@gmail.com

Grabados interiores de Caspar David Friedrich (1774-1840), pintor romántico alemán


Grabado F. Schiller de H. B. Hall
El arpista de Wilhelm Meister, grabado de “Los años de apredizaje de Wilhelm Meister” de Goethe, edición de 1837

Impresión
Sección Publicaciones
Dirección Nacional de Divulgación Cultural.

Correspondencia
Revista EDUCACIÓN ESTÉTICA
Departamento de Literatura
Edificio Manuel Ancizar oficina 3055
Universidad Nacional de Colombia, sede Bogotá
Teléfono: 3165229
e-mail: eduestetica_bog@unal.edu.co

EDUCACIÓN ESTÉTICA es una revista de los estudiantes de la carrera de Estudios Literarios de la Universidad Nacional de Colombia.
DERECHOS RESERVADOS. Queda prohibida su reproducción total o parcial sin autorización expresa de los editores y sin citar la fuente.
Las opiniones de los autores no expresan necesariamente la posición de los editores. Distribución Gratuita.

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PRÓLOGO

Un prólogo -según Hegel- es una explicación “acerca del fin que el autor se ha
propuesto en [su obra], así como acerca de sus motivos y de la relación en que
cree estar respecto de otros modos, anteriores o contemporáneos, de tratar el
mismo asunto”1; también, una indicación del contenido general y de los resulta-
dos obtenidos en la obra.

Prólogo
Siguiendo la definición que da Hegel de prólogo, presentamos al lector una nueva
publicación, Educación estética, la cual aspira permitir a los lectores acceder a
la obra de destacados artistas, pensadores, teóricos y críticos, quienes con sus
trabajos nos siguen convenciendo -de una u otra forma- de la importancia del arte
en y para la vida de los hombres. He ahí la motivación que nos llevó a emprender
tal empresa: un interés por el arte. De otro lado, el resultado que esperamos con
Educación estética es poder contribuir en la formación (en materias de arte y a
través del arte mismo) de los estudiantes de la Universidad Nacional de Colombia

Friedrich Schiller
y de todo aquél que lea el presente trabajo. Hemos pensado que tal contribución
podría ser considerada valiosa, en la medida en que son diversos los enfoques
que se desea albergue la revista; creemos que perspectivas diversas en materia
estética como las provenientes de la filosofía, la literatura, la historia, etc., desde
donde se han venido contemplando las creaciones artísticas y, por ende, con-
cibiendo los análisis sobre las mismas, harán que el lector construya un panorama
de reflexiones amplio, que, seguramente, le permitirá agudizar más su sentido
crítico e intervendrá en la formación de su gusto.

Es por ello que dedicaremos el segundo número de la revista a las reflexiones


teóricas y críticas de Theodor W. Adorno sobre el arte.

El presente número consiste en la recopilación de una serie de escritos de estu-


diosos de la obra de Friedrich Schiller (prolífico dramaturgo, poeta y esteta
prerromántico alemán), que fueron leídos en el marco del coloquio que con
motivo del bicentenario de su muerte se celebró en la Universidad Nacional de
Colombia durante el mes de mayo de 2005.

Así es que este volumen pondrá en contacto al lector con la obra artística y
reflexiva de Schiller.

En un primer momento tendremos el análisis -desde los estudios literarios- de dos


importantes dramas del autor. El primero es trabajado desde la literatura com-
parada por Patricia Simonson, en el ensayo: “El personaje trágico y la intertex-
tualidad: Los ladrones de Schiller entre Shakespeare, Milton y los románticos

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ingleses”. El segundo drama es revisado por Marta Kovacsics, quien nos presenta
una serie interesante de reflexiones acuñadas, a propósito de la pieza schilleriana,
en el escrito: “Don Carlos. Traición y libertad”.

En un segundo momento leeremos el ensayo que lleva como título: “Providen-


cia y nihilismo en el drama histórico”. Aquí, Alexander Caro se interesa en
mostrar de qué manera las preocupaciones de Schiller en cuanto al estudio y
la comprensión del decurso histórico europeo fueron asumidas por el autor en
dramas anteriores a la pieza Wallenstein. A propósito de este drama, Roch Little
se ocupa de él -desde una perspectiva histórica especial- en el texto intitulado:
“La visión de la historia en Schiller desde la trilogía sobre Wallenstein”.

En un tercer momento contaremos con el escrito “Lo sublime y la visión trágica


del mundo en los textos filosóficos schillerianos”, a cargo de María del Rosario
Acosta, quien nos explica algunas categorías importantes en Schiller, como es el
caso de “lo sublime” y su relación con el sentir humano. Asimismo, el ensayo
de María desarrolla el concepto de tragedia en el autor, lo que, de paso, propicia
-aunque indirectamente- que reflexionemos seriamente sobre el asunto, si tene-
mos en cuenta que la concepción y las tareas que destina Schiller a lo trágico
(señaladas por la ponente), difieren de relevantes teorías del siglo XX sobre el
género, como la visión expuesta por George Steiner en La muerte de la tragedia.

Por último, dos ensayos de este número se concentrarán en los escritos sobre
estética más conocidos de Schiller.

El primero de ellos, “Sobre poesía ingenua y poesía sentimental: una postura


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estética y política”, escrito por Ximena Gama, trata de uno de los aspectos que
más interesó al artista, como lo fue (y que sirve, valga decirlo, como herramienta
para establecer periodizaciones literarias) el establecer claras distinciones entre
los poetas antiguos y los poetas modernos. Es así como la autora nos sigue
ampliando el marco de las categorías schillerianas, para el caso, lo concerniente
a “lo ingenuo” y a “lo sentimental”, conceptos éstos que hacen parte integral de
la columna vertebral de las reflexiones de Schiller sobre la modernidad. Luego de
ubicarnos en el contexto de la poesía moderna, la ponente se dedica a mostrar las
problemáticas que encierra la propuesta del idilio, que, como forma privilegiada
de la poesía sentimental, contendría en su trasfondo el proyecto político schilleriano.

El segundo de estos dos escritos, “Federico Schiller. La educación estética como


condición para una buena política”, consiste en una profunda exégesis de las
Cartas que el artista escribiera sobre la educación estética del hombre. Además,
este ensayo de Carmenza Neira tiene como propósito hacernos ver por qué

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Schiller pone en la base de la formación de los seres humanos (posteriormente
ciudadanos que decidirían u orientarían desde la política al pueblo) la educación
estética, en donde son dos las facultades inseparables y dialécticamente mediadas
que la conforman, a saber: la sensibilidad y la razón.

Para finalizar, quiero aprovechar este espacio para expresar nuestro agradecimiento
a todos los autores que participaron en el presente número en homenaje a Schiller.
De forma similar, dar las gracias a la Vicedecanatura de Bienestar de la Facultad

Prólogo
de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional, como también a los departa-
mentos de Literatura, Filosofía y Lenguas Extranjeras (Área de Alemán) por la
ayuda y orientación.

Pablo Castellanos

Friedrich Schiller

1 Hegel, G. W. F. Fenomenología del espíritu. Prólogo (trad. Jorge Aurelio Díaz). Bogotá: Editorial el Búho.

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CONTENIDO

11 INTRODUCCIÓN
Schiller: filósofo y poeta

23 PATRICIA SIMONSON
El personaje trágico y la intertextualidad: Los ladrones de Schiller
entre Shakespeare, Milton y los románticos ingleses

43 MARTA KOVACSICS
Don Carlos: traición y libertad

51 ALEXANDER CARO
Providencia y nihilismo en el drama histórico de Schiller

89 ROCH LITTLE
La visión de la historia en Schiller desde la trilogía sobre
Wallenstein

103 MARÍA DEL ROSARIO ACOSTA


Lo sublime y la visión trágica del mundo en los textos filosóficos
schillerianos

117 XIMENA GAMA CH.


Sobre poesía ingenua y poesía sentimental: una postura estética y
política

135 CARMENZA NEIRA F.


Federico Schiller. La educación estética como condición para una
buena política

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Der Wanderer über dem Nebelmeer, um 1818, Öl auf Leinwand, 94,8 x 74,8 cm. Hamburgo, Kunsthalle.

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Introducción
Schiller: poeta y filósofo*

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Friedrich Schiller Introducción a Schiller
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En aquel entonces, en la maravillosa aurora de las fuerzas espirituales, la sensibilidad y


el espíritu no poseían aún campos de acción estrictamente diferenciados. La poesía no
coqueteaba aún con el ingenio, y la especulación losóca todavía no se había envilecido
con sosmas. En caso de necesidad, poesía y losofía podían intercambiar sus funciones,
porque ambas, cada una a su manera, hacían honor a la verdad.

Cartas sobre la educación estética del hombre, “Carta sexta”.

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1. Vida y obra

Schiller nació el 10 de noviembre de 1759 en Marbach, Wurttemberg (Alemania).


Su padre era cirujano militar del Duque de Wurttemberg, por lo que, a pesar
de sus deseos de estudiar teología, tuvo que ingresar a la academia militar del

Introducción a Schiller
duque, la Karlschule, para estudiar derecho, y luego viajar a Stuttgart a estudiar
medicina. De sus estudios de medicina nos quedan su disertación sobre la
Filosofía de la fisiología y su trabajo de grado Ensayo sobre la relación de la
naturaleza animal con la naturaleza espiritual en el hombre. Ya allí, como en sus
escritos filosóficos posteriores, Schiller comenzaría a mostrar su preocupación
por comprender al hombre como una unidad de mente y cuerpo, pensamiento e
inclinaciones, racionalidad y sensibilidad; preocupación que se transformaría en
el motor de sus reflexiones estéticas y en el punto de partida de sus críticas a la
Ilustración.

Desde joven, Schiller había empezado a escribir sus primeros intentos de dramas

Friedrich Schiller
-el primero, de hecho, a los 13 años-, pero el primero en ser puesto en escena
-convirtiéndose pronto, además, en un gran éxito- fue Los bandidos en 1781,
a sus 22 años de edad. Le seguirían La conjuración de Fiesco, Intriga y amor
(1783) y, el más importante de esta primera época de producción dramática, Don
Carlos (1787), en el que Schiller se preocupaba por mostrar la tensión entre los
ideales juveniles y las ansias de transformar el mundo, por un lado, y sugerir el
peso agobiante de las instituciones políticas, por el otro. El Schiller maduro será
crítico de ambas instancias. Tanto la acción irreflexiva como la ausencia completa
de acción y la acogida sin más de la tradición, serán caminos que no conducirán
al hombre, en opinión de Schiller, a la instauración de una verdadera cultura, es
decir, aquella en la que los ciudadanos son libres por su propia voluntad, y donde
la ley y la libertad no tienen que aparecer como imperativos. Por estas mismas
razones, Schiller será un crítico profundo del peso de las instituciones en
Alemania -como lo serían después todos los jóvenes de la generación romántica
en su etapa de entusiasmo revolucionario- y uno de los primeros autores alemanes
en criticar fuertemente a la Revolución francesa, la cual se le aparecería desde
sus comienzos como el signo más claro de la barbarie moderna: la imposición
violenta de las ideas sobre una realidad que no está lista para recibirlas. Podría
decirse que Schiller inaugura en Alemania, en este sentido, un tipo de pen-
samiento político reaccionario a la Revolución, pero no obstante defensor de
una tradición liberal, al estilo de Burke en Inglaterra. Su ideal de una educación
estética será el núcleo de esta propuesta alternativa schilleriana.

También desde temprano comenzó a escribir ensayos filosóficos. La más cono-


cida de estas primeras reflexiones será La teosofía de Julius, también conocida

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como las Cartas filosóficas, en donde Schiller expresa una visión de la naturaleza
muy cercana a la del Goethe de la época, y muy influida sobre todo por Shaftesbury,
y por el expresionismo y el Sturm und Drang alemanes. La ontología de estas
primeras reflexiones será, sin embargo, abandonada poco a poco a cambio de
un giro progresivo hacia preocupaciones principalmente antropológicas y cada
vez menos metafísicas. Tal giro se llevará a cabo en lo que constituye el cuerpo
principal de sus escritos filosóficos, aquellos producidos entre 1791 y 1796, tras
la lectura de las críticas kantianas, y coincidentes con los cursos sobre estética
que dictaría en la Universidad de Jena desde finales de 1791. Estos textos, en su
mayoría, responderán a la necesidad que Schiller sentirá de dejar de producir por
algún tiempo y dedicarse a reflexionar sobre su propia tarea como artista dentro
de una sociedad como la alemana del momento. Escribirá así (nombro aquí sólo
algunos) las cartas a Körner sobre la analítica de la belleza -su primer borrador,
nunca terminado, de un tratado sobre estética- y el ensayo Sobre la gracia y la
dignidad (1792), en respuesta a la filosofía práctica kantiana, si bien a partir del
desarrollo de muchos elementos de la Crítica del juicio. Le seguirán algunos
escritos sobre la tragedia, Sobre lo patético (1793), Sobre lo sublime (1793) y
Sobre la importancia del coro en la tragedia, entre otros. Vendrán finalmente las
Cartas sobre la educación estética del hombre (1795) y Sobre poesía ingenua y
poesía sentimental (1796), sus escritos filosóficos más conocidos.

Las reflexiones filosóficas schillerianas influirían de manera definitiva en el


desarrollo de la filosofía alemana de finales de s. XVIII y principios del s. XIX.
Los románticos e idealistas alemanes serán sus grandes admiradores. Hölderlin
se lo manifestaría en una de las cartas a quien consideraba su maestro:
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Usted hace feliz a un pueblo entero y probablemente raras veces repara en ello. Por este
motivo, tal vez no le parecerá fútil del todo ver surgir, en alguien que le honra totalmente,
una nueva alegría de vivir.1

No sobra tampoco citar aquí lo que diría el Hegel de las Lecciones sobre estética
acerca de Schiller, ya que resume muy bien el sentimiento que toda esta joven
generación de pensadores y poetas alemanes profesaría por el dramaturgo:

Debe concedérsele a Schiller el gran mérito de haber quebrantado la subjetividad y la


abstracción kantianas del pensamiento y, más allá de ellas, haberse atrevido a intentar
comprender mediante el pensamiento la unidad y la reconciliación como lo verdadero, y a
realizarlas efectivamente de modo artístico.2

La década anterior a su muerte -que hoy conmemoramos3- en 1805, la dedicó


Schiller principalmente a sus últimos dramas, posteriores a, e influidos de manera
definitiva por sus reflexiones filosóficas. En ellos, Schiller encarnará en

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personajes históricos las ideas que había deseado siempre ver realizadas en la
historia. Hay, sin embargo, una discusión con respecto a la intención del autor
en esta puesta en escena: están quienes creen que los últimos dramas schillerianos,
al contrario de mostrar poéticamente las posibilidades de la realidad por venir,
no hacen otra cosa que encarnar el desencanto producido en el autor por la

Introducción a Schiller
constatación de la imposibilidad de realización del ideal. Esta actitud desencan-
tada del Schiller tardío habría quedado muy bien resumida en uno de sus últimos
versos: “la libertad no existe más que en el imperio de los sueños”. Sin embargo,
y en medio de su escepticismo con respecto a las posibilidades que la realidad
misma podía ofrecer, los dramas tardíos muestran también a ese Schiller de las
Cartas sobre la educación estética del hombre, esperanzado en la posibilidad de
una regeneración de la humanidad como un proyecto por realizar. Entre estos
dramas tardíos se encuentran la trilogía de Wallenstein (1799), María Estuardo
(1800), La Doncella de Orleáns (1801) y Guillermo Tell (1803).

Están también -aunque en general menos estudiados por la bibliografía secunda-

Friedrich Schiller
ria- sus escritos sobre historia, producidos durante el tiempo en que fue profesor
de historia en la Universidad de Jena (desde 1788): ¿Qué es y con qué fin debe
estudiarse la historia universal?, Historia de la guerra de los treinta años e His-
toria de la insurrección de los países bajos son los principales.

Cabe resaltar, por último, su relación con Goethe. Empezaría a mantener


correspondencia con el poeta, a quien conocería personalmente en 1788, desde
finales 1794, pero su relación más estrecha se daría a partir de 1795. Final-
mente, en 1799, Schiller se mudaría a Weimar para estar cerca de él. Fueron
grandes amigos, las ideas de cada uno influyeron de manera definitiva sobre el
otro: Goethe fortalecería en Schiller el gusto por los Antiguos y algunas visiones
ontológicas de la naturaleza entendida como el “alma del mundo”; Schiller, por
su lado, llevaría a Goethe a reflexionar sobre el arte mismo de la poesía y a pensar
en las posibilidades de la experiencia estética para la vida. Juntos escribirían las
Xenien, epigramas atacando la pedantería literaria. Desde el punto de vista de la
historia de la literatura, se les considera los dos grandes poetas y dramaturgos del
Clasicismo de Weimar, y dos de los representantes del Sturm und Drang alemán.

2. El pensamiento de Schiller: sus preguntas y preocupaciones

Las preguntas que marcaron la búsqueda poética y filosófica de Schiller están


presentes en todas sus producciones: las relaciones políticas entre los hombres,
la situación del hombre moderno, la nostalgia por la Antigüedad y, por encima de
todas ellas, como se lo diría Goethe a Eckermann en una de sus conversaciones,
la instauración de la libertad. Tanto la poesía como la filosofía serían los

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espacios en los que Schiller dejaría desarrollado su pensamiento. Porque Schiller
fue, ante todo, un filósofo poeta, un poeta filósofo. La unión entre ambos ámbitos
del espíritu no se dio en él de manera casual: configuró una manera especial
de transmitir sus ideas, tanto desde sus creaciones poéticas como desde sus
reflexiones estéticas. Sus dramas y poesías no son así más que otra manera de
pensar la realidad, y sus reflexiones filosóficas están escritas no con el talante del
filósofo sistemático que busca fundar de manera definitiva su sistema completo,
sino con la inspiración del poeta, que busca poner en conceptos lo que ya de
alguna manera intuye en su obra artística. Para Schiller, la tarea del filósofo coin-
cide con la del artista: ambos deben buscar transformar al hombre en el mundo,
hacer del mundo un espacio en el que el hombre realice su libertad.

El Schiller poeta. La poesía temprana de Schiller está marcada por una nostalgia
por la Antigüedad. Tal nostalgia, como la palabra misma lo denota, no es simple-
mente anhelo de regreso a la patria perdida, sino conciencia de que esa pérdida es
irrecuperable. El dolor de la pérdida queda expresado en algunos de sus mejores
poemas:

Cuando aún gobernabais el bello universo


estirpe sagrada, y conducíais hacia la alegría
a los ligeros caminantes,
¡bellos seres del país legendario! […]
¡qué distinto, qué distinto era todo entonces […]!

Cuando el velo encantado de la poesía


aún envolvía graciosamente a la verdad,
por medio de la creación se desbordaba la plenitud de la vida
y sentía lo que nunca más habrá de sentir. […]
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Todo ofrecía a la mirada iniciada,


todo, la huella de un dios.

Donde ahora, como dicen nuestros sabios,


sólo gira una bola de fuego inanimada,
conducía entonces su carruaje dorado
Helios con serena majestad. […]

Hermoso mundo, ¿dónde estás? ¡Vuelve,


amable apogeo de la naturaleza!
Ay, sólo en el país encantado de la poesía
habita aún tu huella fabulosa.
El campo despoblado se entristece,
ninguna divinidad se ofrece a mi mirada,
de aquella imagen cálida de vida
sólo quedan las sombras.

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[…]
Ociosos retornaron los dioses a su hogar,
el país de la poesía, inútiles en un mundo que,
crecido bajo su tutela,
se mantiene por su propia inercia.

Introducción a Schiller
Sí, retornaron al hogar, y se llevaron consigo
todo lo bello, todo lo grande,
todos los colores, todos los tonos de la vida,
y sólo nos quedó la palabra sin alma.
Arrancados del curso del tiempo, flotan
a salvo en las alturas del Pindo;
lo que ha de vivir inmortal en el canto,
debe perecer en la vida.4

Esta nostalgia, nostalgia por la belleza, por la unidad representada por la cultura
clásica -unidad entre sensibilidad y razón, entre naturaleza y libertad: tales serán
las dicotomías características de la modernidad para Schiller-, será el impulso,
por un lado, que configurará su pensamiento filosófico, y traerá consigo, por

Friedrich Schiller
otro, la esperanza en la relación especial del arte -guardián de la belleza- con
dicha verdadera unidad perdida en la historia. Para Schiller, el arte, en especial la
poesía y el drama, tendrá una relación especial con la verdad:

“¡Tomad la tierra!”, gritó Zeus desde sus alturas


a los hombres. “¡Tomadla, ha de ser vuestra!”
Os la regalo en herencia y feudo perpetuo,
mas repartíosla fraternalmente”.

Todo el que tenía manos se dispuso apresuradamente,


jóvenes y viejos se movieron.
El labrador cogió los frutos del campo,
el hidalgo irrumpió en el bosque.

El comerciante tomó cuanto cabía en sus almacenes,


el abad escogió el noble vino añejo,
el rey cerró los puentes y las calles
y dijo: “El diezmo es para mí”.

Muy tarde, cuando hacía tiempo el reparto había tenido lugar,


volvió el poeta, que venía de muy lejos;
ya no queda nada en ningún sitio,
y todo tiene su señor.

“¡Ay de mí!, ¿he de ser yo el único olvidado,


yo, tu hijo más fiel?”
Así hizo resonar su grito de queja
y se postró ante el trono de Jove.

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“Si te demoraste en el país de los sueños,
respondió el dios, no te enojes conmigo.
¿Dónde estabas cuando se repartió la tierra?”
“Yo estaba, dijo el poeta, junto a ti.

Mi vista estaba pendiente de tu rostro


y mi oído de la armonía de tu cielo.
Perdona al espíritu que, extasiado
ante tu luz, perdió lo terreno”.

“¿Qué hacer?”, dijo Zeus, “el mundo está ya entregado,


la cosecha, la caza, el mercado ya no son míos.
¿Quieres vivir conmigo en mi cielo?:
tantas veces como vengas, estará abierto para ti.” 5

Para el Schiller poeta, el arte es el continuador de la labor creadora de la natu-


raleza; en él permanecen aún los destellos de la armonía encarnada en un pasado
griego. El arte -sobre todo la poesía- es el encargado de salvaguardar, para el
presente, la unidad contenida y representada en la belleza. Es capaz de hacer visible
lo invisible, de llevar a cabo una representación de lo suprasensible, haciendo
compatibles en el hombre la sensibilidad y la razón, y más allá de ello, haciendo
compatibles la labor creadora del artista con la espontaneidad de la naturaleza, en
el encuentro especial llevado a cabo entre ambas en la obra de arte. El arte hace
posible aquello que pone en escena, le abre las posibilidades de lo real, al hacer
visibles las ideas, al verlas realizadas en el ámbito de lo sensible. El espacio de
lo estético, el lugar de la aparición de lo suprasensible en el mundo, contiene en
sí mismo las posibilidades de lo real. La ilusión estética es el ámbito del juego,
pero de un juego que termina dándole sentido a la realidad.
EDUCACIÓN ESTÉTICA

El Schiller filósofo. Schiller manifestaba cierta prevención frente a la filosofía


metafísica, ocupada de ver el mundo solamente desde afuera, desde la imposición
de los conceptos de la razón:

“¡Qué profundo yace el mundo a mis pies!


Apenas veo cómo se agitan abajo los hombres minúsculos.
¡Cómo me eleva mi arte, la más bella de las artes,
a la bóveda del cielo!”
Así exclama desde la altura de su torre
el pizarrero, así el pequeño gran hombre
Hans el metafísico, en su escritorio.
Dime, pequeño gran hombre: la torre desde la que tan altivo divisas
¿de qué está hecha? ¿sobre qué está construida?
¿cómo has accedido a ella? Y su calva atalaya,
¿de qué te sirve, sino para mirar el valle? 6

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Pero su rechazo frente a un tipo de filosofía que se proclama, desde la razón,
dueña y señora del mundo, al contrario de conducir al abandono absoluto de
la filosofía y al refugio en la poesía, impulsó las más creativas reflexiones
filosóficas. Schiller recuperará en sus escritos filosóficos la preocupación primor-
dial de la filosofía: la pregunta por cómo debemos vivir, orientada, en su caso, a la

Introducción a Schiller
pregunta por cómo el arte y la estética en general ayudan en esa tarea. Pretenderá,
desde la filosofía, lo mismo que su poesía anunciaba en el canto: la presentación
de la idea de un futuro en el que verdad y arte, naturaleza y libertad, vayan de
la mano; la constatación de la posibilidad de instituir una nueva cultura que abra
las puertas al hombre sensible tanto como al racional, y los conjugue en el ciu-
dadano, libre en su estado estético, como lo propondrá finalmente en las Cartas
sobre la educación estética del hombre.

Anunciando las preocupaciones del romanticismo por venir, y la fundación de


una “nueva mitología” a través de la comunión del arte con la filosofía, los escri-
tos de Schiller no sólo plantearán la pregunta por la relación entre ambos ámbi-

Friedrich Schiller
tos del espíritu, poesía y filosofía, y se dedicarán a mostrar la pertinencia de la
estética para la educación del hombre para lo político -tal y como lo reclamaba
Platón-, sino que pondrán en escena la confluencia de ambas perspectivas: en
sus escritos filosóficos se verá cómo el Schiller poeta se enfrenta una y otra vez,
reacciona y busca conciliarse con el Schiller filósofo. El artista, el dramaturgo,
aparece dialogando con el pensador crítico: la nostalgia impulsora de la crea-
tividad del primero busca ser formulada a través de las reflexiones del segundo,
haciendo de cada uno de los textos una búsqueda permanente de la resolución
de un drama personal, y convirtiendo al lector en un espectador más de dicha
representación dramática.

Todo esto se da, además, en un movimiento permanente de lo uno a lo otro,


describiendo un proceso de pensamiento siempre en evolución. Los textos de
Schiller no son nunca el resultado terminado de sus reflexiones. Son más bien la
exposición del proceso completo, el ir y venir de la razón a la sensibilidad, y de
la sensibilidad a la razón, el diálogo que establece consigo mismo un autor que
está más preocupado por hacer evidentes las dificultades, que por dar soluciones
definitivas a las preguntas planteadas. Schiller no es, en absoluto, un autor sis-
temático. La mayoría de sus escritos son concebidos como ejercicios filosóficos,
ensayos racionales llevados a cabo por un artista acostumbrado a utilizar el len-
guaje desde su función poética antes que instrumental. Las palabras no describen
el resultado de una experiencia: son la experiencia misma recreada, relatada para
otros, puesta en movimiento en el proceso de su propia narración.

Dicha ambigüedad de los textos schillerianos explica la dificultad que se tiene

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algunas veces con su lectura, pero representa, a la vez, la riqueza de sus
propósitos. Schiller entiende y aprecia los esfuerzos de la filosofía por buscar
los fundamentos de la libertad del hombre y de sus relaciones con el mundo y
con los otros, pero se resiente ante el papel secundario que en dicha labor se le
atribuye al arte. Pero como artista, Schiller confía en el acceso del arte a la verdad
-entendida ésta como acontecimiento, como desencubrimiento del mundo, más
que como una verdad estática que espera ser descubierta- y en su capacidad de
transformación, por ello reclama para él algo más allá del mero decoro, del mero
formalismo al que parece condenarlo la estética kantiana.

El objetivo de Schiller fue así, siguiendo, como Goethe, la tradición del expre-
sionismo alemán de mediados del s. XVIII y la influencia del Sturm und Drang
y la Vereinigungsphilosophie, traer de vuelta al arte -a la perspectiva poética, a la
sensibilidad- como parte integral y necesaria que es en nuestras relaciones con el
mundo, como configuradora de nuestro pensamiento y comportamiento moral, y
educadora de nuestra situación política. El Schiller dramaturgo, amigo de Goethe
y poeta del clasicismo alemán, se combina de esta manera con el lector y admi-
rador profundo de la filosofía kantiana, para dar lugar a una propuesta estética
original, digna de ser estudiada, y precursora del idealismo y romanticismo ale-
manes de finales del s. XVIII en Alemania.

María del Rosario Acosta López


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Notas
* El presente texto fue leído en la inauguración del coloquio celebrado en la Universidad Nacional de
Colombia en homenaje a Friedrich Schiller a los 200 años de su muerte.
1 (1990) “Hölderlin a Schiller, 2 de junio, 1802”. En: Correspondencia complet (trad. Helena Cortés
Gabaudán). Madrid: Hiperión.

Introducción a Schiller
2 (1989) Lecciones sobre la estética (trad. Alfredo Brotons Muñoz). Madrid: Akal.
3 23 de mayo de 2005.
4 (1998) Schiller, Friedrich. “Los dioses de Grecia”. En: Poesía filosófica (trad. Daniel Innerarity). Madrid:
Hiperión.
5 (1998) “La repartición de la tierra”.
6 (1998) “El metafísico”.

Friedrich Schiller

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El personaje trágico y la intertextualidad: Los ladrones
de Schiller entre Shakespeare, Milton y los románticos
ingleses
Por
PATRICIA SIMONSON

Ponencia 1
Friedrich Schiller
Ansicht eines Hafens, um 1815, Öl auf Leinwand, 90 x 71 cm, Potsdam, Verwaltung der Staatl. Schlösser und Gärten.

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EDUCACIÓN ESTÉTICA

Patricia Simonson

Nació en Estados Unidos (Chicago, III.). Muy temprano se radicó en Francia, donde hizo sus estu-
dios secundarios y superiores. Tiene una Maestría en Traducción Literaria y un Doctorado en
Literatura Norteamericana de la Universidad de París III. Está radicada en Colombia desde el
año 1999, y es profesora asociada de tiempo completo en el Departamento de Literatura de la
Universidad Nacional de Colombia, desde agosto de 2000. Ha publicado traducciones y artículos
de crítica literaria en revistas internacionales. Realiza investigación en el área de la literatura
anglosajona, principalmente del s. XIX, y últimamente en el área de la literatura comparada (en
literatura inglesa, norteamericana y alemana).

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¿Por qué aceptar la propuesta de dictar una charla sobre un autor que no cabía
directamente (o todavía no) dentro de mi área de investigación? Y ¿por qué
aceptarla como una propuesta particularmente oportuna? Porque la reflexión pro-
puesta sobre Schiller se presentaba como parte del inicio de un proyecto investi-
gativo que se está formulando en el Departamento de Literatura, proyecto que
busca explorar los problemas de la literatura comparada y la forma como esta
última ilumina la historia literaria de los diferentes países e interroga la noción de

Ponencia 1
literatura nacional. Así que el presente texto es menos una conferencia acabada
que un avance de investigación que escoge enfocar una lectura de la primera
pieza de Schiller, Los ladrones (1781), desde la literatura inglesa de los siglos
XVI a XIX1 . Este enfoque tiene una pertinencia especial para el análisis de ese
autor, así como Schiller tiene una pertinencia especial para la noción misma de
literatura comparada, en tensión con las literaturas nacionales.

¿Por qué? Porque Schiller, históricamente, se encuentra en un cruce de caminos


muy interesante entre épocas y literaturas “nacionales” o en proceso de volverse

Friedrich Schiller
nacionales: son las ambigüedades de ese proceso lo que constituye una buena
parte del interés que suscita este autor para mi tema. Estamos en plena formación
de una conciencia europea (Dupront, 1996: 20-21), entre esos dos fenómenos
culturales propiamente transnacionales que fueron la Ilustración y el Roman-
ticismo. Al mismo tiempo, la coyuntura histórica de la Alemania de los años
1760-70 -políticamente fragmentada y todavía desprovista de una literatura que
pudiera rivalizar con el prestigio del omnipresente clasicismo francés- exige de
sus escritores una postura nacionalista, casi “proteccionista”, que va a contribuir,
se supone, a crear una conciencia nacional alemana. Al menos así concibieron
su papel los que dejaron huellas notables en las generaciones posteriores. Herder
recoge las Voces del pueblo (alemán), anticipando el trabajo de los hermanos
Grimm o de Arnim y Brentano a comienzos del siglo XIX. Lessing declara en
el Laocoonte que es preciso liberar a la nación alemana de las influencias extran-
jeras (Berlin, 1999)2 . En la práctica, sin embargo, las influencias “extranjeras”
opresoras son las francesas, mientras que la salvación de la literatura alemana
vendrá, no sólo de la tradición medieval germánica, sino del ejemplo griego
(Laocoonte está saturado de referencias a Homero y a los trágicos griegos)
(Lessing, 1934: 43-48)3 , y de modelos más cercanos en el tiempo como lo son
Shakespeare y Milton, ambos mencionados (al lado de Klopstock y de la Medea
griega) en el prefacio de Schiller a Los ladrones (Schiller, 1950: 5). Podemos
citar también un texto de Schiller publicado en 1793, “Sobre lo patético”, en
el cual hace eco a la crítica del teatro francés formulada por Lessing, contrapo-
niendo de la misma manera a ese teatro las virtudes de la tragedia griega (1990:
66-68); más tarde en el mismo texto, menciona al Lucifer de Milton y a la Medea
de los griegos como modelos de lo sublime en el arte (84).

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Quiero hablar aquí de la relación que Los ladrones de Schiller establece con la
obra de Shakespeare, pero también del papel que juega en la pieza El paraíso
perdido, que antes de volverse un texto fetiche para los románticos ingleses, le
brinda a Schiller herramientas claves para la construcción de su personaje prin-
cipal. Mi objetivo en esta charla no es simplemente describir las huellas de una
influencia -ese concepto sugiere una postura demasiado sumisa- sino pregun-
tarme cómo Schiller se apropia a esos autores pertenecientes a otra cultura y otro
tiempo, reescribiéndolos para llevar a cabo un proyecto ético y estético específico
de su momento histórico, y que queda como un hito en el nacimiento de la
literatura alemana.

Examinaré ese proceso a partir del análisis de varios personajes shakesperianos


(más específicamente Iago y Edmundo, de las tragedias Otello y El rey Lear), y
en relación con los personajes de Satán, Adán y Cristo del Paraíso perdido de
Milton: todas esas figuras contribuyen a la creación de Franz y Karl Moor, los
hermanos enemigos de Los ladrones. Quiero proponer aquí una especie de semán-
tica comparada del personaje, mostrando, al menos parcialmente, cómo los per-
sonajes de las obras examinadas constituyen signos complejos, que son claves en
la construcción del sistema simbólico e ideológico de esas obras; y cómo ciertos
personajes desbordan la obra que los creó y reaparecen bajo formas nuevas, para
cumplir funciones nuevas en autores y obras posteriores. Esto ocurre especialmente
con personajes que podríamos llamar “fuertes”, que llevan una carga simbólica o
ideológica especialmente densa, que muchas veces va más allá de la concepción
inicial de su creador (como es el caso del Satán de Milton) 4.

Para desarrollar los temas que me interesan aquí, empezaré examinando breve-
EDUCACIÓN ESTÉTICA

mente la noción de literatura comparada: es una noción problemática pero (o, tal
vez, entonces) indispensable, y es el punto de partida de esta exposición. Luego,
me preguntaré ¿qué es lo que Schiller (o el texto de Schiller) está haciendo aquí?
¿Cómo le va a servir el recurso a Shakespeare y a Milton?

Para responder esa pregunta, intentaré un análisis del personaje de Franz Moor
en relación con los dos personajes shakesperianos de Iago y Edmundo: veremos
que allí precisamente donde Schiller está más cerca del gran modelo, le va peor,
resultando un personaje a mi juicio poco convincente, y mucho menos
interesante que los originales. Pero esto, probablemente, se debe en gran parte
(y será mi último punto) al hecho de que el antagonista de ese personaje supera en
mucho a los opositores de Iago y Edmundo en las dos tragedias de Shakespeare;
además, es en ese antagonista que se van a expresar las tensiones plasmadas ante-
riormente en personajes como Iago. Se puede decir también que la problemática
que encarnaban las figuras shakespereanas -el surgimiento del individualismo

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en un mundo que no está listo para asumirlo, y lo percibe como amenaza- ha
cambiado de forma después de casi dos siglos de protestantismo y de transfor-
maciones sociales. El público ya está algo más preparado para ver en el papel,
no del “malo”, sino del mismo héroe trágico, a una figura mucho más individual
y subversiva que Iago o Edmundo, y que nace en parte de una obra posterior a
Shakespeare: El paraíso perdido de Milton. De hecho, el personaje de Karl Moor
es una fusión de Satán, Adán, y hasta de Cristo (en una relectura de Milton que

Ponencia 1
pone en evidencia lo no dicho del texto inglés mucho antes de que los románti-
cos ingleses tomen la figura de Satán como modelo), para desembocar en una
creación nueva.

I. Pertinencia de la literatura comparada

¿Qué es lo que hace legítimo mirar a Schiller, por ejemplo, en relación con
otros autores y otras obras pertenecientes a literaturas “nacionales” diferentes, y
a veces a épocas diferentes? ¿Cuál es el beneficio que ese tipo de acercamiento

Friedrich Schiller
puede aportarnos en una reflexión más general sobre la literatura? Primero, no
sólo es legítimo explorar a un autor a la luz de otras literaturas y épocas; a
menudo el texto exige tal lectura. Los ladrones, por ejemplo, es un texto donde
la presencia de Shakespeare es insistente e imposible de ignorar, precisamente
por el contexto ideológico del Sturm und Drang y su rechazo al neoclasicismo
francés. Esto plantea preguntas importantes para el estudio de la literatura, pre-
guntas como la naturaleza misma del proceso creativo, y la validez de la noción
de literatura “nacional”5 . Tal vez la categoría “literatura comparada” no sea per-
tinente: toda literatura sería por definición “comparada”, en el sentido en que la
creación artística no está subordinada a las fronteras administrativas, y ningún
artista puede crear en un vacío. Lo quiera o no, siempre tiene precursores de
cuyas obras se alimenta y con las cuales dialoga, en términos más o menos cordiales.

No vamos a abandonar el concepto de “literatura comparada”, por supuesto -ya


existen departamentos de literatura comparada en las universidades, con presu-
puestos y estudiantes, y ya hay asociaciones buscando afiliados y organizando
coloquios-, pero es bueno que se aborde ese tipo de lectura con plena concien-
cia de su carácter paradójico. También es sano que las literaturas nacionales (o
los que indagan sobre ellas) recuerden que dichas literaturas no son islas separa-
das del resto del mundo. El pensar la tensión entre las eventuales pretensiones
“nacionales” de tal o cual autor y el carácter siempre supranacional del arte nos
permite y nos obliga a reflexionar, no sobre “influencias” que un autor experi-
mentaría pasivamente, sino sobre la literatura como un campo de fuerzas cruza-
das donde la creación es un proceso dinámico, de reescritura y a veces lucha entre
diferentes géneros y discursos.

