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AMOR,

SEXUALIDAD
Y MATRIMONIO

Para una fundamentación de la ética cristiana

Eduardo López Azpitarte sj.

Editado en papel por:


San Benito, Buenos Aires 2004
ÍNDICE
Introducción
1. La situación actual
2. Los riesgos y peligros de esta situación: escepticismo y comodidad
3. Tolerancia civil e influjos ambientales
4. El riesgo de una doble amenaza: resignación y silencio
5. El peligro de una moral autoritaria
6. La necesidad de una renovación
7. Las ambigüedades de un planteamiento
8. Hacia una sexualidad
9. Conclusión
BIBLIOGRAFÍA

Capítulo 1: Antropologías sexuales


1. La moral como exigencia antropológica
2. La búsqueda de un sentido: paradoja y ambivalencia de la sexualidad
3. Antropologías rigoristas: recelo y desconfianza hacia lo corporal
4. Antropologías espiritualistas: la dificultad de un equilibrio
5. Consecuencias de un espiritualismo exagerado
6. Las antropologías permisivas: el nacimiento de nuevos mitos
7. Las antropologías naturalistas
8. Los peligros de toda antropología dualista
9. Conclusión
BIBLIOGRAFÍA

Capítulo 2: Valor simbólico de la sexualidad humana


1. Más allá de todo dualismo
2. La unidad misteriosa y profunda del ser humano
3. Simbolismo y expresividad del cuerpo
4. Hombre y mujer: dos estilos de vida diferentes
5. La nostalgia de un encuentro: entre la naturaleza y la cultura
6. La metáfora del cuerpo: el diálogo entre hombre y mujer
7. La dimensión genital
8. El destino procreador: un horizonte incompleto
9. Dimensiones psicológicas en la conducta de los animales
10. Riqueza afectiva de la sexualidad humana
11. Cariño y fecundidad: relaciones mutuas
12. La opción por el amor
13. La ambigüedad del placer: entre el sueño y la realidad
14. Densidad y límites de la experiencia afectiva
15. Conclusión
BIBLIOGRAFÍA

Capítulo 3: Visión bíblica de la sexualidad


1. Sentido de la reflexión
2. Antropología unitaria
3. La consagración de la sexualidad humana
4. Los relatos fundamentales del Génesis: la dimensión procreadora
5. La dimensión unitiva: el gran regalo de Dios
6. La fecundidad en la Biblia: diferentes motivaciones
7. El matrimonio como símbolo e imagen de la alianza
8. Las enseñanzas de los profetas: Oseas o el testimonio de una vida
9. La imagen del adulterio en Jeremías
10. La alegoría de Ezequiel y los cantos de Isaías
11. El simbolismo profetice
12. Principales características de los libros sapienciales
13. Un evangelio del amor: el Cantar de los Cantares
14. La tragedia del pecado
15. Orientaciones generales del Nuevo Testamento
16. Carácter sagrado y personalista de la relación sexual
17. Un antagonismo en el hombre: la carne y el espíritu
18. La glorificación del cuerpo en el mensaje cristiano
BIBLIOGRAFÍA

Capítulo 4: Fundamentación de la ética sexual


1. Necesidad de una ética: radical insuficiencia del instinto
2. Exigencias psicológicas para una maduración humana
3. Los límites de la moral tradicional
4. La experiencia amorosa: un nuevo punto de partida
5. La necesidad de una purificación progresiva
6. Renuncia a la plenitud infantil
7. La gratuidad de la experiencia afectiva
8. Totalidad de la entrega
9. La apertura amorosa hacia los demás
10. Hacia una fidelidad definitiva
11. Entre la utopía y el realismo
BIBLIOGRAFÍA

Capítulo 5: Exigencias básicas de la moral sexual


1. Concretizaciones del amor
2. Maduración personal de la libido
3. Determinismo animal y responsabilidad humana
4. Valor interpersonal del erotismo
5. La degradación del erotismo
6. Significado del pudor sexual
7. La regulación del impulso genital
8. Dimensión social de la sexualidad
9. La imagen social de la sexualidad
10. JO. La valoración ética del pecado sexual
11. Las nuevas matizaciones
12. Entre el fariseísmo y la culpabilidad excesiva
BIBLIOGRAFÍA

Capítulo 6: Estados intersexuales y cambio de sexo


1. La existencia de ciertas patologías
2. Del sexo cromosómico a la alteridad sexual
3. Patologías genéticas y hormonales
4. Otras disfunciones sexuales
5. Hacia una valoración ética
6. La transexualidad: una doble explicación etiológica
7. La ilicitud de una intervención: primacía de los datos biológicos
8. Tolerancia de una adecuación: importancia de la sicología
9. El matrimonio de los transexuales: diferentes situaciones
BIBLIOGRAFÍA

Capítulo 7: La masturbación
1. Entre la obsesión y la trivialidad
2. La complejidad de un hecho: diferentes significados
3. El descubrimiento de un mundo nuevo
4. Etapa evolutiva hacia una integración personal
5. Otros factores posteriores: diferentes significados
6. Los datos bíblicos y tradicionales
7. Presupuestos para una fundamentación: valoración objetiva
8. La culpabilidad subjetiva: dificultades para una exacta valoración
9. Orientaciones pastorales: necesidad de una evolución progresiva
10. Visión optimista y evangélica
11. Hacia las motivaciones más profundas
BIBLIOGRAFÍA
Capítulo 8: La homosexualidad
1. Un rigorismo sociológico
2. Razones psicológicas para este rechazo
3. Naturaleza de la inclinación homosexual
4. Otros factores personales
5. La génesis de la homosexualidad
6. Un presupuesto discutido: ¿qué tendencia tiene la sexualidad?
7. La valoración objetiva
8. La valoración personal: nuevas perspectivas
9. La posibilidad de una superación
10. En camino hacia un ideal
11. Orientaciones pastorales
12. Las relaciones afectivas
13. La reforma de la legislación
BIBLIOGRAFÍA

Capítulo 9: La institucionalización del amor


1. Nueva situación sociológica
2. La urgencia del cariño conyugal
3. Simbolismo de la entrega conyugal
4. La privatización del matrimonio
5. Primacía de lo afectivo sobre lo institucional
6. Dos aspectos complementarios
7. La dimensión social y comunitaria de la conyugalidad
8. El derecho: defensa de la conyugalidad y garantía de permanencia
9. Una invitación a superarse
10. El miedo a un compromiso definitivo
11. Reflexiones previas para una fundamentación ética
12. Verificación y autentificación del amor
13. Una doble obligación: la castidad y el orden jurídico
14. Las razones de una condena
15. Conclusión
BIBLIOGRAFÍA

Capítulo 10: La ética matrimonial


1. Dimensión amorosa y procreadora
2. La doctrina actual de la Iglesia
3. La nueva situación sociológica
4. Los documentos más recientes de la Iglesia
5. Tendencias innovadoras
6. Los documentos de la Comisión pontificia
7. Publicación de la Humanae vitae
8. Los planteamientos del Sínodo sobre la familia
9. Carácter profetice de la encíclica
10. La fundamentación teológica
11. Ayuda a los mecanismos de la naturaleza
12. La esterilización indirecta
13. Interpretación personalista de la terapia
14. Situaciones conflictivas
15. Los diversos valores de la ética matrimonial
16. La opción por el valor preferente
17. El problema de la esterilización
18. Las intervenciones de Juan Pablo II
BIBLIOGRAFÍA

Capítulo 11: Conflictos matrimoniales


1. La crisis de la fidelidad
2. La fidelidad al servicio de un valor
3. El valor de la decisión definitiva
4. Entre el inmovilismo y la novedad
5. La historia que comienza
6. La fragilidad del enamoramiento
7. Las primeras sombras del paisaje
8. El juego de las renuncias
9. La tentación de la huida
10. El adulterio: una experiencia traumática e idealizada
11. Hacia una posible reconciliación
12. El difícil arte de amarse a sí mismo
13. El amor de la despedida
BIBLIOGRAFÍA

Capítulo 12: Situaciones irregulares


1. El matrimonio civil de los bautizados
2. La separación de los cónyuges
3. Los divorciados vueltos a casar
4. Planteamiento de la Familiaris consortio
5. Un significativo avance pastoral
6. Posibilidad de una interpretación
7. La tolerancia civil del divorcio
8. Exigencias religiosas y obligación civil
9. Los peligros de una legislación tolerante
10. La estabilidad del matrimonio
11. La aplicación concreta de los principios
12. Las parejas de hecho
BIBLIOGRAFÍA

Capítulo 13: El celibato religioso


1. La realidad del celibato: dificultades actuales
2. Interrogantes actuales
3. Motivaciones históricas
4. Justificación humana del celibato
5. Eunucos por Jesús y su Reino
6. La dimensión escatológica
7. Nuevos simbolismos humanos
8. El descubrimiento de un carisma
9. Virginidad y matrimonio
10. Constatación de una realidad
11. Ambigüedad de una renuncia afectiva
12. Un resto que no se resigna
13. Los caminos para la maduración: una triple renuncia
14: Análisis de la propia realidad
15. El valor de la experiencia afectiva
16. La amistad privilegiada
17. La pobreza bienaventurada de un amor
18. Un reconocimiento honesto de la propia situación
19. Ayuda en el proceso de clarificación
20. El amor posible en el desierto
BIBLIOGRAFÍA
INTRODUCCIÓN

1. La situación actual

Para escribir hoy sobre la moral sexual se requiere una cierta dosis de ingenuidad o mucho de
osadía. Cualquiera que observe la realidad que nos rodea se da cuenta enseguida del enorme desajuste
existente entre lo que la Iglesia enseña en su doctrina y lo que la gente vive en la práctica. Lo preocupante
no es que existan fallos e incoherencias, como siempre se han dado, sino la actitud desinteresada e
indiferente, que prescinde casi por completo de su doctrina. La imagen que se ofrece de la sexualidad
se ha diversificado en múltiples rostros y no parece que el ofrecido por la ética cristiana sea precisamente
el más atractivo y seductor. En un mundo tan pluralista como el nuestro, la oferta de opciones sobre los
diferentes problemas éticos que se presentan en este campo es tan diversa y contradictoria que se
encuentran soluciones para todos los gustos e ideologías. Por eso, la educación se ha hecho más difícil
y compleja en la actualidad, cuando la concordancia básica de otras épocas se ha fraccionado en tantas
posturas que mutuamente se excluyen. Vivimos, para sintetizarlo en unas palabras, en la edad del
fragmento, de lo parcial y provisorio, de lo débil e inconsistente, de la inseguridad y de lo relativo.
En estas circunstancias, cuando nada se considera cierto, absoluto y definitivo, la tolerancia se
revela como el valor prioritario de toda sociedad. En lo único que todos estamos de acuerdo es en que
no todos tenemos que estar de acuerdo por la complejidad de los problemas, el pluralismo de las
soluciones y las dificultades para encontrar un fundamento común. Como no se puede imponer ninguna
verdad por encima de las otras opiniones, no cabe otra salida que el respeto hacia las diferencias. La
legislación civil no ha de prohibir o aceptar los códigos éticos de una mentalidad concreta, sino que debe
permanecer abierta a las otras valoraciones diferentes que resulten válidas y razonables para otros
grupos. Una ética de mínimos es a lo único que se puede aspirar.

2. Los riesgos y peligros de esta situación: escepticismo y comodidad

Dentro de un contexto cultural como éste, se esconden algunos peligros fácilmente comprensibles
y que constatamos con frecuencia a nuestro alrededor. Solamente me limito a enumerarlos. Se aumenta,
en primer lugar, un talante de escepticismo e indiferencia ante la dificultad de una fundamentación cierta
y segura. Cuando son tantas las opiniones y tan diferentes las ofertas éticas, no hay ningún motivo para
aceptar unas por encima de otras. El ecumenismo ético se vuelve tan amplio e indulgente que no se
rechaza como inaceptable ninguna conducta. La tolerancia no es, entonces, fruto del respeto y deferencia
hacia el otro, sino el síntoma de un escepticismo radical. Como la verdad objetiva no está garantizada,
que cada uno actúe y se comporte como le parezca. Es curioso observar cómo en muchas encuestas que
se hacen por la calle para determinados programas, cuando se pregunta sobre alguna valoración ética,
la respuesta más frecuente es dejar que cada persona proceda como juzgue conveniente.
Esta incertidumbre e indiferencia se convierten también en un estímulo para la comodidad, pues si
cualquier oferta ética aparece tan válida como las otras, la inclinación hacia lo que resulta menos molesto
y exigente se hace comprensible. Nadie tiene derecho a exigir o prohibir una conducta determinada, ya
que todas gozan más o menos de la misma probabilidad. La elección pertenece en exclusiva al propio
individuo y, en esta hipótesis, sería absurdo optar por la más difícil y sacrificada.

3. Tolerancia civil e influjos ambientales

Finalmente, cuando las normas son producto de un consenso social, el bien o el mal quedan
configurados por la fuerza de la ley. Lo que jurídicamente se acepta o condena constituye la norma
básica de orientación. La ética civil que, como hemos dicho, se reduce a los mínimos indispensables, es
la única que puede imponerse a los ciudadanos. Es necesario, por ello, que la autoridad tolere una serie
de comportamientos que, desde una perspectiva ética, ofrecerían serios reparos. Esto significa, como se
ha defendido en una amplia tradición de la Iglesia, que no todas las exigencias éticas deben quedar
sancionadas por el derecho, pero que también no todo lo que se permite y tolera en una legislación civil
tiene que ser aprobado por la moral. El peligro radica, entonces, en no distinguir suficientemente lo legal
de lo ético, y terminar aceptando, con todas sus lamentables consecuencias, que la tolerancia o
prohibición jurídica se identifica con la bondad o la malicia ética.
Tal vez el análisis pueda parecer demasiado abstracto, pues en la vida real no se utiliza este lenguaje,
ni se tiene conciencia de que la praxis se encuentra dinamizada por estos principios más ideológicos.
Pero basta observar las reacciones y comentarios a nuestro alrededor para constatar cómo de hecho
influyen y se hacen presentes. En cualquier caso, aunque sea con matices algo diversos, bastantes estarán
de acuerdo en este diagnóstico fundamental. Vivimos en una sociedad desgarrada, pluralista, secular,
tolerante, en la que el espacio para la ética cristiana se ha ido reduciendo de forma progresiva, y con
mayor fuerza aun en el campo de la sexualidad.
Por otra parte, en un mundo tan abierto como el nuestro, no existe ningún reducto cerrado que pueda
sentirse libre de estas influencias. Los medios de comunicación y el ambiente dejan caer sus mensajes
en todos los rincones, creando con mucha frecuencia fuertes antagonismos entre lo que se recibe en el
hogar y lo que se respira por fuera. Sería nefasto, entonces, que la educación intentara crear "niños
burbujas" para que vivieran siempre en un clima artificial.
Ante una situación como ésta se da en muchas personas un desconcierto generalizado. Padres de
familia, educadores y sacerdotes experimentan un malestar profundo, pues no saben cómo enfrentarse
a un fenómeno que supera sus posibilidades. Aceptan, a lo mejor, que su formación fue demasiado
rigorista e inadecuada, como para transmitirla de nuevo a las generaciones actuales, pero tampoco llegan
a comprender la naturalidad con que los jóvenes actúan en este campo. El puritanismo de antes, que
provocó un mundo de sospechas, recelos y culpabilidad, se ha convertido en una permisividad casi
absoluta, que no admite ningún tipo de normas o criterios éticos. La ruptura de los esquemas anteriores,
que no han sido reemplazados por otros, los deja indefensos, sin saber lo que pueden decir ni qué
orientaciones ofrecer.

4. El riesgo de una doble amenaza:


resignación y silencio

Un doble peligro amenaza, entonces, que nos vuelve incapaces para afrontar este desafío y nos
despoja de la responsabilidad que pesa sobre cualquier educador. El primero consiste en quedarse
simplemente en una denuncia retórica, como un intento de satisfacer la propia conciencia, para no
sentirse colaboradores de la nueva situación. Con la condena y el rechazo de estos comportamientos,
que no se ajustan a las pautas tradicionales, dejan, por lo menos, el convencimiento de que la
culpabilidad recae sobre los otros, sin ninguna implicación por nuestra parte. La ineficacia de esta actitud
resulta tan manifiesta que no es necesario detenernos en su explicación. Baste añadir solamente que es
demasiado cómoda y no exime tampoco de la responsabilidad.
La inseguridad de acercarse a un mundo tan diferente, que ni responde a nuestros principios ni
podemos controlarlo, provoca una tolerancia benévola que no se atreve a intervenir. Hasta la
presentación de un proyecto ético o educativo parece casi vergonzoso, por miedo a que nos señalen
como anticuados e ineptos para valorar la cultura de nuestro tiempo. Oponerse a los imperativos y modas
del ambiente se hace molesto, sobre todo cuando no existe seguridad en aquello que se propone.
Por eso tampoco aceptamos una postura de resignación y silencio que pretenda construir la moral
con el imperativo de los hechos. Estos intentos de acomodación para reducir las exigencias a los datos
sociológicos son fruto de un conformismo cobarde y el servicio que se prestaría por este camino a la
humanidad sería demasiado pequeño. Una postura que se ha generalizado con exceso ante una situación
que, muchas veces, no se sabe cómo abordar. Aunque no se esté de acuerdo con ella, sólo queda un
silencio resignado, que impide cualquier otra manifestación contraria.
La sicología podría también encontrar una explicación más profunda. A veces, el aplauso popular,
el deseo de no contradecir, el miedo a ser tachados de conservadores se convierten en una tentación para
no intervenir ni manifestar nuestro pensamiento. Al narcisismo humano le duele ofrecer una imagen que
no está valorada en el ambiente en que se vive. De ahí que, bajo la aparente excusa de un respeto, se dé
una abstención que, en el fondo, es un deseo de no deteriorar el propio rostro frente a los demás. El no
estar a la moda intelectual que se lleva es un motivo de crítica y de rechazo, cuyas consecuencias se
quieren evitar. En otras, tal vez con más frecuencia, es una falta de preparación para examinar los
problemas que hoy se plantean con una mentalidad adecuada. La buena voluntad no basta por sí sola si
no va acompañada, al mismo tiempo, de la suficiente preparación.
En cualquier hipótesis, el simple dejar hacer no provoca ninguna maduración ni lleva a una mayor
libertad. El análisis crítico permite descubrir que en el fondo de tal "liberación" existe un nuevo tipo de
esclavitud. Los antiguos ídolos quedan sustituidos por otras imágenes nuevas igualmente falsas. Y es
que el puritanismo exagerado de antes y el desenfreno de ahora tienen idénticas raíces: la sumisión ante
la sexualidad como un destino impuesto. Las formas concretas de esta imposición serán diferentes. Si
la conducta estaba regida con anterioridad por una normativa rigorista e impuesta por diversas presiones,
hoy muchos sienten la obligación de comportarse como mandan las nuevas formas liberadoras, para que
nadie los pueda tachar de conservadores.

5. El peligro de una moral autoritaria

Pero tampoco vale la vuelta a una moral que se fundamente exclusivamente en la fuerza de la
autoridad. Algunos creen que es la única alternativa eficaz. Si hemos llegado hasta aquí ha sido como
consecuencia de un relajamiento progresivo, producto de la excesiva tolerancia, del confusionismo
ideológico, del simple dejar hacer, del miedo a ir contra corriente. La solución habría que buscarla por
el extremo contrario: una vuelta a las normas claras y taxativas, que regulan la conducta del ser humano.
El fracaso ha sido demasiado evidente para continuar por el mismo camino. Es necesario levantar la voz
con fuerza y denunciar con valentía esta deshumanización actual. La culpa de tales excesos recae, en
parte, sobre aquellos responsables que no han sabido -o no han querido- con su autoridad tomar unas
medidas más eficaces.
El problema es demasiado complejo para tratarlo aquí con mayor amplitud, pero desde luego no parece
ésta la solución más adecuada ni suficiente. Hoy no basta ya la repetición de unas normas, por muy
verdaderas que sean, si no se indican, al mismo tiempo, los valores que en ella se encierran. La
imposición autoritaria de unas obligaciones éticas sólo sirve para mantener una sumisión infantilizada
en aquellos que no aspiran a vivir de una manera adulta. Toda persona tiene derecho a saber el porqué
de lo mandado como imperativo moral y esa pregunta no es siempre fruto de la rebeldía o falta de
docilidad, aunque a veces se proponga en ese clima, sino una manifestación de la madurez humana y
evangélica. El esfuerzo por encontrar la respuesta adecuada es la tarea de una ética actual y no la mera
repetición de lo que siempre se ha dicho. Si esa respuesta no existe, o no sabemos darla, de poco servirá
la propuesta que se ofrece.
A nadie se le puede obligar a la aceptación de una norma obligatoria sin un convencimiento interno
de que así debe actuar para su propio bien y para agradar a Dios, en el caso de los creyentes. Es el mayor
desafío que se plantea a los educadores en el mundo actual: saber dar razón y justificar aquellos valores
que ofrezcan. Si hay que estar "dispuestos siempre a dar razón de vuestra esperanza a todo el que os
pida una explicación" (1 Ped 3, 15), con mayor motivo aun tenemos que estar preparados para justificar
una determinada conducta que, si es válida y buena para la persona, no puede serlo simplemente por el
hecho de estar mandada.

6. La necesidad de una renovación

Para evitar estos peligros, hay que reconocer, en primer lugar, que la educación en este terreno no
ha sido siempre la más adecuada. Sin caer en exageraciones o críticas, que no tienen en cuenta el
contexto cultural de otras épocas, la imagen presentada ofrecía muchos inconvenientes y lagunas que
dificultaron una reconciliación pacífica y armoniosa en la conciencia cristiana. La pedagogía utilizada
por generaciones anteriores pertenece a una etapa que se ha de dar por superada. Aunque la buena
voluntad y el fin pretendido fueran excelentes, las consecuencias que de ahí se han derivado, y que
sufrimos todavía en parte, tenemos que considerarlas como negativas. El miedo y un sentimiento de
culpabilidad excesivo formaban una frontera bien vigilada que impedía el acceso a una zona peligrosa,
de la que era mejor permanecer alejado. El silencio y la ignorancia eran buenos colaboradores para no
sentir su amenaza. Aunque tales posturas puedan estar superadas, queda aún una mentalidad de fondo
que todavía se vale de este lastre negativo para frenar cualquier avance.
Frente a las sombras del pasado, nace hoy una actitud antagónica y diferente que busca sustituir el
miedo y el pecado por la verdad del sexo. Las ciencias que afectan a esta dimensión de la persona han
disipado ya muchas ignorancias e ingenuidades, purificando una atmósfera demasiado enrarecida.
Hemos llegado al fin de una clandestinidad que se celebra como una verdadera conquista. El abrazo de
la reconciliación se ha hecho posible. Y, como cristianos, hay motivo para alegrarse por la superación
de antiguas barreras y tabúes irracionales.
La primera obligación, por tanto, radica en la urgencia de una información adecuada, que sepa
compaginar los conocimientos científicos, pedagógicos, éticos y religiosos dentro de esta tarea. Una
educación sexual exige también una preparación para que el modelo ofrecido tenga el crédito y las
garantías que exige nuestro mundo actual, si deseamos que nuestra oferta se haga creíble. La necesidad
de un planteamiento renovado es una de las tareas más urgentes de la ética y de cualquier proyecto
educativo. Aun en la hipótesis de que muchos lo rechazaran, lo que nadie debería echamos en cara es
que la oferta que, como creyentes, ofrecemos a la sociedad no es también razonable y queda justificada
por serios argumentos.

7. Las ambigüedades de un planteamiento

Sin embargo, sería absurdo fomentar un ingenuo optimismo, como si la liberación del sexo,
prisionero durante tanto tiempo, hubiera que aceptarla como un hecho positivo en todos los órdenes.
Frente a una visión demasiado espiritualista y uniforme, como la que se ha vivido hasta las épocas más
recientes, nos encontramos en medio de una sociedad que presenta diferentes antropologías sexuales de
signo muy contrario a la anterior. Si antes era el alma la que debía liberarse de todas las ataduras y
esclavitudes del cuerpo para alcanzar un nivel de espiritualización, ahora es el cuerpo quien debe
despojarse de todo aquello que le impida su expresión más espontánea y natural. La permisividad
absoluta y un naturalismo biológico son el denominador común de muchas comentes modernas, como
analizaremos después.
A cualquiera que recorra ciertos libros publicados para la formación sexual, haya visto esos
programas de televisión que se consideraban muy científicos y modernos, contemple la imagen ofrecida
por tantas películas y manifestada en la publicidad, o penetre en la mentalidad oculta de campañas
recientes, no le costará mucho trabajo descubrir este tipo de antropología. Fuera de las conductas
patológicas, que serán dañinas por esta condición, no hay apenas fronteras que delimiten la actuación
sexual.

8. Hacia una sexualidad simbólica

Es lógico, por ello, que cuando se ofrece un proyecto ético con otras perspectivas, la reacción
inmediata sea de rechazo, porque resulta menos agradable y levanta de inmediato las sospechas de otros
tiempos. No podemos quedarnos con los brazos cruzados, como ya hemos dicho. Se requiere un esfuerzo
lúcido para que la gente descubra lo razonable de nuestra propuesta y el porqué no estamos satisfechos
con una visión que nos parece muy corta y limitada. No negamos el carácter lúdico del sexo, ni el valor
del placer como factor de equilibrio y felicidad, ni su función lenitiva contra la fatiga y el cansancio.
Experimentar un sentimiento de repugnancia o desprecio manifestaría que algo no funciona del todo
bien en su interior. El problema es de otra índole. Lo que no queremos es que la sexualidad se limite a
ser una acción utilitaria y productiva para la obtención de un placer y pierda por completo su dimensión
expresiva y simbólica. Es decir, que se la despoje de todo contenido humano, como si fuera un simple
fenómeno zoológico, hasta convertirla en un hecho insignificante, en una palabra vacía, en una expresión
sin mensaje. Se trata, sencillamente, de saber hacia dónde orientamos esa pulsión y qué significado le
damos.
Ni es posible, finalmente, rebajar nuestras exigencias cristianas para que tengan cabida dentro del
mercado actual de valores. El diálogo con otras ideologías, la confrontación con otros criterios éticos
diferentes, la apertura y sensibilidad frente a las críticas ajenas serán un gesto de respeto o un
enriquecimiento del propio patrimonio, pero nunca una estrategia política de renuncias y concesiones
para conseguir a toda costa un escaño en el parlamento de la sociedad. Es bueno sentirse ayudado desde
fuera para revisar ciertas valoraciones que, a lo mejor, no fueron tan exactas, pero entrar en el debate
como un interlocutor más, sin la fuerza para imponer las propias valoraciones, no significa renunciar a
su defensa dentro de un diálogo plural y democrático, aunque después no terminen por aceptarse. El
laicismo autoritario, tal vez como reacción a los influjos anteriores de la Iglesia, quiere que domine una
explícita mentalidad a-religiosa, pero en una sociedad laica, donde todas las ideologías civiles y
creyentes han de tener espacio, cualquiera de los participantes tienen derecho a presentar sus propias
opciones.
La visión cristiana ya no aparece como el único proyecto ético con validez universal, pero ello no
implica renunciar al talante y radicalismo evangélico que le caracteriza. No se trata de realizar una
operación parecida a las rebajas comerciales, como el que abarata el precio del mercado para ver si la
gente acepta mejor el producto que se le ofrece. Las palabras de Jesús sobre la sal que se vuelve insípida
y "no sirve para nada más sino para ser tirada fuera y pisoteada de los hombres" (Mt 4, 13) es un recuerdo
que no debemos olvidar. Es decir, la moral católica no tiene que cambiar por el hecho de estar situada
en una sociedad pluralista. Al contrario, en un mundo donde las prácticas y las creencias no ayudan para
nada y existen otros múltiples atractivos, la luz y la fuerza del Evangelio deberían tener una presencia
mucho mayor.

9. Conclusión

Ésta es justamente nuestra intención al escribir estas páginas. Ofrecer a los lectores -sacerdotes,
padres, maestros y educadores- una visión de la sexualidad que supere las limitaciones de épocas
pasadas, pero con los datos necesarios para que sepan enfrentarse a las nuevas ideologías con un espíritu
crítico. Que entre los modelos de una sociedad cada vez más pluralista, la oferta de una ética sexual
cristiana se haga comprensible y razonable a los demás, aunque no siempre la compartan, y ayude al
convencimiento interior para que cada persona se sienta también comprometida en la realización de
semejante proyecto.
Para ello, analizaremos las principales antropologías que hoy se dan en nuestra sociedad (cap. 1).
Presentaremos a continuación cuál es la antropología de la que parten nuestras reflexiones (cap. 2), para
confirmarla con los datos de la revelación (cap. 3). De ahí deduciremos los criterios fundamentales (cap.
4), y las exigencias básicas (cap. 5) de una ética sexual, que nos sirvan para valorar los comportamientos
concretos: cambio de sexo (cap. 6), masturbación (cap. 7), homosexualidad (cap. 8), relaciones
prematrimoniales (cap. 9). Para tocar, finalmente, los problemas que se plantean dentro del matrimonio:
regulación de nacimientos (cap. 10), crisis matrimoniales (cap. 11), situaciones irregulares (cap. 12). Y
terminaremos reflexionando sobre el celibato (cap. 13).
He procurado omitir otros temas más históricos y especulativos para facilitar la lectura y centrarme
en los problemas concretos. Con la misma intención, han desaparecido las notas bibliográficas a pie de
página, que sólo resultan interesantes para personas que pretenden profundizar en algunos temas, pero
que no tienen mayor interés para el que busca una formación general. Al final de cada capítulo, me he
limitado a sugerir una bibliografía breve en castellano, entre lo mucho que hoy se escribe sobre estos
puntos. Así, la persona que lo desee podrá ampliar con estas lecturas otros aspectos que le ayuden a
completar sus conocimientos.

BIBLIOGRAFÍA
AA.VV., "Postmodemidad y moral: ¿matrimonio imposible?", Sinite 109 (1995).

ANDONEGUI, J., "Los católicos ante la ética moderna". Lumen 47 (1998) 297-325 y 403-438.
BORREGO, E., "Evolución de la ética sexual cristiana. Observaciones puntuales", Sal Terrae 88 (2000) 345-356.
CORTINA, A., "Religión y ética civil". Iglesia Viva 187 (1997) 63-73.
GARCIA-MONGE, J. A., "Sicología de la sumisión y sicología de la responsabilidad en la Iglesia", Sal Terrae 84 (1996) 21-34.
LÓPEZ AZPITARTE, E., "Moral cristiana y ética civil: relación y posibles conflictos". Proyección 41 (1994), 305-314. Una crítica
a estas éticas civiles en: C. THIEBAUT, "Cruces y caras de la ética civil". Iglesia Viva 187 (1997) 49-61.
LÓPEZ AZPITARTE, E., "La educación moral en la familia". Revista Agustiniana 36 (1995) 503-535.
MARDONES, J. Ma., Análisis de la sociedad y fe cristiana, Madrid, PPC, 1995.
SÁNCHEZ MONGE, M., "Evangelizar en tiempos de tolerancia". Surge 54 (1996) 25-46.
VALADIER, P., "La autoridad en Moral", Selecciones de Teología 33 (1994) 193-200.
VICO PEINADO, J., Éticas teológicas, ayer y hoy, Madrid, San Pablo, 1996.
CAPITULO 1

Antropologías sexuales

1. La moral como exigencia antropológica

A pesar de todas las críticas y dificultades que se hayan levantado contra la moral, nadie es capaz
de aniquilarla por completo. Se podrá rechazar una ética determinada, pero todo ser humano, por el
simple hecho de existir, está condenado a vincularse con una moral.
Aunque la sociobiología haya descubierto en la conducta humana estructuras parecidas al
comportamiento de los animales, existe una frontera cualitativa que separa con nitidez ambos mundos.
Los seres irracionales siguen ciegamente las leyes de su naturaleza e instintos, que los conducen con
una eficacia admirable a la consecución de sus objetivos. No tienen otra moral que el sometimiento a
sus imperativos biológicos, ideológicamente ordenados al bien individual y de la especie. Su orientación
resulta tan perfecta y adecuada que para actuar bien sólo tienen que dejarse llevar, sin necesidad de
poner ningún reparo, por el dinamismo interno de sus propias tendencias. A primera vista, incluso,
habría que decir que se encuentran mucho mejor programados y con una dotación mejor de la que el
hombre y la mujer poseen. Venimos a la existencia con un cierto defecto de fábrica, como si nos hubiera
faltado una revisión final.
Dicho de otra manera, nacemos sin estar hechos ni programados por la propia naturaleza. Esta
carencia radical con relación a los animales, que catalogaría al género humano como inferior y menos
perfecta, se compensa radicalmente por la existencia de la libertad. Si en el animal los estímulos suscitan
en cada momento una respuesta determinada y precisa, el ser humano, para vivir con dignidad, no se
puede dejar conducir por los simples impulsos, anárquicos y desordenados, sino que requiere un ajuste
posterior para que su conducta sea integrada y razonable. El animal que siguiera las leyes de sus instintos
sería un animal perfecto, pero el hombre que respondiera de la misma forma a las exigencias instintivas
de sus pulsiones, se convertiría en una auténtica bestia. Esta necesidad humana e irrenunciable de
modelar nuestro comportamiento brota, por tanto, de nuestras propias estructuras antropológicas.
Estamos condenados -queramos o no queramos- a ser éticos.
Pero la moral no es un simple código de leyes, preceptos, mandatos, imperativos a los que no hay
más remedio que ajustar nuestra conducta, como una fuerza coactiva que se nos impone desde fuera. La
misma etimología de la palabra ética nos da un sentido mucho más rico y profundo de lo que para
muchos significa este término. El ethos, en la existencia humana, es la cara opuesta del pathos, como
una doble dimensión que cualquier sujeto experimenta. Dentro de esta última acepción entraría todo lo
que nos ha sido dado por la naturaleza, sin haber intervenido o colaborado de manera activa en su
existencia. Lo llamamos así por haberlo recibido pasivamente, al margen de nuestra decisión o voluntad.
Es el mundo que constituye nuestro talante natural, nuestra manera instintiva de ser, que padecemos
como algo que nos ha sido impuesto, y que no sirve, como hemos visto, para dirigir nuestra conducta.
Ofrece los materiales sobre los que el hombre y la mujer han de trabajar para construir su vida, como el
artista esculpe la madera para sacar una obra de arte.
Para expresar este esfuerzo activo y dinámico, que no se deja vencer por el pathos recibido, el
griego se valía de la palabra éthos, pero con dos significaciones diferentes. En el primer caso, indicaba
fundamentalmente el carácter, el modo de ser, el estilo de vida que cada persona le quiere dar a su
existencia. Mientras que su segunda acepción haría referencia a los actos concretos y particulares con
los que se lleva a cabo semejante proyecto.

2. La búsqueda de un sentido:
paradoja y ambivalencia de la sexualidad

Tendríamos que decir, por tanto, que la función primaria de la moral consiste en dar a nuestra vida
una orientación estable, encontrar el camino que lleva hacia una meta, crear un estilo y manera de existir
coherentes con un proyecto. La ética consistiría, entonces, en darle a nuestro pathos -ese mundo pasivo
y desorganizado que nos ofrece la naturaleza- el estilo y la configuración querida por nosotros, mediante
nuestros actos y formas concretas de actuar. Aquí está la gran tarea y el gran destino del hombre y de la
mujer.
Ser persona exige un proyecto de futuro, que determina el comportamiento de acuerdo con la meta
que cada uno se haya trazado. Hacer simplemente lo que apetezca es descender hacia la zona de lo
irracional, a un nivel por debajo de los animales -cuya conducta queda regulada por sus instintos-, para
adoptar como criterio único el capricho y el libertinaje. Toda persona, ineludiblemente, tiene que
plantearse el sentido que quiere darle a su vida, la meta hacia la que desea orientarla. Se trata de una
pregunta a la que hay que responder de una u otra manera, pues hasta el suicidio supone una respuesta
implícita: la vida no merece la pena. La praxis ética se convierte, entonces, en el camino que lleva hacia
el ideal y la meta propuesta.
Este mismo sentido, que buscamos darle al conjunto de nuestra existencia, hay que irlo
descubriendo también en cada una de nuestras actividades personales. Se trata de encontrar ahora el
significado y destino de la sexualidad, en coherencia con el proyecto ético, que oriente nuestra conducta
y ayude a la realización de la persona en esta dimensión específica de nuestro ser. En función de este
esquema más concreto y determinado -cuál es la función del sexo como realidad humana- podremos
deducir aquellos valores éticos fundamentales que humanizan la conducta sexual. Cualquier
comportamiento que no respete estas exigencias básicas o impida su realización habrá que catalogarlo
como negativo y deshumanizante.
Ahora bien, saber lo que es mejor para la humanización de la sexualidad no se realiza sin un diálogo
abierto y sincero con todas las ciencias y bajo la influencia de una determinada óptica cultural, que
explican su carácter histórico y evolutivo. Por eso, la historia de las costumbres sexuales revela una
variedad impresionante de éticas, de acuerdo con el sentido otorgado a esta dimensión.
La concretización de estos valores, sin embargo, reviste una dificultad especial. La sexualidad se
ha vivido siempre, a lo largo de la historia, en un clima de enigma y de misterio, como una realidad
asombrosa y fascinante que ha provocado con mucha frecuencia una doble actitud paradójica. Produce
instintivamente una dosis de miedo, recelo y sospecha, y despierta, al mismo tiempo, la curiosidad, el
deseo, la ilusión de un acercamiento. Es un hecho fácilmente constatable en la sicología de cada persona,
donde aparece, si no se ha reprimido ningún elemento, esta tensión contradictoria. Se busca, se desea e
incomprensiblemente se teme y se rechaza.
Es lo que ha sucedido con mucha frecuencia en la historia, cuando se ha intentado comprender su
naturaleza insistiendo con exclusividad en el aspecto negativo y misterioso o, por el contrario,
subrayando únicamente su carácter atractivo y placentero. Desde la antigüedad, esta doble postura se ha
ido entretejiendo de manera casi continua en todos los tiempos y con matices diferentes. Así se explica
el deslizamiento operado tanto hacia una lejanía constante, que evite cualquier contacto con la esfera
sexual, como el deseo de acercarse a ella para penetrar en el misterio que la envuelve. Sin pretender
ahora un análisis detallado y completo, expongo con brevedad las antropologías fundamentales que han
surgido de esta experiencia.

3. Antropologías rigoristas:
recelo y desconfianza hacia lo corporal

El sexo, en primer lugar, ha sido un terreno abonado para la génesis y el crecimiento de muchos
tabúes. Cuando una zona resulta arriesgada y peligrosa por su aspecto misterioso, se levanta de
inmediato una barrera a su alrededor que impide el simple acercamiento. Es como una frontera que
conserva en su interior algo cuyo contacto mancha, cuya violación, aunque involuntaria, produce una
sanción automática. Las costumbres más antiguas de todos los pueblos testimonian este carácter de la
sexualidad. Determinados factores biológicos y naturales exigen una serie de ritos y purificaciones. La
abstinencia sexual es obligatoria en algunas épocas especiales, como durante el período de guerra o de
siembra. Ante el asombro que revela lo desconocido, se intenta evitar cualquier contagio y huir lo más
posible de lo que se vivencia como un peligro inconcebible. Es una actitud de alejamiento respetuoso
frente al miedo que brota de un misterio inexplicable.
El rigorismo de la antigüedad en torno a estos temas fue impresionante. La distinción clásica entre
el logos (la razón) y el alogon (lo irracional) adquirió una importancia extraordinaria. Para la filosofía
estoica lo fundamental consistía en vivir de acuerdo con las exigencias de la razón humana, mientras
que el placer y los deseos corporales se convierten en los enemigos básicos de ese ideal. La virtud
aparece como una lucha constante para evitar todo tipo de placeres. Su moral se centraba en un esfuerzo
heroico y continuado para eliminar las pasiones y liberar al hombre de sus fuerzas anárquicas e
instintivas hasta conducirlo a una apatía (falta de pasión) lo más completa y absoluta posible.
Lo más opuesto a la dignidad humana era el obnubilamiento de la razón que se opera en el placer
sexual. Esta lucidez intelectual se mantenía como norma suprema por otras corrientes de pensamiento.
Por eso el acto matrimonial, donde la persona renuncia precisamente a esta primacía de la razón, es algo
indigno y animalesco. El mismo nombre de pequeña epilepsia, como era considerado por la ciencia
médica de entonces, supone ya un atentado contra la condición básica del ser humano. Sería vergonzosa
cualquier conducta en la que el alma entrara en relación con el instinto.
Las tendencias maniqueas añaden un nuevo aspecto pesimista en esta atmósfera cargada de
sospechas y desconfianzas. El cuerpo y la materia han sido creados por el reino de las tinieblas y se han
convertido en la cárcel y tumba del alma, que de esa forma queda prisionera y sometida a las exigencias
de la carne. De nuevo el cuerpo aparecía como el lugar sombrío, como la fuente del mal, como la caverna
del pecado. Su ética será también un intento por evitar el contacto con la materia, que mancha,
culpabiliza y rebaja el espíritu a una condición brutal.
El esfuerzo, como una lógica consecuencia, estaba orientado hacia la liberación progresiva de esta
prisión para el conocimiento limpio de la verdad y de la belleza eterna. La muerte aparece en el horizonte
-recuérdese a Sócrates en el Fedón- como el momento cumbre de conseguir la libertad. Las rejas y
mazmorras de los sentidos dejan paso al alma, liberada ya de sus bajas pasiones y sin obstáculos para la
contemplación.
De ahí toda la corriente ascética y rigorista que se manifestaba en las máximas y consejos de aquellos
autores. El matrimonio era una opción prohibida para los verdaderos elegidos y, si se toleraba para
aquellos que no pudieran contenerse, era con la condición de no procrear a fin de que no se multiplicaran
las esclavitudes del alma en el cuerpo. Podría elaborarse un amplio florilegio de frases y sentencias,
donde la hostilidad hacia la materia, el alejamiento de la mujer, la malicia de la procreación, la
pecaminosidad del acto sexual, el desprecio del matrimonio, el odio a la carne constituirían una
monótona repetición, mientras se defendían, por el contrario, las excelencias de la continencia y la
virginidad, incluso en escritores paganos.

4. Antropologías espiritualistas:
la dificultad de un equilibrio

Esta corriente negativa seguirá teniendo otras múltiples traducciones históricas. Los gnósticos de
los primeros tiempos y las tendencias maniqueas y estoicas en el ambiente grecorromano tendrán su
prolongación en otras ideologías posteriores, que comparten, en este terreno, la misma mentalidad de
fondo: una desconfianza, lejanía y miedo frente a todo lo relacionado con el cuerpo, el placer, la
sexualidad, el matrimonio, aunque las razones que han conducido hasta este desprecio hayan sido muy
diferentes. Bajo el influjo de estas ideas, el alejamiento de estas realidades aparecía como un ideal
filosófico y cristiano.
A partir de tales presupuestos, la imagen de una antropología demasiado espiritualista -sin darle a
este adjetivo ningún contenido religioso- ha estado presente en todos los tiempos. La ética que se deducía
era coherente con semejante proyecto. Una buena educación debía estar orientada a que todos estos
elementos negativos se mantuvieran alejados, lo más posible, de la vida humana.
La Iglesia, es cierto, no cayó nunca en estas doctrinas radicales y condenadas, que surgieron en
ambientes ajenos a ella. Su magisterio recoge también todas las herejías y exageraciones relativas al
sexo, al cuerpo o al matrimonio, aunque estuvieran muy extendidas y se justificaran con argumentos
espirituales. Las razones para esta condena han sido muy variadas, pues existen demostraciones de todo
tipo. Pero resulta reconfortante y consolador encontrarse con una, en concreto, que utiliza con mucha
frecuencia y constituye un rotundo mentís de cualquier pesimismo exagerado. Dios es el autor de la
sexualidad y del matrimonio y no podrá ser nunca perverso lo que ha brotado de sus manos y ofreció
como un regalo a los hombres en aquella primera aurora de la creación. La idea aparece ya en los
primeros Padres y se repite de nuevo siempre que sobre estos temas vuelve a recaer una acusación
extremista y radicalizada. A un nivel ideológico, la actitud eclesial, frente a todas las corrientes negativas
y rigoristas, ha sido clara y explícita.
Con esto, sin embargo, no hemos dicho todo. El equilibrio pretendido no se ha conservado siempre
en el centro, si tenemos en cuenta las consecuencias prácticas que muchas veces se han derivado de su
doctrina. Hoy está de moda echar en cara a la Iglesia su oscurantismo y hacerla responsable de todos los
conflictos, neurosis y represiones en este terreno. Sería absurdo negar su influencia negativa, pero no
convendría olvidar tampoco que la explicación última se halla en otros factores ajenos a ella.
El rigorismo de las ideologías paganas en torno al placer sexual era bien significativo, como hemos
dicho. Y hubiera resultado incomprensible, y hasta escandaloso, que el cristianismo predicara una moral
más laxa y amplia que la de los filósofos paganos. Las citas y ejemplos de los autores clásicos se utilizan
con frecuencia cuando se abordan los temas sexuales. De esta manera, el paganismo se convierte en una
fuente de autoridad para fundamentar las exigencias cristianas. El intento por evitar los peligros del sexo
le ha hecho fomentar, en la práctica, una aptitud de sospecha a veces demasiado excesiva. La historia
ofrece abundantes testimonios de esta orientación.
A pesar de que el matrimonio se ha considerado siempre como un sacramento de gracia, no ha
constituido nunca un verdadero camino de santidad. El seguimiento verdadero de Cristo sólo era posible
en la opción virginal, que se consideraba como un estado superior y más perfecto. Quedaba reservado a
los que, por una u otra causa, no podían aspirar a una perfección tan sublime. La división clásica de la
moral sexual, mantenida hasta nuestros días, resultaba ya expresiva al contraponer la castidad perfecta
de los solteros con la castidad imperfecta propia de las personas casadas, como si la cima de esta virtud
estuviera reservada exclusivamente para aquéllos.
Durante mucho tiempo la entrega sexual exigía un motivo justificante, pues la simple expresión de
amor no parecía suficiente para evitar el pecado de incontinencia. La procreación y dar el débito eran
las únicas razones para permitir el uso del matrimonio, como solía decirse. Todas las demás expresiones
que no estuvieran orientadas hacia esa meta no estaban exentas por completo de pecado. Cuando la
Iglesia permitía el matrimonio a los viejos y estériles era, según algunos autores, para que vivieran
castamente, o para evitar el adulterio del cónyuge. Las prácticas cristianas, que aconsejaban una
abstinencia sexual los días de comunión o en determinadas épocas litúrgicas y festividades, aparecían
en los libros de espiritualidad y aún quedan restos de estas ideologías en ciertos ambientes.

5. Consecuencias de un espiritualismo exagerado

Es verdad que todas estas posturas pudieron tener una explicación histórica y han sido ya superadas
en una ética cristiana actualizada, pero no conviene olvidar la mentalidad de fondo, que ha provocado
sus efectos negativos. Nos ha faltado una actitud de mayor transparencia, prudente sí, pero también sin
temores tan acentuados. Se querían evitar los peligros del sexo y para ello se levantaba una muralla de
silencio e ignorancia que evitaran el contacto con éste. El miedo se convertía, entonces, en una frontera
que impedía el paso por un terreno arriesgado aunque con frecuencia quedara disfrazado bajo la máscara
de una ética rigorista.
En un clima como éste, de nerviosismo y suspicacia, lógicamente la educación sexual tendía a
evitarse. Era necesario acudir a mentiras piadosas y fábulas para saciar la curiosidad normal sobre estos
temas, y el conocimiento se efectuaba a escondidas, en una atmósfera clandestina y chabacana, como si
la sexualidad fuese un coto cerrado, adonde había que entrar por la fuerza y de manera subrepticia.
O la educación ofrecida resultaba más bien contraproducente por una sencilla razón. La primera
norma pedagógica exige que el educador esté convencido y entusiasmado de aquello que enseña. No
basta manifestar este aprecio con la palabra. Los contenidos más auténticos y eficaces son aquellos que
transmitimos sin querer, de forma inconsciente, los que descubren nuestra verdadera actitud interior,
encerrada muchas veces bajo nuestras ideas y mensajes externos y racionalizados. Aunque se piense de
una manera se puede vivir por dentro de otra, y esta vida es la que verdaderamente comunicamos a
través de un lenguaje mucho más significativo: el de nuestras reacciones afectivas. El rubor, el miedo,
las medias palabras, el cambio de conversación, el nerviosismo, la falta de naturalidad, el pudor
excesivo... como la espontaneidad artificial, el prurito de información, la morbosidad y chabacanería...
impiden que todo lo bueno que se afirme consiga su objetivo. No creo exagerado afirmar, por ello, que
en nuestros ambientes cristianos la vivencia profunda del sexo ha sido demasiado problemática para
poder transmitir una estima y aprecio equilibrado de su valor personal. Cada uno recordará múltiples
anécdotas de su historia anterior y de la que hemos vivido hasta épocas recientes. Pero lo importante no
son los hechos en sí, curiosos y superficiales en muchas ocasiones, sino el simbolismo que todos ellos
revelan: hemos temido demasiado al sexo.
Y lo curioso es que se ha conseguido lo contrario de lo que se pretendía. En lugar de olvidarlo se
ha convertido en el centro del interés y de la preocupación cristiana. Mientras que nos manteníamos
insensibilizados a otros problemas éticos más urgentes e importantes, el esfuerzo religioso recaía de
ordinario sobre este tema, que se vivía con una dosis mayor de ansiedad, inquietud y culpabilidad.
Si aplicamos estos datos a la pedagogía practicada en muchos ambientes, comprenderemos cómo
hemos fomentado, sin querer y con buena voluntad, situaciones malsanas desde un punto de vista
psicológico. El deseo se rechaza por las presiones de una rígida educación, pero, al mismo tiempo, es
alimentado en su dinámica interna por esas barreras psíquicas de las medias palabras y del misterio, que
lo impulsa al descubrimiento de lo imaginado.
A veces se ha conseguido una reacción contraria, pero todavía más absurda y desastrosa: la de
poner entre paréntesis la sexualidad, marginarla de la vida, como si se tratase de un dato del que es
posible prescindir. El ideal cristiano se ponía en la búsqueda de un cierto angelismo que eliminara todo
lo relativo al mundo del sexo, incluidas las más mínimas reacciones o mecanismos instintivos. La
castidad ha sido siempre designada como la virtud angélica por excelencia. Esta denominación puede
entenderse de manera aceptable: la anarquía instintiva de la libido debe evolucionar hacia un estado de
integración y de armonía. Pero la expresión no deja de ser peligrosa porque, de hecho y en la práctica,
muchos la han traducido como un intento por suprimir la sexualidad en cualquiera de sus
manifestaciones. Y ya decía Pascal, a pesar de su rigorismo, que quien pretende vivir como un ángel
termina por convertirse en una bestia.
Un ideal de pureza que no tuviese presente esta dimensión caería en un irrealismo catastrófico, pues
el ser sexuado es una exigencia fundamental de la persona e implica un mundo de fuerzas, pulsiones,
deseos, tendencias y afectos que se habrán de integrar, a través de un proceso evolutivo, pero del que
nunca se puede prescindir. La castidad no es sinónimo de continencia. Ésta puede darse también en
sujetos inmaduros, sin problemas aparentes en este campo, pero cuya tranquilidad es periférica por
haberse obtenido con una fuerte represión. Las consecuencias no tardan en manifestarse por otros
caminos que, aunque parezcan no tener relación con la sexualidad, se disfrazan con otras máscaras para
no crear conflictos a la conciencia. La sicología ha sabido denunciar el auténtico significado de algunas
actitudes y comportamientos muy castos que estaban provocados por otros mecanismos inconscientes.
Como constatar la realidad instintiva del sexo, con todo lo que ella supone, rompería nuestra imagen
ideal y narcisista, lo mejor es evitar esos desengaños mediante la represión de los deseos, tendencias,
impulsos, curiosidades naturales. El individuo así se cree casto, pues no experimenta ninguna tentación,
pero sólo habrá conseguido, durante el tiempo que pueda mantenerla, una pura continencia biológica.
La castidad no trata de eliminar la pasión ni el impulso, sino que busca vivirlo de una manera adulta,
madura e integrada. Es la virtud que humaniza el mismo deseo para canalizarlo armónicamente. Y
mientras no partamos de la realidad que todos llevamos, como seres sexuados, no existe ninguna
posibilidad de progreso y maduración.

6. Las antropologías permisivas:


el nacimiento de nuevos mitos

Lo que no cabe duda es que el peligro del mundo actual no es fomentar estas antropologías rigoristas
o desencarnadas. La sexualidad -por esa expectación que suscita en su misterio, junto con el miedo que
la acompaña- aparece siempre también como algo atractivo y tentador. Hay que acercarse a ella para
lograr una plena reconciliación que evite la sospecha y el desprecio de las posturas anteriores. De una o
de otra manera se ha buscado sacralizar su existencia para vivirla sin miedo, como una realidad benéfica
o positiva. Es la función que han tenido los mitos de todos los tiempos. Si el tabú asusta y aleja, el mito
hace del sexo una realidad sagrada con la que es necesario llegar a encontrarse y vivir en perfecta
armonía.
El mito relata siempre una historia sagrada que tuvo lugar en la aurora de los tiempos. Algo que los
dioses realizaron como un acontecimiento primordial. Es un mundo de arquetipos, cuyas imitaciones
quedan reflejadas en la naturaleza y en la sociedad humana. Así, la sexualidad encuentra también un
modelo en el mundo de los dioses, donde la fecundidad, el amor y el matrimonio son funciones sagradas.
La encarnación de estas realidades se manifiesta no sólo en los fenómenos de la naturaleza, como la
siembra, sino en los gestos humanos y acciones rituales que imitan los comportamientos divinos. El ser
humano se asocia a lo sagrado con esta imitación y el hecho profano se consagra de esta manera. De ahí
el sentido religioso que se descubre incluso en las orgías y en la prostitución sagrada.
Las variaciones históricas de estas ideologías han sido también muy diversas, pero con un mismo
denominador común: defender el derecho a seguir las apetencias biológicas y naturales, a las que no se
puede renunciar sin caer en la represión; la exaltación del gozo sexual como fuente de bienestar y alegría;
la denuncia y aniquilamiento de todo obstáculo que impida la búsqueda de cualquier satisfacción; la
libertad en la utilización del propio cuerpo sin ninguna cortapisa. Frente al miedo y oscurantismo de
otras épocas, hay que recuperar la reconciliación con el sexo y el placer, que humanizan la existencia
humana. De una forma generalizada, podríamos encontrar esta mentalidad bajo dos antropologías algo
diferentes.
Las afirmaciones de los que se consideran en cabeza de este movimiento progresista son de una
claridad impresionante. Hay que liberarse de cualquier sentimiento de culpa y dar cauce a los propios
sentimientos sexuales sin necesidad de avergonzarse. La sociedad, incluso, debería ofrecer las
estructuras indispensables que favorezcan este tipo de comunicación, de acuerdo con los gustos y
apetencias de cada persona, sin que ninguna conducta llegue a condenarse como inaceptable. Sólo ha
de considerarse libre aquella sociedad en la que se acepte, sin ninguna limitación, cualquier tipo de
comportamiento.
W. Reich ha sido para muchos el símbolo de esta nueva revolución. La regulación del instinto por
la moral es algo patológico y dañino para la salud. Su primera exigencia psicológica es el rechazo de
toda norma o regla absoluta. El conflicto no se da en el fondo del psiquismo humano, como pretendía
Freud, sino entre el mundo exterior y la satisfacción de sus necesidades. La persona normal es la que no
encuentra ningún obstáculo y puede dar salida tranquilamente a estas exigencias orgiásticas, mientras
que el neurótico se siente reprimido por la familia y la sociedad. Lo único importante es liberarlo de su
esclavitud y orientarlo hacia una actividad sexual completa. Negarle a cualquier individuo el derecho a
esta satisfacción es un grave atentado contra su libertad.
Al recorrer sus páginas comprueba uno las consecuencias radicales de semejante postura. No hay
que mantener la abstinencia de ningún tipo, pues además de ser peligrosa y perjudicial para la salud, ella
misma constituye un síntoma patológico. Recomendarla a los jóvenes equivale a preparar el terreno a
una neurosis que aparecerá con posterioridad. Nadie puede reprobar el adulterio, la poligamia o la
infidelidad en el amor pues, como él mismo dice, sería tan aburrido e insoportable como alimentarse
todos los días con lo mismo. El que nunca haya mantenido una relación adúltera ni se haya permitido
otras licencias es por vivir aún amenazado por un sentimiento absurdo de culpabilidad. El amor se
convierte en un féretro cuando sobre él se quiere fundar una familia.

7. Las antropologías naturalistas

Una mentalidad parecida está presente en esta nueva orientación. Su punto de partida ahora es el
estudio del ser humano como un simple mamífero. No se acepta nada que esté fuera o por encima de la
experiencia. El interés se centra en el análisis de los componentes biológicos, los únicos que se pueden
examinar con criterios científicos, sin necesidad de recurrir a otras interpretaciones que escapan a este
único tipo de experiencia. La sexualidad humana y la de los animales están reguladas por los mismos
mecanismos automáticos, marginando los componentes afectivos y racionales que se dan en nuestra
sicología .
Todo tiene una explicación en los constitutivos genéticos y biológicos del individuo, ya que no
existe ninguna diferencia significativa en el comportamiento sexual de los diversos mamíferos.
Cualquier valoración ética no tiene cabida en este planteamiento, pues constituiría una violación de la
ciencia experimental. Así, con una pseudojustificación científica y sanitaria, se presenta una imagen de
la sexualidad despojada de contenido humano para reducirse a la descripción objetiva de los fenómenos
biológicos. Con personas que se ofrecen a este tipo de experiencias, incluso pagadas a sueldo, se analizan
los estímulos más adecuados, el tiempo de reacción orgánica, la presión sanguínea, el número de
pulsaciones en cada fase de la respuesta sexual, las condiciones que la favorecen o dificultan, las
diferencias en los mecanismos del hombre y de la mujer. La observación directa, la encuesta y la
filmación son los métodos elegidos para medir con exactitud la base fisiológica de la conducta sexual,
como condición primera e indispensable para el conocimiento de su naturaleza.
Nada hay que oponer a la información sobre estos aspectos, que resulta también necesaria y
conveniente, sino a la primacía que se les otorga como si fueran los más importantes, y al olvido de otras
dimensiones a las que no se les da mayor relieve, a pesar de que forman parte de la estructura y sicología
humana. Por otra parte, se repite con énfasis que se trata de presentar una descripción neutra de la
sexualidad para que cada uno tome después sus propias decisiones en este terreno, sin el deseo de influir
en las convicciones personales, pero ellos mismos se encargan, a partir de la antropología presentada,
de sacar sus propias conclusiones valorativas.
Cuando las exigencias fisiológicas requieren quedar satisfechas, como si se tratara de verdaderas
necesidades a las que no se debe renunciar, es lógico que los esfuerzos de una autodisciplina no sirvan
nada más que para dañar permanentemente la personalidad de un individuo; o se subraye, por citar sólo
algunos ejemplos, el carácter tonificante y enriquecedor de las relaciones extramatrimoniales para
superar el aburrimiento de una fidelidad monógama. Y es que si el ser humano es un simple mamífero,
no hay por qué regular sus demandas biológicas y naturales.

8. Los peligros de toda antropología dualista

En el fondo de todas estas antropologías apuntadas, existe un mismo punto de partida: la absoluta
separación entre el psiquismo y la corporalidad, entre el espíritu y la materia, entre lo racional y lo
biológico. La única diferencia consiste en la valoración que se otorga a cada uno de esos elementos. Lo
que para unos tiene la primacía no cuenta apenas para los otros. En cualquiera de ellas se constata un
claro y perfecto dualismo. En unas ocasiones se despreciaba todo lo corpóreo y sexual como indigno
del ser humano para fomentar un espiritualismo descarnado, y en otras, se cae en una visión puramente
biológica y materialista, con olvido de la dimensión espiritual, como si fuese un simple mono desnudo,
según el conocido libro de D. Morris.
Si la persona está constituida por dos elementos antagónicos, como el espíritu y el cuerpo, existe
el riesgo de subrayar la supremacía de uno con el correspondiente desprecio del otro. La antropología
espiritualista, como ya aparece en la filosofía estoica, pretende liberar al alma de sus cadenas corporales
que le impiden su verdadera realización. Un esfuerzo ascético para no dejarse llevar por los impulsos
de la carne, el dominio de los sentidos, la renuncia concreta al placer sexual e, incluso, al mismo
matrimonio constituyen el mejor camino para una vida auténticamente libre y racional, sin el lastre
pesado de esos elementos materiales. El ideal por excelencia consiste en conseguir la mayor
espiritualización, al margen por completo de la sexualidad que ensucia y esclaviza.
El riesgo contrario es también una realidad. Al valorar con exceso la biología, se margina con
frecuencia el otro componente humano, para dejarse llevar por las exigencias naturales. Es el cuerpo
ahora quien debe liberarse de cualquier sometimiento a los imperativos absurdos y alienantes del
espíritu. Hay que despojarse de lo trascendente y espiritual para dedicarse a la exaltación de los sentidos
y al disfrute del placer que nos ofrece la propia anatomía humana. El culto al cuerpo se convierte,
entonces, en una nueva liturgia moderna, que rechaza cualquier otra adoración en la que él no esté
presente. Es decir, para expresarnos de una manera simbólica, de un espíritu sin sexo hemos pasado a
un sexo sin espíritu. La opción entre angelismo y zoología aparece como la única alternativa posible.

9. Conclusión

Frente a esta doble postura extremista hay que buscar un camino intermedio, que aleje tanto de un
rigorismo inaceptable, como de una libertad que no tolera fronteras ni normas de comportamiento. Hay
que sustituir el miedo y el temor por la verdad del sexo. Es necesario, por tanto, superar las antiguas
barreras que impedían el conocimiento y la aceptación de esta dimensión tan humana. Y no cabe duda
de que el estudio científico de la sexualidad ha disipado muchas de estas ignorancias y purificado en
muchos aspectos la atmósfera que se respiraba. La sicología , en concreto, ha servido para destrozar
muchos idealismos ingenuos y para un encuentro con la realidad al desnudo, sin máscaras que ocultan
a veces comportamientos menos limpios. Por debajo de las apariencias, conviene rastrear las zonas más
oscuras de nuestro psiquismo para encontrarse también con la verdad que no siempre aflora a la
conciencia.
Todas las demás ciencias han aportado también datos de interés extraordinario para comprender
mejor la naturaleza del sexo y ayudarnos a deducir su riqueza de contenido y expresividad. El mundo
de los primitivos, el comportamiento de los animales, los datos sociológicos, los conocimientos actuales
de la medicina, los mecanismos de la biología, las enseñanzas de la historia, las diferentes ideologías
filosóficas constituyen diversas aportaciones, entre otras, que iluminan y enriquecen nuestra visión
actual. El que se quiera engañar o permanecer ignorante no será ya por falta de medios y posibilidades.
Podríamos decir que hemos llegado definitivamente al fin de una clandestinidad, en la que el sexo estaba
prisionero y oculto, como si fuera un peligroso delincuente, y sólo así pudiera evitarse la amenaza de su
liberación.
Este acercamiento progresivo a la verdad no será nunca un obstáculo ni una amenaza a la ética
cristiana, sino una ayuda necesaria a su mejoramiento y perfección. Pero tampoco hay que dejarse
seducir por los mitos actuales, como si la sexualidad fuera un simple fenómeno zoológico o una forma
vulgar de entretenimiento y diversión. Hoy más que nunca, la literatura de información sexual se ha
multiplicado y está al alcance de todos. No tenemos nada en contra de este conocimiento mayor que
evite las ignorancias de otros tiempos. Lo que resulta desolador es recorrer tantas páginas escritas en las
que el sexo es pura anatomía, mera función biológica.
Un mecanismo anónimo y despersonalizado, donde el psiquismo queda sustituido por la simple
zoología.
Sería lamentable que, como personas y como creyentes, no tuviéramos un mensaje que ofrecer
para evitar los extremismos de uno u otro signo. La sexualidad requiere una educación para poder vivirla
como expresión y lenguaje humano. Por ello, es imposible estar de acuerdo con las múltiples
manifestaciones deshumanizantes que se observan con tanta frecuencia, aunque la forma mejor de
iluminar el camino no sea tampoco el recuerdo impositivo y autoritario de la ley. Es necesario, ante
todo, descubrir los valores que en ella se encierran desde una visión humana y sobrenatural. Las
exigencias que de ahí dimanen orientarán la manera de realizarnos, como personas humanas y como
hijos de Dios, en esta zona de nuestra existencia. El primer paso será, pues, acercarnos al significado y
simbolismo de la sexualidad humana, como punto de partida para una fundamentación de la moral.

BIBLIOGRAFÍA
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DOMÍNGUEZ MORANO, C., Creer después de Freud, Madrid, San Pablo, 1992.
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CAPITULO 2
Valor simbólico de la sexualidad humana

1. Más allá de todo dualismo

Ya hemos insistido en que todo intento de acercarse al ser humano desde una óptica dualista se
encuentra condenado al fracaso, por el peligro de caer en cualquiera de los extremismos apuntados con
anterioridad. La persona aparece, entonces, como ángel o como bestia según la dimensión que se haya
acentuado. Cuando se elimina el sentido psicológico y trascendente de la materia, o se olvida la
condición encarnada del espíritu, no queda otra alternativa que darle un carácter demasiado animal o
excesivamente angélico. Y entre ese reduccionismo biológico y el idealismo ingenuo, se desliza el ser
humano de cada día.
Una antropología con estos presupuestos está viciada desde sus raíces para captar el sentido y la
dignidad de la materia, del cuerpo y de la sexualidad. Lo corpóreo constituye la parte sombría de la
existencia, en la que el alma se siente prisionera y condenada a vivir escondida como en su propia
tumba. O las meras exigencias biológicas prevalecen de tal manera, que lo humano ya no tiene cabida
ni merece alguna consideración.
La materia y el espíritu -aunque entendidos de formas diferentes han sido siempre considerados
como los principios constitutivos de cada persona. La mutua relación existente entre ambos, sin
embargo, no se ha explicado de una misma manera. Sin entrar ahora en el análisis de otras
interpretaciones, quisiéramos insistir en la que nos parece más conveniente y eficaz. Desde la intuición
clásica de santo Tomás sobre el alma como forma del cuerpo, hasta las más modernas reflexiones con
sus variados matices, se insiste en una tonalidad de fondo común, que se caracteriza por su oposición a
toda clase de dualismo.
Si hay algo que especifica al ser humano es su unidad misteriosa y profunda. Es una totalidad que
no está compuesta por dos principios, como si se tratara de una simple combinación química de
elementos para dar una nueva reacción. La teoría hilemórfica -composición de materia y forma- ha
podido inducir en ocasiones a una excesiva separación, sobre todo cuando en el pensamiento cristiano
se traducía bajo los nombres de cuerpo y alma. Ésta, como sustancia espiritual, era inmortal e
incorruptible, a pesar de su vinculación con la materia, destinada a desaparecer. El dualismo aparecía
de nuevo con todas sus lamentables consecuencias. El espíritu humano tendría, entonces, un cuerpo en
el que se injerta y permanece como algo distinto de la simple materia. Sería como un ángel venido a
menos, como una libertad encadenada, como una luz sumergida en la opacidad. El dualismo griego tuvo,
sin duda, una fuerte influencia para acentuar la oposición entre la carne y el espíritu, que fomentó el
rigorismo ascético y un desprecio del cuerpo.

2. La unidad misteriosa y profunda del ser humano

Sin embargo, la clásica teoría hilemórfica da pie para una visión mucho más unitaria y profunda
de lo que aparece en estas expresiones de tipo platónico, que resultaban populares por su esquematismo
y sencillez. La forma que configura a una estatua de mármol no es una realidad distinta a la materia con
la que está construida. Nunca podría existir si no es bajo una figura determinada, aunque fuera en su
estadio más primitivo e informe. Ella es la que hace posible su conocimiento y diferenciación. Algo
análogo acontece en las estructuras humanas. Hablar del alma como forma del cuerpo es decir de otra
manera que nuestra corporalidad es algo singular y diferente a cualquier otra materia animada. Todo
humanismo que no haga de la persona una simple realidad biológica, tendrá que admitir ese plus, aunque
se le designe con términos diferentes, que la convierte en una realidad superior y cualitativamente
distinta. Una forma de existir que se caracteriza por la profunda unidad entra las dos dimensiones de su
ser.
La experiencia personal nos lleva al convencimiento inmediato de que el sujeto de todas las
operaciones espirituales y corporales es la persona humana. El mismo que piensa, ama, comprende y
desea es el que siente el dolor y el hambre, contempla el paisaje o escucha la música. No existen
principios diferentes para cada una de nuestras actividades. Lo que llamamos cuerpo y alma no son,
pues, dos realidades distintas que se dan en nuestro ser, ni dos estratos o niveles que pudieran limitarse
en su interior. Tenemos una dimensión que nos eleva por encima de la materia inorgánica, de las plantas
y de los animales, pero esa fuerza trascendente, que muchas veces designamos como alma, no tiene nada
que ver con el mundo de los espíritus puros. El nuestro, a diferencia del angélico, se encuentra todo él
transido por la corporalidad. No es como el conductor de un automóvil, el jinete que domina al caballo
o el marino que conduce la embarcación, sino como la forma, según hemos dicho, que configura una
imagen: no puede existir sin una íntima fusión con la materia. Su tarea consiste en integrar los múltiples
elementos de ésta y darles una permanencia, en medio de los cambios y evoluciones que experimente,
aunque ella pueda tener una subsistencia posterior de la que nos habla la revelación.
Tal vez el nombre de alma resulta insostenible para algunos, pero el lenguaje que otras muchas
concepciones modernas utilizan en la explicación del ser viviente -principio vital, entelequia, idea
directriz o inmanente y, sobre todo, el término "estructura" empleado por los mismos mecanicistas-
apunta a esta misma finalidad.
Por ello, no es exacta la afirmación de que el ser humano tiene un cuerpo. La categoría del tener
no es aplicable en este ámbito de la corporalidad. Habría más bien que decir que el hombre y la mujer
son seres corpóreos, espíritus encarnados que actúan y se manifiestan en todas sus expresiones
somáticas. La única posibilidad de revelarse, de entrar en comunión con los demás, de expresar su propia
palabra, tiene que efectuarse mediante un gesto corporal. Hasta las realizaciones más sublimes del
pensamiento están marcadas por este sello, sin poder nunca renunciar a esta fusión con la materia. Sólo
es capaz de actuar cuando está comprometido el cuerpo y encuentra en él su apoyo y expresividad.
Lo que vulgarmente designamos como cuerpo humano no es uno de los elementos, sino el resultado
de esa misteriosa unión, donde el alma ya se encuentra incluida. Su ausencia haría de esa realidad un
simple cadáver, un montón de materia disgregada. No existe, pues, dualidad entre el alma y el cuerpo,
ya que al adjetivarlos como humanos estamos diciendo que se trata de un alma encarnada o de un cuerpo
animado, que es exactamente lo mismo. En esta antropología, vivir corporalmente no constituye para el
alma una especie de castigo, rebajamiento o humillación, sino la plenitud de todas sus posibilidades. Al
ser un espíritu carnal, necesita constantemente de la materia para realizar cualquiera de sus funciones.

3. Simbolismo y expresividad del cuerpo

Por esto la totalidad del cuerpo humano se nos manifiesta también, por otra parte, como una realidad
radicalmente distinta de cualquier otro fenómeno viviente. Nuestras estructuras corpóreas tienen una
cierta analogía cuando las comparamos con las del mundo animal, por ejemplo. Muchos mecanismos y
reacciones poseen un parecido orgánico con las que observamos en otros animales e incluso en los seres
animados. Desde este punto de vista, pueden ser objeto de estudio para el zoólogo, el físico, el cirujano
o el investigador, que se quedan en el análisis de tales peculiaridades externas. Esta dimensión orgánica,
sin embargo, no agota el significado de la corporalidad cuando la adjetivamos como humana. El cuerpo
no es un simple elemento de la persona. Es el mismo ser humano quien se revela y comunica a través
de esas estructuras. De ahí que su expresividad más profunda no logre descubrirse, si leemos sólo el
mensaje de su anatomía o de las leyes biológicas que lo determinan.
Un médico podrá indicar la terapia más adecuada para una infección ocular o el método más
conveniente para una fractura en la mano, pues cuando observa el ojo o el brazo del paciente no tiene
otro objetivo que la curación de tales órganos para que puedan cumplir con una determinada función: la
de ver lo mejor posible y poder utilizarla sin otras limitaciones. Los conocimientos necesarios e
imprescindibles en el cumplimiento de su misión los habrá aprendido en las clases, libros, hospitales y
laboratorios. Pero un estudiante que conozca sólo la anatomía de estos órganos no podrá comprender
sin más su auténtico significado hasta que no se enfrente con unos ojos llenos de ternura o sienta el
cariño de una caricia. Y es que la mirada y la mano humana no sirven sólo para ver o tocar. Son acciones
simbólicas que nos llevan al conocimiento de una dimensión más profunda o sirven para hacerla presente
y manifestarla: el cariño que estaba oculto por dentro, en el fondo del corazón.
El cuerpo queda de esta manera elevado a una categoría humana, henchido de un simbolismo
impresionante, pues hace efectiva una relación personal, sostiene y condiciona la posibilidad de todo
encuentro y comunicación. Cualquier expresión corporal aparece de repente iluminada cuando se hace
lenguaje y palabra para la revelación de aquel mensaje que se quiere comunicar. Es la ventana por donde
el espíritu se asoma hacia fuera, el sendero que utiliza cuando desea acercarse hasta las puertas de
cualquier otro ser, la palabra que posibilita un encuentro. Su tarea no consiste principalmente en realizar
unas funciones biológicas, indispensables sin duda para la propia existencia, sino en servir, sobre todo,
para cumplir con esta otra tarea: la de ser epifanía de nuestro interior personal, palabra y lenguaje que
posibilita la comunión con los otros.
Por eso la presencia silenciosa de dos cuerpos-almas humanas puede convertirse sin más en un
diálogo significativo y con la simple mirada puede darse, a veces, una comunicación mucho más
profunda que con la misma conversación. Como un verdadero sacramento, simboliza y hace presente lo
que de otra forma no se podría conocer, ni llegaría a existir. Su miseria, como su grandeza y dignidad,
no radica en las limitaciones o en las complejidades maravillosas de sus mecanismos, sino en la calidad
o bajeza del mensaje que se quiera transmitir. Es la voz que resuena para despertar un diálogo y crear
compañía o para descubrir el desprecio y odio que se experimenta. Por el momento no necesitamos más.
Sólo hemos querido subrayar esta dimensión comunicativa para caer en la cuenta, desde el principio, de
que lo corporal tiene un sentido transcendente, de apertura y revelación, más allá de un enfoque
simplemente biológico. El cuerpo humano es algo más que un conjunto anatómico de células vivientes.

