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Filosofía Política

colección
PRESENTACIÓN

Las ideas políticas pueden estar bien o mal fundamentadas.


Dicho en otras palabras, las justificaciones de estas ideas
pueden tener una calidad excelente o mediocre. De la
fundamentación de las ideas políticas trata la filosofía
política.
Con esta colección que lleva el nombre precisamente
de “filosofía política” queremos acercar a nuestros lectores
algunas obras que consideramos de especial interés en este
campo del conocimiento. Hemos querido con este primer
libro que abre la mencionada colección, Republicanismo y
democracia, empezar precisamente por el republicanismo,
la más vieja concepción de la libertad, con más de 2.500
años de tradición, claramente diferente de la liberal, menos
robusta y, por supuesto, mucho más joven. Y dentro del
republicanismo, este libro trata de la variante democrática
del mismo. En los capítulos de distintos autores –de
varias procedencias geográficas: Australia, Argentina,
Reino de España– que componen este libro se hace un
recorrido por aspectos exclusivamente sistemáticos, hasta

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fundamentaciones republicanas de propuestas sociales
novedosas como el ingreso ciudadano (o renta básica),
pasando por algunas consideraciones históricas sin las
cuales es poco menos que imposible entender esta forma
de hacer filosofía política que es el republicanismo.
MARÍA JULIA BERTOMEU,
ANTONI DOMÈNECH
ANDRÉS DE FRANCISCO
compiladores

REPUBLICANISMO Y DEMOCRACIA

Fernando Aguiar
Francisco Javier Andrés Santos
María Julia Bertomeu
Antoni Domènech
Andrés de Francisco
Joaquín Miras Albarrán
Jordi Mundó
Javier Peña
Philip Pettit
Daniel Raventós Pañella

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Prohibida su reproducción total o parcial,


incluyendo fotocopia, sin la autorización
expresa de los editores.

ISBN: 84-95294-70-2

1ª edición marzo de 2004


IMPRESO EN ARGENTINA
ÍNDICE

Acerca de los autores ................................................................ 11

Nota de Presentación, por Andrés de Francisco ....................... 11

Introducción:
Algunas observaciones sobre método y substancia
normativa en el debate republicano,
por María Julia Bertomeu y Antoni Domènech .................. 11

1. La libertad republicana y su trascendencia constitucional,


por Philip Pettit ................................................................... 11
El ideal republicano de libertad ........................................... 11
La idea central ..................................................................... 11
Un ideal socialmente exigente............................................. 11
Un ideal de discriminación constitucional .......................... 11
El antónimo de la libertad republicana ................................ 11
El imperio de la ley ............................................................. 11
La separación de poderes .................................................... 11
Diseño democrático ............................................................. 11
Las distintas implicaciones de la libertad como ausencia
de dominación ..................................................................... 11
2. Para forzar a los gobiernos a responder,
por Andrés de Francisco ..................................................... 11
Accountability y «responsividad» ....................................... 11
El juego del gobierno frente al soberano ............................. 11
Controlabilidad y diseño constitucional ............................. 11
División y equilibrio de poderes ......................................... 11

3. ¿Un Adam Smith republicano?,


por Fernando Aguiar .......................................................... 11
Introducción: el problema de Adam Smith y la tradición
republicana .......................................................................... 11
Libertad como autodominio ................................................ 11
Libertad interior, igualdad y comunidad ............................. 11
Libertad republicana, comercio y virtud ............................. 11
Clase obrera y dominación .................................................. 11

4. Las raíces republicanas del mundo moderno:


en torno a Kant,
por María Julia Bertomeu ................................................... 11
El contrato originario y los contratos en la sociedad civil .. 11
Ciudadanía, propiedad e independencia .............................. 11
Conclusión........................................................................... 11

5. La república de la virtud,
por Joaquín Miras ............................................................... 11
Declaración de intenciones.................................................. 11
Cómo pudo llegar a constituirse ese poder democrático
masivo ................................................................................. 11
Las condiciones genéticas: la economía moral de la multitud .. 11
La revolución y la construcción del proyecto jacobino....... 11
El orden político republicano .............................................. 11
De la« volonté genérale» a la soberanía popular:
el origen de la democracia jacobina .................................... 11
La democracia, proyecto político del bloque social plebeyo .... 11
La difamación contra Robespierre ...................................... 11
6. Autopropiedad, derechos y libertad,
por Jordi Mundó .................................................................. 11
La articulación de la teoría de los derechos nozickiana ...... 11
La tesis de la autopropiedad ................................................ 11
Autopropiedad, propiedad de bienes externos y
adquisición inicial ............................................................... 11
El que posee bienes externos y el que no ............................ 11
Esclavitud nozickiana y teoría económica neoclásica......... 11
Propiedad, autopropiedad e inalienabilidad ........................ 11

7. Derecho romano y axiología política republicana,


por Francisco J. Andrés ...................................................... 11
Replanteamiento del lugar del Derecho romano
en la tradición republicana .................................................. 11
La civitas como condición esencial del sujeto de derecho .. 11
El significado de la libertas romana: sentido individual
y dimensión comunitaria ..................................................... 11
Conclusiones ....................................................................... 11

8. Ciudadanía republicana y virtud cívica,


por Javier Peña ................................................................... 11
Virtud cívica y vida buena en el republicanismo,
de la Antigüedad al Renacimiento ....................................... 11
La disociación moderna de virtud cívica y bien humano .... 11
Virtud cívica y autogobierno ............................................... 11

9. Republicanismo y renta básica de ciudadanía,


por Daniel Raventós y Andrés de Francisco ....................... 11

Republicanismo y tradición republicana ............................. 11


El núcleo republicano: libertad, virtud, felicidad ................ 11
Las condiciones y constricciones del republicanismo ........ 11
La propuesta de la Renta Básica ......................................... 11
En qué consiste .................................................................... 11
El substrato de la propuesta ................................................. 11
Hacia una fundamentación republicana de la Renta Básica .. 11
10. Entrevista político-filosófica a Antoni Domènech........... 11

Bibliografía general .................................................................. 11

Índice temático .......................................................................... 11

Índice onomástico ..................................................................... 11


ACERCA DE LOS AUTORES

FERNANDO AGUIAR es Doctor en Filosofía y Científico Titular del


Instituto de Estudios Sociales de Andalucía (IESA-CSIC). En la
actualidad su trabajo de investigación se centra en cuestiones de
teoría sociológica, ética y filosofía política. En el terreno de la so-
ciología ha publicado, entre otras cosas, “Rationality and Identity: A
Critique of Alessandro Pizzorno”, European Journal of Sociology,
XLIII, i (2002) e “Identidad, normas e intereses”, Revista Española
de Investigaciones Sociológicas, 104 (2003), ambos junto a Andrés
de Francisco. En el ámbito de la filosofía política ha publicado “A
favor de las cuotas femeninas”, Claves, 116 (2001) y “El velo y el
crucifijo. Liberalismo, republicanismo y neutralidad del Estado”,
Claves, 144 (2004).

FRANCISCO JAVIER ANDRÉS SANTOS es profesor Titular de Derecho


Romano en la Universidad de Valladolid. Ha trabajado sobre temas de
Derecho privado romano, historia del pensamiento jurídico europeo e
historia de la teoría política. Forma parte de un grupo de investigación
sobre “La recepción de la tradición republicana en la España moder-
na”, dirigido por Javier Peña Echeverría, dentro del cual ha escrito
sobre autores como Justo Lipsio y Sebastián Fox Morcillo.

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MARÍA JULIA BERTOMEU es doctora en Filosofía por la Universidad
Nacional de La Plata, Argentina, y Profesora Titular Ordinaria de Ética
por la misma universidad. Investigadora del Conicet, Argentina. Entre
sus publicaciones más recientes se encuentran: Los costos de la virtud
(en prensa, Venezuela); “Propiedad, ciudadanía y libertad. A propósito
de una idea republicana de Kant” (en prensa, Argentina), “Patents
on Genetic Material: a new originary accumulation”(en colaboración
con Susana Sommer, en prensa); “Equidad y Mercado en Salud” (en
prensa, Colombia); Bioethics: Latin American Perspectives, Rodopi,
(2002) (editora en colaboración con Arleen Salles).

ANTONI DOMÈNECH es catedrático de Filosofía de las Ciencias Sociales


y Morales de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de
Barcelona. Autor de numerosos trabajos de filosofía de la economía,
filosofía política, historia política e historia de la filosofía, ha publica-
do dos libros: De la ética a la política (De la razón erótica a la razón
inerte) (Crítica, Barcelona, 1989); y El eclipse de la fraternidad (Una
revisión republicana de la tradición política socialista) (Barcelona,
Crítica, 2003). Socialista sin partido, militó bajo el franquismo en
las filas del PCE-PSUC.

ANDRÉS DE FRANCISCO es doctor en filosofía y profesor de ciencias


políticas y sociología en la UCM. Es autor de Sociología y cambio
social (Barcelona: Ariel, 1997), y compilador –con Julio Carava-
na– de Teorías contemporáneas de las clases sociales (Madrid: Pablo
Iglesias, 1993) y –con Francisco Herreros– de Capital Social (Zona
Abierta, 94/95, 2001). Sus intereses se centran en filosofía y teoría
políticas y en la teoría e historia de la de la democracia y el republi-
canismo. En esta línea ha publicado diversos trabajos, los últimos
de los cuales son “Republicanismo y democracia: las razones de un
desencuentro histórico” (Claves de Razón Práctica, septiembre de
2003) y “El último Rawls: ¿republicano o liberal?” (Res Publica, nº
9-10, 2002). Ha traducido dos de los últimos libros de John Rawls,
ambos en la editorial Paidós.

JOAQUÍN MIRAS ALBARRÁN (Barcelona, 1953) es Ldo. en filología


hispánica. Profesor de IES. Ha militado durante casi treinta años en
organizaciones políticas comunistas (PSUC, PCC). Fue director de la
revista Realitat, desde 1988 a 1999. Ha publicado recientemente Re-
pensar la política. Refundar la izquierda. Origen y desarrollo posible
de la tradición de la democracia, Ed. El Viejo Topo, B. 2002.

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JORDI MUNDÓ es profesor titular de la Universidad de Barcelona,
doctor en Filosofía y licenciado en Ciencias Económicas por la mis-
ma universidad. Miembro del grupo de investigación GREECS, ha
trabajado en problemas de ética, filosofía política y normatividad,
sobre los que ha publicado diversos trabajos.

JAVIER PEÑA es profesor titular de Filosofía Moral y Política en la


Universidad de Valladolid. Sus trabajos se han centrado en la historia
del pensamiento político moderno; es autor de un libro y de varios
artículos sobre La filosofía política de Spinoza (1989), así como de
trabajos sobre Suárez, Lipsio y Rousseau. De su investigación sobre
la historia del pensamiento político en España destacan la edición
(en colaboración) y estudio preliminar de la antología La razón de
Estado en España. Siglos XVI y XVII (1998), y el volumen Poder y
Modernidad. Pensar la política en la España moderna (2000), del
que fue coordinador y coautor. Su interés se centra actualmente en la
ciudadanía –es autor de La ciudadanía hoy: problemas y propuestas
(2000)–, y en particular en la concepción republicana de la misma.

PHILIP PETTIT es catedrático de Teoría Social y Política en el Research


School of Social Sciences de la Universidad Nacional Australiana y
profesor de filosofía a tiempo parcial en la Universidad de Columbia,
Nueva York. Entre sus últimos libros se encuentran: The Common
Mind: An Essay on Psychology, Society and Politics (OUP, USA,
1993), Not Just deserts: A Republican Theory of Criminal Justice (con
John Braithwaite, Oxford: Clarendon Press, 1990), Republicanism:
A theory of Freedom and Government (Oxford: Clarendon Press,
1997 [Republicanismo: una teoría sobre la libertad y el gobierno,
Barcelona: Paidós, 1999]) y A Theory of Freedom (Oxford: Polity,
2001).

DANIEL RAVENTÓS PAÑELLA (Barcelona, 1958) es Profesor titular de la


Universidad de Barcelona, del Departamento de Teoría Sociológica,
Filosofía del Derecho y Metodología de las Ciencias Sociales. Fue
militante de la Liga Comunista Revolucionaria desde finales de los 70
hasta la disolución de este partido. Fue director de la revista política
demà a lo largo de los 80 y miembro del consejo de redacción de la
revista Viento Sur desde 1993 hasta principios del 2003. Actualmente
es presidente de la asociación Red Renta Básica, sección de la Basic
Income Earth Network. Es autor de El derecho a la existencia (Ariel,
1999) y es compilador de La Renta básica. Por una ciudadanía más
libre, más igualitaria y más fraterna (Ariel, 2001).

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NOTA DE PRESENTACIÓN
por Andrés de Francisco

Del 10 al 12 de diciembre de 2000, celebrábamos en Córdoba el I


Simposio Iberoamericano monográficamente dedicado al tema del
republicanismo: “Los retos del republicanismo político en el siglo
XXI” era su título. En este encuentro coincidimos personas de Ar-
gentina, México y Brasil, de Andalucía, de Barcelona y de Madrid.
En aquellos tres días de feliz recuerdo para mí tuvimos ocasión de
discutir sobre libertad y democracia, sobre la nueva fase de mundi-
alización oligopólica que atraviesa el mundo capitalista, sobre renta
básica y capital social, y sobre las distintas maneras en que la filosofía
política contemporánea aborda los retos del mundo contemporáneo,
que ni son pocos ni son livianos. El Simposio fue un éxito rotundo,
tanto desde una óptica científica como humana, y quiero agradecer a
Manuel Pérez Yruela las facilidades que nos brindó –entre ellas, poner
a nuestra disposición el salón de actos del IESA de Andalucía, centro
que dirige– y su savoir faire como anfitrión en este tipo de eventos.
Animados por tan excelentes resultados y por las expectativas de
continuidad despertadas en Córdoba, apenas esperamos once meses
para repetir la experiencia. Es así como, entre los días 21 y 23 de
noviembre de 2001, se organizaba un nuevo Seminario Internacional,
esta vez en la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Com-
plutense de Madrid, bajo el título “Republicanismo, mundo moderno
y democracia”. Fue un Seminario menos multitudinario, más selec-

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tivo, pero igualmente intenso y provechoso. Como coordinador del
mismo, aprovecho para agradecer el apoyo financiero y material que
nos prestaron los organismos patrocinadores –mi propia Facultad, la
Fundación Ortega y Gasset (en cuya biblioteca celebramos una de las
sesiones), el grupo GREECS y el IESA de Andalucía–, pero sobre
todo a la entonces Decana de Ciencias Políticas y Sociología, Charo
Otegui, por su implicación en el proyecto y su determinación para
resolver los no pocos problemas que se agazapan en la organización de
estos encuentros, y que amenazan con asomar cuando nadie los espera.
Fue en este Seminario donde tomamos la decisión de ir armando un
proyecto de publicación de un libro que se nutriera de algunos de los
excelentes materiales presentados entre los dos congresos. Poquito a
poco, paso a paso, nos pusimos a ello. Pero como el tiempo vuela, y
hacer bien las cosas tiene una cadencia propia, sin darnos cuenta nos
topamos con el II Simposio sobre Republicanismo político que María
Julia Bertomeu y Antoni Doménech coordinaron en el marco del I
Congreso Iberoamericano de Ética y Filosofía Política celebrado en
septiembre de 2002 en la Universidad de Alcalá de Henares. Nuevos
debates, nuevas ponencias, gente nueva. Aumentó así la cantidad de
materiales a base de los cuales confeccionar el libro que andábamos
buscando. A no dudarlo, y a la vista de la calidad de las conferencias
presentadas en Alcalá por Joaquín Miras y por Francisco J. Andrés
Santos, les invitamos a participar en el proyecto editorial, cada vez
más definido. El libro quedaría ya casi para su entrega cuando optamos
por pedir una colaboración a Philip Pettit, que si bien no participó en
ninguno de los tres congresos antedichos, coincidió con varios de los
autores de este libro en otro Simposio organizado en Valencia, en junio
de 2002, sobre “Republicanismo” por Adela Cortina y Jesús Conill.
Aceptó gustoso y nosotros nos congratulamos de contarle entre los
participantes de la presente compilación. Y ello pese a que el substrato
político e histórico-filosófico de su republicanismo y el nuestro, como
verá el lector atento, no es el mismo. Pero Pettit ha hecho mucho y
muy bien por la revitalización contemporánea de la tradición repub-
licana, por definir y aislar un poderoso concepto de libertad como no
dominación (o ausencia de interferencia arbitraria) que todos los que
aquí colaboramos, aunque no sin matices, asumimos.
La larga entrevista político-filosófica realizada por Salvador
López Arnal a Antoni Domènech en julio de 2003 no tiene, obvia-
mente, su origen en ninguno de los simposios académicos mencio-
nados. Pero todos pensamos que sería un excelente colofón para el
libro, pese a quebrar el formato académico convencional de estas em-
presas editoriales. Aprovecho pues la ocasión para expresar nuestro

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agradecimiento colectivo a Salvador por su contribución indirecta a
este volumen.
Muchas otras personas no mencionadas en esta presentación han
hecho posible –de forma directa o indirecta, con aportaciones escritas
o de otra índole– tanto la realización de los distintos Simposios y
Seminarios referidos como este proyecto editorial. Vaya a todas ellas
mi más sincera gratitud.
Sólo me resta decir, finalmente, que el grupo de investigación en
que trabaja el grueso de los autores de este volumen no habría podido
armarse sin los sucesivos proyectos de investigación que ha finan-
ciado el Ministerio de Ciencia y Tecnología de España en los pasados
años, y particularmente sin el Proyecto co-financiado por el FEDER,
actualmente en curso de realización: FEDER, BFF-04394-C02-01,
“Cómo superar la subdeterminación del ‘equilibrio reflexivo’, en las
teorías sociales normativas: el caso de la ética y la filosofía política
republicanas”.

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INTRODUCCIÓN:
ALGUNAS OBSERVACIONES SOBRE
MÉTODO Y SUBSTANCIA NORMATIVA
EN EL DEBATE REPUBLICANO

por María Julia Bertomeu y Antoni Domènech

El libro que el lector tiene entre sus manos recoge trabajos de varios
autores que vienen defendiendo en los países hispánicos una concep-
ción republicana de la filosofía política (y de la vida democrática en
los sistemas políticos reales) desde mucho antes de que ésta se pusiera
de moda en el mundo académico anglosajón, y de que esa moda reper-
cutiera de forma más o menos llamativa en las discusiones normativas
de nuestros países (Doménech, 1989; De Francisco y Aguiar, 1990;
Bertomeu, 1993). La desenvuelta afirmación que antecede no está
hecha, claro está, con la tonta pretensión de reclamar título alguno
de prioridad en la difusión de una moda; sino, al contrario, con la
modesta intención de evitar los posibles malentendidos que podría
suscitar la siguiente declaración de entrada: no estamos enteramente
satisfechos con la moda.
Las modas nunca son gratuitas, ya lo dijo muchas veces Orte-
ga. Tampoco ésta. Responde a una cierta crisis de la forma en que
ha venido haciéndose filosofía política en las tres últimas décadas.
Pero, como todas las modas, responde intelectualmente a esa crisis de
manera un tanto ciega, poco o sólo superficialmente autoconsciente
de los distintos planos en que se mueve lo que podríamos llamar el
“debate republicano”.
La filosofía política académica ha estado marcada en los últimos
30 años por lo que Norman Daniels (1979) –apologéticamente– ha
convenido en llamar “rawlsismo metodológico”. Ofenderíamos aho-

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ra el entendimiento del lector si entráramos a recordarle con algún
detalle la inmensa importancia que tuvo la Teoría de la justicia
(TJ) de Rawls (1971) en la rehabilitación del pensamiento norma-
tivo propiamente dicho en ética y en filosofía política, así como la
importancia de su devastadora crítica sistemática de los programas
intelectuales utilitaristas que habían dominado por décadas el pano-
rama de la ciencia social normativa y de la filosofía moral. El caso
es que el “rawlsismo metodológico” ha tenido una influencia mucho
más grande aún que las propias posiciones normativas substantivas
de Rawls: ha marcado el estilo de hacer filosofía política, incluso
–sépanlo o no– el estilo de teorías que se hallan substantivamente
en los antípodas de la teoría de la justicia como equidad. No Rawls,
propiamente dicho, sino el estilo del “rawlsismo metodológico” es
lo que interesa aquí.
¿En qué consiste ese “estilo”? Para lo que ahora interesa, tal vez
se pueda caracterizar suficientemente con cuatro rasgos:
El primero tiene que ver con el nivel de abstracción explícita-
mente elegido. Desde el mismo comienzo de su TJ, Rawls advirtió
cautamente con toda honradez que su teoría se movía sólo en el
plano de las “teorías ideales”. Es decir, que el ejercicio intelectual
que se proponía era básicamente una exploración normativa concep-
tual de la idea de justicia (distributiva), haciendo abstracción de los
problemas motivacionales. Con eso quedaba excluido el importante
problema de la observancia de las normas por parte de los agentes.
El segundo tiene que ver con el ámbito de problemas normativos
elegido. Aunque el espectro de problemas normativos tocado por la
TJ es muy amplio, su núcleo central, huelga decirlo, es la justicia
distributiva. Todo lo demás (la democracia, la vida buena, el auto-
rrespeto de los ciudadanos, etc.), entra sólo derivativamente.
El tercero tiene que ver con el punto de vista elegido para consi-
derar el importante problema de las que Rawls, siguiendo a Hume,
llamó circunstancias de la justicia. Se trata del problema consistente
en determinar el espacio de las configuraciones sociales en las que la
justicia (distributiva) no sólo es necesaria, sino posible. Es interesan-
te darse cuenta –porque no siempre se aprecia debidamente– de que
el modo de enfocar las circunstancias de la justicia de Rawls difiere
por completo del de Hume. Hume enfocó el problema desde un punto
de vista conscientemente histórico-contingente, como no podía ser
de otra manera en el autor de los 6 volúmenes sobre la Historia de
Inglaterra o en el espléndido analista de la dinámica política de la
Inglaterra hanoveriana de Walpole y Bolingbroke. Rawls, ahistó-
ricamente. Las circunstancias de la justicia rawlsianas determinan

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meramente un espacio conceptual a-histórico y a-institucional (mo-
ralidad mínima de los agentes y escasez moderada de los recursos)
en el que resultan pensables los criterios de la justicia (distributiva).
Se trataba, seguramente, de una elección obligada por su elección
metodológica primera de un nivel “ideal” de teorización. Sea como
fuere, ello tuvo como consecuencia un estilo de hacer filosofía po-
lítica completamente a-histórico. Gerald Cohen, un característico
representante de la ortodoxia del rawlsismo metodológico, lo expresó
hace pocos años con una claridad y un candor que seguramente le
honran: “Mi concepción de la filosofía moral y política era, y es, del
tipo académico corriente: se trata de disciplinas a-históricas que se
sirven de la reflexión filosófica abstracta para estudiar la naturaleza
y la verdad de los juicios normativos” (Cohen, 1995:1).
Y el cuarto tiene que ver con los instrumentos conceptuales explí-
cita o tácitamente elegidos. Una familia de ellos importa aquí sobre
todo: los procedentes de la “caja de herramientas” de la teoría eco-
nómica neoclásica. Se trata de un instrumentarium analítico muy po-
deroso, y no hay nada intrínsecamente problemático en esa elección,
a condición de que se entienda muy bien su alcance y su naturaleza,
sobre todo cuando se emplea en la construcción o en la defensa de
una teoría de la justicia distributiva. A diferencia de la teoría política
clásica de ascendencia aristotélica y de su sucesora, la economía
política –de Adam Smith a Marx–, en la teoría económica neoclásica
la distribución del ingreso (por ejemplo, de la ratio salario/benefi-
cio) no se ve desde el punto de vista de las instituciones sociales (es
decir, como un resultado, por ejemplo –por señalado ejemplo–, de
la estructura institucional de la propiedad), sino desde el punto de
vista del intercambio de bienes y servicios entre agentes dotados de
(y movidos por) determinadas preferencias y expectativas. En el pri-
mer caso –el clásico–, la distribución del ingreso queda básicamente
determinada desde fuera, institucionalmente; en el segundo caso –el
de la teoría económica neoclásica–, la distribución del ingreso queda
determinada desde dentro del proceso de formación de los precios
de mercado. A los clásicos les interesaba la distribución del ingreso
como una precondición de la formación de los precios relativos. En
cambio, a los neoclásicos les interesó, al revés, ver la distribución
del ingreso como parte derivada del proceso general de formación
de precios en el mercado.
No importa ahora qué punto de vista es más fértil en la cien-
cia económica. Lo que importa, y mucho, es darse cuenta de que,
para promover su nueva perspectiva analítica, la teoría económica
neoclásica necesitó rendir un muy particular tributo a la concepción

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clásica. Pues, para explicar o hacer inteligible el modo en que las
preferencias y las expectativas (los deseos y las creencias) de los
agentes económicos pueden traducirse a demanda en los mercados,
la teoría económica neoclásica necesita presuponer siempre una de-
terminada distribución inicial del ingreso. Ese presupuesto puede ha-
cerse arbitrariamente, o no. Sólo si se hace arbitrariamente, puede la
teoría resultante presentarse como completamente independiente de
las instituciones sociales de la propiedad y de las clases y relaciones
sociales históricamente existentes, y adquirir en consecuencia una
pátina de “pureza” a-institucional y a-histórica. Ya se comprenderá
que una teoría económica positiva que procediera así perdería eo ipso
toda relevancia empírica.
Pero ¿qué ocurre con una teoría normativa? ¿Por qué no habría de
poder jugar una teoría normativa con experimentos intelectuales que
presupusieran, arbitrariamente, algún tipo de distribuciones iniciales
de recursos, para dejar luego a los individuos transitar por el imagi-
nario mecanismo de los mercados perfectamente competitivos?
Desde luego que lo primero que habría que exigirle a una teoría
normativa que pretenda servirse de un formato conceptual neoclá-
sico es que sea consciente del problema de la determinación de los
recursos o dotaciones iniciales de los agentes. Porque si, como es por
ejemplo el caso en la teoría de David Gauthier (1986), ni siquiera se
plantea este problema, simplemente la teoría se convierte en una más
o menos técnicamente refinada apología o del más fuerte à la Calicles
o de la mera conservación de las pautas distributivas fácticamente
existentes, sean ellas cuales fueren.
Pero piénsese en la interesante teoría dworkiniana left-liberal de
la igualdad de recursos externos e internos (Dworkin, 2000). Dworkin
parte de una vieja idea de economistas: la concepción de la justicia
como ausencia de envidia, ilustrada con un experimento intelectual
en el que se manipula arbitrariamente la distribución inicial de re-
cursos. Hay que imaginar una sociedad, S, en la que, inicialmente,
los recursos externos estuvieran distribuidos de forma estrictamente
igualitaria. Los miembros de S pueden entonces intercambiar con
completa libertad esos recursos en un mercado perfectamente com-
petitivo con precios de equilibrio. El resultado sería necesariamente
justo, esa era la idea, porque, al final del proceso de intercambio,
nadie podría envidiar nada a nadie.
Dworkin objeta a esa vieja idea el hecho de que aunque en S los
recursos externos están inicialmente distribuidos de forma estric-
tamente igualitaria, no lo están los recursos internos (la dotación
genética de cada quién). Como a Dworkin la distribución de los

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recursos internos le parece –con razón– moralmente aleatoria, su pro-
blema es entonces cómo reajustar la distribución inicial de recursos
internos y externos para hacer que, en conjunto, sea igualitaria. Y el
experimento intelectual alternativo que nos propone, a fin de buscar
para los recursos internos un precio justo de mercado competitivo,
es el siguiente:

a) figurémonos que, per impossibile, existiera un mercado perfecta-


mente competitivo de futuros;
b) en ese mercado cada quién podría contratar seguros, a precios de
equilibrio, contra posibles carencias personales (ser poco inteli-
gente, o ser poco atractivo, por ejemplo);
c) todos estamos tras un velo de ignorancia que, aunque menos
espeso que el rawlsiano –porque nos permite saber cuán ambi-
ciosos somos–, sigue ocultándonos determinadas características
personales (cuán inteligentes o atractivos somos, en qué tipo de
familia –rica o pobre, culta o iletrada– o en qué clase social hemos
nacido, etc.).

Dworkin nos invita entonces a contratar a precios de equilibrio


en el mercado de futuros seguros contra aquellos posibles rasgos
personales que, dada nuestra ambición, más temeríamos tener: ser
poco inteligentes, o ser poco atractivos, o ser hijos de una familia
muy pobre, etc. Entonces, descorrido el velo, lo que la sociedad nos
debería en justicia coincidiría con el premio que las compañías de
seguros nos habrían tenido que pagar por cada uno de los seguros
contratados a precios de equilibrio, caso de que se constataran las
temidas carencias; y lo que nosotros deberíamos en justicia a la socie-
dad –en forma de impuestos, por ejemplo– coincidiría con el precio
de equilibrio de los seguros contratados en todos aquellos casos en
que no tuviéramos las carencias temidas.
El ejercicio nos parece legítimo intelectualmente. Pero la pregun-
ta es: ¿qué valor normativo tiene un refinado experimento intelectual
como éste? Y la respuesta es: mucho, mientras nos mantengamos en
el plano de las teorías ideales, y nos propongamos tan sólo iluminar
filosóficamente determinadas intuiciones morales fundamentales so-
bre la responsabilidad individual, sobre el mérito personal o aun sobre
la justificación general de la existencia en la sociedad de algún tipo
de justicia (re)distributiva. Poco o ninguno, si lo que pretendemos
es que nuestras teorías tengan algo normativamente interesante que
decir sobre las instituciones sociales que han de realizar los ideales
de justicia y sobre el diseño de las mismas. Ni siquiera mucho valor,

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si lo que pretendemos es determinar conceptualmente un conjunto
de criterios (por abstractos que sean) de justicia distributiva: Dwor-
kin mismo sabe suficiente teoría económica para no ignorar que los
mercados de futuros perfectamente competitivos son un imposible
conceptual (no sólo empírico), de manera que nunca podrían ser
usados en serio –ni siquiera conceptualmente– para determinar el
valor de los recursos internos de los agentes, dadas sus ambiciones.
Pero, aun si eso no fuera un problema conceptualmente irreso-
luble, el igualitarismo estricto de Dworkin apenas tendría tangencia
con la órbita política e institucional de las llamadas democracias
industriales avanzadas. Figurémonos: para asegurar la plena igualdad
de recursos internos y externos, sería necesario, o bien, ex ante, algu-
na redistribución institucional radical de los derechos de propiedad
(redistribución que la teoría deja completamente indeterminada nor-
mativamente); o tal vez, ex post, alguna autoridad pública enérgica
(indeterminada institucionalmente por la teoría) que procediera, me-
diante un enormemente crecido activismo fiscal, a redistribuciones
masivas de recursos. Y con eso sólo se habría “resuelto” el problema
de la distribución inicial de recursos (externos e internos). Quedaría
entonces el problema de asegurar, con grandes intervenciones legis-
lativas y administrativas públicas (institucionalmente indeterminadas
por la teoría, pero capaces en cualquier caso de destruir los monopo-
lios y los oligopolios, de contener las economías de escala, de mitigar
los costes transactivos, de corregir las externalidades negativas de
la actividad económica privada, etc., etc.), el carácter perfectamente
competitivo, apolítico, de los mercados. Y eso en un mundo real ca-
racterizado por mercados crecientemente oligopólicos, con enormes
barreras de entrada y economías de escala (que son, muchas veces,
además de generadores de tremebundas ineficiencias, motores del
dinamismo tecnológico); y en un mundo real caracterizado por la
aparición de grandes poderes económicos privados no sólo capaces
de imponerse políticamente en mercados nada competitivos (en el
sentido neoclásico), sino manifiestamente capaces de desafiar a las
repúblicas y a los gobiernos democráticos, disputándoles con cre-
ciente éxito el derecho a definir el bien público (véase el capítulo
final de este libro).
Quien comparta genuinamente las intuiciones ético-sociales igua-
litaristas de Dworkin (o las del propio Rawls), y entienda de verdad
la naturaleza intelectual de sus ejercicios normativos, no tardará en
darse cuenta de que la traducción de su ideario igualitario al mundo
político real necesita, cuando menos, del complemento de esquemas
conceptuales normativos muy distintos de los que caracterizan al

26 |
“rawlsismo metodológico”: esquemas conceptuales no ideales, en
los que sea posible la exploración de las motivaciones de los agentes
reales; esquemas conceptuales con más horizonte normativo que los
puramente distribucionales; esquemas conceptuales que permitan
juzgar normativamente las circunstancias históricas de la justicia;
y esquemas conceptuales que permitan la evaluación normativa de
las instituciones y ofrezcan criterios normativamente operativos de
diseño institucional.
Pero el aire de bizantina irrealidad e irrelevancia política que ha
ido adquiriendo la filosofía política académica, tan elocuente como
agudamente criticado en los últimos años por Elisabeth Anderson
(1999) o Carol Pateman (2002), no tiene tal vez tanto que ver con su
voluntario enclaustramiento en un monasterio normativo puramente
“ideal”, ascéticamente “distribucionista”, “a-histórico” a fuerza de
menosprecio del saeculum, y “a-institucional” por mor de una pureza
“neoclásica” no siempre bien entendida1, cuanto con el hecho de que
el grueso de los monjes y frailecillos –y de vez en cuando, también
algún prior– olvidan a su buen placer los estrictos votos profesados.
De esa indisciplina monástico-metodológica suelen salir debatillos,
pseudodiscusiones y enredizos filosóficos que, por lo mismo que
mezclan y equivocan cuestiones substantivas con problemas de mé-
todo, resultan de todo punto confundentes, aunque se vistan a veces
con hábitos y sayales del máximo rigor.
Por ejemplo: si uno elige –legítimamente– teorizar en el plano
de las teorías ideales, no puede luego pretender entrar por uvas en
discusiones muy profundas sobre “virtud ciudadana”. Pues la dis-
cusión normativa de la virtud cae de pleno en el problema de las
motivaciones de los agentes, y por lo mismo, queda fuera del plano
de teorización “ideal”: en ese plano, hay que suponer necesariamen-
te en los individuos cierto grado de “virtud” (a-institucionalmente
caracterizada), es decir, hay que partir de que los agentes son míni-
mamente cumplidores (de que son “razonables”, además de “racio-
nales”, etc.).
Por ejemplo: si uno elige como foco central de teorización nor-
mativa la justicia distributiva, no podrá luego plantear problemas
normativos interesantes sobre el complejo institucional democrático,
si no es desde un punto de vista oblicuo y puramente instrumental,
considerando, esto es, a la democracia (más o menos abstractamente

1 Por si sirviera de algo: los firmantes de este prólogo declaran no tener nada en
contra de la vida monacalmente contemplativa; es más, hasta se sienten tentados
de vez en cuando por ella.

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caracterizada) como un mero medio imprescindible para promover
determinados criterios ideales de justicia distributiva (en el límite,
tal vez ni siquiera podrá entender a la democracia, pongamos por
caso, como un instrumento de justicia conmutativa, capaz de co-
rregir externalidades negativas de la actividad económica pública
o privada, etc.).
Por ejemplo: si uno elige una perspectiva explícitamente a-his-
tórica para abordar el problema de las circunstancias de la justicia,
tendría que resultarle metodológicamente poco menos que imposible
decir luego, como el último Rawls, que su teoría normativa vale
sólo para una determinada tradición histórica (la tradición política,
supuestamente homogéna, de las democracias industriales contem-
poráneas, pongamos por caso), o pretender que la teoría defendida
es un desarrollo a mejor de esa concreta tradición histórica.
O por último ejemplo: si uno elige servirse principalmente del
instrumentarium neoclásico, difícilmente podrá decir, sin tomar in-
contables cautelas, que se abstiene “idealmente” de hacer supuestos
fuertes sobre las motivaciones de los agentes como cumplidores de
normas. Porque con la teoría neoclásica de los mercados perfec-
tamente competitivos va inextricablemente unido un fortísimo (y
psicológicamente falso, dicho sea de paso) supuesto monista moti-
vacional: el egoísmo estricto de los agentes económicos. Ni siquiera
podrá aducir ad hoc que hace “idealmente” el peor supuesto posible
para dar mayor fuerza y realismo a su construcción normativa ideal:
porque peor que el egoísmo es, para la teoría económica, la envidia
de los agentes, bajo la que colapsarían los mercados competitivos.
La moda republicana ha llegado en un momento en que muchos
cultivadores de la filosofía política y de la ciencia política normativa
se sienten verosímilmente como eunucos en harem: en un mundo de
fascinantes y acuciantes problemas políticos reales, nuevos y vie-
jos, se ven dolorosamente castrados por todo tipo de limitaciones:
ideales, distribucionistas, a-históricas y a-institucionales. Tal vez eso
explique en buena medida la subitánea conversión de tantos ex-li-
berales, ex-utilitaristas y, sobre todo, ex-comunitaristas a la moda
republicana. En la interesada furia de algún que otro converso polí-
ticamente urgido, se ha llegado a exigir de todo al “republicanismo”:
que contribuya a la “construcción europea”, que dé un nuevo sentido
de lealtad “patriótico-comunitaria” a los ciudadanos, que forme más
“capital social” en la “sociedad civil”, que apuntale al amenazado
“Estado de Bienestar”... ¡Y hasta que sea compatible con la Monar-
quía española o con el regeneracionismo “democrático” (sic) del
neoclerical Partido de Acción Nacional mexicano!

28 |
Pero es convicción de todos los contribuyentes hispánicos a este
volumen que, diferencia de otras modas académicas anteriores, más
o menos confusamente críticas del programa intelectual rawlsiano,
como el efímero comunitarismo, la vieja tradición del republicanis-
mo político, que hasta hace poco interesaba sobre todo a los histo-
riadores, ofrece potencialmente una alternativa metodológica a los
cuatro puntos con que se ha caracterizado hasta aquí el “rawlsismo
metodológico”2:
1. La tradición republicana no se mueve en el plano de las teo-
rías ideales3. Esencial para los republicanismos normativos es
el problema de las motivaciones (plurales)4 de los agentes –de
ahí su particular devoción a la cuestión de la virtud–, así como
sus programas intelectuales de diseño institucional. Problema
fundamental de esa tradición: dadas las motivaciones plurales
de los agentes, cómo diseñar las mejores instituciones sociales
(incluidas las instituciones básicas que distribuyen la propiedad
de los medios de existencia social).
2. La tradición republicana no pone en el centro de su atención
normativa la justicia distributiva, sino que la justa distribución
del producto social sería un resultado derivado de su atención
principal a los problemas de la extensión social (mayor o menor)
de la libertad republicana a individuos socialmente regimentados,
es decir, institucionalmente repartidos, de uno u otro modo, entre
las distintas clases sociales que componen una sociedad civil. Al

2 Lo que no necesariamente quiere decir una alternativa a las posiciones norma-


tivamente substantivas de Rawls. Rawls ha dicho muchas veces que su teoría
de la justicia es compatible con: 1) una democracia jeffersoniana o jacobina de
pequeños propietarios; y 2) con un socialismo de mercado. El republicanismo
democrático también es compatible axiológicamente con esos dos tipos de so-
ciedades (otra cosa es cómo juzgue su oportunidad histórico-institucional). Al
mismo tiempo, Rawls ha dejado dicho muchas veces que su teoría es incom-
patible con: 1) el capitalismo de laissez faire; 2) el capitalismo del Estado de
Bienestar; y 3) el socialismo de planificación central. También el republican-
ismo democrático es axiológicamente incompatible con esos tres tipos de so-
ciedades. Para una exploración detallada de la axiología republicana de Rawls,
cfr. de Francisco, 2002. También en el capítulo de Andrés de Francisco y Daniel
Raventós, en este volumen, se abunda en el problema de las coincidencias sub-
stantivas entre el republicanismo y teorías que se conciben a así mismas como
liberales. Sobre una crítica republicana al Estado de Bienestar, véase: Doménech
y Raventós, 2004.
3 Para una buena argumentación de este punto, cfr. Pettit, 1999.
4 Para una caracterización sumaria de la concepción pluralista motivacional re-
publicana, cfr: Domènech, 2002.

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revés que en el rawlsismo metodológico, la justicia distributiva
no es un fin en sí mismo, sino un medio instrumental para afianzar
una determinada extensión social de la libertad republicana (y, en
el caso particular del republicanismo democrático, para afianzar la
libertad republicana universalmente, dándole la máxima extensión
social).
3. La tradición normativa republicana tiene una comprensión his-
tórica e institucional –no meramente psicológico-moral (maldad
moderada), ni abstractamente recursista (escasez moderada)– de
las “circunstancias de la justicia” y de la vida civil y política en
general. Lo que, sin ceder al relativismo axiológico, la obliga a
una permanente indexación histórica de sus juicios normativos
sobre las instituciones político-sociales. Lo que puede ser muy
bueno para un contexto histórico-institucional determinado (una
concepción à la Montesquieu de la división de poderes en la
Francia absolutista de finales del XVII), puede ser desastroso
en otro contexto (la República de Weimar o la América del New
Deal)5.
4. La tradición republicana viene directamente de la teoría política
clásica de ascendencia aristotélica (y de su sucesora, la econo-
mía política, de Smith6 a Marx), y por lo mismo, tiende a ver
los problemas distributivos reales desde el punto de vista de las
instituciones sociales históricamente contingentes y de las consi-
guientes relaciones sociales y políticas entre las clases, no, como
la visión neoclásica, desde la perspectiva de una mera colección
de psicologías intencionales –no regimentadas socialmente, y
monistamente caracterizadas motivacionalmente– que generan
pautas distributivas agregadas intercambiando apolíticamente
bienes y servicios, más o menos formalmente restringidas por un
entorno normativo-institucional, cuando mucho, a-históricamente
concebido.
Ya se ha dicho: al considerar una teoría normativa, una cosa es el
plano metodológico y otra el plano substantivo. Cuando se contra-
pone un supuestamente homogéneo “republicanismo político” a un
supuestamente homogéneo “liberalismo político”, todas las confu-
siones posibles suelen andar al acecho. Tal vez una pequeña muestra
–en modo alguno un inventario sistemático– de esas confusiones
resulte útil al lector.

5 Véase al respecto el capítulo-entrevista a Antoni Domènech, en este volumen.


6 Véase el capítulo sobre Smith de Fernando Aguiar en este volumen.

30 |
Lo que hay que preguntarse, al tratar de contraponer “liberalis-
mo” a “republicanismo”, es: ¿qué se está contraponiendo? No hay
una, sino muchas posibilidades. Nos ceñiremos aquí a tres.

1. Supóngase que se está contraponiendo el “rawlsismo metodológ-


ico” al “republicanismo metodológico”. No hay mucho que objetar
a eso. El plano de discusión está claro. El problema es que hay mu-
chas doctrinas corrientemente llamadas “liberales” que no son me-
todológicamente rawlsianas. Y otras, que sí son metodológicamente
rawlsianas, pero que no se entienden a sí mismas como “liberales”
(el socialismo de mercado de John Roemer, o el igualitarismo de
Gerald Cohen, por ejemplo).

2. También puede contraponerse un supuesto concepto de libertad


liberal a un supuesto concepto de libertad republicana. Eso suele
hacerse siguiendo la problemática distinción de Isaiah Berlin entre
“libertad positiva” (supuestamente republicana) y “libertad nega-
tiva” (supuestamente liberal), o la distinción, derivada de esa, entre
“derechos negativos” (derechos a no ser interferidos) y “derechos
positivos” (derechos a ser asistidos). Esa distinción trata de captar
conceptualmente una diferencia intuitiva entre la libertad entendida
como ausencia de interferencias en mi conjunto de oportunidades y la
libertad entendida como capacidad (psicológico-moral, por ejemplo)
para elegir bien dentro de mi conjunto de oportunidades. Suponga-
mos por un momento que no hay nada que objetar a esa distinción
conceptual berliniana.
En la tradición histórica republicana, el problema de la libertad se
plantea así: X es libre republicanamente (dentro de la vida social) si:
a) no depende de otro particular para vivir, es decir, si tiene una
existencia social autónoma garantizada, si tiene algún tipo de
propiedad que le permite subsistir bien, sin tener que pedir coti-
dianamente permiso a otros;
b) nadie puede interferir arbitrariamente (es decir, ilícitamente o
ilegalmente) en el ámbito de la existencia social autónoma de X
(en su propiedad);
c) la república puede interferir lícitamente en el ámbito de existencia
social autónoma de X, siempre que X esté en relación política de
parigualdad con todos los demás ciudadanos libres de la república,
con igual capacidad que ellos para gobernar y ser gobernado;
d) cualquier interferencia (de un particular o del conjunto de la repú-
blica) en el ámbito de existencia social privada de X que dañe ese

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ámbito hasta hacerle perder a X su autonomía social, poniéndolo
a merced de terceros, es ilícita7;
e) la república está obligada a interferir en el ámbito de existencia
social privada de X, si ese ámbito privado capacita a X para dis-
putar con posibilidades de éxito a la república el derecho de ésta
a definir el bien público8.
f) X está afianzado en su libertad cívico-política por un núcleo duro
–más o menos grande– de derechos constitutivos (no puramente
instrumentales) que nadie puede arrebatarle, ni puede él mismo
alienar (vender o donar) a voluntad, sin perder su condición de
ciudadano libre.
¿Cómo se traduce eso a los términos de Berlin? Se notará, en
primer lugar, que lo que con Berlin podríamos caracterizar de modo
puramente a-histórico y a-institucional –el conjunto de oportuni-
dades de X–, queda caracterizado por la tradición republicana de
modo histórico-institucional: el conjunto de oportunidades de X no
es cualquier conjunto de oportunidades, sino el particular conjunto
de oportunidades, institucionalmente configurado, compuesto por
aquellos títulos de propiedad que habilitan a X una existencia social
autónoma, no civilmente subalterna como la del pelathes griego o la
del cliens romano, ni menos esclava. Los conjuntos de oportunidades
de los pelathai, de la clientela o de los esclavos son poco relevantes
(políticamente) en la discusión, porque, sean ellos los que fueren,
no bastan para dotarles de existencia social autónoma, para hacerles
ciudadanos libres no dependientes de terceros, y por eso mismo,
capaces de gobernar y ser gobernados parigualmente por turno.

7 En rigor, esta cláusula sólo la cumplieron en la antigüedad las póleis democráti-


cas griegas (como la Atenas postsolónica), no las oligárquicas, ni tampoco la
República de Roma. Pues en estas últimas, la esclavitud por deudas (auténtica
espada de Damocles sobra las poblaciones pobres libres) era legal.
8 Piénsese en la la lex agraria de los hermanos Graco en la Roma republicana:
pretendía acabar con la oligarquía terrateniente romana (a la que consideraban
una amenaza para la supervivencia de la República), interfiriendo con medidas
antialienatorias (prohibición de compra, venta o donación) y con medida an-
tiacumulatorias (impidiendo grandes diferencias) en la propiedad de la tierra.
O piénsese en el verdadero origen histórico de la tolerancia en Europa (no en
el origen de la misma fantaseado ahora desde el peculiar assylum ignorantiae
a-histórico en el que tantos “liberales” anglosajones, de derecha o de izquierda,
parecen vivir confinados): la necesidad, por parte del poder político, de destruir
de raíz el poder económico feudal de la Iglesia católica (o en la Inglaterra de
Cromwell, la anglicana), un poder que la capacitaba para disputar con éxito a
las autoridades públicas su derecho a definir el bien público.

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Obsérvese, en segundo lugar, que, para garantizar, el derecho
de X a no ser interferido en su existencia social autónoma (lo que
podríamos llamar, tratando de seguir a Berlin, la “libertad negativa”
o los “derechos negativos” de X a no ser interferido), un Estado re-
publicano está no sólo obligado a grandes injerencias (“positivas”,
según la jerga berliniana) en la posible conducta ilícita de terceros
(en los conjuntos de oportunidades de éstos), siendo así, además,
que esas injerencias “positivas” sobre terceros se hacen para “asistir”
(“positivamente”) a X. Sino que está obligado también a potenciales
grandes injerencias (“positivas”) en el conjunto de oportunidades
del mismo X: la república no tolerará que X aliene su libertad (que
se venda o se regale como esclavo), ni permitirá que aliene otros
derechos constitutivos de su libertad (la ciudadanía, el sufragio, su
misma vida), y consiguientemente, perseguirá de manera activísima
(“positivísima”) por la vía publico-penal cosas como contratos pri-
vados, “libremente” consentidos por las partes, de esclavitud o de
asesinato.
En el valioso libro de Philip Pettit (1999) sobre republicanismo,
se caracteriza la libertad republicana de un modo eficaz, pero meto-
dológicamente muy discutible, como un intermedio entre la libertad
puramente negativa y la puramente positiva berlinianas. Pettit perfila
la libertad republicana como una especie de libertad negativa refina-
da: como capacidad de X para no ser interferido arbitrariamente por
nadie; la interferencia no-arbitraria en X estaría permitida y hasta
podría ser saludable.
Esa caracterización plantea dos problemas: uno tiene que ver
con la determinación del ámbito en el que X es pertinentemente
interferible, y otro, con la definición del significado de “arbitrario”.
Respecto del primero (el segundo no ofrece mucho interés aquí), en
la tradición republicana el ámbito pertinente de interferencia está
caracterizado institucionalmente (no sólo psicológicamente), y tiene
que ver con las bases materiales y morales en que se asientan tanto
la existencia social autónoma de X como con las bases materiales y
morales en que se asientan sus posibles dominadores: una interferen-
cia arbitraria de Z sobre el conjunto de oportunidades de X, que no
toquen en nada a las bases de su existencia social autónoma, puede
ser estéticamente lamentable, o moralmente reprobable, pero es polí-
ticamente irrelevante. Z puede interferir arbitrariamente en la vida de
X mintiéndole por compasión, por ejemplo. Pero esa interferencia ar-
bitraria es políticamente irrelevante. No es irrelevante políticamente,
en cambio, que Z pueda disponer a su antojo, ya sea por unas horas
al día, de X, porque X está institucionalmente obligado a prestarse a

| 33
eso para poder subsistir, porque X, esto es, carece de medios propios
de existencia que le aseguren una vida social separada y autónoma,
no crucialmente dependiente de otros particulares.
Ahora, cuando se entiende que la base institucional de la liber-
tad republicana clásica es –digámoslo expeditamente– la propiedad,
entonces las diferencias berlinianas entre libertad de (“negativa”) y
para (“positiva”), que pueden tener un cierto sentido psicológico
intuitivo, quedan reducidas a nada. Por un lado, es la libertad para
(“positiva”) autogobernarse administrando las bases materiales de su
existencia autónoma lo que ejercita a los individuos en la virtud, lo
que les capacita en primera instancia para ser ciudadanos libres. Por
otra parte, el Estado está tan obligado a ingerirse “positivamente”
(y a veces, costosísimamente) en el conjunto de oportunidad de la
miríada de individuos que podrían tratar de destruir la libertad de no
interferencia (“negativa”) de X en el autogobierno (“positivo”) de
su propiedad, como a “asistir” (“positivamente”) a X en su libertad
para (“positiva”) resistir lícitamente el asalto9.
Más prometedor –y conceptualmente menos confuso– que con-
traponer una supuesta libertad “negativa” a otra supuestamente
“positiva” sería contraponer, à la Nozik, a la tradicional libertad
republicana una nueva libertad “liberal” que, a despecho del mol-
de republicano sobre el que está vertido el entero derecho público
contemporáneo –a las teorías normativas a-institucionales no tienen
por qué arredrarles enormidades así–, permitiera alienar a voluntad
todos los derechos constitutivos personales, destruir todo lo que no
fueran derechos instrumentales. Lo malo es entonces que la mayoría
de teorías normativas rotuladas como “liberales” dejarían de serlo,
o habría que considerarlas –según hace el propio Nozick– inconse-
cuentemente liberales.
Tal vez no sea ocioso decir en este contexto que la teoría “liber-
tariana” de Nozick fue importante, no porque consiguiera muchos
adeptos, sino porque, sin pretenderlo, puso el dedo en varias llagas
de los llamados “liberalismos de izquierda”, construidos con meto-
dología rawlsiana y erigidos explícitamente sobre una fantaseada
“libertad negativa” à la Berlin. Y particularmente en estas dos:

9 Para una crítica devastadora de las cribas berlinianas entre libertad negativa y
positiva y entre derechos supuestamente negativos y derechos supuestamente
positivos, cfr. Holmes y Sunstein, 1999. Dicho sea de paso: a construcción a-in-
stitucional –o semi-institucional– de la libertad republicana tiene otras consecuen-
cias en el republicanismo de Pettit, la más notable de las cuales es la debilidad
(institucional) y el sesgo a-histórico de su caracterización de los por él llamados
“grupos de vulnerabilidad”, de los grupos y clases sociales susceptibles de ser
dominados.

34 |
Una: si el concepto de libertad política se construye a-institu-
cionalmente (como mera cuestión psicológico-moral: ya como mera
capacidad –“positiva”– para elegir bien dentro de un conjunto de
oportunidades, ya como mera capacidad –“negativa”– para no ser
interferido en las propias elecciones; ya como un intermedio), en
vez de institucionalmente (como conjunto de derechos inalienables
constitutivos de existencias sociales separadas y autónomas, con base
material independiente propia), entonces, con un poco de pericia de
sofista, el concepto mismo de “libertad” puede quedar reducido al
absurdo cuando se pone inopinadamente en contacto con realidades
institucionales tangibles (puedo venderme a mí mismo “libremente”
como esclavo, y la única manera de impedirlo es que el gobierno
viole “totalitariamente” mi “libertad” para hacerlo).
Y dos: la teoría de Nozick puso el dedo en la llaga del viejo
problema –ignorado como tal problema normativo por el utilitaris-
mo y por el liberalismo histórico del XIX– del trabajo asalariado.
La tradición republicana, desde Aristóteles y Cicerón, hasta Kant10,
Adam Smith y Marx, consideró el trabajo asalariado como trabajo
semiesclavo: el misthotós aristotélico, como el ciceroniano operario
firmante de un contrato de servicios (locatio conductio operarum),
lo mismo que el “mecánico” de Smith o el proletario industrial de
Marx, es invariablemente visto como un esclavo a tiempo parcial,
como alguien que firma voluntariamente un contrato temporal de
esclavitud, y por lo mismo, y de acuerdo con el derecho romano
republicano11, como alieni iuris (de aquí “alienación), no como sui
iuris capaz de mantener intactos sus derechos constitutivos. Recupe-
rando inopinadamente –y de un modo revelador, a-institucionalmente
sesgado–12 el viejo debate histórico republicano sobre esas cuestiones
(debate orillado, más que vencido, por el liberalismo histórico-real
europeo del XIX, que necesitaba presentar como “libres” incluso a
los trabajadores industriales más abyectamente sometidos al despo-
tismo patronal en las fábricas, sin dejar, por supuesto, de excluirles,
mediante el sufragio censitario, de todo derecho político), Nozick
volvió a poner sobre la mesa de discusión normativa académica el
problema de la libertad de los (institucionalmente) desposeídos, for-
zados (institucionalmente) a firmar contratos, más o menos regulados
públicamente, de subalternidad y sumisión (temporal) voluntaria a

10 Véase el capítulo de María Julia Bertomeu en este volumen.


11 Para la influencia del derecho romano en la axiología republicana, cfr. el capítulo
de Francisco Javier Andrés en este volumen.
12 Sobre este asunto, véase el capítulo de Jordi Mundó en este volumen.

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terceros. Insistiendo en que esos contratos voluntarios de esclavitud
temporal son completamente libres (y a fortiori, si lo es el contrato
voluntario de esclavitud de por vida), Nozick se convirtió en un
campeón filosófico de la lucha ultraconservadora contra la regulación
pública de los mercados de trabajo y de las condiciones laborales en
el mundo de la empresa.
3. Último ejemplo: Supóngase que lo que se quiere es contraponer
la concepción liberal de la neutralidad del estado con la concepción
republicana de la neutralidad del estado. Ideas máximamente vulgares
–y por lo tanto, máximamente repetidas– se expresan en afirmaciones
de este tipo: como el “liberalismo” no está comprometido con la vir-
tud, no es una doctrina política moralmente perfeccionista (empeñada
en hacer buenos ciudadanos), y por eso puede tener una concepción
neutral del estado, y por eso puede ser una doctrina política no sec-
taria, sino tolerante. En cambio, el “republicanismo” está firmemente
comprometido con la virtud de los ciudadanos; luego, es una doctrina
política moralmente perfeccionista (empeñada en hacer buenos a los
individuos); luego, es incompatible con un Estado que sea neutral
entre las distintas concepciones del bien; luego, es una doctrina políti-
camente sectaria, incompatible con la tolerancia entre las distintas
concepciones del bien.
Se puede observar que este esquema vulgar de argumentación va
prendido de las ideas del último Rawls (1996) sobre el “consenso
entrecruzado” entre las distintas concepciones del bien y sobre la
forma de construir la tolerancia y la neutralidad del Estado como un
axioma metodológico (y no, por ejemplo, à la Dworkin, como un
teorema, derivado de una determinada concepción abstracta de la
buena vida y de la virtud personal). Pero prendido en alfileres. Pues,
por lo pronto, también para Rawls es importante la virtud: solo que
él la construye normativamente en el plano “ideal”; mientras que la
tradición republicana trabaja en un plano no ideal de abstracción.
Pero supongamos que este esquema vulgar de contraposición libera-
lismo/republicanismo estuviera prendido de Rawls de un modo más
firme que con meros alfileres. Bien, esa sería entonces una carga que
no sólo afectaría al “republicanismo”, sino también a muchas otras
teorías sedicentemente “liberales” que construyen filosóficamente
el problema de la neutralidad y la tolerancia de forma distinta de la
del último Rawls: por ejemplo, el “liberalismo” de Raz, o el “libe-
ralismo” de Dworkin.
Cosa muy distinta es que la tradición republicana se reconozca
en esa caricatura. Y tal vez resulte útil llamar la atención del lector
sobre el hecho de que la tradición histórica republicana no se ha plan-

36 |
teado nunca (a-institucionalmente) la cuestión de la virtud como un
problema de mera psicología-moral. Desde Aristóteles, las refinadas
calas psicológico-morales de la teoría política clásica en la virtud han
ido siempre de la mano de consideraciones institucionales sobre la
base socio-material de la misma. La virtud es, ciertamente, entendida
siempre como capacidad psicológica para gobernar autónomamente
la propia existencia social, y adquirir esa capacidad psicológico-
moral de autogobierno es condición cuando menos necesaria para
poder gobernar con justicia a otros igualmente libres y para dejarse
gobernar con justicia por otros igualmente libres: el vicioso, por lo
mismo que es incapaz de gobernarse y tratarse bien a sí propio, es
también incapaz de gobernar y tratar bien a los demás. Pero esta tesis
de psicología moral –la tesis de la “tangente ática”– (Domènech,
1989) adquiere pertinencia y significado propiamente políticos con
la tesis republicana tradicional complementaria de que sólo sobre el
suelo de una existencia socio-material autónoma, protegida –y cons-
truida– por derechos constitutivos republicanos, florece la virtud en
los individuos. Aristóteles, que no simpatiza con la democracia, niega
que el phaulós (el pobre libre) –y no digamos el doulós, el escla-
vo– tenga base autónoma de existencia (propiedad); y por eso niega
que pueda ser plenamente libre, y por eso quiere privarle de derechos
políticos. Pero los demócratas atenienses (el partido, precisamente,
del dêmos, de los pobres libres) no niegan el substrato axiológi-
co de la afirmación del Estagirita: lo que tratan (como Jefferson en
1787, como Robespierre en 1790)13 es de universalizar el derecho a
la existencia social autónoma y separada, dar las bases materiales de
la misma a los pobres, para que puedan participar como ciudadanos
libres en el proceso político ateniense. De ahí el misthón, los hono-
rarios que la democracia radical plebeya postephiáltica pagará a los
cargos públicos, a fin de que –pobres en su inmensa mayoría– tengan
una base material suficiente para participar como libres en la vida
política. Y de ahí la idea jacobina y jeffersoniana de una democracia
de pequeños propietarios. El mismo liberalismo doctrinario europeo
postermidoriano de la primera mitad del XIX (que aún conservaba
esquemas republicanos de razonamiento), negaba a los obreros in-
dustriales el derecho de sufragio con el argumento de que dependían
de otros –los patronos– para vivir14.

13 Véase el capítulo de Joaquín Miras en este volumen.


14 De ahí la importancia de la propuesta social de la renta básica como instrumento para
garantizar el mencionado suelo de una existencia socio-material. Sobre este punto
véase el capítulo de Andrés de Francisco y Daniel Raventós en este volumen.

| 37
Así pues, en resolución, la virtud republicana no tiene nada que
ver con el perfeccionismo moral, ni reclama una concepción moral
más o menos caprichosa de la buena vida, completamente desco-
nectada de las instituciones sociales básicas. Al contrario: el activo
laicismo de la tradición política republicana parte de una tesis psi-
cológico-moral relativamente modesta, pero institucionalmente muy
perfilada, que dice que, ceteris paribus, cuando los individuos tienen
garantizada y bien defendida por la república una base material para
su existencia social autónoma y separada, suelen desarrollar, bajo un
régimen civil y político bien ordenado, no ya la capacidad para auto-
gobernarse en su vida privada (con solo eso se podría seguir siendo
un idiotés, un “idiota moral”, es decir, alguien que sólo mira por y
para su casa), sino también una característica afición o vocación más
o menos intensas por los negocios públicos, y eso es lo que hace de
un individuo libre un polités, un “ciudadano”.
Por lo demás, la tesis de la neutralidad del Estado es un invento
característicamente republicano, al menos tan viejo como Pericles.
Y ni en el mediterráneo clásico ni en el mundo moderno y contem-
poráneo ha tenido tanto que ver con el respeto –“negativo”– de las
distintas concepciones de la buena vida que puedan tener los ciuda-
danos (algo que el laicismo republicano ha dado desde siempre por
supuesto), como con la obligación “positiva” del Estado republicano
de interferir, y si necesario, destruir la raíz económica e institucional
de aquellos poderes privados que amenazan con disputar con éxito
al Estado republicano su inalienable derecho a definir la utilidad
pública: Cromwell luchaba por la neutralidad del Estado cuando hizo
que sus Ironsides estabularan los caballos en las catedrales inglesas;
la I República francesa luchaba por la neutralidad del Estado cuando
desamortizó los bienes de la Iglesia galicana; la República helvética
luchaba por la neutralidad del Estado cuando expulsó a perpetuidad
en 1848 a los jesuitas; Juárez luchaba por la neutralidad de la inci-
piente República cuando expropió los bienes de la Iglesia mexicana;
la I República española y la III República francesa luchaban por la
neutralidad del Estado cuando expulsaron a los jesuitas en el último
tercio del XIX; y lo mismo la II República española de 1931; la
República de Weimar luchaba por la neutralidad del Estado cuando
peleó –y sucumbió– contra los grandes Kartells de la industria pri-
vada alemana que financiaron la subida de Hilter al poder; la Repú-
blica norteamericana luchó –sin éxito– por la neutralidad del Estado
cuando trató de someter, con la ley antimonopolios de 1937, a lo
que Roosevelt llamaba los “monarcas económicos”; la IV República

38 |
francesa luchaba por la neutralidad del estado cuando expropió al
colaboracionista Sr. Renault su fábrica de automóviles, etc.
Y desde el punto de vista republicano –y con todos los respetos–,
en un mundo, como el nuestro, en el que sólo 21 Estados de derecho
tienen un PIB más alto que alguna de las 6 primeras grandes empre-
sas transnacionales privadamente regidas, la discusión en serio sobre
la neutralidad del Estado no debería ser tanto esa quisipreguntilla
que debe de entretener a tantos académicos ociosos sólo porque se
responde por sí misma (“Profesor, ¿puede el Estado tomar partido
por algunas de las distintas concepciones del bien?”; —“¡No, hombre
de Dios! ¡Claro que no! ¡Lea Vd. la Oración Fúnebre de Pericles!”).
Sino que debería ser más bien: ¿sobrevivirán las democracias al de-
safío de unos poderes privados transnacionales neofeudales enorme-
mente crecidos y manifiestamente dispuestos a disputarles con éxito
el derecho a definir democráticamente el bien público?
Filosóficamente, nos sentiríamos más que satisfechos si este libro
contribuyera algo a aclarar los términos de un debate innecesaria-
mente confuso.
Políticamente, estamos convencidos de que, por lo mismo que la
veteranísima tradición republicana permite entender mejor el pasa-
do, ayuda a hacer más inteligible el presente. Y como republicanos
democráticos, nos gustaría creer que una mejor comprensión del pa-
sado y del presente puede también encender una chispa de esperanza
política en el futuro.

Buenos Aires, Barcelona, Julio de 2003

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40 |
1
LA LIBERTAD REPUBLICANA Y SU
TRASCENDENCIA CONSTITUCIONAL*

por Philip Pettit**

En este trabajo ofrezco algunos ejemplos de la trascendencia cons-


titucional de la concepción republicana de libertad. Analizo las im-
plicaciones de este ideal para el imperio de la ley, la separación de
poderes, y el modelo democrático. Para hacerlo, me apoyo libremente
en materiales ya publicados, especialmente en las secciones 2 y 3.
Este análisis es un intento de reunir varias temáticas constitucionales
que estaban separadas en ese otro trabajo que publiqué (Pettit, 1997;
1999; 2000). Aunque estoy profundamente en deuda con el trabajo
conjunto realizado con John Braithwaite (1990), debo decir que en
este caso no me baso explícitamente en él.
Vale la pena explorar la trascendencia constitucional de la li-
bertad republicana por tres razones. Una es que muchos mandatos
constitucionales tienen su origen, históricamente, en una tradición
fuertemente influida por el pensamiento republicano. Una segunda
razón es que la concepción republicana de libertad revela una lógica
común para estos distintos mandatos, mientras que otras justificacio-
nes proporcionan diferentes explicaciones para cada uno de ellos. Y
una tercera es que una vez identificada esta lógica, ofrece sugeren-

* Publicado originalmente en la Australian Journal of Legal Philosophy [25 (2)


(2000):1-20], bajo el título “Republican Liberty and its Constitutional Signifi-
cance”. Traducido para esta edición por Francisco Herreros Vázquez.
** Philip Pettit es profesor de filosofía política, Research School of Social Sciences,
The Australian National University.

| 41
cias importantes acerca de cómo deben entenderse y desarrollarse
los mandatos constitucionales para adaptarse a unas circunstancias
cambiantes.
Hay una conocida ambigüedad en la forma en la que los científi-
cos hablan de las leyes y vale la pena reconocer que nuestra discusión
de la constitución está sujeta a un mal similar. Los científicos, cuando
hablan de leyes, pueden querer decir leyes en el sentido de las re-
gularidades de la naturaleza: regularidades con respecto a las cuales
nunca pretenden tener más que un conocimiento falible. O pueden
referirse a leyes en el sentido de las generalizaciones defendidas en
una teoría: leyes en el sentido en el que nos agrada hablar de las leyes
de Newton, tomándolas como intentos de formular regularidades
naturales. En el primer sentido, las leyes constituyen un régimen
objetivo que gobierna el mundo. En el segundo, son fórmulas teóricas
que intentan explicar ese régimen objetivo.
Hay una ambigüedad similar en el término “constitución”. Cuan-
do los pensadores de los siglos XVII y XVIII hablaban con alabanza,
algo que hacían a menudo, de la constitución británica, tenían en
mente un régimen no escrito que regía, tal como ellos pensaban, en el
mundo objetivo de las leyes y la política británica. Escribían sobre la
constitución de Gran Bretaña de la misma manera que Polibio había
escrito de la ethe o costumbres de una sociedad frente a las nomoi
o leyes, o que Maquiavelo había escrito sobre la profundidad de los
ordini frente a las más pedestres leggi. Tenían en mente algo como lo
que Rawls (1971) nos quiere transmitir cuando habla de la estructura
básica de la sociedad. Pero cuando los escritores contemporáneos
hablan de una constitución, en lo que normalmente están pensando
no es en una estructura objetiva o una administración de los asuntos
de un pueblo, sino más bien en un documento que formula e intenta
regular esa estructura o administración. Se refieren a la “constitu-
ción” en el sentido en que hablamos de la constitución americana o
la australiana, no en el sentido en que los escritores antiguos hablaban
de la británica.
Al centrarme en la trascendencia constitucional del ideal repu-
blicano de libertad, debo decir que tengo en mente su trascendencia
para la constitución de una sociedad en su sentido más vago, objeti-
vo, del término “constitución”. La constitución de una sociedad en
ese sentido viene dada por ciertas pautas objetivas que prevalecen
en la vida social y política y que son tratadas como normativas por
los participantes. Son las regularidades normativas que determinan
en particular tres amplias materias: cómo cubrir las posiciones de
autoridad en la sociedad –legislativas, ejecutivas y judiciales; qué

42 |
constricciones tienen que dirigir el ejercicio de estas distintas formas
de autoridad; y cómo se pueden realizar cambios, si pueden realizar-
se, con respecto a esas dos materias–.
Dicho esto, me pongo manos a la obra. En la siguiente sección
establezco qué es lo que entiendo por el ideal republicano de liber-
tad, y su relación con el ideal más común de la misma. En las tres
secciones siguientes me ocupo de la trascendencia de ese ideal para
el imperio de la ley, la separación de poderes y el modelo de demo-
cracia. Posteriormente, en la sección quinta y definitiva me ocupo
de la diferencia entre las implicaciones del ideal republicano y del
ideal más común.

1. El ideal republicano de libertad.


La idea central
La tradición republicana, tal como yo la entiendo, es antigua y
amplia (Pocock, 1975). La tradición se asocia con Cicerón durante la
República romana, con varios escritores, sobre todo Maquiavelo –“el
divino Maquiavelo” de los Discursos– en las repúblicas italianas del
Renacimiento, con James Harrington, Algernon Sydney y una mul-
titud de autores menores durante y después de la guerra civil inglesa
y la república, y con los diversos teóricos de la república o com-
monwealth en Inglaterra, América y Francia en el siglo XVIII. Estos
teóricos –los commonwealthmen, tal como se les denominó– estaban
muy influidos por John Locke, y, posteriormente, por el barón de
Montesquieu. De hecho, reclamaban a Locke y a Montesquieu, con
buenas razones, como unos de los suyos. Están bien representados en
documentos como las Cato’s Letters (Trenchard y Gordon, 1971), y,
en la orilla americana del Atlántico, los Federalist Papers (Madison,
Hamilton y Jay, en: Kramnik, 1987).
He argumentado ampliamente en otro sitio, desarrollando el tra-
bajo de Quentin Skinner (1997) y otros historiadores, que la larga tra-
dición republicana está asociada de manera bastante consistente con
una concepción particular de la libertad (Pettit, 1997; 1999; 2000).
Bajo esta concepción una persona es libre sólo en la medida en que
nadie ocupe una posición de dominus en su vida: ni ningún déspota
privado ni ninguna autoridad pública. Nadie es capaz de interferir en
lo que hace en la medida en que no se vean obligados a hacerlo para
respetar el interés percibido de la persona en cuestión. Nadie tiene
un poder de interferencia arbitrario en sus asuntos.

| 43
2. Un ideal socialmente exigente
Esta concepción de libertad es socialmente exigente, en la medida
en que significa que la dependencia de la buena voluntad de otro
–tener que vivir a merced de otro– es contraria a la libertad. Incluso
si el otro en cuestión –el dominus– es perfectamente feliz dejando a
la persona hacer lo que quiera, el propio hecho de la dependencia y
la vulnerabilidad, de la posibilidad para ese dominus de ejercer una
interferencia arbitraria, significa que la persona no es libre. Todo lo
que haga, lo hace por permiso implícito del dominus. Vive en una
esfera de dominación que, como un campo de fuerza, distorsiona el
carácter de todo lo que intente hacer.
Los republicanos tradicionales han dado mayor fuerza a esta idea
asociando la sujeción a un amo, incluso a uno amable y atento, con
la servidumbre. El súbdito debe siempre tener en cuenta los deseos
del amo y, si es necesario, censurar lo que él o ella hace para evitar la
posibilidad de molestar a su amo, despertando al déspota que siempre
se supone que duerme en su interior. Quizá la mejor esperanza de no
interferencia reside en vivir a la sombra de un amo amable y censu-
rarse aquellas elecciones –quizá aquellas pocas elecciones– que pro-
vocarían la interferencia. Pero eso no significa que este modo de vivir
sea libre. Para la tradición republicana que encontramos en escritores
tan diferentes como Cicerón, Maquiavelo, Harrington, Montesquieu
y Madison, esta autocensura es el epítome mismo de la falta de liber-
tad. La persona libre, la persona capaz de actuar libremente, no puede
verse obligada a vivir bajo ese régimen. Él o ella debe ser capaz de
ser franco y audaz y no tener que mirar con deferencia o miedo a
ningún otro. Debe ser capaz de mirar a cualquiera a los ojos.
Digo que esto es una concepción de libertad socialmente exigente
porque significa que las mujeres y los sirvientes, teniendo en cuenta
su posición en todas las sociedades pre-modernas, no eran libres. Aun
suponiendo el marido o el amo más amable del mundo, el sirviente
o la mujer vive a su merced: in potestate domini. Y eso es suficiente
en sí mismo para situarles fuera de la esfera de libertad.
Por supuesto, el radicalismo social de su idea no causó ninguna
inquietud a los republicanos tradicionales, dado que se asumió nor-
malmente durante todo el período de su hegemonía que los ciuda-
danos con derechos políticos eran sólo los propietarios hombres. En
este sentido, uno de los más francos de los republicanos, Algernon
Sidney, podía escribir a finales del siglo XVII en unos términos muy
complacientes sobre la posición de un criado: “Debe servirme como
me plazca, o irse si yo quiero, aunque me haya servido bien; y no

44 |
le hago ningún mal al echarle, en el caso de que o bien no quiera
tener un criado, o encuentre a otro que me complazca más” (Sidney,
en: West, 1990). Y en la misma época Mary Astell podía escribir
con una exactitud mordaz –si no al margen de los normales moti-
vos feministas (Springborg, 1995)– sobre la posición de las mujeres
bajo los principios republicanos. “Si todos los hombres han nacido
libres, ¿cómo es que todas las mujeres han nacido esclavas? Porque
deben serlo, ya que estar sujetas a la voluntad inconstante, incierta,
desconocida, arbitraria, de los hombres, ¿no es una condición de es-
clavitud? ¿Y no lo es si, tal como dicen nuestros maestros, la esencia
de la libertad es vivir bajo unas normas estables?” (Hill, 1986).

3. Un ideal de discriminación constitucional


La concepción republicana de la libertad como no dependencia
o no dominación no sólo es socialmente exigente, sino constitucio-
nalmente discriminante. El Estado y la ley son inevitablemente coer-
citivos. Deben establecer impuestos a los ciudadanos para obtener
recursos, amenazar con penas a aquellos que vulneran la ley, e impo-
ner penas a aquellos condenados por su vulneración. ¿Privarán esas
interferencias de su libertad a los ciudadanos? No necesariamente,
de acuerdo con el ideal republicano. En el caso de que el Estado
que interfiere esté obligado a respetar los intereses percibidos de los
ciudadanos en su manera de interferir, no les dominará. Pueden verse
limitados por las acciones del Estado, al igual que se ven restringidos
por limitaciones naturales. Pero esas acciones, como las limitaciones
naturales, no representarán una forma de dominación en sus vidas.
Pueden reducir el ámbito de elección en el cual disfrutar de libertad
como no dominación, pero no situarán a la gente bajo el poder de
un dominus.
Los republicanos tradicionales estaban más interesados en las
implicaciones constitucionales que en las sociales de su concepción
de la libertad. Lo que argumentaban al respecto es que hay unos in-
tereses comunes percibidos por todos los ciudadanos –una vez más,
debo destacar que tenían una concepción restringida de la ciudada-
nía– de manera que el Estado que sea obligado a seguir esos inte-
reses no será arbitrario y dominante y no ofenderá la libertad de los
ciudadanos en el sentido de dominarles. Una vez que el Estado esté
orientado al bien común o a la riqueza común, como se solía decir
–una vez que se vea obligado a obtener su guía de acción de la res

| 45
publica– no representará un poder en las vidas de las personas que
las haga no ser libres. El ideal republicano era constitucionalmente
discriminante, en el sentido de que daba claras indicaciones sobre
cuándo una constitución era satisfactoria y cuándo no. Cualquier
constitución o régimen que permita que los gobernantes tengan un
grado de poder arbitrario sobre su pueblo, un poder que no está obli-
gado a servir el interés común percibido por el pueblo, sería bajo esos
términos objetable.
Esta temática del pensamiento republicano fue objeto de afirma-
ciones exageradas en el trabajo de escritores como Rousseau y Hegel
–afirmaciones en el sentido de que la ley podía obligar a la gente a
ser libre– y es importante que la entendamos adecuadamente. La
idea es que el Estado y la ley, si siguen fielmente el interés común
percibido por el pueblo (una condición muy fuerte, por supuesto) no
atentarán contra su libertad en el sentido primigenio y más básico
de dominarlo; si se quiere, no comprometerán la libertad del pueblo.
Pero el Estado y la ley afectarán necesariamente a la libertad de la
gente en otro sentido secundario: sin dominarles, sus imposiciones
coercitivas restringirán el ámbito de libertad en el cual pueden dis-
frutar de la ausencia de dominación. Sin comprometer su libertad,
esas imposiciones no obstante la condicionarán: tendrán el mismo
efecto condicionante o restrictivo que tienen los obstáculos y las
limitaciones naturales. Si es éste el caso, la concepción republicana
de la libertad enseña una doble lección al pensamiento constitucio-
nal. En primer lugar, las constituciones deben ser diseñadas para
minimizar la dominación del Estado. Y, en segundo lugar, que entre
dos constituciones no dominadoras que sean igualmente buenas en
evitar la dominación por parte de otros, la que impone menores res-
tricciones será la mejor. Permitirá al pueblo disfrutar de ausencia de
dominación para un rango mayor de elecciones.

4. El antónimo de la libertad republicana


Antes de seguir profundizando en las implicaciones constitucio-
nales de la concepción republicana de la libertad, debería en primer
lugar decir algo acerca de la concepción de la libertad que le sucedió,
y que en general prevalece en la actualidad. Bajo esta concepción, la
libertad está constituida por la ausencia de interferencia más que por
la ausencia de dominación. Una persona se ve privada de su libertad
en la medida en que haya una interferencia real y sólo en la medida

46 |
en que haya una interferencia real. La dominación no está ni en lo
uno ni en lo otro.
El “en la medida” de esta fórmula significa que todas las leyes
disminuyen la libertad, dado que toda ley es coercitiva. Y todas las
leyes disminuyen la libertad, estén obligadas o no a perseguir el
interés común, sean o no arbitrarias en el sentido republicano. En
consecuencia, la nueva concepción es constitucionalmente menos
discriminante que la antigua. No requiere en sí misma una forma no
arbitraria de ley y de gobierno: si se requiere, será en todo caso sobre
la base de otros valores. La parte de la fórmula donde dice “solo en
la medida en que”, por otro lado, significa que el mero hecho de ser
dependiente de la buena voluntad de otro, el mero hecho de tener
un dominus, no disminuye la propia libertad. Siempre que el amo en
cuestión no interfiera realmente, la propia libertad como ausencia de
interferencia permanece intacta. Y por ello la nueva concepción es
también socialmente menos discriminante que la antigua.
El relato histórico de cómo la libertad como ausencia de interfe-
rencia le ganó la mano a la libertad como ausencia de dominación
está estrechamente relacionado con esta diferencia en el significado
social y constitucional de ambos ideales. Tal como conté en otro
lugar (Pettit, 1997, cap. 1), el ideal de la libertad como ausencia de
interferencia ganó fuerza por vez primera a finales del siglo XVIII
(aunque ya había sido sugerido anteriormente en el siglo XVII por
el gran oponente del republicanismo Thomas Hobbes).
En ese momento el ideal republicano era constitucionalmente
problemático, porque sugería que el dominio colonial en las colonias
británicas de América convertía a los colonos en esclavos. Estaban
sujetos a un gobierno que, aunque en general benigno, no estaba
obligado a seguir sus intereses percibidos y que tenía la posición
de un dominus. Esto llevó a Richard Lind y a otros autores a sueldo
del gobierno de Lord North a argumentar que la libertad debería
entenderse como ausencia de interferencia, que todos los gobiernos
reducen la libertad de sus ciudadanos entendida en ese sentido, y,
por tanto, que los americanos no tenían más motivos de queja que
los propios británicos (Lind, 1776). Se sugería, por consiguiente, que
la cuestión no era si el gobierno de Gran Bretaña sobre las colonias
americanas era arbitrario y dominador, sino más bien si era en gene-
ral bueno: si, por ejemplo, evitaba más interferencia de otros en las
vidas de la gente que la que él mismo les infligía.
Pero a finales del siglo XVIII la concepción republicana de la
libertad era también un ideal socialmente problemático. En este pe-
ríodo era ya imposible no tener en cuenta a las mujeres y los sirvien-

| 47
tes tan completamente como había sido costumbre hasta entonces.
Por varias razones, estos grupos pasaron también a ser considerados
como parte de la base social de la que se tenía que preocupar el
Estado. Pero si se suponía que el Estado debía promover la libertad
de sus súbditos (algo en lo que todos estaban de acuerdo), y si se
entendía que la libertad requería ausencia de dominación, entonces
esta extensión de las obligaciones del Estado para incluir a mujeres
y sirvientes parecía increíblemente radical. Habría implicado la dero-
gación de las leyes existentes de familia y reguladoras de la relación
amo-sirviente, dado que esas leyes aseguraban la dominación de las
mujeres y los sirvientes. Mi conjetura es que en este contexto, los
reformadores se vieron atraídos por el ideal alternativo de libertad
como ausencia de interferencia. Esto habría permitido que las mu-
jeres y los sirvientes contasen como personas libres, en la medida
en que no se viesen forzados por sus amos: en la medida en que
sus maridos fueran amables caballeros cristianos, y sus empleadores
agentes económicos racionales que no obtuviesen ningún beneficio
de imponer su autoridad por el mero hecho de imponerla.
En 1785 William Paley publicó The Principles of Moral and
Political Philosophy (Paley, 1825), uno de los libros más frecuen-
temente reeditados a lo largo del siglo XIX. Es significativo que
aunque reconocía que la mayoría de la gente pensaba que la libertad
requería ausencia de dominación (simplificando un poco) él optaba
por el ideal alternativo, juzgando esa concepción demasiado radical.
Decía en su libro que era una de esas formas de pensar que “enciende
expectativas que nunca pueden ser satisfechas, y perturban la satis-
facción pública con quejas que ni la sabiduría ni la benevolencia del
gobierno pueden eliminar” (ídem:168).
¿De dónde provenía la nueva concepción de la libertad como
ausencia de interferencia? No de Hobbes, que seguía languideciendo
debido a su mala reputación. Más bien del “amigo extraordinaria-
mente valioso e ingenioso” del que Richard Lind (1776:54) dice
que “recibió la idea original” (ídem:18). Ese amigo, a quien Paley
consideraba también como su mentor, era el joven Jeremy Bentham.
Había escrito a Lind un poco antes de la publicación de su panfleto,
reivindicando como propia la nueva concepción y describiéndola
como “la piedra angular de mi sistema”:
“Puede que haya pasado medio año, un año, o algo más,
no me acuerdo exactamente, desde que te comuniqué un
descubrimiento que había hecho, que la idea de libertad no
implica nada positivo, que es meramente negativa, y que,

48 |
de acuerdo con esto, la he definido como “la ausencia de
constricciones” (Long, 1977).
Bentham fue una de las influencias más importantes en el moder-
no pensamiento constitucional y no es sorprendente que la noción
de libertad como ausencia de interferencia asumiese un lugar central
en esa tradición desde sus primeros tiempos. Al argumentar a favor
del ideal republicano de libertad, por lo tanto, y en particular de su
atractivo como ideal constitucional, estoy inevitablemente nadando
contra corriente del pensamiento moderno. Pero, felizmente, no estoy
solo. Juristas americanos como Sunstein (1988; 1993a; 1993c), Mi-
chelman (1986) y Tushnet (1999) ya han comenzado a demostrar la
riqueza constitucional de la tradición republicana y lo que yo tengo
que decir debe verse en el contexto de sus argumentos. Adopto una
línea distintiva, especialmente al considerar la libertad como la idea
republicana central, pero mis argumentos están en gran medida en
consonancia con los suyos.

5. El imperio de la ley
Si queremos, como exige la libertad republicana, que el Estado
republicano no asuma una forma arbitraria y dominante, entonces,
los instrumentos empleados por el Estado deben ser, tanto como sea
posible, no manipulables. Diseñados para perseguir determinados
fines públicos, debe maximizarse su resistencia a ser empleados so-
bre una base arbitraria, quizás faccional. Ningún individuo o grupo
debería tener discrecionalidad a la hora de establecer cómo usar este
instrumento. No se debería permitir que nadie pudiese apropiárselo:
ni alguien que sea completamente benéfico e inspirado por el bien
público, ni, desde luego, alguien responsable de interferir por sus
propios objetivos faccionales en las vidas de sus conciudadanos.
Las instituciones y las iniciativas implicadas no deberían poder ser
manipuladas al capricho de nadie.
¿Cómo se puede maximizar la no manipulabilidad de los instru-
mentos republicanos? Para ello es esencial tener en cuenta la reali-
dad empírica y es imposible concebir un proyecto sobre una base
puramente filosófica. Pero bajo cualquier posible escenario una de
las condiciones es, en palabras de James Harrington (en: Pocock,
1992:81), que el sistema debe constituir un “imperio de las leyes y
no de los hombres”.