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Un concepto relevante para pensar ese fenómeno sería el de la intertextualidad,
noción inicialmente formulada por los semiólogos, pero que tiene numerosas
posibilidades en el área comparatista. Como lo hace notar Julia Kristeva, el texto
en tanto acto de comunicación basado en la puesta en contacto de enunciados
múltiples, sincrónicos o anteriores, es ante todo una “productividad” (y no un
producto), una intertextualidad o un entretejer de textos (Kristeva, 1969: 52).
Según Wolfgang Iser, la literatura es por definición un constante proceso de cruce
de fronteras cuyos actos recurrentes son la selección (de los elementos constitu-
tivos del texto en áreas exteriores al texto), la combinación y la auto-revelación
de sí misma (como literatura). El proceso de selección, en especial, provoca un
fenómeno de “intertextualidad”, es decir, presencia en un texto de elementos de
otros textos, lo que implica el surgimiento de relaciones nuevas y cambiantes,
entre los textos apropiados y sus contextos iniciales, o entre esos textos y el con-
texto nuevo al que han sido trasladados: “el texto [...] se vuelve una especie de
cruce de caminos donde otros textos, normas y valores se encuentran y actúan los
unos sobre los otros; como punto de intersección, su centro permanece virtual,
y sólo al ser actualizado -por el receptor eventual- despliega su multivocidad.”
(Iser, 1989: 270-271; trad. mía). Éste es el fenómeno que espero ilustrar en mi
análisis de Los ladrones.

II. Objetivos del texto y pertinencia de Shakespeare y Milton

Para empezar, quisiera proponer una hipótesis acerca de lo que la pieza de


Schiller está intentando lograr, para ver cómo le sirve para sus propósitos la
apropiación de los personajes shakesperianos y miltonianos que mencioné arriba.
A mi juicio, Los ladrones representa una etapa en la búsqueda compleja que
EDUCACIÓN ESTÉTICA

se está dando en esas últimas décadas del siglo XVIII: la búsqueda de una
nueva manera de concebir al individuo, su naturaleza, sus derechos y deberes,
su relación con Dios y/o con la ley; es decir, la búsqueda de una nueva manera de
pensar la libertad humana dentro del marco social. Vale la pena resaltar que
este fenómeno empieza desde el Renacimiento (si no antes), y que tanto los per-
sonajes de Shakespeare como los de Milton se pueden leer como momentos en el
proceso (lo que podría explicar su fertilidad para los autores de finales del siglo
XVIII, cuando el fenómeno parecería estar intensificándose). Podemos incluso
arriesgarnos a decir que se trata de un solo largo movimiento de cambio en la
sociedad, y la manera como la sociedad se concibe a sí misma, que desembocará
en la Revolución francesa6 .

En este contexto, no es una casualidad que Los ladrones sea una obra obsesionada
con nociones como la ley, la ilegalidad, la obediencia y desobediencia, la relación
entre ley (social) y naturaleza, y, por fin, el problema clave de la libertad. Durante

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una buena parte de la obra, parecería que la libertad es la libertad de violar la
ley, la libertad del individuo de afirmarse como tal en contra de las convenciones
sociales. Esto es lo que sugiere la oposición entre Franz, el hermano malo -que
encarna claramente cierta sociedad convencional, hipócrita, donde se utiliza la
religión y la ley como instrumentos de ascenso social-, y el hermano “bueno”
(a pesar de ser ladrón y asesino)7 , es decir Karl, el que rompe con esas conven-
ciones y con los lazos familiares para volverse una especie de “héroe” solitario y

Ponencia 1
problemático, por encima del Bien y del Mal.

Ésta, sin embargo, me parece una lectura superficial del texto. En realidad, nunca
se está por encima, o más allá, del Bien y del Mal; al contrario, estas nociones
están muy presentes a lo largo de la obra, y la búsqueda de pautas éticas para
la acción constituye visiblemente una de sus preocupaciones centrales. Lo que
se estaría buscando entonces es cuestionar unas ideas falsas de esas nociones
de Bien y de Mal -las que impone la Iglesia y el Estado en tanto instituciones
corruptas- para acceder a una concepción de esas ideas como ideales que guían

Friedrich Schiller
la acción del ser humano, pero ideales no estáticos, sino en constante proceso
de construcción, frutos de la reflexión y autodeterminación de un individuo real-
mente individual y autónomo, y como tal, llamado a actuar moralmente como ser
social.

La pieza parece llevarnos progresivamente de una definición demasiado sencilla de


la libertad (como ruptura con todas las convenciones sociales) hacia una definición
mucho más compleja, según la cual la libertad más alta es la muerte elegida a
nombre de la justicia y del orden divino, como expiación de los crímenes cometi-
dos bajo el dominio de la primera definición de libertad. En el primer acto de la
pieza, escena II, vemos a Karl Moor en una jaula espiritual que mezcla la moral
cristiana, la estética neoclásica y la ley social (Schiller, 1949: 42). Mientras tanto, y
de manera menos metafórica, sus compañeros están en peligro de ir a la cárcel por
sus deudas. En este contexto, la libertad es la huida a las montañas de Bohemia, el
regreso al estado de naturaleza y el rechazo a la sociedad humana.

Claro, ya se está sugiriendo entre líneas que eso no es libertad: Karl Moor no
toma su decisión libremente, sino que está siendo manipulado por su hermano
Franz, a través de la carta en la que este último le miente sobre la actitud del viejo
Moor. Los compañeros de Karl tampoco están libres, ya que están prisioneros
de sus vicios; además, al aceptar la propuesta de volverse ladrones, propuesta
hecha primero por su compañero Spiegelberg (cuyo nombre -montaña-espejo o
espejismo- parece encapsular el dilema), aparecen como seres que venden sus
almas al diablo (51). En otras palabras, la verdadera cárcel está adentro, y la espe-
ranza de una liberación violenta y antisocial es una ilusión.

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En el acto II, escena III, los ochenta ladrones de Moor, acorralados en las
montañas por setecientos soldados bohemios, están expuestos a una muerte casi
segura. Reciben la visita de un religioso, emisario de las fuerzas gubernamen-
tales, quien les trae la promesa de un indulto total a condición de entregar a su
capitán. El mismo Moor, en una parodia de tentación diabólica, hace eco de la
propuesta y les hace relucir todos los encantos de un regreso posible a la “liber-
tad” (ante la ley) y la aceptación social. El resultado, sin embargo, es el rechazo
total y unánime de la propuesta por parte de la banda, que decide luchar hasta la
muerte para seguir fieles al capitán que ellos escogieron. La conclusión de Moor
-“Ahora somos libres” (91)- suena como un eco de la decisión inicial, la de aban-
donar la sociedad para volverse ladrones, pero no es una mera repetición de ésta:
la reiteración se ubica a un nivel de complejidad mayor. Ya está claro que no se
ha logrado la libertad por el mero rechazo a la sociedad, y que la vida de ladrón
es simplemente una cárcel distinta. Además, esta vida reconstruye a su vez lazos
sociales dentro de la banda y entre la banda y su capitán. Esta vez, se está afir-
mando más claramente que si la cárcel está adentro, también lo está la verdadera
libertad, en la facultad de cada uno de elegir, no su interés individual, sino un lazo
social libremente aceptado (la lealtad al capitán), aunque le cueste la vida. Tam-
bién aparece aquí, anticipando la última escena de la pieza, esa libertad absoluta
-más allá de las obligaciones hacia cualquier grupo social- que da el hecho de
asumir voluntariamente la propia muerte.

Finalmente, tenemos un tercer momento en ese proceso, que es la última escena


de la obra (acto V, escena II): en esta escena, al descubrir que su novia Amalia le
perdona sus crímenes y lo ama todavía, Karl cree un instante que va a poder reco-
brar su inocencia y vivir feliz en compañía de su amada. Pero está cometiendo,
EDUCACIÓN ESTÉTICA

a su manera, el mismo error que hubieran cometido sus compañeros, al final del
segundo acto, al aceptar el indulto y regresar a la sociedad con sus crímenes
“perdonados” (pero por el Estado, no por la justicia divina). Y los ladrones pre-
cisamente se encargan de recordarle que al rechazar ese indulto, ellos lo han com-
prado con sus vidas en los bosques de Bohemia, y que él ya no tiene el derecho de
creerse libre o inocente (144-145). Hablan en ese instante como la voz de la propia
conciencia de Moor, recordándole que las lecciones aprendidas con sus crímenes
no se pueden desaprender, ni puede recobrarse la inocencia perdida. Es entonces
que la pieza, y el personaje, dan un último paso. Al comienzo de la obra, eran las
leyes artificiales y corruptas de la sociedad las que encerraban a los personajes,
incitándolos a una primera, falsa liberación, con la huida al monte. Ahora, después
de matar él mismo a su amada, cortando así todos los lazos afectivos y liberándose
simbólicamente de todas las obligaciones humanas, tanto hacia su familia como
hacia sus compañeros, el mismo Karl se vuelve la voz de la ley divina para enun-
ciar lo que ha aprendido a través de sus crímenes y sufrimientos:

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¡Oh insensatos como yo, que presumía embellecer el mundo con horrores, y reformar las
leyes con la ilegalidad! Yo llamaba derecho a la venganza... Yo me proponía, ¡oh Provi-
dencia!, aguzar el filo de tu espada, y corregir tus obras parciales... pero... ¡oh vano y
pueril intento!... al borde de una vida de crímenes, y a costa de ayes y de rechinamiento
de dientes, averigüé tan solo que dos hombres como yo acabarían con todo el edificio del
mundo moral. Gracia, gracia para el niño que te ha querido sobrepujar... La venganza es
lo que sólo te pertenece. La mano del hombre es inútil para ti. Sin duda no depende ya
de mí recobrar lo pasado; lo perdido, perdido queda; lo arruinado, no se levantará más...
Pero algo me resta con que expiar la ofensa hecha a las leyes, y sanar la obra infausta del

Ponencia 1
desorden. Exige una víctima... una víctima, que haga ostentarse ante la humanidad entera,
su inviolable majestad... Yo mismo soy esta víctima. Yo mismo sufriré la muerte por ella.
(147)8

Parece un mensaje altamente conservador después de todo el despliegue ante-


rior de discursos y hechos que parecían subversivos del orden social y moral
tradicional. Sin embargo, algo esencial ha cambiado. No está hablando aquí la
institución religiosa (criticada a lo largo de la pieza por su hipocresía), ni se está
formulando una moral cristiana convencional. Pero la esencia del mensaje moral

Friedrich Schiller
enunciado por Karl Moor no está en una supuesta originalidad de contenido, sino
en el hecho de que es el fruto de un proceso de formación. Es una moral auto-
construida y autoasumida, la culminación de la educación moral de un sujeto
individual, que asume libremente la ley desde adentro, y se asume en consecuen-
cia, desde la individualidad conquistada, como ser social: la majestad del orden
divino debe “ostentarse ante la humanidad entera”, y Moor va a utilizar su sacri-
ficio para dar la recompensa de mil luises a un pobre campesino que lucha por
mantener a once hijos (148).

Si la pregunta por la relación entre individuo y sociedad se está volviendo tan


central, es que ya desde el siglo XVI no aparece como algo dado; la búsqueda
de un equilibrio nuevo, que pueda reemplazar la visión de mundo medieval,
más colectivista y centrada en Dios, e integrar los cambios graduales en la
autodefinición del sujeto (en gran parte causados por la Reforma y sus conse-
cuencias), va a durar varios siglos9. En las piezas de Shakespeare, la posibilidad
de que el individuo pueda dar prioridad a sus propios deseos sobre su deber social
es percibida como un grave peligro para la sociedad, y da lugar a personajes como
Macbeth, Iago, Edmundo, o Ricardo III. En El paraíso perdido, ese individualismo
es todavía algo amenazante: su primer representante es el mismo Diablo, y es por
sucumbir a la tentación de la autodeterminación que Adán y Eva experimentan
la caída y se vuelven parecidos a Satán. Sin embargo, cierta evolución es ya
perceptible en el hecho de que Satán es un personaje mucho más ambiguo que
Macbeth o Iago: está construido como el malo de la obra, pero el texto deja tras-
lucir elementos10 que lo construyen también como el verdadero protagonista y
héroe épico del poema, aunque eso no sea coherente con la intención declarada

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del autor, ni con el sistema de valores que él comparte con la mayoría de sus
lectores.

Los ladrones es una etapa más en esa evolución: la educación moral del protago-
nista (y del lector) exige una reflexión crítica sobre las nociones de Bien y de
Mal, y sobre el mismo sujeto. Esta reflexión va a ser alimentada por la reescritura
que hace Schiller de sus precursores ingleses. Los ladrones retoma, a través
de sus protagonistas, algunos de los personajes problemáticos plasmados por
Shakespeare y Milton, para aprovechar los planteamientos de esos autores e ir
más allá, reivindicando mucho más explícitamente los derechos del sujeto indi-
vidual.

III. Los ecos de Otelo y El rey Lear

Tanto en Inglaterra como en la Alemania de finales del siglo XVIII, Shakespeare


es la bandera del combate contra la literatura francesa. Atacado por los críticos
neoclásicos por su no respeto a las unidades aristotélicas, se volverá un tema privi-
legiado de la crítica literaria de autores románticos como Coleridge, De Quincey o
Keats en su reflexión sobre el funcionamiento de la imaginación. Pero aun antes, ya
se está proponiendo como un modelo para la naciente dramaturgia alemana con el
panfleto de Lessing Dramaturgia de Hamburgo, que más tarde provocará el entu-
siasmo de Goethe y del joven Wilhelm Meister, alter ego del autor en Los años
de viaje. Schiller no podía empezar su carrera dramática sin rendir homenaje a
ese ilustre precursor y, de hecho, el modelo shakespeareano está presente (tal vez
demasiado presente) en Los ladrones, en la persona de Franz Moor, el hermano
malvado. Este personaje aparece inspirado en al menos tres personajes shakespeareanos:
EDUCACIÓN ESTÉTICA

Ricardo III (mencionado en el Prefacio del autor) (Schiller, 1950: 5)11, el diabólico
Iago de la tragedia Otelo y Edmundo, el hermano traidor de El rey Lear. Aquí voy
a ocuparme principalmente de estos dos últimos, por la importancia que asumen en
una reflexión sobre las mutaciones del sujeto, y por la analogía que existe entre sus
respectivas funciones dramáticas y la de Franz en Los ladrones.

Frente a los héroes trágicos que son Otelo y Lear, Iago y Edmundo son,
como Franz Moor, figuras secundarias (aunque Iago, por su omnipresencia y su
dominio sobre la intriga, es casi un segundo protagonista). Son también figuras
claramente negativas: cada uno engaña y manipula a los demás personajes para
lograr sus fines egoístas, causando muchas muertes, incluyendo la suya propia.
Ambos encarnan así una individualidad anárquica y destructora, que representa
de cierta manera un aspecto del sujeto renacentista y de su nueva autonomía, pero
bajo la forma de los miedos que esa autonomía puede despertar en una sociedad
todavía marcada por el ideal medieval de cohesión y jerarquía social. Al mismo

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tiempo, a través de sus monólogos, ambos constituyen en la obra de Shakespeare
experimentos claves en la exploración de la interioridad del sujeto (esto es sobre
todo el caso de Iago), y ambos se pueden leer como encarnaciones de la moder-
nidad naciente, destinada a destruir a los personajes épicos que son sus antagonistas12.

Franz Moor está directamente inspirado en esos dos personajes. Esto se manifiesta
a nivel de la intriga, por la manera en que es caracterizado y el papel que cumple

Ponencia 1
en la pieza: su principal característica, que tiene en común a la vez con Edmundo
y con Iago, es la envidia; su principal talento es el engaño, lo que le permite
calumniar a su hermano mayor ante el padre a través de una carta falsa, como
lo hace Edmundo en El rey Lear, para apropiarse la herencia paterna (Schiller,
1949: Los ladrones, acto I, escena 1). Luego, en la segunda escena, Karl recibe
de él otra carta, que distorsiona la posición del padre frente al libertinaje de su
hijo mayor, a fin de separarlos y tomar el control de los asuntos familiares. Logra
su meta, ya que su hermano engañado, al desesperar por no recibir el perdón
paterno, acepta volverse capitán de ladrones en los bosques de Bohemia.

Friedrich Schiller
Más allá de la acción de la pieza, la semejanza entre Franz, Edmundo y Iago es
también perceptible a nivel de los monólogos; encontramos en los monólogos de
Franz ecos explícitos (aunque no siempre completamente fieles) de los discursos
de los dos personajes de Shakespeare. El primer monólogo de Franz, en la pri-
mera escena del primer acto, recuerda el primer monólogo de Edmundo, en el
que éste afirma que su diosa es la naturaleza, ya que la sociedad lo margina
y le niega el acceso a la fortuna paterna por ser menor que su hermano Edgar
y además ilegítimo. Declara que va a recurrir a su propia astucia para superar
esos obstáculos artificiales y apropiarse de los bienes destinados a su hermano
(Shakespeare, 1997: 2332-2333, I, 2, 1-22). En seguida empieza a poner en prác-
tica sus planes, con una carta falsa en la cual Edgar supuestamente le propone
asesinar al padre y dividir el patrimonio. El padre demasiado ingenuo cae en la
trampa y manda a detener a su hijo mayor; Edmundo logra manipular a su her-
mano y llevarlo a huir bajo sospecha de conspiración (I, 2; II, 2).

Franz, por su lado, empieza su primer monólogo declarando su intención de


arrancar a su hermano del corazón del padre; protesta contra la injusticia de la
naturaleza por haberlo hecho el menor y el más feo (Schiller, 1949: 39), pero en
seguida reconoce que él está siendo injusto con ella: “nos dotó de inventiva, nos
depositó desnudos y pobres en las orillas de este inmenso océano del mundo...
¡Que nade el que pueda, y el que no sepa, que se ahogue! [...] lo que yo quiera ser
es sólo de cuenta mía; cada cual tiene igual derecho a lo máximo y a lo mínimo
[...] El derecho pertenece al más poderoso, y nuestras leyes son los límites de
nuestra pujanza” (40).

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Este discurso constituye también un lazo clave con el personaje de Iago, quien
expresa en el primer acto de Otelo un oportunismo maquiavélico basado en una
ley “natural” del triunfo del más fuerte (es decir, el más astuto). Schiller intenta
también conferirle a Franz, al menos en la primera escena de Los ladrones, una
función demiúrgica (y autocreadora) similar a la que asume Iago en la pieza
de Shakespeare: es lo que sugiere al menos el largo monólogo del personaje
schilleriano en esa primera escena, donde una serie de preguntas y respuestas
dirigidas a sí mismo le permiten a la vez revelar su personalidad (¿o construirla?)
y orientar sus acciones futuras, concluyendo con la exclamación, “¡A trabajar,
por tanto, en mi obra sin tardanza!” (41). En la pieza de Shakespeare, el conjunto
de los monólogos de Iago nos muestra al personaje construyendo, poco a poco,
las motivaciones de sus actos, y elaborando el plan de acción que ha de llevar a
cabo (Shakespeare, 1997: I, 1, II, 2, II, 3). En especial las últimas palabras de la
primera escena (que constituyen el primero de los monólogos de Iago) represen-
tan un elemento clave en este proceso: vemos al personaje buscando un plan para
vengarse de Otelo y, una vez que lo ha encontrado, concluir con una especie de
“¡Manos a la obra!” que recuerda, o prefigura, la declaración de Franz.

En realidad, Franz Moor nunca logra cobrar en la pieza de Schiller un interés


dramático comparable al de Iago o Edmundo; constituye, a mi juicio, un punto
débil de la obra, precisamente porque no tiene mucha existencia independiente de
sus modelos13. Pero esto también tiene que ver con un cambio en la problemática
que ilustraban Iago y Edmundo en las obras de Shakespeare: la fuerza de esos
personajes venía en gran parte de la amenaza que representaban para el público,
amenaza que en 1781 ya no se siente de la misma manera, lo que hace imposible
reproducir esa función en un personaje secundario análogo. De hecho, el peso de
EDUCACIÓN ESTÉTICA

la individualidad problemática se ha desplazado de estas figuras secundarias pero


fuertes hacia un protagonista mucho más potente, que opaca completamente el
personaje de Franz: se trata de su hermano Karl Moor, que ilustra el cambio en la
percepción de la individualidad que se ha dado desde la época shakespeareana.

IV. Karl Moor y el Satán de Milton

En Otelo y El rey Lear el antagonista del individuo anárquico (Otelo, Edgar)


es un personaje relativamente pasivo, sometido a los códigos morales que el
enemigo está subvirtiendo y destinado a ser derrotado junto con ellos. En Los
ladrones, Karl Moor es un personaje fuerte, prometeico; él es quien realmente
está interrogando los códigos morales dominantes y, aunque la pieza termine
anunciando su captura y su muerte, no se puede decir que él sea derrotado, ya
que él mismo escoge su suerte: en ese sentido, su muerte es, al contrario, la
demostración suprema de su libertad como individuo. Vemos aquí que la pieza

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nos propone ahora dos modelos opuestos de individualidad, uno puramente
negativo (en los personajes profundamente hipócritas y oportunistas de Franz y
Spiegelberg) y uno mucho más ambivalente, por la fusión paradójica de virtudes
y vicios que representa Karl. Vamos a ver que este planteamiento, que se puede
considerar un hito en la construcción del individuo romántico, le debe mucho a El
paraíso perdido de Milton, y constituye una reescritura retroactiva de esta épica
que anticipa las apropiaciones -a veces mejor conocidas- que harán de ella los

Ponencia 1
románticos ingleses.

La manera como el personaje de Karl Moor se construye a lo largo de Los


ladrones ilustra claramente el terreno que ha ganado la noción de individualidad
desde el siglo XVI. Karl aparece desde el comienzo (e incluso en el discurso
de su hermano, quien lo odia) como un personaje generoso, cálido, espontáneo,
lleno de amor por los demás, y eso hasta en medio de su libertinaje. Y la actitud
de los demás personajes de la obra indica la posición que el lector está invitado
a adoptar hacia él. Los únicos personajes en la pieza que expresan sentimientos

Friedrich Schiller
realmente negativos hacia Karl14 son las dos figuras más despreciables de la
obra, Franz Moor y Spiegelberg. Los demás personajes, en especial la angelical
Amalia, el fiel servidor Daniel y el padre de los dos hermanos, muestran
constantemente amor y admiración por el carácter fuera de lo común de Karl,
descrito en varias ocasiones, incluso por Franz, como un alma “celestial”, un
“ángel” (Schiller, 1949: 65-71, 144), o incluso, en palabras de Amalia, un “reflejo
de la divinidad” (118). No es precisamente una casualidad que ese personaje
resulte también el portavoz del mismo autor en la protesta contra los valores
(tanto éticos como estéticos) del neoclasicismo. Nuestro primer contacto con
Karl es a través del discurso de Franz, quien describe las cualidades de su her-
mano -”ardor”, “franqueza”, “compasión”, valentía- en contraste con su propio
carácter: “el seco, el vulgar, el frío, el alma de cántaro, Franz” (35-36): parece
una parábola de la oposición entre el naciente ideal romántico y la crítica román-
tica al racionalismo ilustrado. Cuando Karl aparece por primera vez en carne y
hueso, en la siguiente escena, su identificación con el rechazo al neoclasicismo
es aún más explícita. En las primeras palabras que pronuncia en la obra protesta
contra su época, que ha abandonado todos los valores heroicos: “¡Pobre siglo de
superficiales cómicos, útil sólo para mascar los hechos de los tiempos pasados,
rebajar con sus comentarios a los héroes de la antigüedad, y desfigurarlos en
sus tragedias.” Acaba de evocar con desprecio a “un abad francés” y “un autor
trágico francés”; se sobreentiende que ellos son quienes “aprisionan la sana natu-
raleza en insípidas convenciones”. Esta opresión estética es indisociable de la
corrupción social y política contra la cual el personaje protesta en las siguientes
frases: “Condenan al saduceo que no visita la iglesia a menudo, y calculan junto
al altar sus usuras ...” (podría estar hablando de Franz); “He de encerrar mi

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cuerpo en un corsé, y someter mi voluntad a la presión de la ley”, descrita como
contraria a la libertad (41-43).

Todo este discurso es el preludio inmediato a la decisión que tomará el personaje


de abandonar la sociedad y la legalidad; el texto sugiere que al hacerlo, se está
identificando a sí mismo con los héroes antiguos que la Ilustración ha despreciado.
Al mismo tiempo, esta decisión aparece claramente como una caída análoga a la
de Satán en El paraíso perdido: en el Acto II, escena III, cuando el religioso viene
a ofrecer el indulto a los ladrones rodeados, describe a Moor como “igual en todo
al primer cabeza de motín, horrible y temeroso, que precipitó en el fuego rebelde
a millares de legiones de ángeles inocentes, arrastrándolos consigo al profundo
abismo de la eterna condenación” (Schiller, 1949: 86). El prefacio de Schiller a la
edición alemana de 1781 ya nos ha preparado para reconocer la referencia: no se
trata simplemente del diablo, sino del diablo como lo representó el poeta inglés.
Sin embargo, la caída de Moor (y, por asociación, la de Lucifer) es reinterpretada
como rebelión casi-legítima (en todo caso, provocada por la injusticia paterna,
o lo que Karl cree serlo): eso retoma la versión que da el mismo Satán acerca
de sus actos, en el texto de Milton (1986: 74-74, 79-80). Pero a diferencia del
poema inglés, donde el autor se distancia de la postura de un personaje que no
es de ninguna manera el protagonista oficial de la obra, en Los ladrones, este
“descendiente” de Satán, para decirlo así, es claramente el protagonista, y es una
figura heroica que aparece como un representante del autor15.

Algo que era implícito en el poema de Milton -el protagonismo subyacente del
rebelde, a pesar de la ideología consciente del autor, quien nos presenta a Cristo
como el personaje principal de la obra- aparece ahora explícito en la pieza de
EDUCACIÓN ESTÉTICA

Schiller. Y la figura de Karl Moor es aún más compleja que la de Satán, y lleva
más lejos la representación del sujeto que prefigura confusamente el texto de
Milton. En Los ladrones, el individuo volcánico, a la vez destructor y
prometeico, pecador y al final redentor de sí mismo, fusiona de cierta manera
los tres personajes claves de El paraíso perdido: Satán, el rebelde, Adán, el
hombre caído y redimido, y Cristo, el sacrificio redentor. O más bien, y esto
prefigura la reinterpretación del cristianismo por el romanticismo, el hombre es
Cristo, el mismo Adán es a la vez el rebelde heroico, y luego, después de un
proceso de iniciación purificadora, su propio redentor, el sacrificio libremente
hecho de sí mismo para reivindicar el orden y la justicia de Dios.

En realidad, las preguntas planteadas por Schiller en esta obra acerca de la


responsabilidad y de la libertad humanas no son fundamentalmente distintas a las
planteadas por Milton. Pero es un sujeto muy distinto -aunque en parte generado
por las preguntas y respuestas, explícitas e implícitas, de Milton- quien las va

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a encarnar: ahora, el orden moral se funda en la rebelión inicial, que se vuelve,
no un obstáculo por superar con el regreso del hombre a la perfecta obediencia,
sino la condición misma de la educación moral del ser humano. Y la posición
asumida por Moor al final de la pieza no es una posición sumisa: expresa menos
la contrición que un inmenso orgullo, implícito en el acto de presentarse a sí
mismo, por iniciativa propia, como la ofrenda expiatoria que va a salvar la dig-
nidad de Dios ante la humanidad. Y, mientras tanto, no aparece ninguna huella

Ponencia 1
directa de la presencia de Dios en la obra: la voz divina es la de este Prometeo
auto-justificado.

Conclusiones provisionales: Karl Moor y el Satán del romanticismo inglés

Este último punto queda para las conclusiones ya que no pasa por ahora de ser
un esbozo, el embrión de un trabajo futuro donde habrá que sacar conclusiones
más elaboradas a partir de un hecho que sobresale de la lectura de Los ladrones:
Schiller está adelantándose aquí, de manera magistral, a la apropiación del Satán

Friedrich Schiller
de Milton por los escritores del romanticismo inglés, en especial Blake, Byron
o Mary Shelley. En estos escritores posteriores encontramos múltiples relecturas
de la obra de Milton, que implican interpretaciones diversas. Blake, por ejemplo,
en Las bodas del cielo y del infierno y en un poema místico-épico posterior, titu-
lado Milton, hace explícita la identificación entre Milton y Satán que quedaba
como potencial en El paraíso perdido. En ese sentido, Satán se vuelve un modelo
de energía creadora, cuya transgresión de la ley divina es una necesidad de la
imaginación humana.

No hay indicaciones de que Blake hubiera leído a Schiller, y además la relación


de Blake con El paraíso perdido es una de las más íntimas y complejas en la
historia de la literatura inglesa; así que voy a dejarlo por ahora fuera del campo
de esta investigación. Tratándose de Byron y Mary Shelley, en cambio, sus lec-
turas tanto en Milton como en Schiller son conocidas, y el encuentro de los dos
autores en un mismo espacio textual es aparente, implícita o explícitamente, en
obras como Manfred de Byron o Frankenstein de Mary Shelley. Esto sugiere que
la relectura romántica de Milton fue en parte posibilitada por los planteamientos
axiológicos de Schiller. En este caso, se podría decir que Los ladrones constituye
un eslabón en una genealogía interpretativa que lleva de Shakespeare y Milton
a los románticos ingleses. Lo más interesante de esta hipótesis es que sería un
eslabón perteneciente a otro contexto cultural, que vendría a funcionar aquí como
una especie de prisma refractor en la recepción de los textos iniciales. En otras
palabras, la recepción por los románticos ingleses de las obras clásicas de su
propia lengua materna y su tradición literaria “nacional” no sería una transmisión
directa y sencilla, sino que implicaría mediaciones transculturales.

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Las preguntas que esa idea plantea para la historia literaria son muy sugestivas;
espero haberlas formulado al menos en parte, y sobre todo espero plantearlas más
en detalle en un futuro próximo.
EDUCACIÓN ESTÉTICA

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Notas
1 Son muchos los cabos que todavía quedan sueltos al final de esta exposición. Falta por ejemplo una ver-
dadera reflexión sobre la noción de personaje trágico; falta esa etapa muy importante de la investigación que
es la lectura de los otros (muchos) críticos que ya han explorado las relaciones entre Schiller, los románticos
ingleses, Shakespeare y Milton. El lector se dará cuenta también de que no cumplo la promesa de mi título:
por imperativos de tiempo y extensión, el análisis de los románticos ingleses en relación con Schiller queda
como el mero esbozo de una investigación futura.
2 Sobre el nacimiento de una literatura alemana en las últimas décadas del siglo XVIII, ver especialmente
el tercer ensayo (“The True Fathers of Romanticism”).

Ponencia 1
3 Un ejemplo muy característico del rechazo a la influencia francesa por parte de alemanes como Lessing
o Schiller se encuentra en la comparación que hace Lessing en Laocoonte entre el Filoctetes de Sófocles
y la versión del dramaturgo francés Châteaubrun (hoy día merecidamente olvidado). Se lee: “¡Oh francés!
¡Cómo no has tenido inteligencia para comprender esto [el espíritu del texto griego] o corazón para sentirlo!,
o si lo has tenido ¡cómo has sido tan bajo que has sacrificado todo ello al gusto mezquino de tu nación!”
4 La construcción de una obra de ficción (dramática o narrativa) depende en gran medida de la manera
como el lector construye los personajes de la obra, siguiendo la orientación dada por el texto, pero también
por sus propias premisas culturales. Por ese motivo hablo aquí de una semántica, y no de una semiótica
del personaje, a pesar de los aportes de la semiótica o semiología al análisis de los personajes. Pero este
elemento literario no se puede reducir a una pura función estructural: el “efecto-personaje”, como prefiere
llamarlo el crítico estructuralista Philippe Hamon (1977: 119), o la “casi-persona”, como lo llaman Ducrot y

Friedrich Schiller
Schaeffer en el artículo “Personaje” de su Nueva enciclopedia de las ciencias del lenguaje (1995: 753), son
la concretización de una multitud de significaciones y expectativas culturales, en parte acerca de la noción
misma de sujeto (noción que tiende a cambiar de una época a otra). Antes de internarse en la selva de oposi-
ciones binarias donde el estructuralista se siente en casa (y donde no nos interesa aventurarnos), Hamon
reconoce que la “etiqueta semántica” del personaje es una construcción hecha a lo largo de la lectura, y que
su contenido depende de todo un contexto, intra- y extra-textual, incluyendo la historia y la cultura (1977:
126). Por su lado, Ducrot y Schaeffer mencionan la forma como las obras se reinterpretan en función de los
códigos culturales que predominan en cada época, códigos que se encarnan de manera cada vez diferente en
los personajes ficticios. Además, hablando de las funciones meta-narrativas de los personajes, y citando un
trabajo posterior de Hamon (“Personnage et Evaluation”, in Texte et Idéologie, París, 1984), subrayan que
los personajes no se limitan a simples funciones estructurales, porque son los principales vehículos de las
orientaciones axiológicas de la obra, en la medida en que no pueden existir normas sin la existencia de algún
tipo de sujeto (1995: 756-757). Me parece que tales reflexiones justifican ampliamente la importancia que
atribuyo aquí a los personajes como soporte del análisis comparativo.
5 Para una reflexión más detallada sobre el problema de las literaturas “nacionales”, en especial en el
momento de su surgimiento como tal, ver Claudio Guillén (1998). El capítulo 5 (“Mundos en formación: los
comienzos de las literaturas nacionales”) es especialmente relevante, y contiene numerosas referencias a la
situación alemana en la época de Goethe y Schiller (1998: 299-335).
6 Encontramos estudios útiles sobre ese nacimiento del individuo en la sociedad occidental en Louis
Dumont (1987), sobre todo en los capítulos 1, 2 y 4; y en Ian Watt (1996), sobre todo en el capítulo 5
(“Renaissance Individualism and the Counter-Reformation”).
7 Esta combinación paradójica es ya una transgresión a los modelos éticos establecidos que hubiera sido
inimaginable una generación antes, pero que fue preparada por Milton (muy a pesar suyo) con el personaje
de Satán en El paraíso perdido.
8 En ese punto la versión original de las últimas frases es mucho más clara que la traducción, que al sustituir
la expresión “orden malherido” (misshandelte Ordnung) del texto alemán por “obra infausta del desorden”,
deja poco claro qué o quién es el receptor de la ofrenda expiatoria: “Aber noch blieb mir etwas übrig, womit
ich die beleidigte Gesetze versöhnen und die misshandelte Ordnung wiederum heilen kann... [literalmente,
“Pero todavía me quedó algún resto con que expiar la ofensa hecha a las leyes y sanar el orden malherido.”]
Sie bedarf eines Opfers, - eines Opfers, das ihre unvertletzbare Majestät vor der ganzen Menschheit entfaltet
- dies Opfer bin ich selbst. Ich selbst muss für sie des Todes sterben.” (Schiller 1950: 129). La construcción
sintáctica de esta última frase indica que el destinatario del sacrificio es el orden, cuya “inviolable majestad”
es la majestad divina.
9 Para una descripción de ese mundo medieval, y la forma como afecta la literatura de Shakespeare, ver E.

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M. W. Tillyard (1976).
10 Es notable el simple hecho de que Satán sea el único personaje realmente apto para ser una figura épica
en la obra de Milton; resulta así ser ipso facto el protagonista. Habría que mencionar también las curiosas
analogías entre Satán y el mismo poeta: por ejemplo la descripción del poeta, al comienzo del libro III, como
un ser alado “escapado” del infierno y volando hacia las esferas superiores, como Satán en el libro anterior
(Milton, 1986: 128-129, 149).
11 Franz Moor tiene varios puntos en común con Ricardo III: su fealdad y su utilización de ese rasgo como
justificación de su naturaleza mala y de los métodos violentos que va a emplear para lograr sus metas. En Los
Ladrones, al final del Acto I, escena 1, Franz se queja de la injusticia de la naturaleza, que lo ha hecho tan feo
mientras hacía tan guapo a su hermano, y concluye que eso no le deja otro recurso que los métodos más bajos
para ascender en la sociedad: “Arrancaré de raíz todos los obstáculos, que me impiden ser aquí el primero. Sí, lo
seré por la violencia, ya que la amabilidad es inútil” (Schiller, 1949: 41). Esa escena recuerda el primer discurso
de Ricardo, duque de Gloucester, en la primera escena de Ricardo III, cuando afirma que él es tan feo y deforme
que hasta los perros le ladran; entonces, como no puede inspirar amor, va a vivir del odio, tejiendo una trama
para crear enemistad entre sus dos hermanos, el rey Eduardo IV y George, duque de Clarence, y haciendo que
el rey crea que Clarence quiere asesinarlo y usurpar el trono. (Shakespeare, 1997: 516; I, 1, 14-40).
12 Ver al respecto la reflexión de Harold Bloom (2001), sobre todo el ensayo introductorio (“El universalismo
de Shakespeare”).
13 Es irónico que el comentario de Schiller acerca de ese personaje, en su Prefacio, sea, “A mi parecer, he
logrado representar a la Naturaleza misma [en la figura de Franz]” (1950: 4; trad. mía). El autor alemán
no sería el primero en confundir a la Naturaleza con el dramaturgo isabelino: podemos citar por ejemplo el
segundo Prefacio de Horace Walpole al Castillo de Otranto, en que justifica sus personajes de domésticos
caricaturescos, primero, porque son fieles a la Naturaleza, y segundo, porque los ha tomado prestados de
Shakespeare... (1966: 22). Vale la pena mencionar que este pasaje precede un ataque virulento contra las
convenciones neoclásicas en la persona de Voltaire (22-25); Walpole aquí está anticipando las posiciones de
Lessing.
14 Con la excepción del religioso en la escena en el monte. Pero ese personaje no tiene suficiente presencia
en la pieza para afectar la actitud del lector.
15 Es cierto que en el prefacio alemán Schiller adopta una actitud distante frente al personaje de Karl Moor.
Empieza hablándonos de Franz y cuando menciona a Karl lo trata con más severidad de lo que haría esperar
el retrato hecho del personaje en la misma obra, poniendo el acento en el efecto chocante que sin duda
producirá en el público. Además, no lo trata como el protagonista de la pieza, sino como un personaje entre
otros (1950: 5). Sin embargo, al confrontar este prefacio con la obra, parece muy probable que el primer
texto no expresa realmente la posición del autor, sino un intento por hacer aceptar a un público burgués una
EDUCACIÓN ESTÉTICA

obra moralmente ambigua. Schiller se está poniendo en el lugar de un lector poco preparado para identificarse
con un ladrón y un asesino, y está fingiendo compartir sus escrúpulos para superarlos más eficazmente. Esta
lectura encuentra un apoyo en un texto más tardío del autor (ya mencionado arriba), el ensayo “Sobre lo
patético” (1990), donde Schiller retoma ciertas ideas ya esbozadas en su prefacio a Los ladrones (1949).
Además, todo el contenido del ensayo demuestra que sigue sacando lecciones de esa obra temprana: formula
aquí una reflexión sobre la moralidad y el placer estético como dos necesidades humanas opuestas (“El
interés de la imaginación es [...] conservarse en el juego, libre de leyes. [...] un objeto perderá aptitud para
un uso estético justo en el grado en que se cualifique para un uso moral”, (1990, 88, 91)), que ilustra muy
bien, retroactivamente, su práctica en Los ladrones. Y la referencia al Satán de Milton hace eco directamente
a la frase escrita más de diez años antes en el prefacio de su primera obra dramática: en el prefacio de Los
ladrones decía: “Con un asombro lleno de terror seguimos al Satán de Milton a través del caos inexplorado”
(1950: 5; trad. mía); en “Sobre lo patético” expresa una visión más positiva: “por esta fortaleza de ánimo el
propio Lucifer de Milton nos deja admirados hasta lo más hondo de nuestro ser cuando recorre el infierno,
su residencia futura, por primera vez” (1990: 84). Agrega además una de las citas de El paraíso Perdido
que acabo de mencionar arriba (ver nota 15), y que muy seguramente está detrás del personaje de Karl
Moor: se trata del pasaje del primer libro donde Satán exclama: “aquí al menos, tendremos libertad.” (1986:
80). Parecería que Schiller, ahora que está escribiendo un texto más teórico, y ahora que, además, tiene un
público asegurado, se siente más libre de expresar su aprobación por el personaje de Milton.