4. Hombre y mujer:
dos estilos de vida diferentes
Ahora bien, esta corporalidad aparece bajo una doble manifestación en el ser humano. El hombre y
la mujer constituyen las dos únicas maneras de vivir en el cuerpo, cada uno con su estilo peculiar y con
unas características básicas diferentes. Estas diferencias sexuales no radican tampoco exclusivamente
en una determinada anatomía. Sus raíces primeras tienen un fundamento biológico en la diversidad de
los cromosomas sexuales, que influyen en la formación de la glándula genital (sexo gonádico),
encargada de producir las hormonas correspondientes para la formación de los caracteres secundarios
de cada sexo. Pero por encima de ella encontramos también una tonalidad especial, que reviste a cada
uno con una nota específica. El espíritu se encarna en un cuerpo, que necesariamente tiene que ser
masculino o femenino y, por esa permeabilidad absoluta de la que antes hablábamos, la totalidad entera
de la persona, desde sus estratos genéticos hasta las expresiones más anímicas, se siente transido por
una singular peculiaridad.
La sexualidad adquiere así un contenido mucho más extenso que en épocas anteriores, donde
quedaba reducida al ámbito de lo exclusivamente genital. Ella designa las características que determinan
y condicionan nuestra forma de ser masculina o femenina. Es una exigencia enraizada en lo más
profundo de la persona humana. Sólo podemos vivir como hombres o como mujeres. Y el diálogo que
surge de la relación entre ambos no tiene, ni puede tener, el mismo significado que el mantenido con las
personas de idéntico sexo. En el primer caso, existe una llamada recíproca, que no se da en el otro, como
consecuencia de la bisexualidad humana en todos los niveles. En este sentido, el simple hecho de nuestra
existencia nos hace diferentes y complementarios hasta convertir cualquier comunicación en un
encuentro sexuado.
Negar esto supondría un error pedagógico lamentable, ya que nadie puede prescindir de esta
dimensión. La meta educativa se centra en que el niño llegue a vivir con plenitud su destino de hombre
o mujer, en el que se enmarcan todos los demás componentes psicológicos, afectivos y espirituales de
la persona, que especifican y diferencian el género de cada ser.
La genitalidad, por el contrario, hace referencia a la base biológica y reproductora del sexo y al
ejercicio, por tanto, de los órganos adecuados para esta finalidad. A su esfera pertenecen todas aquellas
actividades que mantienen una vinculación más o menos cercana con la función sexual en su sentido
estricto. Será siempre una forma concreta de vivir la relación sexual, pero no la única ni tampoco la más
frecuente y necesaria. Estas dos dimensiones de la misma persona se hallan a veces vinculadas, aunque
en otros muchos momentos no tenga por qué darse esa identificación.
Que hombre y mujer mantengan una relación psíquica, complementaria y enriquecedora, no supone
introducir ahora ningún otro elemento que haga referencia a la genitalidad. Es más, un síntoma de
armonía e integración radica en el hecho de que, aunque esta comunicación sea atractiva, gratificante y
enriquecedora, no despierta de inmediato otras resonancias, ni se busca con ella intimidades que
pertenecen a la otra esfera.
5. La nostalgia de un encuentro:
entre la naturaleza y la cultura

A lo largo de todos los tiempos, se ha constatado la llamada recíproca y mutua entre estas dos
formas de existir y comportarse. Hombre y mujer se sienten invitados a un diálogo humano, como si
buscasen una complementación ulterior que sólo puede alcanzar el uno frente al otro. La explicación de
este hecho la encontramos ya en el mito conocido de la media naranja, tal y como Platón lo descubre en
El banquete. Cuando Júpiter, temeroso del poder que iba adquiriendo el ser humano, quiere debilitarlo
en su fortaleza casi divina, lo parte por la mitad para destrozar su fuerza. Desde entonces cada una
camina con la ilusión de un nuevo encuentro, en busca de aquella unidad primera y con la ilusión de
recuperar la superioridad perdida. La descripción es significativa para interpretar una vivencia común.
La mujer sólo puede descubrirse como tal ante la mirada complementaria del hombre, y el hombre sólo
llega también a conocerse cuando se sitúa delante de la mujer. Por ello permanece oculta la nostalgia de
una mayor sintonía, que se despierta y explícita en ese deseo mutuo por el que se sienten atraídos. Negar
esta llamada sería una nueva forma de represión o ingenuidad.
Es cierto que esta polarización de los sexos ha sido elaborada, en gran parte, por la cultura
dominante y nadie podrá negar tampoco que semejante cultura contenía un marcado carácter machista.
Esto significa, sin duda, que la imagen del eterno femenino no responde en muchos puntos a ningún
dato objetivo y realista, sino a otros intereses ocultos del hombre como dominador. Los datos de la
naturaleza han sido analizados desde ópticas interesadas, en las que la mujer ha representado, con mucha
frecuencia, un papel inferior, negativo y subordinado. Hasta los mismos presupuestos científicos, que
han permanecido vigentes durante mucho tiempo, la consideraban como un ser imperfecto, que se ha
quedado a medio camino, sin alcanzar el grado pleno de evolución y desarrollo propio del hombre. Por
eso, las críticas de muchos contra estas falsificaciones han estado, sin duda, fundamentadas, aunque
ahora no entremos en el estudio de esta problemática.
Superar los prejuicios colectivos inconscientes y las imágenes estereotipadas que persisten sobre el
tema no es trabajo a corto plazo. Tanto en la sociedad civil como en la eclesiástica se requieren nuevas
convicciones y actitudes, que impulsen a una mentalidad práctica de signo diferente. A pesar de las
declaraciones y denuncias teóricas, queda aún mucho camino que recorrer para que las ideas se
traduzcan también a la vida concreta. Decir que existe reciprocidad y complemento no significa, pues,
que los contornos de la masculinidad y feminidad estén dibujados con exactitud y justicia.
Que la antropología anterior haya absolutizado la visión masculina con evidentes exageraciones
no supone, sin embargo, que todos los intentos por precisar esas características hayan sido una pura
ilusión. Aunque no sea posible trazar una frontera definida entre los datos culturales y los ofrecidos por
la naturaleza, la alteridad y peculiaridades del hombre y de la mujer son de alguna manera irreductibles.
A las diferencias biológicas y corporales corresponden otras anímicas, aunque el medio ambiente y la
presión social acentúen, eliminen o impongan ciertos patrones de conducta. Es más, me atrevería a decir
que lo más importante no es descubrir los diversos tipos de factores que la han determinado, sino
constatar el valor y la función que encierran. En todas las culturas ha existido siempre una división de
tareas entre ambos sexos, aunque se haya repartido de forma diferente. Ser hombre y ser mujer no son
accidentes del ser humano, sino que pertenecen inseparablemente a su esencia. Por eso los psicólogos
insisten en la necesidad de esta polarización, aun en la hipótesis de que la tipología de cada uno surgiera
exclusivamente de unos condicionamientos culturales. Si no tuviese ninguna otra explicación, habría
que aceptarla de todas formas como un fenómeno de enorme valor positivo. No es preciso eliminar su
existencia, sino la desigualdad, la alienación y el machismo que tantas veces le ha acompañado.

6. La metáfora del cuerpo:


el diálogo entre hombre y mujer

Lo que ahora nos interesa, al margen de todas las discusiones que puedan darse, es descubrir el
sentido humano de esta alteridad. Si el cuerpo es la gran metáfora del hombre, sería absurdo quedarse
en la pura literalidad de esa palabra, sin llegar a comprender la riqueza de su lenguaje simbólico. Cuando
el eros se despierta, incluso dentro de una tendencia homófila, provoca una irradiación psíquica
agradable, que orienta hacia el punto de atracción. Los elementos constitutivos de ese impulso encierran
una dinámica de cercanía y encuentro, pero aquí tampoco es lícita una postura superficial frente a este
fenómeno.
El símbolo, como el icono, alcanzan su grandeza no por lo que ellos son, sino por el mensaje que
encierran, por su función mediadora que abre a otra dimensión oculta y trascendente. Aunque se admire
la belleza de una expresión o de una figura, su valor más auténtico radica en el contenido que nos
manifiesta. El que se pone de rodillas delante de una madera pintada, por mucha hermosura que encierre,
no es para convertirla en un ídolo, sino para abrirse a la experiencia sagrada que nos ofrece, para entrar
en contacto con una realidad hacia la que nos acerca a través de su mediación.
También el cuerpo, como hemos dicho, es lenguaje, epifanía, comunicación, el único sendero por
el que podemos acercarnos a la otra persona y el único camino por el que ella puede responder a mi
llamada. En este carácter mediático se encierra toda su riqueza. No es una simple realidad biológica,
una mera fuente de placer, una imagen que admira y seduce, sino un símbolo que descubre al ser que lo
habita y dignifica. El riesgo que existe es el de quedar seducidos por el encanto y la atracción que
también nos brinda, sin llegar hasta el interior de la persona que con él se nos comunica y manifiesta.
La seducción del sexo no es para permanecer en su epidermis gustosa, sino para entrar en diálogo con
otra persona. Cuando la atención se centra en lo simplemente biológico supone romper por completo su
simbolismo, como el idólatra que convierte en dios a un pedazo de madera.
Son muchas las formas de convertir la tensión recíproca en una búsqueda interesada, con una dosis
profunda de egoísmo, donde el lenguaje pierde todo su contenido humano y enriquecedor. El diálogo se
convierte en una palabra inexpresiva y hasta grosera, porque no hay nada profundo que comunicar.
Cualquier acercamiento se produce por una simple necesidad. Tanto el cuerpo como la presencia del
otro vienen a llenar un vacío. Se anhela y enaltece, porque gratifica, complementa, gusta o entretiene.
Todo menos caer en la cuenta de que lo humano de esta relación exige un mensaje interpersonal. El otro
permanece ignorado para utilizar solamente lo más secundario de su ser.
Cuando el encuentro sexual, en este sentido amplio del que ahora hablamos, se reduce a la superficie,
permanece cautivo de las manifestaciones más externas y secundarias o no termina, más allá de las
apariencias, en el interior de la otra persona, la sexualidad humana ha muerto. Hemos matado lo único
que la vivifica y se ha postergado a un nivel radicalmente distinto e inferior. En la novela La condición
humana, A. Mairaux pone en boca de una chica, cuando sufría la amenaza de la violación, una frase que
nunca debería olvidarse en este campo: "Yo soy también el cuerpo que tú quieres que sea solamente".
Y ya dijimos que, cuando del cuerpo se elimina el espíritu, sólo resta un pedazo de carne.
Todavía existe un paso ulterior, en el que el hombre y la mujer alcanzan una comunión más honda
y vinculante, a través de la genitalidad. El impulso sexual lleva, en ocasiones, hasta el abrazo de los
cuerpos como la meta final de todo un proceso evolutivo. ¿Qué significado reviste este gesto corporal?
¿Cuál es el simbolismo y la finalidad que manifiesta?

7. La dimensión genital

La conducta instintiva es una forma de comportamiento innata, sin necesidad de ningún aprendizaje,
que aparece como la respuesta del organismo ante un estímulo específico. El gesto de mamar por parte
del niño desde su nacimiento o el picoteo del ave al salir del cascarón son ya una reacción de ese tipo.
Los mecanismos del impulso genital tienen una estructura biológica bastante parecida a la de cualquier
otro instinto, y los múltiples elementos que entran en juego para ponerlos en movimiento son semejantes
en casi todas las especies. Todos ellos poseen una teleología hacia el apareamiento en los animales y la
entrega corporal en el ser humano.
Hablar, sin embargo, de la pulsión sexual como si se tratara de un fenómeno idéntico al instinto de
los animales, sería un lamentable error, pues la orientación y sentido de la sexualidad animal no pueden
identificarse con la humana, aunque existan ciertos elementos comunes. Si queremos descubrir su valor
específico, hay que partir de la radical diferencia entre el comportamiento de la persona y las reacciones
que se observan en otros niveles inferiores de la vida.
Al observar la conducta sexual del animal, se constata de inmediato su evidente finalidad
procreadora. El mecanismo interno de los ciclos del estro depende de las diferentes hormonas que lo
despiertan y estimulan, pero sólo tiene lugar en aquellos momentos en que la fecundación se hace
posible. El hecho indica un marcado carácter fecundo. La concepción constituye siempre el término
final del apareamiento, ya que la sexualidad no parece tener otra meta, al menos a primera vista, y queda
perfectamente regulada por la fisiología de su ciclo. Cuando la parada no se efectúa durante el tiempo
de la ovulación, existen mecanismos accesorios para la guarda y retención del esperma, a fin de obtener
con posterioridad el único objetivo: la reproducción y subsistencia de la especie.
La misma limitación de la prole se realiza de una forma natural y espontánea, en función de otras
circunstancias que la etología moderna ha podido conocer y examinar con mayor precisión. Cuando las
crías, por ejemplo, resultan inaceptables por la densidad excesiva del espacio vital, el impulso genésico
se apaga e imposibilita nuevos nacimientos. La demografía queda así regulada por un descenso del
instinto sexual. En este sentido puede decirse que el sexo, en el mundo de los animales, encierra una
teleología armoniosa para conseguir su destino procreador.

8. El destino procreador:
un horizonte incompleto

A medida que se avanza hacia los primates, se comienza a constatar un uso del sexo, que excede a
las necesidades de la reproducción. Este fenómeno alcanza en el hombre una evidencia completa. Existe
una desarmonía profunda entre la búsqueda de la procreación y el deseo que invita y estimula al
encuentro de la pareja. Cuando la fecundidad no es posible -períodos agenésicos normales, época de
embarazo, lactancia o menopausia-, la llamada sexual puede levantar su voz. Aquí se da, en
contraposición a lo observado en los animales, una escasa fertilidad, pero unida a una atracción genésica
permanente. El hombre busca la entrega corporal fuera de los tiempos fecundos y el índice de su
dimensión procreadora se revela, por el contrario, muy pequeño en relación con el ejercicio de su
sexualidad. Ésta aparece como un lujo inútil y exuberante, como una abundancia superflua, si su destino
exclusivo fuera la función reproductora. ¿Cuál es, entonces, el sentido pleno que encierra?
Es cierto que el estudio y análisis de todo su complejo maravilloso, desde cualquier perspectiva que
se examine, nos confirman su ineludible orientación hacia la fecundidad. Excluir que el hijo está
completamente dentro de su horizonte sería cerrar los ojos a una realidad que se impone por sí misma.
Todo el proceso gonádico, hormonal, anatómico y psicológico, en sus diferentes etapas y reacciones,
está programado para que esta finalidad pueda alcanzarse, y en sus mismas estructuras biológicas
aparece escrito con evidencia este mensaje, que no se debe ocultar o reducir al silencio. La respuesta
sexual humana está tejida por una serie de mecanismos fisiológicos que preparan a la pareja para que
cumpla con su función procreadora.
El ser humano, cuando se deja conducir por los datos que detecta en su naturaleza, llega sin
dificultades a esta conclusión. De la misma manera que el ojo es un órgano que sirve para ver o el oído
posibilita la captación de sonidos, la sexualidad tiene como destino y tarea la procreación. En todas las
épocas y culturas, aun cuando los otros aspectos se mantuvieran más en el olvido, este otro permanecía
firme e inalterable. El hijo aparecía siempre como una consecuencia posible de todo el proceso. Decir,
sin embargo, que posee esa orientación no significa que haya de realizarse en cada gesto, lo mismo que
se puede dejar de ver o escuchar aquello que no interesa, aunque cada sentido esté destinado para cumplir
con una determinada función.
Pero de igual modo que no podemos negar esta dimensión, tampoco es lícito limitarse a ella, como
si agotara por completo todo su significado. Habría que insistir de nuevo en el simbolismo de la
corporalidad como lenguaje de una comunicación más humana y personalista. Una reducción de este
tipo imposibilitaría comprender el auténtico valor de la sexualidad, de la misma manera que las
expresiones de un rostro no sirven sólo para distinguir en un fichero a los diferentes individuos. Es más,
si aquélla tuviera una función exclusivamente fecunda, hubiera sido mucho más perfecta una libido
regulada de forma idéntica a como se vive en el mundo de los animales. El deseo sexual se manifestaría
exclusivamente vinculado con los mecanismos de la reproducción, y cuando ésta no fuera posible
permanecería en un estado de tranquilidad y reposo absoluto. Para algunos, incluso, aquí estaría el ideal
hacia el que tender, ya que no encuentran otra dimensión al ejercicio del sexo. Los animales vendrían a
convertirse así en unos modelos típicos y ejemplares de la conducta humana. Sin negar la radical
diferencia, a la que ya hemos hecho alusión, existen otros aspectos que la etología ha puesto de relieve
y que, en cierto sentido, serían aplicables a la especie humana.
9. Dimensiones psicológicas en la conducta de los animales

Los estudios pacientes y minuciosos sobre su comportamiento sexual nos llevan a la conclusión de
que los animales no son tan animales como nosotros creemos. Su conducta parece transida por otra serie
de tendencias y reacciones, que superan con mucho la mera instintividad. Cualquier amante y conocedor
de sus costumbres y proceder hallará un amplio anecdotario, para cuya explicación tendría que acudir
al lenguaje humano del psiquismo. Actúan y se comportan con unas manifestaciones muy parecidas a
las humanas, como si el miedo, la soledad, el cariño, la fidelidad, el agradecimiento, la compañía, el
éxito, la tristeza, el bien del otro... tuviesen profundas resonancias en su psiquismo. Los mismos
mensajes afectivos que reciben estimulan o dificultan sus reacciones, como si los sentimientos tuvieran
también resonancia en su interior. Y es que la sorpresa resulta tan mayúscula, que nos inclinaríamos a
negar su verosimilitud si no fuese porque tales hechos han sido observados y analizados con toda clase
de garantías científicas.
En el campo de su sexualidad estas influencias psíquicas juegan un papel relevante. Hoy se conoce
con bastante precisión la riqueza de contenido oculta en los ritos pre-copulatorios, que no sólo tienen un
efecto evocador, como estímulo para el apareamiento -tal y como antes se creía-, sino que presentan un
carácter marcadamente simbólico. Entre gran número de pájaros, sobre todo marinos, se requiere la
entrega y aceptación de una ofrenda nupcial -la pesca de un pez-, imprescindible para realizar la cópula.
No parece que los animales vivan en un estado de promiscuidad sin que, al poco tiempo, surja la
formación de parejas, dentro de una jerarquía perfectamente organizada, donde la fidelidad, muchas
veces, tiene una importancia extraordinaria. Las consecuencias del adulterio han conducido a estados
depresivos y de abatimiento, de los que sólo llegan a recuperarse con la vuelta del ser querido, cuando
de nuevo es posible la entrega sexual. Todo acontece como si en su psiquismo animal se diera la misma
riqueza afectiva que en el humano.
La comparación tal vez parezca excesiva, pero sabiendo que no se trata de fábulas piadosas o
historias edificantes, habría que aceptar la importancia de los factores psíquicos por encima de los
puramente biológicos u hormonales. Ni siquiera en el reino animal los mecanismos sexuales tienen su
explicación definitiva en estos últimos. Lo que resultaba demasiado insignificante y anodino, como si
se tratara de una perfecta máquina sincronizada, se hace mucho más variado y flexible. El ritmo del
instinto puede quedar roto por la presencia de otros elementos que impiden su programación o la llenan
de un contenido diferente. ¿No se podría decir que los animales tienen también su pequeño corazón? Y
es que al no tener otro lenguaje para expresar ese mundo, tenemos que designarlo con las mismas
palabras que explican la conducta personal.

10. Riqueza afectiva de la sexualidad humana

Estas influencias psicológicas adquieren ya en el ser humano un relieve extraordinario. Bastaría


recordar los múltiples conflictos sexuales de toda índole, que no tienen ninguna patología orgánica. El
sexo encierra una resonancia de exquisita sensibilidad para recoger los sentimientos más profundos,
incluso aquellos que escapan a nuestro control o son reprimidos al inconsciente. La armonía o el
desajuste sexual no es problema de química. Sus raíces penetran por todos los rincones del psiquismo,
favoreciendo u obstaculizando una plena comunión. Y es que el encuentro sexual, para vivirlo en un
clima humano, requiere unos presupuestos afectivos como condición indispensable.
Para la ofrenda del cuerpo hay que superar una serie de barreras inhibitorias, que impiden la
satisfacción inmediata del deseo. La etimología de sexo hace referencia a corte, separación, ruptura,
lejanía, como si el hombre y la mujer fueran las orillas paralelas de un gran río que requiere un puente
para pasar de un lado al otro. El intervalo entre la ilusión de un encuentro y su realización no se realiza
de inmediato. La estimulación erótica tiene siempre en sus comienzos una valencia agresiva, una dosis
de hostilidad y expectación. Cualquier individuo que se acerca a ciertas zonas de nuestra intimidad se
experimenta de inmediato como un huésped o extranjero. Para que sea un encuentro humano ha de darse
antes un previo conocimiento, que lo descubra como un ser benéfico, amigo y compañero del que uno
se puede fiar sin temores. El miedo a una sorpresa molesta, al engaño, a la violación psicológica, impide
una mayor sintonía y comunicabilidad.
En el mismo matrimonio se hace frecuente una experiencia parecida. Cuando por algún
acontecimiento, aunque sea insignificante, se ha creado un cierta lejanía afectiva, no es posible la entrega
total y sincera, si una palabra o gesto de cariño y reconciliación no cicatriza antes las pequeñas heridas.
Y es que, para que el cuerpo hable y se comunique, la palabra tiene que nacer del corazón.
De esta manera la sexualidad manifiesta también una dimensión unitiva. Así se comprende muy
bien que el exceso y abundancia con que se presenta en la familia humana no puede ser otra que ésta:
además de para procrear y mantener la especie, que sólo llega a realizarse en muy contadas ocasiones,
su misión radica en ser un vínculo de cercanía y amor personal. La entrega corporal es la fiesta del amor,
la palabra repetida de dos personas que se han ofrecido el corazón como un regalo mutuo y significativo.
Por eso el Vaticano II proclamó que el cariño conyugal "se expresa y perfecciona singularmente por la
misma actuación del matrimonio, de ahí que los actos en que los cónyuges se unen entre sí íntima y
castamente sean honestos y dignos, y cuando se ejercitan de un modo auténticamente humano significan
y fomentan la mutua donación con la que uno al otro se enriquecen con agradecimiento y alegría".
Sólo así, cuando la actividad sexual se halla transida por el amor, deja de ser una función biológica
para integrarse de lleno en una atmósfera humana, sin la cual es imposible comprender su verdadero
simbolismo. La posibilidad permanente de ejercitarla en circunstancias donde la procreación queda
excluida por la naturaleza es un ofrecimiento a la inteligencia y libertad de la persona para que descubra
este nuevo sentido.

11. Cariño y fecundidad:


relaciones mutuas

La unidad de esta doble corriente unitiva y procreadora es un dato que se descubre latente en la
experiencia de la conyugalidad. El amor, por una parte, no es algo que se injerta desde fuera para cumplir
con la tarea procreadora, sino una exigencia intrínseca de esta función. Está comprobado que la unión
entre las parejas de los animales es tanto más duradera cuanto más necesaria resulta para la supervivencia
de la especie. Los zoólogos han constatado, en sus estudios sobre los primates, una serie de
peculiaridades que se hallan en estrecha correlación. A medida que aumenta la actividad sexual suele
darse un decrecimiento en el número de hijos, unos períodos más largos de gestación, mayor
dependencia de las crías, y una solicitud materna más pronunciada. Todo parece ordenado a reforzar lo
que llamaríamos la vida de familia.
Ahora bien, el hombre es el mamífero que nace en un estado mayor de indigencia, va a necesitar
por más tiempo del apoyo de sus padres y requiere un clima de amor, como condición indispensable
para su desarrollo y madurez. La procreación humana no es un puro fenómeno reproductivo que termina
con el alumbramiento, sino que supone un largo período de tiempo y unos factores psicológicos y
ambientales que condicionan su evolución posterior. Cualquier psicólogo podría señalar las múltiples
heridas que se dan en este proceso por falta de acogida, seguridad, cariño y protección. El hijo, como
persona, es fruto del amor tanto como de la biología paterna. Es impresionante ver cómo estas carencias
primeras repercuten más adelante, de forma diferente, en la personalidad de cada individuo.
La acentuación de estas características en la especie humana explicaría, además, otros fenómenos
más específicamente suyos, como la menopausia -no podría procrear hasta el final de la vida sin negar
la posterior ayuda a su prole- y la tendencia monogámica para fortalecer la unión amorosa en el hogar.
Y por otra parte, cuando el amor se intensifica hasta una altura conyugal, la nostalgia latente de un
hijo, con esa persona a la que así se quiere, aflora de una manera espontánea. A veces dará miedo
explicitar ese deseo, porque supondría una infidelidad con el propio cónyuge o una entrega que no debe
admitirse por otras razones, pero esta ilusión tímida y secreta anida silenciosa en el corazón. El hijo, por
tanto, aparece siempre en el horizonte psicológico de dos personas como la encarnación y
prolongamiento del amor que se profesan.
La misma sicología insiste en la necesidad de ambas dimensiones, como un requisito para la
maduración de la sexualidad. A medida que se aleja de su etapa infantil -en donde la separación es
radical-, el desarrollo progresivo de la madurez estimula a que la libido y el afecto se vayan unificando
en un mismo objetivo, de tal manera que se ame a la persona que se desea y se desee también a la persona
que se ama. Es posible encontrar, incluso dentro del matrimonio, personas que quieren de verdad a su
cónyuge, pero que necesitan encontrarse con otra para satisfacer las carencias de otra índole. El impulso
sexual que busca sólo la gratificación solitaria, que se orienta hacia la otra persona, sea cual fuese su
sexo, pero de forma confusa e indeterminada, o que se entrega a una concreta, aunque sin firmeza ni
estabilidad, se encuentra todavía en las etapas introductorias de una fase, que aún no alcanzó la meta
final.

11. La opción por el amor

Creo que aquí se plantea el núcleo fundamental de toda la problemática reciente. Suele decirse que
el rasgo más típico de la sexualidad moderna es haber superado su destino primario y casi exclusivo a
la procreación. Todas las encuestas manifiestan esta ruptura entre sexo y fecundidad, y estos hechos se
aceptan como un postulado común, que no se discute hoy en la mayoría de los ambientes. Más aun,
habría que plantearse la pregunta de por qué vinculamos el sexo con el amor y no se acepta disfrutarlo
simplemente como una experiencia placentera que, como otras muchas, no requieren ningún
compromiso afectivo. En la cultura actual, esta imagen es la que prevalece por encima de cualquier otra,
como una conquista que ha supuesto mucho tiempo y esfuerzos contra la ideología de épocas pasadas.
En el fondo, se trata de analizar qué opción parece más razonable, pues no existe otra alternativa que la
de vivirlo como palabra amorosa o como gesto anodino y gratificante.
No parece que exista un argumento definitivo que imponga la visión, que hemos ido presentando,
como la única válida y aceptable. Muchos se acercan a la sexualidad desde otros puntos de vista para
encontrar en ella un desahogo fisiológico, un escape de la tensión nerviosa, una forma de
entretenimiento, una gratificación personal, o una droga que estimula y eleva el tono. Su función es
fundamentalmente interesada y utilitarista, como un hecho que reporta beneficios y gratificaciones. Si
el sexo ha dejado ya de estar vinculado con la procreación, se requiere ahora un nuevo avance: hay que
dejarlo también desligado del amor. Su lenguaje es más prosaico y realista de lo que hemos señalado y,
desde luego, resulta incomprensible para una mayoría que no quiere descubrir su significación más
humana, como si fuese algo que no radica en su propia naturaleza. El placer que provoca y que, incluso,
se comparte no tiene por qué tener un contenido afectivo y amoroso.
No conviene olvidar, sin embargo, como algún autor ha señalado con fuerza, que la supuesta
revolución sexual, capaz de romper con todos los tabúes y miedos, como si se tratara de una verdadera
conquista y progreso, ha provocado una regresión hacia etapas anteriores, fomentando una banalización
del sexo. Lo más característico de la sexualidad infantil es el vacío y ausencia de todo componente
humano. Se vive como una respuesta a una urgencia biológica en la que la otra persona -si existe en la
realidad o está presente en el mundo de la imaginación- aparece sólo como un bien de consumo. Gratifica
necesidades parciales y limitadas que, una vez satisfechas, hacen que el otro pierda su interés. La
maduración es un proceso, por el contrario, en el que se privilegia la posibilidad del encuentro. Privar
al sexo de su componente afectivo no supone ningún avance psicológico, sino más bien una regresión
infantil que elimina su componente expresivo.
Tal vez, por ello, hay un síntoma que por su importancia llama la atención. A pesar del mayor
liberalismo de nuestro mundo actual, existe una tendencia acentuada hacia el amor como constitutivo
del sexo. Hasta los autores que han analizado la sexualidad desde una perspectiva puramente biológica
han confirmado esta experiencia. Si el simple placer puede lograrse mediante cualquier tipo de actividad
genital, el placer humano y totalizante exige un contexto de amor y compromiso, como manifiestan las
mismas encuestas. Tal vez por aquí pudiera explicarse el hastío y aburrimiento de aquellos que, después
de tantas libertades, han quedado con un sentimiento de frustración, como si hubiera algo más profundo
que no se ha llenado con las simples experiencias placenteras.
Todo ello nos hace creer que esta opción es algo razonable, más de acuerdo con la dignidad de la
persona y cuya validez se confirma con la práctica concreta de muchas parejas. Al que no lo comprenda
no se le puede imponer. Cuando un idioma se hace ininteligible hay que comenzar aprendiendo el
significado de cada palabra para convertirlo después en un signo de relación. Probablemente al que no
haya querido nunca, le será difícil captar este mensaje. El problema no se resolvería con la discusión,
sino con ese aprendizaje previo del amor. Como el que piensa que ve bien y no se da cuenta de su miopía
hasta que descubre una nueva visión con las gafas. La experiencia de muchas parejas confirma la validez
de esta orientación. Cuando dos personas han llegado a un nivel de cariño que compromete, se descubre
con mucha facilidad que el sexo ya no puede vivirse como una simple gratificación placentera.
La raíz de lo dicho hasta ahora nos llevaría a una reflexión que pudiera parecer más metafísica,
pero que está llena de un fuerte realismo. Se trataría de comprender por qué la felicidad que anhela el
corazón humano no llega a encontrarse en la búsqueda del simple placer hacia el que se siente atraído.
Aquí tropezamos con un dato sorprendente: ¿cómo es posible que la satisfacción placentera no conduzca
a la felicidad? El placer ha surgido siempre como ilusión salvadora, que ofrece una respuesta al ansia
de plenitud. ¿Por qué no llena esta esperanza? ¿Por qué termina sin cumplir la palabra que prometió?

13. La ambigüedad del placer:


entre el sueño y la realidad

El tema ha sido motivo de estudio en toda la reflexión filosófica desde que el ser humano
experimentó en su propia carne la antinomia paradójica entre esas dos invitaciones atrayentes: la llamada
del placer y el deseo de la felicidad. Sería demasiado simplista caer de nuevo en un radicalismo extremo,
que negara al placer su consistencia y significado, como si fuera algo negativo e indigno, o lo convirtiera
en el centro mágico de la existencia humana, como su valor definitivo. Ninguna de estas exageraciones
explicaría la paradoja apuntada. Sólo el camino intermedio nos haría comprender su sentido y, al mismo
tiempo, su ambigüedad.
Si hay algo evidente es la sensación de bienestar que el placer produce cuando acompaña y se
vincula a una actividad sensible. En el momento en que dejara un sitio para la insatisfacción, porque la
conciencia no se sintiera rebosante, no podríamos catalogarlo como tal. Su tarea consiste en llenar los
deseos y necesidades de cualquier tipo que todavía están sin respuesta. Alcanzarlo supone la conquista
de una meta soñada y es lógico que, después de obtenerla, brote un estado de reposo y tranquilidad. Por
eso el placer descansa, tonifica, recompensa. La persona se siente invitada a sumergirse en él para hacer
llevadera la vida, para buscar un alivio a sus preocupaciones y dificultades, para olvidar las dificultades
y conflictos de cada día. Allí experimenta una alegría acogedora, donde ya nada puede molestarle. Es
como si ese momento denso quedara paralizado, sin pasado ni futuro, al abrigo de cualquier otra
inquietud. La promesa de una felicidad ansiada, que lo sacará de la realidad para llevarlo a otra situación
diferente, hace que su invitación se acepte con una enorme esperanza. Pero es aquí precisamente donde
radica su carácter tentador.
Su llamada se realiza desde una confusa ambigüedad. El individuo busca poseerlo, porque quiere
satisfacer su deseo de felicidad e infinitud, pero el placer por su propia naturaleza es limitado,
trágicamente pasajero, sin ninguna estabilidad y consistencia. Una vez pasada la experiencia
momentánea, nos devuelve al contacto con la vida y sus problemas, como si despertáramos de un sueño
a la realidad. Lo que parecía suficiente para hacernos felices provoca un desengaño posterior. Es la
frustración del que comprende de pronto que todo es mentira, cuando la felicidad estaba ya al alcance
de la mano y la ve alejarse de nuevo hasta otra ocasión. Como fenómeno pasajero, quebradizo y
minúsculo, no alcanza los límites sin fronteras de la felicidad, la dimensión inabarcable, henchida de
plenitud, escondida en ese deseo. Por ello el placer se revela como su mayor adversario, pues busca
encerrar, en el instante caduco y dentro de unos límites reducidos, lo que es ilimitado e infinito, y
pretende apagar su sed insaciable con unas pequeñas gotas de satisfacción. El placer satisface a la
felicidad, pero en la medida en que la empequeñece y subordina a sus limitadas posibilidades. Por eso
cuando la actividad sensible y placentera se hace objeto de la felicidad, la condena al fracaso de forma
irremediable. Es querer algo imposible y recibe, como fruto, lo único que el placer ofrece: unos
momentos de satisfacción pasajera.
Lo mismo sucede con el encuentro hombre-mujer. La satisfacción que de ahí se deriva es recíproca,
pero también limitada. Ninguno de los dos puede convertirse para el otro en un mero objeto saturante.
El placer vivido en una relación así quedaría marcado por un vacío lamentable cuando, al desaparecer,
dejara a cada uno sumido en el abandono y soledad. Ya en el latín antiguo se afirmaba, con un lenguaje
muy revelador, el vacío presente en cualquier relación sexual: Omne animal post coitum triste. La
tristeza surge al final del placer, porque nunca podrá dar lo que a veces se le exige. Es demasiado
pequeño para responder a las expectativas que despierta y siempre produce la honda amargura de una
promesa incumplida.
14. Densidad y límites de la experiencia afectiva

Si existe algo capaz de cubrir el deseo de felicidad, hay que referirse de inmediato al amor. Sólo él
consigue cerrar cualquier herida humana para no dejar el dolor de la insatisfacción, de lo que no ha
podido realizarse. No porque responda a una nostalgia infantil de plenitud y totalidad, como si fuera
posible sumergirse en un mundo de ensueño e irreal. La felicidad, la relativa felicidad que se nos permite
a los humanos, se levanta sobre un presupuesto diferente; la reconciliación con un destino que forma
parte indisociable de nuestra existencia. Y la única alternativa que suaviza y serena estos límites es la
experiencia afectiva del que ama y se siente querido. En esta tendencia hacia el cariño como meta es
donde el placer adquiere su sentido verdadero», pues se revela como signo y expresión de una conducta
que no se sostiene por él, con su fragilidad momentánea, sino por una fuerza que lo trasciende y
permanece incluso cuando haya desaparecido. Al convertir la relación sexual en una ofrenda amorosa,
ya no hay sitio para la tristeza y el vacío. Si el placer se oculta, la llama del amor calienta, como un
rescoldo, y el gozo de la entrega continúa, llenando de felicidad el corazón de los que así se quieren. El
placer se vive, entonces, no como un objetivo primario, sino como un símbolo de la entrega amorosa y
un soplo que la anima y densifica.
Seguir por un camino diferente fomentaría un diálogo erróneo o mentiroso, ya que la promesa de
ofrecer lo que el otro busca, latente y escondida en el ansia de satisfacción, no llega nunca a realizarse.
Al contrario, la frustración repetida de estas experiencias provocará, si existe todavía un espacio mínimo
para la ternura y el afecto, una sensación de repugnancia y rechazo; y si han desaparecido también todas
las resonancias sentimentales, la sexualidad se reduce a una repetición mecánica y absurda, como el que
buscara en la droga el objeto de su felicidad. De esta manera, el placer queda desvinculado de lo único
que podría darle consistencia y llenarle de toda su densidad humana. En vez de ser un lugar de encuentro
y una cita para el amor, se convierte en un factor destructivo. Porque cuando dos seres se aman no es
sólo la fuerza del placer lo que los lleva a unirse. También ello, pero su motivo último no radica ahí,
sino en el carácter simbólico y figurativo de un cariño que necesita encarnarse.
Si hemos hablado del sexo como lenguaje de amor, esto supone la necesidad de un lento aprendizaje.
Nadie nace con el idioma estudiado y los conocimientos básicos para entablar una conversación. Aquí
también se pasa por una situación parecida a la del niño que aprende a hablar. Necesita recorrer un
camino que le lleve, desde los primeros balbuceos infantiles, hasta la posibilidad de una expresión
adulta. Y la sexualidad requiere una idéntica andadura: sus gestos inexpresivos deben hacerse palabra y
mensaje.

15. Conclusión

Resumiendo un poco lo dicho podríamos decir que la sexualidad se nos manifiesta como una fuerza
compleja y llena de ambigüedades. Lo que a primera vista aparece como una pulsión única tiene otros
múltiples contenidos y condicionantes. Es una fuerza que se enraíza en los mecanismos biológicos, pero
penetra también en los niveles psíquicos y afectivos de la persona. Aparece en su actuar como una
decisión libre que el sujeto realiza y está al mismo tiempo orientada por otras fuerzas ocultas e
inconscientes que no siempre se conocen. Se configura hacia un determinado proyecto por la opción de
cada individuo y queda a la vez condicionada por el ambiente social que impone con fuerza sus pautas
y mensajes. Utiliza el lenguaje del amor y de la ternura y desencadena, por otra parte, agresividades más
profundas. Busca la comunión, pero no respeta con frecuencia la diferencia imprescindible de cualquier
encuentro. Se siente como una atracción instintiva y requiere el mundo de la emoción. Revela la finitud
del ser humano y despierta la omnipotencia infantil que no reconoce límites. Consciente de su vacío e
impotencia, llega a jugar con la ilusión que nunca queda satisfecha. Siendo una realidad divina que nace
en la mañana limpia de la creación, queda amenazada desde el principio por la presencia de otros
demonios inicuos. Es un lugar para el gozo, la fiesta y la alegría y puede caer en la tristeza, en la pena o
en el fracaso.
Solamente la persona libre y responsable puede descifrar el misterio y la paradoja que encierra,
elegir entre sus múltiples significados y configurarla en función de un destino. En el fondo no cabe otra
alternativa que hacer de ella una forma de encuentro y comunión, o vivirla como una experiencia
utilitaria y placentera sin ningún otro contenido.
El punto de partida de nuestras reflexiones nace, pues, de este simbolismo profundo que hemos
apuntado a lo largo de este capítulo. La doble dimensión unitiva y procreadora de la sexualidad
constituye un buen fundamento para cualquier reflexión ética. Por ello, la educación sexual no puede
reducirse a una simple información de las diferentes funciones y mecanismos biológicos. Como tampoco
el espiritualismo ignorante de otras épocas cumplía con esta tarea. Si ahora hemos rescatado al cuerpo
de su prisión y oscurantismo mediante el conocimiento técnico y las aportaciones científicas, sería
vergonzoso olvidar la reconquista del espíritu; liberarnos de las cadenas del miedo, del recelo, de la
ignorancia para caer en otras esclavitudes peores.
A partir de este presupuesto, habría que deducir cuáles son los criterios fundamentales, que
deberían regir todo comportamiento en el campo de la sexualidad. Es lo que intentaremos realizar en el
próximo capítulo.

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CAPITULO 3

Visión bíblica de la sexualidad

1. Sentido de la reflexión

No se trata de hacer ahora un estudio detallado sobre las enseñanzas bíblicas en torno a la
sexualidad. Sería una tarea larga y complicada en la que ahora no podemos entrar por motivos fácilmente
comprensibles. La exégesis de cada texto debería hacerla un especialista y tampoco bastaría quedarse
en la enseñanza aislada de una frase o de un libro, pues la palabra de Dios se nos revela también en una
evolución progresiva, paralela a las diferentes culturas y ambientes en que se escribieron los libros
sagrados. La visión del Pentateuco no puede ser idéntica, por ejemplo, a la que aparece en los Libros
Sapienciales, ni la virginidad se valora de la misma manera en el Antiguo que en el Nuevo Testamento.
Por otra parte, para saber si una conducta es buena o pecaminosa no hay por qué apoyarse en una
cita bíblica, que con tanta frecuencia acomodamos a nuestras categorías actuales. De la misma manera
que el silencio sobre algún determinado comportamiento no es signo de su licitud ética. Pero sí resulta
útil contemplar cómo la revelación valora e ilumina nuestras reflexiones humanas sobre un fenómeno
universal como éste. Nuestra intención es, pues, mucho más modesta y sencilla. Recoger algunos datos
fundamentales que nos descubran lo que la Biblia afirma sobre la sexualidad en su conjunto.

2. Antropología unitaria

Lo primero que llama la atención en la Biblia, como punto de partida de toda su reflexión posterior,
es la concepción tan unitaria que tiene del ser humano. Los términos que utiliza no encierran la misma
significación que revisten en la actualidad para nosotros, cuando los interpretamos desde una
antropología dualista. Es más, su enseñanza no parte de una visión filosófica o metafísica que intenta
desvelar la naturaleza de la persona, sino de un contexto religioso que centra su atención en las relaciones
de Dios con su criatura, aunque esa fe se exprese también dentro de una cultura determinada.
El término hebraico más cercano, utilizado para designar al cuerpo, es el de basar que equivale a
la piel -superficie de un organismo viviente-, a la carne -la parte muscular del organismo- o para indicar
cualquier otro aspecto de la corporalidad de los vivientes sobre el que ahora no vamos a detenernos.
Expresa, por tanto, la realidad del ser humano en su dimensión más visible y externa, pero no como un
principio material opuesto a otro espiritual, sino como representación global del ser completo, que nos
recuerda nuestro origen primero. Somos un adam, formado con el polvo del suelo (Gn 2, 7; 3, 19), pero
por encima de cualquier otra realidad material o de un simple cadáver, que nunca será designado con
este término. Se trata de algo viviente, porque Dios ha infundido su aliento -nephes-, su espíritu -ruach-
que hace posible la vida.
El espíritu, si se considera como separado del cuerpo, no equivale al alma de los griegos. Es una
fuerza vivificante que permanece en Dios sin ninguna especificación, mientras que el cuerpo es lo que
designa a la persona. Su estructura corpórea está vivificada por ese aliento divino que nos constituye
como personas. El basar es la carne espiritualizada que nos eleva a nuestra condición humana. La
corporeidad aparece así como el elemento esencial con el que el hombre se identifica y se expresa, sin
que tal dimensión encierre ningún significado pecaminoso o negativo. La perspectiva es muy diferente
a la del dualismo griego, muy presente en la reflexión cristiana, que lo vio siempre como algo
despreciable, cárcel del alma y lugar del pecado. Por eso, desde el comienzo de la revelación, la Biblia
nos descubre otro horizonte mucho más esperanzador y religioso.

3. La consagración de la sexualidad humana

En el marco grandioso de las primeras páginas del Génesis existe ya una meditación profunda sobre
el fenómeno humano de la sexualidad. Sabemos que en ellas se ha querido dar una explicación teológica
del mundo que nos rodea y como un dato más, que requiere aclaración, la humanidad se enfrenta con su
existencia corporal y bisexuada.
La primera reflexión sobre este hecho está llena de un optimismo extraordinario. Cuando Dios deja
posar sus ojos en la obra entera de la creación, capta su bondad y su pureza internas. Cada una de las
realidades que han ido brotando de sus manos amorosas quedan consagradas por este nacimiento
sobrenatural. Es la antífona de gozo repetida después de cada versículo creador, como el que queda
satisfecho con cada obra que va realizando. Porque todo es transparente y limpio, no hay lugar para el
miedo o para el pecado. El mundo entero se convierte en una teofanía gigantesca de Dios, porque su
amor, su poder, su hondura, su misterio se han ido dibujando de una forma lejana en este lienzo
maravilloso de la creación.
De esta visión sacralizada no puede excluirse tampoco la sexualidad. Es buena y santa, porque su
origen se remonta también a esta génesis divina y nada de lo que ha nacido de Dios queda manchado
por la iniquidad. Una postura como ésta supone una ruptura completa y radical con todo el ambiente
religioso y con las culturas de aquellas épocas. El relato de estas primeras páginas, si se le compara con
las concepciones de las tribus vecinas a Israel, aparece como un intento evidente de desmitificación.
Como faltaba el concepto de creación, la sacralidad del sexo no se deriva por haberlo recibido como un
regalo que la divinidad otorga a los seres humanos, sino por la existencia de un mito en aquellas culturas.
La vida de los dioses era considerada como el modelo y prototipo de los comportamientos humanos.
Como en ese mundo trascendente se dan también las relaciones sexuales entre el dios padre y la diosa
madre, semejante conducta quedaba reflejada en las relaciones hombre-mujer. La unión sexual era
santificada, por tanto, en cuanto reproducía una acción divina. Dicho de otra manera, la sexualidad y
sus múltiples manifestaciones aparecían como sagradas por ser una imitación de las experiencias que se
daban en el mundo de los dioses.
La oposición del pensamiento bíblico a este ambiente fue total. De los arquetipos sexuales paganos,
el lenguaje de la creación no conserva nada más que uno: la creencia en un solo Dios creador y padre,
pero sin ninguna otra relación con otros dioses o diosas. La imagen de Dios que se presenta al israelita
tiene un carácter original e inédito comparada con la de otros pueblos. No ha surgido del pensamiento
humano, ni su vida sexual es un mito que pueda servir de modelo a la de los hombres. El sexo aparece
libre de todos los ritos mágicos, que lo transforman en una realidad sagrada, pues la revelación rechaza
de plano el fundamento mítico de esta sacralidad.
Sin embargo, aunque el sexo no pertenezca al mundo de los dioses, no por ello se considera un dato
profano, pues queda vinculado con el creador. Como todo aquello que comenzó a existir al comienzo
de los tiempos, la sexualidad ha recibido una significación religiosa. No serán ya los ritos sagrados los
que harán de ella una realidad santa, sino el gran gesto consecratorio que Dios realizó en la creación. El
haber surgido de sus manos creadoras la convierte también en un hecho sagrado.

4. Los relatos fundamentales del Génesis:


la dimensión procreadora

La lectura de los relatos fundamentales del Génesis revela la presencia directa de Dios en la
formación de la primera pareja. Tanto el relato del capítulo 1, 26-28, perteneciente a la llamada fuente
sacerdotal, como el del capítulo 2, 18-24, un texto más antiguo tomado del documento yavista, explicitan
esta intervención divina de una manera directa: "Y dijo Dios: hagamos al hombre a nuestra imagen y
semejanza... y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó".
En el otro texto se descubre la misma voluntad soberana: "El Señor Dios dijo: no está bien que el hombre
esté solo; voy a hacerle el auxiliar que le corresponde. Entonces Dios echó sobre el hombre un letargo,
y el hombre se durmió. Le sacó una costilla y creció carne desde dentro. De la costilla que le había
sacado al hombre, el Señor Dios formó una mujer y se la presentó al hombre".
Ambas descripciones coinciden en esta síntesis fundamental: la creación del hombre, en su doble
cualidad de varón y hembra, no tiene su origen en ningún principio mitológico, ni su dimensión sexual
ha sido causada por alguna potencia maligna, sino que todo es fruto de la palabra imperante y creadora
de Dios. La polaridad sexual no es fuerza divina, sino una realidad profana, pero si el sexo comienza a
existir, como el mundo entero, por esa libre voluntad, también entra en relación directa e inmediata con
Dios y con una finalidad concreta. Por ello, el prototipo de la bisexualidad humana queda dibujado en
estas primeras páginas, tal y como brota de las manos cariñosas de Dios y en función de los designios
por él señalados. ¿Cuáles son éstos en la enseñanza de este doble relato?
El primer texto del Génesis, donde aparece el binomio hombre-mujer como el culmen y corona de
toda la obra creadora, acentúa el aspecto procreador de la sexualidad: "Y los bendijo Dios y les dijo
Dios: creced, multiplicaos, llenad la tierra...". El mandato no deja lugar a dudas: es el destino asignado
a la primera pareja humana, y a las que de ahí van a surgir, para que aseguren la multiplicación de los
seres sobre la tierra. Con esta finalidad han sido creados como varón y hembra a imagen de Dios. Lo
específico del hombre, expresamente señalado, es convertirse en icono, en una epifanía del ser que le
ha dado la vida.
En esta insistencia con que se describe al ser masculino y femenino, como el hombre-imagen de
Dios, se ha querido ver también un reflejo de la vida trinitaria. Creo que, al menos, es una perspectiva
que encaja dentro de la revelación, apuntada frecuentemente por los santos Padres, una vez que
conocemos ese misterio. Dios, en efecto, no vive en la soledad que imagina nuestra razón cuando
subrayamos su unicidad. También en él se da como una sociedad de amor, un intercambio de comunión
entre las personas que forman su única naturaleza. Según nuestra manera de hablar, y manteniendo
intactos los datos que la revelación y la teología nos aportan, tendríamos que decir que en Dios existe
una familia, cuyo reflejo se patentiza en este diálogo del hombre y de la mujer, y su despliegue
correspondiente en la fecundidad del matrimonio. El padre, la madre y el hijo constituyen la comunidad
familiar, que muestra una gran analogía, por su mutua referencia, con la comunidad amorosa de Dios.
Tal vez por ello san Pablo recuerda, en sentido inverso, que los que no quisieron glorificar a Dios e
hicieron de él una imagen semejante- al hombre corruptible, han llegado al extremo de la perversión,
señalando de forma concreta la negativa total a la fecundidad en sus relaciones sexuales (Rom 1, 21-
28).

5. La dimensión unitiva:
el gran regalo de Dios

El otro relato de la creación, mucho más antiguo que el anterior, está lleno de imágenes poéticas,
que en otro tiempo tal vez tuvieron un significado mitológico, pero no por eso reviste menos importancia
desde nuestro punto de vista. Al contrario, la riqueza de sus expresiones, a través de su estilo literario,
contiene datos interesantes para comprender el significado de la atracción entre el hombre y la mujer.
Así como en la narración sacerdotal su explicación parte del caos que se observa en el cosmos, esta
otra supone, como punto de arranque, un desierto árido y seco, que Dios irá transformando en un oasis
encantador, donde el hombre aparece como dueño y soberano. A partir de ahí la descripción adquiere
una fuerza singular. La soledad del hombre produce en Dios por vez primera la impresión de que algo
no estaba bien en su obra creadora: "No está bien que el hombre esté solo. Voy a buscarle un auxiliar
que le corresponda" (Gn 2,18). Cuando se nos describe la creación del hombre en el texto sacerdotal
"varón y hembra los creó" (Gn 1, 27), se había dicho también: "Y vio Dios todo lo que había hecho y
era muy bueno" (Gn 1, 31). Ahora no se atreve a emitir un juicio tan positivo, pues no acepta como un
bien que el hombre sea un ser solitario.
La presencia de los otros vivientes -animales y aves- no ha bastado para cubrir la soledad humana,
a pesar de su dominio y superioridad sobre ellos:
"El hombre puso nombre a todos los animales domésticos, a los pájaros del cielo y a las fieras
salvajes, pero no encontró 'el auxiliar que le correspondía'" (Gn 2,20). En el momento en que utiliza sus
atributos de rey de la creación, imponiendo el nombre como un signo de su poder, se hace sentir de
nuevo la necesidad de una ayuda, y el sentimiento de esta soledad le domina sobre el gozo mismo de su
soberanía. Ahí queda como una nostalgia profunda, un vacío de tristeza que es necesario eliminar con
una compañía humana. El Génesis pretende demostrar que el animal no participa de nuestra propia
naturaleza y que se muestra incapaz, por tanto, de llenar también nuestro corazón.
En esta situación afectiva es cuando la mujer se hace presente como el gran regalo de Dios. El
éxtasis que va a sufrir el hombre -sinónimo de estupor, de la suspensión de sentidos- anuncia, como en
otras ocasiones, un gran acontecimiento:
"Entonces el Señor Dios echó sobre el hombre un letargo, y el hombre se durmió. Le sacó una costilla y
creció carne desde dentro. De la costilla que le había sacado al hombre, el Señor Dios formó una mujer y se la
presentó al hombre. El hombre exclamó: ¡Ésta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Su nombre
será Hembra, porque la han sacado del hombre. Por eso un hombre abandona padre y madre, se junta a su mujer
y se hacen una sola carne" (Gn 2, 21-24).

El grito de exclamación manifiesta esa alegría inmensa de la que el hombre se siente lleno al haber
encontrado por fin el reflejo suyo, su enfrente, la compañera y ayuda que anhelaba en su dentro, lo único
que ha podido elegir y hacia lo que se siente atraído entre todos los seres que habían desfilado ante él.
Acaba de brotar una comunidad más fuerte que ninguna otra, en la que los dos se sienten identificados
en una sola carne y en un solo corazón.
La ayuda y comunión es evidente que no se refiere sólo a una atracción sexual. El diálogo que aquí
aparece entre el hombre y la mujer tiene resonancias afectivas y personales mucho más íntimas. Cuando
el Antiguo Testamento afirma que "Dios es la ayuda" del ser humano, su significado es de una
profundidad extraordinaria. Es la roca firme, el báculo donde uno se puede apoyar, la luz que ilumina,
el escudo que defiende y alegra, el auxilio en que se confía, el baluarte y la fortaleza de los débiles, asilo
en la tormenta, escucha atenta y cariñosa, sustento y alivio en el trabajo, lugar para el reposo, ciudadela
en el día de la angustia... Por ello, no es extraño que el Eclesiástico, haciendo una alusión manifiesta a
este texto del Génesis, dé también al encuentro con la mujer un horizonte infinitamente más amplio:
"Mujer hermosa ilumina el rostro y sobrepasa todo lo deseable; si además habla acariciando, su marido
no es un mortal; tomar mujer es el mejor negocio: auxilio y defensa, columna y apoyo. Viña sin tapia será
saqueada, hombre sin mujer andará vagabundo" (36, 22-25).

No se puede expresar mejor, ni con menos palabras, la intención profunda de Dios sobre la realidad
sexual. La llamada recíproca entre el hombre y la mujer queda orientada, desde sus comienzos, hacia
esa doble finalidad. Por una parte, es una relación personal, íntima, un encuentro en la unidad, una
comunidad de amor, un diálogo afectivo pleno y totalizante, cuya palabra y expresión más significativa
se encarna en la entrega corporal; pero por otra, esta misma donación, producto del cariño, se abre hacia
una fecundidad que brota como destino y consecuencia. Cuando a Cristo, en una ocasión, le arguyeron
sobre un problema que afectaba a la relación conyugal, no dudó un momento en referirse a este proyecto
primero como el modelo típico que había de mantenerse por encima de todas las limitaciones y
deficiencias: "¿No habéis leído aquello: Ya al principio el creador los hizo varón y hembra?" (Mt 19,4).
Desde su nacimiento, por tanto, aparece con claridad el destino establecido por Dios para la pareja
humana.

6. La fecundidad en la Biblia:
diferentes motivaciones

Esta doble dimensión de la sexualidad ha sido después ampliamente acentuada por toda la Biblia,
pero no de manera tan sintética y exacta. La fecundidad fue siempre una preocupación constante en el
pueblo de Israel, aunque no sólo por motivos religiosos. Dentro de la vida rural y agrícola los hijos se
convierten de inmediato en una fuente de riqueza, y en aquellas épocas, sobre todo, en las que la idea
de la inmortalidad no estaba afirmada claramente, el deseo oculto de ésta quería suplirse de alguna
manera por la supervivencia de los hijos. Pero sin excluir ésta y otras motivaciones diferentes, la
procreación aparece como un valor religioso fundamental. Desde la primera invitación a llenar la tierra,
como fruto de la bendición divina (Gn 1, 28), la promesa de una posteridad numerosa aparece vinculada,
como un regalo de Dios, a la fidelidad del hombre.
Ser rico en hijos es sentirse al mismo tiempo depositario de la promesa hecha a Abraham: "Mira
al cielo; cuenta las estrellas si puedes. Y añadió: así será tu descendencia" (Gn 15, 5). De ahí la
dimensión religiosa de la misma genealogía: el que no ha nacido de esta familia no pertenece al pueblo
de la alianza; el que no ha llegado a ser padre ha roto la historia salvífica, que desborda de una a otra
generación. En este contexto la esterilidad es considerada como un castigo, una vergüenza, una terrible
maldición, y la fecundidad como un bien absoluto, algo que es necesario conseguir de la forma y por
los medios que sea, sin pararse en escrúpulos excesivos.
7. El matrimonio como símbolo e imagen de la alianza

La insistencia de la Biblia en la fecundidad no disminuye, sin embargo, la importancia del amor ni


lo considera como una dimensión añadida o superflua. El sentido completo de la bisexualidad humana
hay que seguir encontrándolo, según la línea del Génesis, tanto en el proyecto de fundar una familia
como en la creación de una comunidad de amor. No pretendemos ahora discutir cuál de los dos aspectos
mantiene la primacía, ni mucho menos ver si la duplicidad y jerarquización de fines, que se hizo después
clásica en la moral de la Iglesia, encuentra aquí su fundamento. Son problemas ajenos a la mentalidad e
interés de los autores sagrados. Lo único que buscamos subrayar es que el aspecto amoroso adquiere
también un lugar de privilegio.
Hay rasgos significativos que surgen como de repente en medio de una narración, pero que
descubren la densidad del cariño existente. El caso de Ana y del padre de Samuel nos muestra que el
amor es suficiente para cubrir el dolor de la esterilidad. Cuando se lamentaba de su desgracia, Elcaná se
acerca para decirle: "Ana, ¿por qué lloras y no comes? ¿Por qué estás triste? ¿Es que no soy yo para ti
mejor que diez hijos?" (1 Sam 1, 8). Jacob, para obtener en matrimonio a Raquel, tiene que servir a
Labán durante siete años, "que se le antojaron como unos cuantos días, de tanto que la amaba" (Gn 29,
20), y cuando se siente engañado por aquél, no tiene inconveniente en continuar otros siete años a su
servicio, con tal de unirse con la mujer que desea. Por eso, durante la época de los libros históricos,
aparecen con frecuencia una serie de parejas ideales que, en medio de los condicionantes sociológicos
y de las limitaciones de aquel tiempo, sirven como modelos concretos de amor conyugal. Su
ejemplaridad no resulta hoy tan convincente, pues se vive con serias lagunas como el concubinato, cierta
libertad sexual, desprecio y utilización de la mujer, etc., pero no olvidemos que por el momento no eran
posibles otras exigencias mayores.
La pedagogía de Dios dará un nuevo paso con la enseñanza de los profetas, cuya voz se alza como
una denuncia impetuosa e irresistible contra tantas falsificaciones religiosas. El pueblo entero y sus
representantes más cualificados oyen con asombro la cruzada emprendida. Hay que volver de nuevo a
la interioridad seria, a vivir la alianza con toda profundidad, a no olvidar que el amor de Dios por la
humanidad es la explicación última de su existencia y comportamiento. Pero lo verdaderamente inédito
hasta ese momento es el simbolismo que van a emplear los profetas como fondo de sus enseñanzas: el
matrimonio como signo e imagen de la alianza divina.

8. Las enseñanzas de los profetas:


Oseas o el testimonio de una vida

Oseas es el primero que utiliza el nuevo lenguaje para explicar la comunidad de amor entre Yahveh
y su pueblo (Os 1-3). Sabemos cómo los profetas, y en general los autores sagrados, se han valido
siempre de gestos simbólicos para expresar el mensaje divino, pero en este caso es la misma vida del
profeta y su matrimonio, en concreto, los que se convierten en símbolos de la verdad que predica. Oseas
es invitado por Dios a tomar como esposa a Gomer, una prostituta entregada a los cultos de fecundidad
cananeos. Después de algún tiempo, ésta lo abandona para caer de nuevo en el adulterio, dándose a otros
amantes. Según las leyes vigentes en aquella época (Deut 24, 1; Lev 21, 7), una mujer en estas
condiciones no podrá volver a su primer marido, pero él, sin embargo, por obedecer a la palabra de Dios,
prescinde de la ley y vuelve junto a ella, a quien recibe y perdona con un cariño impresionante. "Vete
otra vez, ama a una mujer amante de otro y adúltera, como ama el Señor a los israelitas, a pesar de que
siguen a dioses extranjeros" (3, 1).
El mensaje testimoniado con su vida no puede ser más explícito. Oseas ha amado, ama todavía,
olvida y perdona a una mujer que no ha respondido a su amor. El pueblo de Israel ha caído también en
la prostitución y en la infidelidad: "El país está prostituido y alejado del Señor" (1,2). Esta apostasía se
manifiesta sobre todo en los múltiples ritos paganos, que habían contaminado la práctica del verdadero
yavismo. Israel ha tomado la iniciativa del divorcio, por eso los hijos del profeta reciben nombres que
denotan una creciente severidad de Dios. Al último se le llama "no-pueblo-mío", "porque vosotros no
sois mi pueblo y yo no estoy con vosotros" (1, 8). Yahveh se siente abandonado una vez más, después
de haber establecido una alianza de amor en el Sinaí. Ninguna palabra mejor para expresar este hecho
que el término adulterio, pues se trata de una auténtica infidelidad, y ningún otro símbolo más expresivo
e hiriente que el propio matrimonio de Oseas para proclamar el cariño de Dios: así también Dios ama a
su pueblo. Un matrimonio concreto ha servido de vehículo para el conocimiento de una verdad revelada;
a través de una experiencia tan dramática y llamativa, una realidad se nos ha hecho mucho más
comprensible. El testimonio de una vida conyugal es la acción profética en la que se encarna un mensaje
con más fuerza que la sola palabra.

9. La imagen del adulterio en Jeremías

En el libro de Jeremías se emplea también de manera constante el símbolo del matrimonio. El


pecado de Israel, su infidelidad, su idolatría, los excesos sexuales ligados al culto de los dioses quedan
estigmatizados en la alegoría de la unión conyugal. Hay un primer momento de nostalgia:
"Recuerdo tu cariño de joven, tu amor de novia, cuando me seguías por el desierto, por tierras
yermas" (2, 2); pero la vida ulterior ha cambiado por completo el panorama de esperanzas e ilusiones:
"Igual que una mujer traiciona a su marido, así me traicionó Israel" (3, 20). La imagen del adulterio se
hace familiar en sus afirmaciones y una vez más se alude a la prohibición legal de un segundo
matrimonio en estas condiciones: "Si un hombre repudia a una mujer, ella se separa y se casa con otro,
¿volverá él a ella?, ¿no está esa mujer infamada? Pues tú has fornicado con muchos amantes, ¿podrás
volver a mí?" (3, 1).
Sin embargo, a pesar de todas las amenazas, el profeta termina señalando la fidelidad infinita de
un amor que no acaba ni se consume: "Con amor eterno te amé, por eso prolongué mi lealtad; te
reconstruiré y quedarás construida, capital de Israel" (31, 3-4).
Más allá todavía se vislumbra a lo lejos la nueva y definitiva alianza, que constituye la cumbre
espiritual del mensaje de Jeremías: "Meteré tu ley en su pecho, la escribiré en su corazón, yo seré su
Dios y ellos serán mi pueblo" (31, 33). La vivencia del amor conyugal implica una perspectiva de
fidelidad, dentro de los límites reconocidos del derecho vigente, y por ello puede servir como un símbolo
apto para intuir el significado de la alianza de gracia; pero Dios rompería incluso estas mismas
limitaciones jurídicas para descubrir la eternidad del amor que ha prometido en su matrimonio con los
hombres.

10. La alegoría de Ezequiel y los cantos de Isaías

El profeta Ezequiel, en una larga alegoría, reproduce toda la historia de Israel con un relieve
singular. El capítulo 16 es de una ternura impresionante. Jerusalén aparece como una niña recién nacida,
desnuda y abandonada en pleno campo, cubierta por su propia sangre, sin nadie que le lleve los cuidados
y el cariño necesarios. Dios pasa junto a ella, la recoge, la guarda y la cuida hasta llegar a enamorarse:
"Te comprometí conjuramento, hice alianza contigo... y fuiste mía" (16, 8). La descripción es ampliada
con los múltiples y valiosos regalos, que le otorgan el esplendor y la majestad de una reina. La unión
parece afirmada aun más por el nacimiento de hijos e hijas (16, 20). Una infidelidad así revestiría el
carácter de un crimen imperdonable, pero la tragedia entra de nuevo en escena, ahora con un dramatismo
especial.
El pago vuelve a ser la prostitución, pero efectuada de una manera constante: "En las encrucijadas
instalabas tus puestos y envilecías tu hermosura; abriéndote de piernas al primero que pasaba,
continuamente te prostituías" (16,25); olvidó por completo su historia pasada: "Con todas sus
abominables fornicaciones, no te acordaste de tu niñez, cuando estabas desnuda y en cueros,
chapoteando en tu propia sangre" (16,22); y el motivo de su pecado era precisamente "para irritarme"
(16, 26). Es más, en lugar de recibir el precio de su comportamiento, ella misma ofrece los regalos y
joyas de su matrimonio para atraer a los amantes: "A las prostitutas les hacen regalos; tú, en cambio,
diste tus regalos de boda a tus amantes; los sobornabas para que acudieran de todas partes a fornicar
contigo. Tú hacías lo contrario que las otras hembras: a ti nadie te solicitaba, eras tú la que pagabas y a
ti no te pagaban y obrabas al revés" (16,33-34). Pero la perspectiva queda de nuevo abierta al
arrepentimiento y al perdón: "Yo me acordaré de la alianza que hice contigo cuando eras moza y haré
contigo una alianza eterna" (16, 60).
Los cantos de Isaías reproducen las líneas apuntadas: la ruptura con Sión no será definitiva y el
retorno al hogar de la esposa abandonada se realizará más adelante: "Como a mujer abandonada y
abatida te vuelve a llamar el Señor; como a esposa de juventud, repudiada -dice tu Dios-. Por un instante
te abandoné, pero con un gran cariño te reuniré" (54, 6-7). Serán tiempos de amor permanente: "No se
retirará de ti mi misericordia ni mi alianza de paz vacilará" (54, 10). El resultado de este matrimonio
restablecido es impresionante. La esposa de Yahveh no será sólo el pueblo, sino la humanidad entera
transformada por la gracia (54, 1-3). En el fondo late la idea de una Jerusalén escatológica, que san
Pablo aplica a la Iglesia del cielo (Gal 4, 27).

II. El simbolismo profético

Lo importante de todo este lenguaje profético para nosotros reside en su presupuesto de base. Si los
profetas se han valido del matrimonio para que el hombre vislumbre cómo son sus propias relaciones
con Dios, a nivel personal y colectivo, es necesario que el amor conyugal sea capaz de descubrir este
misterio de alianza. La vinculación de dos personas reviste así un carácter de comunión extraordinario
o, al menos, es posible que adquiera esta densidad significativa. Como gesto y experiencia humana tiene
que estar llena de este valor trascendente y amoroso: ser un signo e imagen de la amistad y el cariño
divino. La historia de un amor con sus progresos y crisis, con sus gozos y tinieblas, fue el reflejo de una
intimidad profundamente misteriosa. El corazón de Dios se nos hace de esta manera mucho más
comprensible.
Al proclamar este mensaje de salvación, los profetas nos han hecho también una teología del
matrimonio y han acentuado con una fuerza extraordinaria, aunque sin buscarlo de manera directa, cuál
debe ser el significado de la entrega conyugal. Es más, el vínculo del matrimonio es tan consistente que
el término empleado para designarlo -berith- es el mismo que se utiliza para nombrar la alianza de Dios
con los hombres. No se puede pensar que la dimensión unitiva no haya estado presente en la palabra de
Dios.
Esta comunidad de amor no se refiere sólo a su aspecto más espiritual, sino que abarca también la
relación sexual más íntima. Sabemos cómo el verbo utilizado por la Biblia para expresar la donación
corporal es conocer, y Dios se queja constantemente, sobre todo a través de Oseas, de que su pueblo no
ha llegado a conocerlo de verdad. La cercanía que él esperaba, como respuesta a su entrega, no se ha
conseguido nunca con plenitud. Hay una falta de intimidad y conocimiento por parte del ser humano
que se echa de menos en el marco de la mutua amistad. "Conocer un hombre a su mujer" nos evoca, por
tanto, este hondo sentido de la intimidad, de la entrega profunda en todos los órdenes, de la revelación
progresiva y recíproca hasta formar una sola carne, una sola vida, como una sola persona. Malaquías ha
sintetizado lo que hemos visto hasta ahora, al hablar contra el divorcio con estas palabras: "Porque el
Señor dirime tu causa con la mujer de tu juventud, a la que fuiste infiel aunque era compañera tuya,
esposa de alianza. Uno solo los ha hecho de carne y espíritu, ese uno busca descendencia divina;
controlaos para no ser infieles a la esposa de vuestra juventud" (Mal 2, 14-15).

12. Principales características de los libros sapienciales

Toda la literatura sapiencial nos enseña el lado profundamente humano del amor y de la sexualidad.
La mayor parte de estas obras surgieron de la comunidad judía de Alejandría y en contacto con la
civilización griega, de mentalidad bastante diferente. La experiencia del exilio produjo cambios
sociológicos que afectaron la vida moral, familiar y religiosa del pueblo. De ahí que el conjunto de sus
enseñanzas tenga matices diferentes a los de las otras épocas.
Un primer aspecto revelador. La fecundidad no aparece más como un bien absoluto ni la
esterilidad, por tanto, es considerada tampoco como maldición. Desaparece en gran parte la poligamia
y la ley del levirato no tiene vigencia. La virilidad no hay que ponerla en el hecho de tener hijos, sino
en otras actitudes éticas más importantes. Una fecundidad puramente biológica no tiene sentido sin el
temor del Señor.
En segundo lugar, se acentúa la grandeza del amor conyugal y el relieve que toma la mujer como
ayuda y compañera. Hay, no cabe duda, una tonalidad mucho más cercana al segundo relato del Génesis.
Con las citas abundantes de estos autores podría hacerse una espléndida descripción de lo que significa
la mujer en la vida del hombre: "Quien encuentra mujer encuentra un bien, alcanza favor del Señor"
(Prov 18, 22). "Vale mucho más que las perlas" (Prov 31, 10), pues "tomar mujer es el mejor negocio"
(Si 36, 24). Por ello, "dichoso el marido de una mujer buena... sea rico o pobre estará contento y tendrá
cara alegre con toda razón" (Si 26, 1-4). Los elogios que recibe en el canto último de los Proverbios
alcanzan una altura y belleza excepcional (31, 10 y ss.). La función femenina es algo más que la sola
maternidad. El porqué de tales alabanzas no tiene otra explicación que el cariño presente en el centro
del hogar.

13. Un evangelio del amor:


el Cantar de los Cantares

Y es que en esta corriente hay un influjo escondido de aquella otra que nació con anterioridad en
el Cantar de los Cantares, una auténtica antología de coplas, llenas de encanto y poesía, "un evangelio
del amor erótico y de la sexualidad", como algún autor lo ha designado. La visión del cariño queda
enaltecida hasta límites que resultaron desconcertantes para , muchas mentalidades. No era explicable
que el Espíritu pudiera comunicar su mensaje a través de las expresiones usadas entre dos amantes
ardientemente enamorados. Cualquiera de sus estrofas rebosa esta atmósfera a primera vista profana. Lo
que aquí aparece es un amor cargado de emociones y afectos, enraizados en la belleza física de la persona
amada. Sin embargo, el que este libro forme parte integrante de la Biblia es suficiente para que no
provoque recelos.
Ya hemos visto cómo Dios se ha dirigido a nosotros con un lenguaje de amor y es aquí donde su
palabra se hace más apremiante y decisiva. El texto contiene abundantes alusiones a toda la literatura
bíblica y, por ello, se ha interpretado con mucha frecuencia, a la luz de la revelación, con un sentido
alegórico. El Dios vivo del Sinaí se comprometió un día con su esposa para darle su vida y su amistad,
y este diálogo seguirá caminando, a través de los siglos, hasta el momento de la gracia final, del amor
definitivo. Una vez más nos encontramos con el símbolo clásico de la alegoría nupcial para describir las
relaciones entre el Señor y su pueblo. La literatura cristiana ha visto también aquí un modelo de la unión
mística entre Cristo y el alma.
Finalmente, en el libro de Tobías, el aspecto unitivo de la sexualidad se explica con plena
evidencia. Es más, las variantes en algunos de sus capítulos manifiestan una doble tendencia
significativa, acentuándose en una la importancia de la procreación, mientras que en la otra -la versión
original y más auténtica- se subraya la primacía del amor. San Jerónimo en su Vulgata recoge la primera
orientación, más de acuerdo con la línea fundamental del Pentateuco. La muerte de los siete maridos
que hasta el momento había tenido Sara se debía a la realización del acto conyugal en busca del placer
y sin motivo procreador (vg. Tob 6, 17-22). El consejo del ángel para evitar la muerte del propio Tobías
era no ceder, por tanto, a los impulsos de la carne y mantener, durante las tres noches posteriores a la
boda, una abstinencia sexual, para unirse después con la finalidad de traer hijos y continuar la raza de
Abraham. La insistencia en la fecundidad es manifiesta. Tobías se acercará a su mujer, cumplido el
plazo, por amor de la sola posteridad, en la que el nombre de Dios sea bendito por los siglos.
Sin embargo, el texto original prescinde de todas esas consideraciones para mantener solamente la
bella plegaria de Tobías en su misma noche de bodas. Su alusión al Génesis se limita al recuerdo de Eva
como ayuda y compañera:
"Bendito eres. Dios de nuestros padres, y bendito tu nombre por los siglos de los siglos. Que te bendigan
el cielo y todas tus criaturas por los siglos. Tú creaste a Adán, y como ayuda y apoyo creaste a su mujer, Eva: de
los dos nació la raza humana. Tú dijiste: no está bien que el hombre esté solo, voy a hacerle a alguien como él
que le ayude. Si me caso con esta prima mía, no busco satisfacer mi pasión, sino que procedo lealmente. Dígnate
apiadarte de ella y de mí, y haznos llegar juntos a la vejez" (8, 5-7).

