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Hispanidad ¿Mala palabra?

Redacción:
Mario Vargas Llosa

En un artículo muy bien escrito, como suelen ser los suyos, Antonio Elorza explica el disgusto
que le causa la palabra Hispanidad, que asocia al racismo nazi y al franquismo (EL PAÍS, 17 de
octubre, 2018). A mí su texto me recordó a los indigenistas, que la asociaban sobre todo a los
“horrores de la conquista española”, es decir, a la explotación de los indios por los
encomenderos, a la destrucción de los imperios inca y azteca y al saqueo de sus riquezas.

Quisiera discutir esos argumentos negativos y reivindicar esa hermosa palabra que, para mí, más
bien se asocia a las buenas cosas que le han ocurrido a América Latina, un continente que, gracias
a la llegada de los españoles, pasó a formar parte de la cultura occidental, es decir, a ser heredera
de Grecia, Roma, el Renacimiento, el Siglo de Oro y, en resumidas cuentas, de sus mejores
tradiciones: los derechos humanos y la cultura de la libertad.

La conquista fue horrible, por supuesto, y debe ser criticada, al mismo tiempo que situada en su
momento histórico y comparada con otras, que no fueron menos feroces, pero que, a diferencia
de la que integró América al Occidente, no dejaron huella positiva alguna en los países
conquistados. Y es preciso también recordar que España fue el único imperio de su tiempo en
permitir en su seno las más feroces críticas de aquella conquista –recordemos sólo las diatribas
del padre Bartolomé de Las Casas– y de cuestionarse a sí misma sobre ese tema, estimulando un
debate teológico sobre el derecho a imponer su autoridad y su religión sobre los habitantes de
aquellos territorios.

La situación de los indígenas es bochornosa en América Latina, sin duda, pero, hoy, las críticas
deben recaer sobre todo en los gobiernos independientes, que, en doscientos años de soberanía,
no sólo han sido incapaces de hacer justicia a los descendientes de incas, aztecas y mayas, sino
que han contribuido a empobrecerlos, explotarlos y mantenerlos en una servidumbre abyecta. Y
no olvidemos que las peores matanzas de indígenas se cometieron, en países como Chile y
Argentina, después de la independencia, a veces por gobernantes tan ilustres como Sarmiento,
convencidos de que los indios eran un verdadero obstáculo para la modernización y prosperidad
de América Latina. Para cualquier latinoamericano, por eso, la crítica a la conquista de las Indias
tiene la obligación moral de ser una autocrítica.

Las civilizaciones prehispánicas alcanzaron altos niveles de organización y construyeron


soberbios monumentos. Desde el punto de vista social, se dice que los incas eliminaron el
hambre de su vasto imperio; que en él todo el mundo trabajaba y comía. Una formidable hazaña.
Pero, no nos engañemos; pese a todo ello, eran todavía sociedades bárbaras, donde se practicaban
los sacrificios humanos y donde los fuertes y poderosos sometían brutalmente y esclavizaban a
los débiles.

Gracias a la Hispanidad varios cientos de millones de latinoamericanos podemos entendernos


porque nuestro idioma es el español, una lengua que nos acerca y nos enlaza dentro de una de
las muchas comunidades que constituyen la civilización occidental. Qué terrible hubiera sido
que todavía siguiéramos divididos e incomunicados por miles de dialectos como lo estábamos
antes de que las carabelas de Colón divisaran Guanahaní. Hablar una lengua –haberla heredado–
no es sólo gozar de un instrumento práctico para la comunicación; es, sobre todo, formar parte
de una tradición y unos valores encarnados en figuras como las de Cervantes, Quevedo,
Góngora, Santa Teresa, San Juan de la Cruz, y de aportes nuestros tan singulares a ese legado
como Sor Juana Inés de la Cruz y el Inca Garcilaso de la Vega, para nombrar sólo a dos clásicos.

Yo no soy creyente, pero muchos millones de hispanoamericanos lo son y la religión, o el


rechazo de la religión, son dos maneras de prolongar en América unas formas de ser y de creer
que proceden de Occidente y refuerzan nuestra pertenencia a la civilización que –hechas las
sumas y las restas– ha contribuido más a humanizar la vida de los seres humanos y a su progreso
material y social. También forman parte de la tradición occidental las satrapías y el fanatismo, y
esas siniestras dictaduras como las de Hitler y de Franco, pero sería mezquino y absurdo
considerar que es esa deriva del Occidente –como el antisemitismo– la que se encarna en la
Hispanidad, un concepto que esencialmente se refiere a la muy rica lengua en la que nos
expresamos más de quinientos millones de personas en el mundo de hoy.

La Hispanidad es un concepto muy ancho, por supuesto, y aunque sin duda los conquistadores
se cobijan en él, y también los inquisidores, y los dictadorzuelos de toda índole que ensucian
nuestra historia, en él están presentes los mejores pensadores y poetas y luchadores por las
buenas causas –la libertad, la más importante de ellas– que hemos tenido en España y en
América, y los héroes civiles y anónimos que dedicaron su vida a ideales que siguen siendo
actuales y admirables. Sería aberrante creer que España es sólo Franco; también lo son los
millones de demócratas que sufrieron por serlo persecución, cárcel y fusilamiento, o un exilio
de muchos años.

La Hispanidad en nuestros días es la transición pacífica que asombró al mundo por la sensatez
que mostraron los dirigentes políticos de todos los partidos y tendencias y la Constitución más
admirable de la historia de España que ha garantizado las instituciones democráticas y el
extraordinario progreso que ha vivido el país en estos cuarenta años de libertad. Soy testigo de
esto que digo. Llegué a Madrid como estudiante en agosto de 1958 y España era entonces un
país subdesarrollado, con una dictadura severísima y una censura tan estricta que tenía a la
sociedad como embotellada en una atmósfera de sacristía y cuartel, donde había que sintonizar
todas las noches la radio francesa para enterarse de lo que estaba ocurriendo en España y en el
resto del mundo. Viajar en aquellos años por ciertas regiones era encontrarse con pueblos sin
hombres –se habían ido a trabajar a Europa–, de pésimas carreteras y unos niveles de pobreza
que se parecían mucho a los de América Latina. La transformación de este país en pocas décadas
ha sido poco menos que prodigiosa, un verdadero ejemplo para el mundo de lo que es posible
hacer cuando se trabaja y se vive en libertad y se aprovechan las oportunidades que permite el
ser parte de una Europa en construcción.

En aquellos dos primeros años de mi estancia en Madrid sólo soñaba con terminar las clases en
la Complutense y partir a París. Muy ingenuamente asociaba Francia con un paraíso de las letras
y las artes y los debates políticos de ese elevado nivel que permitían y estimulaban una alta
cultura y la libertad. Buscando eso mismo, hoy llegan a España muchos jóvenes de toda América
Latina, artistas, escritores, músicos, bailarines, que vienen aquí buscando aquello que hace unas
décadas buscábamos nosotros en París. El 12 de octubre celebra, no los años oscuros y la pesada
tradición de censura, represiones, guerras civiles y oscurantismo, sino que la España de hoy día
haya dejado atrás todo aquello y ojalá que sea para siempre. No hay razón alguna para
avergonzarse de lo que representa la palabra Hispanidad, la que, dicho sea de paso, ahora rima
con libertad.

Madrid, octubre de 2018


https://psv64-1.daxab.com/videos/-
165193771/456240487/720.mp4?extra=5g6sqFozTByMkJBW1fzKAg&dl=1

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