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Rast bei der Heuernte, um 1835, Öl auf Leinwand, 72,5 x 102 cm, ehem. Dresden, Staatl. Kunstsammlungen, 1945 Veschollen.

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43
Por
MARTA KOVACSICS M.
Don Carlos: traición y libertad

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Friedrich Schiller Ponencia 2
EDUCACIÓN ESTÉTICA

Marta Kovacsics

Nació en Hungría y se educó en Austria. Estudió Historia del Arte y Germanística en la Universidad
de Viena. Se especializó en Arte en Klimt, Schiele y Kokoschka y, por otro lado, en Literatura Aus-
triaca de nales del siglo XIX (Schnitzler, Musil, Roth), así como también en Literatura Comparada.
Es traductora especializada en losofía y literatura. Se han publicado sus traducciones de La
metamorfosis y otros cuentos de Kafka, El anticristo de Nietzsche y Tonio Kröger de Thomas Mann.
En la actualidad trabaja en la Ópera de Colombia como traductora y coordinadora musical de
Escena. Finalmente, es colaboradora de la revista Pie de página, para la cual escribe artículos y
reseñas literarias.

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“¡Veintitrés años y aún no he hecho nada para la inmortalidad!” exclama Don
Carlos, y un par de semanas después está muerto. La inmortalidad le llega en
forma de fracaso. Con él, muere también su amigo, su único amigo, el Marqués
de Posa. La figura del héroe no es aplicable para ninguno de los dos. Por esta
misma razón, se teje la telaraña, difícil de desenredar, entre los conceptos de
libertad y traición. ¿Hasta qué punto están tan íntimamente ligadas? ¿Se puede
llevar a cabo la una, sin tener que necesariamente utilizar la otra? ¿Se necesita de

Ponencia 2
la libertad para poder traicionar, o se necesita de la traición para poder ser libre?

Friedrich Schiller también contaba con 23 años cuando, en el año de 1782,


comienza a escribir Don Carlos. En mayo de ese mismo año, el Duque von
Dahlberg le muestra a Schiller un cuento escrito entre los años 1669 y 1689 por
el Abbé St. Real. Schiller se ocupa de aquel tema que logra envolverlo, pero del
cual claramente quiere hacer un drama shakesperiano. Inicialmente, lo concibe
como un texto narrativo, pero que poco a poco transforma en obra teatral, con una
métrica específica. Finalmente, en el año 1787, se estrena la obra en Hamburgo.

Friedrich Schiller
La cercanía y el compromiso de Schiller frente a la libertad estaban fuertemente
influidos por todo el estremecimiento que causó la Revolución francesa, y que
se vivía en Europa en ese momento. Friedrich Schiller se entrega en cuerpo y
alma a este tema y, auxiliado por su juventud e ímpetu, logra una obra maestra
precisamente porque no la vuelve una historia entre buenos y malos, entre héroes
y antihéroes, sino porque muestra cómo el ser humano siempre está expuesto a
lo imprevisible (a lo cual tiene derecho), que es, a su vez, donde se encuentra el
éxito o el fracaso. Schiller pone a caminar a sus protagonistas sobre el ineludible
filo entre la libertad y la traición. ¿Pero cómo se manifiesta este malabarismo?
Habría que ir primero a un simple recuento de la historia:

El Marqués de Posa vuelve después de una larga ausencia a España, y visita a


su amigo Don Carlos, príncipe heredero e hijo del rey Felipe II de España. Su
amistad profunda y sincera se remonta a sus años de infancia y juventud. En
esa época, se juraron eterna amistad y luchar por la libertad. Posa vuelve de los
Países Bajos, impregnado por los pensamientos de libertad y justicia, pero sobre
todo por lo que se podría determinar como la virtud republicana. Él se siente
escogido para librar esta batalla y busca precisamente a su amigo Carlos, porque
lo cree fácil de convencer. Ve en él la salvación de Flandes. Pero en el fondo se
equivoca: Carlos no está en capacidad de hacerlo. El está viviendo su propia pér-
dida de identidad, su propia desolación personal. Don Carlos ama a su madrastra,
Elizabeth, quien inicialmente era su prometida, pero quien, por razones políticas,
se casa con su padre el rey Felipe. Posa trata con fuertes argumentos de convencer
a Don Carlos de invertir todo su dolor en la justa causa de esa lucha por la

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libertad de Flandes. Carlos, efectivamente, se enfrenta a su padre, a quien teme,
y no es capaz de sostenerle sus argumentos para ser nombrado Regente de los
Países Bajos. A su vez, Elizabeth, quien también le teme al rey, lo insta a luchar
por esa añorada España. Por su parte, la princesa Eboli, quien está enamorada
de Don Carlos y es, a la vez, amante del rey, le pone una cita para entregarle
una supuesta carta de la reina. En la cita, Don Carlos se da cuenta del engaño
y la rechaza. La princesa desdeñada recurre al principal enemigo de Posa y de
Don Carlos para intrigar contra él. Conjuntamente, alimentan las dudas del rey
frente a la fidelidad de su esposa. El rey sabe que su hijo ama a la reina y, en un
momento de profunda humanidad, se siente por todos abandonado. En su abso-
luta soledad llama al Marqués de Posa para oírlo. Este se confronta con él. Su sin-
ceridad y su lucha por los ideales enternecen al rey, quien lo hace su confidente,
a pesar de las profundas diferencias ideológicas. Posa utiliza su nueva posición
de poder para lograr sus fines: intriga, traiciona y no será transparente con Don
Carlos. El rey se entera de esta “traición”, porque Posa, a pesar de no esconder
lo que piensa, lo utiliza para sus fines. Felipe, profundamente decepcionado y
auspiciado por Alba y el padre Domingo, digno representante de la Inquisición,
lo manda matar. Carlos al enterarse de la muerte de su amigo trata de realizar
el sueño imposible de la libertad, pero sin convencimiento y profundamente
cansado sólo logra que su padre se entere de sus propósitos y lo entregue al Gran
Inquisidor.

Lo que inicialmente se vería como el drama de un conflicto padre-hijo, es mucho


más que eso. De lo que se trata es precisamente de la dualidad existente entre el
poder y lo que éste permite hacer en nombre de la libertad. En este drama Schiller
utilizará entonces, para demostrar lo vulnerable que es la línea entre la libertad
EDUCACIÓN ESTÉTICA

y la tiranía, un esquema muy shakesperiano: el mostrar, a través de caracteriza-


ciones específicas, las distintas posibilidades:

La personalidad de virtud fuerte


La personalidad maligna y muy fuerte
La personalidad llena de bondades, pero débil.

Los distintos conflictos y confrontaciones entre estas personalidades definen todo


el desarrollo de la trama. Pero lo más evidente es que todos son, a su manera,
perdedores que no saben distinguir el concepto real de la libertad. Esto es lo que
los lleva irremediablemente al fracaso. El hilo conductor no es la libertad sino la
traición. Todos, sin excepción, caen en ella, unos más que otros, llevados por el
supuesto argumento de la libertad.

La princesa Eboli traiciona a su reina y a Don Carlos. Aquí la traición es llevada


por sentimientos de venganza (Don Carlos la rechaza) y por sentimientos de

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poder (de pronto podría volverse la esposa del rey), en los que ella ve una posible
liberación de su situación ambigua ante el rey. En cuanto al padre Domingo y
al Duque de Alba, la traición es más bien una constante en aras de una libertad,
resultante del acceso hacia el poder. El Marqués de Posa traiciona al rey y, en el
fondo, también a Don Carlos, al no revelarle claramente sus propósitos en cuanto
a su actuación frente el rey. En este caso, la traición se mueve en ese frágil límite
de lo “comprensible”, porque, de una manera u otra, el argumento para usarla

Ponencia 2
es la libertad. El rey traiciona a su esposa y también la amistad que tanto anhe-
laba con el Marqués de Posa, debido a que, a pesar de saber y conocer sus pen-
samientos, no es capaz de entenderlo y menos perdonarlo. Finalmente, ¿a quién
traiciona Don Carlos?: a sí mismo. No logra asimilar la libertad como una reali-
dad vivida. Teniendo en cuenta las tres personalidades antes mencionadas, es evi-
dente que la tercera, es decir, la llena de bondades pero débil, es la de Don Carlos.
El no logra ir más allá de lo deseado, no lo vive, no lo experimenta. No lucha
por su amor ni por la liberación de Flandes, ni siquiera por la amistad de Posa.
Esencialmente no vive ninguna de estas experiencias, realidad ésta que no lo hace

Friedrich Schiller
acreedor de la libertad. Posa, el de las virtudes y el fuerte, naufraga cuando no es
capaz de entender la libertad como consecuencia de lo imprevisible. Este hecho
lo debilita y no le permite reaccionar frente a su propia experiencia. Posa no sabe
cómo tratar la libertad política. Y sólo la halla al final, en su castigo, porque en él
se encuentra también la libertad y, con ella, la dignidad, como dice Hegel
al determinar que el castigo es un cumplido para el delincuente. Por último, el
rey, aquél de la personalidad maligna y muy fuerte, no tiene acceso hacia lo
imprevisible porque es cruel. La crueldad no lleva nunca a la libertad vivida. Sin
embargo, también lo vemos sensible en su único momento honesto, cuando se
siente infinitamente solo, cuando realiza que existen otros personajes, otros seres
que no necesariamente deben seguir su misma ideología para que sea posible
quererlos.

Para Schiller la libertad es una realidad vivida y, además, una exigencia, una
norma. Tanto en su obra anterior Die Räuber (Los bandidos) como en las pos-
teriores, como Wallenstein, él la postula. Habla de la realidad vivida, de sus
vivencias y sus paradojas. Lo ambiguo en el sentimiento humano es el reto para
Schiller. El escoge figuras que son tan libres, que amparan ambas posibilidades;
aquél que es tirano y aquél que los libera de la tiranía. Schiller entiende que los
caracteres definidos no existen en la realidad, son pura ficción. Es aquí donde
Schiller teje su hilo conductor, y que hace de Don Carlos una obra maestra,
porque lo imprevisible de la libre acción se vuelve un tema complejo, en el que
la libertad y la traición estarán siempre entre ese peligroso margen del abismo.
No hay una determinación suficiente para determinar con facilidad hacia donde
se lanza el personaje: hacia la aventura de la libertad o de la traición. El misterio

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de la libertad se encuentra precisamente ahí, en ese vacío, en ese espacio de la
cadena de las determinaciones suficientes. Dicho de otra manera, no se trata de
cómo actuar sino cuál es la acción que se quiere; no se trata de lo que se debe
querer, sino de los se quiere querer. Pero sólo se puede llegar a esta decisión
después de haber actuado. Schiller es muy atrevido (en el mejor sentido de la
palabra) y preciso porque destruye lo tradicional, según lo cual, la acción sólo
se puede llevar a cabo después del autorreconocimiento. Según Schiller, sólo
después del uso de su propia libertad es que se conoce a sí mismo el hombre.
Siguiendo este pensamiento, Schiller muestra que la libertad es aquello que hace
al hombre imprevisible, tanto para sí mismo como para los demás. Y finalmente,
que la traición hace perder lo imprevisible y, por lo tanto, la libertad.
EDUCACIÓN ESTÉTICA

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Bibliografía

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Providencia y nihilismo en el drama histórico de Schiller

Por
ALEXANDER CARO

Ponencia 3
Friedrich Schiller
Auf dem Segler, um 1819, Öl auf Leinwand, 71 x 56 cm, Leningrad, Staatl. Eremitage.

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EDUCACIÓN ESTÉTICA

Alexander Caro

Es egresado de la carrera de Estudios Literarios de la Universidad Nacional de Colombia. El


trabajo monográco que presentó para graduarse se titula: Tentativa realista en Hyperión de
Hölderlin.

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Introducción

En el primer clasicismo de Schiller, la admiración por lo griego crea en su poesía


dos realidades totalmente opuestas e incompatibles. El poeta canta un tiempo ya
ido en el que brilló la armonía entre el hombre y la naturaleza. Pero lo que antes
fue un estado efectivo hoy es un ideal totalmente ajeno a la realidad de la socie-
dad civil y sólo sirve para descubrir un desgarrador sentido de finitud. Así en su

Ponencia 3
poema juvenil “Fantasía a Laura”:

¿Sonríes de la armonía?
Yo por ella lloro.
¿Pues acaso el imperio de la Noche
no socavó ya hace la base de la tierra?
Los palacios que se alzan orgullosos,
El brillo majestuoso de las ciudades,
Descansan sobre huesos podridos.
El dulce olor de sus claveles emerge
De lo que se descompone

Friedrich Schiller
Y tus fuentes lloran desde el aljibe
De la tumba de un hombre. (Schiller; citado por Villacañas, 1990: 130)

En medio del reino de las ruinas de la historia, la poesía parece ser la única huella
de ese ideal o el lugar donde éste se ha refugiado. Aun en un poema como “Los
dioses de Grecia” se expresa una ambivalencia. El universo de los dioses es aquel
en que “la poesía envolvía aún graciosamente la verdad” (Schiller, 1991a: 103).
De ese universo sólo tenemos una idea que, sin embargo, tiene que decir lo que en
Grecia fue una verdad efectiva. Por tanto, se trata de una aproximación alegórica
en tono elegíaco que, en cuanto intenta convertir ideas filosóficas en intuiciones
sensibles, termina recordando el adiós a esa época: “¿Quién quiere conformarse
con imágenes de sombras / que encubren la realidad con una falsa apariencia /
y anular la esperanza con una engañosa posesión?” (105). Es más, si la poesía y
el arte son los lugares donde se refugia el ideal, entonces la contemplación de la
belleza en la obra debe rebajar todas las cosas del mundo a la categoría inferior
de apariencia, mientras el presente se marca por un nihilismo del mundo sensi-
ble. Aquí se alza la interpretación de Marcuse sobre el clasicismo en su ensayo
“Sobre el carácter afirmativo de la cultura”, cuando este autor habla del “carácter
impúdico de la belleza” (Marcuse, 1970: 65). La reconciliación entre arte y
vida sólo puede consistir en que el mundo, caracterizado como una procesión
de ruinas sin sentido, sea redimido por un velo de apariencia que irradia la pleni-
tud de la forma. Así se describe esta experiencia en el poema “Los dioses de
Grecia”: “A las regiones serenas donde habitan las formas puras ya no se escucha
la ofuscada tempestad de los lamentos, aquí el dolor ya no puede romper el alma”
(1991a: 71). La abundancia de apariencia viene así acompañada por una conciencia

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de pobreza, y el instante de contemplación de la obra bella queda caracterizado
como un intento de aniquilar la fugacidad del mundo en la Belleza. Como el
instante lleva consigo la amargura de su desaparición, a cada instante se repite
la promesa de felicidad del arte, al tiempo que se anuncia la muerte. El ámbito
propio de este tipo de recepción es la historia, pues ésta se descubre como una
serie procesiva de momentos que han perdido su relación inmediata con el ideal
trascendente.

Todo este ambiente está en el poema “A los amigos”:

Amigos: hubo un tiempo más hermoso


Que el presente, el caso no es dudoso,
Y raza que a la nuestra fue mejor.
Si la historia esto mismo no dijera
Claramente la tierra lo advirtiera
En mil piedras que saca al exterior.
Mas de esas razas engendradoras
Vestigio alguno se puede ver.
¡Aquí vivimos! ¡Nuestras las horas!
¡Para nosotros es el poder!

Amigos: hay regiones más felices


(Tú que mucho viajaste, así lo dices)
Que esta nuestra vastísima región.
Si aquí nos da la tierra algún suplicio,
El arte se nos muestra asaz propicio,
Y su fuego endurece al corazón.
Si el lauro muere con este ambiente,
Si no es el mirto nuestro adalid,
EDUCACIÓN ESTÉTICA

Nos vive siempre y orna la frente


De verdes pámpanas lozana vid.

[…]

Más fastuoso que el norte es el mendigo


Que de porta degli angeli al abrigo
Mira a Roma, la eterna, la triunfal.
Envuelto en resplandor halla su anhelo
Y ve un segundo cielo bajo el cielo
De san Pedro en la vuelta colosal.
Pero no es Roma con sus fulgores,
Más que el sepulcro de lo que fue;
Rápida vida de frescas flores
Que una hora sólo mostróse en pie.

Así en lo que es más grande y sin medida,


Como en el cerco estrecho de la vida,

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Nada nuevo aparece bajo el sol.
Se derrumban las grandes entidades
Y, escaques de la Historia, las edades
Amenguan y disipan su arrebol.
La vía es siempre la misma y una;
La fantasía nos lanza a más,
Lo que no vive en parte alguna
¡Esto y sólo esto muere jamás! (Schiller; citado por Koch, 1978: 98)

Ponencia 3
Esto es el arte para el hombre del norte, quien ejemplifica en mayor grado la
escisión entre realidad e ideal: un artificio que sirve para la conservación del
hombre y que se opone a lo natural, en el sentido de lo que es libre con respecto
al sí mismo de la conciencia. Este estado de naturaleza, que en Rousseau cumple
la función hipotética de perfilar los vicios y la ruindad del presente, no puede ser
ya la verdad del poema, sino en cuanto él mismo se separa de la vida. “Lo que ha
de vivir inmortal en el canto, debe perecer en la vida” (Schiller, 1991a: 65).

Friedrich Schiller
Aquél tiempo glorioso no se hace efectivo en el poema más que en la referencia
de la primera estrofa en el saludo “amigos: hubo un mejor tiempo que el pre-
sente”. Y en la última estrofa aparece como “lo que no vive en parte alguna”. Es
lo que jamás perece y bajo los sellos de su omnipresencia se define la Historia
en virtud de una pura negatividad. En este devenir, nada nuevo aparece y todo es
eternamente lo mismo, mas sólo la fantasía nos envía a crear un nuevo mundo
allí donde toda ilusión de grandeza se ha acabado. También aquí la oposición es
doble, por cuanto lo que ha sido grande producto de la historia no guarda ningún
mérito para el presente en ruinas, sino que pasa a formar parte de la galería
de la descomposición de los trozos de la historia. A quien mira así el pasado
histórico, todo lo que es grande, como los detalles de su concreción, le parecerá
una serie aburrida de repeticiones. La fantasía es un reactivo contra este prema-
turo envejecimiento del mundo en el que no aparece nada nuevo.

Pero Schiller, consciente de las paradojas de su arte, se pregunta con más fuerza
por la posibilidad de un resurgimiento en el tiempo presente. Después de su
adhesión al Sturm und Drang, el desarrollo del pensamiento de Schiller puede ser
visto como una progresión en que el ideal y la vida buscan su unidad, sin evadir
la realidad del presente y el carácter histórico de toda producción y recepción
de obras, sino más bien contribuyendo a la afirmación de las propias tendencias
creadoras del hombre moderno y, de allí, al cultivo de su sensibilidad. El arte
es la potencia capaz de efectuar tal reconstrucción y, por ello, esta búsqueda es
la raíz de utopías posteriores que exigen una reintegración del arte al mundo de
la praxis; mas para ello se tiene que superar el clasicismo que, según Benjamin,
“buscaba lo humano en cuanto la suprema ‘plenitud del ser’ y, movido por este

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anhelo, como no tenia más remedio que desdeñar la alegoría, sólo captó una
imagen engañosa de lo simbólico” (Benjamin, 1990: 157). También aparece en
este horizonte de creación y recepción de obras la exigencia de pensar la verdad
del ideal no sólo desde su apariencia sensible, en la forma artística, sino también
desde el potencial critico hacia el presente. Con la lectura de Kant, Schiller habría
ahondado en la concepción de belleza como símbolo de la unidad entre lo que
ahora eran los polos ideal moral de libertad y naturaleza. Kant habría determi-
nado de una manera más rica cada uno de los polos de la separación y, por ello,
haría ver con más facticidad la emergencia de su unidad, pero su filosofía dejaba
entre ellos un abismo que debía ser saldado por medio de la estética. Belleza,
diría Schiller por la época de las Cartas sobre la educación estética del hombre,
es “libertad en la apariencia”, es decir, sensibilización de la idea de libertad. Sin
embargo, Schiller encuentra a Kant como parte del desarrollo coherente de su
propio pensamiento. Con el paso de los años, desde su adhesión al Sturm hasta su
consolidación como Klasik en la corte de Weimar, Schiller se habría enfrentado
con varios problemas artísticos y teóricos para abrir paso a dicha unidad. En esta
expresión, la belleza, como veremos, encuentra un gran potencial crítico que deja
de lado no sólo las críticas de Marcuse hacia lo que él llamó la “cultura afirma-
tiva”, sino también las del propio Nietzsche cuando acusa a Schiller, hablando de
la historia Monumental, de propiciar el fanatismo histórico.

Estas líneas se proponen registrar algunos de esos problemas en torno al proyecto


de sensibilización de la idea de belleza en el ámbito específico de la evolución del
drama histórico, donde se desplegaría la idea de realización de la libertad en la
historia. Desde luego, no se trata de una lectura que arroje conclusiones definiti-
vas. Comenzando por que si entendemos el arte en sentido amplio como uno de
EDUCACIÓN ESTÉTICA

los polos mismos cuyo opuesto es la naturaleza, es todavía problemático ubicar


el papel del arte en una secuencia genética que rinda cuenta de una evolución
del drama histórico hacia la feliz consumación de dicho proyecto (la feliz unidad
entre ideal y vida). La obra de Schiller no es sistemática como la de un filósofo.
Las obras que trataré son Los bandidos, Don Carlos y Wallenstein. Contaré las
tensiones de estos dramas que reflejan la evolución del proyecto de Schiller, y no
concluiré más que con una idea del clasicismo de Schiller que es producto de un
pensamiento profundamente trágico.

A mi modo de ver, siempre queda algo del primer Schiller hasta en sus obras de
madurez. Parece que a medida que él piensa la idea de la unidad entre lo ideal
y lo real, el artificio de la forma se apropia de tal unidad, de modo que al final
la falsedad de la apariencia vuelve a romperla. Por ello la labor de construir la
unidad significa limitar la artificialidad de la forma, su carácter “impúdico”, al
tiempo que legitimarla, en tanto que arte, como potencia reconstructora de tal

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unidad. Como según la comprensión de Schiller arte es todo lo artificial (que con-
tiene en sí el ideal supremo), entonces sustituiré en lo seguido la palabra forma
por la palabra artificial o arte en general.

Se ha subrayado que la expectativa por esta unificación entre ideal y vida com-
parte ciertas premisas con el romanticismo, entendido, en sentido amplio, como
nostalgia del origen. Esto, debido a que tal anhelo de unificación viene asegurado

Ponencia 3
por la posibilidad de un renacimiento, reforzado en la creencia de que tal estado
de armonía fue efectivo en el pasado. En esta búsqueda, como Lukács dice del
joven Hegel, “cuanto más cerca se cree de la ‘ansiada reconciliación’ con la reali-
dad, tanto más profundamente descubre las contradicciones internas del mate-
rial que trabaja con ese fin” (1963: 162). Y, en ello, Schiller es un antecesor
directo de Hegel. El hombre capta su relación con el mundo desde el ideal, pero
para plantear su verdadera unidad se necesitaría desdoblar el ideal y convertirlo
en devenir contradictorio; en su teoría madura del drama, tal sería la crítica de
Schiller al fanático, desde la relación que él plantea, en su Ensayo Sobre poesía

Friedrich Schiller
ingenua y sentimental, entre el carácter idealista y el realista. Hegel dijo que una
vez el hombre capta la realidad en el concepto, ésta se vuelve racional y, por
tanto, deviene unidad con la idea en el proceso contradictorio de su realización.
En tanto el concepto se descubre finalmente como fundamento último de todo lo
real, existe una asimilación unilateral del proceso por la teoría, mientras, de otra
parte, la idea de la unidad entre lo real y lo ideal viene a ser la parte positiva
que critica toda unilateralidad. Así nace el problema hermenéutico de la moder-
nidad: cómo en la explicación de todo proceso, su significación parece volcarse
hacia un origen que se fundamenta en el concepto. Este fue el trabajo del joven
Marx, quien pretendió desarrollar la idea de la unidad realidad-idealidad desple-
gando una crítica a la unilateralidad del concepto, en medio de lo que se llamó
la subversión del idealismo y que en su juventud habría sido una confrontación
concreta con los postulados de Bruno Bauer, Feuerbach y Moses Hess (Dieter,
1994).

Esto mismo habría hecho Schiller con la unilateralidad del ideal, entendido como
una potencia suprasensible que se habría secularizado luego y se habría com-
prendido como producto de la historia, donde se configuraría en una perma-
nente tensión entre idealismo y realismo. Antes de la emergencia marxiana de tal
subversión, la época de que nos ocupamos ya intentaba sentar esta idea de unidad
en una crítica al idealismo por medio de la estética y, por eso, Schiller ha sido tan
caro a un pensador como Marcuse.

La crítica de Marx a Feuerbach dice que el hombre no tiene una esencia pre-
existente que se pierde en una alineación en la conciencia religiosa, de la que

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éste se tendría que recuperar naturalizando nuevamente todas las pro-
ducciones de su conciencia enajenada. Si bien Schelling, Hölderlin y Schiller
encargaron al arte y a la poesía la realización de dicha naturalización, veremos
que la contradicción de ese arte descansa precisamente en que, desde los térmi-
nos de Schiller, es un arte sentimental que tiene como base de su proyecto la
feliz unidad del arte ingenuo, unidad que ya está definitivamente perdida para
nosotros1. Sólo Hölderlin y Schiller habrían ahondado, desde su comprensión
mitopoética, en el significado profundo de tal pérdida, desarrollando las con-
tradicciones estéticas sobre el encargo de “representar el ideal”. La idea Schilleriana
al respecto puede resumirse de la siguiente manera:

Esta ruta que siguen los poetas modernos es, por lo demás, la misma que el hombre debe
tomar siempre, tanto en lo particular como en lo general. La naturaleza lo pone de acuerdo
consigo mismo; el arte lo divide y desgarra; por el ideal vuelve a la unidad, pero como el
ideal es infinito, y el hombre cultivado nunca lo alcanza, tampoco puede nunca alcanzar la
perfección dentro de su propia índole, mientras que el hombre natural sí lo puede, dentro
de la suya...
Ahora bien: como el fin último de la humanidad no puede alcanzarse sino mediante
este progreso, y como el hombre en estado natural no puede progresar de otro modo que
cultivándose y pasando por consiguiente al otro estado, no puede haber duda sobre a cuál
de los dos, en consideración a ese fin último, corresponde la preferencia. (Schiller, 1963a:
92)

Abrams, por su parte, hace un extenso estudio en su libro Romanticismo:


tradición y revolución, donde descubre en la poesía romántica inglesa y alemana
el tropo principal de estas poéticas como una especie de reedición significativa
del mito central bíblico, la expulsión de Adán y Eva del paraíso. El paso que va
EDUCACIÓN ESTÉTICA

de la Arcadia al Elíseo2 está en la permanente creación de mediaciones en las


que intervienen constantes rupturas en los modos de conciencia del hombre (que
son algo así como maneras en que el hombre se apropia de su mundo, tratando
de configurarlo de acuerdo con sus propias posibilidades y limitaciones), y que
funcionan a la manera de desengaños que tienden a reconstruir en su seno una
nueva unidad. Este movimiento es llamado por Abrams “dialéctica romántica”:
“esta conservación de los conceptos cristianos tradicionales y de la trama tradi-
cional cristiana, pero desmitologizados y con la Providencia que todo lo controla
convertida en una ‘lógica’ o dialéctica que controla todas las interacciones del
sujeto y el objeto, da su carácter distintivo y su diseño a lo que llamamos
‘filosofía romántica’” (1969: 86).

El problema central del paso de Kant a Hegel es la unidad entre lo ideal y lo real,
y el problema es postular tal unidad como cumplimiento de una potencia externa
a la historia, la Providencia, o como comprensión realista de la historicidad de
todo proyecto utópico. Y tal aventura parece entretejida como el argumento de

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una novela en la que la razón narrativa termina apropiándose del planteamiento
del problema. Esto lo digo porque también en este desarrollo del pensamiento
de Schiller se enfrentan el historiador, que asume su objeto como el campo en el
que la libertad se hace posible, y el escritor, para quien la literatura es el ámbito
en el que se ilumina tal idea. Esto ya plantea una alternancia entre ficción y
documentación histórica, entre verosimilitud y fidelidad a los hechos, como otra
de las expresiones opuestas que se van perfilando en el desarrollo del pensamiento

Ponencia 3
de Schiller. Finalmente, drama es una parte de la verdad literaria e histórico
es una parte de la verdad histórica. Desde la teoría madura de Schiller, frente
a la posibilidad de sensibilización de la libertad en la obra, el problema es
uno: el idilio no puede pretender elevar simplemente lo real a lo ideal en una
sobreidealización vertida en cualquier materia y, sin embargo, la imaginación
del poeta tiene que acudir a acrecentar la creencia del público en su posible
realización. En el desplazamiento a la verosimilitud y la verdad poética de la obra
se concentra todo el desarrollo anterior.

Friedrich Schiller
Apertura al drama histórico

Los bandidos es el primer drama de Schiller, publicado en 1782, y es la pregunta


por la libertad en su dimensión absoluta. Karl Moor, el protagonista, irrumpe en
la escena con un pathos característico del Sturm und Drang: “he de encerrar mi
cuerpo en un corsé y someter mi voluntad a la presión de las leyes. La ley ha con-
vertido en paso de tortuga lo que hubiera volado como el águila. La ley no ha for-
mado ningún hombre grande, y sólo la libertad engendra colosos y cosas insólitas
[...] Que me pongan a la cabeza de un ejército compuesto de hombres como yo, y
Alemania sería una república junto a la cual Roma y Esparta parecerán conventos
de monjas” (Schiller, 1913: 48).

Franz, motivado por un perverso resentimiento: no haber sido el hijo predilecto,


falsifica el nombre de su hermano en una serie de cartas que llegan al viejo conde
Moor. Según las cartas, Karl se ha vuelto un hombre que tiene cada vez más
fuertes compromisos con la vida del placer y de la acción malhechora. Las cartas
producen desasosiego al viejo Moor. Coaccionado por la lengua venenosa de
Franz, el viejo conde Moor responde a las cartas falsas de Karl desheredándolo.
Franz es franco y visible para el lector en sus intenciones: “tú, dolor, y tú, arre-
pentimiento, Euménides infernales, serpientes ponzoñosas que rumiáis vuestra
víctima y os llenáis con vuestra propia inmundicia, destruyendo y creando perpetuamente
vuestro veneno” (43). Karl, herido por las duras y conmovedoras palabras que
descubren el dolor de su padre, se llena de ira contra la sociedad y decide con-
vertirse en un auténtico bandido. Su acción violenta consistirá en vengar la
disolución de la familia. El objeto del castigo es la sociedad civil. Ciertamente,

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Moor se nos muestra parecido a Rousseau por su critica a la sociedad de su
época, pero diferente en cuanto en Moor tal crítica adopta la posición del bandido
que se refugia en los bosques, pero para planear con la fuerza de un ejército de
maleantes su regreso a la sociedad. Finalmente, tras su autoinmolación, se nos
plantea la relectura del drama desde la idea de moralidad en Kant.

Para Karl, el orden inocente remite a la familia. La familia es un pequeño cosmos


que pertenece a un todo llamado naturaleza. Dentro del marco de la familia, la
autoridad del viejo conde Moor, el padre, no significa un orden represivo feudal.
Es más bien el orden inherente a ese cosmos, sustentado en el amor recíproco
patriarcal del hijo y el padre. Naturaleza, como ha explicado Siegler, es una idea
tomada del neoplatonismo de los místicos medievales que arraiga en el joven
Schiller con un carácter monista muy parecido al de Lessing: los seres de la
creación son distintos grados en los que Dios se piensa a sí mismo, por partes.
Las criaturas, como hijas de una misma realidad, tienden a unificarse nuevamente
impulsadas por una fuerza que se identifica con el amor y que en Schiller se
construye en analogía con las leyes de gravitación de Newton.

En Los bandidos toda esta genealogía queda lúcidamente representada, haciendo


una precisa referencia a las claves para entender las posteriores utopías de la
naciente sociedad burguesa, en lo que respecta a la secularización de la Providen-
cia con la idea de instaurar la libertad en el decurso histórico. A manos de Franz,
el ocioso Caín, el orden idílico de la familia ha de romperse y Karl se convertirá
en un auténtico bandido que alza su espada para latigar con fuego a la sociedad
civil a causa de su infidelidad a la naturaleza. Adelantándose a los términos de su
Ensayo Sobre poesía ingenua y sentimental, si el poeta se define en esencia por
EDUCACIÓN ESTÉTICA

su relación con la naturaleza cuando la tenga o cuando la haya perdido, Karl tiene
que verse como su testigo o como el vengador de la naturaleza. Esto último es
lo que delinea su carácter sentimental, desde el que se convierte en la fuente de
la anarquía y la destrucción de todo orden legal, con la convicción de que por
su brazo habla una naturaleza opuesta a todo lo artificial que envicia la sociedad
civil. Ese es el carácter de Karl, descrito por de Razmann. Karl “no mata por
robar, como nosotros... poco le importa el dinero, por mucho que haya, y hasta
la tercera parte del botín, que le corresponde por derecho, la gasta en niños huér-
fanos [...]. Pero si se trata de despojar a algún gentil hombre campesino, que
explota a sus colonos como animales... entonces se encuentra en su elemento
natural, y ni el demonio lo iguala” (1913).

En contraposición a esta nueva versión del hombre natural, está Franz, represen-
tante de la sociedad burguesa con todos sus vicios. Un fragmento del Discurso
sobre el origen de la desigualdad entre los hombres sirve aquí como el mejor

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descriptor de la génesis de este personaje y su carácter:

He aquí todas las condiciones naturales puestas en acción, establecida la situación y suerte
de cada hombre, no sólo por la cantidad de bienes y el poder de servir o dañar, sino sobre
el espíritu, la belleza, la fuerza, la destreza, el mérito o el talento; y siendo estas cualidades
las únicas que podrían atraer consideración, fue muy pronto necesario tenerlas o fingirlas;
fue necesario para su provecho, parecer muy distinto de lo que en verdad se era. Ser y
parecer llegaron a convertirse en cosas desde luego distintas, y de esta distinción salieron
el imponente orgullo, la engañosa astucia y todos los vicios que forman su séquito (...)

Ponencia 3
Por fin la voraz ambición, el ardor en acrecer su relativa fortuna, no tanto por verdadera
necesidad como por colocarse encima de los demás, inspiró a los hombres la idea de perju-
dicarse astutamente; secreta envidia, tanto más peligrosa cuanto que, para herir con mayor
seguridad, adaptó frecuentemente la máscara de la benevolencia. (Rousseau, 1966: 82,
subrayado mío)

Eso mismo es Franz, un ser que tiene que fingir lo que la naturaleza no le dio
y que, en su resentimiento, experimenta la apariencia como imposición de una
valoración que emerge en su conciencia desgraciada; el saberse a sí mismo el más

Friedrich Schiller
despreciado y, por lo mismo, aquél que tiene que dominar por medio de la fuerza
del ingenio y el artificio: “ya veis que yo también puedo ser ingenioso” (Schiller,
1913: 39). Esto lo hace parecerse a Yago de Otelo, personaje caracterizado por
las intrigas y maquinaciones perversas que se convierten en el hilo conductor
del drama; pero estamos en el esquema de Rousseau para quien la falsedad de
las apariencias y la propiedad privada es el origen tanto de la desigualdad como
del mal. La dualidad que menciona este aparte de Rousseau, Ser-parecer, está
en la base de la conciencia atávica de Franz. Pero en analogía con la dialéctica
de Rousseau, sólo aquél quien sea víctima de esa apariencia es quien está en
condición de desentrañar todo el artificio de la sociedad civil en la medida en
que pretende justificar sus propios derechos. Franz muestra en la verdad de su
resentimiento, la verdad que instaura la propiedad privada: ¿por qué Zeus antes
de irse y repartir el mundo tuvo que haberle dejado precisamente sin nada? Y lo
decía Rousseau: “el primero a quien, después de cercar un terreno, se le ocurrió
decir, “esto es mío”, y halló personas bastante sencillas para creerle, ese fue el
verdadero fundador de la sociedad civil” (1966). Franz, al intentar afirmarse en el
orden social saboteando este sentido de propiedad privada, universaliza la crítica
provocando la emergencia de una subversión de los valores. Si la fealdad es pro-
ducto de semejante arbitrariedad, así mismo también lo es la belleza de Karl.
Ante tal arbitrariedad no queda más que afirmarse en la sociedad acentuando el
impulso en la consecución de riqueza, no por verdadera necesidad sino por estar
encima de Karl. A diferencia de éste, Franz no opone la naturaleza a la apariencia
sino el propio mecanismo del poder que ha propiciado su fealdad, para dirigirlo
contra la naturaleza caprichosa en cuyo seno él creció como un hijo bastardo; por
ello, Franz se vuelca contra la familia.