14. La tragedia del pecado

La Biblia, por otra parte, no cierra los ojos a la trágica realidad del ser humano en este terreno.
Frente al mundo luminoso de la creación se alzan las sombras de la sexualidad corrompida. Los
múltiples desórdenes que destrozan esta orientación humana y religiosa son condenados repetidas veces
de una forma concreta. La lista impresionante de tragedias y pecados relacionados con el sexo no sería
fácil de sintetizar, sobre todo porque el Antiguo Testamento, más que una reflexión general sobre el
pecado como fenómeno religioso, complejo y teórico, lo personifica encarnado en los individuos,
lugares, épocas y acontecimientos. El abismo abierto entre los planes de Dios y las realizaciones
humanas se refleja constantemente en las páginas de la revelación. Así, el ideal de la sexualidad, como
vínculo unitivo y como fuerza procreadora, es decir, como amor fecundo y como fecundidad amorosa,
queda manchado por las perversiones de todo tipo: divorcio, poligamia, prostitución, incestos,
adulterios, orgías, crímenes pasionales, celos y envidias, violaciones, travestismo, bestialidad; como si
el proyecto primero de la pareja, en la mañana de la creación, fuese una ingenua utopía.
En el capítulo 3 del Génesis se explica también la etiología de estos hechos lamentables. El pecado
ha dejado sentir sus resonancias en la sexualidad, rompiendo la bondad y armonía de su creación. La
concupiscencia y el deseo sexual se vivirán, desde ese momento, como una tara de nuestra naturaleza
caída. Aquella experiencia cismática del paraíso, que provocó en la primera pareja un sentimiento de
culpabilidad, provoca el desajuste y desorden posterior de las relaciones entre ambos. El relato de la
caída va inserto muy significativamente entre dos afirmaciones paralelas, pero contradictorias. La
primera cierra el anuncio gozoso de la comunidad nueva y grandiosa que acaba de surgir en el
matrimonio: "Los dos estaban desnudos, el hombre y su mujer, pero no sentían vergüenza" (2,25). La
segunda expresión, colocada inmediatamente después de la caída, indica el cambio que acaba de
operarse: "Se les abrieron los ojos a los dos, y descubrieron que estaban desnudos" (3, 7).
El diálogo mantenido con Yahveh está lleno de matices con una enorme riqueza psicológica, los
cuales señalan el ambiente de cisma y de separación. La pareja en la que Dios había soñado estaba
construida sobre una solidaridad perfecta. El hombre había acogido a la mujer con un grito de alegría
incontenible (Gn 2, 23), pero ahora la culpa está "en la mujer que me diste por compañera" (Gn 3, 22).
Ya no es posible referirse a los dos, como al hombre en singular del relato primero, para hacerlos
partícipes de las gracias y bendiciones (2, 27); la ruptura operada exige que la palabra de Dios se dirija
a cada uno por separado para escuchar su propia condena (3,6-17). La dialéctica del sufrimiento, como
estructura radical del ser humano en sus tareas más específicas -maternidad y trabajo (Gn 1, 16-19)-,
sustituye al gozo anunciado de la fecundidad y del dominio sobre la tierra (2, 28). Y es que la pareja,
modelo de unidad y compenetración, y símbolo de la raza humana sexuada, ha quedado rota en su base.
El egoísmo instalado, desde entonces, en lo más profundo del ser humano, hace ya difícil la actitud de
apertura y entrega, la dimensión personal, extática, en tensión amorosa hacia el otro. La razón
fundamental de que el sexo no se viva con un gesto de inocencia ahonda sus raíces en esta primera
experiencia trágica y dolorosa. No es extraño que la sexualidad adquiera, entonces, una totalidad
sombría, y se convierta casi en algo impuro y malvado.

15. Orientaciones generales del Nuevo Testamento

Las taras y sombras que oscurecen la sexualidad humana eran demasiado evidentes, pero frente a
esta situación hemos encontrado la enseñanza repetida de que el ideal trazado por Dios, cuando la
criatura no estaba contaminada con el pecado y aun después de la caída, exige una superación constante.
Esa esperanza iluminada que se intuye en la interpretación mesiánica del protoevangelio va a convertirse
en una gozosa realidad con la venida de Cristo. La recreación de lo que estaba perdido será un nuevo
comienzo en la historia de cada persona.
En esta atmósfera conyugal, la clásica imagen de san Pablo (Ef 5, 25-33) no resulta extraña ni
sorprendente. Cuando quiso expresar el misterio de la revelación divina, la nueva alianza sellada con la
sangre de Jesús, no tuvo otro símbolo más explícito que la misma amistad matrimonial. En el texto del
Génesis (2, 24) descubre una prefiguración profética de la unión de Cristo con su Iglesia, una verdad
largo tiempo oculta y misteriosa, pero que ahora se nos hace más comprensible y patente por esta
experiencia del cariño conyugal. Aquí también, como en el pasaje de san Mateo sobre el matrimonio
(19, 4-6), la referencia al ideal primero de la creación aparece claramente explicitada, y la línea profética,
que habíamos visto con anterioridad, es llevada hasta sus últimas consecuencias:
"Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella" (Ef
5, 25). Si Cristo, impulsado por su amor, ha hecho lo indecible por llenar a su esposa de gracia y santidad,
de igual manera la entrega del hombre a la mujer tiene que estar transida por el mismo cariño. La unidad
entre ambos se hace tan profunda que desaparece toda posibilidad de ruptura y división, pues "el que
ama a su mujer a sí mismo se ama" (Ef 5, 28). A más ya no es posible aspirar.

16. Carácter sagrado y personalista de la relación sexual

No es necesario insistir en que la misma antropología unitaria, como herencia del judaísmo, se halla
también presente en el pensamiento paulino.
El cuerpo -soma- no es tampoco un componente del ser humano, sino expresión de su unidad psico-
física y estrechamente vinculado con la actividad sexual. Pero la idea, tantas veces repetida en todas sus
cartas, de que la Iglesia es el cuerpo de Cristo, que él mismo ha santificado y purificado "mediante el
baño del agua en virtud de la palabra" (Ef 5, 26), hace referencia sin duda al gesto del bautismo por el
que quedamos limpios y lavados. Este dato básico en su teología le produce una nueva motivación en
materia sexual. Está preocupado porque los neófitos, convertidos a la fe, no pueden ya vivir como los
paganos, pero lo original de su pensamiento reside no en que parte de una reflexión antropológica o
ética, sino en que la condena de estas actitudes brota de una exigencia bautismal, de la vida pascual
cristiana. El texto más denso se encuentra en su Carta a los corintios.
La presencia de ciertos gnósticos libertinos, para los que esta actividad no llega a manchar el
espíritu -el único heredero del Reino-, le provoca una exposición religiosa que demuestra, al mismo
tiempo, el carácter profundamente humano y personalista de la relación sexual. Para aquéllos la entrega
corporal no tiene ninguna trascendencia, pues se trata de un gesto tan caduco e indiferente como el que
toma un alimento, destinado de inmediato a la destrucción. Lo que desea exponer, precisamente, es la
radical diferencia entre una actividad vulgar e insignificante que alimenta al cuerpo y el simbolismo de
un cuerpo cuando se entrega para compartirlo con otra persona:
"Pero el cuerpo no es para la lujuria, sino para el Señor. Y el Señor para el cuerpo, pues Dios, que resucitó
al Señor, nos resucitará también con su poder. ¿Se os ha olvidado que sois miembros de Cristo? Y ¿voy a quitarle
un miembro a Cristo para hacerlo miembro de una prostituta? ¡Ni pensarlo! ¿No sabéis que unirse a una prostituta
es hacer un cuerpo con ella?; lo dice la Escritura: 'Serán los dos un solo ser'. En cambio, estar unidos al Señor es
ser un espíritu con él. Huid de la lujuria; cualquier perjuicio que uno cause queda fuera de uno mismo; en cambio,
el lujurioso perjudica a su propio cuerpo. Sabéis muy bien que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que
está en vosotros porque Dios os lo ha dado. No os pertenecéis, os han comprado pagando; pues glorificad a Dios
con vuestro cuerpo" (1 Cor 6, 13-20).

Por razón del bautismo, el hombre entero, hasta en sus estructuras corporales, ha sido transformado
por la presencia salvadora de Cristo. El cuerpo participa también de este destino, que le lleva a
convertirse en una realidad sagrada, propiedad exclusiva de Dios, a cuyo dominio ha sido transferido.
Camina desde ahora impregnado por la fuerza pneumática, que ha resucitado el cuerpo de Jesús. De ahí
la urgencia de glorificar a Dios en el propio cuerpo; pero esa glorificación no es posible mientras la
unión sexual no manifieste la plenitud y totalidad de su significado.
La entrega corporal, en efecto, no es un gesto periférico e insignificante, sino que expresa, desde
un punto de vista antropológico, un mensaje profundo. No se reduce a una simple necesidad biológica,
como "la comida es para el estómago" (1 Cor 6, 13), sino que la donación del cuerpo, como símbolo del
hombre entero, supone la ofrenda de toda la persona, que no se realiza en la unión con una prostituta.
La relación sexual auténtica no es valerse del otro para alimentar una urgencia de placer o un vacío
psicológico, sino para vivir una comunión a niveles más profundos. Así se comprende la afirmación un
tanto original de que con la lujuria se daña al propio cuerpo, pues no se emplea para el servicio al que
está destinado, como la mentira daña y pervierte la posibilidad de comunicación.
Con esta dimensión simbólica y religiosa, la vida sexual no se concibe nunca como pecaminosa.
La tentación de la continencia no era una ilusión lejana entre la comunidad de Corinto. Bajo la influencia
del espiritualismo griego, para el que las realidades corpóreas son malas por su naturaleza e
imposibilitan la vida del espíritu, se predicaba una abstención matrimonial: "Está bien que uno no se
case" (1 Cor 7,1). Los consejos del apóstol muestran un equilibrio realista extraordinario. Un
comportamiento como éste supondría el desconocimiento de los deberes mutuos entre los esposos, pues
por la entrega matrimonial se pertenecen el uno al otro: "La mujer ya no es dueña de su cuerpo, lo es el
hombre; ni tampoco el hombre es dueño de su cuerpo, lo es la mujer" (7,4). La continencia, aunque sea
un ideal del que hablará a continuación, puede darse también en el matrimonio, pero de una forma
temporal y pasajera para fomentar la vida de oración. Lo contrario sería imprudencia y un posible
engaño, ya que "cada uno tiene el don particular que Dios le ha dado" (7, 7). Por ello, "siga cada uno en
el estado en que Dios lo llamó" (7, 20).
La conducta de los cristianos no debió siempre responder a ese ideal de la castidad. También en el
Nuevo Testamento se hallan innumerables testimonios de los desórdenes que en este terreno se
producían. La inmoralidad era un hecho manifiesto, sobre todo en las grandes ciudades, donde el
relajamiento llevaba a una creciente degeneración, y las exhortaciones a huir de los vicios de la impureza
se repetían de manera frecuente. Por ello es posible enumerar un catálogo amplio de comportamientos
explícitamente condenados.

17. Un antagonismo en el hombre:


la carne y el espíritu

La raíz de esta situación la volvemos a encontrar en el hecho del pecado, El hombre vive una lucha
a muerte entre la carne y el espíritu como consecuencia de su desarmonía original. Esta oposición es
tema bien repetido en las cartas paulinas y explica el fenómeno de no poder hacer aquello que
quisiéramos: "Quiero decir: proceded guiados por el espíritu y nunca cederéis a deseos rastreros. Mirad,
los objetivos de los bajos instintos son opuestos al espíritu y los del espíritu a los bajos instintos, porque
los dos están en conflicto. Resultado: que no podéis hacer lo que quisierais" (Gál 5, 16-17).
Para la exégesis de este y de otros textos parecidos hay que superar la mentalidad propia del
dualismo griego, ajena por completo a la concepción cristiana más auténtica. La explicación tan
frecuente de que el alma es la sede de las virtudes y el cuerpo aparece como el receptáculo de todos los
vicios, no representa de ninguna manera la oposición bíblica de la carne y del espíritu.
La simple lectura de otros pasajes paulinos nos orienta hacia otra interpretación. Según ella, el
hombre entero puede encontrarse bajo la esfera de la carne o del espíritu, pero teniendo en cuenta que
la carne no aparece en este lenguaje como sinónimo de cuerpo, sino que significa, al menos en estos
textos concretos, un estilo de vida ajeno al mundo de la gracia. Vivir según la carne es la expresión
empleada para señalar la situación pecadora de cualquier actividad humana, incluso aquellas que
designamos como estrictamente espirituales. En ella se fundamentan también los pecados de "idolatría,
hechicería, odios, discordias, celos, envidias, rencillas, disensiones, divisiones, homicidios" (Gal 5, 20-
21), que no están vinculados para nada con el cuerpo humano. Los deseos corporales no son contrarios
a los del alma, sino que la totalidad de la persona, en su doble dimensión, es la que se revela contra la
llamada e invitación de Dios. Por lo mismo, el espíritu no equivale a la parte espiritual, como
contrapuesta a la materia, sino que significa la posibilidad ofrecida al hombre de vivir, en cuerpo y alma,
su nueva apertura al Señor. De esta manera la siembra del espíritu transforma nuestra propia
corporalidad en un lugar privilegiado de gracia (1 Cor 15, 44).
Cuando san Pablo habla de este dualismo entre carne y espíritu no hace, por tanto, una reflexión
filosófica sobre los compuestos del ser humano, sino una teología de la doble posibilidad existente en
su enfrentamiento con Dios: "Los que viven sujetos a los bajos instintos son incapaces de agradar a
Dios. Vosotros, en cambio, no estáis sujetos a los bajos instintos, ya que el Espíritu de Dios habita en
vosotros" (Rom 8, 9).
Esto supone, por una parte, admitir la posibilidad de que, tanto en nuestras funciones corporales
como espirituales, el desorden y el pecado se hagan presentes, pero, por otra, la recreación operada por
Cristo manifiesta la esperanza de un rescate para nuestra corporalidad ya redimida. Si vivimos en un
mundo de pecado, las amenazas y los riesgos consiguientes son idénticos para ambas actividades. La
necesidad de estar alerta se impone en cualquier tipo de conducta, se encuentre o no relacionado de
forma directa con la dimensión material, y si creemos que Jesús nos ha liberado, el cuerpo no queda
excluido tampoco de esta salvación. Las fuerzas del mal residen en el corazón y se infiltran en la
totalidad de nuestro ser, aunque la gracia de Dios ha sembrado ya una semilla que posibilita al hombre
una vida bajo el influjo de la gracia.

18. La glorificación del cuerpo en el mensaje cristiano


En la Carta a los romanos, san Pablo nos vuelve a dar una perspectiva luminosa, al mencionar el
destino interno del cosmos y del estado actual de su redención. Lo que se afirma del universo puede
aplicarse con la misma fuerza al ámbito de la sexualidad. Allí aparece el mundo sujeto a la vanidad, a
la nada, como consecuencia de su situación pecadora (Rom 8, 20). La decisión interna, espiritual, por la
que el hombre ha querido alejarse de Dios, rompió la armonía de las cosas y en ellas, como en un espejo,
resplandece el desorden íntimo introducido por el pecado. Ahora cualquier realidad humana se convierte
en una fuerza destructora, que puede llevarnos hacia el vacío y la más completa soledad. Como el dinero,
la inteligencia, el prestigio, también la sexualidad y el cuerpo aparecen como posibles aliados de la
seducción. Que el mundo es vano, caduco y sin consistencia no significa nada más que la ambigüedad
dolorosa en la que se halla colocado: ser un lugar de condena o de salvación. De ahí que sin caer en un
pesimismo exagerado, tampoco hay motivo para una excesiva ilusión. La posibilidad de resbalar hacia
esa zona oscura del pecado pesa sobre nosotros -sobre nuestra alma y sobre nuestro cuerpo- como una
amenaza permanente.
San Pablo no olvida añadir, sin embargo, que si la creación está sometida a la esclavitud, encierra
también una esperanza de que "se verá liberada" (Rom 8, 21) por la fuerza del Espíritu. Las imágenes
empleadas para comprender esta actitud de cara al futuro no pueden ser más significativas, "La
humanidad otea impaciente" (8, 19), con un dolor ilusionado como la mujer que sufre cuando va a dar
a luz (8, 22), con un anhelo interior por "el rescate de nuestro ser" (8, 23). El amor de Dios penetra por
su encarnación hasta en las raíces de nuestra corporalidad, y encarnación significa que Jesús, al asumir
el cuerpo humano, lo rescata de su perversión y caducidad para darle un nuevo destino, que lo eleva
hasta una comunión con Dios. Cuando san Pablo dice que los cuerpos son miembros de Cristo (1 Cor 6,
5), no es ninguna consideración piadosa o una afirmación exagerada. La naturaleza humana de Cristo
ha sido constituida como cabeza del universo, y esto supone que el mundo entero, de una forma
misteriosa que no nos ha sido revelada, queda sometido al influjo y presencia de Jesús. El término bíblico
utilizado -anakephalaiosis- indica claramente esta incorporación bajo la cabeza.
Los milagros no son, entonces, un mero signo del poder, sino un descubrimiento de las nuevas
posibilidades que encierra la naturaleza en manos del Salvador. Prefiguran, por así decirlo, la existencia
definitiva que nos aguarda, donde el orden quedaría de nuevo restablecido y el cuerpo liberado de su
angustia y dolor. La curación de los enfermos y la resurrección de los muertos anuncian la
transformación que se efectuará "para alcanzar la libertad y la gloria de los hijos de Dios" (Rom 8, 21).
Esta realidad salvadora no se ha manifestado por completo para nosotros, "pues con esta esperanza nos
salvaron" (Rom 8, 24), pero para el cuerpo de Jesús el anuncio profético de lo que nos espera se ha
hecho ya un espléndido presente con la resurrección y ascensión a los cielos. Lo mismo podríamos decir
del misterio de la asunción en cuerpo y alma de la Virgen. En esos cuerpos, transidos de gloria, podemos
leer el destino del nuestro y la renovación que poseemos, aunque todavía como semilla y embrión. El
Espíritu permanece como herencia para llevar a cabo esta tarea transformadora. Dentro del mensaje
cristiano no existe espacio para una concepción pesimista, en la que el cuerpo aparezca como una cárcel
o como una sala de espera hasta el momento de la visita definitiva de Dios. El mismo cuerpo es también
el lugar destinado para construir nuestra eternidad, lo mismo que no es posible otra salvación que la de
esta tierra redimida por Jesús y transformada dolorosamente en un espacio de gracia.
Como resumen de todo lo dicho, podríamos afirmar que la revelación, en su conjunto, confirma
los mismos datos que habíamos encontrado en la reflexión humana sobre el sexo: su doble dimensión
unitiva y procreadora, y la ambigüedad en él presente a causa del pecado. Precisamente por esta
situación y para conseguir estos objetivos, la ética se nos revela como una exigencia imprescindible. No
es posible realizar este proyecto sin un esfuerzo educativo que controle y canalice la pulsión sexual.
¿Cómo llegar a conseguirlo?

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CAPITULO 4

Fundamentación de la ética sexual

1. Necesidad de una ética:


radical insuficiencia del instinto

Vivir la sexualidad con este perfil humano no se consigue de una manera espontánea siguiendo las
leyes del instinto. La educación se hace imprescindible en todos los órdenes para superar ese estadio
infantil y egoísta en el que sólo se busca la satisfacción inmediata de las propias apetencias y caprichos.
La conducta, abierta a cualquier posible configuración, necesita un esfuerzo ascético y una dosis seria
de renuncia, si quiere alcanzar un mínimo de madurez y equilibrio humano.
La pulsión sexual no escapa tampoco a este presupuesto. El gran error de Reich, y otros ideólogos,
ha sido creer que, cuando el ser humano se libere de toda normativa, la libido aparecerá como una fuerza
dócil e integrada, ya que sus componentes destructores, agresivos y egoístas son una consecuencia
exclusiva de la represión moral. En el momento en que ésta desapareciera descubriríamos el rostro
inocente y benéfico de una sexualidad armónica y sin conflictos. Semejante optimismo no deja de
parecer a la mayoría un sueño demasiado ingenuo. La historia de las costumbres sexuales aporta una
conclusión significativa, que constituye, al mismo tiempo, un mentís rotundo al mito de la absoluta
libertad en este terreno, tan repetido por ciertos movimientos, como si en la vuelta a ese supuesto
primitivismo pudiera encontrarse la solución a los problemas actuales.
A lo largo de todas las culturas, nunca ha faltado una cierta normatividad. Ni siquiera en los pueblos
primitivos donde la sexualidad produce la impresión de vivirse en un clima espontáneo, sin límites o
prescripciones, la libertad de comportamiento es plena, sino que se halla sujeta por múltiples normas
higiénicas, culturales o religiosas de todo tipo. Y es que, en el fondo, se ha dado una intuición más o
menos consciente, pero cuya veracidad no es posible poner en duda: la radical insuficiencia del instinto
para regular un comportamiento humanizante.
Todos sabemos que el niño es un ser profundamente egoísta desde el punto de vista psicológico y
que reacciona exclusivamente en función de sus propias necesidades cercanas e inmediatas. Lo único
que busca es la satisfacción de sus exigencias en el momento que las experimenta. Al no tener
perspectivas de cara al futuro, su visión se reduce al presente que le rodea, sin comprender por qué ha
de renunciar a lo que ahora le satisface. Su moral quedaría subordinada a gratificar lo antes posible las
apetencias que siente, quedando la conducta sometida al puro egoísmo de su instintividad. Nada sería
más funesto para la educación que dejarlo abandonado en manos de esta fuerza anárquica y
descontrolada. Si el animal puede satisfacer sus propios impulsos a un ritmo instintivo y esta conducta
queda ordenada por la maravillosa teleología de la que están dotados, en el ser humano se hace imposible
semejante regulación. Educar a una persona es ayudarle a que domine e integre el mundo de sus
pulsiones por la renuncia al goce de un capricho o el abandono, al menos, para un tiempo posterior.

2. Exigencias psicológicas para una maduración humana

La fuerza que regula la pulsión sexual tiene también en sus comienzos una dosis fuerte de egoísmo,
de agresividad, de anarquía incontrolada, cuya existencia latente ya se constata en las diferentes etapas
infantiles que recorre. Aquí sucede lo mismo que con el lenguaje. La capacidad de expresarnos y entrar
en comunicación con los demás es anterior al idioma, pero éste no resulta viable, si no existe una cultura
que lo enseñe y facilite. La moral pretende, por tanto, la humanización de la libido, purificarla de sus
componentes agresivos y mentirosos, convertirla en una palabra expresiva como vehículo de encuentro
y de comunión personal.
Purificar a la libido de sus elementos anárquicos y convertirla en palabra, como signo de un
encuentro personal, no se realiza sin un empeño educativo y sacrificado. Las mismas exigencias
psicológicas para una maduración se convierten aquí en imperativos éticos. La meta suprema de la
sicología , que impulsa hacia un sexo oblativo y amoroso, es a la que orienta también la moral. Es
curioso constatar las alabanzas de Freud para toda la corriente ascética cristiana, que no nacen de su fe
ni de su aprecio por el catolicismo, sino de su admiración por la riqueza psíquica que ha podido aportar
a una humanidad demasiado corrompida, "cuando la satisfacción erótica no tropezaba con dificultades".
No se trata de fastidiar con las normas, ni de imponerlas autoritariamente a beneplácito del
educador, sino por un motivo auténtico, con intención altruista, en el momento oportuno y con la
intensidad adecuada. La vía del menor esfuerzo no conduce a la maduración y reduce paulatinamente el
ámbito de la libertad. Y, por ello, el esfuerzo de purificación no puede eliminarse, y para ello no existe
otro camino que la negativa a muchas de las gratificaciones inmediatas.
Es verdad que el ambiente consumista de nuestra sociedad dificulta una ética basada en el aguante
y en la espera de un futuro mejor, pues no se soporta la tensión de una necesidad presente, ni se acepta
el displacer provocado por una ascética educativa. El hambre de consumo ha convertido el sexo en una
fuente de placer, dejando a la persona en una etapa primaria de su evolución. Por ello la moral sigue
siendo hoy un requisito de primera necesidad, a pesar de todas las actitudes hostiles que proliferan.
Hoy existe, por otra parte, la idea difundida con aires científicos de que el dominio de la sexualidad
no es posible o, incluso, de que semejante control predispone o indica ya una base neurótica. La
abstinencia sería la consecuencia y el fruto de una inmadurez psicológica, la manifestación de alguna
patología interna, o el camino inevitable hacia cualquier otro desequilibrio. Hay que reconocer que esta
posibilidad no puede excluirse, cuando el esquema de conducta se hace represivo, autoritario e
inconsciente. Pero la afirmación contraria sería también una realidad si en lugar de la abstinencia
habláramos de la absoluta liberación. Y es que los excesos de una ética o pedagogía castradora no pueden
servir de pretexto para un laxismo sin límites, como las exageraciones y barbaridades de éste no
justificarían el retorno a una ascética absurda e incomprensible. El problema no consiste en la defensa
o eliminación de la moral, sino en conocer cuáles son los criterios fundamentales, que habrían de ir
después concretizándose, para conseguir el humanismo y maduración del sexo.

3. Los límites de la moral tradicional

Las enseñanzas de la Iglesia han intentado siempre denunciar las ambigüedades ocultas en este
terreno, pero me parece que la deficiencia mayor de sus normas tradicionales no ha sido tanto el
rigorismo en que se gestaban, sino el presupuesto básico de toda su normativa concreta, que no abarcaba
el significado pleno de la sexualidad. Un nuevo planteamiento ético no tiene por qué reducir las
exigencias, cuya formulación podrá ser incluso más severa que las anteriores en algunos puntos; pero lo
que sí se necesita es que broten de una visión más completa del simbolismo sexual. Un recorrido por
toda la tradición nos llevaría a este principio, que se ha mantenido siempre como la norma suprema y
orientadora, para la rectitud o falsedad de cualquier comportamiento: la sexualidad tiene como destino
prioritario y fundamental la procreación y supervivencia de la especie humana. La razón última de
cualquier conducta pecaminosa radicaba siempre en esta negativa a la fecundidad.
Nadie podrá negar esta dimensión, como ya hemos apuntado anteriormente, pero tampoco basta
insistir en ella, pues no creo que sea la más importante, ni es suficiente para regular la conducta en el
campo de la sexualidad por un triple motivo.
La experiencia demuestra que, aun dejando abierto el acto conyugal a la procreación, es posible
que falte el aspecto unitivo. No es aceptable, por tanto, que la búsqueda de la fecundidad justifique por
sí misma una conducta vacía de cariño. De hecho, nunca se había explícitado con tanta claridad, hasta
la publicación de la Humanae vitae, que todo acto conyugal que no nazca del amor va contra el recto
orden. La ética sexual no puede reducirse a cumplir con esta función procreadora, si no tiene en cuenta
también, incluso como valor prioritario, el carácter amoroso que simboliza la entrega del cuerpo.
Esta misma insistencia, en segundo lugar, ha hecho que el sexo pierda para muchos cristianos su
carácter festivo. La satisfacción que provoca debía quedar al servicio de la especie, como un estímulo y
compensación para el cumplimiento laborioso de esta tarea, como solían recordar los libros clásicos de
moral. La experiencia placentera aparecía casi como un comportamiento indigno, que degrada al ser
humano a un nivel inferior. Sin embargo, ninguna clase de placer, por el simple hecho de serlo, se debe
catalogar como pecaminoso. Querer excluirlo a toda costa de la existencia sería síntoma de una
estructura muy cercana a lo patológico.
Nadie puede negar los riesgos inherentes a todo goce sensible. Esta plenitud de la sensibilidad es
una invitación a sumergirse en ella y a valorizarla de tal manera que el placer aparezca como un absoluto
de la vida. Cuando se experimenta su calor y cercanía, existe el riesgo de convertirlo en un ídolo, pero
el pecado no radica en la satisfacción, sino en el gesto idolátrico con el que se le adora y diviniza. Ahora
bien, para evitar este peligro no podemos condenarlo negándole su propio valor. Esta condena absoluta
manifiesta que somos culpables de estimarlo en demasía. Al tener miedo de que se convierta en todo,
queremos desprestigiarlo hasta su completa eliminación. Pero mientras no se le absolutice como valor
supremo o acompañe a una conducta deshumanizante, el placer ha de considerarse como lícito y
apetecible. Así el problema no está en saber si hay que aprobarlo o condenarlo, sino en valorar la
actividad de la que es inseparable o en descubrir la primacía que se le concede.
El encuentro sexual debería recuperar, entonces, para sí esta dimensión placentera. Es una
exaltación gozosa para celebrar la fiesta del amor y alimentar el cariño, donde no deben estar ausentes
el juego, la alegría y la satisfacción más plena entre dos personas que mutuamente se entregan y
comparten sus vidas. El cuerpo se hace lugar de cita, palabra y mensaje, símbolo de un encuentro total
que expresa, a través de su ofrenda, la felicidad de una comunión.
Al insistir en la función procreadora, finalmente, la ética quedó reducida a la pura genitalidad,
como si la excitación venérea constituyese la única fuente posible de pecado. Los manuales sólo se
ocupaban de este aspecto, e incluso cuando hacían referencia a otras acciones se analizaba
exclusivamente el peligro más o menos remoto que tenían de provocar una reacción genital y la causa
más o menos justificante que pudiera existir para la aceptación de ese riesgo. El cuerpo humano -y hasta
el de los mismos animales- aparecía escrupulosamente dividido en zonas anatómicas cuya valoración
radicaba en su poder estimulante, según fuera el sentido que sobre ellas actuara y teniendo en cuenta
otras circunstancias personales. La moral consideraba pecaminoso cualquier comportamiento que
pudiera despertar esa reacción venérea sin ningún motivo justificante. La imperfección de este
planteamiento no está en lo que afirma, sino en lo que olvida y deja por completo en la penumbra. La
ética tiene que ir más allá de la pura genitalidad, pues en toda relación sexuada pueden darse actitudes
que, sin repercutir para nada en esa zona, constituyen una conducta deshumanizante, como veremos en
el capítulo siguiente.

4. La experiencia amorosa:
un nuevo punto de partida

Para no caer en estas limitaciones apuntadas, nuestro punto de partida coloca a la persona en el
centro, para hacer de su sexualidad una relación amorosa que, cuando se viva en el matrimonio como
donación y entrega corporal, quede orientada también hacia la procreación. Esto significa que el eje de
toda la ética tiene que ser el amor. La afirmación tal vez parezca demasiado abstracta y subjetiva y hasta
podría considerarse como una escapatoria para cualquier tipo de libertinaje. Camuflada bajo capa de
amor estamos asistiendo a una serie de atropellos impresionantes y de conductas mentirosas. Y es que
una de las asignaturas más difíciles de aprender y de vivir sigue siendo el difícil arte de amar.
Al decir que el sexo tiene que llenarse de cariño y de ternura, hay que excluir cualquier tipo de
ambigüedad y confusión. La imagen del amor que se dibuja en nuestra sociedad es muchas veces una
auténtica caricatura, un producto falsificado de su verdadero rostro. En todos los idiomas modernos,
hacer el amor ha venido a significar desgraciadamente cualquier tipo de relación sexual, como si fuera
el único camino por el que dos personas pueden encontrarse o el simple hecho de tenerla manifestara la
autenticidad del cariño... Pero tal vez cuando descubramos su contenido nos daremos cuenta de que la
moral sexual mantiene una meta todavía más alta y exigente, aunque las exigencias no dimanen de los
mismos presupuestos que se habían admitido con anterioridad. Por eso, vale la pena reflexionar sobre
la naturaleza y complejidad del amor humano para deducir después algunas consecuencias. ¿Qué
supone, entonces, amar a una persona?
La mitología griega nos aporta una primera constatación interesante. Los mitos son historias
fabulosas, pero que se fundamentan en la misma realidad que pretenden explicar. Aunque los autores
antiguos no ofrezcan siempre la misma genealogía, muchos consideran a Eros, el dios del amor, como
fruto de la unión de Ares y Afrodita. Su padre es el dios guerrero por excelencia, el símbolo de la fuerza
y del poder, capaz de vencer todas las dificultades y destruir a sus enemigos. Revestido de armadura y
cubierta su cabeza con un casco, destruye los carros, deshace murallas, supera cualquier desgracia o
infortunio. Jamás sentirá miedo frente a ninguna aventura, pues la misma dificultad le hace crecerse y
estar dispuesto a la lucha hasta derrotar a quien pretenda ser su adversario. Es el impresionante dios de
la guerra, que se hace odioso y rival del propio Zeus. El único punto débil, del que se aprovechan sus
competidores, reside en su ímpetu ciego e irracional, como si, en ocasiones, le faltara una dosis de
paciencia y reflexión. Antes de esperar un poco para pensar serenamente, ya está preparado para
embarcarse en cualquier hazaña.
Su madre, sin embargo, surge de la espuma del mar, sin fuerza ni consistencia, como las olas que
se deshacen en la arena. Lo único que posee es el arte de la conquista y de la seducción. Con su sonrisa
calma los vientos y las tempestades, y de esta manera consigue lo que pretende hasta de sus mismos
enemigos. No posee firmeza ni estabilidad, pero cuando alguien queda cautivado por su encanto, se
vuelve dócil a todas sus insinuaciones. Lo que no puede conseguir por la fuerza lo alcanza por el corazón.
Una mirada es suficiente para sentirse prisionero e incapaz de reaccionar.
El Amor, hijo de ambos, hereda las cualidades contradictorias de sus padres. En él se armonizan
una serie de aspectos antagónicos que indican su origen y manifiestan su verdadera naturaleza. Se le
representa como a un niño, necesitado de protección y ayuda constante, imagen de la debilidad, símbolo
de una dependencia absoluta, vacío de poder e indigente, incapaz de valerse por sí solo sin la
colaboración de los demás pero, al mismo tiempo, está dotado también de una capacidad y fuerza
extraordinaria. Con su arco y sus flechas se dispone a triunfar en las más difíciles tareas, sabiendo que
nadie podrá escaparse a su influjo halagador. Se muestra pequeño, pero camina por la vida solitario,
buscando a quién poder subyugar. Es la energía misteriosa que asegura la perpetuidad de la vida y
doblega a las voluntades más firmes. Pide protección, pero ayuda también a quién se encuentra
necesitado. Una naturaleza, por tanto, compleja y contradictoria: fuerza y debilidad, plenitud y vacío,
dinamismo y receptividad, liberación y dependencia, constancia y fugacidad, entrega salvadora y
egoísmo interesado, causa de ideales y motivo de frustraciones, dispuesto a las mayores heroicidades y
vencido por múltiples esclavitudes. Por amor se toman las grandes decisiones y se realizan también las
mayores insensateces.
Es la ambigüedad que todos sentimos en nuestras propias experiencias personales. Estimula,
impulsa, alienta, oxigena, pero también hunde, destroza, amarga y entristece. De ahí que, bajo un mismo
nombre y a la sombra de un término tan positivo, puedan encontrarse actitudes y vivencias muy
diferentes. Si cada uno escribiera sus experiencias afectivas, tal vez resultaría difícil que el amor, como
protagonista, representara siempre los mismos papeles. Hasta el lenguaje que utilizara no sería tampoco
inteligible para todos los lectores. El cariño posee registros musicales que no siempre se integran en una
armonía.

5. La necesidad de una purificación progresiva

Lo primero que deberíamos recordar, por tanto, es la impureza del amor en sus comienzos. El ser
humano nace en un estado de orfandad impresionante, incapaz de valerse por sí mismo para cubrir sus
necesidades biológicas y afectivas. Debe sentirse acogido, no sufrir el rechazo de los que le rodean,
experimentar el calor y la presencia de un cariño que haga de su existencia un lugar confortable. La
sicología moderna ha insistido mucho en que esta alimentación psíquica y afectiva es mucho más
importante que la meramente biológica. Spitz llama hospitalismo a esa depresión triste y melancólica
que se observa con tanta frecuencia en los internados de huérfanos, a los que les ha faltado el calor y el
clima del hogar. Si el niño comienza a querer a los que le cuidan es únicamente por la gratificación que
le producen y por la utilidad que tales personas le comportan. Amar equivale a ser amado.
Los mecanismos de esta primera experiencia actúan después con posterioridad. Lo único que
sucede es que, a medida que somos mayores, se aprende mucho mejor a encubrir el egoísmo radical e
ingenuo de los pequeños. Es el equívoco tan corriente de que el hecho de amar se confunda con la
experiencia de sentirse querido, de encontrar en el otro algo que interesa, sirve, llena o gratifica. Hay
que reconocer, pues, que el cariño tiene siempre su origen en una necesidad y carencia. Se empieza a
amar para llenar un vacío; se quiere porque hay urgencia de ayuda y protección; se busca el encuentro
para colmar la propia soledad, hasta el punto de que algunos afirman que el enamoramiento es siempre
consecuencia de una insatisfacción interior, de una penuria afectiva que se quiere superar, pues nadie se
enamora si está satisfecho consigo mismo y seguro de su propio valer.
Una visión demasiado pesimista y que no compartimos, pero con una base de verdad y realismo.
Durante la infancia, cuando no se ha recibido la alimentación afectiva necesaria para satisfacer las
carencias primeras, o se dio con una sobreabundancia que no dejó casi espacio para las saludables
frustraciones, el hambre insatisfecha buscará saciar con los otros la anemia psicológica o se le hará
insoportable cualquier limitación posterior. En ambos casos, la relación amorosa se dificulta por las
experiencias tenidas con anterioridad.
En este contexto, la persona corre peligro de quedar instrumentalizada en función de las
necesidades, de quererla en tanto en cuanto sirva de provecho, de buscarla por todo lo que ella ofrece,
aunque ese egoísmo natural e innato en el corazón de las personas se encubra y disimule de múltiples
maneras. Para estos casos empleamos una palabra mentirosa que oculta otra realidad. A una actitud
como ésta, aunque tenga gamas muy diferentes, lo único que le queda de cariño es el nombre con que
la designamos.
Por eso, aunque parezca extraño y contradictorio, un test espléndido para medir la profundidad y
limpieza del cariño es analizar la actitud de despojo frente a la persona o realidad que se ama. Nunca es
posible querer de verdad mientras no se esté dispuesto a prescindir interiormente de ese amor, como
signo de que el otro ya no es término de una necesidad, sino sujeto de un deseo. El que quiere porque
no puede vivir sin esa experiencia, hará del amado un objeto que gratifica, un alimento que colma y
satisface, un alivio que serena y gratifica, pero sin quedar seducido por la dignidad y el atractivo de su
persona. Es una traducción psicológica del radicalismo evangélico por el que sólo se gana cuando se
está dispuesto a perder: "El que ama su vida, la pierde" (Jn 12, 25).

6. Renuncia a la plenitud infantil

Este paso de la necesidad al deseo no es posible sin una dosis de conflicto y frustración, que hacen
tomar conciencia de que el otro, con su diferencia y autonomía, no es un valor utilitario, un cobijo para
la soledad o un remedio contra las dificultades, sino alguien al que vale la pena querer por sí mismo.
Los místicos han descrito mejor que nadie la etapa de silencio y purificación que se pasa, en ese itinerario
hacia Dios como en el camino del amor humano, antes del encuentro más profundo. No es posible gozar
de su consuelo hasta que no se haya aceptado el desierto y la soledad, para que no se le busque por los
dones que otorga, sino porque lo único importante es él. Entonces es cuando el cariño también calma,
serena y tonifica. La purificación no elimina el gozo y la alegría posterior, sólo posibilita vivirlos ahora
de una manera distinta.
La experiencia amorosa parece conducir a una fusión progresiva, como si se pudieran romper las
fronteras de la alteridad. El amor nunca come, ni siquiera a besos, como a veces se afirma, pues lo
primero que exige es respetar la diferencia que no se elimina por el encuentro. El texto bíblico de que
"se hacen una sola carne" (Gn 2, 24) indica ciertamente una comunión singular, pero sin negar la
duplicidad de esta relación. Cualquier búsqueda afectiva que pretenda una simbiosis absoluta es
producto de un deseo infantil, de una omnipotencia ingenua que no se reconcilia con la finitud y
pequeñez de nuestra existencia. Ya sé que precisamente por esta menesterosidad e indigencia nunca se
llegará a una oblatividad absoluta, pues siempre quedarán espacios donde las raíces egoístas asoman de
nuevo, ya que tampoco desaparecen para siempre.
Los psicólogos hablan del mito del paraíso perdido, enraizado en lo más profundo del psiquismo
humano. Todos sueñan con recuperar de nuevo un estadio en donde desaparezcan los problemas y
conflictos de la existencia, como una vuelta a los tiempos primitivos del seno materno. Nadie se resigna
a pactar con el realismo doloroso y molesto de la vida, latiendo siente por dentro la nostalgia de algo
mejor que lo que ahora se tiene. Y algo parecido acontece con el amor. Con una ingenuidad infantil se
sueña que la experiencia afectiva será una especie de nido caliente que abrigue y proteja contra el frío,
que cicatrice las heridas frecuentes, que responda siempre a nuestras necesidades, que llene los vacíos
más profundos, que sea capaz, en una palabra, de colmar la añoranza de una felicidad sin límites. El
amor tiene también sus inevitables fronteras que son, incluso, necesarias para su autenticidad y con las
que no hay más remedio que reconciliarse. Me atrevería a decir que, hasta por su propia naturaleza, deja
siempre una pequeña carencia, pues el respeto a la alteridad y diferencia de la otra persona impide que
busque servirme de ella como respuesta satisfactoria a cualquier tipo de menesterosidad. Quedará
siempre un resto sin llenar plenamente que mantiene al deseo insatisfecho, como una promesa que nunca
acaba de llegar. La aceptación de ese margen insatisfactorio será señal de que se la quiere y de que no
se la utiliza. Esa experiencia, como algún autor ha señalado, tal vez nos haga descubrir, sobre todo a los
creyentes que, detrás de todo, tendrá que haber un Alguien que responda a esa nostalgia de felicidad y
plenitud.

7. La gratuidad de la experiencia afectiva

Hablar de amor no es posible, por tanto, mientras no caminemos en busca del carácter único,
exclusivo y singular de cada persona para amarla por lo que ella es, y no por lo que ella tiene, manifiesta
o comunica. Es un proceso que separa cada vez más del propio egoísmo, para poner en el tú ajeno el
centro de gravedad de nuestra existencia. Se llega poco a poco a que el interés no lo despierte ya lo que
el otro posee o comunica, sino lo intransferible y exclusivo de su persona. Por ello no es posible trasladar
el amor a ningún otro, aun cuando reproduzca las mismas expresiones, cualidades y valores de aquel a
quien se amó. Y es que cuando se quiere de veras a alguien, se hace absolutamente insustituible, porque
lo que se ama es su originalidad única e irrepetible.
El amor va más allá de las cualidades que el ser amado contiene. Es verdad que cuando se le quiere
en serio, se desea para él lo mejor, enriquecido con toda clase de valores, y la alegría de verlo con este
ropaje de cualidades es benéfica y altruista. No es el provecho que pudiera obtenerse de su inmensa
riqueza humana. Es que cualquier cosa parece pequeña al corazón del amante para la gloria y felicidad
del amado. Pero también es verdad que el cariño seguirá existiendo, incluso con más fuerza aún, aunque
no tuviera o se quedara sin nada, porque se apoya en aquello que permanece como intransferible, como
algo que nunca falta ni desaparece.
Cuando se ha penetrado hasta el fondo, la misma superficie es querida y aceptada como es, con sus
aspectos positivos y limitaciones, pero no tanto por el valor intrínseco que contenga, sino por tratarse
de una realidad que pertenece a la persona amada y a través de la cual se nos comunica. El amor
verdadero no es ciego, como a veces se dice; al contrario, su visión es tan aguda y penetrante que ninguna
otra alcanza a descubrir lo valioso que se encuentra detrás de la superficie. Lo que menos le importa es
la fachada y si ante ésta también se siente extasiado, es porque, allá dentro, habita alguien que la llena
con su propio encanto y majestuosidad. La mirada del amante no es frívola, como la de cualquier
espectador; sabe captar la belleza de lo externo, porque penetra hasta el esplendor incomparable de la
persona y como aquello le ha servido de camino introductorio, también lo estima y lo valora. Es el dulce
recuerdo que flota sobre los lugares y objetos que han sido tocados por la presencia de una persona
querida.
Aquí se encuentra el punto decisivo para el análisis de su autenticidad. Mantener a la persona en
el centro de esa vivencia y saber que cuando todo lo demás que posee -belleza, cualidades, simpatía,
inteligencia, poder, riqueza, etc.- interesa por sí mismo o por su utilidad, es que no valoramos lo único
que tiene mayor importancia. Sus cualidades han podido servir para invitar a un conocimiento profundo,
para ir descubriendo el misterio de su interior, y hasta como un estímulo para continuar la difícil aventura
pero, una vez que haya nacido, el amor no necesita de otros fundamentos.

8. Totalidad de la entrega

De igual modo, su respuesta exige una entrega total. La donación de aquello que tengo sería
demasiado insignificante si no simbolizara la entrega de algo mucho más profundo. Si para querer a los
demás bastara desprenderse de ciertas cosas, pero reservándose el corazón, el cariño se transformaría en
una máscara farisaica, en un gesto de disimulo. Cuando san Pablo dice que cualquier acción, por
extraordinaria que fuese -mover los montes, repartir la hacienda a los pobres o disfrutar de algún
carisma-, no sirve para nada sin amor o es como una campana ruidosa o unos platillos estridentes (1 Cor
13, 1-3), no afirma sólo una verdad religiosa, sino que subraya un presupuesto humano anterior: la
exigencia de una interioridad para valorar los gestos y expresiones externas. La lucha contra este vacío
en el culto litúrgico y en la praxis moral ha sido constante en la revelación, pues la vida religiosa y ética,
sin la entrega interior, es un puro formulismo mentiroso y un engaño tan sutil, que deja incluso la
satisfacción de una conciencia tranquila.
Igualmente en el amor. Si porque se ha dado algo pudiéramos quedar tranquilos, como tantas veces
sucede, es por no haber comprendido todavía que el único regalo significativo tiene que nacer del
corazón, que se abre y se despliega en las múltiples pequeñeces de los gestos diarios. Amar es la
comunión de dos personas que mutuamente se han ofrecido como regalo su yo más íntimo y profundo.
De aquí se siguen algunas consecuencias importantes.
La primera sin duda es la totalidad de la entrega. Todo lo que se tiene es posible repartirlo entre
varios por tratarse de valores divisibles. El dinero, el tiempo, la atención o cualquier otra cosa se pueden
distribuir de tal manera que sea posible reservar una parte para las propias necesidades o para las de
otros individuos. Jugamos con cantidades que exigen una división para su reparto. Es más, la entrega de
algo puede encubrir la negación del don personal. Pero cuando se ofrenda a través de un gesto amoroso
el yo único e irrepetible, no hay más remedio que entregarlo en su totalidad. Poner límites es un síntoma
de que sólo se entrega aquello que se tiene, lo que se puede regalar sin necesidad de donarse. Dicho con
otras palabras, la dinámica del amor es totalizante. Quien guarda una zona acotada, que no está dispuesto
a ofrecer nunca, es porque nunca llegó a querer de verdad. La reserva es un límite fronterizo que el amor
jamás construye. Rico no es, por tanto, el que tiene mucho, sino el que está capacitado para donarse. De
ahí que la pobreza, a veces, de pueblos y familias los capacite para una generosidad y altruismo mayor,
pues como no tienen nada que ofrecer, sólo cabe la propia entrega.
Habría que sospechar, no obstante, de ciertos altruismos aparentes que no permiten ser sujetos
pasivos de un favor por parte de los demás, como si fuera un gesto indigno y egoísta que se opone a esta
actitud anteriormente descrita. No hay que olvidar, sin embargo, que aceptar el don ofrecido por los
otros es una de las formas más bellas y profundas de vivir la oblatividad. El que da se encuentra siempre
situado en un nivel superior, pues posee algo de lo que los demás no gozan. Mientras que el que recibe,
por el contrario, reconoce con ese hecho su indigencia y pobreza. Pero si se abre a ese regalo que le
ofrecen y lo acepta, no es tanto porque lo necesite, sino porque goza con la felicidad del prójimo que
siente la alegría de prestar una ayuda o de satisfacer cualquier otra necesidad.

9. La apertura amorosa hacia los demás

La auténtica experiencia amorosa tiene siempre una dimensión universal, con destino a todas las
personas. No se podría amar y entregarse a más de uno si el cariño fuese una simple cosa que, cuando
se reparte, supusiera una pérdida imposible de recuperar. Llegaría entonces un momento en que no
habría nada que ofrecer, pues todo se habría entregado. El cariño ha de medirse con otras matemáticas
diferentes. El hecho de darlo nunca resta ni empobrece pues, como dice bellamente, Antonio Machado:
"Moneda que está en la mano/ quizá se pueda guardar;/ la monedita del alma/ se pierde si no se da".
Es cierto que amar de verdad se reduce siempre a un grupo reducido. Si nuestra afectividad se
sintiera comprometida con el dolor y las tragedias de todo el mundo, no habría corazón que resistiera
con vida. Quiero decir que, cuando alguna vez se ha experimentado la gracia de la amistad, a través de
un individuo concreto, semejante experiencia descubre ineludiblemente el valor de la persona. A partir
de ese momento, todas las demás adquieren un relieve extraordinario. El amor se convierte entonces en
una fuente inagotable de riqueza abierta a todos los seres humanos. Él vislumbra mejor que nada lo que
hay oculto en su interior y los valores inéditos que posee. Esto no significa que todos sean queridos con
la misma intensidad. Las resonancias afectivas nunca serán idénticas, pues se hace imposible sentir hacia
ellos la misma fuerza sentimental. Por otra parte, el amor tiene matices muy diferentes, según la persona
hacia la que vaya dirigido. No es lo mismo el cariño de los padres, de los amigos o el de los esposos.
Cada uno conserva sus características peculiares, aunque todos coinciden en una base común: se trata
de una relación que ha iluminado, como antes decíamos, el valor de lo que significa ser persona. Alguien
que vale por sí mismo y que supera la categoría de lo útil y de lo práctico.
Por eso, el que haya aprendido a querer una vez, está ya preparado para relacionarse con los demás,
incluso con el extraño y desconocido, con una tonalidad de espíritu diferente. Ya sabe el respeto
impresionante que toda persona se merece. Aunque no llegase a un nivel de trato mayor, existe ya una
capacidad embrionaria que posibilitaría el desarrollo posterior de una relación afectiva. Si esta actitud
de fondo no se encuentra ante el otro, podría ponerse en duda la autenticidad de lo que llamamos cariño.
Y es que cuando las fronteras se cierran hacia afuera, para instalarse en el gozo intimista y sin ninguna
apertura hacia los demás, es muy probable que semejante experiencia no haya superado aún los primeros
estadios de inmadurez egoísta.

10. Hacia una fidelidad definitiva

Ahora se puede comprender mejor por qué el cariño verdadero encierra una nostalgia de estabilidad
y permanencia, pues si las cualidades psíquicas o físicas son factibles de cambio, el ser de la persona,
lo que constituye su meollo más auténtico, es algo que permanece por encima de todas sus mutaciones.
La historia de cada uno lleva consigo un proceso constante de evolución en el que, lo mismo que
adquirimos nuevas realidades, estamos sometidos a la pérdida de otras muchas. Si amo a la persona, la
seguiré queriendo a pesar de sus cambios superficiales, porque la razón de la entrega radica precisamente
en algo que no pasa ni podrá desaparecer.
En este sentido, el amor trasciende la frontera de la muerte, cuando el cuerpo ha desaparecido y
sólo queda la presencia intocable del recuerdo. En contra de lo que pudiera parecer, la misma existencia
ocupa un plano secundario, no porque el afecto no busque una encarnación visible y cercana, que
repercute en la propia sensibilidad, sino porque el motivo que lo alimenta se ha hecho independiente
hasta de su vida e inmediatez, como veremos en un capítulo posterior, al tratar sobre la naturaleza de la
fidelidad. Queda siempre el rescoldo de un afecto que nunca se apaga por completo, aunque ya no se
alimente con la presencia de la persona amada. La brisa del recuerdo sopla constantemente sobre la
brasa que calienta y acompaña.
En el amor conyugal esta fuerza se densifica aun más, pues adquiere un carácter exclusivo y
totalizante. Así como la amistad puede repartirse entre varios, la conyugalidad no brota mientras el tú
no se convierta en alguien único e insustituible. Es la experiencia afectiva más profunda que se pueda
sentir: en el mundo no hay nadie con tanto relieve y significado como esa persona singular. Desde ahora
en adelante existe un nuevo centro de gravedad, que representa la ilusión más bella en el áspero camino
de la vida. Se ha vivenciado de pronto que la felicidad no tiene otra meta que el servicio, la entrega y la
donación total al ser amado.
Esto provoca en el otro un cierto narcisismo, porque le hace sentirse cargado de un valor
impresionante. Ser amado así significa conocerse, a pesar de la propia pobreza y limitación, como una
persona tan grandiosa que no admite ninguna rivalidad. Es el gozo de saber que para el otro no existe
nadie tan valioso como el propio yo. Pero si hay un amor recíproco, la gratificación se acepta no para
recrearse solitariamente en ella, sino porque se ha comprendido que en esa inmensa alegría ha puesto el
amante su misma felicidad. La respuesta mejor es hacerle comprender y sentir que ha conseguido su
mayor ilusión: la plena felicidad del amado. A estas alturas, si la infidelidad produce un amargo dolor,
no es tanto por el hecho de haberlo perdido, es más bien la tristeza de haber constatado la propia
incapacidad de hacerlo feliz.

11. Entre la utopía y el realismo

La más grave dificultad contra lo afirmado hasta ahora sería considerarlo como demasiado utópico
e ingenuo. En cualquier caso, cuando observamos las formas de amor ordinario, tal y como hoy se
manifiestan en la mayor parte de nuestra sociedad, es cierto que no encontramos mucho parecido con el
esquema anterior. Algunos creen, incluso, que se trata de un intento imposible, como el que quisiera
escaparse del realismo de los hechos. El corazón humano está podrido en lo más íntimo de su naturaleza
y ha destrozado por completo la dinámica del amor, ya que sólo pretende llenar su vacío e impotencia.
Tal vez con esto se pretenda hallar una justificación a la propia debilidad, pero de lo que no cabe duda,
como la experiencia también lo señala, es que la aspiración hacia esa meta constituye una utopía a la
que no se debe renunciar.
Si hay algo claro en la experiencia amorosa es su dimensión antiutilitaria. Cuando el amor alcanza
un cierto nivel, como ya lo hemos subrayado, no se lanza hacia el otro para mendigar aquello que
necesitamos y que nos falta, como si fuera importante porque responde a la propia indigencia. No se
trata de cosificar o aprovecharse del sujeto que se quiere. Lo que acontece, como se constata en el
proceso educativo, es que nuestras experiencias antropológicas primarias encierran inevitablemente un
aspecto egoísta y utilitario. Desde pequeños nos han enseñado que el amor hay que ganárselo a pulso.
Para experimentar el cariño y la estima de los que nos rodean hay que pagar un precio costoso: responder
a las expectativas de los demás; ser dócil a las exigencias que se nos presentan; actuar de acuerdo con
las normas sociales que se nos imponen. Sólo el bueno, dócil y obediente merece el reconocimiento, la
estima y el afecto, que todo ser humano anhela para no sentirse como extraño, huérfano y solitario.
Quien rechaza este esfuerzo es digno de castigo y rechazo. En el fondo del psiquismo humano, la ley
del talión impone su visión justiciera. El amor no es un regalo, sino el fruto de una conquista y el premio
de un merecimiento.
En la vida adulta estos mecanismos actúan con idénticos esquemas. Hay que encontrar una
compensación para que el cariño surja, o el ofrecimiento de algo para que el otro nos quiera. Lo difícil
es vivir la experiencia de la gratuidad. Querer o sentirse querido, al margen de la utilidad que reporte,
pero se requiere superar esta primera etapa, a través de un continuo proceso, que no niega tampoco la
limitación y finitud de nuestro psiquismo. A veces, cuando se siente con más fuerza el vacío y la soledad,
se busca también la limosna que gratifica y alegra, pero como algo que se nos da como añadidura.
Subir hasta el extremo y remontarse hasta la cumbre más alta es una ardua tarea, pues la única
benevolencia total se da en Aquel que no tiene indigencia ninguna. Pero un intento de ascensión
progresiva, de avance continuo, entra dentro de nuestras pequeñas posibilidades. La ética impulsa
semejante tentativa para no permanecer dormidos en la propia comodidad, para que, aunque sintamos
la fatiga, no nos quedemos satisfechos a mitad del camino. Su objetivo es hacer que el lenguaje del sexo
sea de verdad una palabra de amor. Cómo se puede concretizar algo más este criterio básico es lo que
veremos en el capítulo siguiente.

BIBLIOGRAFÍA
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CAPITULO 5

Exigencias básicas de la moral sexual

1. Concretizaciones del amor

La vida está tejida de hechos que aparentemente no tienen mayor utilidad. Sirven nada más que
para expresar un sentimiento que se manifiesta en su simbolismo. Dejar una flor sobre la tumba de un
ser querido no reporta ningún interés. Es un gesto con el que se muestra que el recuerdo aún perdura,
sin que desaparezca con el paso del tiempo. Me atrevería a decir que las acciones más ricas y humanas
son las que no buscan ninguna utilidad, porque están llenas de un contenido profundo. Como la mujer
que derrama un frasco de perfume sobre los pies de Jesús, con el escándalo del que piensa que hubiera
sido más fructífero entregar ese dinero a los pobres.
Como ya hemos visto, la sexualidad es también una acción llena de simbolismo que manifiesta una
actitud amorosa de encuentro y comunión. Pero, como sucede también con otros comportamientos
humanos, encierra al mismo tiempo un carácter utilitario por la compensación y el placer que reporta.
Sirve para expresar el amor interior y gratifica hondamente al individuo que la vive. La comida es una
fuente de bienestar biológico y vale para mantener las fuerzas y salud del organismo, pero también se
organiza para expresar con ella el afecto que une a un grupo de personas. Además de que alimenta,
demuestra, al mismo tiempo, la amistad de los que comparten la misma mesa.
La ambigüedad de estas acciones resulta, sin embargo, evidente. Sobre ellas cae la amenaza de que
pierdan su dimensión simbólica para reducirlas a su aspecto puramente placentero, en el que sólo se
busca la propia satisfacción y utilidad. Si hemos insistido en la importancia y urgencia del amor como
criterio básico, es con el deseo de superar semejante riesgo y aprender este lenguaje complejo, donde se
mezclan dinamismos contrapuestos. El cariño y la ternura se hallan entretejidos con otras pulsiones más
orgánicas e instintivas, que se han de integrar armoniosamente en una palabra común, llena de
significado. La ética no pretende eliminar su carácter gustoso y gratificante, sino impedir que la
seducción del placer destruya su valor simbólico y la sexualidad se reduzca, como tantas veces acaece,
a una simple experiencia utilitaria.
Aunque ya se han analizado las características de este amor, que lo distinguen de tantas
falsificaciones e hipocresías, tal criterio resulta aún demasiado abstracto en su generalidad. Sin intentar
todavía una valoración ética de los comportamientos concretos, quisiera determinar un poco más cómo
deben encarnarse las exigencias de ese amor en los diferentes niveles de la personalidad con los que el
sexo se encuentra vinculado. Son valores básicos en cualquier actividad de este tipo, que servirán como
puntos de referencia en nuestras valoraciones éticas de los capítulos posteriores.
Voy a fijarme en tres niveles que me parecen más fundamentales. El personal que busca la
maduración y el equilibrio de la propia libido para canalizar esta fuerza en función del proyecto
presentado. El relacional, donde entran las diversas formas de diálogo, para que la llamada que se
despierta hacia el otro se viva como un gesto de comunión respetuosa. Y finalmente, el social para que
no se olvide la dimensión pública y comunitaria que se hace presente en este campo concreto.

2. Maduración personal de la libido

La humanización de la libido, en todas sus expresiones, es el requisito primero para una conducta
sexual. Cualquier normativa busca defender, en cada uno de los niveles en que se aplique, la pureza y
la verdad del cariño, descubrir la superficialidad de los sentimientos, desenmascarar los engaños sutiles,
impedir la comercialización y el juego de las personas, poner en guardia contra los peligros del placer,
evitar un estancamiento en el desarrollo y maduración de la persona, no dejarse arrastrar por el instinto,
que dificulta el diálogo transparente, respetuoso y sensible. Se trata de condenar, en una palabra, la
mentira de actitudes que se adjetivan muchas veces como amorosas.
Pero la integración del sexo en el psiquismo de cada uno no es posible sin un esfuerzo ascético y
educativo, que lleve a reconciliarse con esa realidad, integrar sus tendencias anárquicas, moldearla con
una configuración determinada, para que no se convierta en algo incontrolable, sin posibilidad de
dominio, como una fuerza caótica que se impone a la propia voluntad, No quiero con ello caer en un
mito ingenuo, como si el sexo fuera una corriente impetuosa perfectamente canalizada. Ya diré al final
del capítulo lo difícil que es su absoluta y definitiva integración, pues queda siempre en el interior algún
resto que no se ha humanizado por completo o que no se resigna a vivir para siempre renunciando a sus
tendencias más primitivas. Creer que todo está integrado o que algún día se alcanzará esta completa
integración nace de una imagen demasiado narcisista, que pretende ignorar nuestro frágil equilibrio.
Pero no vale tampoco, apoyándose en este presupuesto, renunciar a cualquier tentativa y dejarse
conducir por las necesidades biológicas.
Para evitar equívocos, nacidos con frecuencia de prejuicios interesados, convendría distinguir con
nitidez entre el instinto y la pulsión, que se consideran muchas veces como términos sinónimos. El
primero es una exigencia enraizada en la misma biología, con un determinismo muy concreto y
especificado, que no hay más remedio que satisfacer, aunque tal satisfacción pueda obtenerse en
proporciones diferentes. La naturaleza ha dotado a todos los animales, incluido al ser humano, de una
serie de comportamientos innatos, orientados a la consecución de un objetivo ineludible para la propia
supervivencia. Sus mecanismos están regidos por una base neurológica y muscular que desencadenan
la respuesta inevitable. El hambre, la sed o el descanso, por citar algunos bien conocidos, revisten tales
características y son imprescindibles para la existencia humana. Se podrá comer en mayor o menor
cantidad, pero nadie puede renunciar a un mínimo de alimentación para vivir por muy grande que sea
su ascetismo y sobriedad. Son leyes que fijan y determinan la conducta sin necesidad de ningún
aprendizaje previo.

3. Determinismo animal y responsabilidad humana

El comportamiento de los animales está regido por este mundo instintivo que dirige también su
conducta sexual. El ser humano, por el contrario, nace en un estado de indefensión mucho mayor que el
de los irracionales, al no estar protegidos, como ellos, por la fuerza eficaz de los instintos. De alguna
manera, no tenemos una garantía de fabricación, que encauce nuestras acciones con una teleología
precisa. Pero si bajo este aspecto somos débiles y estamos desguarnecidos, nuestra grandeza radica
precisamente en esta aparente debilidad. Muchos de estos instintos primitivos, como el sexual, aparecen
modificados en el ser humano y se transforman en una pulsión. El rígido determinismo de aquellos,
aunque no desaparece por completo, se rompe y flexibiliza. El perverso polimorfo, como afirmaba Freud
del niño, es dúctil y maleable como un pedazo de cera, y posee la capacidad de configurar sus propios
mecanismos impulsivos, sin necesidad de sentirse arrastrado por ellos, como una fuerza incontrolable.
La pulsión, entonces, no protege ni modera con la eficacia del instinto, pero permite otro tipo de dominio
responsable para orientarla hacia otros posibles objetos.
La libido humana, por tanto, no constituye ninguna necesidad que se ha de satisfacer
irremisiblemente, pues, a pesar de una cierta orientación, no está determinada por completo, ni resulta
necesario su ejercicio genital como si se tratara de una verdadera exigencia. Tendrá una orientación más
común hacia la alteridad con el otro sexo, pero puede configurarse de otras formas diferentes, buscar
otros estímulos, obtener nuevos tipos de satisfacciones, hasta el punto de que son posibles ciertas
desviaciones que no se encuentran en el reino animal. Incluso su base orgánica es bastante menor, ya
que las funciones y mecanismo biológicos están mucho más influenciados por factores psíquicos,
sociales o culturales. Es decir, el ser humano no es un animal que necesita de una domesticación para
crearle reflejos condicionados, sino que requiere fundamentalmente una educación responsable para
darle la configuración deseada a sus propias pulsiones.
Por otra parte, esta tarea se realiza a lo largo de un proceso histórico. La libido no es una fuerza
estática que aparece de pronto en el despertar de la adolescencia. Su génesis comienza desde las primeras
experiencias infantiles, como un dinamismo frágil, que intentara unificar, más adelante, las múltiples
pulsiones parciales de las épocas anteriores. Es como la corriente final de un río donde se junta y
entremezclan diversos afluentes. Se trata de un proceso evolutivo, lento y complejo, en el que
intervienen una serie de factores que no dependen siempre de nuestra voluntad y sobre los cuales el
inconsciente mantiene siempre un dominio relativo.
En cierto sentido, durante esta primera época de la infancia, no habría que hablar tanto de la
educación sexual cuanto de la educación afectiva, ya que la sexualidad no es nada más que un aspecto
del equilibrio y maduración de cada individuo. No es el sexo lo que se educa, sino la personalidad entera
que se abre, poco a poco, hacia un estadio de oblatividad. Una meta que no se consigue sin esfuerzo,
convencimiento y control del individuo.

4. Valor interpersonal del erotismo

En todo encuentro sexuado hay una dosis de seducción complementaria y gustosa, aunque no
intervenga el aspecto genital. También aquí, como ya explicamos en un capítulo anterior, el diálogo que
se despierta debería impregnarse de la corriente afectiva, pero sin caer en un espiritualismo ingenuo y
peligroso. La fuerza que impulsa a la búsqueda del compañero encierra elementos biológicos e
instintivos, que forman parte de esa misma llamada. Eliminar tales contenidos se hace una tarea
imposible, a no ser que se repriman o encubran bajo falsas apariencias. Lo importante es, una vez más,
que no sean ellos los que predominen, sino que permanezcan integrados en la misma experiencia
amorosa. Para comprender cómo es posible tal armonía, convendría insistir en el valor humano del
erotismo, sin confundirlo para nada, como sucede con mucha frecuencia, con la simple pornografía. No
son términos sinónimos, pero tampoco resulta fácil trazar sus fronteras. Creo, sin embargo, que existen
elementos suficientes para una mayor clarificación.
Ya en El banquete de Platón, el eros (amor) aparece en labios de Sócrates con unos rasgos significativos.
Es un geniecillo divino, poderoso, indomable, fecundo, fuerte, emprendedor, como hemos visto, pero
que, al mismo tiempo, experimenta la necesidad, se siente pobre e indigente, a la búsqueda constante de
una plenitud que le falta, de un complemento que anhela para su completa satisfacción. En el fondo de
su nostalgia hay un anhelo de la Belleza suprema y trascendente. Es, por tanto, el dinamismo que nos
hace trascender lo material y visible para elevarnos hasta el Bien supremo. Incluye ciertamente el
atractivo de índole sexual, por el que el hombre y la mujer se sienten llamados a una comunión recíproca
y complementaria, pero sin quedar reducido a él, pues abarca también todo el mundo de símbolos que
fomenta el interés humano, moviliza la fantasía, despierta la emoción que gratifica y satisface, pero que
ahonda también el ansia de un Bien superior. En este sentido, el erotismo sería algo que llena ciertamente
la propia indigencia, pero que encamina hacia la plenitud del amor. Una promesa que ofrece satisfacción
y quietud, pero que deja a medio camino y abre el horizonte, precisamente por su menesterosidad, a un
Valor más trascendente y definitivo.
Si el cuerpo es la gran metáfora del ser humano, el único sendero posible para entrar en relación
con los demás, la palabra más original y primitiva de cualquier comunicación, tiene que jugar un papel
importante en la experiencia amorosa. Al ser el principal mediador de todo encuentro, se convierte en
el gran signo erótico del deseo amoroso. Como signo, sugiere, moviliza, atrae, estimula hacia la
comunión, donde entran también el placer, la sexualidad y hasta la misma genitalidad, pero revela y
manifiesta, justamente por su carácter de mediador, la existencia de algo que colme la nostalgia de
plenitud. El erotismo se apoya, pues, en el cuerpo humano, se siente atraído por las múltiples llamadas
que lo seducen, pero nunca se acerca a él o lo ofrece como simple realidad biológica o instintiva, como
puro instrumento de placer, sino que lo descubre como portador de un mensaje humano, y lo presenta
como palabra significativa que invita a una comunión personal. Se designa como erótico, por tanto, a
todo ese mundo de signos y mediaciones que con los gestos, imágenes y palabras moviliza a la sicología
para abrirse a este tipo de amor.
Por su propia naturaleza exige una oscilación permanente entre lo real y lo imaginario, un juego
constante entre lo oculto y lo revelado, como un contraste de luz y de sombras, de apertura y misterio,
de promesa cercana que despierta la ilusión y valoriza con una cierta lejanía, con el silencio de una
espera, la conquista y seducción del amado. Si se consumara desde el principio la felicidad ofrecida, ya
no existiría lo imaginario y el deseo desaparecería satisfecho hasta otra ocasión.

5. La degradación del erotismo

El auténtico erotismo busca impedir la vulgaridad, el aburrimiento, la rutina, la mera instintividad,


creando una atmósfera de misterio, encanto, respeto, búsqueda y admiración. Pero no se trata de una
técnica refinada para disfrutar del placer o de un estudio científico sobre los mecanismos biológicos que
lo favorecen o disminuyen. La corriente erótica, como el dios pequeño que conduce hacia regiones
superiores, subraya por encima de todo la supremacía de la persona, va más allá de la pura biología,
hace del cuerpo un sendero que no acaba en el gozo de su posesión. Es el encuentro con el otro lo que
anhela, la apertura hacia la comunión personal, como un don que regala para ofrecer un poco de alegría
e ilusión, y como signo de su propia indigencia y soledad que mendiga también una limosna para su
vacío interior.
Y es aquí precisamente donde reside todo su peligro y ambigüedad. No alcanza la densidad y
hondura del auténtico amor cristiano, ni siquiera es comparable con los rasgos de una verdadera amistad,
que brotan de otros presupuestos distintos y reflejan un rostro con una fisonomía diferente. Es una fuerza
espontánea que hace salir de sí mismo, pero demasiado frágil todavía para romper siempre el círculo
egoísta que nos rodea. El diálogo que comienza puede resbalar hacia un simple monólogo, la apertura
iniciada inclinarse hacia un encuentro interesado, donde el otro ya no es sujeto de relación, sino objeto
que satisface y del que uno se apodera y lo utiliza para su exclusivo provecho e interés. Los signos
eróticos pierden su sentido trascendente, no impulsan más allá de la corporalidad, como si no hubiera
otro horizonte que la llamada del instinto y la biología se convirtiera en la meta última de todo el proceso.
Desde el momento en que el erotismo no continúa su itinerario hasta la comunión personal y se estanca
en lo biológico e instintivo, el cuerpo queda rebajado para convertirse en un estímulo pornográfico.
La pornografía podría definirse, entonces, como la degradación del erotismo o como una erotografía
de baja calidad. Haciendo alarde de realismo, con pseudo-justificaciones sacadas de la naturaleza y de
datos aparentemente científicos, se elimina toda la dimensión humana del eros y la preocupación se
centra en lo físico, en el placer egoísta, para conseguir con la técnica más eficaz la mayor satisfacción
posible. El cuerpo no es lugar de cita ni sendero de comunión, sino un simple pedazo de carne que
alimenta y sacia la soledad y el vacío interno. Lo pornográfico es, por tanto, la antítesis del erotismo,
ya que constituye su más completa y absoluta destrucción. La misma etimología descubre ya su trágico
significado. Pornein es el término griego que se aplica a la prostitución y prostituirse es ofrecer el
cuerpo como una mercancía, darlo para que otro lo utilice a cambio de unas monedas.
La posibilidad de deslizamiento hacia lo pornográfico se halla siempre presente en cualquier signo
erótico, ya que la libertad e intención de la persona, sobre todo, es la que puede rebajarlo a un nivel
instintivo o darle una dimensión humana, cuando ambos aspectos se entremezclan con frecuencia en
una misma realidad. Es más, una determinada representación que pudiera ser pornográfica sacada de su
contexto se purifica de este carácter integrándola dentro de un conjunto, donde adquiere su verdadero
significado. Baste pensar en los frescos de ciertas catedrales, cuya expresión, aislada del simbolismo
que representan en armonía con otras, resultaría un tanto obscena e indigna.
Esto significa que el ojo o el corazón del espectador son un factor preponderante para ver un mismo
símbolo con una óptica bastante diferente. La dimensión pornográfica va a depender de la lectura e
interpretación que cada uno le quiera dar a los signos eróticos. Sobre la obra de arte más exquisita y
armónica puede proyectarse una mirada turbia y rastrera que elimine por completo su mensaje artístico
y humanista. De la misma forma que el ojo limpio sabe purificar mucho sus elementos pornográficos
para descubrir, por encima de todo, sus valores eróticos y trascendentes. La pornografía que mancha,
recordando la frase de Jesús (cf. Mc 7, 21), no es tanto la que viene de fuera, sino la que sale del corazón
del hombre.

6. Significado del pudor sexual

A la luz de estas consideraciones deberíamos enfocar todos los problemas éticos, comenzando por
las primeras manifestaciones de la cercanía y atracción sexual. La educación del pudor aparece como
paso previo para esta humanización. Santo Tomás lo considera como una pasión que provoca cierta
vergüenza y malestar cuando se penetra en este terreno. Es un mecanismo psicológico e instintivo de
defensa, una reacción espontánea, que actúa como un freno frente a impresiones o posturas que pudieran
herir la sensibilidad. Aunque se manifieste a veces como un sentimiento casi patológico, que se
explicaría por diversas causas, su función en la persona tiene una exquisita finalidad, pues intenta
mantener el clima íntimo y necesario para que el sexo no pierda su misterio y su candor.
El pudor sexual oculta aquello que, aunque sea bueno, no se debe revelar por el momento a
cualquier persona. Es una exigencia con raíces biológicas, pero que descubre la significación
suprautilitaria del cuerpo humano, que no está hecho para convertirlo en un objeto de placer, de
entretenimiento, o en una forma de comercialización. Por eso hay circunstancias en que la desnudez no
tiene nada de impúdico y el vestido, sin embargo, puede constituir un atentado contra el pudor, si lo
único que intenta es ofrecer el cuerpo como una mercancía. El respeto a ese recinto humano de la
corporalidad está impuesto por el valor expresivo e íntimo que contiene y, por ello, no se da en el mundo
de los animales o de los niños, donde el cuerpo no alcanza este nivel de significación.
Las manifestaciones corporales tienen que vivirse como un don responsable, como gesto de amor
encarnado, aunque no lleguen a la entrega absoluta del matrimonio, ni pueden jamás desvincularse de
la persona que las entrega o de aquella que las recibe. Están cargadas de un lenguaje que no debería
convertirse en mentira o en burla hiriente. Y la única palabra válida que se afirma en las miradas,
conversaciones y caricias es la del respeto y aceptación del otro como persona.
Impúdico, según esto, es toda forma de comportarse que, al acentuar el sexo, disminuye el valor
de la persona y aumenta el peligro de cosificarla. Lo mismo que el pudor psicológico protege el centro
íntimo de la mirada curiosa e inoportuna, el pudor sexual mantiene una atmósfera de reverencia y
delicadeza hacia el cuerpo. Y si una apertura psicológica permanente sería insoportable, la falta total de
aquél acabaría también por destrozar todo el encanto del sexo. Directamente es una defensa de la
castidad, pero indirectamente supone una protección de la persona. Cuando el amor, por el contrario, ha
creado una plena comunicación, ya no hay motivo para temer una conducta indiscreta que pisotee los
valores personales.
El deseo está orientado hacia el bien del otro, que no podrá sentirse utilizado, ni experimentar la
necesidad de ocultarse como medida precautoria. El sentimiento de vergüenza ha sido superado por la
cálida fuerza del cariño. Si el pudor no desaparece por completo, es que existen otras raíces más ocultas
o queda el miedo de que el egoísmo intente aprovecharse de la confianza y libertad otorgada.
La moralidad no reside sólo en el peligro de lo genital, sino en la forma de enfrentarse con la otra
persona como simple objeto de interés, cuando lo único que se aprecia y busca son los aspectos
secundarios y marginales del otro. Se trata de valores canjeables que cualquiera puede ofrecer, porque
no importa casi nada la dimensión personal del que los tiene. La acentuación excesiva de las cualidades
o de la belleza y anatomía del cuerpo demuestra que no hay apenas espacio para una valoración más
humana y comprometida. Es el fenómeno que aparece en muchos juegos eróticos, en los que la relación
no tiene consistencia ni seriedad, pues la gratificación afectiva que produce está llena todavía de
excesivas impurezas psíquicas. La imagen publicitaria de la mujer, por citar un ejemplo, simbolizaría el
relajamiento y degradación con la que tantas veces se contempla esta relación heterosexual.

