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Camino a la Paz interior

(Way to Inner Peace)

Traducción
de Francisco Pérez Ortiz

Transcripación
De H. Pedro Flores Aceves, fms
2012

Populibros La Prensa, 1956.

SOBRE LA OBRA
“La mente moderna ha estado cerrada a Dios desde largo tiempo, pero
hoy parece que Dios ha encontrado Su camino de regreso a ella, como Lo
encontró en los albores del Cristianismo atravesando puertas cerradas”.
Sobre estas bases de optimismo y esperanza ha cimentado el Obispo
Fulton J. Sheen su más reciente libro, CAMINO A LA PAZ INTERIOR. Es una
obra dirigida al mismo gran público que encontró consejo e inspiración en su
anterior libro de esta serie, CAMINO A LA FELICIDAD, publicado también el
año pasado por esta editorial.
La paz interior, nos dice el Obispo, se logra solamente convirtiendo a
Dios en director de TODOS nuestros actos. Y con su acostumbrada brillantez y
sensibilidad, va señalando al través de sus páginas los vitales problemas que
nos afectan, y las soluciones más lógicas para la turbulencia que asuela estos
años, tan llenos de peligro.
Las palabras del Obispo Sheen en este nuevo libro espléndido, entrañan
un mensaje de significado especial para todos. Los consejos sencillos y
prácticos que contiene, derivan su profunda validez de muchos años de
pensamiento contemplativo. Temas tales como Bondad, Felicidad, Virtud,
Conocimientos, Sabiduría y Fe, son tratados con la percepción típica del
hombre que ha dedicado su vida al estudio del anhelo humano de paz
espiritual.
CAMINO A LA PAZ INTERIOR es un libro que interesará sin duda a los
millones de lectores que han encontrado guía segura en los conceptos es idea
de este gran escritor religioso, así como de todo ser humano que busque para
su vida un sentido de seguridad y alegría.

CONTENIDO
SOBRE LA OBRA
PAZ INTERIOR
Capítulo
1. La Vanidad. Enemiga de la paz interna ……… 5
2. Tribulaciones Creadas por Nosotros Mismos . 7
3. Apego a las Cosas Menores …………………. 10
4. Conocimiento sin Verdad ……………………… 12
5. No hay Verdad sin Humildad ………………… 14
6. El deseo ………………………………………... 16

BONDAD
7. La Bondad Requiere Publicidad …………….. 18
8. La Perfección no es Automática …………….. 20
9. Nuestros Vecinos en Apuros ………………… 22
10. Gente que se Cree ‘Buena’ ………………….. 24
11. La Devolución de Objetos Robados ………… 26
12. Hospitalidad ……………………………………. 28

FELICIDAD
13. Alegría y Tristeza ……………………………… 30
14. El Misterio del Sufrimiento ……………………. 32
15. Nuestros Estados de Ánimo ………………….. 34
16. Los Casos Mentales Están Aumentado …….. 36
17. Melancolía ……………………………………… 38
18. La Culpa está en Nosotros Mismos …………. 40

INFLUENCIAS EXTERNAS
19. La Influencia ……………………………………. 42
20. Pan y Reyes ……………………………………. 44
21. Apasionamiento ………………………………… 46
22. Cinco Peces para los Anzuelos Comunistas … 48

VIRTUD
23. Magnanimidad ………………………………….. 50
24. La Falta de Sinceridad …………………………. 53
25. Cuando las Personas Buenas Proceden mal .. 55
26. La Religión es Impopular ………………………. 57
27. Guerras y Rumores Bélicos …………………….59
28. Orgullo y Humildad ………………………………61
29. El Obstruccionismo del mal ……………………. 63
30. Introspección ……………………………………..65
31. Lecturas ………………………………………….. 67
32. La Bondad de los Demás ……………………….69
33. El Esfuerzo Acertado Hacia la Superioridad ….71
34. Edad ……………………………………………… 73
35. Autoengreimiento ……………………………….. 75
36. La Verdad, Ideal Olvidado ……………………... 77
37. Necesidad de la Memoria ……………………… no

SABIDURÍA
38. Saque la lengua ………………………………… 80
39. La Sensibilidad del Inocente ………………….. 82
40. Paciencia ………………………………………… 84
41. ¿Qué ha ocurrido con la razón? ………………. 86
42. Cómo lo Juzgamos todo ……………………….. 88
43. Debemos ser Justos hacia Quienes difieren
de Nosotros ……………………………………… 90
44. Cómo se cierran las Inteligencias abiertas ….. 92
45. Silencio ……………………………………………94

USTED
46. Los Placeres …………………………………….. 96
47. Psicología del Hombre y de la Mujer …………. 98
48. El Lado sombrío de la Bondad ………………..100
49. Cómo se forma el Carácter ……………………102
50. La Memoria ……………………………………...104
51. Facilidad del Error ………………………………106

LA FE
52. Para Quienes Trabajan con Dios ……………..108
53. Desnudez Interior ……………………………….110
54. Zozobras …………………………………………112
55. La Humildad ……………………………………..114
56. El Estado de Ánimo …………………………….116
57. “Cuán Razonable es” (no está copiado) ……. no
58. La Pascua Florida ………………………………118
59. Credulidad de incrédulo ………………………..120

PAZ INTERIOR
Capítulo 1
La Vanidad Enemiga
de la Paz Interna

He aquí algunas sugerencias pasicológicas para adquirir la paz del


alma; nunca se debe alardear; nunca debe hablarse de uno mismo; nunca
debe uno apresurarse a ocupar los primeros asientos en la mesa o en un
teatro; nunca hay que usar a nuestros semejantes para provecho propio y,
sobre todo, debe evitarse dominar a los demás, situándose en un plano de
superioridad sobre ellos.
Todas éstas son formas populares de expresar la virtud de la humildad,
que no consiste tanto en humillarnos ante otros, como en reconocer nuestra
propia pequeñez, comparándonos con la imagen de lo que podríamos ser. La
tendencia moderna es hacia la afirmación del yo, la exaltación del egoísmo,
pisar a los demás para satisfacer nuestro egocentrismo. Ciertamente este plan
de comportamiento no ha producido mucha felicidad, porque mientras más se
ensalza el yo, más miserable se vuelve.
La humildad que da preferencia a los otros, no es muy popular hoy
principalmente porque los hombres han olvidado la Grandeza de Dios.
Expandiendo nuestra minúscula personalidad para llevarla al infinito, hemos
hecho que la verdadera Infinitud de Dios parezca trivial. Mientras menos
conocemos las cosas, más insignificantes nos parecen. Con frecuencia
disminuye nuestro odio hacia una persona cuando logramos conocerla mejor:
Un muchacho diplomado en una escuela secundaria, generalmente no se
vuelve humilde sino hasta obtener su título de médico tras largos años de
estudio. En el primer caso, a los dieciocho años pensaba saberlo todo; a los 28
no vacilará en manifestarse ignorante frente al cúmulo de conocimientos
médicos que le son extraños. Lo mismo ocurre con Dios. Porque no Lo
impetramos, ni Lo contemplamos, ni Lo amamos; nos volvemos simplemente
vanos y orgullosos. Pero cuando Lo conocemos mejor, nos invade un profundo
sentimiento de dependencia que atempera nuestra falsa independencia. El
orgullo es hijo de la ignorancia, y la humildad desciende del conocimiento.
Un hombre orgulloso piensa de sí mismo mejor de lo que en realidad es,
y cuando le critican, supone siempre a quien lo hace, invadido por la envidia o
algún oculto rencor en su contra. El hombre humilde se reconoce realmente
porque se juzga como juzga al tiempo con normas situadas fuera de él mismo,
es decir, tomando como patrones a Dios y Su ley Moral. La razón psicológica
de la moderna afición hacia noticias que rebajan a otros o hacen resaltar las
malas costumbres de sus vidas, estriba el dar solaz a las conciencias inquietas
recargadas ya de culpas. Encontrar a otros aparentemente peores, creemos
falsamente mejorar nuestras vidas. En el pasado, las biografías más populares
correspondían a vidas de hombres buenos, para poder imitarlos; hoy ocurre lo
contrario: necesitamos del escándalo ajeno para juzgarnos virtuosos. Plutarco
dijo: “Las virtudes de los grandes hombres me sirvieron de espejo para adornar
mi propia vida”.
La humildad, como se relaciona con nuestros semejantes, constituye un
término medio entre la ciega reverencia los demás, por una parte, y la
insolencia exagerada, por la otra. El hombre humilde no es el que exige
rígidamente aquello a lo que no tiene derecho indudable. Ni tampoco el que se
siente provocado por esos ligeros desdenes que impacientan a las personas
vanas, sino aquel convencido de que recibirá de Dios una compasión igual a la
que Él haya mostrado hacia sus semejantes. Es el que antes de iniciar una
empresa grande o pequeña, antes de adoptar decisiones, antes de iniciar un
viaje, reconocerá que depende de Dios e invocará Su Guía y Su bendición en
todas sus empresas. Aunque se encuentre colocado sobre otros por vocación o
por voluntad del pueblo, nunca desconocerá que Dios hizo de una misma
sangre a todas las naciones del mundo. Si es uy rico, nunca será “defensor de
los derechos del pobre”, sino empleará sus riquezas precisamente en auxilio de
los pobres. Nuestro mundo moderno ha producido una generación de políticos
ricos que hablan de amor hacia los pobres, pero que nunca lo demuestran con
actos, permitiendo en cambio la existencia de miles de indigentes cuyos
corazones satura la envidia hacia los ricos y la codicia hacia sus riquezas. El
hombre rico que es humilde, ayuda al pobre mucho más que los
revolucionarios que se valen del pobre para abrirse camino con bombas hasta
los tronos comunistas.
Otra muestra de falta de humildad, nos la proporciona el renglón relativo
a los conocimientos. Las Sagradas –Escrituras nos invitan a ser “cuerdos hasta
la sobriedad”. La humildad modera nuestros cálculos sobre lo que realmente
sabemos, y nos recuerda que Dios concedió a los sabios mayor talento que a
otros seres así como oportunidades adicionales para desarrollar esos talentos.
Pero recordemos siempre que de aquel que recibe mucho, también mucho
debe esperarse. El intelectual que sobresale, tiene enormes responsabilidades
pesando sobre sí, y pobre de él si emplea su cargo o conocimientos para
arrastrar a la juventud al error y a la malicia. Nótese con cuánta frecuencia los
autores de hoy se hacen retratar con su último libro en la mano izquierda, o sea
con el título claramente visible ante la cámara, de suerte que la fotografía
pueda relatar la historia: “¡Mírenme! ¡Miren mi libro!” Los comentaristas de
televisión colocan libros sobre sus mesas, con el título vuelto hacia el auditorio,
de modo que éste se impresione con su sapiencia. Nadie que lee frente a un
escritorio, acostumbra, volver los títulos lejos de sí. Tal vez algún día, cuando
existan muros diáfanos, la “inteligentsia” hará que los anaqueles estén vueltos
hacia la pared, de manera que el vecino se entere a simple vista de cuán culto
es su propietario.
Frente a la Divina Sabiduría, todo lo que tenemos, hacemos o
conocemos, es un don de Dios, e insignificante arenilla comparada con Su
Montaña de Conocimientos. Muy bien podrán en realidad, quienes gocen de
relativa superioridad, preguntar cómo San Pablo: “¿Qué tienes que no hayas
recibido? En tal caso, ¿por qué glorificarte como si no hubieras recibido nada?”

Capítulo 2
Tribulaciones Creadas
por Nosotros Mismos

La madre de un niño de cinco años preguntó a un educador a qué edad


debía iniciar la educación de su hijo, y obtuvo esta respuesta: “Lleva ya cinco
años de atraso”. Esto bien puede ser exagerado, pero las opiniones mejor
fundadas coinciden en afirmar que las dos edades clave en la educación de los
niños, son aquellas comprendidas entre los tres y los cuatro años, por cuanto al
desenvolvimiento psicológico se refiere, y de los once a los quince para el
desenvolvimiento moral correcto del joven.
La edad de tres o cuatro años es importante porque es entonces cuando
se inicia la conciencia de uno mismo: el niño establece muy clara distinción
entre sí y cuanto le rodea, entre sus actos y las reacciones que los mismos
producen en el mundo exterior. Es también la edad en que el niño se ve a sí
mismo ante el espejo cuando reflexiona y alcanza conclusiones sobre la
benignidad o dureza del mundo que le rodea.
Muchos padres alientan hoy a sus hijos a creerse “los más listos de la
escuela”; a no juzgar malo ninguno de sus actos; a convencerse de que si
tuvieran oportunidad de trabajar en televisión, igual que otros “niños prodigio”,
superarían mil veces a éstos. El resultado es que crecen llenos de fantasías
sobre su encantada superioridad. Si posteriormente fracasan en su negocios, la
causa son siempre los “prejuicios” que alguien abrigaba en su contra, o la
“envidia” que a su paso levantaban; si acaso se convierten en pintores y
alguien critica sus obras, se enfurecen; sus mejores amigos son aquellos que
saben tolerarles. Al mismo tiempo, no abrigan sino desdén contra quienes no
les adulan o elogian; su fantasía la consideran realidad, y lo falso es para ellos
verdadero.
Quienes fueron mimados durante sus primeros años, conservarán
ilusiones de grandeza toda la vida y estarán siempre sujetos a fracasos físicos
y mentales. El fracaso los inducirá psicológicamente aunque se sientan
inconscientes de ello. El fracaso ayuda a preservar la fantasía. Algunos hasta
padecen dolores musculares y otros males que les “impiden” someter a prueba
su propia grandeza. Entonces es cuando dicen: “Si no fuera por mis
enfermedades, habría escrito la mejor novela de nuestros tiempos”. La burbuja
de jabón de su fantasía reventaría si tuvieran que abandonar la pretensión de
ser grandes. Por lo mismo procuran mantenerse enfermos y evitar la prueba.
Desde un punto de visa espiritual, la dificultad básica de tales personas
radica en el orgullo, en el egoísmo o en su amor propio. Sus complejos derivan
en gran parte de su falta de práctica en la virtud de la humildad. Han explotado
tesoros inconvenientes y, por tanto, entregan a lo irreal sus corazones. Como
dijo Nuestro Señor: “Donde está tu tesoro, ahí estará tu corazón”. Hay poca
diferencia entre poseer o no ese tesoro; lo que importa es amarlo. En este
caso, el tesoro es la opinión ensalzada que tenemos del “yo”, o de satisfacer
nuestro propio capricho. Si aquí radica para nosotros el tesoro, entonces todos
los afectos, deseos y sentimientos personales, acabarán ligándole en torno al
“yo”. El verdadero bien de un hombre será entonces aquello por cuya
preservación trabaja a conciencia, aquello cuya pérdida eventual lo
entristecerá. De ahí la frecuencia con que se autoelogiará por el dinero que ha
ganado o por el petróleo que ha extraído a la tierra. El girasol vuelve la cara al
sol, la aguja magnética a la estrella polar y el egoísta a su propia fantasía. Esos
egoístas son realmente infantiles, porque la característica del niño es desear
cuanto ve y llorar cuando algo se le niega. Buscando constantemente la
satisfacción del “yo”, se arruina el tono de la vida. Muchas de nuestras actuales
penas son obra de nosotros mismos. Nunca antes crearon nuestras propias
manos tantos sufrimientos. En la mayoría de las tribulaciones y penas que
aquejan nuestra generación, podría estamparse la siguiente frase: “Esto ha
sido hecho por mí y dentro de mí”. Dios nos da fuerza para soportar las penas
que Él nos envía, pero no siempre la fuerza necesaria para soportar las penas
que proceden de nosotros mismos. Quienes originan sus propias
perturbaciones, son también quienes nunca Le piden ayuda; los que sufren
penas impuestas por Dios mismo, siempre acuden a Él. Las serpientes que nos
muerden son internas y no externas; las llevamos en nuestro propio pecho; esa
es la tragedia. Cuando desaparecen los tesoros terrenales, aún queda mucho
en manos de quienes confían en Dios.
Capítulo 3
Apego a las Cosas Menores
El apego, tratándose de cosas importantes, nada tiene de extraño; el
apego a las cosas pequeñas es raro pero muy indicativo del verdadero
carácter. Casi cualquier esposo estaría dispuesto a lanzarse al mar o a
penetrar en una casa envuelta por las llamas, para salvar a su mujer de un
peligro de muerte. Pero el anticiparse a la esposa aumentado su comodidad o
alegría a base de pequeños detalles, tan fáciles de pasar desapercibidos,
constituirá siempre una prueba de ternura mucho más elocuente.
Nuestras vidas en su mayor parte están hechas de pequeñeces, y por
ellas habrá de juzgarse nuestro carácter. Hay muy pocas personas que
ocupan lugar prominente en los grandes conflictos de nuestros tiempos; la gran
mayoría tiene que concretarse a escenarios más humildes, y contentarse con
realizar trabajos más pequeños. Los conflictos que un hombre debe soportar
contra el mal dentro de su propia alma o en el círculo moral donde su influencia
aparentemente resultaría trivial, son en realidad la batalla por la vida y la
decencia, y el verdadero heroísmo se manifiesta aquí al igual que en aquellos
planos mayores en que otros conquistan la fama del caudillo o la corona del
mártir. Pequeños deberes cuidadosamente desempeñados; pequeñas
tentaciones cuidadosamente resentidas con la fuerza que Dios nos
proporciona; pequeños pecados crucificados, forman en conjunto la ayuda para
armar ese carácter que describiremos no como popular o brillante, sino como
noble y moral.
Desde el punto de vista de Dios, nada hay grande ni pequeño, según el
metro que usamos para nuestras mediciones. El valor y calidad de cualquier
acto dependen de su motivo y de ninguna manera de su prominencia o de
cualquier otro accidente de los que solemos adoptar como normas de
grandeza. Nada hay pequeño que no proceda de un móvil grande, como el
óbolo que la viuda depositó en el Tesoro del Templo. La conciencia desconoce
términos tales como “grande” o “pequeño”, ya que sólo conoce dos palabras:
“Justo e “injusto”. “El que da la bienvenida a un profeta porque es profeta,
recibirá la recompensa que se otorga a los profetas”; porque, pese a no estar
dotado de la elocuencia del profeta, tiene sin embargo su espíritu y realiza su
pequeño acto de hospitalidad bajo el mismo impulso del profeta, que en esferas
más elevadas pronuncia ardientes palabras y realiza grandes hechos.
El hombre se siente más inclinado a concentrar sus actos morales en un
solo gran momento, y por lo mismo con frecuencia alcanzamos los méritos de
un héroe. La mujer, por lo contrario, esparce sus pequeños sacrificios en el
curso de la vida y los multiplica de tal suerte que pocas reciben el crédito del
sacrificio, porque ha sido muy fraccionado.
En el orden espiritual, es siempre más fácil realizar un gran acto de
abnegación que crucificar diaria y pacientemente la carne con sus tendencias
desordenadas. Los deberes más pequeños son con frecuencia los más duros,
a causa de su aparente insignificancia y de su constante repetición. El
desapego o infidelidad en las cosas pequeñas deteriora el sentido moral;
vuelve al hombre indigno de confianza; afloja los lazos que unen a la sociedad
entre sí, y es una agencia contradictoria al Amor Divino, que debe cimentar las
buenas relaciones humanas.
Los hombres en la vida pública que son acusados de malversar gruesas
sumas de dinero o aprovechar en otra forma sus elevados cargos para obtener
prebendas o enriquecerse en cualquier forma, comienzan por ser infieles a los
detalles insignificantes de su vida. En alguna parte y en algún lugar, la muralla
y la división entre el bien y el mal se rompe forzosamente, y eso resulta trágico
en nuestra vida nacional, al no producir verdadera indignación moral contra
semejantes infracciones a la ley de la honradez.
Las pequeñas cosas forman el Universo. La nubes se forman con la
lluvia y la humedad, y se desprenden en gotas; el tiempo es tan precioso, que
se nos da segundo a segundo; las estrellas no saltan en sus órbitas sino que
mantienen un paso mesurado. De igual manera, los seres humanos
encontrarán poco que hacer al reservar sus energías para las grandes
ocasiones. En todas direcciones, lo grande se alcanza a través de lo pequeño.
Hacer girar una pequeña aguja de manera constante hacia un punto fijo, es
cosa muy común, pero sirve para guiar escuadras enteras a través de mares
extensísimos. La pequeñez más irrelevante se convierte en gran cosa, cuando
es afectada por la alternativa entre la obediencia y la rebelión. Vivir al día y
observar cada paso, constituyen el verdadero método de peregrinaje, porque
no hay cosa pequeña a los ojos de Dios.

Capítulo 4
Conocimientos sin Verdad
Nunca antes en la historia del mundo hubo tanta riqueza y nunca antes
hubo tanta pobreza como en nuestros días; nunca antes hubo tanto poder, y
nunca con anterioridad hubo tan poca paz; nunca antes se disfrutó de tantos
medios de educación a cambio de tan escaso conocimiento de la verdad. Esta
última discrepancia representa la señal de lo que las Sagradas Escrituras
llaman “timpos de peligro”.
No significa esto, sin embargo, que nuestra generación no sea estudiosa
ni tampoco investigadora desinteresada o carente del deseo de conocimientos.
De hecho, no existe profesor universitario, que no acuda muchas veces en su
curso del año a la trillada frase de que sí interesa por “extender los horizontes
del conocimiento”. Todos nos sentimos inclinados a obtener lo nuevo, pero no
lo bastante interesados como para utilizar lo que ya poseemos. Cada uno se
vanagloría de que gusta “llamar a las puertas de la Verdad”, pero la triste
realidad es que si la puerta se abriera, muchos morirían a causa de la sorpresa
que ello les causaría. Prefieren por lo mismo oír el ruido que hacen con los
nudillos sobre las puertas, en vez de aceptar la responsabilidad que la verdad
implica. Ni siquiera queremos hablar acerca de nosotros mismos.
Saber muchas cosas es muy distinto a conocer la Verdad, de la misma
manera que un dibujo trazado a ciegas, será muy diferente al cuadro
terminado. Diez mil conocimientos fraccionarios no ayudan a la comprensión,
de igual modo que una mezcla del contenido de todas la redomas reunidas en
los anaqueles de un boticario no produciría ningún medicamento eficaz. Un
cadáver tiene los mismos elementos químicos que un cuerpo viviente; pero el
primero carece de la unidad que sólo el alma puede proporcionar. Lo que el
alma es para el cuerpo, es la Verdad para el conocimiento; lo que el arquitecto
a sus planos son para un edificio, es la Verdad para una educación.
Uno de los efectos más peligrosos de convertir la educación en
acumulación de conocimientos, y no en medios para la eventual adquisición de
la Verdad, consiste en que olvida la relación que existe entre la Verdad y el
carácter. Si un individuo desconoce el verdadero objeto de un explosivo, se
expone a volar en pedazos. El contenido de una botella y el de otra, nunca
producirán los mismos efectos aunque el punto de vista desde el cual se las
juzgue sea el mismo. Si la botella contiene veneno, seguramente dañará a
quien ingiera su contenido sólo para demostrar que fue sincero al suponerla
llena de buen licor. Un boxeador puede ser muy “sincero” al creer que debe
atacar siempre con la derecha, pero es muy posible que tal suposición le
resulte equivocada al final. Un agricultor puede ser sincero al plantar abrojos,
pero no cosechará maíz jamás.
Por otra parte, aun conociendo el hombre la Verdad, su conducta no
será necesariamente buena. Pero en todo caso cuenta con un mapa como
guía: sabe adónde debe encaminar sus pasos. Si pierde la ruta, no culpará por
ello a sus glándulas o a su abuela. Aun cuando esté fuera del camino, sabe
dónde está el camino recto. La tragedia de nuestros días radica en que el
mundo no solamente despedaza las fotografías de una buena sociedad, sino
en que también destruye los negativos. Al negar la Verdad, el mundo abandona
la búsqueda de la misma, igual que el ciego que supone su estado normal, sólo
porque no espera ya curación alguna. :::::::
No entraña mayor importancia el que un hombre crea en la política de
partidos, porque los partidos dentro de una democracia representan
indistintamente buenos medios para lograr un buen fin, o sea la preservación
del bien común. Existe poca diferencia en el carácter moral de un hombre que
afirma encontrar en el golf un ejercicio mejor que en el tenis; pero se planteará
la mayor diferencia del mundo si no sabe cómo considerar a sus semejantes: si
como bestias, o como criaturas de Dios. Puede requerir algunos años para que
entre en acción su propia filosofía errónea, de la misma manera que se
necesita tiempo para que la cizaña sembrada en lugar de trigo aparezca en las
mieses, pero eventualmente ambas aparecerán. Si estuviéramos equivocados
en todo lo demás . El alma está teñida del color de sus creencias. Una
expresión muy vulgar es la del que dice: “Batará hacer todo lo posible para que
las cosas salgan bien”. La Oficina de Impuestos Sobre la Renta nunca aceptará
tal filosofía. Tampoco consolaría a un hombre perder el tren o ser reprobado en
sus exámenes profesionales.
La Educación se enfoca actualmente a darle ayuda a los estudiantes que
ignoran la respuesta a esta pregunta: “¿Qué puedo hacer?” Si un lápiz
estuviera dotado de conciencia no se preguntaría primeramente: “¿Qué puedo
hacer, sino más bien “¿Qué cosa soy’” “¿Para qué puedo servir?” Una vez
establecido este punto, el lápiz estría preparado para escribir. Cuando nuestra
juventud haya descubierto la Verdad acerca de la vida, vendrán dos
conclusiones: el valor de ser uno mismo, y la humildad de reconocer su calidad
de criatura; siendo este un producto, un resultado, una criatura proveniente del
Poder que la hizo, buscará la ayuda de ese Poder, para ser hombre, y más que
hombre, Hijo de Dios.

Capítulo 5
No hay Verdad
sin Humildad
Siempre que nace una nueva teoría científica abundan las personas
comprendidas dentro de la “intelligentsia” que intentan poner música, a efecto
de que todos los demás conocimientos del mundo bailen a sus acordes.
Cuando Compte perfecciónó la sociología, todo se vio socializado, hasta Dios
mismo; cuando Darwin desarrolló su teoría de la Evolución, evolucionó todo,
inclusive la moral; ahora que la Relatividad se ha establecido, cuantos no son
hombres de ciencia, han relativizado todo, negando la existencia de cosas tales
como la Verdad o la Bondad, excepto como puntos de vista personales. Fuera
del hecho de que la teoría de la Relatividad no rechaza lo absoluto (porque se
basa en lo absoluto de la propagación de la luz), resulta absurdo aplicar los
métodos de una rama del conocimiento a todas las otras ramas del
conocimiento. La Relatividad, por ejemplo no establece que tengamos seis
dedos en un pie, contando en una dirección, y solamente cuatro en el otro,
contados en dirección inversa.
La negación de la Verdad, es algo tan funesto para la mente como la
negación de la luz lo es para nuestros ojos. La Verdad en toda su amplitud no
es fácil de alcanzar, aun cuando admitamos su existencia. Hay ciertas
condiciones psicológicas y espirituales esenciales para su descubrimiento y la
más importante de todas es la virtud de la humildad.
La humildad no es una falta de fuerza moral, sino más bien el reconocimiento
de la Verdad acerca de nosotros mismos. Explorar la Verdad en toda su
complejidad, necesita de momentos en que confesemos nuestra ignorancia, en
lo que francamente admitamos estar equivocados, no haber sido francos o
estar dominados por los prejuicios. Tales admisiones son penosas, pero
realmente enriquecen al carácter tanto como lo empobrecen nuestros contactos
con la falsedad. Si somos orgullosos, codiciosos, presuntuosos, egoístas,
sensuales, constantemente dispuestos a imponer nuestros caprichos, resulta
mejor enfrentarnos a nuestra propia fealdad y no vivir en un paraíso de ilusos.
La base para todas las críticas del vecino, la fuente de los juicios equivocados,
la calumnia, los celos y la destrucción de la reputación ajena, son nuestra
negativa a escudriñar dentro de nuestra alma. Dado que el sentimiento de
justicia es en nosotros tan profundo e imborrable, si no nos hacemos justos
conformándonos a la Verdad, encontraremos siempre errores en los demás,
con la vana esperanza de hacer justicia en ellos. Todo hombre se fortificará
encarando lo peor que lleva consigo mismo, para luego normar su
comportamiento de conformidad con sus conclusiones al respecto. Cuando
intentamos explicar nuestros errores mediante jerigonzas psicológicas,
aumentamos nuestro descontento mental, igual que el pretender negar una
enfermedad verdadera incrementará los progresos de la misma.
El desarrollo de la democracia ha hecho mucho por acabar con el falso
snobismo social y por mantener humildes a los hombres en sus relaciones
externas. Pero desde otro punto de vista, ha debilitado el respeto a la Bondad y
a la Verdad, ya que las masas populares generalmente se inclinan a equiparar
la moralidad con el nivel general de la sociedad en cualquier momento
determinado. Los números se convierten en medida para la Bondad. Cuando
son muchos quienes violan alguno de los Mandamientos Divinos, arguye la
masa: “Ciencuenta millones de adúlteros no pueden estar equivocados. Habrá
que cambiar los Mandamientos”. La excelencia de la excelencia moral misma,
no reside en ninguna conformidad externa con un tipo convencional, sino en l a
disposición interna bajo el control de un principio reconocido al que nos
sometamos, bien sea que estemos de acuerdo con él o no.
La humildad resulta indispensable para desafiar la mediocridad; debemos estar
siempre dispuestos a rechazar las burlas, de quienes intentan abatir las
cabezas de los que logran elevarse sobre el nivel de la masa. La mediocridad
puede ser una forma terrible de tiranía, y guarda mil y un castigos contra
quienes abandonan las normas acostumbradas, para adoptar un cambio
interno de sentimiento a una línea de conducta por encima del nivel común.
Cuando mil personas se encaminan al borde de un abismo, quienquiera que
aparezca en dirección opuesta, será objeto de burlas, por no seguir a la
multitud. El hombre necesita ser humilde, a efecto de resistir los reproches y
atreverse a estar del lado de lo justo. Cuando la mayoría está equivocada. Así,
la humildad es el camino que lleva a la Verdad y a la paz interior. Basándose
en el reconocimiento de dos dimensiones situadas aparte y más allá de la
llaneza de nivel que caracteriza a la masa: una estriba en reconocer la inmensa
altura que es la Santidad; la otra es la dimensión de profundidad, la existencia
del mal dentro del corazón humano.

Capítulo 6
El Deseo
El deseo es para el alma lo que la gravitación para la materia. Cuando
conocemos nuestros deseos, sabemos la dirección que toma nuestra alma. Si
el deseo es celestial, nos elevamos; si es completamente terrenal,
descendemos con él El deseo es como la materia prima con que formamos
nuestras virtudes o nuestros vicios. Como dijo Nuestro Señor: “Donde está
vuestro tesoro, estará también vuestro corazón”.
Muy pocas personas se apartan bastante del mundo, para preguntarse a
sí mismas cuál es su deseo básico. Hay algunas que llevan una vida
aparentemente buena, que pagan sus impuestos y contribuyen liberalmente a
las obras de caridad, pero que a pesar de ello alientan malos deseos básicos.
Su bondad no es con frecuencia sino resultado de la falta de oportunidades
para comportarse pecaminosamente. Son como el Hijo Mayor en la Parábola
del Hijo Pródigo, que acusa a su hermano de “despilfarrar sus bienes en
prostitutas”. Nada había realmente de cierto. Pero la acusación reveló que el
Hijo Mayor habría actuado en tal forma, de estar en el cuerpo de su hermano.
Por otra parte, hay ciertos individuos que proceden de la peor manera, y
sin embargo abrigan el deseo básico de ser buenos, y sólo aguardan el día en
que una mano auxiliadora los incorpore del abismo. Fue de un grupo semejante
que Nuestro Señor dijo: “Las prostitutas y los publicanos entrarán en el Reino
de los Cielos, antes que los Escribas y los Fariseos”.
La satisfacción depende del dominio que ejerzamos sobre nuestros
deseos. La publicidad sirve muchas necesidades, pero también hace que las
cosas de lujo aparezcan como necesidades, originando deseos hacia objetos
que el individuo es incapaz de poseer plenamente. El mundo oriental abordó el
secreto de la paz interior, sugiriendo que la felicidad interior depende del
control y la limitación de los deseos. San Pablo dijo: “He aprendido a estar
contento en cualquier estado en que me encuentre”. El contento no es la
indiferencia, aunque los ignorantes lo supongan con frecuencia. El contento no
significa la inmunidad a las pruebas, porque conoce los suspiros y lágrimas,
pero sus sentimientos no degeneran nunca en el mal humor. Si no obtiene lo
que se desea, nunca le abruma la decepción, sino que brilla en dulce sumisión.
No guarda parentesco alguno con el fatalismo que se niega a planear o actuar,
en la creencia de que nada puede alterar su curso. Es un fatalismo así el que
caracteriza ciertas filosofías orientales e imposibilita el progreso. A la
resignación nadie se somete antes de orar y actuar, pero después de hacer
todo lo posible, termina aceptando lo ocurrido decretándolo voluntad del Señor.
Existe una enorme diferencia entre someterse a la Voluntad Divina de
mala gana, y someterse a ella sabiendo que Dios es la Suprema Sabiduría, y
que algún día comprenderemos que todo lo ocurrido ha sido en nuestro propio
beneficio.
Existe una paz maravillosa que llega al alma si todas nuestras penas,
pruebas, decepciones y tristezas son aceptadas como un castigo merecido a
nuestros propios pecados, o como sana disciplina que nos conducirá a una
virtud más grande. Las cuerdas del violín, si fueran conscientes, se quejarían
cuando el músico las oprime, pero esto sólo porque no se darían cuenta de que
el sacrificio resentido era necesario, para dar nacimiento a una melodía. Los
males, de hecho, se vuelven más ligeros mediante la resistencia paciente, y los
beneficios se envenenan con el descontento.
El contento se basa en la idea de que “nuestra suficiencia no emana de
nosotros mismos, sino de Dios”. El alma no desea ni carece de más de lo que
Dios le proporciona. Su voluntad se ajusta a su propio estado después que ha
gastado sus recursos, y su deseo no excede sus propias fuerzas. Por tanto,
todo cuanto ocurre es tan bueno como digno del Divino Designio. Sócrates lo
dijo alguna vez: “El más cercano a Dios es quien requiere menos cosas”.
La resignación no es incompatible con el deseo de mejorar nuestra
condición. Hacemos cuanto podemos, como si todo dependiera de nosotros;
pero confiamos en Dios como si todo dependiera de Él. Los talentos de que
somos dueños han de ponerse en acción, pero si sólo producen un fruto
determinado, no debemos murmurar porque el fruto no haya sido mejor.
Cuando realmente examinemos nuestras conciencias, habremos de admitir que
recibimos más de lo que moralmente merecemos. El descontento es mucho
mayor entre quienes gozan de privilegios excesivos, que entre quienes carecen
de tales privilegios. El rico necesita a los psiquiatras más que el pobre. Pocas
mentes europeas se trastornaron durante las dos guerras pasadas. En cambio,
hubo muchas mentes norteamericanas que se desquiciaron. Las primeras
aprendieron a no esperar nada. Nosotros tenemos todavía que aprender esta
lección.