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Tengo derecho a estar enojado contra la naturaleza, y por mi honor que lo haré valer. [...]
¿Por qué tendría que cargarme el fardo de la fealdad? Precisamente a mí. [...] ¿Porqué
actúo de manera tan parcial? Nada me ha concedido. Es asunto mío llegar a ser lo que
quiere hacer de mí. Cada uno tiene el mismo derecho a lo grande y a lo pequeño: la
exigencia se anula por la exigencia, el instinto con el instinto, la fuerza con la fuerza. El
derecho vive con el vencedor, y los límites de nuestra fuerza son nuestras leyes. (1913:
43-45)

Aquí, Villacañas advierte un naturalismo en Schiller que hace una importante


variación frente al Discurso sobre el origen de la desigualdad de Rousseau:

La conciencia del valor no es una anomalía; ni la naturaleza es opaca a la valoración. Antes


bien, las diferencias valorativas son naturales, brotan del mismo juicio divino que son las
diferencias naturales. Son diferencias que se dan en el seno de la familia y que brotan del
juicio del padre. Y esta escisión que crea dicho juicio, expresado en la forma del amor y
del desprecio, atraviesa para siempre la sustancia del individuo, determina el valor de sus
acciones y se extiende como un cáncer sobre toda la sociedad. (Villacañas, 1993: 67)

Según esta lectura, Franz cae en la malignidad de la apariencia, no por separarse


de la naturaleza sino porque esta misma naturaleza, la que ha designado que el
padre inclinara su afecto hacia su otro hijo, es la que lo ha puesto en carencia.
La psicología de Franz se entiende como retroceso ante el planteamiento
metodológico de Rousseau, el de no pintar el estado de naturaleza con los falsos
conceptos del presente. Pero lo importante aquí son las consecuencias que se dan
sobre toda esta serie de transposiciones psicológicas. Para Franz el mal no sólo
emerge desde la apariencia sino desde el ser mismo, es decir, es constitutivo de
una Providencia que rige al hombre y no se sabe más de ella que el momento de
expulsión de ese paraíso; Dios mismo y su creación es despótica. El único valor
EDUCACIÓN ESTÉTICA

de esta transposición psicológica de Franz se ve frente al presente del drama, ya


que convierte la creencia en el buen hombre natural, en un juego donde el hombre
burgués reconoce la fealdad y mezquindad constitutiva de su orden social en la
propiedad privada, y, en contraposición, proyecta su propia imagen idealizada en
la figura de Karl. Por eso parece ser Franz un personaje más dinámico y versátil.

Tenemos así la dualidad de la obra: Karl no reconoce la fealdad de su hermano


y vierte toda su fuerza en su destrucción a nombre de una naturaleza pura, mien-
tras que Franz ataca el orden civil, pero no su base, señalando que tal naturaleza
merece igualmente ser juzgada por su arbitrariedad, destruyendo todo lo bello
que ésta ha producido. Pero ¿no sería el mismo hombre mezquino y feo el que
habrá producido la imagen de un tal Karl, para renegar de su propia situación
a través de un entusiasmo que lo haría volcarse contra su propia miserableza?
A través de la identificación con la furia destructiva de Karl, lo bajo se eleva
a lo más alto y en este desplazamiento se revela el principio ilusorio en

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que se soportan las necesidades históricas de la utopía de una naturaleza supe-
rior. Schiller se ha adelantado así a la crítica de la ideología alemana, cuando
Engels habla del entusiasmo típicamente alemán desde el que ese país hizo la
recepción de la Revolución Francesa, un entusiasmo teórico que negó su propia
fragmentación y atraso material, pero que sembró esperanzas frente al presente
con el concepto de libertad y la ocasión para producir el sujeto que a esta idea
correspondiera.

Ponencia 3
La diferencia entre la valoración de los hermanos se determinará con los presu-
puestos desde los que ambos reconozcan el mal civil y quieran actuar frente a
este reconocimiento, terminando consecuentemente con sus muertes, cada una
con un sentido distinto. Franz denuncia lo bello y lo feo, el ideal heroico de Karl
y su bajeza ruin como producto de una naturaleza bruta, y a esa desigualdad pri-
mordial él opone otra violencia invocando su perversidad. A este estado en el
que el hombre sentimental opone la arbitrariedad de sus propias pasiones y afec-
tos sensibles a la arbitrariedad de la naturaleza, Schiller lo llamará después el

Friedrich Schiller
estado físico. También es el estado inicial de Karl. La génesis de este estado
tiene que ver con las mismas condiciones en las que aparece la libertad. Estas
condiciones vienen determinadas en las Cartas sobre la educación estética del
hombre adecuando la naturaleza intermedia del hombre escindido entre la moral
y los instintos a una división hipotética de las facultades del hombre acorde con
la reconstrucción de una experiencia filosófica y estética. Si para Rousseau, en el
hombre natural la inclinación pasional redunda en el bien es porque la naturaleza
no le ha opuesto una fuerza tal que descompense su sistema económico animal.
Mas el hombre se independizará de la naturaleza cuando el instinto se separe de
lo inmediato por medio de la imaginación y así él sienta que todo cuanto ve tiene
un fin en él. Este fin se descubrirá luego como la idea de felicidad que promete
la razón y que no está sometida a la sensibilidad como tampoco depende de la
materia. Así dice Schiller en sus Cartas sobre la educación estética del hombre:
“pero mientras la imaginación y la facultad de forma lo manda a la imagen de
lo infinito, su corazón no ha cesado aún de vivir en lo particular y de servir al
instante transitorio. El impulso hacia lo absoluto sorprende al hombre en plena
animalidad, y, en este estado nebuloso, todas sus aspiraciones se dirigen a lo
material, a lo temporal y se ciñen al individuo” (1963b: 138). Así, el sacrificio de
Karl en cuanto reconstrucción del desorden civil no sirve y es estéril, pues es el
sacrificio de “una animalidad que tiende hacia lo absoluto”, pero desde el punto
de vista de la entrega a la ley moral es el primer paso en la supresión del estado
físico.

El final del drama pone ya algunas de las ideas posteriores de Schiller en su texto
Sobre lo sublime y lo patético, donde se lee: “[en] la representación del

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sufrimiento […] tal sufrimiento no es nunca la finalidad del arte [...]. El fin
último del arte es representar lo suprasensible, y el arte trágico, en particular,
lo consigue haciéndonos sensible la independencia moral del hombre respecto a
las leyes de la naturaleza, en un estado de pasión” (1992: 67, subrayado mío).
Agrega Schiller en el mismo texto que tanto más la naturaleza se oponga al
hombre, es decir, tanto más grande sea su pasión, entonces crece el momento
sublime como posibilidad de manifestar la libertad moral. Así, cuando Karl se
mata, su naturaleza sensible es vencida pero no su libertad espiritual y este es
el núcleo de la diferencia con su hermano Franz, cuya libertad se ahoga con el
despotismo de la ley física. Sobre este estoicismo, en el que no importa la derrota
en el mundo físico pues queda la victoria en el mundo moral, Schiller se congra-
cia con Kant y escribe su primer drama histórico. Histórico en cuanto abre las
puertas a que la teodicea ahora se desarrolle sin la guía de la Providencia del
Dios natural. De otra parte, al morir Karl, el drama no muestra una salida posi-
tiva al mal sino sólo la denuncia de que el nuevo sujeto no puede venir de la
naturaleza ni mucho menos del orden civil. Con las primeras lecturas de Kant,
Schiller verá en la moralidad, que no se identifica con la ley civil, la nueva salida
del hombre de su estado físico y la conquista de su humanidad perdida en la
mejor organización racional para su autocultivo. Será tarea del drama histórico
mostrar el nuevo camino, ese que hace de la ley moral la garantía de que el
hombre es un ser histórico destinado para la libertad.

Como en Kant la moralidad no depende de ninguna ley que ella no pueda


darse a sí misma, la libertad se deslinda de la naturaleza y entrambas se abre
una brecha que hace que el hombre natural sienta la ley como un salvaje
siente un mandamiento. Schiller quiere formar por medio de su teoría de la tra-
EDUCACIÓN ESTÉTICA

gedia una conciliación entre libertad y naturaleza, es decir, pensar su unidad


en la formación progresiva del héroe en el drama y, por ello, tanto el respecto
antropológico como el histórico de la formación, este arte tiende a superar las
antinomias de la filosofía de Kant. Pero tal formación se aparta de la idea de un
arte moralizante que quiera dar la impresión de unidad entre moralidad y sensi-
bilidad través de la alegoría. El artista no puede escoger una idea moral y luego
inventarse un caso particular para representarla; el teatro de Schiller no busca la
alegoría de la libertad sino su símbolo sensible. Esto es el concepto de belleza,
que, en este sentido, consistiría en la representación de la libertad.

Otra conclusión se extraerá de Los bandidos para el proyecto del futuro drama
histórico. En Los bandidos, el estudio de las disposiciones naturales del héroe
no sirve para ajustar la ocasión en que éstas se despliegan a la Providencia. La
pasión de Karl Moor no es ni buena ni mala en sí misma y por lo tanto de su
fracaso no depende el fracaso de la libertad, sino más bien el comienzo de la

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utopía, en tanto la Providencia se seculariza y el problema de la realización del
ideal de libertad se convierte en tensión histórica. Para Schiller, la personalidad
de Karl Moor estudia más bien el mecanismo del mal. Pues siendo esta natu-
raleza indiferente a cualquier valoración, lo único que muestra es que, cuando
se la utiliza como principio reconstructor, se desata la fuerza autodestructiva del
hombre. El mal, así, es el hombre prometeico contrapuesto a la creación de Dios,
o como Kant dijera, “la historia de la naturaleza empieza con bien, pues es obra

Ponencia 3
de Dios, la historia de la libertad con mal, pues es la obra del hombre” (1979:
35). El mal consiste no en el acto de dar un valor sino de intentar hacerlo
naturaleza confiando en la potencia de la Divina Providencia. Ahora bien,
Schiller acuña en su teoría del drama el término “fanatismo” para indicar un
entusiasmo idealista cuya raíz se encuentra en su sensibilidad voluble y nos-
tálgica. Para Schiller es claro que la corrección de las tendencias destructivas y
la armonización del hombre físico con el moral tiene que darse al nivel de la
reorganización de su pasionalidad, pues ésta es una dimensión constitutiva de
la totalidad de su experiencia y su elemento determinante. Mas tal pasionalidad

Friedrich Schiller
no es un impulso ahistórico sino, parafraseando a Villacañas, es la historia de lo
que la historia ha hecho de la sensibilidad y en adelante, según la exigencia de
superación de su estado corrupto, será la historia de lo que el arte y la filosofía
harán nuevamente de ella, en una obra cuya perfección radique en que la
inclinación del hombre pueda coincidir con los más altos principios de la ética.

Si esas son las conclusiones desde las que se puede leer el desarrollo del drama
siguiendo Los bandidos, como el vengador de la naturaleza que se despide de su
ideal de naturaleza abriendo paso a la historia, una lectura de sus dramas poste-
riores consistiría en ver cómo este ideal se despliega en la forma de Providencia
secularizada. También se podría leer esta progresión de la obra de Schiller como
el avance hacia la feliz realización del idilio. Según tal lectura, Los bandidos, a
través de la muerte de Karl, podrían ser la puerta de entrada a la idea de repre-
sentar el idilio en el drama, idea que atravesaría múltiples rupturas que tienden
a superar la unilateralidad de todo arte sentimental hasta que el proyecto se con-
sumara felizmente con su última obra Guillermo Tell. Pero esta lectura tendría
que tener en cuenta el movimiento inverso, según el cual cada nueva conquista de
la estética es un nuevo desencanto de la realidad. Rudolf Malter se expresa con
claridad sobre esta cuestión: frente al optimismo de sus primeros escritos sobre
filosofía de la historia, aparece un pesimismo frente a las posibilidades reales de
su presente. Por eso la necesidad de la mediación estética: “resulta difícil decidir
si Schiller, también en los años posteriores a la redacción de las Cartas sobre
la educación estética, continuó en general aferrado a la creencia del progreso,
entendido como una humanización que se realiza política y moralmente en una
dimensión histórico-universal. El peso que Wallenstein otorga al azar en la vida

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del hombre parece señalar una dirección distinta a la proseguida explícitamente
en los escritos teóricos sobre filosofía de la historia y la cultura” (Schiller, 1991b:
IX). Entre Schiller más se compromete con la estética como una potencia
reconstructora, parece que el mundo más se le convierte en apariencia. Pienso
que la lectura de la obra posterior de Schiller desarrolla este par de impulsos con-
trarios planteados con lucidez en Los bandidos y determinados por las muertes de
los hermanos Moor. Pues la muerte de Karl abre el futuro a la esperanza histórica
abandonando toda confianza en una potencia exterior llamada naturaleza y por
ello, dejando de lado al Dios personal de la Providencia. Pero es necesario tam-
bién señalar el sentido de la muerte de Franz, con quien nos ha faltado saldar
cuentas. Él tiene su propia forma de matar a Dios en su posición de la criatura
más desgraciada de la creación. Tras esa muerte el lector no ve ninguna potencia
reconstructora de la historia sino la nada. Justo antes de morir, Franz cuenta un
sueño a Daniel. Es el juicio final y los pecados de la humanidad se sopesan en una
balanza cuya bandeja crece como una montaña. Finalmente la humanidad logra
salvarse y el plato de la salvación asciende hacia el cielo; ¡gloria!, una voz se
voltea desde lo alto hacia Karl y sentencia: “Gracia, gracia para todos los peca-
dores de la tierra y de lo profundo. ¡Más tú eres el único condenado!” (Schiller,
1913: 165).

En su eminente muerte, Franz busca al padre Moser sólo para llevar su


conversación a las últimas consecuencias de la locura que ya le invade: “te he
dicho con frecuencia, animado por el vino de borgoña, y con risa burlona “no
hay ningún Dios”. Ahora que hablo formalmente contigo y te lo repito “no lo
hay”” (167). El padre Moser predica un Dios de necesidad apelando a la idea de
inmortalidad del alma, pero, en realidad, sacando el propio sentido cristiano de la
EDUCACIÓN ESTÉTICA

nada: “¿creéis escapar al brazo enjuiciador, refugiándoos en el desierto imperio


de la Nada? Si os dirigís al cielo, allí está. Si le rogáis en el infierno, también allí
está. Si le decís a las tinieblas ¡amparadme!, las tinieblas se iluminarán a vuestro
alrededor, y en torno al condenado la media noche se trocará en día” (169). La
situación de Franz sólo puede ser salvada desde su voluntad de autoaniquilamiento:
“yo no quiero ser inmortal, séalo quien lo dice, porque yo no me opongo. ¡Quiero
obligarlo a que me aniquile, quiero excitar su ira, para que, vencido por ella, me
aniquile [...] aniquilamiento, aniquilamiento” (169).

Sin embargo, los dos impulsos contrarios se desarrollan y se encuentran siempre


en relación de unidad estimulándose mutuamente para el desarrollo del proyecto
del drama. Karl es el espíritu prometeico que roba el fuego a los dioses a través
de la lucha y abre la historia como el ámbito de la autoconciencia, el dominio
y la utopía. Franz es el espíritu hecho historia que permanentemente se devora
a sí mismo. Hegel lo verá después en su interpretación del mito de Cronos y su

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pelea con Júpiter. Desde la idea de una Providencia secularizada, es decir, desde
el momento en que el mito ha pasado a ser logos, a explicarse por las leyes de
la historia que pueden ser captadas por la razón, la historia a su vez se entiende
desde un nuevo sentido mitológico: el mito del moderno Prometeo, el Dios que
robó el fuego para llevarlo a los mortales. Pero este logos del moderno prometeo
ha reemplazado a Dios por un concepto de Absoluto donde el sujeto encuentra
su máximo sentido de libertad sustrayéndose a toda conducción de la naturaleza

Ponencia 3
y de Dios, y donde las antinomias necesidad-libertad, sujeto-objeto, se dan por
clausuradas. Estos son los terrenos propios de Schelling y los albores del ide-
alismo3. Sin embargo, esta filosofía prometeica representa la conciencia de muerte de
Franz Moor, pues el imperativo moral “anúlate a ti mismo” es el de una subje-
tividad que, finalmente, tanto para el dogmático como para el idealista, se quiere
entregar a lo Absoluto. Es la voluntad de afirmación prometeica en la historia en
la que querer serlo todo es en su expresión práctica mera voluntad de autoaniqui-
lamiento.

Friedrich Schiller
Ahora intentaremos revisar la manera en que los hermanos Moor se pelean entre
sí y se congracian en la labor del drama schilleriano, desde el punto de vista de
la escritura. Se trata de las tensiones que la tarea de representación del idilio deja
a la propia teoría del escritor, en torno a la relación entre ficcionalidad e historia,
en la búsqueda de escribir un auténtico drama histórico.

La ficción en torno al origen

Aún en medio de las señaladas distancias entre Schiller y Kant, el filósofo


de Königsberg, como lector de Rousseau, adelantaría toda la labor de Schiller
a partir de sus logros con Los bandidos. Dice Kant en su ensayo “Presunto
comienzo de la historia humana” que la pregunta de Rousseau finalmente es
“cómo tiene que proseguir la cultura para que se puedan desarrollar las disposi-
ciones de la humanidad, considerada como especie moral, en forma congruente
con su destino, de suerte que no se contradiga ya la especie natural” (1979: 80),
y prosigue desarrollando el planteamiento de la pregunta:

Contradicción de la cual nacen todos los males que pesan sobre la vida humana y todos
los vicios que la deshonran; habiéndose de tener presente que las incitaciones al vicio a
las que se echa la culpa, son en sí mismas buenas y, como estas disposiciones estaban
preparadas para el estado natural sufren violencia con el avance de la cultura, y ésta sufre
con ellas, hasta que el arte perfecto se convierte en naturaleza; que es en lo que consiste la
meta final del destino moral de la especie humana. (80)

Las bases del proyecto del futuro drama histórico se desprenden del papel del
arte perfecto como mediador entre naturaleza y cultura. Si el mal, como Kant lo

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describiera, consiste en la asimetría entre las fuerzas del estado natural y los fines
racionales que la cultura impone a esas fuerzas, entonces la tarea del dramaturgo
consistiría en mostrar en la obra la posibilidad de armonización de ambas poten-
cias. Pero para ello, el artista no puede tomar como modelo a la naturaleza, pues
ésta ya se ha ido y en reemplazo ha quedado el ideal, objeto del arte perfecto. En
su Ensayo Sobre poesía ingenua y sentimental, Schiller dice que la realidad pre-
senta tal incompatibilidad con el ideal que muchos escritores se imaginan el idilio
como un estado efectivo anterior a la cultura. Los escritores sentimentales que
toman su proyecto de idilio, copiando el modelo narrativo propio de un estado en
el que no se conoce la necesidad ni la conciencia, entran en una ficción insosteni-
ble. “No debes mirar hacia atrás sino hacia adelante” le dirá Schiller a
Rousseau y a quienes escriben novelas pastoriles y algunas elegías enternecedo-
ras. Sin embargo, los problemas con que Schiller se encontrará para concebir el
idilio como proyecto del drama se desprenden igualmente de algunas antinomias
al interior de la obra de Rousseau. Schiller no es rousseauniano, pero sólo en la
medida en que él mismo funda una tradición de exégesis sobre la obra de
Rousseau, que hoy en día podría ser cuestionada a través de una relectura que
otorgue un nuevo status a los recursos ficcionales en la construcción del discurso
y al valor del carácter propiamente figurativo del lenguaje (De Man, Hayden
White). En este sentido, es productivo leer a Schiller con la misma cautela con
que hay que tratar la obra del ginebrino. Atravesada por una nueva visión de la
ficcionalidad, la dualidad ser-parecer sobre la que descansa el párrafo de Kant
anteriormente citado, y la dualidad interna del espíritu prometeico, tiene unas
provechosas consecuencias para el planteamiento de una estética moderna.

La sensibilización de la idea de libertad requiere inmediatamente la superación


EDUCACIÓN ESTÉTICA

de lo que se ha llamado el ocasionalismo rousseauniano, por la cadena necesaria


de acontecimientos que hacen de la historia un todo racional ajustado a la idea de
que cualquier bien debe ser esfuerzo y mérito del hombre. Rousseau en su Dis-
curso busca los orígenes de la desigualdad (que son los orígenes de la libertad).
Ésta fue producto de la ocasión y las circunstancias en las que se desarrollaron
las capacidades del hombre en un progreso en el que lo fortuito se convertía paso
a paso en necesidad y cada avance positivo en un lamentable retroceso de dimen-
siones criminales. La narración en la primera parte del Discurso es la historia
de cómo la libertad irrumpe en los hombres a través de ese desarrollo fortuito,
tejido con suposiciones a partir de un hipotético estado natural, reforzado con
el poder figurativo y seductor del lenguaje. Pero este estado hipotético es funda-
mental para juzgar las instituciones de la época. Por ello se pregunta De Man en
su lectura del Discurso: “¿cómo es posible que una ficción pura y una narración
que involucra realidades políticas tan concretas como la propiedad, el contrato
y los modos de gobierno se unan para formar una historia genética que pretende

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descubrir cuales son los fundamentos de una historia humana?” (1990: 163).

En esta paradoja comienza a insinuarse la dualidad del espíritu prometeico. Una


vez en la cultura, el hombre no puede encontrar la libertad como parte de un
desarrollo fortuito. Por ello, la primera exigencia del escritor sentimental consiste
en que nada en la obra sea producto del azar o de un favor de la naturaleza. Su
segunda exigencia a la obra literaria consiste en una renuncia del escritor a la

Ponencia 3
libre ficción basada en la conjetura de un hipotético estado natural, subsidiaria de
una imitación natural del objeto. Precisamente, en un pasaje de su Ensayo Sobre
poesía ingenua y sentimental, Schiller advertiría la diferencia entre ambas clases
de poetas, describiendo las diferencias que habrían entre el relato de la vida pas-
toril inocente y la idea que tiene él de un verdadero Idilio como realización plena
del hombre en la armonía entre el ideal y la realidad:

El ingenuo no puede errar, pues, en el contenido, con tal que se atenga fielmente a la natu-
raleza, que es siempre y en todo aspecto limitada [...] En cambio, al sentimental le estorba
la naturaleza con su permanente limitación, pues ha de poner en su objeto un contenido

Friedrich Schiller
absoluto. El sentimental, por lo tanto, no sabe aprovechar bien su ventaja cuando toma
prestados del ingenuo sus objetos, que en sí mismos son por completo indiferentes y que
sólo por la manera de ser tratados se vuelven poéticos. Se impone así, sin ninguna necesi-
dad, los mismos límites que el ingenuo, pero sin tener la posibilidad de realizar plena-
mente la limitación, ni competir con él en el carácter absolutamente determinado de la
exposición, cuando debería más bien alejarse del poeta ingenuo en lo tocante al objetivo,
ya que sólo mediante el objeto puede compensar las ventajas que el ingenuo le lleva en la
forma.
Si aplicamos ahora lo dicho al idilio pastoril de los poetas sentimentales, quedará
aclarado por qué estos poemas, a pesar de todo su despliegue de genio y arte, no pueden
satisfacer completamente al corazón y al espíritu [...] Persiguen el ideal hasta el punto
justo en que la representación pierde en cuanto a su verdad individual, y por otro lado
alcanzan tal grado de individualidad que el contenido real resulta perjudicado. (1963a:
124)

La narración de la realización de la libertad no se puede plegar a la naturaleza y,


por ello, el verdadero sujeto de este desarrollo es el hombre y no una inteligen-
cia que controle toda la interacción entre hombre y mundo, llamada supranatu-
raleza. Pero ¿qué pasa con el hipotético estado natural? ¿Dónde puede ubicarse
la ficción de ese estado como ámbito propio del mundo narrativo en el proyecto
de la escritura del idilio?

En este punto, en torno al manejo de la escritura sentimental se sortea un problema


filosófico. Con la irrupción de la libertad se presenta el problema de si ella estaba
ya implícita en el estado natural, resguardada o “adormecida”, y si fue una poten-
cia extraña a ella quien la activó y de la cual dependiera por encima de las leyes
que se pudiera dar a sí misma. Esta potencia sería llamada Providencia y se iden-

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tificaría con la naturaleza; en el ocasionalismo rousseauniano sería azar y cadena
natural de hechos, y en una “metafísica teleológica de la historia”, propia de la
filosofía idealista, un plan divino para la redención del hombre. Pero si el arte ha
de buscar la sensibilización de la idea de libertad, ésta no puede depender de la
Providencia, ya que la moralidad no se puede ajustar espontáneamente a la natu-
raleza como lo demostró Karl tras su acción, siendo así que la idea de libertad,
que en el estado natural significó fidelidad al instinto, en la ficción del escritor
debe llevar el artificio hasta sus últimas consecuencias, para deslindar su tarea del
poeta ingenuo y componer por el arte lo que antes fue efectivo por naturaleza. El
poeta sentimental ha experimentado la fuerza del artificio como una separación
negativa porque representa una especie de enajenación, pero positiva en cuanto le
da al poeta herramientas para representar la idea de libertad, razón por la que él
debe ahondar en las contradicciones de la forma poética. En la ficción del estado
natural se supone que los hechos son fortuitos y dados por la ocasión, que esa
es una historia fundada en noticias fieles a la naturaleza, en el epos, pero que no
hacen al hombre. A esta ficción se le contrapone el drama como el ámbito en el
que se debe componer por vía del artificio lo que antes fue natural; él es el que
verdaderamente puede configurar la idea de hombre, mas no la torna natural pues
requiere que esa idea sea realización histórica.

En este movimiento la historia muestra cuánto de relato ficcional tiene cuando es


comprendida como un todo a partir de la razón narrativa y dramática. Este es el
doble movimiento del espíritu prometeico y, digamos, su contradicción interior.
El drama es necesario por cuanto la historia natural (ocasionalismo) carece del
verdadero sentido de libertad. Mas la idea de tal efectividad de la libertad sólo es
pensable así por el drama, a cambio de que éste se autolímite permanentemente
EDUCACIÓN ESTÉTICA

como artificio y ficción libre, en una progresión que llegase a mostrar finalmente
la posibilidad real de unificación.

Esa “ficción pura” que resulta ser el estado natural, si bien no puede convertirse en
la narración que cuente la historia de la realización de la libertad, es evidente que se
torna un estado hipotético necesario para el proyecto de idilio del escritor sentimental,
en tanto que la ficción es el elemento constitutivo de todo proyecto literario. También
es cierto que la imaginación del artista no puede operar como un Deux ex machina
que inyecte una solución exterior a la asimetría entre naturaleza y cultura, pero sólo
la creencia en que el ideal fue efectivo de manera natural alguna vez sobre la faz de
la tierra puede alimentar su proyecto. Aquí está la base de la idea de Schiller como
historiador monumental. Si algo es posible en el futuro y se tiene la idea de ello, es
porque ya alguna vez existió. Así también, lo que una vez fue posible puede volver a
nacer y en ello se demuestra que ciertas cosas pueden repetirse en la historia.

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En esa medida, lo que realmente importa en la teoría del idilio consiste, primero,
en la exigencia de que lo real se encuentre de manera efectiva con el ideal en el
futuro idilio, algo que ya fue efectivo en el pasado y, en segundo término, en la
conciencia schilleriana de la separación entre las dos clases de poetas, concien-
cia que se funda sobre líneas argumentativas desarrolladas (aunque no por com-
pleto) sobre la teoría del arte moderno, y a través de puntos concretos. Uno de
estos últimos puntos, si se trata de distinguir el idilio ingenuo del verdadero idilio

Ponencia 3
sentimental, es el papel de la ficcionalidad en la obra y su relación con la histo-
ria, comprendida como un todo que articula sus partes con determinadas lógicas
tanto en lo particular como en lo general. La idea de una posible repetición en la
historia, paradójicamente, parece ser la que llama a Schiller a volverse un obser-
vador introspectivo de los acontecimientos particulares en su nacimiento (los
antecedentes de un acontecimiento) y su relación con los demás acontecimientos,
con la idea de sustraer una ley general de desarrollo. Pues la idea de reconstruir el nuevo
idilio lo llama a investigar cuidadosamente las condiciones de un renacimiento, a
volverse un historiador que, como el Adamás del Hyperion de Hölderlin, husmea

Friedrich Schiller
entre las ruinas del pasado buscando en el presente algún indicio, alguna huella
que asegure una conexión con el espíritu de los antiguos. Lo particular así, en
Schiller, se define en contraposición a una ley general que atenderá a la diferencia
entre antiguos y modernos. Pero la ficción es la manera en que el artista que estu-
dia la historia recompone por medio del propio juego del arte los acontecimientos
en su particularidad, para que la idea del idilio pueda ser pensada como posible.
Sólo en el arte lo particular atiende a una conexión tal con el todo que es capaz de
iluminar ese destino, sacar de sí esa posibilidad, oscilando en el límite impreciso
entre lo real y lo verosímil. Esto, porque la historia no es sólo lo que ocurrió sino
también la manera en que se organiza en la forma para contarlo. Esta forma tiene
su propia inteligencia y sus propias leyes, que son, de hecho, las de la narración
y el drama. El autor no imita hechos sino que capta una ley interna que vincule
el carácter del héroe con esos hechos y muestre, a través de la demanda interna
de verosimilitud de la obra, la verdadera cadena de motivaciones que rigen la
acción. En este punto, como comenta Villacañas sobre el legado de Lessing para
Schiller, “el mundo real no es ontológicamente más real que el mundo posible de
la escena, a condición de que éste sea propiamente mundo” (1993: 81).

Schiller recomienda sacar la situación general, la época, los personajes y sus


caracteres del mero desarrollo espontáneo de la historia y ajustarlos a las
necesidades literarias. Escoger un hecho histórico significa para él “idealizar lo
real”, e inventar un argumento es para él “hacer real lo ideal”. El resultado es
la representación en la que el pasado es traído al presente con el sentido de un
“ajuste intelectual de cuentas con el presente”. El objetivo del drama consiste
en que un hecho histórico desastroso para el ideal de la libertad ahora pueda

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ser interpretado hacia el futuro como algo positivo y posible, si se atiende a la
inteligencia con que el drama crea la unidad interna de la acción y el carácter.
Así se abre paso el proyecto del idilio, conservando la justa medida en la relación
contenido individual (hechos históricos) y contenido ideal (invención del argu-
mento). Aquí también, desde un punto de vista histórico, la búsqueda de la
armonización entre libertad y necesidad en el drama exige superar el mero
desarrollo natural de los hechos históricos, que parece ser azaroso y estar sujeto
a toda clase de fortunas, en un movimiento inverso en el que ninguna empresa
libertaria, con sus fracasos y aciertos, fuera objeto del azar.

Si en la tragedia clásica griega la Providencia eran los designios del hado y el


dictado de los dioses, para el presente, la burguesía comprende que el triunfo de
sus ideales depende de la apropiación de las condiciones concretas de la acción
y del conocimiento de esas unidades con la historia en sentido unitario. Aquí se
descubre un poder en el obrar y una voluntad en la lucha del que da cuenta la
filosofía de Fichte, que no puede dominarse desde la normatividad de una Provi-
dencia basada en los designios de la naturaleza. Por eso el poder del Papa o del
Emperador como representantes de Dios en la tierra ya no es lo más preocupante.
Y fue la primera comprensión de Schiller sobre el drama, inmediatamente poste-
rior a Los bandidos, porque en esta nueva providencia el sujeto burgués voltea
a mirar hacia el pasado con la intención pedagógica del drama, para apropiarse de
esa fuerza que se despliega en el presente en sus circunstancias concretas. En este
problema específico del drama, la dualidad de Prometeo, la lucha entre Karl y
Franz Moor, se expresa en los siguientes pasos: 1) la libertad rechaza la Providen-
cia; 2) la libertad entra en el mundo histórico como el ámbito en que se realiza;
3) la historia se comprende como un todo articulado que se puede estudiar para
EDUCACIÓN ESTÉTICA

dominar la acción. Para el historiador que pregunta por las condiciones para la
realización de la belleza, el problema es justamente preguntarse por aquello que
se repite en la historia y si hay alguna ley que garantice la conexión interna entre
el pasado y el presente; y 4) en la acción del héroe (si bien éste parte de una
posición realista que implica el conocimiento de la historia como un todo), él
siempre termina en inevitables fracasos y fanatismos que no reconocen la reali-
dad; los héroes del drama se entregan a una pura ficción, a un destino trágico.
Cuando se trata del drama histórico, ficción, así, es el destino del ideal una de las
formas de sátira que limita la realización del idilio. Pero no solamente es esto. La
manera como el ideal se torna en ficción siempre puede obedecer a un por qué,
cuya explicación enviará al escritor a otra nueva introspección en la historia en
la relación pasado-presente y acción-cadena de acontecimientos, lo que redunda
en el conocimiento de esas leyes inherentes a toda ficcionalidad con las que, jus-
tamente, se puede comprender la historia en su decurso.

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Don Carlos, entre la historiografía y la ficcionalidad

El drama de Schiller que concentrará la tensión entre historia y ficción es Don


Carlos, aunque resuena con especial fuerza igualmente en el Wallenstein. La
escritura de estos dramas está íntimamente ligada a los dos grandes trabajos de
Schiller como historiador: Historia de la liberación de los países bajos e Historia
de la guerra de los treinta años. Esta progresión de su pensamiento hace que la

Ponencia 3
historia se aprehenda por medio de las categorías de la narración y del drama
y que sólo allí se ilumine la posibilidad de la libertad como utopía histórica.
Pero está implícito en esta progresión racional hacia la libertad, en el decurso del
drama, el problema metodológico del historiador que, apegado a la filosofía de la
historia Ilustrada, quiere ver en el cause de sus acontecimientos una teleología.
¿Pertenece esta teleología, este plan de la Providencia a la misma historia o es
una mera representación del historiador? Y si fuese así ¿qué valor tiene entonces
esta representación o qué significa eso de la mediación estética?

Friedrich Schiller
En el texto de 1791 ¿Qué significa y con qué fin se estudia la historia universal?
Schiller reflexiona como historiador sobre la metodología para abordar su objeto
y los fines con que se estudia la historia. El texto trae una posición ambivalente
de Schiller, que contrastará con el desarrollo del drama. Mientras el escrito de
filosofía sobre el tema “historia” se muestra optimista, ya la experiencia de Don
Carlos unos años atrás había limitado drásticamente ese optimismo, y sin embargo
ambos respectos de pensamiento se complementan en la conformación del drama.
Metodológicamente, Schiller habla sobre la posibilidad de reconstrucción de los
vacíos que la historia pasada deja al presente, ya por falta de documentos, ya por
falta de testigos autorizados. Pero en el fondo se trata de la necesidad de una
historia universal que viene a converger en la justificación ideológica de un pre-
sente caracterizado por la confianza en el progreso racional. “¡Cuantas guerras
tuvieron que ocurrir, cuántas uniones pactar, romper y de nuevo realizarse para
llevar a Europa finalmente al principio de paz que posibilita estados y ciudadanos
a dirigir su atención a ellos mismos y reunir sus fuerzas para un fin razonable!”
(Schiller, 1991b: 12). Ese fin puede dotar al historiador de los principios de la
filosofía para ser aplicados a su recomposición del pasado. Así se expresa Rudolf
Malter sobre el texto mencionado: “como la inmutabilidad de las leyes que rigen
de modo estricto la naturaleza garantiza la recurrencia regular de los acon-
tecimientos, el entendimiento filosófico, en virtud de la unidad de la naturaleza y
la subjetividad humana (establecida sin haber sido cuestionada), deduce a partir
de la situación actual las causas que la han hecho posible” (XI).

Si la historia corre ininterrumpidamente de lo pasado hacia el presente, dejando


lagunas y retos al pensamiento, el historiador va de lo presente al pasado y en

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cada vacío aplica la causalidad consecuente con los principios de la filosofía, para
luego retornar a su época convirtiendo la historia en “un todo conforme y coherente
con la razón” (XI). Esto implica, según Malter, dos pasos metodológicos: en
primer lugar, esta intención atribuida a la historia existe sólo en la representación
del autor, trayendo a colación el como sí kantiano que aparece en Idea para una
historia universal en sentido cosmopolita, donde la idea de una intención oculta
de la naturaleza en el curso azaroso de la historia tiene un sentido regulativo y
crítico, aunque no funda alguna “metafísica teleológica de la historia”. A eso se
refiere Schiller con su precepto “encadenar estos fragmentos a través de elemen-
tos de unión artificiales”. Pero en un segundo paso, según Malter, Schiller se
olvida del carácter regulativo de esta teleología y se la atribuye sin más a la natu-
raleza, yendo más allá del como sí y del sentido de realismo kantiano. “Pronto
le resulta difícil al historiador universal persuadirse de que esta secuencia de
fenómenos que admitía en su representación tanta regularidad e intención, con-
tradice estas propiedades de la realidad” (XII).

Don Carlos es un claro ejemplo de este movimiento en el cual la historia se hace


inteligible sólo a partir de las categorías de la narración y el drama, a fuer de que
Schiller pareciera aplicar los preceptos de ¿Qué significa y con qué fin se estudia
la historia universal? en la construcción del drama. Para empezar, porque se ha
dicho que el drama no tiene mucha fidelidad a la historia, que su argumento está
influenciado por la llamada “leyenda negra” y que las desavenencias entre padre
e hijo tenían que ver más con el carácter maleducado y enfermizo de don Carlos
que con un conflicto de amor y de intereses ideológicos sobre la suerte de los
Países Bajos. Parece que Schiller hubiera aplicado la idea de la causalidad en los
espacios vacíos de la historia para lograr de allí cierta libertad con respecto a la
EDUCACIÓN ESTÉTICA

verdad histórica. Sin embargo, en las Cartas sobre Don Carlos, Schiller habla
de “fidelidad a los hechos”. En qué consiste esta fidelidad es algo que se puede
entender sólo acudiendo a la verdad poética que enuncia lo universal por sobre
la verdad histórica que se queda en lo particular. Si don Carlos es pintado con
ideales de un hombre que no puede existir sino dos siglos después del tiempo
que transcurre la acción y si Felipe II aparece como representante de las tenden-
cias de su época, entonces la objetividad del poeta significa que los ideales de
Don Carlos no tenían cabida en esa época. Para el presente de Schiller, cuando la
burguesía todavía lucha contra el feudalismo, esto quiere decir algo importante:
la obra comienza con un análisis del choque entre ideales burgueses y feudales,
apoyado en un conocimiento de la posibilidad de su realización en medio del
todo de las circunstancias y en el juego con la inclinación subjetiva. El resultado
de ambas es la acción.

Cuando el lector intenta saber por qué los ideales del Marqués Posa, en un primer

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momento pintados con mucha naturalidad, se convierten después en fanáticos,
encontramos nuevamente la dimensión pasional de Don Carlos en quien se ha
centrado la expectativa por la liberación de los Países Bajos y su carácter ligado
indisolublemente a la cadena de hechos. Se da allí una contraposición entre
el amor incestuoso hacia su madrastra y el ideal de amistad, estructura que
Hölderlin tomaría para su Hyperion. El ideal republicano, representado en el
ideal de amistad entre Don Carlos y el Marqués Posa, se contrapone a la pasión

Ponencia 3
amorosa hacia Isabel de Valois, quien parece ser el único personaje incapaz de
volverse fanático a causa de su gracia o su alma bella, por lo que luego tendrá
que morir. Es en la mentalidad ingeniosa de Posa que la liberación de los Países
Bajos comienza a trabajar planeando cada uno de los detalles que han cifrado
su atención en Don Carlos. Para ello, Don Carlos debe sobreponerse a su propia
pasión y dirigir su mirada hacia la república. Así el Marqués lo reprende: “sí,
antes era completamente distinto. Tú eras tan rico, tan cálido. ¡Todo el mundo
tenía sitio en el amplio espacio de tu pecho! Todo eso ha desaparecido, devorado
por un mezquino amor propio, por una pasión” (Schiller, 1999: 72). Posa se ve

Friedrich Schiller
a sí mismo como la razón operante detrás del proceso de emancipación de los
Países Bajos: “y nunca olvides Carlos que un plan engendrado por una razón
superior y que urge en vista de los sufrimientos de la humanidad, aunque fra-
casara diez mil veces, no puede ser abandonado nunca” (73).