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Hay dos aspectos a tener en cuenta en la condición del imperio
de la ley. El primero prescribe que las leyes deben tener una cierta
forma: en general, que deben ajustarse a las constricciones descritas
por los teóricos contemporáneos del imperio de la ley (Fuller, 1971;
Ten, 1993). Deben ser generales y de aplicación universal, incluyen-
do a los mismos legisladores. Deben ser promulgadas y anunciadas
anticipadamente a aquellos a quienes se aplican. Y deben ser inte-
ligibles, consistentes y no estar sujetas a constantes cambios, y así
sucesivamente.
Debe quedar claro por qué los republicanos querrán leyes que
se ajusten a constricciones de este tipo. Si las leyes no satisfacen
esas constricciones entonces todo aquel que hace, ejecuta o aplica
la ley puede conferirse fácilmente poderes arbitrarios sobre otros.
Los legisladores que puedan hacer leyes sin estar sujetos a ellas, por
ejemplo (digamos, el Parlamento Británico con respecto a las colo-
nias americanas) tendrán poder arbitrario. Igualmente, legisladores
que puedan hacer leyes con carácter retroactivo o que se apliquen,
como las leyes individuales por alta traición, a individuos o fami-
lias particulares interferirán de manera más o menos arbitraria en
las vidas de las personas. E igualmente, los administradores o los
jueces que puedan escoger a voluntad aplicar leyes que no han sido
promulgadas, o que puedan explotar la oscuridad o la inconsistencia
de la ley para sus propios propósitos, representarán un régimen ar-
bitrario. Si se rompe la constricción del imperio de la ley, entonces
la ley se convierte en campo abonado para la voluntad arbitraria de
las autoridades.
El segundo aspecto de la condición del imperio de la ley presu-
pone que el primero se ve satisfecho y que toda ley que se apruebe
tendrá una forma satisfactoria. Prescribe que en caso de que el go-
bierno tenga que elegir entre actuar sobre una base legal (es decir
legislar sobre el caso de que se trate) y actuar de forma más particu-
larista, debe elegir lo primero, el enfoque basado en principios. Esto
no implica que la acción gubernamental, en el caso de que sea legal,
sea necesariamente buena. La idea es que, siempre que la acción
gubernamental sea realmente necesaria, esa acción debe operar tanto
como sea posible a través de decisiones con rango legal, en particular
a través de decisiones que cumplan las constricciones del imperio de
la ley. Por ejemplo, que no sean ad hoc o ex post.
La lógica republicana de todo esto es que, aunque la decisión
particularista puede ser conformada arbitrariamente por la voluntad
de quien la toma, la norma legislativa basada en principios no es tan
fácilmente manipulable. La legislación será aplicable universalmen-

50 |
te, incluidos potencialmente los propios legisladores, y no les será
fácil, aunque desgraciadamente no les será imposible, orientarla de
forma arbitraria.
La lógica republicana es favorable a extender el imperio de la
ley tanto como sea posible, prefiriendo que las decisiones no sean
particularistas, sino basadas en principios. Esto tiene fuertes impli-
caciones en la forma de funcionamiento del gobierno. Significa que
el objetivo del parlamento debe ser siempre legislar, bajo las cons-
tricciones habituales del imperio de la ley, sobre cualquier cuestión
que se le presente. Pero también significa que otros organismos gu-
bernamentales deben actuar siguiendo el principio de legalidad. Se
les debe permitir actuar únicamente bajo cobertura legal y sólo de
conformidad con los requisitos legales. Por ejemplo, deben ajustar-
se a los protocolos y procedimientos establecidos en la detención,
acusación y procesamiento de los imputados por un delito, o en la
identificación de los beneficiarios de ayudas sociales y en la admi-
nistración de esas ayudas, o en la determinación de dónde deben
localizarse determinadas agencias gubernamentales y dónde deben
ir los beneficios a ellas asociados, y así sucesivamente. El imperio
de la ley exige fidelidad al principio de proceso debido en un amplio
rango de frentes políticos.
Hay varios aspectos a tener en cuenta acerca de esta derivación
del ideal del imperio de la ley de la concepción republicana de la
libertad como ausencia de dominación. Un primer aspecto es que se
trata del tipo de justificación del imperio de la ley que atraía históri-
camente a personajes como Harrington, y, de hecho, a autores repu-
blicanos de la antigua Roma. “No hay nada más absurdo”, escribió
por ejemplo Algernon Sydney, “que decir que un hombre tiene poder
absoluto por encima de la ley para gobernar según su voluntad por
el bien del pueblo y la preservación de su libertad: porque allí donde
hay un poder tal, no puede subsistir la libertad” (Sydney, en: West,
1990:440; cf. 465). Se consideraba que esa condición era esencial
para asegurar que la acción gubernamental no fuera sólo una fachada
detrás de la cual un individuo o un grupo pudiese ejercer un poder
arbitrario. Significaba que la ley era “una norma estable bajo la cual
vivir”, en la frase imputada por Mary Astell a “nuestros maestros”,
y ayudaba a asegurar que el gobierno no representaría “una voluntad
inconstante, incierta, desconocida, arbitraria” (Hill, 1986:76).
El segundo aspecto a tener en cuenta acerca de la defensa re-
publicana del imperio de la ley es que tiene un alcance general y
substantivo. Se aplica no sólo a la legislación, sino también a la
administración. Como hemos podido apreciar, da su apoyo a idea-

| 51
les de justicia natural y proceso debido de la misma forma en que
apoya una noción más estrecha del imperio de la ley. Pero aunque
la justificación es más general en este sentido, no reduce el ideal
del imperio de la ley a algo puramente formal o independiente de
su contenido. Proporciona fundamentos no sólo contra formas de
regulación que violen técnicamente las constricciones normales,
sino también contra normas y decisiones contrarias únicamente al
espíritu de esas constricciones. Consideraremos condenables leyes
técnicamente satisfactorias cuando las categorías en las cuales están
formuladas están escogidas de tal manera que la protección normal
contra la arbitrariedad que proporciona el imperio de la ley no se
aplica a ciertos individuos o grupos.
Finalmente, el tercer aspecto a tener en cuenta acerca de la de-
fensa republicana del imperio de la ley es que no lo sacraliza o lo
fetichiza: no lo considera una constricción absoluta. Supongamos que
si enfatizamos las protecciones contra la arbitrariedad que supone el
imperio de la ley hagamos más daño que bien en un sentido repu-
blicano. Concretamente, que trabemos excesivamente la capacidad
del gobierno de ajustar sus actividades a las necesidades de casos
particulares, y de guiarse por los intereses comunes percibidos. Dada
la justificación que se ha presentado del ideal del imperio de la ley,
podremos ver fácilmente razones por las cuales en esos casos puede
darse razonablemente una capacidad discrecional limitada a los agen-
tes gubernamentales. Si la libertad como ausencia de dominación
está mejor servida bajo un régimen que permite ciertas formas de
discrecionalidad, entonces debe permitirse ese régimen.
Una razón por la cual los republicanos pueden tener una buena
disposición hacia una discrecionalidad de este tipo, y podrían opo-
nerse a cualquier tipo de prioridad absoluta de normas escritas rígidas
(Cambell, 1996; Schauer, 1991), es que hay otros medios, además
del imperio de la ley, para evitar las arbitrariedades. Se puede exigir
a todos aquellos agentes a los que se confiera una discrecionali-
dad limitada que razonen sus decisiones, por ejemplo. Igualmente,
pueden someterse esas decisiones a procedimientos de apelación y
queja, y, además, a un procedimiento de supervisión rutinaria. Por
tanto, la relajación de las estrictas constricciones del imperio de la
ley que supone dar a los agentes gubernamentales un cierto grado de
discrecioalidad se ve compensada por la imposición de otras formas
de conseguir los mismos objetivos: la protección de las personas
frente a formas de interferencia arbitrarias y dominantes por parte
del gobierno.

52 |
6. La separación de poderes
Una segunda condición asociada con la deseabilidad de un siste-
ma constitucional no manipulable de gobierno es que el poder que los
funcionarios y cargos públicos tienen bajo cualquier régimen legal
debe ser separado o dispersado. Así como la condición de imperio de
la ley se refiere a la posición y el contenido de la ley, esta condición
se refiere a la forma en la que opera la ley.
Allí donde hay una ley hay, por necesidad, diferentes roles a cum-
plir. En la taxonomía que quedó establecida finalmente en el siglo
XVIII –memorablemente, sobre todo, en la obra de Montesquieu
(en: Cohler, Miller y Stone, 1989)–, están las funciones de legislar,
ejecutar o administrar la ley, y de adjudicarla a aquellos casos contro-
vertidos en los que es de aplicación. La dispersión del poder requiere
que estas funciones estén muy bien separadas. Y la razón de ello, al
menos desde un punto de vista republicano, es bastante obvia. Una
consolidación de funciones en manos de una persona o grupo de
personas probablemente permitiría que una parte ejerciese un poder
más o menos arbitrario sobre otras. Supondría que podrían disponer
de la ley relativamente sin restricciones. Como escribió Madison “La
acumulación de todos los poderes, el legislativo, el ejecutivo y el
judicial, en las mismas manos, ya sea de uno, unos pocos, o muchos,
y de forma hereditaria, por autoproclamación o de forma electiva,
puede ser considerado con justicia la definición misma de tiranía”
(Madison, Hamilton y Jay, en: Kranmik, 1987:303).
Si sólo se permite a los legisladores legislar de forma consistente
con ciertas leyes o principios existentes, entonces es importante que
aquellos que juzgan si la legislación se ajusta a esas constricciones
no sean los propios legisladores. Y, a su vez, si se exige que aquellos
que ejecutan la ley deben ajustarse a las leyes existentes en su forma
de ejecución, es importante que no sean ellos mismos sus propios
jueces, es decir, que el poder judicial relevante descanse en otras
manos (Montesquieu, en: Cohler, Miller y Stone, 1989:157). Los
poderes de legislación, ejecución y atribución deben ser distribuidos
entre distintas partes y organismos.
Aunque la taxonomía completa de poderes sólo fue establecida
en el siglo XVIII, cuando la así llamada separación de poderes se
convirtió quizás en el tema estrella de la tradición republicana, los
republicanos habían insistido desde mucho antes en la dispersión de
poderes (Vile, 1967). Marchamont Nedham no introducía una nota
novedosa, por ejemplo, cuando en 1657 describía la confusión de los
poderes legislativo y ejecutivo (los poderes ejecutivos incluirían el

| 53
poder judicial) como un gran error de gobierno: “en todos los Reinos
y Estados que han existido en los que ha habido cualquier retazo de
libertad, los poderes legislativo y ejecutivo han estado en manos dis-
tintas: es decir, los legisladores han establecido leyes, como reglas de
gobierno, y después han dado poder a otros para gobernar de acuerdo
con esas reglas” (Gwyn, 1965:131).
Hasta ahora nos hemos concentrado en las funciones de la sepa-
ración de poderes referidas a la ley. Pero, en su versión republicana,
la condición de la dispersión del poder tiene también importancia en
otras áreas. La lógica republicana detrás de la dispersión del poder es,
ceteris paribus, incrementar la no manipulabilidad de la ley y evitar
que el gobierno ejerza influencia arbitraria sobre otros. La asunción
es que en la medida en que el poder está localizado, en el sentido de
acumulado en manos de esta o aquella persona, es potencialmente
dominador. Dada esta lógica, la dispersión del poder que debemos
buscar debe incluir otras medidas aparte de la separación de los po-
deres legislativo, ejecutivo y judicial1.
Una medida que se puede incluir perfectamente es el bicameralis-
mo. Esto supone que hay dos cámaras legislativas, cada una con una
base distinta. De hecho, el bicameralismo, como veremos, es atracti-
vo para los republicanos por varias razones. Otra medida igualmente
familiar es la descentralización del poder que se logra mediante un
sistema federal bajo el cual un número de Estados constituyentes
comparten el poder con el gobierno central. No es por casualidad que
los republicanos hayan sido tradicionalmente parciales hacia las fede-
raciones. Otra medida, en esta ocasión novedosa, es la dispersión del
poder que puede conseguirse en el mundo contemporáneo siempre
que los gobiernos estén de acuerdo en limitar sus acciones por medio
de convenciones o tratados internacionales. Esto tiene el efecto de
conferir poder a los organismos internacionales que interpretan esos
acuerdos. Es probable que esa política sea bienvenida por alguien
que quiera que el poder público esté tan disperso que la libertad de la
gente como ausencia de dominación esté segura en su presencia.
Cuando digo que la dispersión del poder puede requerir más que
la separación de las funciones legislativa, ejecutiva y judicial, me
mantengo fiel a la antigua tradición republicana. Para esa tradición,
la división funcional era parte de un proyecto más amplio de disper-
sión del poder. Este proyecto estaba recogido en el ideal antiguo de
un gobierno mixto en el que están representados diferentes sectores

1 Para una exploración muy original de este tema, véase J. Braithwaite (1997:305-
61).

54 |
y el poder es dado en parte a este organismo representativo (quizá a
esta cámara de representantes) y en parte a aquél (ibid nota 1). Este
proyecto se oponía frontalmente no ya a poner en peligro la división
de funciones, sino a que alguien fuese juez y parte, por ejemplo, o
juez y jurado.
La lógica republicana detrás de la dispersión del poder, en parti-
cular la lógica para la división de funciones, debería contrastarse con
otros posibles argumentos al respecto. Suponga que es usted un po-
pulista, que cree que el pueblo debe ser el único legislador. Suponga,
por ejemplo, que tiene una mentalidad parlamentarista, y piensa que
los representantes del pueblo son la única soberanía legal (Cambell,
1996; Dicey, en: Wade, 1960). En ese caso querrá usted insistir en
que el poder legislativo no debe trasladarse a ningún otro sitio, en
particular que nunca debe caer en manos de un poder judicial no
elegido. Ateniéndonos a la letra de lo que exige la separación de po-
deres, estará usted en lo cierto, al menos por lo que respecta al poder
legislativo. Pero su compromiso con esos principios le llevará lejos
del espíritu que animaba y anima la actitud republicana. De hecho,
le llevará a un espíritu que es anatema directo del republicanismo, al
mirar con complacencia la posibilidad de que una mayoría imponga
su voluntad sobre otros.
El contraste entre las lógicas republicana y populista para justifi-
car la separación entre las funciones legislativa, ejecutiva y judicial
se deriva de unos diferentes puntos de vista acerca de lo exacta que
tiene que ser esa separación. Es muy probable que los republicanos
piensen que realmente no es factible una división exacta. Es sin duda
inevitable, por ejemplo, que al interpretar la ley los tribunales tengan
un cierto poder legislativo. Puede que los republicanos piensen que
no es deseable ninguna división exacta: una reglamentación de fun-
ciones de ese tipo podría comprometer la capacidad del gobierno de
lograr sus objetivos republicanos. Pero eso no tiene por qué preocu-
parles, siempre que el poder todavía esté lo suficientemente disperso.
En este sentido, a los autores de los Federalist Papers que defendían
la Constitución de los Estados Unidos, no les preocupaba la objeción
antifederalista de que la constitución permitía un poco deseable grado
de solapamientos entre límites funcionales (Manin, 1994).
No obstante, los populistas están abocados a adoptar un punto
de vista distinto. Deben pensar que cualquier filtración del poder
legislativo, ya sea en dirección del poder judicial o del ejecutivo,
representaría un mal inherente. Supondría que la ley es conformada
por alguien distinto al pueblo o sus representantes. Deben insistir en
una separación de poderes (o al menos en un aislamiento del poder

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legislativo) tan exactamente como sea posible. Tienen que buscar
una división en compartimentos estancos. Puede que fuese esta ac-
titud populista lo que inspirase las objeciones antifederalistas a la
Constitución de los Estados Unidos. Si fue así, entonces podemos
ver a los antifederalistas como personajes cuyo entusiasmo por la
democracia les llevó a traicionar la preocupación republicana esen-
cial: la de asegurarse contra arbitrariedades del poder, incluso contra
arbitrariedades del poder emanado del pueblo.
Dijimos en relación con la lógica republicana detrás del ideal del
imperio de la ley que conecta con una justificación tradicional del
ideal, que da una resonancia general a dicho ideal y, sin embargo, no
lo sacraliza o le da un valor absoluto. Se trata de tres aspectos parale-
los que se aplican, lo vemos ahora claramente, al origen republicano
del ideal de la separación de poderes.
Ese origen, tal como he destacado, es el que figura en la historia
intelectual e institucional de la idea de la separación o dispersión del
poder estatal. Y, a este respecto, es distinto, por ejemplo, del argumen-
to más populista de por qué es importante esa separación. En segundo
lugar, ese origen reclama una dispersión del poder, no sólo en la forma
estrecha y funcional de separar las autoridades legislativa, ejecutiva y
judicial, sino también en el sentido más amplio ilustrado por el bica-
meralismo, el federalismo e iniciativas más recientes por las cuales los
Estados-nación se colocan bajo varias regulaciones internacionales.
En tercer y último lugar, este origen republicano no hace un fetiche
de la separación de poderes. En particular, permite que una vez que
los poderes están en distintas manos, pueda haber solapamientos entre
las distintas fronteras de los tres poderes. No convierte la separación
de poderes en una constricción purista y absoluta.

7. Diseño democrático
La asunción en las secciones precedentes ha sido que en la medi-
da en que la interferencia del gobierno en las vidas de la gente esté
obligada a perseguir el interés común percibido, esa interferencia no
será arbitraria. Pero, ¿qué intereses en concreto debería perseguir?
Aquellos intereses, diría la tradición, que servidos por el gobierno
beneficien a todos. Aquellos intereses que hagan, en primer lugar,
deseable al gobierno.
La cuestión de cómo definir los intereses comunes (los intereses
comunes percibidos) que un Estado republicano debería estar cons-

56 |
titucionalmente obligado a perseguir es un tanto truculenta y mi pro-
puesta al respecto aquí es únicamente ofrecer mi propia definición.
Si los miembros de una población tienen algún interés común, debe
ser que todos se beneficien de intentar cooperar unos con otros para
ordenar sus relaciones, en lugar de no cooperar en absoluto o coope-
rar por grupos. Su interés común, por tanto, serán aquellos bienes
tales que las consideraciones en torno a los mismos en el curso de
una acción cooperativa (unas consideraciones que, necesariamente,
tendrían en cuenta el bienestar de todos) aboguen por proporcionarlos
colectivamente.
El desafío constitucionalista primordial para los republicanos
puede ser replanteado con la ayuda de esta noción de interés común.
Se trataría de identificar instituciones que obliguen al Estado a perse-
guir los intereses comunes de la ciudadanía, y sólo esos intereses co-
munes. Hay dos peligros, por lo tanto, contra los cuales deben actuar
las instituciones requeridas. Uno es el peligro de la negativa falsa:
no identificar y atender ciertos intereses comunes reconocibles. Y el
otro es el peligro del positivo falso: permitir que factores distintos
de los intereses comunes reconocibles sean influencias autorizadas
sobre el gobierno.
Esta observación sugiere que deberíamos buscar instituciones
republicanas que funcionen en dos dimensiones. En primer lugar,
que protejan contra negativas falsas proporcionando un suministro
de candidatas a materias de interés común reconocible para las polí-
ticas gubernamentales que probablemente peque de excesivamente
generoso. Y, en segundo lugar, que protejan contra positivos falsos
proporcionando un control sobre los candidatos a bienes comunes
que hayan sido ya reconocidos, y sobre los otros factores que de-
terminan las decisiones gubernamentales, para comprobar que sólo
los intereses comunes tengan influencia. En la primera dimensión
las instituciones se asegurarán de que todos los intereses comunes
reconocibles sean articulados y autorizados como guías de gobier-
no. En el segundo, las instituciones se asegurarán de que sólo los
intereses comunes reconocibles sean articulados y autorizados en
ese sentido.
La forma obvia de conseguir el primer efecto será abrir todos los
posibles canales para que el público haga propuestas sobre materias
que tengan que ver con intereses comunes reconocibles. Y aquí la
institución relevante es la de las elecciones democráticas en las que
cualquier ciudadano es libre de participar y tiene el mismo derecho al
voto. La competición electoral en ese contexto debería garantizar que
cualquier materia de interés común reconocible sea planteada y aten-

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dida, dado que los candidatos rivales buscan un programa que pueda
atraer un apoyo mayoritario. Esto debería ser así, más concretamente,
siempre que la campaña electoral sea financiada de tal manera que se
de a todas las opiniones la posibilidad de hacer oír su voz.
Pero las instituciones electorales que deberían asegurar que to-
das las materias potenciales de interés común reconocible sean es-
cuchadas (y que deben proteger por tanto contra negativas falsas)
tenderán a quedarse cortas con respecto a los falsos positivos. Dado
que las elecciones tienen que ser de carácter mayoritario, pueden
presentar como materias de interés común reconocible cuestiones que
responden sólo a los intereses de la mayoría. Y dado que solamente
permiten un control limitado de las políticas finalmente llevadas a
cabo por el gobierno, pueden no ser capaces de evitar que los gober-
nantes electos alimenten políticas que no respondan a los intereses
populares. En frases que tienen una amplia resonancia en el seno de
la tradición republicana, el Estado electoralmente democrático podría
ser un despotismo electo; podría representar una tiranía de la mayoría
o, de hecho, una tiranía de esta o aquella elite o grupo.
¿Cómo protegernos de que esos falsos positivos prevalezcan en
los corredores del poder? ¿Cómo garantizar que las personas y las
políticas que obtienen un mandato electoral sean controlados de for-
ma que se reduzcan significativamente las posibilidades de falsos
positivos? ¿Cómo aumentar la probabilidad de que sólo asuntos de
interés común y reconocible puedan dictar los fines y los medios
adoptados en la acción gubernamental?
Los derechos electorales dan al pueblo como colectivo el poder
de un autor indirecto en relación con las leyes y decisiones guber-
namentales. Puede que no sean los autores de lo que dice y hace el
gobierno, pero determinan quiénes son esos autores o al menos quie-
nes serán los supervisores de esos autores. El problema que acabo
de identificar en la democracia electoral proviene de dos fuentes: en
primer lugar, del hecho de que este control de autor es ejercido co-
lectivamente, por lo que las voces minoritarias podrían ser ignoradas.
Y, en segundo lugar, del hecho de que se ejerce indirectamente, por
lo que otros factores podrían dictar la política: en particular, factores
que no es de interés común habilitar.
La metáfora de la autoría sugiere que la forma de protegerse
frente al problema en cuestión (en última instancia, la forma de pro-
tegerse de positivos falsos) podría ser intentar asegurarse de que las
personas normales, individualmente y en grupo, tuviesen el poder
de un editor junto con el de un autor en relación con el gobierno.
Deberían tener un poder sobre lo que hace el gobierno del tipo del

58 |
que tienen los editores acerca de lo que se publica en su revista o
periódico.
La gente no puede tener un poder de veto individual, dado que
eso probablemente haría imposible el gobierno. Muchas políticas
que persiguen los intereses comunes reconocibles pueden perjudicar
más a unos que a otros (por ejemplo, un refugio, hospital o cárcel
deseable para una comunidad debe construirse cerca del patio trase-
ro de alguien) y si la gente tuviese poder de veto entonces aquellos
perjudicados bajo cualquier propuesta podría intentar bloquearla
con la esperanza de traspasar los costes relativos a otros. Pero no
todo editor tiene un poder de veto. Algunos sólo pueden oponerse a
propuestas a las que tienen algo que objetar apelando al juicio de un
consejo editorial. Y una forma de dar el poder de un editor a la gente
normal en relación con el gobierno sería estableciendo posibilidades
paralelas de disputabilidad.
La metáfora de la editorial recoge la idea detrás de la democracia
disputatoria que defendí en el capítulo sexto de mi libro. Pero tiene
dos ventajas que he explorado en trabajos más recientes (Pettit, 1999;
2000). Primero, sitúa la democracia disputatoria en un contexto en
que la democracia electoral es claramente el complemento necesario.
En el libro derivo la democracia electoral del ideal de disputabilidad
más que darle una entidad propia como hago aquí (Pettit, 1997:191).
Y, en segundo lugar, sugiere una base útil desde donde pensar qué
requeriría una democracia disputatoria.
Para apreciar este segundo punto, considérense los pasos que
tendría que seguir un consejo editorial para dar un adecuado poder
de disputabilidad al editor en nuestro periódico o revista imaginarios.
La disputabilidad que asumiese la forma de una apelación al consejo
es probable que sea demasiado exigente –consumiría mucho tiempo
y energía– y no muy eficiente: unas bases adecuadas para la dispu-
tabilidad deberían plantearse caso por caso. Pero hay dos pasos que
nos podemos imaginar que daría el periódico o la revista.
El primero consistiría en que los editores y el consejo editorial
estuviesen de acuerdo acerca de unas bases necesarias para la dis-
putabilidad, en la necesidad de que las propuestas que se sometiesen
a consideración siguiesen ciertas directrices, sobre que los colabo-
radores no estuviesen a sueldo de ciertos intereses, y quizás acerca
de unos límites específicos que cualquier publicación deba cumplir.
Estos acuerdos se incorporarían en unos procedimientos que los es-
critores deberían seguir.
El segundo paso sería conceder espacio para una contestación ex
ante al igual que para una ex post. En lugar de permitir sólo que el

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editor plantee objeciones a una propuesta de publicación ante el con-
sejo editorial, se debería permitir que el editor tuviese algo que decir
en estadios anteriores del proceso invitando a los autores a recibir
consejos y sugerencias de la editorial. Podrían introducir dispositivos
consultivos además de procedimentales para aumentar el poder del
editor y complementar así la disputabilidad ex post.
Regresando ahora a las instituciones republicanas para reducir la
influencia de positivos falsos sobre el gobierno, podemos pensar en
medios a través de los cuales la gente pueda tener un poder editorial
equivalente con recursos equivalentes de naturaleza procedimental,
consultiva y de apelación. Maneras a través de las cuales se pueda
aumentar la disputabilidad pública de las acciones gubernamentales,
y para reducir el riesgo de positivos falsos.
Un ejemplo de recursos procedimentales equivalentes a los dise-
ñados para dar poder al editor son las medidas del tipo considerado en
secciones anteriores. La concepción de la democracia electoral cum
disputabilidad nos sirve para ver esas medidas desde la perspectiva
adecuada. Los recursos previstos son medidas para refrenar y encauzar
lo que el gobierno puede hacer y, en consecuencia, para dar poder a la
gente normal. Incluirán no sólo constricciones derivadas del imperio
de la ley y la separación de poderes, sino también la exigencia de que
las decisiones públicas sean razonadas, la implicación de autoridades
estatutarias en ciertas decisiones, el control del gobierno por parte de
auditores independientes, y la libertad de información.
Pero la disputabilidad de las acciones gubernamentales no se
puede lograr únicamente a través de medidas procedimentales de
este tipo. Los gobiernos de muchos países han dado pasos en años
recientes para permitir que se consulte a los ciudadanos normales
y para que tengan una influencia entre elecciones en la política del
gobierno. No se trata únicamente de la posibilidad de presentar peti-
ciones ciudadanas al parlamento, de que los electores puedan acceder
a sus representantes en el parlamento, o de la existencia de investi-
gaciones y comités parlamentarios puestos en marcha por presión de
la ciudadanía. También se dispone el establecimiento de entidades
consultivas de base comunitaria a las que los organismos adminis-
trativos tienen que consultar, de audiencias y preguntas públicas re-
lacionadas con esta o aquella propuesta del gobierno, la publicación
de propuestas (libros “verdes” o “blancos”, pongamos por caso) y la
obtención de respuestas por parte de los ciudadanos, y la realización
de investigación a través de grupos de discusión, o cualquier otro
procedimiento, para conocer la opinión pública sobre cuestiones en
las cuales el gobierno pretende llevar a cabo un proyecto.

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Considero esas medidas procedimentales y consultivas –sin decir
nada acerca de cómo pueden ser desarrolladas o mejoradas– como
dos de los tres aspectos de una democracia disputatoria (Pettit, 2000).
El tercer aspecto, por supuesto, es el derecho de apelación ex post en
el que me concentro en el libro. Este tercer aspecto, tal como destaco
en el libro, puede adoptar muchas formas, públicas, parlamentarias,
y judiciales. Y la propia forma judicial abarca una multitud de otras
formas diversas, dado que las instituciones realmente existentes en
muchas sociedades muestran que las decisiones gubernamentales
no pueden ser objeto únicamente de revisión judicial de su lega-
lidad. También pueden ser revisadas sobre la base de sus méritos
por tribunales administrativos, o investigados por los defensores del
pueblo para determinar si se pueden plantear quejas más generales
(Cane, 1996).
El resultado es que si nos centramos en la necesidad republicana
de tener instituciones que identifiquen y admitan sólo y a todos los
intereses comunes reconocibles de los ciudadanos, entonces nos ve-
mos abocados directamente a un ideal bidimensional de democracia,
que abarca ideales como los ya descritos. Bajo este ideal la gente
tiene poderes de dos tipos: de autor y de editor. Y bajo este ideal, se
le concede un papel adecuado, por un lado a las instituciones de la
democracia electoral, y, por el otro, a los recursos procedimentales,
consultivos y de apelación de un tipo que se ajusta a los que los
republicanos tradicionales siempre han destacado.
La lección primordial del republicanismo, por lo tanto, es que
la comunidad política debe buscar instituciones que incorporen este
ideal de democracia que es al mismo tiempo electoral y disputable.
Esas instituciones nos protegerían del peligro de que el Estado se
convirtiese en un dominus al dificultar que la política pública no esté
presidida por intereses comunes y reconocibles. Y también deberían
facilitar la emergencia del tipo de política diseñada para aumentar la
libertad de la gente como ausencia de dominación.
En todo caso, hay que decir que en ninguno de los dos casos hay
garantía alguna de éxito. Una política puede pasar el tamiz de los
procedimientos institucionales más finos y no llegar a ser materia de
interés común reconocible. No hay ningún conjunto de instituciones,
por tanto, que puedan mover a la complacencia de alguien compro-
metido con valores republicanos. Dicho de otra manera, la libertad
republicana no es un ideal puramente procedimental (Rawls, 2000).
A pesar de que los procedimientos institucionales son importantes,
sólo proporcionan razones imperfectas para pensar que el ideal es
satisfecho.

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Esta defensa bastante enérgica de la importancia del ideal republi-
cano de libertad para nuestra concepción de la democracia se ajusta
muy bien, creo yo, con la tradición republicana, entendida en un
sentido amplio. La tradición era esencialmente romana en su origen
e inspiración (Sellers, 1995), por lo que aunque daba mucha impor-
tancia a la elección democrática, también enfatizaba la importancia
de los frenos y contrapesos sobre el poder democrático de los que la
constitución romana era, al menos teóricamente, un buen ejemplo.
Esto se reflejaba, por ejemplo, en el hecho de que había cuatro asam-
bleas en Roma, cada una de las cuales tenía su propio poder. Había un
compromiso con el imperio de la ley, una limitación de los mandatos
así como una rotación en los cargos, disposiciones pensadas para
proporcionar disputabilidad, como el derecho de los tribunos de la
plebe a vetar varias decisiones, y así sucesivamente. La tradición
veía esos recursos como medios a través de los cuales se podía dar
poder a la gente, al igual que veían las instituciones electorales como
medios a través de los cuales tenían poder colectivo.
Seguían a Polibio en su rechazo de una democracia sin constric-
ciones que el autor griego sugería, no con toda razón, que estaba
personificada en Atenas. Este tipo de régimen lo definía como “oclo-
cracia” –de “oclós”, que significa “populacho”– y lo contrastaba con
la democracia propiamente dicha (ibid). En ese sentido, los Levellers
en la Inglaterra del siglo XVII, que representaban un republicanismo
democrático radical, argüían que el propósito del gobierno eran los
“varios bienestares, seguridades y libertades” del pueblo –es im-
portante el término “varios”– y su protección requería controlar el
poder del pueblo en su encarnación colectiva, parlamentaria (Mor-
gan, 1988:71).
He defendido anteriormente que mi derivación republicana de los
familiares ideales del imperio de la ley y la separación de poderes
fue históricamente anterior y más importante que las derivaciones
actuales. La cuestión de la democracia es algo distinta, porque hemos
sido tan influidos por una lógica democrática populista más reciente
–una lógica para la cual lo importante es dar poder al vox populi– que
ya no pensamos que las medidas de disputabilidad sean de inspi-
ración democrática. Más bien las consideramos ejemplos de cómo
arriar las velas de la democracia. Por ello, en este caso retrotraernos
a la derivación republicana de la democracia es aún más importante.
Nos recuerda que la democracia se ve impulsada por dos tipos de
viento, uno electoral, otro de disputabilidad –nos recuerda, de hecho,
que no podemos describir a un país como democrático si carece de
las protecciones de disputabilidad– y nos devuelve una imagen más

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redonda y persuasiva del ideal democrático. Bajo esta imagen, lo
que importa es el bien común del pueblo (en su significado original,
no ominoso, de salus populi). Este bien común nos exigirá sin duda
habilitar con poder a la voz electoral, la vox populi, pero nos exigirá
igualmente que esa voz no tenga un poder completo y libre de trabas
sobre las vidas de los individuos.

8. Las distintas implicaciones de la libertad


como ausencia de dominación
Esta última discusión del ideal democrático debería dejar claro
que el tipo de republicanismo que defiendo, que está profundamente
enraizado en la tradición neorromana que influyó sobre las modernas
instituciones occidentales, es distinto del que se puede denominar
más correctamente “comunitarismo”, aunque sea un enfoque que
a menudo invoca el marchamo de “republicanismo” (Pettit, 1998;
Sandel, s/f). Esa doctrina comunitaria generalmente se reclama des-
cendiente del ideal ateniense de la participación política que es acla-
mado, con mayor o menor precisión, por escritores contemporáneos
como Hannah Arendt (1958). Tiene poco que ver con la tradición
histórica real del republicanismo, surgiendo más bien del entusiasmo
por todo lo griego que influyó tanto en el pensamiento romántico
del siglo XIX.
Pero aunque mi republicanismo puede diferenciarse claramente
del comunitarismo en ese sentido, otros podrían decir que no es tan
distinto de la tradición de pensamiento constitucional que concede
un lugar de privilegio a la libertad como ausencia de interferencia,
más que a la libertad como ausencia de dominación. Esta tradición
probablemente merece ser definida, empleando el marchamo más
impreciso de todos los marchamos imprecisos, como liberal. Me
gustaría concluir con algunos comentarios acerca de la acusación de
que la forma republicana de entender y apoyar los ideales constitu-
cionales es indistinguible de la liberal.
Aquellos que sostienen esa acusación argumentarán, con razón,
que aunque la tradición constitucional moderna entiende la liber-
tad como ausencia de interferencia, también defiende –con algunas
diferencias de detalle, por supuesto– los ideales del imperio de la
ley, la separación de poderes, y la democracia con constricciones
constitucionales. Contra ese argumento, mi principal comentario es
que al defender esos ideales, la tradición no los deriva claramente de

| 63
una preocupación por la libertad entendida como ausencia de inter-
ferencia. Más bien tiende a unir retazos de distintas consideraciones
en apoyo de cada uno de los ideales, dejándoles con la apariencia de
una lista de aspiraciones relacionadas de forma contingente. Y a este
respecto, el contraste es profundo y sorprendente con la perspectiva
republicana. Porque bajo esa perspectiva, como he intentado mostrar,
esos ideales constituyen una visión estrechamente conectada de cómo
debería organizarse la vida política, al derivarse todos ellos de una
preocupación común por la libertad como ausencia de dominación.
Pero aún así, se dirá, el ideal de la libertad como ausencia de
interferencia se ve auxiliado en cierto grado por medidas tales como
el imperio de la ley, la separación de poderes, las elecciones demo-
cráticas y el acceso a medidas de disputabilidad. Esas medidas nece-
sariamente reducirán la probabilidad de interferencia de una forma
dañosa en las vidas de la gente. Teniendo en cuenta esto, ¿para qué
se necesita que acuda en su defensa el ideal republicano?
Para responder a esta pregunta, piénsese por analogía en la utilidad
de asegurarse contra un determinado peligro. Agradezco a Geoffrey
Brennan por sugerirme esta analogía. Ese seguro tiene una utilidad
doble en caso normal. Tiene el valor de uso de reducir la probabilidad
de arruinarse en el caso de que el peligro aparezca o se materialice. Y
tiene el valor de seguridad de permitir que el asegurado no se preocu-
pe del peligro, un valor que supone que incluso si el temido suceso
nunca se produce, habrá valido la pena suscribir el seguro.
Bajo el ideal de ausencia de interferencia, las protecciones permi-
tidas por nuestras medidas constitucionales sólo tendrán una forma de
utilidad: la implicada en reducir la probabilidad de ciertas formas de
interferencia. Pero vale la pena tener en cuenta que si pensamos en las
medidas en esos términos, podemos pensar que mantenerlas supone
un coste demasiado alto. Ellas mismas, por supuesto, implican inter-
ferencia, y esa interferencia debe ponerse en la balanza con las inter-
ferencias contra las que protegen. Y no sólo implican interferencia: a
menudo traban la acción del gobierno de tal manera que suponen unos
costes sustanciales, haciendo difícil que el gobierno haga cosas que
podrían aumentar las opciones disponibles para la gente normal.
Sin embargo, bajo el ideal de la ausencia de dominación, las
protecciones que nos proporcionan nuestras medidas constitucionales
serán atractivas no sólo por hacer relativamente poco probables cier-
tas formas de interferencia, sino también por tener un valor similar
al valor de seguridad de los seguros. Tienen el valor de permitir que
la gente sepa que no viven a merced de los funcionarios públicos,
y que pueden caminar con la cabeza alta entre sus iguales. Unas

64 |
buenas políticas republicanas ideales asegurarán que la gente no esté
a merced del poder y la riqueza privados –dominium– y una buena
constitución republicana asegurará que tampoco esté a merced del
poder público: imperium. Esas medidas tendrán el valor de uso de
proteger contra abusos del poder público, pero, en el caso de que
no se produzcan esos abusos, tendrán igualmente el “valor de esta-
tus”, como podríamos llamarlo, de permitir a la gente caminar con
la cabeza bien alta, sin ninguna necesidad de deferencia ante los
gobernantes. John Milton se refirió a este tema cuando dijo acerca
de la “república libre”: “Los grandes caminan por las calles como
los demás hombres, y se les puede hablar libre, familiarmente, sin
adoración” (citado en:Worden, 1991).
Confío en que todo lo que he dicho sea suficiente para mostrar
que la tradición republicana, en particular el ideal republicano de
libertad, nos ofrece una intuición convincente de cómo entender cier-
tos ideales constitucionales y acerca de por qué son importantes. No
pienso ni por un momento, por supuesto, que las sociedades puedan
vivir sólo de ideales constitucionales. Las medidas constitucionales
no son suficientes para promover la libertad de la gente como ausen-
cia de dominación. Las políticas seguidas bajo esas medidas también
deben estar completamente determinadas por ese ideal. Y en cual-
quier caso, los instrumentos constitucionales sobrevivirán en su papel
protector sólo si se ven apoyados por normas cívicas sustantivas y
una extendida virtud cívica (Pettit, 1997: Capítulo 6). Pero aún así,
es manifiesto que el diseño constitucional es importante. Y si tengo
razón, es importante retrotraerlo a los ideales republicanos que lo
conformaron en el pasado. William Paley se salió de la órbita de esos
ideales, tal como vimos, con el argumento de que en una sociedad de
masas serían demasiado exigentes, y, en última instancia, demasiado
subversivos. Pero nuestras sociedades han caminado mucho desde
entonces, y ahora ya no tenemos la misma excusa para apartarnos
de la visión republicana.

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68 |
2
PARA FORZAR A LOS GOBIERNOS
A RESPONDER*

por Andrés de Francisco

Por razones no precisamente banales, han venido creciendo la in-


satisfacción y el descontento con respecto a las democracias con-
temporáneas, con respecto a su performance y a su calidad. Son
muchas, en efecto, las vías de fuga de nuestros sistemas de gobierno
representativo. A la manipulación desde arriba se le une la desa-
fección y el descreimiento ciudadanos, a la desinformación con-
trolada y el descrédito de la clase política les siguen el “cinismo”
y la baja participación de electores y votantes de a pié. Y la brecha
entre representantes y representados se abre y se abre. Al poco de
que el señor Bush fuera aupado a la presidencia de la superpotencia
norteamericana por un escaso margen de votos tantas veces recon-
tados, mostraba John Carlin (2000) en el diario El País –como ya lo
hiciera antes R. Dworkin (1996) en la New York Review of Books,
y antes aún J. Rogers y J. Cohen (1983) en On Democracy– que la
democracia americana es una democracia de y para las clases opu-
lentas y las grandes corporaciones industriales, esto es, de y para
aquellos grupos e individuos con capacidad sustantiva de financiar
las cada vez más costosas campañas electorales. J. Carlin mostraba
también que esta dependencia financiera de los candidatos generaba
férreas constricciones en la agenda y acción políticas posteriores; e

* Quiero agradecer a Fernando Aguiar sus múltiples y acertados comentarios


críticos a las sucesivas versiones previas de este capítulo, que sin duda con-
tribuyeron a mejorarlo sin que, por supuesto, le quepa responsabilidad alguna
sobre el resultado final.

| 69
incidía finalmente en lo que todos sabemos: que la canalización de
los mensajes a través de la pequeña pantalla vacía hasta tal punto de
contenido a los propios mensajes que llega a hacer indistinguibles las
distintas ofertas programáticas, más allá de la imagen, siempre fugaz,
y la telegenia, de los que ponen cuerpo y cara a lo que no parece ya
más que un haz entrelazado de intereses oligárquicos.
Semejante estado de cosas y de conciencia pública no podía dejar
de tener eco en la caja de resonancia que es, con todos sus retrasos,
la Academia, en la que ha pasado ya a mejor vida la autoindulgencia
de la ciencia política de los años sesenta y setenta, que había puesto
marchamo científico –hoy casi nos abochornamos al recordarlo– al
siguiente sofisma: cuanta menos participación, implicación y com-
promiso ciudadanos tanto mejor para el funcionamiento del sistema
“democrático”. En aquellos años, que fueron años de guerra fría y
por tanto de obturación de la libertad de pensamiento, la democracia
llegó a concebirse, al menos por el mainstream de la ciencia política
estándar (por los Berelson, los Lazarsfeld y McPhee, por los Hun-
tington y los Riker, entre otros1) como un sistema intrínsecamente
elitista, como una maquinaria para la elección alternante de elites y,
en consecuencia, como un sistema cuyo funcionamiento óptimo exi-
gía un nivel ínfimo de perturbación desde abajo a fin de que expertos
y elites profesionales diseñaran y ejecutaran sus políticas públicas.
Afortunadamente, sin embargo, la ciencia política contemporá-
nea es más exigente y ha abandonado ese hegelianismo de derechas
que hace de la necesidad virtud pretendiendo que todo lo real es
racional y confundiendo el “es” y el “debe”. Hoy sabemos que el
horizonte normativo de la democracia dista mucho de su facticidad;
hoy la crítica no es acallada por las justificaciones –ahora más a la
defensiva– de la tecnocracia. Y aunque todavía quedan –siempre los
habrá– buen número de intelectuales orgánicos venal y acomodati-
ciamente instalados en el establishment, el léxico democrático se ha
vuelto a enriquecer de forma sorprendente: desarrollo y profundi-
zación democráticos; democracia fuerte, participativa, disputatoria,
asociativa; calidad de la democracia, rearme de la sociedad civil, etc.,
son los términos y epítetos que más aparecen en lo que podríamos
llamar el resurgimiento de un programa convergente de investigación
político-normativo sobre la democracia2.
1 Puede encontrarse una revisión crítica y muy documentada de toda esta literatura
en Deluca, 1995: caps. 5-7.
2 Buenos ejemplos de ello, cada uno desde su propia perspectiva, son: Barber,
1984; Dahl, 1982 y 1985; Sandel, 1996; Cohen y Rogers, 1995; Putnam, 1993;
Bowles y Gintis, 1987; Hirst, 1994; y Elster, 1998.

70 |
1. Accountability y “responsividad”
Dentro de toda esta literatura que, desde los últimos veinte años,
viene reclamando la necesidad de fortalecer nuestras debilitadas de-
mocracias, hay dos categorías centrales, las de “accountability” y
“responsiveness”3. El intraducible término de “responsiveness” pro-
cede de “responsive”, adjetivo que, aplicado a un gobierno –o a un
régimen–, lo califica como un sistema en el que las medidas políticas
–legislativas o ejecutivas– responden a la voluntad de la mayoría del
demos, a sus necesidades y preferencias explícitas. Subrayo lo de
“explícitas” a) porque esas necesidades y preferencias pueden estar
implícitas o incluso inhibidas o reprimidas. Éste es un problema serio
del concepto de responsiveness: la génesis de esa inhibición o repre-
sión puede ser el poder político mismo (mediante el uso de técnicas
de manipulación y control mediático) o un grado de subdesarrollo del
propio proceso democrático en su base (baja participación, inmadurez
de la cultura política, etc.). Y subrayo lo de “explícitas” b) pese al he-
cho de que las preferencias y necesidades manifiestas pueden juzgarse
erróneas, desinformadas o colectivamente contraproducentes. Soy de
la opinión de que nadie –y menos una supuesta tecnocracia de exper-
tos– tiene la llave de la verdad sobre el óptimo o los óptimos, siquiera
locales, en la arena política. Nadie ha demostrado todavía que las
elites y los expertos tengan un acceso más ecuánime a la información
o que no padezcan sesgos estructurales de cognición y procesamiento
de esa información o que siquiera puedan reunir toda la información
relevante en el momento preciso de tomar sus decisiones. Antes al
contrario, en nombre del conocimiento experto se han cometido las
mayores barbaridades; en nombre de los “verdaderos” intereses de los
gobernados, las elites no han dejado de defender y promover –tantas
veces a sangre y fuego– sus privilegios e intereses particulares.
En cualquier caso, la reponsiveness recoge –parcialmente– el
ideal de soberanía popular, pues qué grado de soberanía tendría un

3 Una buena muestra de por dónde van los tiros en el uso de estos dos conceptos
por parte de la ciencia política contemporánea es el libro de Przeworski, Stokes
y Manin (1999). Yo, sin embargo, no restrinjo como ellos el concepto de ac-
countability a la sanción sobre los resultados de las políticas públicas. Esta es
una restricción innecesaria que sólo se explica, en su caso, porque su objetivo
es analizar las elecciones en las democracias parlamentarias modernas como
posible mecanismo de accountability (como mecanismo de “renovación con-
tingente”). Pero, aún así, los electores no tienen por qué sancionar retrospecti-
vamente, mediante su voto, sólo los resultados de las políticas; también pueden
juzgar y valorar y sancionar o premiar intenciones y decisiones justificadas,
independientemente de que llegaran a buen puerto o fracasaran.

| 71
demos si sus demandas y necesidades –explícitas– no obtuvieran
la suficiente respuesta y con la suficiente rapidez por parte de sus
gobiernos: ¡ninguna!
Por su parte, el mecanismo de la accountability responde al prin-
cipio clásico de la euthyna (cfr. de Ste. Croix, 1988:335), de la “rendi-
ción de cuentas”, a la que, en la democracia ateniense, debía someterse
todo mandatario al final de su mandato. Sea como fuere, se dice que
un sistema político –donde unos gobiernan y otros son gobernados– es
accountable cuando los gobernantes deben rendir cuentas de su gestión
y sus decisiones políticas ante los gobernados, es decir, son controla-
bles por ellos. Indudablemente, la robustez o la fortaleza de un régimen
democrático están necesariamente relacionadas con el grado de control
que el soberano esté en condiciones de ejercer sobre sus representantes
o sus mandatarios y con la prontitud y eficacia de la respuesta de éstos
en la satisfacción de las demandas y necesidades de aquél. Accountabi-
lity y responsiveness no son, obviamente, variables nominales (como
casado o no casado: conceptos clasificatorios) sino variables ordinales
que admiten grados (esto es, conceptos comparativos). Un gobierno es
más o menos accountable; un régimen es más o menos responsive.
De la accountability (controlabilidad a partir de ahora) y de la
responsiveness pueden decirse muchas cosas. Yo me centraré en dos
que considero críticas.
1. La primera es que un sistema de toma de decisiones colectivas o
de elección pública puede ser controlable y “responsivo”, incluso
en grado máximo, sin ser por ello en absoluto democrático. Tres
ejemplos bastarán. Primer ejemplo: una organización jerárquica con
una estructura descendente de mando y autoridad. Pensemos en una
burocracia moderna. El funcionario-tipo, pieza de un organigrama de
funciones, tiene una serie de competencias definidas y es responsable
ante –y controlable (y eventualmente sancionable) por– su inmediato
superior. El sistema en su conjunto puede responder eficazmente (ser
“responsivo”) a los objetivos y necesidades de la propia burocracia (o
del ejecutivo); el funcionario-tipo puede responder eficazmente (ser
“responsivo”) a las expectativas de su departamento y su superior
jerárquico. El sistema empero no es democrático. Segundo ejemplo:
una oligarquía también puede ser controlable y “responsiva” si su
patriciado es políticamente activo y controla al gobierno y si éste
responde con su política a los intereses colectivos de la minoría en
el poder. En la historia de la teoría política Venecia, la serenísima
república veneciana, sería el paradigma de este tipo de autogobierno
aristocrático u oligárquico. Tercer ejemplo: la relación capital-trabajo

72 |
en la economía política capitalista es una relación asimétrica de poder
donde el empresario pone en marcha diversos mecanismos de control
a fin de extraer el máximo de esfuerzo y trabajo del trabajador, esto
es, a fin de que éste responda a sus expectativas de rendimiento4.
La relación capital-trabajo de la economía política del capitalismo,
huelga decirlo, no es democrática.
No es difícil deducir la enseñanza que encierran estos ejemplos,
a saber: para que los mecanismos de accountability y responsive-
ness caractericen a una democracia han de cumplir al menos dos
requisitos: a) que sean los gobernantes los que son controlables por
los gobernados: la controlabilidad tiene que ser pues ascendente; y
b) que el demos incluya a las mayorías no privilegiadas: el sistema
tiene que ser pues máximamente inclusivo.
2. Lo segundo que puede decirse sobre nuestros dos conceptos es que
parecen mantener entre sí una relación medios-fines, una relación
instrumental. En efecto, la accountability parece ser un medio para
forzar a los gobiernos a responder. No es una hipótesis insensata decir
que, en democracia, cuanta mayor sea la controlabilidad ascendente
–hasta un determinado umbral de saturación– mayor será el nivel
de respuesta descendente. De acuerdo, pero a la vez esa relación
instrumental medios-fines es problemática. ¿Por qué? Sencillamente
porque –sobre todo en un gobierno representativo– los llamados a
ejercer la accountability –los representados, el soberano– no son los
mismos agentes que los encargados –representantes, gobernantes– de
responder a las demandas y necesidades de aquéllos. En el gobierno
representativo moderno, a diferencia de la democracia antigua, los
ciudadanos no gobiernan y son gobernados por turno5. En el go-
bierno representativo moderno hay dos sujetos bien diferenciados,
gobernantes y gobernados, de tal manera que la accountability y la
responsiveness tienen referencias distintas: el gobierno (los gobern-
antes) ha de responder ante los gobernados (el soberano); el soberano,
por su parte, ha de controlar al gobierno. Entre unos y otros, obvio
es decirlo, hay un potencial conflicto de intereses.

4 La relación capital trabajo, como hoy ya nadie ignora, es una relación asimétrica
basa en un “intercambio disputado”, donde el empresario –o sus empleados en
tareas de organización del trabajo– tiene que extraer, mediante mecanismos
de control y sanción, esa “propiedad disputada” del trabajo que es su calidad,
formalmente no contratable. Cfr. Bowles y Gintis, 1990.
5 Cfr. Aristóteles, Política, 1317b.

| 73
2. El juego del gobierno frente al soberano
Si partimos del supuesto de que ambas partes son egoístas y
racionales, es decir, maximizadoras de utilidad privada, podemos
convertirlas en jugadores (Gobierno y Soberano) de un juego de
estrategia en el que los jugadores se enfrentan a los siguientes di-
lemas. El gobierno, por un lado, se enfrentará al dilema de ser o no
ser “responsivo”, teniendo en cuenta que su principal preferencia
es la de gobernar libremente, sin cortapisas ni compromisos, ha-
ciendo y deshaciendo a su antojo. Por su parte, el soberano tendrá
que enfrentarse al dilema de controlar o no controlar, sabiendo que
controlar tiene costes de oportunidad, aunque lógicamente también
está en su interés que el gobierno satisfaga sus preferencias, esto es,
que responda. Representemos las preferencias del modo siguiente:
Gr y Girr para, respectivamente, gobierno “responsivo” y gobierno
“irresponsivo”; y Sa y Sp para, respectivamente, soberano activo
(que ejerce controles) y soberano pasivo (que se abstiene de contro-
lar). Los órdenes de preferencias resultantes serán:

1) Para el gobierno. Ante todo el gobierno preferirá tener en


frente un soberano pasivo que no lo controle y tener así total liber-
tad de movimiento, no viéndose obligado a satisfacer preferencias
(Girr, Sp); en segundo lugar, estará dispuesto a ser “responsivo” si
el soberano lo controla, pues teme la sanción de éste (Gr, Sa); en
tercer lugar, preferirá asumir el riesgo de sanción y mantener su
libertad aunque sea controlado (ya buscará medios para manipular a
la opinión pública), esto es (Girr, Sa), porque lo que menos quiere
es ser incondicionalmente “responsivo”, cuando sabe que no está
sometido a control (Gr, Sp). Así, pues, el gobierno tiene el siguiente
orden de preferencias:

G = (Girr, Sp) = 4 > (Gr, Sa) = 3 > (Girr, Sa) = 2 > (Gr, Sp)

2) Para el soberano. Por su parte, el soberano preferirá ante todo


un gobierno “responsivo” sin tener la necesidad de controlarlo (Sp,
Gr); a continuación, estará dispuesto a controlar (y a correr con los
costes del control) si esto le asegura que el gobierno responderá
(Sa, Gr). En tercer lugar, preferirá un gobierno no “responsivo” y
no controlado (Sp, Girr) porque lo que de ninguna forma quiere que
ocurra es que él controle y el gobierno no responda (Sa, Girr). Por
lo tanto, el orden de preferencias del soberano sería:

74 |
S = (Sp, Gr) = 4 > (Sa, Gr) = 3 > (Sp, Girr) = 2 > (Sa, Girr) = 1.

Trasladando estas preferencias a una matriz de pagos obtendría-


mos lo siguiente:

S
a p

r (3,3) (1,4)

G
irr (2,1) (4,2)

Puede observarse que mientras G, el gobierno, no tiene una estra-


tegia dominante en este juego, S, el soberano, sí la tiene: haga lo que
haga el gobierno, siempre saldrá ganando con la estrategia p, la de
la pasividad, la de la abstención de ejercer el control. Pero si S tiene
estrategia dominante, G, que la conoce y no es tonto, la incorporará
a sus cálculos de costes-beneficios y rápidamente cambiará a irr.
Así las cosas, la solución del juego es (Girr, Sp): el gobierno gana,
el soberano pierde. En resumidas cuentas, en ausencia de control
político desde abajo, los gobiernos tenderán a ser “irresponsivos”.
Esto es lo que el juego predice.

3. Controlabilidad y diseño constitucional


El modelo anterior es instructivo en varios sentidos: nos dice de
la importancia crítica que tiene la controlabilidad ascendente para
que podamos siquiera hablar, con un mínimo de seriedad, de demo-
cracia: sin controlabilidad el sistema deja de responder y, por tanto,
se desentiende del imperativo de soberanía popular. Ahora bien, el
modelo también nos avisa de que la controlabilidad del sistema es
de por sí precaria dados los órdenes de preferencias establecidos de
gobierno y de soberano. Más aún, que –dados sus costes, los de la
controlabilidad– el soberano cederá a la pasividad y el sistema se
volverá “irresponsivo”. A mi entender, hay dos formas de afrontar
este problema. La primera (i) es preguntándose por qué diseño ins-
titucional haría posible el cambio de ordenación de preferencias de

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sendos gobierno y soberano, es decir, preguntándose por qué siste-
ma de incentivos haría que el soberano quisiera controlar (que ésta
fuera su estrategia dominante) y, en consecuencia, que el gobierno
no tuviera más remedio que querer responder, que la responsive-
ness fuera su primera necesidad vital. Huelga decir que esto pasa
por estimular la participación política activa de la ciudadanía. La
segunda (ii) es preguntándose si existen mecanismos que hacen que
el sistema se controle a sí mismo y lo fuercen a ser suficientemente
“responsivo”.
Que la participación ciudadana –en tareas de control o cuales-
quiera otras– es susceptible de estimulación y, por lo tanto, objeto
del diseño institucional es algo que nos muestra la observación his-
tórica y comparada de los sistemas políticos. Sin ir más lejos, la
democracia ateniense supo, seguramente como ningún otro régimen
de la historia, estimular esa participación ciudadana (la participación
de accountability y otros tipos de participación política): el misthos
–desde la reforma de Efilates/Pericles en 461 a.n.e–, el sorteo, la
rotación de las magistraturas y la brevedad de los mandatos fueron
las cuatro grandes medidas institucionales de que aquella democracia
se sirvió, entre otras cosas, para estimular la participación activa de
un demos que incluía a los mayoritarios nullatendendi6.
Pero la segunda estrategia de diseño institucional –la que bus-
ca determinados mecanismos de autocontrol constitucional “auto-
mático”– es complemento imprescindible de la primera. Con estos
mecanismos, la participación activa de la ciudadanía en tareas de
control seguirá siendo necesaria; sin ellos, la exigencia política sobre
la propia ciudadanía sería ciertamente desorbitada. En un importante
capítulo de su estimulante libro, Philip Pettit (1997: cap. 6) analiza un
conjunto de mecanismos constitucionales que nos serán útiles aquí,
aunque su objetivo y el nuestro sean ligeramente distintos7.

6 Cfr. el maravilloso –aunque olvidado– librito de Rosenberg (1984).


7 En efecto, el objetivo de su análisis y propuesta constitucionalista es evitar o min-
imizar la interferencia arbitraria del gobierno sobre la libertad de la ciudadanía,
evitar o hacer muy difícil que el proceso político sea manipulable en beneficio
de cualesquiera intereses faccionales, evitar o minimizar lo que él denomina im-
perium gubernamental o lo que la teoría política clásica ha denominado siempre
tiranía. Nuestro objetivo es analizar esos mecanismos como instrumentos de
autocontrol automático del proceso político a fin de hacer al sistema más respon-
sivo. Sin embargo, ambas empresas son en gran medida convergentes: cuanto
más tiránico es el sistema, habrá también más arbitrariedad o discrecionalidad
en la toma de decisiones y menos garantías de responsividad del sistema. Sin
embargo, también puede haber mecanismos que, evitando el imperium, hagan
menos responsivo al sistema. Por eso cribaremos el análisis de Pettit.

76 |
El primer gran desideratum constitucional es que el sistema, en
palabras de James Harrington constituya un “imperio de las leyes
y no de los hombres” en el doble sentido de que a) las acciones
del gobierno deben de tener preferiblemente una base legal y no
particularista, y b) las leyes deben de tener una determinada forma
(generalidad, aplicabilidad a los propios legisladores, inteligibilidad,
consistencia, vocación de permanencia, etc.). El cometido de este
principio constitucional es que el gobernante no esté legibus solutus,
que la ley sea universalmente aplicable y su imperio inescapable8.
[Apunto como curiosidad marginal que para James Harrington este
principio forma el nervio central de la “ancient prudence” y no de
la prudencia moderna: otro claro exponente de cómo los modernos,
en su enfrentamiento con las monarquías absolutas posrenacentistas,
vuelven su mirada a la civilis sapientia clásica].
A nadie se le escapa la importancia de que la autoridad del go-
bierno esté “legibus restricta”; pero no hace falta haber leído a Ma-
quiavelo o a Marx para darse cuenta de que esta constricción no es
tan exigente como puede parecer: el que nadie esté por encima de la
ley, no quiere decir que el sistema legal no tenga sesgos oligárquicos,
ni garantiza que la ley y su imperio contemplen por igual todos los
intereses, ni garantiza por tanto que el proceso político sea inclu-
sivamente “responsivo”. “Recorred la historia –clama Robespierre
en su Discurso ante la Convención del 10 de mayo de 1793, no por
olvidado menos certero y profundo y brillante–: por doquier veréis
a los magistrados oprimir a los ciudadanos y al gobierno devorar la
soberanía”9. Y eso, recorriendo la historia, se ha demostrado perfec-
tamente compatible con la “ley”. Sigue Robespierre: “Hasta aquí el
arte de gobernar no ha sido más que el arte de despojar y de sojuzgar
al gran número en beneficio del pequeño número, y la legislación
el medio de convertir sus atentados en sistema” (cursiva mía). Y es
que hasta aquí –podemos decir hasta hoy– “la ambición, la fuerza
y la perfidia han sido los legisladores del mundo” (ibid.). Cuando
se impone el poder de los pocos, como ha sido el caso en la mayor
parte de la historia, no debemos olvidar que “las pasiones del hom-
bre poderoso tienden a elevarse por encima de las leyes justas o a
crear leyes tiránicas” (ibid.). Que impere pues la ley, pero ante todo
que las leyes sean justas y no medios de devorar la soberanía ni de

8 Cfr. el rastreo de esta idea en el pensamiento republicano por parte de Viroli,


1990: cap. 7.
9 Discours pronocé devant la Convention le 10 mai 1793, “Sur la Contitution à don-
ner à la France” http://membres.lycos.fr/discours/constitution.htm (cursiva mía).

| 77
convertir en legalidad el despotismo de unos pocos ni de convertir a
la ambición, la fuerza y la perfidia en legisladores del mundo. Para
ello, el arte de gobernar y los gobiernos deben cumplir un segundo
desideratum.

4. División y equilibrio de poderes


Este segundo gran desideratum constitucional es, en palabras de
Pettit, una condición de dispersión o no acumulabilidad del poder. El
pensamiento republicano-democrático siempre ha sido temeroso de
la concentración del poder, del exceso de poder. El poder, lo sabemos
desde Platón, tanto más por su promiscua relación con los circuitos
de la riqueza, es un factor de corrupción de primer orden: “La co-
rrupción de los gobiernos –cito nuevamente a Robespierre– tiene su
origen en el exceso de su poder y en su independencia del soberano.
Remediad ese doble abuso. Comenzad por moderar el poder de los
magistrados” (ibid, cursivas mías). En este principio de dispersión
del poder se dan cita y convergen dos de las grandes líneas del pen-
samiento republicano clásico: la doctrina de la división de poderes
y la doctrina del equilibrio de poderes (es decir de los checks and
balances o frenos y contrapesos).
Sobre la división de poderes conviene precisar varias cosas. En
primer lugar, que nunca se insistirá lo suficientemente en ella. Es de
hecho una de las principales armas del soberano para limitar el poder
de los gobernantes e impedir la corrupción de los gobiernos. Por ello,
en segundo lugar, conviene diferenciar entre dos tipos de división de
poderes: la sincrónica y la diacrónica. La tradicional división entre
los poderes ejecutivo, legislativo y judicial responde a la primera
modalidad –sincrónica– de la división de poderes. Y es fundamental.
Pero no lo son menos otras divisiones sincrónicas. Por ejemplo: 1)
que ningún magistrado pueda ejercer al mismo tiempo varias magis-
traturas (“más vale multiplicar los funcionarios públicos que confiar a
algunos de ellos una autoridad demasiado temible” –ibid.–), 2) “Que
las diversas ramas del ejecutivo sean ellas mismas distinguidas lo
más posible, según la naturaleza misma de los asuntos, y confiadas
a manos diferentes” (ibid.). Ahora bien, las divisiones diacrónicas
de poder son tan fundamentales como las sincrónicas y, a mi saber,
más eficaces e incisivas. El pensamiento republicano-democrático
ha insistido, sobre todo, en dos:

78 |
1. la brevedad de mandatos, y
2. la “no-reelegibilidad” de los mandatarios10.
Desde la práctica de la democracia ateniense, hasta las propuestas
de Harrington, los antifederalistas americanos, Jefferson, Robespie-
rre o Marx, el pensamiento de la izquierda republicano-democráti-
ca ha considerado los dos anteriores puntos como sendas señas de
identidad de su concepción de la división de poderes. Robespierre
dedica a la cuestión de la reelección su discurso ante la Asamblea
Nacional del 16 de mayo de 1791. El núcleo de su argumentación es
el siguiente: si no impedimos que los legisladores –los delegados de
la Asamblea representativa– perpetúen su poder, rápidamente los más
hábiles de entre ellos, los mejores oradores, en colaboración con la
intriga y la ambición, se apoderarán de la Asamblea y después de la
nación entera: “Así una nación de veinticinco millones de hombres
será gobernada por la Asamblea representativa, ésta por un pequeño
número de diestros oradores, y ¿por quién terminarán siendo gober-
nados esos oradores alguna vez?... No oso decirlo, pero fácilmente
podréis adivinarlo vosotros”11. Por el contrario, mediante un mandato
breve y no reelegible, nos garantizamos que sólo una suerte de ambi-
ción, la sana ambición de la gloria derivada de “servir a su país y a la
humanidad, de merecer la estima y el amor de los ciudadanos a cuyo
seno están seguros de volver al final de su misión” (ibid, nota 11), sea
la ambición reinante entre los gobernantes. Sólo así queda asegurada
la libertad pública y la propia representación política. Sigue Robes-
pierre sobre los representantes electos pero no reelegibles:
“Dos años de trabajo tan brillantes como útiles en semejante
teatro bastan a su gloria. Si la gloria, si la felicidad de ver sus
nombres puestos entre los de los benefactores de la patria no
les basta, están corrompidos, y son cuando menos peligrosos;
hemos de guardarnos bien de ponerles los medios de saciar
algún otro género de ambición.
Desconfiaría de aquéllos que, durante cuatro años, permane-
cieran expuestos a las caricias, a las seducciones reales, a la
seducción de su propio poder, en fin, a todas las tentaciones
del orgullo o del deseo. Los que me representan, aquéllos

10 Que, como decía antes, son también mecanismos que estimulan la participación
ciudadana.
11 Discours sur la réélection des Membres de l’Assemblée Nationale, pronocé
devant l’Assemblée National le 16 mai 1791. Cfr. http://membres.lycos,fr/dis-
cours/nonreeleibibilite.htm, pág. 2.

| 79
cuya voluntad es siempre la mía, deben estar lo bastante cerca
de mí, lo bastante identificados conmigo; si no, la ley, lejos
de ser la voluntad general, no será más que la expresión de
los caprichos o los intereses particulares de algunos ambi-
ciosos; los representantes, ligados contra el pueblo, con el
ministerio y la Corte, se convertirán en soberanos y pronto
en opresores” (ibid., nota 11, pp. 3-4).
La tercera cosa que es preciso decir de la división de poderes es
que no empece a la democratización de esos mismos poderes. La
institución del jurado es una forma de democratizar la administración
de justicia; un parlamento fuerte y activo, como quería Max Weber,
que controla mediante comisiones de investigación y seguimiento a
la burocracia, es una forma de democratizar el ejecutivo (cfr. Weber,
1991:155 y ss.); un parlamento abierto a la ciudadanía, con derechos
de petición garantizados y con representantes cercanos a, y contro-
lables por, sus representados, es una forma de democratizar el legis-
lativo. La misma rotación (no reelegibilidad) de los mandatarios, la
brevedad de sus mandatos, son formas de democratizar –dividiéndola
diacrónicamente– a la Cámara de representantes12.

Por su parte, la doctrina de los checks and balances, de los frenos


y contrapesos, del equilibrio de poderes está inspirada –en la tradi-
ción republicana– por el mismo principio antitiránico. Un poder sin
frenos ni contrapesos tenderá a crecer hasta alcanzar una peligrosa y

12 En realidad, a fuerza de dividir o dispersar diacrónicamente el poder de los


gobernantes (magistrados, representantes, mandatarios, eso da igual ahora), la
rotación de los cargos públicos y la brevedad de los mandatos son mecanismos
–por cierto, harto eficaces– de democratización política: no sólo del gobierno
representativo (electivo), también de las democracias que, como la antigua,
hacían un uso masivo del sorteo como mecanismo de selección de las magis-
traturas. La no-reelegibilidad (rotación) y la brevedad de mandatos son medidas
básicas de higiene democrática para cualquier organización política –no sólo el
Estado–, que desgraciadamente han caído en desuso. Por ejemplo, pensemos
en un partido político de los llamados de masas. Los partidos políticos con-
temporáneos –cualquier observador imparcial así lo reconocerá– responden
a una organización interna de claro formato clientelar que aúpa a toda suerte
y condición –por decirlo con Juan de Mairena– de “cucañistas y trepadores”
sostenidos por el patronazgo de las elites partidarias con fuertes tendencias a la
patrimonialización del poder interno. Pues bien, valdría con que se introdujera la
rotación obligatoria (no digamos ya el sorteo) para ver cómo las elites internas
–que se sostienen durante años y años en las cúpulas del poder– pierden toda
posibilidad de autoperpetuación oligárquica mediante el patronazgo y la intriga.
Para una propuesta de democratización interna de los partidos políticos, cfr. de
Francisco, 2001.

80 |
temible hipertrofia. Ahora bien, el problema es que estos mecanismos
pueden tener sesgos contramayoritarios o elitistas o pueden tener
sesgos contraelitistas y populistas. Nadie puede negar la necesidad
de introducir frenos y contrapesos en la constitución estatal; el pro-
blema es qué equilibrios de poderes pretendemos conseguir con ellos.
Porque si analizamos los tres mecanismos básicos propuestos por los
padres del constitucionalismo republicano moderno (veto presiden-
cial, bicameralismo y control judicial de las leyes) el sesgo elitista
contramayoritario resulta evidente. En el Federalist, 74 Hamilton
justifica el veto presidencial como escudo protector del ejecutivo; así
como Madison (Federalist, 63) defiende la necesidad de una Cámara
Alta –Senado– como mecanismo de autodefensa del propio pueblo
“contra sus propios errores y engaños transitorios”. El equilibrio
de poderes tiene pues en los founders un objetivo claro, frenar a las
mayorías y a sus representantes en la asamblea popular, y defender
así a las amenazadas minorías de la riqueza y la cuna, a los “selected
few” hamiltonianos13.

En rigor, el bicameralismo es un anacronismo histórico. Histó-


ricamente, que es como hay que entender las instituciones políticas,
tuvo dos funciones: bien permitir la representación separada y privi-
legiada de la nobleza hereditaria, bien defender los intereses de las
minorías hacendadas, bien ambas. La rama conservadora del pensa-
miento whig, desde el conde de Shaftesbury hasta John Adams, lo
defendió como herencia de la antigua constitución gótica, continuada
a su vez en el sistema parlamentario inglés que sale de la Gloriosa
en 1688. Y si la antigua constitución gótica es reclamada durante el
siglo XVIII por el country party, por su ala derecha, es porque la
llamada “revolución financiera” de 1700 había alzaprimado hasta tal
punto la prerrogativa real y la burocracia estatal, que el parlamento se
había terminado convirtiendo en un apéndice venal del ejecutivo (cfr.
Pocock, 1975). Frente a esta nueva forma de despotismo clientelar
(asociado a los standing armies y a la moderna hacienda pública), el
whiggismo conservador añoraba la vieja y “equilibrada” constitución
feudo-estamental. Pero muy distinta es la relación que el pensamien-
to whig disidente –desde Sydney y Trenchard hasta Jefferson– man-
tienen con la herencia gótica. Para esta línea de pensamiento político,
la traición a la libertad antigua no empieza con la corrupción del par-
lamento por parte del ejecutivo y la burocracia cortesana de finales

13 Para un análisis más detallado de la naturaleza elitista y contramayoritaria de


este argumentario federalista, cfr. de Francisco, 2002.

| 81
del XVIl y del siglo XVIII, sino con la misma constitución gótica.
Jefferson, que en esto se deja guiar por el relato de Tácito en su Ger-
mania de los bárbaros del norte, es meridianamente claro: la autén-
tica libertad pertenece al sistema sajón, que es un sistema electivo y
“unicameral” de pequeños propietarios independientes; y esa libertad
habría sido pervertida ya por el yugo feudal que supone la conquista
normanda en el siglo XI14. Y si Jefferson no muestra una oposición
al bicameralismo propuesto por los constituyentes americanos es,
sencillamente, porque en la joven América no hay una aristocracia
hereditaria, como en Europa, y puede así interpretar el bicameralismo
no en clave “gótica” sino como instancia de la doctrina de la división
de poderes15. Ingenua e innecesaria concesión ésta, a mi entender,
que no quita sin embargo para que el mismo Jefferson defendiera el
unicameralismo para la primera constitución revolucionaria francesa
que se aprobaría en 179116.
Sea como fuere, es lo cierto que el pensamiento democrático
está, desde el punto de vista histórico (desde la gran democracia
ática), indisolublemente ligado al unicameralismo. El gran jurista
Luis Jiménez de Assúa, principal redactor del anteproyecto de Cons-
titución de la II República española, expresaba así –el 17 de agosto
de 1931– sus razones contra el bicameralismo:
“Hay, evidentemente, una decadencia del sistema bicameral
y nosostros hemos observado que cuando los pueblos re-
alizaron grandes llamamientos populares, no hicieron más
que una Cámara. Así ocurrió, por ejemplo, en Francia en
1791 y en 1848; así ocurrió en España en las Cortes de Cádiz
contra el parecer de Inguanzo, que bien combatió Toreno.
Establecemos, pues, por ser altamente democrática nuestra
Constitución, una sola Cámara. El sistema bicameral es
soberanamente nocivo”17.
14 Para la importancia del “mito” sajón en el pensamiento de la izquierda whig
en general y de Jefferson en particular, cfr. el espléndido trabajo de Merrill D.
Peterson (1970:57 y ss.).
15 Cfr. al respecto el delicioso trabajo de Merrill D. Peterson, (1976:52).
16 En su Autobiografía cuenta Jefferson cómo, a principios de agosto de 1789, tuvo
lugar en su propia casa parisina una reunión con ocho líderes del partido patriota
–Lafayette, Duport, Barnave, Alexander Lameth, Blacon, Mounier, Maubourg
y Dagout– en la que, tras horas de deliberación, se decidió (¡además del veto
suspensivo del rey!) “que la legislatura estuviera compuesta de un único cuerpo
solamente, y que fuera elegida por el pueblo. Este Concordato –anota Jeffer-
son– decidió el destino de la Constitución” (en: Peterson, 1984:96).
17 Discurso de Luis Jiménez de Assúa, pronunciado el 17 de agosto de 1931 ante

82 |
Claro que Madison –y otros defensores del bicameralismo– po-
dría reconocer esta asociación histórica entre democracia y unica-
meralismo y, precisamente por ello, seguir reclamando el equilibrio
bicameral del poder legislativo para evitar la “tiranía de las mayo-
rías” de una única Cámara rea de los dictados de sus bajas pasiones.
El recurso a la historia apenas convencería al pensamiento repu-
blicano con inclinaciones contramayoritarias; podría incluso refor-
zarlo. Por ello es preciso argumentar en su propio terreno y decir
que el bicameralismo ni siquiera es imprescindible para conseguir
frenar y contrapesar al legislativo y lograr que sus decisiones –sus
leyes– sean lo más serenas y razonables posible. La desmemoria
presente sobre estos temas no debe impedirnos recordar que la his-
toria moderna del pensamiento político –desde Milton a Thomas
Paine, desde Nedham a Robespierre– está llena de buenas razones18
en favor de una única cámara de representantes –de un legislativo
unicameral– que sin embargo fuera capaz de serenidad de juicio y
evitar su principal peligro, en palabras de Paine, “that of acting with
too quick an impulse” (Paine, 1972:201). Un legislativo unicameral
podría tener sus propios frenos y contrapesos endógenos: el mismo
Paine propuso dividir esa cámara, por sorteo, en dos o tres partes y
que cada propuesta legislativa fuera debatida secuencialmente en
cada una de las secciones antes de votarla en asamblea general. Por
supuesto, no se olvidaba Paine de añadir a este fraccionamiento un
mecanismo aún más importante, el de “mantener la representación
en un estado de constante renovación” (ibid). Sin embargo, la crítica
más profunda, por lo que yo sé, de la justificación de una cámara
alta que contrapesara o frenara a la cámara baja es la que desarrolla
Robespierre en el ya citado Discurso ante la Convención del 10 de
mayo de 1793. Es una crítica tanto más profunda cuanto que ataca
el principio mismo del equilibrio de poderes. Robespierre sólo dis-

las Cortes Constituyentes de la II República española. Citado por Domènech,


2003.
18 No olvidemos que, a fecha de hoy, hay 115 sistemas unicamerales en el mundo
(frente a 64 bicamerales), entre los que se encuentran los parlamentos de Di-
namarca, Suecia, Noruega o Portugal, y las jurisdicciones subnacionales de
Nebraska, Québec y Queensland. El debate sobre los pros y contras de sendos
sistemas legislativos, unicameral y bicameral, sigue abierto. Aparte de la mayor
eficiencia legislativa y el menor coste económico del sistema, los defensores
contemporáneos del unicameralismo no se olvidan de aducir el incremento de
la “accountability” y la “responsiveness” que trae consigo. El lector podrá ver
volcado sobre el caso “Minnesota”, legislatura que lleva intentando una tran-
sición por ahora sin éxito al unicameralismo, esa batería de argumentos a favor
y en contra. Cfr. www.leg.state.mn.us/lrl/issues/uni.asp para dicho debate.

| 83
para contra un objetivo: la tiranía, el despotismo; y era demasiado
sagaz como para ignorar que un gobierno despótico puede tener dos
cámaras en perfecto equilibrio (de interés y privilegio):
“¿qué nos importan –clama a la Convención– las combina-
ciones que equilibran la autoridad de los tiranos? Es la tiranía
la que hay que extirpar: no es en las querellas de sus amos
donde el pueblo debe buscar la ventaja de respirar algunos
instantes, es en su propia fuerza donde hay que situar la
garantía de sus derechos” (Robespierre, 1793).
Pero el sesgo elitista y oligárquico de la doctrina constitucional
moderna de los frenos y contrapesos llega a su cenit con la revisión
judicial de constitucionalidad por parte de una Corte Suprema. Como
es sabido este mecanismo no fue previsto por los Padres Fundadores
sino que fue catapultado tras el caso “Marbury vs. Madison” en 1803.
Al respecto, me limitaré a transcribir lo que el último Jefferson escri-
bió a William C. Jarvis el 28 de septiembre de 1820 (en: Billington
et al., 1950:16):
“Usted parece… considerar a los jueces como los árbitros úl-
timos de todas las cuestiones constitucionales; una doctrina
en verdad muy peligrosa, y una doctrina que nos colocaría
bajo el despotismo de una oligarquía. Nuestros jueces son
tan honrados como los demás hombres, y no más. Tienen,
como cualesquiera otros, las mismas pasiones partidarias,
por el poder y el privilegio de su cuerpo. Su máxima es
‘boni judicis est ampliare jurisdictionem’, y su poder tanto
más peligroso cuanto que ocupan el cargo de por vida, y
no son responsables, como otros funcionarios lo son, ante
el control electivo” (cursiva mía).
El texto no necesita comentarios. Y nuevamente la historia es
elocuente. Y lo es, tanto más, si acudimos a los orígenes del pro-
blema, esto es, a las primeras décadas posteriores a la Revolución
americana. Tras la Constitución de 1787, los hamiltonianos tienen el
poder legislativo y el poder ejecutivo, y el mismo Hamilton, como
Secretario del Tesoro con Washington en la presidencia, construye,
con genio indudable, el edificio financiero-fiscal conscientemente
diseñado para defender e impulsar los moneyed-interests de los stock-
jobbers, y de los grandes industriales y comerciantes del norte de la
Unión (Beard, 1943, cap. IV). En ese momento, el poder judicial,
y su independencia, son irrelevantes. La cosa empieza a cambiar
con la presidencia de John Adams, un conservador que comparte

84 |
con Jefferson la sensibilidad por los landed-interests de pequeños y
grandes granjeros del sur y el oeste del joven país, endeudados tras
la guerra de la independencia. Pero cuando el propio Jefferson llega
al poder presidencial en 1800, los neofederalistas y neohamiltonianos
se encuentran con que han perdido los dos grandes poderes del Esta-
do, el legislativo y el ejecutivo. Pues bien, desde entonces, y durante
el primer tercio del siglo XIX, su estrategia de ligar los intereses de
la propiedad, de la nueva propiedad capitalista, a los del Estado, se
apoyará fundamentalmente en el poder judicial. Es así como el Juez
Marshall emerge como el gran campeón de los privilegiados “selec-
ted few” convirtiendo a la Corte Suprema en una fortaleza contra
todo cambio constitucional prodemocrático19. Cuando las masas se
congregan ante el Capitolio para dar la bienvenida al nuevo presi-
dente demócrata, el general Jackson, en 1829, el juez Story, íntimo
amigo del pugnaz Justice Marshall y principal discípulo suyo en el
alto Tribunal, exclamará, con descarnada conciencia de clase y con
asombrosa eficacia republicano-elitista: “El reino del Rey ‘Chusma’
parecía triunfante” (“The reign of King ‘Mob’ seemed triumphant”,
en: Schlesinger, 1945:14).
Sobra todo comentario excepto tal vez el siguiente: la historia se
ha repetido muchas veces en la misma dirección, desde la oposición
ultraconservadora de la corte Suprema a las reformas del “New Deal”
roosveltianas, hasta las lealtades fascistas de tantos jueces durante
antiguas y recientes dictaduras, en Iberoamérica y en la vieja Europa,
y aun durante sus respectivas “transiciones pactadas” a sistemas par-
lamentarios, y aun después...20. Todo ello indica que las sospechas de
Jefferson frente a la supuesta neutralidad del “independiente” poder
judicial no eran sospechas infundadas21.

19 Cfr. el exclente libro de Arthur M. Schlessinger, Jr. (1945:11-25).


20 Actualmente, cuando esto repaso, el presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da
Silva, está librando una dura batalla con el poder judicial, pues su proyecto
de reforma de la seguridad social supone una drástica reducción de los privi-
legios (no sólo, pero también y sobre todo) de los magistrados, de largo los
funcionarios mejor pagados de Brasil. El recientemente estrenado presidente
del Supremo Tribunal Federal de Justicia brasileño, Mauricio Correa, declaraba
lo siguiente: “La magistratura puede estar tranquila porque ella no está sola ni
desamparada”. Y su antecesor en el cargo, Marco Aurelio, se despedía diciendo
que la seguridad social en Brasil sólo podría cambiarse “con una revolución”.
Pocas veces podrá verse más claramente con cuanto esprit de corps puede llegar
a actuar el poder judicial, que “ni está solo ni desamparado”, en la defensa de
sus privilegios y de los de sus aliados. Cfr. Juan Arias, “El poder judicial de
Brasil se resiste a las reformas de Lula”, El PAÍS, 24/VI/2003.
21 Sobre el militante y abundante conservadurismo del que es capaz el poder ju-

| 85
Jefferson vio el problema con claridad y agudeza: si el poder
judicial –en tareas de revisión constitucional de las leyes– es, más
que ninguna otra cosa, una garantía de “estabilidad” constitucio-
nal cuando las constituciones protegen los intereses de la minorías
adineradas y privilegiadas o, a la inversa, una fortaleza frente a los
cambios constitucionales “populistas” (y la historia parece corro-
borar este juicio antecedente), entonces la única solución política
realista es devolver al demos, de tiempo en tiempo, el propio poder
constituyente dándole la posibilidad de elegir periódicamente la ley
fundamental bajo la que quiere vivir. Semejante propuesta de devo-
lución periódica de soberanía está sin embargo en las antípodas del
tercer desideratum constitucional que analiza Pettit, en el ya citado
capítulo de su Republicanism, a saber: la condición contra-mayori-
taria, según la cual “las enmiendas a las leyes más básicas e impor-
tantes deberían atravesar un camino particularmente difícil” (Pettit,
1997:181). Esta condición tiene bondad, huelga decirlo, pues parece
en principio bueno que las leyes, las primarias y las secundarias, sean
leyes estables. Pero al afirmarla en ese plano tan abstracto y ahis-
tórico, parece claro que Pettit ignora el problema político dinámico
que subyace al constitucionalismo moderno y a la doctrina de la
división de poderes. Es el problema, justamente, que Jefferson pone
encima de la mesa, y Jefferson no era desde luego ningún neófito en
cuestiones de derecho constitucional.
Thomas Jefferson, en efecto, redacta la Declaración de Inde-
pendencia americana y el borrador de Constitución para Virginia en
1776; Jefferson, gobernador de su Estado natal y tercer presidente
de los EEUU, urge a los constituyentes en 1787 a que incluyeran un
“bill of rigths” en la Carta Magna; ese mismo Jefferson se rebela
contra las leyes de extranjería y sedición (Alien and Sedition laws)
promulgadas bajo la presidencia de John Adamas para silenciar a la
oposición y consigue que fueran declaradas anticonsitucionales en la
legislatura de Kentucky en 1798. Pues bien, ese Jefferson ilustrado
que cree en los derechos naturales del hombre, ese Jefferson constitu-
cionalista, está sin embargo en contra de toda sacralización de la ley
fundamental del Estado. Y ello, bien pensado, en nombre del mismo
principio de división diacrónica del poder, en este caso, del poder
soberano de las generaciones históricas. Oigámosle:
“…ninguna sociedad puede hacer una constitución perpetua,
o ni siquiera una ley perpetua. La tierra pertenece siempre

dicial puede consultarse con provecho el lúcido artículo de Roberto Gargarella,


“Jueces rigurosamente vigilados”, EL PAÍS, 23/I/2003.

86 |
a la generación viviente… Toda constitución, pues, y toda
ley, expira naturalmente a los 19 años22. Si se mantiene
más tiempo, es un acto de fuerza y no de derecho” (Carta
a James Madison, Paris, 6 de septiembre de 1789, en: Pet-
terson, 1984:963).
Y la razón de esta conclusión (Commanger, 1943) es para Jeffer-
son así de sencilla:
“Cada generación es tan independiente de la precedente,
como ésta lo fue de la anterior. Tiene, pues, como ellas, un
derecho a elegir por sí misma la forma de gobierno que cree
que mejor promueve su propia felicidad” (Carta a Samuel
Kercheval, Monticello, 12 de julio de 1816, en: Petterson,
1984:1402).
La idea de Jefferson es todo menos descabellada: las constitu-
ciones, como cualquier otro producto de las decisiones humanas no
son creaciones ex tempore sino reflejo de circunstancias concretas, de
necesidades y oportunidades históricas, son soluciones a conflictos
y relaciones sociales que tienen fecha. Si las sacralizamos, si las so-
metemos a una estricta cláusula contramayoritaria que las blinde del
cambio –y de la soberanía popular–, entonces ponemos en manos de
un poder judicial con “pasiones partidarias, por el poder y el privile-
gio de su cuerpo” y sin responsabilidad electiva, nada menos que la
tutela de los derechos de la ciudadanía y la forma del Estado. Insisto:
¿Por qué sacralizar las constituciones? ¿Cuántas situaciones políticas
enquistadas podrían solucionarse o aligerarse o reconducirse si las
constituciones tuvieran que someterse periódicamente a un gran de-
bate y revisión popular? ¿Cuánto más controlable (y “responsivo”)
no sería el proceso político? ¿Cuánto menos “oligárquica” no sería
la revisión judicial de las leyes?...

Concluyendo: dos de las graves deficiencias constitucionales del


moderno gobierno representativo son a) que los poderes han sido in-
suficientemente divididos. El pensamiento republicano-democrático
ha hecho de esa división –sobre todo, de la división diacrónica– una
de sus señas de identidad. La otra deficiencia es b) que los poderes
han quedado frenados y contrapesados en equilibrios con claros ses-
gos oligárquicos. La sensibilidad democrática, la que pone el foco
en la “responsividad” del sistema, recomienda equilibrios distintos.

22 Según las tablas de mortalidad de la época.

| 87
Pero esos nuevos equilibrios requerirían de una profundización del
principio de dispersión (o división) del poder así como de una honda
democratización (controlabilidad) de dichos poderes. De lo contrario,
los gobiernos seguirán devorando a la soberanía.
El soberano puede equivocarse, pero como decía el propio Jeffer-
son al final ya de sus días:
“No sé de ningún otro depositario fiable de los poderes últi-
mos de la sociedad que el mismo pueblo; y si consideramos
que no es lo bastante ilustrado como para ejercer su control
con absoluta discreción, el remedio no está en quitárselo,
sino en informar su discreción mediante la educación” (Jef-
ferson a William T. Barry, 2 de Julio de 1822, en: Billington
et al., 1950:169).