BONDAD
Capítulo 7
La Bondad
Requiere Publicidad

Un órgano puede producir una explosión tremenda de sonidos


discordantes, pero puede también cuando se le toca en debida forma, emitir
melodías balsámicas y tranquilas. Lo mismo ocurre con las pasiones del
hombre. Pueden usarse sin tomar en cuenta la ley o pueden ser regidas para
fomentar alegría y afecto.
Un hombre puede conocer la música y sin embargo, no disfrutarla, como
ocurrió con Nietzsche antes de su locura, cuando golpeaba las teclas del piano
con los codos. Así también es posible conocer el amor, sin demostrarlo a los
demás.
Se pregunta uno si el disculparnos por nuestra incapacidad de amar, no
será efecto de elegir una persona entre diez mil, y tomándola como ejemplo,
escribir luego una historia de sus pasiones. ¿No tenderá esto a sustituir con
promedios estadísticos nuestra capacidad hacia las emociones nobles?
Supongamos que proyectamos escribir una historia del mundo, basándola
solamente en los sucesos de uno entre diez mil días. Tal proceder equivaldría a
grabar para la posteridad sólo un hecho cada veintisiete años.
Lo que se busca, generalmente se encuentra. Quienes tienen tendencias
críticas encontrarán casi siempre defectos en los demás. Si partimos de la
suposición de que la mayoría de los hombres carecen de honradez, ¿no
tropezaremos acaso constantemente con “bribones”? Por lo contrario, si
creemos que la gente es buena y tiene buen corazón, sólo tropezaremos con
almas de este tipo en la vida. Quienes temen sufrir accidentes son
generalmente los más propicios a padecerlos; el principio de buscar siempre lo
peor, da por resultado lo peor. Es posible incluso pedir a una persona que
oculta algo en su cuarto, y posteriormente descubrir el escondite tomándole de
la mano y siguiendo sus movimientos instintivos. Cuando uno parte de la teoría
de que la infidelidad es común y debe buscársela, es probable que
instintivamente acudamos a lugar y personas donde semejante defecto se
produzca más fácilmente, evitando otros grupos con menores probabilidades
de ocurrencia. Los vagabundos que acuden a Nueva York por vez primera, van
a parar al arrabal de Bowery y no a la elegante Park Avenue. Lo que un
hombre CREE determinará en gran parte su destino, como el alcohólico busca
las cantinas y el cristiano los templos.
La tendencia de nuestro siglo es crítica, debido en parte a su escasa
tranquilidad de conciencia. “La miseria busca compañía”, se ha dicho, pero
también la busca el mal. Lo bueno tiene contados propagandistas. A la
inmensa mayoría de editores periodísticos, les agrada destacar la noticia de
asesinatos, estafas, escándalos, siendo pocos entre ellos los que dedican
espacio apreciable a los actos de virtud. Sin embargo, el mundo rebosa de
buenas personas, actos encomiables y corazones generosos. Tomemos el acto
más sublime de amor posible en este mundo, es decir, dar la vida como un
mártir antes que negar al Dios del Amor. Nunca en la historia hubo tantos
mártires como en nuestros días. El martirologio de los primeros 250 años de
cristianismo, palidece en comparación, ante la magnitud de los incontables
héroes del espíritu que han ofrendado sus vidas en defensa de la fe, durante
estos últimos tiempos. ¡Esa es lealtad! ¡Esa es fidelidad! Cualquier civilización
capaz de producir mártires a nivel tan elevado, necesariamente puede
producirlos a nivel más bajo, aun en el hogar. Lo que el calor es para el
universo natural, lo es el amor para el universo moral. Lo que el hombre
necesita ensayar hoy es el verdadero amor, precisamente por ser tan poco
ostentoso. Ser humilde por naturaleza, como la violeta, es algo que alaban muy
pocos propagandistas. Las autoridades municipales dan cuenta periódicamente
de nacimientos y muertes a un mismo tiempo: ¿por qué, entonces, los
periódicos no se interesan en los que aman tanto como en los que traicionan?
Forma parte de la perversidad humana, dar más espacio a un antiguo o a un
moderno traidor a su país, que a diez mil patriotas que mueren por su causa.
Pero queda en pie el hecho solemne de que la fidelidad, el honor, el dominio de
los impulsos erróneos y el amor, mantienen al mundo en paz. Bueno resultaría
para nosotros, en estos días en que los hombres buscan el mal y lo
encuentran, lanzarnos a buscar y difundir el bien, especialmente entre los
millones de casos de amor desinteresado que benefician a otros, sin que los
autores tengan esperanza siquiera de estrechar una mano vacía que se tienda
hacia ellos.

Capítulo 8
La Perfección
no es Automática

Cuando alguien oye hablar de una nueva teoría psicológica como por
ejemplo, la capacidad de anticipar el porvenir en forma vaga, cuando se lee
acerca de una droga que retarda la vejez, hay apresuramientos casi de
carácter cósmico, que avizoran en etapas de pocos años una Humanidad libre
de errores e inmune a las enfermedades. Esta tendencia hacia la perfección es
justa y buena, porque no existen razones para que el proceso evolutivo se
paralice en lo que al hombre se refiere.
Pero la falacia radica en que el hombre juzga esta perfección, como
allegada sin participación de su propio esfuerzo o del ejercicio de su propia
voluntad. Se considera que la perfección es obtenible sin costo alguno, pero no
como coronación al esfuerzo, como el de tocar piano, que nace de mil actos de
voluntad y tediosos ejercicios. La perfección es apartada así del orden moral y
reducida al orden físico; es algo que se nos da en vez de ser algo que
adquirimos; llega como un legado de sorpresa que no ganamos ni merecimos,
más bien que como un premio ganado por medio de la sangre, del sudor y de
las lágrimas. La verdad es que la perfección supone un poco el convertirse en
lo que no somos y que tal conversión se obtiene gracias a la voluntad, el
dominio sobre nosotros mismos y hasta el sufrimiento, e implica un ideal
superior a nosotros, pero hacia el cual nos esforzamos por llegar.
La perfección es la plenitud de la bondad o la unión dentro de nosotros
mismos de la bondad y la felicidad. Esto a su vez exige distinción y
comparación. Por ejemplo, supongamos que un hombre desea ser buen
arqueólogo, tal como Heinrich Schlieman, uno de los más grandes que ha dado
el mundo. Tres factores son necesarios para ello: 1) Reconocer el hecho de
que tiene mucho que aprender; 2) Comprensión hacia su ideal y esfuerzo para
alcanzarlo como la misión de su vida; 3) El sentimiento de su propia
imperfección. Este último lo experimentó Schlieman siendo un muchacho de
siete años, cuando su padre le hablaba de los héroes de Homero y de cómo la
poderosa ciudad de Troya fue arrasada e incendiada. La idea de perfección,
desde el punto de vista de la arqueología griega, habría sido descubrir a la
ciudad de Troya. Cuando el Padre de Schlieman dijo a éste que se ignoraba el
sitio preciso en que Troya, había erguido sus murallas, éste expresó la
perfección con esta frase: “Cuando yo sea grande, iré a Grecia y encontraré
Troya y el Tesoro del Rey”. La tercera etapa fue el desenvolvimiento de esa
idea. Aprendió muchas lenguas modernas, estudió la historia de Grecia y a
Homero, hasta saberla de memoria. Finalmente en el año de 1783, después de
extraer 300,000 metros cúbicos de tierra, encontró su Troya y el Tesoro del
Rey.
Pero no existe solamente la perfección arqueológica porque también hay
la perfección humana, es decir, nuestro desarrollo en bondad como seres
humanos. También implica tres factores: los dos primeros son correlativos – el
sentido de nuestra propia imperfección y una idea de perfección, que encarna
Dios. Mientras más cree un hombre saberlo todo y no haberse equivocado
nunca, sin tener por tanto culpa alguna que expiar, tanto menor será su impulso
de mejoramiento. Esa es la razón por la cual subjetiva aunque no
objetivamente, mientras más inflamos nuestro yo, tanto menos importante nos
parece Dios. El enfermo reconoce la necesidad de un médico. La mente
ignorante siente la necesidad de un maestro y el alma, que reconoce su propia
indignidad, suspira por Dios para completar su personalidad.
Entre estos dos correlativos, la sed y la fuente, el hambre y el Pan de la
Vida, aparece el tercer factor esencial para la perfección moral: un acto de
voluntad, mediante el cual principie uno a desechar las imperfecciones
mediante el autodominio, el sacrificio y la disciplina, e inicie el camino positivo
hacia la Meta Divina. Lo que impulsa al hombre hacia esta perfección es el
amor, porque amando la perfección, eliminamos todo aquello que ofende al Ser
Amado. Por ejemplo, una muchacha llevará vestido rojo, porque aun cuando
este color no sea de su agrado, sabrá quizás que el tono resulta muy del gusto
del ser amado. En cierta ocasión se preguntó a Miguel Ángel cómo esculpía
sus obras. Respondió el gran maestro que era en realidad muy fácil: dentro de
cada bloque de mármol hay siempre una forma bella. Sólo se requiere labrar el
mármol, para que la forma aparezca. De igual manera, en cada individuo existe
otra personalidad, la personalidad ideal. Bastará poner primeramente una
imagen del modelo ante uno mismo, confiar en Su gracia y luego desbastar los
grandes rozos de egoísmo existentes, hasta que aparezca la Divina Imagen.

Capítulo 9
Nuestros Vecinos
en Apuros

En la parábola del Buen Samaritano, se dice que un sacerdote y un


levita pasaron sin detenerse al lado de un hombre herido, a quien prestó ayuda
un hombre de otra raza, es decir, el Buen Samaritano. No sabemos lo que
ocurrió al sacerdote y al levita, pero es probable que al llegar Jerusalén
informaran sobre el moribundo a una agencia de servicio social. El punto que
debe tomarse a consideración en esta parábola, es que debemos auxiliar a
nuestros vecinos en sus momentos de emergencia, a costa de nuestra propia
comodidad. El vecino no es necesariamente aquel que vive a la puerta contigua
ni con quien llevamos trato superficial. Lo que hace vecino a un hombre es el
amor de su corazón. Cuando esto falta, nada importa que un hombre viva en la
misma manzana, ni que pertenezca al mismo club, porque ninguno de esos
lazos externos puede ocupar el lugar reservado al amor.
Sin duda quienes vieron al Buen Samaritano prestar ayuda al viajero
maltrecho, supusieron que se trataba de un vecino o un viejo amigo, pero el
Samaritano ni siquiera conocía al herido; fueron su compasión genuina y su
afecto sincero los que convirtieron al Samaritano en su hermano, su vecino y
su amigo.
La historia del Buen Samaritano la he relatado en contestación a la
pregunta que me hizo un abogado: “¿Quién es mi vecino?” La respuesta de la
parábola es: “Todo hombre en apuros es tu vecino”. Algunas veces ese vecino
es el menos capacitado para revelar su propia condición. No hace mucho, una
revista de gran circulación publicó la fotografía de un hombre postrado en la
escalera de un ferrocarril subterráneo. Durante treinta minutos centenares de
personas pasaron a su lado sin que llegara a tendérsele una mano en gesto de
ayuda. El comentario editorial se refirió a la frialdad del hombre moderno en
presencia del dolor. Lo que se omitió fue que tampoco el fotógrafo que
impresionó la placa hizo durante aquellos treinta minutos cosa alguna en favor
del afligido, excepto tomar instantáneas y seguir el curso de su propia vida. El
infortunado viajero en el camino entre Jericó y Jerusalén, no estaba en
condiciones de hacer importunas súplicas de ayuda, ni siquiera de pedir la
ayuda misma. La necesidad es frecuentemente mayor, cuando menos se
solicita. ¡Cuántas formas de miseria surgen al alcance de nuestra vista
mientras recorremos el ensangrentado camino de la vida! Pasamos frente a
ellas porque no estorban nuestro paso o porque podemos apartarlas de nuestra
mente como si no existieran. El mejor modo de ayudar a un hombre, consiste
en identificarnos con su aflicción, penetrar en él y sufrir sus dolores como si
fueran nuestros. No basta tener comprensión intelectual hacia las dificultades
de los demás; necesitamos ir un poco más allá para sentirla como nuestra
propia carga, de la misma amanera que el Samaritano colocó al hombre sobre
una bestia de carga y lo condujo a una posada. Por otra parte, si pasamos por
una prueba y deseamos dominarla, la mejor persona a la que podemos acudir
es aquella que ha triunfado sobre la misma tentación. Si sufrimos trastornos
conyugales nos inclinamos abandonar la esposa. La peor persona a la que se
puede acudir, es a un psiquiatra divorciado y vuelto a casar. El mejor hombre
para rescatar a un ebrio consuetudinario será un alcohólico curado. La facultad
de apreciar la tentación es el estado ideal para ayudar a que otros escapen de
la tentación. El primer paso que dio Dios para hacernos como Él fue
asemejarse tanto cuanto le fue posible a nosotros.
El poderoso está siempre obligado para con el débil. La ventaja de cualquier
especie no estriba en una posesión personal, sino en un fideicomiso. San
Pablo dijo: “Soy deudor tanto a los griegos como a los bárbaros; tanto a los
cuerdos como a los que no lo son”. Nada debía sin embargo a los griegos que
le habían perseguido, tampoco, conocía a los bárbaros; pero Pablo se daba
cuenta de que Dios le había concedido grandes dotes, y que estaba obligado a
derramarlos entre otros.
Esa generosidad voluntaria es la que caracteriza al verdadero amante de
la Humanidad. Hay dos clases de licores y jugos: los que se vierten por sí solos
y aquellos que se tienen que extraer por la presión y la violencia. Estos últimos
ceden a la entrega con disgusto, mientras que los primeros resultan
generalmente más dulces. Quienes ayudan a los demás con repugnancia, son
como los jugos que se resisten a brotar de la fruta que los contiene. Se
necesita mucho tiempo para encontrar el bolsillo y para que la mano localice en
su interior las monedas; cuando dan, lo hacen como indicando que la mano
robó algo sin que se diera cuenta el corazón, y que los ojos mostraron su
disgusto al descubrir el robo.
El amor que desea limitar su propia experiencia, no es amor. El amor
que se siente más feliz cuando encuentra sólo una persona que requiere
ayuda, en lugar de diez, y aún más contento si no encuentra ninguna, tampoco
es amor. Una de las leyes esenciales de nuestra vida la expresan las palabras
de Nuestro Señor, que los Apóstoles recordaban con ternura después de Su
Ascensión: “Es más grato dar que recibir”.
Nuestra nación sería más feliz y nuestros corazones más alegres, si
descubriéramos la verdadera fraternidad del hombre, pero para hacerlo
necesitamos darnos cuenta de que seremos una raza de hijos ilegítimos, a
menos que exista la Paternidad de Dios.
Capítulo 10
Gente
que se Cree Buena

Una niña pidió a Dios en cierta ocasión que volviera buenas a todas las
gentes malas y amables a todas las “buenas”. Al hablar de personas “buenas”,
se refería aquellas que son limitadas en su bondad y que, por lo mismo, no son
fundamentalmente buenas. Es un hecho espiritual y psicológico que las
mismas personas que se enorgullecen de su propia virtud, resienten que los
pecadores no enmienden su forma de vivir. Este es el caso del Hijo Mayor de la
parábola del Hijo Pródigo, quien se quejaba de que el padre había recibido con
una fiesta a su hermano menor al regresar éste al hogar. En realidad, la
parábola es la historia de dos hijos que perdieron el amor de su padre: uno por
ser demasiado “malo” y otro por ser demasiado “bueno”.
Los celos o escatiman el bien a los demás, hacen a muchas mentes
regocijarse con los fracasos y sufrimientos ajenos. Secretamente suponen que
el pecado ajeno les hace descender a ellos mismos al nivel de los pecadores, o
que por lo menos pierden cierta superioridad. La afición del siglo veinte hacia el
escándalo, deriva en gran parte de su conciencia culpable. Al encontrar otras
túnicas manchadas de lodo, algunos se regocijan de que las suyas, polvosas y
arrugadas, no se ven tan mal después de todo. El Hijo Mayor se quejaba ante
su padre de que a pesar de haberle obedecido, no se le acordaba recompensa
alguna. Su buena conducta evidentemente no era fruto de afectos honrados,
sino más bien de un interés egoísta. De haberse interesado en la bondad, le
habría regocijado la enmienda de su hermano. Hasta parece lamentar no
haberse hundido en los mismos excesos de su hermano, o en aquello que él
juzgó como excesos. En la narración, no se hace saber si el Hijo Pródigo, llegó
a leer uno de los Informes Sexuales hoy tan en boga, diciendo explorar sin
vacilaciones todas sus profundidades. Es el Hijo Mayor quien introduce el tema
en la historia. Su mente, por lo mismo, no era extraña a los malos deseos.
No podía comprender el regocijo de su padre al ver a su hijo menor
vuelto a la gracia y la virtud. Pensó que el fin de la culpa en su hermano menor
le privaba de algo muy suyo.
El padre trató de lograr que su hijo aparentemente “virtuoso”,
comprendiera que su idea era la de que ambos vástagos compartieran su
cariño y bienes. Solía decir: “Nunca has considerado a tu padre como a un
padre, sino como a un capataz”. Hay quienes consideran la religión como algo
hecho de obediencias y mandamientos, sin participar jamás en la alegría de ser
hijos del Padre Celestial. Algunos que permanecen en la casa del su padre,
pueden ser tan poco hijos, como el que voluntariamente se desterró de aquella
casa de la parábola. Al Hijo Mayor se le dijo que ganaría la bendición de su
padre, cuando reconociese como hermano al hijo descarriado. Pero se negó a
hacerlo, calificando a su hermano de “hijo tuyo”. Si los cristianos quieren
agasajos como recompensa por su virtud, no será Dios quien les pague sino el
diablo mismo. La recompensa verdadera no es otra que entrar en plena
posesión de la herencia del Padre, de modo que la electricidad del amor pase a
través de aquellos que en un tiempo repudiaron ese amor. Los hijos se sienten
inclinados a decir en su constante dedicación al deber: “¿Habré conservado en
vano mis manos limpias y lavado mi corazón inútilmente?”Pero no es la servil
atención al deber la que hace ganar el amor de Dios; el padre tuvo que
convencer al Hijo Mayor, de que nada perdía al mejorar sus relaciones de
familia. Ninguna manifestación externa de confianza y afecto se hace
necesaria, porque los hijos mayores están siempre con el padre. El amor en tal
caso tiene que aceptarse como lo más natural. Se elogia con frecuencia a los
extraños más que a quienes forman parte de nuestra propia casa. De ahí que
el padre dijera, que lo indicado era que el Hijo Mayor se regocijara, porque los
primogénitos necesitan saber que los pecadores pueden ser perdonados, sin
que ellos por su parte pierdan el favor del padre.
La lección no debe olvidarse: El día no muy distante en que Rusia, como
el Hijo Pródigo, regrese a la casa paterna, debemos evitar que la civilización
occidental se niegue a aceptarle, o abandone la fiesta con que se celebre la
salvación de lo que estaba perdido. La constante obediencia es mejor que el
arrepentimiento; pero el obediente verdadero siempre se regocijará a la vista
de un arrepentido.
Capítulo 11
La devolución
de Objetos robados

El más interesante de los recaudadores de impuestos en la historia del


mundo fue Zaqueo, si es que puede llamarse “interesante” a un recaudador de
impuestos. Físicamente, era de tan corta estatura, que siempre que había un
desfile, tenía que trepar a un árbol para poderlo ver. Su nombre significaba
“puro”, pero era todo menos eso, pues estableció la cuota de “veinticinco por
ciento”, a hacer sus cobros, reteniendo por lo menos ese porcentaje como
participación. Pero el fin de su historia hace ver que fue mucho mejor de lo que
juzgaban sus vecinos.
El día de que se trata, Nuestro Señor fue a la aldea, y Zaqueo, como era
de esperarse, trepó a un árbol. Las gentes a quienes falta estatura tienen que
suplir ésta con sagacidad. No muchos entre nuestros recaudadores actuales,
especialmente aquellos “ricos” como Zaqueo, se humillarían trepando a un
árbol. Pero Zaqueo fue recompensado, pues Nuestro Señor le vio, pidiéndole
ser huésped de su casa. Siempre que el Señor quiere conceder un favor, con
frecuencia lo solicita.
Cuando la puerta quedó cerrada detrás de ambos, la multitud se sintió
irritada, no porque el recaudador fuera poco honrado, sino porque Nuestro
Divino Redentor comía con gente de mala reputación y con pecadores. Pero el
Salvador veía las cosas de modo distinto: había encontrado una oveja
descarriada. Después de algunos minutos se despertó la conciencia del
recaudador, porque las conciencias sólo duermen, sin morir jamás. Zaqueo
prometió remediar su falta de honradez, entregando la mitad de su fortuna a los
pobres y devolviendo cuatro tantos de lo que había obtenido con sus malos
manejos. :::::::
La restitución es deber que fácilmente olvida una civilización que insiste
en obtener ventajas y dineros. Cuando alguien es defraudado, cuando los
capitalistas pagan a sus trabajadores salarios injustos, cuando los líderes
obreros hacer verter gasolina en la leche destinada a los hospitales durante la
huelga, cuando los encargados de las reparaciones en la radio y la televisión
acumulan gastos innecesariamente, mediante la aparente substitución de un
bulbo por otro, cuando no se trabaja bien a cambio del pago justo de un día de
trabajo, no existe distribución de ese equilibrio ni de la balanza justiciera que
hace posible la vida. No basta el remordimiento, ni tampoco la vergüenza; para
borrar la falta de honradez no basta afirmar que se padece un complejo de
Edipo o que se ha sentido temor de la abuela. Deberá haber restitución de lo
robado. Si no es posible encontrar a la persona estafada, tendrá que hacerse
una donación a los pobres, por igual cantidad. Restituir lo mal habido es
restaurar a una persona a la condición de la que fue eliminada contra el
derecho y el deber.
La razón para reparar nuestra falta de honradez es clara. La ley natural y
la ley humana afirman que cada hombre debe poseer sin perturbación el uso
de aquellas cosas a las que tenga derecho. Si robamos algo al vecino a las
nueve de la noche, no es legítimo que se convierta en algo nuestro a las diez.
En otras palabras, el paso del tiempo no cambia el derecho ni legitima lo ilegal.
Según la ley Levítica, los judíos estaban obligados a dar “cinco bueyes por un
buey, y cuatro carneros por un carnero”. El tiempo nunca cancela el deber de
restituir lo que hemos tomado injustamente de otra persona, por mucho que
hayamos lamentado el robo. La mejor prueba de que lo sentimos, consistirá en
la devolución de lo robado.
Ganar dinero en forma deshonesta y luego ponerlo a nombre de la
mujer, no es escapar a la obligación de hacer una restitución. Dado que tal
persona nunca poseyó legalmente determinada propiedad, su traspaso no
puede ser legal. Supongamos que a un hombre se le vende como de seda un
pañuelo, cuando realmente es de nylon: tiene que hacerse la restitución. Un
negociante en coches de segunda mano, que asegure al cliente que el vehículo
que le propone se encuentra en perfecto estado, sabiendo que llenó la
trasmisión con serrín para ocultar cien kilómetros lo gastado de los engranes,
es un pillo que está obligado a restituir a su legítimo dueño lo que haya
obtenido por medio de tal engaño.
Hay una historia – solamente un cuento – acerca de un hombre que fue
a confesarse. Durante la confesión robó el reloj del sacerdote. Luego enteró a
éste de que había robado un reloj. El sacerdote advirtió: “Necesitas hacer la
restitución”. El ladrón dijo: “Lo daré a usted, padre”. “No”, dijo el sacerdote;
“entrégalo a su dueño”. El penitente replicó: “El dueño no quiere recibirlo”. En
tal caso”, dijo el sacerdote, “puedes quedarte con él”. Si esta no fuera una
simple historia-cuento, el penitente seguiría obligado a hacer la restitución, no
solamente al hombre, sino también a Dios. ¡La honradez no es una táctica, sino
un deber!
Capítulo 12
Hospitalidad

Las grandes virtudes pueden desaparecer de la civilización, porque la


estructura de la sociedad cambia. Cuando sólo había pocas ciudades y los
viajes eran largos y penosos, la hospitalidad era una de las virtudes que con
mayor frecuencia se practicaban. Herodoto, el gran historiador griego, nos
habla de cómo naufragó en una costa poco poblada, y de cómo una familia
ayunó por atenderle. Uno de nuestros misioneros en el Pacífico me platicó
cómo nunca se atrevió a quejarse ni siquiera de una jaqueca, ante los
indígenas de la isla en que ejerció su ministerio, pues estos buscarían aliviarlo
sentándose toda la noche en las afueras de sus tiendas, e hirviendo agua y
hierbas balsámicas atentos a servirle en caso de necesidad.
La hospitalidad no abandona el mundo todavía, pero en su mayor parte
se ha vuelto corporativa u organizada. Se crean instituciones para cuidar del
viajero o del indigente y así el cuidado se despersonaliza y la responsabilidad
se desindividualiza.
No hace muchas décadas, cualquier viajero se prestaba a detener su
cochecito tirado por caballos para recoger en el polvoso camino rural al viajero
que recorría a pie esos senderos, aun sin que éste lo solicitase. Hoy pocos
automóviles se detienen para levantar a quienes van por el camino,
principalmente porque muchos de esos transeúntes han hecho imposible la
hospitalidad a causa de su conducta poco recomendable. A pesar de todo, es
un error suponer que no debe confiarse en el mundo y dar por sentado que
cualquiera puede ser pillo mientras no demuestre lo contrario.
Reconociendo el cambio de costumbres, la necesidad de ser
hospitalarios sigue estando en pie. No queda satisfecha identificando la
hospitalidad como la invitación a tomar un “trago”. La esencia de la hospitalidad
son la simpatía y la bondad; es el egoísmo el que nos hace pensar que ha
pasado ya la oportunidad de mostrarnos hospitalarios. Hay un poema a este
respecto:

“Juzgué vacía la casa frente a la mía,


mas desde ayer negro crespón de luto,
me habla del alma sola que ahí había”.

La edad de los descubrimientos no ha terminado, y el más grande todos


permanece aún inédito para muchos, o sea, el de que fuera de nosotros hay
muchas otras personas en el mundo. En cierta ocasión un príncipe de Gales
dijo: “el número 10 de Downing Street no puede ser un substituto del buen
vecino”; tampoco lo pueden ser las agencias de beneficencia o servicio social.
El contacto personal inmediato, el valeroso abrazo de las preocupaciones y de
las cargas que implican las relaciones más personales e íntimas, constituyen el
torrente circulatorio de una sociedad sana.
Nuestro Señor ha dicho que el Día del Juicio Final, nos juzgará
basándose en nuestra actitud hacia la hospitalidad. “¿Cuándo Te vimos como
un extraño y Te acogimos así?”.
La hospitalidad, por lo mismo, no siempre lleva aparejados los deberes
de que estamos conscientes, sino también el más terrible conocimiento de que
Cristo es el Forastero a Quien debemos acoger. En todos nuestros actos
estamos tratando con el Señor mismo, aunque no nos lo parezca. Tal vez si
pudiésemos observar bien nuestras guerras entre las dos trincheras de los
enemigos, o desde un avión teniendo a Hiroshima abajo, contemplaríamos el
Cuerpo de Cristo perforado por los proyectiles. Lo que los hombres se hacen
entre sí, se lo hacen a Él, bien sea que se trate de un acto de bondad o de un
acto de amargura, y de tales actos derivará el juicio a que seamos sometidos.::
Persifal, el atrevido caballero de la legendaria Mesa Redonda, viajó a
través de montañas y desiertos en busca del Santo Grial en el que Cristo bebió
durante la Última Cena. Sus recorridos resultaron infructuosos. Con el espíritu
deprimido y el cuerpo fatigado, volvió a la corte del Rey Arturo. En su camino
vio a un pobre hombre que gemía desde una zanja. Conmovido desmontó
ofreciendo una copa con agua al hombre que sufría; entonces la copa pareció
despedir fuego, como animada por la alegría de un nuevo Pacto de Amor. El
caballero encontró el Santo Grial, no en las proezas, sino en la hospitalidad
ofrecida al infeliz necesitado.
Los pozos se vuelven más dulces entre más agua es extraída de su
seno. Aquellos de los que nadie extrae agua, sea ésta para bestias o para
hombres, acaban corrompidos. Las riquezas también se vuelven pacíficas
cuando se emplean como combustible para la Caridad. El pobre no puede
recompensar nuestra hospitalidad; por tanto, será Dios quien lo haga. Fue a los
pobres a quienes nos pidió llevar como huéspedes a nuestra mesa. Es
interesante observar que siempre se refirió a tales convivialidades no como a
simples comidas, sino como a “banquetes”.

FELICIDAD
Capítulo 13
Alegría y Tristeza

Un hombre sabio dijo: “Desprendeos de la tristeza porque ha matado a


muchos y para nada es buena”. Difícilmente hay algo que lleve más nuestros
corazones hacia un estado tal de disgusto que la tristeza. Quines han
practicado estudios psicológicos sobre la tristeza, nos dicen que uno de sus
principales efectos estriba en perturbar nuestro criterio, ensombreciendo
nuestro punto de vista respecto a la vida, en grado mucho mayor que aquel que
justifican los hechos. Así, la tristeza conduce al pesimismo, y otro tanto puede
decirse del efecto contrario; todos los pesimistas son necesariamente tristes. El
desastre, para ellos, se encuentra simplemente a la vuelta de la esquina. Un
segundo efecto de la tristeza es el de volvernos rudos y severos para con los
demás, así como suspicaces y dispuestos siempre a dar la peor interpretación
a los actos de todos cuantos nos rodean.
Hay diversas fórmulas para intentar dominar la tristeza. Algunos recurren
al alcohol para encontrar olvido. Otros se entregan a los placeres carnales,
esperando que la intensidad de una emoción momentánea les compense su
falta de objetivo y propósito en la vida. Pero todas las personas tristes se
asemejan en una cosa: en algún momento dicen, tal vez sin darse incluso
cuenta de ello, que “no se aman a sí mismas”. Esto no constituye un “complejo
de inferioridad”. Es más bien como si la parte más elevada del individuo
contemplara su parte más baja y se reprendieron por su lamentable condición.
Los animales no pueden reflexionar sobre sí mismos, como lo hace el hombre;
de ahí que no experimenten la misma clase de disgustos.
Existe un remedio para la tristeza, que es el sugerido por las Sagradas
Escrituras. Para algunos puede parecer muy rebuscada la siguiente afirmación:
“Si estáis tristes, orad”. De hecho, estas palabras señalan una profunda verdad
psicológica, porque implican la necesidad de reconciliarnos con nosotros
mismos a fin de ser felices. Mientras no seamos otra cosa que el campo de
batalla en una guerra entre lo más bajo o lo más elevado que llevamos en
nosotros, no habrá ni descanso ni alegría. Pero resolver el conflicto, llevar la
batalla hasta el fin, requiere vernos realmente tal como somos. Nada bueno
tiene culpar al bastón que se usa para jugar golf, si nuestro juego es
defectuoso, ni culpar a la jarra cuando derramamos la leche. La falta debe
considerase como propia nuestra en pequeños tropiezos de esta clase, así
como para nuestros estados de ánimo. El descubrir que nadie sino nosotros
mismos somos los culpables de ser como somos, es más grande el
descubrimiento practicado por cualquier explorador. Tal descubrimiento de
nuestra propia falta, será imposible a menos que exista una norma más
elevada fuera de nosotros mismos, norma cuyo amor, por otra parte, sepamos
perdido.
Cuando encaramos la responsabilidad de que deriva nuestra tristeza, la
oración no nos conduce a la esperanza, porque nos hace ver la verdadera base
de nuestro descontento: el convencimiento de que podríamos ser diferentes de
cómo somos. Como dijo un escritor famoso: “Se me dice que desciendo de un
padre y una madre. Pero yo me juzgo como algo más”. ¡Y uno ES más! El
Salvador dijo que cada uno de nosotros vale más que todo el universo visible.
Empezaremos a obrar de una manera diferente en cuanto
reconozcamos la inmensidad de nuestras posibilidades. Toda nuestra vida
cambiará entonces como la de un agricultor cuando descubre yacimientos
petrolíferos en sus tierras que antes consideraba como pobres y yermas. La
oración se sobrepone a la tristeza poniéndonos en relación con Lo Eterno, y
entonces sobreviene el cambio. Antes creíamos que nadie nos amaba; ahora
sabemos que Dios nos ama.
A menos que el hombre coloque a Dios entre sí y su vida anterior, no
podrá soportarse a sí mismo. Pero Dios no se entrega al hombre sino hasta
que éste principia sentir su propia nulidad. Admitiendo la pobreza de nuestra
personalidad, abrimos las esclusas a las riquezas divinas. SE ha dicho que
ningún hombre es héroe, en opinión de su criado. Sería más acertado decir que
ningún hombre es héroe en opinión propia. Plutarco puede decirnos que Catón
fue un gran hombre, pero para éste, Catón no paso nunca de ser sino un
hombre débil.
Una cosa es descubrir nuestra nulidad y permanecer indiferentes. Eso
es la tristeza. Pero otra cosa muy distinta es descubrir que nada es uno, y
partiendo de ahí, aprovechar la Energía Divina. Eso es la alegría. La
mediocridad es un pecado contra nosotros mismos; una especie de sacrilegio.
El fastidio que experimentan algunos corazones no es otra cosa que la
reacción instintiva de sus grandes y no desarrolladas posibilidades, ante la
mediocridad trivial de sus vidas. En torno nuestro, los pájaros vuelan, con
armonioso cántico, ansiosos de penetrar nuestras almas. Pero hasta no
comprender el propósito de la vida, tendremos que contentarnos con que se
posen un momento en nuestro dintel, para luego continuar su vuelo.
Pasar de la tristeza a la alegría, requiere renacer un momento de pena y
esfuerzo, pues nadie alcanza niveles más elevados en la vida sin abandonar el
nivel más bajo. Antes de semejante ascensión, la conciencia, por un momento,
debe realizar una labor ruda y penosa. Las perlas proceden del fondo del mar,
el oro de las entrañas de la tierra, y las grandes alegrías de la vida deben
encontrase en los rincones de un corazón contrito y despedazado.
La alegría es la felicidad del amor: el amor se da cuenta de su propia
felicidad interna. El placer nos llega de fuera, y la alegría de dentro; por lo
tanto, se encuentra al alcance de todos. Cuando hay tristeza en nuestros
corazones es por falta de amor suficiente. Pero para ser amados necesitamos
ser dignos del amor, y para ser dignos de éste requerimos ser buenos. Para ser
buenos, necesitamos conocer la Bondad, y el conocimiento de la Bondad no es
otra cosa que el amor a Dios, a nuestro vecino y a todos los hombres.
Capítulo 14
El Misterio
del Sufrimiento

El aliento de Dios permea las alegrías del hombre; murmura en su


conciencia; habla en sus perturbaciones y clama en sus dolores. El sufrimiento
es un misterio demasiado grande para razonar sobre él tratando de
comprender todo su significado. Su comprensión exige una elevación de alma y
un abatimiento del espíritu que pocos están preparados a realizar.
El dolor y el sufrimiento parecen estar íntimamente ligados con el
cosmos mismo, como si por medio de alguna gran decisión libre de parte del
hombre, se perturbarán la paz y la concordia de la vida. El sistema solar
mismo, nació con grandes esfuerzos, en forma de una perturbación tremenda;
nuestro propio planeta tuvo su edad de hielo, en la que enormes avenidas de
agua arrasaban colinas y montañas, y aún hoy nuestra Tierra tiene su
tumultuoso cambio de estaciones.
Cuando enfocamos al hombre encontramos en él dos clase de
sufrimientos: el puro y el impuro. Los sufrimientos impuros son aquellos que
nos llegan desde el exterior sin culpa nuestra, tales como las plagas, las
enfermedades, los accidentes, etc. El dolor puro es aquel que mana de
nosotros mismos, tal como las dolencias físicas resultantes de un abuso contra
las leyes de la salud: el exceso en la bebida, las preocupaciones, y la ansiedad
ominosa provocada por la violación de alguna ley moral.
Nunca debe pensarse que, porque uno sufre, se ha hecho culpable o
está siendo castigado. En forma general, los desórdenes y males del mundo se
originan cuando el hombre se declara en rebeldía contra el Creador; pero no
puede decirse en ningún caso individual que los sufrimientos obedezcan a
culpas personales. El Cristo que murió en la Cruz nada malo hizo. El inocente
tiene iguales posibilidades de sufrimiento que el culpable.
Pero tiene más importancia esta pregunta: ¿Qué puede hacerse ante el
dolor y el sufrimiento? Se han planteado diversas soluciones. Una de ellas es el
estoicismo, que equivale a apretar los dientes y sobrellevarlo todo demostrando
apatía e indiferencia ante los males del mundo; otra radica en el Budismo, que
equivale a considerar todos los sufrimientos como resultado del deseo. Cuando
uno aplasta el deseo y y lucha por la unión con el gran Nirvana de la
inconsciencia, consigue disminuir el sufrimiento hasta hacerlo desaparecer a la
postre. El Antiguo Testamento, como se revela en el Libro de Job, reconoce
que estamos frente a un misterio que no puede resolverse por medio de la
razón. Cuando Job interroga a Dios, Éste aparece y comienza a hacer
preguntas a Job, tales como ésta: “¿Dónde estabas cuando yo echaba los
cimientos de la Tierra?” Cuando Dios acaba de interrogarlo, Job se da cuenta
de que las preguntas de Dios tienen mucho más sentido que las respuestas de
los hombres. La filosofía final de Job puede condensarse así: “Confiaré en Él,
aunque Él me sacrifique”.
La respuesta cristiana a todo esto es que el mal procede básicamente
del pecado. De ahí que la única forma de conquistar el sufrimiento radique en
vencer al pecado. Para lograrlo, el Hijo de Dios adoptó la naturaleza humana.
Identificándose con el hombre, asumió también su culpa, como un padre
acepta las deudas del hijo descarriado. Siendo hombre, podría sufrir como
hombre y en nombre del hombre; siendo Dios Sus sufrimientos tendrían un
valor infinito y borrarían todas las deudas de los hombres. La Resurrección fue
la manifestación final de que el amor de Dios es más fuerte que el poder del
pecado. Si el dolor y el sufrimiento fueran insolubles, el Padre Celestial nunca
se habría ajustado a la forma de Su Divino Hijo.
La lección radica en que la perfección se alcanza mediante el trabajo, el
sacrificio y la abnegación. A veces nos la imponemos nosotros mismos, pero
en ocasiones nos la imponen otros y entonces se hace necesario llevar
pacientemente la Cruz, por amor de Aquel que murió por nosotros. Una madre
administra a su hijo medicinas amargas, y aunque el niño protesta, sabe sin
embargo que el remedio procede de una mano cariñosa, y que su ingestión le
aliviará. El amor no puede extinguir el sufrimiento, pero sí disminuirlo, como
cuando vuelve menos dura una velada de toda la noche al lado del niño
enfermo. Sabiendo que el Amor Divino sufrió por nosotros, para expiar nuestras
culpas, encontraremos la paz y nos resignaremos a la Divina Voluntad. El
Dante lo dijo: “Tu voluntad, oh Señor, es nuestra paz”. Franz Werfel,
continuando esta idea dio este lema a los pacifistas: “No busquéis venganza,
sino expiación; no busquéis castigo, sino penitencia”.
Capítulo 15
Nuestros
Estados de Ánimo