Posa debe dominar el entramado de situaciones y acciones en las que cobra sen-
tido la acción revolucionaria desde el punto de vista del todo. El héroe, Don
Carlos, debe seguir esta relación con el todo: la producción de su carácter, el
momento en que asume los ideales de Posa, debe captar cada parte anteponiendo
los fines y analizando los medios con respecto a las posibilidades que lo acer-
quen a su meta libertaria. Pero en ese seguimiento de la posibilidad del ideal,
la traición de Posa sobre el Rey se ha revelado como un mecanismo no apto
para conseguir el ideal republicano; es un medio de acción que se ha separado
del desarrollo consecuente de su plan. El mismo Posa parece un fanático porque
incluso su amigo Carlos se convirtió para él en una pieza más. Paulus Stelingis,
en su análisis de la obra, dice que el drama centra su acción así en la expectativa
sobre la edificación de un héroe-caudillo: “aunque (Posa) representa el ideal
humano de libertad, busca poder y corre el peligro de endiosarse a sí mismo
y caer en las redes de la intriga” (1967: 108). Frente a la concatenación de la
intriga, aquí se muestra en Schiller la idea de que es indiferente si la narración en
sí misma tiene verdad histórica o no. Pero la teleología, el arreglo de los detalles
con fin orgánico e inteligible, tiene una función regulativa porque es la mediación
del arte entre el pasado y el presente y también, para el presente, entre los ideales
y la realidad.

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Justo aquí Schiller construye su teoría de la mediación: “los motivos morales,
que son tomados de un ideal de excelencia que hay que alcanzar, no residen en
el corazón del hombre de manera natural, y precisamente por esto, porque han
sido implantados en el mismo por el arte, no son siempre activos de una manera
favorable, sino que a menudo están expuestos a un lamentable abuso por una muy
humana transición” (Schiller, citado por Villacañas, 1993: 249). Esta observación
de Schiller quiere decir que ni en la moral ni en la pasión se encuentra la imagen
que asegure una conexión práctica con la idea de libertad, y que es trabajo
del arte configurar esta imagen desde el carácter de un hombre que supere la
escisión entre individualidad y generalidad. Así continúa Schiller cuando explica
su drama:

El hombre debe ser guiado en su actuar moral por medio de leyes prácticas y no por
medio de partos artificiales de la razón teorética. Ya nada más esto, que cada ideal moral o
construcción artística no es más que una idea que, igual que todas las demás ideas, forma
parte del limitado punto de vista del individuo al que pertenece, y en su aplicación, tam-
poco es capaz de la generalización en la que el hombre se cuida de usarla; ya nada más
esto -digo yo-, debería convertir tal idea en un instrumento extremadamente peligroso en
sus manos: pero aun más peligrosa se vuelve cuando entra rápidamente en relación con
ciertas pasiones, que se encuentran más o menos en todos los corazones humanos: afán de
dominio -pienso yo-, vanidad y orgullo, que la capturan momentáneamente y se mezclan
inseparablemente con ella4.

Por eso, antes de exponer un ideal existente de por sí, el drama muestra el sujeto
que lleva ese ideal entrando en conflicto con la pasión. Este conflicto debe ser
resuelto a favor de la creación artificial del carácter. Y en verdad, antes de la
escena final, vemos a un Carlos transformado, en quien ha convergido felizmente
EDUCACIÓN ESTÉTICA

la idea de amistad con el vínculo del amor en su mutua complementariedad como


resorte de un nuevo sujeto: “por fin comprendo que hay un bien más alto, más
deseable que poseerte... Una breve noche ha dado alas al curso indolente de
mis años, me ha madurado prematuramente y me ha hecho un hombre... Ahora
desafío cualquier destino mortal. Os he tenido en mis brazos y no he vacilado”
(Schiller, 1999: 163). Sin embargo, al definir la idea de representación de la
libertad en la obra Schiller dice, en las cartas que escribe para justificar su drama
ante las críticas que recibió, que se trata de “la expansión de la humanidad más
pura y limpia sobre la más alta posible libertad del individuo con el más alto
florecimiento del Estado, en breve, sobre la situación de la humanidad más per-
fecta” (Schiller; citado por Villacañas, 1993: 246). El proyecto de Don Carlos,
con el fracaso final de la empresa libertaria, se queda así a mitad de camino y
Schiller es consciente de su propia intención, pues dice en las cartas:

Se trató de mostrar a ese príncipe, de hacer dominante en él, a través de una acción,
un estado de ánimo determinado, y de elevar su posibilidad subjetiva a un alto grado de

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probabilidad, sin importar si la suerte o el azar quieren realizarla5 .

El arte pone en escena los ideales desde una subjetividad afectada por la pasión.
Pero como el arte ha sido catalogado previamente como algo artificial en virtud
de su sentido regulativo, entonces estos motivos no son naturalizados por el
mismo fundamento de lo artístico. El fundamento del arte, así entendido, no natu-
raliza el ideal sino sólo sirve para analizar la pasionalidad del héroe, concebir la

Ponencia 3
posibilidad de un sujeto que pueda albergar un ideal de libertad, pues este sujeto
no se puede dejar a la obra del curso espontáneo de la historia. En otras palabras,
el arte muestra el surgimiento del fanatismo y de la abstracción desmedida y sólo
sirve en tanto ésta pueda ser criticada. Así, toda teleología se pone en función de
analizar desde un fundamento casi antropológico la subjetividad del héroe y en
ello muestra su sentido regulativo, en fidelidad al sentido de la filosofía crítica
kantiana. Schiller agrega en las Cartas sobre Don Carlos: “no me parece inútil
el ensayo de traer al ámbito de las bellas artes verdades que tienen que ser las
más sagradas para cualquiera que tenga una buena opinión del género humano,

Friedrich Schiller
y que hasta ahora eran propiedad de las ciencias, animarlas con luz y calor, e,
implantarlas con motivos vivos activos en el corazón humano, mostrarlas en una
lucha poderosa con la pasión” (249). Y, por su parte, señala Stelingis una impor-
tante variación frente a Los bandidos: “en esta obra empieza la lucha por la
libertad en la obra dramática: no con la destructiva negación de todo lo establecido,
sino con la conquista de su propio corazón para los ideales más altos de la vida,
que son aquí la liberación de Flandes y la subordinación de los sentimientos al
deber” (1967: 103).

Por ello, ante la falta de una humanidad noble, el arte tiene que fabricar al
hombre. En su estado físico, un hombre que tiene grandes ideales puede con-
vertirse fácilmente en un Karl Moor y Schiller vio esos ejemplos en la Francia
de la época del Terror. Este proyecto de formación se cristaliza con las Cartas
sobre la educación estética del hombre, y aunque en este espacio no podemos
desarrollarlas es importante subrayar que el hecho de que Schiller no sustrajera
su material poético del presente en la Revolución Francesa quiere decir algo
importante. Este acontecimiento trajo la idea de una organización racional en el
Estado, pero el diagnóstico del poeta dice que ni en la idea de moralidad, que
para el hombre físico es todavía una ley positiva, ni en la naturaleza degenerada
de los hombres fragmentados, existen las bases para tal libertad. Sin la mediación
del arte, aquélla sucumbiría nuevamente ante la fuerza despótica del fanatismo.
Y esto no ocurre porque el arte sea una potencia exterior a la propia naturaleza
humana, sino porque en él los abusos y la acción pueden ser orientados hacia
la belleza. Este diagnóstico ya se había hecho dos años antes al estallido de la
Revolución con Don Carlos, cuando en una de las Cartas sobre Don Carlos

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escribió que la abstracción desmedida puede convertirse en “el más arbitrario
despotismo”. De allí el diagnóstico que Schiller hace de su época: “los corrom-
pidos fundamentos del Estado natural ceden y parece dada la posibilidad física
para exaltar la ley en su trono, para respetar finalmente al hombre como fin en
sí mismo y fundar la sociedad política sobre la verdadera libertad. Pero falta la
posibilidad moral y el momento generoso encuentra una generación inaccesible
a sus dádivas” (Sobre la gracia y la dignidad).

Desde la genuina mentalidad dramatúrgica, los ideales de libertad no tienen un


sujeto que los encarne y es menester del arte fabricarlos. Por eso dice Villacañas
que el drama es histórico; y en nuestra exposición en un segundo sentido, porque
habla de grandes hechos cuando estos ya no son admitidos por un presente
caracterizado por la mediocridad. De allí que sea necesario volver al pasado en
los instantes en que la libertad de Europa se ha puesto en juego, para avivar la
llama del presente, en un movimiento en el que además se estudiara la dimensión
humana del obrar en la historia. En esa vuelta al pasado se proyecta la propuesta
educativa del drama histórico hacia la tarea de naturalizar el ideal, limitando el
fanatismo y aumentando el entusiasmo por lo moral, allí donde está en falta.
La tarea de la realización de la libertad en el drama consistiría en no olvidar la
tensión entre lo ideal y lo real y su mutua determinación, lo que redunda en una
idea de educación a través del drama. En su sentido antropológico, es educación
de la sensibilidad del héroe para hacer coincidir por medio del arte la inclinación
con la moralidad. Y para el lector, es una educación sobre el carácter histórico de
todo ideal.

Si una obra habla sobre la libertad, incorporando hechos históricos pasados en su


EDUCACIÓN ESTÉTICA

argumento, es porque tal libertad ya había muerto en su posibilidad histórico-real.


Sin embargo, la obra revive la expectativa por la libertad, mostrando los motivos
que habitaron en el héroe como situaciones verosímiles que mantienen su posibili-
dad si se entienden las tendencias objetivas de cada época y la concatenación inte-
rior del drama. La historia del pasado que terminó en la derrota del héroe es fruto
de la necesidad; está condicionada por múltiples fuerzas, no distingue la virtud del
azar y hace depender la acción de los hombres de condiciones que no tienen un
sentido autónomo y moral. Pero cuando el escritor revive estos hechos surge una
dialéctica entre la ocasión y el carácter sublime del personaje en la que se muestra
la cadena de hechos íntimamente ligada con la evolución de los motivos del héroe.
Pero esta fidelidad a la historia no consiste en soportar el argumento de la narración
en fuentes documentales precisas. Ser fiel a la historia significa que ningún motivo
de libertad en el héroe y ningún obstáculo en su realización sea introducido en la
obra por el azar, sino por el conocimiento cada vez mayor de las necesidades
literarias en virtud de las cuales se representa la acción. El ocasionalismo debe

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dejar su acción a lo necesario y dar paso a esa teleología de que nos habla Schiller
historiador, en un movimiento en el que esa teleología se niega continuamente a
sí misma. Esto último, el hecho de devorar permanentemente sus productos para
configurar cada vez un todo más ajustado al proyecto del Idilio, es lo que da su
verdadera historicidad al proyecto del drama histórico.

Wallenstein

Ponencia 3
El proyecto del drama histórico oscila ahora entre la posibilidad subjetiva y la
objetiva. No sólo se trata de fabricar el sujeto sino de construir, desde el punto de
vista del todo, el entramado de circunstancias en las que el ideal puede realizarse,
renunciando a la ficción libre. Schiller no muestra el extravío de los personajes en
la aplicación práctica de su noble ideal, para dejar luego al lector un mensaje de
renuncia a todo ideal. En sus Cartas sobre Don Carlos, Schiller dice que “nada
que no sea natural conduce a lo bueno”. La frase analiza las efusiones idealistas
de los héroes, pero también deja ver ya el problema de la realización practica del

Friedrich Schiller
ideal; esta se tiene que dar de manera natural. En este punto, el problema de la
validez de la teleología interna en el fin moral de la historia tiene que ser nueva-
mente encarado, para pensar qué significa la objetividad de la acción. Schiller
ahora analiza la historia como un todo que es concreto e individual en la medida
en que es la síntesis de muchas abstracciones; se convierte en el dramaturgo que
analiza las posibilidades de un resurgimiento en la Europa moderna, guiado por
las categorías del drama de tiempo, lugar, carácter y acción.

La objetividad, aquello que da autonomía a lo real con respecto al pensamiento,


tendrá que ser pensado en medio de una penosa crisis en el contexto de la
consolidación de los Estados-nación en Europa. Al reaparecer Schiller en la
escena después de 10 años sin componer un drama, parece que el optimismo de
su filosofía de la historia ha cambiado porque el presente que ha provocado la
escritura de Wallenstein amenaza con romper la paz y la unidad que siglo y medio
atrás se hubiera conquistado tras la guerra de los treinta años. Schiller hace una
introducción en verso donde cuenta lo que motivó la escritura del drama y el
papel del arte frente a la nueva tensión del presente histórico. También aparece el
tema de la guerra como el ambiente más adecuado para expresar en esta ocasión
la vida del hombre como ser histórico en busca de su libertad.

Ahora, al término de nuestro siglo, en que lo real es poesía, y hay lucha de naturalezas
poderosas, teniendo ante los ojos propósitos elevados y lidiándose por alcanzarlos, sin
perderse de vista lo que constituye la aspiración suprema humana, el afán de libertad y de
poder; ahora el arte también ha de levantarse de la tierra con vuelo más potente, y debe
hacerlo, aunque no sea por otra causa, por no avergonzarse a su vez del teatro de la vida.
Inerte contemplamos hoy la forma antigua y vigorosa, que, ha ciento cincuenta años,

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dio a los pueblos de Europa una ansiada paz, fruto a mucha costa comprado de treinta
años de guerra deplorable. Otra vez se atreve la fantasía del poeta a presentaros una época
tenebrosa, para que miréis más gozosos lo presente, y penetréis en lo venidero, fecundo en
esperanzas. (Schiller, 1913: 197)

A mi juicio, aquí Schiller enuncia la expectativa de una respuesta que el arte debe
dar a los requerimientos de la época en el problema que el idealismo alemán ha
captado como el más crucial de todos, a saber, la pregunta por la esencia del
hombre como un ser destinado para la libertad. Napoleón ya se ve cabalgando
por toda Europa y la guerra permanente aparece en una roja alborada como único
medio para restablecer la paz. Si el arte presenta una época tenebrosa para traer
esperanza en lo venidero es porque la visión de lo tenebroso sin la mediación del
arte es fatalista. A lo que tiene que responder el arte es a una fuerza que cuestiona
la esencia del hombre como ser destinado para la libertad y que, de todos modos,
sólo se puede captar desde cierto sentido de la dimensión histórica de todas las
utopías de los hombres. El problema del determinismo y el fatalismo de la histo-
ria es el nuevo rival de la libertad. Esa es la importancia del arte y de que Schiller
reaparezca para el público en la escena.

Si con el descubrimiento de la Providencia secularizada el dominio del rey pierde


efectividad en tanto representante de Dios, ahora el Kaiser retoma cierto poder
porque las fuerzas azarosas de la historia y cierto sentido de fatalidad se ponen
de su lado. El ejecutor de esta fatalidad es Octavio Picolomini, quien, quitándose
la parte de responsabilidad que le corresponde, describe la muerte de Wallenstein
como causa de la “mala estrella” que le acompaña, como un designio de los
astros a los cuales el mismo Wallenstein había comprometido su prometeísmo.
EDUCACIÓN ESTÉTICA

Wallenstein ve en el ejército del Kaiser la posibilidad de instaurar la paz, utili-


zando la misma fuerza militar del imperio con la ilusión de legitimarla a favor de
su idea de libertad. El gran caudillo confía así la realización de la idea al poder
del ejército y desde este momento el poder y la libertad quedan aliados. Pero
el poder se presenta aquí como una potencia autónoma que no negocia con nin-
guna intención moral y el problema de Wallenstein consistirá en legitimarlo
para que sea medio del fin llamado “paz”. Pero la lógica del poder se inscribe
en la dialéctica ocasión-sujeto, que ya se esbozaba en Don Carlos, llevándola
al extremo, mostrando la radical incompatibilidad entre fines y medios. Así lo
define Villacañas en torno a la dualidad interior de Wallenstein: “los pensamien-
tos por sí mismos fuerzan a la acción tan pronto se han encarnado en la palabra.
Pero esa acción cambia de medio, abandona el pensamiento y pasa a jugar en
el ambiente denso de la acción histórica describiendo otros rumbos. En este sen-
tido, toda tragedia muestra la autonomía de la objetividad frente al pensamiento”
(1993: 313). La objetividad, en este sentido, puede homologarse al sentido de

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fidelidad a la historia con que Schiller escribió su Don Carlos, el realismo
literario desde el que el autor quiere mostrar el choque entre el idealista y el
realista en la tarea de la consecución de la libertad y, por ello, este sentido de
objetividad termina con la ilusión de legitimar el poder desde los planes del cau-
dillo. Si bien en Wallenstein esta objetividad cuestiona el problema de la
libertad humana en torno a su decisión de traicionar al Kaiser pactando con los
suecos. “En vano piensa el hombre realizar actos libres. Sólo es el juguete de

Ponencia 3
fuerzas ciegas que convierten rápidamente su propia opción en obra de una pavo-
rosa necesidad”. Aquí, Wallenstein llama necesidad al azar, pero también a la
significación del mecanismo por el cual él mismo ha decidido voltear su fe hacia
las estrellas y su curso. Cuando la idea de libertad quiere interpelar al mundo
real “éste se muestra como un sedimento de acciones guiadas por la astucia, por
las componendas, por la lucha. Y estas acciones generan siempre acciones del
mismo tipo, ya sea para contrarrestarlas, ya para mantenerlas” (1993).

La realidad misma se convierte a fuer de su mencionada objetividad en un entra-

Friedrich Schiller
mado de fuerzas que ya no se puede distinguir con el artificio de la obra y, por
ello, el autor de este entramado no es plenamente Schiller. En el drama parece
identificarse la razón extrema del historiador que arma artificialmente un todo
tras la rigurosa concatenación de las acciones para encontrar la libertad y el azar
con que él mismo se tropieza como descubrimiento de la historicidad de toda
acción humana. Esto es lo que Hegel llamó la historia de la toma de una decisión
y la reacción que provoca. Así escribió Hegel sobre Wallenstein en 1800: “la
impresión inmediata que deja la lectura del Wallenstein es de triste silencio por la
caída de un hombre poderoso bajo un destino sordo y muerto. Al acabar el drama
se ha acabado todo; el reino de la nada, de la muerte ha triunfado. No es un final
de teodicea” (1978: 435). La lectura de Hegel expresa una situación general del
pensamiento alemán de finales de siglo XVIII, donde el prometeísmo se las ha de
ver de frente con la nada, como el punto más álgido en su intento de independen-
cia de toda conducción ajena.

Hegel concede al azar el protagonismo en la caída de Wallenstein, y en eso


descubre una dimensión no racional del devenir histórico con la que se confron-
tará durante el desarrollo de su sistema. Por su parte, para Schiller este taller
de experimentación llamado drama histórico se convierte en la captación de
una crueldad inherente al mundo y se complace, también como el Dionisos de
Nietzsche, del orden de creación/ destrucción, porque lo artificial, en tanto que
arte, es la única base propia que imita y, en cierto sentido, gobierna la ley del
devenir. Tal como expresa Germán Meléndez en su ensayo “La justificación
estética del mal en el joven Nietzsche”: “experimentando el horror del desgarramiento
(como captación de la unidad fundamental que subyace a lo múltiple) el hombre

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dionisiaco logra, no obstante, mantenerse en el desocultamiento de lo Uno con-
tradictorio al lograr una compenetración ya no con lo individual sino con el deve-
nir eterno en cuanto actividad en la que se funden en una unidad creación y
destrucción” (2001: 112).

Conclusiones

El papel de Schiller como literato no debe entenderse únicamente desde su


cercanía a la filosofía, sino también desde su rol como historiador y profesor
de historia en la universidad de Jena. Como historiador debió desarrollar una
metodología a través de la que se muestre la concatenación de los acontecimien-
tos que narra y una inteligencia sobre su estructura que permita dar juicios sobre
lo que pertenece al reino del azar y lo que es del reino de la necesidad, sobre las
relaciones causa-efecto, cuando éstas tengan algún sentido, y sobre una unidad
estructural de la historia que haga posible entender el desarrollo dialéctico del
cambio. Pero más allá de una cuestión meramente metodológica se sortea el
problema de la necesidad del historizar y la del historiador. Y en ello Schiller es
un abanderado de la historia Monumental, como lo afirmaría Nietzsche en su ter-
cera intempestiva, haciendo suya una exigencia de la conciencia burguesa en su
periodo clásico, donde se pone de relieve que la utilidad o inutilidad de la historia
para la vida estriba finalmente en que algo se enseñe activando todas las fuerzas
del individuo. Pero en la posición de historiador de Schiller el intelectual es un
ser vital y presta su servicio a la conservación de lo que es grande y la cuidadosa
labor de investigar las condiciones de un renacimiento.

Nietzsche ha dicho por qué el historiador Monumental no espera nada del azar.
EDUCACIÓN ESTÉTICA

Puesto que este historiador está en la certeza de que el pasado fue realmente
grandioso, aumenta la creencia en el futuro renacimiento de todo lo grande con
la idea de que lo que una vez fue efectivo podrá repetirse. Aunque para ello debe
haber una conexión interior, un espíritu atemporal que permita encarnar una y
otra vez lo universal en lo particular. Pero para Nietzsche esto se logra sólo a
costa de aniquilar la particularidad de cada época y abstraer una fuerza general
que inyecta poder y voluntad a los héroes construidos así artificialmente. Este
historiador “atenúa las diferencias entre los motivos e intenciones con el fin de,
y a costa de las causae, presentar los efectos de forma monumental, esto es, de
manera ejemplar y digna de imitación”. Pero quien viera la presencia del azar en
la historia se llevaría muy otra lección: “esto es lo que impide a los ambiciosos
dormir, esto es lo que los héroes emprendedores llevan como un amuleto en su
corazón, pero éste no es el verdadero conexus histórico de causas y efectos, que, si
fuera conocido en su conjunto, sólo demostraría que nunca puede salir del juego de
dados del porvenir y del azar nada absolutamente idéntico” (Nietzsche, 1945: 22).

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Cuando la historia Monumental domina sobre la Anticuaria y la Crítica, los
enlaces de unión artificiales tienen un fin moral capaz de lanzar una cruel
ironía al mundo: “la historia monumental engaña por analogías. Por seductoras
asimilaciones, lanza al hombre valeroso a empresas temerarias; al entusiasta,
al fanatismo. Y si imaginamos esta clase de historia en manos y cabezas de
bien dotados egoístas, de fanáticos maléficos, los imperios serán destruidos, los
príncipes asesinados; las guerras y las revoluciones, fomentadas” (23).

Ponencia 3
Obviando el conservadurismo que demuestran estas líneas de Nietzsche, en
Schiller lo artificial a ultranza deviene más bien cierto sentido de finitud y
fidelidad al mundo. El problema de fondo sería la interpretación de la idea
de idilio, desde la cual se puede entender la posibilidad o imposibilidad de su
proyecto.

La adecuación de la idea de libertad al mundo real en el drama histórico da


una nueva relevancia al acontecimiento. Si bien Schiller historiador formula

Friedrich Schiller
unas leyes generales para el decurso histórico (antecedentes del acontecimiento,
su regularidad en la historia y su intelección conforme a un fin), y si bien el
acontecimiento en su drama se perfila en tanto se concreta en la oposición
generalidad-particularidad, su propuesta dramática no termina en una propuesta
predictiva de la historia; antes bien, muestra el carácter abierto de la experiencia
histórica. Ante esta relación en que ninguna expectativa puede ser derivada ya del
horizonte limitado de una experiencia (cf. Koselleck), el lector ve la necesidad
de rechazar un idilio ilusorio y un mundo trascendente que redima el presente.
El lector entra así en la concepción trágica que critica a las filosofías de lo abso-
luto.

Esta crítica hace que el ideal se configure como tensión inmanente en la historia
y que se trasponga la creencia en un paraíso primigenio en una refracción
ideológica del presente de la burguesía, lo que sería el indicio para hallar una
lúcida conciencia de las contradicciones de la época. Sin embargo, tal crítica no
centra su acción en argumentos filosóficos o logicistas sino, principalmente, en
argumentos psicológicos, casi antropológicos, sobre la evolución de los per-
sonajes. El hecho de que el Dios personal de la teodicea haya sido reemplazado
por la historia, se concreta en el drama en que el nacimiento y la muerte de Dios
sean evidenciados por medio de ese entramado de relaciones psicológicas en que
el azar se convierte en lo necesario y en el que se sustituyen permanentemente,
por analogía con las figuras de dicción del lenguaje, las causas por los efectos y
viceversa. Para Schiller el lugar de esta actividad destructivo-creativa del hombre
es la historia, pero ésta sólo puede ser entendida como un todo a partir de la razón
narrativa.

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La razón narrativa se adelanta a la historia y la complementa. Para los ojos del
escritor, la historia se despoja del saludo redentor del concepto y descubre al
hombre como un ser sin fundamento. Cuando Georg Büchner comenzó a estudiar
la Revolución Francesa para escribir su drama La muerte de Danton, escribió:

Me he sentido aplastado por el atroz fatalismo de la historia. Veo una horrible igualdad en
la naturaleza humana, en las condiciones de los hombres, una violencia ineluctable, con-
ferida a todos y a nadie. El individuo no es sino mera espuma de olas, la grandeza, mero
azar, la preponderancia del genio, un teatro de marionetas, una lucha irrisoria contra una
ley de hierro, conocerla es lo más que se puede alcanzar, dominarla es imposible. (1992:
15)

Tal vez eso que se llamó clasicismo consistió en contemplar con la mirada del
Laocoonte el fondo propio en que vive el hombre y expresarlo con palabra clara y
tranquila, escribiendo con sangre la palabra llama al hombre a mirar el fondo en
que vive. “¡Oye! El bárbaro ataca las murallas, cíñeme, pues, la espada y deja el
llanto; mi amor no morirá ni en el Leteo”. Así se despedía Héctor de Andrómaca
antes de salir a enfrentar a Aquiles, o lo que quiera que el León significara.
EDUCACIÓN ESTÉTICA

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Notas
1 Para Schiller, el poeta ingenuo está en unidad con la naturaleza. Naturaleza aquí connota un acuerdo entre
la palabra y la cosa; en este momento el poeta ingenuo todavía no ha sentido la irrupción de la dualidad
conciencia- objeto, característica de la filosofía moderna. Pero esto último es precisamente lo que define al
poeta sentimental, quien ha roto su acuerdo con la naturaleza. El problema es saber si la naturaleza, para
el pensamiento moderno, significa una unidad anterior a la dualidad conciencia-objeto, de la cual ambos
términos habrían brotado y a la cual aspirarían a reintegrarse nuevamente. Esta interpretación, común desde
M.H. Abrams con su libro Romanticismo: tradición y revolución, sólo hace justicia para plantear la contro-

Ponencia 3
versia sobre panteísmo surgida en la antesala del idealismo alemán en el primer Schelling, Jacobi y Fichte,
a su vez una reedición del problema entre Jacobi y Lessing, pero no para pensar el desarrollo de la poética
de un escritor como Hölderlin, quien, precisamente construyó su más alto sentido de elegía superando el
spinosismo, un tanto a la manera como lo haría más tarde Hegel en la Fenomenología, cuando él dice que
la sustancia tiene que ser pensada igualmente como sujeto y que el verdadero absoluto no es la unidad
primigenia sino el Espíritu. El arte que esté anclado en estas filosofías de lo absoluto intentaría así imitar al
artista ingenuo, pero condenándose a una mala concepción de lo infinito y de la naturaleza. La afirmación
de la naturaleza por el poeta sentimental se tiene que dar, no al margen de la historia, sino por medio de ella.
Naturalmente, esta diferenciación entre la manera de observar la naturaleza como anhelo, reincide directa-
mente en la forma en que se interprete la tragedia como género y las grandes tragedias de la historia. Lo
trágico en Schiller es la manera como él descubre la historicidad de todo ideal, mostrando el choque entre
ideal y realidad y uniendo ambos términos en un proyecto educativo que será el del drama histórico.

Friedrich Schiller
2 Schiller distingue dos maneras de conciliación entre el hombre y la naturaleza llamada idilio. Pero según
el idilio esté situado en el pasado o en el futuro, recibe distinto nombre. Arcadia es el idilio que fue efectivo
en el pasado del esplendor helénico. El Elíseo es la nueva unidad entre hombre y naturaleza que el poeta
sentimental vislumbra en su canto.
3 Así escribe Schelling a Hegel en 1795: “para mí el supremo principio de toda filosofía es el Yo puro,
absoluto, es decir, el Yo en cuanto mero Yo, todavía sin condicionar por ningún objeto, sino puesto por la
libertad. El A y O de toda filosofía es Libertad” (Hegel, Escritos de juventud, p. 59). Schelling exige echar
abajo el ámbito de la conciencia como conciencia limitada frente al objeto: “destrucción de la finitud, nos
conduce así al mundo suprasensible” (Ibid). Desde este punto de vista la suprema libertad para la conciencia
es igual a la nada, pues para el Yo absoluto-Dios de Schelling “no hay objeto ninguno, pues si no dejaría de
ser absoluto” (Ibid, p. 60).
4 Traducción inédita de Camila Bordamalo (2005), estudiante de Filología (Alemán) de la Universidad
Nacional de Colombia.
5 Ibid.

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La visión de la historia en Schiller desde la trilogía sobre
Wallenstein

Por
ROCH LITTLE

Ponencia 4
Friedrich Schiller
Mann und Frau den Mond betrachtend, um 1830-35, Öl auf Leinwand, 34 x 44 cm, Berlin, Nationalgalerie.

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EDUCACIÓN ESTÉTICA

Roch Little

Ph.D. en Historia de la Universidad Laval (Québec, Canadá). Es profesor del Departamento de


Historia de la Universidad Nacional de Colombia sede Bogotá, desde 1996. Se dedica a la
enseñanza de la historia europea de los siglos XIX y XX. Su campo de interés investigativo se
relaciona con la losofía de la historia, con un énfasis especial en los problemas narrativos. En los
últimos años, ha publicado artículos sobre temas relacionados con el discurso histórico, la novela
histórica y las relaciones entre literatura e historia.

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Preludio sobre la vida de Wallenstein

Preludio No. 1: el personaje

Albrecht von Waldstein, conocido en la historia como Wallenstein (1583-1634),


nació en el seno de la nobleza protestante bohemia. Cuando estalla la rebelión
contra los Habsburgo, en 1618, se convirtió al catolicismo, respaldando así las pre-

Ponencia 4
tensiones de Fernando II (1578-1637) al trono de Bohemia, y en contra del elector
palatino Federico V (1596-1632), elegido rey por la Dieta después de la muerte de
Mateo II (1557-1619)1.

Preludio No. 2: Wallenstein entra en escena

La batalla de la Montaña Blanca (1620) puso un fin trágico a esta rebelión


nacional checa2. Enardecido por este éxito, Fernando ambicionó extirpar el
protestantismo de la faz del imperio alemán. Había que castigar a los príncipes

Friedrich Schiller
protestantes que habían osado apoyar al palatino, usurpador de la corona
bohemia. Apoyándose en los ejércitos de la Santa Liga3, al mando de Johann
T’Serclaes -conde de Tilly (1559-1632)-, general belga éste al servicio del elec-
tor de Baviera Maximiliano I (1573-1651), Fernando extendió la guerra a los
estados protestantes del norte de Alemania, provocando así un conflicto a escala
europea. Entonces el rey de Dinamarca, Cristián IV (1577-1648), considerando a
sí mismo como el adalid de los protestantes alemanes, y siendo príncipe alemán
por la posesión del ducado de Holstein y de algunos principados eclesiásticos,
decide intervenir en el conflicto, apoyado por subsidios ingleses, franceses y
holandeses.

Con la intervención danesa entra en escena Wallenstein como generalísimo de


Fernando II. Éste, incomodado por la dependencia hacia los ejércitos de la Liga,
cuyo campo de acción se limitaba al imperio alemán4, acogió la propuesta de
Wallenstein (ahora duque de Friedland, título que recibió en recompensa de
sus servicios) de formar un ejército imperial, es decir, un ejército dependiente
únicamente de la voluntad del emperador. Otro argumento seductor sería que este
ejército no constituiría ninguna carga para las arcas del soberano Habsburgo; su
mantenimiento y la paga de los soldados se efectuaría a expensas de los países
conquistados o atravesados (Rovan, 1998: 349).

Preludio No. 3: éxitos y primera caída

Las victorias sonríen al “generalísimo”. En 1626 vence en Dessau a Ernst de


Mansfeld (1580-1626), general de la Unión Evangélica. Poco tiempo después,

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obliga a las tropas danesas a retirarse hasta el Jutlandia, es decir, profundamente
al interior de su propio país, lo que forzaría a su soberano a firmar -en 1629- la
paz de Lübeck y a retirarse del conflicto. Mientras tanto, somete el Brandenburgo
y la Pomerania en 1628. Tales serán los éxitos que, reunidos en la asamblea de
Ratisbona, los príncipes electores, tanto católicos como protestantes, temerosos
de sus triunfos, y la corte imperial, envidiosa de los mismos, convencen al
emperador de deshacerse de Wallenstein.

Sin embargo, la arrogancia de Fernando II ante la victoria provoca, dos años


más tarde, una nueva intervención extranjera5. Aparece un nuevo defensor de la
causa protestante en la persona del rey de Suecia Gustavo II Adolfo (1594-1632).
Frente a este nuevo peligro, Wallenstein es llamado, logrando éste restablecer de
nuevo la situación militar en favor de Viena. Pero nuevamente será objeto de los
temores de los príncipes y de la envidia de la corte de Viena, con la diferencia esta
vez que tales temores y envidias no sólo propiciarían su caída, sino que también
provocaron su muerte.

Preludio No. 4: segunda caída y muerte de Wallenstein

Después de la batalla de Lützen en 1632, el comportamiento de Wallenstein


empieza a suscitar muchas inquietudes, pues, encerrado en un completo mutismo,
desobedece órdenes, huye del combate y termina atrincherándose en sus cuar-
teles en Pilsen. Allí, una extraña ceremonia de juramento, conducida por algunos
de sus oficiales, suena a traición, impresión reforzada por los rumores de posibles
conversaciones entre Wallenstein y comandantes suecos y sajones. Entonces, el
emperador decide eliminar a su incómodo generalísimo a través una conspiración
EDUCACIÓN ESTÉTICA

que, liderada por sus propios oficiales, lo obliga a huir de Pilsen a Egen, lugar en
donde será asesinado6. Así murió este singular personaje, considerado por más de
uno como el más grande jefe militar de la Guerra de los Treinta Años7.

Estudios sobre la trilogía de Schiller

Estudio No. 1: concepción de la Historia en Schiller

La concepción de la historia de Schiller se nutrió, por un lado, de los principios


de la filosofía kantiana de la historia y, por el otro, de los preceptos de los poetas
del Sturm und Drang en materia histórica. Durante toda su vida, Schiller siempre
mantuvo un gran interés por la historia, a tal punto, que se dedicaría a enseñarla
en Jena entre los años 1789 y 1799. Por esta razón, fue considerado en los
estándares de la época un historiador “profesional”. Pero Schiller también era
un poeta talentoso, y en su poesía transpiraba continuamente su concepción de

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la historia. Sus fuentes de inspiración fueron los poetas épicos de la antigüedad
grecorromana, como Homero y Virgilio, al igual que los trágicos modernos,
como Shakespeare.

De esta manera logró profesar una concepción original de la historia, la cual,


en su opinión, no podía reducirse a una simple enumeración de hechos, como
lo hacían los historiadores de su tiempo8, ni tampoco librarse a través de una

Ponencia 4
especulación de alto vuelo sobre el sentido de los procesos históricos, a la manera
de Rousseau o de Kant. Más bien, los dos enfoques debían complementarse,
si bien tal complementación podía sólo darse a partir de una actitud poética
frente a la historia, así como las tragedias históricas de Shakespeare. En efecto,
una actitud poética hacia la historia sería lo que permitiría “simpatizar” con
los personajes y resaltar su verdadera dimensión histórica; tal actitud posibili-
taría el “adentrase” en los hechos, para exponer así la historia como un proceso
(Collingwood, 1952: 109-110).

Friedrich Schiller
Estudio No. 2: el Wallenstein como drama histórico

Para Schiller, el personaje de Wallenstein constituye sin lugar a dudas el perfecto


ejemplo de una historia que necesita aprehenderse desde un ángulo poético. En
efecto, con la vida de este famoso general de la Guerra de los Treinta Años se
despliega un destino, un destino que, por ser precisamente digno de un relato
histórico, contiene todos los elementos de un drama. Como Schiller lo declama
en el Rezitativ, Wallenstein, figura heroica par excellence, fue uno de esos per-
sonajes capaces de suscitar tanta controversia, que su valoración diverge diametral-
mente según la perspectiva desde la cual se examine su vida.

En la Semblanza de Wallenstein, escrito en el cual Schiller hace la labor de “his-


toriador”, el retrato de Wallenstein está pintado en blanco y negro: el hombre es
ambicioso, calculador y, sobre todo, vengativo; el perfecto perfil de un “traidor”
consumado. En esta obra histórica, Wallenstein es objeto de una condena sin
posibilidad de apelación. Ahora bien, vista como drama histórico, la vida de
Wallenstein adquiere otra dimensión. Los blancos y los negros se matizan en
una multitud de grises, mostrando, por un lado, la sempiterna y triste historia
de la desmesura humana, una desmesura nutrida por la ambición, y, por el otro,
la puesta en escena de la tragedia de un héroe que confiaba ciegamente en su
“buena estrella”. Así, filtrado a través del prisma del arte, el personaje aparece
en su dimensión humana. Esta dimensión humana se aprecia bellamente desde
la siguiente cita, extraída del “Prólogo recitativo”, que es un resumen de toda la
concepción de la historia de Schiller mencionada antes:

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Por el favor y el odio trastornado de los partidos
su figura oscila en las historias
pero el arte ahora a vuestros ojos y vuestro corazón debe acercarlo
humanizando su figura, que él todo lo limita y ata
a la Naturaleza lo restituye, de la vida en el ímpetu
Ve al hombre y una larga mitad de su culpa a su mala estrella atribuye.

Estudio No. 3: finalidades del drama

El poema dramático Wallenstein (Schiller, 1963) está compuesto por tres dramas
escritos entre 1794 y 1798. Estos son: “El campamento de Wallenstein”, “Los
Piccolomini” y “La muerte de Wallenstein”.

El primer drama sucede en un campamento militar, en la cotidianidad de la vida


del soldado raso de la Guerra de los Treinta Años. La acción, históricamente
hablando, se sitúa en el invierno de 1633 a 1634 (aunque el autor no lo mencione
explícitamente). El hilo conductor de esta obra es la opinión del soldado hacia
Wallenstein. En ella encontramos que los soldados le dedican un verdadero culto,
describiéndolo como el jefe de guerra por excelencia. Si Wallenstein recibe tan
grata calificación, se debe a que el friedlandés es un jefe de guerra que com-
prende más que cualquier otra persona el ideal del soldado de la época: la libertad.
El soldado aquí es un ser libre, libre, ante todo, de las ataduras de las servidum-
bres de la vida campesina. Vive en cambio una vida llena de aventuras, lejos de
la rutina de los trabajos agobiantes del campo.