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90 |
3 ¿U N ADAM SMITH REPUBLICANO?*

por Fernando Aguiar**

1. Introducción: el problema de
Adam Smith y la tradición republicana
A finales del siglo XVIII, cuando la Revolución Francesa remueve
los cimientos de la vieja Europa absolutista y la Americana levanta
la arquitectura constitucional del mundo posrevolucionario, el repu-
blicanismo de Adam Smith todavía es un problema abierto. El ocho
de junio de 1791, un año después su muerte, el Conde de Buchan,
antiguo alumno y amigo íntimo del pensador escocés, puede escribir
en su honor una larga nota –casi impensable un siglo después1– en
la que destaca la especial inclinación de Smith hacia el pensamiento
político republicano; y John Millar, reconocido por todos como su
discípulo predilecto y heredero legítimo de su legado, se convierte
en una de las voces más influyentes de la tradición republicana en el
fin de siglo sin traicionar por ello las ideas de su maestro.
Sin embargo, a medida que el pensamiento político republicano
va dando paso a una concepción liberal de la economía y la política

* Tanto a Andrés de Francisco como a David Casassas les tengo que agradecer
sus detalladas críticas a una primera versión de este capítulo.
** IESA/CSIC.
1 Digo “casi” porque a finales del XIX publica John Rae (1965) una de las más
importantes biografías sobre Smith en la que defiende el republicanismo del
autor de La riqueza de las naciones.

| 91
–concepción que cobra cuerpo en el siglo XIX– la obra de Adam
Smith se vuelve cada vez más incomprensible para sus intérpretes
del XIX que, salvo honrosas excepciones, lejos de relacionarla con la
tradición republicana, lo que la habría salvado de fenomenales mal-
entendidos, la separan radicalmente de la misma. Surge así de forma
natural lo que aún se conoce como el problema de Adam Smith, claro
ejemplo de hasta qué punto la lectura de la obra del pensador escocés
durante el siglo XIX y buena parte del XX ha sido fiel reflejo de la
pérdida paulatina de los valores republicanos. Efectivamente, cuan-
do en 1898 August Oncken publica su influyente trabajo Das Adam
Smith Problem, no nos encontramos ya con un pensador republicano,
sino que ni siquiera aparece Smith como un pensador coherente: el
problema de Adam Smith es una suerte de esquizofrenia teórica que
se manifiesta por el hecho de que el pensador escocés publicó, por un
lado, la Teoría de los sentimientos morales, que centra su interés en
la conducta virtuosa y, por otro, escribió La riqueza de las naciones,
antecesora del liberalismo económico que hace del egoísmo, supues-
tamente, el motor de toda acción, no sólo la económica (Dickey,
1986; Conill, 1996).
La obra filosófica de Smith pierde interés en la misma medida
en que se agiganta su figura como analista casi profético del mer-
cado libre, del lassez-faire, del homo economicus racional y egoísta
maximizador de utilidades. Sin embargo, como señalaron en su día
los editores de La teoría de los sentimientos morales, Raphael y
Macfie (1976: 20), “lo que se dio en llamar el problema de Adam
Smith no era sino un pseudoproblema basado en la ignorancia y en
una mala interpretación. [...]. Nadie que haya leído La teoría de los
sentimientos morales se sorprenderá de que el mismo hombre haya
escrito ese libro y La riqueza de las naciones”
Cualquier lector atento entiende hoy, en efecto, que la Teoría
de los sentimientos morales (TSM a partir de ahora) sustenta la re-
flexión económica, moral y política de La riqueza de las naciones
(RN a partir de ahora)2, pero se sigue sin aceptar, en general, que

2 En lo que sigue emplearé la edición de Raphael y Macfie (1976) para las citas de
TSM, que yo mismo traduzco. Las citas de RN proceden de la versión española
publicada por el Fondo de Cultura Económica, que se basa en la edición clásica
de Edwin Cannan de 1904. En algún caso –que advertiré en su momento– co-
rrijo la traducción española de RN apoyándome en la edición de Campbell y
Skinner (1981). Para las Lecturas de jurisprudencia (LJ), sigo la edición de
Meek, Raphael y Stein (1978), que reúne los dos cuadernos de notas –LJ(A) y
LJ(B)– que tomaron sendos alumnos de Smith en distintas fechas (1762-63, el
cuaderno A, y 1766 el B). Las citas de LJ(A) las traduzco yo, las de LJ(B) las
tomo de la excelente versión española a cargo de Alfonso Ruiz Miguel (1996).

92 |
Smith fuera un pensador republicano. Según la lectura más reciente
de su obra, nos encontramos más bien ante un pensador liberal que
se opone abiertamente a la tradición republicana. La cuestión del
supuesto republicanismo de Smith no ha sido ajena a los debates
más recientes en torno a su obra, aunque en la gran mayoría de los
casos los esfuerzos se han encaminado a negar tal filiación, como
no podía ser de otra manera: no podía serlo porque casi hasta hoy se
ha concebido el republicanismo de una forma desvaída, al haberse
visto desplazado durante dos siglos por la tradición liberal (Pettit,
1999: 74; 2003)3.
Sin embargo, en mi opinión resulta difícil leer a Smith de forma
coherente si no ubicamos su obra en la tradición republicana. Como
he insinuado más arriba, el problema de Adam Smith se puede en-
tender entonces como una de las formas que adopta el problema
más general del republicanismo, esto es, la paulatina desaparición de
los valores republicanos del horizonte ético-político, sustituido por
el credo liberal en sus más diversas formas. Ese problema general
hace que resulte incomprensible durante mucho tiempo el empeño
más profundo de Smith: conjugar los valores del viejo republicanis-
mo con las esperanzas –y temores– que despierta la nueva sociedad
comercial. Si no se entiende este empeño resulta difícil compren-
der, en efecto, cómo es qué Adam Smith escribe una obra sobre la
conducta virtuosa y otra, de apariencia radicalmente distinta, sobre
la conducta económica supuestamente basada en el interés propio.
Resulta inconcebible, dicho en otras palabras, para qué necesita el
padre del liberalismo económico una teoría de la virtud. Ahora bien,
si el objetivo a que me refiero queda claro –como yo quisiera que
quedara aquí– se comprende de inmediato que Smith quizás sea el
último representante, y a buen seguro el más dotado teóricamente,
de una línea británica de pensamiento republicano que, a finales del
XVII y principios del XVIII, anima los debates de los Defoe, Swift,
Addison, Fletcher o Toland (Winch, 1975: 70 y ss.). Esos autores,
pese a las diferencias radicales que los separan en muchas e impor-
tantes cuestiones, comparten un anhelo común, a saber, el de “validar
el mundo del comercio apelando a una concepción de la virtud, si
bien se hallan ante un paradigma de ciudadano cuya virtud no se
apoya en la capacidad para el intercambio” (Pocock, 1975: 458). Ese
es también el problema que inquieta a Smith (el verdadero problema

3 Esta es la interpretación, entre las más recientes, de Ignatieff (1984), Harpham


(1984; 2000), Stimson (1989), Muller (1993), Fleischacker (1999). Las pocas
excepciones a esta regla son Winch (1972, 2002), Raphael y Macfie (1976: 19)
y Domènech (1989: 223 y ss.) y de manera más ambigua Forbes (1975).

| 93
de Adam Smith) algunas décadas después: la cuestión de cómo armo-
nizar, cómo resolver en nombre del bien público, la doble división
entre virtud y vicio y riqueza (propiedad) y pobreza. La concepción
política de Smith –como la de sus antecesores desde Harrington–, su
manera de categorizar la vida social, sigue siendo aristotélica, aunque
su repuesta, como veremos, no lo sea ya del todo4. Y es en ese aristo-
telismo, precisamente, donde se halla el Smith republicano. Pues para
el filósofo escocés la virtud (el dominio de las pasiones, la libertad
interior), que se encarna de forma diversa en el buen ciudadano, en
el legislador sabio o en el comerciante prudente –resolviéndose así el
problema de que la concepción heredada de la virtud no esté pensada
para la sociedad comercial– precisa como condición material de po-
sibilidad que los ciudadanos tengan recursos, propiedades, acceso a
las fuentes de la riqueza para no depender de la voluntad ajena para
vivir5. La dependencia no genera virtud, sino sumisión, esclavitud. La
libertad para Smith sigue siendo la libertad sin apellidos del mundo
grecolatino: se llama hombre libre, dirá Aristóteles, “al que es para
sí mismo y no para otro” (Metafísica, I, 2, 26); al que no vive bajo
la potestad de un amo, se dirá en Roma; al que no vive “en un estado
de dependencia servil respecto a sus superiores”, afirma Smith6. Esta
libertad grecolatina, de la que Smith es heredero, es un concepto del
que hay que hablar en singular –hay libertad, no libertades7– y la
misma definición vale tanto en el plano ético como en el político, que
no son separables. Se trata, en definitiva, de ausencia de dominación,
ya sea de las pasiones (uno debe ser para sí mismo por el lado ético
de la libertad) ya sea respecto de la voluntad de otras personas (uno
debe ser para sí mismo por el lado económico-político).

4 TSM vendría a ocupar el lugar de la Ética de Aristóteles y RN el lugar de la


Política. No creo que sea casual, dado el cuidadoso estilo de trabajo de Smith,
que TSM acabe exactamente igual que la Ética a Nicómaco, anunciando la obra
política que tiene prevista Smith y que en gran medida –aunque no del todo– se
desarrolla en RN. Sobre la forma en que Aristóteles categoriza la vida social
mediante la doble escisión entre virtud y vicio y riqueza y pobreza véase St.
Croix (1988) y, por supuesto, Política, 1280a, 1295b, 1303b .
5 “La tradición republicana es propietarista, es decir, el pensamiento republicano
fía en la propiedad (históricamente de la tierra) las condiciones de posibilidad de
la independencia individual que, a su vez, hace posible el ejercicio de la libertad
política y de la virtud” (de Francisco, 1999: 48).
6 Véase más abajo la cita completa, que procede de RN, III.iv.4.
7 “A la libertas romana es esencial ser entendida en singular y como un todo, al
paso que el liberalismo fragmenta la libertad en una pluralidad de libertades
determinadas”, afirma el liberal Ortega (1976: 130), que se queja de que el
liberalismo se atribuya la invención de la libertad.

94 |
No basta para entender cabalmente a Smith, por lo tanto, con
reconocer que TSM y RN están relacionadas entre sí, que no se
contradicen, sino que hemos de admitir, además, que lo están en un
marco republicano de pensamiento que les da coherencia sin dejar
de ocasionar tensiones, como veremos, pues a finales del XVIII el
“republicanismo” empieza a ser ya un ideal flexible y ambiguo en el
pensamiento británico (Winch, 1975: 42).
En lo que sigue nos detendremos, primero, en el importante lugar
que ocupa en el sistema de Smith la libertad personal, la libertad
interior (sección 2), y cómo se puede extraer de ahí su ideal de comu-
nidad de individuos iguales en su capacidad para la libertad interior.
En esa república ideal –que Smith dibuja en TSM– los individuos
son republicanamente libres, pues no padecen interferencia arbitraria
alguna: la constitución mixta asegura esa libertad (sección 3). Tal
república se hace efectiva en parte gracias al comercio, que libera a
los hombres de la tiranía feudal y les proporciona medios para vivir
(sección 4). Pero incluso en la sociedad comercial la mayor parte de
la población, la clase obrera, se encuentra en una situación servil,
pues su existencia depende de la voluntad arbitraria de los patronos
(sección 5). Espero que resulte claro en lo que sigue, pues, que sólo
interpretando la obra de Adam Smith desde la tradición republicana
se pueden entender tanto sus anhelos como sus contradicciones.

2. Libertad como autodominio


El lugar que Adam Smith otorga en su obra a la razón, la búsque-
da, más concretamente, de los fundamentos racionales de la moral,
es poco frecuente en la filosofía práctica británica del XVIII (Ma-
cfie, 1983: 93; Morrow, 1984: 177; Fleischaker, 1999: 121 y ss.). La
compleja psicología moral que desarrolla en TSM, de clara influencia
grecolatina, resulta ajena tanto a sus más inmediatos antecesores
–Mandeville, Shaftesbury y, en menor medida, Hutcheson– como a
su coetáneo y amigo David Hume. En uno de los pasajes más citados
del Tratado de la naturaleza humana Hume deja bien establecida lo
que será la moderna concepción de la razón como “esclava de las
pasiones”:
“Si una pasión no está fundada en falsos supuestos –afirma
Hume-, ni elige medios insuficientes para cumplir su fin,
el entendimiento no puede justificarla ni condenarla. No
es contrario a la razón el preferir la destrucción del mundo

| 95
entero a tener un rasguño en mi dedo. No es contrario a
la razón que yo prefiera mi ruina total con tal de evitar el
menor sufrimiento a un indio o a cualquier persona total-
mente desconocida” (Tratado, II. 416).
Aunque no sea este el lugar adecuado para analizar todo lo que
implica esta conocida afirmación de Hume, y menos aún para dete-
nernos en su concepción de la racionalidad, no cabe duda de que si
allí donde el autor escocés habla de pasiones nos referimos a intere-
ses o preferencias, tendremos una descripción nítida de la concep-
ción moderna de la racionalidad –que ha heredado buena parte de
la ciencia social contemporánea– como mera consistencia lógica de
preferencias o intereses dados que individuos moralmente pasivos
no pueden modelar. Para Adam Smith esto resulta inadmisible, pues
supone un claro empobrecimiento de la racionalidad, que se ha de
concebir como la fuerza que rige nuestras decisiones, el juez de nues-
tras acciones, el tribunal de nuestras pasiones: el hombre virtuoso
es para Smith el hombre sabio y racional que domina sus pasiones,
que controla sus sentimientos pasivos (passive feelings), la persona
capaz de autocontrol (self-command) (TSM, III.3.20/III.3.37). A su
modo de ver, el motor de la acción no son las pasiones, sino la ra-
zón, que tiene fuerza motivadora propia8. En respuesta a Hume, el
autor de TSM afirma que es “la razón, la conciencia, el habitante
de nuestro seno, el hombre interior, el gran juez y árbitro de nues-
tra conducta”(TSM, III.3.4). Préstese atención al esfuerzo que hace
Smith para que resulte clara la identidad de la razón práctica con lo
que en múltiples ocasiones llama “el hombre ideal que se halla en
nuestro seno” (the man within the breast), “el hombre interior” (the
man within, the great inmate) a cuya mirada imparcial nos hemos de
someter. La virtud del autocontrol, del control racional de las pasio-
nes y sentimientos pasivos, esto es, la capacidad para elegir el tipo
de personas que queremos ser de manera plenamente informada; la

8 Como ha señalado correctamente Fleischacker, “Smith piensa que las pasiones


están cognitivamente dirigidas, e incluso sugiere que la razón tiene fuerza moti-
vadora por sí misma, por lo que le resulta inteligible, y a Hume no, que nuestras
pasiones estén mal encaminadas en general, que podamos descubrir mediante
la razón una meta objetiva para nuestra vida y que tengamos que corregir nues-
tras pasiones de acuerdo con ella. [...]. En consecuencia, Smith nunca define
la “felicidad” como la satisfacción de deseos que resulta que tenemos” (1999:
145). Llama sin duda la atención que un intérprete de la obra de Smith tan
agudo como Winch asegure que tanto Hume como el autor de La riqueza de las
naciones “enfatizan la primacía de las pasiones de una manera que merece que
se la considere como una forma de antirracionalismo” (Winch, 2002: 299).

96 |
capacidad de elegir no sólo el mejor medio para satisfacer nuestras
preferencias, sino de elegir nuestras preferencias mismas, está al al-
cance de todo ser humano, dado nuestro singular tejido moral (TSM,
VI.III.25), que se elabora sobre la base, como diríamos hoy en día, de
niveles de intencionalidad de primer y segundo orden. La moderna
filosofía de la mente nos ha enseñado que las personas somos una
suerte de yo múltiple capaz no sólo de tener deseos y creencias sobre
las cosas más diversas, sino de tener deseos y creencias de segun-
do orden, esto es, deseos y creencias tanto sobre nuestros deseos y
creencias como sobre los de otras personas. La racionalidad práctica
se construye, pues, sobre la base de nuestra capacidad para elabo-
rar metapreferencias9. La razón no tiene por qué ser esclava de las
pasiones, excepto en aquellas personas akráticas –el hombre débil
(the weak man)– que se dejan arrastrar por ellas (TSM, III.2.7), que
se dejan llevar por sus deseos y preferencias de primer orden. Para
el pensador escocés,
“cuando procuro examinar mi propia conducta, cuando pro-
curo someterla a juicio, ya sea para aprobarla o condenarla,
es evidente que, en todos los casos, me divido a mí mismo,
cabría decir, en dos personas; y que yo, el examinador y
el juez, represento un papel (character) diferente al del de
ese otro yo, la persona cuya conducta se somete a examen
y juicio. […]. El primero es el juez, el segundo la persona
juzgada. Pero que el juez sea la misma persona, en todos los
sentidos, que la persona juzgada, es imposible, del mismo
modo que es imposible que la causa sea, en todos los senti-
dos, el efecto” (TSM, III.1.6).

9 Para Smith los términos “pasiones” e “intereses” son, con frecuencia, sinónimos
(Hirschman, 1978: 116), lo cual me permite emplear “intereses” y “preferencias”
en mi interpretación de la libertad interior en Smith sin forzar el lenguaje del
pensador escocés. No resulta del todo anacrónico, pues, analizar la concepción
smithiana de la libertad interior en términos de la moderna ciencia cognitiva.
Así, por ejemplo, podemos decir que para Smith, como para la moderna teoría
de la conciencia, ser persona implica “el paso de un sistema intencional de
primer orden a un sistema intencional de segundo orden” (Dennett, 2000: 145);
o que no hay conciencia moral posible sin metapreferencias. No se trata, claro
está, de que Smith se adelante a la ciencia cognitiva actual; ocurre más bien que
la ciencia cognitiva expresa hoy con rigor lo que era una profunda intuición de
la psicología moral socrático-aristotélica, perfeccionada por el estoicismo, que
es en la que se basa Smith. Efectivamente, “la suposición de varios órdenes de
preferencia en los sujetos está paladinamente formulada por la psicología estoi-
ca” (Doménech, 1989: 110). Como veremos más adelante, es en esta tradición
en la que se apoya Adam Smith.

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La conclusión para Smith de esta división interna del trabajo
resulta patente: cuando juzgamos nuestra conducta apreciamos que
nuestra mente entra en diálogo consigo misma, que debemos ser
“espectadores imparciales” de nosotros mismos (TSM, III.1.4, nota
2), y que el juez no es el mismo que quien juzga. No cabe pensar,
pues, en la mente como recipiente pasivo de utilidades.
No es este, por lo demás, un paso excepcional en TSM. Al con-
trario, Smith vuelve sobre la idea una y otra vez. Nuestra conducta
ha de ser juzgada por otras personas, como veremos más adelante,
pero debe someterse, en su opinión, a “un tribunal superior, al tri-
bunal de su propia conciencia, al del supuesto espectador imparcial
bien informado, al del hombre que late en su seno (the man within
the breast), al gran juez y árbitro de su conducta” (TSM, III.2.32).
No olvidemos, por lo demás, que para Adam Smith todos estos son
nombres de la razón. Sometido a ese tribunal, el hombre “sabio y
justo” que ha aprendido en la gran escuela del autocontrol, se halla
en la constante necesidad, afirma Smith, “de modelar, o procurar
modelar, no sólo su conducta y comportamiento exterior, sino, en la
medida de lo posible, incluso sus sentimientos y sensaciones inte-
riores, de acuerdo con los de ese juez terrible y respetable”, esto es,
la razón (III.3.25). En la república interior el hombre libre es dueño
de sí porque somete sus pasiones al dominio de la razón, dominio
del que deriva su tranquilidad, su prudencia y la independencia de su
espíritu (III.3.25-32)10: de ahí que el hombre prudente e independien-
te anhele ante todo, a la hora de juzgar la corrección (propriety) de
su conducta, su propia aprobación (III.2.8,17), sin que ello implique
renunciar, como veremos más adelante, a la ajena11.

10 Smith hace referencia explícita a la metáfora de la mente como una república


al comentar el sistema moral de Platón que, junto con el de Aristóteles y el de
Zenón, es con el que él mismo se identifica (TSM, VII.ii.1.2). La concepción
smithiana de la virtud como libertad interior es idéntica, por cierto, a la de
Rousseau, autor al que admira y que ejerce sobre él una gran influencia: “¿Qué
es, pues, el hombre virtuoso? Es el que sabe vencer sus afectos. Porque entonces
sigue su razón, su conciencia, cumple su deber, se mantiene en el orden y nada
puede apartarlo de ahí. Hasta ahora tú sólo eras libre en apariencia; no tenías
sino la libertad precaria de un esclavo al que no se ha mandado nada. Sé libre
ahora en efecto; aprende a volverte tu propio dueño; manda en tu corazón, oh
Emilio, y serás virtuoso” (Rousseau, 1998: 666. Subrayado mío). La libertad del
esclavo a quien no se manda nada, la libertad como ausencia de interferencia,
no es la verdadera libertad –ausencia de dominación– que ha de arraigar en el
dominio de uno mismo. La argumentación de Smith, como trato de mostrar, es
similar a la de Rousseau.
11 “A ninguna acción que no esté acompañada del sentimiento de la propia apro-
bación se le puede llamar virtuosa” (TSM, III.6.13/VII.ii.1.29).

98 |
Se ha dicho que la idea de la prudencia como autocontrol, como
dominio racional de las pasiones, la adquiere Smith de los estoicos
cuya filosofía, ciertamente, ejerció sobre él una gran influencia. En
esto es fiel el pensador escocés al republicanismo británico de finales
del XVII y principios del XVIII. En consonancia con la recuperación
republicana del estoicismo –que arranca del republicanismo renacen-
tista italiano (Skinner, 1978: 82)–, para Adam Smith el autogobierno
es la virtud del hombre prudente, o dicho de otra forma, es prudente
quien domina sus pasiones. Mas cabe apreciar que nos hallamos
aquí ante una concepción de la prudencia teñida de aristotelismo y,
por tanto, ante una concepción del autocontrol también aristotélica.
Para Aristóteles la prudencia, la phrónesis, es aquella “disposición
racional verdadera y práctica respecto de lo que es bueno y malo
para el hombre” (EN, 1140b). El hombre prudente aristotélico es a un
tiempo el hombre de la teoría y de la práctica, de la conciencia y de la
acción (Aubenque, 1999: 76). La prudencia no es, como vemos, una
virtud puramente intelectual, ni para Aristóteles ni para Smith, sino
que se trata más bien del arte de actuar correcta, apropiadamente,
en cualquier circunstancia (TSM, VI.i.14). Por eso Smith no acepta
el rigorismo estoico que supondría, idealmente, la total anulación
–no el simple dominio- de las pasiones, la apatía predicada por la
escuela helenista. En ciertos casos la apatía no es sino una muestra
de insensibilidad hacia el padecimiento ajeno, por lo que no resulta
aceptable (TSM, III.3.14). Ni lo es tampoco, en consecuencia, el
ideal estoico del sabio autosuficiente, autárquico, que es superior a
un dios porque sólo se necesita a sí mismo (III.3.44)12.
El autodominio, la prudencia –que es para Smith una suerte de
aristotélico término medio (mediocricy) entre el vicio o, lo que es lo
mismo, la falta de voluntad del hombre débil, y la más perfecta vir-
tud, que resulta inalcanzable–, no es, no puede ser, una virtud egoísta

12 No creo que se pueda dudar de la enorme influencia que ejerce sobre Smith el
estoicismo, pues él mismo la reconoce. Pero creo que su noción de prudencia
es aristotélica, como ha demostrado convincentemente Fleischacker (1999:
141 y ss.). Sobre la influencia de Aristóteles en Smith véase también Calkins
y Werhane, (1998). Sobre el estoicismo de Smith véase Waszek (1984); Sen
(1986), Muller (1993). Llama la atención, por cierto, que para Muller el ideal
político de Smith sea, en esencia, liberal porque la libertad política y el libre
intercambio no sólo favorecen la “interdependencia social”, sino que promue-
ven “la independencia personal respecto de la voluntad (will) del amo (master)
individual” (Muller, 1993: 72). Según Muller el objetivo de Smith no es otro
que el diseño de instituciones para la sociedad comercial fundadas en una ética
estoica. Ambos rasgos, el estoicismo y la libertad como ausencia de dominación,
harían de Smith, más bien, un republicano, como trato de mostrar aquí.

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ni adecuada para seres aislados que huyen del mundo a la busca de
una vida contemplativa (men of retirement and speculation). Ni el
monje ni el rico comerciante egoísta son modelos para Smith13. Muy
al contrario, “los seres morales son seres a quienes se pide cuentas
(accountable), se trata de seres que, como expresa el término, tie-
nen que dar cuenta de sus acciones ante otros” (TSM, III.1.4, nota
3). Nuestra conducta no sólo ha de someterse al juez interior para
ser apropiada o, aún más, virtuosa, sino al juez exterior que son los
otros, que para juzgarnos se han de poner en nuestro lugar como es-
pectadores imparciales. Los seres morales, por lo tanto, son capaces
de simpatía –término crucial para Smith, sobre el que volveremos
más adelante– en la medida en que pueden ponerse en el lugar de
esos otros (TSM, I.i.1.3), pueden mirar o leer, por decirlo de nuevo
en términos cognitivos, la mente de otros y entenderla. Ello implica
que el hombre prudente no sólo domina sus pasiones, sino que, capaz
de entender las pasiones ajenas, puede ser benevolente y justo. Así,
aunque resulta natural y legítimo que las personas se preocupen en
primer lugar de sí mismas,
“cuando vamos a actuar –asegura Smith– de forma que se vea
afectada la felicidad de otros, [la razón, el hombre interior],
nos llama con una voz capaz de asombrar a la más presun-
tuosa de nuestras pasiones, y nos dice que no somos sino uno
entre la multitud (one of the multitude), en ningún aspecto
mejores que cualquier otro. […]. Las representaciones natu-
rales y erróneas del amor propio (self-love), sólo se pueden
corregir bajo la mirada de ese espectador imparcial” (TSM,
III.3.4)14.
Merece la pena que nos detengamos un momento en este im-
portante párrafo, pues nos será de gran utilidad en lo que sigue
para entender la naturaleza igualitaria y cívica del republicanismo
smithiano. Desde el punto de vista de la virtud, asegura Smith en
diversos pasos de TSM, no todos somos iguales, pues si bien es
cierto que cualquier persona es capaz de autocontrol y, por lo tanto,
de conducirse de manera apropiada, moralmente correcta, resulta

13 En RN VI.i.f.30 se puede encontrar una dura crítica a la vida monacal y la au-


tonegación cristiana. En esto Smith es heredero del ideal renacentista de la vita
activa, aunque en su caso el ideal de vida activa lo encarne, como veremos más
abajo, el trabajador independiente.
14 “Cuando [una persona] se ve a la luz en que es consciente que le ven esos otros,
ve que para ellos no es sino uno entre la multitud, en ningún sentido mejor que
cualquier otro” (TSM, II.ii.2.2).

100 |
harto difícil aproximarse siquiera a la más perfecta virtud, que exi-
ge almas grandes, magnanimidad –la megalopsiquía aristotélica–,
“algo excepcionalmente grande y hermoso” (TMS, I.i.5.6). De ahí
que Smith se esfuerce en distinguir con nitidez entre la virtud y la
mera conducta correcta (“mere propriety”); entre la prudencia infe-
rior, moralmente intachable pero que no precisa de magnanimidad
alguna, y la prudencia superior, que por requerir la conducta más
perfecta en toda circunstancia, exige de la “más perfecta sabiduría
combinada con la más perfecta virtud” (TMS, VI.i.15)15. Ahora bien,
la superioridad moral no implica el derecho de nadie a arruinar la
vida ajena, ni permite creer, con Hume, que no es contrario a la razón
–que no es contrario al espectador imparcial- preferir la destrucción
de la humanidad a tener un rasguño en el dedo. Quien así creyera no
sería ni prudente ni magnánimo, sino un egoísta imprudente digno
de compasión (TMS VI.i.16). El amor propio, legítimo dentro de los
límites de la prudencia, degenera en egoísmo si no es corregido por
el espectador imparcial16. Dentro de esos límites, el amor propio es
perfectamente compatible con la simpatía; el egoísmo, en cambio,
arruina ese sentimiento moral.
La concepción smithiana del legítimo amor propio está íntima-
mente ligada al amor de soi rousseauniano y, en ambos autores, a la
conservatio sui estoica. Ambos autores consideran también –sobre
todo, y de manera más profunda, Smtih– que es la razón la que debe
corregir las desviaciones del amor propio. No parece correcto afir-
mar, pues, que para Smith la perfección humana es “una combinación
de virtud cristiana y estoica” (Raphael, 1975: 89). Es cierto que en
un pasaje de TSM (I.i.5.5) Smith se refiere elogiosamente al precepto
cristiano que exige “amar al prójimo como a uno mismo”. Pero ello
no implica una defensa de la concepción cristiana de las virtudes, y
menos aún de la prudencia. Según Adam Smith, Dios y el hombre
se ocupan de “departamentos” distintos en la “administración del
gran sistema del universo” (TSM,VI.iii.3.6). Dios se encarga de la

15 La frase continua así: “Lo cual constituye [la perfecta sabiduría y virtud] de
manera muy aproximada la naturaleza del sabio de la Academia o del sabio
Peripatético, mientras que la prudencia inferior constituye la del epicúreo” (VI.
i.15). En lo que sigue veremos reaparecer la prudencia superior, la más perfecta
virtud, como ideal al que ha de tender, aunque no lo alcance, el buen ciudadano
–y, sobre todo, el patriota– en la república de la virtud que delinea Smith en
TMS, y la prudencia inferior (la frugalidad, el interés propio razonable, la pre-
ocupación por la suerte de uno) en la sociedad real de comerciantes.
16 Que impone, cabe decir, preferencias morales de segundo orden a las preferen-
cias egoístas de primer orden. Para una interpretación de Smith en estos términos
véase Meardon y Ortmann (1996).

| 101
“felicidad universal”, los hombres “de su propia felicidad, la de su
familia, la de sus amigos y la de su país”. Las virtudes no nos son
insufladas por la gracia de Dios: en este sentido, Smith comparte con
el republicanismo una concepción antiagustiniana de la naturaleza
del hombre, a saber, el rechazo de una naturaleza caída que precisa
del soplo divino para la virtud (Skinner, 1978: 93). La religión ra-
cional que profesa Adam Smith en las páginas de La teoría de los
sentimientos morales, así como el rechazo al poder de la Iglesia que
manifiesta en La riqueza de las naciones, le acerca más al deísmo
característico de los republicanos de principios del XVIII que a la
virtud cristiana (Pocock, 1975: 476).

3. Libertad interior, igualdad y comunidad


Lo dicho hasta ahora no demuestra, sin embargo, que “el pro-
blema de Adam Smith” sea producto de la ignorancia o de una mala
interpretación. No demuestra en absoluto que La Riqueza de las
naciones y La teoría de los sentimientos morales, pese a ser obras
del mismo autor, tengan relación alguna entre sí. Y aún menos ha
quedado establecido que Smith sea un autor republicano porque
abrigue una concepción de la libertad política como ausencia de
dominación. Hemos dado el primer paso, ciertamente, pues su idea
de la libertad interior como autodominio (tan cercana al éthos repu-
blicano del XVIII) es, a mi entender, la base sobre la que se levanta
el republicanismo smithiano, para quien resulta crucial el problema
de los motivos para la acción y la virtud. Sólo esto haría difícil ya
considerarlo un pensador protoliberal, a diferencia de Hume, Paley
o Bentham; pero tenemos que dar el paso hacia la libertad política y,
en última instancia, hacia la economía y el mercado, que son parte
esencial de la pólis moderna y del verdadero problema, como he-
mos visto, de Adam Smith: cómo conjugar los ideales republicanos
con las esperanzas y temores que despierta la sociedad comercial,
el capitalismo naciente. Esa conexión –de la ética con la política y
la economía– sólo cabe realizarla a través del ideal smithiano de
comunidad igualitaria.
La lectura de algunos pasajes significativos de La teoría de los
sentimientos morales nos da idea del tipo de comunidad, de com-
monwealth, de república deseable para Adam Smith. Sabemos ya
que la libertad interior, la voz de espectador imparcial, nos dice que
no somos sino uno entre la multitud: terminamos el apartado anterior

102 |
con esa idea smithiana con el fin de extraer de ella en este apartado su
ideal de comunidad. El pasaje citado más arriba nos impone de forma
inmediata, en primer lugar, que aquélla debe ser una comunidad de
iguales: iguales en cuanto a su posibilidad de ser interiormente libres.
Todo el mundo, civilizado o no, educado o no, es capaz de juzgar
libremente cuáles son sus intereses; y lo que es más importante, todo
el mundo es capaz de oír la voz interior de la prudencia, que limita
esos intereses cuando la felicidad ajena se ve afectada. Todos los
seres humanos podemos ser interiormente libres: la virtud no es tarea
de héroes ni de santos; no está reservada para hombres civilizados
o refinados; menos aún se identifica en Smith con la riqueza o la
nobleza de cuna17.
Esa capacidad, como hemos visto, hace posible la simpatía, pues
el espectador imparcial, el juez terrible de nuestra conducta, es quien
juzga también la corrección de la conducta ajena. Del mismo modo
que el espectador imparcial nos exige el gobierno de las pasiones
para considerar correcta –o aún más, virtuosa– nuestra conducta,
el espectador imparcial juzga por simpatía nuestro comportamiento
hacia los demás, y viceversa, apelando a las cualidades y virtudes que
hacen posible, en distinto grado, la existencia misma de la sociedad:
la justicia y la benevolencia, por encima de todo (TSM, II.ii.3.3); la
humanidad, la generosidad y el espíritu público, en segundo lugar
(TSM, IV.2.8). De esta forma, “del hombre que actúa de acuerdo con
las reglas de la prudencia perfecta, de la justicia estricta y de la be-
nevolencia adecuada, se puede decir que es perfectamente virtuoso”
(TSM, VI.iii.1). La simpatía es el vínculo que nos une, el cemento
necesario del orden natural, y no es posible sin libertad interior, sin
virtud.
El desarrollo de una comunidad individuos iguales en su capa-
cidad para la libertad interior, en su capacidad de juicio, no podría
asentarse sólo, por tanto, en el egoísmo, y aún menos en los vicios

17 “No hay negro de la costa de África que no posea un grado de magnanimidad


que, con demasiada frecuencia, el alma de su sórdido amo apenas es capaz de
concebir. La Fortuna jamás ha ejercido de forma más cruel su imperio sobre
la humanidad, que cuando ha subyugado a esas naciones de héroes…” (TSM,
V.2.9). El potencial democrático de esta concepción de Smith resulta evidente.
Sin embargo, como veremos en la última sección de este capítulo, el pensador
escocés no lo lleva a sus últimas consecuencias. Sigue siendo fiel seguidor de
Aristóteles en su temor a la democracia, pero le es infiel al no vincular riqueza
y virtud. En esto último Smith es hijo del humanismo renacentista, que separa
claramente riqueza y títulos de virtud (Skinner, 1978: 88 y ss.). Smith asumiría
de buen grado, pues, las palabras de Don Quijote: “La virtud vale por sí lo que
la sangre no vale” (Quijote, VI).

| 103
privados: la simpatía “no puede considerarse en modo alguno un
principio egoísta” (TSM, VII.iii.1.4), dado que de otra forma no da-
ría lugar a virtudes públicas como la justicia o la benevolencia. Aun
atendiendo a nuestro propio interés, es preciso que no sea ésta la
única motivación presente en la sociedad; el egoísmo no puede ser
el motor único ni principal de la acción, ni los vicios privados pue-
den producir, por sí solos, virtudes públicas. Al contrario, la virtud
privada del hombre prudente es la única que puede generar virtudes
públicas: los vicios privados arruinan a la comunidad. La crítica de
Adam Smith a Mandeville es demoledora. Para Smith “el hombres
sabio y virtuoso tiene en todo momento la voluntad de sacrificar su
propio interés privado al interés público de su sociedad concreta”
(TSM, VI.ii.3.1). He aquí una manifestación clara de que la libertad
personal ha de tener una dimensión social, de que ética y política no
se pueden disociar. Por eso afirma el pensador escocés que,
“al doctor Mandeville le hubiera resultado muy fácil probar,
primero que esa conquista [la de la virtud a través del vicio]
no ha tenido lugar nunca realmente entre los hombres; y, en
segundo lugar, que si hubiera llegado a tener lugar univer-
salmente, habría sido perniciosa para la sociedad, al poner
fin a toda industria y comercio, y en cierto modo a todo los
asuntos humanos” (TSM,VII.ii.4.13/LJ(B), 166)18.
Las virtudes personales generan virtudes sociales; no hay escisión
posible entre ambas esferas, la privada y la pública. Las virtudes
privadas no pueden degenerar en vicios públicos, los vicios privados
no pueden desembocar en virtudes públicas. El Smith republicano
ve encarnadas en grado sumo esas virtudes en el patriota y, de forma
derivada, en el buen ciudadano:

18 Winch (1992: 103) considera, en cambio, que no se puede presentar a Smith


sin más como a un antagonista de Mandeville: “Smith reconoce el elemento
de verdad que se halla tras el escandaloso intento de Mandeville de probar que
los vicios privados y los beneficios públicos estaban indisolublemente conec-
tados”. Efectivamente, Smith parece que relaciona los vicios privados (de los
ricos avariciosos) con los beneficios públicos a través de la “mano invisible”
(TSM, IV.1.10). Sin embargo, creo que se ha sobrevalorado el uso que hace
Smith en su obra de esta idea: como trato de mostrar aquí, para Smith es mucho
más importante la mano tangible del hombre prudente, del buen ciudadano, del
patriota o del bueno legislador. Eso no significa que Smith no sea consciente
de la importancia de las consecuencias no queridas de la acción, sean positivas
o negativas. Estoy de acuerdo con la interpretación de Rothschild (2001:116 y
ss.) según la cual la idea de la mano invisible es poco smithiana, y que el autor
de RN hace un uso de ella irónico las más de las veces.

104 |
“El patriota que entrega su vida por la seguridad, o incluso
por la gloria de su sociedad, parece actuar con la más estricta
corrección (propriety). Parece que se ve a sí mismo a la luz a
la que el espectador imparcial, de forma natural y necesaria,
lo ve a él, como a uno entre la multitud, no más importante
que otros para este juez equitativo, pero obligado en todo
momento a sacrificarse y consagrarse a la seguridad, al servi-
cio e incluso a la gloria de la mayoría” (TSM, VI.ii.2.3).
Resulta de enorme interés comprobar cómo apoya Smith el ideal
republicano del patriotismo en su concepción del espectador impar-
cial y de la comunidad de iguales, dada la poca atención que se ha
prestado a este paso. El patriota, en efecto, sería ejemplo máximo de
benevolencia y magnanimidad, pues quiere ante todo favorecer a sus
iguales, atendiendo así al juez equitativo que se halla en su interior,
al espectador imparcial. El traidor, que sólo piensa en sí mismo y
no atiende “al hombre que se halla en su seno” (the man within the
breast), sólo busca su propio beneficio frente a los demás. El patriota
es interiormente libre y, por tanto, capaz de virtud pública; el trai-
dor, no siendo libre interiormente, es incapaz de desarrollar virtudes
sociales. En situaciones normales, en la vida cotidiana en la que no
se nos exige el máximo patriotismo, el amor a la patria se presenta
en el cumplimiento de dos principios diferentes, pero relacionados
entre sí y de clara estirpe republicana:
“Primero, cierto respeto y reverencia por la constitución o
la forma de gobierno que está establecida de hecho; y en
segundo lugar, el serio deseo de hacer que la situación de
nuestros conciudadanos sea tan segura, respetable y feliz
como podamos. No es un ciudadano quien no está dispuesto
a respetar las leyes y a obedecer a la autoridad civil; y desde
luego no es un buen ciudadano quien no desee promover,
con todos los medios que estén en su poder, el bienestar de
la sociedad de sus conciudadanos en su totalidad” (TSM,
VI.ii.2.10)19.
Ese respeto a la ley, esa reverencia por la constitución, son de
naturaleza muy distinta a la reverencia sumisa a que mueve la volun-
tad arbitraria del tirano, pues en la medida en que la ley representa

19 De nuevo resulta patente en las dos citas que acabamos de ver el parecido de
familia entre la posición de Smith y la de Rousseau –y en última instancia con
Maquiavelo– para quien “no puede haber patriotismo sin libertad, ni libertad sin
virtud, ni virtud sin ciudadanos” (citado por Viroli, 1999: 83).

| 105
la voluntad ciudadana no implica merma alguna de la libertad; antes
al contrario, el respeto a la ley que los ciudadanos se otorgan a sí
mismos es condición necesaria de la libertad, que en TSM se ha de
entender como la ausencia de todo intento de dominación por parte
de facciones partidistas. De esta forma, cuando el buen ciudadano,
el hombre de espíritu público que respeta la ley y se preocupa de sus
conciudadanos, alcanza el poder político, se convierte para Smith en
el modelo del legislador republicano, capaz de someter y armonizar,
en nombre del interés común, en nombre de la seguridad y el buen
gobierno, a las diversas facciones que perjudican a la república:
“El dirigente del partido triunfante [en un enfrentamiento
entre facciones], si tiene autoridad suficiente para imponerse
a sus propios amigos y actuar con el temperamento y la
moderación apropiados (que con frecuencia no tiene) puede
a veces prestar a su país un servicio mucho más sustancial
e importante que las mayores victorias y las más amplias
conquistas. Puede restablecer y mejorar la constitución y
pasar del muy dudoso y ambiguo papel de dirigente de un
partido a asumir el más noble de los papeles, el de refor-
mador y legislador de un gran Estado, asegurando, por la
sabiduría de sus instituciones, la tranquilidad interna y la
felicidad de sus conciudadanos durante varias generaciones”
(TSM, VI.ii.2.14)20.
Así pues, el buen legislador no debe ser nunca hombre de facción,
de partido o, como lo llama Smith, de sistema (man of system); no
debe desempeñar el “dudoso papel” de dirigente de un partido, ni
dejarse arrastrar, akráticamente cabría decir, por los intereses par-
ticulares de ese partido, los intereses de sus amigos21. Pues cuando
el legislador es un hombre de sistema, suele enamorarse de su plan
de gobierno y no puede sufrir que nadie influya en él, no tolera

20 Véase también II.ii.1.8.


21 Junto con la idea del legislador sabio, resuenan aquí los ecos del antifacciona-
lismo republicano: “de los partidarios nacen las facciones en las ciudades y de
las facciones la ruina del estado” (Maquiavelo, Discursos, I, 7). En consonancia
con la dicho en TSM, en RN afirma Smith que “la ecuanimidad y la moderación
de las facciones en lucha parace ser la circunstacia más esencial en la moral
pública de un pueblo libre” (V.I.c.art 2. 39). Sin embargo, según Forbes (citado
por Winch, 1975: 34), uno de los mayores logros de la ilustración escocesa
consistió en deshacerse del mito del legislador sabio republicano. Parece claro
que Smith, al menos en TSM, no pretende librarse de esa idea. Pues, a mi modo
de ver, para Smith antes que un mito es una prescripción moral (como el ideal
del patriota o el del buen ciudadano) que ha de guiar la acción política.

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desviaciones, y termina considerando a las personas como piezas
inanimadas de un ajedrez. Bajo su punto de vista las piezas de ese
ajedrez social no tienen otro movimiento que el que él les imprime;
unas piezas, pues, fácilmente manejables, fácilmente dominables.
Mas, en palabras de Smith, “en el gran ajedrez de la sociedad humana
cada simple pieza tiene movimiento por sí misma, del todo diferente
del que el cuerpo legislativo decida imprimirle” (TSM,VI.ii.2.17). El
legislador que representa intereses partidistas, de facción, no tiene
en cuenta al pueblo sobre el que legisla, y trata de establecer “de una
vez por todas y pese a toda oposición” la legislación que le favorece.
De entre todos ellos, los más peligrosos son los príncipes soberanos
que, arrogantes, creen que nada debe oponerse a su voluntad, pues
“consideran que el Estado se ha hecho para ellos, y no ellos para el
Estado” (TSM, VI.ii.2.18). El hombre de espíritu público debe ser
capaz, en cambio, de aunar los más diversos intereses, no imponien-
do ninguno por la fuerza y, “como Solón, cuando no pueda establecer
el mejor sistema de leyes, tratará de establecer el mejor que el pueblo
(the people) pueda soportar” (VI.ii.2.16).
Vemos, pues, que la república, como ideal ético-político, se cons-
tituye normativamente en el pensamiento del Adam Smith de La
teoría de los sentimientos morales como una comunidad de ciuda-
danos prudentes que respetan la ley y de ciudadanos excepcionales,
virtuosos, que se preocupan por encima de todo del bienestar de los
demás. De entre esos ciudadanos ha de salir el buen legislador, el
legislador sabio que asegure el buen gobierno, la libertad y la se-
guridad, equilibrando constitucionalmente los intereses faccionales
sin necesidad alguna de violencia ni tentación alguna de imponer
su “sistema”.
Sin embargo, la referencia a Solón, así como, en otros pasajes, a
Aristóteles, a Cicerón o al virtuoso Catón frente al “villano Catilina”,
nos deben ayudar a entender mejor la aproximación normativa a la co-
munidad política que dibuja Smith en TSM, situándola en su contexto
político. Pues en última instancia, alineado de nuevo con el republi-
canismo británico del XVIII y con el Montesquieu de la división de
poderes, lo que le exige Smith al legislador sabio es una constitución
mixta, “la feliz mezcla [como la que se da en Gran Bretaña, en su
opinión] de todas las formas de gobierno apropiadamente limitadas y
una perfecta seguridad para la libertad y la propiedad” (LJ(B): 42)22.
En una república así no cabe imponer intereses de facción –ya sean

22 Sobre la defensa republicana de la constitución mixta véase Pocock (1975: 361y


ss); Zucker (1994) y Skinner (1998). Como señala Skinner (1998: 35), tras la

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monárquicos, aristocráticos o democráticos, en el sentido clásico de la
palabra– que otorguen el dominio arbitrario a un partido; ni cabe tam-
poco que el ciudadano se revuelva contra el poder constitucionalmente
establecido, pese a que se puedan cometer abusos; antes bien, el buen
ciudadano obedecerá la ley que emana de una constitución mixta sabia-
mente instaurada, y el ciudadano excepcional, movido por humanidad
y benevolencia, tratará de corregir esos abusos con moderación, “sin
usar nunca la violencia contra su país” (TSM, VI.ii.2.16).
Así pues, fuera del gobierno mixto –que es, a mi modo de ver,
a lo que se refiere Smith al hablar de “la constitución o la forma de
gobierno que está establecida de hecho”– sólo existe el caos, el desor-
den de las facciones; dentro es posible la tranquilidad y la seguridad.
La constitución mixta, que es la máxima expresión para Smith del
buen gobierno, no es legítimo trastocarla mediante la violencia fac-
cional –ya sea, insisto, monárquica, aristocrática o democrática-, sino
“restablecerla” cuando se pierda y, como Solón, mejorarla sabiamen-
te. El derecho de rebelión y resistencia es “indudablemente legítimo”
(LJ (B): 60) o “apropiado y permisible” (LJ(A), V.126-127), cuando
el gobierno es tiránico (como el de Nerón, el de Calígula o el de los
genoveses sobre los corsos) o se comporta de forma absurda; pero
no lo es cuando de lo que se trata es de imponer intereses de facción
y trastocar un gobierno mixto23. De ahí que, al no gobernar tiráni-
camente, al comportarse republicanamente con las colonias, Smith
no apruebe la Revolución Americana, pues “ninguna aristocracia
opresiva ha prevalecido nunca en las colonias” (RN, V.iii.90); antes
al contrario, la libertad para tratar sus asuntos ha sido completa, y
los impuestos que se les imponía se usaban para mantener el propio
gobierno colonial (RN; IV.vii.b.51).

restauración de la monarquía británica y de la Cámara de los Lores en 1660,


“el ideal de una constitución mixta y equilibrada permanece en el núcleo de las
propuestas de los commonwealthmen en el siglo XVIII”.
23 A mi modo de ver, y en consonancia con el análisis que presento aquí, el derecho
a la rebelión hace de Smith más un republicano que un “liberal en sentido estric-
to”, preocupado por “la libertad individual como ausencia de coacción”, como
afirma Alfonso Ruiz Miguel (1996: XLII). Smith, como Hume, se opone a la
teoría lockeana del contrato y, con ella, a su concepción del derecho de rebelión.
En las páginas de LJ (A), V.120-129 creo que resulta meridianamente claro que
el derecho de rebelión se funda en una concepción republicana de la libertad (es
el derecho a luchar contra la tiranía) y que Smith critica la concepción de Locke,
basada en un concepto de libertad como no interferencia (el derecho a resistir
si el soberano le quita a la gente su dinero (“takes the money from them”, dice
Smith resumiendo a Locke) sin que haya un contrato de por medio. Si se rechaza
la teoría del contrato cae el derecho lockeano de resistencia, pero no el smithiano
(republicano) de rebelión frente a la tiranía.

108 |
Vemos, pues, cómo el republicanismo más o menos ideal que
dibuja Smith en TSM cobra cuerpo, a su entender, en la Gran Bretaña
de su época (más señaladamente en Inglaterra que en Escocia, en
todo caso). El gobierno mixto británico, al ser una mezcla de monar-
quía, aristocracia y democracia, no es despótico, asegura la libertad
y, por lo tanto, sus ciudadanos deber reconocer su legitimidad, pues
todas la partes (monarca, aristócratas y pueblo) están representadas
en ese equilibrio de poderes. Eso es así ya gobiernen la Tories, que
basan su gobierno en la autoridad, dado que acentúan más el lado
monárquico-aristocrático de la constitución mixta, o los Whig, que,
más democráticos, basan su gobierno en la utilidad pública (LJ(A),
V-124).
Hay que decir, sin embargo, que esta aplicación un tanto com-
placiente del ideal republicano a la vida política británica; la trasla-
ción a ese marco, sobre todo, de su temor al faccionalismo y de los
beneficios de la constitución mixta, hace que Smith no comprenda
bien algunos de los fenómenos sociales y políticos que surgen a su
alrededor o se muestre reservado en las soluciones que propone:
comprende mal los anhelos, también republicanos, de la Revolución
Americana, como hemos visto, y se muestra moderado, como vere-
mos, en las soluciones que propone para que la clase obrera salga
de la miseria a que le conduce la sociedad comercial. Antes de dar
este paso, tenemos que detenernos, sin embargo, en la relación entre
comercio y virtud.

4. Libertad republicana, comercio y virtud


De la psicología moral de Adam Smith se desprende, pues, que el
buen gobierno del alma es imprescindible para que en una comunidad
política se desarrollen buenas leyes, las cuales deben constituir la
base del buen gobierno –el gobierno mixto–, la base de la libertad,
la seguridad y la propiedad. Las figuras del legislador prudente y del
buen ciudadano encarnan el ideal de hombre libre moral y política-
mente. Para Smith, como para Aristóteles o Cicerón, ética y política
están indisolublemente unidas. Por eso los vicios privados no pueden
producir nunca virtudes públicas, sino dominación moral y política:
la interferencia arbitraria de las pasiones en nuestras decisiones y ac-
ciones y la interferencia arbitraria de un poder partidista. La república
interior y la exterior deben ser libres y estar en armonía.
Muchas de estas cuestiones, que se presentan desde una perspec-
tiva normativa en TSM, se reproducen parcialmente en RN cuando

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Smith analiza histórica, política y económicamente, la naturaleza
tiránica del feudalismo, el florecimiento del comercio, la libertad de
mercado y la situación de la clase obrera. Pero antes de llegar ahí
es preciso abordar la siguiente cuestión previa. Si en La teoría de
los sentimientos morales se enfrenta Smith a la escisión moral entre
virtud (libertad interior) y vicio (debilidad de la voluntad) y desa-
rrolla normativamente las condiciones de posibilidad de la virtud y
la libertad –de una virtud y una libertad racionalmente fundadas–,
en La riqueza de las naciones nos hallamos ante el mayor intento
de comprender las condiciones de posibilidad material de esa virtud
y esa libertad. Para ello Smith sabía –como lo sabían otros muchos
autores de su época– que tenía que desentrañar el funcionamiento
de la sociedad comercial, la naturaleza del naciente capitalismo; que
tenía que analizar, en otras palabras, las fuentes de la riqueza y las
causas de la pobreza.
Pues bien, lo cierto es que en el siglo XVIII fue un lugar común
que el comercio fomentaba la virtud, haciendo a los hombres más
independientes y libres. Para Montesquieu, cuya obra Smith conoce
bien, cuando las democracias antiguas se apoyaban en el comercio,
las personas podían adquirir grandes riquezas sin corromperse moral-
mente, pues “el espíritu de comercio lleva consigo el de frugalidad,
economía, moderación, trabajo, prudencia, tranquilidad, orden y re-
gla”, esto es, buen gobierno (Montesquieu, Del espíritu de las leyes,
Lib. V, cap. VI). En el caso de Smith se sabe, como he dicho, de su
interés por los Augustan literati –Addison, Defoe, Swift, etc.– que
“acentuaron la compatibilidad entre los objetivos de la nueva eco-
nomía con las concepciones antiguas de la virtud privada y pública”
(Winch, 1975: 72).
¿Por qué el comercio, también para Smith, es fuente de virtud?
¿Por qué el mercado además de producir resultados eficientes, si se
deja que obre con libertad en perfecta competencia, es el terreno más
propicio para la prudencia, la justicia, la firmeza y, en fin, para mos-
trar una conducta templada? La respuesta de Smith es la siguiente:
el comercio nos hace independientes y, por lo tanto, libres; esa es su
virtud. Si para el hombre verdaderamente libre no hay nada peor que
aquella dependencia que le obliga a someterse a la voluntad de otro;
si llamamos libertad (republicana) a la ausencia de amos por justos
que sean, el comercio encarna, para Smith, ese ideal. Y lo encarna
por dos motivos principalmente, a saber, porque libera a las personas
de la servidumbre feudal, aún notable (por ejemplo, en la misma
Escocia) durante el siglo XVIII y porque proporciona los medios
para llevar una vida razonablemente independiente.

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En sus Lecciones sobre jurisprudencia Smith señala que “nada
tiende tanto a corromper y enervar el espíritu (mind) como la de-
pendencia, y nada proporciona nociones tan nobles y generosas de
probidad como la libertad y la independencia. El comercio es una de
las mejores maneras de prevenir que haya muchos siervos e indivi-
duos dependientes” (LJ(A), VI.6). La dependencia ataca la médula
misma de la libertad, pues facilita que nos hayamos de ver sometidos
a otra persona, y “enerva y corrompe” al mismo tiempo el espíritu, la
“mente”, haciendo difícil, si no imposible, la libertad interior. En La
riqueza de las naciones Smith considera al trabajador independiente
como ideal moral y económico, y arremete contra los amos de todo
tipo –como veremos con detalle más adelante– que prefieren tener
a trabajadores dependientes. El comercio es un medio para lograr
la independencia, para que las personas sean dueñas de sí mismas.
El filósofo escocés tiene aún muy presente, como hemos dicho, la
terrible e inhumana relación de dependencia que se da entre el señor
feudal y el arrendatario. Así, por ejemplo, es un paso de RN Smith
describe dicha relación de la siguiente manera:
“Los siervos eran hombres vinculados a la tierra, y sus per-
sonas y efectos venían a ser propiedad del señor. Los que
no eran siervos eran arrendatarios libres por tiempo inde-
terminado (tenants at will), y aunque la renta que tenían
que pagar era, nominalmente, poco más que un censo, en
fin de cuentas absorbía, sin embargo, el producto total de
la tierra. Su señor podía, en todo momento, reclamar su
trabajo en la paz y exigir sus servicios en la guerra, y aunque
vivían a cierta distancia de la casa del señor, eran igual de
dependientes que los criados que vivían en la casa” (RN,
II.iii.9. Resaltados míos)24.
No se trataba, como vemos, de que el señor reclamara de hecho el
trabajo del siervo, que interfiriera de hecho en su vida, sino que podía
hacerlo cuando quisiera. Esa capacidad para reclamar el trabajo en la
paz y los servicios en la guerra hace que el siervo sea tan dependiente
como el criado que vive en la casa del señor. La dependencia genera-
ba, pues, dominación, ausencia de libertad. La independencia es para
Smith fuente de libertad, que sólo puede ser entendida, como vemos,
republicanamente: para Adam Smith, lo contrario de la libertad es
la esclavitud, la dependencia con respecto a la voluntad arbitraria de
otro. El comercio, insiste en diversos apartados de RN y de LJ, libera

24 Véase también RN III.iv.5.

| 111
a los hombres de interferencia arbitraria, al sustraerlos a la domina-
ción de los señores feudales, dueños de vidas y haciendas.
En un largo pasaje del Libro III de RN que recuerda al Maquia-
velo de los Discorsi, Adam Smith trata de evidenciar que el floreci-
miento económico se produjo antes en las ciudades que en el campo
porque aquellas supieron obtener privilegios, franquicias, que las
libraron del régimen señorial de dominación circundante. El campo,
sometido al poder de los señores feudales, mal gobernado y domi-
nado, no conoció ese florecimiento. La revolución que trajo consigo
el comercio resultó favorable para la causa de la libertad porque
destruyó el poder arbitrario feudal y la dependencia que acarreaba. A
su vez, el comercio de las ciudades terminó favoreciendo la libertad
de la gente del campo:
“el comercio y las manufacturas concurrieron para intro-
ducir el orden y el buen gobierno, y con estos la libertad y
la seguridad que antes no tenían los habitantes del campo,
quienes habían vivido casi siempre en una guerra casi con-
tinua con sus vecinos, y en un estado de dependencia servil
respecto a sus superiores” (RN, III.iv.4. Resaltado mío).
Ahora bien, el “orden y el buen gobierno” sólo se dan, como
sabemos, en un Estado en el que los ciudadanos respetan las leyes
y no actúan movidos sólo por un egoísmo mal entendido (como
el traidor); un Estado en el que los buenos ciudadanos promueven
activamente el bienestar social, como el legislador que ama a su
patria. El libre comercio, la libre competencia, libera a los hombres
de la tiranía haciéndolos independientes, mas ello requiere que se
respete el sistema legal (que los ciudadanos lleven a gala la virtud
de la justicia) y que se obre con prudencia, no con avaricia, pereza
o codicia: el comercio requiere amor propio limitado por el respeto
mutuo, por el fair play (TSM, II.ii.2.1; RN, II.iii.25; RN, V.I.b.2).
Sobre esta base hay que entender el famoso pasaje de La riqueza de
las naciones tantas veces citado:
“Pero el hombre [a diferencia de los animales] reclama en
la mayor parte de las circunstancias la ayuda de sus seme-
jantes y en vano puede esperarla sólo de la benevolencia. La
conseguirá con mayor seguridad interesando en su favor el
amor propio (self-love) de los otros y haciéndoles ver que
es ventajoso para ellos hacer lo que les pide. […]. No es la
benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero la
que nos procura el alimento, sino la consideración de su pro-

112 |
pio interés. No invocamos sus sentimientos humanitarios,
sino su amor propio (self-love); ni les hablamos de nuestras
necesidades, sino de sus ventajas. Sólo el mendigo depende
principalmente de la benevolencia de sus conciudadanos”
(RN, I. 2. 2. Resaltados míos)25.
Individuos libres, individuos no sometidos a la interferencia ar-
bitraria de otros, pueden legítimamente apelar al interés privado, al
amor propio de hombres prudentes para obtener comerciando cuanto
necesitan. Sólo quien no es libre, el mendigo, depende de la caridad,
de la benevolencia, de la humanidad de los demás, y ni siquiera total-
mente. No se da aquí, pues, una justificación del egoísmo –término
que, como tal, Smith no usa– como motor único de la acción que se
contradiga con lo expuesto en TSM, ni cabe sostener en consecuencia
que ética y política están escindidas en la mente de Smith: RN y TSM
no pertenecen a mundos distintos, el de la ética y el de la política.
Mas para su buen funcionamiento la sociedad comercial no exige
que se cultiven virtudes sociales tan meritorias como la generosidad
o la benevolencia, no exige la virtud perfecta, pues la subsistencia
de las personas no puede depender de la excelencia humana, que es
un bien muy escaso. Antes al contrario, sólo se necesita de la justicia
y de la prudencia “inferior” (la frugalidad, el ahorro, la sinceridad,
la decencia). Smith parece cerrar así la cuestión central del repu-
blicanismo dieciochesco británico –el anhelo de maridar comercio
y virtud pública–, pues cuenta con una sutil teoría de la virtud que
aplica con realismo a la sociedad comercial. Sin embargo, como
aún nos queda por ver, a mediados del XVIII el optimismo sobre el
mercado como fuerza social innovadora que genera prosperidad y
virtud resulta ya insostenible, pues una nueva clase de desheredados
–el proletariado– surge a ojos vista.

5. Clase obrera y dominación


Pese a todo lo que llevamos dicho, más allá del ámbito de la pura
erudición académica, La riqueza de las naciones se considera, aún
hoy, la obra que da cuerpo doctrinal al liberalismo económico, al

25 He corregido la traducción de RN porque allí donde Smith habla de “self-love”


en la versión española del Fondo de Cultura Económica se dice “egoísmo”,
con lo cual se acepta sin más la interpretación canónica de este texto a costa de
traducir mal.

| 113
laissez-faire decimonónico26. Y, sin embargo, resulta difícil entender
la libertad de mercado, el sistema de libertad perfecta smithiano, si
no es en términos de la oposición entre el hombre libre y el siervo,
oposición en la que arraiga el ideal republicano de libertad. La gran
contribución de la sociedad comercial, del cuarto estadio del desa-
rrollo humano según Smith, es la liberación del yugo feudal, como
ya hemos visto. Pero el libre comercio no deja de ser un mecanismo
institucional, un medio, para lograr el fin que le interesa de verdad,
a saber, la vida libre, independiente. De ahí que pese a ser un ideal
inalcanzable en la sociedad europea moderna, Smith elogie la vida
del labrador dueño de la tierra y dueño de sí. A diferencia de lo que
ocurre en Europa, cuando en las colonias de América del Norte un
artesano consigue un capital mayor que el que precisa para su ne-
gocio, lo emplea en comprar tierras sin cultivar en lugar de ampliar
su negocio y “vender los artículos en lugares distantes”. Antes al
contrario,
“De artesano se convierte en labrador, y ni los grandes sala-
rios, ni el fácil mantenimiento que aquellos países ofrecen,
son bastantes para obligarle a trabajar para otros, antes bien
para sí mismo. El artesano siempre piensa que es servidor de
los clientes que lo mantienen; pero el labriego que labra sus
propias tierras y que gana el sustento con el trabajo de su
propia familia se considera, y es en realidad, un señor inde-
pendiente del mundo entero” (RN, III.1.5; resaltado mío).
Smith no añora una sociedad precomercial, y su realismo político
no le permite soñar con la utopía de una sociedad de hacendados
libres, pues en Europa toda tierra cultivable es ya propiedad de al-
guien, a diferencia de lo que ocurre en América. Lo que anhela Smith
es una vida de independencia y seguridad respecto de la voluntad
arbitraria de otros (sean amos o clientes), una vida libre en defini-
tiva. Ese anhelo es el que le lleva, por una lado, a ensalzar en TSM
el ideal moral del buen ciudadano y del buen legislador y, por otro
lado pero en íntima relación, la vida del hacendado libre americano,
propietario de la tierra, así como la del artesano europeo “que trabaja
por su cuenta”, siendo por ello más libre que el obrero, quien pese a
llevar “el peso de la sociedad tiene los menores beneficios” (LJ(B),
136). Aunque el hacendado dueño de la tierra goza de mayor libertad
–mayor independencia– que el artesano, ambos tienen medios de
subsistencia propios, a diferencia del obrero.

26 Véase, por ejemplo, la página web del Adam Smith Institute (www.adamsmith.org).

114 |
Sin embargo, creo entender que es precisamente el ideal repu-
blicano de libertad el que le permite ser menos ingenuo que otros
autores de su época con respecto a la posibilidad de emancipación
que entraña en Europa el comercio. En primer lugar, el “espíritu
comercial” acarrea una serie de inconvenientes que dificultan el de-
sarrollo pleno de la persona: “el pensamiento... se contrae y se hace
incapaz de elevación” debido a la división del trabajo, que hace que
“la mente” limite su atención a unas “pocas ideas”; la educación se
descuida, en especial la de los niños de clase baja; el espíritu marcial
y heroico del pueblo desaparece (LJ(B): 201-204). Resulta patente de
nuevo la importancia, moral y social, que tiene para Smith la libertad
interior, pues le importa mucho destacar que el comercio daña ante
todo la “mente” y, con ella, la capacidad para desarrollar virtudes
sociales y meritorias. La repetición monótona y alienante de la mis-
ma tarea, la falta de educación, la ignorancia, impiden el desarrollo
de la persona, lo que supone un impedimento para el surgimiento
de verdaderos ciudadanos. Además, un pensamiento contraído se
domina con mayor facilidad. Es lo que ocurre, precisamente, con la
clase obrera, la gran damnificada en el proceso liberador que desata
la sociedad comercial. Si la libertad es ausencia de dominación, el
trabajador asalariado no es libre, a diferencia del artesano, del hacen-
dado dueño de su tierra y, por supuesto, del patrono. Esa dominación
se deja ver, antes que nada, en el momento en que el obrero negocia
su contrato de trabajo:
“Los salarios del trabajo dependen generalmente, por do-
quier, del contrato concertado por lo común entres estas dos
partes [propietarios del capital y obreros] y cuyos intereses
difícilmente coinciden. El operario desea sacar lo más posi-
ble, y los patronos dar lo menos que puedan (RN I.8.11). [...].
Sin embargo, no es difícil prever cuál de las dos partes saldrá
gananciosa en la disputa en la mayor parte de los casos, y
podrá forzar a la otra” (RN, I.8.12. Resaltado mío)
Los patronos se pueden poner de acuerdo con mayor facilidad que
los obreros, pues sus asociaciones, a diferencia de las asociaciones
obreras, son legales. Aunque se habla mucho, afirma Smith, de los
acuerdos entre obreros, son los patronos los que con mayor facili-
dad llegan a acuerdos para no elevar los salarios (RN, I.8.13). Los
obreros, desesperados, recurren a la violencia sin obtener con ello
resultado alguno, bien por la intervención de las autoridades que de-
fienden al patrono –no parece que se le escape a Smith la naturaleza
de clase del Estado–, bien por la “pertinacia de los patronos”, bien

| 115
por “la necesidad en que se hallan los trabajadores de someterse para
no carecer de los medios de subsistencia” (RN, I.8.13). El contrato la-
boral es una relación de poder, una relación asimétrica, que Smith no
entiende, de forma ingenua, como una negociación entre iguales.
El obrero sometido no tiene libertad alguna, por lo demás, para
aliviar la extenuante carga de trabajo que se le impone: “Si los patro-
nos diesen oídos a los dictados de la razón y la humanidad tratarían
de moderar más que de animar la diligencia de muchos de sus obre-
ros” (RN, I.8.44). El interés privado del patrón y el interés público
están aquí en conflicto. El interés privado del patrono es explotar al
obrero. El interés público, en cambio, obliga a dar un trato humano,
justo en definitiva, a quienes llevan el peso de la sociedad, pues
“ninguna sociedad puede ser floreciente y feliz si la mayor parte de
sus miembros son pobres y miserables” (RN, I.8. 36). Sin embargo,
puesto que los intereses de los patronos no coinciden con los de la co-
munidad, a la que sólo pretenden “deslumbrar y oprimir” (RN, I.11.
con.3), y no cabe esperar de ellos, dada su rapacidad, benevolencia
alguna –virtud y opulencia son antónimos para Smith–, es necesaria
la intervención de una instancia superior, el Estado, que vele por los
intereses de la sociedad mejorando la situación de la clase obrera.
Ante todo, el Estado debe promover la educación de los obreros, pues
la ignorancia, en la medida en que les impide cultivar la mente, les
impide también ser libres, ser para sí mismos, no estar alienados27:
“Sin embargo, aunque el interés del obrero se halla tan
íntimamente ligado con el de la sociedad, es incapaz de
comprender ese interés o de relacionarlo con el propio.
Su condición no le deja tiempo suficiente para procurarse
la información necesaria y su educación y sus hábitos son
tales, por lo general, que le inhabilitan para juzgarla aun
después de conocida. Por lo tanto, en los negocios públicos
su opinión es muy poco atendida y apenas considerada”
(RN, I.11.concl. 2. Resaltado mío).
“Un hombre carente del uso apropiado de sus facultades
mentales es más despreciable, si cabe, que un cobarde, pues
es mutilado y deforme en una parte todavía más esencial
del carácter que compone la naturaleza humana...Cuanto
más instruidas estén [las clase inferiores], menos expuestas

27 Son muchos los autores que han visto en el Libro V de La riqueza de las nacio-
nes el antecedente del concepto marxista de alienación. Sobre la influencia de
Smith en la idea de alienación véase West (1975).

116 |
se hallarán a las desilusiones traídas por la ligereza y la su-
perstición, que frecuentemente ocasionan los más terribles
trastornos entre las naciones ignorantes. Un pueblo inteli-
gente e instruido será siempre más ordenado y decente que
uno ignorante y estúpido” (RN,V.i.f.56/57).
“[la masa común del pueblo] Tiene muy poco tiempo para
dedicarlo a la educación...el Estado podría facilitar esa
educación estableciendo en cada parroquia o distrito una
pequeña escuela” (RN, V.i.f.48/50).
La clase obrera está excluida del proceso liberador del comercio,
pues se ve sometida a los patronos y a su propia ignorancia, que es
el medio idóneo para perpetuar esa relación de dominación28. No en-
tiende siquiera que sus intereses son los intereses de la sociedad y su
opinión no cuenta. El obrero no puede ser libre porque no es indepen-
diente, y no siendo libre no cabe atribuirle el estatuto de ciudadano.
La clase obrera está fuera, en última instancia, de la sociedad civil.
¿Cómo incluirla? Las subidas de sueldos, la igualdad de oportunida-
des para conseguir trabajo y, sobre todo, la educación son los medios
que Smith toma en consideración para incluir a la clase obrera en la
sociedad civil. El Estado, pues, tiene que intervenir para mejorar la
situación de la clase obrera, sobre todo en educación (aunque también
librándolo del poder monopolista de los gremios y de la tiranía de las
parroquias, que impiden al obrero fijar su residencia donde quiera y
buscar así un trabajo mejor) (Fleischaker, 1999: 167).
Esta reivindicación acerca parcialmente el republicanismo de
tintes igualitarios de Smith a lo que será el republicanismo radical
británico de la década de los 90 del siglo XVIII. El giro radical
democrático de esos años –en los que se siente la influencia de la
Revolución Francesa–, se deja notar en la creciente preocupación por
las condiciones y los medios de vida de la clase obrera; preocupación
que es ajena al republicanismo de principio y mediados de siglo
(no atañe en absoluto, por ejemplo, a la reflexión económica de los
Augustan). Ese giro “plebeyo” de finales de siglo se halla a la base
del pensamiento socialista del XIX (Claeys, 1994: 252-253). Smith,
de quien he dicho que es el último representante de una generación
de pensadores republicanos preocupados por conjugar comercio y
virtud, aparece ahora –en parte– como el antecesor de lo que será giro
28 Esa exclusión no sólo la padece la clase obrera, sino, sobre todo, las mujeres,
pues “al estar hechas por hombres las leyes de la mayoría de los países, gene-
ralmente son más severas con las mujeres, que carecen de remedio para esta
opresión” (LJ (A), iii.13).

| 117
democrático de los 90. La alabanza del artesano libre de dominación,
la idea de que no somos sino uno entre la multitud (que inspira su
concepción del patriotismo), su defensa, consecuentemente antiaris-
totélica, de la capacidad de los pobres para la virtud (en el sentido
de TSM, no cristiano), su clara conciencia de la naturaleza de clase
del Estado y su denuncia, en fin, de la penosa situación en que se
halla la clase obrera lo alejan del republicanismo antidemocrático
de sus admirados Aristóteles y Cicerón, o de sus más inmediatos
antecesores de principios de siglo, ajenos por completo a la cuestión
democrática.
Sin embargo, ese distanciamiento democrático –en el sentido
antiguo de la palabra, insisto– respecto de los modelos republicanos
clásicos y modernos sólo es parcial, pues no afecta a una de las
escisiones centrales de la sociedad, que Smith entiende tan bien: la
escisión entre riqueza y pobreza. En RN la estructura de la propiedad
nunca se cuestiona, el derecho a la existencia no se asegura. Aunque
Smith considera que la clase baja es capaz de virtud, las condiciones
materiales de posibilidad de esa virtud no están aseguradas (en RN
exige, eso sí, que se mejore la calidad de vida de la clase obrera),
por lo que, en buena lógica republicana, tampoco está asegurada la
libertad de los miembros de esa clase. Así, aunque su influencia se
deje sentir en el republicanismo radical de los 90, Smith no llega a
dar el paso democrático de un Thomas Paine o un John Thelwall,
pues sigue anclado en el ideal de la constitución mixta, de la mo-
narquía constitucional, como garante de la libertad. Ese ideal, que
lo liga a la generación republicana antidemocrática de sus mayores,
no le impide ver la desigualdad reinante; mas, convencido de que
la Inglaterra de su época goza del mejor sistema de gobierno posi-
ble, sí le impide imaginar siquiera medios (a diferencia del Paine
de Agrarian Justice) para emancipar a la clase obrera, económica
y políticamente. El republicanismo de Smith transita de forma un
tanto ambigua entre sus anhelos tímidamente democráticos –esto es,
su deseo de que el pueblo, capaz de conducirse virtuosamente, esté
incluido en la sociedad civil gracias al comercio y la educación– y
el respeto por la constitución mixta, incluido su sesgo patricio (que
excluye el sufragio universal masculino y la reforma agraria que
exige el republicanismo democrático inglés). Esa ambigüedad es la
que le permite admirar sinceramente al Rousseau del Discurso sobre
el origen y los fundamentos de la desigualdad, sin dejar de criticar
que haya “llevado el verdadero espíritu republicano un poco lejos”
(Smith, 1980: 251). Cuando ese espíritu no se lleva tan lejos, cuando
con Rousseau y Paine se defiende un ideal de libertad como ausen-

118 |
cia de dominación basado en la virtud, pero a diferencia de ellos se
respeta el gobierno mixto y su marcado sesgo antidemocrático, nos
encontramos con el verdadero Smith republicano que la tradición
liberal más doctrinaria nos ha hurtado.

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122 |
4
LAS RAÍCES REPUBLICANAS
DEL MUNDO MODERNO:
EN TORNO A KANT
por María Julia Bertomeu

El pensamiento político de Kant ha sido incomprendido por una buena


parte de la filosofía contemporánea. Para mostrarlo comenzaré el
trabajo con un par de citas: La primera, extraída de un pasaje en el
que el filósofo se maravilla frente a un acontecimiento de la época
“que destila una disposición moral del género humano”: la Revolu-
ción francesa.
“El verdadero entusiasmo siempre está encaminado a lo
ideal y ceñidamente al puramente moral: el concepto del
Derecho que no puede ser sustituido por la propia utilidad.
Los enemigos de los revolucionarios no pudieron ser lleva-
dos mediante recompensas monetarias a la diligencia y la
nobleza del alma que el mero concepto del Derecho creó
en ellos [en los revolucionarios]” (AA, VII, Der Streit der
Fakultäten, pág. 86).
Este pasaje fue redactado por Kant en 1798, luego de los prin-
cipales acontecimientos políticos en Francia, esto es, luego de la
convocatoria a la Asamblea Nacional y de los hechos que barrieron el
Antiguo Régimen: la toma de la Bastilla, la prisión real, la abolición
de los derechos feudales y la Declaración de Derechos de los hom-
bres, e incluso después del período de la revolución radical. Kant no
tenía dudas: se trataba de un pueblo que tenía derecho a liberarse y a
redactar una constitución civil que brotara de su voluntad.

| 123
La otra cita, del mismo texto y tenor, retoma una polémica de
Kant con sus contemporáneos:
“Hasta donde alcanza su influencia, así precisamente lo
hacen nuestros políticos, y a decir verdad, así se sienten
precisamente también felices. Se debe tomar, dicen, a los
hombres como son, no, según sueñan los pedantes descono-
cedores del mundo o los bienintencionados fabuladores,
como deben ser. Pero el tal como son debería significar: a lo
que les hemos llevado a ser nosotros mediante coerción in-
justa, mediante golpes traidores que tuvo en su mano darles
el gobierno, y es a saber: cabezotas y prontos a la sublevación;
con lo que, huelga decirlo, cuando se les afloja la brida, se
echan de ver tristes consecuencias que hacen verdadera la
profecía de aquellos estadistas supuestamente conocedores
del mundo” (AA., VII, Der Streit der Fakultäten, pág. 80).
Los “estadistas supuestos conocedores del mundo”, Edmund Bur-
ke, August Rehberg, y Friedrich Gentz (Rehberg, 1979), entre otros,
se preciaban de saber cómo son los hombres realmente y se oponían
con firmeza a la Revolución Francesa; al mismo tiempo denunciaban
la pedantería de quienes procuraban hacer política a partir de un siste-
ma especulativo fundado en un derecho natural, puesto a prueba en el
gabinete mediante el análisis de los conceptos. Porque la constitución
de un estado, sostenían, requiere conocimiento del mundo, de los
hombres y de los negocios que se celebran en la sociedad civil. Ellos
mismos acusaban a los teóricos de la revolución y sus seguidores
alemanes, “que hablaran sobre democracia, aristocracia y monarquía
con un tono tal, como si estuvieran hablando del flogisto” (Burke,
1979:128). Hombres de talentos brillantes, diría Burke al referirse
a los revolucionarios franceses, pero sin ninguna experiencia en el
Estado, puesto que los mejores son simplemente teóricos.
Podrían multiplicarse las citas de Kant sobre la política de su
tiempo, dentro y fuera de su Prusia natal, sin embargo, una parte
importante del pensamiento político contemporáneo no le ha hecho
justicia en este punto. En los textos actuales de filosofía y teoría
política anglosajona, es infrecuente hallar referencias a la teoría de
Kant: o bien no se lo cita, o bien sí se lo cita, pero un como atípico
inspirador de la teoría moderna del contrato social liberal, o como
mentor de Rawls, tanto para la construcción de la situación contrac-
tual, como para la elaboración de una teoría de justicia distributiva,
recurriendo para ello a sus textos de filosofía moral y con escasas o
nulas menciones de su filosofía política y jurídica.

124 |
Por otro lado, en la puesta al día de la tradición republicana de
los últimos años, por lo general no está presente el pensamiento nu-
triente de Kant sino la tradición de Cicerón y la República romana,
la del Maquiavelo de los Discursos, y de autores de las repúblicas
renacentistas italianas, la de Harrington y de los teóricos de la re-
pública y el Commonwealth en Inglaterra, Francia y Norteamérica
del siglo XVIII1.
Esto tiene, según creo, un par razones. En primer lugar, Kant
no escribió una obra única sobre filosofía política, sus ideas están
dispersas en distintos textos y obras, y en muchos casos en una serie
de escritos cortos, decisivos y muy políticos, redactados entre los
años 1782-1797. Por otro lado, la tardía traducción al inglés de la
Metafísica de las Costumbres, uno de las obras medulares para la
comprensión de su pensamiento jurídico y político, ha contribuido
o bien a soslayar la importancia de su pensamiento en este punto,
o bien a imponer versiones “moralizadas” del derecho y la política,
como ocurrió, por ejemplo, con el influyente libro de J. Murphy, La
filosofía del derecho de Kant (1970), que si bien fue pionero, sin
embargo simplemente propuso derivar la política a partir de la ética
crítica de Kant, prestando escaso cuidado a los complejos vínculos
que el filósofo trazó, por ejemplo, entre libertad interna y externa,
la moral, el derecho y la política, desde las primeras páginas de la
Metafísica de las Costumbres2. Como habremos de ver esta obra es
definitiva, tanto para entender la versión kantiana del “imperio de la
ley”, como para aclarar su teoría de la propiedad y de los contratos
en la sociedad civil.

1 Así ocurre, por ejemplo, con el texto de Pettit (1979). Cass Sunstein y Frank
Michelman por otro lado, reivindican un “republicanismo liberal” cuyas prin-
cipales fuentes son los constitucionalistas revolucionarios norteamericanos de
antes y después de la ratificación de la Constitución Norteamericana: Sunstein
(1988) y Michelman (1988).
2 No me podré detener en este trabajo en las complicadas relaciones entre la liber-
tad externa y libertad interna, en el ámbito de la filosofía del Derecho de Kant.
Para decirlo muy brevemente, si bien la primera remite al aspecto externo de
la libertad y tiene relación con los fines que se propone un agente y la segunda
hace referencia a un querer sin relación con un objeto empírico, ambas, sin
embargo, están determinadas por la razón pura que les impone una ley universal
y un fundamento de determinación, que no es otro que la aptitud de la máxima
(tanto de la Willkür o arbitrio como de la Wille o voluntad pura) para convertirse
en ley universal. No son idénticas pero tampoco absolutamente separadas. Por
otro lado, la libertad entendida en su sentido externo es la piedra de toque a
partir de la cual es posible pensar la autonomía del sujeto. Para este tema véase
un interesante artículo de Benson (1987) en respuesta a Fletcher (1987).

| 125
En Alemania no ha ocurrido ni ocurre lo mismo. En los últimos
años se publicaron obras eruditas y pioneras sobre estos temas. Tan-
to el libro de W. Kersting Wohlgeordnete Freiheit. Inmanuel Kants
Rechts und Staatsphilosophie que es un excelente y precursor trabajo
sobre la Metafísica de las Costumbres, como los textos de Habermas
y alguno de sus discípulos, y especialmente el de Ingeborg Mauss
Zur Aufklärung der Demokratietheorie3.
Ahora bien, recuperar las raíces republicanas del pensamiento
moderno no implica ignorar sus restricciones. Es harto conocido
que Kant pensó el ideal de ciudadanía independiente y colegislado-
ra excluyendo de ella a quienes carecen de todo tipo de propiedad
(porque no son sui iuris), del mismo modo que cuando los hombres
de la Commonwealth y los republicanos tradicionales pensaron el
ideal republicano de libertad, nunca llegaron a imaginar que fuera
otra cosa que un modelo para un grupo minoritario de propietarios y
en general varones. Sin embargo, es posible recuperar ese ideal y re-
introducirlo con carácter universal para los miembros de la sociedad
contemporánea, aunque indudablemente matizado con una teoría de
la democracia. Como todo republicano, Kant fue propietarista, pensó
que los que pueden participar de la soberanía popular y de las tareas
legisladoras son los que gozan de independencia, los que no ‘deben
su existencia a nadie’ y, por tanto, no están subordinados a la volun-
tad arbitraria de otra persona, por bondadosa o caritativa que fuera.
Pero también pensó que eso excluye a los dependientes de la ciuda-
danía, porque carecen de la condición necesaria –no estar sujetos a la
voluntad de sus señores– para participar activamente de la misma, y
no propuso incluirlos como ciudadanos con plenos derechos. A causa
de su pietismo Kant creía –derecho natural mediante– que todos los
“hombres” son libres e iguales, independientemente de su existencia
civil. Sin embargo, esos derechos de los hombres, no son derechos
constitutivos del ciudadano –no son derechos como triunfos, para
decirlo con Dworkin– su función en el marco jurídico-legislativo es
la de un tribunal último de apelación en caso de conflicto, y eso no es
poco, pero es insuficiente para universalizar la libertad republicana.
Volveré más adelante sobre este punto.
He dividido la exposición en dos puntos: 1. El contrato originario
y los contratos en la sociedad civil, y 2. Ciudadanía, propiedad e
independencia.

3 Estos últimos en términos de una justicia procedimental pura y autónoma, que


desconoce la vinculación entre el derecho natural y el privado, y convierte al
legislativo en un procedimiento independiente, contiguo al neokantismo antes
que al propio Kant Para una crítica breve pero acertada a la interpretación de
Mauss, véase: Brandt (1999).

126 |
1. El contrato originario y los contratos
en la sociedad civil
Es frecuente suponer que Kant aceptó como modelo del derecho
en general las reglas del derecho privado liberal burgués, fundado
en la libertad de contrato y propiedad privada, y que el liberalismo
encontró en Kant su forma jurídica, tal como habría encontrado en
Locke y en Adam Smith su forma política y económica4. ¿De dónde
proviene esta interpretación? Sin duda de un desconocimiento funda-
mental: de ignorar la relación que existe entre la teoría kantiana del
derecho y el derecho civil romano, por un lado, y de una exposición
errónea de su teoría del contrato social y de la función de la propie-
dad privada como soporte de la autonomía e independencia de los
ciudadanos. Veremos cómo ocurre esto.
La noción de contrato social juega un papel decisivo en la teoría
política de Kant, puesto que es el pilar sobre el cual es posible juzgar
a una constitución civil jurídicamente legítima. Se trata de una idea
de la razón:
“del acto por el cual el pueblo mismo se instaura como
Estado... y consiguientemente todos en el pueblo renuncian
a su libertad exterior para recobrarla de inmediato como
miembros de una comunidad, esto es, como miembros del
pueblo considerado como Estado, y no puede decirse que
el Estado, que el hombre en el Estado, haya sacrificado a
un fin una parte de su libertad exterior innata, sino que ha
abandonado la libertad salvaje y sin ley para encontrar su
libertad en general, íntegra, en la dependencia legal, puesto
que esta dependencia brota de su voluntad legisladora” (AA,
VI, Metaphysik der Sitten, pág. 315).

4 Sin embargo, el uso político de la palabra liberalismo es muy posterior a la épo-


ca de Kant. Tal como aparece documentado en diccionarios históricos, el primer
grupo político que usó este nombre se encuentra en España, en 1810, cuando
los diputados se agrupaban en “liberales” y “serviles”. Véase Hosbawm (1992).
En cuanto al uso del término burgués sin otras especificaciones para referirse a
Kant, cabe recordar, como el propio Francois Guizot recuerda, que “la burguesía
formó sucesivamente y por elementos muy diferentes, aunque cuando se habla
de ella, parece suponerse que en todas las épocas ha estado compuesta por los
mismos elementos. Suposición absurda... Es preciso ver nacer sucesivamente
en su seno nuevas profesiones, nuevas situaciones morales, un nuevo estado
intelectual, para comprender las vicisitudes de su fortuna y poder” (Guizot,
1972:172).

| 127
Este contrato –que por ser una idea de la razón tiene una función
regulativa, que no es el principio explicativo del origen del estado
civil, sino el principio que lo regula y que obliga a los hombres a
entrar en un estado jurídico– expresa una convicción central de Kant,
a saber, que el derecho propiamente constituido es un elemento esen-
cial de la libertad. Y en esto se advierte una diferencia con la posición
de Locke, quien juzga que en el estado de naturaleza los hombres
gozan de una libertad grandiosa, y son los señores absolutos de su
propia persona y de sus posesiones en igual medida que pueda serlo
el más poderoso, aunque deciden mermar su libertad para adquirir
seguridad. Kant pensaba, por el contrario, que las leyes crean la liber-
tad de los ciudadanos y no la mitigan, porque el único modo de ser
libre es viviendo bajo un régimen jurídico adecuado, producto de la
autolegislación. Hobbes, como se conoce, no compartía esta idea del
derecho entendido como creador de libertad, pues según su opinión,
el derecho siempre interfiere con la libertad. Por eso considera que
se goza de libertad cuando el derecho calla. Para Kant –al igual que
para Harrington, y en disputa con Hobbes, la buena legislación está
forjada justamente para la protección de la libertad de los ciudadanos,
para impedir interferencias arbitrarias y fomentar aquellas que, por
no ser arbitrarias, constituyen a la libertad–.
Por otro lado, la solución hobbesiana del contrato está anclada
en una concepción peculiar de la naturaleza humana según la cual
–y dado que los individuos son incapaces de dominar sus pasiones
sin el soporte externo del poder soberano, porque son incapaces de
autogobernarse– ellos establecen un pacto de sujeción y transfieren
a un hombre o a una asamblea de hombres este derecho.
En cambio, Kant ha dicho, en contra de Hobbes que
“no es la experiencia quien nos enseña la máxima de la
violencia y la maldad humanas de hacerse mutuamente la
guerra antes de que aparezca una legislación exterior pode-
rosa, por tanto, no es un factum el que hace necesaria la
coacción legal pública, sino que, por buenos y amantes del
derecho que quiera pensarse a los hombres... antes de que
se establezca un estado legal y público, los hombres, los
pueblos y los Estados aislados nunca pueden estar seguros
unos de otros frente a la violencia, pero tampoco pueden
hacer cada uno lo que les parece justo y bueno por su propio
derecho sin depender para ello de la opinión de otro” (AA,
VI, Metaphysik der Sitten, pág. 312).