Nuestro Divino Salvador nos dio ese consejo: “Cuando ayunéis, no os


mostréis tristes ni pongáis mala cara”. Luego advirtió a Sus oyentes que debían
conducirse de manera que nadie pudiera adivinar que ayunaban. La tristeza es
atea, pero no es cristiana. Es ateísmo no solamente porque uno carece de
medios invisibles de apoyo, sino también porque decrece la esperanza con el
transcurso del tiempo, cuando nuestra vida se acorta. Muchos que tienen el
estómago vacío o que atraviesan una prueba interior, lo dejan traslucir en sus
rostros, lo registran en sus voces y lo hacen patente en sus actos. Su
disposición es de morosidad, tristeza, taciturnidad; de malhumor, gruñidos,
amargura o sarcasmo.
Las cosas han marchado mal en la oficina o en el taller. El esposo
regresa y contesta a su mujer con monosílabos, si es que acaso responde a
sus preguntas. Suena el teléfono y habla un cliente. Todo es dulzura y alegría.
Esto desmiente a quienes opinan que el malhumor no es culpa nuestra sino
que lo causa el haber salido de la cama por el lado malo, a que “nuestro
reumatismo nos molesta hoy”, o a que “el callo nos duele”, como si fuera a
llover”. Esas excusas son idénticas a las que dan las universidades para
explicar los pecados, culpando a nuestros abuelos, como acostumbran los
discípulos de Freud, o a los capitalistas como hacen los discípulos de Marx. La
verdad del caso es, como dice Shakespeare, que la culpa no está en las
estrellas, sino en nosotros mismos. Las circunstancias externas acondicionan
nuestra perspectiva mental y nuestra disposición, pero no las crean. :::::::::
Así como hay una teoría acertada y otra errónea acerca del sol y de la
Tierra, hay también una teoría acertada y otra errónea acerca de las
circunstancias externas. Si nos ponemos a girar en torno de lo que ocurre en el
exterior, entonces ello determinará nuestros estados de ánimo y nuestras
actitudes. Pero si procuramos que lo exterior gire en torno nuestro, podremos
determinar el grado de su influencia. La disyuntiva es: lo exterior crea nuestro
estado de ánimo no nuestro estado de ánimo determina nuestro punto de vista
sobre lo que existe fuera de nosotros. La marmita que hierve excesivamente
puede hacer hervir nuestro temperamento, o éste puede ver la marmita
hirviendo con exceso sin violentarse. Continuando este símil, puede decirse
que hay algunas personas que durante una disputa gustan de mantener
“hirviendo” la marmita.
Los días lluviosos causan tristeza en algunas personas. El autor
recuerda haber comentado en cierta ocasión con un irlandés de Killarney:
“Lástima que esté lloviendo”, sólo para recibir esta respuesta: “Pero es un buen
día para salvar el alma”. Pensándolo bien, puede resultar más fácil salvar el
alma en los días lluviosos que en los soleados. Nuestro humor y nuestra
disposición no son tanto reflejo del tiempo o del lado izquierdo de la cama,
como reflejo del estado que guarda nuestra alma. Lo que se encuentra fuera de
nosotros está más allá de nuestro dominio; pero lo que se halla en nuestro
interior puede ser dominado y recibir la forma mejor que nos acomode. Como
dijo el famoso filósofo Pascal en cierta ocasión: “El estado del tiempo y el
estado de mi ánimo guardan poca relación; mis nieblas y mal tiempo se
originan dentro de mi mismo”. Nuestros estados de ánimo son como cristales a
través de los cuales vemos al mundo color de rosa y opaco. El color de los
lentes que usamos nos da el color del mundo. En gran parte, lo que vemos
tiene un tinte interior más bien que exterior.
Hay dos consideraciones que ayudan al desenvolvimiento de un buen
estado de ánimo. La primera es recordar que una conciencia feliz nos hace
tener una grata perspectiva de la vida, mientras que una conciencia manchada
nos hace verlo todo miserable en el interior y en el exterior. Cuando nuestra
conciencia nos mortifica, bien sea que lo admitamos o no, con frecuencia
tratamos de justificarnos corrigiendo a los demás o encontrándoles defectos. La
facultad de pensar mal de los demás es en gran parte motivo de mil escándalos
dentro de nuestros propios corazones. Quienes encuentran manchas negras en
los otros, creen distraer la atención de su propio estado miserable. La
conciencia limpia, por lo contrario, encuentra lo bueno en los otros aunque no
esté satisfecha de sí misma.
La segunda ayuda para el buen humor radica en el espíritu de alegría.
La alegría estriba en regocijarse por el bien ajeno. Es una de las virtudes más
raras y la última en ser alcanzada. Con frecuencia, consideramos el bien ajeno
como algo que se nos hubiese arrebatado. Un hombre pierde su buen humor
cuando llama “querida” a su esposa estando fuera de casa, y cuando la califica
de “bestia” dentro del hogar. La mujer pierde su alegría cuando en lugar de
emplear su tiempo en enderezar su conducta lo pierde en enderezar la costura
de sus medias. Todos sienten alegría cuando agradecen a Dios que sus
amigos hayan hecho una obra buena, que sean queridos por los demás, y que
sus virtudes proclamen la felicidad de una buena conciencia.
Capítulo 16
Los Casos Mentales
Están Aumentando

La humanidad siempre ha dado por supuesto que en su seno existen


unos cuantos individuos desafortunados cuya perspectiva mental se encuentra
torcida y es impredictible. Pero lo más alarmante en nuestros días es el número
de personas que por otra parte parecen normales y las cuales, usando una
expresión popular, están “desintegrándose”. Algunas son jóvenes, por lo demás
felizmente casadas; otras se hallan a mitad de la vida y gozan de aparente
seguridad; pero sin distinción de edades, como lo escribió un gran psiquiatra
americano, “los casos mentales son entenados de la civilización moderna”.
Dejando al cuidado de la medicina a quienes sufren perturbaciones
funcionales y orgánicas que afectan la mente, nuestro problema consiste en
investigar la razón de los muchos casos marginales o semimarginales de
inestabilidad mental. Yendo directos a la cuestión, la misma parece consistir en
esto: Nuestra generación se ha criado bajo la idea de la “autoexpresión”, que,
al traducirse negativamente, significa la inexistencia de frenos voluntariamente
aplicados. Todo deseo y todo impulso que satisfaga al yo es considerado como
bueno; cualquiera forma de autoprivación o represión de instintos biológicos, se
considera dañina para la personalidad. El yo se ve halagado y mimando, hasta
el punto de que cría a los niños según la teoría de que nunca deben ser objeto
de disciplina, y mucho menos de castigo reprimenda por su egoísmo.
Cuando la persona construye su filosofía de la vida de acuerdo con el
principio de su propia voluntad, se expone a un tremendo desengaño. Ocurre
que la mayor parte de las personas con quienes tropiezan en el mundo, se
nutren exactamente del mismo principio. El resultado es que el individuo
encuentra su propia voluntad contradicha por otro; que el yo está negado por
otro yo; que los deseos no encuentran satisfacción; que los caprichos son
denegados y rechazados por otros “yos” igualmente empeñados en
automanifestarse.
Esta constante lucha y estos restos de otras voluntades hacen que la
mente se confunda, y desborde con la sensación de que se encuentra
perseguida, creando así la infelicidad, la venganza y el despecho. Algunos hay
que buscan consejo profesional acerca de su estado mental de confusión, y se
les dice que padecen “complejo de inferioridad”. El espíritu se halla tan lleno de
presunción, orgullo y agresividad, que sus sentimientos heridos pueden ser
momentáneamente tomados como de inferioridad. Pero esto no sucedería si no
fuese dueño por otra parte de un orgullo diabólico, de un sentimiento de
superioridad que le hace tratar a todos cuanto no le adulan, en forma igual a
como Malenkov tratara no hace mucho a Beria. :::::::
Ha llegado el momento en que los educadores, sociólogos y ciudadanos,
vuelvan sobre sus pasos y comprenda que para que el yo esté realmente
satisfecho, debe priero sometérsele a la disciplina de ser podado, negado y
denegado por sí mismo. No se ha expuesto nunca mejor ley respecto a la paz
interior, que la que dio nuestro Divino Salvador cuando dijo: “Si algún hombre
viene tras de mí, que tome su cruz y me siga”. En otras palabras, las cruces
y las contrariedades forman parte de la vida. Debemos esperarlas de los
demás simplemente porque requieren con frecuencia tanta regeneración como
nosotros mismos. Las contradicciones de parte de los demás nos lastimarán
menos, después de que nosotros mismos nos contradigamos por primera vez.
La mano encallecida no sufrirá tanto el dolor, como la mano lisa que atrape una
bola dura en el juego de pelota. Las contradicciones pueden hasta asimilarse y
emplearse para domar aún más nuestros propios impulsos erróneos.
Pero la voluntad que siempre insiste en imponerse, comienza por
aborrecer su propia conducta. Quienes viven sólo para su yo, terminan por
tomarle aversión. El yo es un santuario demasiado estrecho, oscuro y cerrado
para permitir un culto feliz.
Las cruces son inevitables. Quienes parten del amor a sí mismos, ya se
han creado por esa sola razón la posibilidad de cargar millones de cruces
adicionales pertenecientes a quienes viven del mismo orgullo. Pero quienes se
dominan manteniendo a raya su yo por medio de actos de abnegación estarán
preparados para recibir las cruces del exterior; estarán familiarizados con ellas
y el choque será menor cuando las dejen caer sobre sus hombros.
Sólo hay dos alternativas para estas cruces: llevarlas a cuestas o
pisotearlas. Podemos fundirlas en el Plan Divino de la vida, haciéndolas así
servir a nuestra paz y felicidad interiores, o podemos tropezar sobre ellas
acompañados por nuestro llanto. El egoísmo es la causa de muchas
enfermedades mentales, para las cuales, la simpatía, el perdón y el dominio
sobre nosotros mismos, constituyen la mejor curación.
Capítulo 17
Melancolía

La melancolía constituye un fenómeno estrictamente moderno creado


por las alas del alma cuando se golpean contra las barras de la jaula del
tiempo. El mejor analista de este tema, Soren Kierkegaard, expresó en una
ocasión su propia melancolía como sigue: “Acabo de regresar de una fiesta en
la que fui el principal animador. Los gracejos brotaban de mis labios, todos
reían y me admiraban, pero salí de allí – este paréntesis debiera ser tan grande
como la órbita de la Tierra – y sentí deseos de pegarme un tiro”.
Este tipo de melancolía no obedece tanto a las cargas de la vida como a
una reacción contra sus placeres. Nerón, uno de los más grandes sensualistas
de todos los tiempos, era notoriamente melancólico. En tiempos más religiosos
del pasado, los adictos a los placeres sentían remordimientos, que implicaban
la existencia de la conciencia. Pero la melancolía, a diferencia del
remordimiento, carece de consideraciones éticas conscientes. Es un vacío que
procede de haber gastado en forma escandalosa los melosos placeres del
cuerpo; es una horrorosa sensación de actividad estéril, de vacío romántico y
de la futileza de la vida misma. El hombre infeliz comienza por escapar de sí
mismo, perdiéndose en estimulaciones excitantes y en experiencias eróticas.
Pero en lugar de que cualquiera de estas constituya un lecho sobre el cual
montar su nido de reposo, cada una parece no ser otra cosa que murallas de
caucho que le hacen rebotar sobre sí mismo. El yo del que pretendía liberarse,
es ahora el yo que le tortura. Mientras más intenta perderse, tanto más vuelve
a encontrarse. Respira el mismo aire que aspiró y cada vez se siente más
corrompido y menos tolerable.
La melancolía produce de esta manera lo que pudiéramos llamar
“reduplicación”. El yo se encuentra ante sí mismo. Cuenta que un prisionero
que se fugó de la prisión, anduvo vagando toda la noche, vadeó un río dos
veces y al salir el sol, se encontró ante la misma prisión de la que había
escapado. El melancólico es así: siempre esta tratando de “alejarse de sí
mismo”, pero todos los caminos que toma son circulares y vuelve a encontrarse
con el mismo punto de partida. No es una sensación agradable, como tampoco
es la primera mirada que dirigimos al espejo al despertar. Existen los
inescapables “tú” y “yo”, y parece que no queda espacio para ambos dentro del
compartimiento del alma. El hombre sin un objetivo en la vida sale a pescar por
placer, y en el anzuelo se encuentra, no disfrutando de un goce, sino
padeciendo desilusión y sufrimiento.
En este punto puede ocurrir una de dos cosas. En primer lugar puede
uno sentirse desafiante respecto a la desesperación que nos invade en cuyo
caso, si se es literato, ecribiremos un drama o una novela intentando demostrar
que la melancolía es el destino de la humanidad. Al quemarnos la mano en el
fuego del egoísmo, buscaremos alivio describiendo las quemaduras
como normales y las conflagraciones como fogones en los que los corazones
pueden calentarse. Es siempre más fácil describir el mal que el bien, porque
todas las personas tienen al misma experiencia del mal, aunque no todas
tengan una experiencia importante en lo que se refiere a la virtud. Las
pesadillas de la desesperación y la melancolía, que nos proporcionan temas
para las piezas teatrales y cinematográficas, dan testimonio de la frustración
que alienta en muchas almas modernas y de los inútiles esfuerzos por evitar la
extensión de la epidemia.
Pero existe otra posible reacción a la melancolía; consiste ésta en la
comprensión de que uno está empeñado en un combate consigo mismo. Tan
pronto como se aprecia que la mente propia es un campo de batalla en que la
personalidad se halla dividida por una guerra, empieza a buscarse en torno a
un elemento pacificador. “Los dos tendrán que ponerse de acuerdo”, expresión
tan frecuentemente usada al tratarse de disputas sociales e internacionales, se
aplica ahora al yo mismo. Es evidente que la paz no puede emanar del interior,
porque ahí se encuentra la fuente de todo el trastorno. La mente es como un
sauce cuyas ramas están ya húmedas con lágrimas. Así como solamente el sol
puede secar la humedad del árbol, también la mente melancólica busca fuera
de sí ayuda y liberación.
Y esta es la forma como muchas inteligencias modernas encuentran a
Dios: mediante el vació del yo y la desesperación interior. Siempre hemos
sabido que el hombre podría volver a Dios tras una serie de disgustos, pero le
estaba destinado a nuestros días darle una especie de modo a ese retorno. La
contradicción interior, que empuja hasta el suicidio al melancólico retador, es la
misma fuerza que conduce hasta Dios al melancólico que reconoce su
predicamento. Sartre es el portavoz mundial de la desesperación que sirve de
prefacio al infierno, y Kierkegaard el portavoz de aquellos que en la oscuridad
de las tumbas cerradas por la mano propia, claman por la luz. La mentalidad
moderna ha estado cerrada a Dios mucho tiempo, pero ahora parece que Dios
está encontrando Su camino de regreso, como lo hizo en los comienzos de la
Historia Cristiana, venciendo de nuevo el obstáculo de las puertas cerradas,
que Él sabe cómo atravesar.
Capítulo 18
La Culpa Está
en Nosotros Mismos

A la política podría llamársele “arrepentimiento diferido”; algo así como si


teniendo una copa mantuviéramos limpio únicamente su exterior para evitarnos
limpiar su interior. La gran atracción del comunismo consiste en que adjudica
un carácter económico a todos los males del mundo, y así retrae a sus víctimas
de la necesidad de un mejoramiento moral. Es más divertido señalar la paja en
el ojo ajeno que extraer la viga del nuestro propio. Estas épocas que
manifiestan un interés desordenado por la reforma social son con frecuencia
las que más descuidan la reforma del individuo. Esos educadores que afirman
la inexistencia del mal y lo atribuyen sólo a complejos, son los mismos que
niegan la existencia de enfermedades corporales insistiendo en que estas son
únicamente productos de nuestra imaginación.
El hecho real es que todos podemos ser egoístas, y por tanto sólo nos
quedará culparnos a nosotros mismos. No es el afán económico o el de
seguridad los que vuelven antisocial a una persona sino más frecuentemente el
afán de imponer su voluntad sin importar los resultados. Hilarie Belloc narra la
historia de un hombre que carga un gran tonel de vino en un carro y que al
pasar de aldea en aldea, discute con los posibles compradores el precio de su
mercancía. Finalmente regala el tonel permitiendo que todos disfrutaran
gratuitamente de su contenido. No era tanto la ganancia lo que buscaba, sino
salirse adelante con la suya.
En la parábola del Hijo Pródigo, el hijo rompió primero con su padre
dentro de su propio corazón y luego exigió la división de los bienes. La división
económica era simplemente consecuencia del alejamiento de su corazón
respecto a la familia. La vida económica en conjunto no representa barrera
alguna contra una ruptura con las tradiciones de la obra, el país o la religión. A
veces la abundancia material hace creer a los hombres que la felicidad radica
más bien fuera que dentro de nosotros mismos.
El Hijo Pródigo, tras padecer hambre en un país extranjero, vio
restablecido su sentimiento de los valores cuando “entró dentro de sí mismo”.
Esa realidad llego hasta él haciéndole ver que la raíz de sus perturbaciones
radicaba en algo dentro de su propia persona y no fuera como él creía. Pero he
aquí un hecho psicológico absorbente. Cuando un egoísta principia a darse
cuenta de que suya es la culpa por el estado que guarda, puede llegar hasta un
grado tal de desesperación que ella misma le impulse a rebelarse contra ese
estado, pues el egoísta no es inmoral en su acción, sino amoral y antirreligioso
en sus actitudes, palabras y pensamientos. Una sensación de vergüenza y
falso remordimiento le convierte en un Lacoonte moral sujeto a constante
martirio en vida por las serpientes que aloja en su pecho. Gran parte de la
hipocresía y los ataques lanzados contra la decencia de los libertinos agotados,
emana del primer retroceso apasionado contra la criminalidad develada, contra
los vicios descubiertos o contra el honor manchado. La angustia intolerable de
un egoísta herido, cuando lo flagelan no con azotes sino con escorpiones
morales, le induce a lanzar ataques contra la moral, de la cual se habría
apartado con horror antes de que su propia conciencia empezara a castigarle.
Tal vez, conociendo mejor la naturaleza humana, nos daríamos cuenta de que
aquellos que odian violentamente la bondad y la decencia, son también
quienes se aborrecen más a sí mismos; es para ellos una especie de
compensación a cambio de ultrajes que saben verdaderos, pero que se niega a
reconocer. Por la misma razón, el comunismo, con su odio contra Dios puede
encontrarse más cerca de una piedad auténtica que la indiferencia religiosa del
mundo occidental, tibia y siempre indecisa, y que por lo mismo será vomitada
por la boca de Dios. Pocos infiernos son más profundos que aquellos en que
un egoísta desilusionado y una conciencia malvada, hierven juntos en el mismo
caldero.
Una de las clásicas historias de la antigüedad es la de Circe, quien
transformaba a los hombres en cerdos o descendía a los seres humanos hasta
el nivel de los brutos. Circe se pasea hoy con el nombre de una psicología que
reduce nuevamente al hombre hasta un estado animal. Pero también registra la
leyenda de Ulises que obligó a la hechicera a que volviera de nuevo a sus
compañeros, a su antigua forma humana. Nuestro mundo de la educación y la
psicología necesita algo semejante, para hacer al hombre consciente de su
identidad, para restaurar el egoísta a la razón. Esto lo encontraremos sólo en la
gracia de Cristo, que vuelve a los Hijos Pródigos desde la zahurda para cerdos
en que se debate, hasta la Casa del Padre.
INFLUENCIAS EXTERNAS

Capítulo 19
La Influencia

Con cierta medida de pesimismo, Shakespeare hace que uno de sus


personajes diga: “El mal que los hombres hacen, les sobrevive siempre, y el
bien que realizan, con frecuencia se entierra con sus propios huesos”. Con
mayor esperanza se mostró el poeta que escribió: “Mas duradero es el canto
aunque el cantante quede atrás”. Si embargo, necesitamos estar de acuerdo
sobre la influencia que existe tanto para el mal como para el bien. Algunos
pueden volver la vista atrás y fijar el día en que dio principio una buena
influencia, diciendo con Dante: “Aquí comienza la nueva vida”. En la galería de
la memoria, cuelga siempre algún cuadro al que reconocemos una deuda de
formación o una nueva visión de la vida. Hay dos tipos de influencia: consciente
e inconsciente. La influencia consciente es aquella con la cual deliberadamente
deseamos moldear el carácter o la mentalidad de otra persona. Esa clase de
influencia no es siempre buena, está demasiado relacionada con la publicidad.
Todos los grandes impactos contra los caracteres ajenos son de procedencia
indirecta y no directa. El que principio por “edificar” a los demás, casi siempre
concluye engañándose a sí mismo. Por eso, hacerse pasar como piadoso, salir
del camino que se recorre para aparentar religiosidad o citar los Textos
Sagrados para causar buena impresión, son actos que pecan siempre de
insinceros. Nuestro Señor condenó a los que iban diciendo: “Señor, Señor”,
porque esa adoración externa no significaba que un hombre perteneciese sólo
por ello al Reino de Dios. :::::::
Cuando una persona se pone a dar “buen ejemplo”, generalmente falla
en su intento. El mejor ejemplo nos lo ofrece el individuo que estando fuera de
servicio no obra “profesionalmente”, como el ministro, el rabino o el sacerdote
cuando descienden de su púlpito; como el capitalista cuando concluye su
discurso radiofónico sobre “La Suprema Nercesidad de reconocer los Derechos
de los Trabajadores”; cuando el líder obrero termina de dar lectura a su
conferencia televisada sobre “Los Profundos Intereses de los Trabajadores en
la Justicia Social, y su Amor por el Bien Común”. Cuando Pedro dijo a Nuestro
Señor que aunque otros le estaban faltado, el nunca le dejaría, nuestro
Salvador contestó que dentro de las siguientes veinticuatro horas Pedro le
negaría. Lo que decimos, tiene mucha menor importancia, por cuanto se refiere
a la influencia, que nuestras acciones.
En la vida las mejores influencias son aquellas que no tienen carácter
deliberado, sino que son inconscientes, inobservadas, y por lo mismo ajenas a
cualquier intento de obtener alabanza o ajenas a cualquier intento de obtener
alabanza o elogios una vez consumadas. Tal es la influencia de largo alcance
de la madre en un hogar, la de cumplir sus deberes diarios con amor y espíritu
de autosacrificio que imprime profunda huella sobre sus hijos, misma que va
ahondándose con el transcurso de los años. San Francisco tuvo una gran
influencia en la pintura, aunque nunca fue artista. Los grandes artistas han
influido sobre millones de seres para que amen la belleza, aunque su intención
no fue la de que se les recordara en ese sentido. La influencia inconsciente
nunca es arrogante. Como dijo Nuestro Señor: “Estoy entre vosotros como Uno
que ha servido”. Desde esa humildad básica emanó el consejo dado a Sus
discípulos de que aquel que fuera más grande entre ellos, debería ser quien
menos contara en el grupo. Al mismo tiempo nunca Se mostró tan regio como
cuando se entregó a la muerte a fin de salvar a la Humanidad.
La característica desafortunada de nuestros días consiste en que la
propaganda ha usurpado el puesto a la influencia personal. La política se ha
convertido en algo primario para la vida moderna, de suerte que las masas se
ven movidas más bien por las palabras que por el cumplimiento de las
promesas. El comunismo ha invadido a una tercera parte del mundo,
colocándolo dentro de las garras del Oso de Hierro, simplemente porque
promete pasteles en el firmamento una vez que el odio haya derrocado el
orden existente. La gran falacia de todos los movimientos revolucionarios
radica en que el valor de las grandes vidas queda nulificado, bien sea por la
persecución o el asesinato, a cambio de promesas falsas y esperanzas
ilusorias. Nuestro mundo aprende muy lentamente que quienes apagan las
luces del cielo, por ese solo hecho, apagan también las luces de la tierra. Las
influencias nacen de un vigor moral; pero las promesas, al igual que los hilos
de una tela de araña, nacen dentro de las entrañas del materialismo.
Algún día surgirá un político tan consagrado a la verdad, que la siga bien
de cerca, sabiendo sin embargo que al hacerlo irá contando sus pasos a la
derrota. Ese día veremos la resurrección de la política como principio, así como
la de nuestras naciones.
Capítulo 20
Pan y Reyes

La gente habla con frecuencia de su salud cuando está enferma, y más


sobre su propia libertad cuando está en peligro de perderla. Pese a cuanto se
alegue a favor de la libertad, es preciso recordar que todo alejamiento de la
responsabilidad constituye un alejamiento de la libertad, y que toda denegación
de culpabilidad personal niega también la libertad. Los repollos no pueden
obrar mal, a pesar de que tienen cabeza; las máquinas sumadoras no pueden
pecar, aunque hagan correctamente sumas y restas. Tal vez sea la carga
misma de la responsabilidad la que fluye de la libre elección que hace a
muchos abandonar fácilmente su gran don de libertad.
Esto también explica la búsqueda de alguien que se encargue de pensar
por ellos mismos y les alivie de la carba terrible que inevitablemente derivará
como consecuencia de sus decisiones.
El Comunismo en las democracias es más popular entre la llamada
“intelectualidad” que entre los trabajadores o personas carentes de educación,
por la sencilla razón de que los primeros están más acosados, y porque
acogiéndose a esa ideología se ven libres de pensar por cuenta propia
librándose de la carga tremenda representada por las consecuencias de sus
actos, así como de las tristes consecuencias de sus acciones, convirtiéndose
en fácil presa del Comunismo, que les da una meta a la cual dedicarse, en la
cual el mito y la esclavitud mental van ligados entre sí, como genios del mal.
Esta búsqueda de alguien con quién comprometerse por parte de las
mentalidades neuróticas, explica la facilidad con que se entregan grandes
inteligencias al totalitarismo.
Dos escritores rusos del Siglo Diecinueve, predijeron que este estado de
cosas habría de llegar en el curso del Siglo Veinte; uno de ellos vaticinó,
inclusive, que los líderes ante quienes se rendirían las mentalidades libres,
saldrían de Rusia. Soloviev dijo que el caudillo que cautivaría las almas durante
nuestra generación, sería el autor de un libro sobre “La Paz y la Seguridad del
Mundo”. Millones se someterían a él como a una autoridad suprema en las
esferas políticas y económicas, por la sola razón de que prometía pan.
Dostoievski también predijo que Rusia y el mundo caerían ante la tentación “del
pan y del poder”.
No puede uno menos que establecer contrastes entre la búsqueda de un
dictador o de un rey económico como Nuestro Bendito Salvador, cuando dio
pan a las multitudes en el desierto. Habiendo alimentado a las masas
hambrientas, “éstas trataron de convertirle en Rey”. Siempre se encuentra en el
corazón humano, cuando pierde su amor por lo espiritual, la adoración que
promete estómagos satisfechos o poderío económico. Quieren hacerle Rey en
oposición a todos los reyes de la tierra; y en lugar de entregarse a Él y a Su
Sublime Doctrina acerca del pecado y de la redención, querían que Él se
sometiera a ellos. No querían dejarse atraer a Él, sino hacerle descender hasta
ellos. Por sinceros y llenos de entusiasmo que hayan sido, era claro su empeño
por hacer descender la Divinidad hasta el nivel humano.
Aunque Él era rico, se convirtió en pobre por nosotros mismos, no quiso
ser Rey terrenal a la fuerza. Un pobre ciego podía detenerle en el camino para
que le devolviera la vista, pero ni todas las masas con su aclamación y sufragio
universal pudieron hacerle Rey. Luego, Él marcó con Su dedo el error en que
incurrían los demás, cuando dijo: “Me buscáis porque comísteis de mi pan y os
sentís satisfechos”. Le buscaron no por la parte más elevada de los seres
mismos, sino por sus estómagos, no por Su moralidad, sino por su fuerza
económica, no por haberles dado la salvación, sino por la modorra espiritual de
sus almas. :::::::
Cuando las hogazas de pan son más apreciadas que el Poder Divino
que las multiplicó; cuando los ríos son más admirados que las fuentes que los
produjeron, la Humanidad estará lista para aceptar cualquier clase de rey que
les prometa paz y abundancia. No hay que olvidar, por otra parte, que Quien
Prometió lo espiritual, no negó el pan a los pobres. Nuestras esperanzas y
nuestras libertades las vendemos muy baratas, cuando las trocamos por
aquello que alimenta el cuerpo y deja desnuda el alma. Este es el problema: el
mundo entero muere de hambre; el mundo oriental perece de hambre corporal,
y al mundo occidental lo mata el hambre espiritual. El primero será alimentado,
pero no por aquellos que aborrecen la liberad cuando entregan la harina. El
Occidente se salvará alimentado al Oriente, al mismo tiempo que reconoce su
propia hambre espiritual y busca de nuevo al verdadero Rey de los Corazones,
Aquel que da “El Pan de la Vida”.
Capítulo 21
Apasionamiento

Cuando escuchamos a una figura política hablar a la nación sobre una


crisis mundial a través del radio o la televisión, con entusiasmo casi igual al que
pondría para enterarnos del precio que tiene el queso en Suiza o en Birmania,
nos preguntamos si realmente restará todavía algún fuego o entusiasmo hacia
las grandes causas. Evidentemente, el entusiasmo tiene algo que ver con el
apasionamiento. Pero esa palabra evoca por lo general dos tipos de reacciones
antagónicas. La una insiste en que el apasionamiento es algo que debe
avergonzarnos; la otra, sostiene que nada tiene de malo, y que si no cedemos
a sus demandas, lesionaremos nuestra propia personalidad.
Para reanimar la pasión en los corazones, necesitaremos entenderla
primero. Pasión significa recibir o sufrir algo, o bien someterse a ello. De aquí
derivan dos condiciones indispensables para la pasión: el conocimiento, y
algún cambio orgánico o físico en nuestra naturaleza sensible.
En primer lugar, hablemos del conocimiento. La pasión no puede
desenvolverse a menos que tengamos alguna idea sobre algo. Una mujer no
se “sentirá enloquecer” ante un mostrador de gangas, a menos que se dé
cuenta de que otra persona está llevándose las mejores piezas. Oímos hablar
de personas que se entusiasman por una idea, y no hay que olvidarlo, una idea
puede ser el conocimiento. Nadie experimenta pasión por la tristeza sin antes
conocer en carne propia la pérdida o el desastre.
En segundo lugar, la pasión tiene su asiento en el cuerpo no en el
carácter animal del hombre. Constituye el eco del conocimiento dentro de
nuestra estructura física, pero no es el conocimiento mismo. La pasión implica
cambios apreciables, tales como el sonrojo en las mejillas, la dilatación de las
pupilas y la tensión muscular.
La pasión no es un reflejo, como el que se le haga agua el hocico a un
perro al oler su alimento. Cierto es que existen muchas similitudes entre la
pasión animal y la pasión humana, pero no debe olvidarse que en el hombre, la
pasión no se hace sentir a menos que se trate de algo ya conocido. La vista
tiene una acción refleja cuando alguien pretende picarnos un ojo con el dedo,
pero la pasión es de carácter consciente, y ocurre solamente a las criaturas
dotadas de razón y buena voluntad.
El siguiente punto que debe recordarse es que la raíz de todas las
pasiones radica en el amor y en su contraparte, el odio. De aquí que nuestras
pasiones sean o bien para obtener lo que amamos, o para alejarnos de lo que
odiamos. Como nos agrada el sueño, podemos desde luego anticipar ciertas
reacciones apasionadas que provocarían en nosotros el que nos fuera negado
o interrumpido; por ejemplo, de enojo, cuando el conductor del tren nos
despierta con mucha anticipación a la hora en que debemos descender del
mismo; de desesperación, cuando por la noche no podemos conciliar el sueño;
de esperanza, cuando confiamos en que los visitantes que nos llegaron de
improviso por “unos cuantos minutos”, no resuelvan quedarse “unas cuantas
horas” y así sucesivamente. Para no ir muy lejos, yo conozco un hombre que a
las diez en punto de la noche se enfunda en su pijama, atraviesa la sala de su
casa y ostentosamente desea buenas noches a todos los presentes. Dado
nuestro odio hacia ciertas cosas o situaciones de la vida, surgen también otras
pasiones directamente relacionadas con nuestra lucha por vencer las diarias
dificultades; como por ejemplo: el temor de llegar a la ancianidad sin medios
suficientes para asegurar que sea tranquila, o el miedo a que nos persiga un
perro rabioso, etc.
Volviendo a la falta de entusiasmo y ardor en los políticos, la razón salta
a la vista. No tienen idea central a la que entregarse en forma franca con todo
el fervor de su ser, ni sienten especial repulsión por el mal o la perversidad.
Nada ha matado tanto el entusiasmo como la idea pragmática de que nada hay
absolutamente cierto, justo y bueno, a lo cual consagrar la propia vida; y nada
hay tan malo como el deseo de morir más bien que someterse a ese deseo de
consagración. La indiferencia mata las pasiones; en tanto que el escepticismo
sólo las amortigua. La democracia no significa que al concederse voz y voto a
izquierdas y derechas, se estime que ambas sean la misma cosa. No
olvidemos que el papel matamoscas tiene dos caras. Existen pasiones con
ideas que conducen a la acción. La democracia encuentra hoy difícil decidir de
qué lado está la justicia. El comunismo, por lo contrario, ha tomado ya su
decisión acerca de quién es el equivocado. Todas sus pasiones se consagran
al mal. El mal tiene hoy el fuego que está consumiendo al mundo. La jefatura
en la democracia no puede surgir de las cenizas de una indiferencia carente de
vigor. Cuando enloquezcan más hombre, no porque pierdan sus fortunas a
causa de un revés bursátil, sino porque el derecho esté siendo pisoteado y el
error sea entronizado a diario, entonces volverá a la democracia el fuego del
entusiasmo, que arderá cual faro que conduzca al hombre hacia un mundo
mejor y más justo.
Capítulo 22
Cinco Peces Para los
Anzuelos Comunistas