7. La regulación del impulso genital

De la misma forma, el amor debería regular las necesidades del impulso genésico, para que se viva
de acuerdo con sus exigencias teleológicas y con las que se derivan por estar situado en un contexto de
diálogo y comunión. El objeto de la actividad genital es el placer que satisface a la tensión creada y
provoca, por ello, un sentimiento de plenitud. Tal gozo -ya lo hemos visto- invita a considerarlo como
el valor por excelencia, a disfrutarlo como una promesa sin límites, a buscarlo para que apague el deseo
de una necesidad biológica. Todo eso existe, pero no es lo más importante, pues su carácter fugaz y
momentáneo deja siempre el vacío de una nostalgia mayor. Desde el momento en que se centra el interés
sobre la mera satisfacción sensible, el contexto humano desaparece, la persona queda reducida a ser un
simple instrumento, y la llamada recíproca se extingue, como el mismo deseo genital, hasta que el
impulso lleve de nuevo a la búsqueda del otro por un atractivo muy epidérmico e interesado, para negarle
precisamente su papel de compañero.
El placer es símbolo de vida, pero manifiesta también la propia fínitud y limitación no sólo por su
caducidad, sino porque el otro se hace presente como algo distinto, de lo que nadie se puede apoderar y
que hace descubrir las propias indigencias. Se desea porque falta algo, pero hay que respetarlo en su
diferencia a pesar de la fuerza que quisiera acapararlo. El deseo de plenitud ha de aceptar los límites,
sin manipular al otro para hacerlo simple instrumento de la satisfacción. La violencia, que es una manera
de rechazar la alteridad, está siempre escondida para evitar justamente la diferencia ineludible que
recuerda la pobreza de cada ser. Por eso, esta experiencia hiere, más o menos inconscientemente, el
componente narcisista de toda relación humana, ya que nos enfrenta con nuestra condición mortal.
El ser "una sola carne", con todo su profundo significado, no es la búsqueda de una simbiosis para
recuperar un sueño infantil de omnipotencia, el mito de un poder que fue destruido, sino que obliga a
un comportamiento transido por el respeto y la ternura, como el único camino que fomenta la comunión,
sin negar la herida, y que acepta la dualidad que se supera con el abrazo. El aspecto de gratificación
forma parte del componente sexual. Su olvido, incluso, no tiene que ver nada con la oblatividad y el
cariño. Pero tal gesto ha de ser signo también de una benevolencia que se niega a toda forma de
cosificación, agresividad, perversión, engaño o juego narcisista.
La tarea de este esfuerzo trasciende la simple información técnica y hasta las obligaciones que
dimanan del carácter procreador de la sexualidad. El deber de la amistad y compañerismo en la pareja,
tan frecuentemente olvidado, es más urgente y difícil que el oficio paterno o materno. La construcción
de esta comunidad tiene mucho de artesanía, en la que el corazón trabaja mucho mejor que el mismo
cuerpo, aunque los dos tienen que ir unidos para que el placer sea amoroso y el amor se haga placentero.
En este contexto la ética sexual aparece como un requisito para que el diálogo comunitario entre
el hombre y la mujer, en sus diferentes facetas, adquiera una maduración oblativa y que cualquier tipo
de relación a través del cuerpo no viole el misterio y la dignidad de la persona, ni olvide lo que ello
significa: algo más que estancarse en la superficie de la piel.

8. Dimensión social de la sexualidad

El cariño, finalmente, tiene también una dimensión social, a pesar de que muchos lo consideren
como un asunto privado. Es cierto que a nadie se le puede imponer el amor a una persona, pero la mutua
donación sitúa a los cónyuges en un nuevo ámbito que por su propia naturaleza exige un vínculo con la
sociedad. Ella es la única que puede legitimar la constitución de esta célula y declarar oficialmente su
existencia con todas sus obligaciones y derechos. El cariño conyugal deja de ser un hecho oculto para
convertirse en un fenómeno público por las múltiples influencias que de él se derivan. De ahí que la
legalización del matrimonio haya sido una constante histórica a través de las diferentes épocas, culturas
e ideologías, como indicaremos más adelante.
Pero de alguna manera también, la sociedad debe ejercer un cierto control sobre la manifestación
y publicidad de todo lo relacionado con el sexo. Se trata de ver si el bien común exige una amplia
tolerancia en este terreno o deberían prohibirse, al menos, aquellas conductas y expresiones públicas
que supongan un mal social o hieran la sensibilidad de la gente. También el ambiente limpio y respirable,
en el campo del erotismo y de la pornografía, es una exigencia de la ecología humanista.
Es cierto que la cultura ejerce una influencia extraordinaria en la expresividad de los signos para
darles un significado erótico o pornográfico. En una época determinada o dentro de un clima social
concreto, ciertas formas aparecen como hechos normales y aceptables o están cargadas de contenido
negativo. El ambiente cultural hace también que el acercamiento a la realidad se efectúe a partir de unos
valores que matizan su lectura e interpretación. Aunque los criterios históricos hayan sido algo
diferentes, existen algunos valores básicos cuya vigencia parece incontestable. Desde un punto de vista
ético y humanista habría que afirmar y defender que todo lo que sea una instrumentalización de la
persona, fomente la búsqueda del mero placer sin ningún tipo de relación humana, subraye
exclusivamente los aspectos biológicos del sexo, invite al ejercicio de la pasión instintiva e incontrolada,
incite a la violencia, agresividad o falta de respeto, o se convierta en una fuente de ganancias económicas
o de intereses políticos, resulta indigno y deshumanizante. Ninguna persona sensata aceptará que un
proyecto como éste sea el modelo de sexualidad que ha de imponerse en nuestro mundo. Si el mensaje
de una obra ya hemos dicho que puede ser traducido por la perversidad o limpieza de la persona, es
evidente que existen también muchos mensajes objetivos, cuya lectura es tan explícita que no cabe otro
tipo de interpretación. Lo que ahí se busca no es nada más que la exaltación del sexo, sin otros
componentes humanistas y afectivos. La dificultad surge cuando se intenta poner unos límites concretos
y en una sociedad tan pluralista que no comparte los mismos presupuestos y perspectivas.
Hoy son muchos los que abogan por una libertad de expresión ilimitada. La autonomía, como un
derecho del ser humano, implica el rechazo de toda norma coactiva en este terreno. El problema, sin
embargo, me parece más profundo. Es cierto que la vida privada e íntima de las personas no están sujetas
a ningún tipo de reglamentación. Lo que cada una haga en privado pertenece al ámbito de su propia
responsabilidad, aunque se tratara de aberraciones manifiestas. La legislación civil no tiene ninguna
función en este campo, pues su objetivo se centra en la salvaguardia del bien social y común. Incluso
una cierta tolerancia sería aceptable para que existan espectáculos, donde algunos puedan satisfacer sus
necesidades, sin que tengan que buscarlos por otros sitios o molestar a otras personas. La ley regularía,
entonces, su existencia y funcionamiento para evitar el peligro del escándalo, perversión, proselitismo,
exhibición o propaganda pública, que afectara a otros intereses sociales.

9. La imagen social de la sexualidad

Lo que parece inaceptable es la libertad absoluta de expresión, como si el derecho a ella fuera
siempre ilimitado, o bastara, en estos casos, la posibilidad del rechazo para los que piensen o deseen
actuar de otra manera. Porque la preocupación no ha de centrarse directa ni exclusivamente sobre los
daños o beneficios personales. Lo que está en juego es la imagen de la sexualidad que se impone en el
ambiente y que, poco a poco y de forma sutil, se asimila hasta convertirse en el modelo ideal. Si una
educación puritana y rigorista ha impedido un encuentro espontáneo y natural con el sexo, la superación
de esos tabúes está llevando a una nueva reconciliación con él, de la que va desapareciendo todo su
contenido humano.
Los medios de comunicación social, con el deseo aparente de una mejor educación, lo están
transformando en una realidad biológica, demasiado instintiva, puramente placentera, en la que es
posible cualquier forma de actuación, donde priman los criterios sociológicos sobre los éticos y
humanistas. La formación radica en la técnica, en los conocimientos anatómicos, en las encuestas
sociológicas, en la conciencia de que cada uno es libre para actuar como quiera, en la superación de
cualquier límite o norma que se consideran como prejuicios, sin que apenas aparezcan en este discurso
los aspectos más humanos.
Las consecuencias pueden ser peores a corto y largo. Semejante presentación no educa para el
dominio y control de las pulsiones, para la ascética humana, para el amor y la ternura, para el respeto a
la dignidad de la persona, sobre todo de la mujer, para la fidelidad del cariño. Y una sociedad que
favorece, fomenta e invita a superar todo sentimiento de culpa, para vivir con un liberalismo absoluto el
fenómeno sexual, no es signo de progreso, sino de retroceso y deshumanización. No pretendemos
imposiciones absurdas y trasnochadas, pero tampoco hay que resignarse a dar gusto en todo, sin otra
orientación que la llamada del instinto. La masa se inclina con mayor facilidad hacia la tolerancia más
completa, con la excusa, además, de que el que no quiera tendrá derecho a comportarse como juzgue
oportuno, pero olvidando que el bombardeo continuo en sentido contrario y el clima que se crea terminan
por imponer otra imagen diferente.
No hay que olvidar tampoco los factores políticos y económicos que intervienen en la regulación
de la sexualidad. Bajo la bandera de la libertad y del progreso, se están defendiendo unas ganancias de
extraordinaria rentabilidad, que no pueden ponerse en peligro por cualquier forma de control. Como en
el caso de la fabricación de armamentos o de la producción de drogas, existe una inversión de capital
impresionante que ha de hacerse rentable con un mercado cada vez más amplio que no se puede perder.
De la misma manera que, en otras ocasiones, se ofrece como alimento y engaño para distraer al pueblo
de otras preocupaciones más importantes y urgentes.
Lo que está en juego, por tanto, es la imagen que se ofrece sobre la sexualidad. Y frente a las
diversas antropologías permisivas y naturalistas de cualquier clase, en las que lo pornográfico se incluye
como un elemento más, hay que luchar por otra concepción más humanizante y personalista, donde lo
erótico tenga su espacio adecuado, pero sin descender al nivel inferior de la pornografía. Si el erotismo
tiene un valor humano, lúdico y placentero, esta última lo degrada y envilece a simple utilidad y
mercancía. El ambiente social que influye poderosamente en la educación de los individuos, debería
regularse, con una legislación adecuada, para evitar aquellas manifestaciones que, sin puritanismos ni
temores absurdos, sólo buscan la epidermis del sexo. El uso de la mujer en la publicidad sería, por
ejemplo, un tema digno de reflexión y de cambio.

10. La valoración ética del pecado sexual


Así pues, la moral explicita como exigencia lo que la naturaleza misma de la sexualidad postula.
Un amor que se encarna en los gestos corporales para moderar el dinamismo ciego de la pulsión.
Éticamente será positivo todo comportamiento que ayude a la consecución de los objetivos propuestos.
Por el contrario, y desde un punto de vista negativo, el pecado va a consistir en una búsqueda
deshumanizante, egoísta y privada de esos contenidos. Toda falta se convierte por este motivo en una
individualización aislante de la sexualidad, en cuanto ésta desintegre y rompa el sentido relacional o
mantenga paralizada su evolución. Pero, ¿cómo podemos valorar la importancia de estos
comportamientos negativos?
Las dos fuentes de la moral católica han sido siempre la palabra de Dios explicada por la Iglesia y
la reflexión humana sobre las exigencias de la ley natural. Sin embargo, cuando queremos catalogar la
gravedad de un pecado, no basta acudir con ingenuidad a cualquier cita de la Escritura, pues las
categorías en que ella se mueve no corresponden a las nuestras tradicionales. Decir que la fornicación o
impureza es un pecado mortal, porque "los que se dan a eso no heredarán el reino de Dios" (Gál 5, 21),
es omitir que para san Pablo la misma consecuencia producen las discordias, envidias, rencillas,
divisiones, iras y celos, que no alcanzan de ordinario en nuestra moral una idéntica condenación. Aunque
la impureza aparece como pecado importante, no es fácil deducir siempre de tales afirmaciones la dosis
de culpabilidad que encierra cualquier comportamiento de acuerdo con la división entre pecado mortal
y venial. La cosmovisión que sobre el hombre y el sexo aparece en sus páginas ilumina y fundamenta
la reflexión posterior, aunque no pueda encontrarse siempre la importancia concreta de cada conducta.
Por ello no queda otro camino que la meditación sobre el significado del sexo para descubrir el valor
ético pisoteado en una conducta.
La Iglesia ha condenado siempre cualquier atentado contra alguna de las exigencias inherentes a
la sexualidad. Cerrarse al amor o a su tendencia fecunda es la razón de fondo para aceptar ciertos
comportamientos como lícitos. El interés específico de la moral radica en la defensa de ambos aspectos,
que han de ser asumidos en una tarea responsable, y la persona que no se preocupa por evitar los riesgos
del instinto e integrarlo armoniosamente en su personalidad, de acuerdo con estas orientaciones, está
cerrada a un valor serio y trascendente. Desde una perspectiva ética habría que designar esta postura
como grave. Es la negativa a una exigencia básica del ser humano, como grave sería la actitud de quien
no se preocupa en absoluto de la veracidad de sus relaciones con los demás. Al descender a los actos
concretos, por el contrario, las enseñanzas de los manuales han sido valoradas hoy con nuevas
matizaciones.
El principio de la no parvedad de materia resulta ya para muchos de un rigorismo excesivo y poco
fundamentado. Con él se aceptaba en la práctica que, fuera del matrimonio, cualquier acto venéreo
directamente voluntario, por muy pequeño e insignificante que fuese, debía considerarse como materia
grave e importante. Es decir que, a no ser por falta de libertad o de conocimiento indispensable,
supondría siempre un pecado mortal. No hay que explicar ahora las razones históricas que motivaron
estos planteamientos tan rigoristas. La discriminación efectuada entre el sexo y los restantes problemas
éticos es demasiado evidente para que no surjan sospechas sobre su falta de objetividad.
A lo mejor, si hubiéramos tomado en serio las afirmaciones tan repetidas de Cristo sobre el peligro
de las riquezas, y la experiencia histórica de tantas injusticias elaboradas con el dinero, nuestra moral
económica sería hoy mucho más rigorista que la ética sexual. El Evangelio, al menos, se muestra mucho
más comprensivo con las deficiencias sexuales, aunque también las condena, que con otros pecados en
los que hemos admitido una benevolencia mayor por no enjuiciarlos siempre como graves.

11. Las nuevas matizaciones

Con esto no pretendemos negar la importancia y gravedad de las faltas en este terreno. La
sexualidad tiene una función decisiva en la maduración de la persona y en su apertura a la comunidad
humana. Una negación teórica o práctica del significado profundo del sexo constituye un desorden, que
debería catalogarse como grave por atentar contra una estructura tan fundamental del ser humano. Ni
creo que nadie, fuera de algún extremista radicalizado, ponga en duda semejante principio. Lo que
resulta mucho más difícil hoy día de aceptar es que la más mínima transgresión constituya objetivamente
un pecado grave. La malicia del acto radica en la renuncia a vivir los valores de la sexualidad que en
cada gesto concreto se eliminan. Si una conducta aislada no llegara a herir gravemente el sentido de
aquella, se debería admitir, como en otros campos de la moral, la levedad moral de esa conducta.
Por otra parte, toda la literatura en torno a la opción fundamental ilumina, con una nueva visión más
realista y evangélica, el valor ético de nuestros actos particulares. Ellos participan de la moralidad en la
medida en que sirven para crear, mantener o producir un cambio de actitud. Serán buenos o malos en
cuanto colaboran o dificultan la realización del ideal que nos hayamos propuesto. Y es evidente que
desde esta perspectiva, sin caer en el extremo contrario de negar que un acto concreto pueda cambiar la
opción, habrá que descubrir la densidad humana de éste y ver si posee la fuerza suficiente e indispensable
para romper con la opción tomada.
A veces, la valoración ética se hace más compleja. La sexualidad, como ya apuntamos, es una
organización frágil de pulsiones parciales que, a través de su evolución histórica por las diversas etapas
que atraviesa, busca su satisfacción con diferentes objetos. A lo largo de todo este proceso son
inevitables ciertos desajustes y regresiones, como consecuencia de factores externos que no dependen
de nuestra voluntad. Cualquiera de estas dificultades obstaculiza, en proporciones desconocidas, la
armonía y conjunción posterior.
Esto explica la posibilidad de conductas insatisfactorias, que incluso deben catalogarse como
éticamente importantes, pero que no siempre brotan de una libertad personal. Nadie está libre de estos
condicionantes que forman parte también de las acciones consideradas como voluntarias. Existen
muchos comportamientos conscientes que escapan, sin embargo, al control del propio sujeto. Son actos
más o menos compulsivos, aun sin la conciencia de esta limitación, que no se llegan a dominar por
completo y que brotan a veces en los momentos más inesperados. Las causas de esta compulsividad no
se descubren fácilmente, pues integran el patrimonio de tantas experiencias vividas desde la primera
infancia, que se entremezclan con los elementos educativos, ambientales y fisiológicos en la
personalidad de cada individuo.
En teoría, habría que distinguir, por tanto, entre lo que nace de una verdadera libertad -lo
pecaminoso- y lo que es producto de una responsabilidad condicionada -lo psicológico-. La dificultad
práctica, sin embargo, radica en medir el grado de esa fuerza irresistible que aparentemente doblega,
cuando, en tales circunstancias, queda siempre un espacio para la cooperación libre, donde se hace
presente la cobardía, la falta de tensión o la comodidad excesiva.
Precisamente por esto último, nada de lo dicho con anterioridad debe convertirse en una tentación
al laxismo. También es necesaria una honestidad grande y sincera para sospechar, por lo menos, y
reconocer, si es posible, el margen de colaboración prestada. La falta de limpieza psicológica, el soñar
despierto, la búsqueda de ciertos estímulos, la negativa a dar los primeros pasos que no parecen
peligrosos, las pseudo-justificaciones e intereses ocultos que disminuyen el deseo de luchar, el pacto
cobarde con la realidad que se vive... son elementos de una tensión interior que más adelante parece
incontrolable.

12. Entre el fariseísmo y la culpabilidad excesiva

Todo esto no puede eliminar la condena objetiva de tantos comportamientos ilícitos. Nadie podrá
decir que la masturbación, como forma aislada y solitaria, sea el mejor camino para vivir la sexualidad,
o que una vida conyugal cerrada caprichosamente a la procreación constituye el ideal del matrimonio.
Creemos en la existencia del pecado y del pecado mortal, pues humanamente sería ingenuo lo contrario
y teológicamente una barbaridad, pero no estamos tan seguros de las aplicaciones rigurosas en algunos
casos, ni que todos los actos concretos expresen siempre un cambio profundo de actitud. En este sentido
la claridad tradicional en la clasificación de los pecados queda algo difuminada. No es problema de
matemáticas, sino de una valoración compleja de muchos elementos, que no resulta fácil dilucidar en
todas las ocasiones.
Hay que evitar, por ello, un doble extremismo entre el sentimiento farisaico de la persona
autosatisfecha, que se considera indemne de todo fallo y merecedora de la benevolencia divina, y la
culpabilidad del que se hunde por no superar sus conflictos. Ninguna de las dos posturas se justifica con
el Evangelio. El ser humano actúa siempre con una mezcla de luces y sombras, de cobardía y buenos
deseos, de ilusión y conformismo, de libertad y condicionantes, cuyas fronteras permanecen en la
penumbra. Sólo Dios es capaz de conocer la situación real de cada uno. La fe es un estímulo para sentirse
a gusto delante de él, sin saber con certeza y exactitud el fondo más auténtico de nuestro interior.
El sí a Dios, como valor supremo, es posible ofrecerlo también en el desarreglo y compulsión de
una conducta que no responde a las normas éticas, cuando esos gestos, sin conocer en qué medida,
escapan al control del individuo. La impotencia y la culpabilidad se entremezclan en proporciones
desconocidas, dejando al sujeto sumido en la ignorancia de su condición. Tal desconocimiento será un
problema para el narcisista, que necesita sentirse gratificado por su propia imagen, pero el auténtico
cristiano vive contento en su misma opacidad. Su interés está centrado mucho más en servir a Dios y
ayudar a los otros que en la preocupación por su perfeccionismo individual. Una aplicación concreta de
estos principios generales la iremos realizando en los capítulos siguientes.

BIBLIOGRAFÍA

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CAPÍTULO 6

Estados intersexuales y cambio de sexo

1. La existencia de ciertas patologías

Ciertamente no se trata de fenómenos normales y frecuentes en la vida ordinaria. Algunos casos


pertenecen al ámbito de las patologías genéticas que son estudiados en la bibliografía científica, sin que
tengan mayores resonancias sociales. Otros, en cambio, son aireados por la prensa, sobre todo si se trata
de personajes conocidos. La transexualidad y el travestismo son las conductas más corrientes y
conocidas del público. En el fondo de todas ellas hay siempre un cierto desajuste entre los datos
genéticos y los procesos siguientes que deberían conducir hacia la identidad sexual de la persona.
Es lógico que se busquen las terapias más eficaces para reajustar estas disfunciones que, al margen
de sus repercusiones biológicas, tienen también una enorme influencia sobre la sicología del individuo,
hasta destruir en bastantes ocasiones su tranquilidad y equilibrio interior. El cambio, incluso, del sexo,
mediante la cirugía plástica, aparece como una de las soluciones posibles. ¿Qué pensar de todos estos
procedimientos desde un punto de vista ético? Antes de ofrecer unas reflexiones valorativas, apuntemos
de una forma sumaria cómo se realiza el largo proceso evolutivo hacia la plena identidad sexual.

2. Del sexo cromosómico a la alteridad sexual

Todos sabemos, desde las primeras nociones de genética, que uno de los 23 pares de cromosomas
de la especie humana es el encargado de configurar el sexo de la persona. La presencia en el cigoto de
dos cromosomas XX dará origen a una mujer, mientras que la pareja XY lo será del hombre. En esta
región del Y se encuentran, por tanto, el gen o los genes responsables de esta diferenciación. Es lo que
podríamos llamar el sexo cromosómico.
Desde aquí se enviará a las gónadas, todavía indiferenciadas, la información suficiente para la
elaboración de los ovarios o de los testículos: sexo gonádico. En el sujeto con gónadas masculinas se da
la regresión de los conductos de Müller por la presencia de una sustancia inhibidora, y bajo la acción de
la testosterona los conductos wolfianos se transforman en los genitales internos, mientras que la
dihidrotestosterona produce la configuración de los órganos extemos. Menos claro es el mecanismo que
provoca el proceso inverso en la mujer, aunque parece que comienza con la producción de los
estrógenos. En cualquier caso, es evidente que existe también un sexo hormonal, producto del anterior,
que influye en la configuración masculina o femenina del ser humano. A lo largo de todo este proceso
de diferenciación genital juegan también un papel importante ciertos tejidos que deben recibir la
inducción por parte de las hormonas esferoides y cuya capacidad de respuesta depende de la presencia
en sus células de algunas enzimas y receptores.
La proporción y diferencias de hormonas son las que, a su vez, posibilitan el sexo morfológico o
fenotipo que distinguen al cuerpo masculino del femenino. La diversidad biológica es tan manifiesta
que constituye el criterio más inmediato y evidente para la adjudicación de la identidad sexual de hombre
o de mujer. Una diferencia que afecta también al cerebro en el área del neocortex, relacionada con las
experiencias conscientes y la actividad cognoscitiva. La diversidad anatómico-estructural de los dos
hemisferios es bien conocida, aunque los mecanismos que la condicionan sean todavía objeto de un
intenso estudio para un conocimiento mayor. Pero no hay duda de que el cerebro masculino y femenino
son dos variantes biológicas del cerebro humano.
A partir de estos datos fundamentales, el ambiente y la educación posterior contribuyen también
de manera importante a la formación del sexo psicológico: la vocación de todo ser humano a vivir su
existencia con las características propias de su sexualidad masculina o femenina. Supone la aceptación
de su naturaleza específica y la respuesta adecuada a sus exigencias concretas. Estas mismas diferencias
morfológicas y biológicas conducen normalmente hacia la reciprocidad entre ambos polos. El sexo
heterófilo busca su complementación en el encuentro con el otro, como invitación mutua a una plenitud
mayor.
A lo largo de este lento y complejo itinerario puede darse una serie de fallos y desajustes, cuya
etiología nos resulta aún desconocida en muchas ocasiones, a pesar de los grandes progresos que se van
dando en este terreno.

3. Patologías genéticas y hormonales

Algunas anomalías genéticas del mismo cromosoma sexual son causa de ciertas patologías. Así,
por citar sólo las más conocidas, en el síndrome de Turner, con una composición XO, la falta del segundo
cromosoma imposibilita la diferenciación de los ovarios o testículos, y la ausencia o disminución de
otras hormonas necesarias para la evolución posterior. Son mujeres, aunque de ordinario estériles, y
exigen una terapia de estrógenos para su desarrollo fisiológico. Y por el contrario, en el síndrome de
Klinefelter (XXY), la presencia de otro cromosoma X obstaculiza el influjo masculinizante del Y.
Suelen ser estériles, con órganos rudimentarios y ciertas apariencias femeninas como la ginecomastia
(desarrollo de los senos).
Otras veces se da una verdadera inversión del sexo, cuando en individuos fenotípicamente
masculinos, sin grandes diferencias con el varón normal, se encuentra un cromosoma XX, o cuando en
sujetos de apariencias femeninas y órganos genitales externos e internos de mujer, existe un cromosoma
XY, que caracteriza al hombre. Es decir, se da una completa contradicción entre el sexo cromosómico
y el sexo gonádico que orienta la evolución posterior en sentido contrario.
En otros casos, incluso con una composición genética normal, la persona es portadora, al mismo
tiempo, del tejido ovárico y testicular, bien en una sola gónada o en dos separadas. Este hermafroditismo
verdadero es muy raro en la especie humana y provoca una disfunción parecida a la anterior, ya que los
órganos externos pueden pertenecer a cualquiera de los sexos, pero con manifestaciones características
del contrario. La inversión, en esta última anomalía, no es completa por la presencia del doble tejido
gonadal que explica esta dualidad sexual. En todos estos casos de inversión, la normalidad, por supuesto,
no es absoluta, pues son posibles otras alteraciones, sobre todo en la capacidad de reproducción. En el
pseudohermafroditismo las gónadas pertenecen a un solo sexo, aunque sus órganos externos son una
mezcla gradual e intermedia de ambos.
Una deficiencia hormonal, producida por otras causas, podría dar lugar a la existencia de hombres
con algunas características femeninas -ginecomastia, distribución de grasas, falta de vello-, o a mujeres
con ciertas apariencias viriles. A veces, no revisten mayor importancia, aunque no respondan por
completo al fenotipo ideal y, en ocasiones, tengan alguna repercusión psicológica.

4. Otras disfunciones sexuales

El fenómeno de la transexualidad ha sido objeto de estudios más recientes, y su interés sobrepasa


el de los ámbitos científicos para despertar también la curiosidad y el comentario de la gente. Son
individuos, sobre todo de sexo masculino, que, desde el punto de vista psicológico, se sienten del sexo
contrario. Existe una clara y radical oposición entre su fenotipo y su sicología , que les lleva a vivir en
una tensión permanente. Mujeres que se creen prisioneras en un cuerpo de hombre -o al revés- y desean
liberarse de los atributos biológicos que les impiden comportarse de acuerdo con sus deseos más
profundos. Si en algunas formas más ligeras es suficiente una terapia psico-farmacológica, en otras la
cirugía aparece como la única alternativa para adecuar el cuerpo a su identidad sexual psicológica y
conseguir una serenidad y equilibrio mayor. El transexual está convencido de ser un verdadero error de
la naturaleza, que desea superar a toda costa, dentro de sus posibilidades limitadas. La técnica ha hecho
posible la creación de vaginas o penes artificiales que suplen, de alguna manera, la ablación de los
órganos masculinos o femeninos.
El rechazo del propio sexo no es identificable con la anomalía anterior. Aquí la persona es
consciente de su identidad sexual y se reconoce como es, aunque querría y le hubiera gustado pertenecer
al sexo diferente. De la misma manera que en el travestismo el sujeto desea utilizar la ropa que no le
corresponde, sin que esto suponga tampoco, al menos en todos los casos, una verdadera disfunción.
Podría tener otras raíces más profundas, como un mecanismo de defensa contra la angustia de la
castración, o ser signo de una transexualidad; pero de ordinario, sobre todo en ciertos ambientes, se ha
convertido en una forma de ganar dinero, que no está exenta de originalidad o de un cierto
amaneramiento. Finalmente la homosexualidad, de la que hablaremos en un próximo capítulo, es la
inclinación erótica hacia el propio sexo, sin que exista tampoco un rechazo de la propia identidad. La
apertura heterófila no se ha desarrollado en este caso y el individuo no busca en ella su propia
complementariedad.

5. Hacia una valoración ética

Hemos visto, pues, cómo pueden darse ciertos desajustes en los diferentes niveles del proceso
evolutivo. La normalidad supone una adecuación para que todo se desarrolle en coherencia con el
destino primero, escrito ya en los cromosomas sexuales. ¿Cómo valorar, entonces, las intervenciones
que buscan corregir las anomalías y disfunciones que hemos apuntado?
Todos están de acuerdo en la licitud de aquellas ayudas psicológicas, farmacológicas y hasta
quirúrgicas, si fueran necesarias, que configuren a la persona en función de su sexo genético. Todas
ellas, del tipo que sean, tendrían un marcado carácter terapéutico, para evitar el disformismo que podría
causar problemas biológicos y psicológicos más o menos acentuados. El sentido común y las
circunstancias de cada persona determinarán qué medio parece el más adecuado para no comenzar con
aquellos que resulten los más agresivos. La meta ideal de toda terapia debería estar orientada hacia una
armonía, lo más completa posible, con la constitución primera.
Es más, si la configuración externa está lo suficientemente definida y el sexo psicológico ha sido
educado de acuerdo con ella, sin que haya existido ninguna otra duda o problemática, sería lícito insistir
en el fenotipo aceptado, en la hipótesis de alguna ambigüedad, aunque se descubriera que el sexo
cromosómico o gonádico es diferente. Cualquier otra adecuación sería demasiado traumática en todos
los órdenes, si ahora se pretendiera un cambio tan radical, sobre todo si la situación era desconocida por
la persona. Algunos casos de este tipo se han descubierto incluso después del matrimonio, cuando la
pareja pretendía descubrir las razones de su esterilidad. Evitar otros conflictos mayores justificaría
mantener una situación anómala, que no ha provocado especiales problemas.
Lo mismo que la terapia psicológica es la única eficaz, como camino para la reconciliación, cuando
se trata de personas que no aceptan el destino impuesto por la naturaleza, o de travestís, cuyo
comportamiento no se fundamente en razones económicas o sea indicio de una cierta transexualidad.
Las mayores dificultades se dan, precisamente, en este último caso, sobre el que vamos ahora a
detenernos.

6. La transexualidad:
una doble explicación etiológica

Todavía quedan muchas lagunas e incertidumbres para justificar esa desarmonía existente entre el
cuerpo y la sicología . Dos explicaciones fundamentales se dan. Para unos los factores hormonales y
biológicos son los más importantes, aunque se desconozca el momento preciso de esos errores cruciales,
antes o después del nacimiento. Hay algunos hechos significativos que avalan esta opinión. En los
gemelos monocigóticos la proporción de transexuales alcanza el 50%, mientras que en los dicigóticos,
sólo el 8, 3%. Hay pruebas de que sujetos que habían sido educados y habían vivido como mujeres
modificaron su identidad, mediante un tratamiento de testosterona, y el sexo biológico termina por
predominar sobre el psicológico y educativo. También se ha constatado la ausencia del antígeno HY -
proteína específica necesaria para el sexo gonádico testicular- en los transexuales masculinos, mientras
que se ha descubierto presente en las mujeres que no aceptaban su condición.
Otros, sin embargo, insisten más en la importancia de los factores psicológicos y ambientales.
Algunas experiencias parecen confirmar también esta nueva hipótesis. Hermafroditas análogos desde
un punto de vista cromosómico y gonádico han desarrollado con posterioridad el sexo psicológico -
masculino o femenino- en el que habían sido educados. La influencia de estos elementos culturales
aparece clara en el caso de un gemelo que, como consecuencia de una penectomía, durante los primeros
meses -producto de un error en el momento de la circuncisión-, fue quirúrgicamente configurado y
recibió una educación como mujer, mientras que su hermano continuó con su identidad masculina. Al
cabo de muchos años, la diferencia psicológica de ambos se mantiene, producto de las influencias
externas recibidas.
Cualquiera que sea su explicación, la realidad es que algunos individuos, a los que no se les puede
considerar como viciosos o perversos sexuales, sufren un desajuste profundo que les provoca un fuerte
malestar. Es verdad que el fenómeno se manifiesta, a veces, de forma superficial y sin raíces más
hondas. En estas situaciones, un cierto tratamiento psicológico e, incluso, algunas ayudas
farmacológicas son suficientes para resolver un problema que no reviste mayor trascendencia. Pero, en
otras, el recurso a la cirugía se presenta también como la única alternativa válida o complementaria a
otros tratamientos. ¿Qué pensar sobre este cambio o adecuación del sexo?
El problema de fondo radica, como veremos, en aceptar qué elemento de esta disfunción -lo
biológico o lo psicológico- constituye la base y el criterio primario de la identidad sexual en la persona.
De acuerdo con la doble explicación anterior, que acabamos de exponer, la solución ética va a ser
también diversa.

7. La ilicitud de una intervención:


primacía de los datos biológicos

Para los primeros, la biología ha de constituir el presupuesto fundamental de las intervenciones


posteriores. En ella se descubre el destino dado por la naturaleza que nos conduce a vivir como hombres
o como mujeres. Es un dato de tal importancia que siempre se habrá de respetar. Si la sicología , en
algún caso, no se ajusta a esta realidad básica, la terapia no puede consistir en sacrificarla a las exigencias
de aquélla, sino en conformar la tendencia psicológica a la constitución irrenunciable del propio
organismo biológico. La identidad somática, que no se reduce exclusivamente al fenotipo, ha de
prevalecer como norma primera, al margen de las ambigüedades sexuales que podrían darse en algunos
casos de hermafroditismo o pseudohermafroditismo, de los que acabamos de hablar poco antes.
Una cirugía, para transformar el cuerpo en función del deseo psicológico, será siempre inaceptable,
pues se trata de una mutilación que no tiene nada de terapéutica, ya que se extirpan unos órganos sanos
y en condiciones para suplirlos con otros completamente artificiales, incapaces de cumplir con su
función específica. Por otra parte, tampoco resulta eficaz para la superación del conflicto, pues por muy
perfecta que sea la operación, el aparente cambio de sexo sigue siendo frustrante. La disociación anterior
entre el soma y la psique se cambia ahora por un nuevo contraste entre los elementos artificiales externos
y su propia constitución sexual. Ciertas experiencias de algunos Centros han hecho rebajar las ilusiones
que se habían creado en un principio, como la solución más eficaz y adecuada.
Por tanto, no queda otro camino que la terapia psicológica. Y aun en la hipótesis de que semejante
tentativa no resulte válida, se trata de una situación llevadera, que puede hacerse soportable con un poco
de esfuerzo y ayuda. Si la simple inclinación a comportarse contra las exigencias de la propia biología
se permitiera, habría también que aprobar otras conductas, impulsadas por querencias psicológicas, que
no responden al ideal de una sexualidad adulta y equilibrada. Lo masculino o femenino no son simples
dinamismos psíquicos, sino que encuentran su explicación en el ámbito de la corporalidad, como
substrato inalienable, que nadie tiene derecho a modificar. La libertad y el dominio de la persona están,
en este caso, limitados por el respeto y la fidelidad al hecho de haber nacido hombre o mujer.

8. Tolerancia de una adecuación:


importancia de la sicología

La otra opinión que aboga por su licitud parte desde una perspectiva diferente. La importancia de
la identidad sexual, en el caso de una disociación, se atribuye mucho más a la sicología que a los datos
biológicos. Es evidente que, cuando esta anomalía fuera reducible con cualquier otro tipo de terapia, no
habría que acudir a otros remedios más enérgicos y agresivos. Pero con mucha frecuencia, la persona
que se siente extraña y prisionera de un sexo que no responde a su sicología , vivirá siempre, si se trata
de un transexualismo auténtico y profundo, en un conflicto permanente e irreversible, como algunos
afirman. La presencia de unos órganos que contradicen su identidad psicológica es la causa de esta grave
molestia que le incapacita para un comportamiento social adecuado. Sus aspiraciones y sentimientos
más íntimos chocan contra una biología que le impone una conducta para la que se vivencia radicalmente
incapacitada y le impide actuar de acuerdo con sus inclinaciones más profundas, que para ella
constituyen su verdadera personalidad.
La búsqueda de una armonía es lícita y deseable. Ahora bien, cuando la tendencia psíquica se
constata irreversible y definitiva, la única alternativa existente es acomodar su morfología, en la medida
de lo posible, a su identidad psicológica. Esta dimensión parece más importante y prioritaria que los
mismos datos biológicos, capaces de sufrir una aparente adecuación, que se hace inviable en el otro
nivel de su personalidad. Es cierto que se da una mutilación de órganos sanos, pero que estaría justificada
por el principio de totalidad, como una acción necesaria para superar la angustia y la tragedia de quien
se siente patológico por la presencia de algo que le destruye por dentro. Aunque no pueda darse un
auténtico cambio de sexo, se busca la curación de un drama personal a través de unas transformaciones
aparentes y artificiales, pero que revisten una importancia y significación que, en ocasiones, llegan a ser
decisivas.
Si en los casos de una cierta ambigüedad, todos aceptan un tratamiento concorde con la identidad
en que la persona ha sido educada, aunque el sexo gonádico sea distinto y existan manifestaciones del
contrario, no se ve por qué la intervención quirúrgica se hace inadmisible, cuando el desajuste alcanza
sólo los niveles psicológicos. El respeto y la fidelidad hay que mantenerla también a los datos de la
sicología , sin que la intervención sobre el propio cuerpo deba quedar orientada exclusivamente por los
elementos biológicos.
Tal vez los estudios y experiencias para valorar las posibilidades e inconvenientes de las diversas
terapias no hayan alcanzado aún una amplitud suficiente para deducir una conclusión definitiva. Cada
opinión insiste en los aspectos negativos de la contraria, mientras refuerza los que le convienen. Pero,
en el fondo, el problema que subyace, como antes decía, es aceptar qué dimensión es la más importante
para la identidad sexual: los datos ofrecidos por la naturaleza biológica o los que están presentes en la
sicología del ser humano.
Por eso, cuando la decisión sea tomada después de una valoración diagnóstica y estructural de la
personalidad del paciente, en la que la adecuación quirúrgica del sexo aparezca como la única viable y
eficaz, no me atrevería a negar su licitud ética. El simple deseo por cambiar la morfología corporal, que
no esté fundamentado en un análisis serio y científico, sería insuficiente para su tolerancia moral. Se
trata de una opción extrema para situaciones irreversibles, que podrían encontrar por aquí la solución,
aunque no fuera completa, a un problema dramático.

9. El matrimonio de los transexuales:


diferentes situaciones

Otro problema diferente sería el posible matrimonio de estas personas. En el nuevo Derecho
Canónico no se trata para nada el tema, probablemente por la disparidad de criterios éticos y científicos
que existen en la actualidad. De acuerdo con sus orientaciones generales, no parece válido el matrimonio
celebrado por un auténtico transexual para cumplir, dentro de la pareja, con unas funciones que su
sicología rechaza de manera absoluta. La legislación actual admite como incapaces para contraerlo a
"quienes no pueden asumir las obligaciones esenciales del matrimonio por causa de naturaleza
psíquica". La repugnancia a vivir conforme a sus manifestaciones corporales le impide asumir las
obligaciones de una convivencia conyugal, aunque exista la posibilidad de tener hijos.
Cuando el rechazo del sexo somático se detectara después del matrimonio, habría que analizar si,
con anterioridad al compromiso, estaban ya presentes las raíces de esta anomalía, como parece más
lógico, que no se había manifestado con toda su fuerza y dramatismo. La nulidad del compromiso sería
también admitida, en esta hipótesis, sin ninguna dificultad.
En los casos de ambigüedad física, cuando se trata de correcciones o disonancias accidentales, que
no afectan al antagonismo entre el cuerpo y la sicología , nadie pone obstáculo a su celebración, siempre
que los cónyuges estén capacitados para el ejercicio de la vida conyugal, aunque resulte estéril e
infecunda.
La mayoría, no obstante, niega la validez del matrimonio cuando los órganos sexuales han sido
artificialmente construidos, en oposición al sexo gonádico, ya que lo juzgan como una unión donde no
existe una verdadera heterosexualidad. Los órganos postizos, sobre todo si se trata de una configuración
masculina, imposibilitan la relación conyugal propia de los cónyuges. Algunos, sin embargo, juzgan
prematuro pronunciarse, cuando el cambio se realiza para crear unas apariencias femeninas. Aun los
que aceptan la licitud de estas operaciones no se atreven a permitir el posterior matrimonio. El que
algunas legislaciones civiles lo autoricen no constituye ningún argumento para su tolerancia moral.

BIBLIOGRAFÍA
ALBURQÜERQUE, E., Moral de la vida y de la sexualidad, Madrid, Editorial CCS, 1998, 260-267.
FERNÁNDEZ, J., Nuevas perspectivas en el desarrollo del sexo y el género, Madrid, Pirámide, 1988.
GAFO, J., "Intersexualidad y transexualidad". Razón y Fe 225 (1992) 403-418. MACCOBY, E. (ed.). Desarrollo
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MOLINSKI, W., "El tratamiento del transexualismo desde el punto de vista ético", Anales Valentinos 43 (\996) 159-
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THÉVENOT, X., Pautas éticas para un mundo nuevo, Estella, Verbo Divino, 1988,130-136. VIDAL, M., Moral del
amor y de la sexualidad, Madrid, Perpetuo Socorro, 1991,359-374.

122
CAPITULO 7

La masturbación

1. Entre la obsesión y la trivialidad

Ante un fenómeno como la masturbación existe el peligro todavía de mantener una doble actitud
extremista y radicalizada. Por una parte, hay quien sigue obsesionado con él, como si se tratara del
problema básico y más importante de la vida cristiana. Se mantiene una constante preocupación que
quisiera evitar, a cualquier precio, toda experiencia relacionada con un gesto como éste. Y se olvida que
la castidad no consiste en la simple ausencia de semejante manifestación, sino en la maduración
progresiva e integrada de la libido, que puede estar ausente de una persona aparentemente casta, cuando
la conducta ha sido reprimida por el miedo o una excesiva culpabilidad.
Por otro lado, frente a las exageraciones y excesos de otras épocas, es fácil caer en el extremo
contrario, presentando la masturbación como un hecho cargado de valores positivos y que la hacen, en
muchos casos, deseable, benéfica y hasta obligatoria. Es el único camino para liberar la tensión sexual,
conocer el propio cuerpo, favorecer la autoestima y la sensación del propio valor. El único peligro
consistiría en un falso sentimiento de culpabilidad, que debería excluirse con una adecuada educación,
lejos de toda mentalidad puritana. En una palabra, no habría que darle ya ninguna importancia, a no ser
que se tratara de un síntoma patológico. Admitir la malicia de este comportamiento iría contra las
conclusiones más unánimes de la ciencia moderna.
Sin llegar tal vez a este realismo, es cierto que para muchos, en la práctica, es un comportamiento
aceptado con una dosis grande de tranquilidad, y sin apenas ninguna connotación pecaminosa, cuando
se trata de una manifestación tan amplia y generalizada. La preocupación ética ha desaparecido casi por
completo, como producto de una mentalidad arcaica
que todavía perdura en algunas conciencias. El cambio supone la conquista irreversible de una sociedad
secularizada que no se deja impresionar por prejuicios religiosos o morales.
Según esto, ¿ha sido exagerada la postura de la moral en este punto? ¿Podemos seguir condenando
la masturbación como antes o se ha dado una modificación radical en la valoración ética? ¿Es
simplemente un fenómeno natural y biológico o implica otros aspectos más profundos de la persona?
Para intentar la formación de un juicio ético equilibrado resultan necesarias una serie de consideraciones
previas que nos lleven más allá de la obsesión o trivialidad.

2. La complejidad de un hecho: diferentes significados

Nos encontraremos ante todo, y en contra de lo que pudiera parecer a primera vista, frente a una
conducta de extraordinaria complejidad, cuyo significado puede ser múltiple y variado, de acuerdo con
las circunstancias y momentos peculiares de cada individuo. De ahí la dificultad de encontrar una
definición exhaustiva y aplicable a todos los casos, pues sería imposible enmarcar dentro de una sola
todas las posibilidades latentes en ese comportamiento. Los dos rasgos más característicos que aparecen
en la mayoría de ellas -excitación sexual de manera solitaria y egoísta- no resultan válidos para todas
las ocasiones.
Sin necesidad de una experiencia placentera, se puede uno enfrentar a la sexualidad -en su sentido
más amplio- con una actitud que reviste el mismo significado narcisista e inmaduro que la búsqueda
solitaria de lo genital. La coquetería excesiva -y no sólo en la mujer-, la búsqueda del adorador, el deseo
incesante de seducir podrían ser algunos ejemplos simbólicos. De la misma forma que una relación
heterosexual en sus apariencias, y hasta dentro del matrimonio, podría tener un carácter masturbatorio
mucho más profundo que la misma experiencia aislada de un adolescente. Lo que reviste verdadera
importancia para la maduración y equilibrio de la persona es la forma de vivir el sexo en su conjunto y
no la mera genitalidad. Hay, pues, que examinar por debajo de todo, aun cuando se diera una aparente
continencia, la cara interna de la pulsión sexual para ver la dinámica y orientación que lleva.
Tampoco basta insistir en sus motivaciones egoístas, como si el masturbador fuese siempre un ser
doblado sobre sí mismo y sin ninguna apertura hacia la alteridad, con miedo hacia el ambiente que le
rodea y que hace al individuo sumergirse placenteramente en un clima de imaginación y afecto solitario.
El problema puede tener también otras raíces y ni siquiera la búsqueda gratificante del placer explica su
génesis o permanencia posterior. La gama de significados es abundante y se requiere, por tanto, una
individualización bastante personal.
Hay que reconocer, sin embargo, que la masturbación se vive con mayor frecuencia a un nivel
genital y, cuando se habla de ella, conserva de ordinario esta impostación. Vamos a fijamos ahora en
esta su forma más universal y corriente para ver los diferentes factores que la condicionan, antes de
entrar en su valoración ética.

3. El descubrimiento de un mundo nuevo

La sexualidad, aunque presente desde el comienzo de la vida humana, se corporaliza con una fuerza
impresionante a partir de la adolescencia. En la época de la pubertad no solamente las estructuras
anatómicas han alcanzado una mayor evolución, sino que las funciones glandulares y los diferentes
estímulos específicos provocan la llamada del instinto e invitan a la correspondiente gratificación. La
unión de todos estos elementos hace que, desde un punto de vista biológico, aparezca una dosis de
tensión, que busca ser liberada a través de estas experiencias placenteras.
El joven de ambos sexos descubre un mundo inédito y fascinante, cuando se encuentra con los
fenómenos psíquicos y biológicos de su propia naturaleza sexual. La curiosidad, despierta ya en épocas
anteriores, alcanza aquí una invitación suprema por la transformación que experimenta el cuerpo. Las
circunstancias harán que un día tropiece con el placer escondido y misterioso, que intuía desde antes sin
comprenderlo, o que se le manifieste de pronto sin saber el porqué.
Semejante experiencia tiende a repetirse por la vinculación profunda entre la percepción y las
emociones agradables que de ella se derivan. Cuando ambos aspectos se canalizan hacia una situación
gratificante, el simple recuerdo de esa experiencia es suficiente para despertar el deseo de repetirla.
Como toda función psico-física, la emoción deja un residuo oculto que favorece e incita a una especie
de toxicomanía. La aparente facilidad de conseguir lo que se busca es también un factor positivo para la
formación del hábito. Podrían crearse incluso ciertos reflejos condicionados, unidos a situaciones que
no constituyen por sí mismas estímulos específicos. Determinadas acciones normales e indiferentes
motivarán, por sus vinculaciones afectivas con ese gesto, la existencia de una tensión característica que
impulsa a la gratificación.
El mismo miedo, provocado por una educación rigorista y por el sentimiento consecuente de
culpabilidad, podría crear una sensación de vértigo que llevase a la caída. Como el temor a perder el
equilibrio en el que aprende a montar en bicicleta o se acerca al borde de una altura, produce de
inmediato un descontrol que imposibilita conseguir lo que, en circunstancias normales, no supondría
mayor dificultad. La falta de confianza o la impresión latente de que es un hecho irremediable cortarán
sin duda muchas de las energías necesarias. Cualquiera puede constatar el influjo negativo de estos
sentimientos en el momento decisivo, por ejemplo, de una competición deportiva o de otras múltiples
acciones de la vida ordinaria.

4. Etapa evolutiva hacia una integración personal

En la adolescencia se da, además, una etapa de transición, por la que el joven debe renunciar a una
actividad infantil, como la masturbación, pero sin poder alcanzar todavía una relación heterosexual. Se
trata de una situación incómoda e inestable. La maduración conseguida en su anatomía no se produce
con la misma celeridad en su vida anímica y psicológica. Se encuentra biológicamente preparado para
el ejercicio de una actividad que no le resulta posible por muchos motivos en el campo de su psiquismo.
La masturbación sería, en este sentido, una primera apertura hacia la heterosexualidad, que no llega a
realizarse en toda su plenitud. El acercamiento al otro sexo comienza de una forma aislada y solitaria en
la realidad, pero como un prólogo introductorio hacia el encuentro con la otra persona.
De ahí la importancia otorgada por los psicólogos al mundo imaginativo de los adolescentes. En él
se manifiesta el carácter ambivalente de la etapa evolutiva, la postura intermedia entre una fase
autoerótica y la nueva apertura incipiente hacia los demás. Por eso es frecuente que tales actos solitarios
estén acompañados ya por imaginaciones que revelan un deseo más o menos implícito de relación y
comunión amorosa. Lo que a primera vista aparece como soledad y aislamiento tiene una corriente de
fantasía claramente heterosexual. En el fondo, se despierta un deseo de encuentro con el otro, que por
el momento no puede llegar a realizarse. A través de la imaginación se mantiene una tendencia vaga de
intimidad, de cercanía amorosa. Por ello, en contra de lo que pudiera creerse, la ausencia de estos
pensamientos no es un síntoma positivo y benéfico, pues manifestaría más bien que la gratificación
masturbatoria no constituye ya un puente hacia la etapa posterior, sino una regresión o estancamiento
de signo diferente. El hecho de que las primeras experiencias psico-afectivas con el otro sexo resuelven
o aminoran en gran parte este fenómeno, es índice evidente de lo que significa con frecuencia esta etapa
primera de la juventud.
En esta época no podemos olvidar tampoco el papel estimulante que representa la vida afectiva y
sentimental del adolescente. Los sentimientos de soledad afectiva, de independencia y autonomía
personal, de incomprensión por parte del ambiente que le rodea, de frustración frente a los ideales
abstractos y un tanto imaginarios, las dificultades y primeros tropiezos, los fracasos en los estudios, etc.,
impulsan a encontrar una especie de compensación agradable y placentera. Es una experiencia
demasiado cercana y asequible para no buscar en ella un consuelo y pequeño refugio ante las situaciones
que se presentan como negativas. El calor y el placer, que la vida real niega, se equilibran así de alguna
manera.
Todo este cúmulo de circunstancias hace que la tendencia hacia la masturbación, durante este tiempo
de crecimiento madurativo, pueda considerarse normal desde una perspectiva psico-biológica.
Patológico sería precisamente lo contrario -la ausencia completa de esta inclinación-, pues indicaría que
existe algún obstáculo o problema de diversa índole que dificulta el desarrollo lógico y coherente de la
sexualidad. La normalidad, de la que hablan muchos psicólogos, hay que situarla a este nivel de
tendencia e inclinación como etapa pasajera hacia una fase posterior. Las transformaciones fisiológicas
de la pubertad con su fuerza y aspecto novedoso, junto con la lejanía y recelo frente al otro sexo, y
teniendo en cuenta la inestabilidad de todo el período evolutivo, explican por qué, en la práctica, esta
tendencia se manifiesta a través de los actos masturbatorios con una frecuencia estadística elevada. Pero,
aunque sea comprensible, fácil y corriente este último hecho, no significa que se trate de una experiencia
necesaria para la maduración de la personalidad, como si al que no la hubiera realizado le fuese
imposible conseguirla. Sólo cuando este dominio sea producto de una fuerte represión, como antes
dijimos, podría catalogarse como deficiencia psicológica más o menos profunda.
La insatisfacción de fondo que produce la experiencia masturbatoria, a pesar de su carácter
gratificante, puede provocar una renuncia a tales prácticas y estimular hacia otras formas más deseables
de encuentros afectivos, que rompan la soledad y el sentido compensatorio que tantas veces revisten.
Hay una conciencia más honda de un cierto vacío, aunque no se explicite con toda claridad, porque sólo
se consigue una relativa descarga tensional que no llena psicológicamente. O es posible también que
esta misma insatisfacción las fomente con la ilusión y esperanza escondida de que resulten por fin
plenificantes.

5. Otros factores posteriores: diferentes significados

Por eso, este comportamiento suele reducirse después de la adolescencia, en circunstancias


normales, aunque a veces se prolonga y estabiliza en una etapa posterior. La masturbación adulta, y
hasta en la misma vejez, reviste significados diferentes. Habrá ocasiones en las que mantenga un carácter
sustitutivo, cuando la abstinencia de las relaciones heterosexuales, por las razones que sean, lleva a
encontrar en ella una especie de sustitución imperfecta, donde el factor imaginativo juega, por ello, un
papel importante. A falta de otra posibilidad mejor se opta por este recurso. Se buscaría un desahogo
fisiológico a una cierta tensión, que no se llega a dominar, sobre todo si los viejos hábitos dificultan una
actitud de mayor resistencia. La falta de esfuerzo e integración, que lleva al abandono inmediato en
manos del placer, puede suponer un serio obstáculo al desarrollo personal, pues indica una dosis de
egoísmo y aislamiento digna de atención. El grado extremo sería el de aquellos que encuentran aquí su
mayor felicidad. Lo que comenzó siendo un simple medio se ha convertido ya en un fin casi absoluto.
Sin embargo, existen otras series de factores explicativos de esta misma realidad, que se dan con
mayor frecuencia todavía que en la época anterior de la juventud. Me refiero en concreto a todo el mundo
de motivaciones más o menos inconscientes, cuya influencia práctica es absurdo minusvalorar. Los
mecanismos del hombre son demasiado complejos para saber de inmediato cuáles son las raíces
auténticas de su comportamiento. Y en este terreno son múltiples las causas que condicionan y fomentan
un hábito semejante. Agresividades y venganzas ocultas, miedos irracionales, deseo de castigo personal
por la culpabilidad engendrada con tales prácticas, ilusiones profundas inconfesadas, nostalgias que no
se quieren reconocer, ciertas gratificaciones buenas que no culpabilizan, pero despiertan la dinámica
sexual y otras mil variedades de todo tipo, que se ocultan por debajo de la masturbación.
A veces hasta crear un círculo vicioso. La angustia y depravación experimentadas, al sentirse
arrastrado por una fuerza que no se llega a dominar, aumentan los sentimientos negativos y, al mismo
tiempo, tal situación afectiva engendra esta práctica como un intento de disminuir la angustia, como una
función defensiva contra la ansiedad. El sujeto comprende que es absurda su postura, pero no consigue
eliminarla. La misma confesión juega un papel más psicológico que religioso. Es una búsqueda para
obtener la tranquilidad, que posibilita el paso a un nuevo intento de superación posterior, más que la
manifestación de un arrepentimiento por la posible ruptura de una relación personal. En estas situaciones
suelen darse hasta reacciones de tipo mágico, que intentan recuperar la limpieza perdida.
En el extremo de este camino la masturbación puede aparecer, incluso, como el síntoma de una
patología más aguda, de un desajuste psicológico de la personalidad, hasta llegar a vivirse como una
fuerza compulsiva. Las reacciones pueden resultar incomprensibles, con una falta elemental de lógica,
pues ni siquiera el placer ocupa una especial relevancia y no existen motivaciones racionales que
justifiquen semejante comportamiento. Revelan ya una falta de armonía e integración interna, que
requeriría un tratamiento peculiar. No es la causa sino la expresión de que existe algo por dentro que no
funciona con absoluta normalidad.
Con esto no hemos pretendido elaborar una lista completa de los factores que motivan o
condicionan el fenómeno de la masturbación. El único objetivo era insistir en la complejidad de su
etiología para no quedarse en una interpretación demasiado simplista, que se reduce a la pura
manifestación de ese gesto sin conocer más a fondo sus posibles lecturas o significados. Cualquier
planteamiento pastoral o educativo, e incluso su misma valoración ética, en gran parte tiene que
encontrar aquí su punto de partida y fundamento. De estos dos puntos trataremos a continuación.

6. Los datos bíblicos y tradicionales

La base bíblica en la que se apoyaba su condena no parece tan clara y explícita como se había creído
con anterioridad. En la Escritura existen abundantes textos que afectan de un modo genérico al sexo y
condenan de forma específica determinadas desviaciones y comportamientos, pero un análisis de las
diferentes afirmaciones lleva a la siguiente conclusión, generalmente admitida por los autores: no
aparece ninguna condenación directa y expresa contra esta práctica determinada. Esto no supone admitir
que la masturbación no sea pecado. Sería una conclusión demasiado ligera y sin la lógica más elemental,
pues la Biblia no es un manual para confesores donde se encuentran todas las conductas pecaminosas.
Es fácil incluso que una acción como ésta deba incluirse en las condenas generales que se dan contra las
impurezas y desórdenes de todo tipo. Lo único que decimos es que así como otros comportamientos
quedan excluidos de la vida cristiana, contra éste no existen afirmaciones tan categóricas y explícitas.
El vocabulario empleado en los diferentes textos no responde nunca a los términos griegos que se
utilizaban para hablar de este acto.
La tradición de la Iglesia ha sido mucho más taxativa, aunque en los primeros siglos no había
alcanzado aún la importancia y trascendencia que tuvo con posterioridad. Se ha reconocido que fue
Gerson el primer autor rigorista sobre este tema, junto con otros escritores, como Rousseau y Voltaire -
tan lejanos y poco afectos al cristianismo-, los que insistieron en las trágicas y funestas consecuencias
que produce el vicio solitario.
Con los manuales de moral, a partir del siglo XVII, la doctrina quedó configurada con bastante
unanimidad. La masturbación directa y voluntaria es siempre por su propia naturaleza un pecado grave,
sin que deba eximirse de esta culpabilidad a los niños y adolescentes en circunstancias normales y
ordinarias. Buscar el placer sólo será admisible cuando esté orientado a la procreación y dentro del
matrimonio. Por ello, no es lícita su aceptación, aunque se produjese de manera casual e involuntaria, a
no ser que la voluntad se gozase sólo en el hecho de constituir un alivio a la naturaleza. Ni tampoco es
admisible con fines terapéuticos, pues se temía que con tales excepciones quedara socavado el principio
básico de la ética sexual: que el placer venéreo está destinado exclusivamente a su finalidad procreadora.
Existe una malicia diferente entre el placer solitario que va acompañado de orgasmo (acto
completo) y aquel otro que no llega a producirlo (acto incompleto). Este último, para las personas no
casadas, constituye también un pecado mortal.
La malicia de la masturbación indirectamente voluntaria, como consecuencia de actos o situaciones
que pudieran provocarla (actos indirectos o impúdicos -así se llamaban en los manuales-), dependerá
del peligro más o menos próximo que presenten tales circunstancias y de las razones más o menos graves
y justificantes para aceptar ese riesgo.

7. Presupuestos para una fundamentación: valoración objetiva

La valoración teológica de estas enseñanzas representa la opinión común de una larga época, pero
esto no impide que se aporten nuevas matizaciones que no pudieron tenerse en cuenta con anterioridad.
Las ciencias humanas han ido aportando nuevos datos para una visión del problema más justa y
adecuada. Los autores están de acuerdo en que no todas las razones son suficientes, ni es fácil tampoco
encontrar una argumentación que pudiera considerarse unánime. Algunos de estos argumentos han
perdido por completo su validez. El que se ha utilizado con mayor frecuencia ha sido el considerarla
como un pecado contra la naturaleza. Así se designa en todos los textos. Pero ¿qué significa esta
afirmación? ¿Contra qué atenta un gesto como éste?
En la tradición anterior, ya hemos apuntado que su malicia intrínseca residía en su negativa radical
a la procreación. Eliminar esta finalidad primera del sexo es la esencia del pecado y el único motivo
para negar su licitud en cualquier hipótesis, aun cuando se trate de admitir el placer involuntariamente
provocado, o se buscara por otras razones no libidinosas, como en el caso, por ejemplo, de un análisis
espermático. Si la sexualidad no tiene sentido al margen de la procreación, y si cualquier fallo en esta
esfera hay que considerarlo, por la no parvedad de materia, como gravemente pecaminoso, la
masturbación bajo cualquier forma y condiciones será siempre un pecado mortal, pues irá siempre en
contra de su orientación prioritaria. Es una conclusión que se impone con toda lógica y exactitud a partir
de esos presupuestos.
Nadie se atreverá a negar la dimensión procreadora del sexo, pero tampoco parece que tenga que
ser el único criterio, ni el más importante, para iluminar su valoración ética. Si tenemos en cuenta el
significado de la sexualidad humana, tal y como la planteamos en un capítulo anterior, podemos
comprender mejor lo que representa el fenómeno masturbatorio dentro de una reflexión más totalizante
y personalista. No es sólo una negativa a la fecundidad sino, sobre todo, un obstáculo grave para vivir
su aspecto unitivo, de encuentro y comunión.
Dentro de esta perspectiva sería falso mantener que la mejor forma de maduración humana y sexual
sea precisamente esta práctica concreta. No nos referimos ya a sus consecuencias sobre la salud
biológica del individuo, que sólo se darán en casos verdaderamente patológicos, sino a su resonancia en
el psiquismo. El que quisiera vivir su sexualidad de esta manera tendría razón para sentirse preocupado,
pues opta por un camino opuesto al sentido relacional que aquélla encierra. El simple abandono a la
necesidad que se experimenta, sin una dosis de esfuerzo y renuncia para superarla, supone una dificultad
seria para la evolución posterior. Los mismos psicólogos no han dejado de señalar los peligros que le
son inherentes y que se manifiestan con relativa facilidad cuando se convierte, sobre todo, en un hábito
adquirido. El riesgo de quedarse en un estado narcisista, la excesiva genitalización del sexo, el utilizarlo
como una droga para escapar a otros compromisos o convertirlo en analgésico para encubrir otros
problemas, son las consecuencias más frecuentemente señaladas, aun cuando no aparezca como síntoma
de un desajuste más profundo. Y es que la dinámica del instinto requiere una superación de esta etapa,
que nunca jamás constituye el ideal de la maduración y del equilibrio humano.
Los sentimientos de culpabilidad no tienen siempre raíces religiosas. Son la manifestación de una
incoherencia interna, pues la ruptura de la dimensión amorosa y unitiva despierta una sensación de vacío
y falta de plenitud, incluso en aquellos que conscientemente no experimentan ningún complejo de culpa.
Estas consideraciones fundamentales, que sólo apuntamos con brevedad, son suficientes para que
el juicio ético y objetivo sobre la masturbación tenga que ser negativo, aunque esto no implica que un
acto aislado y esporádico haya que valorarlo como grave. La sexualidad posee una significación decisiva
para la madurez de la persona y su integración con los demás. Tiene un destino y una meta hacia la que
se deben orientar el esfuerzo y la educación. Aquel que no se preocupe y comprometa en la realización
de esta tarea renuncia a una obligación seria e importante de su vida. Quien por haber llegado al
autoconvencimiento de que es un gesto sin mayor trascendencia y elimina el intento de superar esta
práctica, adopta una postura absurda y lastimosa, en la que el único perjudicado será su propia persona.
No parece que entre los moralistas exista la menor duda en la objetividad de este planteamiento.
¿Significa esto que todo acto masturbatorio ha de considerarse necesariamente como pecado grave? Su
aplicación a los individuos concretos requiere una mayor matización, que imposibilita un juicio único y
generalizado para todos los casos y situaciones.

8. La culpabilidad subjetiva: dificultades para una exacta valoración

Es justo reconocer que, en el campo de la culpabilidad subjetiva, ha existido, desde hace algún
tiempo, una actitud benevolente en el enjuiciamiento ético de cada acto personal. De hecho, y a pesar
de algunas advertencias oficiales, muchos autores habían ya limado ciertos rigorismos sobre la
frecuencia y gravedad de las caídas. Ya indicamos antes la complejidad de un fenómeno como éste. Son
muchos los factores que entran en juego para tener siempre una idea neta de la propia culpabilidad.
Cuando la masturbación es una búsqueda compensatoria por el rechazo sufrido en el hogar; una
venganza sutil contra Dios, porque él no ha solucionado los problemas que interesaban; la forma de
llamar la atención o el síntoma de un conflicto más hondo, y el individuo ignora este mecanismo e
intenta corregir, sin éxito, por no dar con la raíz del problema, ¿hasta qué punto su conducta puede ser
gravemente pecaminosa? ¿Quién sabrá el grado exacto del influjo ejercido por tales motivaciones
inconscientes?
Aunque los autores hablan de las notas y características para diferenciar los casos normales, en los
que la libertad parece suficiente, de aquellos en los que suele darse una disminución llamativa, es difícil,
sin embargo, trazar una frontera nítida entre una y otra situación. Si hay ocasiones en las que se puede
tener una adecuada certeza, en otras sería atrevimiento una aseveración absoluta en cualquier sentido.
No son las apariencias superficiales, sino los procesos interiores que escapan a primera vista, los que
pueden determinar a la acción. Lo que para uno resulta suficientemente libre podría estar más
condicionado de lo que se cree, y lo que otro acepta como una realidad dolorosa e irremediable, de la
que está convencido que no es posible prescindir, a lo mejor es la consecuencia de otras decisiones
anteriores en las que el individuo tuvo la posibilidad de elegir y no quiso.
Con esto deseo evitar una vez más los dos extremos: condenar sin misericordia y con rigor, o
absolver por completo con ingenuidad. Afirmar que todo acto de masturbación es siempre
subjetivamente grave en cualquier circunstancia o que la falta de libertad y conocimiento hay que
suponerla sólo en rarísimas ocasiones, es demasiado gratuito y tal exageración no sirve siquiera como
una ayuda pedagógica. Pero creer que no hay tampoco por qué preocuparse de cara a la maduración
sexual, y que los actos concretos no pueden ser significativos de una actitud oculta, ambigua, poco
limpia y descuidada, sería también un engaño y un falso servicio a la educación. En cualquier hipótesis,
aunque con toda certeza no existiese la más mínima culpa moral, resultaría desaconsejable una total
despreocupación, pues queda un camino todavía por recorrer para una integración humana, y nadie
debería sentirse psicológicamente satisfecho hasta no alcanzar esa última meta.
La importancia de una actitud masturbatoria debe tener también un valor diferente, de acuerdo con
el significado característico que revista. No es lo mismo cuando se realiza con una despreocupación
hacia los valores profundos del sexo, cuyo ideal no se trabaja por conseguir, que cuando brota en una
etapa evolutiva, a pesar de los sinceros intentos por controlarse. Ni es idéntica la que nace por una falta
de limpieza interior de la que brota por una simple tensión biológica. Siempre será una deficiencia y una
laguna objetiva, pero si un acto aislado y pasajero no compromete gravemente la evolución armónica
de la persona, ni destruye plenamente el sentido de la sexualidad, son muchos los autores actuales que
lo juzgarían con mayor benevolencia.
De cualquier manera, lo más importante es descubrir la pedagogía adecuada y la orientación pastoral
más apta para que, evitando cualquier extremismo, se consiga una progresiva superación de esta fase,
sin aceptar el estancamiento o una ulterior regresión. En esta línea van los siguientes consejos prácticos.
9. Orientaciones pastorales: necesidad de una evolución progresiva

La castidad no es el centro de la ascesis cristiana y no puede centrarse la atención sobre ella de tal
manera que se dificulte la integración de lo sexual en la dinámica de la persona. La maduración de ésta
en todos sus niveles constituye la meta del humanismo cristiano, y el mejor camino para intentar
alcanzarla no es la preocupación obsesiva. Hay que abrir a la persona hacia la comunión y oblatividad.
Donde dominan el caos y el libertinaje del sexo se revela siempre una desarmonía más íntima. En este
sentido, el sexo será un termómetro para medir el avance, retroceso o estancamiento de la personalidad.
Indispensable para esta madurez es la aceptación de la propia realidad con sus deficiencias y
limitaciones, sin culpabilidades ni autojustificaciones infantiles. Ello exige una imagen de Dios
verdadera, un sentido serio de lo que es el pecado, un enfrentarse, en último término, con el significado
auténtico de la moral.
Esto supone que aquí, más que en otros puntos de la ética, hay que instaurar una pastoral de
progreso. No es posible, sobre todo en ciertas circunstancias, alcanzar un dominio suficiente de manera
rápida. Dicho de otra forma, es necesaria a veces la renuncia a un éxito inmediato. A un enfermo no se
le puede decir nunca que mañana estará completamente sano, ni darle más esperanzas de las posibles.
Por no aceptar esta necesidad de avance progresivo vienen los desánimos, después de las deficiencias
tal vez inevitables por el momento. Lo más importante no es conseguir un control rápido de la fuerza
que arrastra -lo que también puede conseguirse con la represión-, sino la armonía interior capaz de
canalizarla progresivamente. La ley de la gradualidad, que el mismo Juan Pablo II acepta e interpreta,
se hace más necesaria en este campo.
La masturbación no es siempre problema de voluntad. Tenemos sólo una, que puede mostrarse
firme y con fortaleza en todas las actividades de la vida menos en ésta, y no vamos a decir que sólo en
este terreno se encuentra debilitada. Ni tampoco supone necesariamente un egoísmo voluntario y
culpable, aunque se dé casi siempre una actitud psicológica egocéntrica e inmadura. Si es la
manifestación de otras situaciones internas más complejas, si brota como consecuencia de una crisis
evolutiva, si ha creado ya un cierto hábito o un reflejo condicionado, sería muy difícil su eliminación
repentina e incluso hasta contraproducente. En estos casos la masturbación, como la fiebre, constituye
un síntoma o una señal de alarma, y el hecho de que desapareciera de forma artificial no significaría que
la infección quedaba superada. Y lo importante no es sólo eliminar el síntoma, sino purificar la raíz
morbosa que lo condiciona.

10. Visión optimista y evangélica

En estos casos, la responsabilidad moral no debería caer tanto sobre los actos concretos y
determinados; lo que habría que hacer es valorar la actitud básica de la persona de cara a su maduración
humana y sexual. Al individuo que pusiera su interés en un esfuerzo serio por superar estas dificultades,
que intentara con ilusión acercarse poco a poco al ideal y a las exigencias de su maduración, que evita
las situaciones ambiguas y sus justificaciones interesadas, habría que juzgarlo con benevolencia, pues
sus caídas aisladas serían consecuencias todavía molestas de una situación complicada y en vías de
solución. La opción fundamental que tenga en este terreno servirá mucho para acercarse a la moralidad
de tales acciones. Como dice muy bien el Catecismo para adultos II. Vivir de la fe, de la Conferencia
Episcopal Alemana: "Estas situaciones indican que todavía no se ha logrado la integración plena de la
sexualidad en la persona. La masturbación puede expresar madurez, pero también un narcisismo
equivocado [...]. Lo decisivo es si hay voluntad de dar una forma y orientación responsable a la
sexualidad o si domina un egocentrismo culpable" (342-343). En orden a la eficacia educativa, ayudará
mucho más esta visión optimista y estimulante que no la amenaza temerosa de una culpabilidad, de la
que puede incluso dudarse. La mayor culpa se revelaría con certeza en la negativa libre y aceptada a
este trabajo de superación progresiva.
No llegar a saber con exactitud el grado de pecaminosidad será preocupante para el narcisista o el
fariseo, que se satisface con su propia imagen y necesita estar seguro del pecado grave para recuperar
su belleza interior, aunque sea de una manera tan superficial y ritualista, pero no para el que de veras
ama a Dios y le tiene su corazón abierto, que es lo único que le importa.
La confesión no debería quitar, por ello, un cierto malestar psicológico, una insatisfacción humana
de que resta un camino largo de superación, y no servir, como sucede con frecuencia, además de para
perdonar la culpa en el grado que la hubiere, para producir también una tranquilidad psíquica de que
todo se ha arreglado con la penitencia sacramental. El perdón y la paz de Dios deben tener un significado
diferente a esta otra tranquilidad de contenido humano, fruto de la integración y armonía sexual.

11. Hacia las motivaciones más profundas

Una ayuda apropiada no puede darse mientras no se conozca la razón de fondo que motiva el
comportamiento. Es verdad que el tiempo y las circunstancias variantes producen muchas veces un
mejoramiento y curación sin otras razones aparentes, pero si se logra intuir qué posibles motivos
determinan su existencia, el camino se hace mucho más rápido y eficaz. Todos estamos de acuerdo en
que el que roba para cometer un adulterio es más un adúltero que un ladrón. La afirmación podría
traducirse al caso que nos ocupa con la misma lógica. El que se masturba por buscar un refugio a su
fracaso, por no encontrar un mínimo de hospitalidad y cariño, por huir de su propia realidad o para
mentirse a sí mismo, etc., habría que decir que es un cobarde, un ingenuo o un mentiroso más que un
impuro. Mientras no se logre trabajar contra estas motivaciones profundas, los otros remedios serán más
bien secundarios y marginales. Y si aquellas motivaciones existen, como sucederá de ordinario, habrá
que insistir mucho más en su propia eliminación que en atajar directamente sus consecuencias. Las
condiciones sociológicas, el clima familiar, la educación dada, la tensión de algunas situaciones
personales, etc., pueden tener más trascendencia sobre el individuo que su propia responsabilidad.
Por eso no basta aquí una pastoral de paños calientes o de consejos superficiales. No hay derecho
a decir que todo es cuestión de interés o de falta de voluntad y que bastan unas determinadas prácticas,
aunque sean religiosas, para la curación de un hábito como éste. No dudamos de la fuerza que supone
la gracia y de su influjo a nivel psicológico, pero pediríamos un milagro moral si quisiéramos exigir de
la devoción a la Virgen o de la comunión frecuente la solución de un problema que pertenece más bien
a otras esferas. Lo mismo que si para curar cualquier otra anomalía psíquica o biológica intentáramos
fomentar sólo una mayor vivencia religiosa. Ésta no dejará de tener validez para descubrir un sentido a
todos los acontecimientos y como ayuda a las exigencias humanas y sobrenaturales que recaen sobre la
responsabilidad del individuo, pero la actuación de Dios no repercutirá, salvo en casos muy
excepcionales, sobre las dificultades psicológicas. Es más, si la última posibilidad que se ofrece para la
curación es el recurso a los medios sobrenaturales, existe el peligro de crear una profunda decepción al
comprobar, como es lógico, que ni siquiera el recurso a Dios puede arreglar la situación planteada. Pero
el fracaso no estaría en el sujeto afectado, sino en los que se han atrevido a orientarlo de esa manera.
Así, sin negar la meta de la sexualidad humana, ni la responsabilidad del hombre en su trabajo para
conseguirla, buscamos una actitud positiva de ilusión y de esfuerzo personal, y el intento de encauzarlo
por los caminos que parecen más eficaces y auténticos. Lo que sí ha de quedar claro es que se hace
imposible mantener un control sobre la libido, si no existe un esfuerzo previo para mantener limpia la
cabeza y el corazón: el mundo de la imaginación y del sentimiento.