Esta ansia de libertad del soldado sirve a Schiller de tela de fondo para pin-
tarnos retratos históricos de los ejércitos implicados en esta devastadora guerra
EDUCACIÓN ESTÉTICA

de religión. Los suecos hacen la guerra en nombre de principios religiosos y


morales, razón por la cual en el ejército prevalece la disciplina. Los suecos se
involucraron en este conflicto llamados por una misión trascendental: la de
socorrer a los protestantes alemanes. Los sajones comparten con los suecos la
voluntad de regirse por una estricta disciplina militar. En estos ejércitos el sol-
dado es astringido a obediencia ciega e incondicional a sus jefes, es decir, está
sujeto a una especie de vida ascética, similar a la vida militar de nuestros ejércitos
nacionales contemporáneos. Ahora bien, como estas dos filosofías castrenses son
incompatibles con la aspiración a la libertad dibujada antes, los soldados protago-
nistas del drama confiesan -sin remordimientos- haber sido desertores de esos
ejércitos.

Con los ejércitos de la Santa Liga las cosas serían diferentes: su general Tilly es
el protagonista característico de la guerre en dentelles, practicada por la nobleza
del siglo XVII: para él, la guerra es un juego, lo cual constituye una ocasión para

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que los soldados disfruten de una “buena vida”. Desgraciadamente, Tilly muere
en Ingolstadt en la batalla del río Lech.

Por último, tenemos el ejército de Wallenstein, en donde la vida del soldado


representa la realización de un ideal. En este ejército, el soldado es dichoso
porque su comandante entiende, más que nadie, que la guerra sirve para satis-
facer los apetitos y las ambiciones humanas. Con Wallenstein, la guerra adquiere

Ponencia 4
una dimensión pura. Y es en esta dimensión de guerra pura, de guerra por la
guerra, en donde el soldado vive la quintaesencia de la libertad.

En el segundo drama, “Los Piccolomini”, Schiller pone en escena la envidia y la


desconfianza que suscitan los éxitos militares de Wallenstein en la corte de Viena.
A raíz de tales éxitos, la corte lo ve como un peligro, y Maximiliano de Baviera,
jefe de la Liga, lo cree una amenaza. La popularidad que ha conseguido dentro
de la soldadesca hace que Wallenstein sea percibido entonces como un hombre
con demasiado poder, poder proveniente de su imagen como “salvador” de la

Friedrich Schiller
causa imperial. Y es precisamente, al parecer, porque se ha vuelto muy indispen-
sable para la causa imperial que se independiza de ella. Ahora, nutrirá sus propias
ambiciones y tendrá sus propios planes. Por lo tanto se convierte en una persona
incómoda y peligrosa, y más aún cuando el genial soldado, según parece, ha
caído en la megalomanía: se cree el caudillo de la paz y el salvador de Alemania,
lo cual es ir demasiado lejos. Tan incómodo personaje tiene que ser eliminado.

El último drama, que termina, como lo indica su título, con la muerte


de Wallenstein, constituye el desenlace de un destino. En él se asiste a la tra-
gedia de un ser completamente cegado por el orgullo y la certeza de su buena
estrella, ceguera que se manifiesta -sobre todo- en la confianza hacia uno de sus
generales, Octavio Piccolomini, que será el artífice de su caída. En esta tercera
parte también observamos a un Wallenstein que justifica con múltiples malaba-
rismos retóricos la traición que se prepara a cometer contra Fernando II. Pero
ante ello se dirá que, primero, sus ambiciones no constituyen una traición sino
solamente el cumplimiento de su destino heroico, y, segundo, que sus acciones no
pueden ser calificadas de traición, y más cuando el verdadero traidor es la corte
de Viena con su lote de celosos, envidiosos y mezquinos. Si bien el generalísimo
del emperador Habsburgo reconoce estar devorado por la ambición, la justifica
dentro de una lógica de guerra y no política; luego no estaría cometiendo una
traición. En consecuencia, no puede ser objeto de censura. Por el contrario, es
más bien el imperio de los Habsburgo el que debe ser objeto de las críticas, por
carecer de una cultura unificada. Finalmente, solo, abandonado por sus soldados
y traicionado por sus oficiales, Wallenstein es asesinado, muriendo dignamente
como suele hacerlo un personaje de tragedia.

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Variaciones: los personajes en su intimidad

Variación No. 1: Wallenstein

En la obra de Schiller, la figura de Wallenstein es la de un auténtico personaje


de tragedia. Genio de la guerra, figura demiúrgica, es sobre todo un hombre ator-
mentado, inmerso en sus contradicciones. Calculador frío, es una persona inquieta,
a la merced de las predicciones de Bautista Seni, su astrólogo. También es un
ser orgulloso, muy orgulloso. Este orgullo se manifiesta hasta alcanzar niveles de
inconsciencia. De otro lado, aunque considera que obtuvo su inmenso poderío del
Kaiser (tiene claro que sólo trabaja para él), no lo sirve. Sólo sirve a sus ambi-
ciones, a un punto tal, que es devorado por ellas; Wallenstein hasta llega a creerse
el igual de Fernando II, o como él mismo lo dice: el rey de su ejército, en donde
ejercerá un poder absoluto.

El punto de partida para la realización de las ambiciones de Wallenstein (por las


que morirá si es necesario), como la restitución del esplendor en el Reino de
Bohemia y la obtención del poder absoluto en Alemania para lograr la paz (tan
anhelada por un pueblo agobiado por el conflicto confesional), es precisamente
este poder contar el general con el respeto y la confianza de sus soldados.

Wallenstein cuenta con la admiración de sus soldados. Tiene el respeto de ellos


por respetar su libertad. Tolerante, lo único que le interesa es que ellos sean
buenos combatientes. Es así como se explica el que, siendo defensor de la causa
católica, sus tropas estén compuestas tanto por católicos como por protestantes;
siempre y cuando los soldados combatan bien, la confesión religiosa que pro-
EDUCACIÓN ESTÉTICA

fesen poco le importa. La guerra no tiene otro fin que la guerra misma. Es un
negocio para amasar riquezas (Wallenstein sacaría de la guerra su inmensa for-
tuna). Generoso, es considerado por su ejército como un padre. Comandar hom-
bres es su segunda naturaleza. Objeto de respeto, sabe mantener la disciplina y
el orden en un ejército compuesto por mercenarios ávidos y sin escrúpulos. Por
estas razones Wallenstein es definitivamente -a los ojos de Schiller- el guerrero
innato.

Variación No. 2: los Piccolomini

Octavio Piccolomini (1599-1656) encarna al típico hidalgo. Nacido italiano, un


tiempo al servicio de la corona de España, pasa luego al servicio del Imperio,
lo que lo lleva al servicio de Wallenstein. Es el carrerista par excellence. Hábil
manipulador, mañoso cortesano, es el artesano de la traición al duque de
Friedland. Ambicioso como éste, es sin embargo su némesis en términos de

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carácter. Al contrario de Wallenstein, es un ser prudente y modesto en sus deseos.
Parte de los happy few que entran en el círculo de los íntimos del friedlandés, y
beneficiario de su confianza es también el oído de Fernando II. A través de él es
que Viena sabe lo que Wallenstein trama en contra.

Traicionero, Octavio Piccolomini sabe que lo es. Lo asume plenamente y tam-


bién lo justifica. Su justificación se fundamenta en la fidelidad profesada hacia

Ponencia 4
el emperador, su señor y amo. Entonces, Wallenstein, por traicionar a Fernando
II, será traicionado asimismo por su general: el traidor termina traicionado. Es
absuelta la traición cuando se traiciona al traidor, lo que es confirmado por el
destino pues -al final del drama- el emperador lo nombra príncipe.

Max Piccolomini, su hijo, es un personaje cuyo comportamiento obedece al


patrón del héroe romántico. Es un ser puro e inocente, profundamente enamorado
de Tecla, la hija de Wallenstein, por lo que guardará hacia éste una admiración
y confianza sin límites. Su fidelidad al duque de Friedland está dictada por una

Friedrich Schiller
fogosa pasión, lo que hace que se cierre completamente a la exhortación de su
padre cuando le dice que Wallenstein no es más que un personaje ambicioso y
traidor. Es más, cuando Octavio revela sus propios planes de traición, Max rompe
con su padre, desobedeciendo las reglas más indiscutibles del respeto filial, por
seguir los sentimientos dictados por su corazón. Es así como Max Piccolomini
se dirige hacia un destino trágico, característico del héroe romántico: cuando es
frustrado su amor (por el mismo Wallenstein, quien tiene a su hija como instru-
mento para sus ambiciones de grandeza), y se da cuenta de que su padre tenía
razón, Max se refugia en la muerte, preservando su honor y llevando intacto a la
tumba su amor hacia Tecla.

Variación No. 3: los oficiales del ejército de Wallenstein

Como se ha mencionado atrás, los soldados del ejército de Wallenstein son mer-
cenarios que lo respetan y veneran, claro, siempre y cuando la paga sea buena
y llegue a tiempo. Pero por tener personalidades primarias, su fidelidad es más
sólida que la de los oficiales porque, además de riquezas, éstos persiguen sus
propios sueños de gloria y poderío. No obstante, los oficiales que componen el
séquito de Wallenstein se dividen en dos grupos: los que están atados a su destino
como Terzky, Illo e Isolani, y los que lo siguen en los azares de la fortuna, como
sus capitanes Buttler, Gordon, MacDonald y Deveroux.

El conde Terzky, general bohemio, está ligado íntimamente a Wallenstein por


estar casado con su hermana. El conde Illo, su mariscal de campo y hombre
de confianza, e Isolani, general croata, son partes del círculo de los íntimos

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del duque de Friedland y, hasta cierto punto, los alter ego del friedlandés en
la medida en que nutren una ambición igual a la suya. Pero ahí termina la
comparación, ya que carecen de la astucia y la inteligencia de Wallenstein. Son
más bien personas torpes y ruines, y ejecutan acciones en nombre de Wallenstein
que no harán sino precipitar su caída, por ejemplo: en el asunto del banquete del
juramento. Ellos perecerán como Wallenstein, aunque sin honor.

Los capitanes Buttler, Gordon, MacDonald y Deveroux son mercenarios


irlandeses, y los esbirros que toman por iniciativa propia la decisión de asesinar
a Terzky, Illo e Isolani y, también, llevarán a cabo el magnicidio. Son típicos
soldiers of fortune, individuos de doble moral; su lealtad va hasta donde lleguen
sus intereses. Participantes del banquete del juramento, prometen fidelidad a
Wallenstein, si bien, primero que todo, son soldados contratados por el empera-
dor al servicio del friedlandés. Es por esta razón que no vacilan en cambiar de
campo cuando la estrella de Wallenstein se apaga, pues de seguir reconociéndolo
como el soldado de genio, su traición pondría sus propios intereses en peligro.
Así que, en lo único que dudan es en escoger la forma más vil para eliminar a un
personaje ahora embarazoso.

Variación No. 4: retratos femeninos

El drama del Wallenstein tiene personajes femeninos representativos, como la


condesa Terzky (hermana de Wallenstein y esposa del general bohemio), la
duquesa de Friedland (esposa de Wallenstein) y Tecla (princesa de Friedland), su
hija. La condesa es la versión femenina de Wallenstein. Ambiciosa como él, actúa
como la conciencia (la mala conciencia) de éste, motivándolo constantemente a
EDUCACIÓN ESTÉTICA

perseguir sus sueños de grandeza, aun cuando es cada vez más evidente que la
fortuna lo ha abandonado. En el drama, cumple la función arquetípica de Eva: es
la tentadora que precipita a Wallenstein hacia su caída. Por otra parte, la duquesa
de Friedland, en cambio, juega en el drama un papel pasivo: típica víctima de un
matrimonio por conveniencia, no es más que un juguete en manos de la ambición
de su marido. Ingenua, ignora todo lo que se trama a sus alrededores y hace poco
por enterarse. Su felicidad radica en la ignorancia. Finalmente, Tecla, quien es
el complemento femenino de Max Piccolomini, persona a la que le comparte su
amor. Ella es una joven mujer de carácter, una hija rebelde que se niega a ser el
instrumento de la política de su padre, lo que se constata en la reacción que tiene
cuando le llega la noticia de la muerte de su amante, una reacción -por cierto-
característica de la mujer romántica que se hunde en llanto eterno ante la tumba
del amado.

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Epílogo

El drama Wallenstein presenta una versión poética de un episodio histórico. La


pretensión de Schiller es mostrar la dimensión humana de un monumento de la
historia como lo es el duque de Friedland. La finalidad de la pieza Wallenstein es
la de sublimar, a través de la prosa literaria, las controversias históricas en torno a
este personaje. Schiller logra de esta manera trascender la mera crónica (como lo

Ponencia 4
hace en la Semblanza de Wallenstein), resaltando así las implicaciones filosóficas
de un periodo histórico con la ayuda de la poesía.

Las implicaciones filosóficas se relacionan con los perjuicios de la guerra para la


vitalidad de una nación. Pero las implicaciones poéticas son aun más ricas, pues
restituyen -como lo dice el propio Schiller- la dimensión humana a un personaje
atascado por la controversia; la misma dimensión poética pone de relieve lo que
Nietzsche (quien admiraba a Schiller9) llamó lo “suprahistórico” en la vida de
Wallenstein: en ella se encuentra el drama intempestivo de la ambición, lo que

Friedrich Schiller
da a esta historia su valor trágico más allá del bien y del mal (de la época), más
allá de tantas reflexiones que, precisamente, son las que limitan y hasta impiden
una reflexión de índole específicamente histórica. Según esto, pareciera que para
Schiller la reflexión histórica stricto sensu resulta insuficiente, paradójicamente
insuficiente para captar lo esencialmente histórico de las figuras del pasado, para
nuestro caso, de Albrecht von Wallenstein.

El drama poético Wallenstein puede leerse como la propuesta de Schiller sobre


el conocimiento histórico, presentada, a su vez, como una alternativa a la grisalla
del quehacer histórico de su tiempo. Sin embargo, es desde el momento en que
se subordina la práctica de la historia a los imperativos de la ciencia, que la pro-
puesta de Schiller cobra vigencia, y más que nunca hoy en día.

De esta manera, Schiller nos invita a explorar un sendero hacia una forma espe-
cial de hacer historia, acto éste que, a nuestro modo de ver, ha perdido su esencia
en cuanto conocimiento, es decir: en cuanto saber y reflexión con fines estéticos,
en fin de cuetas: en cuanto historia al servicio de la vida.

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Notas
1 La corona de Bohemia había sido ceñida por los Habsburgos desde 1526 con Rodolfo I. Con la muerte de Mateo, la
corona debía pasar a su primo Fernando, pero éste, al contrario de su predecesor, es un católico que une la piedad a la
intolerancia, razón por la cual la nobleza checa no ratificó su elección, escogiendo en cambio al elector palatino, líder de
la Unión Evangélica, asociación de estados protestantes del Imperio Germánico.
2 Las medidas represivas tomadas por Viena acabaron con la élite nacional checa, y provocaron: la germanización de
la sociedad, la persecución religiosa que condujo a 150.000 personas al exilio (los hermanos Moravos, por ejemplo), la
expropiación de más de la mitad de la nobleza terrateniente protestante a favor de católicos (Wallenstein fue uno de los
grandes beneficiarios), alemanes o croatas. Fue el fin del Reino de Bohemia, que de ahora en adelante sería posesión
hereditaria de los Habsburgo y dentro del cual comenzarían a ejercer un poder absoluto.
3 Fundada en 1609, la Liga era una asociación de estados católicos del Imperio Germánico.
4 Situación bastante incomoda, en efecto, por tener que enfrentarse a una rebelión en Transilvania, donde era jurídica-
mente imposible que la Liga interviniera.
5 En 1629, impulsado por sus consejeros espirituales jesuitas, Fernando proclama el “Edicto de Restitución”, el cual
obliga a restituir todos los bienes a la Iglesia católica, que habían sido secularizados después de la Paz de Augsburgo
(1555).
6 Actualmente la ciudad de Cheb en la República Checa.
7 Es la opinión particular, por un lado, de Rovan, quién lo califica de “jefe de guerra genial”, y, por otro, de Golo Mann,
quién -hijo del ilustre escritor Thomas Mann- se encarga de rehabilitar su figura en la magistral y clásica biografía que
escribiese sobre Wallenstein.
8 Punto de vista desarrollado en la Semblanza de Wallenstein, estudio del autor complementario a su obra dramática.
9 Las ideas sobre historia que Nietzsche desarrolla en la “Segunda consideración intempestiva” se inspiraron de manera
importante en la concepción de la historia cultivada por Schiller. Véase “De la utilidad y perjuicio de la historia para la
vida”.
EDUCACIÓN ESTÉTICA

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Bibliografía

Collingwood, Robin George.


(1952) La idea de la historia. México: Fondo de cultura económica.

Rovan, Joseph.
(1998) Histoire de l’Allemaqne. París: Seuil.

Ponencia 4
Schiller, Friedrich.
(1963) Wallenstein (trad. Rafael Cansinos Assens). Madrid: Editorial Aguilar.

Friedrich Schiller

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Lo sublime y la visión trágica del mundo en los textos
filosóficos schillerianos

Por
MARÍA DEL ROSARIO ACOSTA LÓPEZ

Ponencia 5
Friedrich Schiller
.Der Abschied, 1819, Öl auf Leinwand, 21 x 29,5 cm, ehem. Gotha, Schloßmuseum, 1931 Verbrannt

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EDUCACIÓN ESTÉTICA

María del Rosario Acosta

Es lósofa de la Universidad de los Andes, y en el presente es candidata al Doctorado en Filosofía


de la Universidad Nacional de Colombia. Las áreas principales en que ha centrado su trabajo
son la estética y la losofía política en la losofía moderna y contemporánea. Su tesis doctoral
será justamente acerca de Schiller, y tiene como tema: la relación entre losofía de la historia y
estética.

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Introducción

Hablar de lo trágico en Schiller implica hablar de algo que va más allá de las
meras consideraciones sobre la tragedia como género poético. En esto, Schiller
ejercerá una gran influencia sobre muchos de los autores del idealismo y roman-
ticismo alemanes, que convertirán a la tragedia en punto de partida para pensar
las relaciones del hombre con el mundo; e incluso, como sucederá en el joven

Ponencia 5
Hegel, para pensar la estructura misma de la historia y del pensamiento. Algo de
todo esto ya está en Schiller. En el corto tiempo que tengo hoy ante ustedes, me
gustaría poder explicar, a grandes rasgos, cómo es que la tragedia, en Schiller,
se convierte en el marco conceptual adecuado para entender, por un lado, y
enfrentarse, por el otro, a la situación del hombre moderno, a su relación con la
naturaleza y a la lucha entre su racionalidad y su sensibilidad. Esta lucha será
justamente lo que, para Schiller, caracteriza al hombre moderno a diferencia del
hombre antiguo, de los griegos. La lectura que Schiller realizará de la moderni-
dad estará siempre mediada por -y tomará siempre como punto de partida- su

Friedrich Schiller
mirada y comprensión de la Antigüedad, influida sobre todo por el neoclasicismo
de Winckelmann y la visión poética de Goethe.

La tragedia, en los textos filosóficos schillerianos, será a la vez la ejemplificación


de la situación de escisión moderna, configurada como destino, y la posibilidad
de su resolución: en su puesta en escena, y en sus efectos (el sentimiento de lo
sublime), la tragedia se muestra como el conjuro frente al destino moderno, como
el lugar de encuentro de la libertad con la naturaleza, de lo racional con la sensi-
bilidad: allí donde la amenaza de la distancia se hace más profunda, donde las
escisiones llegan a los extremos y el destino se fortalece, allí también se hace
posible el más sublime reconocimiento de la idea de humanidad, donde la unidad
y la separación, lo bello y lo sublime, la libertad y la naturaleza, serán sólo las
dos caras de la misma moneda.

La comprensión de esta función de lo trágico y del elemento de lo sublime se dará


a lo largo de cinco años de reflexión filosófica. Esta reflexión será, en todo caso,
la continuación de las intuiciones que quedaron expresadas en su producción
poética y dramática anterior, la cual habría empezado ya, mucho tiempo atrás,
con la composición de Los Bandidos en 1781, pasando por sus primeros dramas
y sus primeros poemas (conocidos como la Gedankenlyrik -poesía filosófica).
En 1791, Schiller decide dejar de escribir literatura y dedicarse exclusivamente,
hasta 1796, a la reflexión sobre la tarea del poeta y la función de la estética como
punto de partida para la educación de la humanidad. La decisión coincide con
la lectura de la Crítica del juicio de Kant -obra determinante para comprender la
perspectiva que tiene Schiller, no sólo de la estética, sino de la filosofía política

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y la moral- y con unos cursos de estética que dictaría en la Universidad de Jena
desde finales de 17911. A lo largo de estos años, se puede leer un proceso en la
obra schilleriana, que pasa de entender la condición del hombre moderno desde
la desgracia de la escisión, a comprenderla como el punto de partida adecuado
para la recuperación de una unidad, unidad superior a cualquiera alcanzada más
atrás, en la historia, por la ingenuidad clásica. Y la tragedia estará a lo largo
del camino configurando la reflexión, introduciendo, inicialmente, la conciencia
de la distancia, para servir después como marco conceptual para comprender lo
propio de la situación trágica moderna y las posibilidades de reconciliación que
ésta trae consigo.

1. La tragedia como introducción de la escisión: imagen de la situación del


hombre moderno

El papel que jugarán inicialmente en Schiller las reflexiones sobre la tragedia y


sobre el sentimiento de lo sublime, será el de introducir conscientemente, desde
la teoría, la distancia característica del hombre moderno. Es decir, utilizando los
términos del propio Schiller en Sobre poesía ingenua y poesía sentimental, la
tragedia hará de un Schiller inicialmente ingenuo, uno sentimental. Es impor-
tante aclarar aquí, sin embargo, que no es que el Schiller de los primeros textos
filosóficos fuera, sin más, un autor ingenuo. Para él ya estaba claro, desde sus
reflexiones sobre historia de finales de la década de 1780, que la situación de
armonía propia de la Antigüedad estaba perdida para siempre. Schiller pertenece
a una generación en Alemania para la que la querelle de los antiguos y los modernos,
llevada a cabo en Francia a finales del s. XVII, ya había adquirido otras dimen-
siones: la historia (gracias sobre todo al historicismo de Herder) ya se había intro-
EDUCACIÓN ESTÉTICA

ducido en el debate como una realidad que no podía ser simplemente negada2. No
obstante, a lo que me refiero aquí como el paso de Schiller a lo sentimental, es
al hecho de que sus primeras reflexiones filosóficas son un tanto ingenuas en lo
que se refiere a la facilidad con la que cree poder plantear la reconciliación entre
las escisiones propias de la modernidad, y que él ve representadas en la filosofía
kantiana. La tragedia, como quisiera al menos dejar señalado aquí, cumple un
papel fundamental en el resquebrajamiento de esta ingenuidad inicial.

Es diciente, en primer lugar, que los primeros escritos schillerianos sobre estética
hayan estado dedicados sobre todo a la belleza. En sus cartas a Körner, conocidas
como Kallias, y en la primera parte del ensayo Sobre la gracia y la dignidad
(ambos escritos en la primera mitad de 1793), Schiller se dedicará a mostrar cómo
la reflexión kantiana en la Crítica del juicio será el punto de partida adecuado
para entender la función del arte en particular y de la experiencia estética en
general: la belleza es el lugar de encuentro entre el hombre y el mundo, donde

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toda escisión es superada. En nuestra experiencia de la belleza de la naturaleza,
de la belleza artística y en nuestro comportamiento bello frente al mundo (lo
que Schiller llamará “gracia”), las leyes de la naturaleza y las de nuestra libertad
aparecen concordando armónicamente.

Pero quien lea escritos posteriores de Schiller, encontrará en este tipo de descrip-
ciones las características que Schiller le atribuiría posteriormente sólo al hombre

Ponencia 5
ingenuo y al momento de la Antigüedad griega en la historia. Para el Schiller de
estos primeros ensayos, la Arcadia perdida en la historia se ha conservado en el
arte; el Elíseo está más cerca de lo que se cree: las reconciliaciones para la
modernidad se encuentran aún en el santuario del arte, de la poesía, de la experiencia
estética, que ha logrado conservarlas a lo largo de la historia. Así lo expresaba
Schiller en su poema “Los Artistas” de 1788:

Cuanto más disfrute de la súbita visión,


cuanto más elevados y más bellos órdenes sobrevuele
el espíritu en una encantadora alianza,

Friedrich Schiller
y los abrace con un inmenso placer,
cuanto más se hayan abierto las ideas y los sentimientos
al espléndido juego de las armonías;
al abundante torrente de la belleza; […]
más rico será el mundo que él abarca,
más débil será el ciego poder del destino […]

Así le conduce la guía florida de la poesía


silenciosamente en un curso imperceptible
a través de formas y sonidos cada vez más puros,
de alturas cada vez más altas y bellezas cada vez más bellas.
Por último, en el maduro fin de los tiempos,
todavía un feliz entusiasmo,
el ímpetu poético de la generación más joven
acabará en los brazos de la verdad.

La magia sagrada de la poesía sirve a un sabio plan del universo,


silenciosamente conduce al océano de la gran armonía.
Rechazada por su época, refúgiese la austera verdad en la poesía
y encuentre protección en el coro de las musas […]

Hijos libres de la madre más libre,


elevaos con rostro imperturbable al trono luminoso de la sublime belleza,
no ambicionéis otras coronas.
lo que las almas bellas consideran bello
ha de ser perfecto y excelente.
Alzaos con audaz vuelo por encima de vuestro tiempo;
refléjese ya en vosotros el siglo venidero.
Por los miles de enredados senderos de la rica diversidad
salid al encuentro unos de otros

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hacia el trono de la suprema unidad.
Como se rompe graciosamente la blanca luz
en siete dulces rayos,
como se funden en la blanca luz
los siete rayos del arco iris:
multiplicad así vuestro juego de claridad
en torno a la mirada fascinada,
retornad así al vínculo de la verdad
al único torrente de la luz. (Schiller, 1998)

Esta idea de que el arte preservará para la modernidad las posibilidades de


conciliación (“Rechazada por su época, refúgiese la austera verdad en la poesía”),
es una idea que no se perderá en las reflexiones schillerianas. Aparecerá nueva-
mente, por ejemplo, con toda claridad, en las Cartas sobre la educación estética
del hombre3. Sin embargo, a partir de la introducción de la tragedia, las relaciones
se harán más complejas y las reconciliaciones posibilitadas por la experiencia
estética tendrán que pasar primero, o mejor, tendrán que complementarse con un
momento de radical escisión.

En efecto, muy pronto, a partir de sus primeras reflexiones sobre la tragedia y


de la profundización en el sentimiento de lo sublime -también retomado de la
elaboración que Kant realiza en la Crítica del juicio- la unidad introducida por
la belleza (aquel “espléndido juego de las armonías” del que habla el poema)
aparecerá sólo como un lado de la relación del hombre con el mundo. Para el
hombre moderno, descubrirá Schiller (aunque sus dramas tempranos ya lo expre-
saban así), la belleza no es suficiente, porque la razón y la naturaleza se encuen-
tran en él en pugna. Sólo en la negación de sus inclinaciones naturales, puede
EDUCACIÓN ESTÉTICA

el hombre aparentemente recobrar su dignidad, hacer posible su libertad. Y todo


ello se pone en escena y es característico del verdadero conflicto trágico.

La tragedia pasa a ser, entonces, en su estructura y contenido, la ejemplificación


de la situación del hombre moderno: la lucha de nuestras fuerzas racionales
contra nuestra sensibilidad, la pasión y el sufrimiento. En su puesta en escena,
la tragedia es la configuración de la relación del hombre con la naturaleza, una
naturaleza de la que, a diferencia de los ingenuos griegos, se encuentra escin-
dido, separado: el hombre moderno se enfrenta, en su condición histórica, a la
necesidad de entablar una lucha con todo aquello que se opone a su subjetividad
racional para poder llevar a cabo su libertad. Ni siquiera el arte puede salvarlo
de este conflicto. Por ello los griegos, había afirmado Schiller ya en uno de sus
primeros ensayos, Sobre la tragedia (1791), no pudieron construir verdaderas
tragedias, en la medida en que para ellos era imposible la seriedad del destino:
los griegos no veían la necesidad de oponer su autonomía, su racionalidad, a la

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necesidad, a la voluntad de los dioses y de las fuerzas de la naturaleza, en la
medida en que aún eran uno con ella, en que aún no la sentían como ajena4.

La verdadera tragedia, insistirá Schiller, aparece allí donde la ingenuidad se ha


perdido: en medio de las disonancias típicas de la modernidad, del hombre senti-
mental, cuyo destino es anhelar la unidad perdida para siempre, en una tendencia
infinita a la búsqueda de la realización de su propia libertad. Tal es, en efecto, el

Ponencia 5
drama de Karl Moor en Los bandidos: alejado del hogar paterno, creyendo para
siempre haber perdido ese amor, se introduce en el exilio permanente:

Mi inocencia, mi inocencia […] [-exclama Moor-] ¡Ojalá que yo pudiera volver al seno
maternal! […] ¡Escenas del Elíseo de mi niñez! ¡Jamás volveréis! ¡Jamás, con vuestro
soplo vivificante, aliviaréis el ardor de mi pecho! ¡Llora conmigo, Naturaleza! ¡Perdidas,
perdidas para siempre!5

El drama del hombre moderno queda expresado en el exilio al que la razón parece
haberlo condenado. Nuevamente, en palabras de Moor: “Es tan divina la armonía

Friedrich Schiller
que reina en la naturaleza inanimada, ¿por qué debe haber tal desacuerdo en los
dominios de la razón?”6. Y, sin embargo, antes que imitar a la naturaleza, es la
razón la que debe imponerse, porque es la única manera de asegurar la digni-
dad. La tragedia moderna termina, en todo caso -y así sucede en los primeros
dramas schillerianos7- con la imposición de la razón sobre la naturaleza: es la
única manera como puede terminar la lucha: lo moral debe imponerse sobre lo
instintivo; el héroe trágico moderno, Moor, se entrega a la ley dejando de lado lo
que había creído como su libertad, pero que no era otra cosa que la condena a la
vida en el exilio, en la naturaleza, en la barbarie.

Después de sus intentos por conciliar dicho desacuerdo a partir de la experiencia de


la belleza en sus primeros escritos estéticos (principalmente en Kallias), Schiller
se da cuenta entonces de que la sospecha expresada en sus primeros dramas y
en sus poesías nostálgicas, es un hecho que no puede superarse sin más. Si la
reconciliación es posible, ésta no podrá llevarse a cabo dejando de lado las sepa-
raciones. Lo sublime, la distancia, la situación trágica, tendrán que ser, también,
parte del proceso; tendrán que ser tomados seriamente como destino, para no
perder la posibilidad de la libertad. “Sin lo sublime, dirá Schiller en Sobre lo
sublime (1794-6), la belleza nos haría olvidar nuestra dignidad”; “sólo cuando lo
sublime se desposa con lo bello […] somos ciudadanos consumados del mundo
de la naturaleza, sin convertirnos en sus esclavos, y sin perder por ello nuestra
ciudadanía en el mundo inteligible” (Schiller, 1991: 236a)8.

Lo bello tendrá que unirse a lo sublime, si se quiere alcanzar la realización de


la idea de humanidad, donde el conflicto trágico, al contrario de desaparecer, sea

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el que configure las relaciones del hombre con la naturaleza, permitiendo, en la
puesta en escena sensible de la libertad, en una especial relación entre razón y
sensibilidad en el sentimiento de lo sublime, la afirmación de la dignidad del
hombre en medio de, y no dejando de lado, el reconocimiento de la naturaleza y
la sensibilidad.

2. La tragedia y lo sublime como puesta en escena y realización efectiva de


la libertad

Schiller descubre así, gracias a la tragedia, y en el movimiento trágico mismo,


un proceso que se hará característico del sentimiento romántico de finales del
s. XVIII y de la estructura filosófica del idealismo alemán: lo negativo debe ser
tomado seriamente como parte del proceso, si se quiere llegar a una verdadera
reconciliación de las fuerzas contrarias puestas en juego. La verdadera armonía,
como lo expresará Hölderlin por la misma época -y evidentemente influido por el
Schiller de las Cartas sobre la educación estética del hombre- es aquella que se
da en medio de la disonancia. La verdadera reconciliación, dirá también el joven
Hegel, es aquella que se da como resultado de una lucha de los contrarios, de un
reconocimiento de los derechos de lo negativo tanto como de lo positivo, de un
fortalecimiento del combate. Si el combate no es justo, si las dos fuerzas no están
en igualdad de condiciones, no habrá verdadera reconciliación trágica9. El ideal
de humanidad, el estado estético, como diría Schiller en las Cartas, no puede
ser sino el equilibrio de las fuerzas constitutivas del hombre, donde cada una
se expresa en su más alta potencialidad, donde ninguna, ni la sensibilidad, ni la
razón, es debilitada, donde cada una ve reconocidos sus derechos y puede alcan-
zar su más alta expresión.
EDUCACIÓN ESTÉTICA

¿Cómo es posible la llegada a esta armonía en la disonancia? ¿Cuál es ese


proceso que le permite a Schiller formular ese ideal de humanidad que resalta
en las Cartas? Es el proceso de lo trágico mismo, estudiado por Schiller en sus
escritos Sobre lo patético, Sobre lo sublime y Sobre el papel del coro en la tra-
gedia, por nombrar algunos. El fin del arte en general, pero de la tragedia en par-
ticular -y por ello es el arte por excelencia-, dirá Schiller en Sobre lo patético,
es la puesta en escena de lo suprasensible (1991: 65b)10. La tragedia logra, en la
puesta en escena del conflicto trágico, hacer visibles las ideas de la razón, hacer
visible la libertad; asimismo, combinar, en la representación, aquellos dos ámbi-
tos que se oponen desde cualquier otra perspectiva: la razón y la sensibilidad.

El proceso es descrito por Schiller en Sobre lo patético a partir de la explicación


de las leyes del arte trágico:

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(i) La primera ley del arte trágico, dice Schiller, es la representación de la natu-
raleza en su padecer. El pathos del héroe -y por consiguiente, el del espectador,
en la medida en que Schiller está pensando, al estilo de la catarsis aristotélica, en
una reproducción como efecto sobre el espectador de lo que el héroe padece en
escena- es pues “la primera e ineludible exigencia para el artista trágico” (1991:
62b)11. La naturaleza debe ser representada en todo su poder, como destino. Sólo
así la resistencia del héroe tendrá a su vez un carácter verdaderamente trágico.

Ponencia 5
(ii) La segunda ley es, por consiguiente, la capacidad del héroe para resistirse a
dicho poder -éste es el sentimiento de lo sublime, tal y como Kant lo describe-.
En su resistencia, en medio de la lucha, al destino, el héroe descubre -y también
así el espectador- su capacidad de resistencia moral frente al padecimiento, su
independencia racional. Este es el sentimiento de lo sublime kantiano, que en
Schiller, sin embargo, encuentra un desarrollo diferente. Lo sublime debe com-
binarse con lo bello. Lo sublime, como emoción de lo trágico, se interpreta de
una manera sutilmente distinta; pero esta sutileza introduce la diferencia en la

Friedrich Schiller
interpretación schilleriana.

(iii) Porque para Schiller tal independencia racional tiene una característica espe-
cial en medio del sentimiento estético que pone en escena y despierta la trage-
dia en el espectador: lo que se da aquí no es una imposición de la razón sobre
la voluntad, sino el descubrimiento de que el querer mismo puede ser racional,
de que el hombre, cuando siente, “siente racionalmente” (1991: 68b)12, y que su
razón sólo es posible en la medida en que está inmerso en su sensibilidad, en un
conflicto permanente con la naturaleza como la otra parte esencial de sí mismo.

Así, dice Schiller, la dimensión ética (así llama Schiller en este ensayo la
dimensión despertada por la conciencia de racionalidad que lo sublime trae con-
sigo) se hace posible, y ello se hace explícito justamente en lo trágico, gracias y
solamente gracias a la dimensión estética. La distancia racional sólo es posible
gracias al padecimiento, y la libertad sólo se hace visible -y por lo tanto, dirá
Schiller, realizable- gracias a su conexión con la sensibilidad.

Gracias, pues, a esta puesta en escena, gracias a la manifestación en todo su


esplendor de la lucha entre la naturaleza y la libertad, se crea en el espectador el
sentimiento estético resultado de lo trágico, combinación de la conciencia de la
distancia frente a la naturaleza y de la afirmación de la libertad racional, con un
descubrimiento de que todo ello se da sólo en y gracias a la inmersión en nuestra
sensibilidad: en el efecto que la tragedia ejerce sobre el espectador -reproducción
del efecto que se lleva a cabo en el escenario en el héroe trágico mismo- el
hombre se hace realmente libre por primera vez, no negando su sensibilidad y

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sus inclinaciones, sino dejándose conducir por ellas en una armonía disarmónica
entre las leyes de la naturaleza, que se nos imponen en todo su poder y esplendor,
y las leyes de la libertad, que descubren, gracias a las primeras, y sólo gracias a
ellas -insiste Schiller- el espacio de su dominio.

La tragedia consigue, tanto en la representación del destino del héroe, como en


los efectos que esto causa sobre el espectador, “dejar que la naturaleza misma
despliegue en el hombre su libertad” (Schiller, 1991: 66-67)13. En esto, reconoce
Schiller, es en lo que debemos admirar a los griegos, y acercarnos a ellos tanto
como sea posible: “El griego nunca se avergüenza de la naturaleza, respeta los
plenos derechos de la sensibilidad” (1991: 67)14. Esto, por supuesto, en la medida
en que está seguro de que nunca será subyugado por ella. El moderno, en cambio,
siente lo último como un profundo temor: por ello se ve obligado a poner a la
razón por encima de su sensibilidad, para evitar perderse a sí mismo y a su liber-
tad (1991)15. Sin embargo, dirá el Schiller de las Cartas -y ya lo insinuaba desde
Sobre la gracia y la dignidad- esto es igual de bárbaro a lo primero. Ir en contra
de la naturaleza es tan bárbaro como ir en contra de la racionalidad. El hombre
es tanto lo uno como lo otro:

Si a su naturaleza puramente racional le ha sido añadida una naturaleza sensible, no es


para arrojarla de sí como una carga o para quitársela como una burda envoltura; no, sino
para unirla hasta lo más íntimo con su yo superior. La naturaleza, ya al hacerlo ente sensi-
ble y racional a la vez, es decir, al hacerlo hombre, le impuso la obligación de no separar
lo que ella había unido […] Sólo cuando su carácter moral brota de su humanidad entera
como efecto conjunto de ambos principios y se ha hecho en él naturaleza, es cuando está
asegurado; pues mientras el espíritu moral sigue empleando la violencia, el instinto natural
ha de tener aún una fuerza que oponerle. El enemigo simplemente derribado puede volver
EDUCACIÓN ESTÉTICA

a erguirse, sólo el reconciliado queda de veras vencido. (Schiller, 1985: 41-42)16

Tal será justamente, en pocas palabras, la lógica de la tragedia. La naturaleza,


como enemigo, debe ser honrada como destino serio del hombre moderno. La
lucha no puede ser sin más suprimida en una especie de heroísmo moral tras-
cendental, que derrote a las pasiones e imponga el dominio de la razón. En la
lucha misma, las fuerzas puestas en juego deben ser igualmente reconocidas, y
lo que logra el movimiento trágico mismo, es este mutuo reconocimiento. La
reconciliación, que parecía ser justamente aquello negado en el conflicto mismo,
es, en últimas, el resultado de lo que se pone en escena17. El efecto de la trage-
dia en el espectador es este mutuo reconocimiento de su doble naturaleza, y el
descubrimiento de que, en la experiencia estética (que en Schiller ya no es sólo
sublime, sino que -ya muy cercano al romanticismo- es bella en medio de su
sublimidad), el hombre se hace efectivamente libre en y gracias a su sensibilidad.