Muchos hombres pueden embriagarse con la quinta parte de una botella


de licor; pero la mayoría de los comunistas no guardan otra dieta que la de
invocar constantemente las leyes nacionales en su provecho, aunque ellos sólo
respeten las de Moscú. Cuando se hace un estudio de cualquiera de los
personajes que han sido apresados en los anzuelos de los pescadores
comunistas o que se ocultan tras la democracia a fin de consumar su labor
destructora, los susceptibles al anzuelo comunista pueden ser reducidos a
cinco clases:
1) Los que odian. Los hipócritas suelen emplear la cabeza aunque lo hagan
mal; quienes odian, acuden siempre a sus antipatías aunque se excedan al
hacerlo. El odio puede hacerse presente en una persona cuando ésta es
ridiculizada, cuando pierde el empleo o cuando el éxito no le sonríe. Buscando
justificación para sus fracasos, culpan de ello a los demás y van incubando
odios feroces que pueden dirigirse contra una clase, contra el Gobierno, un
partido, cualquier organización de negocios, grupo ideológico o iglesia. Pero en
virtud de que su odio individual es al propio tiempo impotente, buscan en torno
participar en alguna conspiración que imparta carácter social a sus
resentimientos. Ahí es donde el comunismo cumple su cometido. Cuando se
dan cuenta de que colectiviza e intensifica el odio que sienten, estos individuos
tragan el anzuelo, o más bien la hoz y el martillo, no porque admiren al
comunismo, sino porque lo odian y porque el comunismo socializa ese odio.:::::
2) Los socializadores. No todos los habitantes de nuestro mundo moderno
se interesan en cuestiones sociales porque amen a sus hermanos en Dios. Hay
muchos que acuden a la labor social a efecto de escapar al reproche incesante
con que les encara su conciencia. Como carecen de un sentido individual de
justicia, compensan esta falla tratando de hacerse pasar como campeones de
la justicia social; buscan escapar a la necesidad de reformarse, haciendo
constante alharaca en torno a la necesidad de reformar la sociedad, tratan de
intervenir en la moral de los demás para no tener tiempo libre durante el cual
corregir su propia condición moral. Estas personas, si mejoraran su conducta,
serían verdaderamente religiosas y podrían incluso hacer mucho bien a la
sociedad. Pero el comunismo, les permite hacer una fuerza de sus debilidades.
Les tolera y halaga sus vicios individuales, siempre que laboren a favor de la
revolución social, criticando en forma constante los “vicios” de la democracia,
de la libertad y de la propiedad privada. Este grupo, se traga también los
anzuelos comunistas, por el carácter antirreligioso que les caracteriza y que
satisface en ellos el deseo de borrar del mundo todas las ideas d moralidad y
virtud, infracciones contra las cuales se siente, sin embargo, tan inquietos en su
interior.
3) Los intelectuales aburridos. De este tipo de personas, podemos decir
desde luego que es una lástima que la educación que recibieron, no les diera
objetivo o propósito en la vida. Debido a esta falta, sus conocimientos no
vienen a ser otra cosa que un conjunto de hechos desarticulados, un conjunto
de informes fragmentarios y no digeridos. La falta de unidad tanto en su vida
moral como en sus conocimientos, les hace desear la unidad, pero no la unidad
interior para la cual se requiere valor moral, sino simplemente la unidad
exterior, de apariencia. Esto es precisamente lo que el comunismo les ofrece.
Ya no hay necesidad de pensar; el Partido piensa por ellos. Adhiriéndose a él
logran una misión, un sentido gregario dentro de una comunidad, comunidad
dentro de la cual su libertad no les aburre, puesto que la han entregado al
hormiguero colectivo del Estado Comunista.
Los intelectuales no abrazan el comunismo por razones intelectuales.
Tal es la razón por la cual, cuando se habla de comunismo con ellos, parecen
no comprender lo que esta ideología es realmente. En lugar de una “razón” que
les haya impulsado al comunismo, sólo pueden darnos una “intención”, la de
escapar al aburrimiento. Sus móviles son extrañamente ajenos al aspecto
racional de las cosas, motivo que explica la absurda declaración de algunos, en
el sentido de que se volvieron comunistas porque “el comunismo es la paz”.
4) Los neuróticos. Todos los neuróticos son también antisociales. Las
personas normales, por su parte, están ligadas siempre a la sociedad, mientras
que los seres anormales se ven desarraigados por sus desilusiones y a diario
se enfrentan al absurdo. Constituyen “reclutas” ideales para un orden o
movimiento antisocial opuesto a la cultura, la moral y la paz. El caos que los
comunistas tratan de crear como preludio a su decantada revolución mundial,
está hecho del mismo material que caracteriza su vida cotidiana. De hecho,
entre más absurdo es un sistema, tanto más atraerá a esas personas. Por esto
suele decirse de algunas: “tienen apariencia de comunistas”. La relación entre
las características neuróticas y antisociales de una persona, y las guerras y
revoluciones neuróticas y antisociales del comunismo, es muy grande. Igual
que las moscas acuden a la miel, así los neuróticos caen por su propio peso
dentro de las redes del comunismo. De sobra está decir que cuando los
neuróticos recobran su estabilidad y cordura, se apartan del comunismo.
5) Hombres Satélites. Existen hombres sencillamente tontos o estúpidos,
que suponen al comunismo como partido político o teoría económica. Tal vez
no militen activamente en sus filas, pero si obedecen mentalmente sus
órdenes. Ven sólo aquello que les conviene; se sienten atraídos por la
notoriedad que el comunismo les concede, pero en el fondo son incapaces de
analizar una situación histórica. Son, por decirlo así, “tira firmas” profesionales;
estamparán su firma en todo aquello que confunda la libertad con el
desenfreno. El comunismo, por su parte, los aprovecha porque son cándidos y
crédulos; pertenecen a todas las organizaciones de “frente popular”, pero al
igual que las camisas de pechera postiza que usan los meseros, ellos también
no son otra cosa que pecheras rellenas, cuyos faldones levanta y tuerce a
pleno placer el oso moscovita.
VIRTUD

Capítulo 23
Magnanimidad

Existen tres edades en la vida del hombre: juventud, edad mediana y


madurez, cada una con su pasión correspondiente que destruirá o modificará la
personalidad del individuo, haciéndola esclava de bajezas o abyecciones. La
pasión de la juventud radica en los sexual; la de la edad mediana en el poder y
la ambición; por último, el hombre maduro se ve arrastrado a la avaricia; estas
pasiones no son bajas de por sí – ninguna los es. Su consentimiento contra la
razón y las Leyes Divinas es lo que las hace sucias.
Quienes se entregan a los desórdenes de la carne en la juventud, con
frecuencia desbocan una ambición al llegar a los 40 años y se entregan a la
avaricia antes de cumplir los 60. El objetivo de la pasión que les domina, ha
cambiado, pero ellos siguen siendo los mismos. En el primer caso, el objetivo lo
constituye el cuerpo; en el segundo es el yo o la mente orgullosa la que les
domina; en el último caso es lo material (la riqueza) lo que les posee fuera del
cuerpo y de la mente. Los primeros excesos de la carne son generalmente
reconocidos como malos, pero nuestra moderna civilización no estima que el
orgullo o la avaricia sean pecados “sucios”, no obstante que de por sí pueden
resultar tan desastrosos como la lujuria.
De estos tres pecados, lujuria, egoísmo y codicia, el primero resulta más
fácil de dominar, ya que el abusar de él crea su propio vacío. Por otra parte, el
amor carnal, saciado, puede dar origen a un anhelo de amor espiritual. Pero el
egoísmo y la codicia son muy difíciles de remediar, porque constituyen, por
decirlo así, pecados inflacionistas. Los excesos de la carne deprimen, pero el
orgullo y la riqueza inflan el yo hasta un punto en que el hombre se cree
grande, bien sea porque así lo piense realmente, o porque se juzga al través de
lo que tiene y no de lo que es. ::::::
Como el egoísmo, el orgullo y el amor propio son tan intensos durante la
edad mediana, vale la pena concentrarnos un poco sobre la forma en que
debemos juzgarlos. Un día, dicen las Sagradas Escrituras, los Apóstoles reñían
entre sí discutiendo quién era el más grande entre ellos. Nuestro Señor colocó
a un niño entre todos, como ejemplo de que los más pequeños son siempre los
mayores. Después dijo: “Aquel que se sienta más grande entre vosotros, que
obre como si fuese un siervo”.
De acuerdo con las Normas Divinas, la verdadera grandeza no estriba ni
en la posesión de los más grandes talentos, ni en saber provocar el clamor de
los aplausos populares. Cualquier talento que posea una persona, como por
ejemplo bonita voz para cantar, facilidad de palabra o limpieza literaria, son
dones de Dios. No tendrá mayores merecimientos para tales dones, que los de
un niño a quien Dios ha agraciado con un rostro bello. “Si entonces habéis
recibido ese don, ¿por qué os glorificáis como si no lo hubiéseis recibido?”,
pregunto el Señor. Nunca hay que olvidar que mientras mayores son los dones,
mayores serán también las responsabilidades que habremos de encarar en el
Juicio Final.
Cuando nuestro Divino Redentor dijo que los primeros debían portarse
como los últimos, creó la medida de la grandeza que el hombre puede poner al
servio de sus semejantes, en el Nombre del Señor. Ayudar a otros es cosa muy
necesaria porque implica la constante represión de esas tendencias egoístas
que hay en nosotros y que tienden siempre a exaltarnos, a costa de los demás.
Aristóteles dijo que las dos tendencias que más rebajan al hombre, son
aquellas que conducen al mal humor y los deseos destemplados. La una o la
otra están siempre presentes en el hombre egoísta. O se enfurece éste contra
los demás porque no hacen su elogio o se someten a su voluntad; o busca
siempre salirse con la suya sin importar cuánto pueda lastimar y humillar a sus
semejantes.
El espíritu de servicio corrige estas dos malas tendencias. Elimina el mal
carácter haciendo que la persona derrame el bien en torno, obedeciendo la
voluntad de Dios. Cuando un hombre se enamora, procura dominar su mal
carácter para conquistar a la mujer amada. El espíritu de servicio corrige
también los deseos desordenados, poniendo siempre las necesidades del
prójimo por encima de los propios deseos. Estas personas son magnánimas,
porque funden su personalidad con las otras muchas personalidades a cuyo
servicio se entregan. Son felices porque no tienen necesidades, excepto la que
representa derramar la bondad de sus corazones entre sus semejantes. Tales
almas apartadas del egoísmo, son siempre las más populares, igual en la
oficina, en la escuela, el club, el taller o el campo de juego.
¡Qué gran lección la que nos enseña la Naturaleza en torno a la
magnanimidad! Las nubes, retozando como corderillos en los prados del
firmamento, nunca reservan para sí su tesoro de humedad, sino que lo
convierten en la incomparable bendición de la lluvia que moja los campos
sedientos. Ho hay gota de agua que lleve una vida egoísta. No hay soplo de
brisa sin objeto. Y entonces, ¿cómo pensar que las vidas humanas pueden ser
enviadas al mundo solamente como motivos de ornato? Dios las tiene
destinadas a fines más hermosos. Como el ave canta para otros y alegra su
existencia con su propio canto; como los ríos huyen del estancamiento para
irse a derramar en el océano; como el sol arde para alumbrar al mundo, así
todo lo demás, incluyendo al hombre, se vuelve bueno si sólo procura hacer
bien a los demás. ::::::::
Pero si hemos de beneficiar a nuestros semejantes, deberemos amarlos
siempre por amor a Dios. Ninguna utilidad deriva cuando se hace el bien a
otros sólo porque “estamos en condiciones de hacerles favores”, así como
tampoco de hacer obsequios sólo porque el hecho en sí nos causa placer. Ni
siquiera tiene gran mérito hacer el bien a quienes nos aman. “Amáis a quienes
os aman. ¿Acaso no hacen lo mismo los paganos?” La mayor ventaja espiritual
derivará siempre de que amemos a quienes nos aborrecen, y de obsequiar y
festejar a quienes no pueden darnos mucho a cambio, porque entonces la
recompensa nos aguardará en el Reino de los Cielos.
La inercia de la pereza egoísta y la codicia, será dominada mejor por el
hombre que se postre de hinojos y ore por la llegada del Espíritu del Amor. Así
como la rueda de molino se detiene cuando las aguas tumultuosas que la
impulsan son frenadas; así como el tren en marcha para cuando el fuego de
sus calderas de apaga, así la caridad disminuye en proporción directa a lo que
disminuye en nosotros el amor a Dios. Si todos supieran cuán felices podrían
ser ayudando realmente a sus prójimos por amor a Dios, no tardaríamos en ser
una nación en que todos lleváramos un gran júbilo en el corazón y una muy
ancha sonrisa a flor de labio.
Capítulo 24
La Falta de Sinceridad

Generalmente se da por supuesto que la única forma de ser popular en


sociedad, consiste en decir vaciedades insinceras, o extender un velo entre
nuestra mente y nuestros labios, divorciando los pensamientos de las acciones.
La boca entonces sólo emitirá palabras melosas mientras las manos apuntan
sus puñales; la palabra será para los oídos y los puñales para la espalda de
aquellos que nos escuchan. Psicológicamente aquellos seres que a ojos vistas
son simuladores, se descubren desde luego cuando se pone atención a la
técnica que emplean: primero nos estrechan la mano sacudiéndola hasta los
codos, y luego acercan sus rostros contra nuestra nariz derramando una
sonrisa que parece decir: “vea usted qué amable soy”. También suelen vocear
sus saludos en tonos calculados, para que el volumen de su voz substituya la
honestidad de su aparente afecto.
Los niños carecen de esta duplicidad, porque son naturales y el doblez
siempre es adquirido. Si su madre les dice que digan a la visita inoportuna que
llega, que no hay nadie en casa, el niño invariablemente dirá: “dice mamá que
no hay nadie en casa”. Conozco a una madre que preguntó a su hijito, después
de presentarlo a varias damas amigas suyas que la visitaban a la hora del té:
“Dime, ahora, ¿quién te dije que es mi mejor amiga?” El chico contestó sin
inmutarse en presencia de todas: “La de los dientotes grandes”. Es necesario,
pues, apartarse de la simplicidad infantil que constituye la llave del cielo, para
iniciar el camino de la deshonestidad.
Hay momentos en que es sumamente difícil manifestar nuestras
opiniones, como, por ejemplo, cuando se le pide a un marido opinión respecto
al nuevo sombrero de su esposa, o se le interroga sobre cuánto le agrada el
flamante peinado estilo italiano que luce, y que para él no viene a ser otra cosa
que una masa desordenada de espaguetis. Por su parte, las mujeres ante algo
que no les gusta, se deshacen en los más complicados elogios para disfrazar
sus verdaderos sentimientos. Los hombres, por lo general, acuden a
monosílabos o gruñidos inarticulados, en tales situaciones. Cuando el feje de la
casa se molesta con su esposa por una mala jugada durante una partida de
“canasta” es frecuente que la recrimine llamándola “querida”, pero la frialdad
implícita en el tono, molestará más a la pobre señora que un insulto abierto. El
tacto en semejantes momentos difíciles, no significa mentira, ni ser suaves a
expensas de la verdad, sino solamente circunspección. Hay señoras a las que
cuando se les pregunta si les ha gustado el nuevo vestido de otra amiga, lo
califican de “precioso”, aunque de nuevo, el tono de la voz traicione sus
verdaderas opiniones.
Lo contrario de la falta de sinceridad radica en la adulación. Como ya lo
dijimos antes, hay dos tipos de adulación: la verdad barnizada y la mentira sin
barnizar. En el primer caso el barniz es tan discreto que hasta resulta
agradable, mientra que en el segundo caso la mentira será aborrecible.
Shakespeare ha dicho al respecto: “Es una mentira aplicada con cuchara de
albañil”. La dosis de adulación que uno emplea para con otra persona,
dependerá de que tanto quiera uno exaltar el propio yo, o de qué tanto quiera
uno engañar al yo que nos escucha. Muy raros son aquellos que saben
limitarse en su adulación para engañar a otros hasta el extremo de pedir que
les sea repetida la frase engañosa. Cuentan que un obispo recién consagrado
oyó que le decían en medio de risas: “De hoy en adelante nunca volverá usted
a escuchar la verdad”.
La insinceridad de carácter secundario es aquella en que continuamente
prometemos algo a sabiendas de que no podremos cumplirlo. El ejemplo “A” de
este grupo nos lo ofrece el hombre que a todo contesta afirmativamente, ya
que vive bajo el constante temor de expresar una opinión propia que no se
identifique con las de sus interlocutores, confundiendo la conformidad con la
amabilidad. Otra forma de insinceridad nos la ofrece una invitación a comer
concebida en estos términos: “No deje de venir a comer con nosotros algún
día”, lo cual dará la ya usual respuesta: “Sí, no dejaré de hacerlo algún día”.
Tan agradable y carente de sinceridad como la invitación. Aquí la insinceridad
radica en lo indefinido. “Algún día, frecuentemente significará “nunca”, y la
respuesta, “no dejaré de hacerlo algún día”, indica también, por su parte, otro
“nunca” tan puntualizado como el primero.
En el extremo opuesto de estas formas de insinceridad, se encuentran
aquellas otras que identifican el insulto, la grosería, el desprecio, el desdén o
las palabras malsonantes, con la sinceridad, la franqueza y la honestidad.
Quienes proceden así se vanaglorian de no temer a la opinión pública o a lo
que “piensen los demás”, y repiten constantemente que sus consejos son “los
más convenientes para usted” o “tienen la sinceridad con que otros no se
atreven” a hablarnos. Poca cuenta se dan estas personas de que su facilidad
para criticar a los demás no es realmente sino la máscara con que cubren su
propio egoísmo; temerosos de que les puedan ser criticadas sus propias
flaquezas, mantienen desprevenidos a los demás para que sean blanco fácil de
su ponzoñoso ataque.
Las personas sinceras son aquellas poseedoras de un conjunto de
virtudes y que están igualmente capacitadas para hablar y escuchar; que
conocer el valor del silencio, tanto como el de la palabra; que no son opacos
como cortinajes, sino transparentes como cristales. Hablan, sabiendo que
algún día serán sometidos al Juicio de Dios y que tendrán que “dar cuenta de
toda palabra ociosa”. Eso les hace amar la verdad y ser siempre bondadosos y
caritativos.
Capítulo 25
Cuando las Personas Buenas
Proceden mal

Hay veces en que los buenos proceden mal. Digámoslo con franqueza.
Y cuando obran mal, no lo hacen como los malos, que se conducen
perversamente. El mal es una excepción en la vida de los buenos, corta el
largo camino de sus vidas como una tangente. Pero con el malo, lo bueno es
excepción. Un pianista consumado puede, ocasionalmente, tocar mal una nota.
Pero ello no implicará que se le juzgue como un mal pianista por esa simple
razón. Por otra parte, el estudiante de primer año de piano podrá tocar a su vez
una nota acertadamente, pero ello tampoco bastará para que se le juzgue ya
un ejecutante.
Como resultado la labor interna de la mente es muy distinta en el
individuo bueno que procede mal y en el individuo perverso que lo hace de
acuarto con sus instintos. En un principio la conciencia se defiende y trata de
hacer escuchar su voz, luego, tras repetidas mordazas, se vuelve tan débil que
apenas murmura. Como las personas que proceden de esta manera no
admiten otra ley moral excepto la creada por ellas mismas, Dios las abandona.
Es terrible para un alma que Dios la persiga y empuje hacia la perfección; pero
más terrible es todavía cuando Él la deja entregada a sus propios errores.
El efecto psicológico es distinto por completo cuando quienes realmente
aman a Dios, llegan a proceder mal. La diferencia entre ellos y el reto del
mundo, es la misma que existirá entre un granuja que roba y un buen hijo que
lo hace por excepción. El primero nunca sentirá, al efectuar su fechoría, que ha
lesionado la relación que guarda con sus padres; el segundo sí. Este último
siente que ha procedido mal contra quien realmente le ama. Por su parte, el
granuja ni siquiera sentirá deseos de renovar los rotos capullos de su cariño,
cosa que en el chico ordinariamente bueno, será natural. Así como las briznas
de acero responden con rapidez al atractivo del imán, dejando atrás la basura
con que se hallaban mezcladas, así los buenos regresan a Dios, pero
solamente después de haberse desprendido de la basura maligna que les
rodeaba.
Imaginemos dos hombres casados con dos florecillas. Uno de ellos
estuvo anteriormente casado con una mujer bella, muy cuerda y cariñosa que
murió. El otro fue siempre soltero. ¿Cuál de los dos sufrirá más en su actual
condición? Sin vacilar podremos decir que aquel que nunca conoció el amor o
la felicidad. Así pasa cuando va a cometerse una mala acción. Quien ha
conocido la paz espiritual que deriva de la unión con Dios, sufrirá en tal
momento una agonía y tortura mayores que aquel a quien jamás se dio acceso
a esos tesoros. El rico que cae en la pobreza, sufrirá siempre más que el pobre
que siempre ha sido pobre. El alma que ofende a Dios amándolo, sufrirá más
que el alma apartada de Dios desde el principio.
No queremos decir con esto que el perverso no experimente malestar
indescriptible cuando procede mal. Tengamos en cuenta que en el bueno, el
efecto de hacer mal será siempre moral y conducirá al arrepentimiento. En el
malo el efecto es físico y psicológico. Se refleja menos en el alma y más en la
mente y el cuerpo. Los efectos morales son la tristeza, el arrepentimiento y la
penitencia que restauran la relación con Dios. Por lo mismo, llevan a la paz.
Los efectos físicos o psicológicos son la ansiedad, el miedo, las
preocupaciones, los trastornos mentales y psíquicos. El bueno cae de rodillas
cuando ha obrado mal, mientras que el malo si dispone de dinero se concretará
a tenderse sobre un diván. El bueno anhelará el perdón de sus pecados,
mientras que el malo se contentará con que le sean explicados. El bueno
recuperará la paz espiritual pero el malo se dará por satisfecho con la paz del
entendimiento.
La explicación de este fenómeno radica en que los buenos disponen de
un principio activo distinto al de los malos. Estos se guían solamente por la
satisfacción de la carne o del espíritu y por la idea de que nuestro mundo es un
todo. Pero los buenos actúan de conformidad con otro principio sobrenatural, al
que llamamos gracia y el cual nos une con Dios. La gracia se levanta siempre
por sobre el pecado y generalmente triunfa sobre él, bastando para ello
solamente una ligera cooperación de la voluntad. El hombre se aparta del
adulterio gracias al amor que siente por su esposa. Este principio del amor
milita contra sus deseos carnales, y cuando surge un tropezón, lo hará volver
siempre al camino de la fidelidad. Otro tanto ocurre con la gracia. San Pablo
escribió a los romanos hundidos en el paganismo: “Mis propios actos me dejan
asombrado; no hago lo que deseo, sino lo que aborrezco. ¿Por qué, entonces,
si lo que hago es contrario a lo que deseo hacer, admito así que la ley es digna
de todo honor?”.
Aquí radica el punto importante. El mismo sentimiento que
experimentamos constituye tácita confesión de que la Ley de Dios es buena.
Un niño a quien sus padres previenen de que no ponga el dedo sobre el fuego,
podrá desobedecer, pero de inmediato descubrirá en su propia carne que la ley
que le impusieron es digna de todo honor y debe cumplirse.
Hay dos formas para conocer la bondad de Dios. Una consiste en no
perderle nunca; la otra en perderle para más tarde volver a Su lado.
Capítulo 26
La Religión
es Impopular

Casi todos desean tener una religión en nuestros días, pero una religión
que no les exija demasiado; por ello el Cristianismo ha sido diluido para
acomodarlo a la mentalidad moderna. Todos quieren disfrutar de buena salud,
pero no todos creen en la eficacia de seguir una dieta o prescindir de cosas
dañinas para el organismo; de igual manera, muchos tienen vagas aspiraciones
a la bondad, pero sin la voluntad de completarlas con el sacrificio. Las decenas
de miles de personas que durante el año pasado trataron de abandonar los
cigarrillos y que a las veinticuatro horas vieron su resolución convertida en
humo, pueden dar fe de cuán impreparada se encuentra la mentalidad
moderna para cualquier tipo de sacrificio o abnegación reales.
No es fácil decirnos “No” y esa es la razón por la cual tantos filósofos
han creado una filosofía de la vida basada en responde “Sí” a todos los
impulsos y deseos, dignificando luego su error con el nombre de “expresión
propia”. Pero sigue en pie el hecho de que los adelantos serios en todas las ac-
tividades de la vida significan alguna forma de restricción; el médico, el
abogado, el artista, el cantante y el hombre de negocios, necesitan todos
aprender a “despreciar los deleites y vivir días laboriosos”, si de verdad quieren
lograr sus ideales. El experto en lenguas orientales o arqueología nunca podrá
ser campeón de tenis al mismo tiempo. En todas las esferas de la vida tiene
que sacrificarse algo para ganar algo también; la inteligencia se desarrolla a
costa del cuerpo, y el cuerpo a costa de la inteligencia.
La religión comienza con la depuración del yo. El espíritu no alcanzará el
alma sino hasta después de que el yo se decida a fijar frente a su oropelesca
mansión un rótulo que diga: “Disponible para Ocupación Inmediata”. El yo o la
parte egoísta de la existencia, debe quedar roto, como el cascarón de un
huevo, antes que pueda hincarse el desarrollo de la personalidad, que al
principio es tan impotente como un polluelo. Pero como el yo no quiere ser
domado ni disciplinado, se complace con la idea de que la mortificación es la
“destrucción de la personalidad”, y así prepara su propio estancamiento.
El desprendimiento de ciertas cosas materiales es esencial para obtener
a Dios, así como la adhesión de un esposo a su cónyuge exige el apartarse de
otras mujeres. Como dijera Santo Tomás de Aquino: “El corazón del hombre
se adhiere más intensamente a una cosa, cuanto más se retira de otras”.
El corazón humano es como un río que pierde profundidad al dividir sus aguas
en demasiados canales de afecto. Un verdadero patriota nunca servirá a más
de un país, y un hombre verdaderamente religioso no puede servir a Dios y al
Becerro de Oro a un mismo tiempo. De aquí que Nuestro Señor dirá el
siguiente mandato: “Toma tu cruz diariamente y sígueme”. Pero primero debe
tenerse en cuenta que la cruz es personal. Casi todos estamos dispuestos a
tomar nuestra cruz, la que nos corresponde por derecho, la que hemos
ajustado a nuestros hombros; pero son pocos quienes, como el Salvador, están
dispuestos a tomar la cruz que se les entrega.
Son las pruebas que nos imponen los demás, tales como sus injusticias,
sus palabras duras, sus actitudes de acuchilladores a traición y sus
displicencias, las que nos desesperan; sin embargo todos esos tropezones hay
que contarlos como parte de las cruces diarias que corresponden al hombre
que sea verdaderamente religioso. La mayor fatiga derivada de la vida
espiritual proviene de la constante necesidad de sufrir las deficiencias ajenas,
así como la interminable lucha contra nuestras propias bajas inclinaciones.
Cuando otras personas comienzan a “ponernos nerviosos”, debemos
preguntarnos si es porque se atraviesan en nuestro estado de ánimo o en
nuestros deseos; en tal caso, es nuestra propia obstinación la que hace
aumentar el peso de la cruz.
Principia entonces la tarea de aceptar a esas personas como una cruz, y
muy especialmente la de dar amor, por medio de nuestra paciencia y
tolerancia, donde no lo encontramos. Son muchos quienes cuando concurren a
la Iglesia el domingo y ocupan el lugar preferente de una banca, se resienten
cuando alguien les pide el favor de moverse a un lado. Acudieron a arrodillarse
ante una cruz, pero no quieren que nadie se ponga al lado de ellos. Son
muchos los que cantan estrepitosamente aquel himno que dice: “Si todo el
reino de la Naturaleza fuese mío, resultaría una ofrenda demasiado pequeña”.
Pero cuando se les presenta la charola de la limosna, se conforman con
dejar en ella alguna obscura monedita de cobre. Es un hecho que la religión
goza de popularidad sólo cuando deja de ser verdaderamente religiosa. La
religión por su naturaleza misma es impopular, y en especial, por lo que se
refiere al yo.
Capítulo 27
Guerras y
Rumores Bélicos

Dos grandes males aquejan al mundo: el pecado y el sufrimiento. El


pecado es un mal moral; el sufrimiento es físico, y viene a ser resultado del
primero. Lo que ocurre al cuerpo del hombre con el dolor y a la Naturaleza con
los ciclones, terremotos e inundaciones, constituye en último análisis
repercusión y efecto de cosas ya ocurridas en el universo moral. Cuando el
engrane principal de una máquina se rompe, todos los engranes pequeños se
inmovilizan. Cuando el hombre elimina el pecado, elimina el sufrimiento; como
ama a Dios, deja de aborrecer a sus semejantes y, por lo mismo, emprende
menos guerras. ::::::::
Mientras más moralidad, decencia y virtudes existan entre la
Humanidad, tanto mayor paz habrá en el mundo. Las guerras son
consecuencia de una rebelión moral. La Sagrada Escritura afirma
categóricamente que las guerras son resultado del egoísmo. Cuando la
civilización está integrada por millones de hombres y mujeres que guerrean en
forma constante contra sí mismos, no pasará mucho tiempo antes de que las
colectividades, clases, estados y naciones, se enzarcen en mutuos conflictos
armados. Cada guerra mundial es un océano turbulento formado por corrientes
que chocan y por millones de pequeñas guerras que se libran dentro de las
mentes y los corazones de personas que desconocen la felicidad. La guerra es
la lógica final de quienes intentan imponer su propia voluntad.
La guerra no es necesaria, pero se convierte en una inseparable
enfermedad de cualquier mundo que abandona la supremacía del espíritu.
Nietzsche, tras proclamar la muerte de Dios en el siglo diecinueve, profetizó
que el siglo veinte sería un siglo de guerras. Existe una posible conexión entre
la importancia que se concede a la política y a la frecuencia de las guerras. En
cualquier era de la historia en que la política ha sido considerada como interés
preponderante, la guerra constituye la consecuencia principal. Esto no quiere
decir que debamos adherirnos a la doctrina de Karl von Clausewitz, según el
cual la guerra es la continuación de la política por otros medios. Sin embargo,
significa que en virtud de que la política hace hincapié sobre la conveniencia y
el pragmatismo en gran escala, se resta importancia a la verdad y a la
moralidad. Dado que estas últimas son esenciales para la paz, la guerra se
convierte en una posibilidad más cierta. Cuando las personas se interesan en
sostenimiento de una familia, en el cultivo de las virtudes y en la salvación de
sus almas, actúan como una rueda equilibradora contra la fuerza motriz de la
política. Pero cuando tanto el Estado como los individuos, dan supremacía a la
política, se pierde la influencia estabilizadora de la sociedad, y entonces
sobreviene la lucha civil, la discordia y la guerra.
Hay mucha verdad en la tesis de Pitirim Sorokin, según la cual, conforme
avanza la civilización en el sentido moderno de la palabra, se registra un
aumento en las guerras. Siempre han sido más frecuentes los periodos bélicos
que los de paz. Desde 1496 antes de Jesucristo hasta 1861 d nuestra era, o
sea en 3,358 años, ha habido solamente 227 años de paz y 3,130 años de
guerra. Así resultan 13 años de guerra por cada año de paz. En el curso de los
últimos tres siglos se han registrado 286 guerras tan sólo en Europa.
Desde el año 1500 antes de Jesucristo hasta 1860, se han firmado 8,000
tratados de paz, supuestamente destinados a permanecer eternamente
vigentes. El promedio de la vigencia de esos tratados ha sido de dos años.
Probablemente no ha habido un solo año en que el mundo no haya tenido una
guerra, por lo menos en un país o en otro. Otros dos análisis han demostrado
que desde el año 1,100, Inglaterra ha pasado la mitad de su historia
sosteniendo guerras; Francia casi la mitad y Rusia tres cuartas partes.
No es una píldora muy dulce de tragar para nuestro mundo civilizado,
darse cuenta de que los falsos profetas del siglo pasado que predijeron la
evolución del hombre hasta convertirse en un dios, y el adelanto necesario de
la Humanidad hasta un punto en que no hubiera guerras, enfermedades o
muerte, estuvieron engañados, y hoy, estamos viviendo un siglo bélico.
Corresponde a la Humanidad admitir que existe una tendencia mala en el
hombre, y que esta tendencia, cuando no está dominada por la moralidad y por
la gracia, se desarrolla con mayor rapidez que la de su evolución. Son nuestras
opiniones acerca del hombre las que han estado equivocadas; al negar la
posibilidad del pecado y de la culpabilidad, hemos negado la existencia misma
de la perversidad que llevamos con nosotros y que es causa de la guerra. No
todos los hombres se someterán a esta regeneración moral por medio del
dominio sobre sí mismos, pero aquellos que lo hagan se convertirán en
levadura benéfica para la masa de que está hecho el mundo.
No son nuestra política ni nuestros sistemas económicos los que deben
cambiarse: es el hombre mismo. Son las guerras internas las que deben ser

contenidas. La renovación del mundo no la renovación del hombre. El retorno


del hombre a Dios, es la condición indispensable para disfrutar de épocas más
pacíficas. :::::::
CONOCIMIENTOS

Capítulo 28
Orgullo y Humildad

El hombre puede colocarse por encima de sus semejantes y sentirse


superior a ellos valiéndose de dos medios: su saber o su poder; ostentando lo
que sabe o usando dinero e influencia para encumbrarse. Tales formas de
conducta proceden siempre del orgullo.
Ahora bien, el orgullo de la primera clase, o sea el orgullo intelectual,
cambia su expresión de acuerdo con la moda de los tiempos. En algunos
períodos de la historia(cuando los ídolos del público eran los hombres de gran
saber, estimados por sus conocimientos), el hombre orgulloso pretendía ser
dueño de vastos conocimientos que, realmente no tenía. Los balandrones
intelectuales eran comunes. Los falsificadores intelectuales (que siempre
desean parecer más bien que ser el tipo de líder festejado en su tiempo),
pretenden tener conocimientos de que realmente carecen.
Esos balandrones intelectuales son hoy menos frecuentes; en nuestra
sociedad no premiamos a nuestros hombres de saber con suficiente brillo y
publicidad para que tales premios sean codiciados por ese tipo de individuos.
Todavía subsisten huellas de las antiguas ínfulas del intelecto en los círculos
de la “intelilligentsia” donde abunda la pregunta: “Ha leído usted tal o cual
libro?” a manera de prueba sobre si uno está intelectualmente alerta.
En nuestros días la forma más común del orgullo intelectual es negativa.
El hombre orgulloso no se exalta a sí mismo, sino que derriba a los demás,
realizando así el mismo propósito, que consiste en encontrarse situado por
encima de sus semejantes. El cínico y el burlón son ejemplos comunes del
orgullo moderno. No pretenden contar con los conocimientos de los hombres
ilustrados; simplemente nos dicen que tales conocimientos son falsos, que las
grandes disciplinas de la inteligencia son un embrollo de absurdos pasados de
moda, que no hay nada que valga la pena de aprenderse, porque todo se ha
vuelto antiguado. El ignorante que se vanagloria de su torpeza, trata así de
establecerse como superior de todos aquellos que saben más: porque él sabe
lo que ellos ignoran: que el estudio constituye una “pérdida de tiempo”.
El egoísta de este tipo acorde con la última moda, - o sea el hombre que
desprecia los conocimientos de los demás, -es tan culpable de orgullo como el
antiguo fachendón intelectual que pretendía contar con una sabiduría que no se
había tomado el trabajo de adquirir. Ambos errores, el antiguo y el moderno,
podrían ser más raros si la educación hiciera mayor hincapié sobre la cualidad
de la receptividad. El niño se humilla ante un hecho; no cesa de admirarlo. El
hombre maduro también se hace con frecuencia esta pregunta acerca de todos
los hechos: “¿Cómo podría emplear esto para extender mi personalidad; para
hacer mejor papel entre mis semejantes y para inducir a la gente a que me
admire más?” La ambición de usar el conocimiento a fin de servir a nuestros
fines egoístas, expulsa la unidad que se requiere de nosotros, antes de poder
iniciar aprendizaje alguno.
El orgullo intelectual destruye el estado de ánimo con que aprendemos;
también interpone un velo egoísta ante nuestros ojos, de modo que nos
imposibilita a disfrutar de la vida que nos rodea. Cuando nos preocupamos por
nosotros mismos, no concedemos mucha atención a cualquier persona o cosa
que se nos presente, y así nos privamos en cada experiencia del goce que
podría proporcionarles el atenderla debidamente.
Precisamente a causa de que el niño de poca edad comprende su
pequeñez, y acepta el hecho sin pretender rebelarse, su mundo está poblado
de maravillas. Para todo pequeñuelo, sus padres son verdaderos gigantes.
En muchas universidades se ha dado muerte a la capacidad de
maravillarse. Los hombres salen de ellas interesados sólo en si encabezan la
clase o son los últimos en ella, o si ocupan algún lugar intermedio, trabajando
con empeño por elevarse. Este interés en la propia persona y su clasificación,
envenena la vida del hombre orgulloso, porque la concentración en sí mismo
constituye siempre una forma de orgullo.
La voluntad de aprender, cambiar en modo de ser o crecer, es una
cualidad del olvido de sí mismo íntimamente ligada con la verdadera humildad.
Es el orgullo de la ostentación el que nos impide aprender… o de hecho,
enseñar las cosas que sabemos. Porque solamente la inteligencia que se
humilla ante la verdad que desea impartir, puede llevar la sabiduría a otras
inteligencias. El mundo nunca ha conocido un maestro más humilde que la
propia Palabra de Dios, que enseñó en sencillas parábolas y mediante
ejemplos caseros sacados de los corderos, de los cabritos y de los lirios del
campo, de viejas ropas remendadas y de vino contenido en botellas nuevas.
El orgullo es el cancerbero de la inteligencia, que impide el acceso a la
sabiduría y a la alegría de vivir. El orgullo puede reducir todo el vasto universo
al ámbito de un solo yo, reconcentrado en sí mismo y nada dispuesto a ceder.
Capítulo 29
El Obstruccionismo
del Mal