BIBLIOGRAFÍA

ALSTEENS, A., La masturbación en el adolescente, Barcelona, Herder, 1972.


CONFERENCIA EPISCOPAL ALEMANA, Catecismo para adultos II. Vivir de la fe, Madrid, Biblioteca de Autores
Cristianos, 1998. Este volumen II se ha demorado 10 años, después de la publicación del I, precisamente
por las continuas consultas y correcciones, fruto de un amplio diálogo con Roma.
PEINADO Vico, J., Liberación sexual y ética cristiana, Madrid, San Pablo, 1999, 497-547.
PESCHKE, K.H., "Evangelio y criterios de la ética sexual", Communio. Revista Católica internacional 19(1997) 33-
48.
RUIPÉREZ, M. F. N., Aspectos y problemática psicológicos de la masturbación en el adolescente, Madrid,
Complutense, 1990.
SASTRE, J., "¿Por qué pasa lo que pasa? La ética sexual a examen", Sal Terrae 79 (1991) 261-270.
CAPITULO 8

La homosexualidad

7. Un rigorismo sociológico

Hay que reconocer que nos encontramos frente a un fenómeno ante el que resulta difícil una postura
objetiva y neutral. Parece que no cabe otra alternativa posible que la de su aceptación o rechazo. Y
cualquiera de estas actitudes que se tomen -a favor o en contra, de mayor tolerancia o de condena- tiene
el peligro de una interpretación exagerada desde el ángulo opuesto. Excesiva benevolencia frente a una
manifestación inaceptable o incomprensión absoluta frente a una realidad humana. Como sucede de
ordinario en todos los problemas candentes, las ideologías se han radicalizado por ambos extremos.
La actitud más frecuente de cara a este comportamiento ha sido sin duda muy negativa. En el fondo
de la conciencia popular se daba un rechazo sin paliativos. El homosexual no despertaba ninguna
simpatía, sino al contrario. Eran objeto de chistes y burlas en la conversación y ambientes ordinarios,
pues hablar de ellos, al menos sin una sonrisa despectiva y lacerante, se toma como indicio de una
posible complicidad. Términos relacionados, con esta inclinación aún se utilizan para injuriar a otras
personas y herirlas en su sensibilidad, como si el simple hecho de tenerla fuera vergonzoso y humillante.
Muchos experimentan a lo sumo un sentimiento de compasión y lástima ante personas que han de vivir
de forma clandestina, al margen de la sociedad, como si fueran una secta peligrosa.
Todos los datos históricos que pudiéramos recoger en torno al tema van casi siempre en la misma
dirección: el clima sociológico ha sido y es francamente hostil. Y para que esta actitud haya fraguado
con tanta fuerza, como un inconsciente colectivo, se ha requerido un bombardeo sociológico constante
de forma negativa. Aun en las encuestas más recientes, incluso entre la gente joven, esta prevención
continúa existiendo. De ahí el drama silencioso y solitario de tantas personas, encerradas en su propio
dolor por tener y experimentar una tendencia distinta de la mayoría y de la que muchas veces no se
sienten responsables.

2. Razones psicológicas para este rechazo

Las raíces de este rigorismo tan frecuente penetran en los niveles más ocultos del corazón humano.
Los psicólogos constatan, en efecto, que uno de los temores inconscientes más profundos es el miedo a
la impotencia y a la homosexualidad, como si fuera una especie de castración. Por eso construimos sin
darnos cuenta una serie de barreras para defendemos de cualquier posible amenaza o peligro de contagio.
Ahora bien, la misma sicología nos enseña que, incluso en la persona heterosexuada, existe siempre
una dimensión homófila en proporciones diferentes, aunque no se convierta en el componente más
hondo y pionunciado. De la misma manera que en el homosexual se da también una fuerza heterófila,
que no es tampoco la dominante.
Si tenemos en cuenta ambos factores -miedo inconsciente y una dosis real de homosexualidad,
como datos científicamente objetivos-, resulta explicable que uno de los mecanismos inconscientes de
defensa sea precisamente la agresividad, desprecio y rechazo de los homosexuales. De esta forma, al
proyectar sobre ellos nuestra indignación, puede producirse un sentimiento positivo, pero engañoso, de
que semejante realidad no tiene que ver con la propia sicología . El que así se comporta podrá tener la
sensación de que posee una personalidad limpia, lejana por completo de aquello que teme y cuya simple
posibilidad no está dispuesto a reconocer de ninguna manera. Quiero decir con esto que cuanto mayor
sean el fanatismo y la repugnancia frente a la homosexualidad, será probablemente porque existe una
necesidad mayor de ocultar su existencia o una negativa plena a reconciliarse con la propia verdad.
Un conocimiento más humano y científico de este fenómeno ha provocado un cambio de actitud,
al menos en grupos y ambientes más reducidos, que han intentado una reflexión actualizada sobre el
tema. Se busca la eliminación de antiguos prejuicios, que han caracterizado de una manera tan
lamentable el perfil humano del homosexual. Ciertas afirmaciones, como veremos, han desaparecido ya
del vocabulario científico y una parte de la sociedad se ha hecho más respetuosa y comprensiva al haber
salido a la superficie lo que se mantenía en secreto y silenciosamente hasta hace poco.
En algunas ocasiones, incluso, se busca su defensa absoluta, como una forma de relación
plenamente comparable a la heterosexualidad. Que el instinto se oriente hacia el otro sexo es
consecuencia exclusiva de la cultura y la educación. La sociedad tiene una fobia tan marcada contra
comportamientos no aceptados por ella, que reprime de inmediato cualquier sentimiento o deseo no
heterosexual. Ciertos movimientos homófilos llegan a defenderla como la forma más plena y totalizante
de relación.
Estos planteamientos provocan, entonces, algunos interrogantes. ¿Es una conducta plenamente
natural y aceptable o hay que seguir condenándola? ¿Supone un camino verdadero para la realización
humana y sexual o constituye más bien un obstáculo para ese progreso? ¿Se trata de un comportamiento
ético o sigue siendo condenable? Para la respuesta a estas preguntas se requiere un examen previo de
algunos datos fundamentales sobre la naturaleza y génesis de esta orientación.

3. Naturaleza de la inclinación homosexual

Es necesario ante todo delimitar el concepto de lo que entendemos por homosexualidad en su


verdadero sentido. Las imágenes populares no responden con frecuencia a la naturaleza de lo que
caracteriza a esta inclinación. No se da una correlación entre las formas externas de actuar y su
componente psicológico. Ni basta constatar que un sujeto ha tenido alguna o varias experiencias
sexuales con personas del mismo sexo para catalogarlo como homosexual. Es una extrapolación poco
seria y suele utilizarse por quienes pretenden demostrar la normalidad y frecuencia de este fenómeno
que afectaría, entonces, a una buena parte de la sociedad. De la misma manera que la ausencia de estas
relaciones no significa tampoco poseer una orientación heterosexuada, pues el descubrimiento de este
hecho puede retardarse hasta épocas posteriores, al quedar reprimido por diversos factores.
Lo que caracteriza al homófilo no es tanto el ejercicio, sino la tendencia hacia las personas del
propio sexo, de idéntico sabor y significado a la que se obtiene en la relación heterosexual. Hay que
diferenciar, pues, con exactitud la condición homosexual, que radica en la orientación psicológica, del
comportamiento que se manifiesta en los actos homosexuales. Como la libido posee, entre sus
componentes, el sexo (lo genital), el eros y el amor, también aquí podría darse un encuentro donde
predominara alguna de estas dimensiones. De ahí que, aunque en la práctica se utilizan como sinónimos,
debería distinguirse entre la homosexualidad en su sentido estricto, el homoerotismo y la hemofilia. No
se trata sólo de una división teórica, sino que tiene su aplicación en la vida ordinaria. Es una atracción
psico-erótico-sexual en la que puede primar alguno de estos elementos sobre los otros, como acontece
también entre el hombre y la mujer. Además de la inclinación hacia el propio sexo, suele darse una
repugnancia a mantener relaciones genitales con el otro sexo, según el grado de bisexualidad reinante
en cada individuo.
Esto no excluye una absoluta incompatibilidad con una inclinación diferente. Lo mismo que el ser
humano posee hormonas y rasgos morfológicos masculinos y femeninos, no habría por qué excluir una
cierta bisexualidad más o menos acentuada hacia un lado u otro. Es un dato proclamado también con
fuerza por los defensores de la homofilia.
Sin entrar ahora en las posibles explicaciones de este hecho, los autores están de acuerdo en que
aquella no se perfila sólo por su inclinación, sino fundamentalmente por el rechazo y repugnancia hacia
el sexo opuesto. La fuerza de este sentimiento será variable, según el grado de bisexualidad reinante en
cada individuo. A medida que los componentes heterosexuales disminuyan, esta incapacidad se irá
haciendo mayor. Es decir, sólo cuando estas características se dan en proporciones superiores a las
contrarias habría que hablar de homosexualidad auténtica. Si no, también podría decirse que muchos
homosexuales no lo son, por haber tenido otro tipo de experiencias o conservar una dosis de atracción
hacia el otro sexo. En este sentido, según las diferentes estadísticas, no parece que la media supere el
6% de la población.

4. Otros factores personales

También aquí, como en medicina, habría que decir que no existe la homosexualidad, sino personas
homosexuales, y evidentemente cada una llegará a vivirla de manera distinta, según sus rasgos
personales. Tal vez un concepto demasiado unívoco y abstracto ha absolutizado ciertos signos
específicos que a lo mejor no corresponden sino a un grupo determinado y concreto. Esto explicaría los
dogmatismos existentes por ambas partes. Si unos insisten, por ejemplo, en la incapacidad de una
auténtica relación amistosa, por la presencia de múltiples elementos psicológicos perturbadores, otros
creen hallar en ella un modelo de altruismo y servicialidad muy superior al de la amistad heterófíla.
Lo mismo podría decirse de otras características, tanto positivas como negativas, que se han
adjudicado al homosexual. Es verdad que algunos han hecho del sexo una obsesión, que en su
comportamiento se traslucen a veces problemas interiores, que manifiestan ciertos síntomas de
fragilidad psicológica, o que viven en un clima de perversidad, pero sería injusto creer que todo esto es
un patrimonio exclusivo de ellos o que todos necesariamente tienen que actuar así. Es necesario eliminar
muchos tópicos y simplismos en la imagen del homosexual, pues no existe una forma única y
homogénea, aunque puedan hallarse elementos comunes.
Las mismas deficiencias, inmadureces y limitaciones se dan con mucha frecuencia en las relaciones
heterosexuales. El hecho de que un hombre se sienta atraído por la mujer no es signo suficiente de que
su normalidad psicológica sea mucho mayor. Su encuentro podría estar cargado de múltiples elementos
negativos -interés, posesividad y acaparamiento, búsqueda exclusiva del placer, falta de comunión,
exceso de narcisismo, etc.- que a lo mejor no se hallan con tanta fuerza en otros homosexuales. Desde
una perspectiva psicológica, la libido -sea cual sea su orientación- es posible vivirla de una forma
inmadura, pues alcanzar un nivel de oblativi-, como meta de la maduración, resulta difícil para todos.
Por eso, dentro del mundo homosexual, pueden darse sin duda bastantes diferencias y divisiones, de
acuerdo con la personalidad de cada individuo.
Es evidente que la homosexualidad en la mujer -llamada también lesbianismo- encierra otros
matices que la diferencian, en parte, de la masculina. Su carácter menos genitalizado y el hecho de que
la sociedad les permita ciertas manifestaciones afectivas, inadmisibles para los hombres, hace que su
existencia sea menos percibida e incluso que permanezca oculta y larvada hasta para la propia persona.
Los rasgos, sin embargo, más distintivos parecen tener su explicación en su estructura peculiar.

5. La génesis de la homosexualidad

Para nuestro punto de vista, por su mayor importancia pastoral, habrá que tener en cuenta una doble
división, señalada por todos los autores. Aquella que podríamos denominar como periférica, más de
superficie, producto más bien de ciertas condiciones o circunstancias accidentales y motivadas sobre
todo por factores externos o ambientales. Su arraigo y profundidad suele ser mucho menor que cuando
nos encontramos con una homosexualidad definitiva y estable, cuyas raíces penetran en el psiquismo de
la misma personalidad y por causas más primitivas e inconscientes. Los criterios para esta clasificación
no resultan siempre evidentes, pues esta última, tal vez oculta y reprimida, podría revelarse por medio
de una situación fortuita y pasajera.
La complejidad aumenta aun más al intentar descubrir su génesis y las causas que la hacen posible.
Hasta épocas muy recientes, todos estaban de acuerdo en que se trataba de una verdadera anomalía. Los
mejores tratadistas, en los diferentes campos, la colocaban siempre en el apartado de las desviaciones
sexuales y patológicas. Hoy existe un movimiento de signo contrario para liberar al homófilo de todas
esas sospechas enfermizas, producto exclusivo de una visión que estaba enormemente matizada por el
prejuicio heterosexual y los datos aportados por la medicina. Se trataría simplemente de una variante en
la forma de vivir el sexo, tan normal, aceptable y válida como la misma heterosexualidad.
Las discusiones, sin embargo, continúan, sin alcanzar un consenso generalizado. Al que no domina
la materia no le queda otro camino que reflexionar sobre los datos o confiarse en la autoridad de los
especialistas. Los primeros no deben ser tan evidentes cuando los segundos no llegan a ponerse de
acuerdo. Tal vez ello indique la necesidad de proseguir estos estudios hasta alcanzar una mayor
aclaración en varios puntos que no aparecen del todo definitivos. Por el momento, podría afirmarse que,
sin negar la posible influencia de ciertos elementos biológicos, que pueden predisponer y condicionar
de alguna manera, los condicionantes psico-sociológicos parecen ser los más prevalentes e importantes.
Ello supondría que si no se llega a la heterosexualidad es por un algo, por una deficiencia, por alguna
razón determinada, que impide u obstaculiza el acceso hacia la alteridad heterosexual. La experiencia
práctica demuestra que son muchos los elementos que pueden intervenir en la orientación de la libido
humana.
Hablar de obstáculos en la evolución homosexual no significa la existencia de ninguna patología.
También el heterosexual está afectado por otra serie de dificultades que impiden, en muchas ocasiones,
una maduración mayor, sin que tales elementos lo conviertan en una persona enfermiza. Es más, pueden
darse individuos con la libido orientada hacia el propio sexo, que posean un equilibrio y sicología más
rica y madura que la de otros heterosexuales. Lo que afecta a una dimensión de sus vidas no tiene
mayores influencias en el conjunto de su personalidad. Si es necesario continuar la reflexión científica
sobre su origen -matizada también por las ideologías contrarias o favorables- el problema se sitúa ahora
a otro nivel más profundo.

6. Un presupuesto discutido:
¿qué tendencia tiene la sexualidad?

La respuesta a esta pregunta me parece fundamental para cualquier valoración ética. Es aquí, sin
embargo, donde la convergencia se hace imposible entre los defensores de la homosexualidad, como
una variante plenamente aceptable, y los que se resisten a esta equiparación. Los datos bíblicos,
históricos, psicológicos, genéticos, culturales, etc., se leen y aplican desde la perspectiva ideológica de
cada grupo. Cualquiera que conozca la bibliografía existente o tenga experiencia de haber dialogado
sobre estos presupuestos, llega a la conclusión de que se hace imposible convencer al contrario. Los
argumentos y razones de ambas posturas carecen de base y son refutables para la otra opinión. Aquí
reside, a mi manera de entender, el punto clave de cualquier planteamiento: saber cuál es su tendencia
prioritaria de la libido, como punto de partida para una valoración moral objetiva. Si llegara a probarse
que la homosexualidad es una inclinación tan humana y deseable como la contraria, no existiría ningún
problema.
Ahora bien, para aceptar como prácticos y orientadores unos principios, que afectan
profundamente no sólo a la vida de los individuos, sino a toda la comunidad, y en un punto tan básico e
importante, no se requiere una certeza absoluta. Basta que se presenten como los más seguros y
aconsejables. Un comportamiento contrario sería sólo admisible cuando existiera una plena garantía y
seguridad de que constituye un auténtico valor. Por ello, con enorme respeto para los que afirmen lo
contrario, creo que la heterosexualidad aparece para la gran mayoría como el destino y la meta hacia la
que se debe tender. No es sólo la consecuencia de una cultura determinada, aunque nadie niegue su
influjo, sino que algo más debe existir en la realidad cuando se ha mantenido de una manera tan
constante y generalizada.
Será difícil distinguir lo que es producto de una y otra, pero parece incomprensible que lo cultural
no tenga ninguna raíz en la naturaleza y que, en este sentido, sus concretizaciones no estén a su vez
condicionadas por los datos naturales del hombre. A pesar de las posibles falacias y extrapolaciones, la
cultura tiene también su explicación y fundamento, y no parece que la humanidad entera se haya
equivocado por completo al proponer este camino para la realización sexual. Si la homofília fuera uno
de los ideales de la sexualidad humana, deberíamos admitir que una sociedad en la que sólo ella
existiera, o en la misma proporción que alcanzan los heterosexuales, sería plenamente lógica y
aceptable. Semejante hipótesis constituiría una opción tan buena como la presente, sin que existiera
ningún motivo de preocupación o extrañeza
Que la homosexualidad se dé en el mundo de los animales no tiene otro valor que el de probar que
es posible, dentro de la biología, como un fenómeno más de los que pueden instalarse en la naturaleza.
De ahí no pueden deducirse conclusiones para probar su normalidad, pues el hecho tiene su explicación
en otras causas, como la ausencia del sexo opuesto, comportamientos relacionados con expresiones de
jerarquía y dominio, aceptación del compañero como si fuera del sexo contrario, etc. De la misma
manera, el que haya florecido en algunas culturas no tiene otro valor que el de una simple constatación
que nadie podrá negar, pero que admite también diferentes lecturas.

7. La valoración objetiva
Lo primero que conviene dejar claro, aunque sea de sentido común, es que el simple hecho de tener
tendencias homosexuales, de sentir atracción hacia el propio sexo, no entra en el campo de la moralidad.
Nadie es malo ni bueno por encontrarse con una orientación y unos sentimientos que no puede alejar de
sí y que, incluso, los experimenta como un destino impuesto al margen de su voluntad, de manera
parecida a como nacemos hombre o mujer. Desde el momento en que la homofilia no se basa en una
opción elegida, no hay lugar para la culpa en la existencia de esa orientación. La Iglesia ha distinguido
siempre entre condición y comportamiento. El que afirmara, en un documento a los obispos de EE. UU.,
que la condición es una tendencia hacia una conducta desordenada, no es motivo para la crítica que se
levantó por parte de algunos grupos. El pecado tiene otras categorías que no radican en la existencia
pura y simple de un fenómeno psicológico, sino que supone la aceptación libre y voluntaria de las
prácticas homosexuales.
En la Biblia existen abundantes testimonios que las consideran como pecado, como conducta
contraria a los designios de Dios. Sobre el célebre pasaje de Gomorra (Gn 19, 1-29) algunos autores no
están de acuerdo, a pesar de haber dado su nombre a este comportamiento, en que la condena recaiga
sobre la homosexualidad de sus habitantes. Sin embargo, hay que reconocer que a su favor existen
fuertes presunciones, aunque para Lot la falta más grave radique en el rechazo de la hospitalidad.
Tampoco parece que los vecinos de Guibeá (Jc 19, 22-30) quisieran cometer actos homosexuales con el
levita, sino que deseaban más bien conocer si era extranjero y violar además a sus concubinas, como así
lo hicieron después. Otros textos se refieren más bien a la prostitución sagrada (Deut 23,18-19), como
se daban en las costumbres cananeas, para que no se contaminara el culto del Señor, o se prohibían tales
actos hasta con la pena de muerte (Lev 18,22 y 20,13) por el miedo de Israel a que se introdujeran esa
prácticas entre sus miembros. En cualquier caso, si esas leyes existían es porque se trataba de un peligro
real y se valoraba de forma negativa.
De igual manera se insiste en la necesidad de una hermenéutica que supere los límites históricos y
culturales de esas enseñanzas y su interpretación aislada fuera del contexto. La consecuencia de tal
exégesis implica para algunos el que no existe fundamento bíblico para su valoración negativa en el
Nuevo Testamento. Las condenas que ahí aparecen se refieren exclusivamente a los casos de pederastía
y a los proxenetas que reducen a los niños a la esclavitud; reprueban los comportamientos que nacen en
un ambiente de orgía, desenfreno y perversidad, o como consecuencia y castigo por haber rechazado el
conocimiento de Dios; y se rechazan finalmente por tratarse de actos realizados por heterosexuales que
actúan contra su propia inclinación, pues se ignoraba entonces que pudiera darse una estructura
diferente. Todo lo cual impide la utilización de estos textos en los planteamientos actuales.
Es indudable que los criterios hermenéuticos son necesarios para el estudio de la Biblia, pero con
ellos también son muchos los autores que descubren en sus páginas una visión de la sexualidad
claramente heterófila, con su doble dimensión amorosa y fecunda. Si hay motivos para creer que
interpretaciones erróneas han exagerado el carácter nefando de los actos homosexuales, tampoco están
exentos de error los que niegan por completo el valor de tales enseñanzas. Ni las interpretaciones en su
conjunto han sido tan incorrectas, ni las posibles deficiencias tampoco tendría que suponer un cambio
en la valoración. El mensaje revelado viene a confirmar lo que la reflexión humana mantiene todavía
como una meta: la orientación heterosexual de la persona aparece objetivamente como el destino mejor.
Afirmar que este objetivo es consecuencia exclusiva de los prejuicios contra la homosexualidad de los
autores sagrados es una solución demasiado simplista y poco fundamentada.

8. La valoración personal:
perspectivas

Con esto sólo hemos hablado de su valoración abstracta y objetiva, pero aun aceptando este
presupuesto, del que parte la gran mayoría, queda su aplicación posterior a los individuos particulares.
Si el tener una inclinación como ésta no es muchas veces imputable a la propia voluntad, ¿cómo deberían
juzgarse los actos concretos de una persona homófila?
Se oye decir con frecuencia que la Iglesia ha mantenido una postura intransigente de absoluto
rechazo, muy distinta a la que Jesús tuvo con los más necesitados, y cuyas consecuencias han sido
trágicas y lamentables. Los homosexuales que no quieren perder su fe y desean encontrar en ella un
motivo de ayuda y esperanza no tienen, a veces, otra alternativa que apartarse de su enseñanza o vivir
con un sentimiento de culpabilidad, cuando son incapaces de atenerse a su norma. ¿No cabría la
posibilidad de admitir como lícita una relación homosexual, al menos en determinadas situaciones? ¿Por
qué, si esta persona es así, no puede vivir de acuerdo con su inclinación? ¿Es humano exigir un
comportamiento que resulta inalcanzable para algunos individuos?
Estas y otras preguntas parecidas han hecho surgir nuevas reflexiones en el campo de la moral.
Sería difícil dar ahora una síntesis de las diferentes posturas adoptadas sobre el tema, pero creo que en
casi todas se da un denominador bastante común. La permisividad ética de estos actos homosexuales,
en una relación personal de afecto y cariño, quedaría aceptada por la siguiente consideración de fondo,
expresada con suma brevedad.
El ideal de una persona homófíla podría ser la sublimación de esa tendencia, pero puesto que una
conducta así le resulta heroica e imposible, sólo le resta una doble posibilidad: vivir de una manera
clandestina, perversa, en el anonimato de la promiscuidad y de los bajos fondos, o intentar, al menos,
una mayor humanización del instinto mediante una comunión personal y afectiva. Considerar estos
últimos gestos como pecaminosos supondría quitarle el único camino de reconciliación con su propia
verdad; hundirla en una conducta más represora y despersonalizante, y mantenerla en un clima neurótico
y de constante culpabilidad. La homosexualidad no debe reprimirse, como ninguna pulsión, ni vivirla
como un mero placer egoísta. Entre ambos extremos podría aceptarse como expresión de amor, pues
aunque tenga aspectos negativos -no alcanza el ideal del sexo- manifiesta sin duda algunos positivos, en
cuanto se aparta de otros comportamientos peores y más perversos. Por ello las exigencias objetivas de
la moral deberían acomodarse a las situaciones y posibilidades concretas de cada individuo.
No juzgo desacertado que la eticidad de una conducta se analice también por sus consecuencias.
La reflexión moderna, en el campo de la ética, se orienta mayoritariamente por una argumentación
teleológica moderada, que no tiene por qué caer en las exageraciones condenadas por Juan Pablo II, en
su encíclica Veritatis splendor. Si un comportamiento provoca, en su conjunto, muchos más efectos
benéficos y positivos que lamentables, no se podría juzgar como pecaminoso, aunque tampoco
constituya ningún modelo de imitación. Sin embargo, la aplicación de esta teoría a cualquier forma de
conducta debe tener en cuenta algunos presupuestos fundamentales. Y en el campo concreto de la
homosexualidad sería conveniente proponer otras reflexiones previas. De lo contrario, lo que pudiera
ser aceptable en teoría tal vez no lo fuera tanto en su aplicación práctica.

9. La posibilidad de una superación

Si damos por razonable la opinión generalizada de que la apertura hacia el otro sexo es la mejor
orientación del impulso, hacia ella debiera dirigirse la educación como profilaxis, y la misma
readaptación posterior, en la medida de lo posible. Las condiciones psicológicas y culturales deberían
favorecer este destino en la configuración de la sexualidad, superando aquellas etapas y circunstancias
en las que existe mayor riesgo de quedar estancados. Si existe la posibilidad de una mejora, no hay por
qué excluirla. La ayuda prestada puede ser provechosa, sobre todo cuando se trata de una tendencia más
superficial y, en cualquier caso, posibilita una integración reconciliada con algo que no fue elegido.
Por otra parte, no conviene olvidar que la licitud de una conducta no se justifica por lo que se es,
sino por lo que se debe ser. Quiero decir que si los homosexuales tienen derecho a vivir como ellos son,
este principio habría que aplicarlo con la misma lógica a cualquier otro comportamiento. Por idéntico
motivo, el heterosexual o el fetichista podrían dejarse conducir por sus tendencias respectivas, sin tener
en cuenta que una simple inclinación no es suficiente para humanizar las fuerzas pulsionales.
Dentro y fuera del matrimonio, los que no han querido y los que no han podido casarse necesitan
una integración del sexo para vivirlo de acuerdo con su objetivo. Si la mera instintividad fuese criterio
suficiente para justificar una conducta concreta, la moral quedaría reducida a un simple biologismo.
Sentir una necesidad sería signo de una exigencia ética y cada una de aquéllas tendría derecho a pedir
las normas adecuadas a su propia sicología . Al hombre que se entrega a una mujer porque no ha podido
casarse, no tendríamos nada que decirle, pues experimenta una tendencia parecida a la del homosexual.
Por ello, sí creemos discutible la opinión de que los homófilos tengan una moral propia fundada sobre
su sistema de valores y su concepción del mundo. La ética, como ciencia de valores que ilumina la
conducta, debería sufrir un cambio constante en función de las situaciones personales. Y es que el ser
humano necesitará siempre una dosis de esfuerzo y trabajo para la búsqueda de los caminos
humanizantes. El déficit y la limitación, patrimonio universal en todos los campos, no justifican
abandonarse a la propia realidad, pues por encima de ella se encuentra la meta hacia la que debemos
dirigir nuestra conducta.

10. En camino hacia un ideal

En segundo lugar, el dilema de fondo, que con frecuencia se plantea, no me parece exacto y
plenamente objetivo, al menos en todas las ocasiones: a la persona homófila se le deja ejercer el sexo
de acuerdo con su inclinación y con una dosis de amor y de cariño o, de lo contrario, llegará a vivirlo
de una manera perversa, libertina o neurótica. De ahí la posibilidad ética de una opción por lo que se
considera como un mal menor o un compromiso para resolver una situación conflictiva.
No convendría olvidar, sin embargo, aunque esta afirmación parezca demasiado conservadora, que
una de las características de la sexualidad humana es la capacidad que ella encierra de poder ser asumida
sin el ejercicio de la genitalidad. Sé muy bien que esta idea no goza de mucho crédito en la cultura
moderna, pues bastantes están convencidos de que es una práctica absolutamente indispensable para la
salud y el equilibrio de la persona. Es evidente que la simple abstención fomentaría una actitud neurótica
cuando los mecanismos psicológicos no funcionen con normalidad, cuando con ella la pulsión, en lugar
de integrarse armónicamente en nuestro psiquismo, queda soterrada y reprimida; pero nadie podrá
afirmar que ésta sea siempre la única alternativa. Si así fuera, tendríamos que aplicar el mismo criterio
a otras situaciones más o menos parecidas, como antes hemos dicho. El que permanezca soltero contra
su voluntad, porque la vida no le haya ofrecido otras posibilidades, o el cónyuge de un matrimonio
fracasado tendrían el mismo derecho para buscar otras compensaciones. Son muchos los homosexuales
que, a pesar de su inclinación, pueden vivir sin una expresión genital, como muchos heterosexuales
pueden hacerlo sin necesidad de ceder a sus impulsos diferentes.
Admito que en ciertas conductas homófilas, incluso por otros factores secundarios, resulte más
difícil esta integración, como acontece también en las personas heterosexuales. Hay individuos con
capacidad para controlarse y otros que apenas pueden conseguirlo, o a costa de muchos y heroicos
esfuerzos. La libertad podrá encontrarse disminuida por una serie de condicionantes o, incluso,
desaparecer casi por completo, pero entre los extremos del dilema -perversidad o una cierta
humanización por el cariño- quedaría el camino intermedio propio de todos los seres que se esfuerzan
por alcanzar el ideal, a pesar de sus deficiencias y limitaciones, en un trabajo constante de superación.
El hecho de no conseguir la meta, si creemos que vale la pena aspirar a ella, no es motivo para situarse
cómodamente en niveles anteriores. En la aventura de la vida nunca debemos olvidar nuestra vocación
de peregrinos, que impide aquí, como en otras zonas, dejarse vencer por el cansancio. Si de verdad me
encontrase con una persona cuya única alternativa fuera el dilema propuesto, la decisión que ella tomara
en su conciencia no me atrevería a condenarla, como único camino para evitar peores consecuencias
negativas. Esto supuesto, ¿qué orientaciones fundamentales deberíamos ofrecer en la pastoral con estas
personas?

11. Orientaciones pastorales

Hay un primer punto fundamental en el que no insistiremos nunca demasiado. Mientras no seamos
capaces de aceptar al homosexual como una persona merecedora, como cualquier otra, de nuestra estima
y respeto, todo intento de ofrecer una ayuda resulta falso y mentiroso. Y para ello se requiere una
purificación previa de tantos prejuicios conscientes e inconscientes que dificultan esta relación. El que
tropecemos con individuos que han hecho de su tendencia una forma de perversión, que se aprovechan
de la clandestinidad y del engaño, que mantienen un proselitismo lleno de amenazas y violencias
psicológicas, no es motivo para considerar a todos los demás con el mismo criterio. La indignación que
pudiera provocar es tan justificada como la que nace ante otras conductas perversas. Pero frente a este
grupo se halla el de aquellos que llevan con dolor y con una tristeza solitaria el no ser como los demás.
Que una persona se atreva a descubrirnos su situación interior, sobre todo en nuestros ambientes,
donde se siente con más intensidad la vergüenza y el rechazo, es suficiente para tomar una actitud de
agradecimiento y de plena aceptación. Esta acogida que brota desde dentro, y no como una obligación
de compromiso, es indispensable y benéfica para todo el diálogo posterior. Al menos existe la
posibilidad de compartir con otros y de manifestar hacia fuera lo que hasta ahora se vivía como una
tragedia demasiado íntima y personal.
Ya hemos insistido también en la conveniencia de una ayuda, sobre todo en los casos benignos.
Sería absurdo que, por defender unos derechos hipotéticos y poco fundamentados, cerráramos las
puertas a una sensible mejora, cuya posibilidad muchos defienden en contra de otras opiniones
contrarias. Aunque no se consiga cambiar la estructura que parece definitiva, sí se logra una
reconciliación positiva consigo mismo, que integre un dato más de la vida del que ya no podrá prescindir.
La experiencia médica confirma el mayor equilibrio que se deriva de este intento, hasta conseguir una
integración suficiente para una vida normal, sin graves complicaciones.
La búsqueda de una verdadera y auténtica sublimación no hay que identificarla con una fuerza
represora. Lo que se busca con aquélla es dar salida a la libido dentro de una orientación global, que
abarque la vida entera y que satisfaga, por otros medios y al servicio de otras tareas, las exigencias del
sexo. Sin negar que tal mecanismo se hace más penoso en algunas psicologías, hay que reconocer sus
posibilidades e intentar aprovecharlas al máximo.
Aun a riesgo de parecer demasiado espiritualista, no dudo que la fe auténtica constituiría una ayuda
profunda en tales circunstancias. Un sentimiento neurótico de culpabilidad no es dable en quien haya
conocido más de cerca el rostro verdadero de Dios. La salvación es una gracia ofrecida sobre todo a los
que se sienten más débiles e impotentes. Lo único que obstaculiza este don es precisamente la
autosuficiencia y el creerse justificado por una vida perfecta (Lc 18, 11). Lo cual significa que el sendero
para acercarse con mayor fidelidad a Dios es sentir el peso de la propia incapacidad, cuando, a pesar de
los esfuerzos, no llega a conseguirse la meta pretendida. Y es que a través de un paso lento y cansino,
con una conducta que por fuera parece condenable, el corazón puede sentirse henchido de una gracia
gigantesca. Los esquemas que él utiliza para juzgar tienen muy poco que ver con los nuestros. En la
experiencia del propio fracaso puede estar presente un deseo sincero de buscarlo y quererlo por encima
de todo. Cuando las manos se encuentran vacías, como si no hubiera ya nada que ofrecer, tal vez no
exista otro gesto de entrega mayor que un sollozo de impotencia.

12. Las relaciones afectivas

Dentro de la literatura actual sobre el tema se insiste también en la conveniencia de una amistad
estable como el medio más asequible de sobrellevar una vida solitaria cargada de tantas dificultades.
Para algunos esto supondría necesariamente el reconocimiento, incluso social y jurídico, de la pareja
homosexual con la consiguiente justificación para toda clase de prácticas. Creen que la continencia sólo
se consigue a costa de la salud y del equilibrio psicológico y, por eso, optan por vivir juntos, como el
único remedio para superar su drama solitario. El respeto por esta opción, después de luchas, dudas y
ambigüedades, no significa compartirla. Otros, sin embargo, ofrecen el camino de una amistad, pero sin
llegar a tales extremos.
Sin negar la ambigüedad y los peligros que en ella pudieran encerrarse, la integración de la
hemofilia es posible dentro de una amistad personal y responsabilizada. Cuando existe una ilusión
progresiva nadie tiene derecho a descalificar un intento en el que se busca la superación de la mera
genitalidad dentro de un clima mucho más humano y respetuoso. También las relaciones amistosas entre
el hombre y la mujer están llenas de elementos eróticos y, en ocasiones, ocultan otros motivos poco
transparentes. Aquí no cabe otra norma que la honradez limpia y el estar dispuestos a evitar las posibles
consecuencias negativas. El esfuerzo humano por este ideal asequible es digno de respeto y admiración,
siempre que no constituya un obstáculo para personas que podrían reorientarse, o se convierta en una
fuente de perversión. Sólo la prudencia y un conocimiento de las situaciones concretas darán pie para
los consejos oportunos en cada caso.
Aunque esta amistad llevara en ocasiones a prácticas homosexuales, no habría que imponer sin
más la ruptura. En cualquier hipótesis sería muchas veces un mal menor que el peligro de la
promiscuidad o que los desequilibrios de una vida solitaria en tales sujetos. Estamos hablando de
personas que desean una superación progresiva y que no eligen esta posibilidad para aprovecharse
tranquilamente de las facilidades que pudieran encontrar. Si el único camino que les queda para seguir
adelante, sobre todo en casos extremos de soledad depresiva, tiene estos peligros, habría motivos
suficientes para aceptarlos dentro de los principios generales de la moral, sabiendo que avanzan y sueñan
con una etapa superior.
En el mundo de las relaciones afectivas, no se debe incluir nunca el matrimonio. Tal experiencia no
tiene ningún sentido terapéutico para los verdaderos homosexuales. No se requiere mucha perspicacia
para comprender que el remedio resulta peor que la enfermedad y que los problemas serían todavía
mayores con la posibilidad de afectar aquí a otra persona. Sólo en aquellos casos de bisexualidad o que
hayan superado una homofilia periférica, el matrimonio podría servir también de ayuda para una
completa normalización; pero es indispensable haber demostrado con anterioridad un cambio positivo
y cierto, que permita ver con optimismo y sin complicaciones serias el ulterior desarrollo de su vida
matrimonial. Las dudas objetivas que pudieran existir deberían resolverse con el diagnóstico de una
persona especializada.
Si el matrimonio, donde es posible el amor y la ternura, no es remedio eficaz para el mejoramiento,
mucho más hay que excluir la relación sexual con personas de otro sexo. La práctica demuestra los
traumas mayores que produce, con tanta frecuencia, el encuentro con la prostitución. Los sujetos que
pretenden salir de la duda o creen que desaparecerá su tendencia por tener tales relaciones, suelen
terminar en peores condiciones y con mayores perplejidades. El clima de esos ambientes y la situación
psicológica con que se acercan son elementos propios para crear un conflicto, incluso en aquellos
individuos capaces de una vida heterosexual. La inhibición psíquica que provoca fácilmente su fracaso
les refuerza el sentido de su anormalidad y aumenta la desconfianza de su mejoramiento y curación.

13. La reforma de la legislación

Finalmente, otro problema distinto sería la legislación civil sobre la homosexualidad, cuya reforma
ha sido siempre uno de los puntos exigidos por todos los movimientos de liberación. No tendría
dificultad en reconocer que ciertas demandas me parecen justas y objetivas.
Ser homosexual, en teoría, puede ser tan peligroso o rechazable como ser heterosexual. El peligro
y la perversidad no existen por tener una u otra tendencia, sino en la orientación práctica que se le dé a
cualquiera de ellas. La perversión de menores, el descontrol, el escándalo público, la corrupción del
ambiente no es patrimonio exclusivo de una inclinación determinada. Quiero decir que la simple razón
de experimentar esta inclinación no es motivo justificante para negar ciertas exigencias, mientras no
demuestren con su conducta, como cualquier otra persona, que son indignas de tal confianza. Por ello,
semejante condición no debe ser obstáculo para desempeñar una tarea o elegir un trabajo, si tienen,
como las personas heterosexuales, un control suficiente de su libido. El peligro social no radica en lo
que las personas son, sino en el comportamiento concreto de tales personas. Que la honestidad, el respeto
a los demás, la delicadeza, el compromiso, la responsabilidad y otros muchos aspectos positivos se
encuentran con idéntica proporción en estos individuos.
En esta línea, la reforma del derecho penal, para no considerar como actos criminales las relaciones
homófilas que no atenten contra el bien común, es también aceptable. Lo que dos individuos realicen en
la esfera de su intimidad no tiene por qué ser castigado, aunque constituyera una falta ética, de igual
modo que la ley no penetra en la vida privada de personas heterosexuales cuyas relaciones fueran
deshumanizantes y pecaminosas, cuando no se traspasan los límites del bien común; es decir, cuando
no son producto de la violencia física o psicológica, ni se practican con personas menores de edad, o se
realizan públicamente, hiriendo la sensibilidad normal del grupo.
Sería también aceptable un marco jurídico que reconociera la existencia de una convivencia común
para obtener ciertos beneficios sociales y un tratamiento fiscal más adecuado. Lo mismo que podrían
reconocerse otros tipos de relaciones familiares o amistosas, que hicieran posible cumplir con deberes
de gratitud en el campo de las herencias, o donaciones, por ejemplo.
En coherencia con lo hasta ahora expuesto, me parece legítimo que estas parejas de hecho, para el
reconocimiento civil de tales beneficios, no se equiparen en todo a la unión legítima entre el hombre y
la mujer, para no dar la impresión de que es una forma de vida tan válida y aceptable como ésta. Hay en
juego valores muy importantes que afectan a la naturaleza de la familia y una igualdad plena con ella
haría que la función pedagógica de la ley no fuera la adecuada. Los inconvenientes que recaerían sobre
el hijo en el caso de la adopción o en el uso de las técnicas de fecundación artificial, por ejemplo, hacen
dudar a muchos de su conveniencia legal, aunque tales procedimientos están aceptados en algunos
países. Son limitaciones que no nacen de ningún prejuicio o desprecio, sino de un planteamiento que,
aunque no todos lo compartan, es consecuente con los presupuestos en que se apoyan.

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CAPITULO 9

La institucionalización del amor

1. Nueva situación sociológica

Podría afirmarse con bastante exactitud que, a través de todos los tiempos y culturas, la pareja -
formada por el hombre y la mujer- ha estado orientada siempre hacia el matrimonio con la intención, al
mismo tiempo, de formar una familia. La institucionalización de ese amor, aunque con formalidades y
ritos diferentes, era una exigencia socialmente admitida, que no levantaba tampoco ninguna dificultad
o contestación, a pesar de los cambios experimentados en las diferentes épocas. Las críticas fueron
siempre bastante restringidas y esporádicas, y dirigidas, sobre todo, contra algunas formas concretas
para exigir el compromiso.
Lo más característico de nuestra situación actual ha sido precisamente la disociación de estos tres
elementos, que se habían mantenido estrechamente vinculados. Pareja, familia e institucionalización
caminan, con frecuencia, por senderos diversos que no llegan a encontrarse. La fórmula más frecuente
es la unión libre, la cohabitación sin ningún vínculo jurídico, la apariencia de matrimonio sin otro apoyo
o ratificación social que la simple aceptación de ambas personas. Las estadísticas ofrecen ya una serie
de datos, que comienzan a preocupar, pues la nupcialidad, que había mantenido proporciones muy
estables durante los dos últimos siglos, ha sufrido un descenso llamativo. En algunos países, una de cada
tres parejas no llega a institucionalizar su amor. Y son más todavía los que no encuentran ninguna
utilidad en el compromiso civil o religioso, ni lo juzgan necesario para el éxito de su convivencia.
La respuesta del cristianismo es suficientemente conocida y explícita: cualquier tipo de vida
conyugal, al margen del matrimonio canónico, se convierte para el católico en una situación irregular e
inaceptable. Aunque se haya dado cierta mitigación en las penas, el concubinato no tiene ningún
reconocimiento eclesiástico y es rechazado desde una perspectiva moral. Sin embargo, no deberíamos
acercamos al análisis y valoración de este fenómeno con una visión demasiado objetiva, en la que no
cabe otra postura que la condena generalizada, olvidando otros aspectos y dimensiones que lo
condicionan y favorecen. Una conducta tan extendida y universal no se explica sólo por la perversión,
la mala voluntad o el libertinaje, aunque tampoco puedan excluirse en todas las ocasiones, sino por los
condicionantes sociológicos y culturales que provocan semejante conducta y constituyen un reto
también para nuestros planteamientos teológicos y pastorales.
En el fondo de todas las discusiones actuales hay una triple interrogación a la doctrina tradicional
de la Iglesia: ¿Por qué la sexualidad debe ser expresión de un amor conyugal? ¿Por qué este amor tiene
que estar institucionalizado? ¿Por qué con anterioridad a su institucionalización no son lícitas las
relaciones sexuales? La respuesta a estas preguntas constituirá el motivo de nuestras reflexiones.

2. La urgencia del cariño conyugal

Hay un hecho constatable según las más recientes estadísticas: la decadencia progresiva de la
prostitución como fenómeno social, aunque no se haya eliminado, por supuesto, ni jamás llegue a
conseguirse. La razón no se debe, como es lógico, a un mayor ascetismo virtuoso, sino a una experiencia
bastante común, que no deja de ser significativa: la necesidad de vincular el sexo con una vivencia de
cariño. Aunque sea nada más que para obtener una mayor gratificación, los elementos afectivos se van
haciendo más imprescindibles.
Como esta posibilidad es hoy más frecuente que en épocas anteriores, acudir a la prostituta se hace
menos urgente y necesario. La cosificación de una persona resulta demasiado grosera si no existe un
mínimo de afecto y cercanía. Buscar al otro como simple instrumento de placer es un atentado que nadie
se atreverá a justificar. Es cierto que su práctica se oculta ahora bajo formas más sofisticadas y elegantes,
pero se necesita una falta casi total de sensibilidad para no darse cuenta de su carácter deshumanizante.
No es poco ya que una fuerte mayoría haya superado esta primera etapa, donde aparece la absoluta
separación entre sexo y amor.
Sin embargo, parece insuficiente todavía este primer presupuesto. La entrega plena en la comunión
corporal no puede ser expresión de una simple amistad o de una cercanía afectiva más o menos profunda,
sino que requiere una densidad amorosa, que sólo se encuentra en el cariño conyugal. Es decir, cuando
hacia el otro se desliza el afecto con un sentido totalizante y exclusivo, pues amar conyugalmente
significa que la otra persona se ha convertido en un alguien único e insustituible. Ya no es posible una
donación mayor ni un cariño más fuerte que vayan dirigidos hacia otro sujeto. ¿Por qué ha de vivirse el
sexo con esta plenitud? ¿No puede ser también un lenguaje entre personas amigas y compañeras?
La argumentación tradicional, al insistir casi exclusivamente en la dimensión fecunda, era mucho
más lógica y evidente. No era lícita ninguna relación que eliminara el destino primario del sexo. El hijo
no puede buscarse sin la estabilidad de la pareja, que posibilite el clima necesario para su desarrollo y
maduración psicológica. Las preguntas surgen cuando la sexualidad aparece, al margen de la
procreación, con toda su fuerza unitiva.
Sin negar este último aspecto, que hemos subrayado en un capítulo anterior, tampoco podemos
olvidar que el hijo entra también en el horizonte de la pareja y forma parte de su proyecto totalitario. En
este sentido, la reflexión clásica sigue teniendo vigencia: el sexo libre constituye un atentado contra la
conyugalidad y destruiría esa atmósfera necesaria para su acogida y aceptación.

3. Simbolismo de la entrega conyugal

Pero no es sólo su carácter procreador lo que fundamenta esta postura. Hay una intuición que
encierra otro significado más profundo desde una óptica personalista. La entrega corporal lo que expresa
y produce es precisamente la conyugalidad. Es decir, que aunque no busque la procreación, cuando se
vive a un nivel humano, es una fuerza procreadora de amor. Por eso las relaciones extramatrimoniales
se han vivido siempre y todavía se experimentan como un atentado contra la comunión conyugal. Su
ejercicio llevaría lógicamente, si no existen otras reservas o impedimentos, a la creación de otra
comunidad afectiva. La herida y el dolor del adulterio no es producto exclusivo de prejuicios y tabúes,
sino que atenta contra la integridad del yo, como la muerte o alejamiento de un ser querido. El mismo
fracaso de las comunas, cuando el sexo se ha querido repartir entre todos, no se explica tampoco por
motivos éticos o religiosos. En la sicología humana existen unas leyes que el hombre no puede
transgredir sin ninguna impunidad.
Y es que cuando el hombre y la mujer comulgan a través de sus cuerpos están utilizando un
lenguaje de extraordinaria importancia. La frase bíblica que los destina a ser una sola carne -sinónimo
de persona- tiene resonancias populares y psicológicas. Se trata de un gesto apocalíptico, en su sentido
etimológico, por el que mutuamente se revelan su propia intimidad y buscan gozosamente como una
compenetración sin límites ni fronteras. Se celebra la fiesta del amor, que transforma la propia
existencia, para entregarla como ofrenda y recibir también la del otro como un regalo. El éxtasis del
placer es el sendero por el que dos corazones se juntan para repetirse de nuevo lo de siempre: la alegría
de haberse conocido, de sentirse privilegiados por un amor que los fusiona. Son una sola carne no porque
se junten sus cuerpos, sino porque ellos manifiestan que ya han donado el corazón.
Por eso, aunque el encuentro no se realice en el anonimato, ni esté privado por completo de una
vinculación afectiva, la simple amistad parece demasiado poco para lo que se expresa con ese mensaje.
Si el amor al otro no reviste estas características de totalidad y exclusivismo -a nadie como a él-, la
palabra que el cuerpo pronuncia dice mucho más de lo que existe en realidad y el gesto se convierte,
entonces, en una mentira. Es posible que el clima afectivo les lleve a creer que se quieren con esta
hondura, cuando lo que prima, en realidad, es el simple deseo de compartir una experiencia gratificante.
No se puede dar, por tanto, la ofrenda del cuerpo a una persona con la que no se comparte la vida
definitivamente y para siempre. Es el simbolismo de una comunión tan profunda, que sería falso utilizar
ese lenguaje cuando aquella se hace imposible por diferentes motivos. La experiencia podrá resultar
positiva y benéfica, porque se vive en una relación humana que supera la gratificación egoísta -de ahí la
facilidad ética con que a veces se acepta-, pero en el fondo queda siempre un margen de falsedad. Se
promete y expresa lo que, al menos por el momento, no están todavía dispuestos a entregarse.
Así la vida conyugal aparece como el ámbito más adecuado para que el sexo pueda vivirse con
todo su significado y plenitud. Ahora bien, si sólo aquí la sexualidad alcanza su más completa expresión,
¿es necesario institucionalizar de algún modo la formación de la pareja?
Frente a esta situación tan frecuente de parejas que cohabitan sin ningún compromiso canónico o
civil, el mismo Juan Pablo II manifiesta una sensibilidad que desea hacer extensiva a toda la Iglesia. Los
pastores y la comunidad eclesial se preocuparán por conocer tales situaciones y sus causas concretas, ya
que su existencia puede partir de factores muy diferentes. El Papa ha señalado algunos en particular:
rebeldía y rechazo de todo lo institucional; inmadurez religiosa que se manifiesta en el miedo a todo
tipo de promesa estable y para siempre; una búsqueda del placer; desprecio de la familia; pérdida de
ventajas económicas o peligro de otros daños y discriminaciones; consecuencia de la ignorancia y
pobreza de muchas situaciones injustas; costumbres tradicionales. Nadie negará que mucho de esto
puede existir, pero si hay que acercarse a los que conviven con discreción y respeto, como él quiere, y
ofrecerles una ayuda para regularizar su situación, el análisis ha de recoger también otros aspectos más
profundos, que ahora intentamos sintetizar.

4. La privatización del matrimonio

Es un dato evidente que la esfera pública nos deja cada vez más insatisfechos, pues en ella no son
reconocidos los aspectos más auténticos de la personalidad, que se siente ahogada por la masifícación y
el anonimato. En una sociedad solitaria y burocrática donde sólo se busca la eficacia de la producción y
las relaciones humanas se superficializan de forma tan utilitaria, el hogar aparece como uno de los pocos
espacios en los que se descubre la dimensión personal, el contacto cercano, la aceptación amorosa. La
vida que se desarrolla en el trabajo se ha hecho demasiado inhóspita y es necesario otro centro psico-
afectivo, de inestimable valor, en el que se encuentre la acogida, el abrigo y el reposo, como una
compensación a tantas otras frustraciones. A pesar de todas sus limitaciones y críticas, el hogar sigue
siendo uno de los centros más cálidos de nuestro mundo. De ahí, la importancia que encierra, en al
ámbito psicológico y afectivo, la familia moderna y nuclear.
Esta búsqueda de calor amoroso ha reducido aun más la función social de la familia, que ha dejado
de ser un vínculo de integración, abierto a la sociedad, para convertirse en un nido caliente que proteja
de las amenazas exteriores. De ser un sujeto privilegiado de la vida comunitaria, como su núcleo y
fundamento, ha pasado a considerarse como el centro afectivo por excelencia, lugar de recuperación y
descanso, al margen por completo de cualquier otra vinculación externa. Así se comprende que este
proceso haya terminado en la privatización del matrimonio. Éste no es ya un compromiso público, sino
la asociación completamente libre de dos personas que buscan su felicidad en la experiencia de un
encuentro amoroso. La vida común es un asunto estrictamente privado, que sólo tiene referencias
públicas por razones muy secundarias y de orden utilitario. Hay demasiada burocracia y anonimato en
la vida social para que lo jurídico penetre también en el único reducto íntimo que le queda al ser humano.

5. Primacía de lo afectivo sobre lo institucional

La primacía de lo conyugal se subraya con fuerza y está por encima de cualquier otro objetivo para
intensificar la relación de la pareja, como el valor más importante. El amor, en la convivencia común,
es el drenaje para las múltiples tensiones, pero, como se trata de un sentimiento tan personal y privado,
nunca podrá apoyarse sobre ninguna obligación legal, sino sobre la vivencia de nuestras propias
emociones. La misma ley no constituye ninguna ayuda para su crecimiento y salvaguardia, sino que más
bien se convierte en un obstáculo que lo aprisiona y hasta destruye. Lo importante es la intensidad de la
relación afectiva. Cuando ésta se apaga o desaparece, el compromiso jurídico es algo irrelevante que no
sirve nada más que para mantener unas apariencias hipócritas. Este cambio de acento hacia lo personal
infravalora los vínculos sociales para insistir, sobre todo, en la cohesión de la pareja.
En este contexto se revaloriza, por el contrario, la opción por el presente, que no se debe sacrificar
a un futuro incierto y desconocido. El compromiso es mientras dure el cariño, estén de acuerdo y lo
pasen bien. La duración no aparece como algo valioso, pues será siempre mejor una experiencia corta y
pasajera, con tal de que sea fuerte, que una lánguida y más prolongada. El reconocimiento y la aceptación
del placer sexual alcanzan también un enorme relieve como elemento que cohesiona a la pareja, como
un motivo extraordinario de compensación y como fuente de enriquecimiento y gratificación personal,
pero sin que suponga ningún compromiso o sea fuente de alguna obligación posterior. Se considera
como un hecho estrictamente privado, donde no queda espacio para otras exigencias y obligaciones, ni
hay que protegerlo con otras garantías jurídicas. La entrega del cuerpo no simboliza ninguna donación
más estable o un deseo de continuidad. Interesa exclusivamente la inmediatez, sin mirada hacia un futuro
que, por el momento, no se pretende construir, aunque tampoco se excluya una permanencia mayor, si
la experiencia se prolonga de forma positiva. Hay que disfrutar intensamente lo que ahora se posee y
dejarse conducir por el gozo que invade la actualidad, sin preocupaciones molestas por el porvenir lejano
y desconocido.
Existe, en el fondo, como una exaltación grandiosa de la propia libertad, sin ningún control que
pueda limitar sus ansias. El cariño no debe imponer ningún freno o cortapisa, aunque en él se busque un
refugio protector. Cuando el fracaso se hace presente, la única alternativa sensata es la búsqueda de otra
oportunidad, que haga posible una nueva experiencia gozosa y gratificante. Si no cumple con este
destino, la pareja pierde toda su razón de ser, y la exigencia jurídica que obligara a mantenerla debería
considerarse como una farsa. El divorcio, si hubiera algún compromiso legal, se defiende como un
derecho al que nadie puede oponerse. La vida en común ha de basarse exclusivamente sobre la voluntad
libre de cada miembro.
En resumen, hemos pasado de un modelo de matrimonio-institución, donde prevalecía la fuerza de
lo jurídico, la obligación legal, el vínculo permanente, a un matrimonio-asociación que busca la
solidaridad afectiva, mientras dure, pero sin ningún compromiso social. Es el triunfo del individualismo
sobre la dimensión pública y comunitaria de una alianza como ésta. El amor se proclama como un nuevo
juramento que no encierra la perpetuidad, ni necesita tener como testigos a la autoridad eclesiástica o
civil. Lo jurídico, ciertamente, no goza de buena prensa en el campo del amor. ¿Para qué sirve, entonces,
la institucionalización del cariño?

6. Dos aspectos complementarios

La palabra de amor que dos personas se ofrecen supone un cambio radical en la existencia de cada
una. Cuando un chico le dice a una chica, después de un período de conocimiento mutuo, que la quiere
como a su esposa, el significado de esa expresión está lleno de contenido y tiene una consistencia mucho
mayor que un gesto ordinario de amistad o compañerismo. Se ha vivenciado silenciosamente, como una
gracia inaudita, que la felicidad se encuentra en la comunión y entrega al compañero.
Lo que desea manifestarle, en el fondo, es que ya se ha convertido para él en un valor único e
insustituible, del que no puede prescindir. Su vida adquiere una nueva orientación, cuyo centro de
gravedad comienza a ser el tú de la persona amada. Por eso brota, como una consecuencia, un
compromiso de fidelidad que no desea agotarse con el tiempo. Quisieran caminar juntos hasta la
eternidad para compartir siempre las penas y los gozos de la vida. Los dos buscan la entrega mutua para
realizar una tarea común, un proyecto que desean construir unidos más allá de una atracción fugaz, de
una complacencia afectiva pasajera, de un entretenimiento esporádico. Para amar conyugalmente no
basta decir yo te amo; en este cariño está incluido también el para siempre, pues un amor que no incluya
al tiempo es porque no se considera digno de conservarlo. Cuando en una pareja dejan de ser simples
amigos es porque han descubierto que vale la pena caminar juntos hacia el futuro. Sólo la duración
puede verificar la autenticidad del cariño que, como los vinos, necesita también su solera.
Una vivencia de este tipo siente, además, la necesidad de hacerse pública y visible. La experiencia
más ordinaria descubre la tendencia a comunicar a los otros la nueva situación que ha surgido en la vida.
No hay razón alguna para ocultar lo que se experimenta como dicha gozosa, que llena de sentido la
existencia presente y futura. Pensemos, como un síntoma revelador, en el sufrimiento de un amor
imposible cuando no puede vivirse, por los motivos que sea, en un clima abierto, de cara a los demás.
La clandestinidad roba al cariño una parte de su naturalidad y alegría, como el que mantiene y oculta
algo que no le pertenece.
Si descubrimos ahora lo que significa la institucionalización, caeremos en la cuenta de que no
puede considerarse nunca como un obstáculo o una amenaza al amor. Ella viene a realizar precisamente
lo que la palabra significa. Manifiesta y confirma el deseo más profundo de los mismos cónyuges. Si lo
que ellos buscan es hacer de su cariño una realidad estable, creadora de una nueva comunidad, y hacer
partícipes a los otros de su nacimiento y consistencia, el compromiso jurídico manifiesta y garantiza
esta misma orientación. Institucionalizar el amor es dejarse llevar de sus propias exigencias, confirmar
lo que él mismo anhela desde su dinamismo interior.

7. La dimensión social y comunitaria de la conyugalidad

Por otra parte, aunque parezca extraño, conviene insistir con fuerza en la dimensión social del
amor, a pesar de su carácter íntimo y personalizado. Es curioso que en un mundo donde la preocupación
por lo social ocupa la primacía de muchas reflexiones no se quieran aceptar las exigencias comunitarias
de la conyugalidad. A nadie se le puede imponer un compromiso como éste, pues sería monstruoso e
imposible crear una obligación jurídica allí donde el corazón no se siente cogido, pero, una vez que
brota y es libremente aceptado, la sociedad no puede permanecer indiferente ni en silencio ante esa
situación. Semejante cariño ha dejado de ser un hecho privado para convertirse en un fenómeno social
y público por las múltiples influencias que de él se derivan. Lo que dos personas realicen en la intimidad
de sus vidas no tiene ninguna trascendencia pública, pero desde el momento en que exigen derechos o
nacen obligaciones y responsabilidades frente a los demás, la dimensión jurídica se hace ineludible. El
bien común se apoya en gran parte sobre la estructura de la familia, y esta comunidad primera no puede
desligarse, entonces, de sus obligaciones sociales, como si se tratara de una realidad solitaria e
independiente.
Esta donación total y definitiva sitúa a los cónyuges en un nuevo ámbito que por su propia
naturaleza exige un vínculo con la sociedad. Ella es la única que puede legitimar la constitución de esta
célula y declarar oficialmente su existencia con todas sus obligaciones y derechos. La autoridad dejaría
de cumplir una función básica si no buscara integrar, con una reglamentación justa, la existencia de la
familia dentro de los esquemas comunitarios. Es evidente que tal intervención requiere un carácter
jurídico, aunque lo importante no sea la forma que revista, sino la urgencia y necesidad de alguna
reglamentación. De ahí que la legalización del matrimonio haya sido una constante histórica a través de
todas las épocas, culturas e ideologías. La pareja que buscara una escapatoria a esta exigencia no tiene
ningún derecho a que se le confiera un estatuto real, como algo objetivo y existente
Si además admitimos, desde una perspectiva religiosa, que el amor adquiere una resonancia
sacramental, eso significa que el cariño de los cónyuges participa de la gracia que Dios ha ligado a su
Iglesia. Aquí aparece una realidad nueva en el seno de la comunidad salvadora. La vocación de esas
personas a vivir su amor queda consagrada a través del sacramento, que no puede ser un simple rito o
un acto legal mandado por la Iglesia, sino un gesto de Jesús, que se hace presente en ese mismo amor y
lo transforma para convertirlo en símbolo de realidades trascendentes, cuyo contenido sobrenatural
supondrá también una vinculación profunda con toda la familia eclesiástica. El encuentro de dos
personas que mutuamente se aman y se entregan no es ya un simple gesto humano de extraordinaria
importancia para los amantes. Desde la fe se descubre aquí una dimensión trascendente: dentro de ese
cariño, Dios se ha hecho presente y ha querido valerse de él como fuente de gracia y amistad. El amor
no será, pues, nunca algo aislado y solitario dentro de la pareja humana y cristiana. Institucionalizarlo
es tomar conciencia de su dimensión social, de su exigencia comunitaria a todos los niveles. Pero la
institución es, al mismo tiempo, una salvaguardia para defender su permanencia e invitar a un
mejoramiento constante.

8. El derecho: defensa de la conyugalidad y garantía de permanencia

La historia del derecho matrimonial civil y eclesiástico aporta enseñanzas valiosas para
demostrarnos cómo cualquier reglamentación ha ido surgiendo con este carácter de defensa. El cambio
y la evolución de las exigencias jurídicas se han efectuado precisamente en función de los valores
fundamentales del matrimonio. Se trata de evitar, por encima de todo, las grietas que pudieran minar
sus cimientos. Si bastara la pura manifestación del cariño realizado en la más estricta intimidad para
evitar las consecuencias trágicas que pudieran derivarse contra la comunidad civil y eclesiástica, no
habría que pensar en ninguna otra reglamentación. Pero la experiencia ha enseñado que para ello es
necesario saber al menos cuándo el compromiso matrimonial se realiza, y el mínimo de condiciones
indispensables para que se convierta en una realidad pública.
Aunque hoy exista una queja generalizada contra las estructuras de cualquier tipo, el ser humano
no puede desarrollarse, sin la ayuda y el apoyo que le prestan. Nadie tiene capacidad de valerse por sí
mismo si no encuentra un entorno que complemente sus posibilidades. No negamos los riesgos anejos
a toda institucionalización, que la convierten a veces en una fuerza destructora de lo que debería
fomentar, pero tampoco conviene subrayar con exceso sus límites e imperfecciones. La vida también
demuestra que lo individual tiende a desaparecer, pierde eficacia y se inclina hacia la desintegración
cuando no encuentra una base que le dé consistencia y estabilidad. Toda obra que pretenda una cierta
permanencia requiere un mínimo de institucionalización. Es una exigencia de nuestra condición humana
y, por eso, hasta los más acérrimos individualistas se aprovechan constantemente de las estructuras
sociales, con las cuales, sin embargo, no quieren comprometerse. La prueba es que todo grupo cuando
nace, sea de índole política, cultural, religiosa o deportiva, lo primero que busca es su reconocimiento
social y jurídico.
Lo más importante de la conyugalidad no es ciertamente el compromiso publico, sino la
vinculación amorosa que se ha ido gestando en silencio, de una manera latente y progresiva. La pareja
se siente casada por dentro antes de su regulación civil o eclesiástica. Pero buscar esta última supone
una dosis mayor de reflexión y seriedad, que por necesidad psicológica aumenta y se clarifica cuando
la promesa queda institucionalizada y ante testigos.
La densidad y firmeza de un pacto jurídico no se la puede equiparar con la que nace de un gesto
privado, por muy sincero que parezca. El amor no es un juego o un sentimiento veleidoso, que ofrece
una fidelidad para romperla de nuevo al menor inconveniente. Antes de otorgar un sí tan comprometido
hay que pensarlo mucho y su dimensión jurídica es una invitación a ello. Si tenemos en cuenta los
múltiples engaños y condicionamientos que penetran en nuestro mundo sentimental, la unión libre no
vendrá a favorecer la limpieza y transparencia de la opción amorosa. Eximirse del pacto jurídico no
constituye un signo de mayor autenticidad, ni una búsqueda más responsable por dentro. El quedar
dispensado de él pudiera ser una forma de eludir fácilmente la última seriedad del cariño y hacer que
esta moneda continuara bajando hacia una devaluación progresiva.

9. Una invitación a superarse

La comunidad creada por el amor de dos personas participa también de una cierta fragilidad. Ese
nosotros, que se abre al futuro con la ilusión de una permanencia indefinida, está sometido a las
presiones del tiempo, cambios psicológicos, crisis y dificultades por las que hay que atravesar sin
remedio. La relación humana se hace en ocasiones una historia vacilante, y nadie está seguro de no
sentirse afectado algún día por esas inquietudes. Los conflictos, en proporción diferente según las
situaciones y personas, forman parte del ser matrimonial y su existencia tiene un significado análogo a
la crisis de maduración y crecimiento de cualquier persona. La institucionalización por parte de la
sociedad aparece, entonces, como una garantía y un estímulo para mantener la promesa.
Es cierto que el derecho defiende al amor desde fuera y nunca podrá sustituir a la dinámica interna
que lo mantiene, pero en el momento en que esta capacidad de comunión se debilite, está dispuesto a
intervenir como ayuda salvadora. Su obligatoriedad restaura muchas veces las posibles grietas que lo
ponen en peligro y es una invitación constante a salir del cansancio y monotonía, que había cubierto el
rostro de la persona amada.
Esta misma garantía recíproca nos abre también a otra perspectiva fecunda, que no es lícito tampoco
marginar: la necesidad de justicia que lleva consigo el amor. Es verdad que éste la trasciende y va más
allá, pero el auténtico cariño no podrá nunca contradecirla. Es más, ni siquiera llegaría a serlo si no parte
de un reconocimiento y aceptación de los derechos del otro como persona. Esto significa que la fidelidad
como deber tiene que sustituir en ocasiones a la fidelidad como sentimiento. No será nunca el ideal del
matrimonio, pero mayor injusticia sería aprovecharse de unas vivencias pseudoamorosas o imponer una
ruptura que olvidase por completo las obligaciones contraídas y los derechos de otras personas.
Comprendo que la realidad ha podido ir a veces por otros caminos y que lo jurídico llegue a
convertirse en un legalismo vacío. La ley no suple nunca al compromiso de fidelidad interior, pero no
por ello podemos minimizar su función y sus valores. Ella se pone al servicio del amor, como su
confirmación, signo y garantía, y lo acompaña como un recuerdo y estímulo para que progrese y madure.
Si a pesar de todo viene su muerte, la ley no podrá ser el asesino, pues sólo estaba para su defensa y
protección. Y son muchos los factores que trabajan para que el cariño termine destruido, para que se
agote con el tiempo. Si hay algún peligro en la institucionalización es sentirse asegurado con exceso y
dormirse amparado por ella, olvidando que el amor es una recreación y un nacimiento constante, que
sólo puede efectuarse desde el corazón y no por ninguna fuerza legal.
Entendido de esta manera, el problema cambia por completo, La preocupación se plantearía no
para ver por qué haya que aceptarla, sino en descubrir por qué precisamente se desea rechazar y suprimir.
Un análisis sincero sobre las motivaciones de fondo que aparecen en estas actitudes agresivas de cara a
la ley podría aclarar ciertas oscuridades y mentiras que no siempre interesa conocer.

10. El miedo a un compromiso definitivo

Todos tenemos experiencias múltiples de que la última motivación -y a veces la más verdadera-
queda oculta a nuestra conciencia por una serie de racionalizaciones y argumentos que nos impiden
conocer su existencia real. El rechazo y la crítica que hoy despierta en muchos, sin negar su objetividad
en algunos aspectos, podrían tener otras raíces más ocultas y generalizadas: el miedo al compromiso.
El hecho tiene su explicación en nuestra cultura actual, sometida con más fuerza que nunca al reino
de lo provisorio. Vivimos en una sociedad en la que la ruptura de un compromiso no constituye ya un
abandono o traición; al contrario, aparece más bien como un gesto de valentía y coraje para romper con
todo lo anterior, que ahora se vive como una carga pesada e impuesta. La persona libre no se deja
encadenar por el pasado, como tampoco debe cerrarse a un futuro inédito y desconocido, excluyendo
otras posibilidades que ignora en el momento actual de su compromiso. Lo único importante es la
fidelidad al tiempo presente que ahora tiene entre manos y del que puede disfrutar. La provisionalidad
de todo aparece como una nueva exigencia del ser humano que, por su naturaleza, es histórico y
evolutivo. El que se compromete es por miedo a enfrentarse a su propia libertad.
Si este ambiente se respira en nuestro mundo actual, la institucionalización del amor aparece como
un absurdo, ya que no se valora el compromiso jurídico. Tal vez el cariño pueda durar toda la vida -y, a
lo mejor, se piensa con nostalgia e ilusión en semejante posibilidad-, pero si algún día se quiebra, por
su naturaleza tan frágil, no debe nacer la rabia, ni que su fracaso provoque una herida al psiquismo. No
vale la pena arriesgarse por algo definitivo que se aleja de nuestras capacidades humanas.
Si esto es cierto, en parte, hay que reconocer que existe también una libertad con miedo al
compromiso. Tanto el esclavo de la ley, que busca la perseverancia absoluta de la idea por encima de
las circunstancias personales y de los nuevos datos históricos, como el sometido al instante, que reniega
de sus compromisos pasados o futuros para gozar solamente del momento presente, no quieren vivir en
el tiempo. Para el primero, todo permanece inmutable, sin cambios ni evolución. Para el segundo, nada
tiene permanencia ni estabilidad, como si todo fuera instantáneo. Y es que entre la libertad sin límites y
los límites sin libertad hay que buscar una camino equilibrado en el que lo jurídico no ahogue con exceso
y la autonomía acepte el control necesario.
Hoy habría que insistir en la función positiva y enriquecedora del compromiso. No es ahora el
momento de hacerlo. Lo haremos más adelante. La persona es infinitamente más de lo que sería si se
redujera a lo que tiene en este momento. Es un ser de lejanía y futuro. Por eso no puede haber sumisión
a lo inmediato, sino que debe acoger las nuevas situaciones, los cambios y el crecimiento para integrarlos
en un proyecto, que lo mantiene vinculado al pasado, del que no reniega, y abierto al porvenir que lo
estimula. Y si no fuera por las amenazas del tiempo, no comprobaríamos nunca la autenticidad de
nuestras fidelidades. Del que no arriesga su futuro con una promesa, ni sabe mantener su palabra,
bastante poco se puede esperar. El compromiso es lo que da sentido a la vida y evita el absurdo turismo
del que simplemente se pone a andar, sin ningún itinerario por delante. Y hoy se habla mucho de la
importancia del amor, pero se trabaja mucho menos para mantenerlo a lo largo del camino.
Supuesta la necesidad de esta institucionalización, queda el último problema que resolver: por qué,
hasta ese momento, las relaciones sexuales se consideran ilícitas. Un punto en el que la doctrina de la
Iglesia y la praxis de muchos cristianos no coinciden con mucha frecuencia.

11. Reflexiones previas para una reflexión ética

Tal vez no sea fácil encontrar en la tradición datos suficientes para responder a esta pregunta, como
hoy se presenta en nuestro mundo actual. La situación psicosociológica es bastante diferente a la de
otras épocas, y la misma esencia y elementos constitutivos del matrimonio no quedaron clarificados de
manera unánime hasta el siglo XII y sólo dentro de nuestra cultura y mundo cristiano. Saber cuándo
comienza el matrimonio es indispensable para hablar o no de relaciones prematrimoniales.
Tampoco todos los argumentos y consejos que se encuentran en la tradición tienen ahora vigencia.
Ni parece posible acudir a la Escritura para encontrar allí la respuesta adecuada. Los autores están de
acuerdo en que las orientaciones bíblicas no pueden aplicarse sin más al problema tal y como hoy se
presenta. Aunque en el conjunto de las cartas paulinas, por ejemplo, se condenan todas las relaciones
sexuales fuera del matrimonio, no tendrían por qué incluirse en esa condena cuando se realizan entre
personas comprometidas y con el deseo incluso de casarse en un inmediato futuro, que no depende
exclusivamente de ellas.
En el campo de la moral nunca debe aspirarse a una argumentación de tipo matemático cuya
evidencia se imponga sin la menor duda o vacilación. Cuando se trata de optar entre varias conductas,
hay que descubrir en su conjunto cuál de ellas resulta menos peligrosa y más humanizante. En nuestro
caso, se pretende conocer lo que sería mejor para la maduración y éxito del amor conyugal: una libertad
de relaciones con anterioridad al matrimonio o su exclusión hasta el momento de institucionalizarlo.
Parece absurdo no admitir que, bajo ciertos aspectos, podría ser una experiencia positiva. Sería una
expresión y una forma de perfeccionarse en el amor, como sucederá después en el matrimonio. Por otra
parte, entre la maduración afectivo-sexual y el matrimonio suele darse un largo período de espera, que
se prolonga de ordinario contra la propia voluntad de los novios. Si tenemos en cuenta esta situación tan
frecuente, la etapa de continencia, como una negativa constante a los impulsos sexuales, parecería
inhumana, sobre todo porque ese amor tiene también una dimensión genésica, estimulada con las
expresiones normales y lícitas de su cariño. La falta de naturalidad en este terreno dificultaría el
equilibrio y la armonía posterior, como consecuencia de una prolongada renuncia a las exigencias
profundamente sentidas y rechazadas por otras motivaciones.
Estas posibles y otras posibles dificultades no podemos negarlas del todo, pero tampoco conviene
amplificarlas. Los riesgos aparecen siempre en un clima que no tiene por qué ser normal ni necesario.
Con otra actitud más sana, que brota de una postura positiva y madura ante el sexo, los peligros suelen
reducirse al mínimo o desaparecer por completo.
La misma armonía sexual, que para algunos es necesario aprender durante este tiempo de
preparación, no es ninguna garantía para el éxito en el matrimonio, que depende sobre todo de otros
factores personales mucho más importantes y necesarios. Si a veces se apunta como una de las causas
secundarias de los conflictos conyugales, su explicación radica en una falta de conocimiento y hábito
fácilmente superable, o se encuentra, por el contrario, en otras zonas más hondas de la personalidad. En
el cuerpo se explicitan con enorme resonancia los problemas afectivos del corazón, pues al tratarse de
una donación total todos los factores psíquicos y espirituales la ayudan o dificultan. Difícil es que una
pareja fracase por este solo motivo. Y si el fracaso se da por otras razones es lógico que también en este
terreno repercuta.
El argumento que podría tener más fuerza sería el que se llegara a probar que aquellas parejas que
han mantenido relaciones sexuales durante su noviazgo alcanzaron una mayor estabilidad en su
compromiso amoroso. Y hasta ahora parece demostrarse en la práctica que allí donde ha habido una
mayor liberalización en este terreno los valores profundos del amor no se han descubierto con más fuerza
y plenitud. Por eso, incluso admitiendo la conveniencia de estas relaciones para algunos aspectos, y las
posibles dificultades, que no tienen por qué darse, tendríamos todavía que examinar los valores positivos
que aporta una abstinencia aceptada con normalidad y que la siguen haciendo aconsejable.