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Lo suprasensible se hace visible, la libertad se ve realizada en y a través de su
puesta en escena, y el arte alcanza su máximo cometido. Dicho cometido queda
expresado por Schiller en lo que se convertiría posteriormente en el prólogo a su
drama, La novia de Mesina, estrenado en 1803:

El arte verdadero no ha puesto la mira en un simple juego pasajero; lo que busca no es


sumir al hombre en el sueño de un instante de libertad; su seriedad consiste en hacerle
libre efectivamente y de hecho, despertando, ejercitando y formando una fuerza en él que

Ponencia 5
lo transforme en una obra libre de nuestro espíritu. (Schiller, 1991: 240c)

Tal será el programa de la educación estética. La reflexión sobre la tragedia, lo


sublime, y la relación que todo ello muestra entre la sensibilidad y la libertad con-
ducirán a Schiller a pensar en una trascendencia del espacio de lo estético hacia
el espacio de lo histórico y de lo político. Una trascendencia que será desarrollada
en las Cartas, a partir de cierta reflexión sobre la naturaleza del hombre y su
desarrollo histórico, y de un análisis de la belleza (esa armonía disarmónica que
incluirá ya el paso por lo sublime) como condición de posibilidad de la humanidad.

Friedrich Schiller
La tragedia le abre las puertas a Schiller para pensar, más allá del género
trágico como poesía, en un movimiento general que le permitirá leer la historia
misma como un proceso (interminable y, por consiguiente, perpetuo) hacia la
reconciliación de las dualidades abiertas por la modernidad. La tragedia en
Schiller se extiende por eso a una visión trágica del mundo y orienta un estilo de
pensamiento que tendrá su mayor influencia y encontrará sus ecos más exitosos
en la filosofía del romanticismo e idealismo alemanes. Lo que pide Schiller, a
lo largo de sus escritos, en medio de su búsqueda estética, o en sus dramas
posteriores, es no olvidar que la tragedia del hombre moderno trae consigo, al
menos en su representación, las posibilidades de su reconciliación; y que la dig-
nidad humana no será instaurada en el mundo hasta que la cultura, la sociedad y
la política no le permitan al hombre reconocer, en su tragedia, las posibilidades
mismas de su superación.

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Notas
1 Los apuntes para estos cursos, recogidos por la Nationalausgabe, tomo XXI, reflejan ya, de manera pre-
liminar, el tipo de lectura y de interpretación de la obra kantiana que Schiller desarrollaría a lo largo de sus
años de reflexión en textos como Kallias, Sobre la gracia y la dignidad y las Cartas sobre la educación
estética del hombre -por mencionar los más conocidos.
2 Esto queda muy bien presentado por Jauss (2000), y por Peter Szondi (1992).
3 “La humanidad había perdido su dignidad, pero el arte la salvó y la conservó en piedras cargadas de
significación; la verdad pervive en el engaño, y la imagen originaria habrá de recomponerse a partir de una
copia […] Antes de que la verdad ilumine con su luz victoriosa las profundidades del corazón, la fuerza
poética capta ya sus destellos, y las cumbres de la humanidad resplandecen, mientras en los valles reinan aún
las tinieblas de la noche” (Schiller, 1990: 175, Carta IX). (De la edición alemana [en adelante HA]: 463).
4 Aquí es interesante destacar una diferencia radical entre las reflexiones schillerianas sobre la tragedia y
la tradición de una filosofía de la tragedia que éstas inauguraron entre los autores posteriores (Schelling,
Hölderlin, el joven Hegel). Mientras estos últimos se concentrarán en rescatar ya no sólo el movimiento de
lo trágico, sino la tragedia griega, como modelo de reconciliación, Schiller insistirá en que es la tragedia
moderna la que puede y debe llevar a cabo esta función.
5 “Meine Unschuld! Meine Unschuld! Dass ich wiederkehren dürfte in meiner Mutter Leib! [...] O all
ihr Elyseumszenen meiner Kindheit! - Werdet ihr nimmer zurückkehren - nimmer mit köstlichen Säuseln
meinen brennenden Busen kühlen? - Traure mit mir, Natur - Dahin! Dahin! Unwiederbringlich! -” (HA:
Tomo I, 113).
6 “Es ist doch ein so göttliche Harmonie in der seelenlose Natur, warum sollte dieser Missklang in der
vernünftigen sein? “ (HA: Tomo I, 134).
7 La diferencia entre los primeros dramas schillerianos, anteriores a sus reflexiones filosóficas, y aquellos
que seguirán a sus escritos sobre estética a partir de 1796, es una cuestión que habría que discutir en el marco
de la producción poética de Schiller. Es interesante ver hasta qué punto las reflexiones schillerianas sobre la
producción poética determinan una tendencia distinta en dramas como Wallenstein y Guillermo Tell. Si en
los primeros dramas todavía puede verse claramente lo que Innerarity denomina el “heroísmo trascendental
kantiano”, donde la razón termina imponiéndose sobre cualquier otra fuerza natural (cf. Innerarity, D. (1991)
“Las disonancias de la libertad”, Anuario filosófico, 24: 2, 256), en los últimos la resolución del conflicto
será mucho más compleja. El trabajo de José Luis Villacañas (1993) es muy iluminador a este respecto, pero
es una discusión que no está en absoluto saldada.
8 Citado con algunas variaciones de la traducción de Ma. José Vallejo Hernanz y Jesús González Fisac. (HA:
Tomo II, 618).
EDUCACIÓN ESTÉTICA

9 Estoy pensando aquí, sobre todo, en algunas de las versiones previas de Hiperión de Hölderlin, donde el
poeta menciona varias veces esta cuestión de la armonía en la disonancia, así como también en el Funda-
mento para el Empédocles. En el caso del joven Hegel, el desarrollo del concepto de tragedia y de destino
trágico se da principalmente en El espíritu del cristianismo y su destino, y en la manera como el autor com-
para el movimiento de la eticidad con Las Euménides de Esquilo en el ensayo Sobre las maneras de tratar
científicamente el derecho natural.
10 (HA: Tomo II, 425).
11 (Ibid).
12 (Ibid, 427).
13 (Ibid, 426).
14 (Ibid).
15 Es en este sentido justamente que Schiller justifica a Kant (1985), después de haberlo calificado de “rigo-
rista moral”. Kant se vio en la necesidad de serlo, dice Schiller, “por las circunstancias de la época […]
dirigió la mayor fuerza de sus razones hacia donde más declarado era el peligro y más urgente la reforma,
y se impuso como ley perseguir sin cuartel la sensorialidad, tanto allí donde con frente atrevida escarnece
al sentimiento moral, como en la impotente envoltura de los fines moralmente loables en que sabe ocultarla
especialmente cierto entusiasta espíritu de comunidad. […] Fue el Dracón de su época, porque consideró
que no era aún digna de un Solón ni estaba en disposición de acogerlo. Del sagrario de la razón pura trajo
la ley moral, extraña y sin embargo tan conocida; la expuso en toda su santidad ante el siglo deshonrado, y
poco se preocupó de si hay ojos que no pueden soportar su resplandor” (43). (HA: Tomo II, 407).

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16 (HA: Tomo II, 406).
17 El concepto de reconciliación aquí trae consigo, como sucederá también en las Cartas, una ambigüedad
difícil de resolver: puede entenderse, al menos, en el contexto de los ensayos sobre la tragedia, como mutuo
reconocimiento, como conciliación de las fuerzas puestas en juego o como puesta en equilibrio de las fuer-
zas contrarias. Hay un encuentro, en el sentimiento de lo sublime, entre la parte racional y la parte sensible
del hombre, y dicho encuentro despliega un espacio particular de conciliación entre ambas.

Ponencia 5
Friedrich Schiller

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Bibliografía

Jauss, H. R.
(2000) “La réplica de la querelle des anciens et des modernes en Schlegel
y Schiller”. En: La historia de la literatura como provocación. Barcelona:
Península.

Schiller, Friedrich.
(1990) “Carta IX”, Cartas sobre la educación estética del hombre (trad.
Jaime Feijoo. De las edición de las obras de Schiller en alemán Hanser
Ausgabe. Tomos I y II). Barcelona: Anthropos.
(1998) Poesía filosófica (trad. Daniel Innerarity). Madrid: Hiperión.
(1985) Sobre la gracia y la dignidad (trad. Juan Probst y Raimundo Lida).
Barcelona: Icaria, 43.
(1991) “Sobre lo sublime” (a); “Sobre lo patético” (b); “Sobre el uso del
coro en la tragedia” (c). En: Escritos sobre estética (trad. Ma. José Vallejo
Hernanz y Jesús González Fisac). Madrid: Tecnos.

Szondi, Peter
(1992) “Antigüedad clásica y Modernidad en la estética de la época de
Goethe”. En: Poética y filosofía de la historia. Madrid: Visor.

Villacañas, José Luis.


(1993) Tragedia y teodicea de la historia: el destino de los ideales en Lessing
y Schiller. Madrid: Visor.
EDUCACIÓN ESTÉTICA

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Sobre poesía ingenua y poesía sentimental: una postura
estética y política

Por
XIMENA GAMA CHIROLLA

Ponencia 6
Friedrich Schiller
Ruine Eldena, 1836, Aquarell, 22,7 x 23,5 cm, Dresden, Kupferstichkabinett.

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EDUCACIÓN ESTÉTICA

Ximena Gama

Cursa décimo semestre de Filosofía en la Universidad Nacional de Colombia. En la actualidad


se encuentra trabajando en su monografía, la cual estará dedicada a la relación existente entre
la nostalgia y la libertad en las Cartas sobre la educación estética del hombre y en Sobre poesía
ingenua y poesía sentimental de Friedrich Schiller.

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Introducción

Para qué poetas en tiempos de miseria.


[De: Pan y vino]

Empezar con un verso de Hölderlin puede ser un tanto extraño, si tenemos en


cuenta que nos encontramos en el marco de un coloquio sobre Schiller. Sin
embargo, citar a Hölderlin cumple un propósito específico: mostrar cómo, a pesar

Ponencia 6
de la cercanía que mantuvieron estos dos poetas (no sólo por la época en que
vivieron, plena Revolución francesa, sino por muchos otros factores como la
influencia de Winckelmann y Kant, entre otros) en tanto que predecesores del
Romanticismo, difieren, desde mi punto de vista, en una cosa: Schiller no niega la
función, utilidad o beneficio del poeta en tiempos de penuria. Por el contrario, lo
que el autor de las Cartas sobre la educación estética del hombre pudiese haber
afirmado sería: ¿para qué poetas en tiempos de idilio o de felicidad?; ¿para qué
poetas cuando se ha obtenido la libertad?

Friedrich Schiller
Para Schiller la poesía debe ser el camino, en tanto que testigo y reflejo de la his-
toria, para conseguir la libertad y la felicidad humanas, el Elíseo o lugar en el que
se manifestará la humanidad completa. Así queda declarado en las cartas, aunque
se haría más evidente en un escrito posterior a ellas: Sobre poesía ingenua y
poesía sentimental, texto del cual me ocuparé de aquí en adelante.

El propósito de mi escrito consistirá en evidenciar -desde tal ensayo- la


propuesta política que se encuentra detrás de la descripción (histórica casi por
completo) del modo cómo se ha generado el arte, específicamente hablando, los
géneros poéticos, lo que se verá a la luz de las categorías schillerianas: ingenuo/
sentimental, antiguo/moderno.

Antes de iniciar con la exposición, será importante aclarar que la discusión que
atraviesa a Sobre poesía ingenua y poesía sentimental es la consecuencia de la
querelle de los antiguos y los modernos, que desembocó en Francia -luego del
gran período clasicista- a finales del siglo XVII. No es posible entender a caba-
lidad este último ensayo filosófico de Schiller, sin antes contextualizarlo en tal
discusión, razón ésta por la que me tomaré unos minutos para explicar los ante-
cedentes por los cuales el autor lo escribió.

La Querelle des anciens et des modernes

La querella de los antiguos y los modernos tuvo lugar en Francia a finales del
s. XVII y principios del s. XVIII, marcando el cambio del Clasicismo a la

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Ilustración. Esta discusión, que emergió básicamente de la pregunta sobre el
canon perfecto de lo bello (una preocupación de la estética clasicista1), quedó sal-
dada por una solución de tipo historicista, que reconoció las diferencias existentes
entre la época antigua y la época moderna, punto de vista éste bajo el cual se
determinó que tanto las obras de arte modernas y como las antiguas eran produc-
tos de etapas distintas y, por ende, incomparables entre sí (Jauss, 2000: 68). La
emergencia de esta postura hizo que la polémica encontrara su término, y que la
discusión que se había dado a través de preguntas como: en materias de arte ¿son
mejores los antiguos o los modernos?, encontrara solución. Desde ese momento,
la mirada historicista no intentaría establecer puntos comparativos de valoración
entre cada una de las épocas, sino que los análisis se basarían en el modo
“correcto” de mirar la antigüedad, para comprender (relacionar y/o distinguir) la
creación artística de los modernos y las obras clásicas. Diremos entonces que la
querella que heredó Alemania (sobre todo en autores como Schiller o Hölderlin)
recibiría el influjo de las posturas herderianas2 y de la Revolución francesa3, mas
no de los puntos de vista caracterizados por la pregunta por el canon de lo per-
fecto o modelo absoluto de belleza.

Schiller: lo estético en función de lo político

Schiller, como moderno (heredero de las posturas historicistas que emergieron


a raíz de la querella), es consciente de su propia temporalidad y reconoce las
peculiaridades propias de su época y cultura, las cuales no sólo serían diferentes
de la época y cultura antiguas, sino -considera el autor- mejores y más perfectas.
Aun así Schiller, que retoma la posición de Herder, consideraría que por estar
determinado teleológicamente el decurso histórico, es decir, dirigido hacia una
EDUCACIÓN ESTÉTICA

finalidad específica, los modernos, en tanto que más cercanos a esa meta o estado,
serían mejores que sus predecesores, los antiguos.

Schiller puede ser considerado como uno de los primeros pensadores que sometió
los análisis estéticos en razón de una postura política o, al menos, del esta-
blecimiento de un proyecto como tal. Ensayos suyos sobre arte como Sobre
poesía ingenua y poesía sentimental tienen constantes alusiones y críticas a
hechos como la Revolución francesa, el liberalismo y el utilitarismo, haciendo
evidente que toda manifestación artística va de la mano de un hecho político,
cultural o social, y en vista de que no sólo refleja sino que también representa el
espíritu de su época, en el caso específico de los modernos, el espíritu moral.

A su vez, en las primeras Cartas sobre la educación estética del hombre, el autor
afirma que el arte debe ser el instrumento que genere una reforma política, pues
es el único medio a través del cual se puede ennoblecer el carácter degenerado

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del hombre, y la única manera de posibilitar el arribo al estado ideal o, lo que se
llamaría posteriormente, estado estético. Al respecto, dice Schiller: “convenceros
de que para resolver en la experiencia este problema político hay que tomar por
la vía estética, porque es a través de ella como se llega a la libertad” (1990: 2a
carta).

De esta manera, un análisis basado en los últimos tratados filosóficos de Schiller,

Ponencia 6
especialmente en Sobre poesía ingenua y poesía sentimental, deberá girar en
torno a dos ejes: 1. a la manera cómo se plantea la relación entre arte e historia,
a través de las categorías ingenuo/antiguo y moderno/sentimental, y 2. al hecho
de establecer (a partir de la dicotomía de esas dos parejas) a lo antiguo como
representante del estado natural, y a lo moderno como representante del estado
moral. La conjunción de lo antiguo y lo moderno generará el estado estético o
estado que dará lugar al ideal de humanidad.

1. Categorías estéticas: antiguo/ingenuo y moderno/sentimental

Friedrich Schiller
Schiller poseía una conciencia de su ser histórico, a saber: su condición de
moderno. Esta conciencia le permitió ver a Grecia como una época pasada e
irrecuperable, lo que le produjo en un principio un sentimiento de nostalgia (tris-
teza), generado por la pérdida de la antigua Grecia.

Escribe en Los dioses de Grecia:

Hermoso mundo, ¿dónde estás? ¡Vuelve,


amable apogeo de la naturaleza!
Ay, sólo en el país encantado de la poesía
habita aún tu huella fabulosa.
El campo despoblado se entristece,
ninguna divinidad se ofrece a mi mirada,
de aquella imagen cálida de vida
sólo quedan las sombras. (1998)

Sin embargo, Schiller no se estanca en este sentimiento, e inicia un análisis


sobre lo griego, encontrando las condiciones y las características por las que este
pueblo había sido considerado (por mucho tiempo) el modelo de la perfección.
En Sobre poesía ingenua y poesía sentimental, lo moderno es caracterizado como
aquello que no es antiguo, aunque, a la vez, está determinado por ello. Las
diferencias principales entre lo antiguo y lo moderno se configuran con base
en un único aspecto: la relación del sentimiento que el sujeto guarda para con
la naturaleza: en la antigüedad, el hombre era uno con ella, no había ninguna
escisión entre sujeto y objeto (categorías que sólo llegarían con la epistemología

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moderna); el hombre antiguo era naturaleza, y como tal, todo su ser estaba regido
por ella. Por el contrario, lo moderno es la distancia entre la naturaleza y el
sujeto. Para el hombre moderno, el mundo ya no es experiencia sino que es objeto
de reflexión, lo que los convierte a él y a su producción en artificio, es decir, en
aquello que sólo es objeto del pensamiento.

Leemos en Schiller:

Ellos [los antiguos] sentían naturalmente; nosotros sentimos lo natural. [...] Nuestro modo
de conmovernos ante la naturaleza se parece a la sensación que el enfermo tiene de la
salud.
Así como la naturaleza fue poco a poco desapareciendo de la vida humana en cuanto
experiencia y en cuanto sujeto (sujeto que obra y siente), así la vemos surgir en el mundo
de los poetas como idea y como objeto. (1985: 85)

Los griegos al mantener una unidad con la naturaleza, y los modernos al ser
aquellos que buscan tal unidad, encarnan, respectivamente, lo que Schiller ha
categorizado como ingenuo y sentimental: lo ingenuo está mediado por la expe-
riencia; lo sentimental está mediado por la reflexión. Si bien estas categorías son
empleadas por Schiller para distinguir las creaciones poéticas de su época de las
de los antiguos, paralelamente, el autor no excluye que la poesía ingenua pueda
darse en la modernidad, ni tampoco que la poesía de algunos poetas antiguos
haya sido sentimental. Lo que es evidente, es que para Schiller cada poeta es hijo
de su época, ya sea la antigua natural (ingenua) o la moderna artificial (sentimental).

Todo poeta [-declara-], si lo es de verdad, pertenecerá -según la condición de la época


en que florezca o las circunstancias accidentales que hayan influido en su formación
EDUCACIÓN ESTÉTICA

general y en su estado de ánimo transitorio- sea a los ingenuos, sea a los sentimentales.
(1985: 86)

Para Schiller, la creación poética (y, por lo tanto, el artista) está determinada
por la naturaleza. “La naturaleza es la única llama que nutre al genio poético”.
Entonces el poeta “o es naturaleza o la buscará” (1985: 90), convirtiéndose así en
testigo o vengador de ella.

Por estar determinado el temperamento poético por la relación que tiene el sujeto
con el mundo, es que Schiller manifiesta que, en el caso de la poesía ingenua, las
acciones nobles y dignas de una naturaleza verdadera son consideradas, no sola-
mente algo cotidiano sino también una expresión necesaria de la misma natu-
raleza. Es decir: es normal que en los cantos griegos las acciones “morales”
o, mejor, aquellos actos considerados por un griego moralmente dignos fuesen
naturales en todo el sentido de la palabra. Toda acción hermosa es determinada

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necesariamente por una naturaleza hermosa, naturaleza que siempre se reflejará
en su época.

Escribe Schiller:

La estructura de toda su vida social [la de los griegos] se basaba en la sensibilidad, no


en una hechura del arte [como artificio]; su mitología misma era inspiración de un sen-
timiento ingenuo [...]. No habiendo perdido el griego, pues, la naturaleza en la humanidad,

Ponencia 6
tampoco podía asombrarse de ella fuera de la humanidad ni sentir tan urgente necesidad de
objetos donde volver a encontrarla. Acorde consigo mismo y feliz en el sentimiento de su
humanidad, debía detenerse en ella como en su destino supremo y esforzarse en acercarle
toda otra cosa […]. (1985: 85)

Pero por el contrario, los modernos jamás podrían tener una poesía de esa clase
(sólo en la medida en que un espíritu esté lo suficientemente resagado de las
determinaciones de su propia cultura es posible ver la ingenuidad del poeta
moderno), pues la relación entre el sujeto y la naturaleza se encuentra determi-

Friedrich Schiller
nada ya no por la libre necesidad de ésta, sino por el sentimiento frente a la
cultura de aquél, en últimas, por el artificio. Ante esta situación, la poesía sen-
timental intentaría no recuperar, pero sí entablar una relación con la naturaleza
(distinta a la de la poesía ingenua, claro está) y con el pasado, relación que, como
ya se dijo, estaría fijada a través del anhelo y de la nostalgia.

Se declara entonces que la única forma de encontrar la armonía perdida con la


naturaleza es a través de lo inerte, a través del testimonio de las obras de arte,
ya que el poeta moderno jamás se someterá de manera ingenua a su realidad
(ya escindida) sino que, como espectador de la naturaleza verdadera (que se le
muestra desde la poesía antigua), y gracias a la libertad de su intelecto, de su
imaginación, hará de tal naturaleza su ideal. En otras palabras: el poeta dirigirá
la mirada en otra dirección: hacia la humanidad completa.

Armonía ingenua, la expresión más alta de la humanidad de los antiguos

La armonía ingenua se entiende como la eterna unidad del hombre consigo


mismo, y como la correlación inmanente existente entre la naturaleza y el sujeto.
Allí no existe ninguna posibilidad de diferenciarlos, es más -afirma Schiller-, es
un momento en donde el objeto poseía por entero al sujeto, y éste era obra suya.

Como tal unidad difiere en muchos elementos del temperamento y de la creación


del sentimental, aquí no se podrá referir a conceptos como libertad y reflexión.
El hombre antiguo, al ser uno con la naturaleza, se somete a sus reglas. El -como
ser natural que era- no podía desafiar lo objetivo; al no poseer voluntad ni tener la

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capacidad de decidir sobre sus acciones, se encontraba sometido al ritmo propio
de las leyes naturales. Por ello, tanto el tema como el lenguaje usado por los
poetas antiguos nacía y se generaba de su realidad; para ellos nada podía ser
inventado ni mucho menos contingente; la más pequeña de las calamidades era
producto de la necesidad y -declara Schiller- todo, absolutamente todo (desde
la mitología hasta su sentido social y político) estaba determinado a partir de la
necesidad del espíritu natural, espíritu que compartía el hombre.

En tanto que la naturaleza no era objeto del hombre sino el hombre mismo, su
realidad, es evidente el hecho de que en la antigüedad no existió la posibilidad de
la reflexión del sujeto ante el objeto ni ante sí mismo. Como el hombre antiguo
era de por sí un ser completo, en tanto regido por una naturaleza necesaria y
real, no manifestó ningún impulso hacia el cuestionamiento. Pero esto último
no quiere decir que el hombre tuviera un espíritu servil hacia la naturaleza (si
bien intentaba imitarla en tanto perfecta), todo lo contrario: el hombre era de por
sí naturaleza; estaba tan imbuido en ella, que no había espacio alguno para la
reflexión ni para su separación de ella. Tanto el hombre como la naturaleza antiguos
fueron perfectos, constituyeron de manera natural el absoluto, sin divisarse aún
un interés por el progreso: todo radicó en la experiencia de la realidad perfecta,
de la naturaleza verdadera.

Temperamento sentimental: un ideal por alcanzar

El temperamento sentimental, expresión ésta de la humanidad o la unidad más


alta, no es un hecho sino un ideal.
EDUCACIÓN ESTÉTICA

La diferencia radical entre ingenuos y sentimentales se generó a raíz del


nacimiento de la cultura como acontecimiento artificial, un hecho que traería
consigo la escisión del hombre y la naturaleza. Esta separación se llevó a cabo
gracias, por un lado, a la conciencia que adquirió el individuo de sí mismo, y que
lo hizo distinguirse de lo natural, y, por otro, a la transformación de un espíritu
natural y sensorial en un espíritu moral, y que Schiller describe en los siguientes
términos:

La naturaleza [...] no radica en otra cosa que en ser espontáneamente, en subsistir las cosas
por sí mismas, en existir según leyes propias e invariables.
Es indispensable que admitamos tal concepción si hemos de tomar interés en seme-
jantes fenómenos. Aunque a una flor artificial pudiera dársele la más acabada y engañosa
apariencia de naturaleza, aunque la ilusión de lo ingenuo en las costumbres pudiera llevarse
hasta el máximo grado, al descubrir que era una imitación quedaría sin embargo anulado
el sentimiento a que nos referimos.
De esto se desprende que tal manera de complacencia en la naturaleza [es] moral; porque
no es producida directamente por la contemplación, sino por el intermedio de una idea.

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Tampoco se rige de ninguna manera por la belleza de las formas. ¿Pues qué tendría por sí
misma de tan agradable una insignificante flor, una fuente, una piedra cubierta de musgo,
el piar de los pájaros, el zumbido de las abejas...? No son esos objetos mismos, es una
idea representada por los objetos lo que amamos en ellos. Amamos en ellos la serena vida
creadora, el silencioso obrar por sí solo, la existencia según leyes propias, la necesidad
interior, la unidad eterna consigo mismo. (1985: 68)

Aunque a lo largo del texto Schiller no da una definición exacta de lo que es

Ponencia 6
lo moral, de la anterior cita se puede deducir que: lo moral es la complacencia
producida por una idea y ya no por la naturaleza. En pocas palabras: lo moral
es la complacencia directa por la idea. Pareciera aquí, en un principio, que esa
complacencia jamás puede estar referida al objeto real de la misma manera a
como sucedía en la armonía ingenua, pues allí el sujeto se complacía en la
contemplación del objeto, determinada por un espíritu sensorial.

Es precisamente la carencia de ese espíritu natural lo que se aprecia en la


descripción que hace Schiller del temperamento sentimental, una carencia a partir

Friedrich Schiller
de la cual, pareciera, entra el autor a determinar el espíritu moderno. Escribe:

[...] siempre vemos en ellos aquello de que carecemos, pero por lo que somos impulsa-
dos a luchar, y a lo cual, aunque nunca lo alcancemos, debemos esperar acercarnos, sin
embargo, en progreso infinito. Vemos en nosotros una ventaja que a ellos les falta, y de la
cual no pueden participar nunca (así en el caso de los irracionales) a lo sumo (como en el
caso de los niños) no de otro modo que siguiendo nuestro propio camino. Nos procuran
por lo tanto el más dulce goce de nuestra humanidad como idea [...]. (1985: 69)

Y luego, continúa afirmando que, a diferencia de lo antiguo, lo moderno:

[...] tiene grados y progreso, el valor relativo del hombre en estado de cultura, tomado en
general, no es nunca determinable, aunque, considero individualmente, se encuentra en
necesaria desventaja con respecto a aquel en que la naturaleza obra en toda su perfección.
Ahora bien: como el fin último de la humanidad no puede alcanzarse sino mediante este
progreso, y como el hombre en estado natural no puede progresar de otro modo que cul-
tivándose y pasando por consiguiente al otro estado, no puede haber duda sobre a cuál de
los dos, en consideración a ese fin último, corresponde la preferencia. (1985: 92)

Esta idea de progreso infinito, generada por la reflexión propia del hombre
moderno ante lo ingenuo, tiene una importancia mayor dentro de las posiciones
schillerianas. En este punto, se ve cómo la nostalgia, categoría por completo
moderna, no es el único sentimiento que determina el temperamento sentimental.
A partir de la tristeza por la naturaleza perdida, el deber del poeta sentimental
es entablar una relación con aquella pérdida, construyendo un ideal de armonía
desde el que se intentará alcanzar (no recuperar) aquella unidad. El mismo ideal,
generado por la reflexión infinita, será el que estimule al hombre para que se

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dirija constante y progresivamente hacia aquél.

El estado de progreso infinito es el que configura el estado moral del hombre


moderno, y únicamente la poesía sentimental puede expresarlo. En otros térmi-
nos, diríamos que el hombre moderno es infinito por mor de un ideal infinito,
mediado, a su vez, por el uso de la razón y la imaginación, facultades que se hicieron
latentes en el estado de cultura, una etapa también corrupta y artificiosa.

[El poeta sentimental, escribe Schiller] medita en la impresión que le producen los objetos,
y sólo en ese meditar se funda la emoción en que el poeta mismo se sume y en que
nos sume a nosotros. El objeto es referido aquí a una idea, y su fuerza poética se basa
únicamente en esa relación. Así el poeta sentimental tiene siempre que vérselas con dos
representaciones y sentimientos en pugna, con la realidad como límite y con su idea como
lo infinito, y la emoción mixta que provoca dará siempre testimonio de esa doble fuente.
(1985: 95)

El poeta sentimental siempre va a tener como referencia el ideal de esa humani-


dad perdida, y que está por completar. Su obra (o las formas poéticas) se
configurará a través de ese ideal, y el efecto que tenga su poesía, ya sea de
belleza, sublimidad o dolor, va a ser en acuerdo al modo como transponga ese
ideal frente a la realidad imperfecta e inacabada en la que vive. Así surgen los dos
géneros sentimentales: la sátira (festiva y patética), la elegía y el idilio.

El análisis que se hará a continuación estará dirigido a mostrar cómo el idilio


confirma y conforma el ideal de humanidad, cumpliendo así con el propósito
político de Schiller.
EDUCACIÓN ESTÉTICA

2. Función política

La armonía entre su sentir y su pensar [Schiller se refiere aquí al “hombre que ha entrado
en la etapa de la cultura”], que en el primer estado se cumplía realmente, ahora sólo existe
idealmente ya que no está en él, sino fuera de él; como un pensamiento por realizarse,
no ya como un hecho positivo de su vida. Ahora bien, si se aplica a uno y otro estado
el concepto de poesía, que no es otro que el de dar a la humanidad su expresión más
completa, resulta que allí, en el estado de sencillez natural -en que el hombre todavía
obra con todas sus fuerzas a la vez, como unidad armónica en que, por lo tanto, la totali-
dad de su naturaleza se expresa plenamente en la realidad-, lo que hace al poeta debe
ser la imitación, lo más acabado posible, de la realidad; mientras que aquí, en el estado
de cultura, en que esa colaboración armónica de toda su naturaleza no es más que una
idea, lo que hace al poeta debe ser el elevar la realidad a ideal o, en otras palabras, la
representación del ideal. Y son precisamente ésas las dos únicas formas que pueda exte-
riorizarse el genio poético. Son, como se ve, en extremo diversas; pero hay un concepto
más alto que las abraza a ambas, y no tiene nada de extraño el que ese concepto coincida
con la idea de humanidad. (1985: 91)

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Estas son las primeras líneas que concede Schiller a lo largo del ensayo para
establecer lo que yo llamaré función política, altamente arraigada en la creación
estética. En la cita, el autor afirma básicamente que las dos únicas creaciones
poéticas posibles -la ingenua y la sentimental- deben dar al hombre la expresión
más completa de su humanidad. ¿Qué quiere decir Schiller exactamente con ello?
Parece que tanto la poesía ingenua como la poesía sentimental deben situar al
hombre en armonía, aunque, obviamente, por su misma relación con la natu-

Ponencia 6
raleza, tal armonía tenga que ser distinta: en el hombre moderno se trata de una
armonía que expresa una unidad moral; en el hombre antiguo se trató de una
unidad que era natural o real, positiva.

A continuación explicaré por qué la conjunción entre esas dos unidades formará
el ideal de humanidad, ideal que configurará, de paso, todo el proyecto político
de Schiller.

Representación estética de un proyecto político: el idilio

Friedrich Schiller
El idilio es un tipo de poesía sentimental (al igual que la sátira y la elegía) y se
refiere a una idea; es decir, en él se aplica la idea a lo real, transponiéndolo a otro
plano. El idilio, aunque parece referirse a lo ideal como tal, se centra ya no en la
pérdida ni en la inalcanzabilidad de lo perdido (como sí lo hace la elegía), sino
en la expresión del ideal como una verdad: en el idilio se representa como real
todo aquello que es ideal. De manera que, al mostrar la idea como algo realizable,
se transporta la humanidad a ese estado perfecto y verdadero. Su finalidad no
será otra pues que “representar al hombre en estado de inocencia, es decir, en una
situación de armonía y de paz consigo mismo y con lo exterior” (1985: 121).

La importancia de este género poético radica en que el hombre moderno en


estado de cultura y con temperamento sentimental necesita saber o tener con-
fianza en la realización de ese ideal, confianza que le dará esta forma poética.
Llevar a cabo el ideal en pro del progreso es lo único que puede reconciliar al
hombre y salvarlo de todos los males a los que está sometido por la corrupción de
su cultura o estado real de humanidad. Para ello, el idilio intentará -a través de la
voz poética- hacer no sólo visible sino también posible tal realización, llevando
al hombre/lector a la armonía entre aquello infinito que le conferirá su razón y
la corporeidad o confirmación sensorial de ese estado. Con el idilio se representa
poética y realmente el ideal de humanidad propuesto por Schiller.

La armonía entre esa infinitud (el ideal) y la limitación sensorial (la realidad de
ese mundo sensible) se confirma en el siguiente pasaje:

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El concepto de […] idilio es el de un conflicto plenamente resuelto tanto en el individuo
como en la sociedad, el de una libre amalgama de las inclinaciones con la ley, el de una
naturaleza purificada y elevada a suprema dignidad moral; en pocas palabras, no es otro
que el ideal de la belleza aplicado a la vida real. Su carácter consiste, pues, en que toda
oposición entre la realidad y el ideal, que había proporcionado materia a la poesía satírica
y a la elegíaca, aparezca completamente resuelta y cese también con ella toda pugna de
sentimientos. (1985: 126)

El idilio logra aquello que la sátira y la elegía no podían. Estas lo que hacen
es poner en evidencia el estado real de las cosas en contraposición a un ideal.
El poeta satírico y el elegíaco nunca resuelven lo uno ni lo otro; por el contra-
rio, alejan más el ideal de la realidad y, por tal motivo, la armonía deseada (la
reconciliación entre lo exterior limitado y lo interior ilimitado) se convierte en
algo inalcanzable. El idilio en cambio, al reconciliar la naturaleza con lo moral
y representar el ideal como algo real, no sólo se aparta de la poesía sentimental
(posibilitando una nueva etapa), sino que permite que esa posibilidad se haga
visible ante los ojos de los hombres. He allí su importancia política.

De todas formas, Schiller era consciente de que el idilio es una dramatización,


y que, en tanto ficción, puede alejarse de la realidad, convirtiendo el ideal ya no
en algo posible sino en algo absurdo. Es decir: que el poeta, en pro del impulso
de su imaginación y de su moral, es factible se aleje a tal punto de la realidad
verdadera, que convierte a aquél en una ficción, en cierta forma, irrealizable.

Apéndice u otros problemas sobre la lectura

En esta última parte del texto se desarrollarán tres puntos que se pueden des-
EDUCACIÓN ESTÉTICA

prender de la lectura del ensayo de Schiller, y que desembocan en la teoría


política schilleriana.

El primero punto no es distinto de lo que se ha venido afirmando: que el idilio


es la representación poética del estado estético, lo que también se plantea en las
Cartas sobre la educación estética del hombre. Por haberse profundizado en esto,
sólo será necesario añadir algunas cosas más. El segundo punto (luego de hacer
una lectura antropológica, como muchos intérpretes de Schiller lo han efectuado)
consistirá en poner más en evidencia que el autor está concibiendo la historia
como dirigida hacia un fin y transcurrida en tres estados: Grecia sería un primer
estado, la modernidad un segundo y, un tercer estado (que estaría por venir), el
estado estético, que en las Cartas se plantea como la reconciliación entre los dos
espíritus de los estados anteriores.

Ante este hecho se desprenderán varios problemas que se formularán aquí.

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Por último, tendremos un tercer punto desde donde, y a partir del anterior análi-
sis, se establecerá lo que se ha considerado la mayor paradoja en el pensamiento
de Schiller, a saber: ¿es el arte el medio para alcanzar la meta del estado estético?,
o ¿él mismo es el fin? Y asimismo: ¿el estado estético es condición para un verda-
dero estado moral?; ¿cómo puede ser esto, si el estado moral es anterior al estado
estético? Aunque este último punto se tendría que desarrollar mejor a partir de la
lectura exhaustiva de las cartas, en Sobre poesía ingenua y poesía sentimental se

Ponencia 6
aprecia claramente el problema, que desemboca, desde mi punto de vista, en el
fracaso de la propuesta política de Schiller.

De nuevo el idilio

¡Alegría, hija del Elíseo!


Tu hechizo vuelve a unir
lo que el mundo había separado
todos los hombres se vuelven hermanos
allí donde se posa tu ala suave.

Friedrich Schiller
¡Abrazaos, criaturas innumerables!
¡Que ese beso alcance al mundo entero!
¡Hermanos!, sobre la bóveda estrellada
tiene que vivir un Padre amoroso.
¡Alegría, hermosa chispa de los dioses,
hija del Elíseo!”. (Schiller, 1998)

Una de las estrofa del himno a la alegría, escrito por Schiller alrededor del año
1785, y uno de sus primeros temas de juventud, evidencia cómo a través de la
reconciliación de aquello que está separado (naturaleza/moralidad, sujeto/objeto)
se llega a ese paraíso anhelado que es el Elíseo, lugar no sólo de la reconciliación
sino también de la hermandad, en últimas, de los dioses. Aquí, como nos recuerda
Schiller en la carta 27, únicamente la belleza es capaz de hacernos felices, porque
es a través de ella que se llega a la libertad (1990: 377).