Una de entre cada diecisiete personas en los Estados Unidos, padece


alguna enfermedad mental; una de cada dos camas de hospital está ocupada
por un paciente mental; diez por ciento de los niños que asisten a las escuelas
de Nueva York fueron calificados recientemente como emocionalmente
inestables. Hace menos de treinta años, HG. Wells y otros con su falso
optimismo, profetizaban que al cabo de pocas décadas seríamos como dioses
y que la felicidad aumentaría en proporción a la prosperidad económica. La
religión, por el momento, era una especie de ambulancia que atendía a los
enfermos, mientras podía hacerse cargo de ellos el adelanto científico. Ahora,
desgraciadamente, la bestia que estaba evolucionando para convertirse en un
Dios, enloqueció de pronto antes de convertirse en hombre. ::::::
Un personaje en una de las novelas de George Bernano pregunta:
“¿Cree usted en el infierno, Pernichon?” Recibiendo como respuesta lo
siguiente: “No necesita usted ir muy lejos; mi casa es un infierno”. El infierno
que en un tiempo se describía como “muy profundo”, ha vuelto de nuevo, pero
ahora radica “aquí mismo”, o sea en el pecho del hombre. Aquel que en días
más cuerdos se sentía inclinado a confesar sus faltas, admitir sus culpas
personales e intentar cumplir alguna penitencia por ambas, se ve hoy inducido
a convertirse en una especie de alcantarilla regurgitante, que vomita su
putrefacción interna. Un análisis de las aguas estancadas que brotan del
inconsciente no promete una curación, pero en la mayor parte de los casos,
ese análisis podría salvar tanto al hombre de la perdición, como salvaría a un
barco a punto de irse a pique el simple acto de analizar las aguas en que se
hunde. El antiguo principio de la purificación del mal se ha convertido en una
especie de curiosidad, en la que la inteligencia se deleita Nexus vómitos
mentales, igual que el perro descrito en las Sagradas Escrituras, “vuelve al
lugar donde se vomitó”.
¿A que se debe el intenso interés en los crímenes, que caracteriza
nuestro mundo? ¿Cómo explicarlo psicológicamente? Es un hecho que en las
pantallas de televisión se cometen mayor número de crímenes que los que
realmente ensangrientan las seis principales ciudades de la Unión Americana
en el curso de un año. Una amenaza o un acto violento, fueron difundidos cada
dos minutos y medio en programas de audiovisuales dedicados especialmente
a niños. Al final, la policía siempre logra capturar al criminal, impartiéndoles así
un sentido superficial de justicia. Constituye hoy una señal de simpleza,
manifestar cándida sorpresa ante las proporciones del mal que reina en el
mundo. Este interés capital por el crimen, indica algo nuevo, a lo cual
llamaremos el obstruccionismo del mal. Sumado a esto, tenemos el hecho
psicológico de que el mal siempre se hace aparecer en otro. Despojándola del
aspecto personal y dándole un aspecto social desperzonalizado, la conciencia
se tranquiliza al menos de momento. Los chinos tienen un proverbio que dice:
“Pensé ser infortunado, por no tener zapatos, hasta que vi a un hombre que no
tenía pies”. Contemplando el crimen en otros, llegamos a un estado de ánimo
que en comparación con el oro, nos pinta como no tan malo y, ¡qué caray!
Hasta posiblemente virtuosos.
El hombre moderno se encuentra desnudo. Lo han desnudado los falsos
profetas haciéndole creer que sus viejas vestimentas de moralidad estaban
pasadas de moda. Ahora, ninguno de los nuevos trajes que se pone, pueden
cubrir su desnudez, mientra que por otra parte le causan considerables
molestias. La preocupación por los males políticos, como lo indica Dorothy
Sayers, ha cegado de momento al hombre, en lo que se refiere a los pecados
más grandes del orgullo espiritual y la pereza intelectual. Pero el
obstruccionismo del mal no constituye una razón para desesperarse. Las
inteligencias más sanas verán la cuestión más claramente. Conforme aumente
nuestra inestabilidad, se verá con mayor claridad que si la psiquiatría es la
respuesta final y absoluta al problema del mal – cosa que ningún buen
psiquiatra podría sostener – entonces ningún psiquiatra debería ser anormal.
Debía ser en la civilización lo que el Santo fue en otros tiempos, es decir, su
factor más estabilizador. También veremos que las malas condiciones
económicas no son la causa del mal; de otra suerte, ningún hombre rico podría
ser cruel; tampoco el libertinaje sexual podría ya ser considerado como una
curación, porque si tal cosa fuese verdad, ningún hombre desordenado podría
ser tiránico o constituirse en un problema social. Dentro de un breve período
veremos que la fuente del mal radica en el corazón de cada hombre. En cuanto
iniciemos la expulsión de lo que es malo y nos volvamos hacia Dios pidiendo
perdón, recobraremos nuestra salud mental.
Capítulo 30
Introspección

No hay casi nadie entre nosotros que no conozca mejor a sus vecinos
que a su propia persona. Somos autoridad en las faltas en que ellos incurren,
enumeramos con lujo de detalles todos los escándalos en que se han visto
mezclados, y hasta añadimos unos cuantos adicionales siempre que hace falta.
Y sin embargo, el hombre es la única criatura del universo que puede verse
reflejado en un espejo, y que tiene capacidad para juzgar en perspectiva sus
móviles, sus actos buenos y malos y, como resultado, enorgullecerse o
irritarse consigo mismo ante lo que le muestre su conciencia.
Poco nos agrada a la mayoría observar lo que llevamos dentro de
nosotros mismos, de igual manera que nos desagrada abrir una carta que
sabemos contiene malas noticias. Hay quienes intentan huir de su conciencia,
eliminando el elemento consciente por medio del alcoholismo y el empleo de
estupefacientes; otros acuden a la muy discutible técnica de aplicar nombres
equivocados a las cosas, como por ejemplo cundo se insiste en llamar luz a la
oscuridad, amargo a lo dulce y viceversa. De esta manera tratan de escapar a
la eterna distinción entre el bien y el mal. Si hablamos de lo malo en los
términos verdaderos, le quitaremos la mitad de su seducción. La palabra “sexo”
no suena tan atractiva cuando se le da el calificativo de “lujuria”; “acumular para
el porvenir” se convierte en algo repulsivo cuando se le llama “avaricia”, y
“hacer valer sus derechos” pierde su encanto cuando se le llama “egoísmo”.:::::
El gran historiador griego Lecky dijo que la señal más segura de la
degradación completa se manifiesta cuando los hombres hablan de virtudes
con el mismo tono que si hablaran de vicios y de éstos en iguales términos que
si estuvieran refiriéndose a virtudes, agregando: alteran el significado usual de
las palabras, con referencia a los actos. Han llegado a presenciar actos
infames sin resentir sobresalto alguno. Los pecados mundanos y su corrupción
moral, infestan el ambiente. El hombre permanece desnudo sin avergonzarse,
no porque sea inocente, sino porque no experimente ninguna impresión de
culpabilidad”.
En nuestros días, cuando algunos políticos prostituyen los cargos
públicos que detentan, o se alían con las fuerzas del mal, justifican sus actos
diciendo: “Nada hemos hecho que viole la ley”. Para ellos la única ley es la del
orden civil y en su interpretación individual de la misma, nunca piensan en la
ley moral que llevan en su conciencia, así como tampoco en los Diez
Mandamientos de la Ley de Dios. Hasta aquellos hombres que llevan una vida
moral, perdonarán y aprobarán cualquier acato cometido por el partido político
a que pertenecen, aunque el mismo sea manifiestamente deshonesto o
inmoral. Se debe a esa subordinación a las trivialidades de partidos políticos
poco importantes, el que el número de verdaderos patriotas que ocupan
puestos políticos, disminuyan considerablemente, quedando éstos relegados al
sacrificio de sus vidas en los campos de batalla.
Esta parálisis de la conciencia alcanza su etapa final en la mente, de la
misma manera que el agua pura resulta repulsiva para los borrachos, y así la
justicia y la virtud repugnan a las conciencias réprobas. Es entonces cuando se
llega al estado mental de que hablo un escritor satírico romano cuando dijo:
“Virtutem videant, intabescantque relicta”. (Dejadles que vean la virtud y
que suspiren por ella, porque ahora está ya fuera de su alcance). Ningún
estado de ánimo es peor que aquel en que olvidamos el cielo del cual
descendemos, porque entonces perderemos todas nuestras aspiraciones a la
conversión.
Este estado de ánimo, que podríamos calificar de despertar moral, es
igual en todos los hombres que aquel resentido por el Hijo Pródigo cuando
“entró en sí mismo”. La mayoría de los hombres no prestan atención al estado
de su conciencia, sino hasta que se ven empujados hacia el interior por el
derrumbe que sufren en su exterior. Igual que la pobreza, el hambre y las
decepciones hicieron que el Hijo Pródigo “entrara en sí mismo”, así puede ser
necesaria alguna gran catástrofe para levantar la cortina de hierro que nos
aparta de la regeneración espiritual.
El primer llamado de la conciencia por lo general encuentra rebeldía y
resistencia. El hombre que aborrece la religión, procede de ese modo a
consecuencia del mal que permea su vida. Cuando se inicia el despertar de la
conciencia, la exasperación la conduce hasta una rebelión más violenta. El
hombre se convierte en un Laocoone moral aguijoneado por un martirio
viviente, representado por la ponzoña de las serpientes de su culpa, que se
retuercen en el fondo de su conciencia. Cuando el remordimiento azota, la
antigua personalidad enloquece y se torna más violenta que nunca. El mal
genio lanza destellos, el odio hacia los demás, se multiplica como una
proyección del odio disfrazado que sentimos hacia nosotros mismos, y el alma
sufre un desaliento que no encuentra alivio en ninguna distracción. Pero todas
estas violentas explosiones contra la virtud, realmente no constituyen otra cosa
que la acumulación de nubes sombrías e irritadas que algún día habrán de
disolverse en lluvias torrenciales.
Quienes tienen la tarea de aconsejar a otras personas, no deben, por lo
mismo, tomar demasiado en serio la ira aparente contra la bondad y la
moralidad, pues no sería difícil que ésas constituyeran la mortaja de la cual
resurgiera un hombre nuevo. En realidad, no aborrece la bondad, sino a sí
mismo. Sin embargo, su orgullo le impide confesarlo, y no es sino al final
cuando la inquietud y el desasosiego le obligan a ponerse de rodillas en
demanda de perdón y luz. Cuando principia a culparse a sí mismo y no a las
condiciones económicas, o a sus compañeros, su abuela o sus glándulas
endócrinas, en que ha encontrado la llave de su felicidad. Dentro de la
mitología antigua hay más de una fábula que nos habla de la caja de Pandora –
un recipiente de males que son tolerables sólo porque hay la esperanza de
encontrar algo mejor en su fondo. El hombre moderno no se acerca a Dios
procedente de la bondad del mundo, sino a causa del mal que anida en su
propio corazón.
Capítulo 31
Lecturas

El año pasado las librerías del país informaron de sus ventas de libros
con temas verdaderos, excedieron en proporción a las de novelas y otros libros
de contenido irreal. He aquí una tendencia digna de encomio en nuestra
civilización contemporánea, porque el lector de un libro serio necesita mantener
su inteligencia siempre activa, mientras que el lector de obras imaginarias,
acepta las acciones y experiencias de los personajes conforme van
describiéndose. Resulta interesante establecer una comparación entre las
revisas literarias publicadas por el Suplemento Dominical del “Times”, de
Londres, y las revistas literarias que aparecen cada semana en los grandes
rotativos norteamericanos. Por simple curiosidad contamos el número de
novelas cuya crítica apareció en la sección literaria de un periódico
estadounidense, y encontramos que 25 obras fueron objeto de comentario;
considerando como libros serios todos aquellos que no fueran novelas,
encontramos que sólo 13 títulos se incluían en el mencionado suplemento.
Examinando por otra parte el suplemento literario londinense, contamos 9
críticas de novelas en comparación con 40 de obras serias. No hay que olvidar,
sin embargo, que la novela es valiosa y muchas veces presenta un problema
moral o económico concreto, mucho mejor de lo que puede hacerse en el texto
abstracto de un libro serio.
Si bien es cierto que cada persona tiene derecho a sus preferencias,
siguen en pie las circunstancias de que, para el desenvolvimiento completo de
la inteligencia, debemos disponer de lecturas serias e inteligentes, y no de
simples lecturas. Un rey polaco del Siglo Dieciocho, hablando de aquellos que
leen demasiado y absorben my poco, hizo la siguiente reflexión: “Un tonto que
haya leído mucho, será siempre el peor de los mentecatos; sus conocimientos
son como un flagelo que no sabe manejar, y con el cual rompe las espinillas de
sus vecinos al igual que las suyas propias”. Así como el estómago suele
indigestarse cuando algo le cae pesado, la inteligencia también no asimila
muchas veces en forma correcta. Si alojamos en ella demasiadas ideas, y el
intelecto no cuenta con los jugos suficientes para absorberlas, se produce una
extraña clase de constipación literaria. Ya lo dijo Milton: “Puede uno estar
profundamente versado en libros y al mismo tiempo tener muy poca
profundidad”.
No hace mucho, hablando con un joven estudiante universitario, se
vanaglorió éste de lo extenso de sus lecturas, y afirmó que Freud había creado
la teoría del complejo de inferioridad. Cuando se le sugirió que probablemente
estaba confundiendo a Freud con Adler, su contestación fue la siguiente: “Lo
creo muy difícil porque conozco Viena Y esa fue la ciudad natal de Freud”.
Muchas personas viven con la ilusión de que han leído más de lo que en efecto
leyeron. Es difícil encontrar algún universitario que no se encuentre bajo la
falsa creencia de haber leído “El Origen de las Especies”, de Darwin, o “La
Reina de las Hadas”, de Spencer. Se ha dicho que algunos de los grandes
genios del pasado, nunca leyeron ni siguiera la mitad de lo que devoran los
genios mediocres de nuestros días, pero a este respecto cabe hacer notar, que
aquellos comprendieron y asimilaron sus lecturas, incorporándoles a una
dimensión más profunda del conocimiento.
Existe enorme diferencia entre una inteligencia que archiva diez mil
fragmentos inconexos de conocimiento, y una inteligencia que funciona como
un organismo dentro del cual un hecho o una verdad, quedan relacionados
funcionalmente con todas las demás verdades de la misma manera que el
corazón se relaciona con piernas y brazos. Los hombres verdaderamente
sabios, extraen de sus lecturas una filosofía de la vida, de la misma manera
que su sustento lo extraen de una filosofía de la salud. Sus ojos cuando leen,
evitan la basura mental con tanto escrúpulo como una boca evita al alimentarse
la basura material. Por otra parte, ciertas lecturas “difíciles”, como las obras de
Platón, Santo Tomás de Aquino y Arnold Tonbee, entran como inyecciones de
hierro a la sangre y a la inteligencia, dando a ésta constancia y vigor.
La facilidad que existe en nuestros días para conseguir material de
lectura, tiene mucho que ver con la forma en que se alimentan los gustos más
bajos. Quienes sentían afición por la filosofía en los días de Aristóteles, por la
poesía en los días del Dante, por la metafísica en los días de Abelardo y por las
ciencias sagradas cuando los monasterios encerraban todos los tesoros del
saber, no escatimaron esfuerzo alguno para absorber los conocimientos a su
alcance. Pero hoy que la lectura está al alcance de todos en droguerías y
supermercados, contenida en libros populares, el discernimiento ha disminuido
en razón directa de la disponibilidad.
Después de algún tiempo de frecuentarlas, las lecturas inútiles debilitan
la inteligencia en vez de fortalecerla; es entonces cuando la lectura se vuelve
un pretexto para mantener la inteligencia adormecida, mientras se vierten ideas
sobre ella, como la salsa de chocolate que remata un helado. La inteligencia es
como un reloj de arena a través del cual pasan las ideas como simples
arenillas: sin dejar nada en él. El hombre moderno dispone de más tiempo libre
que sus semejantes de un siglo atrás, pero sabe menos sobre cómo emplear
ese tiempo Nuestra educación nos prepara bien para ganarnos la vida. Pero no
se permite que ésta olvide que, desde que el hombre dispone de más ocios
que horas de trabajo, podría llegar hasta él, enseñándole, como emplear ese
tiempo libre. Démosle al hombre la acción por lo intelectual, lo espiritual y lo
moral, y lo veremos convertido en un hombre feliz. Ya lo dijo antes un poeta
latino: “Emollit mores, nee sinit esse feros”. (La lectura civiliza la conducta
de los hombres, y no permite que sigan en la barbarie).
Capítulo 32
La Bondad
en los Demás

Existen tres formas distintas de juzgar a los demás: valiéndonos de


nuestras pasiones, de nuestra razón o de nuestra fe. Las pasiones nos inducen
a amar a quienes nos aman, nuestra razón nos hace amar a todos nuestros
semejantes dentro de ciertos límites; por último, nuestra fe nos hace amar a
todos, incluyendo aquellos que nos causan daño y son nuestros enemigos. El
mayor drama de la vida, ocurre cuando otra persona obra equivocadamente,
según nuestro punto de vista. Casi todas las disputas tienen su base en una
mala inteligencia mutua. Cada uno de nosotros constituye en realidad un libro
abierto, pero algunos que no nos conocen, no sabrán por tanto leer bien en ese
libro. Recuérdese que hablamos siempre con gran simpatía de aquellos que
nos comprenden, y con cierto recelo de quienes no nos entienden.
Tal vez nadie nos comprenda mejor que los santos, no solamente
porque norman su mala opinión de nosotros a través de sus propias
debilidades del pasado, sino también porque nos ven como almas preciosas
ante los ojos de Dios. San Francisco de Sales solía decir: “Las almas de los
pecadores son bellas”. Y no es que amara sus pecados, sino sus almas. El
buen Cura de Ars, solía caminar dos o tres calles en torno a su iglesia
pueblerina, donde una larga fila de pecadores aguardaban para verle pasar.
Escogía a los más grandes y reservaba para ellos su mayor simpatía. Cuantos
estemos en dificultades, no debemos acudir en busca de consejo a quien no
acostumbre rezar o no haya atravesado por algún sufrimiento.
Existe mucha mayor bondad en casi todas las personas, que la que
aparece en la superficie. Debajo de la escoria de todos los humanos hay algo
que ora. Cuando la pecadora llegó a la casa de Simón, éste continuó viéndola
como pecadora, pese a que se había arrepentido. Era incapaz de darle a nadie
una oportunidad de cambiar en modo de ser. No es, pues, de extrañar que
Nuestro Divino Salvador dijera a Simón: “¿No ves a esta mujer?” Simón no la
veía como era, sino sólo como pensaba de ella. Creía estar enterado de todos
los hechos, pero como dijo cierta vez uno de los profesores del Colegio de
Francia a sus alumnos: “Buscad los hechos por encima de todo lo demás, pero
tened presente que los hechos pueden también estar equivocados”. Lo que
quiso decir, es que con frecuencia se extraen de los hechos conclusiones
falsas, especialmente respecto a las personas.
Los buenos no son siempre buenos en todos sus actos, y los malos no
son siempre malos en todos los suyos. Como ya se ha dicho, “Hay tanto bueno
en los peores de nosotros y tanto malo en los mejores de nosotros”, que no
debemos hablar de nuestro vecino. Con frecuencia llevamos nuestras faltas
dentro de sacos que cargamos sobre la espalda, y la de nuestros vecinos en
cestas abiertas que llevamos por delante. El separar las personas como
corderos y cabritos, sólo podrá hacerse el Último Día. Mientra éste no llegue,
nos está prohibida semejante clasificación. Es muy posible que nos aguarden
muchas sorpresas en el cielo. Estarán Ahí muchas personas que no
esperábamos encontrar, y faltarán muchas que creíamos hallar; finalmente, tal
vez nosotros mismos seremos los primeros en sorprendernos de estar ahí.
Nuestro Señor dijo: “No juzguéis si no queréis ser juzgados”. Por el
simple hecho de juzgar a otros, nos habremos juzgado solos. ¿Cómo explicar
de otra manera el que ciertas mujeres sepan que otras son intrigantes y
chismosas, al menos que ellas mismas conozcan la sensación que una
persona experimenta con la intriga y el chisme? El mal que se habla de otros,
con frecuencia significará que tenemos celo de sus bienes. Hay quienes creen
inclusive que las buenas cualidades de otros, les han sido arrebatadas a ellos
mismos. Los celos son el tributo que la mediocridad paga al genio.
Cierto día un grupo de muchachas, se manifestaba admiración por los
hoyuelos que adornaban las mejillas de una, pero otra en el grupo sentenció
burlona: “Son producto de debilidad muscular en el rostro”. Creía que elogiar a
la otra, equivalía a condenarla.
Una buena regla que debe seguirse, es la de juzgar siempre al vecino
por sus buenos momentos, en vez de juzgarle por los peores; no calificarle de
mal pianista, porque ha tocado mal una nota en toda la velada, sino juzgarle
por todas las notas acertadas que tocó en su curso. Nada hay que aliente tanto
un juicio favorable sobre los demás, como el Aviso Divino de que nos juzgarán
como juzguemos. Demostrando compasión, seremos a nuestra vez dignos de
ella. Cosecharemos nuestras siembras. Recodad que la mayoría de las
personas exigen a sus vecinos mucho más de lo que Dios les exige a ellos.
Dios es más compasivo con los hombres que se burlan de Él, que los hombres
con los dioses que se fabrican. Cuado David pecó, Dios le dio a escoger entre
ser castigado por Él o por los hombres. David escogió a Dios, porque Su
Misericordia es más grande.
Capítulo 33
El Esfuerzo Acertado
Hacia la Superioridad

El juicio más común externado hoy acerca de los demás, se reduce a


esto: “Oh, tiene un complejo de inferioridad”. Sería mucho más apegado a la
verdad decir de quienes realmente sufren esa condición que padecen un
complejo injustificado de superioridad, de esfuerzo injustificado hacia ella. Pero
aún así, cabe recordar que hay una superioridad buena y una mala. La
superioridad mala la constituyen la dominación sobre los demás, el orgullo, el
egoísmo, la obstinación y la crueldad. La superioridad buena radica en el
esfuerzo por perfeccionarnos en el orden moral.
Nuestro Señor sugirió que no nos diésemos por satisfechos con algo que
no fuese la perfección: “Sed perfectos, como es perfecto vuestro Padre
Celestial”. Esto no significa que hayamos de ser perfectos como Dios mismo,
sino perfectos dentro del orden Divino y no humano. Lo que sorprende acerca
de este mandato, es que se nos invita a no imitar a los otros, sino a Dios. El
Divino Maestro no produciría una falta de personalidad sino una personalidad
mejor. Para Él, no es una gran virtud amar a quienes nos aman. Si tal fuese el
caso, pregunta Él. “¿Qué derecho tenéis a un premio? ¿Acaso los publicanos
no harían lo mismo?” La virtud para Él no es democrática, sino aristocrática;
está muy por encima del nivel de la masa, y “no es algo que ocupe el justo
medio entre lo bueno y lo malo. Lo esencial de la virtud no está en el número
de quienes la practican, sino en sus principios. “todos los demás lo hacen”,
puede ser el vocablo determinante de las prácticas democráticas, pero no
constituye una personalidad o una virtud.
“¿Cuánto más habéis hecho que los demás?”. Esta pregunta es la
piedra de toque. Aquel que supone haber hecho mucho, en realidad no ha
hecho nada. La regularidad de la bondad constitucional, la observancia de los
principios de de decencia común, la cortesía, generosidad, el buen humor, los
buenos efectos que provoca la Naturaleza, representan la perfección del
hombre común, pero no la Divina. Hay pocos hombres que no reclamarían para
sí alguna distinción moral, si fueran honrados, si pagaran sus impuestos, si
dieran limosnas a los pobres y si permitieran que otros hombres expresaran
también sus puntos de vista. Pero parece que aun cuando hayamos efectuado
todas estas cosas excelentes tendremos que ser todavía interrogados de
acuerdo con la norma de la Superioridad Divina: “¿Cuánto más habéis hecho
que los demás?”
Hoy es frecuente identificar a un cristiano con un caballero o con un
“buen sujeto”. Ciertamente debemos esforzarnos por tener un mundo en que
haya el mayor número posible de buenas personas, como aquellas que ceden
su asiento a las damas en los tranvías, hablan con respeto acerca de las
Naciones Unidas, ayudan a las ancianas a cruzar la calle y demuestran bondad
hacia los sordos. Pero no debemos incurrir en el error de suponer que sólo por
eso se han convertido en cristianos. Como dijera un profesor de filosofía de
Cambridge hace poco en un programa de televisión: “Un mundo de personas
agradables, satisfechas de su propia bondad, cada vez más afables, pero sin
ver más allá y apartándose de Dios, equivaldría a un mundo miserable,
necesitado de salvación y aun resultaría por ello más difícil de salvar”.
La superioridad por cuya consecución se esfuerzan hoy los hombres, es
generalmente de carácter económico o social, y no espiritual o moral. Cuando
uno oye hablar de quienes superan el nivel de la masa y se dedican al
perfeccionamiento espiritual, la tendencia es argüir: 1) Esto no es sino una
especie de “fuga”; 2) Quienes pretenden ver algo en ello, están posando; 3)
Les aborrezco por ello. La razón del odio radica en que esas personas terminan
tal vez por tener algo que yo no poseo.
Ninguna personalidad puede expresarse adecuadamente en el promedio
de la masa. El hombre común desde el punto de vista moral es común. El que
trata de mantenerse al nivel que otras ya han alcanzado, se condena por ello al
fracaso. El desenvolvimiento de la personalidad espiritual recorre el kilómetro
adicional y lanza un reto a la moral convencional. “Si alguien te obliga, a que le
acompañes en un recorrido de un kilómetro”, dijo Nuestro Señor, “acompáñale
dos kilómetros por tu propia voluntad”. El punto débil de nuestros tiempos
radica en la falta de grandes hombres. Se hace difícil para ellos resistir la
fuerza de la corriente. Alguien necesita desprenderse por completo de la rutina
o de los políticos, si quiere salvar la política, y los economistas necesitan
romper con la rutina de los políticos, si quieren salvar a los políticos; los
economistas deben romper con la rutina de las vulgaridades del capital y el
trabajo, si ha de salvarse la economía. En otras palabras, necesitamos santos.
No es fácil improvisarlos. Ante todo, porque el hombre no siempre desea lo
mejor; lo mejor exige el sacrificio de lo ordinario y la disciplina de los elementos
más bajos. Dios, a su vez, encuentra difícil dar, porque da siempre lo mejor – la
perfección moral – y porque pocos son los que la quieren. San Agustín dijo en
una ocasión: “Quiero ser bueno, amado Señor; no ahora, sino un poco más
tarde”.
Capítulo 34
Edad

Del mismo modo que la medicina aumenta cada día la probable duración
de la vida, ha sabido también poner de relieve el problema de la vejez. El
promedio de la edad al concluir la vida es, en Francia, 61 años; en Suecia, de
65; en los Países Bajos de 68; en los Estados Unidos, de 64 y en la India, de
27. ::::::
Al escribir Cicerón acerca de la vejez, enumeró varias de las
ventajas que ofrece. Horacio hablo de los viejos como “ensalzadores de cosas
pasadas”. San Pedro en u Sermón de Pentecostés, dijo que “los jóvenes verán
visiones y los viejos soñarán sueños”. La juventud rebosa de esperanzas y ve
visiones en el porvenir; la edad provecta se vuelve retrospectiva y recuerda las
glorias del pasado. Nuestro Señor dijo a San Pedro que la edad avanzada
significa una restricción de la libertad. “Pero cuando seas viejo, extenderás más
tus manos, y otro te seguirá y te conducirá adonde no podrías ir solo”.
Cada edad tiene sus compensaciones y también un vicio particular
contra el cual requiere luchar. La juventud tiene que combatir contra los
impulsos irreprimidos de la carne. Así como el polvo es una materia en lugar
inadecuado, la concupiscencia es la carne en lugar inadecuado. En la edad
madura, la pasión que ha de vigilarse es el egoísmo, o la desenfrenada
ambición del poder. Aquí un impulso no regulado se mueve desde la carne a la
inteligencia, va del sexo al egoísmo y de la carnalidad al orgullo. En la tercera
etapa de la vida la tendencia a la avaricia suplanta las otras dos. Aquí no se
trata de lo hay dentro del hombre, o sean su cuerpo o su inteligencia que le
distraen, sino de lo que hay fuera de él: el mundo, las riquezas y los bienes
materiales, como si al darse cuenta de que la vida se le va, quisiera escapar a
la muerte llenando sus graneros al máximo, y hasta la noche misma en que su
alma es llamada a rendir cuentas.
Cuando existe un sentimiento de dependencia de Dios, la conciencia de
que esta vida es una mayordomía, y una firme convicción de que lo que
hagamos aquí determina nuestra eternidad, la vejez no produce tristezas o
pesares, sino más bien una alegría como la que embargó a Simeón. Pero
cuando la vida se encuentra vacía, existen varios peligros, el primero de los
cuales es el alcoholismo. La profesión médica se encuentra hoy alarmada ante
el caso de quienes han rebasado la edad madura e intentan amortiguar con
estimulantes la poca vida que les resta. La causa es con frecuencia moral y
física. Es moral cuando tratan de ahogar un sentimiento de culpa no purgada, o
buscan escapar de la responsabilidad por el vacío de sus vidas. Es física
cuando tratan de excitar nueva fuerza para compensar la que saben que están
perdiendo, o bien para darse a sí mismos un mundo ilusorio con su falso
sentimiento de fuerza. San Pablo tenía esto presente cuando dijo: “Los
hombres de edad avanzada deben ser sobrios”.
La civilización moderna respeta poco a los ancianos por la misma razón
que no alberga respeto hacia la tradición. Las antigüedades atraen, pero con
los hombres viejos no ocurre lo mismo. Sin embargo, los viejos son para la
cultura lo que la memoria es para la inteligencia. De la misma manera que uno
no puede pensar sin acudir al almacén de la memoria para obtener ahí las
piedras que han de servir de cimiento al pensamiento, tampoco podrá
progresar civilización alguna sin su memoria, que es la tradición. Los antiguos
rodeaban a sus ancianos de gran respeto. La palabra griega “presbus” se
empleaba no sólo para indicar a lo viejo, sino también algún embajador
importante y respetable, elegido a causa de su experiencia. De esa palabra
nació no sólo la palabra “presbyter” (presbítero) o “sacerdote”, sino también
“presbyope”, que indica a uno que es previsor más bien que corto de vista,
una de las cualidades asociadas con la edad avanzada. Quienes tienen una
filosofía de la vida, no se sienten perturbados por la edad. Nuestros últimos
días deber ser los mejores. El crepúsculo elogia al día; la última escena domina
el acto y la música reserva sus más emocionantes notas para el final. Simeón,
cuando vio al Niño Dios cantó: “Ahora (no) puedes despedir a Tu siervo, Oh,
Señor. Habló como si fuera un comerciante que tiene todas sus mercaderías en
un barco y que desea que el capitán leve anclas y emprenda el viaje de
regreso.
Feliz ancianidad que emplea esta vida para comprar la próxima y que
disfruta de un contento exterior e interior. El trabajo exterior es la diseminación
de la caridad, el uso de la experiencia para ayudar a los demás. El trabajo
interior es el allegamiento del alma a la mayor perfección posible para
encontrarse con Dios.
El secreto del envejecimiento radica en este consejo que en cierta
ocasión dio un anciano a un joven: “Arrepiéntete en tu último día”. El joven
contestó: “¿Pero, cómo sabré cuándo llegará mi último día?” Entonces el Santo
dijo: “Arrepiéntete hoy, porque bien podría ser mañana”.
Capítulo 35
Autoengreimiento

Un célebre pintor retratista, dijo en cierta ocasión de no haber conocido


una sola persona que posara para él, y no se abstuviera de hablar
constantemente sobre su persona. Tal urgencia puede explicarse
psicológicamente como un deseo de impresionar al artista con la propia
grandeza, a fin de que éste se sienta compelido a trasladarla al lienzo que
pinta. Pero es más probable que el prurito vanidoso se encuentre ya tan
profundamente arraigado, que el autoelogio sea en estos casos automático, y
eso se manifiesta en cualquier momento de la vida. La fanfarronería aparece
quizás con mayor frecuencia entre los ricos que entre cualquiera otra gente,
aunque quizás inconscientemente. Confunden el tener con el ser, y juzgan
que, como cuentan con la grandeza material, el ser ellos grandes también
viene a ser algo así como colofón. Esas personas orgullosas constituyen presa
fácil de las preocupaciones y ansiedades que las gentes sencillas, pues cada
prueba pequeña por la que atraviesan, se deja sentir en forma por demás
marcada al través de una piel mórbidamente sensitiva.
Nada contribuye tanto a la vanidad, orgullo, presunción, engreimiento y
fanfarronería, como el suponer que un “complejo de inferioridad” es siempre
malo. Si el hecho de no podernos valer por nosotros mismos, de no estar
dispuestos a empujar y dar codazos con tal de ocupar sitios mejores ante la
mesa de la vida, es síntoma de enfermedad física, entonces habrá que admitir
que el orgullo satánico ha logrado entronizarse. El despreciar los esfuerzos de
otros, las fanfarronadas surgidas del sueño y la ilusión, el exceso de
sensibilidad con respecto a las afrentas personales y el encallecimiento de
nuestros sentimientos hacia los demás, son entonces un patrón diario de
conducta.
El vanidoso, solitariamente erguido en su imaginada grandeza, vive en
un mundo de mentira, porque si conociera la verdad acerca de sí mismo,
reventaría su engreimiento. Con mucha razón se ha dicho que el orgullo es la
fuente de todos los males. Un gran poeta dijo: “Por ese pecado cayeron los
ángeles. ¿Cómo puede entonces el hombre, imagen de su creador, esperar
triunfar contra él?”
Una palabra que rara vez se menciona en el vocabulario moderno, es
“humildad”, o sea la virtud que regula la estimación indebida, que hacia su
propia persona experimenta el hombre. No se trata de menospreciarnos, como
por ejemplo cuando una cantante talentosa niega las virtudes de su voz. La
humildad es la verdad; vernos realmente como somos, y no como pensamos
ser, ni como el público nos supone o nos describen los párrafos que en la
prensa nos mencionan. Si la vela se compara con la luciérnaga, presumirá de
que emite más luz; pero si se la compara con el sol, se verá apenas como un
rayito luminoso insignificante. Así como el artista requiere de juzgar su obra por
el modelo empleado, y el troquelador ha de juzgar su moneda también por el
modelo, así el hombre necesita juzgarse por su Creador y por todo cuanto Él
quiso hacer del hombre.
El hombre humilde no se abate con las censuras o desprecios de los
demás. Cuando sin darse cuenta da lugar a recriminaciones, procura reparar
sus faltas; si no la ha merecido, las considera siempre como menudencias. La
humildad también impide darle un valor extravagante a las distinciones y los
honores. Los elogios generalmente incomodan al hombre humilde, porque éste
se haya convencido de que cualquier talento de que sea dueño, no son otra
cosa que dones de los Alto. Recibe el elogio como la persiana recibe la luz y no
como la batería a la cual se inyecta corriente. El humilde puede ser un gran
hombre pero siempre que posee esa virtud, no acude a propagandistas, ni
agentes de prensa, no atruena con trompetas, ni adopta modales afectados; no
despliega banderas ni se derrite por las adulaciones, sino que al mismo tiempo
que ayuda e ilumina a los demás, desea ser como los ángeles, que, aun
cuando nos cuidan, permanecen siempre invisibles.
La humildad es el camino que conduce al conocimiento. Los hombres de
ciencia no hubiesen conocido los secretos del átomo, no en su soberbia,
hubieran tratado de dictarle órdenes. La sabiduría viene sólo cuando nos
humillamos ante el objeto que puede traernos la verdad.
De igual manera, muchas inteligencias no aceptarían hoy la Revelación
de la fe, porque su orgullo cierra el camino a todo nuevo conocimiento.
Únicamente las inteligencias dóciles están en condiciones de recibir verdades
nuevas. El orgullo hace a la persona insoluble y por lo tanto, le impide
amalgamarse con las demás. Por el contrario, la humildad, gracias a su
receptividad básica en bien de los demás, hace posible recibir las alegrías de la
unión con Dios. Por ello Nuestro Divino Señor sugirió que los maestros
universitarios debían convertirse en niños para poder entrar al Reino de los
Cielos; han de admitir como los pequeñuelos, que Dios es más sabio que ellos.
Capítulo 36
La Verdad, Ideal Olvidado