128 |
Kant no adhiere al monismo motivacional hobbesiano, los hom-
bres en estado de naturaleza tienen una pluralidad de motivaciones,
e incluso hay “demonios inteligentes”, como se sabe, pero en cuanto
al contrato no se trata de ello, sino de garantizar la libertad de todos
mediante leyes universales que brotan de la soberanía de los a los
ciudadanos.
El derecho ofrece la posibilidad de conectar la coacción recíproca
universal con la libertad de cada cual, para expresarlo con palabras
del propio Kant, el derecho “es el conjunto de las condiciones según
las cuales el arbitrio de uno puede conciliarse con el arbitrio de otro
según una ley universal”. El contrato kantiano no es un pacto de
sujeción o de anclaje externo y heterónomo de las pasiones antiso-
ciales, como en Hobbes, sino un pacto de unión civil destinado a
garantizar la autonomía. Entre el soberano y los súbditos no existe
un pacto por medio del cual el pueblo transfiere su soberanía, sino
justamente lo contrario, el contrato permite a los hombres –y nunca
mejor dicho hombres puesto que no mujeres– ser soberanos y desple-
gar su libertad personal, pero en un estado jurídico de dependencia
legal que impone interferencias no arbitrarias en función de la misma
libertad de todos.
Kant ensayó algunas aplicaciones de la idea de contrato, enten-
dido como “la piedra de toque de la juridicidad de la ley pública
capaz de regir para todos”. La utilizó, por ejemplo, para impugnar
derechos y prerrogativas a las que sería “imposible que la totali-
dad del pueblo le prestara acuerdo” porque otorgan a cierta clase de
súbditos –la nobleza hereditaria– un privilegio para el ejercicio del
gobierno. Y este rechazo no tiene otro fundamento que la libertad,
único derecho innato, que consiste en la “independencia frente al
arbitrio constrictivo de otro, en la medida en que puede coexistir
con la libertad de cualquiera, según una ley universal” (Kant, AA.,
VI, pág. 237). Puesto que la libertad es constitutiva de la humani-
dad, “ningún hombre podrá aceptar desprenderse de su libertad, y
por tanto, es imposible que la voluntad unida del pueblo concuerde
con esta infundada prerrogativa”. La nobleza de un país depende
de una constitución monárquica, y si el Estado decidiera modificar
su constitución, quienes pierden sus títulos y privilegios no podrán
decir que se les ha quitado lo suyo, pues el Estado tiene derecho a
cambiar una constitución5.

5 Sobre la reforma de una constitución por el camino revolucionario se ha dicho


mucho y Kant aportó lo suyo. Sabemos que dedicó varias páginas de su obra a
condenar los cambios revolucionarios, y propuso en su lugar reformas paulatinas

| 129
También aplicó la idea de contrato social en contra de la inmovi-
lidad de las personas por razones de raza, religión, sexo, y posición
económica: “dado que cada uno debe poder llegar a cada grado de
un estamento a la que puedan llevarlo su talento, diligencia y suer-
te”. Aunque no sacó las consecuencias imprescindibles para plantear
–más allá del mérito, la diligencia o la suerte– el tipo de redistribu-
ción que sería necesario –en función de la igualdad y no ya de la
proporcionalidad o la suerte– para diseñar una sociedad justa y con
igualdad de oportunidades. Y en este punto haré una digresión muy
breve.
En los últimos años se han realizado intentos serios e interesantes
para vincular la teoría kantiana de la libertad y el sujeto moral, con
una concepción igualitaria de justicia social, que justifique un estado
redistributivo, derechos sociales o bienes primarios. Es imposible no
recordar el papel fundador que ha tenido en esta línea interpretativa
la obra de John Rawls (1980). La persona moral que funda la noción
medular de su concepción de la justicia como imparcialidad, absorbe
los rasgos sobresalientes del sujeto autónomo kantiano, y esta es
una idea fructífera dado que es posible que indagando a la libertad
lleguemos a una solución del problema de la justicia. Pero hay que
observar que Rawls desvincula el problema del régimen político del
problema de la justicia distributiva. Presupone un régimen demo-
crático-liberal, pero su teoría de justicia distributiva no ayuda a fun-
damentarlo normativamente, ni tampoco se lo propone. En realidad,
Kant y Rawls discuten cosas distintas, el primero cuál es y por qué
el mejor régimen político, el segundo, cuál es y por qué la pauta más

encaminadas a la instauración de una constitución republicana. Sin embargo, en


uno de sus textos más entusiastas ante los acontecimientos revolucionarios fran-
ceses, concretamente en la Paz Perpetua, Kant elaboró una herramienta metodo-
lógica fina para salvar la inconsistencia entre su entusiasmo revolucionario y su
condena jurídico-política a las revoluciones: la ley permisiva (Erlaubnisgestezt).
Esta ley permisiva, que Kant introduce en una nota y no es de extrañar dadas
las limitaciones de un filósofo funcionario en la monarquía absoluta prusiana,
admite la posibilidad de que la razón práctica permita un aplazamiento de su
deber categórico, cuando la realización de lo jurídicamente necesario (la instau-
ración de una constitución republicana) no es prácticamente posible. Pero esta
ley es válida y aplicable, cuando los esfuerzos se encaminan hacia la realización
del Derecho (AA,VIII, Zum ewigen Frieden, pp. 373) Y como ya hemos podido
notar, Kant no se ha cansado de recordar que el acontecimiento revolucionario
francés tenía una causa moral. Si entendemos esta causa moral en sentido am-
plio, en el sentido de la razón práctica legislativa externa e interna, entonces
esa nota kantiana a pie de página tiene una importancia decisiva para salvar
su aparente inconsistencia, siempre y cuando no perdamos de vista el opresivo
ambiente político desde el cual dialogaba con los revolucionarios franceses y
respondía a sus críticos más recalcitrantes.

130 |
justa de distribución de recursos sociales6. Dicho esto volveré sobre
el tema de los contratos en la sociedad civil.
Este espeso entramado que acopla la libertad con la capacidad
de consentir, explica el esmero con el que Kant repasa los contratos
que se celebran en la sociedad civil, puesto que otorgan soberanía
y poder a una parte sobre la otra, y justamente por ello el derecho
público debe desempeñar un estricto control normativo, a fin de in-
crementar la seguridad de las personas en las facetas contractuales
de su vida, aún cuando el derecho contractual pertenece al ámbito del
derecho privado. La ausencia de restricciones normativas a la libertad
contractual no tiene como consecuencia la extensión de libertad indi-
vidual sino, entre otras cosas, la admisión de contratos de esclavitud
en los cuales los hombres entrarían voluntariamente, pero sometidos
a presión económica o a las jerarquías naturales. Veamos un ejemplo
de contrato sometido a la Sentencia de Jurisdicción Pública.
“El contrato por el cual enajeno lo mío, mi cosa (o mi dere-
cho) gratuitamente, contiene una relación de mí, el donante
(donans), con otro, el donatario (donatarius) de acuerdo
con el derecho privado; relación por la que lo mío pasa a él
mediante su aceptación. Pero no se puede presumir que con
esto piense que estoy obligado por ello a cumplir mi promesa
y, por tanto, a ceder gratuitamente mi libertad y, por tanto,
venderme a mi mismo, lo cual, sin embargo, sucedería en el
estado civil conforme al derecho, porque en él, el donatario
puede forzarme a la prestación de la promesa. Por consigu-
iente, si la cosa llegara hasta el tribunal, es decir, desde la
perspectiva de un derecho público, tendría que presumirse,
o bien que el donante consintió con la coacción, lo cual es
absurdo, o bien que, en su veredicto, la corte de justicia no
se preocupa de si aquél ha querido o no reservarse la libertad
de renunciar a su promesa, sino solamente de lo que es cierto:
de la promesa y la aceptación del que la recibe...” (AA, VI,
Metaphysik der Sitten, pp. 297-298).
Kant pensaba, en efecto, que un contrato en el cual una parte re-
nuncia a su entera libertad en beneficio de otro, es contradictorio en
sí mismo y por tanto nulo, pues quien lo celebra deja de ser persona,
y consecuentemente tampoco tiene el deber de cumplir con lo pro-
metido. Supone imprescindible, entonces, una restricción normativa

6 Quiero agradecer los valiosos comentarios realizados por Antoni Domènech


sobre este punto.

| 131
de la libertad contractual en función de la libertad –una interferencia,
aunque no arbitraria– y en esto se separa de quienes consideran que
toda restricción a la libertad contractual es un “paternalismo” injus-
tificado. La negativa a imponer restricciones a la libertad contractual
en función de la libertad como no interferencia, ha llevado a algunos
liberales a impugnar –incluso en contra de J. S. Mill– los argumentos
destinados a proteger a quien firma un contrato de esclavitud, dado
que, según alegan, todo tipo de interferencia es incompatible con la
autonomía y soberanía. Y esto es asombroso, puesto que el propio
Mill ha dicho, en efecto que el derecho debería recelar de los com-
promisos a perpetuidad, esto es, aquellos en los cuales las personas
se obligan a sí mismas a hacer algo para siempre o por un período
prolongado. Es claro que aún pensadores reclutados en las filas del
liberalismo, como es J. S. Mill, imponían al derecho la tarea de des-
confiar de los contratos a perpetuidad que no tienen previsto revocar
el compromiso, entre otras cosas porque comprometen a la libertad.
Resulta cuando menos sorprende, entonces, que algunos pensadores
liberales sigan pensando que, si bien en estos casos es indiscutible
que la interferencia con la voluntad de los contratantes se hace por
el bien de los propios contratantes, esta interferencia es inaceptable
porque es justamente el rasgo característico del paternalismo: obligar
a una persona a hacer algo en contra de su voluntad, por su propio
bien. Pues, sostienen, un adulto racional puede tener buenas razones
incluso para venderse como esclavo, y cuando se interfiere con esta
decisión en nombre de su bienestar, salud, riqueza o preservación de
sus propias opciones futuras, se viola su autonomía.
Ahora bien, la factibilidad de estas interpretaciones a toda luz
contra-intuitivas depende de una convicción básica, a saber, que la
libertad y la autonomía son compatibles con una mirada despoliti-
zada de la sociedad civil, que no hay nada inherentemente opresivo
en el hecho de que algunos puedan tener un poder de dominación
sobre otros, y que esto obligue a los más débiles a celebrar contratos
desventajosos, de esclavitud o a perpetuidad, o, incluso, que tenga
que vender partes de su propio cuerpo para subsistir. Esa relativa
indiferencia frente al poder y la dominación ha vuelto al liberalis-
mo tolerante con muchas relaciones sociales, familiares, laborales y
políticas que el republicano está obligado a denunciar como para-
digmas de dominación y de ilibertad (Pettit, 1999:216 ss.). Kant fue
perfectamente consciente de estas relaciones asimétricas de poder
en la sociedad civil, y propuso someter a los “contratos inciertos” al
veredicto de un juez público, que no puede limitarse a las presun-
ciones o a la razón privada de cada uno. Algunos ejemplos de estos

132 |
contratos son, por ejemplo, los actos de donación de propiedades a
la Iglesia, en los cuales se “enajena gratuitamente la libertad”. El Es-
tado secular debe tutelar, por tanto, las relaciones “voluntariamente
asumidas” entre clérigos y laicos, cuando éstos entregan sus propie-
dades en testamento, para ‘salvar sus almas’, a quienes gozan de una
“categoría social especial”. Recordemos que muchos enemigos de la
revolución, como Burke, impugnaban esas medidas propuestas por
los revolucionarios franceses porque significaban “quitarle a alguien
lo suyo por la fuerza”. Pero Kant pensaba que era altamente probable
que los hombres que entregan mediante testamento sus propiedades
“al clero que no se reproduce carnalmente”, actuaran movidos por
la esperanza de alcanzar la gracia que la Iglesia promete mediante el
temible poder del clero, de cuyo lastre el Estado debería emanciparse.
Esta es su mirada política de la sociedad civil, políticamente atenta a
los poderes terrenales y espirituales que arbitrariamente comprome-
ten la libertad y que deberían ser limitados por el derecho en función
de la misma.

2. Ciudadanía, propiedad e independencia


Los atributos jurídicos esenciales de la ciudadanía son –para
Kant– la libertad, la igualdad y la independencia. La libertad civil
es la capacidad de no obedecer a ninguna otra ley más que aquella a
la que se ha prestado consentimiento. Es por eso que los gobiernos
benevolentes que se comportan como padres son máximamente des-
póticos, porque anulan la libertad de los súbditos, despojándoles de
todo derecho y condenándolos a comportarse de un modo pasivo.
La igualdad civil es la capacidad de reconocer como superior al
pueblo solamente a quien tiene capacidad moral de obligarlo jurídi-
camente, del mismo modo que éste [el pueblo] pueda obligarlo a él.
Sabemos, sin embargo, que la igualdad civil es compatible, según
Kant, con la mayor desigualdad en la propiedad, cosa que otorga
ventajas corporales o espirituales a un hombre sobre los demás y
permite que algunos tengan que obedecer y otros mandar, unos servir
y otros pagar un salario, aunque según el derecho todos son iguales
entre sí en su capacidad de constreñir mediante una ley pública. La
igualdad civil –entendida como la reciprocidad en la libertad, puesto
que en el Siglo XVIII no se conocía la separación entre libertad e
igualdad– resulta comprometida, Kant lo sabía, por las relaciones de
dependencia y poder de la sociedad civil.

| 133
Y es el tercer atributo de la ciudadanía, la independencia o auto-
nomía civil, el que arroja luz sobre estas desigualdades materiales
y pone en evidencia el fuerte lazo de Kant con los republicanos an-
tiguos y modernos. Kant nunca ignoró que la seguridad que brinda
la propiedad es un asunto de interés político. Para ser ciudadanos de
pleno derecho, los hombres no deben ser dependientes del arbitrio
de otro –cuando menos en relación con su existencia y conserva-
ción– deben gozar de independencia civil en virtud de sus propios
derechos y facultades como miembros de la comunidad.
Ahora bien, es cierto que la libertad y sus componentes insepara-
bles –la igualdad y la independencia– fundan para Kant los derechos
innatos y a priori de la persona, derechos éstos que no provienen
de la voluntad del legislador, como los derechos positivos, que son
rasgos esenciales y universales de la personalidad moral, aunque no
necesariamente de la personalidad jurídica, y que regulan al Legis-
lativo en los casos de conflicto, puesto que en ese ámbito “siempre
deben primar la libertad y sus componentes inseparables, la igualdad
y la autonomía”. Pero a diferencia de los derechos naturales de los
revolucionarios franceses –considerados también como derechos
civiles constitutivos y universales e inentendibles de otro modo, al
menos para los más revolucionarios entre ellos– Kant les reserva el
papel regulativo de sentencia última, y no exige su cumplimiento
punto a punto y de manera consistente en los diseños constituciona-
les, como ocurrió, por ejemplo, cuando en la redacción de la cons-
titución francesa en 1793 se revisó el derecho natural inalienable a
la propiedad de bienes materiales consagrado originariamente en
función de las limitaciones que este derecho imponía a la libertad y
la igualdad universales.
Pero en la concepción de la propiedad externa Kant está en sin-
tonía –al menos tendencialmente– con el “espíritu” de la disputa
abierta en 1793 en torno al derecho de propiedad de bienes mate-
riales. Kant tampoco pensaba que el derecho de propiedad fuera un
derecho natural inalienable, y su argumento, en este punto, es inte-
resante: todo acto de apropiación originaria crea obligaciones sobre
muchos y un único derecho, el del apropiador. Los así obligados se
deben abstener del uso de lo que es “externamente mío”, obligación
que no existiría sin ese acto originario de apropiación. Pero la fuente
de las obligaciones nunca puede ser una voluntad unilateral, la del
apropiador original y sus demandas particulares, sino una voluntad
colectiva universal, la única que puede imponer obligaciones sobre
la propiedad externa. Incluso, según Kant, el derecho debe revisar las
apropiaciones originales para preservar la libertad de todos. El único

134 |
derecho de propiedad innato no revocable por el derecho positivo es
la propiedad de sí mismo, o el derecho a lo mío y lo tuyo interno, y
por cierto que este derecho es inalienable (AA,VI, Metaphysik der
Sitten, pp. 255-256).
Se sabe y se cita con mucha frecuencia, aunque no siempre con
conocimiento de las raíces que lo llevaron a sostener su posición,
que Kant pensaba que quienes carecían de independencia no tenían
derecho al voto, porque la dependencia de una voluntad ajena es
incompatible con la ciudadanía activa y con la capacidad de partici-
pación política. Kant lo dijo de distintas maneras, veamos una:
“el mozo que trabaja al servicio de un comerciante o un
artesano, el sirviente (pero no el que está al servicio del
Estado), el menor de edad, todas las mujeres y, en general,
cualquiera que no puede conservar su existencia (su sustento
y protección) por su propia actividad, sino que se ve forzado
a ponerse a las órdenes de los otros... carece de personali-
dad civil. El leñador que empleo en mi propiedad rural, el
herrero en la India, que va por las casas con su martillo,
su yunque y su fuelle para trabajar con ellas el hierro, en
comparación con el carpintero europeo o el herrero, que
pueden poner públicamente en venta los productos de su
trabajo como mercancías... son únicamente peones de la
comunidad, porque tienen que ser mandados o protegidos
por otros individuos, por tanto, no poseen independencia
civil” (AA, VI, Metaphysik der Sitten, pág. 314).
Y las razones de Kant para excluir de la ciudadanía activa a quie-
nes son dependientes de la voluntad de otro, son las que, en el Libro
I de las Instituciones del Emperador Justiniano, establecen una dife-
rencia entre las personas que son sui iuris y alieni iuris (Instituciones
del Emperador Justinian, 1895:20).
“Algunas personas son dueñas de sí mismas (sui iuris) y
otras están sujetas a voluntad ajena (alieni iuris), porque
están sujetas al poder de otro”.
En el derecho romano, son alieni iuris los esclavos y los menores.
No lo son las mujeres. En el caso de Kant, los ejemplos de alieni iuris
están tomados de la sociedad doméstica. Son alieni iuris las mujeres,
los niños, los sirvientes, el maestro doméstico; no tienen derechos
políticos ni personalidad civil, porque dependen del pater familia.
Por otro lado, Kant distingue dos tipos de contratos, tal y como

| 135
lo hace el derecho romano: la locatio conductio opera y la locatio
conductio operarum, o sea el contrato de obra y de servicios. Mien-
tras que el primero es el que celebran hombres libres; el segundo
“convierte al contratado en un siervo, dependiente de la voluntad de
quien lo contrata, porque tan sólo debe obedecer y no tiene arbitrio
propio, es, por tanto, una cosa y no una persona”. Los que fabrican
opus pueden pasarlo a otros mediante venta, porque es algo que les
pertenece como su propiedad, pero la praestatio operae no es una
venta. El doméstico, el mancebo de tienda, el jornalero, son operaii
y no artífices... sin embargo, aquél a quien le hago renovar mi leña,
o el sastre a quien le doy mi paño para que me haga un traje, parecen
encontrase en un estado de total semejanza conmigo, observa Kant.
Pero quien necesita servir a un patrón, aunque sea bondadoso, pierde
su autarquía, siendo esta una de las notas esenciales del concepto de
ciudadanía.
Como republicano, Kant pensó que la propiedad es un requisito
mínimo para la competencia política, y que la seguridad de la pro-
piedad no es algo que pertenezca exclusivamente a la esfera privada,
puesto que es un requisito necesario para el autogobierno republicano.
La tradición republicana antigua y moderna consideró a la propiedad
como una base segura para la subsistencia material e indispensable
para garantizar la independencia en la esfera pública, y la autentici-
dad y confiabilidad de los juicios políticos propios. Quien carece de
ella, o depende de las contingencias o de la voluntad de otro, actua-
rá en la esfera pública, o bien como una simple herramienta de su
patrón o bien internamente constreñido por sus intereses materiales
particulares inmediatos e inconstantes, no podrá ser virtuoso y será
fácilmente corruptible. Lejos está Kant, por ello, de adherir a la tesis
liberal que separa de modo tajante la esfera pública, como ámbito de
la igualdad y participación, y la privada, como la esfera en la cual las
personas con iguales capacidades intercambian sus esfuerzos y sus
productos obteniendo beneficios. Kant sabía que los ricos y podero-
sos con frecuencia convierten en poder los recursos y privilegios que
han adquirido en la esfera privada, y que ese poder que ejercen en la
esfera pública, compromete la libertad y la igualdad de participación
de la gran mayoría. Y también sabía que en la esfera privada del
trabajo, el pobre se ve forzado a entrar en relaciones de dependencia
que minan su autonomía personal y política7. Pero los republicanos
no democráticos no han sido uniformes a la hora de evaluar si la
propiedad es un requisito o un objetivo de la política. Muchos de

7 Para la discusión de la idea de propiedad y su conexión con la política en el

136 |
ellos –los Constituyentes norteamericanos, por caso– consideraron
que introducir el debate sobre los límites de la propiedad podía con-
ducir al faccionalismo y al descontrol en la lucha de intereses y
a desatar la envidia de quienes nada poseen. Y Kant, por su lado,
reemplazó el tercer elemento de la tríada revolucionaria francesa, la
fraternidad, por el de la autonomía o independencia (Selbständigkeit),
sabiendo que la fraternidad implicaba otorgar independencia política
a quienes están “por debajo del contrato”, y porque juzgaba que un
programa ilimitado de fraternidad era equivalente a un “despotismo
democrático”, a una expansión democrática casi tan peligrosa como
la monarquía absoluta prusiana de su época8.
Ahora bien, con frecuencia se interpreta este tercer requisito de
la ciudadanía –la fraternidad mudada en Selbständigkeit– como un
postulado propio del “liberalismo jurídico”, dado que “en su teoría
del estado se conservan los motivos anti-igualitarios que han dado
lugar en nuestro tiempo a la burguesía propietaria liberal... convir-
tiendo al estado en una organización de propietarios egoístas”9. Esta
interpretación es falsa por varias razones, entre ellas, porque presta
poca o nula atención a los argumentos de nuestro filósofo a la hora
de limitar la ciudadanía activa, en todo punto distintos a un diseño
del estado como una suma de propietarios egoístas, persiguiendo su
interés a toda costa o su voluntad unilateral. Justamente lo contrario,
su preocupación es impedir que el poder de los propietarios y de los
poderosos privilegiados vicie el proceso político y lo convierta en un
negocio entre los propietarios y poderosos egoístas.
Volvamos a recordar, en este punto, que muchos republicanos han
pensado que puesto que los pobres están en situación de semiescla-
vitud, y justamente por eso pueden ser interferidos arbitrariamente
por los “independientes y no interferidos” ricos, entonces era nece-
sario –aunque no justamente óptimo en el caso de Kant– excluirlos
de la ciudadanía. La tradición democrática ha propuesto incluir a
los pobres libres. Los antidemócratas han acusado a los demócratas
de todos los males posibles: de favorecer la tiranía de la plebe –de

debate republicano norteamericano: Michelman (1987). Para la conexión entre


el concepto de propiedad y el de democracia véase: Beard y Beard (1939) y Do-
ménech (2000). Para la discusión de este tema en los Constituyentes franceses,
y especialmente en Robespierre y Babeuf, remito al lector a: Gauthier (1992).
8 Este comentario de Kant sobre la fraternidad aparece en los trabajos preparato-
rios para “Über den Gemeinspruch: Das mag in der Theorie richtig sein, taugt
aber nicht für die Praxis” en AA, Bd 23 [Nachlass-Bd.10] (1955). Véase en este
punto Brunner, Conze y Kosellek (1975:552-581).
9 Esta es, por ejemplo, la lectura de Saage (1973).

| 137
antirepublicanismo– es la acusación más común. En ese debate entre
republicanos demócratas y antidemócratas, naturalmente la cuestión
de la propiedad era de suma importancia. Porque para los antidemó-
cratas el tener propiedad es indicio inequívoco de independencia o
de libertad. Los demócratas contrarrestaron eso remunerando más o
menos generosamente a los magistrados y a los ciudadanos activos
plebeyos (como la república democrática ateniense, o la república
democrática francesa después de 1793) y propusieron reformas so-
ciales estructurales para emancipar a los que en la sociedad civil no
eran sui iuris. Kant fue propietarista, porque era un republicano, pero
no era demócrata. Precisamente porque Kant fue un republicano,
le concedió un inmenso valor instrumental a la propiedad, porque
quien es propietario, no depende de otros para vivir. La “solución”
liberal consistió, a lo largo del siglo XIX, en desleir el concepto de
libertad y ciudadanía primero, y luego universalizarla. Y con ello
canceló la posibilidad juzgar como contrario a la libertad un orden
social con relaciones de dependencia y alineación, esto es, de juzgar
políticamente las relaciones de dependencia que se establecen en la
esfera privada de la sociedad civil, puesto que la libertad, entendida
como simple ausencia de interferencia, es perfectamente compatible
con la idea de que no hay opresión cuando algunos tienen el poder
de dominación sobre otros, siempre que no ejerzan ese poder ni sea
probable que lo hagan. Kant lo sabía, pero no fue un demócrata (las
pocas veces que se ha referido explícitamente a la democracia ha
sido para calificarla de “Despotismo” (AA., tomo VI, pp. 128 ss.),
pero, por supuesto, tampoco fue, en este sentido, un liberal. Guizot
–un liberal cercano a Kant por razones históricas– aún conservaba
esta noción de libertad como independencia, como “fiero sentimiento
de independencia” que animaba, por ejemplo, al propietario de un
feudo, pero no a los burgueses en la Europa del siglo XII, quienes
“debían su porción de libertad no a sí mismos solamente, sino a
su asociación con los demás, recurso difícil y precario”, según sus
propias palabras. Guizot conocía el concepto republicano de libertad
como independencia personal y lo combatía, y justamente por eso
la confrontaba con “la siempre precaria asociación con los demás”,
cosa que claramente lo separa de Kant y es congrua con su convic-
ción de que la Europa moderna debe a los bárbaros el sentimiento de
la libertad individual y de la individualidad humana –y, por cierto,
cuan lejos estamos por ello de la asociación de los hombres libres
de la república de Kant–; pero por otro lado, Guizot relacionaba la
ilibertad burguesa del siglo XII con “la ausencia de un grande y fiero
poder político”, cosa que también lo separa de Kant, que contrastaba

138 |
la ilibertad con la dependencia del poder de otro. Y no sorprende en
cuanto a Guizot, puestos a pensar que cuanto mayor poder acumule
alguien, menores serán las posibilidades de interferirlo, incluso no
arbitrariamente (Guizot, 1972:168-170).
Es evidentísimo que Kant no comparte la concepción de la liber-
tad de un liberal del XIX, la de Guizot, por ejemplo, para quien:
“...cuando se miran bien las cosas, a pesar de esa alianza de
brutalidad, materialismo, egoísmo estúpido [de los bárbaros],
el gusto de la independencia individual es un sentimiento
noble y moral que extrae su poder de la naturaleza moral
del hombre; es el placer de sentirse hombre, el sentimiento
de su personalidad, de la espontaneidad humana en su libre
desarrollo. Señores, son los bárbaros germánicos quienes
introducen este sentimiento en la civilización europea;
desconocido del mundo romano, desconocido de la Iglesia
cristiana, desconocido de casi todas las civilizaciones anti-
guas. Cuando encontráis, en las civilizaciones antiguas, la
libertad, es la libertad política, la libertad del ciudadano.
No es de su libertad personal de lo que el hombre está
preocupado; es de su libertad como ciudadano... Pero el
sentimiento de la independencia personal, el gusto por la
libertad desplegándose a todo evento, sin casi otro objeto
que el de satisfacerse; ese sentimiento, repito... son los bár-
baros quienes lo importaron y depositaron en la cuna de
la civilización moderna” (Guizot, 1972:61-62; el resaltado
es mío).
Ese sentimiento noble y moral de independencia individual –sen-
timiento noble y moral que Kant no atribuía, empero, a los pueblos
bárbaros sino las consignas de los revolucionarios franceses– daba
inicio, según Guizot, a una organización aristocrática que más tarde
se convertiría en el feudalismo; una libertad fundada en la adhesión
del hombre al hombre, no sujeta a necesidad exterior ni a obligacio-
nes instauradas por medio de principios generales de la sociedad.
Kant creía y Guizot no, que la completa libertad, entendida como
independencia –externa e interna–, sólo es posible en un estado de
derecho y de soberanía política compartida; justamente en un estado
sujeto a obligaciones instauradas por medio de principios generales,
lo más lejos posible de la brutalidad, el materialismo y el egoísmo
estúpido, y sabía que esa personalidad libre no era suficiente rease-
guro contra los parámetros de desigualdad existentes en su época:
los estamentos, los privilegios, las propiedades, los oficios, la edad,

| 139
el sexo. Pues si bien todos eran libres e iguales como personas, no
todos los ciudadanos eran iguales en sus derechos políticos, y sa-
bía que exigir esto último significaba tanto como admitir el ideal
revolucionario de fraternidad. Guizot, en cambio, creía que la gran
aportación del mundo bárbaro a la Europa moderna era el placer de
la independencia individual, el placer de vencer con su fuerza y su
libertad, en medio de los riesgos del mundo y de la vida; el gusto por
un destino aventurado, repleto de imprevistos, desigualdad y peligro.
Convicciones muy distintas, indudablemente.

3. Conclusión
Heinrich Heine dijo, en su momento, que Inmanuel Kant decapitó
a Dios y Maximilien Robespierre al rey, y sugirió pistas de un Kant
revolucionario, aunque en el pensamiento y no en la política práctica
(Heme, 1964:721-722). En las lecciones que impartió Hegel sobre
historia de la filosofía, indicó que “la filosofía de Kant, de Fichte y
de Schelling contiene en forma de pensamiento la revolución a la que
el espíritu ha llegado a Alemania en los últimos tiempos”, es decir,
una porción de la historia universal en la que “sólo dos pueblos han
tomado parte, los alemanes y los franceses, por muy opuestos que
sean entre sí, o más bien, precisamente por ser opuestos” y que los
franceses quisieron llevar a cabo prácticamente la libertad absolu-
tamente independiente de los alemanes. Todos ellos, más o menos
simpatizantes con el pensamiento kantiano, prestaron atención al
firme entusiasmo de Kant por los logros de la Revolución francesa
y al carácter “revolucionario” de su pensamiento.
Pero también los contemporáneos que no simpatizaban con él y
en muchos casos eran sus firmes aunque no declarados detractores,
tenían claro el carácter revolucionario del pensamiento del filósofo,
a pesar de que lo sabían inserto en el ambiente de la monarquía abso-
luta prusiana y por ello sujeto a limitaciones para la cabal expresión
de sus ideas. Así Burke, Rehberg y Gentz, como hemos dicho al
comienzo.
Pero la filosofía política contemporánea , salvo algunas excep-
ciones, prefiere verlo como un filósofo encerrado en el gabinete con
poco o nada político para decir de cara a los acontecimientos del
momento; o como un liberal no dispuesto a admitir otro límite a
la libertad que el que brota de las voluntades individuales y que
naturalmente imponen las debilidades y limitaciones de los poderes
humanos, en fin, la libertad de los bárbaros. He intentado demos-

140 |
trar, en este trabajo, que tales interpretaciones son erradas, o cuando
menos limitadas. Quedan por indagar, sin embargo, muchos cabos
sueltos en la investigación histórica y filológica de la obra del filó-
sofo alemán, y también por evaluar en qué medida su pensamiento
ha contribuido y puede aún hacerlo, para recuperar una tradición
republicana democrática.

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142 |
5
LA REPÚBLICA DE LA VIRTUD

por Joaquín Miras Albarrán

“...l´essence de la république ou de la
démocratie est l´égalité...”
Robespierre

1. Declaración de intenciones
Durante las dos últimas décadas la derecha ha tratado de refutar el
discurso historiográfico que data el origen de la democracia contem-
poránea en la Revolución francesa para poder apoderase también de
esta palabra1. Para ello ha dado publicidad a los trabajos de autores
contrarios a la Revolución, desde Burke a las elaboraciones de algunos
partidarios de la posmodernidad, cuya intención era la cancelación de
todos los relatos revolucionarios2. En esta maniobra la obra de Furet
(1985)3 desempeñó un papel primordial por su compromiso militante

1 Para un resumen de los acontecimientos con los que comienza el bicentenario, y


de los debates que se abrieron desde el principio con toda crudeza, ver la revista
Raison Présente (1989). Este número dedica su cuerpo central al asunto que nos
ocupa.
2 Edmund Burke escribió ya a comienzos de la Revolución francesa, en 1790,
el primer panfleto antijacobino de la historia (ver: Burke, 1978). Años antes
Burke había defendido las libertades de los americanos en su lucha contra la
metrópoli, pero esto es sólo una aparente contradicción. También desde antiguo,
había escrito en contra de Rousseau (Una justificación de la sociedad natural,
1757). Es decir, era un autor que sabía que en Francia había condiciones para
que las cosas evolucionaran de forma muy diversa a la americana. El panfleto
en cuestión sobre la Revolución tiene el mérito de presentar la tópica contra
revolucionaria que luego desarrollarían los demás autores antidemócratas.
3 Puede hallarse un análisis de la estrategia de Furet en: Sledziewski, 1989.

| 143
con este objetivo. Este autor volvió a ser relanzado desde Francia, por
su eficacia ideológica, durante la celebración del bicentenario de la
Revolución, por intervención personalísima del entonces presidente
socialdemócrata Mitterand, quien puso en manos de Furet los medios
para sortear a la dirección oficial (Vovelle), y convirtió así el bicente-
nario en una plataforma al servicio de la revisión historiográfica.
Estos intentos se vieron favorecidos por el corsé intelectual im-
puesto por el movimiento obrero a las investigaciones sobre la Re-
volución, ya desde la época de la Segunda Internacional, y que fue
continuado por el estalinismo.
Esta corriente impuso una interpretación según la cual la Revolu-
ción francesa había sido una revolución burguesa, en la que las masas
populares habían carecido de capacidad para elaborar un proyecto
político propio, o, en los casos documentados de autonomía, habían
desempeñado un papel contrario a la “marcha de la historia”4.

4 Una de las últimas defensas explícitas de esta tesis, expuesta de forma escueta,
y por tanto, muy clara, la podemos encontrar en el prólogo que George Lefbvre
escribe al texto de Ph. Buonarroti (ver: Buonarroti, 1957:8). Como sabemos, la
obra había sido publicada por primera vez en 1828 por Buonarroti, quien había
participado en la Revolución, siendo joven; por tanto, había conocido directa-
mente los acontecimientos que narra. George Lefebrve no duda en desautori-
zarle: “Su veneración por el Incorruptible es tal que induce al lector a imaginar
que los robespierristas fueron comunistas “avant la lettre”. Pocas líneas antes,
en la misma página, ha escrito: “Sin embargo, en los enfrentamientos con los
contra revolucionarios aliados con el extranjero, una parte de la burguesía, Mon-
tagnards y jacobinos, recurrieron a los sans culottes para apoderarse del poder,
de manera que la política del gobierno revolucionario que formaron respondió
en una cierta medida a los deseos de sus aliados”. Y al final de la página le
pone nombre a este tipo de alianza, cayendo en flagrante anacronismo: “ no sin
repugnancia, estos comunistas –los babuvistas– se avinieron a la reconstitución
del frente popular” . Lefebvre se atreve a contradecir la opinión de quien vivió
aquellos acontecimientos. Pero el sostenimiento de la hipótesis de la Revolución
francesa como revolución burguesa contradice los descubrimientos resultantes
de las propias investigaciones de Lefbvre sobre la revolución campesina. Sin
embargo él aceptaba someterlos al lecho de Procusto de esa extraña consigna
mantenida, en principio, por los partidos social demócratas, y luego por los
comunistas, que consistía en considerar que la Revolución debía haber sido
“burguesa”. La explicación de ello es clara: antes de la existencia de la clase
obrera industrial, del partido guía de la misma y de la obra de Marx y Engels,
no era posible que nadie hubiese tratado de emancipar a la humanidad; en esta
la reelaboración laica de la Parusía se basaba toda la interpretación. Pero Marx
y Engels habían sido, en la realidad, dos herederos de la tradición republicanista
clásica, y continuadores directos del legado democrático jacobino, al que habían
accedido al organizarse en el seno de las asociaciones de la clase obrera. Porque,
precisamente, el jacobinismo fue la teoría política que permitió la constitución
o construcción de los explotados como clase o agente político. Debemos a E. P.
Thompson la investigación historiográfica en profundidad del asunto en su mo-

144 |
Con todo, siempre ha existido un proyecto historiográfico y pro
revolucionario distinto, que ha puesto de manifiesto el protagonismo
de las masas populares, urbanas y rurales, en la historia del siglo
XVIII y en la Revolución francesa. Dentro de esa otra corriente,
resulta fundamental la obra de A. Mathiez (1935)5 aún hoy en día.
Este gran historiador filo revolucionario demostró que la Revolución
francesa no había sido una revolución burguesa, sino una revolución
democrático popular en la que se había abierto un terrible proceso
de lucha de clases entre la burguesía emergente, por una parte y el
bloque popular constituido por la sans culotterie y el campesina-
do, por la otra. Además, en un trabajo ingente, rescató la figura de
Robespierre, que había sido infamado y calumniado, y le restituyó
ante la historia su talla moral, su capacidad intelectual y su creati-
vidad política revolucionaria. Gracias a Mathiez, y a la escuela de
investigadores por él creada, hemos podido conocer la importancia

numental obra (ver: Thompson, 1989; –ver especialmente el índice analítico “ja-
cobinismo inglés”–). Pero también los clásicos habían tenido conciencia de esto,
y escribieron sobre el asunto. Por ejemplo, Engels lo desarrolla en el artículo
que escribe desde Londres, en 1846, para Rheinische Jahrbücher, con ocasión de
celebrarse la instauración de la república francesa, el 22 de septiembre de 1792,
artículo en el que además, resume las intervenciones de los dirigentes obreros de
la “democ soc” (ver: Engels, 1978:563-576; del mismo autor se puede consultar
también, en el mismo volumen el capítulo de La situación de la clase obrera en
Inglaterra titulado “Movimientos Obreros”, desde el subapartado “El cartismo”
hasta el final, pp. 477 a 489). Muchos decenios después, tanto el Marx autor de
la Crítica al programa de Gotha, de 1875, como el Engels escritor de la Crítica
del proyecto de programa socialdemócrata de Erfurt, de 1891, se mantendrían
atenidos a la misma tesitura democrático jacobina (ver: Marx, 1971 y Engels,
1974:450-461; y para el análisis de la apropiación de la herencia republicanista
democrática jacobina por parte de los trabajadores franceses del siglo XIX que
se constituyen en “democ soc.”, ver: Sewel, 1992 y Maillard, 1999). De haber
conocido Marx y Engels cómo llegaban a ser interpretadas, por parte de la
socialdemocracia y de la KOMINTERN, sus propias ideas, desgajándolas de la
tradición democrático republicana, hubiesen quedado despavoridos.
5 Obra soberbia, en la que sintetiza muchos decenios de investigaciones. También
ver: Mathiez, 1927; 1930, y 1958. Albert Mathiez, además de ser un historiador
de un talento rayano en lo genial, es uno de los últimos intelectuales conscien-
temente republicano democratista, que defiende la recuperación y aplicación
en la práctica política de las teorías y prácticas jacobino robespierrianas. Estas
posiciones políticas eran ya marginales a fines del siglo XIX, tras la instauración
de la Tercera República Francesa, y fueron barridas por las consecuencias de
la Primera Guerra Mundial. Al igual que Mathiez, otro gran intelectual, hijo
de la universidad centroeuropea anterior a la Primera Guerra Mundial, Arthur
Rosenberg, abrazaría conscientemente esta tradición como proyecto político, a
consecuencia de una radicalización política personal ante las repercusiones del
estallido de la Primera Guerra Mundial; también esta fue otra evolución personal
claramente extemporánea, por desgracia. De este autor ver: Rosenberg, 1981.

| 145
fundamental del papel que desempeñó Robespierre durante todo el
proceso revolucionario.
Además, durante la segunda mitad del siglo XX, G. Rudé y E.
P. Thompson desarrollaron sendas obras que transformarían la his-
toriografía de izquierdas, y que poseen particular importancia para
el asunto que nos ocupa6. Tampoco se puede olvidar la aportación
historiográfica de G. Lefebvre y A. Soboul, quienes están entre los
que se hicieron violencia y adoptaron la interpretación canónica del
movimiento obrero, pero descubrieron y estudiaron la “autonomía”
del movimiento campesino y sans culotte durante la Revolución7.
Por último hay que destacar la fundamental importancia de la ge-
neración hoy madura de estudiosos sobre la Revolución francesa,
entre los que destaca con luz propia Florence Gauthier (1988, 1992
y 1996)8, y también Françoise Brunel (1989) y otros, o de los agudos
estudios sobre Robespierre de G. Labica (1990) y de H. Guillemin
(1987 y 1996).
El autor de esta ponencia se comprende dentro de esta otra co-
rriente. La ponencia contribuye a establecer que en el transcurso

6 George Rudé fue un historiador dedicado a la historia social enfocada “desde


abajo”. Investigó sobre la multitud, o “menu peuple”, del siglo XVIII, tanto
en Francia como en Inglaterra y sobre el de la Revolución francesa. Indagó
sobre su cultura, sus intereses y su capacidad de lucha. Al igual que los de E. P.
Thompson, sus trabajos son una síntesis inextricable del método de trabajo del
historiador social y del antropólogo de la cultura. De este autor ver, entre otras
obras: Rudé (1978a, 1978b, 1981, 2000).
Sobre E. P. Thompson, cabe decir que es uno de los más eximios historiógrafos
del siglo XX. Comparte el enfoque con Rudé. Su trabajo es prueba de que la his-
toriografía empíricamente más rigurosa, para ser potente, requiere del desarrollo
de un poderoso aparato heurístico y conceptual. Fue el creador del concepto
“economía moral de la multitud”, que pone de relieve la densidad cultural del
comportamiento de los populares del siglo XVlll. Ver: Thompson (1979, 1988,
1989 y 1995). Para un estudio de conjunto de la escuela historiográfica británica
surgida en torno a la revista Past and Present, de historiografía política, discípu-
los de Maurice Dobb, a saber, Rodney Hilton, Christopher Hill, E. P. Thompsom
y Erick Hobsbawm, ver: Kaye (1989).
7 G. Lefebvre descubrió la autonomía y la fuerza del movimiento revolucionario
protagonizado por el campesinado; la rapidez de comunicaciones y de respuesta
movilizatoria que el tejido campesino poseía (Lefebvre, 1986). Albert Soboul
estudió el movimiento popular revolucionario urbano de la sanscuolotterie (So-
boul, 1979 y 1983).
8 Florence Gauthier es, sin lugar a dudas, uno de los mejores historiadores actua-
les. Heredera de la tradición francesa de estudios sobre la revolución, aúna los
trabajos de A. Mathiez, de A. Aulard y de Lefebvre y Soboul. Además, cono-
cedora de los estudios de E. P. Thompson, se ha inspirado en la obra de éste, al
igual que algunos otros historiadores franceses de su generación.

146 |
de la Revolución francesa, los de abajo, el demos, a partir de sus
capacidades de control sobre la realidad material, de la experiencia
de luchas anteriores y de la generada por el acontecer de la propia
revolución, se apropian creativamente el legado político clásico y
organizan un proyecto político original a la altura de los problemas
de su tiempo: la democracia jacobina.

2. Cómo pudo llegar a constituirse


ese poder democrático masivo
La mejor respuesta a las infundadas y especiosas revisiones, que
presentan la Revolución como resultado de la voluntad de elites
intelectuales minoritarias y brutales, es analizar cuáles fueron las
condiciones de posibilidad que permitieron que los individuos del
“cuarto estado” se constituyeran en movimiento político masivo,
estable y micro fundamentado, independiente del “tercer estado”, y
optaran por la democracia.
En una primera aproximación, podemos destacar la vinculación
entre las masas y la intelectualidad, la cual asume verdaderamente un
papel orgánico: elaborar ideas a partir de las experiencias de lucha del
movimiento de masas y de los interrogantes que los acontecimientos
suscitaban en la ciudadanía democrática, y proponerlas, en pública
deliberación, a la consideración del pueblo. En la Francia del siglo
XVlll se ha desarrollado una original y única apropiación de la Ilus-
tración en defensa de los intereses de los de abajo, al menos desde la
tercera generación ilustrada –Mably, Morelli, Rousseau ...–.
Pero, por detrás de todo esto, para que un movimiento pueda
llegar a organizarse establemente como tal, y además, para que éste
pueda desarrollarse intelectualmente, desde su experiencia, hasta
constituirse en una fuerza política o movimiento dotado de proyecto
político autónomo, se necesita que exista, como condición de posibi-
lidad de ese movimiento político de masas y en él mismo, el dominio
de la realidad material que le concede la capacidad factual, en poten-
cia –dynamis–, de organizar una alternativa de sociedad.
Este es el ámbito ontológicamente primario de la democracia,
cuya radicalidad depende de la potencia de aquel movimiento.

| 147
3. Las condiciones genéticas:
la economía moral de la multitud9
La sociedad europea que precede a la Revolución era una socie-
dad fundamentalmente feudal y mayoritariamente agraria. La acti-
vidad económica era desarrollada por pequeños productores directos
que poseían los saberes técnicos que ordenan la producción, y que se
organizaban conforme a sus propias tradiciones en gremios artesanos
y en comunidades, tanto rurales como urbanas. Este mundo gober-
naba sus propias culturas materiales mediante un potente entramado
societario autoorganizado, desde el que se elaboraban los usos y
costumbres que articulaban sus formas de vida y su actividad, y era
sometido a exacción por las aristocracias señoriales protegidas por
el Estado absolutista10.
Estas culturas poseían gran autonomía, y una fuerte dinamicidad
y capacidad de evolución. Ni las comunidades organizadas, ni las
sociedades de las que dependen, ni las costumbres que las organizan
son “Naturales”11. Las relaciones mercantiles se encontraban suma-
mente desarrolladas.
Desde comienzos de siglo XVlll se produjo en Europa un auge
de los precios agrarios, en particular, de los cereales. Se elevó tam-
bién la renta de la tierra. Señores feudales y grandes campesinos,
según sus estilos, aumentaron su presión sobre la principal fuente
de producción e ingresos: la tierra. A mediados del siglo XVlll se
desató en Europa la carrera por el cercado o cierro de tierras, para
la apropiación y la explotación particular de las mismas –arriendos
u organización de la explotación–. Por primera vez los terrenos co-
munales se vieron en peligro. En Francia el desarrollo de una nueva
realidad económica incluyó a la aristocracia, cuyos señoríos fueron
entregados en arriendo –métayage– a grandes campesinos –gros fer-
mier–, los cuales a su vez subarrendaban a los explotadores directos
de las tierras (Kriedte, 1989:135-148).

9 El desarrollo de una “economía moral de la multitud” también en Francia ha sido


estudiado por Bouton (1988:93-103), por Gauthier Florence (1988:111-144), y
por Ikni Gui-Robert y Gauthier Florence (1988:187-204).
10 Para los orígenes y la historia del estado, que surge como producto histórico de
la aristocracia feudal, en la península, a consecuencia de la política desarrollada
por Fernando el Católico, tras la unión de Castilla y Aragón, ver: Anderson
(1979) y Strayer (1969).
11 El prestigioso medievalista Rodney Hilton rechaza de plano, incluso, que la
propia economía medieval fuera una economía “natural” y no mercantil; ver
Hilton (1977:205).

148 |
Esto recrudeció la conflictividad social. En torno a 1740 se puede
comenzar a hablar de protocapitalismo.
La nueva situación movilizó a las comunidades rurales y urbanas
e hizo que desde sus culturas desarrollasen nuevas estrategias de lu-
cha frente a la novedosa agresión del bloque feudal capitalista contra
los derechos, usos, y costumbres de las culturas de los productores.
A esta renovación de las culturas comunitarias, de sus usos y
costumbres, de sus formas de reivindicación y lucha, con el fin de
adaptarse a la nueva conflictividad desarrollada por los poderosos,
que se desarrolla durante el siglo XVIII, se le denomina “Economía
Moral de la Multitud”. La economía moral se denomina “de la multi-
tud” y no “campesina”, porque las masas organizadas en lucha contra
la nueva agresión proceden tanto de las comunidades ciudadanas
como de las comunas rurales, que estaban compuestas a su vez tanto
de campesinos como de hombres de los oficios y artes mecánicas12.
Las comunidades perdían el dominio de las tierras y bosques co-
munales, cercadas por campesinos poderosos y señores feudales, así
como los usos marginales de las tierras privadas –espigueo, roza...–,
y el derecho de imponer a los propietarios privados el cultivo más
conveniente para la comunidad, y veían desaparecer de sus mercados
los bienes agrícolas de primera necesidad: los víveres, o “existencias”
–denrées–, que garantizaban la existencia de los pobres y de los tra-
bajadores: el “secreto de la acumulación originaria del capital”13.
El conflicto se desarrolló sobre tres objetivos: la defensa de los
bienes comunales, el control público de los derechos de propiedad
privada y el control público de las relaciones comerciales –controles
públicos de las actividades de los particulares–.
Las comunidades defendieron siempre los bienes comunales y
trataron de extender el carácter de bien comunal a recursos depreda-
dos por la nueva economía y que hasta entonces no habían merecido
el interés de las comunidades por parecer inagotables.
Pero la conflictividad social más extendida adquirió un carácter
de defensa del consumo, y el objetivo era el control de los comesti-
bles y de sus precios.
Para impedir el monopolio y el acaparamiento de los bienes de
primera necesidad por parte de los grandes propietarios o por los
grandes comerciantes, se defendió el control público sobre la comer-

12 Para estas afirmaciones y las que siguen a continuación sobre la economía moral
y sobre sus prácticas de lucha, ver: Thompson (1979, 1989 y 1995); Rudé (1978,
1978b, y 1981); Florence Gauthier et al. (1989).
13 Vid. Marx (1975:891-955).

| 149
cialización en el mercado de los bienes de primera necesidad, “sub-
sistencias” o “víveres”. Estos, en primer lugar, debían ser vendidos
públicamente en el mercado de la comarca. Estaba prohibido realizar
la venta a domicilio, de espaldas a la comunidad –publicidad de lo
“privado”–. Los productos habían de ser llevados y almacenados en
el propio mercado a la vista de los compradores. Se prohibía que el
productor acaparase bienes a su conveniencia y no los sacase a la
venta si el precio no le convenía. Se daba derecho de prioridad a la
venta al por menor sobre la venta al por mayor; la venta a los ma-
yoristas –molineros, etc.– se permitía en los mercados sólo a partir
de una determinada hora, tras la venta a los consumidores directos.
Los precios estaban controlados y existía la costumbre de fijar al
precio un máximun –retengamos la palabra– tasado por la colecti-
vidad, sobre todo en períodos de carestía. Se controlaba la salida de
los productos o exportación de los mismos fuera de la comarca y se
impedía ésta cuando escaseaban.
La forma convencional de lucha de la comunidad, estrictamente
normada, fue el “motín de subsistencias”, forma de lucha nueva que
corresponde a un tipo de agresión inusitado.
El motín de subsistencias, con la requisa de los artículos de pri-
mera necesidad que se distribuían ordenadamente entre la multitud,
la cual los pagaba a precio decidido por la misma y que se conside-
raba “justo”, eran prácticas de lucha habituales reglamentadas por las
costumbres de la comunidad y a las que ésta recurría para establecer
su poder. La comunidad tenía derechos colectivos prioritarios sobre
los individuales en lo que hace a los bienes que garantizan la exis-
tencia de los individuos.
Estas normas –“costumbres”/moeurs– eran en gran parte nue-
vas, pues se habían elaborado como respuesta a agresiones antes
impensables14.
El poder de esta cultura de control público se comprobó en 1775,
en lo que se denominó “La Guerra de las harinas”. Por esas fechas, los
fisiócratas alcanzaron los puestos de gobierno y trataron de legislar
la plena desregulación del mercado de bienes de primera necesidad
para asentar plenamente el capitalismo y acompañaron la legislación
de la ley marcial, por primera vez en la historia. La consecuencia fue
una explosión social, que desbordó el marco tradicional de la comuna
para alcanzar una dimensión nacional y un estadio de protesta de

14 Sobre el carácter eminentemente político de la categoría “moeurs” ver: Benrekassa


(1995, cap. 2), donde se destaca su adscripción al lenguaje de lo público.

150 |
carácter político. La movilización hizo fracasar la reforma y logró
la liquidación del ministerio Turgot15.
En resumen, para esas fechas existía una cultura que organizaba
los micro fundamentos para que los individuos ejerciesen el control
capilar sobre la actividad que produce y reproduce la sociedad y les
otorgaba, en potencia, el poder sobre la sociedad: poder es capacidad
de control sobre la actividad. Estaban dadas las condiciones para
que, desde esas culturas, los individuos organizados, alcanzasen a
desarrollar, a través del conflicto de clases, y la modificación de la ex-
periencia y de la práctica cultural subsiguiente, una autoconstrucción
como agente histórico colectivo, e inherentemente, una alternativa de
sociedad: un proyecto político propio. Las condiciones de posibilidad
de la democracia estaban dadas.

4. La revolución y la construcción
del proyecto jacobino
El catorce de julio de 1789 el pueblo de París asaltaba la Bastilla
con el fin de apoyar la auto proclamación del tercer estado como
Asamblea Constituyente –17 de junio–. La insurrección de Paris
había sido precedida por “El Gran Miedo”, un levantamiento gene-
ralizado de los campesinos, o jacquerie, contra el régimen feudal. El
Antiguo Régimen se hundía16. Con objeto de apaciguar la revuelta,

15 La acción reivindicativa, o la actividad política de lucha, reformista o revolucio-


naria, en buena teoría praxeológica, no pueden ser resultado de la miseria, del
aplastamiento sumo y, en definitiva, de la postración –la impotencia: adynaton–,
las cuales sólo pueden acarrear la resignación impotente. Sino del control sobre
la propia vida y sobre la propia comunidad social: sobre la propia actividad –al
menos, “dynameis”, en potencia–. Las hipótesis miserabilistas que explican la
rebelión o la revolución como resultado espasmódico y “espontáneo” de las
necesidades primarias humanas, son algo disparatado: no es la “barriga” lo que
genera un proyecto político alternativo, sino la experiencia intelectual de poder:
el control, percibido por el sentido común, sobre la actividad real, y el uso de
la inteligencia y de la deliberación públicas a partir de esas experiencias, de las
pautas culturales conocidas –valores compartidos y formas de actividad– y del
uso de la imaginación sobre las posibilidades existentes de éxito y de las alter-
nativas sociales verosímiles. E. P. Thompson ha insistido reiteradamente sobre
esto. Puede encontrarse nuevamente esta argumentación en Thompson (1995).
Aprovecho para señalar que el análisis social que hace Mathiez en sus traba-
jos sobre La vida cara durante la Revolución, que resume en Mathiez Albert,
(1935), se compadecen extraordinariamente bien con los desarrollados por E. P.
Thompson, y por Rudé, y con las hipótesis heurísticas de éstos.
16 Para estas opiniones y para las que viene a continuación: Mathiez Albert (1935)
y Gauthier Florence (1996).

| 151
la Constituyente, cuyos miembros en su mayoría procedían del sec-
tor burgués, decidía elaborar una Declaración de los derechos del
hombre, y como los disturbios continuaban, el 4 de agosto abolía el
régimen feudal y los privilegios.
El 26 de agosto de 1789 se proclamaba la Declaración de los
derechos del hombre, en la cual se declaraba al ser humano dotado
de derechos naturales imprescriptibles en la mejor tradición iusnatu-
ralista ilustrada. El texto proclamaba derechos naturales universales
la libertad y la igualdad de todos, y el derecho a la seguridad de cada
individuo. Declaraba que la soberanía residía en la nación y la ley era
expresión de la “volonté générale”, así como que todos los ciudada-
nos poseían por igual derechos políticos. Y el derecho de resistencia
a la opresión. También reconocía la propiedad como derecho natural,
pero, si bien en esto se rompía la tradición lockeana, el documento
carecía de la agresividad que los partidarios de la propiedad privada
necesitaban. La Asamblea nacional quedaba escindida en derecha e
izquierda por este texto.
Paralelamente la constituyente promulgó con toda celeridad un
conjunto de leyes favorables a los grandes propietarios de tierras y
grandes comerciantes de productos agrarios, cuya consecuencia era
favorecer el desarrollo del capitalismo. La nueva legislación atacaba
directamente las prácticas de la Economía Moral de la Multitud y
trataba de desregular la economía, instaurando el laissez faire eco-
nómico.
El 29 de agosto la Constituyente legislaba la libertad ilimitada
de comercio de granos, no reconocida por la Declaración de los de-
rechos del hombre, es decir: la libertad económica. Se prohibía el
control público del mercado y la fijación de precios, sin los cuales el
derecho a la propiedad privada carecía de mordiente, pues la econo-
mía seguía sometida, sin autonomía, al poder de la sociedad civil.
La respuesta fue tan inmediata y clamorosa, que el 21 de octubre
la Constituyente promulgó, contra los movimientos de tasadores,
la Ley Marcial, que imponía la utilización del ejército y la Guardia
nacional para aplastar al movimiento tasador al que se considera-
ba sedicioso. Se desataba así el terror blanco de forma masiva. A
esta ley marcial le seguirían otras cuatro que mejoraban los aspec-
tos represivos (23 II 90; 14 VI 91; 20 VII 91, y 26 VII 91, que las
sintetizaba). Entre ellas, la ley Le Chapelier –14 VI 91– prohibía el
derecho de reunión a los ciudadanos de una misma profesión por ser
“contra el libre ejercicio de la industria y el comercio”, se rechazaba
que trataran de fijar salarios y de presentar en grupo peticiones a la
administración, y todo ello era considerado “sedición” (Gauthier

152 |
Florence, 1996:56-64)17. Además, la Constitución de 3 de septiembre
del 91, en contravención con lo explicitado en la Declaración de
Derechos del Hombre, excluía a la mayoría del pueblo del acceso
a los derechos políticos al considerar “ciudadanos activos” tan sólo
a aquellos que pagaban impuestos por un valor no inferior a 3 días
de trabajo.
La reiteración de leyes expresa mejor que nada el nivel de la resis-
tencia popular contra la instauración del capitalismo. Pero para esas
fechas el único segmento del tercer estado que poseía un proyecto
político claro, como consecuencia de las elaboraciones orgánicas de
los Filósofos Economistas –la minoría ilustrada denominada hoy fi-
siócratas–, eran los grandes hacendados y los grandes comerciantes.
De inmediato, comenzó a organizarse la movilización. Entre
1789 y 1792 se desataron cinco gigantescos movimientos de masas
o jacqueries en las comunas y multitud de levantamientos estricta-
mente urbanos. Por fin, de enero a abril de 1792 se desató en todo el
territorio un gigantesco movimiento de tasación y contra la libertad
ilimitada de la propiedad privada de bienes materiales, de amplitud
inaudita, compuesto por cortejos que en la mitad norte de Francia
alcanzaban, con frecuencia, las cuarenta mil personas (Gauthier Flo-
rence, 1989:124), a la par que se desataban jacqueries por el reparto
de las tierras.
En el ínterin, las 36.000 comunas, sede del poder consuetudinario
de la economía Moral, mediante el debate político, la elección de
diputados, y las nuevas experiencias de lucha contra el capitalismo,
se convertían en nuevos poderes políticos democráticos asamblearios
locales, que utilizaban su capacidad de control sobre la sociedad civil
para plantearse nuevos objetivos políticos y de ámbito nacional. La
coordinación de las comunas se realizaba a través de las asambleas
primarias y los clubes políticos, principalmente el jacobino. Se fra-
guaba un nuevo espacio público y una nueva opinión pública.
Entre 1792 y 1794, el movimiento popular, desde su experiencia,
elabora paulatinamente otro proyecto de sociedad: otra definición de
derechos naturales, basada en el derecho a la existencia, concepto
clave en las luchas políticas, y, en palabras de Robespierre, otra eco-
nomía política popular –10 V 93– cuyo fin es la igualdad.
La tarea orgánica de desarrollo teórico fue ejercida por Robes-
pierre en primer lugar, y por el pequeño núcleo de jacobinos robes-

17 Nos encontramos ante lo que ha sido “el secreto mejor guardado” de la Revolu-
ción: el terror blanco con el que se inicia. Sin embargo se documenta con gran
facilidad: actas de debate de la Constituyente, leyes publicadas, etc.

| 153
pierristas, cuya divisa “Libertad, Igualdad, Fraternidad” había sido
inventada por Robespierre en diciembre de 1790 (2000a:43-72).
Desde esa matriz iusnaturalista, y al calor del desarrollo del mo-
vimiento popular, Robespierre desarrolla la teoría del derecho natural
a la existencia, a la vez que niega que la propiedad privada de bienes
materiales sea un derecho natural y proclama que los bienes necesa-
rios para la conservación de la existencia son un bien común.
Por ejemplo, en abril de 1791 Robespierre, pronuncia un impor-
tante discurso contra “El marco de plata” (2000b:72-93), cuya línea
argumental es el rechazo de la instauración de un régimen político
censitario en el que la mayoría de los ciudadanos no tendrían dere-
chos políticos. En este discurso, Robespierre, descosifica el concepto
de propiedad y le devuelve el sentido propio como denominación de
toda capacidad o virtualidad inherente a una persona, que procede del
étimo latino; e insiste en consecuencia que son propiedades naturales
universales del individuo: la libertad, la igualdad y la ciudadanía,
el derecho a la seguridad, el derecho a la existencia y a rechazar la
opresión y el derecho a “ejercer libremente todas las facultades de
mi espíritu y de mi corazón”.
Pero, en un comienzo, las reclamaciones articuladas desde estos
derechos naturales, y desde el principio de que el pueblo es soberano,
eran que se respetasen los derechos del soberano y se estableciesen
las condiciones para que los ciudadanos pobres no pasaran hambre,
conforme a la tradición.
La experiencia de la voracidad de los grandes propietarios y de
las terribles consecuencias del nuevo sistema, así como de la bárbara
resolución de los mismos, el ametrallamiento en masa en el Campo
de Marte, o las traiciones militares, las hambrunas por desabasteci-
miento, etc., iba haciendo camino, y las réplicas mejoraban.
El 9 de agosto de 1792, la comuna insurreccional se instalaba en
París y el 10 de agosto estallaba la revolución. El movimiento popu-
lar y democrático creaba un nuevo derecho del hombre: el derecho
a la existencia. En septiembre se elegía la Convención por sufragio
universal, en la que seguían teniendo el peso los girondinos y el 21
de septiembre se proclamaba la república. El 2 XII 92 Robespie-
rre pronuncia en la Convención un importante discurso de enorme
dureza (2000c:179-190), en el que se ataca con gran energía a los
comerciantes por ejercer delito de lesa patria al monopolizar y aca-
parar los bienes de primera necesidad, condena la política económica
general del “laissez faire” –así citado– y exige, no ya que se permita
al movimiento tasador ejercer sus acciones, sino la legislación de
una política de drástica aplicación de la tasación y de máximum, que

154 |
dejan de ser concebidas como prácticas locales consuetudinarias.
Aparece un nuevo lenguaje político. Se enuncia un principio general
nuevo, que concierne a la democracia: los derechos sociales limitan
los derechos privados, y la producción y comercialización debe ser
democráticamente controlada. Se enuncia una nueva ley contra el
acaparamiento y el monopolio: que debe garantizarse el comercio,
es decir, la circulación de bienes de primera necesidad, con objeto
de que los pobres puedan encontrar abastecido el mercado. A una
interpretación de la libertad de comercio se opone otra, original,
que defiende la libertad del consumidor pobre a adquirir los bienes
necesarios para su existencia.
La Convención girondina se mete en una aventura de guerra de
conquista que lleva al desastre; se produce el inicio del levantamiento
de la Vendee y en esa situación, los girondinos tratan de reforzar
la represión contra el emergente proyecto popular. El tres de abril
Robespierre se declara en insurrección.
En el 24 de abril de 1793, presenta Robespierre su proyecto de
declaración de los derechos del hombre y del ciudadano a la Conven-
ción (2000d:228-238). En estos, de la consideración de la propiedad
como una “institución social”, y no como derecho natural concluye la
idea de que la economía debe estar subordinada al desarrollo previo
de los derechos naturales imprescriptibles del individuo, y supedita la
economía al desarrollo de las “facultades” de los individuos. Es una
nueva política la que se diseña. Y el 10 V 93 pronuncia Robespierre
en la Convención uno de los más importantes discursos en el que
desarrolla los principios de la nueva “economía política popular”
(2000e: 239-258), constitutiva de la democracia.
El 29 de mayo, la minoría girondina, aprovechando la ausencia de
los diputados de la izquierda vota en contra del derecho natural.
Del 31 de mayo al 2 de junio de 1793, la Revolución se desarrolla
triunfante contra el intento de golpe de estado desde la Convención
de los diputados girondinos, y consagra la fuerza “montagnarde” en
la Convención. Los robespierristas proponen un conjunto de decre-
tos que desarrollan la nueva “economía política popular”. Ya el 4
de mayo del 93 la convención había votado el primer máximum de
precios –tasación–. El 10 de junio se reconoce definitivamente que
los bienes comunales son propiedad colectiva de las comunas, y el
17 de julio es abolido el dominio útil de los señores feudales sobre
la tierra, sin rescate, en beneficio de los campesinos que trabajan las
tierras. El 26 de julio se tasa el precio máximo tanto de alimentos
como de materias primas necesarias para los artesanos y el 27 de
julio se prohíbe el acaparamiento y se hace de él un crimen capital:

| 155
queda así abolida la libertad de comercio de los bienes de primera
necesidad, y se pone en pie un programa radical de reforma agra-
ria. El 19 de diciembre el poder revolucionario instituye la escuela
primaria gratuita y obligatoria. El 5 II 94 en otro de los discursos
claves de Robespierre (2000f:286-312) declara que la igualdad es el
fin inmediato y el fundamento de la democracia, y que el gobierno
popular debe imponer el interés público sobre todos los intereses
particulares.
En ventoso de 1794 –marzo– a instancias de Robespierre se
aprueba un conjunto de decretos en los que se ordenaba la creación
de un censo de todos los patriotas que no poseyeran bienes, a los
que se les entregaría gratis las tierras y bienes de todos los deteni-
dos o huidos desde 1789: el grueso de los bienes de producción de
la nación. La democracia trataba de imponer la igualdad. Se había
definido un proyecto que hoy denominaríamos socialista.
En resumen, Robespierre rechaza la autonomía de la economía
respecto de la política y propugna que debe estar subordinada a la
Sociedad Civil, que debe ejercer su soberanía sobre ella para lograr
la igualdad, y debe adoptar las medidas necesarias contra una facción
de la misma Sociedad Civil que trata de realizar algo sin precedentes
históricos: romper la subordinación pública de la economía a la So-
ciedad Civil. El principio robespierriano será que la soberanía es la
principal propiedad del pueblo, y a ella se debe subordinar la econo-
mía; y que el ejercicio de la política es un bien común del pueblo.

5. El orden político republicano


La democracia jacobina, no sólo rechazó la independización o
enajenación de la economía respecto de la sociedad civil, también
rechazó la independización de la política respecto de la ciudadanía.
Creó para ello un poder político o “imperium” que no se basaba en
el modelo burocrático de estado, elaborado por el feudalismo del
periodo absolutista, y recuperado posteriormente por Napoleón.
El poder político organizado en aparatos específicos y desem-
peñado por magistrados en los que había que delegar las funciones
o por funcionarios era denominado por los jacobinos “gobierno”, y
abarcaba tanto el poder legislativo como el poder ejecutivo.
Como la historia de la modernidad enseñaba, los gobiernos y
los magistrados que los componen devoraban la soberanía del pue-
blo. El gobierno era el agente del peor mal de la sociedad, al que

156 |
se denominaba con una palabra pavorosa: despotismo. Gobierno y
despotismo eran términos sinónimos. Como Rousseau había anali-
zado, el despotismo era resultado del poder político que el pueblo
delegaba, y que se concentraba en pocas manos. Por tanto, por su
propia naturaleza, el poder gubernativo, o delegado, era un poder
corruptor. Surgía así el peligro del “despotismo representativo”. La
radicalidad con la que se expresaba Rousseau sirve como paradigma
del pensamiento ilustrado:
“Los diputados del pueblo no son sus representantes, no
son más que sus mandatarios; no pueden concluir nada
definitivamente. Toda ley no ratificada por el pueblo en
persona es nula; no es una ley. El pueblo inglés cree ser libre,
y se engaña mucho. No lo es sino durante la elección de los
miembros del parlamento; desde el momento en que estos
son elegidos el pueblo es esclavo, no es nada. El uso que hace
de los cortos momentos de su libertad merece bien que la
pierda. La idea de los representantes es moderna: nos viene
del gobierno feudal, de ese inicuo absurdo gobierno en el
que la especie humana es degradada y en el que el nombre
de hombre es deshonrado. En las antiguas repúblicas y hasta
en las monarquías, el pueblo nunca tuvo representantes; no
se conocía esta palabra. Es muy significativo que en Roma,
donde los tribunos eran tan sagrados, no se les ocurriera
siquiera que podían usurpar las funciones del pueblo...”
(Rousseau, 1973:99-100; el resaltado es nuestro).
En consonancia con esta tradición, que es la suya, el “gobierno”
era un poder que causaba enorme temor a los jacobinos. Robespierre
escribe:
“Jamás los males de la sociedad vienen del pueblo, sino del
gobierno (...) la miseria de los ciudadanos no es otra cosa que
el crimen de los gobernantes (...) el primer objetivo de toda
constitución debe ser defender la libertad pública e individual
contra el gobierno mismo” (10. V. 93) (2000e:239-258).
Y Saint Just:
“Un pueblo no tiene más que un enemigo peligroso, su
gobierno” (1976:231-246).
El poder político democrático jacobino dependía de la centralidad
del poder legislativo, constituido por la Convención. De no haberse

| 157
producido Termidor, los miembros de la Convención hubiesen sido
elegidos anualmente (art. 32 de la Constitución jacobina del año l
–1793–; Godechot, 1994:69-92; en concreto la Constitución jacobi-
na), y hubiesen sido controlados y fiscalizados por las asambleas de
electores. El pueblo soberano, organizado en asambleas primarias
nombraba sus diputados y deliberaba sobre las leyes. “De la sobe-
ranía del pueblo”,
“Art. 7: El pueblo soberano es la universalidad de los ciu-
dadanos franceses. Art. 8: Nombra inmediatamente a sus
diputados. Art. 9: Delega en electores la elección de admin-
istradores, árbitros públicos jueces criminales de casación.
Art. 10: Delibera sobre las leyes” (arts. 7 a 10; Godechot,
1994:83-84).
El cuerpo legislativo tan sólo proponía leyes (art. 53 “...y dicta
decretos”). Los proyectos legislativos debían ser impresos y enviados
a todas las comunas de Francia para que fuesen discutidos:
“Art. 56: Los proyectos de ley son precedidos de un informe.
Art. 57: La discusión no puede abrirse, y la ley no puede ser
provisionalmente considerada firme más que quince días
después del informe. Art. 58: El proyecto es impreso y en-
viado a todas las comunas de la República, bajo el título:
ley propuesta. Art. 59: Cuarenta días después del envío de
la ley propuesta, si en la mitad de los departamentos, más
uno, el décimo de las Asambleas primarias de cada uno de
ellos regularmente formados, no ha reclamado, el proyecto
es aceptado y se convierte en ley. Art. 60: Si hay reclamación,
el Cuerpo legislativo convoca a las Asambleas primarias”
(Godechot, 1994:87).
Las elecciones eran anuales:
“Art. 32: El pueblo francés se reúne todos los años, el primero
de mayo, para las elecciones”.
Pero las asambleas primarias pueden reunirse, no sólo una vez
al año, para votar, o cuando las convoca la Convención para discutir
leyes.
“Art. 34: Las Asambleas primarias se forman extraordinari-
amente, a petición de un quinto de los ciudadanos que
tienen derecho a votar” (Godechot, 1994:85).

158 |
Para evitar el despotismo generado por los aparatos políticos
especializados, los jacobinos instrumentaron la división de tareas
entre el ejecutivo y el legislativo, y la desconcentración de la acción
ejecutiva en diversas ramas de funcionarios, pero no la división de
poderes. El poder legislativo tenía sometido a su poder los órganos
ejecutivos del gobierno, el cual era un órgano encargado de la gestión
diaria de los asuntos, y no poseía capacidad de dictar decretos:
“ ‘Del Consejo ejecutivo’. (...) Art.65: El consejo está encar-
gado de la dirección y de la vigilancia de la administración
general; no puede actuar sino en ejecución de las leyes y
decretos del Cuerpo legislativo” (Godechot, 1994:65).
Por ello, el poder legislativo tenía asumidas gran parte de las
tareas que ejercen los gobiernos actuales. Los funcionarios del eje-
cutivo no podían ser diputados para que resaltara más carácter fun-
cionarial y supeditado, y eran considerados administradores:
“Art. 66: Él (el legislativo) nombra fuera de su seno, los
agentes en jefe de la administración general de la república”
(Godechot, 1994:66).
Del gobierno no dependía la aplicación de las decisiones y leyes
de la Convención a la República. El Boletín de Leyes de la República
las promulgaba publicándolas en las diversas lenguas de uso de la
República, y éstas eran interpretadas y ejecutadas por los poderes
municipales, elegidos, dirigidos y controlados democráticamente por
las asambleas de ciudadanos.
Para garantizar el control permanente del ejecutivo, la Conven-
ción creó un comité de diputados, elegidos por un mes y renovados
cada mes, especializado en el control permanente de las actividades
diarias del ejecutivo: el Comité de Salud Pública. Este calumniado
comité, al que se le atribuyen matanzas sin cuento, tenía como fin
controlar que el aparato ejecutivo no boicotease la ejecución de las
leyes aprobadas. Y que se vigilase la sedición ejercida contra el poder
revolucionario por los propios funcionarios (Gauthier, 1992:112-124)
. Habré de volver sobre este asunto.
Sobre la imperiosa necesidad de este control puede juzgarse:
“Ciudadanos, todos los enemigos de la República están en
su gobierno. En vano os consumís en este recinto (la Con-
vención) haciendo leyes; en vano vuestro comité, en vano
algunos ministros os secundan, todo conspira contra ellos
& vosotros. Ha venido a nuestro conocimiento que agentes

| 159
de la administración de los hospitales vienen suministrando,
desde hace seis meses, harina a los rebeldes de la Vendée”
(Saint Just, 1976a:234).
A su vez, la Constitución garantizaba por ley la publicidad com-
pleta de las decisiones del legislativo, y la Declaración de Derechos
del Hombre y de Ciudadano de 1793 reconoce al pueblo el ejercicio
ilimitado del derecho de petición –acudir a la barra del parlamento
en masa, según la práctica revolucionaria– (art. 32) y el derecho de
insurrección contra la opresión.
“Art. 33:La resistencia a la opresión es la consecuencia de
los otros Derechos del hombre. (...) Art 34: Hay opresión
contra el cuerpo social cuando uno sólo de sus miembros
es oprimido. Hay opresión contra cada miembro cuando el
cuerpo social es oprimido. (...) Art. 35: Cuando el gobierno
viola los derechos del pueblo, la insurrección es, para el
pueblo y para cada porción del pueblo, el más sagrado de
los derechos y el más indispensable de los deberes” (Déclara-
tion, 1994:83).
Pero no todo poder político es un poder gubernativo delegado
y constituido en aparatos especializados: también la sociedad civil
es sede de poder político y los jacobinos pretendían que fuera éste
el que asumiera la mayor parte del protagonismo político. Y sin la
existencia real de un poder popular organizado en la sociedad civil,
no hubiese sido posible el control del despotismo legislativo tantas
veces presente durante la Revolución, ni hubiese sido pensable la
utilización efectiva de los derechos de insurrección y petición.
En el texto citado (10 V 93) Robespierre recomienda a los legis-
ladores de la Constitución:
“Dejad en los departamentos, y bajo la mano del pueblo,
la porción de los tributos públicos que no sea necesario
depositar en la caja general, y que los gastos sean pagados
en las propias localidades, siempre que ello sea posible. Re-
huid la manía antigua de los gobernantes de querer gober-
nar demasiado: dejad a los individuos, dejad a las familias
el derecho de hacer lo que no molesta a otro, dejad a las

18 Esta es una tan sólo de las prácticas sediciosas sobre las cuales informa Saint
Just . El saqueo de las arcas públicas a manos de los funcionarios y otra miríada
de delitos es enumerada por Saint Just en el informe. La grafía carolingia del
“et” latino es la usada por Saint Just en su texto para escribir el “et” francés.

160 |
comunas el poder de reglar ellas mismas sus propios asuntos,
en todo aquello que no concierna muy esencialmente a la
administración general de la república. (...) Respetad sobre
todo la libertad del soberano en las asambleas primarias”
(2000e:249).
Comunas y asambleas son poderes políticos reales, de enorme
peso, pero no son considerados “gubernativos”, porque no son dele-
gados. El poder político tenía su sede, no en el estado, burocrática-
mente organizado y separado, sino en la sociedad civil democrática-
mente organizada, que poseía el poder político real.
Como ya he explicado, dentro del esquema del poder político
real que había desarrollado el movimiento popular a lo largo de
la experiencia revolucionaria, las comunas constituían el crisol en
que se había creado la democracia. El proyecto de constitución pre-
sentado por el ponente Condorcet, proponía la supresión real de la
democracia comunal, al diferenciar entre comuna y municipalidad.
Los jacobinos, a través de Saint Just, exigieron que se confiriese el
carácter jurídico de municipios a todas las comunas. Con gran ra-
dicalidad, Saint Just había escrito “La soberanía de la nación reside
en las comunas” (1976b:200). La constitución recogió el principio
de que cada comuna sería un poder municipal (art 78; 1976b:88). El
poder político municipal, estaba en continuidad con el poder comunal
de la antigua economía moral de la multitud y con la experiencia
política desarrollada desde aquélla durante la revolución. El enorme
poder de las municipalidades (soberanía local y aplicación local de
las decisiones de la Convención) era entregado a la sociedad civil
organizada en comunas.

6. De la “volonté genérale” a la soberanía


popular: el origen de la democracia jacobina
Como he explicado, el temor a la centralización gubernativa del
poder, que implica la creación de un cierto aparato de poder especia-
lizado, que concentra poder y lo pone a disposición de una minoría de
magistrados, en quienes se delega y de quienes se recela que caigan
en la tentación de utilizarlo para sus intereses particulares y traten de
sojuzgar al pueblo –despotismo–, es consecuencia de la experiencia
histórica que proporciona el despotismo del estado absolutista feudal
a la modernidad.

| 161
Este temor al ejercicio gubernativo podemos encontrarlo, a título
de ejemplo, en Locke, Montesquieu, Rousseau, Robespierre, Saint
Just y Kant y es el rasgo que diferencia al iusnaturalismo moderno
–no sólo el ilustrado, también el humanista– respecto del pensamien-
to político republicano, iusnaturalista, antiguo.
Esta argumentación es una de las dos objeciones intelectuales
que hacen que la palabra “democracia” sea tomada con cautela. El
precursor intelectual de la democracia moderna, Rousseau, abunda en
esta reflexión en El Contrato Social; considera que una democracia
en la que el pueblo no sólo ejerza el poder legislativo, sino también
el poder ejecutivo e intervenga en la ejecución de actos particulares,
es decir, en la ejecución de la ley, es un régimen muy peligroso, pues
favorece la intrusión de los intereses particulares en la política y abre
la vía al despotismo. Sólo puede ser aceptable una democracia en la
que el gobierno sea encomendado a un pequeño grupo19.
Las reflexiones de Rousseau, que hacen época, se inspiran en
las opiniones antidemocráticas de Aristóteles contra la democracia
extrema, y por eso nos mueven a repulsa, pero el objetivo que el autor
trata de aferrar y al que trata de dar salida es moderno: el despotismo
del poder político. La Ilustración más radical pretende, a la luz de la
experiencia del despotismo absolutista, y llena de sano escepticismo
antropológico, que pueda crearse una régimen en el que hasta los
demonios deban comportarse como ángeles.
El segundo reparo que se le hace a la democracia, silenciado
por Rousseau, procede de la antigüedad clásica, cuyas obras eran
conocidas al dedillo por todos los ilustrados y revolucionarios. Para
la antigüedad, en la democracia la voluntad soberana se basa en un
determinado bloque social constituido por los pobres, pues como
escribe Aristóteles, hay “democracia cuando son soberanos los que
no poseen gran cantidad de bienes, sino que son pobres” (Aristó-
teles, 1970:81 –1279b–). La democracia es un régimen que surge
como consecuencia de que la ciudad está escindida entre pobres y

19 Por ejemplo, en Rousseau (1973:Libro Tres, Caps. lV y XVlll), y también en


otros lugares. Cito un paso del Cap. IV: “No es bueno que el que hace las leyes
las ejecute, ni que el cuerpo del pueblo desvíe su atención de las cosas gene-
rales para ponerlas en las particulares. Nada más peligroso que la influencia
de los intereses privados en los asuntos públicos, y el abuso de las leyes por el
gobierno es un mal menor que la corrupción del legislador...” (pp. 69 y 70).
Como se ve, Rousseau no pretende colar bajo mano la idea de que el ejecutivo
debe estar en manos de los “aristoi”, como le hubiese gustado a Aristóteles, sino
poner los mayores impedimentos posibles al único mal político irremediable: la
corrupción del soberano.

162 |
ricos que se enfrentan en estasis o guerra civil. La democracia es el
instrumento político de un determinado bloque social popular para
ejercer uno u otro tipo de dominio sobre los ricos. La aceptación de
la democracia implica la comprensión de la irremediabilidad de la
ruptura social, la irreversibilidad consiguiente de las facciones y la
necesidad de la lucha social.
Este tipo de argumentación era difícil de ser asumido en un perio-
do en el que la sociedad civil pugnaba por liberarse del despotismo
del Antiguo Régimen. Había que experimentar en vivo hasta qué
punto la antropología clásica era sabia; hasta qué punto era cierta
la lección de Aristóteles y del Laelio ciceroniano: la fylia o amicitia
sólo era posible entre los semejantes –homoioi– en fortuna y virtu-
des (Aristóteles, 1985:122-140 –Libro VIII–; Cicerón, 1999 –idea
reiterada a lo largo de todo el texto–).
Para que la democracia se abriera camino era preciso que las
masas populares, partidarias de la igualdad de derechos, de la ciuda-
danía universal y de la soberanía, descubrieran que sus expectativas
de proyecto económico no eran suficientes ante la emergente nueva
realidad que brotaba a pasos agigantados como consecuencia de la
revolución, y que carecían propiamente de proyecto político.
La propia experiencia revolucionaria fue mostrando a los jacobi-
nos robespierristas, a la par que al movimiento popular, que los ricos
trataban siempre y por todos los medios de constituir una facción,
de liquidar el poder soberano del pueblo y de reinstaurar el despo-
tismo; es decir, no dudaban en destruir la unidad y fraternidad de
la Sociedad Civil con el fin de garantizar sus intereses egoístas; no
había otra solución para lograr la libertad y la igualdad que abordar
la lucha política contra los burgueses, contra los grandes hacendados
y grandes comerciantes.
Robespierre desempeñó un papel capital en el desarrollo orgánico
de la nueva teoría política del movimiento popular, al que en puridad
y ya desde el principio podemos considerar, sin asomo de dudas, un
movimiento democrático.
En el pensamiento de Robespierre encontramos desde el comien-
zo la defensa decidida de la soberanía popular y de la participación
activa en política de todos ciudadanos, pero es tardía la aparición de
la palabra democracia.
También en él esta opción política se abre paso trabajosamente
a través de la experiencia propiciada por el curso de la Revolución,
precisamente porque sí sabía lo que implicaba asumirla. Podemos
observar fácilmente la evolución ideológica del movimiento a través
del lenguaje y las ideas de Robespierre.

| 163
Partamos, por ejemplo del discurso del 18 XII 90, donde aparece
por primera vez la triple divisa revolucionaria. Para esas fechas ya
hace tiempo que Robespierre había registrado con sorpresa y per-
plejidad la aparición de una nueva aristocracia de ricos (por ejemplo
la carta al ciudadano Buissart de fines de 1789); no se hace aquí de
nuevas al respecto. En el texto que someto a consideración, Robes-
pierre defiende el derecho de ciudadanía de los pobres. “Pobres”
aparece como sinónimo de “pueblo”, y los “ricos” y “poderosos”
quedan fuera de esta denominación, a la usanza antigua. Robespierre
critica la miseria a la que son sometidos los pobres por parte de los
“partidarios de funestos sistemas”. La crítica es durísima, pero las
medidas alternativas son escasas: acabar con los “abusos” –término
de economía moral– y defender el derecho del pueblo a su vida mo-
desta tradicional. A pesar de todo, para Robespierre, pueblo/pobres
y ricos aún forman una entidad, no social pero sí política, que debe
ser preservada y cuya unidad social se trata de restituir:
“Se quiere dividir la nación en dos clases de las que la pri-
mera no parecería armada más que para contener a la otra”
(Robespierre, 2000a:43-71 –en concreto, el paso final: pág.
57–).
Como ya he indicado antes, en septiembre del 91 la constituyente
votaría una constitución censitaria. Casi un año después, estallaba
la Revolución de agosto del 92, que abría paso a la Convención y la
República. La movilización popular se había organizado en torno al
programa de la supresión de la política de represión y de medidas
concretas de Reforma agraria y de control del comercio y de la igual-
dad de los derechos políticos. Una vez terminada la movilización,
los girondinos reimponían la ley marcial y la libertad de comercio.
Quedaba puesto de manifiesto con estupor que los grandes propieta-
rios y comerciantes tenían un proyecto político autónomo definido y
que no estaban dispuestos a aceptar las decisiones del pueblo.
Robespierre sabía perfectamente cuál era la meta que tenía pro-
puesta la burguesía, y el 19 de octubre del 92, en su primera “Carta”,
recuerda a los convencionales que su misión era dar a Francia una
constitución nueva, verdaderamente republicana, no como la cons-
titución americana, tramposamente republicana por estar “fundada
sobre la aristocracia de la riqueza” (Robespierre, 1987:153).
En consecuencia con todo esto, Robespierre pronunciaba el
discurso arriba citado de denuncia en la Convención (2 XII 92;
2000c:179-190). En él se agudiza la crítica al nuevo sistema eco-
nómico de explotación, que es comprendido como resultado de una

164 |
“teoría” –“laissez faire”–. En ese sistema todo está contra la socie-
dad. Los explotadores son los comerciantes, los negociantes y pro-
pietarios, los grandes monopolistas y acaparadores, los especulado-
res, “un pequeño número de millonarios”, ladrones y conspiradores,
vampiros y asesinos, que se oponen a “los intereses de la sociedad”
y especulan con la miseria pública. Se abre ya un precipicio entre la
sociedad, compuesta por el “pueblo” ciudadano, al que hay que darle
“pan, trabajo y costumbres”, y los millonarios, minoría o “casta”
opuesta a ellos.
El análisis de Robespierre registra la radicalidad de los intereses
enfrentados dentro de la sociedad civil, que escinden de la mayoría
a una facción. Por primera vez se esboza un principio de proyecto
económico, como expuse antes, pero sigue sin haber una proyecto
político definido. Faltaba aún por experimentar hasta dónde alcanza-
ba la protervidad de la nueva aristocracia de las riquezas.
Durante los cuatro primeros meses del 93 los girondinos legislan
contra el proyecto político popular y contra la recuperada moviliza-
ción, en un desarrollo sistemático de golpe de estado legislativo. Por
ejemplo, en marzo, a propuesta de Cambon se aprobaba una ley que
castigaba con pena de muerte a “cualquiera” que propusiera cualquier
medida sobre la ley agraria o sobre tasación de productos y bienes
territoriales, comerciales o industriales. Se condenaba como delito
de opinión el programa popular que había derrocado a la monarquía
y había permitido la elección de la Convención. El girondino Dumo-
riez, ministro de la Guerra y general del ejército del norte negociaba
en secreto con el enemigo, en marzo, el aplastamiento militar de la
revolución (Gauthier, 1995:98). Quedaba claro hasta dónde era capaz
de ir esta facción en contra de la mayoría: hasta el aplastamiento de
la voluntad del soberano, hasta la estasis: hasta la guerra civil.
El 3 de abril Robespierre lanzaba el llamamiento a la insurrección
general revolucionaria del pueblo para salvar la república.
El 10 de mayo, en el famoso discurso precitado Robespierre
proclama que en estado de cosas presente promovido por el despo-
tismo del gobierno, “hay reyes, curas, nobles, burgueses, canalla,
pero en absoluto pueblo, en absoluto hombres”. El análisis socio-
lógico se ha enriquecido: por un lado ”burgueses”, “comerciantes”,
“negociantes”, “abogados”, “ricos”; por el otro “simple trabajador”
“artesano” “pobre”. El tercer estado carece de unidad; la sociedad
civil –la ciudad– está escindida. A pesar de todo, no aparece en este
texto incendiario la palabra “democracia”, si no es de forma ambigua
para definir el régimen que él propugna como igualmente “alejado
de las tempestades de la democracia absoluta” que “del despotismo

| 165
representativo”. Sin embargo, como siempre hacen los jacobinos
robespierrianos, se pronuncia por el poder popular asambleario, sec-
cionario o comunal, exige que se financie la participación política del
pueblo en las asambleas pagando salarios, medida democrática por
excelencia, y declara que no existe otro tribuno político del pueblo
que el pueblo mismo. El 30 de mayo estalla la Revolución.