En la figura del idilio es en donde se hace más evidente la relación existente entre
el arte (la poesía) y política. Para Schiller, la poesía tiene un estatuto de verdad;
gracias a ella el ideal se hace realizable en la medida en que lo convierte en una
posibilidad.

En la lectura de Sobre poesía ingenua y poesía sentimental se ve cómo Schiller,


en la figura del idilio o tercer género poético, postula su proyecto político. Este
proyecto no es más que un anhelo de humanidad, que reconcilia los dos tipos de
espíritu que él consideraba grandiosos: el ingenuo, que encarnaron los griegos,
y el sentimental, encarnado por los modernos. Sin embargo, el problema que no
deja de estar en esta lectura, y que el mismo Schiller reconoce, es el de encontrar

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-a través del idilio- no tanto la posibilidad como sí una realidad efectiva; en otras
palabras, hacer que la realidad de ese tercer estado (donde los espíritus se conju-
gan para formar una armonía o una unidad moral-natural) sea la misma que el
hombre experimente. Pero ¿cómo se hace realizable lo que el idilio propone, en
tanto ficción que es? Este es uno de los puntos que quedan abiertos, y que, sin
embargo, Schiller intentó solucionar en las cartas.

El mundo que está por venir

No sólo en las cartas se hace presente el pensamiento de Schiller sobre la histo-


ria, sino que en Sobre poesía ingenua y poesía sentimental se observa cómo el
autor estaba pensando en la historia en términos de progreso. El hombre se está
dirigiendo hacía una perfección denominada estética.

Luego de haber descrito los tres estados por los cuales ha transcurrido la historia
(ya se vio que el primero fue el griego, ingenuo, y el segundo fue el moderno,
sentimental), diremos que al tercer estado se llega a partir de la reconciliación del
espíritu moderno con el espíritu natural, es decir, de lo moral con lo natural. Y
como la poesía es la representación de cada uno de los espíritus (es testigo, en
tanto reflejo de la época), también poseerá un sentido teleológico. No obstante,
la pregunta que es válido hacerse, y que Schiller tampoco pasó por alto, es si es
posible hacer efectivo tal estado, si es posible el idilio.

Las primeras cartas afirman que el arte (el impulso formal y material) es el medio
por el cual se debe educar al hombre para lograr su reconciliación interna, y en
donde éste pueda ser libre a través de la razón y la ‘sensación’. Sin embargo,
EDUCACIÓN ESTÉTICA

en las últimas cartas Schiller afirma que la belleza es, en últimas, la unidad
reconciliada del hombre (la forma viva). Ahora bien: ¿cómo entender el hecho de
que lo estético sea tanto medio como fin? En pocas palabras: ¿cómo resolver la
paradoja de la belleza como condición misma para la belleza? Tal paradoja sería
resuelta en el ensayo de Schiller en cuestión, si bien no positivamente porque el
ideal no se hace efectivo, sino que, por el contrario, se lo deja en el mero plano
de la posibilidad. Es precisamente a esto último a lo que me refiero cuando hablo
del posible fracaso de la teoría política de Schiller.

El fracaso del idilio en cuanto realidad

A lo largo de este ensayo se ha dicho que los géneros poéticos son el reflejo de
la historia, y también se ha manifestado que el idilio es la representación poética
del estado estético. Pero no hay que olvidar que este último género es también
un hijo de la poesía sentimental, y aunque represente el ideal como real, lo hace

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desde un plano simbólico, únicamente como posibilidad.

Al final de Sobre poesía ingenua y poesía sentimental Schiller afirma que el


único deber del idilio es guiar al hombre hasta el Elíseo, ya que no se puede
volver a la Arcadia. El idilio debe conciliar poéticamente al hombre, haciéndole
ver hacia dónde hay que dirigirse. Esto será considerado como educación. Simul-
táneamente, Schiller declara que esta representación es la única posible -por el

Ponencia 6
momento- para hacer tangible el ideal. Es por ello que el estado estético sólo
puede mostrarse desde su posibilidad, en este caso, poética. Sólo así se resuelve
la paradoja y entendiendo que el estado estético es una idea regulativa, en donde
lo dicho por Fichte: “el perfeccionamiento es el camino, no la perfección”, nos
sirve para expresarla.

Por último, si estoy equivocada y la teoría de Schiller no fracasa, o sea, si el idilio


puede hacerse real efectivamente, sólo me queda preguntar: ¿qué tipo de poesía
se produciría en ese estado? Si el deber del arte es educar y guiar los impulsos

Friedrich Schiller
del hombre, ¿para qué poesía en época de idilio y de felicidad? ¿Para qué poetas
cuando se obtiene la libertad?

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Notas
1 La estética clasicista creyó encontrar el paradigma de lo bello en las representaciones artísticas de la cul-
tura griega, razón por la cual la impuso como canon de imitacion. Por otro lado, tal postura caracterizó la
belleza desde una concepción que, como se dijo, basada en el estudio del arte antiguo, fue instaurada como
único criterio posible para juzgar el arte de todos los tiempos.
2 Se puede manifestar que la influencia de Herder tuvo dos matices: primero, fue el concebir a la antigüedad
y a la modernidad como dos épocas distintas y, por lo tanto, con juicios de valoración diferentes. Segundo,
fue el hecho de querer establecer leyes universales de la historia, con el fin de evidenciar una meta en espe-
cífico. Estas podrían ser las primeras manifestaciones de una teleología de la historia, lo que posteriormente
influiría los desarrollos en la filosofía de la historia de Schiller.
3 Para Rosario Assunto (1990) los ideales de la Revolución francesa renacieron en el momento en que se
intentó recuperar la antigüedad perdida, para configurarla como proyecto para una historia del futuro. En
pocas palabras, el intento fue el de configurar una nación (ideal de la Revolución) a través del renacimiento
o de la encarnación de Grecia en un nuevo pueblo alemán. Es así como “el ideal estético se transforma
en modelo de la polis ideal, en la que el presente renueva en sí a la antigüedad” (106). Esta posición sería
discutible, sobre todo en autores como Schiller y Hölderlin.
EDUCACIÓN ESTÉTICA

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Bibliografía

Assunto, Rosario.
(1990) La antigüedad como futuro. Barcelona: Visor.

Jauss, H.R.
(2000) “La réplica de la ‘Querelle des anciens et des modernes’ en Schlegel

Ponencia 6
y Schiller”. En: La historia de la literatura como provocación. Madird:
Península.

Schiller, Friedrich.
(1985) Sobre poesía ingenua y poesía sentimental (trad. J. Probst y R.
Lida). Barcelona: Icaria.
(1990) Cartas sobre la educación estética del hombre (trad. J. Feijoo).
Barcelona: Anthropos.
(1998) Poesía filosófica (trad. Daniel Innerarity). Madrid: Hiperión.

Friedrich Schiller
Szondi, P.
(1992) Poética y filosofía de la historia I. Madrid: Visor.

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Federico Schiller.
La educación estética como condición para una buena
política

Por
CARMEN NEIRA FERNÁNDEZ

Ponencia 7
Friedrich Schiller
Grabado de “Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister” de Goethe, edición de 1837.

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EDUCACIÓN ESTÉTICA

Carmen Neira Fernández

Realizó estudios de Postgrado en Filosofía y Filología Románica en la Universidad de Barcelona


(España). Es Licenciada en Ciencias de la Educación, con Especialidad en Filología Española, y
Doctora en Filosofía de la Ponticia Universidad Javeriana de Bogotá. Fue profesora de losofía
en la Universidad Javeriana, así como también profesora de literatura greco-latina y medieval
en la Universidad Nacional de Colombia, entre los años 1987 y 2000. Actualmente es la Direc-
tora de la Maestría en Filosofía Latinoamericana en la Universidad Santo Tomás. Sus trabajos
investigativos se han concentrado, principalmente, en la poesía de la Bogotá del s. XX, en el poeta
alemán Goethe y, asimismo, en lo concerniente al lenguaje poético.

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1. Introducción: presentación de Schiller en el contexto de la Ilustración alemana
del s. XVIII
2. Presentación de las Cartas Estéticas
3. Tesis de Schiller
4. Analítica de oposiciones dialécticas
5. Antropología subyacente
6. Dinámica: la voluntad como facultad de la belleza y de la libertad

Ponencia 7
7. El temple estético y sus etapas
8. Propuesta para una educación estética y sus consecuencias morales y políticas

1. Introducción

Nuestro acercamiento, en esta ocasión, al pensamiento de Federico Schiller,


poeta, dramaturgo, historiador y filósofo, privilegia la perspectiva filosófica.

Friedrich Schiller
Sabemos que Schiller es uno de los grandes representantes -junto con Goethe-
de la llamada segunda generación de la Ilustración alemana. En su obra Vida y
poesía Dilthey, después de describir el ideario de los representantes de la primera
generación: Lessing, Wieland, Klopstock y Winkelmann, afirma: “una nueva
onda trajo dos hombres destinados a desarrollar este ideal de la vida y esta visión
del mundo: Goethe y Schiller” (Dilthey, 1963: 352). Este ideal de vida, según
Dilthey, consiste “en una concepción en la cual este nuestro yo se imagina una
totalidad valiosa y que le satisface”. En esa época despuntó, y no sólo en algunas
personalidades destacadas sino en las clases cultas de la nación, el afán por plas-
mar este nuevo ideal de vida, de interrogarse por el destino del hombre, por el
contenido de una vida verdaderamente valiosa, de buscar una educación auténtica
(349).

Goethe, refiriéndose al encuentro con Schiller, afirmaba: “fue para mí una dicha
tener a Schiller. Pues aunque nuestras naturalezas fueran distintas, nuestras
aspiraciones coincidían, lo que hizo tan íntima nuestra amistad, que el uno no
podía vivir sin el otro” (Eckermann: 517-518).

En ellos encontró expresión el sentimiento vital de una segunda generación. Esta


generación se formó con Klopstock y Lessing. Había recibido en los años deci-
sivos de la juventud la enorme impresión de Juan Jacobo Rousseau y habían sen-
tido también la fuerza del estudio creciente de la naturaleza.

También Hauser, al tratar sobre el contexto ideológico de la Alemania del s.


XVIII, indica que el movimiento de Herder, Goethe y Schiller se distingue de

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todos los movimientos semejantes de fuera de Alemania porque “viven en un
frenesí de cultura y educación que no tiene igual en ninguna otra generación
de escritores desde el Humanismo, y consideran a la sociedad civilizada, no al
individuo aventajado, como la auténtica portadora de la cultura” (Hauser, 1993:
293).

La razón de estas características se puede encontrar en las condiciones históricas


de Alemania en esa época.

Dilthey describe a la Alemania de entonces como un país disgregado, con gran-


deza guerrera únicamente en Prusia, con Federico. Amplitud de cultura en las
clases medias, lo que les otorgaba un señorío espiritual, mientras se veían descar-
tadas de la dirección del Estado. Y diagnostica: todo el ímpetu de su vida, toda
la energía se orientó hacia dentro: sus ideales fueron la formación personal, la
distinción espiritual, y se expresaron a través del arte y de la literatura.

Las conmociones de la Revolución francesa impactaron en Alemania que, aunque


compartía las ideas de la Ilustración francesa, se separó de la acción violenta del
pueblo y, con la labor sobria y callada de sus intelectuales, buscó la superación
de los estados de opresión por los caminos del educar para alcanzar con libertad
un verdadero estado de derecho que superara los regímenes de los estados de
naturaleza, basados en el poder de la fuerza más que en el poder de la ley. A este
grupo de intelectuales perteneció Federico Schiller.

Conocemos el debate que se dio ante la pregunta ¿qué es la Ilustración?, y que


conmovió a la Alemania de entonces. Conocemos la respuesta de Kant:
EDUCACIÓN ESTÉTICA

La ilustración es la salida del hombre de su condición de menor de edad de la cual


él mismo es culpable. La minoría de edad es la incapacidad de servirse de su propio
entendimiento sin la dirección de otro.
[…] La pereza y la cobardía son las causas de que la mayoría de los hombres, después
que la naturaleza los ha librado desde tiempo atrás de conducción ajena (naturaliter
majorennes), permanezcan con gusto como menores de edad a lo largo de su vida, por lo
cual le es muy fácil a otros el erigirse en tutores. ¡Es tan cómodo ser menor de edad! (Kant,
2002: 5)

Schiller, cercano al sistema kantiano, se aparta de él en algunos aspectos, por


ejemplo: no acepta la oposición radical entre naturaleza y libertad. Más cercano
a Goethe en su concepción de naturaleza, no ve en ella sólo el aspecto físico, sino
la manifestación del orden del todo. Amigo de la contemplación de los paisajes,
en Jena, su casa tenía una buhardilla que permitía una vista espléndida, según
testimonio de Eckermann:

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Subí a la buhardilla, y desde las ventanas de Schiller gocé de la más espléndida vista.
Miraba hacia el mediodía, de manera que podía seguirse, a varias horas de distancia,
la hermosa corriente del río, interrumpida a veces por el boscaje y las curvas. Se domi-
naba un horizonte muy amplio. Se podía observar muy bien la salida y puesta de los
planetas, y había que confesar que el sitio no podía ser más adecuado para inspirar la parte
astronómica y astrológica del Wallenstein. (522)

Conocedor de los avances de las ciencias de la naturaleza, participa del cambio

Ponencia 7
de paradigma mecanicista por el organicista. Acepta que la historia es progreso,
maneja la analogía del desarrollo de los pueblos con el desarrollo orgánico del
individuo; utiliza metáforas como la de la semilla, la minoría de edad y el edificio
en ruinas.

En sus Cartas estéticas, intenta construir un nuevo concepto de libertad. Es en


cierto modo deudor del “conatus spinozista” y de su concepción de libertad
como “la afirmación en el ser”. Pedagógicamente, describe tres tipos de sujetos
humanos: el sujeto físico, el sujeto estético y el sujeto moral que corresponden a

Friedrich Schiller
su vez a tres etapas del desarrollo de la humanidad: la física, la estética y la moral.
Esta última es la etapa de la filosofía práctica, pero no sólo de los hallazgos de
una ética individual, sino de la noción de Estado como construido por un sujeto
colectivo que, al alcanzar la mayoría de edad, es el sujeto de lo que él denomina
estado de derecho.

2. Las Cartas sobre la educación estética del hombre

Estas Cartas fueron escritas por Schiller al Duque Federico Cristian de


Schleswig-Holstein-Augustenburgo y publicadas en 1876. He utilizado para este
análisis la edición de la Revista de Occidente, con traducción y prólogo de García
Morente. Son 27 cartas, en 163 páginas, octavillas, “resultado de mis investiga-
ciones sobre lo bello y el arte”, como afirma el mismo Schiller.

En la introducción de la Carta I, plantea la tesis de un instinto moral que la


sabia naturaleza ha dado de tutor al hombre, hasta que el conocimiento claro lo
emancipe. La naturaleza suple con el instinto la carencia de ilustración.

3. Tesis

Desde el comienzo plantea que la obra de arte más perfecta es “el establecimiento
de una libertad política” (Schiller, 1920: Carta II, 12). Y formula su tesis en estos
términos: “para resolver en la experiencia el problema político, es preciso
tomar el camino de lo estético, porque a la libertad se llega por la belleza”
(14).

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4-. Análisis de las oposiciones: a partir del estado natural vs. estado de derecho

El discurso de las Cartas estéticas es dialéctico y está construido sobre juegos


de oposiciones, por ejemplo: naturaleza vs. razón; estado natural vs. estado de
derecho, impulso sensible vs. impulso formal.

Trataremos de clarificar primero la oposición estado natural vs. estado de dere-


cho.

La característica del hombre es que no permanece en el estado en que lo puso la natu-


raleza, sino que posee la capacidad de desandar, por medio de la razón, los pasos que
la naturaleza anticipó; de transformar en obra de su libre albedrío la obra de la férrea
constricción y de tornar la necesidad física en necesidad moral.
Despierta el hombre de un sueño de los sentidos; se conoce como hombre, mira a su
alrededor y se encuentra con… el Estado. […]
El Estado empieza rigiéndose por simples leyes naturales, antes que gobernarse por
leyes racionales. Pero este Estado, hijo de la necesidad, nacido de la determinación natural
y dispuesto para ella, no podía, ni puede satisfacer las exigencias de la personalidad moral
humana. (Schiller, 1920: Carta III, 15)

Viene la comparación con el desarrollo individual hasta cuando se alcanza la


mayoría de edad, y concluye:

A partir de este momento, procede como si comenzara una nueva vida y como si, con
claras luces y libre voluntad, trocara el estado de la dependencia por un Estado de mutuos
contratos. Tal es el origen y justificación del ensayo que hace un pueblo consciente de sí
mismo, de transformar su estado natural en un Estado moral. (Carta III, 15)
EDUCACIÓN ESTÉTICA

Continúa Schiller:

El estado natural -que así puede llamarse todo cuerpo político que no se deriva en su
origen de leyes, sino de fuerzas- es ciertamente, contrario al hombre moral, para quien la
legalidad debe ser ley, pero es suficiente para el hombre físico, que se recibe leyes para
someterse a la fuerza. (16)

Esta oposición de estado natural, el que se instaura por la fuerza versus estado
de derecho, el que se instaura por medio de contratos y leyes, permite a Schiller
hacer alusión a la contradicción tan grande de la revolución francesa, que en
nombre de la Ilustración cae en la imprudencia y el inmediatismo de querer
imponer por la fuerza un estado donde se respeten los derechos del pueblo.

Estos son sus argumentos: el hombre físico, empero, es real, y el hombre moral
es sólo problemático. Si la razón destruye el estado natural, arriesga al hombre

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físico real por un hombre moral problemático; arriesga la existencia de la socie-
dad por un ideal de sociedad meramente posible, aun cuando moralmente necesario.

La gran dificultad consiste en que la sociedad física no debe cesar un solo


momento en el tiempo mientras la sociedad moral se forma en la idea, no es lícito
poner en peligro la existencia del hombre por respeto a la dignidad del hombre.
Y aquí, magistralmente nos ilustra con la metáfora del reloj.

Ponencia 7
El reloj viviente de un estado no puede suspender su marcha, hay que componerlo, sin
pararlo y cambiar la rueda sin interrumpir el movimiento de la rotación. (Carta III, 17)

La oposición naturaleza vs. razón está expresada en la metáfora de minoría y


mayoría de edad. En la Carta V, hace una descripción de la minoría de edad,
correspondiente al estado de naturaleza en que vivía la Alemania de esa época.
Aquí utiliza otra metáfora: la del edificio en ruinas:

Friedrich Schiller
Cuartéase el edificio del estado natural; sus débiles cimientos flaquean y parece ofrecerse
una posibilidad física de sentar en el trono la ley, de honrar al hombre como fin propio, de
instaurar en libertad los fundamentos de la unión política. ¡Vana esperanza! Falta la posi-
bilidad moral. El instante generoso cae sobre una humanidad incapaz de acogerlo. En sus
hazañas se pinta el hombre. ¡Y qué figuras se ven en el retablo de los tiempos presentes!
¡Salvajismo por un lado, molicie por el otro, los dos extremos de la miseria humana en una
misma época! La cultura lejos da darnos la libertad, desarrolla en nosotros, con cada nueva
potencia que evoca, una nueva necesidad, los lazos de la constricción física nos oprimen
cada vez más amenazadores; el miedo de perder nos oprime cada vez más amenazadores;
el miedo de perder apaga el ardiente deseo de mejorar, y la máxima de la obediencia pasiva
se convierte en suprema sabiduría de la vida. (Carta V, 24-27)

En esto coincide con Kant, quien en el texto ya citado, diagnostica que Alemania
está en una etapa de Ilustración todavía bajo tutores, y por eso no puede califi-
carla de etapa ilustrada.

Hasta aquí hemos seguido el pensamiento de Schiller, en cuanto propone un


estado de derecho que supere el estado natural, y para el cual postula un sujeto
del estado de derecho, colectivo, constituido por sujetos individuales que han
superado la etapa puramente natural y física y que son realmente sujetos morales,
capaces de hacer contratos, delegar poderes, establecer y obedecer leyes sin
perder su sensibilidad, ni su libertad.

Schiller tiene un presupuesto: “todo intento de modificar el estado es quimérico,


mientras el hombre siga dividido interiormente” (Cartas VII y VIII). Por lo tanto,
la tarea es educar. Pero para educar se requiere saber cuáles son las condiciones y las
posibilidades de las personas que se van a educar para alcanzar lo que Schiller llama

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“el sujeto” moral, y poder proponer y alcanzar el estado de derecho.

5. Una antropología subyacente

Hay en Schiller una antropología subyacente, que fundamenta su propuesta


pedagógica, estética y política.

Parte del hombre como individuo. Opone en él lo que permanece ante lo mudable,
el yo a sus determinaciones.

A lo que permanece, al yo, lo llama persona.

A lo que cambia, lo llama condición o “situación”, o “estado”. Prefiero utilizar


el término condición en castellano, para no confundirlo con el término “estado”,
que prefiero reservar para la Institución política. La condición humana cambia,
es devenir en el tiempo, sucede, es sensible. Por el contrario, la persona encierra
su fundamento en la afirmación en el ser, en su libertad. Pero estos dos opuestos
en la abstracción se dan necesariamente juntos en la existencia real: “sólo porque
cambia existe el hombre; sólo porque permanece inalterable, es él quien existe”
(Carta XI, 60).

Trata esta oposición también desde las categorías de materia y forma. La forma
es la impronta de la persona y la materia es la experiencia sensible de la sucesión
en el tiempo. Con persona alude a la interioridad, y con materia a la exterioridad.
La tarea que propone Schiller es neutralizar la una con la otra.
EDUCACIÓN ESTÉTICA

Hay en el hombre dos exigencias opuestas.

La primera aspira a la absoluta realidad: el hombre debe transformar en mundo todo lo


que es mera forma, debe manifestar en experiencia todas sus disposiciones. La segunda
aspira a la absoluta formalidad: el hombre debe extirpar en sí todo lo que es mundo, debe
introducir coincidencia en todos sus cambios […] Debe exteriorizar todo lo interno y dar
forma a todo lo externo. (Carta XI, 62)1

Al expresar en otros términos esta misma oposición, Schiller trata de dos fuerzas
contrarias que coexisten, en donde no puede la una anular a la otra: la fuerza de la
sensibilidad y la fuerza de la razón. La relación de estas dos fuerzas genera una
tercera: la del impulso del juego, la que crea la libertad, la que hace del hombre
físico un hombre estético. Es como la chispa de fuego que surge del choque de
dos pedernales. Si no se logra esta chispa, no hay manera de convertir al hombre
físico, natural en un sujeto moral. Solamente a través de la síntesis de la expe-
riencia estética, logra el hombre físico acceder a lo universal y constituirse en

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sujeto moral, y no solamente en sujeto racional insensible.

Schiller expone esta dialéctica en las Cartas XII y XIII, con los siguientes argu-
mentos: el impulso sensible parte de la existencia física del hombre, es su misma
naturaleza sensible, está situado dentro de las limitaciones del tiempo. Lo llama
también materia o sensación2.

Ponencia 7
Como está limitado por la sucesión del tiempo, al actuar, excluye las otras posi-
bilidades. Es pertinente la comparación con el sonido de un instrumento: si un
instrumento produce un sonido, es éste, de todos los sonidos posibles, el único
real. Esto lleva a una conclusión: si es el impulso sensible el que actúa exclusi-
vamente, nos hallamos ante la máxima limitación; es tal el extremo que queda
suprimida la personalidad mientras la sensación domina. Tanto que en lenguaje
ordinario decimos: “está fuera de sí”.

Por otra parte, el impulso formal o racional busca la armonía en la diversidad y

Friedrich Schiller
busca afirmar la persona frente a los cambios. Cuando domina el impulso formal,
pero sin anular la sensibilidad ponemos en acto la libertad.

El hombre, antes preso en las trabas de la sensación mezquina, se torna unidad ideal, que
comprende en sí el reino de todos los fenómenos. Al hacer esta operación no estamos en
el tiempo, es el tiempo el que está en nosotros. Ya no somos individuos, somos especie;
nuestro acto es la decisión de todos los corazones. (Carta XII, 66)

Esta última afirmación es importantísima, porque en ella Schiller explicita la


superación del individualismo y la puesta en acto del hombre estético, de la
capacidad de actuar como especie. Hoy diríamos como colectivo, como comuni-
dad política. Al superar la experiencia sensible, sin anularla, al iluminarla con
los ideales de la razón, se alcanza el grado de universalidad indispensable para
formular, comprender y respetar la ley. Esta dimensión universal la denomina
Schiller la idea de humanidad.

Esta concepción del hombre como un topos, donde se da un juego dialéctico de


fuerzas, tiene consecuencias en la realización de la persona. Si se deja dominar
sólo por el impulso sensible, pierde la libertad. Si se deja llevar sólo por la razón,
pierde la noción de realidad y de limitación, pierde el polo a tierra. Pero si logra
dejar surgir el impulso de juego, el hombre recobra su libertad tanto física como
moralmente, sin perder su capacidad de goce y admiración en su existencia real.

En conclusión: para la educación es necesario tener en cuenta que de la acción


recíproca de los dos impulsos surge el equilibrio entre lo real y lo formal. Este
equilibrio es lo que Schiller llama experiencia de lo bello.

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Y ya estamos entrando en el terreno estético. Lo bello tiene dos efectos: distiende, para man-
tener la existencia en el límite, e intensifica, para conservar en cada impulso su fuerza.

En la experiencia encontramos una belleza tierna y otra enérgica. Lograr un equi-


librio entre estas dos bellezas es el problema de la educación estética. Pero esto
no es nada fácil, porque una cosa es tener el ideal y otra realizarlo en la vida
cotidiana, en el tiempo. Incluso en la forma de acoger las condiciones para vivir
en estados estéticos hay degradaciones. Por ejemplo, oigamos cómo describe
Schiller la degeneración de la belleza tierna en épocas refinadas: “la blandura
degenera en afeminamiento; la tersura en trivialidad; la abundancia en capricho;
la destreza en frivolidad; el reposo en apatía” (Carta XVI, 88).

Si la perfección humana consiste en la coincidencia de la energía de las dos fuer-


zas, fallará ese equilibrio cuando falte la coincidencia o cuando falte la energía.
Al hombre real lo hallamos o en estado de excitación o en estado de depresión.
Ambas limitaciones pueden ser superadas por la emergencia de la experiencia de
lo bello, que restablece en los hombres sobrexcitados la armonía y en los deprimi-
dos la energía. Esta experiencia permite al hombre vivir su existencia completa.

6. Una concepción diferente de la voluntad, como facultad de la belleza y de


la libertad

Hemos visto dos impulsos contrapuestos: el impulso sensible, que se origina en


nuestra experiencia del espacio y del tiempo, y el impulso formal, que se origina
en nuestra razón. Hemos visto aflorar en la contraposición de estos dos impul-
sos un tercero, el impulso de juego. Schiller se pregunta: ¿dónde se origina esta
EDUCACIÓN ESTÉTICA

fuerza que nos permite superar sin anular las otras dos? Es la manifestación de
esa fuerza la que nos lleva a afirmarnos en el ser propio de la humanidad. Y esa
fuerza se llama voluntad, fuente de goce estético, de libertad y de ley.

Pero ¿cómo se va a dar el tránsito entre el sentir y el pensar, si entre los dos
hay un abismo infinito? La manifestación de la acción inmediata de la voluntad
es ocasionada por los sentidos, pero esa manifestación no depende de la sensi-
bilidad sino que se anuncia como contraposición, como libertad ante sus deter-
minaciones, como posibilidad de actuar con leyes propias, más universales y no
solamente respuestas de la sensibilidad. “Es pues, la voluntad la que se conduce
frente a los dos impulsos, como una fuerza, pero ninguno de los dos impulsos
puede por sí conducirse como una fuerza frente al otro” (Carta XIX, 99-102).

Schiller trae a colación un ejemplo:

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El déspota violento podrá estar lleno de los mayores deseos de justicia; ello no impedirá
que cometa la injusticia. El hombre de ánimo bien templado, aunque sienta las más vivas
tentaciones de goce, no quebrará por ello la rigidez de sus principios. En el hombre no hay
otra fuerza que se imponga, sino la voluntad. Sólo aquello que anula al hombre, la muerte
o la pérdida de la conciencia, puede suprimir la libertad interior. (Carta XIX, 102)

7. El temple estético

Ponencia 7
Ya hemos indicado que Schiller trata paralelamente las etapas del desarrollo del
individuo y las etapas del desarrollo de la humanidad. Entonces distingue tres
momentos diferentes o grados de la evolución que “no sólo el hombre aislado,
sino la especie entera tienen que recorrer necesariamente en determinado orden,
si han de cerrar por completo el círculo de su destino” (Carta XXIV, 125). La
primera etapa la natural o física; la segunda la estética; y la tercera la moral y
política.

El diagnóstico de Schiller es que el hombre no puede pasar directamente de la

Friedrich Schiller
etapa física a la moral. Es necesario que pase por la estética, que le da la expe-
riencia del juego y de la libertad y le ayuda a tener conciencia de especie y no
sólo de individuo. Y afirma que es más fácil el paso de la experiencia estética a la
moral, que el de la experiencia física a la estética.

El espíritu va, pues, de la sensación al pensamiento, pasando por un temple intermedio,


en el cual la sensibilidad y la razón son a la vez activas y por eso anulan recíprocamente
su fuerza determinante. Este temple intermedio habrá que llamarlo estético. (Carta XX,
106)3

En la Carta XXIII vuelve a insistir sobre lo mismo:

El tránsito del estado pasivo de la sensación al activo del pensamiento y la voluntad, se


verifica, pues, pasando por un estado intermedio de libertad estética; y aunque este estado
por sí mismo nada decide ni para nuestros conocimientos, ni para nuestra conciencia es sin
embargo la condición necesaria para poder alcanzar un conocimiento y una conciencia. En
una palabra: no hay otro camino para que el hombre pase de la vida sensible a la racional
que darle primero una vida estética. (Carta XXIII, 119)

Schiller describe las características de la existencia de cada uno de estos tipos de


hombre.

El hombre físico

Es egoísta, sin poseerse a sí mismo; está desasido de todo, sin ser libre; vive esclavo sin
servir a una regla. El mundo es para él azar, ni siquiera objeto. Toda variación es para él
una creación del ahora, porque junto a lo necesario en él, le falta la necesidad fuera de él.

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En vano la naturaleza hace desfilar ante sus sentidos la rica muchedumbre de las cosas;
él no ve nada más que el propio botín. Presa del deseo se precipita sobre las cosas y se
empeña en apropiárselas; o arrebatado de aversión las empuja lejos de sí. En ambos casos
su relación con el mundo es una relación de contacto inmediato. Aterrado sin cesar por la
acometida del mundo, atormentado sin tregua por las necesidades, nunca encuentra la paz
si no es en el cansancio, y no encuentra límites sino en el agotado deseo. No ve a los demás
en sí mismo, sino a sí mismo en los demás, y se siente oprimido por la sociedad. Incluso
en los hombres más refinados, no faltan instantes que recuerden este estado sombrío de la
naturaleza. (Carta XXIV, 126-127)

El hombre racional

La razón se da a conocer en el hombre como una exigencia de absoluto -lo fun-


dado y necesario en sí mismo- la cual no viéndose satisfecha en la vida física,
obliga al hombre a pasar de la realidad limitada a las ideas.

Pero sin estética esta razón se puede desviar, el hombre se puede equivocar.

Sobre las alas de la imaginación abandona el hombre los estrechos límites del presente y se
lanza a la conquista de un ilimitado futuro. Mientras en su imaginación se alza la imagen
de lo infinito, su corazón sigue viviendo en lo particular y no cesa de servir al instante
transitorio. (Carta XXIV, 129)

Fruto de esta equivocación son los sistemas absolutos que basan la moralidad en
el miedo y los cuidados. Así el hombre no gana, sino que pierde hasta la felicidad
de la bestia. En este estado el hombre siente solo las cadenas de la ley y no la
infinita liberación que la ley otorga.
EDUCACIÓN ESTÉTICA

El hombre estético

La necesidad de la naturaleza, que lo dominaba en el estado de la mera sensación,


se aparta de él en la reflexión. En los sentidos se establece la paz, al reflejarse en
el fondo perecedero una imagen del infinito. Tan pronto como en su ser íntimo
nace la paz, depone la tormenta.

Al afirmar su independencia frente a la naturaleza, la ve como un fenómeno y le


impone la legalidad; al mismo tiempo que va tomando conciencia de su dignidad
y va reconociendo también a los demás. Tanto así, que enfrenta hasta a los dioses.
En el goce de la unidad estética, se verifica la unión real de la materia y la forma,
la pasividad y la actividad, lo finito y lo infinito, la sensibilidad y la razón. La
belleza nos presenta el estado en el que el hombre, como espíritu, no necesita huir
de la materia.

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El problema está en saber cómo ir educando para que el hombre se abra camino
desde una realidad ordinaria a una realidad estética.

8. Propuesta para una educación estética y sus consecuencias morales y


políticas

Ponencia 7
El germen de la belleza necesita condiciones y tiene sus manifestaciones. Para
que se cultive es necesario un alto grado de cultura. La educación estética no
puede esperarse en el ambiente de los trogloditas, aislados en sus cuevas, ni
en el de los nómadas, sin espacios propios, condenados a moverse en rebaños
humanos. Sólo podrá desarrollarse cuando el hombre tenga “su cabaña propia,
donde converse consigo mismo y al salir pueda dialogar con sus semejantes”
(Carta XXVI, 141).

Hay tres fenómenos que anuncian la presencia de la humanidad en la naturaleza

Friedrich Schiller
del hombre: el goce de la apariencia, la capacidad de juego y la tendencia al
adorno.

Cuando habla de la apariencia Schiller insiste en que es la apariencia estética


y sustancial. Aquella que hace que apreciemos los objetos. Es un defecto, una
ceguera, querer buscar sólo lo real sin fijarnos en la apariencia, porque al fijarnos
en ella valoramos no sólo lo necesario y lo útil. “La realidad de las cosas es obra
de la naturaleza. La apariencia de las cosas es obra del hombre” (Carta XXVI,
143). El espíritu se alimenta de la apariencia, porque no se regocija sólo en lo que
recibe, sino en su propio acto de valorar. Nos gusta este tipo de cuaderno, este
tipo de casa, este lápiz.

El juego es una experiencia de movimiento libre. Jugamos con la libre asociación


de ideas, jugamos con nuestra imaginación, jugamos proyectando posibles esce-
narios. Por el instinto de juego se abre la posibilidad de la experiencia estética,
aunque en un principio se confunda con la sensibilidad. Es interesante la
descripción que hace Schiller de este tránsito.

El gusto grosero se precipita sobre lo nuevo, lo abigarrado, lo aventurero, lo extraño, lo


violento y salvaje, mientras que huye de la sencillez y el reposo. Finge figuras grotescas,
formas exuberantes, contrastes duros, luces chillonas, cantos patéticos. Llama bello, en
esta etapa, a todo cuanto le excita. […] Pero en la forma de sus juicios se ha verificado
una notable transformación: busca tales objetos, no porque le den algo que reciba pasiva-
mente, sino porque le excitan a la acción. Le placen, no porque satisfagan una necesidad,
sino porque dan cumplimiento a una ley, que aunque quedo, habla ya en su pecho. (Carta
XXVI, 156)

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En este juego de formas se manifiesta ya el estado estético.

Pero al hombre no le basta con tener satisfechas las necesidades naturales, ni que
las cosas le agraden, quiere agradar él mismo. No contento con añadir a lo
necesario una estética superfluidad, el hombre se adorna.

El libre placer entra a formar parte de sus necesidades, y lo innecesario llega pronto a ser
la mejor parte de sus alegrías. Poco a poco ha ido la forma acercándose desde fuera y con-
quistando su habitación, los útiles domésticos, el traje; comienza por fin a adueñarse de sí
mismo y a transformarse: primero en lo externo; luego también en lo íntimo. […] Además,
cuanto posee debe reflejar el ingenioso entendimiento que lo pensó, la mano amorosa que
lo labró, el alegre y libre espíritu que lo eligió. (Carta XXVII, 157)

No sólo sus cosas, él mismo, su forma de arreglarse, sus gestos. El salto se torna
danza; los ademanes se tornan lenguaje. Hasta el amor y el odio se transforman.
Libre de los hierros que el apetito impone, el alma bulle en el alma y en lugar de
un egoísta trueque de placeres, nace un magnánimo cambio de aficiones. “El odio
mismo escucha atentamente la voz del honor y hace que la espada del victorioso
perdone al enemigo desarmado, y un hogar hospitalario caliente al extranjero
extraviado en lejanas comarcas. Se abre un tercer reino, el reino alegre del juego
y la apariencia bella” (Carta XXVII, 158).

En síntesis, para alcanzar un estado de derecho y libertad, donde los sujetos


seamos capaces de dar y obedecer la ley y de convivir como especie humana,
se requiere previamente haber alcanzado cierto grado de cultura, cierta madurez
de los individuos que no actúen solamente para satisfacer sus necesidades físi-
cas e imponerse por la fuerza, sino que hayan logrado en sí mismos la síntesis
EDUCACIÓN ESTÉTICA

del impulso sensible y del impulso racional, de tal manera que sean una fuente
de armonía. Personas que estimen los detalles, que aprecien las formas de las
cosas, que valoren el lenguaje del arte. En una palabra, personas con educación
estética.

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Notas
1 Por mundo, Schiller entiende el contenido de la experiencia sensible informe en el tiempo. Por formali-
dad, Schiller entiende “la manifestación de la libertad, como afirmación desde sí mismo”.
2 “Por materia, entiendo aquí no más que cambio, realidad que ocupa tiempo; este impulso exige que haya
variación, que el tiempo tenga un contenido. Ese estado del tiempo lleno, ocupado, llámase sensación y él
es quien da fe de la existencia física” (Carta XII, 63).
3 Para los lectores que no estén familiarizados con la significación de esta palabra: estético, explicaré su
sentido. Todas las cosas que pueden presentarse en la experiencia, caben en cuatro relaciones diferentes:
1.referidas a nuestro estado sensible; esta es su cualidad física.

Ponencia 7
2. referidas al intelecto; esta es su cualidad lógica.
3. referidas a nuestra voluntad, como objetos de elección; esta es su cualidad moral
4. referidas al conjunto total de nuestras diferentes potencias, sin ser objeto determinado para ninguna; esta es su cualidad
estética.

Friedrich Schiller

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Bibliografía

Dilthey, Wilhelm.
(1963) “Vida y poesía”. En: Obras Completas, T. III. México: FCE.

Eckermann, Johan Meter.


Conversaciones con Goethe. Barcelona: Ed. Océano.

Hauser, Arnold.
(1993) Historia social de la literatura y el arte, T. III. Barcelona: Ed.
Labor.

Kant, Immanuel.
(2002) Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración? (trad. Rubén
Jaramillo Vélez). En: Señal que cabalgamos No. 5, 5-13.

Schiller, Federico.
(1920) La educación estética del hombre (trad. García Morente). Madrid:
Ed. Calpe.
EDUCACIÓN ESTÉTICA

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en la Universidad Nacional de Colombia
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