12. Verificación y autentificación del amor

Saber si dos personas se quieren no es fácil, sobre todo en sus comienzos y en una etapa de
maduración. Decirles a dos enamorados que lo que sienten, a lo mejor, no es cariño auténtico es una
verdad de la que sólo se van a dar cuenta más adelante, cuando hayan descubierto lo que es amar en
serio o cuando se hayan alejado el uno del otro. La experiencia demuestra lo fugaz y quebradizo de
muchos enamoramientos, que se consideraban poco menos que indestructibles. El mundo afectivo es
demasiado intenso para no sentirse muchas veces engañado. La razón de estas decepciones radica en
que se confunde la experiencia afectiva de la persona enamorada con el amor verdadero. Ya G. Marañón
afirmaba que el enamoramiento es uno de los estadios más idiotas por los que atraviesa la humanidad.
Cualquier persona que se haya enamorado por primera vez siente que no hay vivencia más bella y
encantadora. Es como introducirse en un mundo inédito, cargado de sorpresas, que ilumina toda la
existencia con una luz suave y apacible, sin que ninguna sombra oculte el espléndido paisaje. Pero es
un amor todavía demasiado embrionario y sietemesino, como le sucede a cualquier nacimiento
prematuro.
Ortega y Gasset, en su Estudios sobre el amor, analiza muy bien los mecanismos psicológicos que
intervienen en este proceso. Frente a los sujetos que nos rodean sin que ninguno tenga relieve especial,
de pronto uno sobresale con tal fuerza que en él queda centrada la atención, permaneciendo los demás
en la periferia. Existe sólo un punto de interés y cualquier ausencia se vive como un vacío insoportable.
El alma del enamorado, dice él mismo, huele a cuarto cerrado, porque todo gira en tomo al amante, sin
apertura hacia el exterior, como si ninguna otra cosa tuviera importancia. Hasta que, ante otra
experiencia semejante, se cae en la cuenta de que la realidad es mucho más amplia y oxigenada. Por eso
define el enamoramiento como "una especie de imbecilidad transitoria". Es un preámbulo del amor, pero
nunca puede confundirse con este.
El noviazgo debería ser, entonces, una etapa educativa y pedagógica hacia la maduración de ese
amor y que sirviera, al mismo tiempo, como prueba para la verificación de su autenticidad. Para la futura
felicidad del matrimonio es absolutamente necesario que las personas se demuestren, en la práctica, que
la llamada recíproca sexual, la necesidad de poseerse mutuamente queda subordinada y transida por la
presencia del cariño. Hay que determinar con los hechos, y no sólo con las palabras, que en la base de
todo está presente el amor, que no puede apoyarse en las simples emociones placenteras. En esta
situación primeriza no hay todavía posibilidad para discernir si el cariño verdadero está presente en esas
relaciones.
Esta misma etapa ya es un momento difícil para cumplir con esa tarea, pues se vive de ordinario
con el deseo de conseguir una conquista, de obtener una seducción. Para ello la imagen del propio yo,
sin malicia e inconscientemente, se ofrece adornada con un idealismo excesivo, que manifiesta más lo
que uno quiere que lo que de hecho es. Se necesita honestidad y cierto tiempo para encontrarse con el
tú real, con el que se ha de compartir la vida entera, y ver si es posible esa convivencia a todos los
niveles.
Una relación sexual prematura en ese período de análisis y objetivación vendría a suponer un
obstáculo mucho más fuerte. La gratificación obtenida, la urgencia de volver a experimentarla, el afecto
y la cercanía que provoca impulsan al convencimiento de una absoluta sintonía, cuando a lo mejor no
existe nada más que una vinculación tenue y pasajera. No se necesita mucha experiencia para
comprender que la mayoría de los fracasos posteriores es por haber llegado al matrimonio ignorantes de
la superficialidad de su afecto. Ni siquiera, como a veces se dice, tendría un valor probatorio. Resulta
imposible experimentar lo que significa ese gesto cuando no existe todavía la comunidad de vida que lo
llena de contenido. De la misma forma que el éxito o fracaso de tal experiencia no prejuzga en nada la
capacidad de ambos para la armonía futura y la superación de los conflictos. Por eso, y a pesar de todo,
creo que la abstinencia sexual sigue siendo el camino más válido y aceptable.

13. Una doble obligación:


la castidad y el orden jurídico

Tenemos que ser sinceros, sin embargo, y admitir la posibilidad de unas relaciones
prematrimoniales que nacen de un cariño verdadero y autentificado. Son personas comprometidas que
no pueden, por el momento, institucionalizar su amor por diferentes motivos. A la palabra de fidelidad
que mutuamente se han ofrecido con todo su corazón, no le falta nada más que su regulación jurídica.
¿Cómo juzgar la moralidad de este comportamiento?
Para la clarificación ética de esta conducta me parece importante admitir una doble distinción entre
las exigencias de la castidad y las que provienen del orden jurídico. La primera demanda que el sexo se
viva como un encuentro de amor orientado a la fecundidad, que el placer se encuadre dentro de su
verdadera dimensión humana. Cualquier gesto que no brotara de aquí iría contra las exigencias
fundamentales de su propia significación y simbolismo. El segundo supondría, además, la aceptación
de un orden jurídico que regule socialmente el comportamiento del mismo instinto ya humanizado.
Requeriría, en nuestro caso, la necesidad de una cierta institucionalización para garantizar, como
dijimos, el compromiso entre los esposos y sus relaciones con la comunidad. Bajo esta perspectiva, unas
relaciones prematrimoniales, como expresión verdadera de cariño, no deberían considerarse como una
falta contra la castidad, sino más bien contra el orden sexual exigido.
Plantear el problema en estos términos evita los peligros y exageraciones de un doble extremismo.
Por un lado se supera la actitud, demasiado generalizada en la tradición, de otorgarle al elemento jurídico
una preponderancia, como si fuera lo único o lo más importante dentro del matrimonio. En la práctica,
se daba por supuesta la eticidad de las relaciones sexuales por el simple hecho de estar jurídicamente
casados, aunque no fueran expresivas del amor y entrega de los cónyuges. En este caso, sí existiría un
pecado contra la castidad, aunque no contra el orden sexual, pues falta un factor básico para la licitud
de esa conducta, que de ninguna manera queda suplido por la existencia de la institucionalización.
Pero, por otra, no se debe minusvalorar tampoco este último requisito, por nuestra alergia presente
por todo lo institucional, como si no tuviese ninguna trascendencia e importancia. Si el amor es lo
primero, no es lo único ni exclusivo, pues requiere también un ámbito de sociabilización objetiva para
encarnar en él la plenitud de su mensaje. Si antes subrayábamos con demasía lo jurídico, ahora corremos
el riesgo de eliminarlo con excesiva facilidad.
De cualquier manera, habría que preguntarse con sinceridad qué resulta más deshonesto: vivir las
relaciones en un clima de profundo cariño, aunque no estén todavía institucionalizadas, o convertirlas
en una mera satisfacción egoísta, sin contenido amoroso -como tantas veces sucede en el matrimonio-,
a pesar de ser ya marido y mujer. Difícilmente podría probarse que una falta contra el recto orden
jurídico deba ser más grave que un atentado contra el amor.

14. Las razones de una condena

Cuando se intenta probar la absoluta necesidad de la institucionalización, antes de mantener


relaciones sexuales, hay que reconocer honestamente que no existe ningún argumento apodíctico y
definitivo, como reconocen la mayoría de los autores. El argumento de mayor fuerza utilizado es el de
que se trata de una ley fundada en la presunción de un peligro universal. Aunque las consecuencias
negativas sean diferentes según la óptica de cada autor, existe bastante unanimidad en este punto. No
tenerla en cuenta supondría un riesgo grave para la sociedad y para los mismos novios ya que, como
hemos dicho, dificultaría el discernimiento de la experiencia afectiva. Son demasiadas las parejas que
se casan simplemente enamoradas y que sólo después de su compromiso se dan cuenta del error
cometido. Aunque también otras, en las mismas condiciones, terminen por quererse de verdad. La
afirmación, por tanto, me parece objetiva y razonada, pero quedaría por solventar una pregunta posterior,
de la que se ha discutido con frecuencia en la historia: ¿puede darse alguna excepción en el cumplimiento
de esta ley?
Las posturas tradicionales no llegaron a ser compartidas por todos, ni se consiguió jamás una
opinión común. Frente a los autores que defendían esa posibilidad cuando la persona tuviera certeza de
que, en su caso, esos peligros quedaban eliminados por completo, otros afirmaban que semejante
hipótesis nunca llegaría a darse, ya que excusar de la obligación en una situación concreta comporta
siempre el riesgo de que se disminuya la observancia eficaz de la ley y no se cumpla, por ello, con su
última finalidad: la defensa de los intereses comunitarios y personales. Algunos, incluso admitiendo la
posibilidad de semejante excepción para otras cuestiones, no quieren aplicarla a las relaciones
prematrimoniales.
No juzgamos rechazable la validez objetiva de la primera opinión. Su fuerza tradicional e intrínseca
imposibilita mantener que siempre y en cualquier hipótesis toda relación previa al matrimonio haya de
considerarse como ilícita. Queda claro solamente que su exclusión, como norma generalizada, se impone
para el bien objetivo de la sociedad y también de los interesados, al menos, en la mayor parte de los
casos. Los posibles abusos y peligros, en los que se apoyan otros autores para rechazar esta postura, no
invalidan una opción seria, honesta y comprometida en algunas ocasiones, aun cuando vaya contra la
norma general. Como la virtud de la epiqueya exime a veces de cualquier ley, sin que puedan excluirse
falsas interpretaciones, aquí tampoco cabe otra actitud que la de una sinceridad enorme y responsable
que no puede darse sino en aquellos que estiman, aceptan y valoran en sus debidas proporciones a la
misma institución. Un planteamiento que prescindiera con relativa facilidad del elemento jurídico
desembocaría en un aumento creciente de los matrimonios clandestinos, con grave daño para la
sociedad, que se ha visto obligada a rechazarlos en su legislación.
No sería difícil encontrar, en las circunstancias ambientales de hoy, muchas parejas que se creyeran
dispensadas de esa exigencia y prescindieran, por ello, de toda norma institucional. Lo jurídico es
también una exigencia ética de la que no se puede eximir, a no ser en algún caso particularmente extremo
y grave. La aplicación casuística de este principio, en lugar de servir para un discernimiento mejor,
podría utilizarse para facilitar ciertas opciones que no nazcan de una reflexión sensata y muy personal.
Es evidente, pues, que la responsabilidad ética podrá ser diferente de acuerdo con la situación,
circunstancias y seriedad en la que cada pareja se encuentre.

15. Conclusión

Lo que tiene verdadera importancia es que el noviazgo se viva como una auténtica escuela y
verificación del amor, cuyo aprendizaje resulta siempre difícil y arriesgado, máxime cuando el sexo
prematuro despierta falsas esperanzas e ilusiones sin fundamento. Cuando ese cariño no existe, la
relación será siempre mentirosa, y cuando dos personas han llegado a quererse de verdad, habrán
descubierto con una inmensa alegría que tienen otras múltiples formas de mantener su comunión
amorosa. Si porque se ama resulta imposible prescindir de la entrega corporal, existen razones para
preguntarse si el predominio pertenece al sexo o al afecto. El cuerpo, ya lo hemos repetido, es sendero
de encuentro y comunión con el otro, pero desgraciado el matrimonio que sólo sepa amar por este
camino.
La dificultad mayor radica en que ese trabajo ascético de dominio y maduración, aunque
pedagógicamente sea necesario, no despierta ningún interés, ni se le concede otra utilidad en el ambiente
que reina. Por eso, cuando el problema se presenta, no basta dar una norma, teniendo en cuenta que los
argumentos de autoridad no resultan hoy especialmente válidos, sino que la ayuda mejor consistirá en
descubrir las motivaciones existentes por debajo de esa tensión insoportable. Sin olvidar que, para vivir
el sexo de una manera controlada y sin fuertes presiones, se requiere una serie de condicionantes previos,
que cada uno tendrá que reconocer y aceptar.
Sin negar, pues, la posibilidad de alguna excepción, por motivos justificantes y serios, el valor de
la norma sigue teniendo vigencia. El que creyera que por esta abstención responsable y conscientemente
aceptada iba a quedar estancado en su amor, o no supiera cómo mantenerlo y madurarlo, tendría razones
para poner en duda su sinceridad o sus propias posibilidades.

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CAPITULO 10

La ética matrimonial

1. Dimensión amorosa y procreadora

La sexualidad humana, cuando se vive dentro de la vida matrimonial, ya hemos dicho que encierra
una doble dimensión: unitiva y procreadora. La entrega corporal es el símbolo y la manifestación de un
amor exclusivo, que se abre y encarna en la procreación. De la misma manera que ésta requiere, a su
vez, para que sea auténticamente humana, un clima de cariño, indispensable para la educación posterior.
Nadie puede poner en duda estas dos exigencias fundamentales del matrimonio, de las que se deriva
también una doble obligación ética: la de amarse con un cariño fiel y único que lleva a una comunión
total y la de quedar abiertos al hijo, como prolongación del propio amor. La paternidad y la vinculación
afectiva aparecen así como la tarea ineludible de toda pareja.
Si el dinamismo del sexo estuviera regulado, como en el mundo de los animales, no se plantearía
ningún conflicto ético, pues todo quedaría dirigido por la teleología del instinto, que sólo se despierta
cuando la procreación es posible. En la especie humana la pulsión sexual es mucho más dúctil y
compleja, dejando en manos de la libertad su orientación y destino. Se desea como lenguaje de amor,
sin excluir su carácter lúdico, festivo y placentero, pero no siempre debe buscar la procreación como
fruto inmediato.
Durante muchos siglos, la tradición ha insistido de forma casi exclusiva en la primacía de la
procreación. Era el fin primario del matrimonio al que debían subordinarse todos los demás. Hay que
reconocer, sin embargo, que desde el pensamiento agustiniano hasta la aceptación de la paternidad
responsable por el Vaticano II, la dimensión fecunda ha ido perdiendo primacía, mientras el amor se
recuperaba poco a poco hasta alcanzar la misma importancia que la procreación. Pero en medio de este
desarrollo doctrinal, se ha mantenido siempre una misma exigencia práctica: la de no impedir la posible
fecundidad con métodos artificiales. Aquí radica el criterio básico sobre el que se ha construido la ética
matrimonial.
Por eso, cualquier intento por igualar los fines, sin ver en el amor un elemento secundario, quedaba
de inmediato excluido como doctrina peligrosa, que amenazaba la enseñanza tradicional. De ahí que,
cuando Pablo VI excluyó del Concilio la discusión sobre el control de natalidad, todas las intervenciones
se centraron en la duplicidad y jerarquía de los fines. De acuerdo con la postura que se adoptara sobre
este punto, el resultado final quedaría condicionado. Los que deseaban mantener la enseñanza de
siempre insistieron en que se confirmara esta doctrina. Mientras que los que pretendían un cambio en la
ética matrimonial no querían que se ratificara de nuevo para no cerrar las puertas a una posible
evolución.
Creo que una lectura desapasionada y analítica de las diferentes redacciones es suficiente para ver
cómo, en aquellos párrafos donde se habla de los diversos fines -amor y fecundidad-, no aparece nunca
una determinada jerarquización entre ellos. El hecho resulta significativo, pues sabemos que no se
trataba de una opción inadvertida o sin ninguna intencionalidad. Para la mayoría de los autores se había
superado ya una doctrina, cuya fundamentación se explicaba por motivos históricos y culturales que
rodearon a la sexualidad durante mucho tiempo.

2. La doctrina actual de la Iglesia

El planteamiento de la Humanae vitae ha venido a confirmar la superación de la enseñanza clásica


sobre los fines del matrimonio. Si ésta constituye un punto tan importante y básico, como algunos
defienden, y el Papa pretendía una nueva y profunda reflexión acerca de la doctrina tradicional del
matrimonio (no 4), hubiera repetido sin duda una fórmula tradicional y, al mismo tiempo, tan discutida
en los años recientes. Sin embargo, no aparece por ninguna parte la terminología de fin primario y
secundario. En su análisis sobre la naturaleza del amor conyugal observamos ya un giro significativo:
"El matrimonio... es una sabia institución del Creador para realizar en la humanidad sus designios de amor. Los
esposos, mediante su recíproca donación personal, propia y exclusiva de ellos, tienden a la comunión de sus
seres en orden a un mutuo perfeccionamiento personal, para colaborar con Dios en la generación y en la
educación de nuevas vidas" (no 8).

Y, poco más adelante, cuando enumera de este mismo amor plenamente humano, sin reservas y
cálculos egoístas, fiel y exclusivo hasta la muerte, termina: "Es, por fin, un amor fecundo, que no se
agota en la comunión entre los esposos, sino que está destinado a prolongarse suscitando nuevas vidas"
(no 9). Es más, al recordar la "doctrina coherente... sobre la naturaleza del matrimonio", que la Iglesia
ha dado en los tiempos antiguos y actuales, no se cita ninguno de los documentos claves en esta materia,
con lo fácil que hubiese sido una alusión concreta a cualquiera de los muchos existentes.
Por último, el nuevo Código de Derecho Canónico parece confirmar plenamente esta misma
orientación. La formulación es muy diferente a la que se encuentra en el Código anterior, donde se
explicitaban los fines y su jerarquía. Aquí se recoge una visión mucho más personalista y unitaria que
supera enunciados anteriores: "La alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen entre
sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la
generación y educación de la prole, fue elevada por Cristo Señor a la dignidad de sacramento entre
bautizados" (c. 1055, 1).
Esta nueva orientación de la ética, donde el amor ocupa un puesto de primacía, hizo también
plantearse una serie de preguntas posteriores. Si la expresión amorosa, por su carácter secundario y
subordinado, debía sacrificarse cuando no fuera posible su manifestación sin cerrar las puertas a la
fecundidad, ¿no sería lícito ahora sacrificar la procreación en aras del amor? Dicho de otra manera, si
los esposos renunciaban al abrazo conyugal, como lenguaje y expresión de su cariño, cuando debían
evitar la fecundación y no podían realizarlo con la continencia periódica, ¿no les estaría permitido evitar
el embarazo con otros métodos para no excluir la manifestación de su amor? Si la paternidad responsable
constituye una obligación, ¿cómo se han de regular los nacimientos?

3. La nueva situación sociológica

La doctrina de la Iglesia sobre la ética sexual no había creado dificultades especiales. Es posible
que para algunas parejas en concreto, y por razones muy particulares, se hiciera difícil su cumplimiento,
pero sin que ello creara complicaciones especiales a un nivel sociológico. El contexto cultural subrayaba
también la importancia de los hijos y las condiciones de vida favorecían esta mentalidad. Hoy, sin
embargo, nos encontramos en un entorno muy diferente, donde el problema de la regulación de
nacimientos se plantea con una urgencia y características que no se dieron en épocas anteriores, por dos
motivos fundamentales.
El primero ha sido sin duda el crecimiento demográfico, que no había constituido hasta el momento
ningún motivo especial de preocupación. Las causas de este aumento no se deben, como es lógico, a
una mayor fecundidad, sino principalmente a una baja impresionante de la mortalidad infantil y a un
desarrollo progresivo del índice medio de vida. Sin caer en un sensacionalismo exagerado, tanto el
Concilio, como los últimos Papas, han señalado que una honesta regulación de la paternidad ha de tener
en cuenta el grave problema del incremento demográfico, con las implicaciones morales que comporta.
Esta misma dificultad se plantea también dentro de la familia, con más frecuencia que antes, debido
a una serie de factores. El control nunca ha sido problema en aquellas sociedades y culturas donde no
existe la ilusión por un nivel de vida superior, y la fecundidad ilimitada no se percibe, por tanto, como
un obstáculo a dicha elevación. A medida que el desarrollo industrial y económico aumenta, la
procreación se hace más problemática. El destino de la mujer no puede reducirse a una serie de
maternidades sucesivas, como si la única tarea que tuviera en nuestra sociedad fuese la de traer hijos al
mundo. Por muy digna e importante que sea esta función, hoy siente también otras urgencias y
obligaciones, cuya renuncia no se le debe imponer, pero que sería inevitable con una abundante familia.
Por otra parte, la educación de un elevado número de hijos no resulta factible cuando han dejado
de ser una fuente de riqueza y ayuda en la familia, como acontecía en otros tiempos, para convertirse en
un consumidor de bienes cada vez más exigente. Su formación requiere un respaldo económico, no
exento de sacrificios y preocupaciones, si se les quiere ofrecer unas posibilidades para el futuro, que no
son patrimonio exclusivo de las clases privilegiadas.
En segundo término, el relieve otorgado a la dimensión unitiva de la sexualidad ha llevado a
plantearse una nueva jerarquización de los valores matrimoniales, como apuntábamos con anterioridad.
Todo ello supone una seria dificultad frente a la normativa de la Iglesia, que prohibe el empleo de los
métodos anticonceptivos. Nadie duda que estas prácticas tienen motivaciones muy diferentes y, en
ocasiones, inaceptables, pero son muchas las parejas también que no deben tener más hijos, como
exigencia moral de una paternidad generosa y responsable, y no ven tampoco el porqué tienen que
sacrificar la expresión de su cariño para la regulación eficaz de su fecundidad.

4. Los documentos más recientes de la Iglesia


Si la fecundidad no había supuesto un problema agudo y universalizado hasta los tiempos actuales,
no es extraño que en los documentos de épocas anteriores no exista ninguna alusión al tema. Algunos
manuales, a finales del siglo XIX, aceptaban incluso que la mayor parte de los matrimonios onanistas
no son conscientes de la gravedad de su pecado y no hay por qué destruir esa buena conciencia subjetiva.
Sin embargo, a medida que los movimientos maltusianos fueron ganando posiciones, la actitud de
condescendencia se hace cada vez más rigorista. Algunos temían que con esta postura aumentasen
todavía más estas prácticas inaceptables.
En la primera mitad del siglo XX, la jerarquía eclesiástica de diferentes países publica varios
documentos sobre la anticoncepción, pero la intervención más definitiva llegaría con la Casti connubii
de Pío XI. La conferencia de Lambeth, celebrada el mismo año de su publicación, debió suponer un
definitivo empujón para que el Papa se expresara de una manera pública y con términos tan solemnes.
La doctrina protestante había estado de acuerdo por completo con la defendida por los católicos, pero
en esta asamblea, a pesar de la oposición de una minoría pequeña, se abre una nueva posibilidad, inaudita
hasta el momento, en la moral cristiana. Una de sus resoluciones aprobaba el siguiente texto: "en el caso
de que exista una obligación moral evidente de limitar o evitar la fecundidad, y donde haya una sólida
razón moral para evitar la abstinencia completa, la conferencia admite que otros medios podrían
utilizarse, con la condición de que esto se haga a la luz de los mismos principios cristianos".
En esta situación de duda y confusionismo, cuando el problema de la natalidad se presentaba con
mayor fuerza y amplitud, la enérgica postura de Pío XI buscó una confirmación sin ambigüedades de la
doctrina tradicional, que disipara las posibles incertidumbres dentro del catolicismo. La encíclica será
un pequeño tratado sobre el matrimonio, cuya santidad, decía el Papa, estaba en peligro por los múltiples
errores que comenzaban a extenderse entre los fieles. En cuanto al punto concreto de la anticoncepción,
sus palabras no pueden ser más expresivas y sin la más mínima vacilación. Ninguna condena tan firme
se había dado en la historia. El párrafo fundamental quedaba redactado en los siguientes términos:
"Habiéndose, pues, algunos manifiestamente separado de la doctrina cristiana, enseñada desde el principio y
transmitida en todo tiempo sin interrupción, y habiendo pretendido públicamente proclamar esta doctrina, la
Iglesia católica, a quien el mismo Dios ha confiado la enseñanza y defensa de la integridad y honestidad de
costumbres, colocada en medio de esta ruina moral, para conservar inmune de tan ignominiosa mancha la castidad
de la unión nupcial, en señal de su divina delegación, eleva solemnemente su voz por nuestros labios y una vez
más promulga que cualquier uso del matrimonio en el que maliciosamente quede el acto destituido de su propia
y natural virtud procreativa va contra la ley de Dios y contra la ley natural, y los que tal cometen se hacen
culpables de un grave delito."

Una condena tan solemne como ésta fue aceptada por muchos autores como una definición ex
cathedra, pues no se explicaban de otra manera el énfasis tan extraordinario puesto en la enseñanza de
esa doctrina. La mayor parte, sin embargo, la interpretaron como una declaración infalible, no tanto por
esta afirmación, sino por confirmar la doctrina existente con anterioridad y mantenida de manera
constante en todos los tiempos. Pío XII, más adelante, no dudó en reafirmar con fuerza su permanencia
definitiva: "Esta prescripción sigue en pleno vigor lo mismo hoy que ayer y tal será mañana y siempre,
porque no es un simple precepto de derecho, sino la expresión de una ley que es natural y divina".

5. Tendencias innovadoras

Estas intervenciones, sin embargo, no cerraron por completo las nuevas tendencias innovadoras.
Así, en las vísperas finales del Concilio, cuando se iban a tratar los temas referentes al matrimonio, nos
encontramos con una situación compleja y delicada. Las nuevas perspectivas habían resonado con
fuerza, aportando datos de interés para una elaboración ética, pero tampoco era factible un cambio tan
significativo sin un análisis serio y profundo de todos sus aspectos. Es lo que Pablo VI quiso recordar,
al intervenir por vez primera en esta discusión, con estas prudentes y matizadas palabras, dirigidas al
Colegio Cardenalicio en 1964:
"Es un problema en extremo complejo y delicado. La Iglesia reconoce sus múltiples facetas, es decir sus
múltiples competencias, entre las cuales sobresale la primera la de los cónyuges, la de su libertad, la de su
conciencia, la de su amor y la de su deber. Mas la Iglesia debe afirmar también la suya, es decir, la de la ley de
Dios por ella interpretada, fomentada y defendida; y la Iglesia deberá proclamar esta ley de Dios a la luz de las
verdades científicas, sociales, psicológicas, que en estos últimos tiempos han sido estudiadas y documentadas
ampliamente. Será preciso considerar este desarrollo teórico y práctico de la cuestión. El problema está sometido
a un estudio lo más extenso y profundo posible, es decir, lo más grave y honesto, como debe ser en materia de
tanta importancia. Decimos que está en estudio, que esperamos concluir pronto con la colaboración de muchos
insignes estudiosos. Pronto, pues, daremos sus conclusiones en la forma que más adecuadamente se considere,
según el objeto tratado."

Los redactores de la constitución sobre La Iglesia en el mundo de hoy eran conscientes de que no
podían prejuzgar en nada las futuras decisiones sobre los métodos de control y se mantuvieron
coherentes con esta postura neutral. Pero con el deseo, por el miedo de algunos padres conciliares, de
que no se llegase a conclusiones excesivas, se añadieron unas líneas sobre la obediencia al Magisterio,
para que el silencio sobre él, según se decía, no produjera dudas en la práctica moral: "En la regulación,
pues, de la procreación no les está permitido a los hijos de la Iglesia, en virtud de estos principios, ir por
aquellos caminos que el Magisterio, al aplicar la ley divina, no aprueba" (no 51). Esta esperanza de un
posible cambio, que no se cerró por completo, produjo la crisis en los últimos días del Concilio. Un
pequeño grupo intentó que no se publicaran las orientaciones sobre este punto, si no va acompañada de
algún comentario o discurso pontificio que eliminara las ambigüedades y el confusionismo peligroso
por sus silencios como por su manera de abrir nuevos aspectos que permitían conclusiones opuestas a
las tradicionales. La Iglesia no podía cambiar una doctrina que había enseñado durante tanto tiempo y
en un campo de tan extraordinaria importancia pastoral.
Semejante apertura del Concilio, que se mantuvo por encima de todas las presiones, parece indicar
que la doctrina de los anticonceptivos no debía considerarse como infalible y definitiva. Resultaría
demasiado duro que una enseñanza con semejantes características no se hubiera mantenido con toda
firmeza. La existencia de la misma Comisión pontificia indicaba la necesidad de un estudio actualizado,
que respondiera a los problemas de siempre con los nuevos datos planteados. Si la doctrina tradicional
permanecía tan clara como algunos creían, no se explica la misma postura de Pablo VI en unas palabras
dirigidas a los miembros de la Comisión:
"En este caso, el problema que se plantea puede resumirse así: ¿en qué forma y de acuerdo con qué normas deben
llevar a cabo los esposos el ejercicio de su amor mutuo, en servicio a la vida que su vocación les pida? [...]
Hemos querido que fuera amplia la base de nuestras investigaciones; que estuvieran mejor representadas en ella
las diversas corrientes del pensamiento teológico; que los países que se enfrentan con graves problemas en el
plano sociológico pudieran hacer oír su voz entre nosotros; que los seglares y especialmente los esposos tuvieran
sus calificados representantes en una empresa tan grave."

Es verdad que el Papa, siempre que habló sobre el tema, indicaba la obligación de atenerse a las
normas tradicionales, pues la enseñanza tradicional de la Iglesia seguía vigente, hasta que diera su
palabra definitiva. Como él mismo afirmó, "para conseguir esta certeza la Iglesia no está dispensada de
investigar ni examinar muchos problemas propuestos a su consideración de todas las partes del mundo;
operaciones éstas quizá largas y no fáciles".

6. Los documentos de la Comisión pontificia

La publicación de los documentos secretos elaborados por la Comisión pontificia aumentó aun más
esta apertura ideológica. No pudo conseguirse una plena unanimidad. Se sabe que un grupo reducido de
cuatro teólogos se opuso con tenacidad al cambio que aceptaba la mayoría. En una tradición que se ha
mantenido de manera tan constante y firme no cabe la posibilidad del error. De tal forma se ha
comprometido en su defensa que, si ahora se descubriera su equivocación, la confianza de los fieles
caería por tierra con el consiguiente desprestigio de su magisterio en el campo de la moral. Era el
presupuesto que sustentaba toda su argumentación en el documento que recopilaba su postura:
"La Iglesia no puede cambiar esta respuesta porque esta respuesta es verdadera [...]. Es verdadera porque la
Iglesia católica, fundada por Cristo para mostrar a los hombres el camino seguro de la vida eterna, no ha podido
equivocarse tan lamentablemente durante todos los siglos de su historia. La Iglesia no puede equivocarse
substancialmente enseñando una doctrina muy importante referente a la fe o a las costumbres, propuesta
constante e insistentemente a través de todos los siglos, e incluso durante un solo siglo, como algo que
necesariamente se ha de seguir para la salvación eterna." .

Como respuesta a este escrito se elabora otro que firmarán los restantes, en el que se matiza el
sentido que ha tenido la doctrina de la Iglesia, y se intenta responder a las dificultades expuestas por el
grupo anterior.
A finales de junio, después de las reuniones tenidas en el consejo supremo de cardenales y obispos,
quedará aprobado por mayoría el Esquema del documento sobre la paternidad responsable, que habría
de presentarse al Papa. Los criterios utilizados en él para la vida matrimonial quedan sintetizados en los
siguientes párrafos, que copiamos en su integridad:
"De igual manera, con relación a los medios escogidos para regular responsablemente la amplitud de la familia,
existen criterios objetivos que bien aplicados permiten a los esposos encontrar y determinar su propio
comportamiento [...]. Entre estos criterios, el primero debe ser que la cópula esté de acuerdo con la naturaleza
de la persona y de sus actos para que se conserve plenamente el sentido de la mutua entrega y de la fecundidad
en un clima de auténtico amor (cf. Gaudium et spes, II, C. I., nº 51). Segundo: los medios que se elijan deben
tener una eficacia proporcionada al grado de obligación o necesidad de impedir, por el momento o para siempre,
una nueva concepción. Tercero: todos los métodos de regulación -sin excluir la continencia periódica o absoluta-
comportan algún elemento negativo o malestar que afecta a los cónyuges más o menos gravemente. Este
elemento negativo o mal puede serlo bajo diferentes aspectos: biológico, higiénico, psicológico, desde el punto
de vista de la dignidad personal de los cónyuges o de la posibilidad de expresar suficiente y debidamente la
relación interpersonal amorosa. El método a elegir, cuando existan varios posibles, será aquél que en la situación
concreta de los esposos suponga el menor elemento negativo posible. Cuarto: por último, la elección concreta
de los métodos depende mucho de cuáles sean aquéllos de los que puedan disponerse en una determinada región,
en un tiempo determinado o para un matrimonio concreto; lo cual debe depender, incluso, de la misma situación
económica."

Unas conclusiones prácticas, tan diferentes a las mantenidas con anterioridad, entraban para los
autores del documento dentro de la evolución constante y progresiva del Magisterio. Sin embargo. Pablo
VI no llegaría a considerarlas como definitivas, "entre otros motivos porque en el seno de la Comisión
no se había alcanzado una plena concordancia de juicios acerca de las normas morales a proponer y,
sobre todo, porque habían aflorado algunos criterios de soluciones que se separaban de la doctrina moral
sobre el matrimonio propuesto por el Magisterio de la Iglesia con constante firmeza" (Humanae vitae,
no 6).

7. Publicación de la Humanae vitae


Por ello, en el momento en que muchos se abrían a las nuevas perspectivas, la Humanae vitae
produjo una cierta sorpresa, pues venía a confirmar la doctrina de siempre, sin dejar ningún espacio a
las nuevas perspectivas que se estaban planteando.
Ciertamente que la encíclica ha recogido las nuevas aportaciones del Vaticano II sobre el
matrimonio, aunque en ella no pueda encontrarse una visión completa sobre el tema, como lo recordaba
el mismo Pablo VI, en una alocución a los fieles, pocos días después de publicarse. Lo que pretendía
fundamentalmente era responder a un interrogante básico que se había creado, como hemos visto, en la
conciencia de muchos cristianos: "¿No sería indicado repensar las normas éticas hasta ahora vigentes,
sobre todo si se considera que las mismas no pueden observarse sin sacrificios, algunas veces heroicos?"
(Humanae vitae, no 3).
Junto a este nuevo enfoque general mucho más personalista e inteligible, quería completar lo que
había quedado sin respuesta en la Gaudium et spes sobre los métodos correctos de regulación. Y
honradamente hay que decir que cualquiera de las opciones que hubiera tomado el Papa quedaría
enmarcada dentro del Concilio, pues éste permanecía abierto a cualquier tipo de solución. Es verdad
que, al interpretar sus principios generales, los ha restringido de alguna manera en su aplicación práctica,
pues de nuevo recuerda que "cualquier acto matrimonial debe quedar abierto a la transmisión de la vida"
(Humanae vitae, no 11) y, por tanto, hay que excluir no sólo el aborto, sino "toda acción que, o en
previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se
proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreación" (Humanae vitae, no 14). El rechazo
de los métodos anticonceptivos se repite con absoluta claridad. ¿En qué se fundamenta esta condena?
Aunque Juan Pablo II lo ha insinuado en alguna ocasión, casi nadie se atreve a decir hoy que se
trata de una doctrina revelada. En la misma encíclica no aparece ninguna referencia bíblica que pueda
confirmar su enseñanza y es lógico que, si hubiera sido posible, habría insistido también en esta
fundamentación para garantizar con mayor fuerza el tema que estaba siendo debatido.
Tampoco creo que sea deslealtad ni falta de cariño a la Iglesia admitir que bastantes cristianos,
honestos y sinceros, no encuentran una base suficiente para una argumentación racional. La dificultad
de un intento como éste quedó confesada por la minoría de la Comisión pontificia: "Si pudiéramos
aportar argumentos claros y convincentes, puramente racionales, no sería necesaria nuestra comisión, ni
se daría en la Iglesia la situación actual".
El problema de fondo radica en la justificación filosófica de por qué "cualquier acto matrimonial
debe quedar abierto a la transmisión de la vida". "Esta doctrina... está fundada sobre la inseparable
conexión, que Dios ha querido y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre los dos
significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreador" (Humanae vitae, no
12). El último y definitivo argumento parece encontrarse en la obligación que existe de respetar las leyes
y los ritmos naturales, como reveladores de la voluntad de Dios. Una lectura que algunos juzgan
demasiado biológica, sin comprender por qué no puede cerrarse voluntariamente el acto a la procreación,
cuando existen graves y serias razones. Aun aceptando como ideal el respeto a la naturaleza, la
intervención responsable del hombre para conseguir un bien no aparece en principio como rechazable.
Para otros, sin embargo, esta acusación se supera, pues la biología revela las exigencias de una
sexualidad humana y personalista. El punto decisivo se halla justamente aquí. De acuerdo con la óptica
desde la que cada uno se acerca, este planteamiento resulta convincente para algunos y otros no lo
consideran válido ni filosóficamente aceptable.

8. Los planteamientos del Sínodo sobre la familia

En el Sínodo sobre la familia se volvieron a plantear estas dificultades. El hecho de que para muchos
católicos no resulte convincente su base racional, "a menos de calificar la actitud de todas estas personas
de obstinación, ignorancia o mala voluntad, esta oposición debe suscitar una seria preocupación" (J.
Quin). "El problema es más complejo. Tales personas son frecuentemente buenas, concienzudas, hijos
o hijas fieles de la Iglesia. No pueden aceptar que el uso de los métodos anticonceptivos artificiales sea
en todas circunstancias intrínsecamente malo, tal como generalmente ha sido entendido" (B. Hume).
Por ello, "si no llegamos a justificar de un modo adecuado nuestra postura en materia de regulación de
natalidad, la mayoría de las personas dedicadas a disciplinas intelectuales se verán en situación de
desechar una relación que consideran deficiente" (J. Jullien).
La enseñanza ética de la Iglesia, cuando se basa en una valoración fundada sobre el derecho natural,
tiene que partir de una argumentación razonable. "El hecho de que la credibilidad de la Iglesia se vea
minada en esta importante materia, repercutirá también en su credibilidad en otras muchas áreas, como
ha sucedido ya" (J. Bemardin). De ahí que "para muchos éste es el núcleo de la presente crisis
eclesiológica: creen que el fundamento racional de la enseñanza de la Iglesia no es convincente" (J.
Quin).
Por eso, después de que los expertos trataran de explicar, en una sesión solemne del Sínodo, los
argumentos filosóficos y antropológicos de esta doctrina, alguno manifestó con toda sinceridad: "los
argumentos presentados, enraizados ciertamente en una convicción profunda, no han renovado ni
profundizado de la manera deseada la argumentación relativa a las afirmaciones de la encíclica. Las
intervenciones parecen descansar sobre una intuición muy iluminadora para quienes la tienen, pero no
muy convincente para los que no tienen acceso a ella y que con sinceridad están deseosos de comprender.
Sin rebeldías, sin mala voluntad, con un enorme cariño y hasta con una dosis muy profunda de dolor,
por todo lo que ello supone, "muchas personas no llegan a encontrar en el texto de la Humanae vitae
una problemática y unas razones adecuadas (lo han recordado diversas intervenciones de los padres
sinodales). Piden una explicación... Si los mismos dogmas piden una adhesión razonable, con mayor
razón se plantea esta exigencia ante datos que no son de fe definida y que comprometen la praxis
cristiana y lo más íntimo de la persona" (J. Jullien).

La llamada del Papa se hace comprensible en este contexto:


"Por eso, junto con los Padres del Sínodo, siento el deber de dirigir una acuciante invitación a los teólogos a fin
de que, uniendo sus fuerzas a colaborar con el magisterio jerárquico, se comprometan a iluminar cada vez mejor
los fundamentos bíblicos, las motivaciones éticas y las razones personalistas de esta doctrina" (Familiaris
consortio, no 31),

Creo que todos los que nos sentimos fíeles al Magisterio estamos dispuestos a esta colaboración.
Y no sería difícil encontrar esos fundamentos y motivaciones para defender que "el amor conyugal debe
ser plenamente humano, exclusivo y abierto a la vida", como se afirmaba en una de las Proposiciones
presentadas al Papa. Existen razones que justifican esta doctrina en su generalidad. Las dificultades
surgen, sin embargo, como ya dije, cuando se trata de probar que "cualquier acto matrimonial debe
quedar abierto a la procreación". Nadie podrá ser tachado de poca obediencia o desafecto al Magisterio
si le resulta imposible descubrir cómo en la Biblia se fundamenta esta doctrina y cuáles son sus
motivaciones éticas o razones personalistas.

9. Carácter profético de la encíclica

Desde una perspectiva humana y racional se puede asumir la afirmación de la Familiaris consortio
que recoge una declaración del Sínodo sobre la familia, cuando recuerda que tanto el Vaticano II como
la Humanae vitae "han transmitido a nuestro tiempo un anuncio verdaderamente profético, que reafirma
y propone de nuevo con claridad la doctrina y la norma siempre antigua y siempre nueva de la Iglesia
sobre el matrimonio y sobre la transmisión de la vida humana" (n o 29). Tres aspectos me parecen
importantes en esta defensa.
El primero consiste en proteger el simbolismo humano de la sexualidad, que se rebaja con la
utilización egoísta e indiscriminada de las técnicas anticonceptivas. Es una confesión de las propias
parejas. Cuando el dominio necesario para la expresividad del gesto conyugal y el respeto debido a la
otra persona, que a veces se imponía para evitar un embarazo, se suplantan por la seguridad del método,
la experiencia enseña que la calidad de la relación puede disminuir hasta perder su contenido más
humano y específico. Y "un acto conyugal impuesto al cónyuge sin considerar su condición actual y sus
legítimos deseos no es un verdadero acto de amor" (Humanae vitae, no 13). Habría, pues, que plantearse
con seriedad si el recurso a estos métodos, incluso cuando se emplean lícitamente, como después
diremos, sirven para una experiencia más profunda de amor o terminan en una banalización e
insignificancia del acto. En una cultura hedonista, donde el gozo del placer ocupa un lugar relevante, la
exclusión segura del hijo podría llevar a un encuentro demasiado instintivo que margine su contenido
amoroso.
Es una salvaguardia, además, contra las campañas impuestas y obligatorias, que invaden la
intimidad de las parejas, al margen de la propia responsabilidad. En la mayoría de los países
subdesarrollados, la encíclica se recibió como una defensa frente al imperialismo de aquellas naciones,
para quienes resultaba más rentable una implantación del control que una promoción al desarrollo. Un
problema familiar que se convierte, por tanto, en político, cuando en las relaciones internacionales "la
ayuda económica para la promoción de los pueblos está condicionada a problemas de anticoncepción,
esterilización y aborto provocado" (Familiaris consortio, no 30).
Finalmente habría que subrayar también su carácter ecológico, como respeto a la naturaleza
humana. Es evidente que aquí, como en otros muchos campos del organismo, lo ideal sería no tener que
intervenir para nada en los procesos biológicos. Los mecanismos naturales poseen sin duda sus ventajas,
que no conservan siempre lo artificial. Tal vez se han caricaturizado con exceso los métodos naturales,
olvidando que para muchas parejas han servido para una honesta regulación de la fecundidad y para la
riqueza amorosa del propio encuentro, como si la renuncia en determinados días fuese algo que rompe
el dinamismo espontáneo del amor. Ni la elección de los tiempos agenésicos convierte la entrega sexual
en un gesto rutinario y ficticio, cuando el lenguaje del amor está en el fondo de todo comportamiento y
es lo que más importa e interesa. Por eso, la preocupación ecológica que lleva a respetar los ciclos y
mecanismos complejos de la naturaleza, debería aplicarse con el mismo empeño en este campo. No es
extraño, por tanto, que hoy exista una campaña en muchos sectores, al margen de las motivaciones éticas
o religiosas, para explicar y defender el valor de estos métodos. Su conocimiento y aplicación, en contra
de lo que con frecuencia se afirmaba, dan una garantía eficaz para cumplir con la paternidad responsable.
Todo esto es verdad, pero ninguno de estos motivos implicaría un rechazo absoluto. Las personas
estériles o en situaciones agenésicas pueden celebrar su amor cuando lo deseen, sin temor a un nuevo
hijo, y no por ello su relación se deshumaniza o rebaja. Si cualquier método no deja de tener sus
inconvenientes, también los tiene la continencia periódica. Por eso, los argumentos que condenan su
empleo porque impiden una verdadera relación amorosa, cosifican a las personas o provocan
determinadas consecuencias no han resultado convincentes, aunque se repitan con demasiada
frecuencia.

10. La fundamentación teológica

El apuntar las dificultades no es con el deseo de obstaculizar la aceptación de la encíclica. Es un


problema real que muchas personas sinceras y comprometidas con la Iglesia experimentan, aunque a
otras no les importe nada lo que enseña el Magisterio. No es mala voluntad, ni falta de cariño o ilusión
por comprender esta doctrina, sino que, a pesar de una honrada reflexión, no llegan a quedar convencidas
de su fundamento. Cualquiera que conozca la bibliografía actual sabe muy bien las razones y respuestas
que mutuamente se proponen, pero que no llegan a persuadir a los que parten de otros presupuestos. Los
mismos intentos por encontrar nuevas justificaciones indican que las dadas con anterioridad, como
algunos de estos autores indican, no resultaron del todo convincentes. Y es que, como afirmaba el
documento citado de la minoría, "el problema no es mera y principalmente filosófico, sino que depende
de la naturaleza de la vida y la sexualidad humana, tal como ha sido interpretada por la Iglesia desde un
punto de vista teológico".
El mismo Pablo VI, al recordar a los sacerdotes la necesidad de una obediencia, afirmaba que "tal
obsequio, bien lo sabéis, es obligatorio no sólo por las razones aducidas, sino sobre todo por la luz del
Espíritu Santo, de la cual están particularmente asistidos los pastores de la Iglesia para ilustrar la verdad"
(Humanae vitae, no 28). Y así lo han manifestado también con toda franqueza varios episcopados:
"En particular, los argumentos y la base racional de la encíclica, que no están sino brevemente indicados, no han
conseguido, en algunos casos, ganar el asentimiento de hombres de ciencia y de alta cultura educados conforme
al pensamiento empírico y científico de nuestra época" (Canadá).

No he hallado ninguna declaración que pretenda apoyarse en una base racional. Lo cual significa
que este problema de la ética debe plantearse a un nivel teológico. No serán las premisas de un silogismo,
sino otros motivos superiores los que hagan aceptarlo con docilidad y obediencia. Por encima de todo
está el valor y la autoridad de la Iglesia en el ejercicio de su Magisterio. ¿Cómo se ha de recibir esta
enseñanza teológica?
Ninguna de las muchas Conferencias episcopales que explicaron el alcance y contenido de la
encíclica puso en duda la obligación de recibir y aceptar esta doctrina, tal y como la enseña la Iglesia.
No es posible formarse un juicio moral, sin tener honradamente en cuenta las exigencias éticas que
plantea. Existe excesiva desafección hacia el Magisterio en la conciencia de muchos fieles, que impide
una seria reflexión antes de tomar otras decisiones. El Catecismo Católico para adultos II, de la
Conferencia Episcopal alemana, aprobado por Roma después de un amplio y detenido diálogo, me
parece que presenta el problema con realismo y sinceridad.
Reafirma, en primer lugar, el punto básico de la declaración que hicieron al publicarse la encíclica:
"Puesto que el Papa ha hablado después de examinar durante largo tiempo las cuestiones surgidas, todo
católico, aunque se haya formado hasta ahora otra opinión, se encuentra ante las exigencias de aceptar
esta doctrina". Pero admiten, al mismo tiempo, como ya lo hicieron con anterioridad, que "hay parejas
que no pueden reconocer aquí un camino practicable para ellos. Los cónyuges que llegan a la firme
convicción de que en su situación personal no pueden seguir la doctrina de la Iglesia sobre la regulación
de nacimientos se acogen a su responsable juicio de conciencia". Sobre esta posibilidad de disentimiento
recuerda que "quien crea que debe pensar así, ha de examinarse y preguntarse en conciencia si él -libre
de toda arrogancia subjetiva y de una sabiondez irreflexiva- puede responder de su punto de vista ante
el tribunal de Dios". En cualquier hipótesis, semejante decisión "con independencia de la valoración
ética que ella merezca, se dice allí que los pastores de almas en su ministerio, sobre todo en la
administración de los sacramentos, respetan tal juicio de conciencia, lo que no es sinónimo de
aprobación y menos aun de justificación" (Parte II, cap. 6, 3, b).

11. Ayuda a los mecanismos de la naturaleza

Dentro, pues, de la más estricta fidelidad al Magisterio de la Iglesia, no hay que excluir tampoco la
interpretación que puede darse a su doctrina, en el ámbito concreto de la casuística. Dos caminos quedan
abiertos de acuerdo con los criterios tradicionales. El acto puede quedar privado de su aspecto
procreador para ayudar a la naturaleza en sus leyes biológicas fundamentales, o cuando la esterilidad no
sea directamente pretendida como fin o como medio. Es lo que la encíclica había designado como "el
uso de los medios terapéuticos verdaderamente necesarios para curar enfermedades del organismo" (n º
15). Creo que las interpretaciones que apuntamos a continuación gozan de la suficiente garantía, aunque
no todos las acepten, y pueden constituir una ayuda para los que viven con amor su vida matrimonial y
desean atenerse a la enseñanza pontificia.
Desde el comienzo se conocieron los efectos beneficiosos de las pastillas anovulatorias, en el
terreno de la ginecología, para el tratamiento de diversas disfunciones femeninas. Su empleo en estos
casos, durante el tiempo prescrito por el médico, forma parte de una verdadera cura, sin que la
esterilización temporal producida se haya buscado como fin o como medio para no procrear.
Su empleo parece también útil para ajustar el ciclo femenino, en el caso de ciertas irregularidades
que dificultan la seguridad de la continencia periódica. Se buscaría con ello reproducir el proceso normal
de la naturaleza para evitar al máximo los embarazos sorpresa, aunque no todos comparten los
presupuestos médicos de esta utilización. El mismo Pablo VI volvió a insistir, como ya lo había hecho
Pío XII y lo repetirá Juan Pablo II, en que "la ciencia médica logre dar una base, suficientemente segura,
para una regulación de nacimientos, fundada en la observancia de los ritmos naturales" (no 24).
Algo parecido habría que decir para mantener un reposo oválico después del parto que sirvieran
como ayuda a las leyes biológicas del organismo. Algunos creen que la naturaleza exige un reposo
agenésico, prolongado durante algún tiempo, para que la mujer se recupere de todos los desgastes
anteriores antes de enfrentarse con un nuevo embarazo. Si realmente esa agenesia es un fenómeno
natural, que no siempre se da de hecho, tampoco habría dificultad ética en provocarla artificialmente,
actuando de acuerdo con los mecanismos de la naturaleza. El problema consiste en saber si
científicamente se trata de un descanso normal o no está exigido por el organismo. Aunque muchos
médicos se inclinan por esto último, no creo que, en las actuales circunstancias, se pueda negar la toma
de anovulatorios durante un año después del parto. Esto sólo serviría a bastantes parejas como un
remedio válido para espaciar, al menos, los nacimientos.

12. La esterilización indirecta

Son muchos los que admiten cualquier anticonceptivo cuando se busca defender el derecho de la
persona, para evitar el embarazo como consecuencia de una relación injusta. Excluir la procreación no
es una acción ilícita, cuando tal acto no se quiere ni se debe realizar, pues la persona tiene derecho a
impedir las consecuencias graves de un gesto que se le impone por la fuerza y en contra de su voluntad.
Semejante situación podría darse aun dentro del matrimonio, si la mujer no tuviera otra forma para
defenderse de los abusos del marido, cuando ella tampoco quiere, ni puede, ni debe ofrecerse a un nuevo
embarazo y no es posible evitarlo por otro camino. Sería la defensa también contra una maternidad
involuntaria e indebida.
De la misma manera que una esterilidad temporal provocada podría ser, en opinión de los
psiquiatras, un elemento importante en el tratamiento de la ciesofobia o neurosis del embarazo. Aunque
la opinión de los moralistas es más bien desfavorable, el empleo de los anticonceptivos, en tales
circunstancias, sería un intento por redescubrir el sentido de la maternidad a una persona que se ha vuelto
estéril por razones psicológicas, y no creemos, por tanto, que se pueda rechazar como inaceptable. La
esterilidad, en este caso, no tendría una intención anticonceptiva, pues lo que busca precisamente es
superar las condiciones que imposibilitan la procreación.
Otro caso, ampliamente discutido desde hace mucho tiempo, es el de la licitud de la histerectomía
(ablación del útero) para evitar las graves consecuencias de una gestación, después de varias cesáreas.
Es evidente que el útero puede considerarse patológico e inepto para su función y el peligro sería
causado no tanto por el embarazo -una simple ocasión-, sino por el estado anormal en que se encuentra.
La solución positiva es aceptable para muchos y lógicamente no habría tampoco dificultad en hacer una
ligadura de trompas o utilizar cualquier anticonceptivo, que traería a lo mejor menos inconvenientes y
peligros que la citada operación. La misma respuesta podría darse a las mujeres que, por diversos
motivos, sean incapaces de gestar una prole viva. Aquí no sólo es el útero, sino toda la facultad
generativa la que se encuentra inepta para el cumplimiento de su función.

13. Interpretación personalista de la terapia

El mismo concepto de remedio terapéutico necesitaría hoy también una interpretación de signo
personalista. Dentro de la medicina moderna ya quedó superada una visión exclusivamente biológica y
mecanicista de lo que supone la enfermedad. La salud no se reduce a la curación de una determinada
patología orgánica, sino que ha de buscar el bien de la persona en todas sus dimensiones. Lo mismo que
el tratamiento psíquico es necesario, en ocasiones, para una terapia orgánica, ciertos factores biológicos
pueden prevenir o aumentar una patología psicológica. No se trata de curar el cuerpo o el espíritu, según
la clásica dicotomía helenística, que tanto ha pesado sobre nuestra cultura occidental, pues los síntomas
de uno pueden tener sus raíces en el otro. Se busca la cura del enfermo, de la totalidad de su persona.
Por aquí había ido toda la reflexión moral para defender la licitud de los trasplantes orgánicos entre
vivos, ya que una interpretación literal de los discursos de Pío XII sobre el principio de totalidad
dificultó, al comienzo, su admisión en el campo de la ética. Hoy son muchos los que aceptan que el bien
de la persona no hay que situarlo sólo en la integridad del organismo, sino que debe ampliarse al
enriquecimiento producido por otros valores espirituales. La persona que entrega un riñón sano para que
otro sobreviva pierde algo biológico, pero tal mutilación queda justificada por el gesto de solidaridad
que lo dignifica como persona.
La perspectiva de la Humanae vitae hace referencia al nivel corporal, pues explícita sólo "las
enfermedades del organismo". Pero no creo que con esto niegue la interpretación de un principio como
el de totalidad, que se acepta en la solución de otros problemas éticos y que no fuera aplicable al caso
que nos ocupa. Semejante postura iría contra una exigencia razonable, sobre la que se va insistiendo
cada vez más en el campo de la medicina. Por ello me parece válida la interpretación. La clase de cura,
cuando fuese necesaria, que busque el bien totalizante de la persona debería considerarse como una
terapia auténtica.
Si se permite el empleo de anovulatorios para curar una erupción cutánea, a mucha gente se le hace
incomprensible que no se puedan tolerar cuando está en peligro el amor de los cónyuges o la vida de la
madre, por citar únicamente los casos más extremos. Las respuestas que, a veces, se dan en estas
circunstancias -Dios no manda imposibles, él ayudará con su gracia, etc.- podrían también aplicarse a
las deficiencias orgánicas. ¿Por qué se admiten para superar una pequeña molestia y no para impedir
una tragedia mayor?

14. Situaciones conflictivas

Como indicaron diferentes Conferencias episcopales, son bastantes las parejas que pueden verse
enfrentadas a un conflicto de valores, dentro de su vida conyugal. Estos católicos desean cumplir la
voluntad de Dios, atenerse a las enseñanzas de la Iglesia, pero no saben cómo deberían actuar, cuando
se sienten incapacitados para cumplir con todas las exigencias que se les demandan.
Ha de quedar claro que, cuando hablamos de conflicto, no lo entendemos como una contraposición
entre los valores éticos o religiosos y los valores que pertenecen a un nivel inferior. Nadie niega la
jerarquización existente entre todos ellos y nunca se aceptará como lícita la opción por uno de estos
últimos que lleve consigo la eliminación de los primeros. El comportamiento tendrá que tener siempre
en cuenta, para no caer en un situacionismo ético, la objetividad de todos los valores, pero cuando no
puedan cumplirse con todos por ser incompatibles, como sucede tantas veces en la vida ordinaria, no
queda otro remedio que elegir uno de ellos, el más importante y preferente, aunque suponga
lamentablemente el abandono de otro.
Semejante elección no debería nacer del gusto, interés o capricho personal, sino que requiere la
existencia de un motivo adecuado, que la oriente y determine hacia el mayor bien posible, ya que, por
hipótesis, no puede alcanzar la plena realización de todos los valores que entran en juego. De esta forma,
lo que en circunstancias normales sería moralmente ilícito se convierte en un simple desorden, en un
mal físico que no reviste la categoría de ético, pues responder a su llamada concreta supondría otras
consecuencias morales todavía peores y de mayor trascendencia.
En este contexto conviene situar la afirmación de los obispos franceses sobre el tema de la
regulación:
"La contracepción no puede ser nunca un bien. Siempre es un desorden, pero este desorden no es siempre
culpable. Se da el caso, efectivamente, de que los esposos se encuentran ante un verdadero conflicto de deberes
(Gaudium et spes, no 51). Nadie ignora las angustias espirituales en las que se debaten los esposos sinceros,
especialmente aquellos a los que la observancia de los períodos naturales no consigue 'darles una base
suficientemente segura sobre la regulación de nacimientos' (Humanae vitae, no 24). Por una parte, son conscientes
del deber de respetar la apertura a la vida en todo acto conyugal. Creen igualmente que deben evitar en
consecuencia -o aplazar para más adelante- un nuevo nacimiento. Al mismo tiempo, están privados del recurso a
los ritmos biológicos. Por otra parte, no ven en lo que les concierne cómo renunciar entonces a la expresión física
de su amor sin poner en peligro la estabilidad de su matrimonio (Gaudium et spes, no 51,1).
A este respecto, recordamos simplemente la enseñanza constante de la moral: cuando uno se encuentra ante una
alternativa entre deberes, en la que, sea cual fuese la decisión que se tome, no se puede evitar una, la sabiduría
tradicional prevé que se busque ante Dios qué deber es mayor en este caso. Los esposos tomarán su decisión
después de una reflexión en común, hecha con todo el interés que requiere la grandeza de su vocación conyugal.
No pueden olvidar ni menospreciar jamás ninguno de los deberes que entran en conflicto. Por tanto, mantendrán
su corazón disponible a la llamada de Dios, atentos a cualquier nueva posibilidad que postule una nueva
reconsideración de su elección o comportamiento actual."

Lo primero que conviene aclarar ante un texto como éste -aquí se fundamenta la mala interpretación
de muchos- es que no se trata de justificar lo que objetivamente ha sido declarado como desorden. Que
un fin bueno justifique los medios intrínsecamente malos no ha sido nunca, como nos recuerdan los
obispos, "la enseñanza constante de la moral", e iría contra la afirmación categórica de la encíclica: "No
es lícito, ni aun por razones gravísimas, hacer el mal para conseguir el bien" (no 14). ¿Cómo es posible,
entonces, acercarse a Dios escogiendo lo que la encíclica dice "que hay que excluir absolutamente como
vía lícita"? Con otras palabras, si la anticoncepción es un grave desorden, ¿cómo puede ser empleada en
algunas ocasiones sin que constituya un pecado mortal?

15. Los diversos valores de la ética matrimonial


La situación de conflicto entre los diversos valores morales propios del matrimonio podría
sintetizarse en los siguientes puntos.
La paternidad responsable, en primer lugar, constituye una obligación ética para no tener más hijos
de los que cada pareja juzgue en conciencia que deba tener, con una actitud generosa y no egoísta. Esto
significa que también se puede pecar por irresponsabilidad en la procreación, cuando existen razones
serias y objetivas para no tener más hijos, al menos por el momento. Es un deber ético que forma parte
de sus obligaciones conyugales.
Para cumplir con esta obligación queda el recurso de la continencia periódica. Para muchas parejas
es un método posible y eficaz, sin que provoque ningún conflicto, aunque exige un cierto control durante
algunas fechas y la atención requerida para determinar los días fértiles. Pero es posible también que, en
otras circunstancias y por diferentes motivos, su utilización resulte difícil, como lo demuestra la
experiencia. La única salida, entonces, consistiría en una abstinencia absoluta y completa, cuando la
presencia del hijo hubiera que excluirla por serias razones. Sin negar que haya parejas capaces de
compartir todo, menos la entrega sexual, el Concilio fue más sincero y realista al señalar las
consecuencias graves e importantes que pueden derivarse de una situación como ésa:

"El Concilio sabe que los esposos, al ordenar armoniosamente su vida conyugal, se ven muchas veces impedidos
por ciertas condiciones de la vida moderna y metidos en circunstancias tales en las que no es posible, al menos
por un determinado tiempo, aumentar el número de los hijos y, entonces, ni el desarrollo del amor leal ni la total
comunidad de vida se pueden conservar sin dificultad. Por otro lado, cuando se interrumpe esta intimidad de la
vida conyugal puede sufrir menoscabo el bien de la fidelidad no raramente, como también corre su riesgo el bien
de la prole; en estos casos la educación de los hijos y la fortaleza que hace falta para seguir recibiendo el aumento
de la familia se hallan en peligro" (Gaudium et spes, no 51).

Si la abstinencia produce tensiones, lejanías afectivas, debilitamiento progresivo del amor,


nerviosismo profundo, que ponen en peligro la paz, la convivencia, el clima necesario para la educación
y hasta la misma fidelidad -sin analizar ahora las causas de tales efectos-, constituye un atentado contra
la primera obligación básica de la pareja: mantener por encima de todo una comunidad profunda de
amor. La misma enseñanza clásica de los manuales permitía -para evitar el adulterio, por ejemplo- el
encuentro sexual, aunque el embarazo trajera como consecuencia la muerte de la madre. Es decir, lo que
en un principio no era lícito ni aceptable por el peligro que incluía, se aceptaba como ético, a pesar de
su tragedia, como forma correcta de evitar otros daños que se consideran peores.

16. La opción por el valor preferente


Si existe, por tanto, la obligación de no tener más hijos, pues lo contrario sería un mal; si la
manifestación del cariño a través de la entrega corporal parece necesaria o conveniente en orden a
conseguir una comunión y cercanía más profunda y evitar la crisis de una convivencia que se desmorona;
y si la abstinencia, en tales circunstancias, provocara otra serie de males que irían contra las obligaciones
primarias de los cónyuges, no cabe otra salida que el empleo de los anticonceptivos, cuya utilización el
Papa nos recuerda que es también un mal. Es decir, nos encontramos ante una triple exigencia
incompatible, en teoría, pues ninguna de ellas respeta todos los valores que deberían salvaguardarse: la
paternidad responsable, el cariño conyugal y la doctrina pontificia. Buscar cualquiera de ellos llevaría,
por hipótesis, al incumplimiento de alguno de los restantes. La pareja que, en estas circunstancias, optara
por uno de esos tres males con la conciencia y la honradez de que es el de menor importancia, el menos
grave para ella, no podría ser acusada de pecado. Entre las diversas posibilidades negativas ha escogido
aquella que considera mejor. Aunque su opción suponga no tener en cuenta algún valor en concreto, lo
hace buscando precisamente el mayor bien posible, aquél que considera de mayor trascendencia, como
una obligación más urgente.
Con ello no se pretende justificar ninguna conducta. El matrimonio puede tener conciencia de su
limitación y vivir ilusionado a la espera de que tales circunstancias cambien y posibiliten el
cumplimiento de todos los valores, pero por el momento no resulta factible este ideal. Deseando aspirar
a lo mejor, evitan en estas situaciones difíciles lo que les parece más negativo desde el punto de vista
ético. Por ello, varias Conferencias episcopales no tuvieron reparo en afirmar que, desde el momento
que eligen honradamente el camino que estiman mejor, nadie podrá calificar esta conducta como
pecaminosa.
Que esto sea verdad no significa que el mayor bien posible tenga que ser siempre el empleo de los
anticonceptivos. Cualquiera de las otras posibilidades, a pesar de sus propias limitaciones, podría
constituir una elección válida de acuerdo con los principios enunciados. El nacimiento de un nuevo hijo
o la aceptación de una mayor abstinencia, aunque trajera algunas consecuencias negativas, podrían
considerarse también como de menor importancia. Se requiere, pues, un esfuerzo sincero para que la
decisión no brote del propio interés o comodidad, sino que esté motivada y sirva para la conservación
del valor más preferente.
Sin esta honradez sobrenatural no tiene sentido la conducta posterior. No será difícil que algunos
quieran encontrar por aquí una justificación al egoísmo personal, optando por lo que resulta más
cómodo. Pero este peligro no elimina el que otros descubran por ese camino la solución cristiana a un
problema que juzgan como el único obstáculo para un encuentro sincero con Dios.
La sociedad española, en concreto, debería hacer una seria reflexión, pues sigue siendo el país
europeo con un índice menor de natalidad, junto con Italia, cuando hace sólo 20 años estaba a la cabeza
de los demás. Tampoco las previsiones para el futuro son demasiado optimistas, ya que es, al mismo
tiempo, el que menos hijos desearía tener. Aunque la paternidad fuera responsable, no la podemos
adjetivar como generosa. Y cuando esta generosidad está ausente es muy fácil que tampoco sea del todo
responsable.
17. El problema de la esterilización

Cualquier método anticonceptivo supone siempre una esterilización, aunque limitada a un espacio
más o menos reducido de tiempo. Ahora nos referimos a esas otras técnicas, como la vasectomía o la
ligadura de trompas, que implican un rechazo de la procreación de forma definitiva, a pesar de que
médicamente tales intervenciones comienzan a ser reversibles. La sencillez de estas operaciones y la
ausencia de riesgos significativos que comportan las han convertido en un método de control bastante
utilizado en la actualidad.
La doctrina tradicional, de acuerdo con las orientaciones dadas por Pío XII, la excluía como camino
para la regulación de la natalidad o por motivaciones eugenésicas y sólo la aceptaba como remedio
terapéutico para la curación de alguna anomalía. Su carácter más definitivo y sus posibles consecuencias
psicológicas, que a veces no se valoran como sería necesario, la hacen ciertamente desaconsejable como
recurso ordinario. Con el peligro, además, de que las campañas anticonceptivas, impuestas a una
determinada población, como ya ha sucedido, la utilicen como el medio más eficaz y económico.
Bastantes autores, sin embargo, no se oponen a su licitud, en la hipótesis apuntada de un conflicto
de valores, siempre y cuando se tuviera el convencimiento de que esta opción iba a ser para el futuro el
mal menor en cualquier circunstancia. La previsión se hace más difícil que cuando reviste un carácter
temporal, pero no habría que excluirla en algunas situaciones, sobre todo, cuando el final de la vida
fecunda se encuentra ya cercano.
Su aplicación se plantea también en el caso de los deficientes mentales, cuando no tienen capacidad
para defenderse de personas desaprensivas que se aprovechan de su condición, o ellos mismos, con una
sexualidad fuerte e incontrolada, no son apenas responsables de las consecuencias que puedan derivarse
de su acción. No están preparados para fundar un hogar ni para el mantenimiento y educación de los
hijos, que deberán ser acogidos por la propia familia o por otras personas. La paternidad responsable
excluye la procreación en tales circunstancias, pero como, por su limitación psicológica, están
impedidos para el cumplimiento de tal obligación, el empleo de este mecanismo aparece como una
opción razonable para evitar la tragedia que supone semejante descendencia. Además, no es raro que el
embarazo de estas personas o el dejar a otras embarazadas se repita con una frecuencia que aumenta aun
más la preocupación de los que rodean al enfermo. La defensa frente a tales situaciones no resulta eficaz
con el recurso a los medios anticonceptivos. Lo que sería una intromisión inaceptable en la autonomía
y libertad de cualquier individuo, como sujeto libre y responsable de sus acciones, aquí estaría
justificado precisamente por la deficiencia personal, como la única defensa eficaz contra una paternidad
o maternidad indebida.
No se trata de una solución que busque la comodidad de los padres o tutores, sin tener ya que
preocuparse para nada. Bastantes minusválidos gozan de la autonomía y capacidad suficientes para
hacerse responsables de sus acciones, mediante una adecuada educación y la ayuda complementaria que
siempre van a necesitar. No estaría justificada una mutilación en estos casos, cuando existen otros
recursos que respetan su integridad y defienden con la suficiente garantía de otros peligros. La
valoración, sin embargo, podría ser distinta en otras situaciones mucho más complicadas.

18. Las intervenciones de Juan Pablo II

Para nadie es un secreto que Juan Pablo II ha ido repitiendo por todas partes, de una manera
constante, la validez y vigencia de la doctrina tradicional sobre éste punto: la objetiva inmoralidad de
los métodos artificiales para regular los nacimientos. En todo su Magisterio la condena ha sido explícita
y reiterada, sin ningún asomo de duda o vacilación. Su pensamiento lo ha expresado, con una fuerza
mayor aun, en algunos de sus más recientes discursos y documentos, donde negaba la posibilidad de un
conflicto de valores, tal y como lo hemos explicado. La encíclica Veritatis splendor, al condenar una
ética teleológica -que descubre la moralidad de una acción teniendo en cuenta su naturaleza y las
circunstancias o consecuencias que la acompañan-, supondría también la condena de esta misma
orientación,
No hay que olvidar, sin embargo, que hasta en la moral más clásica y tradicional se aceptaban
como lícitas, en la práctica, conductas que, en teoría, deberían condenarse de acuerdo con la naturaleza
de la acción. Nadie puede tirarse al vacío desde un rascacielos, matar a un niño inocente, contestar con
una mentira, colaborar a un acto anticonceptivo, o incendiar una casa para inmolarse los que se
encuentran dentro, por citar sólo algunos de los muchos ejemplos. Pero si ese mismo gesto se da en
algunas circunstancias o provoca mayores males, su valoración ética sería diferente. Cuando se pretende
evitar una violación, impedir que el criminal huya, ocultar lo que puede poner en peligro a otros, eludir
el adulterio del cónyuge, o escaparse de los enemigos, se daban como lícitos tales comportamientos. En
caso de perplejidad, cuando algunos valores éticos entran en conflicto, como en los casos propuestos, la
norma dictada por los moralistas era que elija cada uno el mal que le parezca menor. Hasta en el principio
de doble efecto, donde siempre se tolera la existencia de un mal, se requería una razón proporcionada,
que exigía analizar las ventajas y los inconvenientes de una acción determinada para la formación del
juicio recto.
La doctrina oficial de la Iglesia, confirmada por la Humanae vitae y por el Magisterio posterior,
enseña la malicia objetiva e intrínseca de la anticoncepción. Aceptar este carácter impide que pueda
catalogarse como buena en cualquier circunstancia y por muy digno que sea el fin pretendido. Cuando
se habla del conflicto de valores, nadie pretende justificar esa acción que sigue constituyendo un
verdadero mal. El problema radica en que si se quiere evitarlo a toda costa, otros males peores podrían
acontecer, como veíamos con anterioridad.
Comprendo que no todos estén de acuerdo con algunas de estas explicaciones, como respeto a los
que piensan de otra manera, pero tal disconformidad no significa que sean inaceptables como normas
orientadoras. No es una opinión particular que no tendría ningún peso. El mismo Magisterio de la Iglesia,
a través de las declaraciones efectuadas por los episcopados, ha querido interpretar la doctrina de la
Humanae vitae para sus aplicaciones pastorales. Sería muy duro y un desprestigio para la autoridad de
los obispos decir que se han equivocado e inducido al error a sus fieles.
Supongo, además, que nadie mejor que Pablo VI supo y defendió el contenido de la encíclica que
había escrito, lo mismo que los colaboradores que ayudaron, de una u otra forma, a su redacción. Pues
bien, el mismo Papa, en un discurso pocos días después de ser publicada, recordó que "no faltan ya y no
faltarán publicaciones en torno a la encíclica, a disposición de cuantos se interesan por el mismo tema".
En nota citaba expresamente a G. Martelet, como un buen intérprete de su doctrina pues había sido uno
de los redactores finales de la misma y el gran inspirador de la declaración hecha por el episcopado
francés. En el comentario a la Humanae vitae, este autor la explicaba de la siguiente manera:
"Pero en determinadas situaciones históricas y concretas, una práctica contraceptiva más o menos prolongada
puede, de hecho, ser considerada por algunos cristianos como un mal menos grave que el peligro que
representaría para ellos una nueva maternidad [...]. La cuestión es, entonces, la siguiente: la encíclica, al
denunciar en la contracepción la existencia de un desorden objetivo del amor, ¿condena, por ello mismo, a los
esposos que recurren a tal desorden porque en su situación particular les parece un mal menor? A esta pregunta
debemos contestar decididamente que no por la sencilla razón de que la encíclica no puede querer hacer lo
contrario de lo que la Iglesia debe hacer en general [...]. En las situaciones de hecho muchas veces complicadas
que viven los cónyuges, la elección no ya de lo mejor, ni siquiera de lo bueno, sino simplemente de lo menos
malo, constituye, en efecto, el verdadero camino para la conciencia."

Aceptamos, por tanto, la Humanae vitae con un sentimiento de obediencia filial hacia el Magisterio
de la Iglesia, pero la admisión de su doctrina no puede cerrar las puertas que ella misma deja abiertas,
ni excluye otros principios de interpretación de la moral, que le son también aplicables. Aunque no todos
los acepten, deben gozar de la suficiente garantía y fundamento para su aplicación en la praxis cristiana.

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CAPÍTULO 11

Conflictos matrimoniales

1. La crisis de la fidelidad

Con una ironía no exenta de realismo, Byron había dicho que es mucho más fácil morir por la
persona que se quiere que vivir siempre con ella. La verdad es que no es fácil mantener el amor a lo
largo del camino. Las crisis matrimoniales constituyen un testimonio de esta dificultad que se acentúa
más todavía en el carácter débil de nuestro mundo posmoderno. Supongo que nadie se casa con la ilusión
de separarse al poco tiempo. Incluso los que no excluyen la posibilidad de una ruptura posterior,
preferirían que el itinerario que comienzan juntos pudieran concluirlo también con las manos
entrelazadas. ¿Por qué, entonces, tantas parejas se quedan a medio camino? ¿Qué factores provocan que
las ilusiones primeras se destruyan con el paso del tiempo?
Hay un primer aspecto que reviste especial importancia. No creo exagerado decir que, en el
mercado de nuestros valores culturales, la fidelidad no es de los que se encuentran más cotizados. Las
mismas estructuras sociales, que gozaban de una gran estabilidad y favorecían los compromisos
definitivos, experimentan una menor credibilidad y firmeza. Más que mantener el orden establecido o
el respeto por lo tradicional, se busca lo diferente, lo nuevo, lo inédito. El cambio y la evolución son
mucho más apreciados que la estabilidad y permanencia. Un signo de juventud que se resiste a la
nostalgia de la vejez por el pasado. La misma economía fomenta el consumismo constante. Las cosas
se hacen para que duren poco tiempo y haya que cambiarlas por las nuevas ofertas mejoradas.
El mismo reconocimiento de nuestro mundo inconsciente despierta en muchos la sospecha que
evita una cierta seguridad para enfrentarse con el futuro. ¿Quién está cierto de las razones por las que se
ha comprometido? Y aun en la hipótesis de que fueran auténticas, ¿no sería un orgullo demasiado
presuntuoso querer abarcar el tiempo, como si en el ahora ya se pudiera dominar lo que todavía resulta
desconocido? La experiencia demuestra cómo muchas ilusiones se resquebrajan cuando la realidad
desconocida descubre la falsedad en que se apoyaban. De ahí que hoy se levanten una serie de críticas
que van creando un ambiente distinto al de épocas anteriores. Para muchos la ruptura de un compromiso
ya no constituye un abandono o una traición condenable; al contrario, aparece más bien como un gesto
de valentía y coraje para romper con todo lo de antes, que ahora se vive como una carga pesada e
impuesta; un acto profundo de sinceridad para vivir de acuerdo con las exigencias actuales, al margen
de lo que se había prometido en otras circunstancias diferentes; una opción, en último término, por la
libertad, que impulsa a superar cualquier tipo de esclavitud, de pasivismo, de inercia, de vulgaridad.
La persona libre no se deja encadenar por el pasado, como si no quedara otra salida que la
resignación fatalista a lo que pudo ser fruto del error, de la ingenuidad o de una ilusión demasiado
exagerada. Como tampoco debe cerrar el futuro a sus múltiples posibilidades inéditas y desconocidas,
eliminando para siempre otros caminos de realización, que se presentarán, tal vez, como mejores. Lo
único importante sería la fidelidad al momento presente para vivirlo con todo su realismo y plenitud.
Cualquier otro compromiso revestirá un carácter alienante, pues estaría motivado por intereses ocultos:
narcisismo, miedo a la libertad o sentimientos de culpa.