7. La democracia, proyecto político


del bloque social plebeyo
El 13 de julio del 93 Robespierre pronuncia el discurso de pre-
sentación de la ley de educación que había redactado su amigo el
diputado Michel Lepeletier, asesinado por el terror blanco –el mis-
mo 13 de julio era asesinado Marat–. En este texto, el concepto de
“Pueblo” de Robespierre ha variado: ahora significa ya “demos”,
a la vez poder soberano y explotados, a los que denomina también
“proletarios”: “los ciudadanos proletarios cuya única propiedad está
en el trabajo...”. La ley sólo contempla a los ciudadanos proletarios,
de entre los que saldrán los intelectuales:
“A iniciativa de la institución pública, la agricultura y las
artes mecánicas van a atraer a la mayor parte de los alum-
nos, pues estas dos clases constituyen casi la totalidad de
la nación. Una muy pequeña porción, pero elegida, será
destinada al cultivo de las artes agradables y a los estudios
que versan sobre el espíritu” (Robespierre, 1989:265-266).
El significado de todo esto está claro: Robespierre y el movi-
miento popular aceptan el envite: reconocen que no hay posibilidad
de reconciliar los diversos intereses de la sociedad civil; reconocen
la estasis civil, la lucha social de clases: es decir, la democracia. El
proletariado estaba constituido por un bloque social que abarcaba
nueve décimas partes de la sociedad francesa.
Desde julio hasta septiembre se desarrolla una situación de peli-
gro extremo para la república y las masas populares, que se zanja con
el triunfo provisional del poder popular y que lleva a la revolución
del 4 y 5 de septiembre.
A principios del 94 parece remitir el peligro, lo que hace creer
próximo el fin de la revolución. El 5 II 94, Robespierre pronuncia en
el Comité de Salud Pública su célebre discurso sobre la democracia
(2000f:286-311).

166 |
El discurso, de marcado carácter teórico, recupera el acervo de
la tradición clásica. Tres veces se menciona la división tripartita de
regímenes políticos: monarquía, aristocracia –“nueva”– y democra-
cia. Y en cuatro ocasiones se explaya con erudición y conocimiento
sobre los casos de Atenas, Esparta y Roma. La definición de “patria”
es, a mi juicio deudora del Discurso fúnebre de Pericles (Tucídides,
1954:30-38 –Libro 2, 34-46, Vol 2–). El debate sobre los tres regí-
menes es desarrollado por Robespierre en un sentido nuevo: sólo una
democracia puede ser República, pues sólo en ella el interés público
está por encima del privado, y por eso democracia y república son
términos sinónimos. El fin de la democracia es la libertad y la igual-
dad. La esencia de la democracia es la igualdad. Y el principio del
gobierno democrático es el mantenimiento de la igualdad, porque
esto es lo que provoca la virtud o interés por los asuntos públicos.
La democracia es la república de la virtud, pues su principio
es la igualdad, y esta igualdad es lo que mueve a los ciudadanos a
interesarse y priorizar el bien público, cosa sólo posible en la de-
mocracia.
El pueblo es la única fuerza capaz de instaurar y defender el régi-
men democrático en la sociedad civil. Robespierre sigue insistiendo
en la necesidad de proteger el carácter constitucional del régimen, y
de evitar que se convierta en un poder despótico, según la preocu-
pación ilustrada moderna: el pueblo no puede estar constantemente
reunido, como dice la tradición basándose en Aristóteles. Pero esto
no es ningún subterfugio para defender la politeia, la soberanía de
una voluntad general mixta, que se ha revelado imposible. Menos aún
un expediente fraudulento para garantizar el ejercicio del gobierno,
en exclusiva, a los poderosos. La democracia no defiende la igualdad
entre los iguales, sino la igualdad radical entre todos los ciudadanos.
Y el carácter legal constitucional de la democracia consagra la subsi-
diaridad radical del poder institucional respecto del pueblo:
“La democracia es un estado donde el pueblo soberano,
guiado por leyes que son su obra, hace por sí mismo todo
lo que puede hacer bien y mediante sus delegados todo lo
que no puede hacer él mismo”.
El pueblo ejerce el poder legislativo y el gobierno local. La de-
mocracia no acepta la independencia del poder político respecto del
bloque social democrático que dirige la sociedad civil: recoge la
experiencia de la modernidad y no tolera el despotismo, tal como lo
analiza la modernidad.

| 167
En 1828 escribe el revolucionario Ph. Buonarroti en su famosa
protohistoria de la Revolución francesa:
“Democracia en Francia: lo que es. No hay que creer que los
revolucionarios franceses hayan atribuido a la democracia
que ellos exigían el sentido que le atribuían los antiguos. A
nadie se le ocurría en Francia convocar al pueblo entero a
deliberar sobre los actos de gobierno. Para ellos la democracia
es el orden público en el que la igualdad y las buenas cos-
tumbres ponen al pueblo en condición de ejercer útilmente
el poder legislativo” (Buonarroti, 1957:38).
Según esta lógica, pero siguiendo el saber antiguo, Robespierre,
que conoce muy bien la tradición clásica, sabe que la democracia de
Pericles diferencia entre legislación y gobierno, y asume que tam-
bién en la democracia jacobina el gobierno debe poseer especiales
cualidades. Así, todas las magistraturas deben ser desempeñadas
por individuos que estén en posesión de frónesis y de capacidad de
comprender el kairós: “la sabiduría del gobierno para consultar las
circunstancias, para aferrar los momentos, para elegir los medios...”
Pero, para Robespierre, como en el texto de Tucídides, estos méritos
o virtudes están también en posesión del pueblo.
El carácter constitucional de la democracia francesa cuya nove-
dad sobre la antigua es que llama “a todos los hombres”, no olvida
que la democracia es un régimen de lucha en que son los pobres los
que gobiernan. La democracia llama a todos, pero:
“La protección social no es debida más que a los ciudadanos
pacíficos. No hay otros ciudadanos de la república que los
republicanos. Los realistas, los conspiradores no son para
ella más que extranjeros, o más bien, enemigos”.
Por ello:
“Si la energía del gobierno popular en la paz es la virtud,
la energía del gobierno popular en revolución es a la vez la
virtud y el terror. El terror no es otra cosa que la justicia
pronta, severa, inflexible...”.
El terror, es decir, la guerra civil, es inherente a la propia idea de
democracia, porque la democracia tiene su origen en la lucha social
de clases, y en tanto que poder constituido sobre la sociedad civil es
el poder de los pobres contra los ricos.
Dice Robespierre:

168 |
“Ella (el terror) es menos un principio particular que una
consecuencia del principio general de la democracia aplicado
a las más acuciantes necesidades de la patria”.
Recordemos que lo “particular” es propio de decisiones guber-
nativas, lo “general” es propio del legislador soberano y por lo tanto
inherente al principio legislado. Si el legislador, el demos, proclama
la democracia, inherentemente proclama el terror.
Robespierre denomina terror, no a la destrucción de la legalidad
democrática vigente, sino a la defensa sin cuartel de la propia lega-
lidad agredida por el terror ajeno, obediente a su propia legalidad.
Tampoco es terror, en este sentido, el atentado indiscriminado ejer-
cido arbitrariamente contra desconocidos anónimos, con el fin de
sembrar el miedo, sino la persecución de los individuos responsables
de la destrucción del orden democrático. Es la coerción que acoraza
la hegemonía.
No agotan estas breves notas aquí redactadas el importante con-
tenido y gran calado de ese discurso fundamental para el republica-
nismo democrático, que debiera poseer un reconocimiento análogo,
para la contemporaneidad, al del discurso fúnebre de Pericles para
la antigüedad.

8. La difamación contra Robespierre


Ha aparecido en el texto la palabra “Terror”. Llegados a este asun-
to, conviene extenderse sobre él, para salir al paso de las calumniosas
difamaciones que se vierten constantemente contra Robespierre.
La difamación contra Robespierre se desarrolla, fundamental-
mente, en las dos últimas décadas del siglo XIX, durante la Tercera
República, y en el ambiente ideológico posterior a la bárbara repre-
sión de la Comuna de París, cuando la reacción siente la necesidad
de desarrollar el embeleco contra Robespierre como medio para
combatir la democracia. La burda falsedad de estas acusaciones fue
oportuna y satisfactoriamente puesta en evidencia por los historió-
grafos, de inmediato, durante las dos últimas décadas siglo XIX, y a
comienzos del siglo XX. En esta tarea le cabe un mérito especial al
gran historiógrafo Albert Mathiez. Nada novedoso hay, por lo tanto,
en la argumentación que sigue, como podrá apreciar el lector que
conozca la bibliografía clásica, que es, por cierto, un ejemplo de rigor
empírico y de exhaustividad.

| 169
Sin embargo, cada vez que un intelectual reaccionario trata de
arremeter contra el republicanismo democrático o plebeyo, le basta
con menear el espantajo urdido en torno a la figura de Robespierre,
para dar por cerrado el asunto, sin tener que hacer uso de su ingenio
al argüir en el debate contra la primera democracia contemporánea
que existió, ni aportar datos, ni tener que mostrar cuáles son sus
fuentes y sus conocimientos reales sobre la Revolución, según exige
el protocolo académico. Así el más lerdo hace escuela.
Desde luego el objetivo de fondo al que se apunta sesgadamente
satanizando a Robespierre es rechazar la irrupción de los plebeyos
en la sociedad civil y su pretensión de protagonizar la vida política
y construir un orden social. Por ello merece la pena hacer un breve
resumen del asunto para el lector que se aproxima al tema con ánimo
de conocer la verdad al respecto, pues la verdad existe y no es sólo
cuestión de “narrativa”.
La calumnia contra Robespierre se resume en dos acusaciones:
ser un dictador y ser un sanguinario. Ambos reproches se cifran en la
noción de Robespierre “terrorista” o padre de “el Terror”. “El Terror”
habría sido el instrumento utilizado por Robespierre para conseguir
elevarse al poder dictatorial, y el empleo del mismo promovido por
él habría sido la causa de asesinatos y atrocidades sin cuento. Co-
mencemos por salir al paso de la primera “imputación” de dictadura
viendo en qué se basan sus argumentos.
Para ello, volvamos a recordar, en primer lugar, en qué situación
se proclama la patria en peligro, y la necesidad de utilizar métodos
expeditivos para salvar la revolución:
“El ‘Midi’ de Francia sublevado, Bretaña y Normandía en
rebelión, Lozere en poder de los realistas, Toulon pidiendo
a los ingleses, Lión armada contra París, la Vendée en lla-
mas, los austriacos en Mayence, el duque de York, señor
de Valenciennes, los conspiradores de dentro, cómplices de
los enemigos del exterior...” (Blanc, s/f:5-6 –http://gallica.
bnf.fr–).
¿Cuáles fueron los objetivos oficiales y reales, del Terror? Salir
de esa situación de extremo peligro para la Revolución; y como ese
y no otro era su verdadero objetivo, y el Terror se aplicó básicamente
a ello, cinco meses después la situación había cambiado:
“a esa Francia revolucionaria que carecía de dinero, que
carecía de pan, que carecía de hierro, que carecía de pólvora,
no le fue preciso más que cinco meses para aplastar a los

170 |
holandeses y a los ingleses en Hondschoote, para poner
en derrota a los austriacos en Wattignies, para rechazar a
los piamonteses, para frenar a los españoles, para volver a
alcanzar las líneas de Weissemburg, para liberar Landau, para
reconquistar la Alsacia para poner la coalición en situación
desesperada para sofocar la sublevación de Lión, para ar-
rebatar Toulon a los ingleses, para dar cuenta de la Vendée”
(Blanc, s/f:7).
Es necesario recordar que el cometido del Terror no era destruir
o trastornar el orden existente, es decir el orden Revolucionario re-
publicano democrático. Sino que, por el contrario, el Terror fue un
estado de excepción que pretendía preservar el orden constitucional
establecido. Por ello, durante el Terror se mantuvo el funcionamiento
regular del parlamento, y se preservaron las libertades fundamenta-
les: la libertad de expresión y reunión y demás libertades políticas,
comenzando por el derecho de reunión de los clubes políticos. Aún
en situación de peligro exterior extremo, no existió la censura pre-
via, que ha sido una práctica sin embargo frecuente para los estados
durante los periodos de guerra. Es obvio que estos datos elementales
deberían formar parte del conocimiento básico al tratar del Terror; sin
embargo, el lector sabe de la sorpresa que le ocasionan cuando los
conoce, pues el Terror es presentado tácitamente como un conjunto
de expedientes para asentar un poder golpista, minoritario, que se
logra imponer por la fuerza contra la mayoría de la sociedad y contra
el régimen político mayoritario y legal.
Sólo pueden ser alcanzados aquellos fines que son los que verda-
deramente se proponen, más en circunstancias desesperadas. Y los
fines propuestos por el Terror no eran sino la derrota de la reacción
exterior y de sus ayudas internas, la defensa de la legalidad demo-
crático republicana. Ese era el cometido del Terror.
Como creo que demuestra este texto, dadas las circunstancias, no
se puede poner en duda la necesidad del Terror, ni de la actuación del
Comité de Salud Pública.
Pero ¿quién, si no Robespierre, tomó la decisión, singular y por
lo tanto autoritaria, de proclamar el estado de excepción que deno-
minamos Terror? Tampoco eso es cierto, y también esa idea parte del
prejuicio de considerar el Terror como uno de los tantos golpes de
estado que las derechas dan, y en los cuales es una cúpula militar o
cívico militar, restringida, con dinero y ayuda externa, la que orga-
niza el golpe contra la mayoría. Las medidas elaboradas a partir de
octubre son el cumplimiento de un mandato popular:

| 171
“El 12 de agosto de 1793, los ocho mil diputados de las
asambleas primarias vinieron a decir a la Convención: ‘¡No
es momento para deliberaciones, hay que actuar! Exigimos
que todos los sospechosos sean puestos bajo arresto’. Al
respecto Danton exclamó: ‘Los diputados de las asambleas
primarias acaban de ejercer entre nosotros la iniciativa de
el Terror’. El Terror no nació por lo tanto, en el cerebro de
algunos individuos, no fue obra de tales o cuales jacobinos...”
(Blanc, s/f:6).

Robespierre, en esto como en las demás decisiones del pueblo,


acató lealmente la voluntad popular. El Terror es consecuencia de
la democracia que se autogobierna y se autodefiende. La interven-
ción de los ocho mil diputados de las asambleas primarias confiere
sentido a la frase antes citada del discurso de 18 pluvioso del año ll
que subordina el Terror a la democracia, es decir a la opción política
elegida por las masas ante un momento de excepción:
“Ella (el terror) es menos un principio particular que una
consecuencia del principio general de la democracia aplicado
a las más acuciantes necesidades de la patria”.
Hay que recordar también que la propia intervención de las masas
populares a través de sus representantes de las asambleas primarias
exigiendo a la Convención que adoptase medidas resolutivas, no
sólo es una intervención legítima, pues es el Soberano quien decide
dirigirse a sus delegados para darles una instrucción, sino que es
también una intervención legal, pues las leyes reconocían el derecho
de legislar a la ciudadanía, y los convencionales eran considerados,
no representantes, sino en palabra que gustaba mucho a Robespierre,
“commettants”, delegados mandatados.
La acusación de dictadura que se lanza contra Robespierre impli-
ca la presunción de que él y su grupo habían alcanzado tal prepon-
derancia dentro de la estructura del poder republicano, que estaban
en condiciones de imponer su poder omnímodo, y que, por lo tanto,
nadie se atrevía a resistirse a ellos. ¿Cuál era la situación de Robes-
pierre y su grupo dentro de la estructura del poder republicano?:
“Robespierre estaba en minoría en el Comité de Salud Pú-
blica durante el tiempo en el que se coloca su pretendida
dictadura. El Comité de Seguridad General, que tenía bajo
su supervisión directa al Tribunal Revolucionario, le era
casi unánimemente hostil, e intrigaba abiertamente con sus

172 |
enemigos (...). ¡Singular dictador, quien tenía contra él a los
principales poderes del Estado!” (Mathiez, 1958b:90).
Ni control de los aparatos de poder, ni influencia directa sobre
las fuerzas armadas, ni mando sobre cuerpo represivo alguno. Su
fuerza le venía de su autoridad moral que poseía en toda Francia
ante la plebe, y de la devoción con la que la plebe armada de París
correspondía a la absoluta lealtad democrática de Robespierre a su
posicionamiento siempre en defensa, siempre orgánico, de las deci-
siones previas del demos:
“Él (Robespierre) no es fuerte sino por la ayuda de su ex-
ecrable, pero poderoso, pero irresistible ejército suburbial.
La totalidad de la hez del pueblo está con él” (Guillemin,
1996:114).
La plebe armada le protegía. Pero Robespierre no desempeñaba
ningún cargo orgánico, ningún poder sobre las milicias de la sans-
culotterie, ni sobre el municipio de París.
Es bien característica la acusación que los enemigos que detuvie-
ron ilegalmente a Robespierre y le asesinaron hacían contra él. En
el discurso comenzado por Saint Just el 9 de termidor en defensa de
Robespierre y del grupo en general, y que no le dejaron pronunciar,
él recoge la “denuncia” que se vierte contra Robespierre:
“...se le designa (a Robespierre) como tirano de la opinión. Es
necesario que yo me extienda sobre este asunto y arroje luz
sobre un sofisma que tendería a hacer proscribir el mérito.
¿Y qué derecho exclusivo tenéis vosotros sobre la opinión,
vosotros que encontráis un crimen en el arte de tocar las
almas? ¿Encontráis mal que se sea sensible? ¿Sois, pues, de
la corte de Felipe, vosotros que hacéis la guerra a la elocuen-
cia? ¡Un tirano de la opinión! ¿Quién os impide disputar
la estima de la patria, a vosotros que encontráis malo que
se la cautive? No existe un sólo déspota en el mundo, a
excepción de Richelieu, que se haya ofendido por la cele-
bridad de un escritor. ¿Hay un triunfo más desinteresado?
Catón hubiese expulsado de Roma al mal ciudadano que
hubiese denominado a la elocuencia, en la tribuna pública,
el tirano de la opinión. Nadie tiene derecho de estipular en
su nombre; ella se da a la razón y su imperio no es el poder
de los gobernantes. La conciencia pública es la Ciudad (‘cité’:
la república o polis); ella es la salvaguardia del ciudadano;

| 173
todos los que han sabido tocar la opinión han sido los
enemigos de los tiranos ¿Era Demóstenes un tirano? Desde
ese punto de vista, su tiranía salvó durante largo tiempo
la libertad de Grecia. ¡Así, la mediocridad celosa querría
conducir al genio al cadalso! Por cierto, como el talento de
orador que ejercéis aquí es un talento de tiranía, pronto se
os acusará de déspotas de la opinión. El derecho a interesar
a la opinión pública es un derecho natural, imprescriptible,
inalienable; y no veo otro usurpador sino entre quienes
tenderían a oprimir este derecho (...) Pero ¿qué hemos hecho
nosotros de nuestra razón? Hoy se dice a un miembro del
soberano: Usted no tiene el derecho a ser persuasivo” (Saint
Just, 1989:214-215).
La defensa de Saint Just, que se desarrolla invocando figuras
señeras del republicanismo y la democracia clásicas define cuál es
el motivo por el que se debía asesinar a Robespierre: era el dirigente
en quien se sentía reflejada la opinión pública plebeya. El uso de la
libertad de expresión, la “parresía”, que es una virtud democrática:
he aquí el verdadero “delito” de Robespierre. La paradoja sangrante
es que Robespierre fue asesinado en nombre de la defensa de la li-
bertad por verdaderos tiranos que lo condenaban a muerte por ejercer
la libertad de expresión, y a quienes aterrorizaba el ascendiente que
poseía sobre la plebe20. Una palabras más al respecto.
Robespierre era el dirigente en quien confiaban los trabajado-
res asalariados, los artesanos, los pequeños comerciantes y buho-
neros, los intelectuales pobres y las masas campesinas, es decir, la
plebe: el demos ¿Por qué motivo se sentía atraída la sansculotterie
y el campesinado pobre por el discurso de Robespierre? Ya en la
época se dijo que Robespierre había sido durante largo tiempo, por
su acento regional, y su forma torpe de hablar, el hazmerreír de la
Constituyente. Algo ciertamente falso, que desmienten sus textos, y
que Mathiez en su momento rebatió cumplidamente, aunque hoy se
vuelva a repetir.
Robespierre se había formado en París, en el mejor colegio de su
época, el Luis el Grande, y, muy elogiado por su profesor de retórica,

20 “…poniendo arteramente en movimiento la envidia, a la que excita el mérito,


proclamaron los homenajes voluntarios rendidos a la virtud, como los caracte-
res de una insoportable tiranía, y consiguieron, con la ayuda de calumnias por
completo absurdas, asesinar, el 9 termidor del año ll a los diputados a quienes
el pueblo francés debía la mayor parte de los progresos que había conseguido
con la conquista de sus derechos” (Buonarroti, 1957:52-53).

174 |
fue, incluso, elegido como orador para recibir al rey Luis XVl en una
visita que el monarca hizo al centro, etc. (Mathiez, 1958b:40).
Pero individuos con formación humanística sólida como él hubo
más en las filas de la Revolución. Y, en todo caso, no es ésta la vir-
tud que puede hacer atractivo para la plebe a un político. Las masas
plebeyas, democráticas, de la Revolución, autoorganizadas en poder
público, en permanente debate e intervención política y en perma-
nente aprendizaje mediante la experiencia, apreciaron en Robespie-
rre que él, sí, recogía sus experiencias, sus expectativas, que él, sí,
aprendía con ellos, y como ellos, que él defendía sus reclamaciones y
exigencias en las instituciones, y desarrollaba una actividad orgánica
de los planteamientos de las masas.
Precisamente ha de ser Louis Blanc, que además de gran histo-
riador de la Revolución francesa, fue un revolucionario que participó
activamente en la Revolución de 1848, quien defina lo que caracteri-
za a Robespierre: Robespierre era un hombre representativo.
“Porque no es posible desempeñar un gran papel en la his-
toria que a condición de ser lo que denominaré con gusto
un hombre representativo. La fuerza que los individuos
poderosos poseen, no la extraen de ellos mismos más que
en muy pequeña medida: la extraen, sobre todo del medio
que los rodea. Su vida no es sino una concentración de la
vida colectiva en el seno de la cual se hallan sumergidos. El
impulso que imprimen a la sociedad es poca cosa en com-
paración con el impulso que ellos reciben de la misma....”
(Blanc, s/f:14).
¿Qué es lo que hacía de Robespierre un orador y un escritor
tan persuasivo? Precisamente, y como hemos visto, el recoger, y
reelaborar intelectualmente, orgánicamente, las aspiraciones de la
plebe, el devolver a la plebe el discurso elaborado de sus propios
principios. El permitir que las masas, el demos, se viese reflejado a
sí mismo en el espejo de su discurso. Robespierre se dejaba impulsar
por las masas.
Robespierre no solo no fue un dictador, sino que, por mucho que
la derecha lo ha intentado, ha fracasado en el intento de establecer
una filiación intelectual entre el jacobinismo y la verdadera dictadura,
la única: la de Napoleón. Los robespierristas y los jacobinos en gene-
ral, fueron partidarios decididos del poder civil, y del sometimiento
del poder militar, y, como hemos visto, construyeron un poder polí-
tico sin burocracia cuyo funcionamiento exigía la permanente par-
ticipación del demos: la democracia. Robespierre temió siempre las

| 175
aventuras bélicas de los girondinos, pues consideraba que la guerra
y el protagonismo del ejército eran el medio por el cual la reacción
podía someter al pueblo e instaurar sobre él un poder de hierro. Nadie
más encarnizadamente enemigo del protagonismo del poder militar
y de la burocracia que Robespierre.
Por el contrario, lo que sí queda claro es que la verdadera dictadu-
ra, la que es promovida por el golpe de estado de Brumario, mediante
el cual Napoleón accede al poder tiránico, instaura el liberalismo
económico, organiza la persecución sin cuartel contra los demócra-
tas y comienza su devastadora cadena de guerras que asoló Europa,
hubiese sido imposible sin el golpe de Termidor y el asesinato de
Robespierre y su grupo. “Robespierre hubiese hecho imposible a
Napoleón” (Blanc, s/f:8). La idea de que Robespierre y su proyec-
to hubiesen hecho imposible el Imperio se encuentra documentada,
incluso, en los escritos de personas que participaron de forma prota-
gonista en el golpe de Termidor:
“Destacamos que los mismos termidorianos, desde Chambón
hasta Barras, pasando por Barrére, deploraron amargamente,
en tiempos del Imperio y de la Restauración, la pesada
falta que habían cometido, al derribar, con Robespierre,
la República honrada, la República verdadera” (Mathiez,
1958b:20).
Robespierre no sólo no fue un dictador, sino que fue el defensor
de la libertad y de la democracia: fue uno de los que con más ahínco
trabajó en la redacción de la Constitución. Defendió reiteradamente,
con firmeza inconmovible, en sus discursos y con su acción política,
la libertad de prensa, de conciencia y de cultos. El 21 de noviembre
de 1793 se enfrentará abierta y públicamente contra el grupo que
había lanzado la campaña de la descristianización. Precisamente fue
él quien instauró el culto al ser supremo, el 8 de junio “que era un
ensayo feliz para reconciliar a los creyentes con la República” (Ma-
thiez, 1958b:87). Defendió la democracia y fue el instrumento de la
plebe, por eso había de morir.
La segunda acusación que se vierte sobre Robespierre es la de
ser un individuo sanguinario, que provocó la persecución y la muerte
de muchas personas, desde el Comité de Salud Pública, en el que
participaba, aprovechando el Terror.
Vuelvo a recordar cuáles eran las características del Comité de
Salud Pública: el Comité era una comisión de la Convención, es
decir, del parlamento, cuya misión era el control de los actos de
gobierno:

176 |
“El Comité de Salud Pública, formado por diputados reno-
vados cada mes, por la Convención, tenía encomendado
a su cargo el derecho de vigilancia del legislativo sobre el
ejecutivo. ¿Cuáles son las funciones de Comité de Salud
Pública? Asiste a las reuniones del Consejo Ejecutivo provi-
sional, puede adoptar decisiones de urgencia, y suspender
las decisiones del consejo ejecutivos, si es necesario; puede
igualmente extender órdenes de detención contra los agentes
del ejecutivo; debe rendir cuentas de todos sus actos ante la
Convención” (Gauthier, 1992:117).
Desde la fundación del Comité, en octubre de 1793, el número de
casos juzgados fue, aproximadamente, de 5000. El número de sen-
tencias de muerte dictadas en vida de Robespierre fueron, en cifras
redondas, unas 2500. Este es el número verdadero de ejecuciones
sobre las que el Comité, y por extensión, en principio, Robespierre
tiene responsabilidad. Pero volveré sobre el asunto.
Robespierre aceptó la legislación de excepción propuesta por
Danton, con la fundación del Tribunal revolucionario, en marzo de
1793, después de las derrotas de Bélgica y el descubrimiento de la
traición de Dumouriez. Hasta entonces, Robespierre se había opuesto
a la adopción de medidas de excepción, con la salvedad de la fun-
dación de un tribunal extraordinario, en el que no quiso desempeñar
papel activo, después del 10 de agosto de 1792, en el momento de la
caída de la realeza y de la invasión prusiana. Este tribunal desapare-
ció casi de inmediato, con la reunión de la Convención.
Anteriormente, Robespierre, se había pronunciado, en su momen-
to, infructuosamente, contra la pena de muerte, durante los debates
parlamentarios que trataron del asunto durante la Legislativa.
Cuando en enero de 1793 su amigo el representante Michel Le-
peletier fue asesinado, evitó que la Convención movida por la indig-
nación, votase la pena de muerte contra todo aquel que encubriera
al asesino.
En agosto de 1793 se producía la movilización de los diputa-
dos de las asambleas primarias ante la situación de extremo peligro.
Robespierre pedía el 25 de agosto la reorganización del Tribunal
revolucionario para que actuara con mayor celeridad. A partir de esas
fechas, se elabora la legislación que denominamos Terror.
Robespierre entendía el Terror como un medio expeditivo y pro-
visional para salvar la Revolución y la República. A su vez creía que
el nuevo orden social y político demo republicano sería el medio que
permitiría la introducción de cambios en la sociedad y posibilitaría

| 177
el desarrollo de una humanidad mejor. El perfeccionamiento de la
sociedad y el mundo nuevo serían consecuencia de la vigencia de las
instituciones republicanas, no del Terror; por ello mismo, el estado
de excepción debía restringirse en su aplicación a la salvación de la
República. Robespierre nunca concibió el Terror como un medio de
radicalización o sobre revolución del proceso revolucionario; por el
contrario, Robespierre se enfrentó a quienes pretendían esto, como
veremos después. Sin embargo, esta es otra de las ideas que se su-
gieren indirectamente.
Robespierre pensaba que había que actuar con toda firmeza contra
los jefes de la traición, pero consideraba que había que ser indul-
gente, generoso y aún piadoso con las comparsas, y aún más con
las personas que habían sido llevadas a la sedición mediante con-
fusión y engaño, o con quienes, por prejuicios o por intoxicación
ideológica se mantenían en contra de la revolución. En octubre de
1793 Robespierre se opuso y frenó la propuesta de pena de muerte,
lanzada en la Convención contra setenta y tres diputados girondinos,
aprovechando el momento.
“Sus cartas numerosas (de los diputados girondinos), que
existen todavía, aportan a favor de la humanidad del Incor-
ruptible el testimonio más irrecusable. El ruin Durand de
Maillane mismo no ha podido dejar de reconocer en sus
Memorias que su víctima (Robespierre) ‘había protegido
siempre el lado derecho de los golpes con los que le ame-
nazaba la Montaña’ ” (Mathiez, 1958b:69).
Cuando los Cordeliers trataron de sobre revolucionar, mediante
la violencia, el proceso democrático, Robespierre no dudó en repri-
mir los excesos de éstos; aún así se esforzó, como en el caso de los
girondinos, por limitar la represión al mínimo, y salvó la vida de
Pache, Hanriot y Boulanger.
Salvó a los signatarios de las peticiones realistas de “los 8000”
y de “los 20.000”, para quienes se había pedido la pena de muerte,
y trató de salvar, infructuosamente, a la hermana del rey, a título de
simple ejemplo, y entre otros muchos casos documentados.
“Es a Robespierre a quien se dirigen todas las víctimas del ter-
ror que buscan protección y apoyo” (Mathiez, 1958b:87).
Robespierre estuvo en activo en el Comité de Salud Pública desde
el comienzo de su existencia hasta el 15 de mesidor, seis semanas
antes del golpe de Termidor. Como indiqué antes, el tribunal había

178 |
firmado hasta Termidor unas 2500 sentencias de muerte. De ellas,
1200 se habían firmado durante los primeros quince meses de exis-
tencia del tribunal, y las otras 1286 en las últimas seis semanas ante-
riores al 9 de termidor, periodo en el que, curiosamente, Robespierre
había dejado de asistir.
“El girondino Saladin, que protestó contra esta leyenda (la
leyenda de un Robespierre culpable de la cantidad de sen-
tencias de muerte) interesada puesta en circulación por los
termidorianos ha hecho destacar que durante los 45 días que
han precedido a la retirada de Robespierre del Comité de
Salud Pública, el número de víctimas era de 577, y que en
los 45 días siguientes que la han seguido, hasta el 9 termidor,
el número es de 1286” (Mathiez, 1958b:88).
La propia retirada de Robespierre del Comité se debe a los re-
proches y acusaciones lanzados contra él por el hecho de haber sal-
vado de una probable condena a muerte a una pobre loca visionaria,
Catherine Théot.
La leyenda de que Robespierre fue un carnicero es tanto más
chocante cuanto que Robespierre fue acusado de “moderantismo”
por los terroristas que lo derribaban y asesinaban en 9 Termidor:
“lo que se le imputa, por el contrario, es haber protegido a
antiguos nobles, haber hecho destituir a los más fogosos de
los Comités revolucionarios de París, de haber defendido a
Camile Desmoulins, y de haber tratado de salvar a Danton”
(Mathiez, 1958b:88).
Como dice Mathiez, Robespierre representó en el Terror la me-
sura, la indulgencia y la honestidad.
¿Cómo llegó a producirse la situación que permitió el golpe de
Termidor? Durante el invierno y la primavera de 1794, Robespierre
comenzó a recibir información, a través de su hermano menor y de
otros inspectores destacados en el interior del país, de que determi-
nados comisarios de la revolución habían aprovechado el Terror para
enriquecerse o para cometer actos de extrema crueldad, a menudo
con el objeto de imponer a la Revolución una línea decidida por ellos,
muy en concreto las campañas ordenadas para imponer la descristia-
nización: eran los “procónsules”. Robespierre hizo llamar a todos los
procónsules corrompidos, cinco o seis personas –Fouchet y Tallien
entre ellas– con el fin de terminar con la situación.
Fueron estos quienes, atemorizados, se adelantaron y precipitaron
Termidor, aprovechando que entre los sectores de la izquierda se juz-

| 179
gaba peyorativamente a Robespierre por su actitud moderada sobre
la represión y por su negativa a permitir la campaña de descristiani-
zación. Además, Robespierre era mal visto por las tres cuartas partes
de los diputados convencionales, que se sentían forzados a adoptar
el programa económico que las masas imponían a sus delegados y
que Robespierre encarnaba entre ellos.
“Desde hacía cerca de dos años, las tres cuartas partes (por
lo menos) de los convencionales esperaban que apareciese
el medio de cerrar, si es posible, para siempre, ese paréntesis
odioso abierto el 10 de agosto en la vida política y social”
(Guillemin, 1996:111).
“El 9 termidor no fue hecho por hombres que querían de-
tener el Terror, sino, por el contrario, por hombres que
habían abusado del Terror, y que querían prolongarlo en su
provecho, para ponerse al abrigo” (Mathiez, 1958b:90).
Del 10 al 12 de termidor –del 27 al 29 de julio– fueron ejecutados,
sin proceso, los 105 robespierristas declarados fuera de la ley por la
Convención.
El Comité Salud Pública no fue suprimido a la muerte de Robes-
pierre. Siguió desempeñando sus funciones hasta el golpe de estado
constitucional de 1795, con el que la burguesía liberal acabó definiti-
vamente con la democracia, utilizando para ello el ejército. Entonces
se le suprimió para sustituirlo ...¡por un Tribunal Militar! Además y
como complemento, en ese preciso momento se creaba, por primera
vez en la historia, una nueva institución que, con el correr de los
tiempos, iba a hacer fortuna y a tener mucho futuro: la Policía del
Estado, organización que, a fines de 1795, quedaría institucionalizada
mediante la formación del Ministerio de la policía general (Gauthier,
1996:252) –ah, esos pacíficos liberales...–.
Una vez muerto Robespierre su recuerdo siguió vivo entre la
plebe en general: en el demos. Se convirtió en el símbolo de la De-
mocracia. Así, en febrero de 1796, Babeuf escribía:
“El robespierrismo se encuentra en toda la república, en toda
la clase juiciosa y clarividente, y naturalmente en todo el
pueblo. La razón es simple, el robespierrismo es la democ-
racia, y estas dos palabras son perfectamente idénticas. Por
lo tanto, realzando el robespierrismo puedes estar seguro de
realzar la democracia” (Babeuf, 1988:287).

180 |
§
En resumen: durante la Revolución francesa, los jacobinos, uni-
dos al movimiento popular, habían sido capaces de analizar cuál
era el peligro de la nueva era: habían analizado la nueva anatomía
social emergente, en la que se enfrentaban dos grupos sociales con
intereses en conflicto, uno de los cuales, cada vez más rico, defendía
la desigualdad; habían localizado la fuente de la nueva desigualdad
en el nuevo sistema económico y habían experimentado que este
producía en la sociedad civil una ruptura sin soluciones.
La ciudad estaba dividida sin paliativos por el despotismo de la
facción poderosa que estaba resuelta a todo. No se podía establecer
un poder soberano sobre la sociedad civil formado por una mayoría,
sin abrir antes la lucha por el control del poder político y por la erra-
dicación del sistema económico que daba fuerza a los adversarios.
El soberano no podía ser mixto. Era el descubrimiento del secreto
de la contemporaneidad. El movimiento que luchaba por la instau-
ración de un poder tal era el movimiento democrático jacobino; la
sociedad instaurada, la república democrática. El pueblo no podía
confiar a nadie la lucha por este objetivo; la soberanía comenzaba
cuando el pueblo se hacía soberano y responsable de la propia lucha
que realizaría a costa suya. Terminaba cuando el pueblo instauraba
su soberanía legal sobre la sociedad civil.
Al identificar la nueva situación histórica y desarrollar desde el
legado político clásico, el nuevo proyecto político democrático a la
altura de las nuevas exigencias, los jacobinos entraban en el futuro.
Ocupaban la contemporaneidad porque la habían comprendido; la
constituían. Su proyecto político estaba en condiciones de “mantener
las promesas de la filosofía”: la felicidad y la libertad del ser humano.
Pasaban a ser, en adelante perenne objeto de satanización, y perpetua
fuente de inspiración, de ejemplo y entusiasmo: prueba de la estasis
de la contemporaneidad.

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186 |
6
AUTOPROPIEDAD,
DERECHOS Y LIBERTAD*
(¿DEBERÍA ESTAR PERMITIDO QUE UNO PUDIERA

TRATARSE A SÍ MISMO COMO A UN ESCLAVO?)

por Jordi Mundó

En su renombrado libro Anachy, State, and Utopia1, Robert Nozick,


apoyándose en una vía argumental supuestamente abierta por John
Locke, dice textualmente:
“(...) La pregunta comparable sobre un individuo es si un
sistema libre le permitiría venderse a sí mismo como esclavo.
Yo creo que sí” (Nozick, 1974:331).
Las teorías denominadas liberales se articulan en torno a una
determinada idea de “derechos”. Como el absolutismo, de derechos
otorgados por el soberano a sus súbditos; o como el liberalismo, de
derechos cedidos por los individuos al poder político para que éste
procure por los intereses colectivos. Sobre todo de derechos de prop-
iedad, de derechos sobre las cosas que permitan regular las relaciones
entre las personas. Esos derechos pueden (como en Hobbes) manar
del soberano o (como en Nozick) derivar del derecho –natural– a
la propiedad sobre uno mismo. Como reza la cita anterior –y como
tendremos oportunidad de ver en lo que sigue–, Nozick se sirve de

* El presente texto se ha beneficiado de los comentarios que hicieron a versiones


anteriores del mismo María Julia Bertomeu, David Casassas, Antoni Domènech,
Sandra González, Daniel Raventós y Graciela Vidiella.
1 De él ha dicho Thomas Nagel (2000:173) que “aunque el libro haya persuadido
sólo a unos pocos, se ha convertido en un clásico, lo que es en sí mismo un
hecho notable en filosofía política”.

| 187
algo más que de una metáfora para dar plausibilidad normativa a
la defensa de la propiedad de cada persona sobre sí misma (o au-
topropiedad). El yo se posee a sí mismo como a un esclavo; el yo
posee sobre sí mismo, como derecho moral, todos los derechos que
un esclavista tiene sobre su esclavo como derechos legales. A partir
de aquí deduce Nozick todos los derechos individuales.
Mas, ¿cómo es posible que Nozick, preocupado como se mostró
siempre por la posibilidad de que alguien pueda ser usado instrumen-
talmente por otro como si fuera su esclavo, defienda, en pro de la
libertad, que uno pueda venderse a sí mismo como esclavo? Además,
¿puede justificarse el argumento de la licitud de la autoesclavización
voluntaria haciendo pie en Locke sin romper con la tradición política
con la que éste entronca? ¿Es la concepción de Nozick insólita en el
contexto de las teorías filosófico-políticas y sociales contemporáneas?
E, interesantemente, ¿por qué las teorías normativas llamadas libera-
les promueven, como la de Nozick, que los individuos hagan lo que
les plazca con aquello que poseen –con aquello sobre lo que tienen
derechos–, siempre que no interfieran en los derechos de otros, pero
aceptan, contra Nozick, que haya restricciones legales a la venta –entre
otras cosas– de uno mismo como esclavo? El presente texto tratará de
responder estas preguntas.

1. La articulación de la teoría de los


derechos nozickiana
Para entender cabalmente el sentido que tiene la defensa de la
noción de autopropiedad en el conjunto de la teoría de Nozick bueno
será que tengamos presente la declaración de intenciones de la primera
frase de su libro:
“Los individuos tienen derechos, y hay cosas que ninguna
persona o grupo pueden hacerles (sin violar sus derechos).
Estos derechos son tan firmes y de tan largo alcance que surge
la cuestión de qué pueden hacer el Estado y los funcionarios,
si es que algo pueden hacer” (Nozick, 1974:ix).
Nozick sostiene que si asumimos que todos tenemos derecho a los
bienes que actualmente poseemos (nuestras “propiedades”), entonces
una distribución justa es sencillamente cualquier distribución que re-
sulte de los libres intercambios entre las personas. Cualquier distri-
bución que resulte de transferencias libres a partir de una situación

188 |
justa es en sí misma justa (Nozick, 1974:151). Que el Estado cobre
impuestos sobre estos intercambios contra la voluntad de alguien es
injusto, incluso si se utilizaran tales exacciones para compensar los
costes adicionales de las desigualdades naturales e inmerecidas de
otras personas. El único impuesto legítimo es el que tiene por objeto
recaudar recursos para el mantenimiento de las instituciones básicas,
necesarias para la protección del sistema de libres intercambios: el sis-
tema judicial y policial necesario para hacer cumplir los intercambios
libres entre las personas2.
En concreto, existen cuatro principios fundamentales en la “teoría
de los derechos” de Nozick: un principio de respeto al derecho a la
autopropiedad (en el que se incluye el derecho a los frutos del propio
trabajo); un principio de adquisición inicial justa (una explicación
acerca del modo en que las personas, inicialmente, llegaron a poseer
aquello que puede ser transmitido), de acuerdo con un principio de
transferencia (cualquier cosa que sea justamente adquirida puede ser
libremente transferida); y un principio de reparación de la injusticia
(cómo actuar frente a lo poseído si ello fue injustamente adquirido o
transferido).
Si soy propietario de mí mismo (primer principio) entonces soy
propietario de aquello a lo que aplique mi trabajo. Si soy dueño de
algún bien externo, por ejemplo una parcela de tierra, entonces soy
libre de realizar cualquier transacción (tercer principio) que desee con
mi tierra. El segundo principio nos dice cómo comenzó la tierra a
ser legítimamente poseída. El cuarto principio nos dice qué hacer en
el caso de que los otros resulten vulnerados. Estos cuatro principios
constituyen toda una teoría de los derechos orientada a que los indi-
viduos sean libres de llevar el tipo de vida que deseen. Soy libre de
hacer lo que quiero respecto de mis recursos; puedo gastarlos para
adquirir bienes y servicios de otros, o puedo simplemente dárselos
a otros (incluso al Estado), puedo negárselos a otros (incluido el Es-
tado). Nadie tiene el derecho de quitármelos, aún si lo hace con el
objeto de impedir que otros mueran de hambre. Nozick, a diferencia
de Rawls y Dworkin, que en sus teorías ideales sí aceptarían el cobro
de impuestos sobre los libres intercambios con el objeto de compen-
sar a los natural y socialmente menos favorecidos, sostiene que esto
es injusto, dado que las personas tienen derecho a sus posesiones (si
fueron justamente adquiridas), en donde “derecho” significa “tener
2 “un Estado mínimo, limitado a las estrictas funciones de protección contra la
violencia, el robo y el fraude, de cumplimiento de contratos, etcétera, se justifi-
ca; que cualquier Estado más amplio violaría el derecho de las personas de no
ser obligadas a hacer ciertas cosas y, por tanto, no se justifica” (Nozick, 1974:
xix).

| 189
un derecho incuestionable para disponer libremente del modo en que
uno lo considere conveniente, en tanto ello no implique el uso de la
fuerza o el engaño”.

2. La tesis de la autopropiedad
Nozick trata de derivar los derechos de propiedad a partir de la pre-
misa de la autopropiedad (o propiedad de sí), que presenta como una
interpretación del principio de tratar a las personas como fines en sí
mismas. Como va dicho, para Nozick “los individuos tienen derechos,
y hay cosas que ninguna persona o grupo puede hacerles (sin violar
sus derechos)”. La sociedad debe respetar estos derechos porque
“reflejan el principio kantiano subyacente de que los indi-
viduos son fines, no simplemente medios; no pueden ser
sacrificados o empleados, sin su consentimiento, para el
logro de otros fines. Los individuos son inviolables” (No-
zick, 1974:30-31).
Para Nozick, este principio kantiano exige una sólida “teoría de los
derechos”, porque los derechos afirman nuestras existencias individua-
les y de esta manera admiten “la existencia de distintos individuos que
no son recursos para los demás” (Nozick, 1974:33). Puesto que somos
personas separadas, cada una con sus propios afanes, existen límites
a los sacrificios que puede pedírsele a una persona en beneficio de
otras, límites que recogería una teoría de los derechos3. Respetar estos
derechos es condición sine qua non para la aceptación del postulado
de las personas como fines en sí mismas. De acuerdo con Nozick, una
sociedad libertariana4 trata a los individuos no como “instrumentos o
recursos”, sino como a
“personas que tienen derechos individuales, con la dignidad
que esto conlleva. Que se nos trate con respeto, mediante el
respeto de nuestros derechos, nos permite, individualmente
o con quien nosotros escojamos, decidir nuestra vida, y
alcanzar nuestros fines y nuestra concepción de nosotros
3 Cf. Nozick (1974:33-35). Nozick toma de Rawls (1971) la idea de “personas
separadas”, que éste utilizó como argumento básico para atacar la posición
utilitarista, la cual no respeta este a priori metafísico. Para una ampliación de
este argumento, cf. Mundó (2000:274-311).
4 En el presente texto se ha optado por traducir la acepción inglesa “libertarian”
por libertariano con el fin de evitar confusiones con otros términos del castella-
no. El libertarianismo nozickiano puede entenderse como una versión extrema
de liberalismo, que rompe con algunos supuestos básicos del mismo.

190 |
mismos, hasta donde podamos, asistidos por la colabora-
ción voluntaria de otros que poseen la misma dignidad”
(Nozick, 1974:334).
Para Nozick, los derechos más importantes son los derechos sobre
uno mismo, los derechos que configuran el “ser propietario de uno
mismo”. Cuando alguien es obligado a aportar –por ejemplo, vía im-
puestos– cierta cantidad al Estado para sufragar los gastos adicionales
de otros que sufren desigualdades naturales, esto supone apropiarse
de una parte de la propiedad de otros:
“(...) Establecen la propiedad (parcial) de otros sobre las per-
sonas, sus acciones y su trabajo. Estos principios suponen un
cambio: desde la noción liberal clásica de autopropiedad a
una noción de derechos (parciales) de propiedad sobre otras
personas” (Nozick, 1974:172).
Nozick está diciendo que lo que él llama la noción liberal clási-
ca fracasa en su intento de tratar a las personas como iguales, como
fines en sí mismas. Al igual que el utilitarismo, toma a algunas per-
sonas como meros instrumentos para las vidas de otros, puesto que
toma parte de ellos como un recurso para todos. Puesto que yo tengo
el derecho de ser mi propietario, otras personas naturalmente menos
favorecidas no tienen (no pueden tener) ninguna pretensión legítima
sobre mí o sobre mis circunstancias favorables. Si así fuera, yo no
sería propietario de mí mismo, sino, a duras penas, co-propietario; es
decir, supuestamente, alguien tendría un derecho compartido conmigo
de tratarme como a un esclavo. Lo mismo es cierto de todas las de-
más intervenciones coercitivas en los intercambios de libre mercado.
Sólo el capitalismo sin restricciones puede reconocer plenamente la
propiedad que tengo sobre mí mismo.
Para Nozick, en suma, una política redistributiva (o cualquier otra
intervención coercitiva del Estado en los intercambios de mercado) es
incompatible con el reconocimiento de las personas como propietarias
de sí mismas. Sólo el capitalismo sin restricciones reconoce la auto-
propiedad. Y reconocer a las personas como propietarias de sí mismas
resulta crucial para tratar a las personas como iguales5.
5 Pero, dejando a un lado otras consideraciones, quizá no está tan claro como pre-
tende Nozick que el que cada persona deba ser tratada como un fin en sí misma
conlleve tener que defender la tesis nozickiana de la autopropiedad. Sobre todo
porque Kant se refiere a ser tratado como fin en sí mismo en el sentido de ser
sui iuris, de tener derechos por sí mismo, de no ser alieni iuris (alguien que no
tiene derechos por sí mismo, y que, en cambio, está obligado, sin participar de
la reciprocidad jurídica general, primero, por los derechos que sobre él tiene su

| 191
3. Autopropiedad, propiedad de bienes
externos y adquisición inicial
Si Nozick afirma que nuestros derechos de propiedad sobre los
bienes externos derivan de nuestros derechos de autopropiedad, nos
debe una explicación sobre ese vínculo. Una posible vía argumental
consiste en sostener que los intercambios de mercado implican el ejer-
cicio de capacidades individuales, y dado que los individuos poseen
sus propias capacidades, también son propietarias de todo aquello que
resulte del ejercicio de tales capacidades en el mercado.
Pero esta es una inferencia apresurada. Los intercambios de mer-
cado implican algo más que el ejercicio de poderes de propiedad sobre
uno mismo. Tales intercambios también implican derechos legales
sobre objetos, sobre bienes externos, y estos objetos no surgen de
la nada a partir de los poderes de los que somos propietarios. Si yo
soy propietario de alguna parcela de tierra, puedo haberla mejorado
mediante el ejercicio de los poderes de los que soy propietario. Sin
embargo, yo no creé la tierra, y por lo tanto mi derecho sobre la tierra
(y mi derecho a emplear la tierra en intercambios de mercado) no
puede basarse exclusivamente en el ejercicio de los poderes de los
que soy propietario6.
Nozick reconoce que las transacciones de mercado implican más
que el ejercicio de poderes de los que somos propietarios. Para él, mi
derecho sobre bienes externos como la tierra se deriva del hecho de
que otros me han transferido ese derecho, de acuerdo con el principio
de transferencia. Esto supone, por supuesto, que el propietario anterior
tenía un título legítimo. Si alguien me vende una parcela de tierra, mi
derecho sobre la tierra sólo puede ser tan válido como el derecho de la
persona que me lo vendió, y a su vez el derecho de esta persona era tan
válido como el de quien lo tenía antes que ella, y así sucesivamente.
Sin embargo, si la validez de mi derecho de propiedad depende de la
validez de los derechos de propiedad anteriores, entonces determinar
la validez de mi derecho sobre bienes externos exige que nos remon-
temos en la cadena de transferencias hasta el principio. La cuestión
de la adquisición original de recursos es previa a la cuestión de la
legitimidad de la transferencia. Para la teoría de Nozick, si no hubo
adquisición inicial legítima, entonces no puede haber una transferencia

señor –que es un sui iuris, en régimen de reciprocidad jurídica con todos los
que son, como él, sui iuris; y segundo, también por los derechos que otros sui
iuris puedan tener o reclamar sobre su señor). He sacado mucho provecho de
los comentarios de Antoni Domènech sobre este particular.
6 Para una discusión interesante de este problema, cf. Olivecrona (1991a; 1991b).

192 |
legítima. Sin embargo, advierte que cualquier cosa que hoy es propie-
dad de alguien incluye un elemento que, legal o moralmente, no vino
al mundo como propiedad privada. Todo lo que hoy es poseído tiene
en sí algún elemento natural. Pero la cuestión es cómo algo que no era
propiedad privada pasó a serlo.
Para que haya legitimidad en la transmisión debe de haber legi-
timidad en la adquisición. Según el cuarto principio de la teoría de
los derechos de Nozick, cualquier adquisición ilegítima debería ser
reparada. Pero aquí surgen dos problemas. El primero tiene que ver
con qué se considera qué es una apropiación ilegítima; el segundo se
refiere a cómo reparar un supuesto daño realizado en un tiempo remo-
to. Si, como reconoce Nozick, cualquier apropiación realizada por la
fuerza o mediante coacción es ilegítima y, por tanto, contamina todas
las transferencias futuras de la misma, es fácil caer en la cuenta de
que muchas de las apropiaciones habidas deberían limpiarse mediante
compensación. En el supuesto ideal de que esto fuera materialmente
posible, tendríamos que hacer frente al doble problema de a quién
compensar y cómo determinar el monto de la reparación.
Para encarar por vía rodeada de este callejón sin salida7, Nozick
se inspira en Locke para dar una respuesta a la pregunta de qué tipo
de adquisición inicial de derechos incuestionables sobre recursos no
poseídos por nadie es coherente con la idea de que las personas sean
propietarias de sí mismas. La interpretación que hace Nozick de Locke
contiene dos elementos básicos (situación inicial de inexistencia de
la propiedad y aplicación del trabajo) y podría resumirse como sigue.
En un primer momento, ni la tierra ni los bienes que en ella había eran
poseídos por nadie. Cuando alguien, mediante su trabajo, se apropió
de algún bien, esta apropiación fue legítima en la medida que dejaba
“tanto y tan bueno a los demás”. Podemos apropiarnos de los frutos
de nuestro trabajo en tanto no los derrochemos. Dice Locke:
“Ni pudo constituir esa apropiación de cualquier parcela
de tierra, si fue para mejorarla, perjuicio alguno para otro
hombre, pues aun restaba bastante tierra, y buena, y más
de la que podían usar los que aún no se habían provisto de
ella. Así que, en efecto, al cercar para sí un trozo de tierra
se dejaba, sin embargo, para otros. Pues quien deja tanto
como otro puede usar procede tan bien como quien no toma

7 Piénsese por un momento que, además, si lograra determinarse quién debería


recibir la compensación y la cantidad de la misma, bien pudiera ocurrir que
la teoría de Nozick terminara concretándose en un diseño institucional sensi-
blemente distinto al pretendido, esto es, un gigantesco Estado con un aparato
burocrático capaz de emprender tamaña tarea reparadora.

| 193
nada en absoluto. Nadie podría sentirse perjudicado porque
otro bebiera, aunque fuera un buen trago, si se le dejara un
río entero de la misma agua para saciar su sed. Y el caso de
la tierra y el del agua, en el que hay bastante de ambas, es
exactamente el mismo” (Locke, 1960: párrafo 55)8.
Es evidente que Nozick saca partido de la idea de Locke propo-
niendo un argumento prendido con alfileres (conceptuales)9. Nozick
interpreta a Locke de la forma convencional, es decir, sosteniendo que
un agente puede apropiarse de aquello con lo que combina su traba-
jo (la “labour mixture”, esto es, la combinación de trabajo y bienes
externos), siempre y cuando deje tanto y tan bueno a los demás y no
despilfarre lo que toma; comenta con cierto escepticismo la noción
de mixtura entre trabajo y producto; expresa perplejidad ante la in-
sistencia de Locke de que los que se apropian de algo deben evitar
despilfarrarlo, y dedica la mayor parte del tiempo a discutir y a refinar
la cláusula de que debe dejarse tanto y tanto bueno a los demás.

4. El que posee bienes externos y el que no


Para Nozick, pues, el elemento clave de la legitimidad de los nue-
vos derechos de propiedad privada es el de dejar «tanto y tan bueno» a
los demás. Porque Locke también advierte que la mayoría de nuestros
actos de apropiación no deja tanto e igual de bueno del objeto apro-
piado. Es evidente que aquellos que cercaron la tierra en el siglo XVII
en Inglaterra no dejaron tanta y tan buena tierra para los demás10. Sin
embargo, supuestamente, Locke dice que la apropiación es aceptable
si, globalmente, deja a las personas tan bien como estaban, o en mejor
situación. Aunque yo tengo menos tierra a mi disposición, el resultado

8 A partir de ahora me referiré a este texto como Segundo Tratado, con indicación
del párrafo correspondiente.
9 Gerald Cohen, por citar a uno de los que más se ha ocupado de estudiar a fondo
el texto de Nozick, es poco piadoso a la hora de juzgarle: “primero, Nozick
distingue torpemente entre distintas cláusulas de adquisición sin hacer referen-
cia a otras cláusulas relevantes que pertenecen a la misma área conceptual y,
como resultado, sin realizar distinciones pertinentes excluyentes y exhaustivas.
Y segundo, no está del todo claro si lo fía todo a la posición de John Locke o
si desarrolla una posición propia. Finalmente, no es lo suficientemente claro
en decir hasta qué punto son satisfactorias las distintas cláusulas sobre la
adquisición. Por lo tanto, es difícil saber hasta dónde cree él que llega en esas
páginas cruciales”. Cf. Cohen (1995:74).
10 Sólo hará falta recordar la teoría ricardiana de rendimientos decrecientes de la
tierra para entender cabalmente el problema.

194 |
de cercar la tierra común puede ser el de que muchos de los bienes que
compro acaben siendo más baratos (mediante economías de escala),
lo que me deja mejor en términos generales. El test de la apropiación
legítima es el test de las mejoras paretianas, es decir, el de que no
empeora la condición de nadie11.
De este modo, el mundo no poseído pasa a ser poseído, con plenos
derechos de propiedad, por personas que son propietarias de sí mismas.
Nozick cree que la cláusula resulta fácilmente satisfecha, por lo cual,
en poco tiempo, la mayor parte del mundo termina siendo propiedad
privada. Por lo tanto, el ser propietario de uno mismo lleva a la propie-
dad incuestionable sobre el mundo exterior. Y, puesto que la apropia-
ción inicial incluye el derecho a la transferencia, pronto disponemos
de un mercado plenamente desarrollado para los recursos productivos
(esto es, para la tierra). Y dado que esta apropiación excluye a algunas
personas del acceso a tales recursos productivos, por lo cual deben ser
contratadas por los que sí disponen de los mismos, pronto pasamos a
tener un mercado de trabajo plenamente desarrollado. Y puesto que,
entonces, las personas poseen legítimamente tanto los poderes como
la propiedad que entra en juego dentro de los intercambios de merca-
do, tales personas pasan a tener un derecho legítimo sobre todas las
recompensas que se obtengan de tales intercambios.
Por tanto, Nozick no sólo cree que las personas se poseen a sí
mismas, sino que también pueden llegar a ser –con el mismo derecho
moral– propietarias soberanas de cantidades indefinidamente desigua-
les de bienes externos que puedan obtener como resultado del ejercicio
correcto o legítimo de sus poderes de autopropiedad personales y de
los poderes personales de autopropiedad de los demás. Cuando, ade-
más, la propiedad privada sobre los recursos externos se ha generado
correctamente, su origen moralmente privilegiado los hace inmunes
a la expropiación o a la limitación. Así, una vez se ha producido una
apropiación legítima del mundo externo, que puede ser indefinida-
mente desigual, cualquier intento de reducir la desigualdad a expensas
de la propiedad privada es una violación inaceptable de los derechos
de las personas. Quitar a alguien la propiedad privada legítimamente

11 Es pertinente señalar de pasada que detrás de la teoría de Locke hay algo más
que la simple legitimación de la enclosures inglesas: también hay una justifica-
ción de la colonización americana. Para Locke el problema de fondo es que no
era posible en América aplicar el trabajo humano a la extracción y elaboración
de las riquezas naturales, no era posible desarrollar una industria ni un cultivo
de los suelos porque en América faltaba la propiedad privada, y los hombres no
se aplicaban al trabajo porque la condición de irrelevancia, satisfecha a falta de
derechos de propiedad y de libertad de intercambio, les quitaba todo estímulo
para ello. Cf. el ilustrativo libro de Barbara Arneil (1996).

| 195
adquirida puede no ser tan grave como quitarle un brazo, pero consti-
tuye un atropello del mismo tipo: en ambos casos se viola un derecho
fundamental.
Pero, ¿podemos aceptar que esto sea así? ¿Podemos tratar igual la
propiedad sobre un bien externo que la propiedad sobre uno mismo?
Nozick pone todo su empeño en tratar de mostrar que, puesto que
las personas somos propietarias de nosotras mismas, también somos
propietarias de nuestras capacidades y de lo que surja del ejercicio de
las mismas, siempre que no se perjudique a otro.
Para poner a prueba este argumento, supongamos una situación
ideal en la que hay dos individuos propietarios de sí mismos (X e Y),
los cuales viven de los recursos que produce una determinada parcela
de tierra, la cual no es propiedad de nadie. Supongamos que uno de
los dos, X (alumno aventajado de Nozick), decide apropiarse de esa
parcela total o parcialmente, no dejando a Y una cantidad suficiente
de recursos para poder sobrevivir. Supongamos que X, puesto que va
a sacar provecho de las economías de escala de tener el monopolio
sobre ese trozo de tierra, ofrece un salario a Y cuyo valor es igual o
mayor que el de los recursos que éste hubiera sacado en la situación
anterior en la que la tierra no era propiedad de nadie. Parece que es
evidente que el cambio de situación ha hecho mejorar la situación de
X, pero ¿ha empeorado la situación de Y? Para Nozick, apoyándose
en Locke, es evidente que no.
Pero quizá la clave está en qué es lo que consideramos valioso.
Si lo valioso es concebido en términos puramente materiales, parece
claro que Y no ha empeorado. Mas, ¿es eso todo?
El cambio de situación de Y es algo más que material: tiene que
ver con el cambio en la relación de poder entre X e Y. Y no está en
mejor situación porque, a partir de ahora, depende de X; Y es libre en
la medida en que X decida no inmiscuirse en sus decisiones o influir en
sus acciones. Pero, en cambio, no tiene autonomía para decidir cultivar
la tierra por su cuenta sin el permiso o la aquiescencia de X.
Recordemos que todo el entramado conceptual de Nozick respecto
a la propiedad de bienes externos depende de su aseveración de que
cada uno es propietario de sí mismo. Como va dicho, podría inter-
pretarse que Nozick concede tanta importancia a la autopropiedad
porque somos personas separadas, cada una con nuestra propia vida.
Ser propietario de sí mismo salvaguarda la capacidad para alcanzar los
fines propios, es la garantía para alcanzar nuestra “concepción acerca
de nosotros mismos” (en palabras de Nozick), puesto que nos permite
hacer frente a los intentos de otros de utilizarnos como simples medios
para sus fines; esto es, nos garantiza no ser interferidos por otros. Sería
de esperar que la explicación de Nozick acerca de cuándo empeora

196 |
la condición de los demás concediera importancia a la capacidad de
las personas para actuar de acuerdo con la concepción que tengan de
sí mismas, y se oponga además a cualquier apropiación que deje a
algunos en una posición de subordinación y dependencia respecto de
la voluntad de otros.
Es evidente que Y, en estas condiciones, no puede llevar a cabo tan
fácilmente como X su “concepción acerca de sí mismo”. Pero parece
que a Y el ser “propietario de sí mismo” no parece conferirle la misma
relevancia que a X. Este es un punto crucial, puesto que parece claro
que la noción de autopropiedad nozickiana no concede importancia
a las asimetrías sociales, a las relaciones de poder. Es, en este sen-
tido, una teoría impolítica. Porque el problema de fondo no es sólo
que Nozick pasa por alto otras posibilidades a la hora de formular su
teoría12, sino que considera irrelevante que lo que se ha producido en
la nueva situación es que hay una asimetría de poder en la que X posee
los medios de producción e Y no. Los actos de apropiación inicial han
permitido que aquellos que han accedido a tener propiedad privada
estén inmunizados (cualquier interferencia sería ilegítima, sería una
violación a su libertad –negativa– que merecería reparación)13.
En conclusión, Nozick defiende que aquellos autopropietarios que
carecen de la propiedad de recursos externos y que dependen vitalmen-
te de los que sí poseen propiedad privada –medios de producción– son
tan libres, son tan autónomos, como estos últimos (Nozick, 1974:262-
264). Para Nozick, una persona goza de plena autonomía cuando,
para sobrevivir, pueda verse forzada a aceptar cualquier acuerdo que
el poseedor monopolista u oligopolista de medios de producción le
ofrezca14. Por ejemplo, un contrato de trabajo que suponga una escla-
vización de facto.

12 Por ejemplo, el hecho de que la tierra fuera poseída de forma compartida y cada
individuo autopropietario tuviera derecho de veto sobre los demás en todas
aquellas decisiones y acciones que tuvieran efectos sobre su vida. Ha habido
aportaciones libertarianas distintas a las de Nozick que han apostado por distri-
buciones igualitarias previas compatibles con la premisa de la autopropiedad.
Cf., por ejemplo, los textos del left-libertarian Steiner (1977; 1987).
13 “El derecho de cada propietario sobre sus pertenencias incluye la cláusula de
Locke sobre la apropiación”, (Nozick, 1974:180).
14 Se abre aquí otro problema que preocupa a Nozick: el paternalismo. Para el filó-
sofo estadounidense su propuesta normativa, además de superar el test de Locke,
supera el del paternalismo. Cuando X se apropia de la tierra y decide acordar
con Y un salario, de algún modo está decidiendo por él. Podríamos definir una
acción paternalista como aquella que se realiza en beneficio de otro si es en
contra de su voluntad y si le beneficia como se pretende. Un Estado que impon-
ga un régimen de seguridad social universal que beneficie a todas las personas,
incluidas aquellas que, por la razón que sea, se oponen al mismo, actúa, en este

| 197
5. Esclavitud nozickiana y teoría económica
neoclásica
Pero Nozick está radicalmente en contra de la esclavitud:
“Incautarse de los resultados del trabajo de alguien es equi-
valente a incautarse de horas de su tiempo y obligarle a
realizar diversas actividades. Cuando alguien le fuerza a usted
a realizar cierto trabajo, o cierta actividad no remunerada,
por un determinado periodo de tiempo, está decidiendo
que lo que usted hace y para lo que sirve su trabajo está
fuera de su capacidad de decisión. Este proceso, mediante
el cual alguien toma una decisión por usted, convierte a esta
persona en co-propietaria de usted; esto le da un derecho de
propiedad sobre usted” (Nozick, 1974:172).
En este párrafo pueden detectarse dos grandes problemas en la
argumentación nozickiana. El primero se refiere al hecho de que el
Estado mínimo que propone Nozick requiere que sus miembros pa-
guen impuestos para financiar el aparato coercitivo estatal con el fin
de garantizar la seguridad. Parece algo forzado sostener el argumento
de que una hora de trabajo, los impuestos sobre la cual irán destinados,
por ejemplo, a paliar una minusvalía física, sea equivalente a una hora
de esclavitud y, en cambio, una hora que irá destinada a sufragar parte
del salario de un policía no implica esclavitud.
sentido, paternalistamente. Nozick diría que este sistema es injusto porque los
impuestos que lo sostienen significan una violación de los derechos de propiedad
(excepto aquellos que sirven para proteger tales derechos). Es interesante que
para Nozick sea injusto no porque signifique la transferencia de recursos de unas
personas a otras al curar las enfermedades de éstas, sino que lo es por el hecho
de que supone una exacción obligada, incluso si el fin fuera curar la enfermedad
de uno mismo. Pero aquí parece que Nozick cae en una contradicción. ¿Cómo
defender al mismo tiempo que un sistema de seguridad social universal que
conlleve tener que pagar impuestos para sufragarlo es paternalista y, en cambio,
sostener que la apropiación unilateral de una parte de los bienes externos de un
individuo que obligue a otro a emplearse por un salario es legítima porque éste
último sale ganando con ello? ¿No estaríamos en este caso ante una decisión de
alguien que afecta a la vida de otra persona sin que ésta dé su consentimiento, o
en contra de su voluntad, pero que es aceptable porque su situación es “igual de
buena o mejor”? Al parecer, en el argumento de Nozick prima la idea de que las
consideraciones sobre el paternalismo deben hacerse a partir de que el mundo ya
ha sido apropiado privadamente, y que los individuos sufren violaciones sobre
sus derechos fundamentales cuando pueden verse afectados sus derechos de
propiedad vigentes. Como sostendré más adelante, el problema de Nozick radi-
ca en llevar hasta el extremo la noción de libertad como pura no interferencia;
entenderla así impide poder defender, so pena quebrar el principio de autonomía
individual, que un sistema de sanidad pública universal es lícito.

198 |
El segundo se refiere al uso que hace Nozick de la idea de esclavitud.
Nozick precisa distinguir entre las obligaciones contractuales, las cuales,
en general, no constituyen esclavitud, y las obligaciones no contractua-
les, las cuales, según dice, sí la constituyen. Nozick permite que una
persona pueda, en ciertas circunstancias, contratarse voluntariamente en
una completa y legítima –puesto que basada en un contrato– esclavitud.
En suma: esclavitud voluntaria, sí; esclavitud involuntaria, no.
Un podría pensar que la posición de Nozick es un desvarío aislado,
un divertimento teórico de un filósofo competente y deslumbrante
que escribió un libro con argumentos descarriados. Verlo así es un
error. Nozick no está solo. Es muy interesante ver como muchos de
sus argumentos de fondo son compartidos, por ejemplo, por la teoría
económica neoclásica.
En una economía de libre mercado puede optarse por comprar o
alquilar los bienes o la tierra. Uno puede alquilar bienes duraderos por
un determinado periodo de tiempo (por ejemplo, uno puede alquilar
un piso por un determinado número de años), o puede comprarlos.
Pero este mercado de libre elección entre alquiler y compra en nuestra
legislación no es aplicable a las personas. Ya Alfred Marshall dejó
claro que ésta es una de la peculiaridades del factor trabajo (Marshall,
1920:Libro IV, Caps. 4 y 5). Paul Samuelson también reconoció –más
explícitamente que la mayoría de sus colegas– esta especificidad en
uno de los manuales de teoría económica más leídos:
“Desde que la esclavitud fue abolida, está prohibido por ley
capitalizar el valor económico humano. Un hombre ya no es
libre de venderse a sí mismo; debe alquilarse por un salario”
(Samuelson, 1976:52; la cursiva es del propio autor).
En realidad, los principios normativos de la economía del bienestar
(por ejemplo, el óptimo de Pareto) no proporcionan ningún argumento
en contra de la esclavitud voluntaria. El modelo estándar de equilibrio
general del capitalismo competitivo como tal permite ciertas formas
de autoventa con el fin de exhibir las propiedades de eficiencia del
mismo. El significado económico del contrato de autoventa es la venta
del trabajo durante toda la vida. Como dijo el filósofo estoico Crisipo,
“ningún hombre es esclavo ‘por naturaleza’ y un esclavo debe ser
tratado como un ‘trabajador alquilado de por vida’ (...)” (Sabine,
1958:150). Más recientemente, James Mill elaboró una distinción in-
teresante entre comprar y alquilar personas desde el punto de vista
del empleador:
“La única diferencia radica en el modo de adquisición. El
propietario de un esclavo adquiere, de una vez, la totalidad

| 199
de su trabajo, todo el que el hombre llegue a desarrollar;
el que paga salarios adquiere sólo la parte del trabajo del
hombre que realiza durante el día o durante cualquier otro
período estipulado” (Mill, 1963:Sección II, Cap. 1).
El contrato de autoesclavización voluntaria sería un contrato para
vender todos los servicios laborales presentes y futuros. Aunque hoy es
ilegal, la idea de un contrato de este tipo no tiene un interés anacrónico
en el mundo de las teorías. Esta idea anda por detrás de los supuestos
del modelo de equilibrio general competitivo. Para desplegar los de-
seados resultados eficientes, un modelo competitivo permite que todas
las mercancías, incluidos los servicios laborales futuros, formen parte
del mercado. Por ejemplo, el modelo Arrow-Debreu tiene mercados de
futuros de todas las mercancías. Según éste modelo hacer imputacio-
nes sobre el consumidor/trabajador “consiste en elegir (y realizar) un
plan de consumo establecido hoy para el resto del futuro; por ejemplo,
una especificación de las cantidades de todos sus inputs y de todos sus
outputs” (Debreu, 1959:50). El equilibrio competitivo requiere que
cada consumidor/trabajador realice una elección maximizadora de la
utilidad de usar o vender una vida de trabajo.
Así, el modelo permite la esclavitud contractual en el sentido de
vender una vida de trabajo (no necesariamente toda del mismo traba-
jador), puesto que no podría garantizarse la optimalidad paretiana si
se prohibieran ciertas formas de intercambio. Entonces, un trabajador
–según el modelo– puede vender de una sola tacada todo su trabajo
futuro. Si lo vende a un solo comprador, esto será esencialmente un
contrato de esclavitud. Si no se permitieran mercados de futuros labo-
rales completos, entonces no habría “actos capitalistas entre adultos
con capacidad para decidir” (dice Nozick) que permitieran una me-
jora paretiana, puesto que no se atendrían al teorema fundamental de
que un equilibrio competitivo es pareto-óptimo. Por consiguiente, el
teorema fundamental de eficiencia requeriría una revisión de nuestras
constituciones políticas con el fin de que permitieran los contratos de
esclavitud voluntarios.
No será necesario insistir en que esta peculiaridad del mercado de
trabajo generalmente no la subrayan los textos estándar porque los
economistas neoclásicos son reticentes a reconocer que el teorema
básico de la eficiencia del capitalismo competitivo (el –primer– “teo-
rema fundamental de la economía del bienestar”) presupone una forma
de esclavitud contractual15.
15 Aunque a veces sí ha sido puesta de relieve; por ejemplo, el economista de la
John Hopkins Carl Christ se expresa con claridad: “Ha llegado el momento de
establecer las condiciones bajo las cuales la propiedad privada y los contratos

200 |
Los economistas neoclásicos –la teoría de los cuales es hoy domi-
nante en la mayoría de las Facultades de Economía del mundo ente-
ro– constantemente hacen recomendaciones, según las cuales todos
los derechos son susceptibles de tener valor de mercado para que así
tengan una utilización óptima, y, por esta regla de tres, ven cualquier
derecho como un derecho de propiedad que se puede comprar y vender
en un mercado16.
Siguiendo esta lógica, la teoría económica convencional defiende
que, por mor de la eficiencia, debería estar permitido que las personas
pudieran vender sus votos; debería estar permitido que las personas
pudieran vender, individual o colectivamente, sus derechos democrá-
ticos; y debería estar permitido que las personas pudieran vender todo
su trabajo en un contrato de autoesclavización voluntaria.
Pero, ¿no choca esto con el mundo socio-político que hemos cons-
truido en Europa y en América? Creo que el economista Joseph Stiglitz
resume el problema de un modo ejemplar:
“El mundo de ensueño del modelo de equilibrio competitivo
«idealizado» no sólo es irrealista (algo que he defendido
durante toda mi carrera), sino que también es ilegal desde
la abolición de la esclavitud (voluntaria e involuntaria). De
modo que los que fuimos entrenados como economistas
neoclásicos no debemos de sentirnos demasiado culpables
cuando tratamos de imaginar soluciones institucionales que
no encajan bien con el modelo competitivo idealizado de
los libros de texto” (Stiglitz, 2000).
¿Qué nos está diciendo en realidad Stiglitz? Stiglitz nos dice que el
planteamiento de fondo del modelo de equilibrio general de la teoría
económica neoclásica es esencialmente impolítico, no contempla las
relaciones de poder, ignora las asimetrías de capacidades sociales. Y
no otra cosa es lo que le ocurre a Nozick con su teoría normativa.

libres llevarán a una asignación óptima de recursos (...). La institución de la


propiedad privada y del contrato libre, tal como lo conocemos, debe modificar-
se para permitir a los individuos vender o capitalizar su rédito personal para
obtener así beneficios presentes y/o futuros”. Citado en: Philmore (1982:52).
16 Como ha señalado el premio Nobel de Economía James Tobin (1970:269):
“Cualquier buen estudiante de segundo año de la Licenciatura de Economía po-
dría escribir un pequeño texto de examen en el que probara que las transacciones
voluntarias de votos incrementarían tanto el bienestar de los vendedores, como
el de los compradores”.

| 201
6. Propiedad, autopropiedad e inalienabilidad
Mas, una vez hemos desgranado la teoría de los derechos de No-
zick y hemos observado la, acaso, sorprendente convergencia entre
esa teoría de los derechos y la teoría económica neoclásica, nos resta
aún dar respuesta a dos preguntas, esto es: ¿puede justificarse el ar-
gumento de la licitud de la autoesclavización haciendo pie en Loc-
ke sin romper con la tradición con la que éste entronca? y ¿por qué
las teorías normativas liberales promueven, como la libertariana de
Nozick, que los individuos hagan lo que les plazca con aquello que
poseen –con aquello sobre lo que tienen derechos–, siempre que no
interfieran en los derechos de otros, pero aceptan, contra Nozick, que
haya restricciones legales –entre otras cosas– a la venta de uno mismo
como esclavo?
Pudiera parecer de entrada que las dos preguntas se refieren a
asuntos distintos, pero me gustaría, en lo que sigue, mostrar hasta qué
punto están conectadas.
En mi opinión, para entender cabalmente a Locke hay que com-
prender que su explicación de la propiedad tiene dos rasgos carac-
terísticos. El primero tiene que ver con que Locke utiliza el término
propiedad en un sentido amplio, no sólo para referirse a los bienes
materiales, sino también a la “vida, libertad y hacienda”17. El segundo
se refiere a que Locke entiende que la vida y la libertad son derechos
inalienables, por lo cual está comprometido con el rechazo a la con-
cepción de que la propiedad es un derecho de control absoluto sobre
las cosas. Sostiene que la propiedad no puede reducirse a un mero
conjunto de cosas, ni esencialmente a un derecho de control.
Generalmente, la interpretación de Locke por filósofos políticos
contemporáneos –incluido Nozick– se ha basado en una elaboración
más bien poco interesante de la labour mixture, que, como se ha visto
más arriba, permite justificar la apropiación indefinidamente desigual
de los bienes externos18. De hecho se trata de una metáfora que com-
plica mucho las cosas19.

17 Quizá más explícitamente contado en el Segundo Tratado, 87, pero también muy
evidente en otros pasos. Para entender el alcance de este sentido de propiedad
para el conjunto de la teoría política de Locke, cf. Ryan (1965:210-230).
18 Para un interesante examen de la complejidad del concepto lockeano de propie-
dad, cf. Schbarzenbach (1988).
19 Cf. la crítica de Onora O’Neill (1976) a Nozick por ignorar éste la importancia
de la noción de amejoramiento para entender la labour mixture, y de cómo el
hecho de que el continuum trabajo-propiedad conectado con la necesidad de
mejora impone una limitación a la acumulación. Esta idea queda también muy
bien reflejada en Buckle (1991:149-157 y 174).

202 |
Considerada simplemente como una teoría de la apropiación y la
prosperidad, la explicación lockeana de la propiedad en el Segundo
Tratado constituye por sí misma un hito teórico notable. Sin embargo,
retratarla en estos términos no haría justicia al logro –si de logro pudie-
ra calificarse– central de la teoría política de Locke: su defensa de los
derechos de propiedad individuales en contra de los abusos del poder
real arbitrario sin recurrir a ninguna doctrina de consenso original20.
Puede concebirse su aportación del siguiente modo: una sociedad
cuyo Gobierno se conforme al “verdadero origen, alcance y fin del
Gobierno Civil”21, en cierto sentido, lleva a que no existan bienes
no apropiados. Esto es porque “cada hombre tiene una propiedad en
su propia persona” (Segundo Tratado:27). Este dictum conlleva que,
para todos los hombres por igual, el Gobierno tiene sentido porque
preserva la propiedad; y también que, siendo ésta la más fundamental
de las propiedades, no depende del consenso, ni puede perderse o ser
alienada.
Así, bajo un Gobierno justo, los hombres no pueden ser escla-
vizados por otros, ni esclavizarse a sí mismos. Locke muestra tanto
que todos los hombres tienen un gran interés en la preservación del
Gobierno porque en ese intento se juegan su propia preservación,
como que la esclavitud no puede existir en una sociedad regida por
principios justos. Rechaza la autoesclavización, incluso en estado de
necesidad22.
Este punto no podría entenderse sin tener presente que Locke pien-
sa la propiedad en términos del suum y sus extensiones, en el hecho
de que la propiedad también incluye la vida, la libertad y la hacienda
(al modo del oikos aristotélico). Sin esto es imposible entender que
cada hombre tiene una propiedad en su propia persona y que tiene un
derecho exclusivo, pero inalienable, sobre sí: “nadie tiene derecho al-
guno sobre él, salvo él mismo” (Segundo Tratado:27). Esta definición
de la propiedad en su propia persona nos acerca más a una concepción
como la procedente del Derecho Romano de que alguien es sui iuris,
que tiene derechos por sí mismo, que a la noción de autopropiedad de
Nozick. Y por esta razón la argumentación nozickiana, según la cual
el ejercicio de la libertad puede conllevar la venta de uno mismo como
esclavo pervierte profundamente lo que Locke sostuvo.
Dice Locke:

20 Lo cual le distingue de Grocio y Pudendorf.


21 Según reza el subtítulo del Segundo Tratado.
22 Para un interesante análisis del problema de la esclavitud en Locke, cf. Grant
(1987).

| 203
“Pues un hombre, sin poder sobre su propia vida, no puede,
por consenso implícito, o habiendo otorgado su consenti-
miento expreso, someterse a sí mismo como esclavo de otro,
ni entregarse al poder absoluto, arbitrario, de otro, para
que le quite la vida a su antojo. Nadie puede otorgar más
poder del que tiene, y quien no tiene el poder de quitarse a
sí mismo la vida, no puede darle a otro hombre poder sobre
ella” (Segundo Tratado:23, la cursiva es mía, JM).
Locke, al decir esto, está reproduciendo una vieja idea republica-
na –la de la inalienabilidad de lo que nos permite existir y desplegar
nuestras identidades–, con la cual entronca23. Así, vemos que Nozick
es capaz de entretejer un argumento sólido apoyado, supuestamente,
en Locke en la medida en que pervierte el sentido histórico de los con-
ceptos que éste utiliza. Rompe, deliberadamente o no, con la tradición
republicana de Locke.
El olvido, voluntario o involuntario, de la tradición republicana
del pensamiento de Locke ha creado no pocos malentendidos en la
filosofía política contemporánea. No es en absoluto insólito que los
filósofos políticos de nuestro tiempo, cuando tienen que ocuparse del
problema de la justificación de los sistemas de propiedad privada mo-
dernos, comiencen sus pesquisas examinando argumentos “clásicos”
a favor de la propiedad, entre los que siempre suele tener un lugar
destacado la teoría del trabajo de Locke. Los acercamientos a la teoría
de Locke desde una perspectiva de este tipo, normalmente conllevan
interpretaciones erróneas. Entre éstas, un error no poco común es el
de la naturaleza del vínculo entre propiedad y esclavitud.
Este malentendido puede corregirse cuando se cae en la cuenta de
que si la esclavitud está excluida a causa de la propiedad que todos los
hombres tienen de sus propias personas, sólo puede ser porque esta
forma básica de propiedad no puede alienarse (voluntariamente o de
cualquier otro modo)24. Además, si nuestra apropiación de lo que es ne-

23 Las mismas que comparte con Adam Smith o John Stuart Mill, el cual dijo que
un contrato de esclavitud sería “nulo y vacío”. Sostuvo que un individuo puede
elegir establecer un contrato voluntario de este tipo, pero al hacerlo, “abdica
de su libertad; a partir de ese acto singular, renuncia a cualquier uso futuro
de la misma. Por tanto, anula, para sí mismo, cualquier propósito que pudiera
permitirle justificar permitirse disponer de sí mismo (...). El principio de libertad
no puede requerir que alguien sea libre de no ser libre. No es libertad el que a
uno le esté permitido alienar su libertad” (Citado en: Pateman, 1988:171-172;
el resaltado es mío, JM).
24 El asunto se complica cuando se añaden cuestiones de legitimidad y castigo,
pero el núcleo del argumento no queda afectado cuando nos referimos a perso-
nas sin cargos. En cambio, sí había situaciones en las que se podía esclavizar a

204 |
cesario para nuestra subsistencia –esto es, dejando a un lado el asunto
de los excedentes y el de los bienes comerciales– depende crucialmen-
te de nuestra obligación de autopreservarnos, entonces ninguna de esas
apropiaciones será alienable. De modo que Locke acepta que al menos
algunas formas de propiedad –incluida la forma fundamental a partir
de la cual se derivan otras propiedades más extensas– son inalienables.
Esta es razón suficiente para separar su concepto de propiedad de las
concepciones de la propiedad de algunos filósofos contemporáneos.
Para Locke, en fin, la propiedad privada es un gran argumento contra
la esclavitud, la piedra fundatriz de la libertad política y la llave de la
prosperidad material general.
Por eso la libertad como no interferencia arbitraria25 va de consuno
con la noción de inalienabilidad. La inalienabilidad significa que po-
demos ser más autónomos si ninguno de nosotros tiene el derecho de
hacer ciertas cosas (por ejemplo, vender nuestros votos; vender, indivi-
dual o colectivamente, nuestros derechos democráticos; o vender todo
nuestro trabajo en un contrato de autoesclavización voluntaria). Para
poder estar libres de la interferencia arbitraria de otros necesitamos
un espacio inalienable de existencia política, precisamente porque en
el mundo social hay relaciones de poder. Cuando alguien depende de
otro significa que está al antojo de otro, que está a merced de la buena
disposición, de la voluntad, de la decisión de otro, esto es, está bajo
el dominio de otro. Conceptualmente, está dominado por otro, aun
siendo éste benevolente, porque puede ser interferido arbitrariamente
por él. El ideal de libertad como no dominación permite defender que
sí debe haber algún tipo de interferencia estatal para que las personas
puedan tener una autonomía substancial. Para poder impedir que unas
personas sean dominadas por otras es necesario estipular derechos de
existencia que las protejan de posibles interferencias arbitrarias.
La ruptura que se produce entre Locke y Nozick también se da
entre la mayoría de las posiciones liberales no libertarianas y la de
Nozick, puesto que el llamado liberalismo contemporáneo también

otras personas, pero no en el sentido de la relación patrón-esclavo en el que el


primero tiene un poder absoluto y arbitrario sobre el segundo, sino en el de que
a alguien que había tenido un comportamiento lo suficientemente doloso como
para quitar la vida, la libertad y las posesiones de otro se le podía ofrecer el me-
nor de dos males, a saber, la esclavitud (la muerte política) en vez de la muerte
física. Pero no está muy claro que Locke suponga que alguien se convierte en
el “propietario” del esclavo, dada su concepción del estatus servil. El pasaje
central de la discusión (cf. Segundo Tratado, 23) sugiere que sólo pensaba en
la situación de un cautivo en el campo de batalla cuya vida se perdona mientras
nos sirve como esclavo. Para una interesante discusión de este punto, cf. Buckle
(1991:175:179).
25 O libertad como no dominación, según la calificó Pettit (1999).

| 205
hunde sus raíces en la tradición republicana. El liberalismo comparte
con Nozick la noción de libertad como no interferencia, pero no puede
seguirle hasta el final porque acepta el supuesto de inalienabilidad. La
idea de que los derechos de existencia son inalienables ha conformado
hasta tal punto el mundo moderno que ni siquiera los más conspicuos
liberales pueden renunciar a ella, a pesar de que muchos parecieran
defender ideales que les sitúan muy cerca de Nozick. Mas, aquí surge
la pregunta de hasta qué punto es consistente sostener al mismo tiempo
un ideal de libertad política como pura no interferencia y aceptar la
necesidad de que deben haber derechos inalienables. Nozick trata de
superar esta aparente contradicción liberal con una teoría esencial-
mente impolítica que conduce a lo que Carole Pateman ha señalado
con irremediable ironía:
“estamos ante una historia chistosa. En el Sur americano,
los esclavos se emanciparon y se convirtieron en trabajado-
res asalariados; y, hoy, defensores americanos de la teoría
del contrato sostienen que todos los trabajadores tienen la
oportunidad de convertirse a sí mismos en esclavos civiles”
(Pateman, 1988:171-172).