La sumisión constituye una de las necesidades más importantes para el


corazón humano. Después de siglo y medio de falso liberalismo, cuando se
negó que hubiera cosa alguna cierta y se afirmó que no había importancia
alguna en los credos, el mundo reaccionó hacia el totalitarismo. Se cansó de la
libertad, igual que los niños en las llamadas escuelas progresistas, se cansan
del libertinaje de que disfrutan para hacer cuanto les venga en gana. La liberad
fatiga a quien sólo busca eludir las responsabilidades. Es entonces cuando se
acude en busca de alguna falsa deidad a cuyas manos entregarse, y así no
volver a tener necesidad de pensar o adoptar decisiones por voluntad propia.
Nazismo, fascismo y comunismo, nacieron en el siglo XX como reacciones
contra el falso liberalismo.
La obstinación siempre repudia la verdad cuando la considera como un
reto. Sin embargo, aunque la obstinación logre imponerse, nunca se da por
satisfecha, y esa es la razón por la cual el vanidoso asume siempre una actitud
de crítico. “La testa coronada está inquieta”, no porque le fatigue la corona sino
porque está cansada de sí misma. Sus atribuciones le permiten hacer lo que le
venga en gana, y esta forma de vida sin fronteras ni limitaciones, se convierte
en algo tan aburrido y estancado como un pantano. Podríamos decir que un río
se siente más contento que un pantano, a causa de sus márgenes y
limitaciones; un pantano viene a ser algo así como un valle de liberad que ha
perdido sus riberas y se ha vuelto “liberal”.
Los únicos realmente libres de la esclavitud y la carga del propio ser, son
aquellos que se apegan a una verdad. “La Verdad os hará libres”, dijo Nuestro
Señor. Solamente el pugilista que conoce la verdad sobre el boxeo, podrá
disfrutar del privilegio de mantenerse en pie. Sólo quien conoce los secretos de
la ingeniería, estará en libertad de construir un puente que no se derrumbe.
Quien ama la verdad estará siempre sujeto a una ley eterna de rectitud, y al
someterse a ella, disfrutará de la paz. La verdad no es algo inventado por
nosotros, porque si la inventáramos sería una mentira. Es más bien algo que
descubrimos como el amor. En el gran libro de C. S. Lewis titulado “Screwtape
Letters”, hay una serie de cartas cruzadas entre un tío – diablo en el infierno – y
un sobrino – diablo en la tierra. El diablo joven trata de conquistar almas
hablando de la “Verdad del Materialismo”. Por su parte el diablo viejo le
reprende diciéndole que nunca debe hablar de la “verdad”, ya que esa palabra
sólo es usada por “nuestro enemigo”. Luego decía: “Lo que necesitas es
sembrar la confusión en las inteligencias; hacerlas que se pregunten si una
cosa es “liberal o reaccionaria”, “derecha o izquierda”, “moderna o anticuada”.
Evidentemente Screwtape, el diablo viejo, ha coronado con gran éxito sus
esfuerzos, especialmente entre los políticos.
La verdad no cambia pero se desarrolla. Dos y dos no sumaban cuatro
en el siglo XIII, ni dieciséis en el siglo XX; pero la aritmética se vuelve
geometría y ésta, a su vez, cálculo infinitesimal. Tampoco la verdad es fácil de
descubrir, sobre todo cuando afecta nuestras vidas. Existen dos clases de
verdad: especulativa y práctica. La verdad especulativa es la del conocimiento,
la que emana de la filosofía, la mecánica, la física y la química. La verdad
práctica, sin embargo, se ocupa de los actos y de la vida, como en la ética y la
moral.
Hoy parece existir una conspiración contra la noble facultad de la
memoria. Esta conspiración emana por lo general de dos fuentes: mala teoría
educativa y mala práctica médica. La educación de nuestros días pasa
prácticamente por alto la memoria. El doctor Hutchins, dice que el cincuenta
por ciento de los varones que habitan en Chicago, son funcionalmente
analfabetas; con esto quiere decir que aunque leen, no comprenden el
significado de sus lecturas. La memoria es descuidada hoy en casi todas las
instituciones educativas. Este descuido se debe en parte al repudio general de
las tradiciones, que caracteriza todos los adelantos de la cultura. El hombre
moderno se está alejando del pasado, atendiendo al falso concepto de que
nada de lo que se pensó o hizo con anterioridad, es digno de conservarse.
A los niños casi nunca se les pide que aprendan algo de memoria.
Consecuentemente, la ortografía es muy deficiente en la generación que está
creciendo. Se dice a los estudiantes que no tiene mayor importancia conocer
las cosas y que lo vital estriba en saber dónde encontrarlas. Lo malo de esto es
que en ocasiones las cosas se necesitan inmediatamente. Bien sabemos que
el dinero se encuentra en los Bancos, pero de nada servirá saberlo cuando
deseamos comprar un periódico. La salud puede encontrarse en ciertos sitios
de curación, pero siempre es conveniente poseerla aun cuando no acudamos a
los folletos de viajes. En una generación anterior, los estudiantes aprendieron
de memoria muchos de los monólogos de Shakespeare, las grandes batallas
de la historia y la dinastía de los reyes británicos durante le época de oro de la
literatura inglesa. Pero el Pragmatismo y el Marxismo se desentiende de la
memoria humana, bien sea por que lo único que importa es lo útil, o bien
porque lo bueno del pasado se considera antirrevolucionario.
Sin la costumbre de memorizar hechos o ideas, resulta hoy casi
imposible para el hombre moderno, transmitir anuncios por la radio o la
televisión, sin acudir a notas previamente preparadas. Todos recordamos el
caso de aquel orador que durante una festividad patriótica, trató de hablar sin
notas, y lo consiguió hasta llegar a un párrafo que decía: “Todos debemos
agradecer a Aquel de Quien provinieron nuestros derechos y libertades”. En
ese momento tuvo que acudir a sus notas que extrajo del bolsillo para
completar la frase: “Dios Todopoderoso”,
El otro ataque contra la memoria procede del pequeño grupo de
profesionistas, que creen que la única cura contra la melancolía, las
preocupaciones y frustraciones del hombre, consiste en administrarles
soporíferos para que no recuerden. Esta técnica cubre sólo la parte ulcerada,
pero la corrupción sigue minando al ser desde el interior.
La memoria constituye la autobiografía de nuestras vidas, y aunque
cubramos sus páginas con barbitúricos, el texto seguirá indeleble. Como ella
sobrevive plena de recuerdos desgraciados, la solución no estriba en drogarla,
sino en hacerle frente. Como contiene también material que nuestra conciencia
enjuicia, la mejor forma de librarnos entonces de los malos recuerdos,
consistirá en limpiar nuestras conciencias. Entonces los textos que
anteriormente constituían una vergüenza, comienzan a ser nuestro más
legítimo orgullo. Como es un hecho, que las cosas desagradables son
precisamente aquellas que más fácilmente se recuerdan ¿no será entonces
esto, prueba de la Misericordia Divina, que nos muestra la herida para que
podamos acudir a Él en Su calidad de Médico de nuestras almas?
Capítulo 37. (No copiado)

SABIDURÍA
Capítulo 38
Saque la Lengua

Nuestra era es la más locuaz en la historia, no solamente porque


podemos multiplicar la palabras por millones, a través de la radio y los
impresos, sino también porque hay muy pocos que gustan de escuchar. Se
pide hasta a los jóvenes que den sus opiniones antes de que hayan tenido
tiempo de aprender siguiera los principios. Si colocáis hoy vuestra cabeza entre
las manos para pensar, se os preguntará si tenéis jaqueca. Lo que decimos es
una revelación del corazón.
Las Escrituras dicen: “La boca habla cuando el corazón desborda”. La
psicología moderna ha empezado a descubrir que lo que ocupa el corazón,
tarde o temprano rinde un informe a la lengua. Dijo bien Sócrates al afirmar:
“Habla, para que pueda verte”. Cuando un médico inicia el estudio de la salud
de un paciente, le dice: “Saque usted la lengua”. Tanto el estado físico como el
moral del individuo, encuentran registro notablemente claro en ese órgano. Si
un zorrillo se ha colado en nuestro sótano, no pasará mucho para que su
presencia sea conocida en todas las demás habitaciones. Si en el corazón hay
celos, odio, maldad y resentimiento, pronto encontrarán salida con el uso de la
lengua.
La ciencia nos dice que las vibraciones de la palabra han estado
registrándose a través de los siglos. Algunos hablan de la posibilidad de
percibir en el infinito las grandes voces del pasado y hasta las de la Palabra
Misma. La palabra hablada es como la flecha disparada; no podrá hacérsela
retroceder en su vuelo y sus responsabilidades perduran para siempre. Los
alpinistas ruegan en ciertos puntos del ascenso que no se hable demasiado
alto, porque las vibraciones de la voz podrían precipitar terrible alud. La palabra
apresurada o destemplada, así como las calumnias murmuradas, con
frecuencia han dado lugar a grandes crisis de la historia, que hunden en la
miseria a millares de personas.
Resulta interesante ver cómo a través de la historia las leyes han
reconocido los peligros de una lengua desatada. En China, la locuacidad
excesiva de parte de una mujer, se considera razón suficiente para expulsarla.
Menu, el gran legislador de los hindúes, escribió: “Cualesquiera lugares que se
reserven para el asesino de un sacerdote o para el asesino de una mujer o un
niño, están reservados también para quienes emiten falsos testimonios”. César
Augusto ordenó que los autores de cualquier calumnia fueran castigados con la
muerte. El arte de la palabra ha sido estudiado con gran competencia, de
Aristóteles en adelante, pero muy pocos consideran el aspecto o moral de la
palabra. Si un hombre moral se pusiera a decidir por sí mismo la profesión
secular que debía adoptar más a disgusto, debido a las responsabilidades que
lleva aparejadas, esa profesión sería la de editor periodístico. Un médico
inexperto podría matar al cuerpo, pero el que usa la palabra impresa para
matar un alma, privarla de un solo grano de la Verdad Divina o implantar sobre
ella un solo germen de maldad, será culpable siempre del mayor de los
crímenes.
Así como Jesucristo es el Verbo Encarnado, así también cada palabra
hablada es el pensamiento encarnado. Hawthorne lo dijo: “Nada hay más
irresponsable que el mal que con frecuencia acecha en la palabra hablada”.
Una palabra bondadosa, imparte aliento al corazón deprimido, pero una
cruel, induce a otros a que encaminen sus pasos a la tumba. Actualmente el
mundo carece de suficientes apóstoles del estímulo. Nuestra gran tragedia
consiste en que son muchos quienes carecen de un amor adecuado. Si en
lugar de esforzarnos por encontrar lo peor de cada gente, procuráramos hacer
resaltar cualquiera de sus cualidades, todos seríamos mucho más felices.
Un grupo de barrenderos hablaban cierto día sobre un compañero recién
muerto, que en realidad carecía de grandes cualidades. Pero uno en el grupo
hablo a favor del muerto. Raspando en el fondo del barril, encontró algo bueno
en el difunto, y salió con este elogio: “Pues a pesar de lo que ustedes dicen, el
hecho es que barría muy bien los rincones”. Siempre encontraremos algo
bueno en todo cuanto nos rodea, con tal que nos propongamos encontrarlo.

Capítulo 39
La Sensibilidad
del Inocente

Sólo encauzada a través de las normas del bien y el mal ha conseguido


subsistir la sociedad. Pero estas son normas fáciles de perder. En el pasado,
los hombres sabían las causas de que algo fuera bueno o malo, podían
inclusive esgrimir razones para impedir que otros miembros de la sociedad
obraran, en un momento dado, en determinada forma. Pero resulta muy curioso
que en nuestros tiempos, esas razones hayan sido relegadas al olvido. El bien
y el mal constituyen en gran parte cuestiones de “sentimiento”, y aun cuando
suele decirse que algo es “malo de por sí”, como el homicidio, pocos parecen
capacitados para decirnos por qué es malo. La moral se ve así reducida a un
papel casi tan personal como el del gusto; la mente se transforma en
estómago, prefiriendo lo bueno a lo malo, como podrían seleccionarse
encurtidos en lugar de pepinos. “todo gira en torno al punto de vista de cada
quien”.
El antiguo historiador griego Tucídides, hablando sobre la lucha de
clases en que había degenerado la sociedad de su tiempo, hizo notar: “El
significado de las palabras ha dejado de tener la misma relación con respecto a
las cosas, pues ha sido cambiado por ellos, en la forma que les pareció más
apropiada. La más desenfrenada osadía se interpreta como un valor real: la
demora prudente constituye la excusa del cobarde; la moderación disfraza una
debilidad poco viril y la energía frenética se ha convertido en la verdadera
cualidad del hombre. El conspirador que desea encontrarse seguro, no es otra
cosa que un pusilánime disfrazado; al amante de la violencia se le tiene
siempre confianza y se sospecha de su opositor”.
Los falsos principios ocultos tras esta teoría “sentimental” de lo bueno y
lo malo, son evidentes: primero, se sostiene que cada experiencia lo es por su
propio motivo, bien sea esta experiencia de orden sexual, político, social o
económico. Pero en realidad para la experiencia no hay ningún otro motivo
fuera del proporcionado por el propio yo. En segundo lugar, si intentamos
formular juicios sobre nuestra propia experiencia, debemos hacerlo sólo sobre
la base que nos proporciona el distinguir si la experiencia es o no agradable a
la propia personalidad; si me hace “sentir bien” es buena. Finalmente, dado que
el placer, la emoción o la utilidad son las únicas normas de criterio, resulta que
mientras más intensa sea la emoción y mientras más útil resulte algo para la
propia personalidad, tanto mejor debe considerársele.
En contraste con semejantes posiciones, comparemos lo que podría
llamarse la sensibilidad de la inocencia. Esta frase no significa ignorancia o “no
haber vivido”. Es más bien, la facultad de darse cuenta de lo que es bueno y
verdadero, porque uno ha evitado lo falso y lo malo. El gramático que conoce
el buen estilo, será siempre sensible a los errores escritos o hablados; el
médico será muy sensible ante las enfermedades y ante cualquiera desviación
de las normas de higiene y salud; el filósofo podrá descubrir de inmediato un
proceso de razonamiento falso; el director de orquesta, pese al número de
músicos que se hallen bajo su batuta, estará en condiciones de localizar
cualquier nota falsa, así provenga del más pequeño y menos importante de los
instrumentos. Lo mismo ocurre con el orden moral, cuando la Inocencia Divina
toma asiento en la misma mesa con un traidor y dice: Uno de vosotros me
traicionará”. La santidad puede descubrir con rapidez las manchas donde las
hay.
La reacción instintiva de los niños buenos ante el mal, no se debe a su
carencia de madurez racional, sino a la madurez de su inocencia. Semejantes
juicios sobre la inocencia y la pureza difieren por completo de la suspicacia. La
suspicacia puede con frecuencia ser reflejo de nuestros propios defectos. “No
juzguéis si no queréis ser juzgados”. Con frecuencia los pecados que
condenamos en forma más ruidosa cuando son evidentes en los demás, son
precisamente aquellos a los que nos adherimos más en secreto, o bien
constituyen nuestra mayor debilidad. La pureza nunca es suspicaz, sino que
busca alguna base sobre la cual descanse la confianza. Tiene una facultad de
comprender, penetrar, ver en el interior, y es un talento para el descubrimiento
psicológico, de que carecen quienes se han visto infectados por el mal. Cuán a
menudo el juicio de un niño con respecto a cualquier visitante, resulta más
correcto que el del resto de la familia. La inocencia hace a los niños descubrir
manchas que pasaron desapercibidas para los menos inocentes. Adultos que
han abandonado hasta la búsqueda de la bondad, con frecuencia se muestran
temerosas de la inocencia de los niños, no porque teman contaminarlos, sino
porque se sienten condenados inconscientemente por la inocencia. Durante la
última Cena, cuando El Salvador dijo que “uno” lo traicionaría, “todos”
preguntaron: “¿Soy acaso yo?”. Y es que nadie puede sentirse seguro de su
bondad ante la inocencia.
Una sociedad tan necesitada como la nuestra de salud y regeneración,
recibirá éstas en su mayor parte de manos de los inocentes. El puro, puede
contemplar sin desprecio al impuro. Fue la Inocencia Divina la que preguntó a
la pecadora: “¿Dónde están los que te acusan?” No podía haber condena en
Aquel que es la Virtud misma; así encontraremos simpatía, perdón y remedio
para nuestros males, en las alas del inocente.
Capítulo 40
Paciencia

Lo contrario de “perder el control sobre sí mismo”, es ejercitar la


paciencia, otra de las virtudes olvidadas por nuestro mundo moderno, pese a
que Jesucristo dijo: “En vuestra paciencia poseeréis vuestras almas”. (San
Lucas 21:19). La etimología griega de la palabra paciencia sugiere dos ideas:
la primera continuación, la segunda sumisión. Combinadas, vienen a significar
espera sumisa; un estado de ánimo bien dispuesto porque está convencido de
que así sirve a Dios y a Sus Santos Designios. La persona que no cree en la
existencia de nada fuera de este mundo, será impaciente, porque sólo cree
disponer de tiempo muy limitado para satisfacción de su sórdidos deseos.
Mientras más materialista sea una civilización, tanto mayor será su
apresuramiento. Douglas Woodruff,, el famoso ensayista inglés, dijo que “a los
norteamericanos nos les agrada Roma porque oyeron decir que no se la
construyó en un día”. Los chinos, por otra parte, saben esperar siglos enteros,
porque sus necesidades no se encuentran limitadas a una generación.
Claro está que nadie nace paciente; es algo que se obtiene, como la
visión. El pequeñuelo ha de aprender a ver, a distinguir los objetos y a conocer
las distancias. La vista es un don de la Naturaleza, pero aprender a usarla es
algo que se conquista. Cuando Nuestro Señor devolvía la vista a los ciegos,
éstos todavía tenían que aprender a ver, y uno de ellos le dijo al Señor que
para él, los hombres eran “como árboles caminando”. Lo mismo acontece con
el dominio y el control sobre nosotros mismos, pues esas virtudes se
desarrollan sólo mediante la resistencia y el control. El gran problema al cual
tienen que enfrentarse todos los hombres, estriba en que sí podrán, cuando
encaran cualquier dificultad, campear la tempestad y arribar sanos a puerto
seguro. Naturalmente, cuando el hombre ignora la razón de su existencia,
procede a substituir sus pequeños deseos con un gran propósito de consumo,
lo que hace su vida miserable y desgraciada.
Para nosotros, muchas veces la razón principal de nuestra vida radica
en la frustración, la guerra, la dislocación, el caos y la confusión, siendo que el
destino de un alma dentro de esta “confusión más que confusa”, debía ser la
base principal. La victoria en la batalla por la vida, no es otra cosa que el triunfo
de nuestras almas, y esto se logra solamente ejercitando la paciencia en los
momentos difíciles.
La paciencia no es una virtud que daban practicar solamente los
enfermos y los prisioneros. En realidad, pocas virtudes como esta son tan
esenciales para la paz espiritual, pues casi no hay circunstancia de la vida para
la cual no resulte útil. Hay cuatro grandes áreas de la vida donde la paciencia
puede aprenderse. La primera, cuando se nos provoca; esto es, cuando nos
hiere la indiferencia de los demás, la mala crianza y la altivez de nuestros
compañeros de trabajo, las vejaciones hogareñas, en la oficina o en la calle.
Una de las razones por las cuales quienes son calmados en el hogar, pierden
la paciencia en cuanto se ponen frente al volante de un automóvil, radica en la
convicción de que, cuando gritan o insultan a otros automovilistas, lo hacen
siempre dentro del anonimato, y consideran éste como una protección para su
carácter. La segunda está constituida por las decepciones; la lluvia que nos
echa a perder un paseo campestre; la demora de un invitado a comer y los
honores que nunca llegan, sometan nuestra paciencia a prueba en este
renglón. Abandonarnos a la violencia en tales circunstancias, es perder el
dominio sobre nosotros mismos. La tercera, radica en las restricciones. No hay
hombre que sea su propio amo. La lata de conservas que no podemos abrir, la
llave que no gira en su cerradura, el cierre de la cremallera que se atora, todas
son circunstancias bajo las cuales la pérdida del dominio propio constituye
también la pérdida de la calma interior. De nada servirá culpar al palo de golf
cuando el jugador es malo. Impacientarse es agravar los males que debemos
soportar, posponiendo así la solución. Por último, la cuarta, reside en los
daños y agravios. Ningún puesto será nunca lo bastante elevado para
inmunizarnos contra la crítica injusta. ¡Entre más ascendamos mejor blanco
presentaremos a quienes enarbolan palos y piedras en nuestra contra! Viene al
caso recordar en tales circunstancias, estas palabras de Walter Winchell:
“Nadie se nos adelantará, mientras su esfuerzo por superarnos se concrete a
patearnos por la espalda”.
Hay muchos que se excusan diciendo que en otras circunstancias serían
mucho más pacientes. Es este un grave error, porque da por supuesto que la
virtud es una condición geográfica y no de esfuerzo moral. Nada importa el sitio
en que nos encontremos, pues el punto básico lo constituyen nuestros
pensamientos. No tiene importancia lo que nos ocurra, sino más bien la forma
en que reaccionamos ante los hechos. Judas y Pedro pecaron contra el Señor
y Él los calificó de diablos. Pero uno alcanzó la Santidad, porque supo dominar
su debilidad con la ayuda de la Gracia Divina.
Son los vientos y los inviernos los que castigan prados, flores y árboles,
y sólo los más fuertes entre ellos logran sobrevivir. De igual manera las
tribulaciones asuelan el alma, y en el fuerte, fomentan la paciencia que a su
vez se convierte en esperanza para finalmente evolucionar hacia el amor.
La paciencia es el gran remedio contra el temor. Saber razonar y tener
buen criterio cuando todos los demás en torno se desmoronan, no solamente
salva la propia persona sino también la vecina. El hombre razona mejor cuando
conserva la calma; la mujer se vale mejor de la razón en el punto que el
hombre la ha perdido. La pasión hace al hombre perder la razón, pero pocas
veces a la mujer. Sin embargo, cualquiera que sean estas diferencias, el
espíritu paciente podrá valerse del buen juicio y aconsejar, cuando sus
semejantes se encuentren agitados o perturbados. Así lo dice un proverbio
oriental: “Con tiempo y paciencia la hoja de la mora se vuelve seda”. La
paciencia no entraña falta de acción, sino más bien “sincronización”. Espera el
momento oportuno para obrar el bien de los buenos principios y valiéndose
siempre de formas adecuadas. El yugo se acomoda mejor al pescuezo de un
buen paciente, y la cadena se vuelve más ligera no cuando se la arrastra, sino
cuando se la lleva.
Capítulo 41
¿Qué ha Ocurrido
con la Razón?

La razón ha tenido que resentir castigos terribles durante este siglo. El


escéptico de antes, negaba que la razón pudiese conocer cosa alguna por
sobre el mundo sensible; el escéptico de nuestros días, niega conocer algo que
no se encuentre por abajo del mundo sensitivo, o sea en el inconsciente de su
mente. Las características de una sociedad decadente según Palinuro en su
“Tumba Inquieta”, son “el lujo, el escepticismo, la fatiga y la superstición”. El
autor admite que él mismo, es decadente, y que por ello puede considerársele
“escéptico”. Franz Werfel nos dice cómo una imagen puede alternar entre el
antiguo y el nuevo escepticismo en este párrafo: “Encuentra al mundo exterior
solamente dentro de su mundo interior, es decir, un mundo sin significado ni
valor. Consecuentemente, se aparta de su mundo interior porque su vacío es
más doloroso que del mundo de los hechos, que por lo menos se encuentra
aliviado por el ruido y los rumores. Como un agobiado desterrado de su propia
personalidad, se arroja a un mar de actividades, donde crea falsas necesidades
dentro de la vida social, que le causan daños muy cuantiosos”. ::::::::
Antes era la costumbre que el hombre estableciera una distinción entre
su propio criterio y sus deseos. Un hombre podía desear la mujer de su
prójimo, pero razonaba en la imposibilidad de obtenerla porque ello sería
injusto. Los juicios se basaban en la evidencia, y los deseos tenían como único
fundamento, la emoción y las pasiones. Los escépticos de nuevo cuño, han
negado validez propia alguna a la razón; según su modo de ver las cosas, la
razón no conduce al descubrimiento de la verdad, porque para ellos no hay
verdad alguna; para ellos la función de la verdad consiste en darles “razones”
para pensar que los deseos han de ser satisfechos. Según el ejemplo dado
anteriormente, el casado que desea la mujer de su prójimo, deberá justificar tal
deseo diciendo que “necesita vivir su propia vida”, o que “su satisfacción erótica
hace necesario que ella abandone a su marido”. La razón se convierte así para
el grupo sexual de los psicoanalistas, en una racionalización constante de los
deseos, o en una justificación de la lujuria.
La persona que hace uso debido de la razón procede así para juzgar
imparcialmente los hechos y para refrenar hasta donde le sea posible sus
deseos, y mantener su mentalidad inconsciente apartada de todo el proceso.
Pero el teórico sexual que niega la capacidad que tiene la razón para descubrir
los verdaderos fines y objetivos, hace de ella el producto de sus deseos
inconscientes. Una esposa razona cuando dice a su marido que no riegue las
cenizas ni arroje colillas sobre la alfombra; un marido racionaliza cuando afirma
que tales colillas son buenas para la alfombra.
El excesivo énfasis que conceden al subconsciente los psicoanalistas
sexuales, ha hecho mucho por minar la razón y acabar con la curiosidad
intelectual. Afirmar que el carácter radica en los sótanos de nuestra existencia,
y en los basureros y desperdicios del inconsciente, equivale a cometer el
mismo error que cuando se supone a un hombre capaz de salvar a un barco
que naufraga, mediante el análisis del agua que inunda sus compartimientos.
Tales teorizantes, necesitan valerse primero de la razón, si es que quieren
destruir la misma. De resultar cierta la teoría de que nuestros caracteres se
forman de acuerdo con los deseos del subconsciente y de nuestras tendencias
lujuriosas, entonces, ¿cómo probar que esa teoría se ajusta a la verdad? Para
que algo sea verdad, necesita haber correspondencia entre la suposición y el
hecho, como por ejemplo al decir que París está en Francia.
Pero esta teoría peculiar de los psicoanalistas manteniendo que los
deseos y asomos libidinosos de toda referencia objetiva; no hay Francia alguna
a la cual relacionar la suposición sobre Paris. ¿Cómo saber que las
interpretaciones psicoanalíticas de los sueños de un enfermo se ajustan a la
verdad, si no existe prueba exterior para juzgarlos? Las interpretaciones de los
psicoanalistas son tan arbitrarias y subjetivas, que cada una atribuye
interpretaciones distintas a los sueños, excepto por lo que se refiere al vago
acuerdo general, de que “tienen que ver algo con el sexo”. Justificarse la teoría
psicoanalítica acerca de la razón, es decir que ésta constituye sólo la
racionalización de nuestros deseos libidinosos y sexuales, entonces no
quedaría razón alguna para tomar en serio la teoría.
Esta teoría de que la razón constituye la racionalización de nuestros
deseos, viene a ser nada menos que el autoritarismo en su forma más
debocada; es aceptar la interpretación de un sueño, a sabiendas de que no
puede comprobársela en el mundo objetivo de los hechos. La razón queda
aherrojada tras las “cortinas de hierro y de bambú”. Pero si las naciones
democráticas del mundo han de mantener a éste libre, la mejor forma de
conseguirlo es descontando la doctrina autoritaria que afirma que la razón es
siempre instrumento del instinto. Pascal escribió hace mucho tiempo, y su
pensamiento sigue siendo aplicable a nuestros días, la siguiente frase: “El
castigo más intolerable para el alma humana, es el de vivir consigo misma y
pensar sólo en sí misma”. Por esa razón, el alma se preocupa constantemente
con el esfuerzo de olvidarse de sí misma, ocupándose de incontables cosas
que le vedan la introspección. Y esta es la causa de toda esa actividad
tumultuosa que caracteriza a nuestros días.
Capítulo 42
Cómo lo Juzgamos Todo

Es fácil calcular cuál será el juicio de diferentes grupos humanos, sobre


cualquier cuestión moral que atrae la atención pública, como traicionar al
Gobierno, valerse de un puesto militar o político para enriquecerse, o robar la
esposa a otro hombre. Puede, inclusive, anticiparse, con sorprendente
exactitud, la reacción hacia cualquier problema de índole moral. Las personas
no se dan cuenta cabal de hasta qué punto revelan su propio carácter, con los
juicios que formulan en torno a estas cuestiones morales.
El principio de que nos valemos para estas predicciones, es aquel
mismo principio latino antiguo, que traducido literalmente Viena a decir algo así
como, “cualquier cosa que recibimos, es aceptada de acuerdo con la forma en
que se recibe”. Si vertimos agua dentro de una zanja, un vaso y una hoguera,
las reacciones serán distintas en los tres casos. Así cuando se vierte la verdad
sobre una inteligencia que es sincera, otra que es indiferente y una tercera
invadida por el mal, la reacción será lógicamente distinta. ¿Cuál es la razón de
que niños a quienes se imparte idéntica educación, varíen tanto entre sí? La
causa radica en que su disposición o patrón receptivo, formados por sus
preferencias, decisiones y deseos, reaccionan en diverso momentos, de
manera tan distinta a como reaccionan diferentes estómagos, al recibir un
mismo alimento.
De hecho, no es tanto el conocimiento de una persona lo que determina
su reacción, sino la conducta de esa misma persona; no cómo piensa, sino
cómo vive. Esto es lo que Nuestro Señor quiso decir con Sus palabras: “Todo
aquel que obra mal, aborrece la luz, pero quien obra de acuerdo con la verdad,
obtendrá la luz”. He aquí pues, la razón de todos los ataques contra la moral y
la verdad: “La mentalidad carnal es una enemistad con Dios”. ¿Hacen mal los
estudiantes cuando trampean para violar reglamentos que juraron mantener?
La respuesta depende de que se haya obrado mal o bien. En Sus palabras,
Cristo acusa a la inmoralidad por la falta de fe. Los hombres prefieren la
obscuridad y consecuentemente aborrecen la luz.
Nadie odia los Evangelios mientras los obedezca, pero cuando éstos
rechazan sus malas acciones, entonces se les detesta. Nunca podrá decirse
que un asesino cree en el Quinto Mandamiento. El malvado puede tolerar la
Palabra de Dios, mientras ésta no hostigue su conciencia o penetre en su
corazón. Ningún borracho se dará por aludido si se le acusa de hipócrita, así
como tampoco el disoluto si lo califican de avaro. Los malos viven
constantemente temerosos de que sus actos lleguen a conocerse por culpa de
ellos mismos, y esto les crea un estado de ansiedad, culpa y trastorno. La
verdad priva a los hombres de la buena opinión que tenía de sí mismos, y por
ello los ofende. Hay criadas sucias a las que, cuando se les reprochan sus
faltas, contestan: “Estoy segura de que la casa se vería muy limpia, de no ser
porque la luz del sol hace resaltar los rincones sucios”. El hombre bueno que
por la noche encamina sus pasos al hogar, desea que la calle por donde
transita esté bien alumbrada, pero el ladrón o el maleante, abominan de la luz
porque ésta revela sus malas intenciones. Por esa misma razón, se ama o
aborrece a la religión. Todo depende de cuáles sean nuestras inclinaciones,
hacia el bien o el mal. Existe una ceguera que es resultado de las malas
pasiones y que, si se deja prosperar, nos hará odiosa la verdad. El ateísmo no
es una actitud intelectual sino moral, o todavía mejor, una defensa intelectual
para las vidas que temen la luz.
Sin embargo, quienes viven conformes con la verdad, tendrán siempre
ante sí, plenamente abiertos, nuevos horizontes. Hay muchos a quienes agrada
vanagloriarse de que están buscando la verdad, pero que se desplomarían
muertos si llegasen a encontrarla. Gustan de llamar a sus puertas, pero no
quieren que éstas se abran, porque la verdad crea responsabilidades. La
verdad no es solamente objetiva, sino también subjetiva. En el primer caso por
ser independiente de nosotros. Dos y dos suman cuatro aunque esto no sea de
nuestro agrado. Es subjetiva cuanto estamos tan poseídos por ella, que no
hacemos trampa a nuestro vecino sumando dos y dos con la intención de que
den tres. Así como la Doctrina Cristiana constituye la fase intelectual de la
Verdad Divina, así la obediencia constituye su fase práctica. La verdad no es
sólo algo que debemos creer, sino algo de acuerdo con lo cual debemos obrar.
Cuando el hombre la posee, ella a su vez se adueña del hombre y éste cambia
radicalmente. Por lo mismo, la verdadera vida será aquella que responda
siempre fielmente a todas las influencias de Dios, y que repita en su alegría:
“Mi alma ha servido al Señor”.
Capítulo 43
Debemos ser Justos Hacia
Quienes Difieren de Nosotros

Nadie duda del carácter absoluto de las tablas de multiplicar, y acepta


como hecho indiscutible el que dos y dos sean cuatro. Sin embargo, el
dramaturgo noruego Ibsen dijo en cierta ocasión: “Tal vez dos y dos sumen
cinco para los habitantes de las estrellas fijas”. A esto contestó otro gran
escsritor, G.K. Chesterton: “¿De qué otra manera podríamos conocer la
existencia de cosas tales como las estrellas fijas, de no ser por la suma
constante y renovada para que dos y dos resulten cuatro?”. Muchos son
quienes se adhieren a ciertas causas con la misma energía con que creen en
las tablas de multiplicar, como acontece con los líderes obreros, las cámaras
de comercio y los miembros de este y otro partido político de convicciones
irreductibles. Sin embargo, las más grandes convicciones se encuentran en el
campo de la religión, aunque de hecho provoquen en la sociedad moderna
menores perturbaciones sociales, que los conflictos económicos latentes entre
los grupos económicos. :::::::
¿A qué se debe, por una parte, que cuando las personas creen
firmemente en alguna verdad religiosa, con frecuencia consideren a otros que
se niegan a aceptar la misma verdad, como estúpidos e hipócritas? ¿Por qué
también, por otra parte, quienes marchan sin mapa ni compás por la vida,
niegan la existencia de cualquier verdad o bondad, excepto las que ellos
deciden por sí mismos, y adoptan una posición de cinismo y ridiculización, en
presencia del creyente?
No intentamos aquí decidir cuál grupo tiene la razón y cuál carece de
ella, sino la actitud que debemos adoptar primero para con nuestras propias
convicciones y en seguida, para con las de los demás. La mejor respuesta a la
primera pregunta nos la dio San Agustín hace quince siglos, cuando dijo: “Sic
ergo quaeramus tanquam inventuri, et inveniamus tanquam quaesituri”.
“Buscad la verdad con el que está a punto de encontrarla, y encontradla con la
intención de buscarla siempre”. Quienes tienen ya una filosofía de la vida, no
deben mantenerse en una ociosa adhesión a la misma, sino seguir estudiando
para profundizar los conocimientos de que disponen, o para descubrir que
aquellas que había considerado como verdades profundas, no pasaban de ser
meras adhesiones emotivas o prejuicios heredados, carentes de base en la
historia o en la razón.
Un segundo problema lo constituye la actitud que debe asumirse hacia
quienes están en desacuerdo con nosotros. La respuesta radica en este caso
en la caridad, el amor, la benevolencia y el reconocimiento de la sinceridad y la
honradez, que norman los motivos y propósitos de nuestros semejantes. En
ocasiones, se da esto el nombre de tolerancia, pero debe tenerse en cuenta
que la tolerancia, puede ser también mala o buena.
La tolerancia es dañina cuando su principio básico radica en la negación
de la verdad y la bondad, y cuando afirma que no hay diferencia entre el
asesinato visto como bendición o crimen, o en que a un niño se le enseñe a
robar o a respetar los derechos ajenos.
Pero hay otra forma de tolerancia que es buena, como la que se inspira
en la verdadera caridad o en el amor de Dios. Cuando un hombre virtuoso se
atiene por completo a su filosofía de la vida, procede de tal modo, no porque
considere inferiores las opiniones de los demás, sino porque su criterio propio
le parece tan correcto, que no permitiría a otros menospreciarlo en su razón,
amor o devoción.
Se convierte entonces en algo muy semejante a una madre “intolerante”
respecto al amor de su hijo. Y esto no porque suponga que su hijo sea el más
bello o el más inteligente de todos, sino porque no le agradaría pensar que otra
madre amase a su hijo menos de lo que ella lo ama. Repudiaría el que esa otra
madre, considerase a su hijo no más digno de su cariño, que un lobo, o que la
cantidad de su amor hacia él, se redujera simplemente a una cuestión de
opinión. Lo que pasa en resumidas cuentas, es que esta madre, ama tanto a su
hijo, que anhela el que otros le quieran de igual modo, hasta convertirse en un
solo ser dentro de ese lazo afectivo.
Se presenta con excesiva frecuencia la tendencia a condenar la opinión
de cualquier grupo, raza o clase, simplemente porque les pertenece. El espíritu
de caridad sugiere a este respecto, una buena disposición para buscar la
verdad dentro de la posición ajena, o por lo menos para darle a esta una
interpretación tan bondadosa como sea posible. Siempre hay algo bueno en las
cosas. El mal no dispone de capital propio; vive de la bondad, como un
parásito. Amando la bondad parcial de los demás, los atraeremos con rapidez
al círculo de la Bondad, que es Dios. Tal fue la táctica de Nuestro Señor
cuando Le habló a la adúltera junto al pozo. Nada había común entre Su Divina
Bondad y la vida pecadora de aquella mujer, excepto el deseo de beber un
trago de agua fresca. Por eso, Él comenzó desde ahí… atrayéndola a la
admisión de que Él era el Amor, y el Salvador del mundo.