2. La fidelidad al servicio de un valor

A pesar de todo, conviene levantar la voz en defensa de la fidelidad. Las grandes decisiones de la
vida nunca jamás se hacen con la pura razón. Queda siempre un margen que sólo es posible superar con
la fuerza del afecto. No se trata, desde luego, de opciones irracionales, pero tampoco se tomarían si no
estuviesen en el fondo las ilusiones del corazón, por aquello de que él también tiene razones que la
cabeza no comprende. Es la conciencia de una vocación personal, que se intuye y seduce como la mejor
manera de realizar la propia existencia.
Para aceptar este compromiso, hay que reconocer primero en qué consiste la naturaleza de la
fidelidad. Su función no consiste en crear algo, en ser fuente de vida para dar a luz una nueva realidad,
como si se tratara de un alumbramiento que se abre a la existencia, sino que busca prolongar y mantener
lo que ya ha nacido. Con un cariño exquisito, como el médico que se acerca al recién nacido, intentará
que ese brote de vida ya existente no enferme o se paralice, sino que se desarrolle y evolucione, a pesar
de todas las dificultades, hasta su plenitud final.
Dicho de otra forma, la fidelidad tiene como tarea específica que aquel valor, que estimamos digno
de perseverancia, se conserve intacto en el tiempo, superando los obstáculos que pudieran poner en
peligro su existencia o evolución. Sería como un deseo apasionado por la continuidad, no por simple
conservadurismo del pasado, o por miedo a lo inédito del porvenir, sino porque experimentó la
seducción de una persona y/o de un compromiso por lo que merece la pena existir y arriesgar la propia
vida. No es como cualquiera de las otras virtudes que tienen consistencia propia en sí mismas, una
naturaleza substantiva que exige su inmediata realización. La fidelidad se revela sólo como un humilde
atributo de aquel valor -lo único verdaderamente importante- al que deseamos defender contra el
desgaste del tiempo y protegerlo de aquella fragilidad que encierra todo proyecto humano. No posee,
pues, ninguna autonomía, ya que se trata sólo de estar por completo al servicio de aquellos valores a los
que asegura su permanencia y estabilidad.
En nuestro caso concreto es haber descubierto que el amor, nacido en el fondo del corazón y que
reconoce como un auténtico regalo, vale la pena conservarlo por encima de las vicisitudes y obstáculos
que pudieran presentarse, defenderlo contra el desgaste de los años que le hagan perder su relieve e
importancia. Parece coherente, por tanto, que, cuando alguien descubre por una llamada interior que su
opción preferente puede vivirla a través de un camino específico -matrimonio, vocación sacerdotal o
religiosa, por citar los más generales e institucionalizados-, también se comprometa a conservar, de
manera estable y definitiva, lo que para él responde a su proyecto personal más íntimo y profundo. Una
urgencia que, aunque para cada uno se traduzca de formas muy distintas, se convierte en una auténtica
vocación, porque inclina e impulsa hacia un género de vida concorde y en armonía con su proyecto
personal. Se escoge un camino o se elige una determinada opción, con la que uno desea definitivamente
comprometerse, no por fidelidad a unas leyes, por conservar unas normas, o por apego a unas costumbres
o ideas, sino porque así, conservando con ilusión y cuidado tal compromiso, se mantiene algo mucho
más importante: el amor a una persona.

3. El valor de la decisión definitiva

Para ser fiel hay que aceptar un presupuesto previo: tener fe en la capacidad del ser humano para
orientar su vida con un carácter definitivo. Es un riesgo que se asume por creer en la fuerza moral de
poder arrostrarlo. Consciente del proyecto que se quiere vivir, como respuesta a las exigencias humanas
y religiosas de nuestro interior, surge el deseo de conservarlo para siempre. Es un gesto de libertad,
porque uno se resiste a pactar cobardemente con lo que ahora es, y sueña con un futuro mejor que
satisfaga las necesidades más profundas de nuestro ser. Sabe que no puede renegar del pasado, como si
fuese posible hacer caso omiso de todo lo que le condiciona, y acepta aun más el misterio del futuro,
pero no quiere tampoco someterse al ritmo variante de la historia, vivir como una marioneta en manos
del destino o dejarse llevar por la fuerza de los acontecimientos naturales. Desea ser dueño y actor de
sus propias decisiones, dar una estructura determinada que unifique su existencia y le otorgue una
identidad.
El sí primero es sólo el punto de partida de un itinerario, que se compromete a recorrer, para
conseguir lo que él quiere y no lo que las circunstancias le impongan. Una disponibilidad generosa y
esforzada para consagrar la vida entera a lo que se ha descubierto como una vocación que da sentido y
plenitud a la existencia. Anclarse en el aquí y en el ahora es renegar de esa llamada que impulsa hacia
más allá de lo que uno es, no quedarse agotado en lo inmediato, ceñido exclusivamente a la temporalidad
del momento, sin fuerza capaz de unificarlo en una historia. No hay fidelidad sin pasión, sin riesgo, sin
apuesta por una persona. Como no existe libertad humana si no es para comprometerse con un ideal,
para despojarse de todo lo que condiciona y obstaculiza su obtención. Lo contrario es la falacia de
creerse libre, al borde siempre de tomar una decisión, pero que constantemente queda suspendida, sin
querer empeñarse por una causa.
La fidelidad vale precisamente por el riesgo que supone, porque no nace de una absoluta seguridad
que impide el miedo y la incertidumbre. Es un desafío, al no existir evidencias irrefutables, pero muy
lejos de la estupidez. Por eso es posible el compromiso, ya que nadie lo hace con lo que irremisiblemente
va a suceder. Comprometerse a morir, por ejemplo, no tiene ningún sentido pues, antes o después, tendrá
que ocurrir a la fuerza semejante acontecimiento. Se trataría, a lo más, de un fatalismo sin mérito o de
una resignación más o menos aceptada. La persona fiel se arriesga porque desea ofrecer algo que merece
la pena.
Sin embargo, cuando un compromiso se acepta, no es una conquista definitiva, como si fuera un
regalo que la propia naturaleza nos hace, sin necesidad de ningún otro esfuerzo por parte del que lo
recibe. Ni se puede descansar después, como el que ha aprobado un examen y ya no tiene que
preocuparse en adelante. La fidelidad camina siempre en un difícil equilibrio entre dos exigencias que
pueden parecer paradójicas y contradictorias.

4. Entre el inmovilismo y la novedad

Por una parte, es una negativa de cambio que rechaza para el futuro cualquier nueva alternativa.
Desde el aquí y el ahora, se da una renuncia a todas las otras posibilidades que no concuerdan con la
opción elegida y que se abandonan en aras de la opción prioritaria que se ha tomado. Es un abandono,
semejante a una pequeña muerte, por la que uno se despide de algo que ya no podrá disfrutar.
El ser humano se cansa con la monotonía de lo conocido y toda nueva experiencia lo atrae, como
un alivio en su esfuerzo de continuidad. Lo inédito rompe el cansancio psicológico de repetir siempre
el mismo camino. Y por dentro, como una nostalgia escondida, late el deseo inquieto de una pequeña
aventura, que suavice el realismo de la propia existencia. Mantenerse fiel, desde esta perspectiva, supone
la aceptación de un cierto inmovilismo, porque rechaza de nuevo lo que un día se quiso abandonar y,
aunque ahora lo desee, sabe que no debe buscarlo. Se requiere una lucha constante para no dejarse llevar
por las nuevas posibilidades que se presentan, y a las que se había renunciado con anterioridad.
Pero, por otra parte, la fidelidad exige también una recreación constante para acomodarse a las
nuevas circunstancias. La vida se despliega en la evolución, y ninguna otra realidad humana -ni siquiera
el amor- puede escaparse de dar este tributo al tiempo. Si sólo consistiera en conservar el pasado, sería
algo aterrador y fisicista, porque nos haríamos esclavos de una inmovilidad muy cercana a la muerte.
Existen cambios personales, urgencias diferentes, sensibilidades distintas, que exigen una innovación
creadora dentro de la misma fidelidad. Como el cariño que, en el atardecer de la vida, sigue siendo el
mismo y, a la vez, tan diverso al de los tiempos primeros.
Esta renovación constante es la que impide quedar aferrados al pasado, fijarse sólo en el presente,
o vivir proyectados exclusivamente hacia el futuro, porque armoniza entre sí las tres dimensiones: recrea
lo anterior en una ahora que deja abierto a las nuevas exigencias del porvenir. La fidelidad que no cambia
se esclerotiza y pierde su dinamismo. Y también sabemos por experiencia que a las personas les cuesta
el cambio, porque la rutina les resulta más cómoda y necesita menos creatividad. El apego a lo conocido
se hace menos doloroso que la búsqueda de nuevas formas para remozar lo anterior. Somos animales de
costumbres y a medida que envejecemos se hace más difícil su despojo, porque esta renuncia implica
una pérdida muy querida por el hábito de siempre. Mantenerse fiel, desde esta perspectiva, es vivir con
una agilidad fresca y sensible para adaptarse, por tanto, a las nuevas circunstancias. Se trata, en una
palabra, de no cambiar por fidelidad y de ser fiel en el cambio. Una paradoja aparente que sólo consigue
comprender aquél que la acepta y se entrega a vivirla.
Cualquier tipo de fidelidad está amenazada por la inconstancia, porque a todos nos cuesta trabajo
perseverar. Se requiere una lucha constante para no dejarse absorber por las nuevas posibilidades que
se presentan, y a las que se había renunciado con anterioridad. El futuro hay que irlo encajando con
ahínco en la promesa realizada, ya que el ajuste entre lo dicho y lo por venir no se efectúa siempre como
un proceso biológico y natural. Las energías más profundas del amor son necesarias para esta constante
adaptación. No somos simples espectadores del porvenir, como un destino que se nos impone desde
fuera, sino dueños y creadores que lo van fraguando con las decisiones ilusionadas de cada día.
No olvidemos que, en el fondo de todo compromiso definitivo, hay presente una cierta dosis de
riesgo y osadía. Nadie sabe con exactitud a lo que se compromete, por mucho que reflexione sobre lo
que ello significa, hasta que el futuro no se convierta en una realidad y nos descubra sus posibles
sorpresas e imprevistos. Se intuye y vislumbra lo que puede ser porque, de lo contrario, sería una
decisión insensata, como el que comienza un viaje sin saber adonde va. Queda por delante, sin embargo,
el paso del tiempo que irá manifestando, poco a poco, lo que de verdad exigía aquella promesa. Con ella
nace la orientación hacia una meta o ideal hacia el que alguien se pone en camino por el progresivo
desarrollo de aquélla. Se realiza en un momento, pero con la intención ilusionada de integrar el futuro
en la palabra dada, aunque no se conozca por completo lo que pueda ofrecemos. Lo único que se sabe
fundamentalmente es por quién nos comprometemos -a pesar de que también las personas engañan y
decepcionan- y, en función de ese amor, uno sueña razonablemente que vale la pena un determinado
ofrecimiento. Pero esta ilusión primera habrá que renovarla cada día, viviendo lo que significa, para que
el sendero comenzado no se desvíe y nos conduzca hasta el final previsto.

5. La historia que comienza

Este equilibrio no está exento de riesgos, y explica con mucha frecuencia el fondo de cualquier
crisis matrimonial. La fuerza y los matices podrán ser diferentes en cada pareja, en función de los
múltiples factores que intervienen, aunque en un primer momento suelen encubrir realidades que no se
desean reconocer. Pero el camino mejor para la maduración de los cónyuges y para la superación de las
dificultades no es el olvido intencionado o la marginación inconsciente de lo que no interesa descubrir.
Por ello, vale la pena acercarse a esta compleja realidad, tal y como se vive en muchas parejas, para
comprender mejor sus posibles riquezas y sus amenazas latentes.
Con frecuencia, muchas películas de antes terminaban con la boda feliz de los protagonistas,
después de haber superado diferentes dificultades, como si la meta final ya estuviera alcanzada. La vida
demuestra que, a partir de ese momento, es cuando comienza precisamente la verdadera aventura. Es
cierto que hay un tiempo de ilusión para gozar la alegría de lo inédito. Haber descubierto que en la vida
no hay nadie tan singular e importante, como las dos personas que se sienten seducidas mutuamente,
hace salir del anonimato de la masa y provoca una alimentación afectiva que suaviza las muchas aristas
de la realidad. Se crea un ambiente comprensivo y acogedor, capaz de irradiar por todos los rincones
del alma y del cuerpo una atmósfera afectiva que tonifica y estimula. Ninguna dificultad se considera
obstáculo para esa profunda armonía que ata por dentro con la fuerza de un amor que se considera
indestructible. Las diferencias culturales, políticas, religiosas, sociales... no sirven nada más que para
demostrar la autenticidad del cariño que destruye cualquier tipo de lejanía. El cuerpo y el corazón
también se vinculan con este mismo lenguaje, sin que exista entre ellos ningún desajuste. Se da un
diálogo hecho palabra en el silencio de la ofrenda.
La llamada luna de miel no se reduce sólo al viaje de novios. Muchas parejas recuerdan aquellos
primeros años que vivieron como un pequeño paraíso, donde todo quedaba de inmediato superado por
un gesto, sin mayor importancia, pero de una eficacia sorprendente. La opción valía la pena, cuando
todo estaba limpio y transparente, como la primavera que aún desconoce las lluvias y el frío de la
realidad. En la escalada hacia lo imprevisto no existe miedo, porque van los dos juntos, con la alegría
de ser fortaleza y aliento el uno para el otro y, además, todavía no están cansados. Todas las ilusiones
se mantienen vivas, sin que el paso del tiempo provoque desgaste. Una mirada o caricia es suficiente
para que la llama del corazón no pierda su calor.
Sin embargo, no todo es tan auténtico como se trasluce en estas primeras manifestaciones. También
aquí las apariencias engañan, encubriendo por dentro las inevitables limitaciones de todo amor
primerizo. Además de todo lo bueno y positivo, quedan otras muchas sombras en el horizonte del
corazón, que podrán enturbiar un paisaje con demasiada luz hasta el momento. La gratificación afectiva
es tan fuerte que cubre de inmediato cualquier pequeña herida o molestia. Nadie piensa en esos
momentos sobre la posibilidad de una crisis futura o de un posible deterioro. Parece que el paraíso
soñado se ha convertido, por fin, en realidad.

6. La fragilidad del enamoramiento

La experiencia afectiva no nace por casualidad. Ni siquiera el flechazo es fruto de un destino


anónimo, sino que halla su justificación en otros niveles más profundos de la personalidad. Son
decisiones pre-reflexivas e inconscientes, surgidas por múltiples mecanismos compensatorios,
afinidades instintivas, vacíos complementarios, búsquedas que sirvan para colmar expectativas y
satisfacer otras diferentes necesidades del psiquismo humano. La justificación racional sólo vale para
cubrir las apariencias de una realidad más profunda que brota, sobre todo, por la sensibilidad del
corazón. Ya dijimos en un capítulo anterior, al tratar sobre las relaciones prematrimoniales, la diversidad
que existe entre el fenómeno del enamoramiento y la experiencia del amor verdadero. Es una forma de
indicar que en todo afecto hay una etapa primera demasiado embrionaria, sin tiempo suficiente para que
ese cariño tenga garantías de sobrevivir, como le sucede a todo nacimiento que no llegó a un desarrollo
suficiente.
Por muy maravilloso que sea semejante estado, es aún demasiado frágil y quebradizo, como fuegos
artificiales que se admiran sin mayor consistencia, como globos de colores que animan la fiesta, pero
que se desinflan con excesiva facilidad. El amor verdadero encuentra también en él su introducción y
preámbulo, pero necesita de otros capítulos para escribir su biografía completa.
Lo más lamentable es que bastantes parejas se casan estando solamente enamoradas, sin haber
descubierto y reflexionado con anterioridad sobre los posibles elementos que también enturbian su
relación, a pesar del gozo que se comparte. El noviazgo debería ser, entonces, el momento adecuado
para discernir en lo más fundamental si la experiencia amorosa va perdiendo su carácter utilitario y se
acerca, con la inevitable limitación de todo lo humano, hacia una maduración progresiva. Muchas
parejas no tienen mayor interés en realizar este esfuerzo y es posible que, después del matrimonio, se
vaya realizando este proceso de purificación que nunca termina; es decir, que acaben queriéndose de
verdad. Pero son también muchas las que, al poco tiempo, descubren que aquellos sentimientos fueron
demasiado superficiales como para fundamentar sobre ellos una convivencia definitiva. Son bastantes
los enamoramientos que parecían anclados en un cariño completo y para siempre y que, al poco tiempo,
desaparecen con la misma rapidez con que habían nacido. Cuando casi la mitad de los divorcios y
separaciones, según las últimas encuestas, ocurren en los dos primeros años de matrimonio, es porque
el vínculo afectivo no había arraigado con fuerza en el corazón de los amantes.

7. Las primeras sombras del paisaje

En cualquier hipótesis, la luna de miel no puede ser eterna, como ninguna otra época de la
existencia. Es una etapa, más o menos prolongada en el tiempo, donde las ilusiones forjadas encubren
bastante la realidad, como si no hubiera nada capaz de romperlas. A veces se mantiene, incluso, con una
fuerte dosis de artificialidad, sobre todo, cuando los dos están interesados en conservar el equilibrio que
ya se había conseguido y por temor a que ciertas grietas puedan poner en peligro su estabilidad.
Sin embargo, resulta muy comprensible que con el desgaste y la monotonía del tiempo la pareja
termine por abrirse al realismo que la vida ofrece. Es un fenómeno parecido al de la desilusión personal,
cuando los sueños infantiles de la adolescencia se difuminan en contacto con las primeras frustraciones
que nos hacen descubrir la realidad tal y como es y no como ingenuamente nos la habíamos imaginado.
Tampoco la imagen del matrimonio soñado se ajusta por completo a su verdad más auténtica. La
imaginación de lo que aún no se ha experimentado suele ser bastante más agradable que cuando se hace
realidad y desaparecen ciertas expectativas demasiado ilusorias. A partir de ese momento, se constatan
las inevitables y pequeñas desarmonías en las que nunca se había pensado. Como si el mismo paisaje de
siempre se empezara a contemplar desde otra óptica distinta, que difumina el relieve con el que antes se
admiraba. Todo sigue lo mismo y, no obstante, algo ha cambiado. Y es que las diferencias que ya existían
desde el comienzo se hacen presentes en pequeños detalles.
Por vez primera hay que realizar un esfuerzo para fingir un entusiasmo que no nace de forma
espontánea o para ocultar un cierto cansancio que no se notaba con anterioridad. Cuesta algo más
reanudar las conversaciones como las de otros tiempos o repetir las mismas palabras que salían desde
dentro. Las primeras justificaciones son demasiado fáciles y aparentes: el agobio del trabajo que no deja
espacio para mayores encuentros; las preocupaciones de los hijos que desvían el centro de la
preocupación y del interés; el haber superado las etapas ingenuas de un enamoramiento romántico, que
no necesita el mismo lenguaje; los múltiples compromisos de cualquier índole, que exigen tiempo y
dedicación. Y otras múltiples razones objetivas que se pueden multiplicar sin mucho esfuerzo. Todo
esto será verdad, en muchas ocasiones, pero no constituye la única explicación.
Es posible que otros problemas latentes hayan aguardado la primera fricción para hacer acto de
presencia, y que ahora se quieren todavía ocultar con tales razonamientos. De un sabio matemático,
como Pitágoras, al que imaginábamos viviendo entre números y ecuaciones, no era previsible que
llegara a decir: "cuando estés cansado de descansar, cásate". Y es que la sicología juega también con
guarismos bastantes exactos. Si la suma final no equivale a las cantidades anteriores es porque ha
existido alguna operación equivocada. Aquellos sentimientos amorosos del principio siempre
necesitarán un reajuste posterior que sólo es posible en la reconciliación con una nueva verdad que no
responde a las expectativas primeras. La sensación que provoca el cansancio psicológico, la monotonía
de la convivencia diaria, la frustración de algunas ilusiones que se quedan sin respuesta, abre un pequeño
sendero de dolor en el corazón de los amantes. La sabiduría oriental nos recuerda, sin embargo, que
cuando dos personas nunca se han hecho daño es porque tampoco se han querido. Y la experiencia
básica que se revela -y que hay que aprender desde la primera crisis- es que el amor no es un nido
caliente, como hemos dicho, que impide cualquier contacto con el frío de la realidad. Por eso, ante una
situación como ésta, caben diferentes posturas como intentos de solución.

8. El juego de las renuncias

Una primera puede nacer de la buena voluntad por impedir que estas pequeñas heridas terminen
por causar una daño mayor. Incluso se siente un miedo más o menos oculto de que este proceso que
ahora se abre pudiera aumentar otras lejanías interiores. Se vislumbra con horror hasta la posibilidad de
que provocara más adelante una ruptura que echara por tierra toda la esperanza largo tiempo acumulada.
El único remedio para cicatrizar esa herida sería la búsqueda de una comunión consensuada, en la que
cada uno ofrezca determinadas renuncias, como una forma de contrato implícito, para satisfacer ciertas
demandas mutuas que no se encuentran satisfechas. Es un precio a pagar que se hace con gusto, pues
así se consigue también algún beneficio personal y se evita el peligro de un progresivo deterioro. Sin
necesidad de ninguna firma, se llega a un acuerdo tácito de pequeños derechos que el otro tendrá que
respetar, si desea que también se respeten los suyos, aunque ello suponga para los dos un cierto
sacrificio.
No es raro descubrir estos pactos implícitos en la vida de algunas parejas. Son conscientes de que
para prevenir disgustos y tensiones no hay más remedio que respetar ciertas zonas que ya están acotadas
para cada uno. Aunque algunos aspectos del cónyuge duelan o molesten, se toleran con gusto para que
el otro acepte también las propias limitaciones que tampoco le agradan. La mutua renuncia aceptada
reporta otros beneficios. Si la convivencia funciona, sin aparentes conflictos, nadie va a ceder de lo que
para sí se reserva. Con el esfuerzo de ambos se evita cualquier tensión más grave. La sicología , sin
embargo, sufre las consecuencias de esta situación que no es tan benéfica como se cree.
En el fondo, se fragua una actitud que impide cualquier nuevo cambio, como si fuera inútil e
ineficaz. Hay una dosis de conformismo demasiado escéptico, que no aspira a ningún otro avance.
Bastante se ha conseguido con eliminar otras desavenencias más profundas y hasta es posible que ambos
o uno, al menos, se declaren satisfechos de esta situación. La crisis queda paralizada y, a lo mejor, no
obstaculiza una coexistencia educada y bastante tranquila. El problema es que la fidelidad va perdiendo,
poco a poco, su riqueza. No es la palabra que se renueva con el paso del tiempo, dispuesta a repetir el sí
de antes en cada nueva situación, sino la inercia que permanece de aquel primer impulso. El cariño se
desliza hacia la rutina que continúa en la misma dirección, pero como si se tratara casi de una simple
manía que se conserva por pereza y comodidad, porque cuesta menos que el cambio.
Es posible, incluso, que la promesa se mantenga por una obstinación que hunde sus raíces en los
bajos fondos del narcisismo, del orgullo latente, para tener la satisfacción de cumplir con un deber, para
que ni la propia conciencia ni los otros puedan considerarnos como traidores. Una observancia de la ley
que gratifica porque borra cualquier sentimiento de culpa, pero que está muy cercana a la actitud
hipócrita del fariseo que pretende conservar las apariencias y el cumplimiento externo que no nace del
corazón. ¡Cuántas parejas aparecen hacia fuera como modelos cuando por dentro se encuentran tan
lejanos! No es la simple perseverancia, como monótona repetición de actos, lo que adjetiva como fiel a
una conducta, sino la decisión renovada de expresar con ellos el cariño de siempre.
En estos casos, lo que se teme no es el riesgo de romper un amor, sino la molestia de cambiar lo
que se ha convertido en una costumbre estéril y fría, sin capacidad de recrear el pasado como una llama
que se aviva, como un rescoldo que aún sigue calentando. Lo que duele por dentro no es el sentimiento
de haber destrozado una amistad, sino la ruptura de un yo idealizado, que puede perder el honor y la
estima de los demás. Nada existe más lejano a la fidelidad que esa actitud solitaria, tensa, inflexible,
perseverante, pero donde ya no queda apenas espacio para la comunión personal.

9. La tentación de la huida

Aunque no se lleguen a vivir semejantes patologías de la fidelidad, esta primera actitud, sin
embargo, resulta excesivamente superficial y de poca eficacia para la solución de los problemas. Las
renuncias que exige, aunque necesarias para obtener recompensas personales, es una fuente de
frustración, porque con ellas no se consigue una mayor plenitud y satisfacción amorosa, sino que se
quedan a medio camino. Por dentro, no es posible evitar una tensión latente, ante una experiencia tan
incompleta que, con el tiempo, puede terminar haciéndose bastante insoportable. Se requiere una ilusión
muy recortada para encontrarse feliz en una situación como ésta, que sólo posibilita una coexistencia
pacífica, pero que nunca llenará las aspiraciones más profundas del corazón. Cuando el amor se
convierte en una especie de contrato, pierde toda su riqueza afectiva para imponerse como una
obligación. Es más, la experiencia demuestra que es difícil mantener este equilibrio en la pareja, si no
encuentra otras compensaciones diversas al margen de la conyugalidad, máxime cuando la convivencia
del matrimonio hoy se prolonga durante mucho más tiempo.
Por ello, la tentación de la fuga es una amenaza que se esconde en esos momentos. Reviste
múltiples manifestaciones, pero todas con un mismo denominador común: el deseo de buscar por otros
lugares y con otras relaciones el alivio y satisfacción que ya no se experimentan con el cónyuge. Una
diversión, en el sentido más etimológico de la palabra, por la que uno se vuelve hacia otro sitio para
llenar algunos vacíos. A veces, incluso, los propios hijos cumplen con ese papel, sin necesidad de abrir
las puertas hacia fuera, para que sean ellos los que respondan a las frustraciones de un amor conyugal
en decadencia. Y cuando el fruto y la manifestación de ese cariño se convierte en el centro afectivo de
la pareja, como el lugar preferente, es un síntoma inequívoco de que la relación prioritaria de los padres
se debilita progresivamente.
En otras ocasiones, el desempleo afectivo necesita otras salidas que entretengan. Cualquier motivo
se hace de inmediato razonable: amistades, reuniones, compromisos sociales, trabajos necesarios para
la economía del hogar, preocupaciones de diversa índole, y hasta es posible que lo sea en determinadas
situaciones normales, pero lo específico de este caso es que tales argumentos sirven fundamentalmente
para eludir el hecho de encontrarse solos, sin tener casi nada que decirse. Incluso las tareas apostólicas
y las obras benéficas son justificaciones que tranquilizan por dentro, pero que inconscientemente
cumplen con otra función menos cercana al Evangelio. Con estos escapes ni siquiera tienen que estar
juntos y en silencio, como en cualquier programa de televisión. La convivencia pacífica de antes se hace
incapaz de llenar todas las exigencias de la persona en sus diferentes niveles. De ahí que el coeficiente
de paro o desempleo afectivo se pueda ir agudizando y predisponga al sujeto para cualquier tipo de
aventura. Aunque no se pretenda conscientemente, queda siempre por dentro una posibilidad abierta
para escaparse de este ambiente monótono y aburrido, que ha perdido ya mucho de su interés.
Y el camino más fácil que en estas ocasiones se presenta se dirige hacia el descubrimiento de
alguien que comienza a ofrecer lo que no se recibe del otro cónyuge. El adulterio no se reduce a la
entrega del cuerpo; también en la imaginación se agolpan las carencias reales que podrían superarse con
una nueva experiencia que se vislumbra. La nostalgia de lo que no se tiene hace más difícil la serena
aceptación de la realidad frente a una nueva promesa que parece mucho más auténtica y verdadera.
Mantener, entonces, el equilibrio interior, sin que el conflicto trascienda hacia fuera, exige bastante
esfuerzo. Es la tensión entre dos querencias que resultan muy difíciles de compaginar. La experiencia
demuestra, además, que en esa situación se transmiten, de forma más o menos consciente, demandas
implícitas que se captan con facilidad por alguna persona con las que se relaciona. Y si la situación de
esta última se encuentra en circunstancias parecidas, no es extraño que brote entonces una nueva ilusión.

10. El adulterio:
una experiencia traumática e idealizada
El encuentro con un tercero tiene, además, una serie de ventajas que lo hacen más atractivo
psicológicamente, pues no encierra el peso de la historia vivida, la memoria de los disgustos sufridos,
las desilusiones que se fueron acumulando. La relación es mucho más gratificante, ya que no se
encuentra gastada por el realismo de los hechos, sino sostenida sobre todo por los deseos de la
imaginación. Aquí no existe espacio para el desgaste de la convivencia y de la rutina, ni la verdad de la
otra persona se descubre en su totalidad. Los buenos ratos de convivencia no están manchados por
ningún sinsabor. Nace la sensación de una mayor plenitud por respirar un nuevo aire oxigenado y limpio
de tantas contaminaciones negativas. Como contrapartida, la lejanía y el vacío se hace mayor en la
pareja, y el miedo a encontrarse solos fomenta cualquier escapatoria como una necesidad impulsiva.
En estas condiciones se explica la aventura más o menos pasajera o el nacimiento de una
vinculación psicológica más permanente. Si lo que importa es la satisfacción sexual, se procura
mantener una cierta distancia afectiva para no crear ningún compromiso, pero el agradecimiento por esa
compensación moviliza, a veces, a toda la persona y se fragua una neoconyugalidad que habrá de vivirse,
por el momento, en el silencio de la clandestinidad. Cualquiera de estas hipótesis manifiesta las grietas
del vínculo anterior, que pueden terminar por destruirlo. Sin embargo, el factor decisivo y
desencadenante de la crisis no suele ser con frecuencia la tercera persona que aparece en el escenario.
Ningún intruso habría entrado, si las puertas no estuvieran ya entreabiertas, como el que espera la
ocasión que no se descarta por completo. La situación es análoga a los conflictos neuróticos. El trauma
que ocurre en un momento determinado parece engendrar la crisis patológica, pero él sólo ha sido el
desencadenante de la neurosis que se encontraba latente. También aquí la quiebra de la fidelidad, en
cualquiera de sus niveles, es consecuencia de las heridas internas del matrimonio.
Cuando nace el dolor del adulterio no se debe, como algunos creen, a prejuicios y tabúes
irracionales, sino que supone la amputación de un sentimiento, que atenta contra la integridad más
profunda del yo. El amor había gestado una comunión que no se quería perder con el desgaste del tiempo,
ni que su existencia se pusiera en peligro por cualquiera de los muchos obstáculos del camino. Cuando
uno de los cónyuges queda abandonado, se tiene la experiencia de un duelo, como la pérdida de algo
irreparable o el adiós definitivo de una partida: el ideal primero se ha roto en múltiples pedazos que ya
no se pueden ensamblar. Como un espejo destrozado que ya nunca reflejará los rostros que allí se
miraban. Un dolor, incluso, mayor que la muerte, pues nadie se puede imponer al destino ineludible de
la naturaleza, pero aquí ha sido la libertad humana quien ha provocado la defunción del cariño. Aunque
se lleguen a superar los sentimientos de culpabilidad y de un cierto narcisismo herido, quedará siempre
por dentro la señal de una cicatriz. Un proverbio escandinavo aconseja: "ve a menudo a la casa de tu
amigo, porque la maleza borra pronto la senda que no se usa". Y al constatar que ya no existe ninguna
vereda, nace la pena de no poder llegar hasta el corazón que se ha buscado otros destinos.

11. Hacia una posible reconciliación

En los momentos de crisis, existe el peligro de analizar la historia pasada con menor objetividad
por los intereses inmediatos que ahora afectan a los cónyuges. Las sombras forman parte también del
paisaje y, además, lejos de impedir su contemplación, permiten dar relieve a la belleza del conjunto.
Por ello, antes de admitir que todo quedó destruido, habría que examinar con atención las raíces
más hondas de la experiencia afectiva, vivida con anterioridad, para ver si es posible aún reavivar la
llama mortecina. Y, sobre todo, buscar la solución de la crisis en otros estadios anteriores, cuando
todavía no sólo se puede evitar la ruptura, sino reconstruir la relación conyugal de forma más madura y
auténtica.
Toda situación conflictiva echa por tierra muchos de los elementos artificiales y ayuda a descubrir
los efectos negativos de la dinámica inconsciente. No es el momento de analizar ahora los múltiples
mecanismos. Sirvan como ejemplo algunos de ellos. Las afinidades profundas, que se habían instaurado
con el enamoramiento, necesitan posteriores reajustes bastante más objetivos. La respuesta que se
esperaba del otro había nacido, en gran parte, por las necesidades del momento, que pueden desaparecer
o cambiar por la evolución de las personas. Si determinadas carencias fueron un factor decisivo, el
interés por el cónyuge podría disminuir cuando aquellas quedaran ya satisfechas. El matrimonio
motivado por compasión, ante la anemia afectiva del novio o de la novia durante el noviazgo, se hace
molesto cuando uno de los dos se harta de hacer obras de caridad o el otro no quiere continuar siendo
un mendigo que recibe limosna.
En cualquier caso, hay que tener la valentía de reconocer aquellos espacios oscuros que conviene
sacar a la superficie, sin miedo a llamar a las cosas por su nombre. Un examen sincero y honesto de
tales raíces es un trabajo necesario para el reajuste e integración posterior de los dos miembros de la
pareja, ya que ambos habrán de amoldarse a las nuevas circunstancias. Sólo por aquí se avanza hacia
una fase de mayor plenitud en el amor. La experiencia también demuestra que, a pesar de los desgastes,
golpes y situaciones límites, no hay que descartar la posibilidad de la reconciliación. Por lo visto, existe
algo mucho más tolerable que la ambigüedad y, por supuesto, menos amargo que la ruptura clandestina
y el juego mentiroso: la comprensión y el olvido. Es cuando se aprende que el sufrimiento padecido y
compartido es una vereda sencilla que nos deja a las puertas del amor.
No hay que pensar en una vuelta atrás para retroceder a los comienzos, cuando la convivencia
marchaba sin apenas dificultades. Sería caer de nuevo en los sueños infantiles que no aceptan ninguna
limitación. Ahora se trata de comprender lo que significa la profundidad del cariño, aunque no posea la
vivacidad y frescura de los primeros encuentros. Los conflictos asumidos tienen un carácter
purificatorio, como la noche oscura en las relaciones con Dios. Ya dije que nadie mejor que los místicos
saben lo que es la soledad, el vacío, la aridez, el aparente abandono, la nostalgia del ausente, para que,
cuando sientan el regalo de un encuentro gozoso y permanente con él, comprendan que es Dios mismo
el único que interesa, más allá de los consuelos y dones que les ofrece. La sensibilidad ha de quedar
limpia de tantas impurezas psicológicas que ensucian el amor. Entonces se empieza a querer de verdad,
sin la mezcla de tantos intereses y egoísmos encubiertos. Es la persona quien debe ocupar el centro de
la verdadera experiencia afectiva, pues seguirá siendo la misma, a pesar de todos los cambios que hayan
podido afectarle. Ahora es cuando se descubre la vocación de cónyuges, uncidos por el mismo yugo,
que supone compartir los misterios de gozo y de dolor, con la experiencia ya almacenada de que los
sueños de plenitud sólo existen en la imaginación infantil que todos llevamos por dentro.
Para amar de verdad hay que reconciliarse con la limitación, pero sin la nostalgia y el resentimiento
del que se encuentra frustrado por el margen que separa el deseo de la realidad. En ese espacio más
reducido es donde el gozo sereno nunca se apaga. La llama excesiva se hace más peligrosa que una
pequeña lumbre que siempre calienta. Con el paso de los años, la persona mayor sufre de vista cansada;
necesita alejar el objeto de su mirada para poderlo contemplar con precisión. Pero esta patología
orgánica de la visión deja de serlo, cuando la aplicamos a nuestro psiquismo. La presbicia es muy
conveniente para contemplar el pasado en su conjunto, sin que la óptica se deforme por ningún
acontecimiento aislado. Hay que retirarse de la propia historia, como el que sube a la montaña para
admirar desde ella el conjunto del paisaje. Sólo así se llega a comprender que, a pesar de las sombras y
limitaciones, la totalidad del espectáculo merece la pena. Como si fuera necesario un cierto desencanto
de otras ilusiones para volver de nuevo a descubrir lo que no se valoraba. Si es verdad que el amor
engaña a veces, muchas más somos nosotros los que estamos engañados sobre la naturaleza del
verdadero amor.

12. El difícil arte de amarse a sí mismo

Para vivir a gusto con la realidad y con los demás es necesario aprender a reconciliarse con la
finitud y limitación. Aceptar, como ya he insistido, que en la vida no existen paraísos de felicidad
absoluta, sino pequeños oasis que permiten el descanso y la recuperación para continuar el camino.
También en las relaciones humanas se tropieza con que la pequeñez de la otra persona que tampoco
satisface por completo. El amor es el único puente por el que se consigue pasar a la otra orilla. Pero no
es fácil este acercamiento en la inevitable distancia. Para reconciliarse con las sombras de los demás hay
que haber aprendido con anterioridad el difícil arte de amarse a sí mismo.
Hablar de amor propio tiene connotaciones muy negativas. Siempre se ha condenado esta actitud,
dentro de nuestra espiritualidad cristiana, como si se tratara de algo indigno y pecaminoso. Se la valora
con un sentido peyorativo, pues parece un serio obstáculo para la experiencia del verdadero amor, que
supone una apertura de sí mismo para el encuentro y la comunión con las otras personas. Sin embargo,
a pesar de esta primera valoración espontánea muy poco positiva, no creo que exista una virtud tan
difícil de alcanzar como amarse a sí mismo. Un verdadero arte que, por prejuicios y falsas
interpretaciones, no hemos aprendido con mucha frecuencia, ni entraba tampoco entre los objetivos de
una buena educación o de una pedagogía espiritual.
Los datos psicológicos y las recomendaciones evangélicas nos abren, sin embargo, a otra
perspectiva bastante diferente. Mientras la persona no sea capaz de amarse a sí misma, reconciliarse con
sus limitaciones, aceptar sus sombras y desajustes interiores, tampoco será posible amar al prójimo con
sus propias deficiencias y fallos. Y Jesús vuelve a insistir en esta verdad cuando le responde al escriba
sobre cuál es el primero de todos los mandamientos. Después de hacer referencia al texto conocido del
Deuteronomio (6,4-5) para amar al Señor con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y
con todas tus fuerzas, añade de forma explícita: "El segundo es: amarás a tu prójimo como a ti mismo"
(Mc 12,31). En este caso, el amor hacia sí mismo posibilita y condiciona el cariño a los demás.
La persona, por tanto, ha de aprender a vivir, pacífica y armoniosamente, con una serie de
elementos con los que había luchado a muerte para vencerlos y eliminarlos. Es el comienzo de una difícil
y dolorosa convivencia, pues ha descubierto que los tendrá como compañeros inseparables, durante el
largo viaje de su historia. Desde ahora en adelante hay que proseguir el camino en estrecha relación con
nuestras tendencias egoístas, interesadas, anárquicas, hipócritas o con cualquier otro impulso negativo.
La cara oculta y sombreada que cada uno lleva en su interior no es nada más que un reflejo y
exponente significativo de la sombra existente en el corazón de los demás. Por eso, la persona incapaz
de reconciliarse con los elementos negativos que oculta en su dentro, ya sea porque no los conoce e
ignora por completo, o bien porque no quiere aceptarlos de ninguna manera y preferiría mejor vivir sin
experimentar su compañía, está imposibilitada también para comprender la existencia de esos mismos
componentes en el corazón de los otros. El encuentro y la reconciliación con el prójimo comienza, a
pesar de las diferencias y limitaciones, cuando el sujeto sabe reconciliarse consigo mismo y se abre con
cariño y benevolencia hacia el fondo más profundo y negativo de su verdad.
Cada día estoy más convencido de que el que no sabe amar a los demás no es porque se quiera
demasiado a sí mismo, sino porque no se ama lo suficiente. Nadie llega a quererse hasta que no consigue
aceptarse como es y no como le hubiera gustado haber sido. Reconciliarse con los propios límites, sin
que esto signifique cruzarse de brazos o quedar satisfecho. Reconocer que somos autores de ciertos
capítulos o páginas de nuestra historia, que preferiríamos no haber escrito. Que existen, al menos,
algunos párrafos o frases que nos gustaría borrar para no volver a leerlos. Es, en una palabra, abrazarse
con la propia pequeñez y finitud, sin nostalgias infantiles, con una mirada realista, llena de comprensión
y ternura y sin que falte tampoco una cierta dosis de humor.

13. El amor de la despedida

Taulero, uno de los grandes místicos alemanes, se vale también de las matemáticas para describir
el proceso del cristiano que se acerca hacia Dios. Parece imposible que un místico quiera utilizar los
números para describir una evolución espiritual. "El hombre no hallará la paz verdadera hasta los
cuarenta años de edad", pues, hasta ese momento, es muy difícil, a no ser por una gracia excepcional,
sentirse anclado en Dios. Pero tendrá que esperar "diez años, los cincuenta" para sumergirse en la
experiencia mística de la divinidad. Es una forma simbólica de recordar que, sin haber atravesado otras
etapas anteriores, la fusión más profunda de la fe no se realiza de inmediato. Se requiere un tiempo
amplio de margen para que la pedagogía del Señor, a través de múltiples mediaciones, despoje, cierre
caminos, introduzca en la soledad, acose con lo inesperado, hasta el convencimiento de que él sólo vale
por encima de todo. Y todavía habrá que esperar otro nuevo período para gozar de su amistad
privilegiada. Es entonces, cuando la historia pasada, con todo su dolor e incertidumbres, se recoge con
un enorme gozo que no ahorra nada de lo acontecido.
Parecidos mecanismos psicológicos actúan en las relaciones humanas. El cariño necesita una sala
de espera, aunque la estancia nunca suele ser confortable, para que crezca y se desarrolle. Iba a decir
que los amores mejores no nacen con la belleza del alba, cuando la luz del sol penetra impetuosa en la
naturaleza, sino que se descubren en el atardecer de la vida, cuando su resplandor acaricia el día que se
acaba, como si deseara quedarse para siempre en la paz serena que experimenta.
En el museo de El Cairo vi hace años una escultura de la civilización egipcia que me encantó por
la expresión que revelaba, en medio de sus formas adustas y rudimentarias. Se trataba de una pareja de
ancianos que, con las manos cogidas, se miraban mutuamente como si fuera la primera vez. Un
testimonio espléndido de que el paraíso se prolonga o puede recuperarse en la época final de la vejez,
cuando llega la hora del crepúsculo en el otoño de la vida, y el corazón se alimenta, sobre todo, con el
cansancio compartido. No se necesitan tantas manifestaciones como antes; basta saberse acompañado y
sentir la caricia de una mano rugosa, pero todavía sensible. El espíritu es capaz de resonar aún en la
debilidad del cuerpo que sigue siendo palabra y comunión. Las mismas cicatrices que un día sangraron
son ahora recuerdos de un amor que no quiso darse por vencido.
Hasta me atrevería a decir que, en el momento de la viudez, tampoco desaparece este pequeño
paraíso. No es un momento deseable, pues muchos desearían partir antes que el otro compañero, para
no sufrir la soledad del último tramo. Pero también es verdad, como la experiencia enseña, que el cariño
alcanza, entonces, su cima más alta, cuando sólo queda la presencia de un recuerdo que lo llena todo.
Ahora sólo se espera, en la fe, la hora del abrazo definitivo, como una cita fijada para más adelante, de
la misma manera que otras veces lo hicieron en cualquier esquina. La lejanía se acorta, porque no están
tan separados como aparece. Víctor Hugo lo había plasmado en un bello poema: "Ya hace tiempo que
aquella con quien he vivido/ abandonó mi casa, Señor, por la tuya/ pero aún estamos mezclados el uno
al otro/ ella está medio viva y yo muerto a medias".
Tampoco hay que alimentar sueños infantiles. Hace mucho tiempo que nos expulsaron del paraíso
terrenal, símbolo de una plenitud soñada e inalcanzable, pero queda un pequeño oasis, donde recuperar
fuerzas y evitar la soledad del desierto. Es el gran premio de los que han sabido perdonarse, aunque no
siempre supieron amar de verdad. Un pequeño y humilde rincón cobija y abriga mejor que un palacio.
En vez de soñar con la luz del sol, ¿no sería mejor mantener encendida la pequeña lámpara?
Existen situaciones, sin embargo, en las que el reencuentro ya no se hace posible, sobre todo
cuando el rescoldo interior quedó definitivamente apagado. Una dificultad que se aumenta cuando, al
echar una mirada hacia atrás, la pareja constata que cometieron un grave error al casarse del que no
fueron conscientes en ese momento. La pena es que bastantes personas se dieron cuentan de la
equivocación en la que iban a incurrir, menos los propios protagonistas de la historia. ¿Cómo acercarnos,
entonces, a estas parejas fracasadas? Es lo que veremos en el próximo capítulo.

BIBLIOGRAFÍA
ARROYO, A., 25 lecciones sobre convivencia matrimonial, Santander, Sal Terrae, 1980. BONET, J.-V., Teología del
"gusano". Autoestima y Evangelio, Santander, Sal Terrae, 2000.
CHASSEGNET-SMIRGEL, J., El ideal del yo. Ensayo psicoanalitico sobre la "enfermedad de idealidad". Buenos
Aires, Amorrortu, 1992.
DÍAZ MORENO, J. Mª., "Paz en el matrimonio". Sal Terrae 88 (2000) 231-241. DOMÍNGUEZ, C., "El deseo y
sus ambigüedades". Sal Terrae 84 (1996) 607-620.
FROMM, E., El arte de amar. Una investigación sobre la naturaleza del amor. Buenos Aires, Paidós, 1977.
Recomendamos de nuevo este pequeño y clásico libro.
GRÜN, A., Portarse bien con uno mismo. Salamanca, Sigúeme, 1997.
LÓPEZ AZPITARTE, E., "Amarse a sí mismo". Mensaje 444 (Chile, 1995) 14-18.
MAÑERO, S., "Por una ética del amor propio". Religión y Cultura 37 (1991) 483-508.
POWELL, J., El secreto para seguir amando. La relación de amor a través de la comunicación, Santander, Sal
Terrae, 1997.
SANZ, F., Los vínculos amorosos. Amar desde la identidad en la terapia de reencuentro, Barcelona, Kairós, 1995.
TRECHERA, J. L., ¿Qué es el narcisismo?, Bilbao, Desclée De Brouwer, 1996.
VALLES, C. G., Te quiero, te odio. Dinámica de las relaciones humanas, Santander, Sal Terrae, 1994.
CAPÍTULO 12

Situaciones irregulares

1. El matrimonio civil de los bautizados

La legislación actual de la Iglesia exige que el matrimonio de los bautizados sea al mismo tiempo
sacramental, sin darle ninguna validez jurídica, en el foro eclesiástico, al compromiso contraído por lo
civil. Y una vez que este amor queda consagrado por el sacramento y consumado por la unión conyugal,
el vínculo se hace indisoluble. La realidad nos ofrece diferentes circunstancias en las que el
incumplimiento de tales exigencias provoca determinadas situaciones irregulares, que impiden
normalmente el acceso a los sacramentos. Sobre ellas quisiera hacer una reflexión pastoral, que ayudara
a enfocarlas con una perspectiva evangélica, llena de comprensión, pero sin marginar tampoco las
obligaciones canónicas y legales que dimanan por ser miembros de la comunidad eclesial.
Un primer caso sería el de aquellos católicos que rechazan la sacramentalización de su amor y se
conforman exclusivamente con el matrimonio civil. Cuando unos bautizados toman esta opción, si
conservan en su interior la fe necesaria, cometen una incoherencia manifiesta, pues parece absurdo e
incomprensible que, buscando con seriedad el compromiso humano por el que mutuamente se entregan
para siempre, no quieran aceptar el contenido religioso que lo consagra y santifica. Ninguna persona
con fe debería negarse lógicamente a que la experiencia de su amor se convierta también en un encuentro
de gracia y amistad con Dios. Algún motivo especial tendrá que darse para no admitir con alegría la
dimensión sobrenatural de ese cariño.
Es posible también que, en ocasiones, se trate de una decisión coherente, cuando la fe ha quedado
de tal manera disminuida que hasta el mismo sujeto tendría la sensación de realizar un acto sin sentido
y mentiroso. Las exigencias actuales para recibir el sacramento son mínimas, pues sólo se requiere que,
al menos de manera implícita, se acate lo que la Iglesia tiene intención de hacer cuando celebra el
matrimonio, pero algunos ni siquiera estarán dispuestos a reconocer esta virtualidad religiosa por su
rechazo y apatía interior frente a todo lo sacramental y eclesiástico. El problema no crea mayor
dificultad, pues la ausencia de interés religioso les hace vivir tranquilamente, sin que pidan ningún
arreglo posterior. Su situación, además, quedaría solucionada desde el momento en que desearan darle
a su amor un contenido sacramental, según la legislación de la Iglesia.
En cualquier hipótesis -y en contra de opiniones recientes y autorizadas- el mismo Juan Pablo II
afirma: "Su situación no puede equipararse sin más a la de los que conviven sin vínculo alguno, ya que
hay en ellos al menos un cierto compromiso a un estado de vida concreto y quizá estable, aunque a veces
no es extraña a esta situación la perspectiva de un eventual divorcio" (Familiaris consortio, no 82).

2. La separación de los cónyuges

El problema mayor se plantea con otras situaciones que se van haciendo cada vez más frecuentes
dentro de la misma comunidad cristiana. El número de parejas que fracasan en su matrimonio aumenta
de forma progresiva. Las razones podrán ser diversas: existen infidelidades matrimoniales de los que no
cuidaron su amor, reconocimiento posterior de los errores o equivocaciones que motivaron un
compromiso poco razonable, o cualquier otro de los múltiples condicionantes que impiden continuar la
convivencia, a pesar incluso de la buena voluntad y esfuerzos realizados. La misma Iglesia admite que
"la separación debe considerarse como un remedio extremo, después de que cualquier intento razonable
haya sido inútil" (Familiaris consortio, no 83).
Cuando el matrimonio queda roto de una manera irreparable, la comunidad debe ofrecer toda la
ayuda necesaria para que en tales circunstancias se vivan también los valores de la fidelidad y del perdón.
Lo mismo que el cónyuge inocente, afectado por un divorcio civil, tiene que sentirse acompañado, en
esos momentos especialmente difíciles y dolorosos, para no contraer una nueva unión. "En tal caso su
ejemplo de fidelidad y de coherencia cristiana asume un particular valor de testimonio frente al mundo
y la Iglesia, haciendo todavía más necesaria, por parte de ésta, una acción continua de amor y de ayuda,
sin que exista obstáculo alguno para la admisión a los sacramentos" (Familiaris consortio, no 83).
Desde una perspectiva de fe, aunque comprendo que se requiere tenerla muy honda e integrada, un
cónyuge abandonado que se mantiene fiel a su primer compromiso, podrá encontrar un estímulo y
aliento a la luz del misterio de Cristo y su Iglesia. Jesús la amó con un cariño tan grande que se entregó
a ella por completo, a pesar de que nunca halló el eco y la respuesta que esperaba. Por eso hizo del
martirio la encarnación de su fidelidad y nunca retiró su amor y su perdón de aquella que había elegido
como esposa. También el fracaso de un matrimonio, cuando refleja esa misma actitud, se convierte en
un símbolo y testimonio formidable del cariño con que Cristo nos ha amado y perdonado. Las personas
que son capaces de vivir así, en circunstancias difíciles y hasta heroicas, merecen nuestra admiración y
gratitud por mantenerse fieles a los más altos ideales evangélicos.
Los inconvenientes aumentan para los que, por diferentes causas e incluso después de intentar
durante largo tiempo vivir sin ningún nuevo compromiso, terminan por contraer un matrimonio civil del
que ya no pueden separarse. Son conscientes de su situación irregular, pero se les hizo demasiado dura
su soledad y cuando encontraron otra compañía, que les hizo renacer su esperanza y ilusión, no pudieron
renunciar al nuevo futuro que se les abría por delante. Ahora sólo tienen la nostalgia y el pesar de que
la Iglesia, en esas condiciones, les niega el acceso a los sacramentos de la eucaristía y reconciliación.
Incluso en la hipótesis de una falta anterior, si existe un arrepentimiento sincero y un deseo de vida
cristiana más hondo, ¿no debería tenerse un gesto de comprensión y misericordia?

3. Los divorciados vueltos a casar

El tema venía preocupando desde hace tiempo. Aun aceptando plenamente la doctrina de la Iglesia
sobre la indisolubilidad del matrimonio, la inquietud pastoral se experimentaba con fuerza. Se trataba,
como alguno afirmó en una intervención inesperada durante el Vaticano II, de un problema más
angustioso aun que el de la limitación de la natalidad, sobre todo teniendo en cuenta la valoración tan
rigorista y negativa que estaba presente en la doctrina y praxis oficial de la Iglesia. Los mismos
calificativos empleados son ya un testimonio evidente de esa actitud.
Por eso muchos obispos y teólogos habían defendido una mayor benevolencia pastoral para
determinados casos, ofreciendo, incluso, en algunas ocasiones, normas prácticas de orientación o, al
menos, manifestaban con insistencia la necesidad de algún cambio. Es cierto que había de evitarse todo
posible escándalo y no dar nunca la impresión de que se facilitan o se aprueban las infidelidades al
compromiso conyugal. Cada caso concreto, teniendo en cuenta las múltiples circunstancias personales
y comunitarias, exigía la búsqueda de una solución adecuada para encontrar unos cauces humanos y
evangélicos que defiendan el ideal y se hagan comprensivos con la falta o equivocación.
Contra esta praxis, sin embargo, se levantaron opiniones muy autorizadas, sobre todo por parte de
la jerarquía eclesiástica, que deseaba mantener la disciplina tradicional. Esto eliminó la esperanza de
unas orientaciones públicas y oficiales, como habían comenzado a realizarse en algunas diócesis y se
pedía con insistencia en otras. La Congregación para la Doctrina de la Fe recordaba de nuevo la
costumbre vigente que debía ser mantenida contra ciertas prácticas contrarias. El cuidado y la
preocupación pastoral hacia estas personas no justifican el cambiar la disciplina vigente, y se pedía a los
obispos que mantuvieran el cumplimiento de la normativa vigente. También la Comisión Teológica
Internacional recordaba que la situación de los divorciados vueltos a casar es incompatible con el
precepto y el misterio del amor pascual del Señor y acarrea para ellos la imposibilidad de recibir, en la
eucaristía, el signo de la unión con Cristo.
En el Sínodo sobre la familia, sin embargo, volvieron a plantearse las mismas preguntas, como si
no bastara la normativa vigente: "Los que defienden con energías la enseñanza eclesial sobre la
indisolubilidad piden igualmente misericordia y compasión para los arrepentidos que han sufrido un
fracaso irrevocable en su matrimonio" (D. Worlock). No parecía difícil que pudiera encontrarse, sin
negar en nada las verdades básicas, unas vías de solución para determinados casos:
"Nuestra Conferencia tiene la impresión de que debería haber caminos y medios para admitir a los sacramentos,
en algunas ocasiones y bajo ciertas condiciones, a los divorciados recasados, sin traicionar la disciplina
sacramental general de la Iglesia. Si no encontramos tales caminos y medios, nos podemos ver en el caso de
separar a Cristo de los que le aman y precisamente en nombre de ese mismo Cristo que ha dicho quiero la
misericordia, no el sacrificio'" (Conferencia episcopal nórdica).
La proposición sinodal aprobada sobre este punto confirmó "la práctica de la Iglesia, fundada en la
Sagrada Escritura, de no admitir a los divorciados, irregularmente casados de nuevo, a la comunión
eucarística [...] a no ser que, si se arrepienten de haber violado el signo de la alianza y de la fidelidad a
Cristo, se abran con un corazón sincero a una forma de vida que no contradiga la indisolubilidad del
sacramento del matrimonio". Sólo al final de ella quedó una recomendación que podría servir también
como un punto de partida para un análisis y una praxis posterior: "El Sínodo, movido por su interés
pastoral por estos fíeles, desea se lleve a cabo un nuevo y más profundo estudio a este respecto, teniendo
en cuenta igualmente la práctica de la Iglesia de Oriente, a fin de poner mejor en evidencia la
misericordia pastoral". Este último deseo y la posibilidad de un acceso, si existe un cierto
arrepentimiento bajo fórmulas un tanto vagas, indican el nuevo talante que flotaba en el aula sinodal.

4. Planteamiento de la Familiaris consortio

La Familiaris consortio no recoge para nada la conveniencia de un estudio sobre la pastoral de las
Iglesias orientales e insiste únicamente en la costumbre tradicional de negar los sacramentos a los que
vivan en tales circunstancias. Como ya había hecho en su discurso de clausura, Juan Pablo II precisa
también de manera concreta y sin ninguna ambigüedad la condición más indefinida e imprecisa,
utilizada por el Sínodo, para la administración de aquellos en el caso de haberse arrepentido y abierto
"a una forma de vida que no contradiga la indisolubilidad del matrimonio". Su afirmación no deja lugar
a dudas:
"Esto lleva consigo concretamente que cuando el hombre y la mujer, por motivos serios -como, por ejemplo, la
educación de los hijos- no pueden cumplir con la obligación de la separación, asumen el compromiso de vivir
en plena continencia, o sea, de abstenerse de los actos propios de los esposos" (Familiaris consortio, no 84).

Dos son las razones fundamentales, que apunta en el mismo número, para adoptar esta postura. En
primer lugar, "su estado y situación de vida contradicen objetivamente la unión de amor entre Cristo y
la Iglesia, significada y actualizada en la eucaristía". Es decir, existe una contradicción entre el símbolo
que representa el sacramento y el testimonio cristiano que ellos ofrecen. Y un segundo motivo de orden
más pastoral, pues con tal condescendencia "los fieles serían inducidos a error y confusión acerca de la
doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio". De ahí que para evitar cualquier mala
interpretación se prohíba, por cualquier razón o pretexto, incluso pastoral, la celebración de ceremonias
religiosas para estos divorciados, ya que "podrían dar la impresión de que se celebran nuevas nupcias
sacramentales válidas y como consecuencia inducirían a error sobre la indisolubilidad del matrimonio
válidamente contraído".
Es verdad que los sacramentos no deberían administrarse sin discernimiento y sin determinados
requisitos, para que no sólo comuniquen la gracia, sino que expresen eclesialmente su contenido
simbólico y estimulen, más allá de la simple devoción, a un compromiso práctico. La ausencia de este
último provocaría un escándalo por incoherencia entre la vida y la praxis sacramental, cuando se realiza
como un puro rito que no afecta para nada a la conducta. Lo mismo que la posibilidad de una mala
interpretación debería tenerse en cuenta para superarla con las debidas cautelas y prudencia y no sembrar
ningún error o confusión. De cualquier manera, sin embargo, tales argumentos no poseen una evidencia
absoluta, pues todos los que desean una mayor comprensión pastoral son también conscientes de estos
valores y no pretenden eliminarlos con una mayor apertura, donde se subraye más la benevolencia
misericordiosa.
Por otra parte, la posibilidad de administrarlos, si se comprometen a vivir en plena continencia,
hace sospechar a muchos que el motivo definitivo para su rechazo radica no tanto en las razones
apuntadas, sino precisamente en el ejercicio de la sexualidad, pues basta la renuncia al acto matrimonial
para que puedan ser aceptados. Es evidente que el estado y situación de tales parejas, cuando ya no
deben separarse por causas serias, seguirán contradiciendo la fidelidad del amor entre Cristo y su Iglesia,
aun en la hipótesis de que ya no tengan relaciones conyugales. El hecho importante surgió al romperse
el primer matrimonio y haber contraído uno nuevo contra la doctrina católica. A partir de ese momento,
el simbolismo matrimonial queda destruido e incapacitado para expresar la entrega y cariño de Cristo.
El posible error o confusión sobre la doctrina católica no va a desaparecer tampoco por completo, pues
los fieles que conozcan esa situación, por mucho que se pretenda ocultar, no sabrán nunca la conducta
íntima que tales parejas llevan en su hogar. Por eso, aunque se haya repetido lo contrario, muchos
seguirán creyendo que el obstáculo definitivo sigue siendo la relación sexual, como si ésta fuese la única
que contradice los motivos expuestos.

5. Un significativo avance pastoral

Sin embargo, hay que reconocer el avance positivo que se ha dado en comparación a épocas
pasadas. No sólo se ha superado ese vocabulario tan negativo de otros documentos anteriores, sino que
"los pastores, por amor a la verdad, están obligados a discernir bien las situaciones". No todas se pueden
analizar con idénticos criterios, como recuerda el mismo Papa, pues existen entre ellas diferencias
significativas. Unos se esforzaron a lo mejor por salvar su primer matrimonio y, a pesar de todo, fueron
abandonados injustamente. Otros se vieron obligados a tomar tal decisión buscando el bien de los hijos,
o con la conciencia de que su compromiso anterior fue ciertamente inválido, aunque no puedan probarlo
en el ámbito externo y jurídico. Finalmente habrá también parejas que por su culpa destrozaron su unión
válida, imposible de recomponer por múltiples factores.
En cualquiera de esas hipótesis, lo importante es descubrir el nuevo talante que se quiere inculcar
a toda la comunidad cristiana. Se exhorta "vivamente a los pastores y a toda la comunidad de fieles para
que ayuden a los divorciados, procurando con solícita caridad que no se consideren separados de la
Iglesia", sino que participen en su vida, escuchen la palabra de Dios, frecuenten el sacrificio de la misa,
perseveren en la oración, incrementen las obras de caridad, luchen por la justicia, eduquen a los hijos en
la fe cristiana y cultiven el espíritu y las obras de penitencia "para implorar de este modo, día a día, la
gracia de Dios" (Familiaris consortio, no 84). Exhortaciones y consejos que resultarían enormemente
extraños y sin sentido para una persona a quien se juzgara, como ocurría en tiempos pasados, que,
mientras se mantuviera en tales circunstancias, iba a vivir de espaldas a Dios y privada de su amistad.
La misma diferencia gramatical entre el discurso de clausura en el Sínodo y la formulación de la
Familiaris consortio no deja de ser también significativa. Mientras que en el primero se habla de la
oración, penitencia y caridad "para que puedan conseguir finalmente la gracia de la conversión y de la
salvación" (Ecclesia, no 2004, 1-XI-1980, p. 9); en la segunda, tales prácticas posibilitan cada día el
encuentro con Dios. El Sínodo había hablado de "merecer cada vez más la gracia de Dios" (Proposición
14, 4).
Frente a la intransigencia y condena de épocas anteriores, "la Iglesia esta firmemente convencida
de que también quienes se han alejado del mandato de Dios y viven en tal situación pueden obtener de
Dios la gracia de la conversión y de la salvación". No deja de ser positivo que los nombres de matrimonio
y nuevas nupcias hayan sido empleados también, en contra de los que se utilizaron con anterioridad,
para designar a esta unión civil que se consideraba como inexistente en la doctrina de la Iglesia.
Tal vez se haya centrado demasiado el problema en permitir a estas personas el acceso a los
sacramentos o negarles su participación por los motivos expuestos. Me parece una visión muy estrecha
y poco objetiva centrar todas las reflexiones pastorales en la práctica sacramental, como si el conseguir
ese intento fuera lo más importante. Es curioso que, a veces, los que dan un valor más secundario a esta
praxis en el campo de la evangelización y de la vida cristiana quieran hacer de ella, en este punto
concreto, un motivo de su reivindicación. En diferentes partes del mundo existen bastantes comunidades
cristianas que, por la falta de sacerdotes, tienen que desarrollar su fe sin la ayuda de los sacramentos. Es
ciertamente una pena, pero semejante hecho nos indica que es posible estar muy cerca de Dios, aunque
falte este tipo de encuentro. El que una persona, por otras razones diferentes, estuviera alejada de la
gracia sacramental no supone, como el mismo Juan Pablo II apuntaba, que exista un rechazo por parte
de Dios o de la comunidad cristiana.

6. Posibilidad de una interpretación

El derecho a los sacramentos, como signos de comunión eclesial, debe tener sus reglas de juego y
cuando por circunstancias objetivas no se está dentro de ellas, se da una irregularidad canónica que
implica un alejamiento sacramental, como signo de la ilegalidad existente, pero que no supone, repito,
ninguna condena o rechazo sobrenatural si el corazón busca a Dios y lo sigue amando, a pesar de las
incoherencias. Con un espíritu sencillo se acepta esa excomunión, en cuanto se prohíbe el acceso a la
eucaristía y no como alejamiento de la comunidad eclesial, pero desde esa pobreza interior que asume
con humildad, puede abrirse a una vivencia espiritual que le llene de Dios por dentro.
Sobre las reglas de juego que él utiliza con esas personas, la Iglesia ha querido mostrarse con un
respeto y una delicadeza extraordinaria, aunque se vea en la obligación de imponer las suyas propias,
que juzga convenientes para el bien de los fieles. La situación de conflicto externo y jurídico no implica
siempre la lejanía de Dios o una ruptura de amistad con él. "Actuando de este modo, la Iglesia profesa
la propia fidelidad a Cristo y a su verdad; al mismo tiempo se comporta con espíritu materno hacia esos
hijos suyos" (Familiaris consortio, no 84). Tener esta conciencia sería ya un motivo de gozo y consuelo
para los que se creen abandonados y sin salida en su situación personal.
Sin embargo, no parece que deba excluirse con ello la posibilidad de una solución más comprensiva
en el ámbito de la vida privada. Toda ley tiene como objetivo la búsqueda del bien común tal y como
parece que se plantea en la mayoría de los casos. Determinadas excepciones sólo vendrían a confirmar
la existencia de una regla común. La epiqueya, que se ha aceptado casi siempre como una peligrosa y
egoísta justificación para liberarse de la ley, constituye para santo Tomás una verdadera virtud como la
misma prudencia. Cuando ella no tiene en cuenta la literalidad de una norma es para cumplir aún mejor
con los objetivos que esta misma busca y defiende. El análisis de cada caso, con sus circunstancias
específicas y personales, podría llevar en algún momento a una mayor benevolencia. La postura actual
de la Iglesia elimina la esperanza de unas orientaciones públicas y oficiales. Sin embargo, ¿habría de
excluirse cualquier otra solución más comprensiva y misericordiosa en el ámbito de la vida privada?
Con otros muchos autores, también yo creo que las posibles excepciones a lo que hoy constituye
la doctrina oficial de la Iglesia -según las enseñanzas de Juan Pablo II y el Sínodo- no la eliminan, la
ignoran o la menosprecian, cuando la decisión se toma después de una reflexión sincera y analizando
cada caso en particular. Semejante actitud no debe excluir la meta propuesta por la autoridad y nuestra
admiración por las personas que la encarnan, pero frente a los que por unas u otras razones, de las que
no podemos constituirnos en jueces, no alcanzan esa meta, no queda otra postura que esta cercanía
honesta y cariñosa para defender, por un lado, el ideal más alto de la fidelidad y la doctrina propuesta
por la Iglesia, y dar testimonio también, por el otro, de la ternura, comprensión y misericordia de Jesús.

7. La tolerancia civil del divorcio

Otro problema diferente sería el juicio moral sobre la legislación que permitiera el divorcio civil.
Desde una perspectiva ética, su tolerancia legal no tiene por qué excluirse por ser un atentado contra las
leyes naturales y evangélicas. Es más, la ética política tendría que tener en cuenta otros problemas que
no se incluyen en un planteamiento estrictamente religioso. La tarea y función de los poderes públicos
consiste en la búsqueda del mayor bien posible en cada comunidad. Ello comporta, entre otros aspectos,
un doble requisito, que quisiéramos exponer sin mucha ampliación.
En primer término, ha de respetar la libertad de conciencia de cada individuo, ofreciendo las
posibilidades de actuar conforme a sus convicciones personales. La declaración conciliar es clara y
determinante en este punto: "Todos los hombres deben estar inmunes de coacción, tanto de personas
particulares, como por parte de grupos sociales y de cualquier potestad humana, y esto de tal manera
que en lo religioso ni se obligue a nadie a actuar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme
a ella en privado o en público". Siendo significativo que el Concilio no prejuzgue para nada de la buena
o mala fe del hombre en la búsqueda de la verdad, ni del contenido objetivo de la opción que cada uno
realice: "El derecho a la libertad religiosa no se funda en una disposición subjetiva de la persona, sino
en su misma naturaleza. Por eso el derecho a esta inmunidad permanece también en quienes no cumplen
con la obligación de buscar la verdad y darle su admisión". El único límite señalado es que "no se puede
impedir su ejercicio, con tal que se guarde el justo orden público" (Libertad religiosa, no 2).
Según esto, todo ciudadano tiene un derecho inalienable para actuar conforme a su conciencia,
aunque ésta, como es lógico, no responda a la enseñanza católica. Si para muchas ideologías religiosas
y personas de buena voluntad el divorcio es una solución aceptable, supuesta la ruptura del matrimonio
anterior, no se ve en virtud de qué principio el Estado tiene que exigir en su legislación una absoluta
indisolubilidad. De acuerdo con lo dicho habría que afirmar más bien lo contrario. El "justo orden
público" no se mantendría así -impidiendo la libertad de conciencia-, sino evitando las arbitrariedades
que pudieran darse, mediante una jurisprudencia lo más justa posible. Encontrar una salida legal a los
problemas matrimoniales resueltos, según los imperativos de su propia fe o de su ética, es un derecho a
defender, incluso en una legislación que se quiera adjetivar como cristiana.
En segundo lugar, esta búsqueda del mayor bien posible postula también en ocasiones la tolerancia
de ciertos abusos y deficiencias que sería mucho mejor por supuesto que no se diesen en la realidad.
Pero la vida no está compuesta exclusivamente de ideales, ya que la existencia del pecado y de la
fragilidad humana explica la multitud de comportamientos que no se ajustan a los valores éticos o
religiosos de cada persona. Por ello, un problema planteado desde los tiempos más antiguos es la
distinción entre lo legal y lo moral, la licitud jurídica y la licitud ética.
Esto supone que, desde el punto de vista moral, puede ser lícita una legislación que permita o tolere
un mal, aunque para la conciencia de esa persona constituya también una auténtica falta. La razón última
de esta postura pertenece al ámbito de la prudencia política. Tolerar una conducta, aunque fuese
deshonesta, mediante una determinada legislación, puede resultar en su conjunto más beneficiosa que
la absoluta prohibición, cuando se sabe que con ésta no se pueden evitar las prácticas contrarias. Con un
régimen de tolerancia se busca conseguir el mayor bien posible o evitar otros males peores que pudieran
darse. El tema con sus diferentes aplicaciones había sido tocado por todos los grandes teólogos clásicos.
Y la conclusión de santo Tomás, al reflexionar sobre este problema, es de una claridad impresionante:
"Por lo tanto, la ley humana no puede prohibir todas las cosas que prohíbe la ley natural" (Suma
Teológica, I-II, 9 2 ad 3).
Siempre serán un motivo de discusión las aplicaciones de este principio a los hechos reales y
concretos, como el aborto, la prostitución y el divorcio, por citar los más frecuentes. Pero está claro que
cuando en una sociedad concreta existen divorcios y separaciones, resultaría más beneficioso para la
comunidad, de acuerdo con la prudencia política, regular de alguna manera esas nuevas uniones para
impedir, al menos, otras posibles consecuencias negativas. Ya que la praxis resulta imposible eliminarla,
parece mejor una regulación civil que la existencia de parejas que no tienen ningún tipo de
institucionalización.

8. Exigencias religiosas y obligación civil

El hecho de que muchos católicos admitieran una fidelidad para siempre, en su compromiso
sacramental, no exige que el estado tenga que imponer la obligación legal de mantener semejante
promesa. Cuando no se quiere vivir un ideal evangélico, que requiere a veces una actitud heroica, porque
la fe personal es irrelevante y sin apenas influencia en la vida, no es la ley civil precisamente la que debe
obligar de una manera externa y coactiva, lo que debería nacer de un convencimiento religioso e interior.
Si Dios mismo respeta nuestra libertad para que podamos negarle nuestra adhesión, sería absurdo que
los poderes públicos no aceptasen semejante posibilidad y obligaran a la fuerza, cuando los individuos
no desean actuar de acuerdo con sus exigencias religiosas.
Esta intromisión en el ámbito personal y religioso sólo sería aceptable, cuando estuviera en peligro
el justo orden público, como hemos apuntado con anterioridad. Y no parece que la concesión civil del
divorcio, dentro de un marco legal que tutele y promueva los bienes de la comunidad conyugal, traspase
esas fronteras o sea un atentado contra el derecho natural.
La aceptación del divorcio civil no significa, pues, renegar de la propia fe o caer en un
indiferentismo religioso. Serviría para posibilitar a unos el cumplimiento de sus propias creencias
personales, para no exigir a otros por medios jurídicos lo que resulta obligatorio por motivos religiosos.
Cuando en la sociedad actual no todos los ciudadanos entienden el matrimonio desde nuestra perspectiva
cristiana, no existe ninguna obligación ética de que la legislación civil se atenga en todos sus puntos al
pensamiento concreto de la Iglesia. Si hay algo claro en nuestro mundo actual es que -estemos o no de
acuerdo, lo creamos positivo o lamentable- el cristiano tendrá que aprender a vivir cada vez más sin el
apoyo de seguridades legales, en un clima social que no le servirá de ayuda para el cumplimiento de sus
compromisos evangélicos.
A pesar de todo lo dicho hay que reconocer también las dificultades concretas que cualquier
legislación sobre el divorcio comporta, y no ser tan ingenuos como para ignorar sus consecuencias y
peligros.
9. Los peligros de una legislación tolerante

Su aceptación civil puede tener el riesgo de olvidar un punto que me parece muy importante: el
divorcio debe considerarse, en cualquier hipótesis, como un fracaso, como un hecho lamentable y en
ocasiones también -¿por qué negarlo?- como una auténtica infidelidad. Aunque su reglamentación
jurídica fuera lícita desde una perspectiva ética, y para otros incluso una solución moralmente aceptable,
nunca podremos presentarlo como la meta y el ideal del matrimonio. Lo ideal sería ciertamente que nada
ni nadie destruyese el amor definitivo y la fidelidad mutua que se habían prometido. Podrá ser una
solución de emergencia para situaciones difícilmente sostenibles y hasta heroicas, pero en el fondo de
todas ellas habrá que admitir la existencia de un error, de una equivocación o de una culpa.
El cariño conyugal no puede ser, en teoría, un compromiso pasajero, algo que se utiliza mientras
sirve o interesa, como si se tratara de un objeto que se abandona cuando sale un nuevo modelo en el
mercado. Supongo que nadie irá al matrimonio con la ilusión de constatar un día que ya no se quieren,
ni es posible la convivencia. La conyugalidad es una invitación a lo definitivo, la permanencia fiel a la
unión más profunda entre dos personas, a la encarnación del amor en los hijos, a una vida compartida
en su totalidad, aunque después, por desgracia, no siempre llegue a realizarse.
Este presupuesto elemental conviene subrayarlo, pues la existencia del divorcio puede oscurecer
estos valores fundamentales, como si la permisividad religiosa o moral -para los que la acepten-, o la
simplemente jurídica, supusiera una negación de lo afirmado. Mucha gente tendría la impresión de que
lo verdaderamente importante y decisivo es que los cónyuges tengan la posibilidad de divorciarse,
cuando lo verdaderamente importante y decisivo es que los cónyuges aspiren a quererse con plenitud y
autenticidad.
Por eso la reflexión sobre el matrimonio no debe realizarse en cualquier caso, desde una perspectiva
pesimista, como sería quedarnos sólo en el fracaso de la pareja. Si el drama de ciertos matrimonios debe
constituir un motivo de preocupación, de ayuda fraterna, de estímulo para nuevas iniciativas, nunca será,
sin embargo, el lugar más oportuno para descubrir todas sus posibilidades. El ideal del matrimonio y de
la familia abre nuevos horizontes -modestos y limitados si se quiere, como todo lo humano- que impiden
centrarse sólo en lo negativo y lamentable de la misma realidad. Una legislación que subraye
exclusivamente el lado oscuro del matrimonio olvidaría otros muchos aspectos de mayor urgencia e
interés.