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208 |
7
DERECHO ROMANO Y AXIOLOGÍA
POLÍTICA REPUBLICANA

por Francisco J. Andrés Santos

1. Replanteamiento del lugar del Derecho


romano en la tradición republicana
Es tradicional1 entre los historiadores de las ideas políticas el ver en
la magna obra de Marco Tulio Cicerón el fundamento moral básico
de lo que suele llamarse el “republicanismo romano”, como variante
del republicanismo clásico que quizá ha marcado más decisivamente
el carácter de esta corriente del pensamiento político2; y ello no es
erróneo, en la medida en que Cicerón es el verdadero creador del len-
guaje filosófico romano y el autor que filtra los temas de los grandes
filósofos griegos y los adapta a la idiosincrasia y características de
la sociedad romana. En este sentido, su obra política consiste propia-

1 Una primera versión de este texto fue presentado como comunicación al II


Simposio Iberoamericano sobre Republicanismo, dirigido por A. Domènech, en
el marco del I Congreso Iberoamericano de Ética y Filosofía Política (Alcalá de
Henares, 16-20 de septiembre de 2002). Agradezco al prof. A. de Francisco sus
sugerencias y su propuesta de publicación en el presente volumen. [N.B. Los
autores antiguos grecolatinos se citan siguiendo los sistemas de abreviaturas del
Thesaurus Linguae Latinae y del Liddel-Scott-Jones, Greek-English Lexicon,
Oxford, 1968].
2 Véase, por todos, Arce, en Vallespín (1990:182 y ss.). Sobre la distinción entre
una variante “ateniense” y otra “romana” en el seno del republicanismo antiguo,
como dos modelos en parte contrapuestos, véase Skinner (1988).

| 209
mente en una lectura platónica, aristotélica y estoica de la constitución
romana de la época final de la República, que nos ofrece, más aún
que Polibio, un modelo acabado de organización constitucional, pero
también un referente de ética política3. Ahora bien, pretender con-
streñir el discurso republicano romano a la obra de Cicerón (más
ciertos ingredientes de Polibio, Salustio, Tito Livio, Lucano, Tácito en
cierto sentido, y poco más)4 es, a mi juicio, un planteamiento reductor
que deja fuera de juego al que quizá es el verdadero transmisor de
la concepción romana clásica de la res publica y que tal vez ha ejer-
cido mayor influencia soterrada en la tradición republicana posterior:
ese vehículo no es otro que el propio Derecho romano, condensado
para la historia en el llamado Corpus iuris civilis, mandado elaborar,
como es sabido, por el emperador Justiniano en Bizancio en el siglo
VI. En este Corpus iuris, una compilación de textos jurídicos muy
estratificada, pero formada principalmente por leyes de emperadores
tardíos y, sobre todo, por fragmentos de comentarios jurisprudenciales
de época altoimperial, se resume y compendia lo más granado de la
elaboración intelectual de la jurisprudencia romana, al menos lo que se
consideró digno de ser conservado en la época en que se llevó a cabo
la compilación a la vista de las necesidades prácticas del momento5.
Pues bien: desde nuestro punto de vista, en esa magna obra jurídica
pueden hallarse también inscritos muchos de los valores y principios
que han caracterizado a la tradición republicana en la modernidad,
de manera a veces un tanto oculta como consecuencia del propio
carácter estratificado y contradictorio del texto de base, pero que
quizá hayan influido en las corrientes comúnmente consideradas
clásicas del republicanismo más de lo que se ha venido pensando
habitualmente –y quizás en algunos aspectos incluso más que los
propios textos de Cicerón, si tenemos en cuenta, por un lado, que la
obra más representativa del autor en este terreno de la teoría política,
el diálogo De re publica, sólo fue conocido en su mayor parte (y la
más incisiva desde el punto de vista republicano) en 18226, y, por

3 Sobre las ideas políticas de Cicerón, contempladas a la luz de sus planteamientos


epistemológicos, véase del Pozo (1993).
4 Véase, a título de ejemplo, el sencillo elenco de fuentes romanas mencionado
por Viroli (1999:115 y s.).
5 La bibliografía sobre la composición, significado, ideología e influencia del Corpus
iuris civilis (denominación dada a la Compilación justinianea a partir de la Baja
Edad Media) es inmensa, y resulta del todo imposible hacer aquí ni siquiera una
breve selección: véase, a este respecto, por todos, Wenger (1953:562 y ss.), y las
referencias de Iglesias (1993:65 y ss. –especialmente en n. 77–).
6 En efecto, la obra no llegó a ser descubierta por los humanistas (a pesar de

210 |
otro, que la intensa familiaridad con los textos jurídicos romanos ha
sido una constante de los intelectuales europeos hasta bien avanzada
la Edad Moderna. Más aun: un redescubrimiento de esos valores
republicanos insertos en los textos jurisprudenciales romanos tal
vez pueda arrojar también alguna luz sugerente para los renovados
planteamientos del republicanismo en nuestra época.
En efecto, si el republicanismo parte, al menos desde cierto punto
de vista, de la perspectiva de una recuperación normativa del con-
cepto de ciudadanía de las repúblicas antiguas7, entonces no parece
aceptable que quede al margen de su consideración la sapientia civi-
lis por excelencia de la mayor república de la Antigüedad, es decir,
la ciencia jurídica. Esta sapientia civilis era una disciplina profunda-
mente política, absolutamente implicada en los avatares de la ciudad
en que se creaba y desarrollaba por parte de una casta especializada
dentro del orden ciudadano, los iuris consulti, personajes que, a su
vez, pertenecían a la elite social, política y económica de la sociedad
romana8. La ciencia de los jurisconsultos estaba del todo embebida
de los valores propios de esa sociedad y, a pesar del especialismo
técnico que la caracterizaba, inevitablemente tendía a reflejar esa
escala de valores: hoy se ve cada vez más discutido el supuesto “ais-
lamiento” (Isolierung)9 de la ciencia jurídica romana respecto a los

conocer su existencia) y sólo fue hallada en 1819 por el cardenal Angelo Mai
entre los fondos del antiguo convento de San Columbano de Bobbio, incorpo-
rados a la Biblioteca Vaticana, en un palimpsesto (Vat. Lat. 5757); la primera
edición, realizada por su descubridor, es de 1822. Sobre las características e
historia editorial de este diálogo, véase Schmidt (1973).
7 Cf. al respecto Peña (2000:186 y ss.); para una crítica hacia la presunta discon-
tinuidad radical entre el modelo “antiguo” y el “moderno” de ciudadanía, véase
Peña, en Quesada (2002:46 ss.).
8 A partir del s. III a.C., los juristas laicos suceden a los pontifices (quienes eran
tradicionalmente miembros prominentes del estamento patricio) en la interpre-
tatio iuris y heredan de ellos su auctoritas y su prestigio social derivado de su
estirpe aristocrática (sobre la trascendencia de la interpretatio iuris dentro de
la sociedad romana, véase Schiavone, en Giardina [1991]). La mayor parte de
los juristas de época republicana formaron parte de la nobilitas senatorial (cf.
Kunkel [1967:41 y ss.]; Torrent [1982:247 y ss., y 431]), y sólo a finales de la
República alcanzaron posiciones destacadas como juristas ciudadanos del ordo
equester: cf. Paricio (1999), pp. 50 s.
9 El término ha sido extendido por Schulz (2000:39 y ss.) (el original alemán es
de 1934), y vivamente defendido por Watson (1995:64 y ss., 111 y ss., 158 y
ss.); en realidad, su formulación se remonta a Ihering (1998:308 y 799 y ss.)
(el original se inicia en 1852), seguramente muy influido por las corrientes
positivistas dominantes en su época. Contra esta pretensión de “aislamiento”
intelectual de los juristas romanos respecto a las exigencias sociales y, sobre
todo, culturales de su época, véanse, últimamente, Waldstein (1993) y (1996) y
Behrends (1996).

| 211
condicionamientos sociales, económicos, culturales y políticos de la
sociedad en que venía producida, y tienden a subrayarse sus profun-
dos componentes éticos y filosóficos. En este sentido, la scientia iuris
de los romanos –reducida, por lo demás, al Derecho privado, que fue
tradicionalmente el único campo de verdadera atención científica
para los juristas10– no se limitó a construir un “sistema de derechos”
en el que enmarcar los procesos políticos, sino que en sí misma
llevaba asociados los valores de carácter ético-político que resulta-
ban imprescindibles para el funcionamiento correcto de ese sistema,
que no son otros que los propios de la res publica libre (antes de la
conversión del Estado romano en un aparato de poder autocrático).
Si tenemos en cuenta que el período más original y creativo de la ju-
risprudencia romana, que imprimió carácter a las épocas posteriores,
fue el de la República tardía (es decir, también el período más demo-
crático de la historia de Roma11), será fácil imaginar que esos valores

10 Los juristas romanos se concentraron en el estudio del Derecho privado porque


el suyo era un saber tradicional de límites estrictamente circunscritos por la
historia. El origen de la ciencia jurídica en Roma se sitúa en la interpretatio de
los pontífices a la ley de las Doce Tablas (mediados del s. V a.C.); ésta había
sido un compromiso entre patricios y plebeyos que había dejado fuera de su
regulación aquellos aspectos del ordenamiento romano que los patricios no es-
taban dispuestos a compartir con los plebeyos, en particular el Derecho público
y el ius sacrum, por lo que la ley se quedó en una codificación únicamente del
Derecho privado. Los juristas republicanos laicos, herederos de los pontífices
en la interpretación del Derecho (véase supra n. 8), continuaron esa tradición de
estudio iusprivatista con una rigurosa lógica interna y escasa atención hacia los
condicionamientos socio-económicos y políticos de la creación del Derecho (cf.
Cic. Pro Balbo 19,45): véase, al respecto, Watson (1995:42 y ss.); en época im-
perial, esta tendencia se vio agudizada por la progresiva concentración del poder
político en manos del princeps y la reducción de los espacios de libre expresión
de la ciudadanía, sobre todo en caso de los juristas, que fueron restringiéndose
a los miembros del círculo imperial: véase, sobre ello, Paricio (1999:54 y ss.).
11 Con la aceptación del acceso de los plebeyos al consulado (leges Liciniae-Sex-
tiae del 367 a.C.), la reforma de las tribus y los comitia centuriata a lo largo
del s. III a.C. (que facilitó un mayor margen de actuación a las clases más po-
bres), el valor vinculante de los plebiscita para toda la ciudadanía por las leges
Publiliae Philonis del 339 (Liv. 8,12,14) y la lex Hortensia (287/286 a.C.) y la
transformación de los tribunos de la plebe en magistrados de todo el pueblo,
el Estado republicano romano perdió su carácter estrictamente aristocrático y
se abrió a una mayor participación popular, que cristalizará sobre todo en su
período final, con la legislación reformista de los Gracos (desde 133 a.C.) y la
lucha política entre optimates y populares: sobre este trascendental período de
la historia de Roma, véase, en especial, el ensayo clásico de R. Syme (1939);
cf. últimamente Arbizu (2000); más indicaciones en Bleicken (1992:247 y ss.;
261 y ss.). Con ello puede decirse que Roma alcanzó en gran medida el standard
de organización política democrática en la ciudad-estado de la Antigüedad, en
el que sin duda actuó formalmente el principio de la sobreanía popular (véase

212 |
políticos implicados en la construcción de la scientia iuris deben ser
justamente los del régimen republicano –al menos, tal como venían
perfilados sus principios por una secular tradición constitucional12.
Esta coloración republicana de la ciencia del Derecho por parte de
los juristas de la República tardía va a transmitirse, sin variaciones
sustanciales, a las generaciones siguientes de jurisconsultos, los lla-
mados clásicos, que sentían un escrúpulo cuasi-religioso en alterar
las creaciones de sus maestros, lo que permitirá su plasmación en los
propios textos compilados por Justiniano13.

2. La civitas como condición esencial del


sujeto de derecho
Hay que partir del hecho de que los juristas romanos asumían la
concepción aristotélica del hombre como animal político. Marciano
(s. III), en su libro escolar titulado Institutiones, cita un pasaje de Cri-
sipo (perì nómou) donde se dice esto explícitamente (Dig. 1,3,2)14:
“La ley es reina de todas las cosas divinas y humanas. Con-
viene, pues, que presida a buenos y malos, y sea príncipe y
caudillo, y que conforme a esto sea regla de justos e injustos,
y de aquellos seres animados que por su naturaleza viven
vida civil...”.
Esta cita no es una afirmación gratuita ni una pura declaración
de principios, sino que se corresponde con la propia concepción ro-
mana del sujeto de derecho. Para el ordenamiento romano, sólo es
Mommsen [1969], pp. 8 ss.; Torrent [1982], pp. 234 ss.), aunque, de hecho, los
condicionamientos socio-económicos y culturales de la sociedad romana garanti-
zaron en todo momento la hegemonía política de la nobilitas senatorial, pero no
sin fuertes tensiones internas, que acabaron conduciendo al régimen imperial.
12 Cuya mejor descripción es la aportada por Polibio, hist. 6, 11 ss.; cf. Cic. leg. 3,
6 ss. Exposiciones de conjunto recientes sobre la estructura político-constituci-
onal de la Roma republicana pueden verse en Rainer (1997) y Lintott (1999).
13 Una de las características esenciales de la psique romana es su tradicionalismo
–rasgo, además, acentuado en los juristas–, por lo que puede decirse que no hay
rupturas radicales en la historia jurídica romana hasta Justiniano (cf. Watson
[1995:40 y s., 210 n. 19]). Por supuesto, son interminables las discusiones en la
romanística en torno al verdadero alcance de la conservación de los textos clási-
cos en la Compilación justinianea: la posición más matizada y “conservadora”
al respecto, dominante en la actualidad, es la representada por Kaser, en Kaser
(1986); cf., sin embargo, Wieacker (1988:154 y ss.), o Guarino (1998).
14 Sobre el pasaje, véase De Giovanni (1983:98 y s.).

| 213
verdadero sujeto de derechos el individuo libre, ciudadano y sui iuris
(es decir, no alieni iuris, no sujeto a ninguna potestad doméstica en
el ámbito familiar). La condición de civis (ciudadano) es fundamen-
tal, pues, para ejercer plenamente los derechos subjetivos y actuar
en el tráfico jurídico con eficacia15. El civis es el zoón politikón, el
individuo plenamente integrado en la vida de la civitas, lo que le
permite ostentar derechos, pero también cargar con obligaciones. No
se concibe un juego de los derechos sin la pertenencia a la civitas16,
y esto es así hasta el punto de que aquellos derechos y negocios jurí-
dicos que se consideran abiertos a todos los hombres libres (por ser
parte del ius gentium)17, sólo se articulan en las relaciones jurídicas
romanas a través de la ficción de que quienes actúan son ciudadanos:
las fórmulas a través de las cuales se defienden esos derechos (y que,
por tanto, en la concepción romana, les dan vida) se redactan siempre
con la ficción ‘si civis esset’, “como si fuera ciudadano el litigante”18.
La ciudadanía se presenta como un rasgo esencial, pues, de la articu-
lación del Derecho privado en la Roma clásica. Ahora bien, en esa
época (a partir de la República avanzada), no se trata ya de un tipo
de ciudadanía etnicista o excluyente (lo cual es obvio, si se observa
que no hay problema alguno en atribuirla bajo ficción a los extranje-
ros cuando se trata de realizar negocios jurídicos para los que están
autorizados), sino de una ciudadanía abierta a la universalidad, que
tiende por su propia naturaleza a expandirse19, hasta convertirse en un

15 Esta afirmación responde a un principio tradicional que se remonta al ius Quiri-


tium (el ancestral Derecho de los linajes aristocráticos de Roma); en realidad,
una pluralidad de negocios jurídicos se encontraban desde la época arcaica a
disposición de toda clase de sujetos (ciudadanos o extranjeros), por considerarse
propios del ius gentium y, por tanto, abiertos a todos; pero la defensa procesal
de los derechos sólo podía efectuarse a través de los cauces rituales legalmente
establecidos (legis actiones), para los que sólo eran aptos los cives; a partir del
s. III a.C. el proceso se abrió también a los extranjeros, pero por medio de una
fictio iuris en que se suponía que los litigantes eran ciudadanos: véase inmedi-
atamente en el texto.
16 Significativamente, el término ‘civitas’ corrsponde tanto a la personificación del
Estado romano (res publica) por agregación de los cives (Dig. 1,2,2,1; 34,5,2),
como al conjunto de derechos y facultades atribuidos a la cualidad de ciudadano
(Gell. 18,7,5; Gai. Inst. 1, 95-96/161; Ulp. Reg. 3,2/6), lo que da una idea de la
vinculación del civis con los atributos de la soberanía: cf. Crifò (1960:126 ss.).
17 Cf. supra nota 15. Sobre este concepto fundamental en el Derecho romano y en
la historia del Derecho occidental, véase, últimamente, Kaser (1993).
18 Gai. Inst. 4, 37; Cic. in Verr. 2, 2, 12, 31; Plut. Caes. 4; cf. Kaser/Hackl
(1996:155 s. y n. 37).
19 Ya desde un principio los romanos compartieron con sus vecinos latinos (Latini)
una comunidad de derechos, de modo que éstos podían adquirir la ciudadanía

214 |
rasgo indistinto de todos los sometidos al imperio del Estado romano
y su Derecho, sin diferenciación de nacionalidades entre ellos, pero
con respeto a su diversidad. ‘Roma communis nostra patria est’, dice
Modestino (Dig. 50,1,33) a mediados del s. III, para hacer referencia
a la pertenencia de una pluralidad de comunidades diversas a un
marco político común y su vinculación a un Estado sobre la base
únicamente del iuris consensus, la asociación a un mismo Derecho
que sirve a todos por igual20.

3. El significado de la libertas romana:


sentido individual y dimensión comunitaria
Esta primacía del ciudadano libre y sui iuris en las relaciones
jurídicas es un hecho que se asume como algo dado en los textos
de los juristas. Esta adjetivación nos muestra ya otro rasgo de raíz
republicana que se añade a la ciudadanía universalista como elemen-
to que imprime caracteres propios al desarrollo jurídico romano: la
idea de libertas, que es el concepto esencial del Derecho privado
romano (y también del público, al menos mientras existió la libera
res publica)21. Las relaciones jurídicas se establecen y articulan entre
individuos libres, es decir, no esclavos y no sujetos al poder domés-
tico de un paterfamilias –que en la Roma republicana podía ser tan
absorbente como el del dominus sobre sus esclavos. El valor de la
libertas se halla incrustado en el núcleo del ordenamiento jurídico
romano, porque sobre ella, junto con la ciudadanía, pivota la noción
del sujeto de derecho22. La libertas, para los romanos –y, por tanto,
romana simplemente trasladando su domicilio a Roma (ius migrandi). Es cara-
cterística de los romanos la facilidad con que admitieron la adquisición de la
ciudadanía por nacimiento y por manumisión, además de la prodigalidad con
que concedieron ese privilegio individual y colectivamente a las poblaciones
conquistadas del Imperio (antes de su extensión general por la constitutio Anton-
iniana del 212 d.C.), lo que causaba admiración ya en el mundo antiguo (véase
Schulz [2000:145 y ss.]).
20 Cic. rep. 1, 25, 39: populus autem non omnis hominum coetus quoquo modo
congregatus est, sed coetus multitudinis iuris consensu et utilitatis communione
sociatus; también 3, 31, 43; 6, 13, 13; cf. Arist. Pol. 7, 8, 1328b; ello es acorde
con la definición estoica de la polis (S.V.F. III, 329). Sobre la utilitatis com-
munio, véase Cic. off. 1, 7, 22; 1, 43, 153-44, 155.
21 Sobre el sentido de la libertas romana, véase Ihering (1998:384 y ss.; 449 y ss.;
478 y ss.) y, especialmente, Wirszubiski (1968); también, Crifò (1958); Nicolet
(1976:425 y ss.); Grimal (1991) y Schulz (2000), entre muchos otros aportes.
22 Ciudadanía y libertad (civitas libertasque) se conciben como un par conceptual

| 215
también para los juristas–, era la situación de aquél que carece de
dominus en todos los sentidos: para ellos, no es libre quien tiene un
dominus, ya sea un amo o un pater que lo domina y frente al cual
le falta completamente el derecho de autodeterminación (Schulz,
2000:163), y, por tanto, carece de derechos. En el ámbito del De-
recho público, no se es libre cuando hay regnum o monarchia, es
decir, dominio (absoluto) de uno solo, o cuando se pertence a un
territorio que está sujeto involuntariamente a la soberanía de otro
Estado. En el campo del Derecho privado –que es el cultivado por la
jurisprudencia y transmitido a través de los textos de Justiniano–, el
individuo no es libre (y, por tanto, no es sujeto de derechos) cuando
es esclavo o es alieni iuris (porque está sujeto a la potestad doméstica
de otro, lo que lo equipara en gran medida al esclavo). En los demás
casos se es libre y, por ende, sujeto de derechos, siempre que se sea
ciudadano (o el Derecho finja que lo es). La libertas así concebida
(es decir, la libertad como no-dominación23) tiene múltiples mani-
festaciones también en el ámbito del Derecho privado, que es en el
que se especializaron los juristas, y que encontraron reflejo en el
Corpus iuris justinianeo. En estas manifestaciones, la libertas adopta
una fisonomía marcadamente individualista24. Así, por una parte, el
Derecho romano rehúye todas las situaciones jurídicas que presentan
un carácter colectivo. Por ejemplo, la sociedad civil (societas) como
marco jurídico para el ejercicio de actividades económicas apenas
encuentra desarrollo (a diferencia de lo que ocurre en el mundo
moderno con las sociedades mercantiles): no existen prácticamente
vínculos entre los sujetos integrantes de la sociedad y la continuidad
de la misma se hace depender de la persistencia de todos sus miem-
bros y su acuerdo permanente: basta con la muerte de uno de ellos
o una declaración de desistimiento por cualquiera de los socios para
que la societas se disuelva de inmediato (Kaser, 1971:575), lo que
da idea de la debilidad de los lazos de unión y la inconsistencia de
su entidad como organismo independiente. De la misma manera,
hay un desarrollo paupérrimo de las asociaciones privadas (Schulz,
2000:171), que apenas tuvieron presencia en la Roma clásica si se
excluyen las corporaciones profesionales y las organizaciones de
socorro mutuo (es decir, asociaciones semipúblicas) y, consiguien-

inseparable, de modo que la pérdida de la libertad implica necesariamente la de


la ciudadanía (aunque no al revés): véase Cic. pro Caec. 33, 96, y otros ejemplos
de la relación mental entre ambos términos en Hellegouarc’h (1972:544 y ss.).
23 Empleando la ya clásica expresión formulada por Pettit (1999:77 y ss.).
24 Sobre lo que sigue, véase, por todos, Schulz (2000:169 ss.).

216 |
temente, tampoco encuentran un tratamiento detenido por parte de
los juristas. En el mismo sentido, el Derecho romano sintió alergia
hacia las situaciones de pluralidad de titularidades sobre un objeto o
sobre un patrimonio: tanto la copropiedad como la llamada comuni-
dad hereditaria se ven dificultadas en la mayor medida posible (pero
respetando, en todo caso, la libertas del testador para disponer sobre
sus bienes a favor de una pluralidad de herederos) y, recíprocamente,
su disolución se ve favorecida por el hecho de que basta con que uno
de los partícipes en ese derecho manifieste su voluntad contraria a
la continuación de la comunidad (a través del ejercicio de la acción
judicial correspondiente), para que ésta se disuelva y se regrese a
un estadio de propiedades separadas (Kaser, 1971:412; 727 y s.). Ni
siquiera la comunidad conyugal y familiar encuentran un desarrollo
detallado en la jurisprudencia romana –salvo en sus aspectos patri-
moniales–, y ello es así no sólo por la estructuración muy libre del
matrimonio clásico (que se funda meramente en la affectio maritalis
de los cónyuges y se disuelve por la voluntad unilateral de cualquiera
de ellos25), sino también porque dicha comunidad no admitía la in-
tervención estatal y quedaba, por tanto, excluida en gran medida de
la regulación jurídica (aunque sujeta, en cambio, a rígidas normas
de carácter social que no transmiten los textos jurídicos, reforzando
así la imagen individualista del Derecho romano clásico [Schulz,
2000:41 y ss.; 169 y ss.).
Por otra parte, también en sus manifestaciones jurídico-patrimo-
niales la libertas romana ofrece una imagen netamente individualista.
El concepto romano de la propiedad está estrechamente ligado a
la expansión de la libertas del sujeto de derecho, a una expansión
de la voluntad individual26. Idealmente, la propiedad expresa una
correspondencia unívoca: cada objeto debe corresponder a un único
propietario. Ya hemos señalado la aversión del Derecho romano hacia
las situaciones de comunidad de propietarios: desde el punto de vista
romano, toda comunidad patrimonial tiende, por su propia naturaleza,
a la disolución, y ésta se ve favorecida por el ordenamiento jurídico.
Tampoco encontramos en las fuentes romanas ninguna remisión ex-
plícita a la “función social” de la propiedad, como declaran nuestras
constituciones modernas. La propiedad se subordina a los intereses
individuales del dominus, es una manifestación de su libertas, que
no tolera intromisiones del poder público, en principio, salvo por

25 Kaser (1971:326 y s.) Schulz (1951) llama a esta unión matrimonial libre “an
imposing, perhaps the most imposing, achievement of the Roman legal genius”.
26 Windscheid/Kipp (1906), pp. 155 ss., 856 ss.; cf. Ihering (1998), pp. 1025 ss.

| 217
razones de estricta salud pública27. Por ejemplo, el instituto de la
expropiación forzosa por utilidad pública encuentra un escasísimo
desarrollo en el Derecho romano clásico28. Tampoco se admiten fácil-
mente perturbaciones del ejercicio individual del derecho de propie-
dad por parte de sujetos privados, ni siquiera como consecuencia del
ejercicio de otros derechos legítimos: así, por ejemplo, la propiedad
romana tiende a rechazar las cargas o gravámenes de derechos reales
limitados sobre ellas, y tiene, a su vez, un carácter expansivo, de tal
manera que, desaparecida una carga real sobre ella, el propietario
propende siempre a recuperar la plenitud de su dominio. Ese dominio
incluye una pluralidad de facultades que permiten a su titular utilizar
las cosas de su propiedad de la manera más amplia posible (siempre,
claro está, que no entre en conflicto con otros propietarios), por lo
que puede también enajenar y dividir indefinidamente su propiedad
conforme a su libérrima voluntad29. Esto tiene su correspondencia
más inmediata en el Derecho de sucesiones, donde el testamentum re-
presenta la manifestación más clara y solemne de la libertas del civis
Romanus: de hecho, apenas existieron límites jurídicos a la capacidad
de disponer de los bienes propios para después de la muerte30. Incluso
en las relaciones crediticias los romanos persiguieron el ideal jurídico
de la libertas con un perfil individualista, evitando, en la medida de
lo posible, las situaciones de solidaridad en las obligaciones (esto es,
la existencia de varios deudores de un solo acreedor, o viceversa),
así como, según hemos dicho anteriormente, el escaso desarrollo del
contrato de sociedad como expediente de actuación negocial.

27 Ya desde la ley de las Doce Tablas se adoptaron medidas que impedían una
plena expansión de la propiedad individual en aras del interés público: p. ej.,
se vedaba la usucapión de la franja de cinco pies intermedia entre dos fundos
(lex XII tab. 7, 4; cf. Cic. leg. 1, 21, 55) o del vestíbulo del sepulcro y el lugar
de incineración (lex XII tab. 10, 10; cf Cic. leg 2, 24, 61), o se imponía al
propietario la obligación de mantener en buen estado el camino que pasa por su
fundo (lex XII tab. 7, 7; Fest. L. 371). Esto no significa que el Estado romano
se desentendiera de las necesidades económicas de los ciudadanos y practicase
un distante abstencionismo en el campo social: véase, a este respecto, las reflex-
iones fundamentales de Ihering (1998:458 y ss.).
28 Schulz (2000:183); sólo encontró alguna aplicación mayor en época tardía, cf.
Kaser (1975:264 y ss.).
29 Como señalaban los comentaristas medievales de las fuentes romanas, el dere-
cho del propietario romano (dominus) sobre el objeto de su propiedad es un ius
utendi, fruendi et abutendi.
30 Kaser (1971:678 y ss.). Es indicativo al respecto que una parte sustancial de
los problemas hermenéuticos del negocio jurídico reflejados en el material ju-
risprudencial del Digesto está referido precisamente a la interpretación de los
testamentos.

218 |
Esta regulación jurídica que hemos visto de modo tan sumario
aporta, así, una imagen decididamente individualista del Derecho
privado romano (tal como se desprende de los textos jurídicos) y, en
apariencia, alejada de los ideales del republicanismo, en la medida
en que tienden a excluirse los vínculos de carácter comunitario. Ante
esta panorámica, podría pensarse que la escala de valores del mundo
romano clásico, al menos en el terreno de las relaciones jurídico-pri-
vadas, estaría más cerca de lo que entendemos por una concepción
liberal de la sociedad, que tendería a aislar y excluir a la sociedad
civil de la esfera pública. Así lo pensó, por ejemplo, un eximio co-
nocedor de las fuentes romanas y, al mismo tiempo, ferviente liberal,
el gran Theodor Mommsen, que en un discurso juvenil (1845) llegó
a decir lo siguiente:

“La libertad del ciudadano tiene en el Derecho civil romano


tan extenso campo de acción, que no tiene necesidad de
ampliaciones, sino más bien de múltiples limitaciones... Si
nosotros nos esforzamos por componer un ordenamiento
apto para ciudadanos libres, podemos seguir incondicional-
mente para este propósito, en cuanto al Derecho civil, el
Derecho romano del período clásico, y estaríamos seguros de
encontrar allí un espíritu que se opone muy frecuentemente
al principio de solidaridad de los ciudadanos entre sí, nunca
al de la libertad individual... La resurrección del Derecho civil
clásico en Alemania se identifica plenamente con los inicios
de la revolución que ha comenzado a llevar a la libertad a
los pueblos de Europa” (en Schulz, 2000:180).

Sin embargo, un examen más detenido y ponderado de los pro-


pios textos romanos hace pensar más bien que esta es una lectura de
las concepciones filosófico-jurídicas de los romanos superficial y,
en gran medida, interesada, más vinculada quizás a las condiciones
políticas de la época que a la veracidad histórica. En realidad, ni la
mentalidad romana ni tampoco los textos jurisprudenciales reflejan
una visión propiamente liberal de la sociedad. Significativamente,
ninguna de las instituciones jurídicas típicas del capitalismo moderno
–como la letra de cambio, los títulos de crédito, las acciones, los con-
tratos bancarios o las sociedades mercantiles a gran escala– encuen-
tran su origen en el Derecho romano clásico31. Los juristas romanos,

31 Así Schulz (2000:180). Significativamente, el país que desarrolló más a fondo


los mecanismos jurídicos de una sociedad orientada al capitalismo y el libre-

| 219
en sus escritos, ofrecen un cuadro más próximo al de una concepción
republicana, que procede de las experiencias de la época de mayor
creatividad de la jurisprudencia, el final de la República, y que los
jurisconsultos del Alto Imperio, con el tradicionalismo típico del
mundo jurídico, conservaron a pesar de las transformación sustancial
de las condiciones políticas, aunque no tanto de las sociales: es una
visión del Derecho, pues, que presupone la existencia de una vigo-
rosa y participativa sociedad civil, en la que los lazos de solidaridad
rigen la mayor parte de los comportamientos ciudadanos.
Así, en la concepción romana de la libertas es esencial la idea de
la limitación32. Ya hemos señalado que la libertas se define más por
oposición que por una relación afirmativa: libertad es no-dominación;
es libre el individuo que no está sujeto a dominium ni, en el ámbito
del Derecho privado, a la patria potestas de otro. Pero, además, es
que la libertas no es infinitamente expandible, sino que se encuentra
limitada, en primer término, por la ley. Es interesante subrayar, a
los efectos de verificar el carácter republicano de los principios ins-
piradores de los juristas romanos, las definiciones clásicas que nos
proporcionan de la lex publica33. Así, Ateyo Capitón (s. I. a.C.) la
define de este modo (Gell. 10,20,2): Lex est generalis iussum populi
aut plebis rogante magistratu (= la ley es el mandato general del
pueblo o de la plebe, a propuesta de un magistrado). Gayo (s. II)
dice así (inst. 1,3): Lex est quod populus iubet atque constituit (= la
ley es lo que el pueblo manda y decide). Y Papiniano (s. III) afirma
lo siguiente (Dig. 1,3,1): Lex est commune praeceptum... communis
rei publicae sponsio (= la ley es la norma común... promesa común
de la res publica). En todas estas definiciones se pone de relieve el
elemento participativo del pueblo en el proceso legislativo: la ley es
expresión de la voluntad popular organizada políticamente. Incluso
en la última definición –donde ya no se menciona explícitamente el
componente popular de la legislación– late también esa concepción
participativa a través de la utilización del término sponsio, es decir,
promesa solemne, un tipo de contrato en el que se exige la presencia

cambio, Inglaterra, fue, a su vez, el que presentó en Europa una resistencia más
feroz a la penetración de las ideas del Derecho romano justinianeo en la Edad
Media: al respecto, por todos, Cannata (1996:208 y ss.).
32 Schulz (2000:163). Esta es igualmente una idea básica en el republicanismo:
véase De Francisco (1999:48).
33 Con detalle, Torrent (1982:260 y ss.); sobre la operatividad normativa de la
lex en el mundo romano, véase, especialmente, Magdelain (1978) y Bleicken
(1975).

220 |
en unidad de tiempo y lugar de ambas partes contratantes y, por tanto,
es requisito imprescindible la confluencia de voluntades simultáneas
para dar vida al negocio (Kaser, 1971168 y ss.; 661 y ss.): el concurso
del pueblo es siempre necesario, pues, para la aprobación de la ley,
que se concibe como una manifestación de la soberanía del populus
Romanus, aunque sea por la vía de la dirección y propuesta del ma-
gistrado (cuyo poder, por otra parte, también deriva de la elección
comicial). Es de destacar que todas estas definiciones provienen en su
literalidad de una época en la que las asambleas ciudadanas romanas
habían entrado en decadencia o incluso habían desaparecido, y en que
el princeps había asumido plenamente la potestad legislativa, pero
siempre sobre la base de una legitimidad de origen popular, aunque
sea a través de la ficción de la llamada lex de imperio o lex regia,
según la cual el príncipe asumía la capacidad de dictar leyes porque
había sido investido a través del consensus populi. Esto indica que se
trata de una concepción de la ley que se arrastra desde épocas anterio-
res, en concreto desde la República avanzada, cuando el componente
democrático de la constitución romana tuvo mayor peso real, y que
se ha incorporado al núcleo del pensamiento jurídico romano.
No hay libertas, pues, sin ley, y la libertas sólo se entiende para
los romanos como sumisión voluntaria a la ley votada en común:
sólo existe libertas allí donde el ciudadano está sujeto a normas
aprobadas por la voluntad popular dentro de un marco constitucional
con garantías (de lo que es prueba el hecho de que, en plena época
imperial, se recurra a la ficción de investidura popular para justificar
la potestad normativa del emperador35). Esta es una consideración
que se halla implícita en el núcleo del pensamiento romano y se tra-
duce en una determinación jurídica: Libertas est naturalis facultas
eius quod cuique facere libet, nisi si quid vi aut iure prohibetur (= la
libertad es la facultad natural de hacer cada cual lo que le parezca, a
menos que la fuerza o el derecho impidan algo), dice Florentino (s.II)
en el libro 9 de sus institutiones (Dig. 1,5,4 pr.)36, en una definición
tributaria de categorías griegas37, pero en la que aflora muy claro el
sentido intrínsecamente jurídico de la noción de la libertas romana.
Esta sumisión a la ley, inmanente al concepto romano de libertas,
hace innecesaria una mayor determinación por parte de los juristas de

35 Dig. 1, 4, 1; Gai. Inst. 1, 5; cf. un ejemplo histórico (la llamada lex de imperio
Vespasiani) en CIL VI, 930, 31207.
36 Sobre el pasaje, véase, principalmente, Schrage (1975); además, Crifò (1958:66
y ss.).
37 Cf. Arist. Pol. 5, 9, 1310ª; 6, 2, 1317b.

| 221
los límites que el interés público pone a las expresiones privadas de la
libertad. Por supuesto, la propiedad está sujeta a cuantas exigencias le
imponga la ley, y no sólo ésta, sino incluso los propios magistrados
en uso de su imperium, que deriva en última instancia también de la
voluntad popular que les ha investido de un amplio poder público.
De ahí que los juristas no entren a delimitar esas intervenciones con
detalle, por un lado, porque es algo que se halla implícito en la propia
concepción romana de la propiedad y, por otro, porque su campo
de interés es particularmente el Derecho privado, dejando de lado
los aspectos públicos de los institutos que desarrollan. Frente a esas
intervenciones de los poderes públicos sobre la libertas sólo existen
para el ciudadano las garantías reguladas también por la ley, es decir,
las que la comunidad proporciona al individuo ante los excesos del
poder público, como es la provocatio ad populum38.
Con todo, no existen sólo limitaciones a la libertas impuestas
por el Derecho público (y concebidas como expresión de la volun-
tad ciudadana manifestada en la ley y en la delegación del poder
público en los magistrados, es decir, no como manifestaciones de
dominación). También hay otras vinculadas a la virtud cívica de los
ciudadanos39, es decir, las derivadas de otros valores éticos presentes
en la sociedad romana que tienen tanta o más relevancia para el com-
portamiento humano que las propias normas jurídico-formales y que
el ordenamiento presupone o, en otros casos, integra implícitamente
(Ihering [1998:502 y ss.] y Schulz [2000:41 y s.; 180 y ss.; 211 y
ss.; 243 y ss.]). Valores como la humanitas, la pietas, la fides o la
amicitia tenían gran eficacia desde un punto de vista social e influían
decisivamente en la configuración de las instituciones jurídicas, aun
respetando el principio de que la libertas (en el sentido antedicho) es
el valor supremo al que podía aspirar el ciudadano romano y la pie-
dra angular del Estado. La libertas constituye el núcleo del Derecho
romano, pero sin olvidar su dimensión social, que mitiga los efectos
más destructivos del individualismo. Así, la humanitas impide los
excesos del dominus sobre sus esclavos y del paterfamilias sobre los

38 El recurso por excelencia de que disponía el ciudadano en época republicana


frente al poder del magistrado que pretendiera imponerle una pena capital, a fin
de que dicha pena no se ejecutara mientras no se hubiera pronunciado el populus
(lex XII tab. 9, 1-2; Cic. leg. 3, 4, 11; 3, 19, 44; rep. 2, 31, 54; Liv. 1, 26, 8;
3, 55, 4-5; etc.); sobre esta institución, véase Torrent (1982:202 y ss.); De los
Mozos Touya (1994).
39 Sobre el concepto de virtud cívica y tradición republicana, véase, sobre todo,
Domènech (1989) pass.; últimamente, J. Peña Echeverría “Ciudadanía republi-
cana y virtud cívica”, en este mismo volumen.

222 |
sometidos a su potestad. La pietas exige reverencia hacia la memoria
de los antepasados, pero sobre todo hacia la res publica y sus ins-
tituciones, subordinando los intereses personales al interés general;
la fides40 reclama lealtad a la palabra dada, tanto en la vida privada
y el mundo de los negocios, como en la vida pública, con fidelidad
a la patria y los principios supremos del Estado romano; la amicitia
contribuye a la colaboración y la entrega altruista a fines ajenos al
interés propio. Todos estos valores son indicativos de unos lazos de
solidaridad y cohesión social que hacen posible el funcionamiento
del ordenamiento jurídico. Los juristas romanos presuponen la exis-
tencia de estas fuentes de deber (Schulz, 2000:251) y, por tanto, no
entran a comentarlos con detenimiento, pero sin su concurso resulta
imposible explicar muchas de las instituciones del Derecho privado
y, al mismo tiempo, su presencia latente da la clave de la escasa
regulación o desarrollo de ciertas instituciones que, en el mundo
moderno, encuentran una canalización jurídica mucho mayor, como
el registro de la propiedad, las garantías inmobiliarias o el instituto
de la representación. La plena comprensión de los textos jurídicos
romanos exige tener en cuenta la presencia soterrada de esos valores
éticos y, recíprocamente, la recepción de los textos romanos contri-
buye a la implementación de tales valores en la sociedad receptora si
se pretende un funcionamiento eficiente de ese ordenamiento.
El conjunto de esos valores morales que dan una coloración so-
cial a la libertas romana se resumen en un término: el bonus vir o
bonus paterfamilias41. Con este término se designa al ciudadano al
que adornan todas estas virtudes y que, por ese motivo, constituye
el modelo de conducta cívica. Este es un término propio de la tradi-
ción romana que juega un papel de gran importancia en el marco del
Derecho privado, ya que es el término utilizado por los juristas para
señalar la medida de la responsabilidad en el cumplimiento de las
obligaciones desde un punto de vista abstracto (Kaser, 1992:173): el
comportamiento del bonus paterfamilias es el standard de diligencia

40 La fides es uno de los conceptos más importantes de la historia del Derecho


romano. En un principio designó el vínculo sagrado existente entre patronus y
clientes en la Roma primitiva, cuya violación venía sancionada incluso por la
ley de las Doce Tablas (8, 21: Patronus, si clienti fraudem fecerit, sacer esto);
posteriormente, sirvió de base para la articulación del ius gentium, la vía de
renovación más profunda del ius civile. Para una historia del concepto en el
Derecho romano, y algunas repercusiones actuales, véase Castresana (1991).
41 Abundantes testimonios sobre el significado social y jurídico de estas expre-
siones pueden verse en el Thesaurus Linguae Latinae (1900-1906), s.v. bonus,
y Heumann-Seckel (1958), s.v. bonus.

| 223
al que debe ajustarse el ciudadano respecto al cumplimiento de la
mayoría de las obligaciones en cuanto ciudadano responsable, así
como el paradigma de buen juicio en los asuntos jurídicos y sociales.
Ahora bien, el bonus vir del lenguaje jurídico romano no es única-
mente el término propio del individuo responsable en el ámbito de
los negocios o de la vida familiar, como suele afirmarse, sino también
el del ciudadano ejemplar42, con todo lo que ello implica; es decir,
que el término tiene, a nuestro juicio, una dimensión pública que la
interpretación interesada de la jurisprudencia liberal (reforzada por
el positivismo jurídico del siglo XIX) ha tratado de oscurecer. El
modelo de conducta que proponen los juristas no es, pues, el del indi-
viduo que disfruta de su libertas evitando toda interferencia del poder
público o la comunidad, o el del hombre de negocios calculador que
no descuida su beneficio, sino, por el contrario, el del ciudadano que
asume consciente y libremente sus deberes hacia sus compatriotas y,
en abstracto, hacia la res publica43. De ahí que resultara innecesario
un desarrollo normativo coactivo y reglamentista de muchos institu-
tos jurídicos comunitarios, puesto que éstos funcionaban socialmente
de forma consuetudinaria en el marco de la res publica.

4. Conclusiones
Hasta aquí hemos trazado, de forma muy superficial, algunos
de los rasgos que caracterizan axiológicamente los textos jurídicos
romanos conservados y transmitidos por la Compilación justinianea,
y que, a nuestro modo de ver, sitúan al Derecho romano clásico en
la órbita de la tradición republicana, lo cual explica en parte que
algunos de los artífices de la recuperación de la visión republicana
antigua y el humanismo cívico en las ciudades del Norte de Italia

42 Cf. Cato, agr., praef.; 2; Rhet. Her. 1, 12, 21; Cic. Sest. 98; Catil. 1, 32; 2, 19;
Mur. 50; 52; Sall. Hist., frg. 1, 12; etc. (véanse más testimonios en Thesaurus
Linguae Latinae, s.v. bonus).
43 A este respecto, parece oportuno repetir las palabras de Ihering en su Espíritu
del Derecho Romano (Ihering [1998:460 y 477]): “los intereses del Estado eran,
pues, no sólo directa, sino indirectamente, los del individuo, como los intereses
de la sociedad son los intereses de todos los asociados. El amor al Estado no
es, pues, un acatamiento a cualquier ser moral extraño, sino la subordinación
de fines puramente particulares a fines generales, del interés especial al interés
general (…) el sistema de la libertad individual no descansa sobre una actitud
puramente negativa e indiferente respecto al individuo, sino que tiene su fun-
damento en la voluntad positiva del Estado”.

224 |
fueran precisamente juristas formados en el Derecho romano justinia-
neo (Viroli, 1992:53 y ss.). Con todo, aun si esta interpretación fuera
cierta (lo cual es, sin duda, muy discutible y requiere de más profun-
das investigaciones), no puede negarse que el Derecho romano ha
servido históricamente a causas muy diferentes de la del republica-
nismo, y ha sido utilizado tanto por los defensores del absolutismo en
la Edad Moderna como por los partidarios del liberalismo económico
en la Edad contemporánea. Ello obedece a la propia ambigüedad de
los textos romanos, en los que se superponen estratos textuales y
jurídicos procedentes de épocas muy diversas, y que encuentran su
cristalización definitiva en una época de férreo absolutismo imperial.
Frases clásicas, como las famosas ‘princeps legibus solutus est’ (Ulp.
Dig. 1,3,31)44 o ‘quod principi placuit legis habet vigorem’ (Ulp. Dig.
1,4,1)45 han justificado ideológicamente el absolutismo imperial o
regio en distintas épocas históricas, y han contribuido a diluir el aire
republicano que respira el conjunto de la tradición juridica romana, a
nuestro juicio. Asimismo, una desnaturalización del sentido profundo
de la libertas romana, deprimiendo los valores ético-políticos que le
servían de fundamento y que no siempre aparecen explícitamente en
los textos, ha servido a su vez para respaldar el supuesto aislamiento
técnico del Derecho privado respecto a las dimensiones políticas
y sociales en que se mueve, y para justificar con el prestigio del
Derecho romano el puro juego apolítico de las fuerzas del mercado.
Estas manipulaciones del Derecho romano han existido, sin duda, y
han contribuido a dar una imagen del mismo unas veces de instru-
mento rancio y antiliberal, y otras, por el contrario, de mercantilista
y antisocial. Con estas líneas no hemos pretendido sino aportar una
visión alternativa de ese ordenamiento quizá menos inexacta que
estas otras, y, al mismo tiempo, hacer alguna justicia a su contribu-
ción al conjunto de la tradición republicana, de la que que tal vez
puedan extraerse también algunas lecciones para el presente. La más
evidente, a nuestro juicio, es la siguiente: ningún sistema jurídico
que busque salvaguardar la libertad de los ciudadanos a quienes va
dirigido podrá sostenerse, por perfecto que se pretenda, sin una ac-
titud comprometida de éstos en defensa de esa misma libertad, lo
que significa ante todo una activa participación en los asuntos de
la res publica, puesto que es la arena en la que se juegan las cartas
institucionales que permiten el ejercicio de los derechos propios, y

44 Sobre la historia y significado de esta máxima, véase, últimamente, Wetzler


(1997:63 y ss.).
45 Al respecto, véase Veen, en Spruit/van de Vrugt (1987).

| 225
sin una preocupación permanente por la suerte de los conciudadanos,
ya que las instituciones jurídicas por sí mismas difícilmente actuarán
con eficacia sin el lubricante de una constante cooperación social. O
como ya dijo el eximio poeta latino Ennio, en un verso que viene a
resumir magistralmente todo lo dicho en estas páginas:

Moribus antiquis res stat Romana virisque46.

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en Cic. rep. 5, 1, 1).

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230 |
8
CIUDADANÍA REPUBLICANA
Y VIRTUD CÍVICA

por Javier Peña

El concepto de virtud cívica está inseparablemente ligado a la ciu-


dadanía en la más antigua y robusta concepción de la misma: la
republicana. Para los republicanos, que consideran a los individuos
teniendo presente su aspecto público de ciudadanos, la libertad de
éstos se asienta en la ley común emanada de las instituciones de
la república, que les mantiene a salvo de la interferencia arbitraria
de poderes ajenos; pero éstas dependen a su vez de la virtud de los
ciudadanos, de la disposición cívica que sostiene y alimenta con su
entrega y dedicación el interés público, y hace frente a la tendencia
a la corrupción, es decir a la privatización de lo público en provecho
de intereses privados.
Sin embargo, esta apelación a la virtud cívica fue tornándose con
el tiempo extraña a la concepción común de la ciudadanía. Como
veremos más adelante, la representación moderna del hombre y de
la política culminó en el siglo XVIII en la concepción liberal, basada
en individuos interesados en sí mismos y en maximizar su utilidad,
para los que la esfera pública es en el mejor de los casos un instru-
mento para salvaguardar sus derechos e intereses. La virtud cívica, el
compromiso participativo de los ciudadanos con el bien de la ciudad
aun por encima de sus propios intereses, pareció algo propio de otras
sociedades y de otra época (la de “los antiguos”, en la consagrada
expresión de Constant), pero anacrónica en las sociedades modernas,
en las que los individuos velan ante todo por sí mismos, y no pueden
identificarse con las extensas y anónimas colectividades complejas.

| 231
El mismo término “virtud” suena a rancio en el lenguaje ordina-
rio, y parece estar fuera de lugar en el discurso político. Habituados
como estamos a la representación de la política en términos de dere-
chos e intereses, la invocación de la virtud resulta, o bien peligrosa
(puesto que –se dice– una política moral, que no se limita a asegurar
derechos, sino que trata de implantar políticamente la virtud, puede
imponer despóticamente la visión del bien de una minoría ilustrada,
como ocurrió en la época del Terror jacobino), o innecesaria (porque
bien pueden las instituciones y mecanismos de la democracia liberal
suplir la escasa virtud de los ciudadanos); o, en todo caso, necesaria,
sí, pero esperable sólo de unos pocos ciudadanos virtuosos, que apor-
tan su contribución extraordinaria para salvaguardar la continuidad
de las instituciones cívicas, cubriendo los déficit que resultan del
egoísmo generalizado que cabe esperar del resto. Pedir virtud a la
mayoría de los ciudadanos sería poco realista.
No obstante, la noción de virtud cívica ha vuelto a renacer hoy,
juntamente con la de ciudadanía; vuelve a introducirse en el vocabu-
lario político. La recuperación actual de la noción de ciudadanía está
ligada al fracaso de la concepción de los sujetos políticos en términos
meramente individualistas e instrumentales. La política concebida
como agregación de intereses, la visión mercantil de la política, para
la que el ciudadano es un consumidor, tal como propone la “teoría
económica de la democracia” se muestra incapaz de generar lealtad
y cooperación activa de los ciudadanos1. Hoy parece indudable que
las sociedades democráticas no pueden basarse sólo en un conjunto
de instituciones y procedimientos, sino que dependen de ciertas cua-
lidades y actitudes de sus miembros, como la tolerancia, la respon-
sabilidad, la participación y el compromiso con el sistema político.
Es decir, que las sociedades democráticas necesitan hoy ciudadanos
que se conciban a sí mismos como miembros comprometidos con los
asuntos públicos de su comunidad, y no simplemente como titulares
de derechos y clientes acreedores a ciertas prestaciones.
Por tanto, de la mano de la revitalización de la ciudadanía viene
la de la virtud cívica; incluso desde una perspectiva liberal aparece
hoy como necesaria la contribución virtuosa de los individuos, in-
dependiente de su estrecho interés particular, para la consecución
de los bienes públicos. No son sólo los comunitaristas quienes rei-
vindican la virtud en la política, sino que muchos teóricos liberales
destacan la necesidad e importancia de la virtud –o, más exactamente

1 Cf., entre otros, Dagger (1997:105 y ss.).

232 |
de las “virtudes liberales”2–, y cunde en general la preocupación por
la presencia de valores cívicos en la educación3. (Otra cuestión es
si estas virtudes invocadas por el liberalismo pueden considerarse
equiparables a la virtud cívica republicana. Virtudes como la tole-
rancia, la urbanidad, el respeto a la ley, la paciencia, la moderación
en las demandas, etc., no son desdeñables, pero son en buena me-
dida virtudes referidas más bien al respeto a los derechos ajenos y
al cumplimiento de la ley que a la defensa y promoción del interés
público. Reflejan una concepción individualista e instrumental de la
disposición cívica).
Pero pese a esta rehabilitación de la virtud en la política, la idea
de la virtud cívica sigue resultando problemática, porque en principio
parece contraintuitiva. ¿Por qué deberían los individuos abandonar
“lo suyo”, sus intereses privados, para ocuparse de los asuntos colec-
tivos? ¿Cómo convencerles de que les trae cuenta dedicar su tiempo
y su esfuerzo a tareas que en el mejor de los casos no mejorarán
sensiblemente su situación particular, siendo además el peso de su
contribución insignificante, y habiendo instituciones públicas a las
que se les asignan estas tareas y se les retribuyen con los fondos
procedentes de los impuestos?
La cuestión, en una palabra, es si es realmente necesario apelar
a la virtud cívica y, si lo es (como sostiene el republicanismo), qué
sentido tiene. A menudo se entiende la virtud cívica desde una pers-
pectiva instrumental: el comportamiento virtuoso, aunque implique
un sacrificio del interés inmediato, es útil para la satisfacción de los
propios intereses a largo plazo. Ésta parece una respuesta lógica en
una perspectiva liberal, que considera la conducta cívica conforme
a la orientación característica de los participantes en las relaciones
del mercado. (Como más abajo se dirá, hay también republicanos
2 Así por ejemplo, Galston (1991:18-19), afirma que “el liberalismo está com-
prometido con una concepción específica del bien humano (...). Para perseguir
esta noción de la justicia y del bien humano, las sociedades liberales han de-
sarrollado a lo largo del tiempo sus instituciones y prácticas características:
gobiernos representativos, sociedades plurales, economías de mercado, ámbitos
privados de acción. A su vez, sostener estas disposiciones y prácticas requiere
de los ciudadanos liberales excelencias y rasgos de carácter específicos: las
virtudes liberales. Esas virtudes no son en modo alguno naturales e innatas.
Por consiguiente, las comunidades liberales deben estar especialmente aten-
tas a los procesos, tanto formales como informales, por los que estas virtudes
se refuerzan o se desgastan”. Sobre el interés actual por esta cuestión, véase
Berkowitz (2001). Sobre la virtud cívica y el liberalismo, pueden verse también
Dagger (1997) y Macedo (2000), entre otros.
3 Véanse por ejemplo Dagger (1997), Gutmann (2001), Macedo (2000), Kymlicka
(2001).

| 233
modernos que mantienen este enfoque). La tesis que aquí sostendré,
sin embargo, es que la concepción de la virtud cívica como un ins-
trumento político (como un medio para posibilitar los intereses de
los ciudadanos), en términos de eficiencia, es insuficiente para justi-
ficarla y, lo que es aún más importante, para asentarla en la práctica.
Defenderé, en consecuencia, que es preciso recuperar el valor intrín-
seco que tuvo la virtud cívica en la teoría republicana clásica, donde
estaba ligada a la vida buena, concebida sobre todo como gobierno
racional de sí mismo, en términos de autonomía. Sólo así puede la
demanda de virtud pública apoyarse sobre bases sólidas.
Por descontado, no pretendo abordar todas las cuestiones que
pueden plantearse a propósito de la virtud cívica. Mi exposición se
ceñirá al tema del lugar y sentido de la virtud cívica para la ciudada-
nía (en particular, para la ciudadanía republicana). Desarrollaré mi
argumentación a través de los pasos siguientes: me referiré primero
(1) a algunas concepciones de la ciudadanía, de la Antigüedad al Re-
nacimiento, en las que la virtud cívica se consideraba indispensable y
ligada al bien del hombre; (2) consideraré luego la inflexión moderna
de la noción, que se desliga progresivamente de su raigambre moral,
e incluso queda desplazada por la idea de una política sin virtud; (3)
trataré, por último, de explicar qué sentido de la virtud cívica debe a
mi juicio recuperar el republicanismo actual, no sólo para ser fiel a
lo mejor de su tradición, sino para constituir una alternativa teórico-
política específica.

1. Virtud cívica y vida buena en el


republicanismo, de la Antigüedad al
Renacimiento
Conviene quizá comenzar introduciendo una mínima aclaración
preliminar sobre el concepto de “virtud cívica”. En una primera
aproximación (que habrá de ser matizada posteriormente), podría-
mos decir que la virtud cívica se refiere a una relación del individuo
con su propia comunidad política, caracterizada esencialmente por la
disposición de anteponer el bien público a sus intereses privados4.
Ahora bien, esta disposición puede concebirse de distintas ma-

4 Cicerón (1986:I, 1, 1) propone como modelo a Catón, que “prefirió bregar en


medio de este mar tempestuoso [de la política, JP] que vivir deleitosamente en
el retiro de una vida tranquila y sosegada”.

234 |
neras, y por tanto podemos considerar distintos modos de concebir
la virtud cívica.
El más radical sería la del que podríamos llamar (aun a riesgo de
deformar la verdad histórica) el modelo espartano. Es un modelo de
fusión de lo particular y lo público, en el que lo individual como tal
desaparece, a favor de la comunidad5. No se concibe el bien humano
sino por y en la participación o comunión en la ciudad, en lo públi-
co, porque la ciudadanía absorbe (o se identifica con) la identidad
individual: no hay propiamente bien privado. Aquí no es separable lo
que pudiéramos llamar “vida buena de la ciudad” de la vida buena de
cada uno. Esta fusión caracteriza a aquellas sociedades tradicionales
en las que apenas hay margen para el desarrollo de identidades y
proyectos individuales susceptibles de ser distinguidos de la vida
común, pero también a modelos teóricos como el de los guardianes
de la República de Platón6 (y tal vez, de hacer caso a sus críticos
liberales, a la propuesta de Rousseau).
Este modelo de fusión entre bien público y bien privado (o, según
algunos, de absorción) es blanco de la crítica liberal al republicanis-
mo, de Hobbes a Berlin o Popper. Defiende, dicen, la libertad de la
comunidad como tal, pero no la de los ciudadanos como individuos.
La virtud republicana sería así adecuada a una situación histórica en
la que aún no se ha desarrollado una sociedad de individuos (una
sociedad civil) independiente del Estado, y donde la suerte de cada
uno es inseparable de la comunidad. En tales circunstancias, la super-
vivencia misma requiere una entrega incondicional a la comunidad, y
no hay lugar para fines individuales. Pero esta virtud es impensable
en una sociedad moderna, y peligrosa, denuncia la crítica liberal,
porque alienta una imposición totalitaria de la colectividad (o, en
realidad, de la minoría dominante en ella) sobre los individuos.
(Por nuestra parte, podríamos apostillar que en un modelo así no
cabe propiamente la virtud, puesto que ésta requiere que el ciudadano
pueda decidir la opción por los fines de su acción, tener autonomía
para ser virtuoso –Cf. A. de Francisco, 1999:45–).
Podemos considerar que el llamado “humanismo cívico” de la
Florencia renacentista constituye otro modelo de ciudadanía y de
virtud cívica. En contraste con el pesimismo antropológico del agus-
tinismo medieval y la exaltación de la vida contemplativa, autores
5 Sobre la noción “espartana” de la virtud, cf. Doménech (1989:197-200).
6 Platón (1988:464 a): “¿Y no participarían nuestros ciudadanos, más que los
de ninguna otra parte, de algo común a lo que llamará cada cual ‘lo mío’?
Y al participar así de ello, ¿no tendrán una máxima comunidad de penas y
alegrías?”

| 235
como Bruni, Palmieri o Salutati presentan en la Florencia del siglo
XV una visión fáustica de la vida humana secular, y sostienen que
la autorrealización humana radica sobre todo en la vita activa; la
tarea del hombre no es acomodarse a un orden inmutable, sino crear
un orden político en medio de un mundo inestable. Por eso, para el
humanismo cívico la política es la más noble de las empresas huma-
nas. El hombre es un ser esencialmente político, cuya naturaleza es
de tal modo que sólo se realiza y se perfecciona en la participación
activa en la vida pública, en el espacio del vivere civile. Y la virtud
es sobre todo virtud política, porque la instauración y conservación
de la república es la condición del desarrollo de cualquier actividad y
excelencia individual; sólo hay libertad por y en la ciudad7. Separado
de su existencia cívica, el hombre experimentaría un empobrecimien-
to de su humanidad.
Los humanistas cívicos vinculan de tal modo la autorrealización
individual a la suerte de su comunidad, que pueden llegar a decir,
con Maquiavelo, que los ciudadanos deben “amar a su patria más
que a su alma” (Istorie fiorentine, III, 7): la virtud cívica prevalece
sobre las demás. Hay aquí, desde luego, una fuerte afirmación de la
individualidad, y una demanda de reconocimiento a través de la fama
(bien presente, por cierto, también en la república romana) que no se
daba en el modelo anterior; pero con todo, se trata de una afirmación
y reconocimiento del individuo ante todo (y necesariamente) como
ciudadano. Razón por la cual el humanismo cívico despierta el recelo
de liberales como Rawls, que considera que se trata de un regreso
al entronizamiento de lo que Constant llamó las “libertades de los
antiguos” e incorpora todos sus defectos” (Rawls, 1996:240-241).
El humanismo cívico aparece ante los liberales como una versión
excesivamente politizada de la ciudadanía, y aun de la humanidad,
que antepone erróneamente el ciudadano al hombre, lo público a lo
privado.
Es en Aristóteles donde podemos encontrar, a mi juicio, una con-
sideración más apropiada y equilibrada de la relación entre ciudada-
nía y virtud cívica. Por eso voy a considerar algo más detenidamente
su postura.
Lo que traducimos al castellano como “virtud” es excelencia (de
un objeto, de un órgano, de un oficio, o del hombre como tal). La
“virtud cívica” o política es entonces “buena ciudadanía”: consiste
en ejercitar bien la condición de ciudadano. Pues bien: Aristóteles
reconoce que no se identifican estrictamente el buen ciudadano (po-

7 Véanse al respecto Pocock (1975) y Spitz (1995).

236 |
lítes spoudáios) y el hombre bueno (áner agazós), tanto porque la
noción de “buen ciudadano” está ligada a un régimen particular –se
es “buen ciudadano” respecto a un régimen determinado–, como
porque, en todo caso, la excelencia en la ciudadanía no requiere la
plena excelencia humana (Aristóteles, 1989b:III, 1276 b16-1277 a
5): ni en la mejor ciudad sería preciso que los ciudadanos fueran
moralmente intachables (como tal vez pretendía el Platón de la Re-
pública). Dicho de otro modo, ni la virtud cívica se confunde con la
virtud moral, ni la vida cívica agota el ámbito, más ancho y hondo,
de la vida buena.
Pero, por otra parte, sí tiene que ver, y mucho, la ciudad con el
logro de la vida buena, y por tanto la virtud cívica con la adquisición
por parte de los ciudadanos de su excelencia como hombres.
En primer lugar, porque el fin último de la política no es propor-
cionar seguridad e independencia privada, o facilitar la producción y
el intercambio8, sino precisamente hacer posible la vida buena, como
señala el filósofo desde el primer libro de su Política: la ciudad “sur-
gió por causa de las necesidades de la vida, pero existe ahora para
vivir bien” (Aristóteles, 1989b:I, 1252 b29-30). Aristóteles deja claro
que, a su juicio, una ciudad es algo más que una alianza defensiva,
o una sociedad para garantizar los derechos de los ciudadanos y la
justicia de los intercambios. Es una comunidad que propicia que los
ciudadanos alcancen una vida plena (teléia) y satisfactoria por sí
misma (autarkés) (Aristóteles, 1989b:III, 1280 b30-35). Sin entrar
aquí en detalles respecto al contenido de una vida buena, podemos
apuntar que se trata de una vida propia de un ser dotado de lógos, no
meramente animal, que se constituye en, y disfruta de, la relación con
los demás sujetos racionales, especialmente a través de la palabra,
que se liga a ellos con vínculos de solidaridad, aunque mantiene la
digna autonomía y el dominio de sí del magnánimo descrito en la
Ética a Nicómaco, y que se desarrolla en el ejercicio de las virtudes
morales e intelectuales.
Y la ciudad contribuye a este objetivo, porque es en el ejercicio
de la ciudadanía, guiado cada uno por el ejemplo y el juicio de los
mejores ciudadanos, encauzado por el modelo ético expresado en las
leyes, como se adquieren las virtudes: “los legisladores hacen bue-
nos a los ciudadanos haciéndoles adquirir costumbres” (Aristóteles,
1989a:II, 1103 b 3-4). Por eso advierte Aristóteles que no es posible
separar la dirección de la propia vida de su marco político: “quizá

8 Tal como, podríamos añadir, se tiende a pensar ordinariamente en las sociedades


actuales.

| 237
no es posible el bien de uno mismo sin administración doméstica
(oikonomía) y sin régimen político (politéia)” (Aristóteles, 1989a:
VI, 1141 b22-1142 a 10). De manera que el ejercicio de la virtud
cívica, la excelencia en la condición de buen ciudadano (alguien que
participa en las tareas deliberativas, judiciales y de gobierno, que
combate con valor y que toma parte en las liturgias, en el teatro y en
los actos públicos en general) es, no sólo condición de posibilidad
de la vida buena, sino parte de la misma.
Además, entre la virtud cívica y la virtud moral hay una afinidad
sustancial. Ambas tienen como fundamento la prudencia o phrónesis,
la capacidad de deliberar y resolver racionalmente respecto a los
fines esenciales de la vida humana; la prudencia es el núcleo de toda
virtud moral, que no se da sin ella. Es revelador que el modelo del
prudente sea en la Ética a Nicómaco un político, Pericles (Aristóte-
les, 1989a:1140 b 7-8), alguien capaz de reflexionar sobre su propia
vida y a la vez sobre la del conjunto de sus conciudadanos. Y que
en la Política la prudencia sea la virtud específica del gobernante
–exigible por tanto a todos los ciudadanos de una polis democrática
en cuanto a todos les corresponde desempeñar en un momento u otro
determinadas magistraturas.
Esto implica, en primer lugar, que la virtud cívica genuina no es
una disposición ciega, una entrega irreflexiva: no se identifica con
una devoción insensata o un ardor bélico que desprecia la propia
vida. La virtud cívica republicana es propia de un ciudadano capaz
de deliberar sobre los fines de su vida propia y de la pública. Y en
segundo lugar, que el buen ejercicio de la ciudadanía no es meramen-
te aplicación de una capacidad técnica de sopesar las circunstancias
y elegir las estrategias adecuadas para el logro de objetivos presu-
puestos, sino que implica una conciencia clara de lo que constituye
una vida verdaderamente buena (no podríamos calificar de prudente
a un hábil tirano, por ejemplo: porque no sabe cómo vivir bien),
además de (y por ello) la práctica de la valentía, la moderación y la
justicia9.

9 “Es imposible que les vaya bien a los que no obran bien, y no hay obra (er-
gon) buena del individuo ni de la ciudad fuera de la virtud y la prudencia. La
fortaleza, justicia y prudencia de la ciudad tienen la misma eficacia y la misma
forma que las que hacen que el hombre que participa de ellas sea llamado justo,
prudente y morigerado”. (1989b:VII, 1323 b31-36).

238 |
2. La disociación moderna de virtud cívica
y bien humano
Pero el vínculo entre virtud cívica y vida buena tendió a dejar de
ser obvio para los modernos. Así ocurrió, desde luego en la corriente
que a la postre resultó triunfante, la liberal, que acaba por proponer
una política sin virtud cívica, relegando en todo caso las virtudes
al ámbito íntimo y a la sociedad civil. Pero incluso en el “bando”
republicano la virtud cívica perdió gran parte de la presencia e impor-
tancia que había tenido. Tendió a ser reemplazada por mecanismos
institucionales, o en todo caso a quedar des-moralizada, a convertirse
en virtud meramente política, dentro de una esfera política en la que
desaparece la referencia a la vida buena.
En el origen de este eclipse de la virtud cívica hay que situar, en-
tre otros factores, pero muy en primer lugar, la concepción antropo-
lógica que subyace al giro realista de la teoría política moderna, cuyo
comienzo se atribuye precisamente a Maquiavelo. Frente al enfoque
moralizante de los “espejos de príncipes”, Maquiavelo sostiene que
“...es necesario que quien dispone una república y ordena sus leyes
presuponga que todos los hombres son malos” (1987:I, 3, p. 37) (lo
que, como se recordará, es según Schmitt una premisa obligada de
toda teoría política10). En otras palabras, para comprender la realidad
política, y para intervenir en ella, es preciso atenerse a la interacción
social tal como es, es decir, dominada y orientada por los afectos
pasionales, sin hacerse ilusiones respecto a la posibilidad de contro-
lar y modificar los motivos y las disposiciones de la acción. (No es
éste el lugar apropiado para detenerse a examinar las bases de este
enfoque pesimista, que hunde sus raíces en el cristianismo paulino
y agustiniano, así como en la experiencia de los agudos enfrenta-
mientos con los que se abre la Edad Moderna; lo cierto es que, de la
mano de luteranos y calvinistas, se generaliza ya desde la segunda
mitad del siglo XVI).
Desde luego, si se adopta la premisa de que los hombres son
irremediablemente “malos”, es decir que son sujetos insaciables de
deseos de riqueza, fama y poder, definitivamente siervos de sus pa-
siones, porque su dotación psicológica es irreformable, como hacen
buena parte de los teóricos modernos de la política11, la demanda re-

10 Schmitt (1991:90): “...todas las teorías políticas propiamente dichas presuponen


que el hombre es ‘malo’”. La argumentación se recoge en las páginas 87-97.
11 Recuérdese, por todos, el planteamiento de Hobbes: sujetos egoístas que tratan
de satisfacer a toda costa deseos que no son capaces de gobernar, y que han de
recurrir a un poder que les obligue a coexistir por el temor.

| 239
publicana de virtud cívica como disposición al bien público resultará
forzosamente excesiva, fuera de lugar, y habrá de ensayarse otra vía
de ordenación de la coexistencia social12.
En su ya clásico ensayo, Las pasiones y los intereses, Hirschman
expone las alternativas que cabían a partir de esas premisas; o recurrir
a la represión, o aprovechar las pasiones humanas, haciéndolas traba-
jar para el bien general (tal como propone Mandeville en La fábula
de las abejas: los vicios privados del orgullo y el lujo alimentan el
desarrollo económico y cultural), o bien utilizar una pasión com-
pensatoria que fuera capaz de contrarrestar el peso de las pasiones
dañinas. Esta última solución es, según Hirschman, la que acabó
por imponerse; y esa pasión es el interés, que aparece como una
pasión tranquila y razonable, que proporciona una base realista para
un orden social viable, sin necesidad de presuponer una disposición
virtuosa de los miembros de la sociedad (cf. Hirschman, 1999).
De esta manera, pese a partir de una representación nada optimis-
ta de la naturaleza humana –un sujeto egoísta, interesado en sí mis-
mo, un maximizador de utilidad–, podía llegarse, según los teóricos
modernos del liberalismo, a una cooperación pacífica y fructífera,
sin exigir una inverosímil transformación de la naturaleza humana,
ni recurrir a la coacción externa: una “mano invisible” armonizaría
los esfuerzos de los individuos, cada uno de los cuales persigue su
propio interés, en beneficio del conjunto. El mercado constituye el
medio más eficiente de utilización y asignación de recursos y de
coordinación de las actividades. Y la actividad económica guiada
por los intereses permite moderar la coacción política, puesto que la
interferencia de los gobernantes en el sistema económico redundaría
en perjuicio de sus propios beneficios, según explica Montesquieu
(1985:XXI, 20). E incluso cabe pensar que el comercio puede tener
consecuencias más ventajosas desde el punto de vista moral que
la antigua virtud republicana; el doux comerce, observa el jurista
francés, traerá consigo apacibilidad, amabilidad, disposición al com-
promiso, honestidad (1985:XX, 1). En una palabra, la virtud ya no
es necesaria, porque los mecanismos de un adecuado diseño institu-
cional (como el de la monarquía británica) y los hábitos que exige la
nueva sociedad manufacturera y comercial pueden producir efectos
tan ventajosos sin necesidad de sacrificios antinaturales.

12 Dicho sea de paso, el reconocimiento del peso de los afectos pasionales en la


vida real, que comparte también el republicanismo clásico, no implica necesa-
riamente que se considere imposible modificar los deseos y actitudes, tanto a
escala individual como colectiva.

240 |
Más aún, en el debate entre los modelos de ciudadanía que Po-
cock denomina “mercantil” y “cívico”, entre comercio y virtud, que
ocupa buena parte de las reflexiones teóricas del XVIII, el primero
de los bandos pasa al ataque: no sólo se afirma la posibilidad de una
política sin virtud, sino que se presenta la virtud cívica republicana
como una disposición incompatible con una sociedad civilizada, e
incluso condenable desde el punto de vista moral. La comparación
entre la sociedad antigua y la moderna resulta ventajosa para ésta
última, no ya sólo en términos de progreso material y cultural (pro-
greso técnico, bienestar material, acceso al lujo), sino incluso en
términos morales. La pretendida virtud de los antiguos está asociada
a la institución y las prácticas inhumanas de la esclavitud –observa
Hume (1982)–; sus guerras son más sangrientas y destructoras, los
conflictos entre facciones políticas y los cambios en el gobierno sólo
pueden dirimirse violentamente; reinan la crueldad y la envidia. In-
cluso su celebrado espíritu cívico se basa en el vínculo indisoluble
entre la subsistencia de la ciudad y la del propio individuo, y en la
ausencia de fines y riqueza particulares. Por el contrario, en la socie-
dad civilizada pueden desarrollarse auténticas virtudes, como las que
acabo de mencionar. (Las cuales, nótese, son virtudes sociales, no ya
propiamente políticas; es cierto que la teoría liberal no está por entero
disociada de la virtud, pero esta virtud está privatizada13). Comienza
aquí un interesado intento de asociar la virtud cívica republicana con
una moral viril, marcial y particularista, que continúa hasta hoy.
No obstante, los mismos ilustrados que juzgan imposible e in-
deseable la antigua virtud muestran reparos respecto al rumbo de
las sociedades modernas. La fábula de los Trogloditas, narrada por
Montesquieu en sus Cartas persas, ilustra la tensión entre moderni-
dad y virtud. Vemos allí cómo un pueblo que vive virtuosamente, con
tanta simplicidad como felicidad, en el que se asocia fraternalmente
el interés de cada uno al de los demás, que no conoce la codicia ni
necesita gobierno, decide un día elegir un monarca. El escogido, un
virtuoso anciano, observa cómo esta opción significa en realidad la
aceptación de un yugo ajeno; los trogloditas ya no son capaces de go-
bernarse a sí mismos, y necesitan preceptos externos que cumplan la
función de la virtud, a cambio, eso sí, de poder entregarse sin trabas a
la búsqueda de la prosperidad económica y el deleite (Montesquieu,
2000:52-60, cartas XI-XIV). Los trogloditas...

13 Spitz (1995: 304): “La politesse, el gusto y la probidad sustituyen a la vida


cívica en la definición del hombre civilizado”.

| 241
“intentan cambiar su libertad en el sentido de autonomía
por la libertad en el sentido moderno, liberal, de constric-
ciones legales, políticas y comerciales que aseguran derechos
personales y libertades económicas” (Sher, 1994:380).
La política sustituye a la virtud, que no puede subsistir en las
modernas sociedades; pero no es menos cierto que a Montesquieu le
resulta inevitable considerar con una cierta nostalgia la virtud antigua
a la vista de la corrupción y de los efectos deshumanizadores de la
sociedad comercial, basada en el interés propio14. Bien lo vieron así
mismo los filósofos morales de la Ilustración escocesa, como Smith
o Ferguson, quien en su Ensayo sobre la sociedad civil alerta sobre
los riesgos derivados de convertir el interés económico en motor de
la vida social, y subraya la necesidad de mantener la virtud política
para evitar el despotismo.
Esta apelación nostálgica a la virtud cívica vendría a ser entonces
una victoria parcial del republicanismo incluso en el momento del
triunfo del modelo liberal. Sin embargo, se reconocía que la virtud
era algo costoso y raro –los mismos republicanos habían insistido
desde antiguo en la necesidad de mecanismos de control del poder,
para impedir que éste se separe de la ciudadanía y se concentre en
favor de una minoría–; y mucho más aún en una sociedad moderna,
en la que los intereses y fines privados han conocido un extraordina-
rio desarrollo. Y el propio republicanismo moderno parece a menudo
convencido de la imposibilidad de la virtud, de la imposibilidad de
mejora o transformación moral de los ciudadanos, y acepta la men-
cionada concepción del hombre como un preferidor irreformable,
movido exclusivamente por el deseo de maximizar su propio interés.
La disposición virtuosa parece algo tan estimable como imposible
de conseguir. El propio Rousseau, a la vez que reafirmaba la libertad
republicana, admitía que era inapropiada para los Estados moder-
nos, y sólo realizable en una pequeña sociedad no corrompida por
el comercio y por el lujo, como la de Córcega (cf. Goldsmith, en:
Wootton, 1994:232).
Dados estos presupuestos, una posible solución al problema de la
necesidad de disposiciones virtuosas consiste en la “mecanización”
de la virtud (Pocock): se trata de confiar al diseño racional de las
instituciones la tarea de producir conductas apropiadas, de manera

14 El mismo Montesquieu (1985:XX, 2) muestra su preocupación por los efectos


morales de la extensión del comercio: “En los países dominados solamente por
el espíritu del comercio se trafica con todas las acciones humanas y con todas
las virtudes morales”.

242 |
que los hombres actúen como si fueran virtuosos o, si se quiere,
que se les haga ser virtuosos institucionalmente. Éste era el mérito
de la Serenísima República de Venecia para sus contemporáneos
(el “mito de Venecia”: las instituciones garantizan la racionalidad
de las decisiones y la virtud de los que deciden), y el criterio que
hizo fortuna en el republicanismo neerlandés. La tesis es que no hay
que presuponer la virtud de los ciudadanos para la salvación de la
república, sino que, contando con sus pasiones e intereses efectivos,
hay que establecer una estructura política de la que, en el mejor de
los casos, la virtud política será una consecuencia, y, en el peor, las
instituciones cumplirán el papel de la virtud. Como dice el más lúcido
de los republicanos neerlandeses, Baruch Spinoza:
“hay que organizar de tal forma el Estado que todos, tanto
los que gobiernan como los que son gobernados, quieran o
no quieran, hagan lo que exige el bienestar común; es decir,
que todos, por propia iniciativa o por fuerza o por necesidad,
vivan según el dictamen de la razón”15.
Consideraciones semejantes podemos encontrar en Harrington,
quien afirma en su Oceana que son las buenas normas las que nos
darán buenos hombres, y no al revés; es el ordenamiento institucional
el que garantiza la república contra la corrupción.
Pero es Kant quien expresa magistralmente la cuestión en un céle-
bre paso de La paz perpetua, cuando afirma que el estado republicano
de derecho ha de ser posible, no ya para un pueblo de ángeles (es de-
cir de ciudadanos virtuosos), sino hasta para un pueblo de demonios:
las instituciones contrarrestarán las tendencias egoístas:
“el resultado para la razón es como si esas tendencias no
existieran y el hombre está obligado a ser un buen ciudadano
aunque no esté obligado a ser moralmente un hombre bue-
no” (Kant, 1985 [1795]:38).
Al final, la virtud no sólo ha pasado a ocupar una posición secun-
daria, sino que es realmente prescindible, y se aboca a una posición
como la de Madison, un autor que todavía se considera republicano,
pero para quien el orden político ha de basarse en un diseño en el que
la ambición y los intereses se contrarrestan mutuamente16.

15 Tratado político, VI, 3. Cito por la traducción de A. Domínguez (Madrid, Alian-


za, 1987).
16 Véase la célebre afirmación de Madison en El Federalista, nº 51 (1998:220):
“La ambición debe ponerse en juego para contrarrestar a la ambición. El inte-
rés humano debe entrelazarse con los derechos constitucionales del puesto”.

| 243
Desde luego, mucho habría que añadir y precisar para hacer jus-
ticia al republicanismo moderno, en muchos de cuyos exponentes la
virtud sigue teniendo un papel destacado. Pero lo que he pretendido
aquí es simplemente ilustrar con algún ejemplo esa estrategia de
descargar a los ciudadanos de exigencias morales que se juzgan ex-
cesivas para los miembros de las sociedades modernas, tal como son
(porque, se añade implícitamente, sería ingenuo pensar que puedan
ser de otra manera): egoístas movidos por su propio interés. En el
mejor de los casos, cabe esperar un comportamiento externamente
semejante al del ciudadano virtuoso al que apelaba la tradición repu-
blicana. Ahora bien, se trata, adviértase, de un comportamiento sólo
análogo al virtuoso, pero que no lo es realmente; este ciudadano que
se comporta conforme a las leyes lo que hace en realidad es actuar
de acuerdo con su propio interés particular; tiene una disposición es-
tratégica. Y cabe dudar de que con una disposición semejante pueda
esperarse algo más que el acatamiento pasivo de las normas, en el
mejor de los caos; es de temer que a menudo, a falta de una conexión
evidente entre el contenido de cada norma y el beneficio particular,
haya que recurrir a la coacción para asegurar la obediencia.
Se puede ensayar, entonces, otra solución. Se afirmaría en este
caso que la virtud cívica es necesaria como recurso para sostener la
república, cuya salud es a su vez precisa para que los individuos pue-
dan perseguir y satisfacer sus deseos e intereses privados, cualesquiera
que estos sean. Pero que se trata de una virtud meramente política,
separada de los proyectos morales de los ciudadanos como hombres
y, desde luego, de su connotación clásica de autogobierno. La dis-
posición virtuosa es entonces congruente con una psicología moral
utilitarista y requiere exigencias más débiles del buen ciudadano.
Montesquieu se hace eco de esta “estrategia de separación” cuan-
do, en la “Advertencia del autor” al comienzo de su obra magna, El
espíritu de las leyes, aclara: “lo que llamo virtud en la república es
el amor a la patria, es decir el amor a la igualdad. No se trata de una
virtud moral ni tampoco de una virtud cristiana, sino de la virtud
política”. Y añade que
“el hombre de bien de quien se trata en el libro III, capítulo
V, no es el hombre de bien cristiano, sino el hombre de
bien político, que posee la mencionada virtud política. Es
el hombre que ama las leyes de su país y que obra por amor
a ellas” (Montesquieu, 1985:5).
Aun si probablemente la intención de esa advertencia es evitar
que se entienda que asocia en exclusiva la excelencia moral al repu-

244 |
blicanismo, lo que resultaría embarazoso para el autor en una monar-
quía católica17, lo cierto es que deslinda claramente el compromiso
con la república, y las disposiciones y actitudes a él anejas, como
el amor a la igualdad, la frugalidad, la contención de la ambición
particular, etc., de la excelencia moral, cuyas disposiciones quedan
aisladas del contexto político y convertidas en virtudes privadas.
Esta reducción de la virtud cívica a virtud meramente política
viene de atrás: ya en el mismo Maquiavelo se produce una cierta
transformación de la virtud cívica, propiciada por el marco polé-
mico de la política moderna, que convierte en objetivo primordial
la supervivencia, sin la cual no es posible alcanzar otras metas o
valores, y que hace parecer vacías las recomendaciones morales de
los “espejos de príncipes”, que hacían depender la excelencia política
de los gobernantes de su piedad y moralidad. Sin entrar ahora en el
tan difícil como debatido tema de la relación entre ética y política
en Maquiavelo, y del significado de la virtù maquiaveliana18, no me
parece aventurado afirmar que es la excelencia de quien es capaz de
hacer frente a la fortuna, asegurar el orden político y obtener para
sí la gloria, por cualesquiera medios. Por eso destacan en la virtud
maquiaveliana las cualidades del león, es decir el componente mi-
litar, como en la antigua virtus romana, y del zorro: la capacidad de
previsión, la astucia y la sabia utilización de los afectos humanos
que recorrerán la teoría política del Barroco. Y por eso la nostalgia
de Roma que recorre los Discursos parece a veces tener más que ver
con la grandezza de un Estado fuerte que con el modelo ético de una
comunidad de ciudadanos libres.
Esta disociación entre virtud política y virtud moral recorre todo
el republicanismo moderno. Como observa Doménech “la virtud
de Rousseau –y del republicanismo moderno– no es la areté ática,
no es de ascendencia socrática; a lo sumo, es la virtud espartana, la
capitulación completa, esto es, del individuo frente a la “salud de la
república”, con ignorancia completa de lo que sea el “bien privado”
(Domènech, 1989:197-198).
Y es patente en buena parte del liberalismo contemporáneo. El
de Rawls, por ejemplo, se funda en la separación entre la concep-
ción política de la justicia y las concepciones morales (las “doctrinas
comprehensivas”); una comunidad virtuosa no sería deseable, porque

17 De hecho, en una nota al mismo capítulo 5º de la III Parte afirma que la virtud
política “es la virtud moral en cuanto se encamina al bien general”, lo que pone
en entredicho la tajante distinción incluida en su aclaración inicial.
18 Para lo que remito al artículo del virtuoso republicano que fue Alberto Saoner
(1990).

| 245
habría de ser una comunidad homogénea y cerrada, axiológicamente
unitaria, incompatible por tanto con el “hecho del pluralismo”, de un
mundo en el que coexisten concepciones diversas y hasta encontra-
das del bien; algo que, según observa Rawls, no puede evitarse sino
mediante la represión. Lo que el espacio público requiere es justicia
y derechos, y a lo sumo las virtudes necesarias para la salvaguardia
de esos derechos; pero la vida buena debe ir por otra vía; las esferas
pública y privada deben ser separadas19.
Y algunos republicanos se sienten tentados de aceptar esa premisa
liberal. Así, por ejemplo, uno de los más destacados valedores actua-
les del republicanismo, Quentin Skinner, se apoya precisamente en
Maquiavelo20 para distanciarse tanto de la perspectiva liberal como
de la del neoaristotelismo comunitarista. Sostiene que es posible
defender la tesis republicana de que la propia libertad está ligada
a la de la comunidad, por lo cual es exigible a los ciudadanos la
virtud cívica, que exige tanto virtudes marciales como prudencia y
dedicación al servicio público, sin por ello vincular la libertad a la
realización de ciertas metas o valores.
“Es importante añadir –escribe– que, en contraste con las
tesis aristotélicas sobre la eudaimonía que recorren la filos-
ofía política escolástica, los escritores que estoy consideran-
do nunca sugieren que haya ciertas metas específicas que
necesitemos realizar para considerar que estamos plena o
realmente en posesión de nuestra libertad. Más bien subrayan
que diferentes clases de personas habrán de tener siempre dis-
posiciones diversas, y valorarán por tanto su libertad como
medio para alcanzar fines diversos (....). Ser libre, en suma, es
simplemente no estar constreñido para perseguir cualesqui-
era fines que podamos establecer nosotros mismos”21.
Es comprensible el esfuerzo de Skinner, tanto por evitar la asimi-
lación del republicanismo a un comunitarismo nostálgico que añora
la cohesión comunitaria en torno a una visión compartida del bien,
aunque invoca la tradición republicana en apoyo de sus tesis, como

19 Véase en contra, sin embargo, Dworkin (1993).


20 Skinner (1990a), pp. 293- 309. Cf. también Skinner (1990b)
21 Skinner (1990), p. 302. Cf. También Skinner, (1990 b:257): “La razón que nos
ofrece [Maquiavelo, JP] para el cultivo de las virtudes y para servir al bien
común, nunca es la de que ésos sean nuestros deberes. La razón es siempre que
esas cosas representan, como en efecto lo son, el mejor e incluso el único medio
para asegurar un grado de libertad personal para perseguir los fines que hemos
elegido”.