Capítulo 44
Cómo se cierran
las Inteligencias “Abiertas”

Nada hay más interesante dentro de nuestro escenario social, que


observar con cuánta frecuencia quienes presumen de una inteligencia “abierta”,
terminan con ella completamente cerrada. Las personas dueñas de un orgullo
infernal, ocuparán a menudo los sitios menos importantes con tal de atraer la
atención; también con frecuencia quienes se jactan de que sus inteligencias
permanecen en estado de suspensión, hasta que descubren la verdad, son en
realidad lo más impenetrables a esa misma verdad. La mentalidad “abierta” o
con amplitud de miras, es digna de encomio cuando se abre como un sendero
que conduce a la ciudad de su destino. Pero la inteligencia abierta es
condenable cuando semeja un abismo, o una alcantarilla. Quienes presumen
de amplitud de miras, invariablemente son los mismos que gustan de buscar la
verdad, pero no para encontrarla; gozan con la persecución, pero no con la
captura; admiran las huellas de la verdad, pero no hacen nada por alcanzarla.
Van por la vida hablando del “ensanchamiento de los horizontes de la verdad”,
pero desconocen su sol resplandeciente.
El descubrimiento de la verdad puede ser hasta vergonzoso. Por
ejemplo, cuando despertamos por la noche y nos damos cuenta de cuán
egoístas y vanidosos somos. La verdad trae consigo grandes
responsabilidades, y por ello muchos hombres tienen las manos abiertas para
darle la bienvenida, pero cuidan bien de no cerrarlas para que permanezca
entre ellas. El verdadero intelectual que ansía obtener la verdad a cualquier
precio, generalmente la paga a precio doble, siendo la primera parte del mismo,
el aislamiento en que debe sumirse con referencia a la opinión imperante que
dicta la mentalidad de la masa. El hombre que alcanza la conclusión moral de
que el divorcio prepara el camino para la ruina de la civilización, necesita
resignarse a ser desterrado por los Herodes y los Salomés de nuestros días.
Su inconformidad con la mente de las masas, hará descender sobre su cabeza
ofensora la oposición y el ridículo. La segunda parte del doble precio, la
constituye el encontrar que quien descubre una verdad, requiere erguirse
desnudo ante el golpe que derivará del cumplimiento de sus propios deberes, o
estar dispuesto a cargar con la cruz que los mismos le impongan.
Estos dos efectos de abrazar la verdad, el uno negativo en forma de
oposición; el otro positivo en la forma de una nueva carga impuesta por la ley,
vuelve temerosos a muchos hombres. En su cobardía, mantienen “abiertas” las
inteligencias, de suerte que nunca deban cerrarlas ante algo que lleve
aparejadas responsabilidades, deberes, corrección moral o alteración en sus
conductas. Pero entonces la inteligencia “abierta” se precipita en una trampa.
La inteligencia “abierta”, que teme alterar sus costumbres como lo exige la
verdad, se acerca así a grande pasos hacia el comunismo.
Esta es la razón: la inteligencia “abierta” no busca la verdad, porque el
encontrarla implicaría deberes. El hijo de un labriego evita pasar frente a un
montón de leña, porque sabe que, de hacerlo, habrá de llevarle a su madre por
lo menos un atado. La verdad crea también un deber que el individuo desea
evitar. La responsabilidad es, precisamente, lo que la inteligencia “abierta” más
desea evitar. Pero evitar la verdad es una actitud negativa a la postre, nadie
podrá mantenerse mucho tiempo en semejante actitud. Por eso nuestro
hombre buscará algo que le libere por completo de toda responsabilidad, y ese
algo lo encuentra en el comunismo.
En el comunismo desaparece toda la responsabilidad personal; en él
encuentra el hombre la retirada a la obligación y la decisión. Su voluntad, débil
desde un principio, busca algo a lo que incorporarse por completo, como una
“voluntad total”. En lo sucesivo, el Partido se convertirá en su razón; piensa
totalmente por él, su existencia y todos los hechos de la vida, le son
interpretados al individuo, sin ninguna obligación personal. El Partido llega
hasta convertirse en historia, como el kaleidoscopio de los acontecimientos que
son juzgados en términos por completo materialistas. En el pasado, fue como
una vida que debía soportar vientos y tormentas, pero ahora su personalidad le
ha sido exprimida, pasando a forma parte del gran vino colectivo del
Conglomerado Comunista Mental. El gran poeta inglés Stephen Spender, que
fue comunista durante algún tiempo, ha dicho al respecto: “El Partido controla
no sólo nuestras teorías y conducta, sino hasta nuestros conocimientos de la
realidad”.
Pasa uno a convertirse en lo que Klaus Fuchs, el hombre que vendió
secretos atómicos a Rusia, calificó de “esquizofrénicos controlados”. La
inteligencia “abierta” se ha cerrado al fin, pero no conteniendo la verdad, sino la
“despersonalización controlada”.
La moraleja es que las inteligencias abiertas deben acercarse a la
verdad, aunque esto implique un cambio de conducta, antes que permitir ser
convertido en lunático bajo control.
Capítulo 45
Silencio

Vivimos en la época más locuaz que registra la historia del mundo. En el


pasado se habrían necesitado tal vez de 10 a 15 millones de hombres para
comunicar al resto del mundo la misma información que hoy trasmite una sola
persona, a través de la radio o la televisión. El amor al ruido y la excitación
dentro de nuestra moderna civilización, es debido en parte, al hecho de que las
gentes de hoy se sienten desdichadas íntimamente. El ruido pues, las
exterioriza, distrae y hace olvidar, al menos de momento, sus preocupaciones.
Hay una relación inequívoca entre una vida vacía y un ritmo turbulento. Cierto
que para progresar, el mundo requiere de la acción, pero necesita conocer
también el por qué de semejante acción, y para ello es indispensable la
contemplación, el pensamiento y el silencio.
El mundo está en peligro de convertirse en una barrera que se atraviesa
en el camino de todos, pero a nadie detiene; en un lugar, desde el cual se
domina todo pero no se ve nada. El Juez Félix Frankfurter de la Suprema Corte
de Justicia Norteamericana, nos dice a propósito del efecto que produce en el
gobierno la locuacidad excesiva: “Todo se hace en medio del ruido y el
retumbar de trompetas, las deliberaciones se ven afectadas
desfavorablemente, y el gobierno se convierte en un organismo susceptible de
proceder precipitadamente”. Resulta, a mi juicio, de profunda significación el
hecho de que todas las constituciones de los pueblos, hayan sido redactadas a
puertas cerradas, y es bueno recordar que cuando se escribió la Constitución
de los Estados Unidos de América, las calles de Filadelfia fueron cubiertas con
tierra, a efecto de proteger a la Convención Constituyente del ruido procedente
de las calles. También viene al caso señalar que cuando los Apóstoles
recibieron al Espíritu Santo, lo hicieron también a puertas cerradas, y luego de
guardar silencio durante nueve días, para estar en condiciones de recibir la
Sabiduría Celestial.
Para el mundo oriental, la acción es muy necesaria; pero los
occidentales necesitamos del silencio. El Oriente con su gran fatalismo, supone
que el hombre no hace nada; por su parte el Occidente, con su fe en la acción,
supone que el hombre lo hace todo. En algún punto intermedio entre ambas
filosofías, radica el sitio dorado en que el silencio prepara para la acción. Quien
refrena su lengua por un día, hablará después con mayor sapiencia. Hasta las
mismas amistades maduran en silencio. Los amigos se hacen por medio de
palabras, el afecto hacia ellos se preserva en el silencio. Los mejores amigos
son aquellos que saben y pueden guardar nuestros mismos silencios.
Maeterlinck lo dijo: La palabra no es frecuentemente, lo que la definiera un
francés, el arte de ocultar el pensamiento, sino una suave y ahogada
suspensión del mismo, para que nada permanezca oculto… La palabra
pertenece al tiempo; el silencio a la “Eternidad”.
Los antiguos espartanos solían decir que “un tonto nunca podrá
permanecer callado”, y la Sagradas Escrituras afirman: “La voz de un tonto se
revela en borbotones de palabras”. Está bien que en todas nuestras Iglesias se
repita hasta el cansancio: “Dejad al mundo mejor de lo que lo encontrasteis,
pero la verdad es que ningún hombre dejará a su paso un mundo mejor, hasta
que él mismo se mejore por medio del silencio, la contemplación y la oración.
Debe permitir que el mundo ayude al mundo. La vida que se vive con mayor
efectividad, es aquella en que uno se retira de cuando en cuando del escenario
de la acción, al de la contemplación, para aprender la terrible derrota y la
futilidad que derivan de absorber con exceso en detalle y acción.
En toda Norteamérica crece y se desarrolla un movimiento al que se
llama de “Retirada”, en el cual los atareados hombres de negocios, pasan
algunos fines de semana en lugares tranquilos del campo, entregados al
silencio, la oración y la limpieza de sus conciencias. Los romanos
acostumbraban colocar una escudilla con agua frente a sus comercios, y
cuando al terminar el día se retiraban, enjuagaban ahí sus manos para dar a
entender que se purificaban de todas las transacciones efectuadas durante el
día. En el silencio existe una humildad espiritual o lo que podría llamarse una
“pasividad inteligente”. En ella el oído es más importante que la lengua. Dios
habla, pero no por medio de ciclones, sino a través de céfiros y brisas suaves.
Así como el hombre de ciencia aprende sentándose a contemplar la naturaleza,
así el alma recoge la sabiduría cuando responde a Su Voluntad. No es el
científico quien dicta a la naturaleza sus leyes, sino ésta quien las establece. El
hombre no está en condiciones de imponer o dictar su voluntad a Dios; el
silencio, como la Virgen María, espera la Anunciación.
De todo esto hay una lección que aprender: el hombre que aspire a la
sabiduría, necesita ser callado. Los espejos son silenciosos, y sin embargo
reflejan bosques, puestas de sol, flores y rostros. Las grandes almas ascéticas,
entregadas años eneros a la meditación, adquieren una luminosidad y belleza
que van más allá de las simples líneas del rostro. Parecen reflejar, como un
espejo retrovisor, al Cristo que mora dentro de ellas. Lo que verdaderamente
importa no es lo que ocurra fuera de nosotros sino en el interior. Las
comunicaciones rápidas, la trasmisión de noticias hora a hora, las noticias del
día siguiente dadas la noche anterior, son factores que mantienen a la gente
viviendo sobre la superficie de sus almas. Como resultado, muy pocos son
quienes llevan una vida introspectiva. Nuestros estados de ánimo son
determinados por el mundo. En lugar de llevar nuestra propia atmósfera con
nosotros, como la tierra cuando gira en torno al sol, somos como los
barómetros que registran los cambios que ocurren en el mundo exterior. Sólo el
silencio puede darnos esos santuarios interiores que tanta falta nos hacen para
reposar, y que son como aquellos jardines ocultos, donde el hombre antes de
su Caída, caminaba al lado de Dios en la frescura del atardecer.
Solamente de la soledad nace la verdadera espiritualidad, cuando el
alma comparece desnuda ante Dios. En ese momento existen sólo dos
realidades en el universo. De este descubrimiento nace el amor a nuestro
prójimo, pues entonces le amaremos, no por lo que pueda hacer por nosotros,
sino porque vemos que nuestros semejantes son también hijos verdaderos o
potenciales de Dios. Aunque la verdad sea impersonal, nosotros podemos
personalizarla mediante la contemplación.
USTED

Capítulo 46
Los Placeres

El placer es algo muy peculiar; para poseerlo no necesita buscársele


directamente, sino más bien por medios distintos. Ni siquiera el ávido bebedor
toma una copa para sentir placer, lo hace por el placer que el hecho en sí le
causa. No constituye pues la causa misma, sino el resultado de la posesión de
algo bueno o la consecución de algún propósito.
Nuestra compleja sociedad moderna tiene por objeto la creación del
placer para las masas y no para el individuo. El cine, la televisión y la
publicidad están adaptadas para las masas, y generalmente al nivel de su más
bajo denominador común. Su propósito es el de satisfacer lo que los hombres
tienen de común entre sí y no individualmente. Será mucho más fácil sintonizar
un programa de televisión que nos presente una pelea de box, que otro
dedicado a Shakespeare. El filósofo inglés C. E. M. Joad dijo: “Todo lo peculiar
a nosotros puede sin embargo diferenciarse en sus formas de expresión, y
nunca podrá servirse al mayoreo por dependencias comerciales”. Cuando
queremos disfrutar de un placer individual, aun cuando se trate solamente de
fumar un cigarrillo no anunciado, o consumir un producto desconocido,
debemos aislarnos de aquellos que sirven a la multitud.
La mayoría de los placeres se encuentran asociados hoy al movimiento,
y en el caso de la juventud, el movimiento va acompañado por la velocidad.
Veloces cambios de escenario y ritmo, parecen constituir el ingrediente
principal del goce moderno. Una de cada cuatro personas en los Estados
Unidos cambia de domicilio durante el año. La mente inquieta intranquiliza
también al cuerpo. Los novelistas son mucho más inquietos que los filósofos o
los intelectuales, porque sus obras generalmente se refieren a experiencias de
los sentidos, mientras que los filósofos hablan del pensamiento. Sócrates
nunca salió de Grecia; Kant vivió siempre en Koenigsberg, Bach pasó su vida
en Leipzig y Schubert prácticamente no salió de Viena y sus suburbios. Sin
embargo hoy es costumbre generalizada entre los novelistas, abandonar sus
países natales en busca de nuevas experiencias. Existe cierta relación entre lo
estacionario del cuerpo y la adquisición de verdades espirituales superiores.
Sólo un estanque tranquilo puede reflejar las estrellas.
Después que el cuerpo se ha saturado de placeres, llega un momento
en que obtiene menor satisfacción en el placer que en la obtención del mismo.
El ideal de la vida no consiste en estar en algún sitio, sino en la emoción de
alcanzarlo rápidamente. Joyce Kilmer en su delicioso poema “Centavitos”, nos
presenta un niño que tiene en la mano unas pocas monedas de cobre. El
placer de conseguirlas se ha esfumado, y ahora le aburre poseerlas. De pronto
las arroja al suelo, y al verlas dispersarse, recupera la emoción corriendo tras
ellas. Cuando sus centavitos no le satisfacían ya más, renovó su placer
corriendo tras ellos. No hay millonario que no haya dicho alguna vez: “Cuando
complete mi primer millón, me retiraré de los negocios”. El millón llegó a
cansarle, pero entonces su placer no consistió en tener dinero, sino en obtener
más.
Cuando la mente humana pierde la meta y el objetivo de su vida, hasta
su cultura se identifica con el movimiento en plan de placer, y no en alcanzar
un objetivo. La literatura moderna refleja esto, ya que está formada de
experiencias ligadas, pero no alcanza meta alguna y mucho menos produce
moralejas. Las mentes nunca preguntan de dónde vienen o a dónde van;
simplemente saben que recorren un camino. No principian ni se desarrollan, no
terminan; sólo se detienen. Nada en la vida tiene forma o modelo, regla o
destino. Nada liga las cosas entre sí excepto la sucesión constante de las
horas; la aguja que borda nuestras vidas, atraviesa la tela, pero no borda
diseño alguno visible.
Nadie puede hablar con la boca llena, porque nuestros procesos
mentales son impedidos en relación directa con la intensidad del ejercicio de
nuestras satisfacciones sensibles. Mientras más intensa sea la reacción
sensible, tanto menor será la concentración de nuestro pensamiento. Esto
forma la base de dos verdades importantes: la primera, como lo dicen las
Sagradas Escrituras, estriba en que el sentimiento carnal constituye un
impedimento para el espíritu y la inteligencia. La segunda es en el sentido de
que los placeres del cuerpo desempeñan un papel importante para ayudar al
alma. Es precisamente este poder de reposo, agregado al placer sensible, lo
que da por resultado un gran beneficio para el hombre: hace descansar su
alma, y cuando el placer consigue esto, resultará verdaderamente placentero.
Capítulo 47
Psicología del Hombre
y la Mujer

La educación de nuestros días no establece diferencia alguna entre la


preparación del hombre y la mujer. No está mal esto desde el punto de vista
que considere las oportunidades que se ofrecen a ambos; pero sí resulta algo
miope cuando consideramos las diferencias psicológicas que existen entre
ambos sexos.
La primera y más evidente, y la que debemos señalar con mayor
frecuencia, consiste en que el hombre es racional, mientras que la mujer es
intuitiva. Con frecuencia el hombre se manifiesta asombrado y confuso ante lo
que ha dado en llamarse “razones femeninas”. Estas escapan completamente
a su comprensión, porque no puede analizárselas, dividírselas ni ordenárselas
en secuencia lógica. Sus conclusiones parecen de “una sola pieza”; no hay
vestíbulos en la casa de sus argumentaciones, sino que penetra uno
directamente a la sala de sus conclusiones y parece como si lo hiciéramos al
través de una puerta falsa. Lo intempestivo de sus conclusiones sorprende al
hombre, porque no parecen derivadas de ningún fundamento aparente. Pero se
equivocaría quien no las juzgara tan inconmovibles con la deducción razonada
del varón.
Otra diferencia radia en que el hombre gobierna el hogar, mientras que
la mujer reina en él. El gobierno está relacionado con la ley y la justicia; la
monarquía con el amor y los sentimientos. Las órdenes del padre de familia
son como mandatos escritos procedentes de un rey; sin embargo la influencia
femenina es más sutil, se deja sentir más, pero es menos violenta. Las órdenes
del padre son más breves e intermitentes; la suave radiación de una madre es
constante, como el crecimiento de una planta. No obstante, ambos son
esenciales para la buena marcha del hogar, porque la justicia sin amor podría
convertirse en tiranía, y el amor sin justicia vendería a ser algo así como la
tolerancia del mal.
Pasemos a la tercera diferencia. Esta la constituye la forma en que el
hombre y la mujer reaccionan, por una parte ante nimiedades, como el que la
crema se haya agriado y por otra ante las grandes crisis, como el despido de
un empleo. El hombre se perturba mucho menos con las nimiedades, excepto
cuando su periódico dominical es robado por el perro del vecino. Las
conmociones diarias de la vida perturban menos al hombre; en él las cosas
pequeñas son como gotas de agua que absorben fácilmente la esponja de su
masculinidad. Sin embargo, la mujer se altera más fácilmente por cosas sin
consecuencia, poseída como está por la rara virtud de convertir piedrecillas en
montañas.
Pero cuando llegan las grandes crisis de la vida, es la mujer, en virtud de
su dulce fuerza gobernante, la que imparte consuelo al hombre en sus
tribulaciones. Recobra la razón y el buen sentido en el mismo momento en que
el hombre parece haberlos perdido. Cuando el esposo siente remordimientos,
tristeza e inquietudes, la mujer le conforta y le da seguridad. Así como el
océano aparece agitado en la superficie y sin embargo interiormente está en
calma, así en el hogar el hombre presenta la superficie agitada, mientras que la
mujer desempeña el papel de la estabilidad tranquila y profunda.
Por último, una cuarta diferencia la constituye el hecho de que la mujer
se siente menos satisfecha con la mediocridad. Esto puede deberse a que el
hobmre se apega más a lo material y a lo mecánico, mientras la mujer lo hace
con lo biológico y con la vida. Mientras más nos apeguemos a lo material, mas
nos materializamos. Nada embota tanto los mejores valores de la vida como
llevar cuenta de las cosas. Pero la mujer, no obstante ser la portaestandarte de
la vida, es la menos indiferente a los grandes valores, y se desilusiona con
mayor rapidez de lo material y lo humano. Esto puede explicar el juicio
frecuentemente externado, de que la religión es más natural en la mujer que en
el hombre, y esto no se debe a que la mujer sea más tímida, ni tienda más a la
fuga como refugio para loo espiritual; se debe más bien al hecho de que,
encontrándose menos entrampada en lo material, tiene probablemente una
mayor tendencia a buscar ideales situados más allá de lo terrenal. :::::::
Estas diferencias, en lugar de ser opuestas, son de hecho correlativas
en el matrimonio. El hombre semeja las raíces de una plana, y la mujer más
bien el capullo que habrá de fructificar más tarde. El uno está en comunión con
la tierra y los negocios; la otra con el firmamento y la vida. La fusión de ambos,
prolonga en el hogar la Encarnación donde la Eternidad se volvió tiempo y el
Verbo se hizo carne, y donde l o Divino se hizo humano en la persona de
Jesucristo. Las diferencias no son irreconciliables; más bien son cualidades
que se complementan entre sí. Las diferencias funcionales correspondes a
ciertas diferencias psíquicas, que son las unas con respecto a las otras como el
arco y el violín, produciendo en conjunto la música de un hogar y las alegrías
del matrimonio que simboliza la unión mística de Cristo y Su Desposada, la
Iglesia.
Capítulo 48
El Lado Sombrío
de la Bondad

La consecuencia de las guerras frías, lo alto de los impuestos, las


amenazas del comunismo y la inseguridad general que prevalece, nos hemos
acostumbrado a juzgar al mundo desde un punto de vista sombrío. No
obstante, hay cierta justificación en ello, pues nunca antes en la historia de la
Cristiandad, se habían registrado semejantes ataques contra la decencia, el
honor, los derechos individuales y la libertad, como los que caracterizan
nuestros días. Pero si bien se justifica el pesimismo a causa del mal, no hay sin
embargo justificación para la tendencia hoy en boga desde buscar el lado
sombrío de las cosas buenas. Una cosa es sentirse pesimista cuando vemos al
hambre que prevalece en todas partes, y otra muy distinta ensombrecerse
porque alguien goce de buena salud. La enfermedad tiene su sombra, pero,
¿por qué ver sombras en la salud? En una palabra, ¿por qué muchos ven sólo
el lado sombrío de la virtud, la bondad, la honestidad, la pureza y el honor?
En el pasado, aunque los hombres perdieran la virtud, seguían
admirándola; aunque abandonaran el campo de batalla en cuanto se requería
un poco de valor, no por ello dejaban de seguir venerando al héroe que
luchaba y sufría; aunque arrojaran lejos de sí el mapa que marcaba el camino
de sus vidas, no por ello negaban la necesidad del mismo. Pero en nuestra
generación, los hombres buscan la sombra en el esplendor de todas las
virtudes. El amor a la verdad es calificado de dureza e intolerancia; la pureza
recibe el nombre de anormalidad o temor hacia ídolos y mitos; la humildad es
llamada debilidad; los dóciles son considerados pusilánimes y quienes oran y
creen en Dios, reciben el calificativo de “escapistas”. A los generosos se les
acusa de buscar aclamaciones; de los contemplativos se hace escarnio como
“inútiles”; el esposo de una sola mujer y amoroso padre de familia es tachado
de “rumiante”.
Puede perdonársele a la civilización ver el lado sombrío del mal, ¿pero
no habría que obligarla a examinar su conciencia cuando principia a temer el
lado sombrío del bien? La reacción justa y normal cuando vemos una sombra
es pensar en la luz; de hecho, mientras más oscura sea la sombra, más
brillante resultará la luz. La bondad requiere pocas explicaciones, porque lo
bueno ser propaga y explica de por sí; quienes necesitan explicación son el
mal, la obscuridad y el sufrimiento. Llegamos a la conclusión de que Dios
existe, precisamente por la existencia de cosas buenas en el mundo, pero se
arguye también que, como hay mal en el mundo, debe existir por lo tanto un
Dios, porque el mal e siempre parásito de la bondad. Carece de capital propio.
La obscuridad no es una entidad positiva, sino que es sencillamente la
ausencia de luz y hay que entenderla tan sólo en términos de que hemos
abusado de algo tan profundamente bueno, que ni Dios nos lo quitará por toda
la Eternizada; ese algo es la libertad.
Surge ahí la tendencia a ver lo malo de las cosas, y como nuestras
conciencias están cargadas de culpa y retorcimientos, para aliviarlas tenemos
que disminuir el bien de los demás, arrastrándolo hasta el nivel de lo peor, o
reducir el heroísmo a la mediocridad. No se piensa en que a los funcionarios
públicos haya que juzgarlos por el poco o mucho bien que desarrollan desde
sus puestos, sino más bien cuando se les observa a través de la calumnia y el
estigma. Las marmitas nunca están satisfechas, sino hasta que tienen
oportunidad de tildar de negros a otros cacharros de la cocina.
Cómo cambiaría nuestra perspectiva del mundo, si quienes normal la
opinión pública señalaran el lado resplandeciente del bien en lugar de apuntar
sólo hacia las sombras del mal; que pongan de relieve las personalidades de
los políticos, hombres de negocios, líderes obreros, padres de familia y otros
hombres que son reflejos de grandes virtudes e intachable integridad moral, y
los padres del mudo podrán dominarse con mayor rapidez. Cuando la peste se
extiende, cómo reconforta ver que muchos sobreviven y que incluso hay
personas que ni siquiera han sido afectadas. Pero cuando se acusa a nuestros
médicos de estar enfermos, a nuestros maestros de ignorancia y a todos
nuestros funcionarios públicos de bribonería, ¿cómo tener entonces
esperanzas?
No obligamos a los niños a abandonar su estudio de la escritura porque
derraman la tinta. Recordemos pues que el mundo está muy desalentado, que
requiere de valor, inspiración y buenos ejemplos; sobre todo, tengamos en
cuenta que será más feliz cuando descubra un estandarte y un Redentor que
nos invitan a alejarnos del lado sombrío de las cosas. “Yo soy la Luz del
mundo; quien me siga, no caminará en tinieblas”.
Capítulo 49
Cómo se forma
el Carácter

Casi nadie pone hoy en duda la opinión de que el carácter se forma por
medio de influencias externas, tales como la herencia familiar, la enseñanza, la
pobreza o la abundancia, la publicidad a la cual hemos sido sujetos y el
ambiente en que hemos crecido. Pero si es llevada a los extremos, esta opinión
podría conducir a la destrucción del concepto de responsabilidad, y nunca debe
olvidarse de que ésta es la marca de la libertad. Las influencias brotadas de lo
que nos rodea, solamente acondicionan el carácter, no lo crean. Nuestro Señor
señaló con Su Dedo la causa, cuando dijo: “Porque es desde el interior, desde
los corazones de los hombres, de donde surgen sus malos propósitos, sus
pecados de adulterio, fornicación, asesinato, robo, codicia, malicia, engaño
lascivia, envidia, blasfemia, soberbia y locura. Todos estos males emanan del
interior, y son los que ensucian al hombre”.
La psicología moderna pone de relieve la importancia del subconsciente,
pero el Divino Maestro enfatizó más bien el factor consciente del intelecto y la
voluntad que forman nuestro conocimiento y nuestras decisiones. La
combinación de estos dos elementos, recibe en ocasiones el nombre de
corazón, y de ahí surge nuestro carácter, como árbol que fructifica.
El corazón es como una casa de moneda donde se troquelan las
monedas de la vida humana; en el yunque sobre el cual se forjan hábitos y
rutinas; es la barra de conducción que pilotea la nave de la vida. Sir Walter
Scout dijo a Yeinor Lockhart: “No aprenderemos a sentir y respetar nuestra
vocación y destino, hasta que hayamos enseñado a considerar todo como
desatino, en comparación con la ecuación del corazón”.
Para el hombre es esencial la reforma de su conducta exterior y del
medio que se desarrolla, y a ello dedican gran parte de sus esfuerzos los
códigos civiles. Pero esas leyes se ocupan sólo de los efectos y nunca de las
causas; la reforma social es superficial únicamente; como si podáramos tan
sólo la parte más alta de la cizaña, dejando las raíces dentro de la tierra.
Muchas de las reformas sociales tratan de resolver problemas tales como el
crimen y la delincuencia juvenil valiéndose de recursos tales como la
construcción de más pisas de baile y albercas para practicar la natación. Una
de las dificultades con que tropiezan siempre los reformadores sociales, radica
en que sus determinaciones rara vez llegan a ponerse en práctica antes de que
la gravedad de las cosas sea extremada. Mientras no aren los ojos de la gente
a los abusos del mal, nadie se siente inclinado a prestar su apoyo a la
legislación social que proponen. Debe recodarse que todos los crímenes contra
la sociedad, se fundan en ideas falsas o maléficas, y que hasta que se obtenga
la eliminación total de éstas, la sociedad no resentirá cambio alguno. Un león
no se amansa por el simple hecho de que se le encierre en una jaula, ni un
caballo cimarrón perderá su violencia mediante una simple brida y un par de
espuelas para acicatearlo.
Solamente en un sentido limitado resulta verdad que las circunstancias
hacen al hombre; pero sólo hasta el punto en que el propio individuo permite
que las circunstancias rijan su vida. No es tanto lo que lo exterior influye sobre
lo interior, como lo que esto último influye sobre lo primero. Si el aljibe es
mantenido limpio, todas las aguas que en él concurran teñirán que ser puras. El
mal tiene sus raíces en el corazón. “El hombre es igual a como piensa su
corazón”. Las grandes estalactitas que se encuentran en el interior de las
cavernas, dan un perfecto ejemplo de cómo los pensamientos forman las cos-
tumbres. El agua de la superficie penetra a través de tierra y rocas, arrastrando
consigo pequeñísimas porciones de sedimento. El agua gotea al suelo desde el
techo de la gruta, pero al caer forma una especie de colgadura, y poco a poco
el depósito sedimentario va convirtiéndose en un pilar de piedra. De igual
manera, si los pensamientos, deseos y aspiraciones del corazón llevan consigo
un depósito de nuestras decisiones y pensamientos, y si éstos son malos, muy
pronto construirán fuertes pilares de malos hábitos en el exterior; lo contrario
ocurrirá cuando los pensamientos sean buenos, santos y puros.
Son las cosas que nos gradan las que forman nuestro carácter; la vida
se mancha sólo cuando el corazón es impuro. Los pensamientos son algo así
como los embriones de las palabras, y cuando la voluntad imparte su fuerza
motriz a los malos pensamientos, éstos se convierten en transgresiones reales.
Nadie creería al hombre que, teniendo un cubo de agua lodosa a su lado,
insistiera en que la había extraído de una fuente cristalina. El corazón es el
centro de la vida, el trono sobre el cual se asienta y rige la naturaleza humana;
el subconsciente contiene los pensamientos y deseos que han sido
descartados, o bien las reflexiones y deseos del corazón que se han traducido
en acción. Ell mal no es un ladrón que se ha introducido por la fuerza en
nuestra morada; es un inquilino al que le hemos rentado su alojamiento. Pero si
por el contrario mantenemos nuestros corazones limpios y puros interiormente,
podremos cambiar por completo nuestro medio ambiente.
Capítulo 50
La Memoria

La memoria es uno de los factores más descuidados de la educación


moderna. En el pasado se acostumbraba hacer que los niños memorizaran
trozos de poesía, verbos irregulares y acontecimientos históricos importantes,
siendo esta todavía una costumbre usual en los planteles europeos. Tal vez el
descuido en que se mantiene la memoria, se deba en parte al desprecio que
los modernos sienten hacia todo lo que signifique esfuerzo, disciplina y
aplicación. Los grandes hombres de negocios pasan dificultades terribles para
encontrar mecanógrafas que escriban con ortografía, a causa de este
descuido.
Dios ha dotado a ciertas personas con notables facultades retentivas. Se
dice que Temístocles conocía de memoria los nombres de veinte mil
ciudadanos de Atenas. En la historia leemos que Ciro sabía el nombre de cada
uno de los soldados que componían su Ejército. Por otra parte, Aristóteles dijo
que las personas con buena memoria para los detalles, nunca son dueñas de
buen criterio, cosa que puede deberse a que las imágenes se acumulan con
tanta rapidez en las mentes de estas personas, que destruyen toda relación
ente las ideas abstractas, indispensables para ejercitar un buen juicio.
Lord Bacon y Coleridge mantuvieron ambos, que nada de lo que se
imprime en la memoria podrá abandonarla. Esto es evidente en personas de
edad avanzada, a las que cuando se hace hablar de su infancia, recuerdan de
inmediato nombres, lugares e incidentes y reviven su pasado. Igual que los
viejos palimpsestos conservan su escritura original bajo el polvo o nuevos
mensajes superimpuestos, así la memoria retiene cuanto hemos visto, oído,
dicho y hecho. El día de hoy constituye el producto de todos nuestros ayeres, y
nustro presente no viene a ser sino una cosecha del pasado. Los fragmentos
de nuestra memoria, semejan islas que de momento se hallan se paradas
dentro de un archipiélago. Pero bien pudiera ser que estas islas formen parte
de una sola montaña submarina, igual que nuestro planeta sería constante en
su corteza, si drenáramos las aguas de lagos y océanos.
Oculta en este poder retentivo de la memoria, puede estar también la
base de lo que constituirá nuestro juicio definitivo, ¿pues qué cosa es la
memoria si no una autobiografía infalible? Así como al concluir el día el
comerciante extrae de su caja registradora una tira de papel, en que la
máquina ha registrado todos los cargos y abonos ocurridos durante el día, así
al final de la vida, ofrece la base sobre la cual seremos juzgados. Coleridge
dijo:
“Quizás este sea el temido libro del juicio, en cuyos jeroglíficos se
hallan impresas todas nuestras palabras inútiles. Sí; en la naturaleza
misma de un espíritu viviente, hay mayores posibilidades de que el cielo y
la tierra desaparezcan, que de que uno solo de sus actos, uno solo de sus
pensamientos, se desprenda de la cadena viviente de las causas, para
todos cuyos eslabones, consciente e inconscientes, la libre volunta y
nuestro propio ser absoluto son coextensivos y copresentes”.
La memoria es, sin embargo, fuente de dichas para muchas personas
actualmente; de ahí los esfuerzos que hacen por acallarla ahogándola en
alcohol. ¿Dónde radica la razón de que las farmacias vendan semanariamente
tantas fórmulas somníferas? Según informes de que disponemos, éstas se
venden en cantidad suficiente para hacer dormir a todos los habitantes de
Norteamérica durante 22 noches ininterrumpidas al año, o para darle sueño a
nueve millones de personas durante las 365 noches del año. Nadie duda de
que algo de esto es necesario, desde el punto de vista médico, para aliviar el
dolor, pero también s muy probable que la mayor parte del consumo de estos
hipnóticos se haga como esfuerzo colectivo por “olvidar” o “alejarse de todo”.
La memoria tiene la facultad muy peculiar de no solicitar nuestro permiso para
ninguna de sus actividades, sino que brota hasta en la esfera consciente. En
ocasiones, mientras más desagradables son las ideas y más nos empeñamos
en olvidarlas, con tanta mayor prontitud y frecuencia pasan como destellos
frente a nuestros ojos. Constituye un hecho psicológico el que mientras más
teme algo nuestra inteligencia, tanto más se presenta esa cosa terrible, como
un fantasma del pasado, para torturarnos. Lo que aborrecemos y tememos es
lo que mejor recordamos, y nada de cuanto intentemos colocar frente a nuestra
inteligencia como un velo, podrá ocultarlo. No es de sorprender que Lady
Macbeth preguntara: “¿Quién puede borrar de la mente, la mancha de una
pena que no tiene raíces?”
Lo que empuja a las personas hacia los somníferos, equivale hasta
cierto punto a lo que también las impulsa con destino a los divanes del
psicoanálisis; tratan de huir de lo que encuentran molesto y de lo imborrable,
siendo con mayor frecuencia su origen, las culpas no redimidas. Señalamos
estros tristes hechos para hacer recordar a quienes son presa de temores y
ansiedades, que hay otro remedio para solucionar sus problemas fuera de las
tabletas soporíferas: enfrentarse conscientemente a la culpa y acudir a Dios en
busca de perdón. Otra solución la de el vivir rectamente, para que no tengamos
un pasado culpable que anhelemos olvidar.
Capítulo 51
Facilidad del Error

Es fácil comprender por qué se embriaga un alcohólico, reincide un


ladrón y critica a los demás un hombre desgraciado. ¿Pero cuál es la razón
para que un hombre habitualmente sobrio se embriague, para que una persona
de natural bondadoso proceda en ocasiones en forma cruel para con los
demás, y para que un esposo fiel durante muchos años, acabe cometiendo
adulterio?
Para dar respuesta a estas preguntas, será necesario estudiar los
ideales y objetos que hacen a la voluntad traducirse en acción. Hay dos tipos
de estímulo o excitante para la acción, unos adecuados y otros incorrectos. En
el orden sensible, el estímulo adecuado para la vista es el color; el estímulo
incorrecto puede ser un edificio pintado de colores chillantes; el estímulo
correcto para el oído lo constituye el sonido; el inadecuado puede ser el silbato
de un policía; el estímulo adecuado para la curiosidad podría presentárnoslo en
ciertos casos algún objeto extraño que provoca admiración; lo inadecuado
puede radicar en un abrigo de martas o mink, colocado sobre unos pantalones
de mezclilla con rodilleras. Tales objetos adecuados nos alegran o excitan de
momento, pero son incapaces de producir satisfacción ni alegría completa.
Cada facultad o talento de que disfrutamos, tiene algún objeto que la
satisface por completo; por ejemplo, la perfección u objetivo máximo para la
inteligencia, lo constituye la verdad; la perfección y objeto máximo para la
voluntad lo constituye la bondad, y así sucesivamente. Una sola verdad, tal
como el conocimiento de las cargas eléctricas dentro de un átomo, no satisface
por completo la inteligencia, porque ésta está hecha para conocer la órbita
completa de la verdad, y no una fracción de ella. Una buena comida satisface
al estómago, pero una buena obra no agota las posibilidades de la voluntad,
queda incompleta hasta que se han realizado los mejores y más elevados
ideales.
Si a la inteligencia humana le fuera presentada de pronto la verdad
completa, es decir, la Verdad Divina que contiene dentro de sí todo lo conocible
y por conocer, no estaría ésta en libertad para rechazarla, pues tas es el fin de
la inteligencia y lo único capaz de satisfacerla es la verdad. Es como el hombre
que encuentra a la mujer perfecta para esposa. Ninguna otra le satisfará una
vez descubierto su ideal. Si la voluntad fuera llevada a mirar cara a cara el
Amor Divino, y lo viera morir dentro de una forma humana por la salvación del
mundo, se sentiría irresistiblemente atraída hacia Él. En el cielo no puede
haber libertad electoral como en nuestros países, porque una vez en posesión
de lo perfecto, no quedará nada por desear. Y, sin embargo, todos estaremos
perfectamente libres, porque nos habaremos identificado con el Amor y la
Fuerza capaces de hacer todas las cosas.
En ese mundo, no nos encontramos ante ese objeto total de nuestra
existencia que es Dios; nos movemos de un lado a otro atraídos por ideales
imperfectos y falsos, o por dioses de oropel. Nada de lo que vemos,
escuchamos o conocemos, tiene tanta fuerza como para convertirse en imán y
atraernos hacia lo que es la perfección de nuestra personalidad.
Ahora estamos, pues, en posición de contestar las preguntas que
formulamos al principio de este capítulo. Siendo el hombre libre en sus
elecciones, con frecuencia puede reemplazar una idea inadecuada por una
adecuada; puede apartarse con toda deliberación del camino correcto, aunque
tenga entre sus manos su mapa, o puede cantar una nota falsa pese a que
tiene la música a la vista. Es usual emplear objetos calientes para estimular
puntos irritados de nuestra piel, pero éstos a su vez pueden en ocasiones ser
estimulados por una barra de hierro que esté fría cuando el día también lo esté,
de suerte que recibamos en nuestra piel la impresión de “calor”. Igual que la
piel en algunas ocasiones confundo lo frío con lo caliente, sobre todo si
tenemos los ojos cerrados, así también una persona que ensombrece de
momento su razón y su fe, puede querer colocar a un dios falso en lugar del
verdadero. El adicto a las drogas o a los comunistas, por el contrario, decide
deliberadamente perseguir un ideal que no conduce a la felicidad perfecta; sus
ideales están siempre equivocados. Es como si con premeditación eligiera la
miad de un niño en lugar del niño completo. La única manera de contener a
estos descarriados, es colocando ante ellos ideales adecuados que satisfagan
la personalidad completa, no solamente parte de ella. En el caso del hombre
por lo general sobrio, que se ha embriagado, sólo hay una substitución
momentánea por parte de un ideal falso. Casi siempre, la infelicidad que
experimente, basta para volverle a la lógica y para que reanude la búsqueda de
sus altos ideales. Ojalá el mundo se dé pronto cuenta de que el vacío e
impotencia que experimente, tras haberse adherido a ideales falsos, no son
otra cosa que la voz de Dios que le dice: “Vas por el mal camino, vuelve sobre
tus pasos. Yo soy el Camino de la Verdad y la Vida.