10. La estabilidad del matrimonio

Y es que lo que aparece en el fondo de muchas discusiones actuales es algo más que la conveniencia
o no de reglamentar su licitud jurídica. Lo que está en juego muchas veces es una concepción auténtica
del cariño, de la familia, de la felicidad, para convertir el matrimonio en una especie de amor libre y
periférico donde el más mínimo cansancio o dificultad justificará otras nuevas aventuras. Un amor que
huye ante las primeras crisis y dificultades de la convivencia nunca llegará a densificarse. Sin una dosis
de purificación, el gozo más profundo y verdadero no se hará tampoco presente.
Por ello la ley debe evitar al máximo las consecuencias deplorables del divorcio, cuando su práctica
se transforme en una costumbre fácil, en una solución inmediata, que ponga en peligro la seriedad y
permanencia, al menos, que debe tener el matrimonio. Lo que se justifica por un respeto a la conciencia
ajena o se tolera para evitar males mayores no puede convertirse en un atentado contra la estabilidad de
la familia, en un obstáculo para la mejor educación de los hijos o en una sutil invitación para no afrontar
los problemas y dificultades que suelen presentarse y que constituyen a veces el sendero difícil para una
mejor armonía y reconciliación posterior.
La experiencia demuestra, por último, que la introducción de una ley permisiva, incluso dentro de
un marco jurídico adecuado, suele ir ampliando sus límites de tolerancia, más allá de lo que en un
principio se pretendió. Su misma aplicación práctica va creando, incluso, un ambiente social donde el
ideal humano de la pareja se devalúa progresivamente. Un peligro que aumenta todavía cuando el tema
se utiliza como instrumento político. Lo que interesa, entonces, no es buscar el mayor bien posible para
las personas y para la comunidad, sino valerse de una promesa demagógica que facilite la obtención de
unos votos populares. Y es comprensible que cuanta mayor amplitud y facilidad se ofrezca, se despierte
también, sobre todo en ciertos ambientes, una mayor simpatía que, en el fondo, es lo único que se
pretende.
La ley implica, por otra parte, una cierta sensibilización de la conciencia, siempre que acepta o
tolera una determinada conducta. Se termina aceptando como normal, y hasta como un derecho, lo que
es solo respeto y tolerancia hacia otras ideologías. Habría que recordar, entonces, que la radicalidad del
Evangelio, el plus de una ética cristiana en contacto con la revelación, los contenidos categoriales de la
moral católica, no se identifican con las normativas reductoras de una ética civil. El cristianismo, en
teoría, aspira a una moral de máximos, muy por encima de los mínimos exigidos en una legislación
laica. Aunque después la praxis de los creyentes no responda al ideal dibujado, nunca se pueden sentir
satisfechos con el programa minúsculo de las obligaciones legales. Nunca se debe olvidar, para evitar
ambigüedades posteriores, que la ética civil no tiene que cambiar en nada la moral de los que tienen otra
serie de exigencias. Dicho de otra manera, todo lo que se permite en una legislación civil no tiene por
qué ser aprobado por la moral cristiana. De la misma manera, como ya hemos dicho, que todas las
exigencias de ésta no deben quedar tampoco sancionadas por el derecho.

11. La aplicación concreta de los principios

La disparidad de criterios no se presenta, por tanto, a un nivel abstracto sobre la conveniencia o no


de una legislación permisiva. Si el Estado concediera el divorcio, por ejemplo, sólo en aquellos casos
en que la Iglesia lo otorga, ninguno estaría preocupado por las consecuencias negativas que se derivaran
de esa concesión. El problema se plantea cuando se introduce una ley concreta, que necesariamente ha
de ser más abierta y tolerante para dar cabida al pluralismo de nuestra sociedad actual. En función de
estas aplicaciones concretas, los juicios y opiniones serán diferentes. Unos creerán que, a pesar de sus
lagunas e imperfecciones, sirve para el cumplimiento de los objetivos propuestos, mientras que otros
pensarán que sus posibles ventajas quedan anuladas por los males que provoca. La opción a favor o en
contra de su tolerancia civil puede estar, por ello, justificada desde un punto de vista ético, según
prevalezcan, en la óptica personal de cada individuo, las ventajas o inconvenientes de esa alternativa.
Por todo lo dicho, no parece conveniente -respetando otras opiniones más autorizadas- que la
Iglesia, en las actuales circunstancias, ponga todo su esfuerzo en evitar a toda costa cualquier posible
legalización civil del divorcio. Si vivimos en una sociedad democrática, con todas sus ventajas e
inconvenientes, las leyes son promulgadas por los representantes del pueblo, que intentan responder a
sus votantes. Este ambiente social ha influido para que la gran mayoría de las naciones lo tengan ya
reglamentado de alguna manera. Creo que se trata de un proceso irreversible, por una serie de razones
que no siempre comparto ni considero positivas. En hipótesis, sería mucho mejor para todos que el
fracaso matrimonial, como la enfermedad, no se diese en la vida, pero una vez que existe el enfermo
habrá que buscarle alguna terapia.
Su trabajo debería orientarse para que esa legislación fuera lo más justa posible y respetara, al
menos, ciertos valores que en ninguna hipótesis se deberían sacrificar. Ella podrá seguir manifestando
al mundo en su enseñanza el ideal del matrimonio y preparando a los cristianos para que aspiren a vivirlo
por convicción, sin necesidad de coacciones legales, y ofrezcan así con su compromiso sincero un
testimonio luminoso de amor conyugal. Si la ética civil corresponde de ordinario a la sensibilidad
generalizada de sus miembros, el gran esfuerzo habría que ponerlo en elevar esta conciencia comunitaria
que se manifieste, después, en una legislación más acorde con la dignidad auténtica del ser humano.

12. Las parejas de hecho

Es un fenómeno que aumenta de forma progresiva en muchos países. Se trata de parejas que, por
motivos ideológicos o por cualquier otro, no quieren ningún tipo de vinculación legal. Por falta de fe
rechazan el matrimonio canónico, pero tampoco desean el contraído ante la autoridad civil. No existe,
por tanto, constancia alguna, fuera de las apariencias sociales, de que vivan de forma estable y no sea
una simple convivencia transitoria. Sin embargo, empiezan a exigir los mismos derechos que tienen las
parejas casadas, para gozar también de los beneficios que se les otorga a éstas: arrendamientos,
exenciones fiscales, herencias, derechos de los hijos, declaración de la renta, descuentos, pensiones, etc.
Algunos tribunales han concedido estas demandas, cuando se ha llegado a probar la vida en común
durante algún tiempo. Para que la verificación de este dato resulte más fácil, con una cierta garantía
legal, comienzan a multiplicarse por muchos sitios los libros de parejas de hecho. La autoridad civil
determina dónde se pueden inscribir estas parejas que afirman vivir juntas de manera estable. Semejante
posibilidad queda abierta también para las personas homosexuales. Así, sin estar jurídicamente casadas,
de acuerdo con la legislación vigente, obtienen ventajas y prestaciones que se conceden a los
matrimonios.
El hecho no deja de ser algo paradójico, pues los que rechazan la legalización civil y eclesiástica
terminan por aceptar otro tipo de control legal, aunque sea para conseguir beneficios personales. Es
como si un anarquista convencido terminara por fundar o alistarse en un partido político.
Ante una situación como ésta, son muchos los que piden actuar de manera coherente. Es una
postura que se ha dado en otros momentos de la historia y que Napoleón, sobre todo, defendía con
empeño. Los que se despreocupan de la ley y no tienen para nada en cuenta sus exigencias, la ley debe
también prescindir por completo de ellos e ignorar sus demandas y peticiones. Los Tribunales tendrán
que dictaminar si, en algún caso, se violan los derechos del ciudadano.
Otros autores, sin embargo, se muestran más comprensivos y tolerantes. Ya en el Derecho Romano,
en las Partidas de Alfonso X, y en otras legislaciones a lo largo del tiempo, se encuentran posturas menos
radicalizadas. Como se trata de situaciones que siempre han existido y nunca se terminan de eliminar,
el legislador debe acercarse a ellas para encontrar una solución jurídica a los problemas que pudieran
plantearse, sobre todo cuando está en juego el bien de otras personas, incluso inocentes. La ética de la
tolerancia no significa rechazo de los propios principios, o dejarse conducir por la inercia de los hechos,
sino salvaguardar, al menos, ciertos valores que parecen importantes.
El tema, sin embargo, incluye otras dimensiones más profundas y peligrosas. Lo que está en juego
no es sólo la defensa de ciertas demandas, que podrían regularse con una legislación adecuada, sino que
lo que se plantea, en el fondo, es el mismo concepto de matrimonio y familia. La frontera de estos
términos no se limita a la unión del hombre y la mujer, con sus hijos, sino que se amplía a cualquier
conjunto de personas que constituyen núcleos estables de vida en común. Y, dentro de ese ámbito, no
debería excluirse ninguna forma de convivencia.
La Iglesia se ha opuesto -y me parece que con toda razón- a que cualquier forma de convivencia se
identifique con el matrimonio debidamente contraído. Aunque algunos no estén de acuerdo, la familia
sigue siendo en la sociedad un espacio demasiado importante y privilegiado, como para equipararlo con
otras formas que se alejan mucho de esta realidad. Ser comprensivos ante ciertas situaciones de hecho
no implica claudicar ante las amenazas que buscan, de alguna manera, su progresivo deterioro y
marginación. Si la ley no puede desconocer la realidad, también exige la defensa de aquellos valores
que conservan su validez e importancia.

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CAPITULO 13

El celibato religioso

1. La realidad del celibato:


dificultades actuales

No es una paradoja hablar del celibato en un libro que trata sobre el sexo y el amor, a no ser que
se conciba esta forma de vida como una negación de todo lo relacionado con la esfera afectiva y sexual.
La renuncia al ejercicio genital y a compartir la existencia con una persona no supone dejar en el olvido
un aspecto imprescindible que forma también de nuestra realidad humana. La capacidad para el amor y
el desarrollo de su sexualidad constituyen una tarea de la que nadie puede eximirle. Por ello, el tema no
sólo encaja dentro de esta problemática, sino que resultaría incompleto de no apuntar esta nueva
perspectiva.
Las expresiones utilizadas para designar esta forma de vida cristiana han sido diferentes a lo largo
de la historia, aunque todos con ciertas connotaciones negativas. La continencia subraya principalmente
la abstinencia sexual que se da también en otras personas, en ocasiones sin sentido religioso. El celibato
hace referencia a una condición social que, incluso, puede ser impuesta contra la propia voluntad o
elegida por múltiples motivaciones. La virginidad tiene resonancias más femeninas y parece vinculada
con la integridad física. La castidad perfecta deja la impresión de que en la vida conyugal el
cumplimiento de esta virtud es por su naturaleza limitado e imperfecto. De ahí que cada autor opte por
aquel término que mejor le parezca, a pesar de los inconvenientes que cada uno reviste. La virginidad y
el celibato suelen ser de ordinario los más empleados en la literatura cristiana.
De hecho, son muchas las personas que por unas razones o por otras viven el celibato en nuestra
sociedad. Su número va además en aumento, debido a una serie de circunstancias que posibilitan el que
no se acuda al matrimonio como la única solución para asegurarse el futuro, aunque a veces puedan
existir otro tipo de motivaciones. Todas ellas deberían encontrarle un sentido a esta situación, aun
cuando se trate de algo impuesto por una serie de circunstancias, y descubrir los valores y características
que le son inherentes. Tal forma de vida específica encierra una serie de aspectos positivos y
enriquecedores para el conjunto de la comunidad, que sería injusto no tener en cuenta cuando se da una
aceptación libre e integrada de un dato que no ha sido objeto con frecuencia de una previa elección. El
enfoque cristiano tendría que abarcar a los diferentes tipos de célibes, cuyo denominador común radica
en no haberse casado, con todo lo que ello comporta.
Sin embargo, nuestras reflexiones van a centrarse fundamentalmente sobre la virginidad y el
celibato religioso, cuando se acepta como una forma de consagración y entrega a Dios. Esta motivación
es la que lo caracteriza y distingue de otras situaciones parecidas. Desde ahí podrán iluminarse otros
aspectos del celibato no consagrado, y mucho de lo que digamos sobre aquél tendrá también su
aplicación en éste, con ciertas diferencias lógicas y comprensibles.

2. Interrogantes actuales

Hoy vivimos en un ambiente cultural donde este género de vida se valora con matices bastante
diferentes a los de épocas anteriores. Antes constituía el único camino de perfección para los que
buscaban una entrega más profunda a Dios, que no se hacía posible en el matrimonio al ser un estado
que, por su naturaleza, impedía semejante donación. Como consecuencia nacía una situación de aprecio
y estima social por tratarse de personas escogidas y privilegiadas. Bastaría pensar en la imagen
sociológica que ha rodeado con tanta frecuencia al sacerdote o religioso. Todo ello sirvió de ayuda y
estímulo para fomentar esta vocación y para mantenerla no sólo como una riqueza personal, sino como
algo valioso y aceptable sociológicamente.
La situación se presenta ahora muy cambiada, pues hemos asistido a una revalorización de la
teología del matrimonio, en la que el amor conyugal se vive como un lugar de cita y de encuentro con
Dios. Querer a otra persona no impide el cariño a Dios ni un compromiso para trabajar por su Reino,
sino que se considera como una auténtica ayuda para el mismo trabajo apostólico. Es una opción también
que facilita la maduración y el equilibrio afectivo, que le falta a tantos célibes, y cuya importancia se
subraya hoy con especial énfasis. No es extraño, por tanto, que exista una devaluación sociológica, pues
la renuncia a esta experiencia afectiva llevará con frecuencia a un estado de mutilación y
empobrecimiento psicológico, que desemboca en otra serie de riesgos y ambigüedades.
Las incoherencias y fragilidades que hoy se conocen con mayor facilidad producen la impresión
también de que las apariencias engañan y muchas de estas personas encubren debilidades ocultas. El
número de sacerdotes y religiosos que abandonaron su compromiso celibatario parece confirmar esta
sospecha de que hay más conflictos latentes de lo que se manifiesta por fuera. Hasta las mismas
discusiones sobre la conveniencia o no de vincular el celibato con el ministerio sacerdotal indicarían
que la experiencia ha demostrado las dificultades presentes en tal legislación que muchos desean
suprimir.
Existe, por tanto, una incomprensión generalizada, incluso entre cristianos comprometidos, para
descubrir el sentido de esta opción. Lo que sí está claro es que el que ahora se oriente por este camino
encontrará inevitablemente un entorno hostil que puede tambalearlo en su propia seguridad. Por eso vale
la pena preguntarse sin miedo, ¿tienen hoy algún sentido la virginidad y el celibato religioso? Como
Dios no puede querer un estado de vida que provoque neurosis y desequilibrios, que convierta a las
personas en individuos psicológicamente castrados, ¿es posible por este camino la maduración y el
equilibrio personal? Si se tratara de un objetivo real y al alcance del célibe, ¿cómo se llegaría a
conseguirlo? Nuestra reflexión va a centrarse sobre esta triple pregunta.

3. Motivaciones históricas

Hoy no podemos aceptar como válidas y objetivas todas las razones que se han dado en las
diferentes épocas para justificar esta elección. Todas ellas nacen de un idéntico presupuesto: la
concepción peyorativa de la sexualidad y los recelos y sospechas que en torno al matrimonio, como
forma de vida cristiana, se han dado con tanta frecuencia. Dos argumentos se utilizaron con mucha
frecuencia.
La temática sobre la división del corazón ha sido constante en la literatura cristiana, hasta en los
tiempos más recientes, como Pío XII recordaba en su encíclica sobre la virginidad. El célebre texto de
san Pablo (1 Cor 7, 32-35) sobre los problemas del matrimonio y la libertad del célibe, que se preocupa
sólo de agradar al Señor, fue interpretado de una forma restrictiva. La idea de fondo suponía una
imposibilidad de querer conyugalmente a una persona y servir al mismo tiempo a Dios con una entrega
más profunda. De ahí que los que aspiren a una mayor perfección deban decidirse por la virginidad, para
que su cariño no permanezca dividido entre la entrega al cónyuge y su consagración al Reino.
La pureza cultual aparece también, desde el principio, como una justificación determinante. El
sexo se vive como una mancha y como una especie de profanación que aleja al ser humano de la esfera
sagrada y del ámbito religioso. Ya en el Antiguo Testamento se mandaba a los sacerdotes israelitas
abstenerse de las relaciones sexuales antes de su servicio en el templo. Esta misma mentalidad va a estar
latente en muchas prescripciones eclesiásticas para imponer el celibato y constituye uno de los
argumentos fundamentales para su defensa y exaltación. El sacerdote, que está llamado a un servicio
constante en su ministerio, debe renunciar a todo lo que dificulte su encuentro con Dios. Y el ejercicio
de la sexualidad, más todavía que el hecho de estar casado, se hace incompatible con las exigencias de
su vocación.
Por eso la legislación se irá haciendo cada vez más rigorista. En un principio no se aceptan para
las órdenes a los que hubieran contraído nuevas nupcias, ni éstas son permitidas a los sacerdotes que
hayan enviudado. Durante los primeros siglos, aunque el celibato no es requerido para la ordenación, al
clérigo ordenado ya no le es lícito casarse. A partir del Concilio de Elvira se extiende la costumbre de
no tener relaciones sexuales, ni siquiera con la legítima esposa, después de las órdenes, y ya en el siglo
V los obispos empiezan a ser elegidos entre el clero célibe. Más tarde se proclamó la nulidad del
matrimonio intentado por los clérigos de órdenes mayores y fue desapareciendo casi por completo la
ordenación de personas casadas.
La idea, por tanto, de que las relaciones sexuales tienen algo de impuro y son incompatibles con el
culto litúrgico penetra en todos los ambientes cristianos. Incluso entre los laicos cristianos, la unión
conyugal, en determinados días de fiesta o de comunión, se estuvo desaconsejando hasta tiempos muy
recientes.
Las únicas causas que motivaron el esplendor y la frecuencia de la vida virginal no fueron éstas
exclusivamente, como si los que se entregaron en ella hubieran vivido equivocados por completo.
También podría recogerse un florilegio de testimonios que manifiestan otras motivaciones válidas y
aceptables. Ni el hecho de rechazar las que tuvieron vigencia en una cultura concreta supone un ataque
directo contra la virginidad. Si las hemos criticado es para intentar una purificación en el campo de las
motivaciones y descubrir las que resultan válidas para nuestro tiempo.
A nadie podemos decirle hoy para entusiasmarlo con la virginidad que, si se casa, no podrá amar
a Dios con todo su corazón, porque, además de ser falso -el amor humano es también una vereda hacia
el de arriba-, no es cierto que el hecho de no casarse evite necesariamente esa división, pues el corazón
humano puede buscar otros múltiples entretenimientos que lo distraigan de Dios. Y la renuncia al
ejercicio de la sexualidad, por considerarlo como algo impuro e indigno en cualquier hipótesis,
manifestaría una estructura mental, carente de toda valoración humana y evangélica.

4. Justificación humana del celibato religioso

Nuestro punto de partida, para aceptar la validez y riqueza de semejante forma de vivir, nace de un
presupuesto diferente. El ser matrimonial es una vocación cristiana con todas sus exigencias, y los
casados no se santifican a pesar de su matrimonio. Ellos se encuentran también llamados a la plenitud
del amor, aunque su forma de conseguirlo sea distinta, porque cumplen otra función en el cuerpo de la
Iglesia. Ni se puede negar la belleza del sexo cuando se vive con cariño y alcanza su grado máximo de
expresividad en la entrega mutua de los cónyuges. ¿Qué sentido tiene, entonces, la virginidad?
Sin acercarse siquiera a las motivaciones religiosas, creo que en la misma esfera de lo humano
podemos encontrar una plena justificación a este género de vida. Se trata de una situación interna en la
que la entrega plena a una tarea o persona, que se consideran urgentes e inmediatas, lleva consigo la
necesidad existencial de permanecer soltero. El celibato aparece así como una actitud creadora para el
fomento y la realización de un valor determinado que exige la supresión de otro tan bueno y apetecible
como el amor conyugal. La vivencia, para prestar un servicio concreto, resulta tan exigente que el
sacrificio de otros valores, que podrían constituir un obstáculo o dificultad, se considera secundario. Es
una preocupación experimentada por dentro para entregarse con mayor independencia a lo que se
considera digno de semejante opción, pero que no tiene por qué menospreciar otras vocaciones ni
rebajarlas de categoría.
El celibato verdadero -no cuando se acepta por otras motivaciones inconscientes e inmaduras-
supone siempre una actitud de disponibilidad y servicio a los otros. Jamás estará motivado por un
narcisismo egoísta y cómodo, como puede darse en el típico solterón. La persona que no se casa por
cuidar de unos padres o de un enfermo que la necesita, o el que no quiere distraer su energía o su tiempo
para trabajar con mayor plenitud en bien de la humanidad o de una ideología que le llena por completo,
no será nunca un egoísta interesado. Ante estas personas, capaces de renunciar a sentimientos muy
legítimos y naturales por cubrir una urgencia que para ellas les resulta insoslayable, no hay más remedio
que descubrirse con respeto, sea cual sea la función que desinteresadamente pretendan realizar.
Incluso cuando la vida lo impone de una manera forzosa o involuntaria habría que reflexionar muy
en serio sobre las posibilidades que se abren en esas circunstancias para realizar un servicio de ayuda
comunitaria, y no admitir, como única alternativa, la frustración o la nostalgia de una ilusión perdida

5. Eunucos por Jesús y su Reino

Esto, que tiene validez y justificación como fenómeno humano, alcanza también un significado
religioso. Si el cariño es capaz de cambiar la vida de una persona, sus relaciones sociales, familiares y
profesionales, el amor de Dios puede irrumpir también con tal fuerza en su existencia que provoque una
determinada orientación. En tiempos de Jesús se aceptaba la castración de hombres para desempeñar
ciertas funciones específicas. El eunuco aparecía como guardián del harén en cargos administrativos y
militares, que le estaban más bien reservados por su condición especial, al no tener herencia ni otras
ambiciones dinásticas. Se convertían en tales para prestar un servicio al reino. En aquel ambiente, la
invitación de Cristo no parecía tan extraña. Predicó un ideal para las personas comprometidas que
quisieran vivir, como él, para entregarse a la tarea de la evangelización. Desde entonces hubo quienes
se sintieron tan cogidos por la persona de Jesús y su obra, que sintieron la necesidad de seguirlo, dejando
a un lado otras posibilidades y valores. Son aquellos que abandonaron todo "por mí y por el Evangelio"
(Mc 10, 29). Los que no se atrevieron a contraer matrimonio para vivir como eunucos al servicio de su
Reino (Mt 19, 12).
El celibato de Jesús no fue una opción ascética, como la que existió -en algunos ambientes paganos
y religiosos de aquellos tiempos, ni una huida de otras preocupaciones existenciales, como aquellos que
se retiraban del mundo a la espera de su fin cercano. Cristo fue el hombre consagrado por el Padre para
estar orientado por completo hacia él y dedicarse incondicionalmente a las tareas del Reino. Desde
entonces, otras muchas personas quisieron seguir sus huellas, haciendo de sus vidas una ofrenda a esta
misma causa. El valor del celibato no lo constituye la negativa de contraer matrimonio, sino la
orientación definida hacia la persona de Cristo y su obra, que imposibilita, de manera concreta y
existencial, la preocupación por otras tareas diferentes. Se da, como si dijéramos, una dedicación
exclusiva, que facilita la realización de un proyecto determinado.
Por aquí va toda la dimensión cristológica y eclesiológica de la virginidad. Jesús, como persona,
puede constituir el centro de la vida y mantenerse con él una familiaridad tan íntima, que excluya la
entrega matrimonial con otra persona. El deseo de encontrarse con los demás y ponerse a su servicio no
irá en la línea de la conyugalidad. Hay ya alguien con el que el célibe se siente definitivamente
comprometido en su existencia. A partir de esa unión personal el celibato se manifiesta como un servicio
de disponibilidad al servicio de la Iglesia. La libertad de compromiso y obligaciones familiares, tan
dignas y sagradas como cualquier otra, posibilita la intensidad de un trabajo y ciertas formas de
realizarlo, que no pueden exigirse con una vida de familia. Anclarse en Dios, sin una mediación
conyugal, no significa amarlo más o mejor que el casado, sino hacerlo por otro camino en el que uno se
siente satisfecho.
Creo que todo el tema del cor indivisum contiene un realismo extraordinario. No porque al amar al
otro cónyuge el corazón se divida y limite la capacidad de querer a Dios con toda plenitud, sino porque
ese hecho del amor matrimonial supone una serie de obligaciones y exigencias que dificultan una
dedicación sin límites ni condiciones. El problema no es simplemente de sentimientos, como si Cristo y
el cónyuge se disputaran el corazón de una persona, sino de realidades más profundas: estar disponibles
con facilidad para cualquier tarea, sin tener que contar con el peso gozoso de una familia. Serían
auténticos profesionales del Evangelio, dispuestos a una vida de perpetuo riesgo (1 Cor 15, 13).

6. La dimensión escatológica

Por otra parte, la virginidad es también un enigma que manifiesta la trascendencia de nuestra
realidad presente y el relativismo de nuestros valores actuales. Como Jesús había explicado a los
fariseos, las ideas sobre la vida futura que mantenían no estaban de acuerdo con la verdad: "Estáis muy
equivocados, porque no comprendéis las Escrituras ni el poder de Dios. Porque cuando llegue la
resurrección ni los hombres ni las mujeres se casarán, serán como ángeles del cielo" (Mt 22, 29-30).
Deducir de aquí que el amor en la vida futura sea deshumanizante o que la existencia venidera se
convertirá en una espiritualización platónica y desencarnada sería una lamentable equivocación. La
transformación que supone el mundo venidero resultará siempre enigmática, pues nuestra imaginación
no puede sospechar lo que ella es y cómo se realiza. Cristo no ha venido a revelarnos la naturaleza de la
resurrección eterna, sino a descubrir la dimensión escatológica y definitiva de la existencia actual, a
enseñarnos que el matrimonio y el amor humano tienen también una forma trascendente y distinta, sin
que sepamos cómo será. Cerrarnos a esa dimensión sería mutilar un aspecto básico de nuestra vida
cristiana, y el ser humano, apegado a la inmediatez de los valores presentes, tiene el peligro de olvidar
lo que va a venir. El célibe se convierte, por ello, en una llamada constante hacia la eternidad.
Que dos personas se quieran mucho y que lleguen a contraer matrimonio no plantea ninguna
interrogación. Es una cosa natural, cuya explicación no sale del ámbito humano. El que se casa no
formula una pregunta a la que tenga que responderse con el más allá, pero el que renuncia a ella por
motivos religiosos presenta un enigma, que no se puede resolver con un sentido inmanente. La única
respuesta válida tiene un origen sobrenatural y eterno. La fe en lo que ha de venir, en lo que todavía no
está al alcance de su mano, le hace ya vivir de una forma anticipada el mundo futuro. Hace ya presente
en este mundo, de alguna manera, la promesa definitiva de Dios, advierte y recuerda que el sentimiento
más profundo de la vida no se agota aquí abajo, dentro de nuestras coordenadas temporales, sino allí
donde el tiempo deja paso a la eternidad. Tal vez este significado tenga menos resonancias en nuestro
mundo actual, por estar vinculado con una escatología que alienaba en ocasiones de las
responsabilidades terrestres, pero, a pesar de los prejuicios históricos, es una dimensión que no puede
caer en el olvido.
El sacrificio que supone una elección como ésta es algo secundario. Lo primero es la opción gozosa
por una forma de vida que compromete en su totalidad y que llena de sentido. Sin embargo, Lucas, el
evangelista de las exigencias más absolutas y radicales, señala también este último aspecto como una
forma de la cruz que nos vincula con Cristo (14, 26-27). Renunciar a la mujer y a los hijos es una
manifestación del radicalismo, que se nos pide y que se verá más adelante recompensado (18, 29-30).

7. Nuevos simbolismos humanos

La fundamentación sobrenatural en la que hemos insistido no tiene por qué romper o eliminar otros
significados más inmediatos. Cualquier signo tiene que interpretarse con un lenguaje humano para que
no quede demasiado lejos y oculto de nuestro horizonte de comprensión. Los signos de Jesús para hacer
presente su buena noticia gozaron siempre de esta visibilidad y cercanía. Una explicación puramente
religiosa y sobrenatural lo haría sin duda menos inteligible aun. Por ello, sin querer presentar el celibato
religioso como el único modelo, aporta algunos aspectos sobre la realidad matrimonial que no deberían
olvidarse, de la misma manera que el matrimonio ofrece también otros datos complementarios que el
célibe tendrá que recoger.
Hoy existe una revalorización del lenguaje sexual frente a los recelos de épocas anteriores, pero
con el peligro de que toda palabra amorosa se canalice a través del sexo. Si éste constituye una forma
singular de expresión, sería lamentable que se convirtiera en el único camino, como si fuera la única
alternativa existente de la que no se puede prescindir. El silencio del virgen en este terreno manifiesta
que esta renuncia se hace posible y que el cariño tiene también otras múltiples veredas que conducen al
corazón del amado. Hacer el amor debería abrirse a otras expresiones que lo simbolizan y lo enriquecen
para que su lenguaje tuviera un amplio vocabulario.
Ya dijimos también, al hablar sobre la naturaleza del cariño, que no es posible hacerlo
auténticamente, mientras no se acepta la limitación de la alteridad, que impide poseer al compañero
como algo nuestro; respetarlo en su diferencia que revela la propia finitud; estar dispuesto al despojo
para que no se convierta en objeto de gratificación. Me impresionó la dedicatoria de una india en un
libro reciente: "A mi madre, que me amó tanto que me dejó partir".
En la experiencia matrimonial hay una amenaza de apoderarse de aquello que se abraza con tanta
fuerza, de cerrarse con exclusivismo en el gozo que se comparte de forma tan única, de sentirse
satisfecho por el calor que se recibe. También aquí el cariño del célibe, que ha renunciado a esa
experiencia, recordaría la urgencia de un amor más abierto y oblativo, donde la ofrenda que se hace
incluye una demanda menor. Aunque todos necesitamos alivios y recompensas para la soledad y el vacío
interior, hay que aprender la entrega del don, más allá de las capturas personales. Una imagen de la
felicidad que no se recuesta y aísla en el cálido nido hogareño, sino que se abre también a otras muchas
necesidades que nos rodean.
Desde una óptica antropológica, la paternidad humana es una forma parcial de vencer a la muerte.
El hijo es como una prolongación de la propia existencia hasta el punto de que, consciente o
inconscientemente, es utilizado muchas veces para colmar el narcisismo, encubrir dificultades
conyugales o compensar otros vacíos internos. La renuncia a convertirlo en objeto de la felicidad
personal supone un desprendimiento doloroso. De alguna manera hay que morir -y hoy los padres
experimentan esta sensación con mayor frecuencia que antes- para que el hijo viva, desprenderse de la
imagen idealizada con tanta ilusión para que sea él quien la construya como desee. Es la experiencia de
una pequeña muerte que frustra y desengaña, porque roba una ilusión demasiado querida. La elección
del celibato, que asume la esterilidad de no perpetuarse en la descendencia, nos habla de una victoria
distinta sobre tantas muertes -frustraciones- prematuras. Hay una plenitud por encima que mantiene la
esperanza incólume: toda muerte es semilla de un futuro mejor.

8. El descubrimiento de un carisma

La elección de este camino no es una posibilidad ofrecida a todos. Justificar esta forma de vida,
tan brevemente señalada, no es suficiente para sentirse comprometido con ella. En el campo de las
opciones más fundamentales, como la profesión y el amor, no bastan las puras ideas. Nadie se enamora
por las razones que se afirman con posterioridad para explicar el hecho. Se quiere a una persona porque
uno ha descubierto algo que permanece oculto y sin relieve para los demás. Y es que en todas las grandes
decisiones de la vida juega un papel mucho más importante la dimensión afectiva que la puramente
racional. Cualquier tipo de vocación se constata fundamentalmente por los sentimientos interiores que
le hacen a cada uno descubrir que una determinada opción le resulta válida y positiva. Esta consistencia
personal, cuando no está motivada por factores inconscientes, produce el bienestar y la sensación del
que se encuentra a gusto y encajado en el compromiso con una tarea.
Algo parecido podríamos decir del celibato. Se pueden comprender intelectualmente las razones
que motivan su existencia, pero permanecer fríos e indiferentes cuando se trata de su aceptación.
Descubrir su sentido personal, como opción válida para una vida en concreto, es producto exclusivo de
una revelación: "No todos entienden este lenguaje, aquellos a quienes se les ha concedido" (Mt 19, 11).
Experimentar con la cabeza, y sobre todo con el corazón, que vale la entrega definitiva a este valor,
como es válida la entrega matrimonial que se hace a otra persona, es indicio de que se ha recibido este
carisma especial. En este caso la invitación de Cristo es categórica: "Quien pueda entender que entienda"
(Mt 19, 12).
El mismo problema del celibato sacerdotal no puede plantearse desde otra perspectiva. Hablar de
una ley que se impone a los clérigos de la Iglesia latina me parece un vocabulario inexacto e inaceptable.
Nadie puede obligar a un género de vida que tiene que ser, por su naturaleza, carismático, pues una
obligatoriedad que naciese de la ley resultaría demasiado molesta. Y aquí creo que puede encontrarse la
raíz de algunas crisis y dificultades. El hecho de tener una vocación clara al sacerdocio no significa, por
ello, poseer el carisma de la virginidad. Lo mismo que se intenta discernir los signos de la llamada al
sacerdocio, habría que descubrir también si existen las señales de ese carisma. Aquella persona que se
ordenara de sacerdote y aceptara el celibato como una mera condición o requisito necesario tendrá
necesariamente que sentir lo imperfecto de su elección. Sin una auténtica vocación previa hacia la
virginidad, la Iglesia romana no quiere otorgar el ministerio a los candidatos al sacerdocio.
Se podrá discutir si es conveniente o no mantener la exigencia de un verdadero carisma para poder
ser ordenado, pero en caso positivo el sacerdote tendrá que experimentar la llamada virginal lo mismo
que siente su vocación al sacerdocio. Esto significa, como es lógico, que la Iglesia latina, entre las
posibles vocaciones que pudiera tener, sólo quiere aquellas que sienten, además, esta segunda vocación
hacia el celibato. Aunque las razones de esta limitación pudieran ser discutibles, si la Iglesia cree
conveniente esta condición, ya no se podrá hablar de una ley o de una imposición obligatoria, sino de
una opción libre y descubierta por el valor mismo de la virginidad.
Pablo VI manifestó con plena claridad este mismo pensamiento:

"Ciertamente, el carisma de la vocación sacerdotal, enderezado al culto divino y al servicio religioso y pastoral
del pueblo de Dios, es distinto del carisma que induce a la elección del celibato como estado de vida consagrada;
mas la vocación sacerdotal, aunque divina en su inspiración, no viene a ser definitiva y operante sin la prueba y
la aceptación de quien en la Iglesia tiene la potestad y la responsabilidad del ministerio de la comunidad eclesial;
y por consiguiente, toca a la autoridad de la Iglesia determinar, según los tiempos y los lugares, cuáles deben
ser en concreto los hombres y cuáles sus requisitos, para que puedan considerarse idóneos para el servicio
religioso y pastoral de la Iglesia misma" (El celibato sacerdotal, ne 15).

9. Virginidad y matrimonio

Si se acepta el matrimonio y el celibato como dos funciones diferentes y complementarias dentro


de la Iglesia, la superioridad de uno u otro estado aparece como una cuestión accidental y de bastante
poco interés en nuestros días. Ambas vocaciones hay que vivirlas como exigencias necesarias a la vida
cristiana, evitando el orgullo sutil de la exclusividad o mayor importancia de alguna de ellas.
La tradición ha insistido en la superioridad del estado virginal sobre el matrimonio. Postura que
parece lógica cuando la valoración de la vida conyugal partía de unos presupuestos negativos, como
hemos visto. Aunque la doctrina se haya repetido desde Trento hasta épocas recientes, creemos mucho
más positiva la postura del Vaticano II, que ha querido prescindir, según parece, de una confrontación
en términos comparativos. Al menos, es significativo que, en algunos de sus documentos, al tratarse
sobre el tema, no se hayan citado los textos clásicos que podrían haberla confirmado.
Siempre se ha estado de acuerdo en que la mayor perfección depende de la caridad personal y que
cada uno debe seguir la vocación a que Dios le tiene destinado. Esto es lo principal y lo más importante.
El otro planteamiento comparativo, explicable en otras circunstancias diferentes, no tendríamos por qué
subrayarlo. La virginidad sigue teniendo pleno sentido, sin tener que mirar desde arriba la vocación de
otros cristianos, que pueden seguir también con plenitud la llamada de Dios.
Con todo lo que hemos dicho es difícil convencer a una persona del valor del celibato, si
previamente no se ha sentido seducida por la invitación del Señor. En los que ha resonado esta llamada,
el recuerdo de estas ideas podrá servirles para renovar con alegría y agradecimiento su consagración.
Los otros podrán comprender, al menos, que semejante opción es válida y razonable. Pero si el amor
matrimonial debe ser una ocasión propicia para la apertura al otro y, en cierto sentido, un camino normal
para la maduración psicológica, ¿no sería el celibato una especie de mutilación, la causa de los
desequilibrios de muchos célibes con todas sus consecuencias? Es una idea bastante extendida en ciertos
ambientes, como si la renuncia a la experiencia afectiva de la conyugalidad y al ejercicio del sexo, con
todas las gratificaciones que comporta, fuera ya indicio de una cierta rareza o condujera inevitablemente
hacia otros desequilibrios psicológicos.

10. Constatación de una realidad

Mucho mejor que responder a esta pregunta con elucubraciones y teoría abstractas, se impone una
constatación nacida de la experiencia, que no conviene olvidar para evitar exageraciones de cualquier
índole. Nadie puede negar la pobreza psicológica de algunos célibes que no han sabido evolucionar, por
las condiciones características en que han vivido, hacia una maduración afectiva. Hay conductas que
revelan manías, compensaciones, reacciones infantiles, lejanía e insensibilidad ante problemas
humanos, con otras múltiples manifestaciones del que no ha desarrollado su riqueza interior y su mundo
sensible y afectivo. A pesar de sus esfuerzos, buena voluntad e, incluso, de una vida entregada y piadosa,
no constituyen ningún modelo de armonía e integración personal. Pero sería cerrar los ojos no querer
darse cuenta de que también en el matrimonio es posible encontrar desequilibrios, rarezas y neurosis
más o menos compensadas. Basta muchas veces el conocimiento superficial de algunas parejas -y aun
más, cuando se penetra en intimidades que no se detectan por fuera para descubrir múltiples actitudes
regresivas e inmaduras de tantas personas que se quedaron a mitad de camino en su proceso de
evolución.
Lo mismo que sería injusto ignorar la riqueza humana de muchos célibes, que han sabido explotar
al máximo sus capacidades afectivas y psicológicas, aun viviendo en unas circunstancias, como diremos
enseguida, donde se hace más difícil su maduración. Esto demuestra la dificultad de una confrontación
objetiva para ver dónde, de hecho y en teoría, se alcanza un equilibrio mayor. Si tanto en uno como en
otro estado existen personas con un psiquismo excelente, normal, pobre o patológico, esto significa que
no es tanto el género de vida cuanto la situación individual de cada uno lo que facilita o entorpece su
propio desarrollo evolutivo. La renuncia al amor conyugal o al ejercicio del sexo no son por sí mismas
determinantes de ninguna anomalía psíquica o de conductas cercanas a lo patológico. De la misma
manera que la vida sexual y el matrimonio no sirven de terapias eficaces para la curación de todos los
conflictos.
Hay que reconocer, sin embargo, que la vida celibataria constituye un camino más difícil y
arriesgado para el proceso de maduración. Si el amor es un elemento decisivo para el equilibrio
psicológico de la persona, en este género de vida se renuncia a la experiencia humana de la
conyugalidad, la más rica y densa que se puede tener. En el cariño de la pareja, cada uno encuentra en
el otro su complemento más adecuado y le hace sentirse como ser único y exclusivo. Una gratificación
amorosa, que repercute en todos los niveles de la personalidad, para enfrentarse a la vida con una dosis
básica de plenitud y optimismo,
11. Ambigüedad de una renuncia afectiva

Ser célibe implica, en el fondo, la aceptación de un cierto vacío o soledad que nada ni nadie llega
a suplir, ni siquiera la vivencia más profunda y cercana de Dios que se mueve en otras coordenadas
diferentes. Ya sé que en el corazón de cualquier ser humano anida siempre una nostalgia de más, que
impide la satisfacción absoluta y definitiva, como si la felicidad que se busca no dejara de ser un sueño.
Aun en el abrazo más profundo de los cónyuges queda espacio abierto a un deseo mayor que nunca se
sacia por completo. Una herida oculta que, como es lógico, se hace mayor en la persona que no goza de
las gratificaciones conyugales.
Un corazón pobre y vacío no deja de poseer una riqueza extraordinaria. Las familias y los pueblos
más despojados de bienes suelen ser también más acogedores, generosos y solidarios. Como no tienen
mucho que ofrecer, se entregan con mayor facilidad y comparten con gusto su misma pobreza. Esa
penuria interior del corazón, que no se ha visto compensado por la fuerza de un amor peculiar, lo puede
hacer más libre y abierto al no sentirse cogido por nada especial, más comprometido por estar desligado
de otros lazos, más trasparente y sensible frente a otras soledades ya que sabe lo que significa caminar
sin ciertas ayudas. El peligro radica en que esa falta de alimentación afectiva termine provocando una
anemia que lo vuelva frío, indiferente, insensible, cerrado sobre sí mismo. Y cuando se esclerotiza la
sensibilidad, el juego afectivo que entabla las relaciones y vincula a las personas, desaparece, o se intenta
espiritualizar tanto que parece falso y postizo.
En otras ocasiones, se busca superar la anemia con demandas más o menos inconscientes que sirvan
de verdadera compensación. El que no se reconcilia con la pobreza del célibe, andará pidiendo limosna
para poder por fin colmarla. Lo peor es que como no puede mendigar claramente, porque su identidad
se lo impide y hasta le resulta vergonzoso reconocerlo, sus mensajes se transmiten con formas neutras,
en apariencia, pero llenas de un contenido más provocador. Hay maneras muy sutiles de actuar o
comportarse que despiertan, sin pretenderlo explícitamente, las respuestas que se buscan y de las que el
propio individuo se escandaliza y asusta, cuando llegan a darse, como si él no hubiera sido el verdadero
causante. Si este ayuno de la virginidad no se hace conscientemente, habrá siempre un hambre interior
que necesita saciarse en cualquier momento. Bajo ciertas ingenuidades están latiendo, a veces, otras
búsquedas no tan buenas e inocentes.
La libido insatisfecha puede encontrar otras salidas, ajenas incluso al ámbito sexual. No se anda
mendigando el amor para llenar los huecos afectivos, pero se intenta suplirlo con otras múltiples
indemnizaciones que alivien su ausencia. El apego a pequeñas riquezas, el ansia de posesión y avaricia,
el deseo de dominar e influir sobre los otros, la necesidad de sentirse admirado, consultado e influyente,
el llamar la atención de alguna manera, etc., son dinamismos presentes y necesarios en cualquier
sicología , pero que pueden acentuarse con exceso en la persona que no se siente satisfecha, adquiriendo
un significado distinto. El trabajo profesional y hasta el ministerio apostólico se viven, entonces, como
una forma de apagar con el éxito la desazón e inquietud interior. La conducta externa será muy digna y
evangélica, pero no hay que ver las simples apariencias, sino la motivación de fondo que las impulsa.

12. Un resto que no se resigna

No hay que olvidar tampoco, en segundo lugar, que el equilibrio conseguido no es una conquista
definitiva y estable, ni se alcanza de forma completa, sin otros desajustes que influyen sobre el control
de la libido. Ya vimos cómo la integración del impulso sexual es fruto de un itinerario que no siempre
se recorre sin conflictos. Diversos condicionamientos de todo orden pesan sobre la conducta de las
personas, dificultando, en un grado que no es fácil valorar, su dominio responsable. La creencia de que
todo está integrado nace más bien de un narcisismo idealista que pretende ignorar otras zonas más
ocultas y encubiertas. En el fondo, queda siempre algún resto sin pacificar o que se rebela y protesta por
las continuas exigencias impuestas.
Esta amenaza común a cualquier persona se acentúa más en el célibe que renuncia definitivamente
a un mundo atrayente y que, a lo mejor, ni siquiera ha conocido de cerca. Ser virgen no significa haber
matado la llamada incesante del deseo que le gustaría abrirse a nuevas experiencias inéditas o recuperar
lo que había abandonado. Aunque se esfuerce y quiera vivir en coherencia con su vocación, la carne,
como símbolo de la dimensión más humana y sensible, no se resigna a perder la primacía que se le
niega. En ciertas épocas o momentos se eclipsa y serena, pero puede volver a gritar de nuevo, sin darse
jamás por vencida, como si no se resignara a permanecer para siempre en silencio. Una inquietud que
se manifiesta, a veces, en el mundo del sueño, de la fantasía, del hambre interior, de la nostalgia, de la
curiosidad, que no se integran por el mandato del propio querer.
La renuncia permanente a esas llamadas, que la persona casada no experimenta con tanta fuerza,
exige por parte del célibe, que desea vivir en coherencia con su consagración, la capacidad de controlar
unas pulsiones que nunca quedarán satisfechas. La búsqueda de alguna compensación amenaza siempre
como una alternativa atrayente. Decir que no, incluso cuando las posibilidades se presentan, requiere un
temple psicológico que no se hace tan necesario en otros estados de vida. Tales condicionantes, como
cualquiera puede comprender, hacen más difícil un equilibrio y control que en la persona casada.
Por otra parte, la persona normal encuentra un doble punto de apoyo para sostener su bienestar
interior: el amor del hogar y su profesión. El éxito en cualquiera de estos campos es suficiente para
mantener un equilibrio psicológico, que desaparece de ordinario en la persona hundida y fracasada.
Cuando alguno de ellos se quiebra, siempre queda otro recurso que impide el derrumbe total. La
situación del célibe se encuentra menos protegida. Ha renunciado al calor de la familia para poner su
cariño y su corazón en una tarea apostólica.
Podría decirse que su dimensión afectiva está profundamente vinculada con su trabajo y que su
actividad se explica y condiciona por ese talante afectivo. De ahí que las frustraciones de su vida
repercutan en ambos campos sin posibilidades de separación.
En estas ocasiones, la imaginación tiene siempre el peligro de idealizar lo que no se disfruta, pues
nadie se resigna a pactar con el realismo doloroso y limitado de la existencia. La tentación en este caso
es la misma para todos. El matrimonio es la felicidad vista desde el celibato fracasado, lo mismo que la
vida sacerdotal o religiosa se llega a convertir en el paraíso de algunos matrimonios conflictivos.
La ilusión engañosa, sin embargo, se repite con más frecuencia entre los célibes. El casado soñará
más bien con otra alternativa mejor o, incluso, que hubiera preferido permanecer soltero a una
convivencia tensa e insoportable. Pero para el virgen, en cualquier momento desagradable y apurado,
que no han de faltar, el cariño compartido con una persona a todos los niveles se vivencia como el alivio
y drenaje más adecuado. Nacen unas expectativas tan encantadoras que ocultan otros muchos datos de
la situación.
Es verdad que, cuando se renuncia a él, el matrimonio soñado aparece como un ideal casi perfecto.
Nadie piensa haber renunciado a un amor con límites y desajustes, sino a una experiencia humana, la
más grande y seductora que se puede ofrecer. La comparación entre la realidad que se vive y el mundo
imaginado se hace, entonces, demasiado hiriente y cruel. Para estos momentos se requiere una visión
más realista y adecuada, sin dejarse engañar por falsas ilusiones. En cualquier situación hay siempre un
margen que frustra, que no responde a la esperanza programada, que destruye el proyecto infantil.
Reconocer la realidad, sin idealismos, impide otras seducciones peligrosas, que fomentan la nostalgia
oculta de un paraíso perdido.

13. Los caminos para la maduración:


una triple renuncia

Ningún célibe puede ser maduro y equilibrado si no fuese capaz psicológicamente de hacer feliz a
otra persona en el matrimonio. La virginidad no debería estar reservada para los fracasados en el amor
por limitaciones personales, como tampoco debería casarse ninguna pareja por ciertas necesidades o
exigencias falsas o inconscientes. El servicio a Dios no tiene que realizarse con psicologías taradas,
aunque sea posible en ellas una entrega muy auténtica y sobrenatural. Si el perfil humano del virgen
tuviera que estar siempre destrozado, habría que preguntarse con seriedad si esta elección vale la pena
y resulta cristiana.
Ahora bien, una renuncia como ésta no se integra sin conocer y aceptar lo que ella exige y a qué
compromete. El punto de partida tendría que ser, pues, la libre aceptación voluntaria de lo que significa
la virginidad: la renuncia a la más bella y profunda de las experiencias humanas. En el fondo, aunque
expresada ahora de forma negativa, es vivir para siempre con una cierta soledad básica, que nada ni
nadie podrá nunca llenar. Esto lleva consigo una triple negativa.
Hay un primer vacío de todo lo que dice relación con el ejercicio de la sexualidad. La continencia
priva de unas gratificaciones que, cuando se viven de una manera armónica y positiva, constituyen un
importante factor de equilibrio y felicidad. El placer compartido es un lugar privilegiado para dar salida
a otras pulsiones arcaicas, primitivas e insatisfechas que, de no encontrar este cauce, podrían hacerlo
con otras manifestaciones más peligrosas. Se convierte, además, en el lenitivo de muchos problemas y
compensa de alguna manera la fatiga y el aburrimiento que provoca con tanta frecuencia la vida. Como
es posible también que nunca lo haya gozado en su expresión más profunda -e incluso aunque se haya
acercado a él de alguna manera-, o se decide conscientemente que el no es definitivo o quedará por
dentro aletargada la curiosidad de un posible conocimiento, que se conserva con una cierta ilusión
implícita, como el que no se arriesga a una negativa total.
Un segundo aspecto de mayor importancia consiste en la ausencia del compañero con el que
compartir la vida entera y sentirse privilegiado como sujeto de un amor único, exclusivo y totalizante.
La soledad humana descubre aquí su remedio más oportuno. El encuentro definitivo con el otro, en todos
los niveles de la existencia, es un remanso de fortaleza, dinamismo y bienestar. En medio de las
dificultades y problemas queda un espacio reservado para recuperar la ilusión y la alegría. Es el
maravilloso sentimiento de que todo tiene sentido, porque la felicidad se hace posible con el cariño que
se comparte y experimenta. No es raro que al pasar el ecuador de los años -los antiguos designaban esta
etapa como el diablo meridiano- se produzca un cierto tedio y monotonía existencial, precisamente en
el momento en que muchas cosas se vienen abajo y el realismo penetra en el alma, sin las ilusiones e
ingenuidades de otros tiempos.
La búsqueda de alguien que, como refugio mutuo y compañía amorosa, compense el mundo
solitario se añora, en esos momentos, con mayor urgencia que la misma gratificación sexual. Diversas
circunstancias, que disminuyen las resistencias personales, hacen más proclive esta búsqueda hacia el
amor y la compañía privilegiada, en un contexto social donde tales encuentros se facilitan. La
participación común en los misterios de dolor y gozo hace de la pareja un pequeño remanso de fortaleza,
dinamismo y bienestar. El epitafio de Adán sobre la tumba de Eva deja de ser ficción literaria de un
novelista para convertirse en realidad: "Donde quiera que estuvo ella, estuvo el paraíso", Y el virgen no
tiene este aire único, que refresca y tonifica el duro desierto de la vida.
Finalmente no podemos olvidar tampoco que el instinto de paternidad es una nostalgia escondida
en el corazón del hombre y más todavía en la mujer. El hijo, aun sin ser un reflejo del narcisismo paterno,
despierta poder e iniciativas creadoras, y completa de alguna manera el ansia de permanencia y sucesión.
Detrás queda alguien por quien valió la pena el esfuerzo y ayudó a enfrentarse con tantas muertes -
incomprensión, rebeldía e independencia de los propios ideales- antes de la última y definitiva. Si
además constituye un triunfo, el retiro hacia la vejez se hace mucho más soportable.

14. Análisis de la propia realidad

Comprometerse con el celibato supone, pues, la marginación seria y gozosa de estos elementos,
que facilitan de ordinario el éxodo de nuestro caminar por el mundo, y el convencimiento íntimo de esta
posibilidad en las circunstancias concretas y personales del individuo. Por ello se requiere, como
segunda condición para madurar, un discernimiento honesto de la situación en que cada uno se
encuentra, y que posibilita llamar a cada cosa por su nombre. Esta actitud de honradez y sinceridad
consigo mismo es imprescindible para evitar los múltiples engaños y autojustificaciones, que evitan el
enfrentamiento con la propia verdad.
El peligro que existe en este caso nace, porque no interesa conocer los deseos, tendencias, ilusiones,
curiosidades y anhelos más íntimos, por miedo a despertar un sentimiento de culpa y destruir con ello
la buena conciencia que se quiere mantener. Entonces la persona se contenta con una imagen ilusoria y
narcisista de un yo virgen, cuando el fondo no queda tan limpio y transparente como piensa. Con el
riesgo, además, de que todo ese mundo desintegrado encuentre salidas falsas y se revele bajo otras
manifestaciones en apariencia más inocentes y virtuosas. Toda maduración tiene que partir de un análisis
sincero de la propia realidad, cuyo encuentro no siempre resulta agradable.
El equilibrio de la virginidad, por otra parte, no resulta siempre estable y definitivamente adquirido.
La evolución hacia la madurez exige un cambio permanente, con sus correspondientes crisis para irse
adaptando a las nuevas exigencias personales, como sucede también en la biografía del amor
matrimonial. Cuando la vida descubre con realismo lo que significa la promesa hecha como un proyecto
lejano, hay que repetirla de nuevo con una dosis mayor de autenticidad, eliminando lo mucho de
imaginario que al principio existía. Ser fiel consiste precisamente en la respuesta y acomodación a las
circunstancias presentes, dentro de la misma orientación fundamental.
Es normal, por tanto, que muchas ilusiones se rompan y aparezcan determinados conflictos o surjan
con fuerza ciertas necesidades, que habían permanecido demasiado silenciosas. No hay que asustarse
por la irrupción del deseo insaciable que quisiera acercarse a lo prohibido. Ser casto no consiste en haber
matado las tendencias de la carne o verse libre de sus llamadas más o menos clandestinas, sino que
radica en conservar la lucidez y no ceder a sus insinuaciones, aunque la sensibilidad se agudiza a veces
de tal manera que desborda al poder de la voluntad. Lo mejor, entonces, no es dejarse llevar por las
racionalizaciones, que justifican otras experiencias inéditas en la vida virginal. Es el momento de la
reflexión sincera para recordar el significado del compromiso y, sin temor por los errores, fallos y
equivocaciones -que también pueden convertirse en una experiencia positiva-, volver a una conducta
coherente. Las situaciones irreversibles, en la hipótesis de una auténtica llamada, son de ordinario
consecuencia de una actitud prolongada donde ha escaseado la luz o la decisión.
Es posible, incluso, que problemas de diversa índole surjan en determinados períodos cruciales. La
integración de la libido, aun en los casados, no se consigue desde el comienzo y exige un esfuerzo
permanente. Por eso hay que superar el peligro de un narcisismo perfeccionista que está obsesionado
por alcanzar la maduración plena. Con frecuencia se crea un yo ideal al que se sacrifican los mejores
esfuerzos y las mayores energías con tal de conseguirlo. El margen que siempre queda entre la
perfección soñada y la realidad vivida es el terreno abonado para tantos desencantos y frustraciones, que
dejan por dentro el dolor y la amargura del fracaso. La madurez tiene siempre un idéntico punto de
partida: la difícil reconciliación amorosa con las propias limitaciones.
Es verdad que Dios no quiere el fracaso de nuestro proyecto, pero se hace también presente entre
el cansancio y las equivocaciones del ser humano. Sin éxitos completos en la plenitud deseada y entre
las ruinas aparentes de un perfeccionismo destrozado, hay espacio para una entrega y un amor muy
profundos, que no tienen ya su objetivo puesto en la imagen ideal del propio yo. El único camino para
encontrarlo no exige sentarse en el trono de la perfección personal, sino esperarlo a que se acerque,
cuando nos hace sentir la incapacidad, el desconcierto y la propia impotencia.

15. El valor de la experiencia afectiva

Supuestas estas condiciones -aceptación de lo que significa el compromiso, y reconocimiento y


reconciliación con las limitaciones personales-, el tema de la amistad adquiere una importancia
extraordinaria en la vida del célibe. Renunciar a la conyugalidad no significa cerrarse al amor. Es más,
el que nunca haya tenido una experiencia semejante ha perdido sin duda una posibilidad de maduración.
Nadie alcanza un equilibrio humano suficiente, por muy santo que pueda ser en lo religioso, si no ha
descubierto lo que significa amar a una persona.
Una continencia que elimine la sensibilidad resulta demasiado enfermiza, destruye múltiples
valores y fomenta una serie de rarezas y comportamientos extraños, pues el corazón queda duro y reseco
por una falta de riego afectivo. Sin creer que sea patrimonio exclusivo de los célibes, es evidente que
algunas manifestaciones de esta sequedad -rigorismo, incomprensión ante problemas humanos,
reacciones infantiles, deseo de dominación, inflexibilidad... y hasta el mismo trabajo desenfrenado como
excusa- pueden darse en ellos con mayor propensión. El aprendizaje del amor por la vereda de los
encuentros personales es un punto de orientación para todo el mundo. De ahí que el tema de la amistad
y la importancia de la vida comunitaria sean factores importantes para esta maduración.
La misma relación afectiva heterosexual no hay por qué rechazarla como elemento de equilibrio y
maduración. El recelo excesivo de otras épocas, que superaba la prudencia imprescindible, no sé si ha
tenido un precio demasiado caro, aunque haya fomentado la continencia. Un ambiente de mayor
naturalidad parece mucho más sano y enriquecedor, sin negar, como enseguida veremos, sus posibles
riesgos.
En la vida celibataria se da una renuncia al ejercicio de la genitalidad, pero ello no significa
marginar la dimensión sexuada de cada individuo que se manifiesta y actualiza en las relaciones con el
otro sexo. La llamada recíproca, complementaria y enriquecedora forma parte de cualquier encuentro
entre hombre y mujer, donde la ternura, la confianza, la simpatía, el cariño, la sensibilidad se pueden -
y hasta se deberían- hacer presentes. La persona madura está capacitada para vivir esta relación con una
espontaneidad sana, sin que se mezcle necesariamente con otros elementos genitales. Ahora bien, como
la frontera entre lo sexual y lo genital no está siempre bien delimitada, es posible que ciertas expresiones
sexuales se encuentren motivadas por una dinámica genital oculta y sutil, que no interesa por el momento
reconocer hasta que un día se manifiesta con claridad. El proceso de gestación inconsciente se venía
desarrollando con antelación, aunque el sujeto prefería conservar la ignorancia o una ingenuidad
demasiado interesada.
Estar atentos a este riesgo no implica fomentar el miedo, la sospecha o la desconfianza, sino insistir
en la necesidad de este conocimiento interior, indispensable para la integración y madurez en el celibato.
El sacerdote, en concreto, representa un papel singular en el juego de las relaciones afectivas. Como a
confidente y consejero, se le pueden revelar los secretos más íntimos, incluso sobre temas delicados,
que a ningún otro se le comentan. Su capacidad de escucha y sintonía es apta para despertar
vinculaciones más profundas, sobre todo cuando el confidente -o él mismo- se halla desamparado o con
dificultades en el mundo afectivo. Es como el descubrimiento de un ideal soñado que aún no se encontró
en la realidad. Suscitar su interés y cariño late con frecuencia en el inconsciente, pues supone el gozo
de una conquista especial por su condición sagrada.

16. La amistad privilegiada

Más allá de estas relaciones normales, es posible también la experiencia de una amistad
privilegiada. El tema es delicado y se presta a tantos equívocos que algunos preferirían silenciarlo para
no fomentar un camino que juzgan demasiado peligroso, pero me parece que hay que plantear el tema
con honestidad y realismo.
El célibe no se orienta por el camino de la conyugalidad, pues renuncia a compartir la vida en
plenitud con otra persona, pero experimentar un amor, que le llevaría, incluso, en circunstancias
normales hasta el matrimonio, no supone una ruptura de su consagración. Ser virgen y estar casado,
aunque sea nada más que con vinculaciones afectivas, son realidades que se excluyen, pero lo
característico del matrimonio es hacer a la otra persona el centro de gravedad, que determina y especifica
la propia existencia.
En este caso, semejante afecto no tiene por qué suponer una pérdida de autonomía y libertad, un
nuevo esquema de valores y preferencias en su trabajo, ni un paso atrás en su compromiso anterior. Sabe
lo que ha prometido y mantiene su palabra. Sólo que ahora puede vivirla con una renovada ilusión y en
una acción de gracias. La historia y la experiencia ofrecen abundantes testimonios y documentos.
A veces se afirma, como un argumento para rechazar esta posibilidad, que todos los abandonos de
la vida religiosa o sacerdotal están motivados por problemas afectivos. La realidad, sin embargo, no
responde siempre a esta suposición. Es posible que un fuerte sentimiento destruya una verdadera
vocación, cuando se ha hecho demasiado intenso y faltan fuerzas, energías e ilusiones para mantener el
compromiso. Pero la experiencia demuestra que tales problemas afectivos no son muchas veces los que
la aniquilan, sino que nacen precisamente porque la firmeza y el convencimiento de la llamada estaban
ya muy debilitados. Por ello no es fácil saber con claridad, en ocasiones, cuál ha sido la causa y cuál la
consecuencia o efecto. En cualquier hipótesis, se trata de un terreno resbaladizo en el que se requiere
una suficiente lucidez y una dosis grande de honestidad.
Sin embargo, sería ingenuo e injusto no señalar, al mismo tiempo, los riesgos y equivocaciones que
la vida nos enseña. Admitir en teoría que la amistad, incluso la más profunda, es buena y enriquecedora
no debería servir de justificación para ocultar una serie de equívocos, cuyas consecuencias no se
constatan hasta que la situación se hace crítica o irremediable. Es muy difícil superar los engaños cuando
las relaciones se hacen demasiado interesadas, y son muchas las motivaciones ocultas que dinamizan el
mundo afectivo. Lo que había comenzado como una experiencia tan buena y extraordinaria termina
donde nunca se había soñado ni pretendido llegar. La pena es que semejantes justificaciones falsas
suelen captarse, desde fuera, por otras personas antes que por los propios interesados.
Creo que la única manera de afrontar el problema con eficacia es recordar algunos criterios básicos,
que puedan iluminar la conducta del que desea vivir en coherencia con su vocación.

17. La pobreza bienaventurada de un amor


Hay un presupuesto de base que nunca se debería olvidar: el amor del virgen será siempre el de
una persona pobre, impotente, cuya expresividad queda limitada por su compromiso anterior. Ser
eunucos, como afirma el Evangelio, no hace referencia a un dato biológico, sino a la libre aceptación de
lo que ya hemos dicho que significa la virginidad. No es posible el tipo de entrega propio de los
cónyuges, porque ya se ha ofrecido la vida por un camino diferente. El cuerpo, además de estar
consagrado por el bautismo, queda entregado a Dios por una vinculación especial. Si la amistad, el
cariño y todas sus manifestaciones hacia los demás se regulan en el matrimonio por el compromiso
previo con el propio cónyuge, aquí también cualquier gesto debe recordar la promesa anterior que se ha
hecho. Toda vinculación afectiva debe mantener, por tanto, esa lejanía que nace del compromiso
adquirido y que impide donar a otro lo que no nos pertenece. No es la falta de cariño o su poca fuerza
lo que impide una mayor donación, sino el hecho sencillo de no poder dar aquello que no es de uno, ni
ya le corresponde.
Por eso una relación así participa del misterio doloroso de la cruz, porque supone el silencio de un
lenguaje que de alguna manera separa y mantiene distancias, pero al mismo tiempo se experimenta la
bienaventuranza de una pobreza, que termina enriqueciendo y recrea el corazón. Un buen signo para ver
si este despojo se va realizando es reflexionar sobre la libertad y autonomía que se mantiene o, por el
contrario, si son muchos aún los vínculos que encadenan e impiden un control de las reacciones y un
respeto de los límites establecidos.
No es inútil alertar de nuevo sobre los múltiples engaños posibles, cuando se vive una situación
afectiva tan gratificante e interesada. Los comienzos, además, suelen ser bastante positivos hasta para
el trabajo apostólico y la vida espiritual. Se trata de una experiencia gozosa que reanima las ilusiones,
despierta nuevas esperanzas, afronta mejor las dificultades y conflictos de siempre, suaviza las
tensiones, e incluso facilita el encuentro con Dios.

18. Un reconocimiento honesto de la propia situación

Conviene, sin embargo, estar vigilante sobre el desarrollo del proceso, una vez que ha pasado la
primera etapa de euforia, cuando el amor empieza a exigir espacios de tiempo más prolongados y un
clima de intimidad excesivo en el que los otros aparecen siempre como unos intrusos.
También el cuerpo hace acto de presencia para achicar la lejanía física de personas que no se sienten
espíritus angélicos y que empiezan a encontrarse movidas por sentimientos y deseos que no siempre
consiguen controlar. Son momentos que se viven como una cierta aventura, sin saber cuál será el fin, y
en los que a lo mejor se andan los primeros pasos por caminos que nunca se habían imaginado.
Hay justificaciones demasiado ambiguas que tranquilizan aparentemente, aunque en la distancia y
con mayor objetividad tampoco satisfacen por completo. Los mismos errores y equivocaciones pueden
ayudar, entonces, a un deseo de clarificación para reconducir un proceso, que se iba desviando, hacia
una coherencia mayor. En otros casos, el final se hace imprevisible, aunque la solución no se pueda
valorar con idénticos criterios. Incluso cuando la vuelta atrás se hace irreversible, como acontece en
algunas situaciones, la responsabilidad corresponde más a este período primero de gestación, donde
faltó lucidez y fortaleza, que a la decisión última que ya estuvo demasiado condicionada.
En tales circunstancias, por otra parte, habrá que tener también muy en cuenta la situación de la
otra persona, que puede ser bastante diferente a la que uno está viviendo. A lo mejor el sujeto se cree
con fuerzas y garantías suficientes para superar momentos delicados y conserva un convencimiento
profundo de fidelidad a su vocación, pero está creando en el otro un estado cada vez más insostenible,
porque su sicología personal o el momento que atraviesa lo coloca en una posición muy incómoda y
delicada. Se anudan unos vínculos que para él resultan insuperables, aunque para el primero no le
impidan seguir su camino adelante. Fomentar y mantener una relación que personalmente parece inocua
y placentera, sin querer darse cuenta del daño y destrozo que se está provocando, es un comportamiento
irresponsable y perverso, a pesar de la aparente inocencia con que se acepta. Hay que observar muchas
veces las cosas desde fuera para comprender con realismo el dolor y hundimiento infligido.
Es posible, incluso, que alguno se quiera mantener fiel al compromiso primero o deseara retroceder
hacia una relación menos intensa, pero su propósito resulta ineficaz, cuando descubre que semejante
tentativa comporta una pena y sufrimiento tan grande en el otro que se siente incapaz de hacerlo
desgraciado para siempre. El sentimiento de que Dios mismo no puede permitir ese abandono aflora y
se explícita con frecuencia, haciendo más confusa la respuesta. La pregunta, tal vez, habría que enfocarla
hacia el pasado: ¿quería Dios que se llegara a esta situación?

19. Ayuda en el proceso de clarificación

Por todo lo dicho hasta ahora, se deduce la importancia de confrontar la propia experiencia con un
consejero, como ayuda inestimable en el proceso de clarificación. El hecho mismo de estar dispuesto es
un signo de transparencia y sinceridad, pues no resulta fácil este tipo de manifestaciones por diversos
motivos. Se trata de una vivencia tan íntima, singular y personalizada que ninguno se atreve a comunicar,
como si nadie pudiera llegar a comprenderla o pareciera una violación compartirla, aunque se mantenga
el anonimato del compañero.
Es verdad que estos problemas no son para exponerlos en público, ni siquiera dentro de una vida
comunitaria, pero sería bueno estar convencido de que no basta fiarse de la buena voluntad o del sentido
común, ya que la dinámica afectiva presente suele jugar malas pasadas, además de que la inexperiencia
facilita los errores. Por desgracia es frecuente que se acuda cuando el problema se ha complicado en
exceso y la solución, aunque fuera asequible, se torna más dificultosa.
El papel del testigo, sobre todo en estos casos, no consiste en prohibir o consagrar, como si él
tuviera que imponer una decisión negativa o favorable. En este campo, es muy difícil aceptar un consejo
ajeno del que no se está interiormente convencido. Su misión se limita a ofrecer una serie de datos que,
en tales momentos, no se conocen siquiera, se pretenden ignorar o no se objetivan lo suficiente. Los
mecanismos psicológicos que actúan son demasiado fuertes, interesados y complejos para analizar el
problema desde la propia perspectiva. La experiencia del consejero sabrá poner a flote motivaciones
ocultas, indicar signos de verificación y autenticidad, incluir aspectos y circunstancias olvidados,
descifrar ciertas confusiones, hacer más explícito y comprensible lo que se vive pero que no está del
todo clarificado, levantar la mirada por encima de la intensidad presente. Todo, en una palabra, para que
el sujeto afectado sepa decidir con mayores garantías. Con la conciencia, al mismo tiempo, de que no
existen criterios tan evidentes que aseguren de forma absoluta la rectitud de cualquier opción. Quedar
siempre abiertos a la posibilidad de un cambio o rectificación será una postura sensata y aconsejable.

20. El amor posible en el desierto


Por otro lado, es necesario enfrentarse con otra nueva posibilidad. El amor es siempre una ofrenda
y un regalo de la vida que no se puede jamás conquistar ni merecer. Es una experiencia de gratuidad
absoluta, donde juegan muchos factores y, por ello, hay ocasiones frecuentes en las que se capta su
ausencia con un sentimiento de nostalgia profundo. Una amistad auténtica constituye un privilegio del
que no es posible siempre disfrutar, al menos en sus niveles más íntimos. El remedio no es lanzarse
como un mendigo hambriento a la búsqueda y aventura de alguien que llene ese vacío interior. Cuanto
más hambre y obsesión se experimente, más difícil se hace un encuentro maduro, pues semejante
inquietud es ya un síntoma negativo y peligroso. Hay que tener muy claro, por tanto, y aceptar que,
aunque sea una ayuda y enriquecimiento, semejante experiencia afectiva no es necesaria para la
vocación ni para la madurez psicológica. Ésta requiere como primer paso la reconciliación serena con
una verdad, de la que tal vez no se pueda prescindir. A través de las frustraciones, cuando sabe integrarlas
con elegancia, el ser humano prosigue su camino de evolución hacia la madurez, aunque no haya vivido
en las mejores condiciones.
Es más, me atrevería a decir que los valores de esta amistad no producen sus verdaderos frutos,
mientras no se haya uno tragado la posibilidad de una vida solitaria, e incluso experimentado por dentro
el realismo de esta situación. Hay que atravesar el desierto del celibato antes de gozar con la tierra
prometida. El que no ha sido capaz de vivir la soledad de su consagración, difícilmente descubrirá el
rostro de Dios en los ojos de la persona amada. Por eso no estaría mal insistir en los inconvenientes de
ciertas experiencias demasiado primerizas. La amistad, en este caso, tiene el riesgo de ser una
compensación a la añoranza de algo que falta y que no está aún asumido, en vez de ser un encuentro
para compartir la felicidad que ya se disfruta. Sin embargo, aunque no añada ningún elemento esencial
a la gracia de la vocación, nadie tiene derecho a desconocer o despreciar este regalo de Dios, de la misma
manera que tampoco constituye ningún timbre de gloria para poder vanagloriarse.
En cualquier caso, renunciar a una forma concreta de amor no supone ninguna regresión o
estancamiento si las exigencias fundamentales de la persona se alimentan y satisfacen por otros caminos.
Esto significa que la sublimación, en el sentido más pleno de la palabra, es una urgencia para el celibato.
Entiendo por ella el proceso por el cual se ponen al servicio de otras tareas superiores o de otro tipo
aquellas pulsiones que originariamente estaban orientados hacia metas más primitivas e inmediatas.
Cuando el celibato es de tipo religioso, la motivación básica debe tener un fuerte contenido
sobrenatural. El "por mí y por el Evangelio" serán los valores fundamentales vivenciados. Esto no
significa, por supuesto, negar la conveniencia de otras gratificaciones y sublimaciones humanas, para
no caer en un espiritualismo exagerado, como no lo somos en el campo de la alimentación o de otras
necesidades biológicas. Negar las recompensas y consuelos que la vida ofrece es propio de un neurótico
o de un masoquista. El problema reside en la proporción que debiera existir entre ambas, a fin de que
estas últimas no sean las que sostengan un estado de vida que se eligió por otros motivos.
Dicho con otras palabras y sin necesidad de mayores explicaciones: Dios y el Evangelio tienen que pesar
mucho en la vida afectiva del célibe. La renuncia y soledad que comporta, y en la que hemos insistido,
se aceptan a cambio de otra plenitud de signo diferente, que sólo se vislumbra en la experiencia religiosa.
Sin esa relación personal con Dios, la virginidad cristiana se queda a medio camino.

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