246 |
por mostrar que el republicanismo es compatible con la distinción
liberal entre lo público y lo privado. Pero ocurre entonces que el
republicanismo se torna instrumental (Sandel, 1996:26): la libertad
para perseguir nuestros propios fines depende de que logremos pre-
servar la libertad de nuestra comunidad, que a su vez depende de la
disposición a anteponer el bien común a nuestros intereses privados.
La exigencia de virtud cívica se justifica sobre un imperativo hipo-
tético (Spitz, 1995:144), un cálculo estratégico que no requiere una
disposición moral, sino que apela a la inteligencia de los ciudada-
nos: conviene adoptar actitudes republicanas para salvaguardar los
derechos e intereses individuales22. Sin duda, se trata de una defensa
realista de la posición republicana; pero cabe preguntarse si no con-
cede demasiado a su adversario, hasta el punto de poner en riesgo el
sentido y la especificidad de una alternativa republicana.
Pues concebida así la “virtud” cívica (si es que es correcto man-
tener este término para designar una disposición semejante), será
siempre un modo de comportamiento que el sujeto mantiene porque
considera que está en su interés hacerlo, porque le resulta más ven-
tajoso adoptar una conducta cooperativa, seguir normas equitativas,
etc., que guiarse por su interés inmediato23, pero que abandonará si
juzga que puede conseguir sus fines de otro modo, o no aprecia en
los demás una disposición a “invertir” en cooperación social en una
medida equivalente. Y si lo que se pretende conseguir es solamente
salvaguardar la libertad negativa, el ámbito de acción no interferido,
es probable que los individuos rehuyan el comportamiento virtuoso,
que es costoso, y que no aprecian por sí mismo (pues, como se ha
dicho ya, el maximizador de utilidad nunca fue virtuoso24). Quizá
una agencia de protección bien diseñada podría proveerles de segu-
ridad y garantizar el “fair play” en los intercambios sin los costes
de la participación ni los conflictos derivados de la discusión sobre
los objetivos comunes. O tal vez sería suficiente con un civismo
“blando”, hecho de buenos modales, tolerancia pasiva, obediencia a
las leyes, etc. Pero aunque así no fuera, en tanto los ciudadanos no
estén internamente convencidos del valor de tener el control de sus

22 Cf. S. Mesure & A. Renaut (1999:185-188). Podríamos incluir en esta posición


también a Viroli (1992).
23 Baurmann (1998:220): “Pero un Homo sapiens es sólo moral y virtuoso cuando
en última instancia la moral y la virtud sirven también a sus propios intereses.
Sigue siendo un maximizador racional de utilidad que, en todo lo que hace, al
menos en el balance final, trata de aumentar su utilidad”.
24 Ovejero (1998:190): “Si la vocación cívica es un instrumento, es que, después
de todo, los individuos no tienen una genuina disposición societaria”.

| 247
vidas, y de que éste sólo puede alcanzarse conjuntamente, su apor-
tación a la consecución de bienes públicos sólo podrá garantizarse
coactivamente, y la tentación de convertirse en gorrón siempre estará
presente. En suma, el valor de la virtud cívica republicana queda
en entredicho si se sigue la lógica liberal del interés, y la política
es concebida como instrumento de agregación de intereses, que no
necesita de recursos morales.

3. Virtud cívica y autogobierno


Cabe preguntarse entonces si una concepción republicana de la
ciudadanía no deberá entender de otro modo el lugar y el valor de
la virtud cívica para los ciudadanos. La tesis que voy a esbozar, por
último, es que la virtud cívica (es decir –recordemos–, el conjunto de
disposiciones que pone en ejercicio el buen ciudadano) tiene para el
ciudadano republicano valor por sí misma: no se justifica como me-
dio para obtener un fin exterior a sí misma, sino que forma parte de lo
que considera una vida digna. Si antes veíamos la virtud como un im-
perativo condicional, ahora podríamos decir que, así considerada, la
virtud es un imperativo absoluto, “categórico” (Spitz, 1995:251).
Al asociar así la virtud cívica al bien del hombre, el republicanis-
mo se sitúa en una posición aparentemente muy próxima al comu-
nitarismo. Precisamente, uno de los ejes de la crítica comunitarista
del liberalismo es la tesis de que el Estado no puede ser neutral
respecto a los valores y concepciones del bien de los ciudadanos,
sino que es necesaria una política formativa “del bien común”, com-
prometida con la promoción de determinadas actitudes y modos de
vida considerados valiosos en sí mismos (no con la satisfacción de
las preferencias agregadas de los individuos), valores que fundan
nuestra responsabilidad y nuestras obligaciones para con la comuni-
dad, y que provienen de ella. La identidad de la comunidad a la que
pertenecemos, forjada en la tradición, incluye un ideal particular de
vida buena, y la virtud cívica es un compromiso con ese ideal. De ahí
que filósofos comunitaristas como Sandel, que se tienen a sí mismos
por republicanos, afirmen que “el gobierno republicano no puede ser
neutral respecto al carácter moral de los ciudadanos o a los fines que
éstos persiguen” (Sandel, 1996:127)25.
Pero a mi juicio, el republicanismo no tiene por qué cargar con los
supuestos que introducen los comunitaristas que apelan a la tradición
25 Véase también Taylor (1997), entre otros lugares.

248 |
republicana. Sandel o Taylor, por ejemplo, vinculan la libertad al
compromiso activo de los ciudadanos con su propia comunidad, a
su participación en los asuntos colectivos. Y advierten, frente a los
liberales, que la destrucción del espíritu público amenaza la liber-
tad en las complejas y burocratizadas sociedades modernas. Hasta
ahí, su posición coincide con la tesis republicana de que la libertad
requiere comunidad política. Pero estos autores tienden a concebir
la comunidad como una comunidad moral, cuya identidad es dada
por valores y prácticas forjados históricamente, que configuran una
idea particular de la vida buena. Y la relación de los individuos con
la comunidad es concebida en términos de pertenencia a esta entidad
que les precede, que es la matriz de su identidad moral, y a la que por
tanto se deben; igualmente, la participación tiende a ser asimilada a
la comunión con los ideales y valores de la comunidad y su “destino
compartido”. En cambio, los republicanos no conciben su comunidad
como una entidad “densa” y homogénea, dotada de una identidad
previa que sólo cabe conservar o abandonar, sino como una ciudad,
una construcción política formada por las leyes forjadas por la deli-
beración y la voluntad de los ciudadanos sobre los asuntos comunes;
son los ciudadanos quienes determinan conjuntamente cómo ha de
ser, en un proceso permanente de revisión y reconstrucción (Pettit,
1999:288). Esto no quiere decir que vuelvan la espalda al “ethos”
comunitario asentado en la tradición; pero como ciudadanos libres
no pueden ligarse a él ciegamente; de lo contrario, su adhesión no
sería propiamente virtud.
Por otra parte, la ciudadanía es una dimensión pública de las
personas, y una moral cívica ha de ser por tanto una moral pública.
Por tanto, requiere compartir aquellas disposiciones que aseguran
la libertad común (las virtudes públicas), pero no necesita homo-
geneidad cultural ni moral: no se apoya en una idea sustantiva del
bien, en un “ethos” denso (véase Heller, 1989). Esto no quiere decir,
sin embargo, que pueda disociarse el cultivo de estas disposiciones
cívicas de una opción implícita por un modo de vivir (en libertad) y
de la preferencia consiguiente por ciertos valores. Pero eso es algo
diferente de sostener una interpretación particular del contenido de la
vida moral privada. Por consiguiente, una política con virtud cívica
no tiene por qué ser perfeccionista, sino que puede aceptar el prin-
cipio liberal de neutralidad –siempre que no se interprete éste como
indiferencia respecto al autogobierno constitutivo de la libertad y a
las disposiciones que éste requiere.
Tampoco requiere el republicanismo considerar que la participa-
ción en la vida política es el más alto bien humano, posición que se

| 249
atribuye a veces al humanismo cívico. Aquí también puede servirnos
Aristóteles de guía. Es posible afirmar a la vez que la vida buena y
la ciudadanía están ligadas, porque la vida buena no puede desa-
rrollarse sino en la ciudad y junto con los conciudadanos (¿cómo
serían posibles de otro modo la amistad, la justicia, el diálogo que
intercambia razones, la actividad intelectual misma?), y que la vida
buena no se reduce sin embargo a las virtudes de la vida práctica,
sino que tiene su más alta expresión, por ejemplo, y según el filósofo,
en la actividad teórica.
Ni la ciudadanía virtuosa implica aceptar forzosamente todas las
actitudes y disposiciones que se han asociado históricamente a la
virtud cívica en la tradición republicana, a menos que se demuestre
que son inseparables de la misma. Así, los republicanos actuales
no tienen por qué considerar que son valiosos el militarismo o el
particularismo patriótico defendidos por pensadores republicanos
del pasado. La virtud cívica tiene una forma genérica permanente
–el compromiso con el bien público y la oposición a la orientación
particularista de la vida–, pero se manifiesta y concreta (como cual-
quier virtud, por otra parte) según las circunstancias de la situación.
Las actitudes que han caracterizado en el pasado al buen ciudadano
republicano, como la defensa activa de lo público y el amor a la
libertad pueden desarrollarse también hoy en movimientos cívicos
cuyo campo de acción trasciende las fronteras de una determinada
ciudad (quizá porque hoy estas actividades sólo pueden desarrollarse
adecuadamente a otra escala).
Hechas estas observaciones, podemos retomar la tesis antes enun-
ciada, y preguntarnos en qué sentido puede decirse que la virtud
cívica está ligada a la esfera moral de la vida buena. Quizá podamos
advertir mejor esa referencia moral de la ciudadanía si tratamos de
dar respuesta a una sencilla pregunta: ¿por qué (o para qué) ser bue-
nos ciudadanos? ¿Qué nos va en ello?
Se puede responder, como hemos visto, que la ciudadanía activa
es la condición de nuestra libertad. Que sólo el esfuerzo sostenido y
la actitud vigilante de los ciudadanos puede garantizar la indepen-
dencia y estabilidad de la república, y con ello nuestra seguridad y
nuestra libertad negativa, la independencia para perseguir los propios
fines, cualesquiera que nos propongamos. Pero a mi entender, eso
no es todo, o no es bastante. Explica por qué la virtud cívica no es
una disposición absurda, contraria a nuestro interés particular. Pero,
como apuntaba poco más arriba, nos deja ante la sospecha de que se
trata de un esfuerzo del que prescindiríamos gustosos si pudiéramos
encontrar fórmulas menos costosas y hace de la virtud un recurso

250 |
precario, porque siempre nos acechará la tentación de seguir la es-
trategia del “free rider” y dejar que los demás soporten las cargas de
la disposición cívica.
Por eso me parece que los buenos ciudadanos encuentran en el
ejercicio de la ciudadanía algo más que un instrumento para sus
propios fines como individuos privados; es para ellos un modo de
vivir dignamente, como sujetos autónomos, y no como súbditos ob-
sequiosos que corren frenéticamente a la menor indicación del prín-
cipe, o como clientes pasivos que a cambio de su ración de servicios
votan a los dirigentes del Estado de Bienestar. Y también de vivir
como sujetos racionales, es decir despiertos (como decía Heráclito),
interesados en el mundo y prestos a discutir con sus conciudadanos,
de igual a igual, qué hacer sobre los asuntos comunes. Los buenos
ciudadanos se indignan ante la corrupción, es decir la degradación
moral de quien, víctima de su afán de acumulación, llega a apropiarse
de lo común para sí mismo. Y su participación activa tiene que ver,
desde luego, con la instauración de un orden colectivo de justicia y
autogobierno (frente a la dominación de poderes ajenos), pero tam-
bién con la construcción de la propia identidad moral y de la vida
buena. La libertad política republicana está ligada al gobierno de sí
mismo: la libertad como no dominación, como autogobierno en la
esfera pública, es realmente apreciada por quien estima el gobierno
de su vida. La libertad interior, el gobierno de sí mismo, nutren el
amor a la libertad que sostiene la república.
De modo que la virtud cívica, la buena ciudadanía, se nutre de
la conciencia reflexiva de sí, de la capacidad de deliberar sobre las
propias metas y valores, de la capacidad de gobernar las preferencias.
A falta de estas cualidades, o no se aprecia su sentido, como le ocurre
al ciudadano pasivo que sólo concibe su relación con lo público en
términos fiscales, como contribuyente, o corre el riesgo de ser susti-
tuida por una adhesión ciega, emotiva e irracional susceptible de ser
usada precisamente para instaurar un régimen de servidumbre bajo
la consigna “todo por la patria”.
Es decir, vivir como un buen ciudadano es un buen modo de vivir,
y lo que “saca” quien vive así (por utilizar la expresión coloquial) es
la satisfacción intrínseca a la buena praxis, algo que no puede enten-
der quien concibe toda acción en términos instrumentales, utilitaris-
tas. Es una conciencia de dignidad que en el republicanismo antiguo
se expresaba a menudo en el honor, y acerca de la cual podríamos
traer a colación las reflexiones que, desde distintos supuestos, nos
han legado pensadores republicanos como Aristóteles, Cicerón, Spi-
noza o Kant.

| 251
La objeción que cabe esperar a este planteamiento es la de que
peca de falta de realismo; si la virtud cívica sólo puede desarrollarse
sobre un soporte moral es improbable, se dirá, que pueda ser cultiva-
da, salvo, en todo caso, por una selecta minoría, incapaz por sí sola
de suplir la falta de disposición cívica del resto.
Topamos de nuevo, pues, con el problema de los motivos últimos
que operan en la acción social; es decir, de sus presupuestos antropo-
lógicos. ¿Cómo se explica la disposición humana a la cooperación?
La hipótesis utilitarista resulta atractiva porque no exige recurrir a
otro motivo que el propio interés, el egoísmo que puede darse por
descontado en cualquiera; en cambio, la apelación a una virtud cívi-
ca sostenida sólo sobre la satisfacción interior del hombre de bien,
sobre la conciencia de la propia dignidad, parece un altruismo sin
contrapartida, que requiere de los sujetos algo en cierta manera so-
brehumano.
Es éste un problema capital, cuya solución excede con mucho el
objetivo de este trabajo. Creo que será suficiente con apuntar un par
de argumentos a favor de la hipótesis de que una disposición virtuo-
sa por razones intrínsecas no es imposible. Por un lado, habrá que
recordar que el propio mercado requiere condiciones institucionales
que son imposibles sin disposiciones morales genuinas: confianza,
cooperación, respeto de los acuerdos, etc.; sin una medida mínima
de disposiciones de este tipo no podría haber sociedades humanas.
Y lo cierto es que las hay, que el interés propio no es el único motivo
de las acciones humanas26; luego parece que la virtud cívica no es
imposible. Por otra parte, la hipótesis “optimista”, por así llamarla,
sobre la naturaleza humana, la idea de que la disposición a la coope-
ración tiene una base natural, no parece menos creíble que la de que
el egoísmo está necesariamente en el origen de toda acción: al fin y
al cabo cumple una función clave para la supervivencia27.
Por lo demás, los teóricos republicanos han estado siempre le-
jos de confiar ingenuamente en que los ciudadanos se comportarán
virtuosamente; no sólo alertan continuamente sobre el riesgo de la
corrupción, sino que saben que la virtud cívica es un bien tan pre-
cioso como escaso, que sólo con mucho esfuerzo se puede obtener,
y no puede darse por descantado. De ahí las propuestas de medidas

26 Acerca del monismo motivacional liberal y el pluralismo motivacional republi-


cano, cf. Doménech (2002:30 y ss.).
27 Sobre este punto, véase Ovejero (1998). No es mi propósito defender que existe
algo así como un “sentido moral”; tan sólo que la virtud cívica, como disposi-
ción cooperativa, no es inhumana, y más bien puede ser considerada como algo
tan propiamente humano, al menos, como la agresión.

252 |
institucionales y controles a las que se aludía más arriba. El recurso
a la virtud y el recurso a las instituciones no son incompatibles, sino
complementarios; sólo que las medidas institucionales no funcionan
por sí solas, automáticamente. Y por eso hacen falta “costumbres”;
y mejor aún, virtud.
Y por cierto, este mismo marco institucional, si es adecuado,
puede a su vez posibilitar y estimular su ejercicio; como toda virtud,
la virtud cívica no es natural, sino fruto de un proceso pedagógico,
que ha de ser impulsado por las mismas instituciones de la ciudad;
las cuales, a su vez serán fortalecidas por la virtud de los ciudada-
nos. El reconocimiento social de la virtud opera a modo de “mano
intangible” que favorece su desarrollo (Pettit, 1999).
Así pues, al reivindicar el valor de la virtud cívica no se quiere
sostener que ésta haya de ser el único fundamento sobre el que se
sostenga la vida pública, ni siquiera que haya de ser anterior en el
tiempo a los demás. Tampoco se pone en duda la dificultad de la
virtud cívica y, por tanto, lo arduo de lograr que se difunda entre
los ciudadanos. Pero sí se afirma que una clara conciencia del valor
del autogobierno, y la determinación de actuar en consecuencia es
el nervio normativo de la doctrina cívica republicana: si se desco-
noce el sentido de la libertad para la propia vida, difícilmente puede
considerarse valiosa la ciudadanía y, en consecuencia, su ejercicio a
favor de la libertad pública.

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256 |
9
REPUBLICANISMO Y
RENTA BÁSICA1
por Andrés de Francisco y Daniel Raventós

En este capítulo analizaremos si, y hasta qué punto, es posible una


fundamentación republicana de la propuesta de una Renta Básica
universal e incondicionalmente asignada por el Estado a toda la ciuda-
danía. ¿Por qué indagar si es posible, y cómo lo es, dicha fundamen-
tación republicana de la Renta Básica? No porque pensemos que no
son posibles otras vías de fundamentación ético-social normativas2,
sino por dos razones fundamentales. Primero, porque los autores de
este texto nos definimos como republicanos democráticos, es decir,
porque pensamos que la tradición republicana impone unas exigen-
cias y constricciones normativas sobre la realidad social y política
posible que son dignas de tenerse en cuenta y de tomarse en serio.
Como veremos, estas exigencias y constricciones se derivan del ro-
busto ideal republicano de libertad, que nosotros hacemos nuestro.
Segundo, porque ambos favorecemos la propuesta de una Renta Bá-
sica de ciudadanía, por las razones que esgrimiremos más adelante.
Las propuestas de reforma institucional, como lo es la de la Renta
Básica, han de ser justificadas (supuesta su viabilidad) sobre la base
de un conjunto bien articulado de ideales ético-normativos, y nosotros
pensamos que la teoría republicana atesora y articula el conjunto más
1 Antoni Domènech leyó y comentó un borrador de este texto. Conste aquí nuestro
agradecimiento.
2 Como un ejemplo de una fundamentación de la Renta Básica muy distinta,
véase: Steiner, 1992.

| 257
interesante –a la luz comparativa de otras teorías alternativas, parti-
cularmente la filosofía política liberal– de dichos ideales. Así, pues,
éste será el orden que seguiremos en el presente capítulo. En primer
lugar, definiremos lo que entendemos por republicanismo democráti-
co, su núcleo a nuestro entender irrenunciable, del que intentaremos
derivar un conjunto bien definido de exigencias y constricciones
sobre la realidad social y política deseable y posible. A continuación
presentaremos las líneas básicas de la propuesta de una Renta Básica
de ciudadanía, señalando el conjunto pertinente de consecuencias
deseables, ético-normativamente hablando, que pensamos derivarían
de su institucionalización, considerando a la propuesta en todo mo-
mento financiera y políticamente factible3. Finalmente, ensayaremos
una confrontación entre republicanismo y Renta Básica buscando las
vías republicanas de fundamentación de dicha renta.

1. Republicanismo y tradición republicana


El núcleo republicano: libertad, virtud, felicidad

La esposa se cree libre porque su marido no le pega ni violenta y


ni siquiera interfiere en su quehacer cotidiano. No obstante, ella hace
la voluntad del marido porque presiente que podría ser castigada.
Y se cree libre porque siempre le queda la salida del divorcio o la
separación, salida que casi nunca se decide –por temor– a tomar. El
trabajador asalariado se cree libre porque libremente firmó un con-
trato de trabajo al que nada (más allá de una perspectiva de vida en
la miseria) ni nadie obligaba y, sin embargo, hace la voluntad de su
empleador y ejecuta decisiones que él no osaría tomar, seguramen-
te por temor al despido o a cualquier otra sanción. Otro individuo

3 Algún lector puede pensar que es suponer demasiado. Que económicamente


es factible (con pérdidas económicas para los ricos y mejoras para los pobres)
poca duda hay y se disponen cada vez de más estudios sofisticados que avalan
esta afirmación (sólo algunos materiales presentados en el último, el décimo,
congreso de la Basic Income European Network, celebrado en septiembre de
2004 en Barcelona, ya dan una pequeña muestra de lo que se está haciendo al
respecto. Pueden consultarse en www.bien.org y www.redrentabasica.org. Véase
también la nota 27). Que la Renta Básica es políticamente factible, no supone
afirmar que no hay grupos económicos para los que la instauración de una Renta
Básica suponga un grave inconveniente. Estos grupos, los económicamente más
poderosos, al fin y al cabo siempre han estado contra toda medida que pueda
recortarles o bien dinero o bien capacidad para hacer lo que les venga en gana.
Al respecto no hay nada nuevo bajo el Sol.

258 |
cualquiera se cree libre porque obra según su apetencia inmediata
sin darse cuenta de que es siervo de sus propios deseos y pasiones y
que éstas le tiranizan (pensemos en el consumista compulsivo o en
el envenenado de vanidad o en el ludópata o en el workaholic). El
ciudadano se cree libre porque ejerce su derecho de sufragio y sin
embargo no participa en ningún proceso de toma de decisiones y es
gobernado por elites distantes a las que no puede controlar.
En todos estos casos, los individuos tienen los mismos derechos
fundamentales (de expresión y movimiento, de pensamiento y de
tutela judicial, etc.) y plenos derechos políticos. Pues bien, para el
republicano –a diferencia del liberal– ninguno de ellos es realmente
libre. Porque para el republicano aquél que está sometido, sojuzgado
o dominado no es un ser libre. No lo es porque no puede decidir por
sí mismo cómo quiere vivir; no lo es porque es víctima de un poder
que lo domina (el del marido, el del empresario, el del gobierno o
el de sus propias pasiones), pudiendo interferir arbitrariamente en
sus decisiones.
El ideal republicano de libertad no es pues el de la libertad de los
modernos, el de la libertad liberal. En su larga tradición milenaria, la
libertas republicana se define siempre por oposición a la tiranía o, lo
que viene a ser lo mismo, a la esclavitud. El esclavo vive a merced de
un poder despótico, el del señor, quien puede interferir a discreción,
arbitrariamente, en la vida de su esclavo (Domènech, 1989). El señor
domina al esclavo y éste, por ello mismo, no es libre: da igual que el
señor sea benevolente y no interfiera de hecho en la vida de aquél.
Lo central es que puede hacerlo cuando lo desee. El republicanismo,
pues, entiende la libertad como ausencia de dominación (esto es, de
interferencia arbitraria) y, por tanto, la oposición republicana básica
es la que se da, dicho en la terminología romana clásica, entre liber
y servus (Pettit, 1997).
Ahora bien, la ausencia de dominación, como muy bien sabía
Aristóteles, implica el “no ser gobernado, si es posible por nadie, y
si no, por turno”4. Se trata de una implicación lógica. En efecto, ser
dominado significa ser gobernado por otro, significa que otro decide
cómo debemos vivir nuestra vida. Por el contrario, no ser dominado,
ser pues libre, significa autogobernarse, esto es, decidir autónoma-
mente quiénes y cómo queremos ser y obrar. Como quiera que en
una comunidad política hay que establecer un gobierno (nombrar

4 Aristóteles, Política, 1317b. Las traducciones de las dos obras de Aristóteles


que citamos en este texto son de María Araujo y Julián Marías, en las ediciones
bilingües del Centro de Estudios Constitucionales.

| 259
unas magistraturas), el ideal republicano exige la libertad política
positiva, es decir, la participación ciudadana en el autogobierno co-
lectivo, como quería Aristóteles: gobernando y siendo gobernados
alternativamente o por turnos. De lo contrario, alguien nos gobernaría
indefinidamente, con lo que su poder sería despótico y perderíamos
nuestra libertad. Por lo tanto, así como para el republicanismo liber
se opone a servus, de la misma forma, liber se coidentifica con civis.
Porque los individuos –que no somos átomos asociales sino animales
políticos– sólo podemos ser (y ser libres) dentro de la república, de la
comunidad política, esto es, como ciudadanos que se autogobiernan,
que se dan a sí mismos la ley, que juntos deliberan y deciden sobre lo
justo y lo conveniente. La libertad política positiva no es un mero ins-
trumento de la libertad civil republicana, sino su misma esencia5.
La libertad como autogobierno, como autonomía, es pues el ideal
que vertebra el discurso republicano. Como veremos, es éste un ideal
con importantes consecuencias políticas y sociales pero su funda-
mento es moral: porque cuando alguien es víctima del poder de otra
persona y es dominado por ella, es reducido a instrumento de la vo-
luntad y los planes de ésta última, con lo que pierde su más elevada
dignidad, la de su propia humanidad6. Tratar al otro como un igual, a
la altura de su humana dignidad, es ante todo reconocerle su libertad.
Lo otro es dominarlo. La república en que piensa el republicanismo
es una comunidad de ciudadanos libres que se autogobiernan, tanto
en su vida privada como en la vida pública. Ninguna otra tradición
se tomó nunca más en serio esta idea profunda de libertad.
Ahora bien, si la libertad es la columna vertebral del republicanis-
mo, su musculatura y aun su sistema nervioso lo pone la virtud. Y si
libertad se opone a esclavitud o servidumbre, virtud se opone a vicio.
Vicio es sinónimo de corrupción, de particularismo, de faccionalis-
mo. Tiene virtud ética aquella persona que es capaz de imponerse a
sí misma –autogobernándose– aquellos deseos que la razón le dicta
como sus mejores deseos, los que más convienen a su bien privado.
Tiene virtud política o cívica aquella persona que es capaz –parti-
cipando en el autogobierno colectivo– de autoimponerse la mejor
ley para la república, aquella que atesora la expresión más acabada
del bien público, del interés general o, como diría Aristóteles, de
lo universal. Por el contrario, cae en el vicio o la corrupción ética,

5 Esta implicación lógica entre libertad como no dominación y libertad política


positiva no es, desgraciadamente, planteada ni elaborada por Pettit en su, por lo
demás, espléndido libro ya citado.
6 Véase nuestro artículo Ricos y pobres (El País, 26-11-2002).

260 |
aquél que es reo de la tiranía de sus pasiones inmediatas, las cuales
le hacen perder de vista su propio bien privado global; y cae en el
vicio del particularismo o el faccionalismo políticos aquél que ante-
pone sistemáticamente su interés particular al general y es por tanto
un mal ciudadano. Huelga decir que para el republicanismo, ética y
política van de consuno, que bien privado y bien público son inter-
dependientes, y que, por tanto, la virtud traza el puente entre ambas
esferas. Dicho de otro modo, en una república corrupta, gobernada
por malas leyes, esto es, por aquellas leyes que sancionan o validan
los intereses faccionales de los grupos organizados más poderosos,
el individuo no puede definir su propio bien privado: estará perma-
nentemente amenazado por poderes despóticos que no controla y,
por ello, no podrá vivir como quiere. Viceversa, una comunidad de
individuos educados en el vicio, dominados por sus bajas pasiones
–por el afán de riqueza o de fama, o por el hedonismo consumista–,
no generará buenas leyes públicas.
Finalmente, si libertad y virtud son los dos principios que definen
el republicanismo, son a la vez dos polos magnéticos de atracción
mutua. En efecto, por un lado, sin libertad interior no es posible la
virtud ética. Esto es fácil de ver: el vicioso es aquél cuya debilidad
de voluntad (akrasia) le impide elegir libremente –escuchando a su
razón– sus mejores deseos y, por ello mismo, es dominado por sus
pasiones. Pero, además, sin libertad política no es posible la virtud
cívica. Esto es tanto como decir que el individuo que no ejerce su
libertad positiva, participando y co-decidiendo, no llegará a ser un
ciudadano virtuoso, no llegará a preocuparse por el bien común y a
obrar en consecuencia, sino que cederá a los vicios del particularismo
egoísta e individualista. Dicho de otra forma, sin libertad política
–sometido a la tiranía– la persona carece de oportunidades para de-
sarrollar hábitos virtuosos y formarse un carácter cívico. A su vez,
sin virtud no es posible la libertad. En efecto, detrás del corrupto está
el idiotés que, sometido a sus propias pasiones privadas y víctima de
su egoísmo, carece de libertad interior y de motivación para ejercerla
políticamente. Para el republicanismo, pues, libertad y virtud deben
entenderse como dos caras de la misma moneda.
Una misma moneda, con sus dos caras de libertad y virtud, ¿para
qué? Ni más ni menos que para la felicidad, privada y pública. Por-
que, sin virtud ni libertad, el individuo y la república se alejan, res-
pectiva e interdependientemente, de su bien privado y de su bien
público. Y para la tradición republicana, desde Aristóteles, sólo hay
un bien que es querido por él mismo, el único bien autotélico, el
único no instrumental, el único al que todos los demás se subordinan

| 261
gustosos: la felicidad7. Nadie quiere ser feliz para conseguir, ponga-
mos por caso, el poder o la gloria o la riqueza; pero muchos piensan
–erróneamente– que el poder o el dinero o la gloria les harán felices.
Una república cuyas leyes no estén enderezadas al bien público, al
interés general, a lo universal, no podrá ser una república feliz. Será
una república corrompida por el faccionalismo y tiranizada por pode-
res incontrolados. Un individuo acrático y dominado por sus pasiones
tampoco será feliz: su vida seguirá el rumbo errático y cambiante de
sus deseos inmediatos y mudables, y con seguridad, caerá víctima
de la frustración y la insatisfacción o desviará demasiados recursos
preciosos a subvenir a sus incontroladas necesidades. La felicidad es
un bien exquisito para el ser humano, todos aspiramos a ella, todos se
la deseamos a nuestros seres queridos. Uno de los grandes descubri-
mientos de la tradición republicana es que ese bien supremo, de por
sí esquivo, no se alcanzará, ni en la esfera privada ni en la pública,
si no somos libres y, siéndolo, si no practicamos la virtud.

Las condiciones y constricciones del republicanismo

La libertad republicana, para ser puesta en práctica, exige deter-


minadas condiciones e impone determinadas constricciones. Juntas,
constituyen lo que podríamos denominar un sistema institucional de
apoyo a la libertad. Veamos al menos algunas de esas condiciones
y constricciones. La primera condición exigida por la libertad repu-
blicana es un determinado nivel de suficiencia material. La idea es
muy sencilla: para vivir, no digamos ya para vivir bien, se necesita
un conjunto –finito y limitado, diría el republicanismo8– de recur-
sos, de bienes. Si estos recursos no están plenamente garantizados,
la persona hará cualquier cosa para conseguirlos, incluso aceptar la
dominación ajena, enajenar su libertad, autoalienarse9. La mujer
7 Cfr. Aristóteles, Etica a Nicómaco, Libro I.
8 Cfr. Aristóteles, Política I, 1256b.
9 Huelga decir que la teoría marxiana de la enajenación o alineación tiene un claro
fundamento republicano. Recuérdese la magistral exposición de Marx en Glosas
Marginales al programa del partido obrero alemán (obra corta del genio alemán
más conocida por Crítica del Programa de Gotha), escrita en 1875, acerca de
los que viven con permiso de otros: “Los burgueses tienen muy buenas razones
para fantasear que el trabajo es una fuerza creativa sobrenatural; pues preci-
samente de la determinación natural del trabajo se sigue que el hombre que no
posea otra propiedad que su propia fuerza de trabajo, en cualesquiera situacio-
nes sociales y culturales, tiene que ser el esclavo de quienes se han hecho con
la propiedad de las condiciones objetivas del trabajo. Sólo puede trabajar con
el permiso de éstos, es decir: sólo puede vivir con su permiso”.

262 |
aceptará la dominación del marido o del amante, el trabajador asa-
lariado aceptará la del patrón o su representante; en general, el débil
aceptará la dominación del fuerte.
No es así de extrañar que la tradición republicana haya sido fuer-
temente propietarista, es decir, que haya fiado en la propiedad priva-
da (históricamente, de la tierra) las condiciones de posibilidad de la
independencia individual que, a su vez, hace posible el ejercicio de
la libertad política y de la virtud. Posiblemente M. Ignatieff (1995)
tenga razón al decir que la conexión entre propiedad privada y virtud
ciudadana sea un sofisma, pues parece que el particularismo de los
intereses individuales –y éste es un argumento de otro gran repu-
blicano moderno, Rousseau– arraiga precisamente en la propiedad
privada. Sin embargo, la conexión entre independencia y propiedad
(como base de la subsistencia propia) parece poco dudosa. Al menos,
la tradición republicana no dudó de ella. Ahora bien: a) la indepen-
dencia material es para dicha tradición condición de posibilidad de la
libertad política, y b) la distribución de la propiedad privada ha sido y
es fuertemente desigual y asimétrica. Por ello, por a) y por b), no fue
la menor de las tentaciones de un cierto republicanismo histórico –el
patricio– el cortar por lo sano y limpiar la ciudadanía y la política de
todos aquellos individuos que fueran dependientes, es decir, que no
fueran autosuficientes (esclavos, mujeres, pobres), y que soñara con
una república de propietarios (pequeños y grandes) independientes
y facultados por ello para el ejercicio de la libertad política.
El liberalismo democrático también cortó por lo sano: incluyó (o,
por mejor decir, terminó incluyendo) a todos los individuos adultos
en la plena ciudadanía (a hombres y mujeres, a pobres y a ricos), esto
es, de forma independiente de su propiedad o de su nivel de ingresos
y riqueza; mas lo hizo al precio de adelgazar el propio ideal de li-
bertad y, por ello mismo, al precio de despolitizar la vida social y de
sacar de las agendas políticas el problema del poder y la dominación
social: en la fábrica, en la casa, en la Iglesia, en el partido político,
esto es, en las instituciones de la sociedad civil. La economía dejó
de ser economía política, las relaciones económicas dejaron de ser
relaciones de poder y dominación para pasar a ser asépticas relacio-
nes impolíticas de intercambio voluntario.
El republicanismo democrático (moderno y antiguo) no corta
por lo sano. Antes bien, es el espíritu que históricamente ha animado
siglos de lucha (tantas veces sangrienta por la resistencia de las clases
poderosas) por el derecho y la inclusión política de las clases popula-
res. Pero ni se conforma con los derechos y la inclusión ni se olvida
de su preocupación fundamental: la libertad como no dominación,

| 263
en cualquiera de sus manifestaciones. Por ello mismo, el republi-
canismo democrático, de Jefferson a Robespierre, de Rousseau a
Marx (Domènech, 2003)10, no ha dejado de plantear la necesidad de
repolitizar la vida social, esto es, la necesidad de volver a incluir en
la agenda política los graves problemas de dominación –de falta de
libertad– que sufren hombres y mujeres –los más desfavorecidos– en
la sociedad contemporánea, atravesada como está de toda suerte de
asimetrías informativas, mecanismos de dominación y relaciones de
poder.
Un republicanismo democrático e inclusivo, que no corta por lo
sano y que, por lo tanto, ni despolitiza la vida social, ni diluye el ideal
de libertad en los derechos formales pero que tampoco excluye de la
ciudadanía plena a los que carecen de recursos, a los aporoi del mun-
do antiguo o a los asalariados (y desempleados) del mundo moder-
no; un republicanismo democrático e igualitarista –decimos– tiene
que favorecer formas alternativas de propiedad social-republicanas
así como todos aquellos mecanismos institucionales que doten de
seguridad material y económica a todos los ciudadanos del Estado,
una seguridad que haga reales las libertades formales y que permita
a los individuos hacer frente eficazmente a situaciones de domina-
ción, en sendas sociedad civil y política. Tanto más en una sociedad
capitalista, donde la lógica del mercado y la acumulación privada
imponen fortísimas tendencias a la desigual distribución de recursos
y a la polarización social11, sirviendo y extendiendo toda suerte de
asimetrías en las que arraigan los procesos de dominación. Uno de
esos mecanismos institucionales es la Renta Básica.
La segunda exigencia de la libertad republicana apunta al proceso
político. En efecto, dado el imperativo del autogobierno de la repú-
blica (y dada la negación del principio despótico o tiránico) la toma

10 Domènech (2004) señala que el “socialismo” y el “comunismo” sólo se hicieron


temibles políticamente cuando aparecieron fundidos o aliados con la tradición
republicana de la democracia revolucionaria. Y añade: “En un sentido muy pre-
ciso, el arranque del marxismo, políticamente hablando, significó esa fusión. El
escrito de Marx contra Proudhon, la Miseria de la filosofía (1847) es, a pesar
de su engañosa apariencia de obra sobre todo teórica, un astuto golpe publi-
cístico contra el apoliticismo del socialismo proudhoniano, al tiempo que una
rehabilitación ‘socialista’ de la vieja tradición republicana revolucionaria. En
el Manifiesto Comunista (1848), por lo demás, y como se recordará, se presenta
al ‘comunismo’ como parte integrante del movimiento político de la democracia
revolucionaria europea”.
11 Sobre la relación entre polarización social y Renta Básica véase el debate entre
Aguiar (2001) y Noguera y Raventós (2002). Se hace un resumen de este debate
en Raventós (2003).

264 |
de decisiones tiene necesariamente que responder a un proceso de-
liberativo. En una tiranía o en un gobierno despótico, las decisiones
las toma el poder absoluto de forma inmediata e incontestada. A la
inversa, y lógicamente, las decisiones políticas que toma el colecti-
vo de ciudadanos en una república libre son decisiones mediatas y
contestadas12, es decir, son el resultado de un proceso de delibera-
ción, donde se propone y se habla, donde se discuten y se rechazan
o se aceptan ideas según un principio de racionalidad (prudencia,
conveniencia o utilidad). De ahí que el dominio del arte oratorio sea
central para la cultura republicana:
“en una nación republicana –escribe Jefferson–, cuyos ciu-
dadanos han de ser guiados por la razón y la persuasión, y
no por la fuerza, el arte de razonar es de importancia capital”
(en: Richard, 1995 –el resaltado es nuestro–).
Esa racionalidad política deliberativa, por lo demás, apunta al
bien, pero no de un individuo o facción concretos del demos sino
de la república como tal. Y ello también es una consecuencia lógica
del propio proceso de deliberación. Porque deliberar no es nego-
ciar intereses preestablecidos; deliberar es participar en un proceso
donde se aportan razones sobre problemas de interés general, no
particular. Y, razonando, se aspira a convencer al otro de la bondad
de las razones aportadas. Cualquier otra cosa sería forzar o imponer.
De esta forma, la deliberación, que es una exigencia de la libertad
republicana, impone a su vez dos constricciones al propio proceso
político, a saber: a) que las preferencias de los individuos no sean
exógenas al proceso político (Sunstein, 1988), que no estén prefijadas
por una supuesta naturaleza humana, egoísta o pecadora. Al contra-
rio, el proceso político se entiende como constitutivo de las propias
preferencias, como capaz de modificarlas a la luz de las (mejores)
razones aportadas en la deliberación. Y b) que el ideal regulativo del
mismo sea el consenso y no el equilibrio de intereses. Deliberar es
intrínsecamente aspirar a convencer.
Para que deliberación y consenso sean posibles parecen ser ne-
cesarias al menos dos nuevas condiciones, que también afectan al
proceso político. La primera es una condición de dispersión o no
acumulabilidad de poder político. Aquí se dan cita y convergen dos

12 El principio de “constestability” es, para Pettit, el que debe guiar una política
que intente minimizar la dominación (1997:61-63). Sin embargo, pensamos que
ello es compatible con que el consenso siga siendo el ideal regulativo (como
piensa Sunstein) de un proceso deliberativo de corte republicano. Consent y
contestability no son pues, necesariamente, principios contrapuestos.

| 265
de las grandes líneas del pensamiento republicano clásico: la doctrina
de la división de poderes y la doctrina de los checks and balances
o equilibrio de poderes. En abstracto, ambas doctrinas son inobje-
tables: una concentración de los tres grandes poderes del Estado
–legislativo, judicial y ejecutivo– en las mismas manos parece llevar
derechamente a la tiranía. Por su parte, la doctrina de los checks and
balances, de los frenos y contrapesos, es inspirada –en la tradición
republicana– por el mismo principio antitiránico. Un poder sin frenos
ni contrapesos tenderá a crecer hasta hacerse omnímodo. In concreto,
sin embargo, el diseño constitucional e institucional de la división
de poderes y de los frenos y contrapesos puede tener –y de hecho ha
tenido históricamente– fuertes sesgos elitistas y contramayoritarios13.
Por ello, un republicanismo democrático debe cuidarse de que la
concreción institucional del principio de dispersión del poder político
sea diseñada de tal manera que los intereses de los grupos de poder
social y económico mejor organizados no puedan desvirtuarlo. En
condiciones de capitalismo monopolista ultraimperialista (por usar
un término olvidado de Kautsky que capta perfectamente el actual
proceso de “globalización”)14 es extremadamente difícil que esos
intereses económicos no colonicen el proceso político, aun a pesar
del conjunto mejor diseñado de frenos y contrapesos y de división
de poderes: siempre habrá puertas traseras, vericuetos imprevisibles
para la ingeniería institucional, resquicios por los que se cuele la
compraventa de favores y el tráfico de influencias. La única receta
fiable para evitar o minimizar esa colonización es la profundización
democrática, hacer que la democracia sea efectivamente participa-
tiva, conseguir que la ciudadanía, robusta y bien organizada, ejerza
el autogobierno, controlando –mediante mecanismos de accounta-
bility eficaces– a la clase política, forzando a que el proceso políti-
co responda a sus necesidades, abriendo espacios de deliberación,
generando tejido asociativo, etc. Y nuevamente cabe decir que una
ciudadanía que no tenga asegurado un nivel de suficiencia material,
de seguridad económica, mal pertrechada estará para volcarse sobre
la acción política y la participación democrática.

13 Sobre la división y el equilibrio de poderes, desde una perspectiva republicano-


democrática radical, cfr. Andrés de Francisco, “Para forzar a los gobiernos a
responder”, cap. 2 del presente volumen.
14 Debemos a Antoni Domènech el habernos llamado la atención sobre este con-
cepto, tan lleno de actualidad y pertinencia semántica.

266 |
2. La propuesta de la Renta Básica
En qué consiste

Tal y como hemos anunciado en el inicio de este texto, presen-


taremos ahora muy brevemente la propuesta de la Renta Básica. De
las muchas definiciones que a lo largo de los últimos años se han
venido ofreciendo en la cada vez más abundante producción escrita
sobre esta propuesta de reforma institucional, apuntaremos dos. La
primera dice así:
“un ingreso pagado por el estado a cada miembro de pleno
derecho de la sociedad incluso si no quiere trabajar de forma
remunerada, sin tomar en consideración si es rico o pobre o,
dicho de otra forma, independientemente de cuáles puedan
ser las otras posibles fuentes de renta, y sin importar con
quién conviva”15.
Y la segunda:
“es una renta incondicionalmente garantizada a todos sobre
una base individual, sin el requerimiento ni de una compro-
bación de recursos ni de un trabajo”16.
La segunda definición está incluida en la anterior por lo que,
prestando atención a los diversos elementos de la primera, habremos
contenido a las dos.
“Un ingreso pagado por el Estado”. Esto debe entenderse de for-
ma amplia porque “Estado” puede incluir una institución jurídico-
política mayor que la de los Estados-nación realmente existentes
(incluyan a su vez sólo una nación o más de una), como sería el caso
de la Unión Europea; o puede referirse a ámbitos jurídico-políticos

15 Es la definición empleada, aunque algo modificada, por Van Parijs (1995).


16 Es la definición del Basic Income European Network (BIEN): A basic income is
an income unconditionally granted to all on an individual basis, without means
test or work requirement. En el artículo 4 de los estatutos de la asociación Red
Renta Básica, se da esta definición: “Entendemos por Renta Básica una renta
modesta pero suficiente para cubrir las necesidades básicas de la vida a pagar
a cada miembro de la sociedad como un derecho, financiado por impuestos o
por otros medios y no sujeto a otra condición que la de ciudadanía o residencia.
La Renta Básica debería estar garantizada y pagarse a todos a título individual,
independientemente de sus otras posibles fuentes de renta, de si trabajan o no
y de con quién convivan” (Estos estatutos pueden obtenerse de la web: www.
redrentabasica.org).

| 267
menores que el del Estado-nación: Comunidades Autónomas y ayun-
tamientos, por ejemplo. Aquí no estamos discutiendo la idoneidad
del ámbito geográfico para la aplicación de la Renta Básica17, sino
que el pago de la Renta Básica puede ser diseñado por partes de dis-
tintos niveles “estatales”: Unión Europea, gobierno central, gobierno
autonómico, ayuntamientos.
“A cada miembro de pleno derecho de la sociedad”. Es decir, a
todo miembro de la ciudadanía del espacio geográfico considerado.
Si los residentes han de percibir o no la Renta Básica es algo que ha
suscitado algunas polémicas. Nuestra opinión es que los residentes
también deberían percibir la Renta Básica con la condición adicional
de un mínimo tiempo de residencia continuada. En los distintos mo-
delos de financiación de la Renta Básica hay variaciones de cuantía,
de edades (más o menos cantidad según la edad), de inclusión o no
de los menores, etc. Pero en todos los casos se trata de una cantidad
monetaria que recibirían los ciudadanos individualmente (no por
familia, por ejemplo) y universalmente (no condicionado a deter-
minados niveles de pobreza, o a criterios de sexo, o de excelencia
moral, pongamos por caso).
“Incluso si no quiere trabajar de forma remunerada”. Muy a me-
nudo se interpreta “trabajo” como sinónimo de “trabajo remunerado”
o “empleo”. En otros escritos ya hemos desarrollado nuestra opinión
al respecto, pero sirva ahora un breve resumen. Aquí se partirá de la
siguiente definición de trabajo: actividad que produce un beneficio
el cual es externo a la ejecución misma de la actividad, pudiendo
este beneficio ser disfrutado por otros18. El trabajo asalariado es un
subconjunto del trabajo remunerado en el mercado. Existen otros
trabajos remunerados en el mercado que no entran en el grupo del
trabajo asalariado, el realizado por los autónomos, por ejemplo. Pero
aún queremos destacar otro aspecto. El trabajo asalariado, de modo
coherente con la estipulación de trabajo que hemos hecho, es una
forma de trabajo. Muy importante, ciertamente, pero sólo una forma
de trabajo. Considerar que el trabajo asalariado es la única suerte de
17 Aunque somos de la opinión de que determinados ámbitos no serían operativos:
un ayuntamiento por ejemplo. Cabe decir, por ejemplo, que tal como está diseña-
da financieramente la relación entre las Comunidades Autónomas y el gobierno
central español, no hay posibilidad técnica de poder ofrecer una propuesta tentati-
va de Renta Básica para el ámbito geográfico de una Comunidad Autónoma. Sólo
haciendo la ficción de la independencia financiera, es posible diseñar un modelo
de financiación de Renta Básica para una Comunidad Autónoma cualquiera, con
la excepción quizás de la Comunidad Autónoma Vasca. Véase, de todos modos,
Sanzo (2001) y la nota 27. Puede leerse en www.redrentabasica.org
18 Se trata de una definición poco modificada de Van Parijs, Ph. (1995).

268 |
trabajo significa estipular que otras actividades como el trabajo do-
méstico o el trabajo voluntario no remunerado no lo son. En realidad,
si el trabajo asalariado o por cuenta ajena fuese la única actividad
incluida en la definición de trabajo, ello obligaría a afrimar –injustifi-
cadamente– que en el espacio económico del Reino de España habría
actualmente entre un 35 y un 40% de personas “trabajando”. Habría
entonces que inferir que el restante 60 o 65% “no trabaja”. Hay bue-
nas razones para pensar que la siguiente tipología es más adecuada:
1) Trabajo con remuneración en el mercado, 2) Trabajo doméstico,
y 3) Trabajo voluntario19. Así, no realizar un trabajo remunerado no
equivale a no estar desempeñando ningún trabajo, porque puede ser
que se esté realizando ya sea trabajo doméstico, ya sea voluntario.
Divagar sobre la ordinalidad (y no digamos sobre la cardinalidad) de
la utilidad social de distintos trabajos es ejercicio extremadamente
baldío20. Por lo que debe tenerse presente que al decir en la defini-
ción que la Renta Básica sería percibida por todo miembro de pleno
derecho... “incluso si no quiere trabajar de forma remunerada”, ello
no significa que la mayor parte de la población que no trabajase
remuneradamente no estuviera trabajando en los otros dos tipos de
trabajo señalados, el doméstico y el voluntario21.
“Sin tomar en consideración si es rico o pobre o, dicho de otra
forma, independientemente de cuáles puedan ser las otras posibles
fuentes de renta”. A diferencia de los subsidios condicionados a un
nivel de pobreza o de situación, la Renta Básica la recibe igual un
rico que un pobre, un broker forrado de euros que un indigente de los
barrios más pobres de Barcelona, Sao Paulo, Buenos Aires, Bilbao,
Berlín o Madrid. Aunque esta parte de la definición puede resultar
chocante de entrada, tiene diversas justificaciones, algunas de tipo
normativo y otras de tipo técnico-administrativo que han sido de-

19 Para un tratamiento más sistemático de estos tres tipos de trabajo, véase Raven-
tós (1999). Para una discusión sobre el “derecho al trabajo” y la comparación
con la Renta Básica, véase Noguera (2001) (se encuentra en www.redrentabasi-
ca.org), y Noguera y Raventós (2002).
20 Un ejemplo: ¿cuántas veces, supongamos, es socialmente más necesario el tra-
bajo de un cajero de supermercado que el doméstico de una madre soltera con
dos hijos?; ¿cuántas veces, volvamos a suponer, es socialmente más necesario
el trabajo de un profesor universitario de sánscrito que el de una monitora de
cursos de escalada deportiva?
21 Sin entrar en lo que pueda ser la utilidad social del trabajo, creemos que es fácil
estar de acuerdo que, desde una perspectiva republicana, hay trabajos remu-
nerados que son claramente perniciosos y otros no remunerados que son muy
beneficiosos para buena parte de la sociedad.

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sarrolladas en diversos lugares22. Pero algunas indicaciones breves
ahora no estarán de más. Si la Renta Básica es concebida como un
derecho de ciudadanía (como implícitamente puede desprenderse de
la definición más arriba apuntada) excluye toda condición adicio-
nal: riqueza, sexo, competencia. El derecho ciudadano al sufragio
universal no impone condiciones adicionales a las de ciudadanía.
Además, la estigmatización asociada a los subsidios de pobreza fa-
vorece la pretensión de universalidad de la Renta Básica. Técnica-
mente, los subsidios condicionados requieren, precisamente por su
carácter condicional, de controles administrativos que, incluso en el
caso de funcionar bien (es decir, sin corruptelas añadidas) resultan
muy costosos. Pero aún admitiendo lo apuntado hasta aquí, todavía
puede haber quien considere intuitivamente inadmisible darle a un
rico acaudalado una Renta Básica. Si se piensa que todo quedaría
como ahora y además habría que añadir una Renta Básica23, la reti-
cencia resultaría muy justificada. Pero no es el caso. Todas (o casi
todas) las propuestas de financiación de una Renta Básica extraen a
los ricos más dinero que el que reciben como Renta Básica24. En otras
palabras: los más pobres ganan con la Renta Básica, los más ricos
pierden. Por otra parte, al ser independiente de cualquier otra fuente
de renta, la Renta Básica evita las famosas trampas de la pobreza y
del paro tan asociadas a los subsidios condicionados.
“Sin importar con quien conviva”. Aunque hay algunas propues-
tas que añaden una Renta Básica por hogar (para no penalizar a la
cada vez mayor porción de la población que vive sola), al ser indi-
vidual es independiente de la forma de convivencia elegida: pareja
heterosexual tradicional, pareja homosexual, distintas generaciones
en el mismo hogar, grupo de amigos...

El substrato de la propuesta

Aunque los términos filosóficos, económicos y sociológicos de


esta propuesta social se han ido afinando y sofisticando mucho en
los últimos años, se puede esquematizar el substrato de la propuesta
de la Renta Básica como sigue.

22 Véase, por ejemplo, Van Parijs (1992, 1995) y Raventós (1999, 2001).
23 Algo completamente absurdo como cualquiera, aún sin saber nada de economía,
puede razonar.
24 Un ejemplo muy ilustrativo es Lerner (2001) y Arcarons, Boso, Noguera y
Raventós (2005).

270 |
Tanto las sociedades más opulentas como las más desposeídas
generan en un extremo personas extremadamente ricas y, en el otro,
pobres de solemnidad. Este hecho es corroborado constantemente.
Como nos ha recordado la cumbre de Johannesburgo sobre desarrollo
sostenible realizada a finales de agosto y principios de septiembre
de 2002, más de 1.000 millones de personas no disponen de agua
y casi la mitad de la población de nuestro planeta pasa auténticas
dificultades para subsistir. Esta pobreza, esta miseria, esta terrible
desigualdad no es consecuencia de ninguna ley natural a la que no
sería razonable oponer resistencia (como irrazonable sería resistirse
a la evidencia de la ley de la gravedad, o a la seguridad de que com-
partimos un porcentaje mayor de ADN con los gibones que con las
nécoras). La pobreza es una opción social, es el resultado agregado,
unas veces muy mediato e indirecto, otras, no tanto, de decisiones
que toman personas –a veces, muy pocas de carne y hueso. Como
fabricar armas, como asegurar a determinado grupo el salario de por
vida, como condenar a otros grupos a la más absoluta inseguridad
laboral, como permitir que unos pocos acumulen fortunas fantásti-
cas o como asignar una partida de los Presupuestos Generales a la
Casa Real española. Justificables o infames, estos pocos ejemplos
son opciones sociales.
Hay pobres en los países pobres y hay pobres en los países ricos.
Allá más, aquí menos; pero siempre en cantidades muy generosas.
La Unión Europea define a la persona pobre como aquélla que recibe
unos ingresos inferiores a la mitad de la renta media del área geográ-
fica de referencia. De la población del Reino de España, más de un
20 por ciento, es decir, alrededor de 8 millones de personas, cae por
debajo del umbral o línea de la pobreza. Lo que quiere decir que se
sostienen con menos de 330 euros al mes, cantidad redondeada que
delimita el umbral de la pobreza. Y, por poner un país de desgraciada
actualidad, Argentina tenía a finales del 2002, más de 21 millones de
pobres de un total de 36 millones de habitantes (y de cada 10 meno-
res, 8 son pobres), con casos abundantes de muerte infantil causada
por el hambre. Un 60 por ciento de la población: una barbaridad.
Lo dicho hasta aquí solamente es una parte del substrato; otra
parte es que las medidas diseñadas contra la pobreza han sido hasta
hoy muy poco satisfactorias. Una distinción que puede ser útil para
poner orden en las diferentes propuestas es dividirlas en medidas tra-
dicionales indirectas y directas contra la pobreza. Llamamos medidas
tradicionales indirectas contra la pobreza a: el crecimiento económi-
co (y el pleno empleo), la flexibilización del mercado de trabajo y
la reducción de jornada. Por medidas tradicionales directas contra

| 271
la pobreza nos referimos a los subsidios condicionados que conoce-
mos. Quizás se precise una aclaración. El paro es el factor principal
de pobreza en nuestras sociedades más repetidamente señalado. Si
bien no es el único, sí es el principal factor. Bien es verdad que da-
das las cada vez peores condiciones de muchos contratos laborales,
puede llegar a suceder en la Unión Europea algo ya conocido en
Estados Unidos: la coexistencia en una misma persona de la pobreza
y el trabajo asalariado (los working-poors). Así, creemos que queda
justificado el llamar “medidas indirectas contra la pobreza” a los
tres remedios señalados. No es el momento de analizar todas estas
medidas tradicionales25, aunque la conclusión es clara: son medidas
que han resultado muy insuficientes para hacer frente a la magnitud
del problema.
Ahora bien, la propuesta de la Renta Básica no se limita a ser una
buena medida social contra la pobreza, lo que, vale la pena subrayar-
lo, ya sería suficiente razón en su favor. No solamente estamos en
unas sociedades donde el paro es importante (y más que lo será en
el futuro inmediato porque ya hemos salido, a finales del 2002, de
una de las fases mejores de creación de empleo de los últimos 4 o 5
lustros26), sino donde la precariedad laboral es además muy elevada y
el descontento con el trabajo remunerado que se realiza está también
ampliamente extendido (causa, como es harto sabido y como remar-
can muchos autores, de grandes ineficacias laborales y económicas).
Estas tres realidades (pobreza, precariedad y descontento laboral)
forman una parte del substrato de la propuesta de la Renta Básica.

3. Hacia una fundamentación republicana


de la Renta Básica
A continuación intentaremos engarzar la primera parte de este
capítulo, la exposición del ideario normativo del republicanismo
democrático, con la segunda, la exposición breve de lo que es la
propuesta social de la Renta Básica. Intentaremos poner, pues, las
bases para una fundamentación republicana de la misma.

25 Véase Raventós (1999), op. cit..


26 Más concretamente, en el Reino de España, fue en 1994 cuando se inició una
fase de creación fuerte de empleo que duró hasta el año 2000; 2001 marcó el
cambio de tendencia.

272 |
Antes, sin embargo, no estará de más aclarar algunos conceptos
previos, con los que luego tendremos que trabajar. Estos conceptos
son los siguientes: grupo de vulnerabilidad, bien social, dominación
(un recordatorio de lo dicho al principio), alcance e intensidad de la
dominación.
Grupo de vulnerabilidad: es un conjunto de personas que sufre al-
guna clase de vulnerabilidad, es decir, que tiene en común el ser
susceptible de interferencia arbitraria por parte de otros conjuntos
de personas o de alguna persona en particular. Ejemplos de grupos
de vulnerabilidad: pobres, mujeres, homosexuales, determinados
grupos de inmigrantes, trabajadores por cuenta ajena. La gran
mayoría de las personas, por no decir todas, pertenecemos a algún
grupo de vulnerabilidad. Y algunas personas podemos pertenecer
a más de uno. Es evidente que hay mujeres que son pobres e
inmigrantes, por ejemplo.
Bien social: es un tipo de bien que pone fin a la interferencia arbitra-
ria que todos y cada uno de los miembros de un grupo social de
vulnerabilidad son susceptibles de padecer. Ya no será solamente
un bien individual, sino social. El bien individual de estar, como
cuestión contingente de hecho, a cubierto individualmente de la
interferencia arbitraria es distinto del bien social que significaría
el cese de la amenaza potencial que se cierne sobre todos los
miembros del grupo de vulnerabilidad (Domènech, 2000).
Dominación: una persona, un grupo o un colectivo están dominados
cuando son susceptibles de interferencia arbitraria por parte de
otra persona, otro grupo u otro colectivo. Que X interfiera arbi-
trariamente en Z quiere decir que X puede restringir a su antojo
el conjunto de oportunidades de Z, sin tomar para nada en cuenta
los juicios, las preferencias o los intereses de Z. Puede haber
dominación de X sobre Z sin existir interferencia real.
Alcance e intensidad de la dominación: la dominación de X sobre
Z puede ser más o menos intensa y puede tener mayor o menor
alcance, según el abanico de opciones afectadas (según se perte-
nezca a más o menos grupos de vulnerabilidad, el alcance de la
dominación puede ser mayor o menor).
Lo que interesa ahora de la teoría republicana es en qué puede
ver favorecidas sus exigencias normativas una implantación de la
Renta Básica. El republicanismo democrático, como apuntábamos
más arriba, exige que toda la ciudadanía sea independiente. Inde-
pendiente, esto es, sin dependencia de la beneficiencia o la caridad.

| 273
Independiente, esto es, sin dependencia de los caprichos del mercado
laboral o de las estrategias de inversión o desinversión del capital
privado. Independiente, esto es, preparado para el ejercicio de la
libertad. Por eso,
“(s)i un Estado republicano está comprometido con el
progreso de la causa de la libertad como no-dominación
entre sus ciudadanos, no puede por menos de adoptar una
política que promueva la independencia socioeconómica”
(Pettit, 1997).
Dicho de otro modo, sin independencia socioeconómica, las posi-
bilidades de disfrutar de la libertad como no-dominación de cualquier
ciudadano se ven menguadas, cuando no radicalmente cercenadas,
tanto en alcance como en intensidad. La instauración de una Renta
Básica supondría una independencia socioeconómica mucho mayor
que la actual para buena parte de la ciudadanía, sobre todo, para los
sectores de la ciudadanía más vulnerables y más susceptibles de ser
dominados en las sociedades actuales (trabajadores asalariados, po-
bres en general, parados, mujeres, etc.). En definitiva, la libertad re-
publicana, para algunos grupos de vulnerabilidad, vería ensanchadas
sus posibilidades con la existencia de una Renta Básica. En alcance:
más ámbitos de libertad vetados hasta la mencionada implantación;
en intensidad: los ámbitos ya disfrutados se reforzarían.
Apuntado lo cual, y a fin de evitar confusiones indeseables, de-
bemos añadir que el republicanismo establece unos criterios norma-
tivos, y por lo tanto, es conceptualmente discriminante (en caso con-
trario no sería una teoría normativa informativa), pero no comporta
un recetario de políticas específicas. Al decir del ya citado Pettit:
“las decisiones sobre las políticas a seguir tienen que determinarse
según consideraciones empíricas, no menos que filosóficas”. Ahora
bien, el republicanismo democrático no sólo es exigente en lo que
hace al ideal de libertad; también es garantista en el plano políti-
co-institucional. Por ello procurará que las políticas específicas que
provean a la ciudadanía de determinados recursos lo hagan a través
de derechos, y no lo fíen pues a la discrecionalidad de un gobierno
o de un grupo de funcionarios, pongamos por caso. Porque eso su-
pondría otra suerte de dominación en la forma de tratar las necesida-
des ciudadanas. En definitiva: se trata de establecer alguna garantía
constitucional de la provisión de estos recursos socioeconómicos. La
implantación de una Renta Básica, garantizada constitucionalmente,
proveería de un derecho de existencia que aumentaría el alcance y la
intensidad de la libertad como no-dominación.

274 |
Más concretamente, la existencia de una Renta Básica27 compor-
taría, para lo que aquí nos interesa, los siguientes resultados:
a) Suprimiría de un plumazo los 8 millones de pobres (es decir, el
20% de la población) del Reino de España. Los factores de la
pobreza no ligados directamente con la renta serían por fin el
objeto del trabajo de los trabajadores sociales28. El gran grupo
de vulnerabilidad que representan los pobres vería limitada las
posibilidades de interferencias arbitrarias por parte de otras per-
sonas o grupos.
b) Permitiría al grupo de vulnerabilidad formado por buena parte
de los asalariados actuales ganar en poder de negociación ante
los empresarios. Este incremento del poder de negociación se
traduciría, claro está, en un aumento de la libertad como no domi-
nación al limitar, por la existencia misma de la Renta Básica, las
posibilidades de interferencias arbitrarias por parte del empresario
o sus representantes.
c) Aumentaría la capacidad de resistencia de este inmenso grupo
de vulnerabilidad formado por las mujeres. Gran parte de ellas
dependen económicamente de sus maridos, padres o compañeros
sentimentales. La posibilidad de tener una cierta independencia
económica (en todo caso mucho mayor que ahora) a un buen
número de mujeres, permitiría también la opción de alejarse de

27 En todo momento nos hemos abstenido de proponer cifras de Renta Básica


porque alargaría en exceso el propósito de este texto, pero tenemos en todo
momento en la cabeza una Renta Básica igual o superior al umbral de la pobreza
que, como ya hemos apuntado, la UE define como la mitad de la renta por cápita
del área geográfica considerada. Muy recientemente, en un detalladísimo estudio
de financiación (Arcarons, Noguera y Raventós, 2004; Arcarons, Boso, Noguera
y Raventós, 2005) se muestra el carácter redistributivo de la renta que tendría
la implantación de una Renta Básica de casi 5.414 euros (unos 7.300 dólares al
cambio de principios de 2005) por adulto y la mitad para los menores de edad,
financiada mediante una reforma del Impuesto de la Renta de las Personas Fí-
sicas. El 40% de la población catalana con renta más baja ganaría en términos
netos respecto a la situación actual, y el 20% más rico perdería. El estudio,
aunque de una metodología aplicable a muchos otros países, está limitado a
Cataluña. Indicadores o índices tradicionales de progresividad y de desigualdad
de redistribución de la renta –Gini, Kakwani y Suits– muestran estos efectos
igualadores y fiscalmente progresivos del citado estudio de microsimulación.
28 En algunos seminarios o conferencias a trabajadores sociales, hemos podido
comprobar que la reacción de muchos de ellos ante la exposición de la Renta
Básica es la misma y puede ser resumida con esta frase tan gráfica: “¡Por fin
haríamos de trabajadores sociales!” Refiriéndose con ello a que gran parte de
su trabajo actual está dedicado a gestionar las rentas mínimas de inserción que
ofrecen la mayoría de Comunidades Autónomas.

| 275
interferencias arbitrarias por parte de sus maridos, padres o com-
pañeros sentimentales. Con ello no estamos afirmando, ni mucho
menos, que con la Renta Básica los problemas relacionados con
las desigualdades de sexo y con la división sexual del trabajo
quedarían abolidas. Lo que afirmamos es que, ceteris paribus,
una buena porción de mujeres tendría unas posibilidades mucho
mayores que en la actualidad de contrarrestar las interferencias
arbitrarias relacionadas por su dependencia económica de per-
sonas del otro sexo.
Tres grupos de vulnerabilidad (pobres, asalariados y mujeres) ve-
rían con la instauración de una Renta Básica más cerca el alcance del
bien social respectivo (recordemos: el cese de la amenaza potencial
que se cierne sobre todos los miembros del grupo de vulnerabilidad).
¿Queda con ello plenamente realizado el ideal republicano de liber-
tad? Obvio es que no: el ideal de libertad republicana es tan exigente
(esto, por cierto, es uno de sus grandes atractivos) que pedir que la
Renta Básica cubriera todas estas demandas sería tan insensato como
ingenuo. Lo que afirmamos es que la Renta Básica puede facilitar
muchas de estas exigencias de la libertad republicana, pero en la
mejor de las hipótesis imaginables todavía sería insuficiente29. Un
modelo ideal de sociedad republicana exigiría otras muchas reformas
institucionales –en el proceso político, en educación (cívica, política,
ética y aun “sentimental”), en el sistema económico (favoreciendo
otras formas de propiedad social-republicanas), etc.–, reformas insti-
tucionales todas ellas ajenas (pero paralelas) a la de la Renta Básica.
Tomarse en serio el ideario republicano supone, entre otras cosas, no
exigir a la Renta Básica más de lo que ésta cabalmente puede ofrecer,
lo que de por sí no es ya poca cosa.
A diferencia de los partidarios de la libertad liberal que ven en
toda interferencia del Estado un mal a evitar, los partidarios de la
libertad como no dominación consideramos que el Estado debe in-
terferir para evitar situaciones de dominación de unos grupos sobre
otros o de unas personas sobre grupos30, pero con una condición, a
saber: que esta interferencia del Estado no sea a su vez una interfe-
rencia arbitraria. Al liberal, al menos si es un liberal consecuente, le
molestará que el Estado intervenga para impedir la compra y venta
de votos. El Estado interfiere (y un liberal consecuente objetaría
que un acuerdo libre entre dos partes, el comprador y el vendedor

29 Véase también Francisco (1999 y 2001).


30 Es evidente que finalmente son las personas las dominadas, claro.

276 |
de votos, sea interferido por el Estado), pero interfiere no arbitra-
riamente. Dicho lapidariamente: a veces el Estado debe interferir
para evitar que se produzcan interferencias arbitrarias. Por eso los
republicanos democráticos son (somos) más radicales política y so-
cialmente. Porque allá donde un liberal toleraría una situación porque
no hay interferencia, un republicano demócrata no se encogería de
hombros. Incluso en aquellas situaciones que un liberal consideraría
aceptables, desde el punto de vista de la libertad como no interferen-
cia, porque podría suponerse razonablemente que el dominador no
usará sus prerrogativas, una persona partidaria de la libertad como
no dominación abogaría por la supresión de un contexto semejante.
Por esta mayor radicalidad política y social que comporta la li-
bertad como no dominación, por las pocas manías que tendrá un
republicano demócrata para la intervención –siempre democrática
y contestable– del Estado, la Renta Básica puede ser, y alguna indi-
cación pensamos haber dado al respecto, un buen instrumento para
incorporar al diseño institucional del ideario normativo republicano.
Decíamos antes que un republicanismo democrático no cortaba por
lo sano, que ni excluía a los económicamente dependientes –como
un cierto republicanismo histórico pretendió– ni los incluía al precio
de adelgazar el ideal de libertad sacando de la agenda política el
problema del poder y la dominación en la sociedad civil. Decíamos
que un republicanismo democrático, que apuesta por la libertad como
no dominación para todos, no podía cerrar los ojos ante las innume-
rables formas de dominación compatibles con los derechos formales
liberales. El mundo económico que vivimos es una muestra de esta
dominación compatible con los derechos formales liberales. Que
el director general de la Disney, Michael Eisner, recibiera en 1998
unos ingresos de quinientos setenta y seis millones de dólares, que
significaba veinticinco mil setenta veces el ingreso medio de los
trabajadores de su propia empresa; o que en este mismo año un es-
tadounidense, Bill Gates, acumulara más riqueza que la del conjunto
del 45% de los hogares más pobres de su país; o que menos de un
quinto del incremento de la riqueza de un año, entre 1999 y 2000,
de los cuatrocientos tipos más ricos de EE.UU. hubiera bastado para
situar a todos y cada uno de los habitantes de su país por encima del
umbral de la pobreza lo que, dicho sea de paso, seguiría otorgando
aún a esos 400 individuos más ricos un crecimiento promedio de su
riqueza de 534 millones de dólares al año (10,2 millones de dólares
a la semana); todo esto es compatible con las libertades liberales
formales; que se permita que las decisiones tomadas por poquísimos
consejos de administración para su único y exclusivo beneficio afec-

| 277
ten a miles de millones de personas es compatible con las libertades
liberales formales (“Las democracias se minan cuando los intereses
corporativos pueden, de hecho, comprar las elecciones...”,31 dejó
escrito el Premio Nobel de Economía de 2001, J. Stiglitz. “Cuando
los capitalistas se sienten incómodos, hacen mucho ruido. Cuando
caminan, retumba el sonido de sus pasos. Y cuando necesitan hablar
con alguien, alguien responde al teléfono” [Cohen y Rogers, 1983]
era la forma como lo expresaban estos dos autores hace 20 años).
La Renta Básica no va a cambiar por sí sola y completamente este
estado de cosas, pero tiene esa interesante, para el republicanismo
democrático, dimensión política: constituiría un freno muy eficaz a
la dominación social que hoy padece una buena parte de la ciuda-
danía. O, dicho de otra forma, la Renta Básica también constituiría
una posibilidad, en todo caso mucho mayor para buena parte de la
ciudadanía que aquélla de la que dispone en la actualidad, de vivir
sin el permiso de otros.

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280 |
10
ENTREVISTA POLÍTICO-FILOSÓFICA
A ANTONI DOMÈNECH*

por Salvador López Arnal

Pregunta 1.- Está a punto de publicarse un estudio tuyo, largamente


esperado, cuyo título, no sé si provisional, es El eclipse de la
fraternidad: una revisión republicana de la tradición socialista
(Barcelona, Crítica, en prensa). Hasta donde sé, el libro es, en
buena medida, una larga reconstrucción histórica, centrada so-
bre todo en el período 1848-1936, con calas hacia atrás (hasta
las Repúblicas del mediterráneo antiguo) y hacia delante (hasta
nuestros mismso días). ¿Qué motivos te han llevado a dar tanta
importancia a la historia, en vez de limitarte a escribir un libro
más bien filosófico-sistemático sobre la “fraternidad?¿Y cómo
definirías el concepto de fraternidad”?
Respuesta a la P1.- No se puede definir el concepto de “fraterni-
dad” en términos de condiciones necesarias y suficientes. Y no
–o no sólo– porque se trate de un concepto vago, o nebuloso, o
particularmente amorfo. Sino porque, como todos los conceptos
filosófico-políticos –también los de “libertad” o “igualdad”–, es
un concepto esencialmente histórico. Fue la cabal comprensión de
eso, y mi vieja insatisfacción con el modo con que se hace ahora
filosofía política en la vida académica, lo que me llevó, al comien-
zo, a planear una larga introducción histórica a un libro concebido

* Texto completo de una entrevista realizada en junio/julio de 2003. Un resumen


de ella se publicó en la revista El Viejo Topo, Octubre de 2003.

| 281
inicialmente, en efecto, de manera más filosófico-sistemática.
Luego, con el paso de los años –este libro ha sido gestado, con
algunas interrupciones, durante más de una década–, la “introduc-
ción” fue creciendo hasta convertirse en un enorme material con
vida propia, del que el libro presente no es sino una parte.

Pregunta 2.- Por las partes del manuscrito que he visto, el libro tiene
una punta muy visible de actualidad política. ¿Cómo encajas
la “Revisión republicana de la tradición socialista”, esa larga
mirada histórica y retrospectiva al pasado, con las cuestiones
candentes para la izquierda de hoy?
Respuesta a la P2.- Creo que el pasado, visto crítica y autocrítica-
mente, contiene lecciones políticas que la izquierda viva de hoy
no puede permitirse seguir ignorando. Porque lo cierto es que el
pasado ha sido sistemáticamente falseado u ocultado, tanto por una
izquierda derrotada y desnortada, como por el tradicional partido
del olvido y la sepultura de la memoria que son las fuerzas de la
conservación. Sea como fuere, yo he tratado modestamente de
seguir en mi libro el consejo de Walter Benjamin: “encender en
el pasado la chispa de la esperanza presente”. Consejo, dicho sea
paso, que Benjamin reservaba sólo para los historiadores “pene-
trados de la idea de que tampoco los muertos están a salvo del
enemigo victorioso”.

Pregunta 3.- La vindicación de igualdad y libertad, ¿no conlleva,


de hecho, la aceptación de la fraternidad?
Respuesta a la P3.- Lo primero sobre lo que vale la pena llamar la
atención es sobre el hecho de que la “fraternidad” es un concepto
metafórico. Es una metáfora conceptual cuyo dominio de partida
es la vida familiar, privada, doméstica, y cuyo dominio-término
es la sociedad civil y su esfera pública. Esto es en cierto sentido
anómalo. En la tradición escrita recibida de la filosofía política
clásica esos dos ámbitos (la vida pública civil y la vida privada
doméstica) solían relacionarse con metáforas conceptuales, cierta-
mente, pero de sentido inverso: el dominio de partida era la esfera
civil, la comunidad política, y el dominio de llegada, el ámbito
de la privacidad. Son célebres, por reducirnos a un ejemplo, las
metáforas de Aristóteles proponiendo un orden doméstico en el
que el padre de familia gobierna a la mujer republicanamente, a
los hijos, monárquicamente, y a los esclavos, despóticamente. Si
queremos buscar en el mundo clásico metáforas excepcionales de

282 |
sentido inverso, cuyo dominio de partida sea el ámbito doméstico
o familiar, apenas hallamos otro ejemplo que el de Aspasia.
Fue Aspasia –si hay que creer a Platón en la burla que de
ella hace en el Menéxeno– quien por vez primera usó la metá-
fora política de la fraternidad. Y la usó, además, en un sentido
radicalmente democrático-plebeyo (de aquí el encono de Platón),
es decir, como universalización de la libertad republicana y de la
igualdad –entendida ésta como reciprocidad de ricos y pobres en
la libertad–. Aspasia es un ejemplo supremamente revelador. En
primer lugar, por tratarse de una mujer: las mujeres libres estaban
inveteradamente excluidas en Atenas de la participación política;
y es natural que, para ellas, el ámbito de experiencias cognitivas
metafóricamente fértiles fuera el oikos, el espacio doméstico. En
segundo lugar, por tratarse de una dirigente del partido democrá-
tico de los thetes, de los pobres libres: nada menos que “maestra
y concubina” de Pericles, al decir de quienes pretendían degradar
a la democracia plebeya ática difamando a ambos. Pues, aunque
la democracia radical no otorgó plena libertad política a las mu-
jeres en Atenas, sí les dio –para indignación de todos los grandes
filósofos políticos y de enemigos encarnizados de la democracia
como el comediante Aristófanes– plena e igual libertad de palabra
política (isegoría) en el ágora.
En el mundo postclásico, y particularmente en las monar-
quías helenísticas postalejandrinas, encontramos también la me-
táfora política de la philadelphía, de la fraternidad. Pero con un
contenido muy distinto, que pasó al judío helenizado Pablo, y
a través de él, a un cristianismo que se difundió muy rápida-
mente por todos los territorios del Imperio romano, colonizando
cognitivamente a velocidad de vértigo las mentes de las “clases
domesticas” subalternas: se trata de un mundo, el postclásico,
en el que han desaparecido casi por completo las experiencias
de la libertad republicana antigua, y la “fraternidad” expresa en
él, no el ideal republicano-democrático aspasiano de universa-
lización de la libertad republicana, sino, al revés, el imperativo
monárquico-imperial de una vida civil pública –política– regida
patriarcal y despóticamente, como un oikos o como un domus,
y en la que todos –amos y esclavos, tiranos y súbditos– deben,
encima, quererse “fraternalmente” en tanto que miembros de una
misma familia (“familia” viene de fámulo, esclavo).

Pregunta 4.- Pero ¿no fue Robespierre quien acuñó la trinitaria


consigan de libertad, igualdad, fraternidad?

| 283
Respuesta a P4.- Ya casi nadie se acuerda de que la divisa republi-
cano-revolucionaria francesa “Libertad, Igualdad, Fraternidad” la
acuñó el diputado Robespierre en un célebre discurso parlamenta-
rio de 1790. Y su sentido era inequívoco: él, que se había opuesto
desde el principio a la división de los ciudadanos en “activos” y
“pasivos”; él, el enemigo del sufragio censitario con el que trataba
de reservarse una ciudadanía exclusiva para los ricos; él quería,
como Aspasia, la democracia revolucionaria, es decir, la univer-
salización de la libertad y de la igualdad republicanas: una vida
civil que hiciera políticamente irrelevantes las distinciones entre
ricos y pobres; una vida social y económica en la que los pobres
no tuvieran que pedir permiso a los propietarios ricos para poder
existir. Porque eso es lo que significaba en 1790 “fraternidad”
en Europa: afloramiento, plena incorporación de los pobres y de
todas las antiguas clases domésticas a la igual libertad civil. Con
la consigna de “fraternidad”, el ala democrático-plebeya de la
Revolución francesa concretaba en programa político de combate
para el pueblo trabajador –que era su base social– el ideal ilustrado
de “emancipación” (¡otra metáfora procedente del ámbito fami-
liar!): que todos los hombres sean hermanos –la exigencia del gran
poema de Schiller parcialmente musicado luego por Beethoven
en la novena sinfonía– quiere decir que todos se “emancipan” de
las tutelas señoriales en que secularmente vivía segmentado el
grueso de las poblaciones trabajadoras del antiguo régimen euro-
peo; quiere decir que todos –por formularlo conforme a la célebre
divisa de Kant, ese admirador de Robespierre– se hagan mayores
de edad. Cuando Marat desafía los “falsos conceptos de igualdad
y libertad” porque tratan de enmascarar el hecho de que quienes
los proponen “nos siguen viendo como la canalla”, está exigiendo
que la “canalla” (los desposeídos, los campesinos acasillados, los
criados, los domésticos, los trabajadores asalariados sometidos
a un “patrón”, los artesanos pobres, las mujeres, todos quienes,
para vivir, necesitan depender de otro, pedirle permiso) no sea
excluida de la nueva vida civil libre que prometió la Revolución
en 1789: que nadie domine a nadie, que nadie necesite “depender
de otro particular” para poder subsistir.

Pregunta 5.- Entonces, en tu opinión, ¿qué papel juega la consigna


de fraternidad a partir de la revolución francesa?
Respuesta a P5.- La “fraternidad” es a partir de 1790 la consigna que
unifica programáticamente las exigencias de libertad e igualdad

284 |
de las poblaciones trabajadoras, esa “bestia horizontal” –como
la llamó el historiador E. P. Thompson en su gran estudio sobre
la cultura popular en la Inglaterra del XVIII– secularmente se-
miadormilada que, gracias al programa democrático-fraternal
robespierriano, vivió por unos años la experiencia de una hori-
zontalidad conscientemente política, conscientemente emancipada
de los yugos señoriales y patriarcales que la venían segmentando
verticalmente. “Emanciparse” era “hermanarse” horizontalmente,
sin barreras verticalmente dispuestas: emancipado de la tutela
del señor o del patrón, no sólo se puede ser hermano de todos
los “menores” que comparten cotidianidad bajo la misma do-
minación patriarcal-patrimonial; se puede ser también hermano
emancipado de todos quienes estaban bajo la tutela y la domina-
ción (dominación viene de domus: ¡otra metáfora familiar!) de
otros patronos. La segmentante parcelación señorial de la vida
social europea en el antiguo régimen (transplantada a la América
española y portuguesa) estorbaba al contacto horizontal del pue-
blo llano; caído ese régimen –tal era el ideal–, todas las clases
domésticas y subalternas, antes fragmentadas en jurisdicciones,
dominios y protectorados señoriales, se unirían, se fundirían como
hermanas emancipadas que sólo reconocerían un progenitor: la
nación, la patria. Y la ola de hermanamiento tampoco se detenía
aquí: destruidas no sólo las sociedades civiles señoriales, sino las
despóticas monarquías absolutas enseñoreadas de las distintas
naciones –domésticas de sus reyes–, también los distintos pueblos
de la tierra, emancipados de esa tutela dinástica segmentante de
los pueblos, se hermanarían alegres: eso fue la Weltbürgertum
ilustrada, la República cosmopolita (que nada tiene que ver con
el cosmopolitismo liberal del XIX).

Pregunta 6.- ¿Por qué razones crees que se ha eclipsado o desdibu-


jado la fraternidad, este elemento de la tríada ilustrada?
Respuesta la P6.- La derrota del programa democrático-fraternal
tras el golpe de estado de Termidor, y la substitución en 1794
de una república de ciudadanos por una –efímera– república “de
gentes honestas” (es decir, de propietarios), no significó su final
como ideario vivo entre las poblaciones trabajadoras europeas.
Democracia, hasta 1848, quería decir en Europa y en toda Amé-
rica lo mismo que en el mundo antiguo: gobierno de los pobres.
Y eso (en Europa, y en cierto modo, también en Iberoamérica)
se asociaba a la “fraternidad”, y ésta a las tácticas revoluciona-

| 285
rias insurreccionales de las poblaciones trabajadoras, es decir, al
odiado y difamado Robespierre: gegen Demokraten helfen nur
Soldaten, “contra demócratas, no valen sino soldados”, según el
célebre dicho alemán de la primera mitad del XIX. La primera
asociación política de carácter internacional a la que pertenecieron
Marx y Engels se llamaba todavía Fraternal Democrats. Es inte-
resante darse cuenta de que el eclipse de la fraternidad coincide
con el eclipse de la milenaria tradición republicana, que se hace
definitivamente invisible a partir de entonces: con el fracaso de
la II República francesa –la “república fraternal”–, salida de la
revolución de febrero de 1848, no sólo desaparece como consigna
programática de combate la “fraternidad”, sino que los mismos
conceptos de “libertad” e “igualdad” cambian drásticamente de
significado.
En 1848 aparece el socialismo como fenómeno político. En
cierto sentido, el marxismo originario es la fusión de la tradición
republicana democrático-revolucionaria con un viejo ideario utó-
pico, políticamente inocuo hasta entonces, que aspiraba tan cortés
como librescamente a la abolición de la propiedad privada de los
medios de producir y de los sustratos materiales de la autonomía.
El socialismo político posterior al 48 hereda los valores básicos
del republicanismo democrático, y hereda también buena parte de
su base social, el “cuarto estado”, enormemente crecido en cuatro
décadas de industrialización a toda máquina: pero la consigna de
la fraternidad ha quedado desacreditada con el estrepitoso fracaso
de los socialistas fraternales de Louis Blanc y de la democracia
social-republicana de Ledru Rollin en la II República francesa.
Lo que para el incipiente socialismo marxista estaba a la orden
del día no era ya la plena incorporación de las clases domésticas
a la vida político-civil, sino la superación de toda sociedad civil
fundada en la apropiación privada de los medios de existencia
social: pues el avance incontenible de la industrialización y de
las tecnologías productivas que iban con ella, la destrucción de
las economías campesinas “naturales” –y en general, del grueso
de la “economía moral” popular–, la desaparición de las bases de
existencia económica del pequeño artesanado urbano y rural, la
creciente importancia de las economías de escala, etc., etc., torna-
ban imposible o problemático el tradicional programa democrá-
tico-revolucionario de universalización de la propiedad privada,
base de la libertad republicana clásica. Y eso parecía poner en
cuestión, no el valor intrínseco de la “fraternidad” (Marx siguió
despidiéndose hasta el final de sus días en muchas de sus cartas

286 |
anteponiendo el adverbio “fraternalmente” a la firma), pero sí su
utilidad como consigna programática. La divisa “fraternidad” fue
considerada a partir de entonces por los socialistas políticos como
un lábaro confundente y obnubilador del problema de base de la
propiedad.
Paralelamente, del otro lado de la barricada, la noción de li-
bertad venía experimentando desde comienzos del XIX un cambio
significativo: a la pretensión democrático-fraternal de universa-
lizar la libertad republicana se respondió con lo que Burckhardt
–resumiendo genialmente el programa del liberalismo doctrinario
europeo de la primera mitad del XIX– llamó una “oligarquía
isonómica”: la universalización no de la igual libertad republi-
cana, sino de una igual “libertad” de contrato civil que dejaba en
buena medida intacta la dependencia de otro particular: en los
códigos napoleónicos se violaba la vieja máxima del derecho
romano republicano que consideraba que los contratos forzados
–por el hambre, por ejemplo–, no eran contratos entre hombres
igualmente libres. Tal vez se pueda decir que el precio que, con
el tiempo, acabó pagando el socialismo político por su abando-
no de la consigna de fraternidad fue la de ir perdiendo también
consciencia de que, como movimiento social y político, era el
gran heredero de las nociones republicanas clásicas –rehabilitadas
por la Ilustración– de libertad y de igualdad, nociones mucho
más exigentes que las que inventó y puso por obra, para frenar
la democracia, el liberalismo decimonónico, enmendador de la
Ilustración.