LA FE
Capítulo 52
Para Quienes trabajan
con Dios

Quienes trabajan por amasar una fortuna, para gozar de la vida o


simplemente para subsistir, considerarán el trabajo desde un punto de vista
completamente distinto al de quienes trabajan con o para Dios. Las
características particulares de estos últimos, consisten en que después de
haber hecho cuanto les es posible, jamás se duermen sobre sus laureles como
si hubiesen hecho algo extraordinario o merecido algún elogio especial, porque
parten del criterio de que todo cuanto han hecho pertenece a Dios. No se
quejarán de su suerte ni de las penalidades que han tenido que soportar, como
si acabasen de sufrir una especie de martirio. Por otra parte, tampoco aspiran a
ninguna recompensa extraordinaria, como lo hacen quienes trabajan buscando
precisamente eso, y no el servicio de Aquel a Quien amamos.
La diferencia entre quienes trabajan para sí y quienes lo hacen para
Dios, es la misma que existe entre un sirviente a sueldo en el hogar y un hijo o
hija que trabajan por amor a sus padres. Cuando la vida de una madre se
encuentra en la balanza, nadie persuadirá a sus hijos de que un descanso les
haría bien. Todas las normas del deber, la “suficiencia” y el legalismo, son
rebasadas por el amor. Este transforma su trabajo de tal manera, que deja de
ser laborioso. Mientras el trabajo de un hombre consista sólo en cumplir las
órdenes de otro, el primero tendrá a volverse metódico y mecánico. Pero desde
el momento en que se identifica espiritualmente con su trabajo, desde el
momento en que la labor se convierte en la expresión de una gran idea y en
instrumento de simpatía y afecto, sobre todo cuando asume el carácter de una
pasión o entusiasmo, rebasará todos los límites mecánicos.
Los enfermos experimentarán siempre sentimientos muy diversos hacia
el médico que les visita y cobra la visita, que hacía el que se presenta y dice:
“Vine sólo a ver cómo sigue usted?. Nuestro Señor no tuvo palabras de
agradecimiento para el esclavo gruñó que a disgusto ser vía la mesa, después
de arar durante el día. Quienes aman a su amor, nunca considera el sacrificio.
Nada podrá llamarse de este modo, cuando constituye sólo el pago de una
pequeña parte de la deuda contraída para con Dios, misma que jamás podrá
saldarse. Desde el momento mismo en que nos sintamos complacidos con
nuestro trabajo, éste se nos echará a perder entre las manos. Principiamos a
pensar en nosotros mismos en lugar de pensar en nuestro trabajo; o en las
maravillas que hemos realizado en lugar de considerar el esfuerzo que aún
testa por desarrollar y en la mejor forma de realizarlo. Tan pronto se inician las
quejas acerca de nuestra suerte y misión, tan pronto como protestamos porque
nuestras cargas nos parecen excesivas y pesadas, nos incapacitaremos para
ellas, haciéndolas más formidables y restando nuestra competencia para
llevarlas a buen término.
La honradez de intenciones, pureza y sinceridad de motivos, así como el
buen estado de ánimo con que nos encaminamos a nuestras diarias labores,
cuentan más ante Dios que la cantidad de trabajo realizada. El dijo que
debemos estar satisfechos hasta de servir al Amo en la mesa, aun después de
haber estado arando todo el día y de haber apacentado al ganado. Aunque la
hora de nuestros refrigerios se retrase, trabajaremos entonces para Su Gloria y
al hacerlo, comeremos nuestro pan con alegría y sencillez de corazón y no
simplemente por el goce que derivemos de ello, sino porque así cobraremos
neuvas fuerzas que nos permitan continuar a Su servicio. La Creación por sí
sola, para no hablar de la Redención, nos coloca bajo una deuda para con Dios
que nunca podrán cubrir nuestros acreedores más puntuales. Si nuestros
mejores servicios nos son capaces de descontar el número de Sus favores
pasados, menos podremos juzgarnos seguros de ello en el futuro. Cualquier
estímulo que Él nos importa como condición a nuestra obediencia, debemos
reconocerlo simplemente como una liberalidad de Su gracia y Amor.
Existe una bella historia acerca del gran espartano Brasidas. Cuando
éste se quejó de que Esparta era una nación pequeña, su madre le respondió:
“Hijo, Esparta te ha tocado en suerte y debes adornarla”. Todos somos
trabajadores en este mundo, y cualquiera que sea la suerte que nos haya
correspondido, tenemos un deber único: adornarla.

Capítulo 53
Desnudez Interior

Las mujeres siempre tienen el mismo problema: “¿Qué me pondré


hoy?”. Probablemente esta pregunta fue formulada por primera vez al día
siguiente de la rebelión inicial, cuando Eva miró las hojas de parra y preguntó:
“¿Qué me pondré hoy?” O bien puede ser que se haya vuelto hacia Adán para
decirle: “No tengo nada que ponerme”. En todo caso, resulta interesante
observar que en el relato sobre la Caída, contenido por el Libro del Génesis,
Adán y Eva no se dieron cuenta de la necesidad de vestirse, sino hasta
después de haber pecado. Es muy probable que hayan en el Principio
dispuesto de un resplandor proveniente de sus almas, que brillaba a través de
sus cuerpos y se convertía en vestimentas deslumbradoras. Tal vez la gloria
que circundó a Jesucristo en la Montaña de la Transfiguración haya sido Su
Divinidad que brilló a través de Su humanidad. Así también la santidad interior
de nuestros Primeros Padres, fue en cierto modo derivada del hecho de que
sus vestiduras, no fueron hechas por mano alguna. Una vez perdida la belleza
interior de sus almas, fue necesaria la envoltura exterior. Vestidos
originalmente con la gracia y la santidad, no experimentaban sensación de
desnudez, ni exterior ni interior.
La psicología moderna ha recuperado esa verdad oculta, en el Primer
Libro de la Biblia. Su expresión de verdad es un sentido de que, con mucha
frecuencia, el exceso de lujo exterior constituye señal inequívoca de vaciedad
interior. Los “mecanismos defensivos”, son intentos de ocultar alguna falta,
defecto o desnudez espiritual. Por ejemplo, una joven que desea aparecer
instruida, cultivará el acento al hablar, usará la jerigonza de los intelectuales, e
iniciará todas sus conversaciones peguntado: “Dígame, ¿ha leído usted el
último libro del profesor Perenano sobre “La Relación Subalterna del Id con la
Líbido Sexual en los Esquizofrénicos Introvertidos?” También con frecuencia, el
hombre que se ha labrado una gran fortuna por medios poco recomendables, o
por medio de lucros indebidos en bienes raíces, intentará disfrazar su
ignorancia o desnudez intelectual, considerando todo lo que se habla, excepto
las conversaciones de dinero, como “tonterías”.
Este amor a la ostentación para ocultar la desnudez moral y espiritual,
se manifiesta en forma negativa. Los estudiantes universitarios que buscan
compensar la falta de reconocimiento a sus dotes, tratarán de atraer la atención
vistiendo llamativamente. La ropa mal corada, con arrugas y mal ajustada, se
usa en ocasiones para atraer las miradas de los demás. El truco es muy
antiguo. Muchos siglos atrás, Platón hombre de gusto que tenía lujosas
alfombras en su mansión, fue visitado por Diógenes, que vivía en un tonel y
decía cosas desagradables de los demás, porque no eran tan miserables como
él. Cierto día, Diógenes se presentó de muy mal talante ante Platón, y
pisoteando las alfombras dijo: “Estoy pisoteando el orgullo de Platón”. Este le
contestó: “Sí, pero con un orgullo más grande todavía”.
El alma tiene sus vestiduras al igual que el cuerpo, y los psicólogos
tienen razón cuando dicen que la exhibición exagerada en lo exterior revela
esterilidad interna. Lo externo es lo primero que descubren los ojos, y hay una
tendencia natural para juzgar el contenido por el continente; los diamantes
envueltos en un trozo de papel periódico, serán siempre sospechosos de
falsedad. Pero esto no disminuye el valor del hombre interior. El “mantener
limpio el exterior de la copa, mientras su interior rebosa suciedad y corrupción”,
provocó algunas de las más duras críticas de parte de Nuestro Divino Señor.
Quienes mantienen limpia la pare externa, sólo para ocultar la interna, son
como algunos de los antiguos templos egipcios que eran magníficos en su
fachada, pero en cuyo interior no se veneraba otra cosa que la imagen de una
serpiente o un cocodrilo.
Hay mucha cordura y paz ocultas en el consejo que daba un escritor del
siglo tercero, cuando hablando ante un grupo de mujeres jóvenes les dijo:
“Envolved vuestras almas con la seda de la piedad, con el satín de la santidad
y la púrpura de la modestia, y tendréis a Dios como miembro único de vuestro
cortejo”.

Capítulo 54
Zozobras

El mundo y el hombre moderno están aprendiendo una misma lección en


la presente crisis, o sea la incapacidad de uno y otro para salvarse por sí
mismos. Siglo y medio de orgullo, han hecho que el hombre moderno sienta
que toda la carga del mundo pesa únicamente sobre él, y que si la separara de
sus hombros, se registrará una especie de cataclismo. Este tipo de orgullo
origina la mayor desesperación, porque en las crisis no puede apelar a recurso
alguno fuera de sí mismo.
Muy bien puede ser que el mundo en los actuales momentos esté siendo
humillado para que aprendamos que la confianza en Dios es algo más que una
simple inscripción. Claro que Él no nos tendrá los brazos para ayudarnos, si no
es mediante nuestra cooperación. Poner en Sus manos todas nuestras
zozobras, es tanto como encomendarnos nosotros mismos a Su cuidado,
porque nosotros somos nuestra propia y mayor zozobra. Así como un padre no
ayudará a su hijo al principio de sus estudios, si éste afirma poder aprender
todo sin ayuda alguna, así Dios en ocasiones cierra Sus puertas al hombre
hasta que éste se ve en la imperiosa necesidad de que le ayuden. Pero ni en
ese caso compele Dios la voluntad del hombre, ya que Su deseo es siempre en
el sentido de que el hombre encare la importancia de su propia personalidad,
reconozca la dilapidación de su capital moral y comprenda que el mundo no
está en condiciones de ayudarle, y que fuera de la Ayuda Divina, ni el cielo ni la
tierra podrán auxiliarle. Un trago más amargo que un hombre puede beber,
radica en la confesión de su absoluta insuficiencia. El mundo dice que hoy el
hombre atraviesa por su peor época, aunque la verdad es que nunca ha estado
mejor. El hombre se desploma si permite que la desesperación lo embargue;
pero se sobrepone cuando, ya humillado, acuda a Dios en demanda de ayuda.
Las palabras de Nuestro Divino Señor, “El que se humille será
ensalzado, y el que se ensalza será humillado”, expresan un discernimiento
psicológico muy afinado, a la vez que un hecho espiritual. Cuán a menudo
vemos hombres dotados de mayor engreimiento que inteligencia, de mayor
confianza en sí mismos que de recursos para la realización de grandes hechos.
Pero esta misma exaltación entrañará su humillación, y la altura que pretende
alcanzar sólo le sirve para acentuar su insignificancia.
Por otra parte, quienes se tragan su orgullo confesándose incapaces de
grandes hazañas, crecen de ese mismo instante en la estimación de sus
semejantes. En el mundo de los deportes, el público tradicionalmente apoya al
menos dotado. En el del pugilismo, el peleador esmirriado y con menores
probabilidades de triunfo, se gana al público por su valor. También los actores
se “exaltan” cuando los “humilla” la “estrella principal” o el actor invitado. La
humildísima violeta que crece apegada a la tierra, ha sido más elogiada por los
poetas, que el girasol orgulloso y vano, que sigue siempre al sol en su
recorrido.
El hombre humilde pone sus tribulaciones en manos de Dios;
tribulaciones que pueden ser de negocios o familiares, frecuentes
malentendidos con sus vecinos y con el cultivo de su propia alma. Habría
mucha menos ansiedad en este mundo, si comprendieran las almas que es la
Providencia amantísima, quien frecuentemente les envía tribulaciones para
purificarlas del pecado y apartarlas de lo dañino. Por lo general, nuestros
semejantes se desentienden de las zozobras que puedan aquejarnos, porque
tienen bastante con las suyas propias. Solo queda Dios para atendernos en
nuestros cuidados. Existen dos fórmulas para entregarnos a Él: la oración y la
fe. Mediante la primera, comunicamos a Dios la razón de nuestras
preocupaciones; con la segunda, disponemos de una seguridad de que Dios
puede librarnos de ellas y de que, a la postre, lo hará. No hay hombre capaz de
endosar sus tribulaciones a un “algo” indefinido. Si hemos de obtener alivio
para las pesadumbres del corazón es porque tenemos seguridad de que detrás
del Universo, existe algo más que un simple Poder impreciso; un Padre
amoroso. El cuida de los gorriones y de los lirios del valle, y se da cuenta hasta
de la caída de una hoja; por tanto, no dejará de pensar en nosotros, a quienes
consagró el acato más grande de amor que nuestro mundo haya presenciado.
Hay quienes suponen equivocadamente que el proceso a seguir con
nuestras tribulaciones es intentar desterrarlas de nuestra mente y acudir en
busca de placeres para olvidarlas. Pero no es fácil desentenderse de ellas. El
específico popular para el dolor de muelas – o sea tratarlo con desprecio –está
bien para quienes no sufren semejante malestar. Además, quienes se entregan
a los placeres con exceso nunca toman cuenta que esos mismos placeres
engendran a su vez nuevas preocupaciones. La mayor de todas, que radica en
un sentimiento de culpabilidad personal cuya denegación ha producido tantos
trastornos mentales, puede aliviarse sólo poniéndola en manos de un Dios que
es todo amor. Aristóteles dijo que los hombres se burlarían si se les dijera que
pusieran sus disgustos al cuidado de Júpiter, porque la misión de éste consistía
sólo en hacer temblar los cielos como un dios tonante, y no en atraer a los
hombres para que le confiasen sus dolencias.
Para resolver nuestros problemas, Dios necesita no sólo ser Personal,
sino también estar Presente en el polvo de las miserias humanas. Por esto Él
dijo, con plena comprensión hacia nuestras dificultades, esta frase memorable:
“Venid a Mi, todos los que estáis cargados y trabajados, que yo os aliviaré”.

Capítulo 55
La Humildad

Hay palabras que abandonan nuestro vocabulario de todos los días,


hasta que algún incidente o escritor, las desentierran como tesoros olvidados.
Una de ellas es “humildad”. Pero con frecuencia ocurre que, cuando resurgen
ciertas palabras que significan grande virtudes olvidadas, se las emplea en un
sentido nuevo por completo. Por ejemplo, en la China Roja, quienes no aceptan
la dominación comunista se ven acusados de falta de “humildad”. El gato que
se rebela contra la idea de ser devorado por un ratón, es también calificado en
esa forma.
La humildad no significa ser menospreciados; no es facilidad, sumisión,
ni aprecio insuficiente de la propia persona; no es enemiga de la grandeza que
aspira al firmamento, porque cuando Dios se hizo hombre, dio este consejo:
“Sed perfectos como lo es vuestro Padre Celestial”. La humildad no consiste en
darse uno mismo cuenta de que se es humilde, porque entonces se convierte
en orgullo; tampoco es el desprecio de la propia persona, porque ello prepara
para la melancolía o el cinismo, ni tampoco menospreciar nuestros talentos. Un
hombre de un metro noventa de estatura, a quien se elogia por esa misma
circunstancia, no es humilde cuando dice: “No, en realidad mi estatura es de
solamente un metro setenta y cinco”.
La humildad es la verdad acerca de nosotros mismos; es una virtud
gracias a la cual jamás nos consideraremos más de lo que realmente somos.
Por lo tanto, evita un amor desordenado hacia la propia excelencia, y un placer
también desordenado cuando se ve que los demás son inferiores en
comparación con nosotros. Considerarse uno como realmente es, significa no
confundir jamás, nuestro ser imaginario con nuestro ser real. Este lo constituye
lo que somos ante Dios y ante nosotros mismos, luego de practicado un
concienzudo examen de conciencia. Tomemos como ejemplo a una cantante
de ópera de méritos innegables. Esta no será humilde cuando dice: “Realmente
no tengo buena voz”. Su humildad en este caso, más bien consistiría en
reconocer que ha recibido grandes dotes con su voz, y en agradecer a Dios la
concesión de las mismas. Pero el reconocimiento de esta verdad, necesita
estar equilibrado con el de sus propias limitaciones. No porque esté segura de
ser una buena cantante, deberá juzgarse también como una buena acróbata.
La humildad frena el alma que la contiene, para que no intente imposibles. Este
es el gran defecto de quienes son dueños de un gran talento. Hay hombres de
ciencia que con frecuencia, por su conocimiento de hechos experimentales, se
presentarán sin ninguna humildad como dominadores y maestros de todas las
cosas, porque dominan una sola, cuando se les pide su opinión sobre la
inmortalidad o la fe en Dios.
La humildad tiene un aspecto negativo y otro positivo. El primero estriba
en cumplimentar hasta lo último, todas nuestras capacidades y aptitudes; los
carpinteros siendo buenos carpinteros, os deportistas buenos deportistas, los
actores buenos actores y los hombres de ciencia buenos científicos. Pero la
humildad en su aspecto negativo les evitar rebasar esas capacidades, dando
por resultado que los empresarios de pompas fúnebres no se comporten como
comediantes durante un funeral, que los teólogos no sean hombres de ciencia
y que éstos no les dé por la geología. La humildad modera entonces nuestro
apetito de perfecciones, pero no lo destruye.
Ningún hombre será humilde cuando no cree en Dios, ni reconoce que
depende del Poder que lo creó, del Amor que le redimió y del Espíritu que le
santificó. Nuestra imperfección ante los ojos de Dios, encuentra su
compensación inmediata en el hecho de que Dios, que nos hizo Sus criaturas,
nos hace también hijos Suyos mediante nuestra cooperación. Una vez
humillados nos ensalzamos dejando de vivir al nivel humano y disfrutando de la
gloriosa libertad privativa entre los hijos de Dios. En relación con el vecino,
buscaremos siempre sus mejores cualidades, así como lo peor que llevemos
dentro de nosotros. Esto nos permitirá librarnos de nuestras faltas, e imitar las
buenas cualidades que caracterizan a nuestro vecino.
Los hijos de una familia sin amor, se vuelven rebeldes, recalcitrantes,
testarudos, vanidosos y crueles. Los adultos que viven en un mundo sin amor o
sin Dios, terminan en la desesperación que constituye el último extremo de
amarnos demasiado a nosotros mismos. Quienes son amados, se tornan
bondadosos, dispuestos al servicio y prontos a dar su amor a los demás.
Entonces, el hombre humilde nunca se considerará abrumado por el elogio, y
aceptará éste para ponerlo en manos de Dios. Facit mihi magna, qui potens
est, et sanctum nomen ejus. “Porque es Todopoderoso y Su nombre es
Infinitamente Santo”.
Capítulo 56
El Estado de Ánimo

Hubo una época en que se creía que el sol giraba en torno a la tierra; de
hecho, así nos parecía, ya que empurpuraba el Oriente al amanecer y al
crepúsculo “se ponía como un ejército flamígero por el lado de Occidente”.
Pero hoy sabemos que es la tierra la que gira en torno al Astro Rey.
Como existen dos formas de considerar la relación entre ambos planetas
- una acertada y otra equivocada – así también hay forma de considerar la
relación entre las personas y acontecimientos diarios y el ciclo rutinario de la
vida. Algunas personas viven de tal manera, que sus estados de ánimo están
determinados por lo que les ocurre en el mundo. Se sienten tristes cuando las
estrellas parecen acampar en el campo de batalla por la noche, y se forman
alegres al amanecer. Cuando brota la lluvia las mejillas de la naturaleza, con
frecuencia las lágrimas humedecen también las mejillas de esas personas. Lo
que ocurre frente a los mostradores de las tiendas durante los días de barata;
en la oficina o en el movimiento del tránsito; la flecha envenenada del
sarcasmo, los estigmas que llegan como murmullos y hasta el llanto de los
niños, frecuentemente forman y dan origen a nuestros estados de ánimo, que,
como los camaleones, a sumen el color de la experiencia que en determinado
momento se nos impone. Cuando permitimos que las circunstancias nos
dominen, nuestros sentimientos se asemejarán a las estaciones del año,
encogiéndose cuando nos necesitan para prestar un servicio penoso, o
sufriendo desmayos ante cada pequeña desgracia que nos aqueja. El amor
mismo quedará reducido a veleidades. Edna St. Vicent Millary lo dijo en una de
sus rimas:
“Sé que sólo soy el Verano
para tu corazón,
y no las cuatro estaciones del año”.
Las condiciones necesarias para una vida feliz consisten en vivir de tal
manera, que las pruebas y vicisitudes de la vida no nos impongan sus
características. Más bien nos sentimos tan arraigados en la paz y en la alegría
interior, que las comunicamos no sólo a lo que nos rodea en un plano
inmediato, sino también a los demás. Tensión habló de un carecer “con poder
sobre sus propios actos y sobre el mundo”. Algunos irradian alegría y felicidad
porque ya las llevan dentro de sí, mientras otros parecen tener las frentes
heladas y transforman en invierno todo el año.
El problema radica en la forma de poseer esta constancia interna de la
paz, que tranquiliza el fondo de nuestras almas, aun cuando la superficie
semeje un océano azotado por tormentas y, en nuestro caso, por tribulaciones.
El mejor sistema para ello lo constituye la oración que independiza nuestros
estados de ánimo de dos maneras: La primera, agotando nuestros malos
estados de ánimo y haciéndolos presentes ante Dios. El sistema equivocado
consiste en vaciar nuestros malos estados de ánimo sobre la gene que n os
rodea, porque ésa, o lo resiente a su vez y proyecta tomar la venganza, o los
corresponde asumiendo una actitud igualmente mala. Pero si los llevamos a
Dios, quedarán agotados, como el hielo que se funde ante una llama. Una
teoría muy falsa dentro de la psicología moderna, es en el sentido de que
cuando nos sentimos psicológicamente acorralados, debemos acudir a una
solución psicológica, como por ejemplo: “Salvamos, olvidémoslo y bebamos”. O
bien, “Cuando las pasiones sean intensas, démosles satisfacción”. Si cada
yerno procediera así con una suegra que se le manifiesta malhumorada, la
población del país se reduciría a una décima parte. Está bien decir que
nuestros estados de ánimo deben ser asociados, pero hacerlo sobre nosotros
mismos o sobre nuestros semejantes, es como volver a nuestro sentido
padeciendo de una “cruda” o esclavizados por una condición que no podemos
romper.
La segunda ventaja de la oración es no sólo desprendernos de nuestros
malos estados de ánimo, sino substituirlos por buenos sentimientos. Al rezar, la
sensación de la presencia de Dios y de la ley se vuelve más íntima; en lugar de
desear “ponernos a mano” con nuestro enemigo, asumimos hacia él la misma
actitud de Dios, que es el perdón y la misericordia amorosa. Es muy posible
que lleguemos hasta un punto, siempre y cuando oremos bastante, en que nos
sintamos satisfechos hasta poder pagar el mal con el bien. Gradualmente nos
daremos cuenta de que es mucho más triste hacer el mal que sufrirlo; quien
causa un mal, es más digno de compasión que el que lo sufre.
Eventualmente nos libraremos de esos malos estados de ánimo,
cultivaremos una constancia que nunca busca la revancha y hasta
perdonaremos a quienes nos apedrean, como lo hizo San Esteban siguiendo el
ejemplo de Nuestro Señor. Dentro de las tensiones de la vida, nada hay que
calme tanto y nos proporcione tanta fortaleza, como la fuerza magnífica de la
oración. ::::::

Capítulo 57 (No está copiado)


Capítulo 58
La Pascua Florida

La Pascua Florida es la Fiesta de la Resurrección de Nuestro Divino


Salvador, Quien abandonó la tuba tres días después de crucificado. En muchas
ocasiones, Él anticipó: “Ningún hombre puede quitar de Mi la vida, sino que Yo
mismo la abandonaré”. En varias ocasiones, cuando se hicieron intentos de
Lapidarle, Él dijo as Sus enemigos que de nada les serviría, porque “Mi hora no
ha llegado todavía”. No fue sino hasta que Judas llegó al Huerto, cuando Él
permitió que se desencadenaran las fuerzas del mal y consintió en que
hiciesen lo pero. “Esta es vuestra hora”, dijo. Dios tiene su día y el mal tiene su
hora, pero lo único que éste consiguió, fue apagar la Luz del Mundo, por tres
días.
Lo más peculiar acerca de la Pascua Florida, es que aunque Él había
dicho a Sus discípulos que rompería los lazos de la muerte, cuando realmente
lo hizo, nadie Le creyó. Necesitaron convencerse más allá de todas las
sombras de la duda. Entre todos los escépticos que se han dado en el mundo,
ninguno llegó a igualar a los Apóstoles, a los Discípulos y a las Santas
Mujeres. Voltaire y los de su clase, venían a resultar niños crédulos en
comparación con ellos, por lo que a escepticismo se refiere. Los esfuerzos
contemporáneos por borrar la certeza de la Resurrección, fracasan
psicológicamente porque no toman en cuenta esta duda.
Los amigos de Cristo no esperaban la Resurrección y, por lo tanto, no se
imaginaban ver algo que ardientemente esperaban. Ni la misma María
Magdalena, a quien aquella semana se le había hablado de la Resurrección,
cuando vio cómo su propio hermano, Lázaro, surgía vivo de la tumba, creía los
sucedido. Llegó el domingo por la mañana a la Tumba del Señor, para ungir
con especias un cadáver, y no para saludar a un Salvador Resucitado. En el
camino, la pregunta que se hacían las mujeres era: “¿Quién apartará para
nosotros la losa?” Su problema se concretaba a obtener un medio de entrada,
no a considerar si el Salvador saldría. Cuando la Magdalena encontró la tumba
abierta y vacía, ni siquiera así llegó a su mente la idea de la Resurrección.
Corrió en busca de los Discípulos para decirles: “Han sacado el cuerpo, y no sé
donde Lo han puesto”.Cuando escuchó un ruido entre los arbustos, ni siquiera
alzó la vista, pues no esperaba ver al Salvador; suponía que se trataba de
algún jardinero. La creencia y la expectación son factores absolutamente
indispensables para la producción de visiones o imaginaciones psicológicas,
pero ambas faltaron en el caso de los Discípulos y demás seguidores de Cristo.
Convencida al fin por la visión, la palabra y el tacto, de que Jesús se
había levantado, Magdalena corrió a buscar a Pedro y a Juan para darles la
buena nueva. La respuesta de éstos, se concretó a una “explicación” del
supuesto fenómeno, explicación típica, además entre los hombres. Dijeron: “Es
un cuento de mujer; ya sabemos lo que son las mujeres; siempre están
imaginando cosas; son crédulas y supersticiosas”. Cuando finalmente se
convencieron sobre bases empíricas, requirieron siete días de pruebas para
convencer al resto de los Apóstoles, habiendo llegado alguno a exigir la prueba
científica de introducir un dedo en las Lagas de manos, pies y costado, del
Bendito Salvador, lo que provocó en Este las palabras: “Benditos sean los que
no han visto y sin embargo creen”.
Hace algunos años, un escéptico igual a los Apóstoles, Frank Morison,
decidió escribir una especie de relato policíaco, según el cual el Cuerpo había
sido robado, dando así lugar al “mito” de la Resurrección. Su intento original,
contenido en el libro “Quién Movió la Losa”, nunca llegó a buen puerto, sino
que fue a desbaratarse contra las rocas, haciéndole alcanzar una playa
inesperada: la creencia en la Resurrección.
La Resurrección es la única respuesta a la pregunta sobre la brecha que
todos sentimos psicológicamente dentro de nosotros mismos, entre el cuerpo y
el alma. Algunos pensadores al través del tiempo, han sacrificado su cuerpo al
alma, pero la tendencia actual estriba en lo contrario. La Resurrección revela
que el cuerpo y el alma son sagrados. Ninguna doctrina sobre la inmortalidad,
que sea simplemente racional podrá lograr esto con perfección. Además, en el
caso del Señor Resucitado, Le eleva fuera de la historia y Le hace posible
establecer nuevas relaciones con la Humanidad. Si Él hubiera permanecido a
nuestro lado en cuerpo y alma, no habría podido acercarse a nosotros más allá
de tocarnos la mano o abrazarnos; pero Ascendiendo al lado del Padre y
enviando Su Espíritu de amor a nuestros corazones, se convirtió no en un
ejemplo que pueda copiarse o en un hecho digno de recordarse, sino en una
vida que debe vivirse y una comunión que debe compartirse. Ahora nos es
posible cargar las cruces y penas de esta vida, sabiendo que “los pesares de
esta vida nada valen, en comparación con la Vida que vendrá”.
Capítulo 59
Credulidad
el Incrédulo

Una época sin fe, será siempre época de supersticiones. Las creencias
religiosas son tan necesarias para el corazón del hombre, que una vez que se
las abandona, se acude a alguna falsa forma de fe, para llenar el vacío
resultante. A menos de que el hogar se encuentre lleno de bondad, siete
diablos peores que el primero, se alojarán en él. Cuando las inteligencia
abandonan su preocupación por la suerte final que nos esté deparada, la
substituyen por el misterio de lo que ocurre después de la muerte, el misterio
de cómo se asesinó a alguien, pero el misterio es condición que nunca
desaparece. Carl Marx, fundador del comunismo, negó que existiera el Espíritu
o la Inteligencia, pero retrocedió a hurtadillas, convirtiendo a la historia en una
mentalidad que invariablemente produce lucha de clases. Cada época del
materialismo se ha visto seguida por otra de superstición, durante la cual las
mentes creen en todo y los fanáticos y charlatanes, se convierten en santuarios
de culto y objetos de adoración.
¿Cómo pudo ser que millones de hombres aceptaran las supersticiones
del Nazismo, Fascismo y Comunismo, si no les hubieran dado cabida en las
almas vacías por la pérdida de la fe? La esencia de la superstición política, es
la identificación de lo político y loi sagrado, como la esencia de la superstición
económica está constituida por la identificación comunista de la clase
trabajadora y el Mesianismo. El gran alarde del Siglo Dieciocho, consistió en
decir que “Dios y los sobrenatural”, debían ser exorcizados exponiéndolos a la
luz. Pero lo que ocurrió, al rechazarse la fe religiosa, fue que surgió la
superstición, que puso al mundo al borde de convertirse en un manicomio.
Véase cómo el comunismo ha llegado incluso a tener un producto “sintético”
que vender: mediante sus declaraciones en las Naciones Unidas, combinadas
con sus centros de propaganda en México, Sudamérica y China, ha
pronunciado la condena de millones de hombres que se atrevieron a violar su
“mito”, o a protestar contra su “religión del ateísmo”. Si no existiera una gran
Faz de Amor que se inclina sobre la Humanidad, su inteligencia perturbada se
cubriría con mil máscaras horribles. Cuando la religión es fuerte, limpia la
mente inconsciente de todos esos temores y ansiedades, de esas
preocupaciones y psicosis, que el psicoanálisis intenta borrar en el alma sin fe.
Aun cuando el psicoanálisis efectúa lo que califica de “transferencia” del estado
mental nunca llega a satisfacer el hambre del alma por algo espiritual y más
allá de sí misma, a lo que debe adorar y rendir culto. La fe en un hombre no es
como las muñecas rellenas de serrín. No se la puede abrir, sacudir el serrín
sobre una mesa, analizar su origen como árbol, volverlo a colocar dentro y
reacondicionar la criatura.
El sediento viajero del desierto, que confunde un espejismo con un
oasis, es supersticioso. Ha abandonado la razón y juzga sus sueños realidad.
Así, en nuestro Siglo Veinte, impaciente con su largo viaje por el mar de la vida,
luego de haberse negado a entrar a puerto y de haberse deshecho de la
brújula, transforma las nubes en islas y los bancos de niebla en continente
imaginarios. Negando a Dios, encuentra necesario fabricar dioses, no de oro,
plata o arcilla, sino de ciencia, psicología y principios económicos.
Fuera de su contenido teológico, se destaca el hecho psicológico de
que, quienes tienen una fe muy profunda y adentrada en Cristo, están menos
expuestos a someterse sin virilidad alguna a indignos pretendientes. Esto se
demostró experimentalmente en los casos de los misioneros cristianos en
China, que resistieron el “enjuague” de sus cerebros, con un éxito que no
conocieron aquellos que se habían desprendido de la fe. La libertad para no
depender de lo falso, se compra por medio de la lealtad al Amor y la Verdad.
El grave peligro que entraña la pérdida de la fe, no radica sólo en el
hecho de que surgirían otros que pretendan dominarnos, sino en que nuestras
voluntades se volverán tan débiles y nuestras mentalidades se encontrarán con
fusas, que llegarán a dar su asentimiento. Dos mujeres chinas, luego de pasar
por el “enjuague cerebral” en una prisión comunista, fueron por fin puestas en
libertad. Ambas volvieron a la independencia relativa de sus hogares y sus
familias; al cabo de pocas semanas, pidieron a los comunistas ser reintegradas
a la prisión porque querían seguir siendo dominadas. La superstición se
manifiesta no sólo en la credulidad, sino también en el servilismo. Las
Sagradas Escrituras dicen que los últimos tiempos” se caracterizarán por la
negativa a recibir una enseñanza sana.
Muchos viven bajo la ilusión de que su rechazo de la fe religiosa, les
inmuniza contra la credulidad. La verdad es que ellos también aceptan la
autoridad, pero es la autoridad vaga, vaporosa y anónima de “ellos”. “Ellos”
gustan del verde y de otros colores. ¿Quiénes son “ellos”? El hombre de fe por
lo menos conoce a Aquel cuyo gobierno y guía acepta. Pocas cosas hay más
extrañas que el hecho de que muchas personas que se juzgan educadas,
puedan tragarse lo que dice y jura por su gloria el Kremlin. Inmenso es en
verdad el vacío que deja en nuestro corazón, el destierro de Jesucristo.

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