Pregunta 7.- ¿Qué te parece más vindicable hoy del ideario ilus-
trado? ¿Qué opinión te merecen las lecturas postmodernas de
ese legado?
Respuesta a P7.- Si algo aportó Marx a la milenaria lucha de los
dominados contra el mal social es un firme realismo de la inteli-
gencia, es decir, la decisión moral e intelectual de fundar la eman-
cipación de los desheredados de la tierra en buen conocimiento
empírico objetivo del mal que se combate, en una estimación sin
ilusiones de las circunstancias en que se desenvuelve la acción
política. En eso, en su amor a la verdad y en su nunca recatado
desprecio de los delirantes, los falsarios y los obscurantistas, fue
un ilustrado sans phrase. En mi opinión, el enémiso regreso de
un frenético relativismo epistemológico, estético y moral en la
vida académica reciente; la vuelta, por segunda vez en el siglo

| 287
XX, de una poderosa corriente crítico-cultural que se presenta a
sí misma como un desafío al culto ilustrado de la tríada de lo Ver-
dadero, lo Bello y lo Bueno (si así puede entenderse el fenómeno
académico “postmoderno”), tiene dos dimensiones políticamente
interesantes, una cómica y otra trágica.
Por un lado, ese “nihilismo de cátedra”, como lo ha bau-
tizado el filósofo norteamericano John Searle, tiene un curioso
parentesco con el llamado socialismo de cátedra de la segunda
mitad del siglo XIX. Refiriéndose a este tipo de gentes que, hoy
como ayer, se insertan más o menos cómodamente en el aparato
institucional de la educación superior sin dejar de maldecir de la
academia ni de hacer escarnio de todos los códigos deontológicos
de la vida intelectual, el viejo Marx dijo una vez que se limitaban a
construir pro domo sua una tan inútil como incompetente “ciencia
privada” que sólo servía para afianzamiento de sí mismos en la
vida académica alemana (a la que Marx y Engels, dicho sea de
paso, despreciaban con bastante razón, entre muchas otras cosas
por dar cobijo a este tipo de gentes). Realismo de la inteligencia
es exploración racional de la factibilidad de nuestros programas
políticos, y esa exploración racional va siempre de la mano de la
ciencia empírica pública, la cual, por lo mismo que es pública,
no es sino democrático sentido común refinado, accesible a to-
dos, hombres y mujeres, burgueses y proletarios, judíos y genti-
les, fieles e infieles, cristianos y paganos, liberales y socialistas.
Eso, la suplantación de la probidad intelectual por la impropiedad
peregrina, en cuanto al lado cómico del postmodernismo, tan
jocundamente desenmascarado por Alan Sokal en su best seller
sobre las Imposturas intelectuales1.
El lado trágico de este tipo de irracionalismo relativista
del postmodernismo y el antiiluminismo académico militante lo
anticipó Dante en el Inferno:

Però comprender puoi che tutta morta


sia nostra conoscenza da quel punto
che del futuro sia chiusa la porta2
(Canto X, Círculo VI)

1 A.Sokal y J.Bricmont, Imposturas intelectuales, trad. Miguel Candel, Barce-


lona, Piados, 1999.
2 Traducción: “Ya puedes comprender que muerto/está nuestro conocimiento,
desde el instante/en que al futuro cerrada queda toda puerta”.

288 |
Las actitudes filosóficas antiilustradas, lo mismo la de los
académicos europeos fascistas y nazis de los años treinta que la de
nuestros académicos postmodernistas sedicentemente izquierdis-
tas, han tenido que ver siempre en el siglo XX con la percepción
de que del futuro sia chiusa la porta. Aquellos porque la querían
cerrar por su propia mano; éstos porque la consideraron inopinada-
mente cerrada para siempre en la amarga y aleccionadora derrota
que siguió a 1968. Con la nómina segura a fin de mes, perdida
toda esperanza política de futuro, tiene por fuerza que resultar
más entretenido deconstruir a los colegas de departamento que
molestarse en averiguar cuál es el salario mínimo interprofesional
del país en que uno enseña o dicta sus conferencias.

Pregunta 8.- Fuiste militante del PSUC-PCE hasta finales de los


setenta. ¿Te sigues reconociendo en esa tradición? ¿Qué balance
haces de la herencia de la III Internacional? ¿Qué ha significado
el estalinismo en la Historia, y en la historia de los movimientos
emancipatorios, del siglo XX?
Respuesta a P8.- La creación de la III Internacional fue un gran y
audaz experimento político a la desesperada de Lenin y Trostky,
un experimento que salió mal. El gran error de estos dos gigantes
de la Realpolitik revolucionaria del siglo XX fue no haber sabido
sacar a tiempo todas las consecuencias de los fracasos de la revolu-
ción en Austria, Hungría, Baviera y, sobre todo, Alemania e Italia
en 1918/21. La III Internacional fue creada a toda prisa, según el
modelo jerárquico y centralizado del partido bolchevique ruso,
a fin de aprovechar inmediatamente el potencial revolucionario
de la Europa central y occidental de postguerra: trataban con ello
de salvar in angustiis a la joven e industrialmente atrasada demo-
cracia consejista soviética, a la que con razón reputaban incapaz
de sobrevivir siquiera unos pocos años como tal democracia sin
el auxilio de las revoluciones triunfantes en las potencias indus-
triales europeas. Una vez se vio que ni la chispa de la revolución
socialista prendía con la velocidad necesaria en occidente, ni el
modelo bolchevique de partido –tan eficaz en la Rusia absolutista
de los Románov– podía arraigar fértilmente en una clase obrera
mal que bien educada por la socialdemocracia y por el anarquismo
de anteguerra en la experiencia de la autoorganización democrá-
tica, la persistencia de la III Internacional y el enquistamiento de
la escisión del movimiento obrero socialista a escala mundial no
podían sino considerarse un mal de consecuencias previsiblemente

| 289
catastróficas. En el III Congreso de la IC (1922), Lenin y Trotsky
tendrían que haber sacado ya esa consecuencia, sirviéndose de su
enorme autoridad moral entre las poblaciones trabajadoras euro-
peas y americanas y entre los pueblos coloniales del mundo entero
para replantear a fondo tanto su política internacional (ofreciendo
a la izquierda y al centro socialdemócratas la reunificación política
y sindical del movimiento obrero mundial sobre bases enteramente
nuevas), como su política nacional (buscando un gobierno de
coalición democrático-radical con los socialrevolucionarios de
izquierda y con los mencheviques, sostenido en una ancha y ro-
busta mayoría parlamentaria). Creo que ese fue su error capital,
pero cada quién tiene que cargar sólo con los suyos propios. Del
grueso de los crímenes y las tarascadas que vinieron después no
puede hacérseles responsables en ningún sentido políticamente
honrado de la palabra.

Pregunta 9.- ¿Qué significó el triunfo del estalinismo?


Respuesta a P9.- El triunfo del estalinismo, histórico-objetivamente
considerado, significó el abrupto final del período revolucionario
que se había abierto en el mundo, y señaladamente en Europa,
tras la revolución rusa de octubre de 1917. Ya desde antes, pero
de forma irreversible después de 1927, se puede decir que la
III Internacional se convirtió en instrumento legitimador de un
criminal despotismo industrializador de nuevo tipo, dentro de la
Unión Soviética, y en un largo tentáculo internacional al servi-
cio de las arcanas razones de estado y de los espurios intereses
de la camarilla burocrática dominante aferrada allí al poder. En
este sentido, acaso pueda hablarse con cierta propiedad de un
Termidor ruso: pues el precio más visible que hubo que pagar
para esa transformación fue, junto a la de millones de trabaja-
dores soviéticos, la vida de toda la vieja guardia revolucionaria
del partido bolchevique, desde la derecha de Bujarin hasta la
izquierda de Trotsky.
Pero el estalinismo tiene también una dimensión político-cul-
tural subjetiva, harto más complicada de despachar en unas pocas
líneas. Por un lado, está el hecho, innegable, de que centenares
de millones de personas en todo el mundo creyeron sinceramente
durante décadas que seguir a pies juntillas la errática y enigmática
política dictada desde Moscú por Stalin y sus sucesores signifi-
caba seguir trabajando y luchando por los ideales de Octubre,
de la democracia consejista y del socialismo. Por el otro, está el

290 |
no menos innegable hecho de que, al tiempo que el mito de la
“patria socialista soviética” fortalecía la fe de los desposeídos y
los oprimidos del mundo en un futuro social distinto y mejor y
reforzaba el ardimiento combativo de los abnegados y a menu-
do heroicos militantes y simpatizantes comunistas, les destruía
también, como todas las fes en todos los mitos, la facultad crítica
y autocrítica, la autonomía de juicio, y hasta, no pocas veces, la
más elemental capacidad de discernimiento político, moral y aun
psicológico. Cualquiera que, como tú y como yo, haya luchado
contra el fascismo encuadrado en partidos que más o menos le-
janamente venían de esa tradición conoce por experiencia propia
estas dos caras, tan distintas, de la misma moneda: el heroísmo,
la combatividad, la disciplina, la solidaridad y la enorme capaci-
dad de sacrificio, por un lado; y por el otro, eso que los ingleses
llaman, tan expresivamente, dirty togetherness o “cercanía sucia”
(es decir, la camaradería desconfiada, la reserva hipócrita como
forma habitual de relación cotidiana), el obscurantismo fideísta,
el obtuso sentido de la jerarquía, y por supuesto, el implacable
aislamiento excluyente que sigue inexorablemente al amedren-
tador Rufmord, al pérfido asesinato de la fama de quien se atreve
a arriesgar juicio propio.

Pregunta 10.- Si te parece, podemos empezar a hablar de la globa-


lización y las perspectivas de la izquierda hoy.
Respuesta a P10.- Para enlazar en algún punto con la respuesta
anterior, tal vez convenga empezar diciendo algo sobre “globa-
lización” e izquierdas tradicionales. Sobre todo en los medios
académicos –ya se presenten como terriblemente “alternativos”–,
hay cierto papanatismo extasiado ante la supuesta radical nove-
dad de la “globalización”. Mundialización de la economía y de
la vida social y política la hay desde hace más de dos siglos: no
hace falta haber leído el gran libro de Larry Neal sobre el origen
de los mercados financieros internacionales3 para saberlo. Y si
más allá de la conexión a internet (que abarca, ciertamente a
todos los académicos y a todos los periodistas, pero a no más del
6% de la población mundial) y de la universal propagación de
slogans publicitarios y hábitos de consumo, escarbamos un poco
en algunos índices serios, seguramente se puede decir que los
últimos 25 o 30 años de indudable diástole mundializadora de la

3 The Rise of Financial Capitalism. International Capital Markets in the Age of


Reason, Cambridge, 1990.

| 291
vida económica todavía no pueden compararse en varios aspectos
importantes con la tremenda ola mundializadora que se vivió entre
1871 y 1914. Al final de ese excepcional período (la “era de la
seguridad”, como se la llamó en Europa, o la “edad de oro de las
oligarquías”, como se la conoce en Iberoamérica), en 1914, por
ejemplo, Inglaterra estaba exportando un 7% de capital en relación
con su PIB, índice que jamás ha vuelto a ser igualado. Ese período
coincidió con una expansión sin precedentes de la cultura econó-
mica y social capitalista a casi todos los rincones del planeta: con
un aguerrido colonialismo y la consiguiente destrucción a fondo
de muchas economías “naturales” y “morales” del planeta, y en
las metrópolis, con la seria amenaza de las fuentes tradicionales
de la existencia social de las clases medias y menestrales de viejo
tipo (artesanado, campesinado pequeño y medio, industrias urba-
nas de propiedad familiar). Y el final fue espasmódico: primera
revolución rusa de 1905; el período de grandes huelgas políticas
revolucionarias en toda Europa entre 1905 y 1907 (huelgas, dicho
sea de paso, a las que la mayoría de países europeos debe la intro-
ducción del sufragio universal masculino); revolución mexicana
en 1910; primera revolución china en 1911; la Gran Guerra de
1914-18; la Revolución rusa de Octubre de 1917; la gran ola de
revoluciones en Europa entre 1918-1923; la contrarrevolución
fascista en Italia, Alemania, Hungría y Austria; el crash bursátil
de 1929 y la terrible depresión económica mundial consiguiente;
revolución y contrarrevolución en España entre 1931 y 1939; y
finalmente, la hecatombe de la segunda Gran Guerra.
Al acabar la II Guerra Mundial, los economistas académicos
más lúcidos de la generación de Keynes, Kalecki, etc., que habían
vivido intensamente todas esas amargas experiencias, no querían
saber nada del tipo de economía mundializada –con patrón oro
rígido, mercados financieros y de capitales internacionalizados
sin restricciones ni regulaciones, etc., etc.– del período de la “se-
guridad”, ni con los desesperados intentos entre 1920 y 1930 por
restaurar los flujos internacionales de capital y el orden mone-
tario anterior a 1914. Ellos no esperaban ya nada de eso, salvo
especulación desestabilizante, fugas caprichosas e injustificadas
de capitales, burbujas financieras peores y más impredecibles
que las bombas de tiempo, revoluciones, contrarrevoluciones y
devastadoras guerras mundiales. Y de esas convicciones surgió,
en parte, el llamado “consenso de 1945”: tipos estables de cam-
bio (que permitieran el desarrollo sin turbulencias del comercio
internacional), estricta regulación de los flujos internacionales de

292 |
capitales, gobiernos firmemente comprometidos en la prevención
de depresiones dentro de cada país. Y naturalmente, para evitar
un rimero de revoluciones como las que sacudieron Europa tras
la primera Guerra Mundial, un nuevo “consenso social”, del que
salieron cosas como el llamado “Estado de Bienestar”.
Las dos principales corrientes de izquierda que sobrevivieron
al fascismo, a la II Guerra Mundial y al inicio de la guerra fría, y
que prosperaron políticamente en la sístole “desmundializadora”
de la posguerra –socialdemócratas de derecha y comunistas de
tradición estalinista–, se acostumbraron entonces a pensar cada
vez más en términos “nacionales”. Es natural que la nueva diástole
mundializadora y “reliberalizadora”, que se inició con decisiones de
todo punto políticas a finales de los 70, les cogiera a contrapié.

Pregunta 11.- ¿Qué queda del consenso de 1945 en la actual fase


de gobalización, o como tu tal vez preferirías, de “remundializa-
ción” o “reliberalización” de la economía? Y reitero mi anterior
pregunta: ¿qué perspectivas tiene la izquierda hoy? ¿Cómo ves
el actual movimiento antiglobalización u otromundista? ¿Son
estos movimientos los sujetos (no sujetados) portadores de los
actuales ideales emancipatorios? ¿Crees que en el conjunto de
esos movimientos hay sólo diversidad o bien hay también con-
tradicciones internas?
Respuesta a P11.- Para empezar por lo último, creo que en esos
movimientos hay diversidad, y además, contradicciones internas,
como no podía ser de otra manera en un movimiento que es ya, a
la vez que incipiente, grande y prometedor, y que aparece tras dos
décadas largas de desorientación y derrota. En ese movimiento hay
de todo, y me parece bueno que haya de todo: desde veteranos de
mil luchas, que han madurado políticamente de formas muy inte-
resantes, hasta jóvenes militantes con ideas nuevas y frescas que,
sin embargo, no les quitan las ganas de aprender de sus mayores.
Y también, claro –no hay rosas sin espinas: y las espinas tienen
también aquí su belleza y su función–, desde quienes parecen
políticamente “nacidos ayer” hasta los resabiados de siempre que
creen sabérselas todas; desde académicos recién desencantados
con “terceras vías” social-liberales à la Blair-Giddens y politi-
castros fracasados en busca de publicidad hasta neoanarquistas
partidarios de la acción directa y la propaganda por los hechos,
pasando, claro está, por paleoestalinistas, burócratas sindicales
insegurizados por la ofensiva desmanteladora de los “Estados
sociales”, trotskystas empecinadamente anclados en el “Progra-

| 293
ma de Transición” de 1938 y una plétora de turistas políticos
asiduos de esa especie de nostálgicos parques temáticos de la
nueva izquierda en que hasta hace poco –hasta el triunfo de Lula
en las elecciones presidenciales brasileñas y hasta las grandes
manifestaciones antiimperialistas y antibélicas del pasado 15 de
febrero– amenazaban con llegar a convertirse las asambleas mu-
nicipales participativas de Porto Alegre o la selva lacandona del
subcomandante Marcos.
No se puede predecir qué saldrá de todo este movimiento,
huelga decirlo. Cada quién ingresa en él con sus propias tradi-
ciones intelectuales y políticas, con su específica trayectoria bio-
gráfica, y todos deben ser bienvenidos: en el gran debate práctico
que está en vías de realizarse, todos debemos entrar limpios de
corazón, con la idea de aprender, más que de enseñar, y no digamos
pontificar. Las izquierdas tradicionales, también, y quizá ellas
sobre todo. Un error que deben evitar éstas de entrada, ahora que
es evidente para tanta gente el fracaso del llamado consenso de
Washington y de las políticas neoliberales a ultranza, es creer –ya
sea tácitamente– que puede volverse a algo así como el consenso
de 1945.

Pregunta 12.- ¿Por qué? Si no me equivoco, estás proyectando un


librito sobre eso.
Respuesta a P12.- He hablado de eso con algunos amigos, como
Daniel Raventós, Carlos Suárez o tú mismo. La idea viene de mi
total insatisfacción con los enfoques académicos corrientes, a
derecha e izquierda, de cosas como la llamada “crisis del Estado
de Bienestar” o la supuesta distinción entre derechos negativos
y positivos, entre libertad “negativa” y libertad “positiva”, entre
“derechos civiles”, “derechos políticos” y “derechos socioeconó-
micos”, etc., etc. Pero para lo que aquí importa, puede resumirse
el consenso de 1945 en 5 puntos:
En primer lugar, regulación monetaria y financiera interna-
cional, según lo ya apuntado. En segundo lugar, “constituciona-
lización” de la empresa capitalista...

Pregunta 13.- ¿Qué hay que entender por eso?


Respuesta a P13.- Por mucho que la teoría económica tradicional
haya fingido ignorarlo, dentro de una empresa hay poder, poder de
todo punto político, que nada tiene que ver con puras relaciones
de mercados idealmente competitivos, en las que los agentes se

294 |
moverían sólo por diferencias de precios. En la empresa capita-
lista decimonónica clásica, el patrón ejercía un poder absoluto,
era un monarca absoluto, no embridado “constitucionalmente”:
el trabajador, una vez cruzado el umbral de la fábrica, no tenía,
cuando lo tenía, otro derecho que el de irse (y morirse de ham-
bre). A ese absolutismo de la patronal se le llamaba en el siglo
XIX “libertad industrial”: el trabajador podía ser despedido en
cualquier momento a discreción del patrono o de sus agentes, sin
indemnización ni explicación de tipo alguno; no tenía cobertura de
paro; no tenía vacaciones pagadas; los mecanismos de promoción
laboral dentro de la fábrica estaban enteramente al arbitrio del
patrono o de sus agentes; tampoco estaban reconocidos dentro
de la empresa el derecho de asociación (sindical), ni la libertad
de expresión, ni la de reunión; la huelga estaba penalizada, y
cuando se despenalizó, todavía por mucho tiempo se mantuvo la
responsabilidad civil del huelguista; etc., etc. Cuatro generaciones
de luchadores obreros socialistas y anarquistas lograron mejorar
esa situación en algunos países, forzando una especie de paso de
la monarquía empresarial absoluta a la monarquía empresarial
constitucional, por seguir con la metáfora. Pero con grandes di-
ficultades y enormes sacrificios y sin lograr traducir plenamente
esos logros a sólida legislación parlamentaria, ni siquiera tras el
desplome de las grandes monarquías continentales que siguió a
la Gran Guerra: así, por ejemplo, la primera legislación firme en
el mundo a favor de las vacaciones pagadas de los trabajadores
asalariados la aprobó –efímeramente– el gobierno francés de Fren-
te Popular en fecha tan tardía como 1936; en cambio, las por lo
demás interesantes iniciativas de legislación social de la República
de Weimar no lograron consolidar nada parecido a eso.
Pues bien; el consenso de 1945 blindó constitucionalmen-
te, si se permite el retruécano, la “constitucionalización” de la
empresa capitalista: por eso, ahora que el gobierno roji-verde
alemán habla de desmantelar parcialmente el Estado social, se
dejan oír tantas voces que exigen, consecuentemente, una revisión
de la mismísima Constitución Federal de 1949; y por eso, por
ir a un ejemplo de la otra punta del mundo, se menciona ahora
tanto en la Argentina el famoso artículo 14 bis de su Constitución
republicana, un artículo con el que se buscó en su día anclar en
la Ley Fundamental del país austral la “constitucionalización”
de la empresa capitalista. Ese fue el lado, digamos, “bueno” del
consenso social de 1945. (Bueno entre comillas: porque el control
del poder que ofrece una monarquía constitucional es bueno sólo

| 295
en relación con la caprichosa arbitrariedad de una monarquía
absoluta, pero malo en relación con el que ofrece una monarquía
parlamentaria, y aun malísimo en relación con el de un régimen
de democracia republicana. Ahora, una empresa o una unidad
productiva democrático-republicanamente regida dejaría de ser
“capitalista” en cualquier sentido serio de esa palabra).

Pregunta 14.- ¿Y el lado peor?


Respuesta a P14.- En tercer lugar, y ese es el peor lado del consenso
de 1945, se mantuvo la estructura oligopolística de los mercados.
Conviene recordar que, por un momento, pareció que eso no iba
a ser así. En la administración del Presidente Roosevelt había
gente, como el secretario de Estado Morgenthau, completamente
convencida de que el fenómeno nazi –y el desencadenamiento de
la II Guerra Mundial– hincaba sus raíces en la estructura oligo-
pólica de la banca y de la gran industria pesada y electroquímica
alemana; y completamente convencida, además –como el propio
Presidente Roosevelt–, del peligro que para la propia república
representaban los cártels y las colusiones oligopólicas, nacionales
e internacionales, de las grandes dinastías empresariales norte-
americanas. (El abuelo Bush, Prescott, por ejemplo, era propie-
tario de una empresa que, exactamente igual que, por ejemplo,
la farmacéutica alemana Bayer, se benefició no poco del trabajo
esclavo en Auschwitz.) Se ha olvidado interesadamente que Ro-
osevelt nombró como fiscal general para el juicio de Nuremberg
a Robert Jackson, el mismo que había venido batallando con
gran energía y talento –aunque sin demasiado éxito– por aplicar
antes de la guerra en los EEUU la ley antimonopolios de 1937.
Se ha olvidado interesadamente que, además de unos cuantos
mamarrachos del partido nazi, en los juicios de Nuremberg fue
juzgada –y condenada– como responsable última y beneficiaria
principal de los crímenes nacionalsocialistas la crema y la nata
de la oligarquía industrial y financiera alemana: los Flick, los
Siemens, los von Thyssen, los Krupp, etc., etc. Y se ha olvidado
interesadamente también que el senador MacCarthy empezó su
lamentable carrera política de cazador de brujas con una feroz
campaña –coronada con el éxito de tempranos indultos– contra las
condenas a los empresarios alemanes, sirviéndose del revelador
“argumento”, conforme al cual Nuremberg había significado tanto
como “juzgar y condenar a Rockefeller”. El consenso de 1945
acabó, pues, respetando plenamente la estructura oligopólica de
los mercados: las condenas de Nuremberg quedaron en nada; en

296 |
nada quedó la ley antimonopolios de Roosevelt; y el Kartellamt,
la institución pública creada en la RFA para combatir la concen-
tración del poder económico privado que había acabado con la
República de Weimar, pronto quedó reducida a poco menos que
un inocuo instituto de estadística.

Pregunta 15.- La socialdemocracia, ¿se adaptó bien a eso?


Respuesta a P15.- A la socialdemocracia de la inmediata postgue-
rra le costó mucho más de lo que se recuerda ahora adaptarse a
eso. Hubo que esperar al encapsulamiento político de los parti-
dos comunistas que trajo consigo la guerra fría y a la derrota de
la izquierda socialdemócrata o laborista (de un Schumacher en
Alemania, de un Nenni en Italia), progresivamente desplazada
por una derecha socialdemócrata o laborista abiertamente pre-
sionada y sostenida por la administración Truman (un Gaitskell
en Inglaterra, un Wehner en Alemania o un Saragat en Italia). Y
a la consiguiente aparición de un sindicalismo que se concibió a
sí mismo, de forma harto consciente, no ya como embrión de una
sociedad libre futura –al modo de la retórica socialista tradicional
antes de la guerra–, sino como una organización oligopólica más,
parcialmente monopolizadora de la oferta de fuerza de trabajo, y
relativamente capaz, como cualquier organización oligopólica, de
imponer y dictar precios. Uno de los que mejor llegó a categorizar
la situación fue, en mi opinión, el economista laborista británico
John Strachey, quien sostuvo brillantemente en su famoso libro
de finales de los 50 (Contemporary Capitalism) que, en el pe-
ríodo del “Estado de Bienestar”, los sindicatos se habían hecho
lo bastante fuertes como para captar para sus miembros parte
de los incrementos de los beneficios empresariales oligopólicos
resultantes de la combinación de la reducción de costes en el
proceso productivo con la imposición de precios al consumidor.
Sólo a comienzos de los años ochenta pudo la señora Thatcher
empezar a demostrar que las Trade Unions británicas no eran tan
fuertes como para seguir manteniendo su porción del pastel inde-
finidamente, y ese fue el principio del fin no tanto del “Estado de
bienestar”, cuanto de algo más profundo y de fondo, uno de cuyos
epifenómenos habían sido los distintos “Estados de bienestar”: lo
que hasta aquí hemos venido llamando el consenso de 1945.

Pregunta 16.- Parece que te resulta incómoda la terminología del


“Estado de bienestar”

| 297
Respuesta a P16.- Es un término demasiado genérico y demasia-
do confundente para caracterizar las muy distintas instituciona-
lizaciones políticas en que en cada país cristalizó el consenso
de 1945 (otro nombre genérico, ciertamente, pero con menores
pretensiones “analíticas”, y por lo mismo, menos confundente:
si no se aclara lo que quiere decir, la mera palabra no “explica”
ni describe por sí sola, milagreramente, nada). En general, los
estudios académicos más corrientes y vulgarones sobre el llamado
“Estado de bienestar” suelen combinar propedéuticamente dos
cosas que me parecen desastrosas: tipologías ahistóricas más o
menos caprichosas de los mismos (modelo escandinavo, modelo
católico, modelo anglosajón, etc.), por un lado, y por el otro, la
necia idea –¡tan whig!– à la Marshall, según la cual habría habido
una especie de marcha ascendente, progresiva e inexorablemente
ampliadora de derechos: derechos civiles, derechos políticos,
derechos sociales y económicos. (Una especie de hegelianismo
para analfabetos académicos, vamos). La combinación de am-
bas cosas deshistoriza y despolitiza el problema hasta tornarlo
ininteligible: hace imposible entender los “Estados de bienestar”
como proteicos, complicados –y precarios– resultados de tenaces
luchas sociales y de decisiones y contradecisiones de todo punto
políticas, diversamente concretadas según las muy distintas tra-
diciones y trayectorias institucionales de cada uno de los países y
de la peculiar inserción de éstos en un contexto histórico-mundial
determinado e irrepetible.
Y así se pierde ya de entrada de vista tanto el hecho de que
el origen y la evolución de los estados de bienestar fueron resul-
tado de arduas decisiones políticas que respondían a complejas
relaciones de fuerzas sociales, como que su crisis actual resulta
también de otra relación de fuerzas sociales, completamente dis-
tinta, y de las consiguientes decisiones políticas. Bien es verdad
que la tendencia del consenso de 1945 a optar por la técnica
jurídica de un blindaje constitucional del carácter “social” del
Estado pudo contribuir lo suyo a propiciar este tipo de ingenuas
visiones ahistóricas y apolíticas de los “Estados de bienestar” de
la postguerra...

Pregunta 17.- ¿Qué quieres decir?


Respuesta a P17.- Si tu comparas la Constitución de la República
de Weimar de 1919 con la Constitución de la República Federal
alemana de 1949, o si comparas la Constitución de la II República

298 |
española de 1931 con la Constitución monárquica de 1978, o la
Constitución de la I República austríaca de 1919 con la Consti-
tución de la II República de 1949, puedes observar, entre otros
muchos, un interesante cambio. En su famoso artículo 153 –el
más odiado por las fuerzas sociales y económicas que llevaron a
Hitler al poder–, la Constitución de Weimar, redactada por juristas
socialistas y filosocialistas como Hugo Preuss, ponía la propiedad
privada y su regulación bajo la voluntad del legislador, es decir,
del Parlamento. (El compententísimo jurista socialista Jiménez de
Assúa, para redactar su equivalente en la Constitución republicana
española, se inspiró en ese artículo 153 y en otros dos parecidos
de la Constitución mexicana de 1917 y de la Constitución de la
I República austríaca de 1919 –escrita, dicho sea de paso, por el
socialista reformista Renner y por el gran Kelsen, un demócrata
radical–). Eso abría la puerta a un amplio –y constitucionalmente
indeterminado– espectro de reformas sociales parlamentariamente
inducidas, incluida, claro es, la de una más o menos modesta
“constitucionalización” de la empresa capitalista.
Sin embargo, el grueso de los intentos importantes de le-
gislación social, promovidos por mayorías parlamentarias de iz-
quierda, se estrellaron en Weimar contra el muro infranqueable
de un politizadísmo poder judicial ultraconservador, heredado,
intacto, de la monarquía Guillermina. Todos los juristas demó-
cratas de los años treinta, incluidos Jiménez de Assúa y Kelsen, y
desde luego, los juristas rooseveltianos, sacaron de la experiencia
alemana –y de las oprobiosas zancadillas puestas por la Corte
Suprema norteamericana al New Deal– la conclusión de que la
división constitucional de poderes, entendida anacrónicamente à
la Montesquieu, con un poder judicial incontrolable, socialmente
sesgado en su reclutamiento y dotado de una capacidad prácti-
camente ilimitada para la revisión judicial de las decisiones del
legislativo, era incompatible con una democracia republicana
seria.

Pregunta 18.- Y el consenso de 1945 ¿vio las cosas de manera muy


diferente?
Respuesta a P18.- En efecto. El consenso de 1945 forzó otra visión,
muy distinta, de las cosas, en los antípodas de la de los juristas
democráticos de los años 30. De acuerdo con esa visión que acabó
imponiéndose, el mal de las constituciones y de la vida política
de entreguerras habría sido una excesiva “politización” de todos

| 299
los poderes. Un artículo como el 153 de la Constitución de Wei-
mar habría dado a la izquierda la posibilidad, no sólo de regular
parlamentariamente a su buen placer la propiedad privada, sino,
en el límite, hasta la posibilidad de prácticamente disolverla (de-
mocratizando radicalmente el mundo de la empresa, por ejemplo);
y a la derecha parlamentaria, motivos para insubordinarse contra
eso, propiciando el golpe de Estado, o, caso de lograr ganar a
su turno las elecciones, revertir completamente la situación; y
habría incentivado, finalmente, al poder judicial para inmiscuir-
se cotidianamente en asuntos políticos. Así, la nueva República
Federal Alemana dejó prácticamente intacto el aparato judicial
del III Reich (como la Monarquía restaurada en España, el poder
judicial franquista), y su Constitución de 1949 (como la española
de 1978) restauró una anacrónica concepción de la división de
poderes y retiró al legislativo la capacidad para regular a voluntad
la propiedad privada, pero, en cambio, blindó constitucionalmente
el carácter “social” del nuevo Estado, es decir, inscribió en la
misma Ley Fundamental una (mera) “constitucionalización” de
la empresa capitalista. Lo mismo vale mutatis mutandis para la
Austria o –a pesar de Togliatti– para la Italia republicanas de
postguerra.
De aquí, en cierta medida, el carácter aparentemente “apo-
lítico” –puramente “moral”, dirán los cursis– de los “Estados de
bienestar”, así como el fenómeno, progresivamente afianzado
en la Europa de la postguerra, de la despolitización y la deca-
dencia de las discusiones y de la elocuencia parlamentarias, de
la desaparición del debate político y de la práctica extinción de
la dialéctica gobierno/oposición (grandes temas todos ellos de la
ciencia política académica de los años 50 y 60; a la de los 70, eso
ya le parecía lo más natural del mundo). En Austria, el caso tal
vez más espectacular, llegaron a gobernar juntos por décadas los
dos grandes partidos, el socialdemócrata y el cristianosocial, que
se habían enfrentado literalmente a muerte bajo la I República.
Los socialdemócratas alemanes de la postguerra accedieron por
vez primera al gobierno federal en los años 60, ingresando en
una coalición, llamada sarcásticamente por la prensa “coalición
de elefantes”, ¡compuesta por los cuatro partidos parlamentarios:
liberales, cristianosociales, cristianodemócratas y socialdemócra-
tas! ¡Eso sí que era “pensamiento único”! El estallido político
del 68 fue en buena medida una rebelión contra esa dimensión
antiparlamentaria y neocorporativa de los “Estados de bienestar”,
por la que las grandes decisiones se tomaban, de manera aparen-

300 |
temente apolítica, al margen del Parlamento y al margen de los
mercados competitivos (acuérdate de los tan celebrados “pactos
de la Moncloa” en España). En cualquier caso, esa dimensión no
debe ser olvidada hoy por ninguna izquierda que pretenda afrontar
seria y honradamente –es decir, crítica y autocríticamente– la crisis
de esos regímenes político-sociales y la feroz embestida de una
nueva/vieja derecha recrecida contra ellos no bien comprendió
cabalmente –¡mucho antes que la izquierda!– que el consenso de
1945 era cosa definitivamente pasada.

Pregunta 19.- Te faltaban dos puntos para caracterizar el consenso


de 1945
Respuesta a P19.- Uno –el cuarto– es positivo, y se pasa a menudo
por alto: la conservación del sufragio universal masculino y su
extensión generalizada a las mujeres. Alemania, Inglaterra y Es-
paña, por ejemplo, ya conocieron el sufragio femenino entre las
dos guerras; pero Italia o Francia (o la Argentina) tuvieron que
esperar a la segunda postguerra para obtenerlo por vez primera.
Otro –el quinto y último–, claramente negativo: la partición
del mundo en esferas de influencia, según las líneas trazadas en
Yalta por Roosevelt, Churchill y Stalin poco antes de finalizar
la II Guerra. Así, los EEUU pudieron intervenir impunemente
–junto con el Vaticano– en Italia para evitar la victoria del PCI
en las elecciones de 1948, o, en 1953, para destruir el régimen
laico republicano de Mosadeq en Irán, o, en 1954, para derribar
al presidente Jacobo Arbenz en Guatemala; la Gran Bretaña, en
Grecia, para evitar con las armas la toma del poder de la guerrilla
antifascista en la inmediata postguerra; Francia y Gran Bretaña,
juntas, en la crisis del canal de Suez en 1956 contra el Egipto
soberanista de Nasser; o la Unión Soviética en Checoslovaquia
en 1948 para destruir la vida política democrática, y luego, en
Berlín en 1954 y en Hungría en 1956, para aplastar con tanques
sendas insurrecciones obreras.
Con todo y con eso, este último punto de la partición geoes-
tratégica del mundo en zonas de influencia, aunque el más peligro-
so –porque basado durante décadas en el lábil equilibrio del terror
atómico–, fue el menos firme del consenso de 1945. Permitió
desde el comienzo bloqueos y golpes contra causas populares y
democráticas como los que se acaban de mencionar más arriba,
es cierto. (Y otros posteriores, tan o más dolorosos: los golpes
norteamericanos contra Goulart en Brasil y contra Sukharto en

| 301
Indonesia a mediados de los 60; el fracaso de las primaveras
revolucionarias de Praga y de París en 1968, y tal vez también
el fracaso del otoño caliente italiano de 1969; la destrucción,
orquestada criminalmente por Kissinger, del experimento chileno
de Allende en 1973; etc., etc.). Pero no hay que olvidar China en
1949, y la India de Ghandi, y Cuba en 1959, y Vietnam luego,
y en general, el éxito apabullante, inimaginable en 1945, que
significó la descolonización a marchas forzadas del continente
africano y del sur y el sureste asiáticos. Ni el final, en los 70, de
las dictaduras escandalosamente consentidas en Portugal, Gre-
cia y España. Ni el final del odiosamente tolerado régimen del
apartheid sudafricano. Ni menos hay que olvidar el incruento
derrocamiento de los regímenes políticos del glacis soviético en
1989, no por efecto, directo o indirecto, de los mísiles nucleares de
contrafuerza que los norteamericanos apostaron temerariamente
en la Europa central a comienzos de los 80, ni porque se forzara
grotescamente al Reino de España a entrar en la OTAN en 1986,
sino como consecuencia directa de un imparable movimiento
masivo de protesta e insubordinación popular, que sorprendió a
los propios servicios de inteligencia occidentales.

Pregunta 20.- Según ese esquema de análisis político, ¿cómo hay


que entender la “globalización”, o la mundialización relibera-
lizadora actual?
Respuesta a P20.- El proceso de “globalización” de los últimos 25-
30 años se puede interpretar políticamente, en efecto, como una
réplica punto por punto a los 5 puntos con que hemos caracterizado
el consenso de 1945. Primero: la decisión política de reliberalizar
los mercados financieros y los flujos internacionales de capital: el
punto de partida fue la revisión, a comienzos de los 70, de los vie-
jos acuerdos de regulación y estabilidad monetaria y financiera de
Breton Woods. Segundo: una clara tendencia a la reabsolutización,
a la “desconstitucionalización” política de la empresa capitalista:
el tiro de salida lo dio tal vez Margaret Thatcher cuando consiguió
quebrar la resistencia de las poderosas Trade Unions británicas
a comienzos de los 80. Tercero: un enloquecido nuevo impulso,
conscientemente político, a la oligopolización de los mercados, a
la concentración del poder económico privado, impulso del que ha
formado parte nada despreciable la decidida política de privatiza-
ciones de las grandes empresas públicas tradicionales: de las 100
mayores organizaciones económicas del mundo, hoy sólo 49 son

302 |
Estados nacionales, y 51, empresas transnacionales privadamente
regidas; sólo hay ya en el mundo 21 Estados cuyo PIB supere la
cifra de negocios de cada una de las 6 corporaciones transnacio-
nales más grandes. Cuarto: una espectacular contracción de hecho
(más que de derecho) de la extensión del sufragio: la abstención y
falta de participación política no paran de crecer año tras año por
doquier, y países como Italia, en los que la emisión del sufragio
era obligatoria, han modificado sus leyes electorales, para hacerla
voluntaria. Quinto: la consolidación de los EEUU, desde finales
de los 80, como única gran potencia militar con capacidad para
intervenir a su antojo en cualquier lugar del planeta, y la patente,
obscena manifestación, con la administración de Bush júnior, de
una secular tendencia de fondo que, hace ahora exactamente un
siglo, en plena “era de la seguridad”, el economista del partido
liberal británico Hobson consideró como prototípica de lo que él
mismo había contribuido a caracterizar como “imperialismo”:
“el deseo de poderosos intereses industriales y financieros de
asegurarse y desarrollar, a expensas públicas y mediante el uso de
la fuerza pública, mercados privados para sus bienes excedentes
y para sus capitales excedentes. La guerra, el militarismo y una
llamada ‘política exterior audaz’ son los medios necesarios para
subvenir a ese fin”4.

Pregunta 21.- Pero, en la práctica, todo está relacionado...


Respuesta a P21.- Por supuesto. Fíjate: es la reliberalización de los
mercados financierios internacionales –junto a las nuevas posi-
bilidades tecnológicas en informática y telecomunicaciones– lo
que en primera instancia permitió a las grandes empresas romper
el viejo consenso oligopólico –neocorporativamente tutelado por
los gobiernos– con los sindicatos, amenazando creíblemente a
éstos, en las negociaciones colectivas, con trasladar sus inver-
siones a otros países con mano de obra menos exigente. Y la que
les permite también amenazar creíblemente a sus gobiernos con
migrar a países más “libres”, si no rebajan la presión fiscal o les
ofrecen todo tipo de condiciones favorables –verbigracia: sub-
venciones públicas– para sus inversiones: así lo hizo a finales de
los 90 el presidente de Mercedes Benz, que advirtió expresamente
a Schröder que trasladaría toda su producción a los EEUU, de
concierto con el gigante automovilístico Chrysler, para conseguir

4 J.A.Hobson, Imperialism: A Study, Londres, Allen&Unwin, 1902.

| 303
del canciller la destitución fulminante de su ministro de hacienda,
Oskar Lafontaine (quien narra el episodio en sus ácidas e instruc-
tivas memorias). En la Alemania de los últimos 20 años, a pesar
del aumento en un 90% de los beneficios de las empresas, los
impuestos empresariales han descendido en un 50%, y el gobierno
roji-verde no ha logrado corregir la tendencia.
A partir de todo eso, empieza una seria presión por descons-
titucionalizar la empresa capitalista: “flexibilización” del mercado
de trabajo, precarización del empleo, contratos temporales, con-
tratos basura, fin de las carreras profesionales y de los empleos
de por vida, etc., etc. Las patronales y sus amigos políticos y sus
valets de plume académicos pueden entonces presentarse a sí
mismos como adalides de un mercado competitivo, presentando
a un tiempo a los sindicatos y a sus desconcertados –pero supues-
tamente hiperrealistas– amigos políticos de izquierda ultramode-
rada como partidarios de pactos y acuerdos irresponsablemente
corporativos, como parasitarios buscadores de renta, como meros
conservadores de derechos espuriamente adquiridos a través de
intervenciones ilegítimas, ineficientes y burocráticas del Estado en
la “libertad de contrato” de los agentes económicos privados, etc.,
etc. Cuando no ignorancia de publicistas gacetilleros à la Vargas
Llosa, eso es –en el caso de los verdaderos peritos académicos en
legitimación, como diría Gramsci– puro cinismo, claro está; pero
ese tipo de argumentaciones lograron un éxito propagándistico
rotundo a partir de los 80...

Pregunta 22.- ¿Cómo te lo explicas?


Respuesta a P22.- Por lo pronto, porque sólo 10 grandes corporacio-
nes “mediáticas” controlan hoy prácticamente toda la información
que circula por el mundo; pocos sectores hay tan oligopolizados
y concentrados como el de los medios de comunicación. Sólo
hay que recordar el papel que desempeñó el magnate australiano
de la prensa Rupert Murdoch en la victoria electoral del “nuevo
laborismo” terceraviísta de Blair; o el papel que ha desempeña-
do ahora ese mismo siniestro personaje, a través de su cadena
televisiva en los EEUU –la Fox–, en la publicidad a favor de la
guerra de Irak.
Pero se pueden –y se deben– buscar explicaciones com-
plementarias menos truculentas. Por ejemplo: mientras la feroz
actividad oligopólica de las grandes empresas capitalistas trans-
curre, salvo en el caso –cada vez más frecuente, dicho sea de

304 |
pasada– de graves escándalos como el de Enron, completamente
fuera de la mirada y del escrutinio de la opinión pública, la más
o menos modesta actividad oligopólica de los sindicatos es, en
cambio, palmariamente visible y tangible en todos sus trechos:
desde la incipiente preparación hasta la cumplida ejecución de
una huelga de controladores aéreos, pongamos por caso, todo
queda a la vista del público, molestias finales incluidas. Pero que
las elevadísimas barreras de entrada en el mercado aeronáutico,
y la fuerte concentración económica allí existente, determinen
unos precios oligopólicos abusivos de los pasajes de avión, y
otras externalidades negativas para el conjunto de la economía,
es algo que ni nota el público, ni, obvio es decirlo, apenas mueve
a indignación al pasajero.
Fortalecidas en la negociación laboral las patronales por la
nueva capacidad para mover a su gusto los capitales y deslocalizar
y trasladar la producción, la posición de los sindicatos se hizo
cada vez más desesperada, comenzando una desafiliación masiva
y la búsqueda de la salvación individual por parte de sus miem-
bros: en Gran Bretaña, en 1979, el número de afiliados sindicales
cuadruplicaba el número de accionistas en bolsa; en 1989, había
ya más accionistas que sindicalistas. Al mismo tiempo, a contra-
pelo de la estólida retórica a favor de mercados supuestamente
competitivos, los gobiernos favorecían con todo tipo de inicia-
tivas e intervenciones el proceso de concentración empresarial
y de oligopolización de la interdependencia económica: Reagan
prácticamente derogó toda la legislación antimonopolios, y el tipo
más elevado de impuesto pasó del 70% al 20%. Las subvenciones
estatales norteamericanas directas a las grandes empresas suman
hoy más de 75.000 millones de dólares anuales, pero el 20% de
los trabajadores norteamericanos trabaja por salarios inferiores
al nivel de la pobreza (los malhadados working poors) y el sala-
rio real de los varones norteamericanos con estudios medios ha
descendido desde 1973 en un 28%...

Pregunta 23.- ¿Cuáles deberían ser hoy las ideas-fuerza y las líneas
programáticas de una izquierda no trasnochada ni asimilada?
Respuesta a P23.- Bueno, yo podría decirte: Primera, la reregulación
de los mercados financieros internacionales (con propuestas como
la de la tasa Tobin y otras mucho más ambiciosas, como demo-
cratizar el FMI, etc.). Segunda: la democratización radical de la
empresa; no basta con conservar la constitucionalización de la

| 305
empresa capitalista; el mundo del trabajo debe ser políticamente
libre, las funciones empresariales deben ser democrático-republi-
canamente controladas (eso sería el fin de la empresa capitalista).
Tercera: la desoligopolización de los mercados, con una legisla-
ción que creara mercados que de verdad compitieran eficiente-
mente por precios (con lo que, dicho sea de paso, desaparecería
la despilfarradora publicidad, porque, como cualquier estudiante
de teoría económica de primero de carrera tiene obligación de
saber, en un mercado eficiente competitivo, toda la información
que necesitan los agentes económicos está contenida en los pre-
cios), con una legislación que erradicara los monopolios y los
protectorados económicos privados, que suprimiera los sistemas
de patentes (creadores de monopolios), etc., etc. La combinación
de los puntos 3 y 4 sería prácticamente el final del capitalismo, y
algo muy parecido a lo que Marx o Engels pudieron entender por
socialismo. Cuarta: un robustecimiento de las bases materiales de
existencia de la participación ciudadana (por ejemplo, mediante
la introducción de una más o menos generosa Renta Básica de
ciudadanía tan universal e incondicional como lo es el derecho
de sufragio). Y quinta: dar cumplimiento a la idea fundatriz de la
ONU de disolver todos los ejércitos del mundo, substituyéndolos
por una fuerza disuasoria democrático-internacionalmente con-
trolada (con el mero ahorro de los 350.000 millones de dólares
anuales del actual presupuesto militar norteamericano, en unos
pocos años no sólo acabas con el hambre en el mundo, sino que
erradicas del planeta el analfabetismo).
Yo podría argüir filosóficamente un buen rato a favor de todo
eso. Pero creo que lo primero que hay que evitar es el “utopismo
intelectualista”, la idea, esto es, de que esas ideas-fuerza pueden
ser diseñadas o excogitadas, según preceptos morales o político-
normativos, independientemente de la situación histórico-real y
de los elementos realmente existentes de contestación política o
social de la misma.

Pregunta 24.- ¿Cuáles son los rasgos que te parecen más salientes
de la situación actual?
Respuesta a P24.- Primero: los últimos 25 años de “globalización”
han resultado, en buena medida, de decisiones de todo punto
políticas, y es necio y confundente caracterizar la situación sólo
como una etapa (“sociedad de la información”, “era postmoder-
na”, “nueva economía”, etc.) automáticamente producida por el

306 |
desarrollo o la acción inevitable de fuerzas apolíticas y anónimas,
llámense “fuerzas productivas”, “revolución tecnológica”, “espí-
ritu absoluto” o como se quiera.
Segundo: esas decisiones y contradecisiones de todo punto
políticas han tenido, hasta ahora, ganadores y perdedores clarísi-
mos: estos últimos lustros han significado, con contadas excepcio-
nes, y de manera inocultable estadísticamente, una redistribución
masiva de recursos del futuro al presente (con el cada vez más
alarmante deterioro del patrimonio natural planetario), de los
países pobres a los países ricos, y dentro de cada país, de los es-
tratos pobres y medios a los ricos, y sobre todo, a los riquísimos.
El economista Robert Frank ha calculado, por ejemplo, que más
del 70% de la riqueza creada en los EEUU en las tres últimas
décadas ha sido captada por el 1% más rico de la población nor-
teamericana.
Tercero: instituciones creadas por el consenso de 1945 para
regular la economía internacional en un determinado sentido,
como el FMI y el Banco Mundial (completamente en manos de los
EEUU y de los grandes intereses empresariales transnacionales,
como no se cansa de repetir con excelente conocimiento de causa
el Premio Nobel Stiglitz, antiguo vicepresidente del Banco Mun-
dial), no han dejado de intervenir y de presionar políticamente,
sólo que ahora en un sentido muy distinto, que se ha revelado
desastroso (valga, por todos, el ejemplo de la Argentina), con sus
recetas de “terapia de choque”, “estabilización”, “ajuste estruc-
tural”, “liberalización financiera internacional”, “desregulación
a cualquier precio”, “privatización” a precios de saldo, etc., etc.
Cuarto: todo ello ha traído consigo la aparición de grandes
poderes económicos privados transnacionales crecientemente
capaces de disputar políticamente con éxito a las repúblicas su de-
recho soberano e inalienable a definir la utilidad y el bien públicos.
El mundo contemporáneo ha conocido ya al menos dos ejemplos
extremos de esa situación, digamos, de “refeudalización” de la
vida civil y política (quiero decir, de feudalismo del dinero): la
“América de la codicia”, secuestrada políticamente por los robber
barons del último tercio del XIX, en la que el Presidente Rudolph
Hayes llegó a declarar con toda avilantez (1876) que “este go-
bierno es de las empresas, por las empresas y para las empresas”;
y los últimos años de la República de Weimar, que acabaron del
modo por todos conocido. La República norteamericana pudo
sobreponerse a comienzos del siglo XX, mal que bien, al asalto
político de los robber barons (los “barones ladrones”, los grandes

| 307
magnates al estilo de Stanford, Rockefeller o Prescott Bush); pero
la República de Weimar pereció en el intento de someter a los
Flick, a los von Thyssen o a los Krupp a comienzos de los 30. Y
hay que saber que las repúblicas y las democracias actuales en el
mundo tienen que enfrentarse, para sobrevivir, a poderes priva-
dos neofeudales mucho más grandes aún, mucho más poderosos
y mucho más ramificados planetariamente, que lo que llegaron
a soñar jamás las más codiciosas dinastías empresariales norte-
americanas, francesas, británicas o alemanas de la generación de
nuestros abuelos y bisabuelos.
Esa es, sumariamente presentada, la situación. En cuanto a
los elementos de contestación presentes...

Pregunta 25.- ... o realistamente conjeturables..., porque el panorama


que dibujas es bastante sombrío...
Respuesta a P25.- Bueno, si hay que ser saludablemente realistas,
yo puedo decir algo sobre lo que veo en Europa occidental y en
Iberoamérica. No puedo hablar de otros sitios con tanto conoci-
miento directo de causa...

Pregunta 26.- Empecemos por Europa, pues.


Respuesta a P26.- A mí me parece que el elemento de más notoria
estabilidad contestataria es el de los trabajadores y de sus repre-
sentantes sindicales, digamos, tradicionales contra el ataque al
Estado “social” y contra los proyectos de reabsolutización de
la empresa capitalista. Mientras en Italia la izquierda política
parlamentaria se ha suicidado del modo más grotesco (sólo eso
explica el retorno de Berlusconi y de la coalición de extrema
derecha que gobierna ahora la península transalpina), aparece
la interesante figura política del sindicalista Coferatti, y consi-
gue una huelga general masiva contra la contrarreforma laboral
pretendida por el ministro de trabajo. En una Austria en la que
el veterano partido socialdemócrata apenas consigue levantar
políticamente cabeza, hemos asistido a la primera huelga general
desde el final de la II Guerra Mundial. En Francia, después del
estrepitoso fracaso electoral de la “izquierda plural”, acabamos
de ver una vigorosa huelga general contra los proyectos labora-
les y de régimen de pensiones del nuevo gobierno conservador.
La desnortada izquierda política española (y señaladamente, la
imperita, irresoluta, y me temo que irredenta, dirección actual del
PSOE) acaba de desperdiciar electoralmente el enorme capital

308 |
político acumulado en la protesta social y política generalizada
contra un chapucero gobierno conservador que, tres meses ha,
se hallaba políticamente contra las cuerdas; pero el año pasado
asistimos a una gran huelga general convocada por las organi-
zaciones sindicales españolas –tan débiles comparativamente,
por otro lado, en número de afiliados– y coronada con un éxito
político completo: el gobierno de mayoría absoluta de Aznar no
sólo acabó retirando en su práctica totalidad el “decretazo” de
contrarreforma laboral, sino que cayeron el ministro de trabajo
y el ministro portavoz, ese mentecato empelucado que se había
puesto en ridículo restando toda importancia y transcendencia
a la huelga. Veremos qué pasa ahora en Alemania, cómo van a
acabar reaccionando los sindicatos socialdemócratas más fuertes
–como la IG Metall, que, a pesar de estar dirigida por una de las
burocracias sindicales más odiosamente codiciosas de Europa,
mantiene un impresionante 70% de afiliación sindical– a las pre-
tensiones de Schröder y de los Verdes de proceder a una voladura
controlada del Estado “social” de la RFA. (Que tipos como Blair o
Mandelson u otros zascandiles terceraviístas se hayan apoderado
de la dirección del Labour Party y puedan seguir gobernando la
Gran Bretaña sin apenas contestación sindical sólo se explica por
la amarga derrota –tal vez irreparable– sufrida, a manos de la Sra.
Thatcher, por las Trade Unions. Pero el gran triunfo del laborista
de izquierda independiente Ken Livingston en las elecciones para
la alcaldía de Londres, en contra del aparato oficial blairista, da
allí otros motivos de esperanza.) Se trata de luchas defensivas,
demasiado poco conscientes tal vez de todo lo que está en juego
en la crisis del Estado “social”, pero han demostrado que pue-
den ser capaces de movilizar de nuevo a millones, de paralizar
por completo la vida económica y social de un país, y de hacer
retroceder decisivamente, y hasta casi tumbar, a gobiernos tan
autoritarios y de tan sólida mayoría parlamentaria como el del
PP en España.
Menos estable, como es natural, aunque ya importante y
crecido, se está revelando un inmenso movimiento ciudadano
democrático, más o menos abiertamente dirigido contra lo que
podríamos llamar la “impotencia democrática”, es decir, contra
el escandaloso secuestro neofeudal de la política democrática por
parte de los grandes poderes privados transnacionales y contra
el más temible rehén, hoy por hoy, de ese secuestro: el gobierno
de empresarios y agentes granempresariales à la Cheney de los
Estados Unidos de América. Las gigantescas manifestaciones

| 309
contra la guerra de Irak en Barcelona –que fue la capital mundial
de la democracia el pasado 15 de febrero–, Madrid, Roma, Berlín,
París o Londres muestran que ante declaraciones como la del
banquero Hans Tietmayer de que “los políticos ya no dependen
de los debates nacionales, sino de los mercados financieros”, la
ciudadanía no sólo puede reaccionar, como en los últimos lustros,
aumentando año tras año la cifra de abstencionistas y llevando a
su récord histórico la enconada desconfianza y hasta el desprecio
hacia los políticos profesionales y los parlamentos, sino buscando
formas más razonablemente políticas de canalizar su desconten-
to y de empezar a desafiar democráticamente a los desafiadores
novofeudales de las democracias.
Yo espero que esos dos grandes elementos de contestación
europeos acaben confluyendo y aconsonantándose. Se perdió
una gran oportunidad en España, recientemente, con la timorata
negativa de la dirección de CCOO a secundar la protesta anti-
bélica y antiimperialista ciudadana con una huelga general. Pero
se presentarán otras, y a no tardar. Porque, a juzgar por lo que
se ve ahora mismo en Alemania, o lo que se ve desde hace unos
años en Italia –o lo que tal vez empezaría ya a verse en España,
si el cerril nacionalismo centrípeto del PP no se sintiera urgido
a usar banderizamente la lealtad constitucional contra los nacio-
nalismos centrífugos–, la próxima golosina que querrán tragarse
las derechas políticas europeas serán las Constituciones mismas
de postguerra: el ataque a fondo al Estado “social” de los países
de la vieja Europa continental precisará verosímilmente de la
reforma de unas Leyes Fundamentales concebidas y redactadas
en el espíritu del consenso de 1945, con un blindaje relativamente
eficaz todavía (si se mantiene, como parece, un poder judicial
independiente bastante dispuesto a defender su núcleo esencial)
de la “constitucionalización” de la empresa capitalista.

Pregunta 27.- Y respecto de Iberoamérica...


Respuesta a P27.- Bueno, habría que empezar diciendo algo sobre
las formas que asumió allí el consenso del 45 y el final del mismo
en los años 70. Se trata de un continente entero, y muy diverso...
es verdaderamente complicado con un par de brochazos...

Pregunta 28.- Bien, aunque sea con un par de brochazos...


Respuesta a P28.- Chile y Argentina se configuraron políticamente
en la era de la seguridad de un modo muy similar a los países

310 |
europeos, con izquierdas políticas y movimientos sindicales ho-
mologables. Incluso después de la Gran Guerra, en los años veinte,
Chile se dotó de una constitución republicana nueva, semejante
en espíritu a las de la mayoría de los países europeo-continentales
postmonárquicos, mientras la Argentina mantuvo su constitución
republicana de 1853. La Constitución mexicana de 1917, por su
parte, tuvo incluso una gran influencia en la Constitución repu-
blicana española de 1931. Sin embargo, en la medida en que esos
países quedaron intocados por la catástrofe europea de 1940-45, a
diferencia de Francia, Alemania, Italia o Austria, no modificaron
sus constituciones de anteguerra. Chile es un caso particularmente
ejemplar: es en cierta medida el mantenimiento de su Constitución
de 1925 lo que explica cosas como la particular vitalidad de su
vida parlamentaria en los años 50 y 60, o el mantenimiento de
una interesante y poderosa –en realidad dominante– ala izquierda
en el partido socialista chileno (Altamirano), o, finalmente, la
posibilidad de que se repitiera en Chile, como en la Europa de
entreguerras, un experimento político de gobierno frentepopulista
como el de la Unidad Popular de Salvador Allende en 1971. El
golpe de Pinochet, propiciado por el gobierno de Nixon-Kissinger,
abortó ese experimento, como es harto sabido. En lo que tal vez
se insiste menos es en el hecho de que la vuelta de las libertades
políticas en Chile no vino de la mano de una restauración de la
Constitución de 1925, sino de otra Constitución nueva, inspirada
en 1980 por los colaboradores del General Pinochet. Y esa nue-
va Constitución, a diferencia, por ejemplo, de la Constitución
monárquica española de 1978, no se inspiraba ya para nada en
el consenso de 1945, sino que, rompiendo con él, anticipaba el
venidero “consenso de Washington”: consagraba prácticamente
la reabsolutización de la empresa capitalista, blindando consti-
tucionalmente, por decirlo así, los esquemas neoliberales que
habían venido aplicando los Chicago boys de los gobiernos de la
dictadura militar. Algo pionero en el mundo, vamos.
El caso argentino es muy distinto. El interesante partido
socialista argentino y su movimiento sindical fueron literalmente
destrozados desde el gobierno por el General Perón, y substituidos
en la segunda mitad de los años 40 por un complejo movimiento
“peronista”, en parte inspirado en doctrinas fascistas corporati-
vistas europeas (el asesor económico-social de Perón fue un viejo
primorriverista catalán, Figuerola, y el marido de Evita siempre
fue un admirador de Mussolini y de su Codigo del Lavoro), y en
parte en populismos más o menos caudillistas, pero con vocación

| 311
progresista y antiimperialista específicamente iberoamericana,
tipo APRA en el Perú o tipo Cárdenas en México. Y se dio de
todo en ese movimiento: desde intentos serios de prohibición del
derecho de huelga (en la tradición corporativista del fascismo
europeo), hasta, al revés, ensayos serios de control obrero de la
industria. Sea como fuere, lo cierto es que el sindicalismo argen-
tino tradicional, educado en los patrones de autoorganización
democrática de la socialdemocracia y del anarquismo europeos
de la era de la seguridad, fue substituido en los 40 por un tipo de
sindicalismo fundado en relaciones de clientelismo y patronaz-
go, algo cuyos efectos desastrosos duran hasta hoy, a pesar de
la incipiente y prometedora Central de Trabajadores Argentinos
dirigida por Di Genaro y asesorada por el inteligente Claudio
Lozano. La cruel Junta Militar que dio el golpe de Estado en 1976
tuvo también, como la chilena, sus ministros y altos funcionarios
ultraliberales de economía (el infame Martínez de la Hoz y su
secretario de estado, Cavallo, por ejemplo, responsables últimos
de la actual deuda argentina), el resultado de cuya gestión, a dife-
rencia de lo que ocurrió en el Chile de Pinochet, fue la completa
destrucción de la industria nacional y la conversión de la economía
argentina en una especie de economía de casino. Con la vuelta de
las libertades en 1983, la Argentina mantuvo su Constitución de
1853 (sin las addenda peronistas de finales de los 40, anuladas
tras el golpe de Estado de 1955, pero sí con el ya mencionado
artículo 14 bis, introducido a finales de los 50, en el espíritu del
consenso de 1945, a propuesta de un viejo socialista, Palacios).
Pero heredó y no sólo no supo corregir, con el radical Alfonsín
(que con un poco de audacia de estadista habría podido perfecta-
mente empezar denunciando como ilegítima la deuda contraída
por la dictadura), los gravísimos daños que infligió a la economía
nacional la gestión ultraliberal de la Junta, sino que, con el corrup-
to neoperonista archiderechista Menem, alumno aventajado del
FMI, los agravó hasta la catástrofe con el comprado asentimiento
del viejo sindicalismo mafioso peronista. El ARI de la enérgica
y valerosa señora Carrió es ahora un partido prometedor, pero la
Argentina socialmente desvertebrada e institucionalmente desja-
rretada de nuestros días difícilmente puede darle a ese partido, o
a cualquier otro de izquierda, una base y una capilaridad social
ni remotamente comparables a las que permitieron despegar al
PT brasileño hace veinte años.
El consenso de 1945 se expresó en México, como en muchos
otros países iberoamericanos, en la forma de políticas populistas,

312 |
corporativistas y clientelares, pero en el caso del PRI mexicano,
pervirtiendo de un modo asombroso la gran herencia democrática
de la Constitución de 1917 y del mandato de Lázaro Cárdenas
en los años 30. En los 80, México tuvo su Menem: Salinas de
Gortari, un corrupto ultraliberal aupado al poder mediante prác-
ticas electorales populístico-clientelares (y mediante un golpe de
estado técnico contra el real ganador de las elecciones de 1986, el
ingeniero Cuahutémoc Cárdenas, fundador del nuevo partido de
izquierda PRD). El éxito del partido clerical de derecha PAN en
las últimas elecciones presidenciales pareció, por un momento, la
vía por la que se acabaría rompiendo, por la derecha, la peculiar
versión mexicana del consenso de 1945. Pero, a juzgar por los
resultados de las elecciones legislativas del pasado 6 de julio,
todo indica que esa vía va a fracasar... Yo no he perdido todavía
la esperanza en un ulterior desarrollo interesante del PRD.
Dos grandes novedades del mayor interés en la política
iberoamericana son hoy mismo: Una, como si empezara a co-
rregirse lo que Mariátegui llamó la “falsedad” de las repúblicas
iberoamericanas (su radical exclusión, desde la Independencia, de
las poblaciones indígenas), la incorporación a la protesta política
de grandes sectores de la población indoamericana: así el movi-
miento zapatista en México, así los movimientos campesinos en
Ecuador, que encabezaron en los últimos años la protesta contra
los desaguisados económico-sociales de las políticas inspiradas
en las recetas del Fondo, o así, más recientemente, en el Perú post
Fujimori.
Y otra, la aparición de un gran partido de izquierda de nuevo
tipo, el Partido de los Trabajadores en Brasil, que ganó a finales
del año pasado las elecciones presidenciales contra los vientos y
mareas de los mercados financieros, del gobierno de los EEUU
y del grueso de los medios de comunicación brasileños e in-
ternacionales. Lula es el primer obrero industrial que llega a la
Presidencia de una nación americana. Es tan obvia la importancia
para Iberoamérica, y para el mundo entero, del triunfo de Lula
que podemos ahorrarnos aquí más comentarios... Del éxito o del
fracaso de su labor de gobierno depende el futuro a medio plazo
de toda la izquierda iberoamericana, y que el sur del continente
pueda resistir la verdadera OPA hostil lanzada por los EEUU que
es el ALCA. Tiene un gran partido detrás, relativamente joven,
pero ya experimentado y curtido en mil batallas, con experien-
cia de gobierno municipal y en los Estados. Tiene también un
gran pueblo detrás, esperanzado, ciertamente, pero no emboba-

| 313
do o seducido carismáticamente, sino crítico y alerta, dispuesto
a censurar cuando convenga al nuevo gobierno y a empujarle
hacia delante. Lula es el fruto de un gran movimiento sindical
de nuevo tipo de la clase obrera industrial paulina, pero cuenta
ahora también con el apoyo crítico de otros grandes movimientos
sociales, como el importante Movimiento de los Sin Tierra, que
abarca a más de cuatro millones de campesinos pobres, y que sin
duda presionará a favor de una reforma agraria en serio. Y cuenta
con grandes asesores; algunos, veteranos, como Marco Aurelio
–el actual presidente de Petrobras y antiguo asesor de Allende–,
con largas y probadas biografías de lucha y de gestión; otros, más
jóvenes, como el senador Eduardo Suplicy, dispuestos a asimilar
y a traducir a la realidad brasileña ideas de izquierda radicalmente
nuevas como la de la Renta Básica universal garantizada para
todos los ciudadanos. Augurémosles –augurémonos– lo mejor.

314 |
ÍNDICE TEMÁTICO

Al Capítulo 1 Dependencia,
vulnerabilidad
Déspota;
América
amo,
Antifederalistas
amo amable,
Atenas
relación amo-sirviente,
Bicameralismo
tiranía,
Cato’s Letters
tiranía de la mayoría,
Ciudadanía;
despotismo electo
ciudadano
Disputabilidad
Concepción republicana de la libertad;
Dominación;
su trascendencia constitucional,
ausencia de;
concepción socialmente exigente,
dominio colonial,
concepción constitucionalmente dis-
Dominus;
criminante
posición de,
Constitución;
in potesta domini,
británica,
dominium
americana,
Estado;
australiana
inevitablemente coercitivo,
Constitucional;
obligaciones del,
mandato,
republicano,
Ordini
electoralmente democrático
Democracia;
Federalist Papers
modelo de,
Francia
diseño democrático,
Gobierno;
disputatoria,
gobernantes,
electoral,
arbitrario,
ideal bidimensional de,
dominador,
Oclocracia
bueno,

| 315
benevolencia del, vox populi
agentes gubernamentales Radicalismo;
Guerra civil; social
inglesa Régimen
Imperium Separación de poderes
Inglaterra República;
Intereses; romana;
comunes, repúblicas italiana del Renacimien-
reconocibles, to;
Bien común, res publica,
Riqueza común Commonwealth;
Interferencia; commonwealthmen
arbitraria Renacimiento
Justicia; Servidumbre;
natural sujeción;
Levellers súbdito;
Ley; sirviente,
leyes, criado
imperio de la, Sociedad;
inevitablemente coercitiva, estructura básica de la,
principio de legalidad, posiciones de autoridad en la
legislación, Tradición republicana,
Leggi, tradición neorromana
Nomoi Voluntad;
Libertad; buena
esfera de,
como no dependencia,
como no dominación, Al Capítulo 2
como ausencia de interferencia,
ámbito de, Accountability;
rango de elecciones, accountable,
republicana, ascendente,
el antónimo de la libertad republica- controlabilidad,
na euthyna,
Maridos; rendición de cuentas
amables caballeros cristianos Asamblea;
Mujeres, nacional,
feministas, parlamento,
esclavas representativa.
Poder; Bicameralismo;
Soberanía, v. Equilibrio de poderes
separación de poderes, Bill of Rights
dispersión del poder, Constitución;
poder judicial, constituyente,
descentralización del, desideratum constitucional, gótica.
de veto individual, Controlabilidad;
frenos y contrapesos v. Accountability
Política; Country Party;
británica whig,
Pueblo; whiggismo
libertad del, Democracia;
salus populi, calidad de,

316 |
de los ricos, Republicanismo;
disputatoria, democrático; republicano
fuerte, Responsiveness;
parlamentaria, «responsividad»,
participativa responder,
Despotismo forzar a los gobiernos a responder
Dikasteria «Responsividad»;
División de poderes; v. Responsiveness
diacrónica, Revisión judicial;
sincrónica Corte Suprema,
Elite; graphe paranomon.
experto, Soberano;
tecnocracia juego del gobierno frente al sobera-
Equilibrio de poderes; no,
bicameralismo, soberanía popular
checks and balances, Tecnocracia;
frenos y contrapesos, v. Elite
unicameralismo Tiranía
Euthyna; Unicameralismo;
v. Accountability v. Equlibrio de poderes
Experto; Whig;
v. Elite v. Country Party
Federalistas
Founders;
founding fathers, Al Capítulo 3
padres fundadores
Gobierno; Alienación,
gobernante, Amor propio,
representante, Autodominio,
representativo; Benevolencia,
Graphe paranomon; Clase obrera,
v. Revisión judicial Comercio,
Juego Comunidad,
del gobierno frente al soberano; Constitución mixta,
v. soberano. Dominación,
Ley; Egoísmo,
Carta Magna, Estocismo,
fundamental, Igualdad,
legislación Independencia,
Misthos Justicia,
Nullatenendi Legislador republicano,
Oligarquía Libertad,
Parlamento; de mercado,
v. Asamblea interior,
Participación; personal,
política, perfecta,
ciudadana. Metapreferencias,
Poder; Mercado,
no acumulabilidad del, Espectador imparcial,
dispersión del Patriotismo,
Representante; Phrónesis,
v. gobierno. Proletariado,

| 317
Prudencia, Sui iuris
superior, Sociedad civil y relaciones asimétricas
inferior, de poder;
Simpatía, despolitizada y liberalismo
Virtud,

Al Capítulo 5
Al Capítulo 4
Asamblea Constituyente,
Burgueses,
Apropiación originaria, Burguesía liberal,
Kant Capitalismo,
Alineni iuris burguesía liberal,
Ciudadanía, burgueses,
atributivos de la en Kant; Turgot,
activa y pasiva en Kant fisiócratas,
Ciudadanos de pleno derecho Ciudadanos proletarios,
Contrato; Comité de Seguridad General,
contratos de obra y de servicio; Comité de Salud Pública,
contrato social; Comuna,
contratos de esclavitud; Comunidad,
contrato social en Hobbes y Kant Constituciones y leyes
Derechos naturales en Kant asamblea Constituyente,
Fraternidad constitución jacobina del año l
Igualdad; –1793–,
civil y desigualdad de la propiedad Condorcet,
Libertad; declaración de Derechos del Hombre
interna y externa en Kant; y de Ciudadano de 1793,
como independencia declaración de los derechos del hom-
Kant y Guizot; bre,
libertad contractual Saint Just,
liberalismo y republicanismo Cordeliers,
Liberalismo; Costumbres,
y Kant Culto al ser supremo,
Personalidad; Cultura,
jurídica, moral Democracia,
Propiedad; Aristóteles,
republicana, asambleas primarias,
y ciudadanía, Babeuf,
e independencia política; constitución jacobina del año l
como requisito y como objetivo de –1793-,
la política¸ convención,
como requisito de la competencia jacobinos,
política; demos,
como derecho natural en Kant y los economía política popular,
republicanos franceses escuela primaria gratuita y obligato-
Propiedad de sí ria,
Republicanos: movimiento democrático jacobino,
demócratas y antidemócratas. movimiento popular,
Revolución francesa; plebe,
Kant y la poder consuetudinario,
Selbständigkeit; poder legislativo,
y derecho a voto

318 |
poder político, golpe de estado legislativo,
proletariado, guerra civil,
pobres, “Guerra de las harinas”,
reforma agraria, intento de golpe de estado burgués,
sufragio universal, jacquerie,
Tucídides, movimiento de tasación,
virtud, plebe,
Ver: “Robespierre” y “Saint Just” pobres,
Derechos Naturales jacobinos derecho proletariado,
natural, ricos,
derecho a la existencia, ruptura social,
derechos naturales imprescripti- sedición,
bles, máximum,
igualdad, montagnarde,
descosificación del concepto de pro- movimiento de tasación,
piedad, Opinión pública,
Economía moral de la multitud, Pache,
comuna, Plebe,
comunidad, Poder comunal,
costumbres, Proletariado,
economía política popular, Propiedad,
máximum, propiedad como una “institución so-
movimiento de tasación, cial”,
poder comunal, Locke,
público, reforma agraria,
subsistencias, Protocapitalismo,
fisiócratas, Público,
Historiografía democrática, Pueblo,
jacobina, pueblo soberano,
de la Revolución Francesa Reforma agraria,
Historiografía revisionista, República,
liberal, Revolución,
de la Revolución Francesa burguesa,
bicentenario, democrático popular,
Ilustración, francesa,
jacobinos, robespierristas,
Libertad, Saint Just,
laissez faire, discurso de
libertad del consumidor, termidor,
Lucha de clases, Soberanía,
bienes comunales, Sociedad Civil,
burgueses, Subsistencias,
burguesía liberal, Sufragio universal,
Camile Desmoulins, Terror blanco,
carta de Robespierre al ciudadano ley marcial,
Buissart, Marat, asesinato de,
despotismo, Michel Lepeletier
Dumouriez, traición de, asesinato de
estasis, Napoleón,
facción, “Termidor”,
girondinos, Terror,
gobierno, jacobino,

| 319
estado de e inalienabilidad
excepción constitucional, liberalismo; véase también noción liberal
Virtud, clásica
libertarianismo
mercado
Al Capítulo 6 noción liberal clásica
oikos
adquisición inicial; véase también apro- óptimo de Pareto
piación inicial paternalismo
alieni iuris persona; véase también personas sepa-
apropiación radas
ilegítima poder
inicial absoluto
legítima arbitrario
asimetrías sociales relación de
autoesclavización propiedad
involuntaria co-propiedad
voluntaria de la tierra
autonomía de bienes externos
autopropiedad; véase también propiedad en la propia persona
sobre sí mismo inalienable
cláusula de Locke; véase también adqui- privada
sición inicial sobre sí mismo
contrato véase también hacienda
de autoesclavización y esclavitud
de esclavitud y persona
de trabajo responsabilidad
laboral sui iuris
libre teoría económica neoclásica
teoría del modelo Arrow-Debreu
voluntario trabajo
derecho contrato de
natural mercado de
romano venta del
derechos
de existencia
democráticos Al Capítulo 7
de propiedad
inalienables absolutismo
hacienda alieni iuris,
vida, libertad y v. individuo.
inalienabilidad amicitia
esclavitud bonus paterfamilias;
contractual como ciudadano ejemplar
involuntaria bonus vir,
voluntaria v. bonus paterfamilias.
esclavo ciencia jurídica,
labour mixture; véase también trabajo v. jurisprudencia romana.
libertad ciudadanía;
como no dominación y universalidad
como no interferencia ; y libertad
como no interferencia arbitraria civitas,

320 |
v. ciudadanía. libertas;
Compilación justinianea, como no-dominación;
v. Corpus iuris civilis. fisonomía individualista;
contrato de sociedad, y autodeterminación;
v. societas. y comunidad de bienes;
Corpus iuris civilis y comunidad familiar;
derecho de propiedad; y comunidad hereditaria;
función social; y ley;
v. también libertas. y limitación;
derecho romano; y pluralidad de titularidades;
derecho privado; y propiedad;
derecho público; y relaciones crediticias;
derecho romano clásico; y societas;
imagen individualista; y testamento;
e instituciones capitalistas; y valores republicanos;
y liberalismo; y virtud cívica
“aislamiento” monarchia
dominus v. regnum.
ficción, ordenamiento jurídico,
v. fictio iuris. v. derecho romano.
fictio iuris; paterfamilias;
y ciudadanía; v. también bonus paterfamilias.
y ley pietas
fides princeps legibus solutus,
humanismo cívico v. absolutismo.
humanitas propiedad privada,
Imperio romano; v. derecho de propiedad.
y ley; provocatio ad populum
y absolutismo; regnum
v. también imperium. república romana
imperium (de los magistrados) republicanismo;
individuo; republicanismo romano;
y sujeto de derecho; tradición republicana
sui iuris/alieni iuris; res publica
y ciudadanía Roma
interpretatio iuris, sapientia civilis,
v. jurisprudencia romana. v. jurisprudencia romana.
iuris consensus sociedad civil;
iuris consulti, y solidaridad;
v. jurisprudencia romana. v. también societas.
jurisprudencia romana; societas;
y concepción aristotélica del hom- vs. sociedades mercantiles
bre; solidaridad;
“aislamiento” y cohesión social
lex publica; sui iuris,
definiciones romanas; v. individuo.
y voluntad popular; universalidad
y emperador valores republicanos;
ley, y virtud cívica
v. lex publica. virtud cívica
libertad romana
v. libertas.

| 321
Al Capítulo 8 neutralidad,
Movimientos cívicos
Mito de Venecia
Autonomía, autogobierno
Participación
Ciudadanía
Pasiones
antigua;
Política
en Aristóteles;
liberal;
en humanismo cívico;
sin virtud;
liberal;
en Aristóteles;
pasiva;
en el humanismo cívico
recuperación actual;
Público y privado (relación)
republicana;
Prudencia
y vida buena;
Republicanismo
y virtud
crítica liberal;
Comercio
moderno;
y virtud
neerlandés;
Comunitarismo
y comunitarismo;
Cooperación
y libertad;
Corrupción
y moral;
Derechos
y virtud cívica
Dignidad
Vida buena
Educación cívica
Virtù
“Espejos de príncipes”
Virtud cívica
Hombre (concepción del)
antigua;
liberal;
concepto;
comunitarista;
concepción instrumental;
dispuesto a la cooperación;
e instituciones;
egoísta;
e intereses;
humanismo cívico;
en Aristóteles;
pesimista;
estratégica;
preferidor irreformable;
excesiva;
y ciudadanía
imposible;
Humanismo cívico
modelo espartano;
Instituciones
necesaria;
Intereses
republicana;
Liberalismo
revitalización actual;
moderno;
sólo política;
y ciudadanía;
superflua;
y comunitarismo;
y autogobierno;
y “mano invisible”;
y ciudadanía;
y republicanismo;
y civilización;
y virtud cívica;
y comercio;
y virtudes morales,
y reflexión;
Libertad
y vida buena;
de los antiguos;
y virtud moral
moderna;
Virtudes morales
negativa;
republicana;
y comunidad; Al Capítulo 9
y gobierno de sí mismo
Mercado
Akrasia
Moral
Aporoi
perfeccionismo,

322 |
Basic Income European Network argentina,
Bien social republicana española,
Capitalismo ultraimperialista austríaca,
Checks and balances chilena de 1925 y 1980;
Democracia Democracia
Dominación radical;
Enajenación como gobierno de los pobres;
Felicidad revolucionaria y universalización de
Flexibilización del mercado de trabajo la propiedad privada;
Globalización consejista
Grupo de vulnerabilidad División constitucional de poderes
Hambre Montesquieu,
Idiotés revisión judicial de las decisiones
Liber del legistavo y democracia republi-
Liberalismo cana,
Libertas Ejércitos del mundo
Microsimulación disolución de los
Mujeres Empresa
Paro capitalista decimonónica y absolu-
Pobres/Pobreza tismo patronal;
Red Renta Básica y monarquía empresarial constitucio-
Reducción de jornada nal;
Renta Básica democratización radical de la;
Republicanismo democrático Estado de Bienestar
Servus los sindicatos y,
Suficiencia material tipologías ahistórica del;
Trabajo doméstico visiones apolíticas del;
Trabajo remunerado y blindaje constitucional social del
Trabajo voluntario Estado,
Umbral de pobreza y constitucionalización de la empresa
Virtud capitalista,
Working-poors y reformas parlamentarias;
y poder judicial conservador en Wei-
Al Capítulo 10 mar;
y Corte Suprema norteamericana,
Banco Mundial Estalinismo
Código del Lavoro Termidor ruso
Consenso FMI
y Estado de Bienestar; Fraternidad
y regulación monetaria y financie- eclipse de;
ra; como concepto esencialmente histó-
y constitucionalización de la empresa rico;
capitalista; como metáfora conceptual;
y sufragio universal, como universalización de la libertad
y partición del mundo en esferas de e igualdad republicanas;
influencia; y familia en Pablo;
en Iberoamérica y clientelismo como incorporación de los pobres y
Consenso de Washington clases domésticas a la igual libertad
Constitución civil;
de Weimar; en Schiller,
monárquica española; en Kant;
mexicana, a partir de 1790

| 323
Huelga General estructura oligopolística de los,
en Austria, ley antimonopolios del 37;
en Francia, y las condenas de Nuremberg;
en Barcelona, oligopólicos e información;
en Italia competitivos;
Internacional Reagan y la derogación de leyes an-
III, timonopólicas;
Lenin y Trostsky desolipolización de los;
Isegoría eficientes competitivos y publici-
Izquierda dad;
política parlamentaria en Italia; Movimiento ciudadano democrático y
política española; manifiestaciones contra la guerra
bolchevique; de Irak
socialdemócrata; Mundialización
de ascendencia estalinista y mercados financieros internaciona-
Libertad les,
republicana; en la “era de la seguridad”;
y oligarquía isonómica; reliberalización de la economía;
negativa y positiva; y antiglobalización;
libertad de contrato de agentes eco- de los últimos 30 años y reabsoluti-
nómicos privados; zación de la empresa capitalista;
industrial y política de privatizaciones;
Manifestaciones y contracción del sufragio;
antiimperialistas y antibélicas y consolidación de EEUU.
Mercados Como potencia militar del planeta;

324 |
ÍNDICE ONOMÁSTICO

Al Capítulo 1 Al Capítulo 2
Arendt, H. Aristóteles
Astell, M. Adams, J.
Bentham, J. Bolingbroke, H.
Braithwaite, J. Carlin, J.
Brennan, G. Cohen, J.
Cicerón De Francisco, A.
Harrington, J. De Ste. Croix, G. E. M.
Hegel, G. W. F. Domènech, A.
Hobbes, Th. Dworkin, R.
Lind, R Efialtes
Locke, J. Gargarella, R.
Madison, J. Hansen, Mogens H.
Maquiavelo Harrington, J.
Michelman, F. Jiménez de Assúa, L.
Milton, J. Jefferson, T.
Montesquieu, Barón de Madison, J.
Nedham, M. Maquiavelo, N.
North, Lord Marx, K.
Paley, W. Milton, J.
Polibio Nedham, M.
Rawls, J. Paine, T.
Rousseau, J. J. Pericles
Skinner, Q Peterson, Merrill D.
Sydney, A. Pettit, P.
Sunstein, C. Platón
Tushnet, M. Pocock, J. G. A.

| 325
Robespierre, M. Pettit, P
Rogers, R. Rehberg, A.
Rosenberg, A. Robespierre, M.
Shaftesbury, Conde de Sunstein, C.
Sydney, A.
Trenchard, J.
Weber, M.
Al Capítulo 5
Aristóteles
Al Capítulo 3 Blanc, L.
Boulanger
Addison, J. Brunel, F.
Aristóteles, Buonarroti
Bentham, J. Danton
Catilina Desmoulins, C.
Catón Fouchet
Cicerón Furet, F.
Defoe, D. Gauthier, F.
Fletcher, A. Guillemin, H.
Harrington, J. Hanriot
Hume, D. Jacobino
Hutcheson, F. Kant, I.
Locke, J. Labica, G.
Mandeville, B. Lefebvre, G.
Maquiavelo, N. Locke
Millar, J. Mably,
Montesquieu, Ch. S., Barón de Matthiez, A.
Paine, T. Mitterand, F.Morelli,
Paley, W. Montesquieu
Rousseau, J. J, Pache
Shaftesbury, A. A. C., Conde de, Pericles
Smith, A. Robespierre
Solón Rousseau
Swift, J. Rudé, G.
Thelwall, J. Soboul, A.
Toland, J. Tallien,
Zenón Théot, C.
Thompson, E. P.
Tucídides
Al Capítulo 4
Beard, Ch.
Al Capítulo 6
Brandt, R.
Burke, E. Bertomeu, M. J.
Domènech, A. Casassas, D.
Gauthier, F. Cohen, G.
Guizot, F. Domènech, A.
Gentz, F. Dwokin, R.
Heine, H. González, S.
Kant, I. Grocio, H.
Kersting, W. Hobbes, T.
Michelman, F. Kant, I.
Ralws, J. Locke, J.

326 |
Marshall, A. Harrington
Mill, J. Heller, A.
Mill, J. S. Heráclito
Nozick, R. Hirschman, A.
Paterman, C. Hobbes
Pudendorf, S. Hume
Raventós, D. Kant, I.
Rawls, J. Kymlicka
Samuelson, P. Macedo, S.
Smith, A. Madison
Stiglitz, J. Mandeville
Tobin, J. Maquiavelo
Vidiella, G. Mesure, S.
Montesquieu
Ovejero, F.
Al Capítulo 7 Palmieri
Pettit, P.
Capitón, A. (jurista romano, s. I a.C.) Platón
Cicerón Pocock, J. G. A.
Crisipo Popper, K.
Ennio (poeta romano, s. III-II a.C.) Rawls, J.
Florentino (jurista romano, s. II) Renaut, A.
Gayo (jurista romano, s. II) Rousseau
Justiniano (emperador) Salutati
Lucano Sandel, M.
Marciano (jurista romano, s. III) Sher, R. B.
Modestino (jurista romano, s. III) Schmitt, C.
Mommsen, T. Skinner, Q.
Papiniano (jurista romano, s. III) Smith, A.
Polibio Spinoza
Salustio Spitz, J. F.
Tácito Taylor, C.
Tito Livio Wootton, D.

Al Capítulo 8 Al Capítulo 9

Aristóteles Aristóteles
Baurmann, P. Cohen, J.
Berkowitz, P. Ignatieff, M.
Berlin Jefferson
Bruni Marx
Cicerón Robespierre
Constant Rogers, J.
Dagger, R. Rousseau
Domènech, A. Stiglitz, J.
Domínguez, A.
Dworkin, R.
Fergudson Al Capítulo 10
Francisco, A. de
Galston, W. A. Allende, S.
Goldsmith, M. M. Altamirano
Guttman, A. Aristófanes

| 327
Aristóteles Lenin
Aspasia Lula
Aznar Marat
Berlusconi Marcos (subcomandante)
Blanc, L. Mariátegui
Bujárin Marx
Bush, P. Menem
Bush, jr. Nenni
Cárdenas, L. Pericles
Cárdenas, C. Perón
Coferatti Pinochet
Dante Platón
Engels Preuss
Flick Robespierre
Frank, R. Roosvelt
Gaitskell Salinas de Gortari
Gramsci Saragat
Hitler Schiller
Hobson Searle, J.
Jimez de Assúa Siemens
Kalecki Sokal
Kelsen Stalin
Keynes Stiglitz
Krupp Strachey
Ledru Rollin Suplicy, E.

328 |

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